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Rodaron juntos el colectivo y mi alma. Toda una noche y todo un día en que las imágenes del pasado se
mezclaban sin un orden, sin un tiempo. Podría haberlo abrazado, pero no encontraría jamás la pasión entre sus
labios… hubiera sido como una limosna. Rodaba y junto con el colectivo con los ojos puestos en el camino que
pasaba veloz a mi lado. Trataba de entender cuál fue la pena más rigurosa que debía sufrir. Quise
desesperadamente expulsar de mí las imágenes de las tinieblas, quise cerrar mis oídos a sus ruidos, a sus
movimientos… y me quedaba vacía… no encontraba otros ruidos que pudieran ocupar mis recuerdos. Rodaba…
rodaba como recién nacida… rechazando el tumulto confuso de mi pasado reciente y buscando algún recuerdo
posible de mi pasado lejano… no sabía hoy qué forma tendrían los rostros queridos. Se me fue vaciando el
corazón.
¿Dónde estará Quinteros? ¿Qué inventaré allí para empezar a llenar mi mente con caras nuevas, ojos
nuevos, voces nuevas? Al fin yo estaba viva… ¡había visto morir a tantos! La muerte es fácil. A la muerte no hay
que pelearla. ¡Toda mi vida peleando por la vida… mi vida… todas las vida! La muerte llega, a la vida hay que
buscarla. Es tan difícil rodar sin una forma precisa para tener el corazón y traerla a la mente… sin recuerdos…
sin sensaciones queridas para llevarme, sin pasado sonriente para traerlo al presente mientras el colectivo mide
los kilómetros. Solo yo, con un cúmulo de ansiedades que llenar… sólo yo y este día que no tiene ayer, porque
el ayer es una noche larga y terrible y no sé cómo es ese ayer durante el día. Sólo yo sin nada en las manos,
con un corazón que late de nuevo cuando mira el sol por la ventanilla.
¿Cómo será esa tal Graciela? Ella tiene ahora las voces que debieron ser mías, de ella son sus miradas
jóvenes que me arrancaron de mis brazos, que debo arrancarme de mi corazón.
Rodaba junto al colectivo… en mi mente nada impreso… en mis brazos ninguna sensación, mis labios
vírgenes, mi alma en blanco. Y todavía la vida late aferrada a mí
Elena se quedó dormida arrullada con el ronronear del colectivo. Era la primera noche en diez años que
dormía con un sonido sueva en un asiento blando.
Quinteros no era muy grande por lo que pudo ver. Ni muy chica. “Una ciudad ideal”-pensó-. Caminó sus
calles despacio alzando su bolso azul con dos o tres prendas. Todavía tenía dinero. Era bonita Quinteros, o así
se le ocurrió. “¿A qué me recuerda?” Tenía veredas anchas y árboles. Tenía un ritmo apacible, ocupado. Tenía
una plaza algo descuidada donde muchos colegiales llenaban sus bancos y ponían risas en el aire. Elena se dio
cuenta de que la vida había seguido su creación mientras ella estuvo sepultada. Que esos chicos estaban felices,
en ellos la existencia les subía por la sangre y les estallaba en carcajadas y besos escandalosos como si fueran
un himno. “Así deben andar mis hijos”-pensó-. Se detuvo a contemplarlos para empaparse de esa energía alegre
que una bandada de estudiantes pone en las plazas de las ciudades para recordarnos que la vida es indetenible.
Preguntó y a unas cuadras tomó una pieza de pensión. Preguntó y caminó hasta el almacén que le
indicaron a dos cuadras de allí. Irremediablemente Quinteros le gustaba. Tenía sabor de pueblo y ella conocía
ese sabor, estaba guardado en alguna parte de su memoria. A Elena se le ocurrió que Quinteros también era
adolescente.
El almacén era amplio. Había una chica como de dieciocho años, rubia, bonita, de mirada algo melancólica.
Tenía alzada una criatura como de seis o siete meses. El bebé estaba descuidado, pero la chica estaba bien
vestida. Había una señora mayor que los miraba como con lástima. El almacenero la atendía con cariño. Elena
escuchó.
-Bueno, Silvita. Veré si pongo otra vez el cartel. Pueda ser que tengamos mejor suerte que con la empleada
anterior.
-Se lo voy a agradecer don José. Yo no puedo estudiar y atender a mis hermanos. Mi casa es un desastre.
-Y… donde no está la madre –dijo la señora mayor- pobres chicos. Le voy a preguntar a la señora que
viene a hacerme el lavado. Creo que ella tiene una hija que podría trabajar.
-Gracias. Pero que sea alguien que sepa llevar toda la casa. Yo quiero desentenderme. Don José, deme
algo para comer… qué sé yo…
La muchacha compraba cosas. El bebé rompió a llorar. El almacenero le dio un chupetín.
-Después mi papá le arregla. Gracias, don José.
La joven se fue y la señora mayor comentaba con el almacenero la mala suerte de ese doctor que siendo
tan buen médico y tan querido… Siguieron hablando. Elena escuchaba. La señora pagó y se fue y seguía
comentando mientras se iba: “Lástima de personas, tan descuidados”. Elena sintió que el corazón le latía más
de prisa. Recordó sus propias palabras… “algo debe querer de mí la vida para aferrarse a mis carnes”.
El almacenero la sacó de sus pensamientos:
-Señora.
-Deme un yogur y… -pidió cosas sin prestar mucha atención.
Elena se iba, pero se volvió.
Perdón, señor, ¿dónde es la casa de ese doctor?
- ¿Qué doctor?
-Ese del que ustedes hablaban.
- ¿Por qué? ¿Quiere trabajar allí?
-Podría ser.
El almacenero le indicó. A las cinco de la tarde Elena leyó la placa de bronce en la puerta.
Dr. Francisco Monterrey- médico cirujano- cardiólogo
La casa era grande, en una esquina. Denotaba buen dinero de su dueño. Tenía ladrillos vistos al frente,
una puerta principal de fina madera y un portón a la vuelta. Era una casa de dos pisos.
Tocó el timbre. La atendió un hombre como de cuarenta años, alto, delgado, con una barba bien cuidada
y entrecana. Usaba anteojos. Parecía disgustado o malhumorado.
- ¿El doctor Monterrey? – A Elena el corazón le saltaba en el pecho.
- ¿Qué desea? A las seis atiendo consultorio.
Habló resueltamente cuando le dijo:
-No vengo por el médico. Vengo por el trabajo.
- ¿Qué trabajo?
-Su hija encargó en el almacén a alguien que se hiciera cargo de la casa.
El hombre cortó la explicación hoscamente.
- ¿Tiene referencias?
Elena se estremeció, pero se dispuso a no ceder.
-Quisiera que pudiéramos conversar doctor, ¿puedo pasar?
El hombre la hizo pasar porque lo tomó por sorpresa. Había algo en su figura menuda y resuelta, en sus
modales educados y sin afectación, en su lenguaje correcto que le despertó curiosidad. Tenía un no sé qué
distinto a cuantas sirvientas había tratado y echado de su casa. Ella lo convenció. Ella y esos niños que no
dejaban de berrear. Ella y la necesidad imperiosa de que alguien limpie un poco. El doctor Monterrey jamás
olvidaría el argumento final:
-Doctor –le dijo- deme una oportunidad. Usted no tiene quien le atienda su casa y yo no tengo casa. Soy
como esas leonas a quienes les han sacado las crías y no tienen dónde poner su cariño. Yo no tengo referencias,
pero retenga usted mi documento hasta que pueda confiar en mí. Yo sé lo que hay que hacer con los niños.
Entonces la miró estudiándola. Tenía el cabello castaño y le caía en ondas sobre los ojos oscuros. La nariz
aguileña, aunque no grande. Delgada, pequeña, el doctor no supo de dónde salía su fuerza, quizás de sus gestos,
quizás de sus palabras.
- ¿¨Y cuánto pide usted por su trabajo?
-Eso no importa ahora. Lo arreglaremos después.
Entonces su sorpresa fue total. Elena fue a la pensión, buscó su bolso azul con algunas prendas, entró a
la casa de los Monterrey y se quedó… para toda la vida.
A la semana de estar trabajando, Elena tenía a los siete miembros de la familia desconcertados. Los niños
estaban limpios y empezaban a tranquilizarse, hasta comenzaros a buscarla y nombrarla porque Elena introdujo
la magia en esa casa sin sueños. Transformó las comidas en una reunión de hadas y princesas, de lobos y sapos
que se convierten en carrozas con príncipes que luchan con dragones. Combatió los berrinches con metamorfosis
logradas gracias a un vestido largo y una colcha a modo de capa para convertir a la niña angustiada en una
princesa. Logró que los sueños fantasiosos fueran realidad con una silla puesta al revés para volar las naves al
espacio.
La casa se llenó de sol porque Elena corrió todas las cortinas...”bastante oscuridad he pasado…” decía
para quien quisiera escucharla.
La casa se llenó de música porque a Elena le gustaba escuchar la radio, “salvo que alguien esté
estudiando..” También se llenó aromas porque en la cocina algún plato raro salía de sus manos que causaba
risa a los más grandes porque ella introdujo comidas desconocidas..