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F o ndo y f o r m a e n l a s o br a s d e im a g in a c ió n

E l fondo es el alm a; la form a, el organism o de


la poesía; aquél com prende los pensam ientos,
ésta la arm azón o e stru c tu ra orgánica, el m étodo
expositivo de las ideas, el estilo, la elocuencia y el
ritm o. E n toda obra verdaderam ente a rtístic a el
fondo y la fo rm a se identifican y com pletan, y de
su íntim a unión b ro ta el ser, la vida y herm osura
que adm iram os en los p arto s de ingenio. E l esta­
tu a rio como el poeta concibe una idea, y p a ra ha­
cerla palpable a los sentidos, el uno le da tra z a en
bronce o m árm ol, el otro la rep re sen ta con las fo r­
m as de la p a la b ra ; la form a nace con el pensam iento
y es su expresión anim ada.
R esulta de aquí, pues, que cada concepción poé­
tic a tiene en sí su propia y adecuada fo rm a ; cada
a rtis ta original sus ideas y modo de e x p re sa rla s;
cada pueblo o civilización su poesía, y po r consi­
guiente sus form as poéticas características. L as f o r ­
m as de la poesía indostánica son colosales, mons­
tru o sas como sus ídolos y pagodas; las de la poesía
árab e aéreas y m aravillosas como los arcos y co­
lum nas de sus m ezquitas; las de la griega, regulares
y sencillas como sus tem plos; las de la m oderna,
pintorescas, m ultiform es y confusas como las cate­
drales góticas; pero profundam ente simbólicas.
Prosa Literaria 133

L a esencia de la hum ana naturaleza, dice W.


Schlegel, es sin duda sim ple; pero un examen m ás
profundo nos revela que no hay en el universo fu e r­
za alguna prim itiv a que en sí no abrigue virtu d
suficiente p a ra dividirse y o b rar en opuestas direc­
ciones; y así como en el m undo físico se notan a
cada paso consonancias y disonancias, con traste y
arm onía, ¿por qué no se reproduciría tam bién este
fenómeno en el m undo m oral, o en el alm a del hom­
bre? Quizá esta idea nos d a ría la verdadera solu­
ción del problem a que buscam os; quizá ella nos re ­
velaría la causa por qué la poesía y las bellas a rte s
han seguido entre los antiguos y los m odernos ta n
distinto camino.
Desde que el sabio d ijo : No hay nada nuevo bajo
el sol, lo que es fué y lo que fué será. U nas son las
facultades m orales de la hum anidad; pero el clima,
la religión, las leyes, las costum bres, modificando,
excitando su energía, deben necesariam ente d ar im ­
pulso distinto a la im aginación poética de los pueblos
y form as singulares a su arte , pues sujetos están
a todos los sucesos y accidentes, tan to externos
como internos que su vida o su h isto ria constitu­
yen. L a m ism a ley de desarrollo m oral que en los
pueblos, obsérvase en los individuos, y h asta en las
plantas y anim ales, v a ría la form a ex tern a conform e
a la eficacia de las influencias locales.
U nas son las ideas m orales del hom bre; unas sus
pasiones; uno su destino; su rango el mismo en la
cadena de los seres del universo; pero el clima, la
religión, las leyes, las c o s tu m b r e s , reprim iendo,
exaltando, m odificando la energía de sus facultades,
deben d ar a la im aginación poética de los pueblos
dirección d istin ta ; y de aquí nace que el espíritu
inm ortal de la poesía entre las diversas naciones,
aparece revestido de form as peculiares, y que éstaa
se a lteran y v arían en cada siglo con las ideas, leyes
y costum bres.
El m undo físico y el m oral existen, es decir, la
naturaleza y la hum anidad; nada puede q u ita r ni
poner el hom bre a lo que existe; pero su inteligen­
cia observa, exam ina, com para, y se form a ideas
erróneas o c ie rta s; estas ideas son su tesoro, su
ciencia; son hoy el resultado de su modo de ser y
de sentir, un día pasa, un siglo y vuelve a obser­
v a r y ya no ve del mismo m odo; mil influencias
opuestas, tan to externas como internas, los sucesos
de su vida que constituyen la historia, han contri­
buido a m odificar sus opiniones; la perspectiva de
los objetos ha cambiado a sus ojos. No piensa ya
ahora como pensaba hace un siglo acerca de Dios,
el alm a, la m oral, la política, la filosofía; y al paso
que lo que existe está perenne, su modo de verlo,
sentirlo y juzgarlo todo, cam bia, y esas ideas, sen­
tim ientos y sucesos afectan diversa fisonom ía, a p a ­
recen bajo d iferente form a en la sucesión de los
tiempos.
L a poesía sigue la m archa de los dem ás elemen­
tos de la civilización, y nutriéndose, como p rinci­
palm ente se nu tre, de principios filosóficos, de ideas
Prosa L iteraria 135

morales y religiosas, debe ceder al impulso que le


dan las doctrinas dom inantes en la época, sobre aque­
llos tre s puntos centrales del m undo de la hum ana
inteligencia.
La filosofía sensualista del X V IIP siglo, recono­
ciendo la necesidad de una religión, y confesando la
excelencia de la e ra cristiana, tendía sin em bargo
a la im piedad y al a te ísm o ; la esp iritu alista del X IX 9
ensalza y glorifica al cristianism o.
A la poesía de aquella e ra convenían bien form as
im itadas, puesto que no hallando en el hom bre y
el universo sino m ateria, ni entusiasm o, ni pasión,
ni fe, nada íntim o ni sublim e podía ex p re sa r; ago­
tada estaba p a ra ella la viva fuente de la in sp irac ió n ;
así que sólo tuvo un poeta.
A la nuestra, llena de entusiasm o y vigor, que
crece y espera, que ceba su esp íritu en el m anan­
tial de la vida, ninguna form a a n tig u a le cuadra,
y henchida de savia y sustancia como la vegetación
oe los trópicos, debe b ro ta r y crecer vigorosa y mul­
tiform e, m anifestando en la variedad, contraste y
arm onía de su ex tern a apariencia, todo el vigor y
fecundidad que en sí entraña.
Byron al leer algunas páginas de W alterio Scott
exclam aba: “ ¡Sublime, m aravilloso! ¡pero todo se h a
<iicho y a !” Y, en efecto, el ingenio h a sondado todos
los abism os; ha interrogado a la providencia, al
universo; ha desentrañado del corazón las pasiones
vivas, sacando a luz sus llagas y m iserias y pintando
la in testin a lucha de la conciencia; y siem pre activo
136 Esteban Echeverría

e insaciable cam ina sin cesar en busca de nuevas


m aravillas.
¿Qué hallaba el Lord en las novelas del escocés
que tan to le hechizaba? La form a, es decir, el estilo,
el lenguaje, la estru c tu ra, la exposición esencial­
m ente dram ática y anim ada de sus ideas, la poesía
y la erudición exhum ando y anim ando el polvo ca­
davérico de hom bres y siglos que fueron.
N osotros tam bién al leer a Byron hemos excla­
m ado desalentados m uchas veces: ¡Sublim e, e x tra ­
ord in ario ! ¡pero todo se ha dicho ya! Son las fo r­
m as poéticas las que varían principalm ente en cada
siglo, en el espíritu de cada pueblo y en las reno­
vaciones y faces del arte, y el espíritu esencial que
la fecunda y anim a, pasa inalterable de generación
en generación, siguiendo en su m archa todas las
vicisitudes, retrocesos y adelantos del sab er hum ano
y de la civilización.
P ero la diferencia en tre el a rte antiguo y el mo­
derno no sólo estriba en las form as sino en el fo n d a
E l prim ero bebió sus inspiraciones en la cu ltu ra
m oral de los griegos y adoptó las form as que le con­
venían; el segundo las anim ó con el esp íritu de su
creencia y de su civilización. El uno vacía cada
género de poesía en un molde peculiar; el otro no
reconoce form a típica ninguna absoluta; en aquél
los géneros no se mezclan, en éste la im aginación
libre campea, sin ceñirse a la ilim itada esfera de
las clasificaciones; en sum a, en el a rte antiguo la
elegía se lam enta, la oda can ta heroicas virtudes,
Prosa Literaria 137

el idilio, pastores, la anacreóntica, vino, rosas y


am ores; la epopeya ensalza el heroísm o y solemniza
la h isto ria ; la tra g e d ia rep resen ta la lucha del hom­
bre con el destino, en una acción funesta.
La form a de toda obra de a rte com prende la
arm azón o e stru c tu ra orgánica, el método expositivo,
el estilo o la fisonom ía del pensam iento, el lenguaje
o el colorido, el ritm o o la consonancia silábica y
onom atopéyica de los sonidos, y el fondo son los
pensam ientos o la idea g en eratriz que bajo esa fo r­
ma se trasluce y da a ella completo y característico
ser. Así es que puede decirse que el fondo es el
alm a, y la form a el cuerpo u organism o de las crea­
ciones a rtísticas. U na obra sin fondo es un esque­
leto sin alm a, hojarasca brillante, som bra chinesca
p ara los ojos; una obra toda fondo, es herm osura
descarnada y sin atavío que en vez de hechizar es­
p anta. Así es que la form a y el fondo deben iden­
tificarse y com pletarse en toda obra verdaderam ente
a rtístic a . El estatuario, como el poeta, conciben una
idea; pero esa idea está en germ en en su cerebro
m ientras no la rep resen tan al sentido; el uno re ­
vistiéndola de m árm ol, el otro con las form as de la
palabra. Todo pensam iento, pues, tiene su propia y
adecuada fo rm a ; cada a rtis ta original una idea y ex­
presión c a ra cterística; y cada siglo una poesía, y
cada pueblo o civilización sus form as a rtísticas. Y
debe ser así, porque la civilización de cada pueblo
sigue una m archa, si bien progresista, su je ta a mil
influencias opuestas, tan to físicas como m orales, y
a todos los accidentes y sucesos ta n to internos como
exteriores, que constituyen su vida y su historia.
E n los individuos se observa la m ism a ley de des­
arrollo m oral que en los pueblos, y h a sta en los seres
orgánicos de un mismo género v arían las form as
externas, según los lugares y latitudes y modo de
v iv ir y cultura. Vienen después las revoluciones m i­
lenarias como las invasiones de los bárbaros y el
cristianism o, la conquista de Am érica, la aparición
de los hom bres fásticos como A lejandro, C ésar y
Napoleón, los cuales, trasto rn an d o el orden reg u la r
de las sociedades, las impelen y regeneran y deposi­
ta n alguna nueva verdad m oral, filosófica o política
en el fondo común de la inm ensa inteligencia.
Son las form as, pues, las que v a ría n ; toda la
cuestión sobre la excelencia del a rte antiguo y el
m oderno estrib a en la form a. La form a clásica es
re stric ta y lim itad a; cada género se form a, se vacía
en molde dispuesto en particu lar. La elegía llora,
la oda canta heroicidades, el idilio pastores. E l ro ­
m anticism o no reconoce form a ninguna absoluta;
todas son buenas con tal que representen viva y
característicam ente la concepción del a rtista . E n la
lírica canta y d ram a tiz a; es heroico, elegiaco, sa­
tírico, filosófico, fantástico a la vez; en el dram a
ríe y llora, se a rr a s tr a y se sublim a, idealiza y copia
la realidad en las profundidades de la conciencia;
toca todas las cuerdas del corazón y saca de ellas
mil disonancias y arm onías m aravillosas; da cuerpo
y salientes sobrenaturales; es lírico, épico, cómico
y trágico a un tiem po, y m ultiform e, en fin, como
un Proteo. R epresenta todo lo te rre s tre y lo divino,
la vida y la m uerte, todos los m isterios del destino
hum ano, los accidentes de la vida en sus inm ensos
cuadros. Si quiere y le conviene adopta la form a
griega o francesa, se a ju s ta a las proporciones de
Calderón o S hakespeare; pero no de propósito, por­
que a nadie im ita sino cuando el n a tu ra l desarrollo
de sus creaciones lo req u iere; escribe, en fin , Otelo,
Fausto, A tolla. E n la poesía épica ni obra según
los códigos de A ristóteles, B atteux o Vida, ni sigue
a Homero, ni a V irgilio, sino tra z a en el fro n tis
de sus gigantescas creaciones: Divina Comedia, Pa­
raíso perdido, Mesíada, Childe - Harold.
Así, pues, el Rom anticism o, fiel al principio incon­
cuso de que la fo rm a es el organism o de la poesía,
deja al ingenio o b ra r con libertad en la esfera del
mundo que ha de a n im a r con su fiat. Ni le corta
las alas, ni lo m utila, ni le pone m ordaza, y se g u ard a
muy bien de decirle: esto h a rá s y no aquello, pues
lo considero legislador y soberano y reconoce su
absoluta independencia; sólo le pide obras -poéticas
p ara adm irarlas, obras escritas con la plum a de
bronce de la inspiración rom ántica y cristiana.
A tendiendo sin em bargo a la esencia m ism a de la
inspiración poética, se pueden d eterm in ar tre s fo r­
mas d istin ta s en la expresión del verbo. Form a lí­
rica, form a épica y fo rm a dram ática. E n la p rim era
el poeta c a n ta ; con la segunda n a rr a ; con la tercera
Pone en acción los personajes históricos o fa n tá s­
ticos con que form a sus cuadros. E n la p rim e ra las
emociones del alm a se exhalan en cantos, cuya en­
tonación v a ría según la m ayor o m enor intensidad
de los afectos; en la segunda la n arración poética
m ás o menos extensa, reem plaza al canto; en la te r­
cera la acción, la n arración y el canto se reúnen y
com binan p a ra rep re sen ta r en un cuadro la vida
con todos los accidentes, peripecias y contrastes»
B ajo estas tre s form as distin tas en sí, pero idén­
ticas en naturaleza, aparece en las diversas épocas
de la h istoria de cada pueblo y en cada latitud, el
verbo eterno de la poesía. . .

E s e n c ia d e l a p o e s ía

Desde que la bondad de Dios creador y la inm or­


talidad del alm a dejaron de ser un vago p resenti­
m iento de la hum ana conciencia, o una noción con­
fu sa in spirada por el genio de P la tó n ; desde que
las leyes m orales tuvieron po r base la revelación
divina y echaron honda raíz en las en tra ñ as de la
hum anidad, las fuerzas intelectuales tom aron dis­
tinto rum bo, ensancharon el poder del hom bre y
cambió a sus ojos la perspectiva del universo. Todo
fué grave y severo p a ra él, ningún pensam iento
frívolo concibe; ningún acto indiferente pudo eje­
cutar, sus acciones tuvieron por p a u ta la justicia,
sus reflexiones por blanco la verdad, y su vida toda
fu é consagrada al ejercicio de im periosos deberes.
Pero flaco de espíritu y de cuerpo, henchido de
pasiones, en vez de lo ju sto obró lo inicuo, y en lu­
g a r de oír la im periosa voz de su conciencia siguió
el instinto e impulso de los anim ales apetitos. E n
vez de en co n trar la verdad vagó sin tino por las
tortuosas sendas del e rro r. Así m archó el hom bre
por el camino de la vida y toda su existencia no fué
m ás que el b atallar perpetuo de sus deberes y ape­
titos, de su inteligencia y sus extravíos. La ciencia
pretendió encam inarlo, pero su antorcha fué a me­
nudo falaz. P o r certidum bre dióle m uchas veces
quim eras que lo alucinaron y ensoberbecieron, ins­
piróle el deseo de p e n e tra r la esencia oculta de las
cosas y d escifrar el enigm a de su existencia y de la
creación sin el auxilio de la revelación. Entonces
rodeáronlo las tinieblas; perdió su razón el punto
de apoyo, y se abismó en el caos de la incertidum bre.
Dudó de todo — del alm a, de Dios, de la ju sticia
y el deber, de sí mismo y del u n iv erso — y los
sistem as nacieron y las opiniones hum anas se cho­
caron y agitaro n como las olas del m ar cuando la
tem pestad rom pe el equilibrio que en balanza las
sostiene.
¿Dios crió al U niverso e infundió al hom bre, im a­
gen suya, espíritu inm ortal? ¿Su providencia lo
sustenta y vive por leyes invariables o no? ¿E l mal
es sim plem ente la negación del bien o ley forzosa
de la c ria tu ra ? ¿L a m oral es ley divina y por con­
siguiente invariable (in n a ta o rev elad a), o ley hu­
m ana y variable según los climas y siglos? ¿L a
ju sticia tiene por base el in terés o los preceptos
m orales? ¿E s libre el hom bre y responsable de sus
actos, o n o ? . . .
La poesía debió seguir el rum bo y las excitaciones
del espíritu h u m a n o ...
Hemos llegado al punto de arran q u e de la civili­
zación m oderna; el tiem po nos m u estra la p rim er
pág in a de o tra h isto ria ; pisam os en los um brales de
un nuevo m undo compuesto de tre s naciones cuya
religión, leyes y costum bres son diferentes.
Echem os una m irad a sobre él.
Roma, decrépita, está gangrenada por los vicios
y abrum ada bajo el peso de su propia grandeza;
pero su renom bre la escuda y deja atónitos los pue­
blos al oír el nom bre de la ciudad eterna. Ei mal
interno que la roe extiende y dilata en tretan to su
veneno por sus enervados m iem bros; ella ríe, y se
deleita, y ebria de regocijo m ira desde las gradas
del circo p a lp ita r en las g a rra s de las fie ras m iem ­
bros hum anos, m ientras sus dioses de oro y m árm ol
nada dicen a su corazón depravado. H a rta de san­
gre y apeteciendo emociones nuevas, se convierte
en concubina de los tiranos, p rostituye sus i jare s a
la torpe lascivia y a los m ás inm undos y bestiales
apetitos y, sum ida en el ciénago de las torpezas,
tiene coraje aún p a ra deificar a los mismos que la
u ltra ja n y envilecen.
A letargada vive así Roma, y de repente oye gritos
y una voz de los cielos que le d ice : ¡ Oh, Roma, Roma
obcecada, escucha las p alabras del Salvador, del h ijo
de Dios vivo!
No m atarás, no fo rn icarás, vuestros dioses son
vanos, m entirosos; am ad a vuestro prójim o como
a vosotros m ism os; no hay m ás que un solo Dios.
E s la voz de los p ro fe tas que predican el c ristia ­
nismo. Roma, ciega, escarneció sus palabras, y lavó
sus m anos en la sangre de los m ártires y adornada con
nuevos atavíos corrió fren ética del circo al teatro ,
de los banquetes a los inm undos lupanares o a ser­
v ir de pasto a las fie ras y de escabelo a los m ás
imbéciles tiranos.
Entonces un ruido g ran d e como el del océano
torm entoso, resonó en la redondez de la tie rra . De
oriente a occidente, del septentrión al mediodía, le­
vantáronse voces desconocidas y viéronse cam inar
velozmente enjam bres sobre enjam bres de hom bres
nunca vistos, los cuales se m ovían por fuerza irre ­
sistible, se im pelían los unos a los otros como las
oleadas que impelen los huracanes. Suevos, vánda­
los, germ anos, godos, tá rta ro s , habíanse, po r con­
cierto m isterioso, emplazado al Capitolio, y se p re p a ­
raro n a re p a rtirse los despojos del im perio rom ano.
Roma, al tro n a r de sus gigantescos alaridos salió
de su letargo y se p rep aró a la lucha, y aunque por
el prestigio de su nom bre tuvo a ray a algún tiem ­
po al to rre n te azotador, su hora había llegado, y las
plagas de Dios debían vengar los u ltra je s que su
am bición había inferido al universo. L enta fué su
agonía p a ra ser m ás ruidosa y espectable. Vencida
cayó al fin cuando ya el cristianism o vestía la p ú r­
p u ra en C onstantinopla y la T ia ra se ostentaba en
el Capitolio.
Consumóse la regeneración del mundo, y el cuer­
po de la sociedad an tig u a sintió c o rrer en sus va­
nas la sangre p u ra y a rd ien te de las naciones b á r­
baras, anim ado po r el esp íritu del cristianism o.
Los vencedores adoptaron la ley de los vencidos;
pero en cambio les dieron costum bres m ás puras,
el respeto a las m ujeres y la energía de la indepen­
dencia individual que habían heredado de su vida
semi - salvaje. E l cristianism o fué poco a poco do­
m ando la ferocidad n a tu ra l de los bárbaros, ex tir­
pando los vicios y supersticiones que fom entaba el
paganism o en las en tra ñ as de la sociedad rom ana
y am algam ando la sangre, el genio, el esp íritu y las
costum bres de los conquistadores y conquistados y
reuniendo por medio del vínculo indisoluble de una
nueva religión esencialm ente fra te rn a l, p a ra com­
p a g in a r la sociedad m oderna, aquellas ta n diversas
como enem igas razas. Lo hum anidad, entonces, re ju ­
venecida, echó una m irada, vió a n te sí un nuevo y
m aravilloso porvenir, y llena de entusiasm o y fe em­
prendió una m archa progresiva al tra v é s del espacio
y los siglos.
Roma, vencida, dominó por su lite ra tu ra , sus leyes,
au lengua, que atesoraban las tradiciones de la a n ­
tigua sabiduría, y las dió en herencia a las naciones
que se rep a rtie ro n los despojos de su im perio; y
éstas, cuando salieron de las tinieblas de la infancia,
se encam inaron con su luz en busca de nuevas teorías.
Rom a fué, pues, el eslabón que ligó al m undo
antiguo con el m undo m oderno. La providencia
quiso, sin duda, que dos fuerzas, una física y o tra
m oral, se arm asen p a ra la destrucción sim ultánea
de su gigantesco poderío. Sin la aparición del cris­
tianism o antes de la invasión de los pueblos del
norte, quizá la lengua latin a desaparece, la tra d i­
ción se b o rra y la hum anidad hubiera quedado o tra
vez envuelta en la noche prim itiva.
D u ran te la Edad Media, época tenebrosa en la
cual, como en el caos, luchan los complejos y hete­
rogéneos elementos de la civilización m oderna, la
ciencia solitaria cavilaba en los claustros, m ientras
la fuerza heroica daba rienda en los campos a su
feroz energía. Sólo la religión reprim ía sus ímpe­
tu s y daba a su pujanza una dirección m ás noble,
m oral y ju sta . A nte la cruz o el sacerdote doblaban
la rodilla aquellos turbulentos y altivos barones que
cifrab an la ley en el arreb ato de sus pasiones y el
derecho de su espada. El feudalism o, resultado ne­
cesario de la conquista, convirtió la esclavitud p er­
sonal an tig u a en servidum bre y vasallaje. El siervo
de terrazgo, el feudatario, p restab an su brazo al
señor p a ra la g u erra, que era entonces la condición
forzosa de la sociedad, a causa de la coexistencia de
tan to s poderes y soberanía* de origen homogéneo,
pero opuestos e n tre sí en intereses y ambiciones.
La flaqueza era oprim ida, la inocencia ultrajada,,
porque era tiem po de lucha y turbulencias y la ju s ­
ticia no era cim iento, ni la ley vínculo de la socie­
dad. Pero el hom bre llevaba ya estam pado en su
conciencia el sello de una realidad esencialm ente mo­
ral, equitativa y ju sta , y las fuerzas de su inteli­
gencia fecundizadas por el espiritualism o cristiano,
debían necesariam ente m an ifestar una índole p a r­
ticular, rev estir su form a propia, y desenvolver en.
tiem po toda su enérgica naturaleza.
Los afectos y pasiones tom aron un cará c te r m ás
ideal y sublime, y uniéndose al heroísm o grosero de
los conquistadores del N orte, produjeron la in stitu ­
ción de la caballería, cuyos sagrados votos encam i­
naban a rep rim ir los desafueros del esp íritu m ilitar,,
o de la violencia, a convertir el am or en una especie
de culto, y divinizar a la m ujer, a esa frág il c ria tu ra
cuyas perfecciones sim bolizan la belleza y candor,
que la im aginación se deleita en reconocer en los
ángeles.
Como en la infancia del hom bre, antes que las
otras facultades, brotó lozana la im aginación, y el
a rte empezó a sem brar sus creaciones en el seno de
la sociedad m oderna. Los arcos diagonales, las pi­
lastra s en haz de espigas y las bóvedas aéreas de
los templos góticos, sim bolizaron el pensam iento que
libre de las a ta d u ras terrestre s, am bicionando lo in­
finito, se levanta al cielo; y la gaya ciencia, al paso
que celebraba las proezas de los caballeros, tra d u ­
cía en versos arm oniosos las leyendas, consejas y
fábulas populares, daba cuerpo a los entes de la
nueva m itología y tran sfo rm ab a la caballería, el
am or y los m ás generosos y sublim es afectos en
Musas del nuevo P arnaso.
Los trovadores ejercían, adem ás, una especie de
m a g istra tu ra m oral; y así como el P ap a era, en
aquellos tiempos de tinieblas, el brazo visible de
la ju sticia de Dios, la voz de los trovadores era la
justicia del pueblo que clam aba en favor de la ino­
cencia y estigm atizaba a reyes, barones, eclesiásticos
y papas, cuya orgullosa prepotencia am bicionaba do­
m inar todas las jera rq u ía s y cim entar su omnipo-
¿encia con el sudor de los hum ildes.
Los idiom as vulgares form ados de la mezcla del
latín con los dialectos septentrionales bárbaros, fue­
ron la lengua n a tu ra l de esa poesía g u errera, he­
roica, vagabunda, que no desdeñaban cultivar los
reyes, y cuyos acentos resonaban al pie de los cas­
tillos, en los consistorios o ju sta s poéticas, en los
campos y bajo las bóvedas som brías de los castillos
góticos, y h a sta en las tiendas de los cruzados en la
Palestina. D istinta de la antigua, en origen, esen­
cia y form as, esta poesía floreció en F rancia, en
A lem ania, Italia y E spaña, reflejando los rasgos
característicos y nacionales de la fisonom ía de cada
pueblo, y el esp íritu caballeresco y cristiano que
anim aba entonces a la sociedad europea.
Después que hubo cantado el am or y el honor,
ensalzado al heroísmo, satirizado a los poderosos,
esta poesía aventurera, joven, entusiasta, se fué en
pos de las enseñas cruzadas a exhalar su fuego con­
tr a los infieles, y de allí volvió revestida de pom pa
y m ajestad, r e f l e j a n d o los colores de la aurora,
exhalando incienso y arom as, adornada de nuevas
y vistosas galas, embebida de las ficciones m aravi­
llosas de oriente, p a ra a rr o ja r sus últim os cantos
por boca de A usías M arch, m o rir con la lengua pro-
venzal, y como el fénix renacer m ás enérgica, g ran ­
diosa y sublime.
El cristianism o dió nuevas creencias, nuevas le­
yes, nuevas costum bres y ejercicio distinto a la vida,,
al m undo civilizado de los rom anos y a la Europa,
m oderna, y por esta causa, m ás tarde, un a rte y
un saber enteram ente separados y distintos del a rte
y saber antiguos; porque el a rte y la ciencia deben
necesariam ente re su lta r del modo de viv ir y pensar
y ligarse de ambos.
Rayó el décim otercio siglo y apareció D ante. La
poesía m oderna o cristian a tuvo su Hom ero y acabó
de em anciparse de la antigua.
El espacio y el tiem po eran suyos; su vuelo, in ­
fatigable como el de los S erafin es; ella debía reco­
r r e r el m undo de la inteligencia y f ija r sus profé-
tieas m iradas en el porvenir del género hum ano.
B rillante fué la au ro ra de la poesía m oderna, pero
antes de llegar al cénit desapareció con la lengua,
provenzal o lem osina, exhalando en las m elancólicas
trovas de A usías M arch sus últim os y m ás p en etran ­
tes acentos.
La Divina Comedia en nada se parece a las obras
del a rte antiguo. Estilo, exposición, form a, estruc­
tu ra orgánica, no se am oldan a ninguno de los tipos
anteriores.

C l a s ic is m o y r o m a n t ic is m o

F ueron los críticos alem anes los que prim ero die­
ron el nom bre de rom ántica a la lite ra tu ra indígena
de las naciones europeas, cuyo idiom a vulgar, fo r­
mado del latín y dialectos septentrionales, se llamó
romance. P ero la p alab ra rom ántica no dice sólo
a la lengua, sino al espíritu de esa litera tu ra , por
cuanto fué la expresión n a tu ra l o el espontáneo re ­
sultado de las creencias, costum bres, pasiones y modo
de ser y cultura de las naciones que la produjeron sin
reconocerse deudoras de la antigua. P o r eso es que
con fundam ento la aplicaron tam bién a la lite ra tu ra
posterior que, fiel a las prim itivas tradiciones euro­
peas, envanecida de su origen y religión, enrique­
cida con la herencia de sus m ayores y la ilustración
adquirida por el tra b a jo de los siglos, floreció lozana
y pomposa en Italia, E spaña, F ran cia, In g la te rra y
A lem ania, y opuso a la antigüedad una serie de
obras y de ingenios ta n ilustres y grandes como
los de Grecia y Roma.
L a civilización a n tig u a y la m oderna, o el genio
clásico y el rom ántico, dividiéronse, pues, el m undo
de la lite ra tu ra y del arte . Aquél trazó en el fro n ­
tis de sus sencillos y elegantes m onum entos: P aga­
nism o; éste en la fachada de sus tem plos m ajes­
tuosos : C ristianism o. El uno ostenta aún las form as
regulares y arm ónicas de su sencilla y uniform e
civilización; el otro los símbolos confusos, terribles,
enigm áticos de su civilización com pleja y turbulenta.
El uno los partos de la im aginación tran q u ila y risue­
ña, satisfecha de sí porque nada e s p e ra ; el otro, los de
la im aginación som bría como su destino, que insacia­
ble y no satisfecha, busca siem pre perfecciones idea­
les y a sp ira a ver realizadas las esperanzas que su
creencia le infunde.
El uno divinizó las fuerzas de la naturaleza y la
vida te rre s tre y pobló el universo de dioses, sujetos
a las pasiones y flaquezas te rre s tre s ; el otro se
elevó a la concepción abstracta, sublime de un solo
Dios; el uno, sensual, absorto en la contem plación
de la m ateria, se deleita en la arm ónica sim etría de
¡as form as y en la sencillez de sus o bras; el otro,
ambicionando lo infinito, busca en las profundidades
de la conciencia el enigm a de la vida y del universo.
El uno encontró el tipo prim itivo y original de
sus creaciones en Homero y la m itología, el otro
en la Biblia y las leyendas cristianas.
E l uno puso en contraste la voluntad del hom bre,
el libre albedrío, luchando contra un hado irrevo­
cable, inexorable, y en esa fuente bebió las terribles
peripecias de sus tra g e d ia s; el otro no reconoció
más fatalism o que el de las pasiones y la m uerte,
más Destino que la Providencia, m ás lucha que la
del alm a y del cuerpo, o el espíritu y la carne, mo­
viendo los resortes del corazón y la inteligencia y
representando todos los m isterios, accidentes, con­
vulsiones y paroxism os de la vida en sus terribles
dram as. . .
M ientras la m usa rom ántica pobló el aire de silfos,
el fuego de salam andras, el agua de ondinas, la tie ­
rra de gnomos y el cielo y el espacio de jera rq u ía s,
de entes incorpóreos, de genios, espíritus, ángeles,
anillos invisibles que ligan la tie rra al cielo, o el
hom bre a Dios; la m usa clásica dió form a corpórea
visible y carnal a las fuerzas de la naturaleza y m a­
terializó h a sta los afectos m ás íntim os, y conform e
al m aterialism o de su esencia pobló con ellos el
m undo fabuloso de su mitología.
E n fin, el genio clásico se goza en la contem pla­
ción de la m ateria y de lo presen te; el rom ántico,
reflexivo y melancólico, se mece entre la m em oria
de lo pasado y los presentim ientos del p o rvenir; va
melancólico en busca, como el peregrino, de una tie ­
r r a desconocida, de su país natal, del cual según su
creencia fué proscripto y a él peregrinando por la
tie rra llegará un día.
El rom anticism o, pues, es la poesía m oderna que
fiel a las leyes esenciales del a rte no im ita ni copia,
sino que busca sus tipos y colores, sus pensam ien­
to s'y form as en sí mismo, en su religión, en el m un­
do que lo rodea y produce con ello obras bellas,
originales. E n este sentido todos los poetas verda­
deram ente rom ánticos son originales y se confunden
con los clásicos antiguos, pues recibieron este nom­
bre por cuanto se consideraron como modelos de
perfección, o tipos originales dignos de ser imitados.
El pedantism o de los preceptistas afirm ó despué3
que no hay nada bueno que esperar fu era de la
im itación de los antiguos y echó anatem a contra
toda la poesía rom ántica m oderna, sin a d v e rtir que
condenaba lo mismo que defendía, pues reprobando
el rom anticism o, reprobaba la originalidad clásica
y, por consiguiente, el principio vital de todo arte.
El pedantism o de las reglas logró fo rm a r sectas
en F ra n cia y d icta r sus fallos desde los sillones de
la Academia, y después de haber roué v if Pierre
Corneille, baillonné Jean Racine, se encarnó en Boi-
leau, escritor agudo y correcto a quien debe mucho
la lengua francesa, pero mal poeta y peor crítico,
y han sido necesarios dos siglos y una larg a y en­
carnizada lucha p a ra d ar por tie rra con ese ídolo
que esterilizó los m ejores ingenios franceses, et qui
n’a noblement rehabilité John M ilton qu’en vertu
du code épique du P. Le Bossu. M adam a de Staél,
que im portó el rom anticism o de Alem ania, fué la
p rim era que lo atacó cara a c a ra ; y el fam oso V íctor
Hugo le dió el últim o golpe cuando en el prefacio
del Cromwell d ijo : “La reform a lite ra ria está con­
sum ada en F ra n cia y aniquilado totalm ente el cla­
sicismo” .
P ero las doctrinas clásicas de Boileau, que se de­
rra m aro n por toda E uropa m erced al brillo y fam a
de la lite ra tu ra fran cesa en tiem po de Luis XIV,
en ninguna p a rte de ella consiguieron aclim atarse..
En In g la terra , donde el rom anticism o era indígena,
mal podía m ed rar a la som bra de Shakespeare, y
el Catón de Addison fué su m ejor fru to . W ieland
lo adoptó en A lem ania; pero Lessing como crítico
y poeta proclam ó la independencia de la Nueva
G erm anía, e hizo p a sa r el R in a las doctrinas clá­
sicas. A lfieri, en Italia, se sujetó a sus leyes y,
a pesar de eso, fu é un g ran poeta. Con la dinas­
tía borbónica en tra ro n en E spaña, y L uzán se
encargó de propagarlas, pero sólo a fines del siglo
pasado los titulados reform adores de la poesía cas­
tellana, desconociendo la riqueza y la originalidad
de su lite ra tu ra , las siguieron fielm ente en sus obras.
L ástim a da ver a Q uintana, ingenio independiente
y robusto, am oldando la colosal fig u ra de don Pe-
layo a las m ezquinas proporciones del te a tro f ra n ­
cés cuando, por o tra p arte, en sus poesías habla
con ta n ta energía al esp íritu nacional y se m uestra
tan español. Pero es m anifiesto que aquel suelo re-:
pele al clasicismo como a plan ta exótica, pues no
han conseguido popularidad sus obras, y el rom an­
ticismo, así como el liberalism o, han invadido los
Pirineos y ambos pretenden reg e n e rar la E spaña y
volverla: :
Su cetro de oro y su blasón divino.
El esp íritu del siglo lleva hoy a todas las nacio­
nes a em anciparse, a gozar la independencia, no sólo '
Política, sino filosófica y literaria:; a vincular su
gloria, no sólo en libertad, en riqueza y en poder,
sino en el libre y espontáneo ejercicio de sus facul­
tades m orales y, de consiguiente, en la originalidad
de sus a rtista s.
N osotros tenem os derecho p a ra a m b i c i o n a r lo
mismo y nos hallam os en la m ejor condición para,
hacerlo. N u estra cu ltu ra em pieza: hemos sentido,
sólo de rechazo el influjo del clasicism o; quizás al­
gunos lo profesan, pero sin séquito, porque no puede,
e x istir opinión pública racional sobre m ateria de
gusto en donde la lite ra tu ra está en em brión y no
es ella una potencia social. Sin em bargo, debemos,
a ntes de poner m ano a la obra, saber a qué atener­
nos en m ateria de doctrinas lite ra ria s y profesar
aquellas que sean m ás conform es a n u e stra condi­
ción y estén a la a ltu ra de la ilustración del siglo
y nos trillen el camino de una lite ra tu ra fecunda y í
original, pues, en sum a, como dice Hugo, el rom an­
ticism o no es m ás que el Liberalism o en lite r a tu r a . . .
E n suma, la poesía griega, o clásica, es original
porque fué la expresión espontánea del ingenio de
sus poetas y presentó en sus distin tas épocas el des­
envolvim iento de la civilización griega, pero fu n ­
dada en costum bres, m oral y religión que no son
n u e s tra s; y sobre todo en fábulas m itológicas que
consideram os quim éricas y debemos, como dice Schle-
gel, considerarlas como juegos brillantes de la im a­
ginación, que entretienen y reg o cijan ; m ien tras que
la poesía rom ántica, que está a rra ig a d a a lo m ás
íntim o de nuestro corazón y de n u e stra conciencia»
que se liga a n u estro s recuerdos y esperanzas, debe
necesariam ente e x citar nu estro entusiasm o y h a b la r
con irresistib le y eficaz elocuencia a todos nuestros
afectos y pasiones.
Los poetas m odernos que se han arrogado el títu lo
de clásicos, porque, según dicen, siguen los precep­
tos de A ristóteles, H oracio y Boileau y em buten en
sus obras centones griegos, latinos y franceses, no
han advertido que en el m ero hecho de declararse
im itadores d e ja n de ser clásicos, porque esta vox
indica lo acabado y perfecto y, por consiguiente, lo
inim itable.
Creo, sin em bargo, que im itando se puede, h a sta
cierto punto, sa lv a r la orig in alid ad ; pero jam á s se
igu alará al modelo, como lo dem uestran ensayos de
ingenios em inentes. P ero este género de emulación
no consiste, como en los b astard o s clásicos, en la
adopción m ecánica de las form as, ni en la tra d u c ­
ción servil de los pensam ientos, ni en el uso triv ia l
de los nom bres, que nada dicen, de la m itología p a ­
gana, que a fu e rz a de repetidos em palagan, sino en
em beberse en todo el esp íritu de la antigüedad, en
tra n s p o rta rs e p o r medio de la erudición y del p ro ­
fundo conocim iento de la lengua y costum bres a n ti­
guas al seno de la civilización griega o rom ana, re s­
p ira r el a ire de aquellos rem otos siglos y vivir en
ellos, en la A gora como un griego o en el F oro
como un rom ano, y poetizar entonces como un P ín-
daro o un Sófocles. P ero la em presa sobrepuja al
ingenio hum ano y es de todo punto irrealizable.
Racine, Goethe, A lfieri, la han acometido con éxito
en la tra g e d ia ; y en este siglo Chénier h a im itado
a Teócrito, pero sin d e ja r de ser poeta cristiano.
Toda obra de im itación es de suyo estéril y, m ás
q u e 'to d a s, la de los clásicos bastardos y la que re ­
com iendan los preceptistas modernos, pues tiende al
suicidio del talento y a su je ta r al despotismo de
reg las a rb itra ria s y a la autoridad de los nom bres
el ingenio soberano del poeta. Como creador es lla­
m ado no a recibirlas sino a dictarlas, pues es in­
contestable que el ingenio, p a ra no esterilizar su3
fuerzas, debe o b rar según las leyes de su propia
naturaleza o de su organización.
L a cuestión del rom anticism o es no ya, pues, entre
la excelencia de la form a griega o de la form a mo­
derna, e n tre Sófocles o Shakespeare, entre A ristó­
teles, que redujo a teoría el a rte griego, y el rom an­
ticism o, sino en tre los pedantes, que se han arrogado
el título de legisladores del P arnaso, fundándose en
la autoridad infalible del E s ta g irita y de Horacio,
y el a rte m oderno; es decir, e n tre Boileau, B atteux,
Bossu, Dacier, La H arpe, V ida, y el D ante, Sha­
kespeare, Calderón, Goethe, M ilton, B y ro n . . . Los
griegos han alcanzado la suprem a perfección y son
los modelos que es preciso im itar, so pena de no
escribir nada bueno. Pero, ¿el reflejo reem plazará
la luz? ¿E l satélite que g ira sin cesar en la m ism a
esfera podrá com pararse al a stro central y genera­
dor? Virgilio con toda su poesía no es m ás que la
luna de Homero.
¿L a im itación igu alará al modelo? Y dado que lo
iguale, ¿ ten d rá la copia el m érito del original? No.
Luego es m ejor producir que im itar. Bueno, pero,
o b s e r v a d a s las reglas — ¿qué re g la s ? — ; las de
A ristóteles que nosotros profesam os. Probado está
ya que el a rte moderno, distinto del antiguo, no las
reconoce porque tiene las suyas que no son o tra s
que las eternas de la naturaleza, fuente viva e in ­
agotable de la poesía.
Vosotros y vuestros sectarios habéis observado las
reglas, habéis im itado los modelos, y ¿qué habéis
hecho? Veamos. Ni la m usa antigua, ni la m oderna
adoptan vuestras obras. Am bas las consideran es­
p urias y bastardas. ¿Queréis, acaso, que os im iten?
¡A h! im iter des im itations! Gráce! A hora bien, lle­
gados a este punto, ¿qué hacer? A brevarse en la
viva e inagotable fuente de toda poesía: la verdad
y la naturaleza.
L a m itología es el asunto principal de la trag ed ia
g rie g a : el coro rep resen ta la p a rte ideal, y el libre
albedrío del hom bre, luchando contra el destino
inexorable, divinidad m isteriosa e inaccesible a cuya
ley irrevocable obedecían aún los mismos dioses.
Los clásicos franceses no han tom ado de la tr a ­
gedia an tig u a sino lo peor, y vanagloriándose de
im ita r a los griegos, que consideraban tipos del a rte
escudaban su sistem a con la infalible autoridad de
A ristóteles p a ra darle m ás im portancia y autoridad.
Pero en el fondo su sistem a es distinto, puesto que
desecharon, considerándolo sin duda como accesorio,
158 £*sieDan Jtcneverna

lo que constituye la esencia de la tragedia. La exce­


lencia, pues, del tea tro francés, no puede ser abso­
luta ni serv ir de regla universal, pues ni, como pre­
tenden, se apoya en los sublim es modelos griegos, ni
tiene por sí el asentim iento de tre s grandes naciones,
ni puede ofrecer a la adm iración de los hom bres
m ayor núm ero de obras ex trao rd in arias, ni genios
tan colosales como los de Calderón, Lope de Vega,
Shakespeare, Goethe y Schiller. V erdad es ésta re ­
conocida hoy por los mismos franceses, quienes, a
p a r de los extraños, confiesan ser debida la inferio­
ridad de su te a tro a las m ezquinas y a rb itra ria s
leyes con que el pedantism o ignorante cortó el vuelo
de sus dos grandes ingenios: Corneille y Racine,
y s o fo c ó posteriorm ente el desarrollo del teatro.
Qu’auraient - ils done fait, ces adm irables hommes, si
on les eut laissé faire?, exclam a V íctor Hugo. Que
de beautés pourtant nous coütent les gens de goút
despuis Scudéry jusqu’a La H arpe! On composerait
una bien belle ceuvre de tout ce que leur souffle aride
a seché dans son gén ie. . .
La m itología es la base o el asunto; Homero la
fu en te; el coro, personaje ideal y m oral, el centro
o eje de la acción; los resortes, el libre albedrío,
el hom bre luchando con el Hado inexorable, divi­
nidad espantable, terrible, m isteriosa e inaccesible,
a cuyos irrevocables fallos obedecían aún los mismos
dioses, como queda dicho.
Esos trágicos, cuando han tra ta d o asuntos m ito­
lógicos y la ruda e ingenua sencillez de las costum-
Prosa Literaria it> y

bres antiguas, ad u lteraro n la h istoria, poniendo en


boca de personajes heroicos, griegos y romanos, pa­
siones y los afectos caballerescos y h asta la galan­
te ría de los tiem pos de Luis X I V ...
L a poesía rom ántica no es el fru to sencillo y es­
pontáneo del corazón, o la expresión arm oniosa de
los caprichos de la fan ta sía , sino la voz íntim a de
la conciencia, la sustancia viva de las pasiones, el
profético m ira r de la fan tasía, el espíritu m edita­
bundo de la filosofía, penetrando y anim ando con
la m agia de la im aginación los m isterios del hom­
bre, de la creación y la providencia; es un m a ra ­
villoso instrum ento, cuyas cuerdas sólo tañ e la mano
del genio que reúne la inspiración a la reflexión, y
cuyas sublim es e inagotables arm onías expresan lo
hum ano y lo divino.
E n cuanto a las unidades de tiem po y lu g ar en
el dram a, el a rte m oderno piensa que todo lo hu­
mano, sea histórico o fingido, debe realizarse en
tiem po dado, en tal lugar, y que, por consiguiente,
las condiciones necesarias de su existencia son el
espacio y el tiempo. Penetrado de esta idea, el poeta
rom ántico finge un suceso dram ático o lo form a de
la historia, concibe en su cerebro la tra z a ideal de
su fábrica, la a rre g la y coloca según la perspectiva
escénica, y después la echa a luz, completa, como
M inerva de la fre n te de Jú p ite r. No procede como
los clásicos que a ju sta n a una form a dada los partos
que ni aun concibió su cerebro, resueltos como P ro ­
custo a rec o rta r y desm ebrar lo que pasa de la
medida. Ni m utila la h isto ria ni descoyunta por
a ju s ta r su obra a reglas absurdas y a rb itra ria s ;
sólo las deja desarrollarse y extenderse según las
leyes de su naturaleza y organización. Si el suceso
que dram atiza pasó en tres, ocho o veinte y cuatro
horas, santo y bueno, h a b rá observado la receta clá­
sica; si en diez o veinte años, aquende o allende, no
corrige a la Providencia que así dispuso sucediese»
y cuando m ás, si le conviene, lo circunscribe y con­
cen tra p a ra d a r realce y cuerpo a las p artes de que
se compone y rep resen tarlas a los ojos con m ás vi­
veza y colorido, con m ás realce, natu ralid ad y g ra n ­
deza. Así el a rte m oderno crea a W allestein, Otelo
y F ígaro.
No pone, como M oratín, al fre n te de sus prosaicas
m in ia tu ra s: “La escena es en una sala de la tía Mé­
nica. La acción empieza a las cinco de la ta rd e y
acaba a las diez de la noche.”
L a única regla legítim a que adopta y reconoce el
rom anticism o, no como precepto aristotélico, sino
como ley esencial del arte, porque el ojo, como la
inteligencia, no puede ab a rc a r a un tiem po dos pers­
pectivas, es la unidad de acción o interés, pues con­
sidera que toda obra concebida por la reflexión y
ejecutada por el talento, debe necesariam ente des­
envolverse conform e a las leyes de proporción y
sim etría y orden inherentes a los actos de la inte­
ligencia, y las cuales, aun cuando no quiera, debe
observar el genio.
E n toda obra verdaderam ente a rtística, pues, la
curiosidad en contrará alimento, el interés será sos­
tenido, y todas las p artes accesorias, todas las accio­
nes secundarias, g ra v ita rá n en torno de la acción
central y generadora que se h a propuesto d ram a­
tiz a r el poeta, la cual es el alm a y la vida de su con­
cepción prim itiva.

R e f l e x io n e s so br e e l a r t e

La sociedad es un hecho estam pado en las eternas


páginas de los siglos, y la condición visible que im­
puso a la hum anidad la Providencia, p a ra el libre
ejercicio y completo desarrollo de sus facultades, al
darle por patrim onio el universo. E n la esfera so­
cial, pues, se mueve el hom bre, y es el tea tro donde
su poder se dilata, su inteligencia se n u tre y suce­
sivam ente aparecen los parto s de su incansable ac­
tividad.
Los prim eros pasos del hom bre en el m undo so­
cial son, como los del niño, mal seguros e inciertos:
la m ateria lo absorbe; dom inando los apetitos, su
tosco sentido sólo confusam ente percibe las m a ra ­
villas de la creación, m ientras su alm a dorm ita in­
cubando los gérm enes de su fu tu ro engrandecim ien­
to. Pero m archa el hom bre y se rob u stece; adquieren
sazón sus potencias con el ejercicio, y poco a poco
va realizando las leyes de su ser. E n vano la fu e r­
za, la superstición, el e rro r y o tra s mil calam idades
quieren poner a ra y a y sofocar el instintivo im pulso
que lleva: ceja el hom bre un momento, m as se re ­
cobra luego, lucha, arrolla los obstáculos, triu n fa y
sigue adelante.
Así, obrando incesantem ente, la hum anidad pro-,
g resa y convierte en hechos visibles todas las ideas
que la contem plación del externo m undo le inspira^
todas las nociones que al a b rir en su infan cia loa
ojos de la razón vio como g rab ad as en el fondo d e
su conciencia.
Su activa inteligencia, aplicándose con ahinco al
conocimiento de los fenóm enos, propiedades y leyes
de la n aturaleza inorgánica y anim al, da ser a las
ciencias m atem áticas y n a tu ra le s; su im periosa vo­
luntad, m odificando las cosas que le estorban, la3
a rtiza de modo que puedan co n trib u ir a su provecho
y c re a r los prodigios de la in d u stria.
L a contem plación del universo lo lleva a recono­
cer una causa, un a rtífice suprem o, un D ios; y de
ahí la religión, cuya simbólica form a es el culto.
La noción de lo justo, confusa e incierta en la
noche de la sociedades prim itivas, pasa del hom bre
a las leyes; estrecha el vínculo, y acrisolándose y
tom ando sólido asiento en los espíritus, llega a ser
con el tiem po el incontrastable cim iento del E stado,
salvaguardia del orden y de todos los derechos.
Y la noción de lo bello, purificada y fecundada
p o r el entusiasm o y la reflexión, produce al fin las
m aravillas del arte .
E s, pues, el a rte el resultado, la visible m anifes­
tación de una necesidad especial de la hum ana inte­
ligencia, y tiene, como las obras que acabo de enu­
m erar, raíz pro fu n d a en ella.
L a h isto ria de todos los pueblos le consagra su
p ág in a m ás brillante, y atestig u a que donde quiera
que han existido sociedades que alcanzaron cierto
g rado de cultura, hubo tam bién espíritus creadores
y pueblos capaces de se n tir y ven erar las obras del
a rte . E l E gipto osten ta aún sus gigantescas p irá ­
m ides, toscos sim ulacros de la infancia del arte. La
G recia debe m ayor lu stre a algunos de sus poetas
y escultores que a la sab id u ría de sus filósofos y
legisladores. Roma, cansada de b a ta lla r y vencer,
adorna sus trofeos con las galas del a rte griego y,
pretendiendo ser ém ula, no es sino im itadora.
Los incas y m ejicanos mismos, pueblos semisal-
vajes, cultivan las a rte s ; y h a sta los pam pas y de­
m ás trib u s nóm ades tienen sus cantos g uerreros
con que celebran las hazañas heroicas, perpetúan
su m em oria, y se infunden espíritu en los combates.
Poderosa, sin duda, debe ser esa facultad del es­
p íritu hum ano p a ra concebir la idea de lo bello y
re p re se n ta rla al sentido, pues que, como dice Schle-
gel, a los pueblos que llam am os b árbaros y salvajes
la h a otorgado tam bién el cielo.
P ero no tiene el a rte por blanco exclusivo, como
las ciencias y la in d u stria , lo ú til; como la religión
in te rp re ta r la fe que nos liga al C reador; como el
E stad o hacer re in a r la ju sticia. E s del a rte discer-
E stas palabras encierran la fuente de la poesía
m oderna o cristian a y le dan tra z a y form a distin ta
de la a n tig u a o pagana.
El am or cristiano, es decir, ta l cual n u e stra re ­
ligión y costum bres lo han engendrado, no es la
idolatría exclusiva de la belleza; no Cupido, el ligero
y ciego rapaz, disparando flechas ígneas de su inago­
table c a rc a j; es la m isteriosa unión de dos alm as,
la arm onía de dos afectos, el inefable concierto de
dos voluntades, consagrando, glorificando con su
música los indecibles arrobam ientos del deleite. Si
despreciado, es la rabia, los celos, el frenesí, el des­
pecho, la m elancolía, el in fie rn o ; si correspondido,
la gloria íntim a y la angélica deleitación anegando
el alm a, el sentido, la carne.
Claro está que un am or sem ejante debe tra n s fi­
g u rarse y to m ar infinitos y diversos caracteres en
el corazón hum ano, y de ahí nace que esta pasión
es la m ás fecunda, v ariad a e inagotable fuente de
poesía.
El am or pagano era puram ente sensual; se fija b a
sólo en la fo rm a ; no nacía del corazón; iba sí, a él,
en una flecha encendida que el travieso niño le ases­
tab a y d erram ab a en la sangre volcanes cuyo incendio
sólo apagaba las olas del Leucate. El cristiano tiene
raíz en lo m ás íntim o del hum ano s e r; se identifica
con todas las potencias, es físico y m oral a la vez;
apetito y deseo, esencia y fo rm a ; pasión hum ana en
su m a; divina, en cuanto a sp ira a deleites inm orta­
les; te rre s tre , en cuanto carnal y perecedera, y como
tal m anifestando la doble n aturaleza del hombre.

Si el a rte abarca y dom ina la esfera toda del pen­


sam iento; si adem ás se pule y perfecciona con el
progreso de las luces, si en su fuente bebe los te ­
soros con que anim a y fecunda sus inspiraciones;
si las ideas que adquiriendo va la hum anidad en su
incesante labor son los elementos que emplea p a ra
com paginar sus creaciones, claro está que él debe ser
el vivo reflejo de la civilización, rev estir en las di­
versas épocas de su desarrollo form a d istin ta y ap a­
recer con caracteres especiales en cada sociedad, en
cada pueblo, en las diferentes edades que constitu­
yen la vida de la h u m an id a d ; y así como cada nación
tiene su religión, sus ciencias, sus costum bres, su
civilización, en fin, debe ten er su arte.
T res g randes civilizaciones, cuyos elementos son
distintos, reconoce la h isto ria : civilización a siá tic a ;
civilización g rieg a, rom ana, a n t i g u a ; civilización
europea o m oderna.
L a p rim era, foco prim itivo de luz, sola y aislada,
desenvolvió espontáneam ente la energía de sus fu e r­
zas y perm anece siglos ha estacionaria, habiendo en
d istintas épocas reflejado su luz sobre las o tra s dos:
Ja segunda rec o rrió la esfera del progreso, y subió
al apogeo de su esplendor, y cayó y se abrum ó con
el im perio de O riente. Form óse la últim a, de la
mezcla heterogénea en su origen e n tre los pueblos
del N orte y las naciones depositarías de los precio­
sos restos de la antigüedad y el cristianism o.
Los griegos han sido y serán siem pre nuestros
modelos en las a rte s y ciencias, m ien tras que los
rom anos form an el punto de trá n sito e n tre la a n ti­
güedad y los tiem pos m odernos.
E n los prim eros siglos de la edad m edia, estoa
tre s elementos luchan y poco a poco se combinan,
sem brando en la sociedad europea, las sem illas de
la civilización m oderna, y abriendo hondo y nuevo
cam ino al a r t e . . .

E s t il o , l e n g u a j e , r i t m o , m étodo e x p o s it iv o

El estilo es la fisonom ía del pensam iento, a cuyos


contornos y rasgos dan realce y colorido el lenguaje,
los períodos y las im ágenes; así es que las obras del
ingenio reflejan siem pre form as de estilo originales
y características. Los escritores m ediocres no tie ­
nen estilo propio porque carecen de fondo; y ora
im itan el de este o aquel a u to r que consideran clá­
sico, ora hacen pepitoria de estilos; pero sus obras
correctas y castizas, a veces, ni salen del lin a je co­
m ún, ni hieren, ni arre b a ta n .
Cada pensam iento, pues, cada asunto, requiere
expresión conform e, y de aquí nace la diversidad
de estilos, cuya clasificación m enuda podrá verse en
los retóricos.
E l estilo de Bossuet es grandioso como sus pen­
sam ientos; el de Cervantes, en su Quijote, festivo,
agudo y verboso como la andariega y lu ju ria n te fa n ­
tasía de su héroe.
Quevedo es el escritor español m ás rico en form as
de estilo (salvo los conceptos y agudezas que de
puro acicalados se pierden de v ista ), salpicado de
chistes y trav esu ras, ora lleno de nervio y robustez,
ora sentencioso y florido, casi siem pre original y a
menudo elocuente.
Im ita r estilos es como hab lar sin p e n sar; y zurcir
frases p a ra componer centones. ( J)
Hom bres hay que expresan lo alto y bajo del m is­
mo modo, y otros que con solimán y oropel procuran
encubrir la vulgaridad o la tenue e invisible tra m a
de sus conceptos; unos y otros, privados de germ en
productivo, creen que el estilo consiste en las pala­
bras, o en la m ecánica combinación de los períodos
y frases. (2)
E n las lenguas no aplicadas aún a todo género
de conocimientos, difícil es alcanzar form as de es­
tilo convenientes p a ra expresar nuevas ideas, pues
con tosco e im perfecto instrum ento, por hábil que
sea el a rtista , m al puede m odelar las concepciones
de su inteligencia. D ante, Boccaccio, P e tra rc a en
Italia, Shakespeare en In g la terra , no sólo fueron

(1) El estilo es in im itab le, p uesto que nace como asido a la fo rm a de)
pensam iento, la cual c arac te riz a y com pleta. (N . del A u to r)
(2) E l estilo de la p ro sa y el de la poesía son distin to s. El p ro sista
colora a veces sus cuadros con los tin te s de la p o e s ía ; pero este a r te
com pleto y excelente en sí, en n ad a se liga con aq u élla y vive d e b u propio
fondo.
Gentes hay que dan el nom bre de p o eta al v ersificad o r, como si el a rt*
m ás sublim e pudiese co n fu n d irse con la labor del m ecánico. (N . del A u to r)
g randes porque crearon la poesía de sus respectivas
naciones, sino tam bién porque extendieron el señorío
del idiom a que hablaban y le dieron un em puje m a­
ravilloso.
M ina ric a es la lengua española en cuanto a la
expresión de rasgos espontáneos de la im aginación
y a la p in tu ra de los objetos m ateriales, y estoy
seguro, sin haber leído ninguna, que las novelas ca­
ballerescas españolas de la E dad M edia se av en tajan
a las de las otras naciones europeas en brillo y
pom pa de colorido. Pero es inculta en punto a filo­
sofía y m aterias concernientes a la reflexión y a
los afectos íntim os, y esto se explica por la carencia
de fecundos y originales autores en aquellos ramo3
del saber hum ano.
A ntes del décimosexto siglo el escolasticismo, el
m isticism o y la poesía nacional que representa las
costum bres y la existencia individual de los pueblos,
preocuparon y absorbieron casi exclusivam ente a los
ingenios españoles, y en el siglo de oro de la hispana
lite ra tu ra lo fué m ás por la copia de escritores que
ensancharon y enriquecieron aquel prim itivo espí­
ritu de la civilización y fija ro n en sus escritos el
habla culta y pulida, triv ia l entonces, por el d esarro­
llo y abundancia de nuevas ideas y conocim ientos;
m ientras que los siglos igualm ente denominados de
oro, de Pericles, Augusto y Luis XIV, el saber y la
lengua de fre n te m archaron y extendieron m aravi­
llosam ente su jurisdicción.
La E spaña, sin em bargo, puede vanagloriarse de
haber producido entonces, y antes que o tra s nacio­
nes, sus émulas, a G ranada, Lope, Luis de León,
H errera, Rio ja, y de ofrecer a la adm iración del
m undo en el décimoséptimo siglo los nom bres de
Quevedo y C alderón; a p esar que desde aquella épo­
ca, cercada y em bestida constantem ente por las olas
de la civilización europea, perm anece estacionaria,
desdeñando indiferente u orgullosa sus tesoros, y
sin que aparezca en su seno ningún escrito r de genio
regenerando su lengua y su cu ltu ra intelectual.
La Am érica, que nada debe a la E spaña en punto
a verdadera ilustración, debe a p re su rarse a aplicar
la herm osa lengua que le dió en herencia al cultivo
de todo linaje de conocim ientos; a tra b a ja rla y en­
riquecerla con su propio fondo, pero sin a d u lte ra r
con postizas y exóticas form as su índole y esencia,
ni despojarla de los atavíos que le son característicos.
E s el lenguaje como las tin ta s con que da colorido
y relieve el p in to r a las fig u ras. Las ideas hieren,
los objetos se clavan en la fa n ta sía si el poeta p o r
medio de la propiedad de las voces no los dibuja
solam ente, si no los p in ta con viveza y energía, de
modo que aparezcan como m ateriales, visibles y pal­
pables al sentido, aun cuando sean incorpóreos.
Si el lenguaje p in ta al vivo las cosas, la arm azón
orgánica tra b a y anuda en tre sí con sim etría y or­
den las p artes de un todo, y fo rm a de ellas un
cuerpo organizado, una obra m aestra de a rte y la
exposición coloca en perspectiva las ideas y los ob­
jetos, los ag rupa, combina o separa según el efecto
que inten ta producir.
D istínguese principalm ente por el ritm o el estilo
poético del prosaico.
El ritm o es la m úsica por medio de la cual la poe­
sía cautiva los sentidos y habla con m ás eficacia
al alm a. Ya vago y pausado él rem eda el reposo
y las cavilaciones de la m elancolía; ya sonoro, pre­
cipitado y veloz, la torm enta de los afectos.
El diestro tañedor con él m odula en todos los to­
nos del sentim iento y se eleva al sublim e concierto
del entusiasm o y de la pasión; con una disonancia
hiere, con una arm onía hechiza, y por medio de la
consonancia silábica y onom atopéyica de los sonidos,
da voz a la n aturaleza inanim ada, y hace fluctuar
el alm a en tre el recuerdo y la esperanza pareando y
alternando sus rivias.
Sin ritm o, pues, no hay poesía completa. In stru ­
m ento del arte , debe en m anos del poeta arm onizar
con la inspiración, y a ju s ta r sus compases a la va­
riada ondulación de los afectos; de aquí la necesidad
a veces de v a ria r de m etro p a ra expresar con más
en erg ía; p a ra p rec ip ita r o reten er la voz, p a ra dar,
por decirlo así, al canto las entonaciones conform es
al efecto que se intente producir.
E n la lírica es donde el ritm o cam pea con m ás
soltura, porque entonces puede propiam ente decirse
que el poeta canta. Causa por lo mismo extrañeza
que, teniendo los españoles sentido músico y ha­
blando la lengua m eridional m ás sonora y v ariad a
cu -------
él efectos m aravillosos i 1). H e rre ra es el único que
en esta p a rte se m u estra hábil a rtista . El lenguaje
de Coleridge en la balada “A ncient M ariner” es
impetuoso y rápido como la tem pestad que impele
al bajel, y cuando la calm a se acerca, se m uestra
solemne y m ajestuoso. H asta las faltas de m edida
en la versificación parecen calculadas; y sus versos
son como una m úsica en la cual las reglas de la
composición se han violado, pero p a ra hablar con
m ás eficacia al corazón, al sentido y la fan tasía.
Las B ru jas de Macbeth cantan p alabras m isteriosas
cuyos extraños y discordes sonidos au g u ran m ale­
ficio. E n el “Feu du ciel”, Hugo p in ta igualm ente
por medio del ritm o y los sonidos, la silenciosa m a­
jestad del desierto, y el ruido, confusión y lam entos
del incendio de Sodoma y Gom orra.

(1) Los afijo* sim ples y dobles, loa esdrújulos, las term in aciones agudas,
fe variedad de m etro s no su jeto s como los ale jan d rin o s a cesura fija , y el
libre uso y com binación de la rim a en las e stro fas, d an a la lengua cas*
tell&na u n a v e n ta ja sobre la ita lia n a y fra n c e sa p a ra los efectos rítm icos.
(N . 4el A utor)

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