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MUJERES DE LA BIBLIA 2 MARÍA LA HERMANA DE LÁZARO 1

María la hermana de Lázaro

…Y la muerte volvió sobre sus pasos.


Juan, capítulos 11 y 12

Ser testigo del triunfo de un feroz enemigo es algo humillante y


doloroso. Pero, ver luego que alguien mas fuerte que el lo obliga a
retroceder, lo despoja de su botín, y convierte su triunfo en un fracaso, es
una de las emociones más intensas que pueden sacudir el corazón. Esa
fue la experiencia de nuestra pequeña familia, y de toda la aldea de
Betania.
Mientras los tres tengamos vida, Lázaro, Marta y yo. Nuestra mente
se solazará en los maravillosos recuerdos de la amistad que Jesús de
Nazaret nos dispensó, y de los que aprendimos de su boca, donde
burbujeaba la sabiduría celestial. Los tres lo amábamos profundamente, y
lo expresábamos de distintas maneras. Para mí el deleite mas grande era
escucharlo atentamente, sin que nada me distrajera. Para Marta, era un
gozo preparar buenas comidas para agasajarlo. Para Lázaro, disfrutar la
amistad de Jesús era el summun de todo algo así como concentrar en el
trato de una sola persona, lo mejor que podía brindarle la vida.
Jesús Venía a nuestra casa siempre que estaba cerca en sus giras
de predicación. Se sentía cómodo con nosotros, como si estuviera en su
propio hogar. Todo marchaba suave y normalmente en nuestra vida, hasta
que llego aquella amarga experiencia de ver enfermar y morir a nuestro
hermano, que era entonces nuestro apoyo. La idea de seguir viviendo
solas, sin él, nos parecía insoportable. Siempre que sucede una desgracia
así, uno queda como atontado, incapaz de reaccionar normalmente, o de
ver las cosas con claridad. Algún tiempo después entendimos que Jehová
lo había permitido para grabar en la mente de muchos la seguridad de que
la resurrección no era un sueño vano, sino una realidad en que podíamos
confiar.
Cuando murió nuestro hermano, le encargamos a un aldeano que
iba hacia donde Jesús estaba en su campaña de predicación, que le
hiciera llegar la triste noticia. No esperábamos que viniera a nuestro
encuentro estando tan lejos, pero queríamos que lo supiera.
Cuando íbamos caminando hacia la cueva que serviría de sepulcro,
Marta y yo íbamos juntas, escoltadas por los amables vecinos de la aldea
que nos conocían de tanto tiempo. Habíamos frotado el cuerpo de Lázaro
con perfumes y lo habíamos envuelto en bandas de telas, como era
costumbre en Israel. Cuando los jóvenes que cargaban la camilla en que
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yacía, desaparecieron en la oscuridad de la cueva para dejarlo en ella, y


luego hicieron rodar una piedra grande cubriendo la entrada, Marta y yo
nos dijimos llorando: -“Ya nada más puede se puede hacer por él. No
volveremos a verlo hasta que llegue la Resurrección en el último tiempo,
como Jesús nos enseño.”
Toda la aldea estaba conmovida por la muerte de Lázaro, y no nos
dejaron solas. Entraba y salía gente de nuestra casa a toda hora,
acompañándonos, reconfortándonos, y haciéndonos sentir su cariño y
amistad. Otros vinieron de lejos a visitarnos cuando lo supieron. Al cuarto
día, alguien nos avisó que Jesús venia caminando hacia Betania. Marta
salió a su encuentro, peor yo no tenía fuerzas para hacerlo. Me quedé
sentada en casa, aplastada por la angustia.
Marta alcanzó al señor antes de que entrara a la aldea, y le dijo lo
que las dos teníamos en mente en esos días: -“Si hubieras estado aquí,
mi hermano no habría muerto.” Jesús le contestó: -“Tu hermano se
levantará.” Marta pensaba que Jesús hablaba del tiempo futuro en que se
levantarán todos los muertos a quienes Dios guarda en su memoria. Pero
Jesús hablaba de algo distinto.
Entonces, Marta volvió a la aldea y me pidió que fuera al lugar
donde Jesús se había detenido, antes del caserío. Cuando nos vio llorar,
tanto a Marta como a mí y a tantos del vecindario, su amado rostro
también se cubrió de lágrimas. Preguntó dónde estaba la tumba. Lo
acompañamos hasta el lugar y mandó quitar la piedra que cubría la
entrada. Entonces alzó los ojos al cielo, y dijo algo sorprendente: -“Padre
te doy gracias porque me has oído.” El veía lo que estaba sucediendo en
la oscuridad de la cueva, y lo agradecía como cosa hecha. ¡El cuerpo de
Lázaro estaba volviendo a la vida! Entonces, con voz potente clamó:
-“¡Lázaro sal!”
Así, como lo habíamos dejado en la cueva, lo vimos salir. Envuelto
en los vendajes, y con la cara envuelta con un paño, apareció en la
abertura, caminando por si mismo. ¡Las palabras de todos los cánticos
que se han escrito en el mundo, no parecían suficientes para expresar
nuestra gratitud y felicidad!
Nuestro hermano fue causa de asombro y comentarios en toda la
nación, pues fue el más sorprendente de los tres casos de resurrección
que fueron obra de Jesús. Los casos anteriores, la hija de Jairo y el hijo
de la viuda de Naín no habían traspasado las puertas del sepulcro, sus
cuerpos estaban intactos, pues apenas hacía unas horas que el espíritu
de vida se había apagado en ellos. Pero, el caso de Lázaro hizo pensar a
muchos y los despertó para la fe. Era un testimonio tan poderoso, que
causó que se reuniera el Sanedrín, el tribunal judicial supremo de la
nación, convocado por el sumo sacerdote Caifás, en sesión
extraordinaria. Tenía miedo que la gran popularidad de Jesús causara que
la gente lo proclamara rey, y eso los pusiera en conflicto con los
romanos. Por eso, mas resueltos que nunca a matarlos, dijeron que era
mejor que un solo hombre pereciera y toda una nación por causa de él.
Como se hablaba tanto de la resurrección de Lázaro, los sacerdotes
también se propusieron matarlo a él. Eso equivaldría a entrar en una
atrevida porfía con Dios, que le había devuelto la vida. Evidentemente,
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hay personas a quienes ningún milagro las conmueve ni las convierte


porque en sus corazones secos no hay lugar para la fe.
Nuestra vida de familia volvió a la normalidad. Era como si Lázaro
hubiera hecho un viaje por pocos días y ya estuviera de vuelta con mejo
salud que antes. El país en cambio, estaba lleno de agitación y malestar.
Caifás, el sumo sacerdote, había dicho que era mejor que un solo hombre
muriera por todos, y esas palabras escondían oscuros presagios. Como
Betania estaba solo a tres kilómetros de Jerusalén, pasaban muchos
viajeros conocidos, que nos traían novedades de otros lugares.
Especialmente en ese momento, mucha gente viajaba hacia Jerusalén por
causa de la Pascua.
Faltaban seis días para esa gran fiesta religiosa de la nación
cuando Jesús volvió a Betania, el viernes 8 de Nisán. Simón un fiel
discípulo de Jesús, decidió hacer una cena en su casa para él y los
apóstoles que lo acompañaban, y también nos invitó a nosotros y a otros
amigos. Esa fue la última reunión social que tuvimos con Jesús. Marta
estaba atareada sirviendo la mesa. Yo entonces saqué de entre mis cosas
un frasco de alabastro que contenía medio litro de aceite genuino de
nardo, y ungí la cabeza de Jesús y derramé el resto en sus pies,
secándolos con mis cabellos.
Ese perfume era una de mis valiosas posesiones, algo que podía
conservarse interminablemente para venderlo muy bien en cualquier
momento de apretura económica, pues equivalía en valor al salario de un
año de cualquier trabajador común. Pero, ¿acaso Jesús no había hecho lo
mas valioso que podía hacer por nuestra familia al darnos la verdad y
devolvernos a nuestro hermano? ¡Ni con todo el aceite de nardo que
hubiera en el mundo podríamos recompensarles sus favores! Sin
embargo cuando el perfume se extendió por toda la casa, algunos
mostraron resentimiento porque aquel producto tan costoso podía
haberse vendido para aumentar el fondo para obras de beneficencia, en
vez de derramarlo así, de una sola vez. Jesús me defendió diciendo que
yo me había anticipado a prepararlo para el entierro.
Esa fue la triste verdad. A los pocos días, los enemigos de Dios
estaban celebrando un triunfo pasajero al lograr su muerte. Al Server día
la situación fue revertida. Como en el caso de Lázaro, Dios cambió el
triunfo de ellos en humillante fracaso. La muerte una vez más fue vencida
y despojada de su valioso botín. Ahora todos los seguidores de Jesús
sabemos que un día será reducida a la nada, cuando el que le dio sus
armas sea arrojado inconsciente en el abismo.

Álef Guímel

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