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LA CRISIS ASIÁTICA

Nadie en sus cabales se hubiera atrevido a predecir hace

apenas un año y medio que los países asiáticos de la Cuenca

del Pacífico entrarían en pocos meses en una recesión

profunda. Nadie imaginó que Indonesia, Corea del Sur y

Tailandia, tocarían las puertas del Fondo Monetario

Internacional para evitar una debacle económica. Mucho

menos que Hong Kong, Singapur y Taiwán sucumbirían al

contagio de sus vecinos. Y ni el analista más fantasioso

soñó, en sus peores pesadillas, que la poderosa economía

japonesa se sumiría asimismo en una depresión económica que

amenazaría con destruir la estabilidad monetaria del

mercado emergente más exitoso de los últimos años –el

chino- y acelerar el derrumbe de los países de la Cuenca

asiática del Pacífico, incluyendo a Rusia.

China se preparaba a culminar un año de crecimiento

extraordinario y a iniciar 1998 con un propósito de

creciiento del ocho por ciento anual. Se espraba que Japón,

con un Primer Ministro preparado y carismático a la cabeza

del gobierno, resolviera de un plumazo los prolblemas de su

sistema bancario y siguiera funcionando como un mercado

receptivo a las mercancías de sus vecinos y una fuente, al


parecer inagotable, de crédito. Se pensaba que de los

cuatro “tigres” originales –Hong Kong, Singapur, Corea del

Sur y Taiwán- sólo uno enfrentaría dificultades en 1997: la

isla de Hong Kong que transitaría del dominio británico a

la soberanía china. Pero aún este traspaso era visto con

complacencia: Beijing se había comprometido a respetar los

modos tradicionales de hacer negocios de la isla. Al

progreso de los cuatro, se habían sumado otros países más,

Indonesia, Tailandia y Malasia. En conjunto, los tigres

habían experimentado tres largas décadas de auge. Nunca en

la historia moderna, un conjunto de naciones había

mantenido un progreso económico tan acelerado y sostenido.

En oriente se hablaba orgullosamente de la superioridad del

“modelo asiático” y se predecía el advenimiento del siglo

oriental –el XXI- durante el cual los países de la región

sobrepasarían las economías de Europa y de los Estados

Unidos. El ciclo que se había iniciado en el siglo XVI, con

el encierro de China y Japón dentro de sus fronteras y la

expansión occidental culminaría en el XXI con el

renacimiento definitivo de Asia.

Entre los tigres, esta extravagante visión del futuro se

tradujo en una tendencia a pedir créditos excesivos. Mucho

de este dinero fue desperdiciado en inversiones

especulativas en propiedades o en proyectos napoleónicos.


Al mismo tiempo, una combinación desafortunada de tasas de

cambio fijas y una apertura excesiva a capitales

extranjeros de corto plazo elevó la deuda con bancos del

exterior. La burbuja financiera resultante se infló aún más

debido a una regulación bancaria inadecuada y la estrecha

relación –muchas veces corrupta- entre bancos, empresas y

gobiernos que alentó a deudores y acreedores a pensar que

el gobierno los rescataría de cualquier problema.

El espejismo empezó a desvanecerse en julio de 1997, cuando

Tailandia se vio obligada a devaluar su moneda, el baht,

desencadenando una avalancha de devaluaciones en los países

menos fuertes de Asia. La crisis transformó a los

fervientes admiradores del “modelo asiático” en críticos

acerbos. Muchos anunciaron que el “milagro” oriental había

sido siempre un fraude: el crecimiento acelerado se había

debido tan sólo a que los gobiernos asignaban el capital a

empresas escogidas; las ligas aislado a las industrias de

las fuerzas reales del mercado. Aun los “valores” asiáticos

empezaron a verse con otra perspectiva. El consenso” y la

“solidaridad social” habían derivado en autoritarismo

político, ineficiencia y en una corrupción rampante en

muchos países de Asia.

Las criticas eran justificadas, pero a mediados de 1997,

tanto pesimismo era exagerado. El modelo tenía muchas


facetas rescatables, la recesión no había tocado a China,

Hong Kong, ni a Japón y los países más golpeados hubieran

podido beneficiarse de las devaluaciones para elevar sus

exportaciones y corregir el rumbo. En efecto, a la

distancia es evidente que la crisis hubiera sido de corto

alcance si estas naciones hubieran cumplido una condición:

el reconocimiento de sus errores y la aplicación de medidas

eficaces y conjuntas para corregirlos. Desafortunadamente,

los gobiernos, en su mayoría autoritarios, se negaron a

aceptar la gravedad de la situación. El nacionalismo

renació, la diversidad de los países de la región, oculta

tras el éxito económico, salió a la luz y la posibilidad de

aplicar una reforma económica única, desapareció. La tasa

de crecimiento se desplomó, el desempleo subió

aceleradamente, las quiebras se multiplicaron y las altas

tasas de interés empezaron a ahogar e la inversión y al

consumo.

Como sucede siempre, a la recesión se sumó la turbulencia

política. Los gobiernos de Corea del Sur, Tailandia e

Indonesia, cayeron. En Indonesia, la desaparición de

Suharto estuvo acompañada además, por ataques contra la

próspera minoría china. El fantasma de la violencia étnica

–de la “Balcanización” del sudeste asiático. Empañó aún más

el escenario.
Para colmo de males, el vurus resultó extremadamente

contagioso. Uno a uno, los países que parecían a salvo de

la recesión, cayeron en ella. En mayo de 1998, Hong Kong

anunció que la economía se había contraído dos por ciento

en el primer trimestre del año y el desempleo había llegado

a 4.5%. Lo mismo sucedió con Singapur. Semanas después, el

gobierno nipón reconoció asimismo que el país había pasado

de la recesión a la depresión económica. La crisis japonesa

hundió a toda la región en una espiral deflacionaria y

amenazó con extender el contagio al resto del mundo.

Añadió, por lo demás, un nuevo factor a la crisis:

cualquier solución tenía que pasar ahora por Tokio.

No es exagerado afirmar que dado el poderío económico de

Japón, la estabilidad mundial se ha convertido en una

variable del yen y la estabilidad del yen depende, a su

vez, de la política nipona. El problema radica en qe la

política económica está, desde las elecciones de julio, en

manos de Keizo Obuchi, un Primer Ministro débil y de un

Ministro de Finanzas producto del juego tras bambalinas del

partido oficial y firme creyente de que Japón no necesita

una reforma estructural, sino un “aterrizaje suave”.

Mientras el gobierno nipón “plantea”, el yen ha caído en

picada más allá de la tasa de 140 por dólar y las monedas


de la región se han depreciado paralelamente o se han visto

metidas a una presión casi irresistible.

Si el gobierno japonés persiste en el extraño ritual que ha

escenificado una y otra vez en los noventa –es decir, en

aplicar tan sólo medidas cosméticas- el suave aterrizaje

puede culminar en un choque espectacular: China no podrá

mantener la paridad del yuan por mucho tiempo. Víctima de

la presión especulativa externa y de las demandas de los

exportadores al interior que han visto descender sus

ventas, el zar de la economía Zhu Rongji, tendrá que

devaluar la moneda china. Asia enfrenta así una cuenta

regresiva: si el yen sobrepasa la frontera de 150 por

dólar, el yuan se depreciará y el continente vivirá una

nueva vuelta en la espiral deflacionaria.

La reforma se llevará a cabo entonces en condiciones mucho

más difíciles. Pero es inevitable. Es indispensable

enterrar a los sistemas políticos y económico que han

dejado de funcionar.

10 LECCIONES DE LA CRISIS ASIÁTICA

Importantes enseñanzas dada la interdependencia que

establece la globalización financiera:


1. Dejar las reformas del sistema financiero sin

supervisión es un riesgo peligroso, porque afecta

el acrecimiento y desarrollo económico.

2. La estructura y composición de los recursos

financieros extranjeros captados y convertidos en

deuda merecen tanta atención como todo el

endeudamiento completo, debido a su volatilidad y a

su efecto en el servicio de la misma. Esto es

particularmente delicado cuando las reservas, han

estado reduciéndose, debido al sostenimiento de un

tipo de cambio sobrevaluado.

3. La rápida expansión de créditos bancarios y no

bancarios mucho más allá del crecimiento real de la

economía, es peligroso. Estas acciones concentran

el crédito hacia bienes raíces y la compra de

acciones de empresas sólidas, lo que es casi

siempre un signo de problemas en países en

desarrollo.

4. Los déficits en cuenta corriente a niveles altos

que deliberadamente se ubican así para obtener

financiamiento de inversión extranjera en valores,

pueden traer ataques especulativos, difíciles de


corregir, a las economías débiles. Verbigracia: los

“efectos dragón, tequila, samba y vodka”.

5. Promover la liberación de capital y financiamiento

sin fortalecer primero la infraestructura

financiera es una receta para e desastre.

6. Los prestamistas no pueden ignorar una debilidad

persistente de la economía en la que operan.

7. la sobrevaluación de la moneda y de los precios de

los valores en los mercados financieros, puede ser

mucho más grave de lo que se piensa cuando se está

en un proceso de reformas cobijadas por una

atmósfera de inestabiliad política e incertidumbre.

8. Es muco más difícil salir de una crisis cuando la

economía fuerte de la región tiene sus propios

problemas macroeconómicos, financieros y

monetarios, como sucede ahora con la economía

asiática con Japón en recesión.

9. Cuando el sistema bancario se convierte en

insolvente, la deuda del sector privado tiene

problemas porque el propio sistema bancario trata

de limpiar la casa.
10. No hay nada como una crisis fuerte para enfocar la

necesidad de construir una arquitectura sólida y

estable.

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