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La tanda puñetera

Nunca hubiera querido volverle mierda la cara a Marcela aunque siendo honesto, no
se notaba mucho la diferencia. Ambos teníamos deformado el rostro y lo único
distinto, tras la paliza mutua, era la funcionalidad. Nos miramos un rato, ella mi ceja
rasgada, yo su párpado caído, la sangre de ambos con la tierra y las piedritas
adheridas, su maquillaje corrido, mi barba protuberante por el mentón inflamado. No
podíamos tocarnos pero la felicidad era evidente, otro par de golpes para celebrar y
tendernos en el piso. Sería bueno no tener que levantarse y recibir los reclamos por
lo que hicimos; a cuánta gente dejaríamos sin comer, los compromisos de nuestros
padres con sus clientes y los abolengos estúpidos que procuran contratos y un lugar
especial en el club social. Ha sido así desde que nací, ser el primero de cuatro hijos
me jodió la vida.

Desde que tengo memoria, me prepararon para sentarme ocho horas diarias sobre
una silla invertida, pecho donde debería ir la espalda, cabeza sin apoyo mirando al
suelo y la nariz lista para dejar salir, por las fosas, tiras de carne eternas. Me lastima
cada día y sólo veo la sonrisa de mi madre mientras hila. Después de cada jornada
me aplico mil cosas en la nariz y evito mirar mi rostro en el espejo, lo cubro. He
perdido el olfato y no puedo disfrutar la comida ni el aroma de las mujeres con las
que he estado. Envidio mi perro con toda mi alma. No soy el único con esta
ansiedad. Algunos de nosotros, ya pensionados, asumen funciones de rastreo
voluntario para poder oler la cantidad de cosas que fueron negadas por este "don"
biológico insoportable. Pero he decidido no esperar. Luego de conocer a Marcela y
no poder oler su entrepierna decidí proponerle una serie de infortunios que escuché
de algunos tipos, esos que se reúnen en cafetines para proponer formas absurdas
en que nosotros tengamos vidas más dignas pero... ninguno de ellos es como
nosotros, no pueden entender la mierda que nos toca a diario. Los únicos días de
descanso provienen de esos ayunos religiosos y odiosos que hacen que la gente
cambie sus platos por verduras.

No iba esperar más. Marcela y yo por fin nos reunimos cerca al museo de ciencias
naturales, allí hay tantas aves dentro, podían comer aves. Entonces la veo y en vez
del abrazo acostumbrado comenzamos la lluvia puñetera.

Lucía Cárdenas.

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