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Doctrina social Rafael García Herreros

En la segunda mitad del siglo XX, Colombia padeció diferentes formas de violencia,
que la afectaron dolorosamente: secuestros, atentados, asesinatos…

Un hombre enamorado de la patria, como lo fue el padre Rafael García Herreros,


no podía menos de sentirse profundamente quebrantado por el ambiente de
inseguridad y zozobra que se respiró en nuestra tierra. Su pensamiento se
manifestó en muchas de sus intervenciones por televisión. Para entenderlas, habrá
que recordar los años sangrientos de 1955 a 1992.

Pero el mensaje del padre Rafael no fue de retaliación, sino de justicia y de paz,
fruto del amor a Dios y al prójimo, que caracterizó su vida. Fue una propuesta de
justicia social, concretada en realizaciones en favor de los débiles y en gestos de
perdón, no siempre comprendidos.

El padre Rafael fue un profeta, semejante a los hombres que en el Antiguo


Testamento denostaron las equivocaciones del pueblo israelita y le trazaron
senderos de justicia y de verdad. Fue él una conciencia permanente, que
reprochaba el mal e indicaba la ruta que se debería recorrer.

En ese sentido, el mensaje profético del padre García Herreros no ha perdido


vigencia. Aunque las circunstancias vividas en el país hayan evolucionado, el
corazón de los hombres se sigue debatiendo entre el amor y el perdón, entre la
justicia y la venganza, entre la contemplación pasiva del pasado de la historia y la
participación activa en construir un mundo mejor.

Rafael García Herreros fue un patriota acendrado, que vivía obsesionado por
Colombia, enfermo de Colombia.

Quizá sus ancestros paternos influyeron en su patriotismo a toda prueba. Hijo y


nieto, sobrino y primo de militares que lucharon por la patria y emparentado con el
general Francisco de Paula Santander y con próceres de la independencia de
Colombia, de Venezuela y de Perú, recibió desde pequeño en su hogar lecciones
de servicio al país.

Pero el amor patriótico de Rafael García Herreros no fue apenas un sentimiento


emotivo, sino un dinamismo que lo llevó a desear una Colombia mejor, buscando el
bienestar de los colombianos. El suyo fue un anhelo de progreso, basado en la
concordia y en el respeto a los derechos ajenos, y un acatamiento a las leyes, como
lo había aprendido en el hogar y en los autores griegos y, además, la expresión de
solidaridad, con sus compatriotas más necesitados.

El mensaje del padre Rafael, motivado en ocasiones por los acontecimientos del
momento, trasciende las circunstancias históricas en que se formuló y cobra una
dimensión atemporal y urgente para cualquier buen colombiano.
El padre Rafael García Herreros fue un hombre plenamente atento a lo social. Las
obras que llevó a cabo fueron el resultado de lo que era, de lo que pensaba, de lo
que amaba. Fue un hombre entregado a servir a los demás, un hombre que
veneraba a su prójimo y que deseaba lo mejor para quienes pasaban cerca de su
mirada o de su pensamiento.

Otra ruta para llegar a Cristo y para servirle son los pobres. A ellos dedicó Rafael
García Herreros su tiempo, su labor y, por supuesto, muchos de sus cuentos. Si no
fuera sirviéndoles, la vida sería “jarta”; por ayudarles, las mujeres pueden enajenar
sus brazaletes; las ecónomas, abaratar las pensiones de los colegios, sobre todo si
piensan con el corazón y no con los fríos mecanismos de las calculadoras; y los
seminaristas pueden comprometerse, no con un voto de pobreza, elástico y
permisivo, sino con un voto de miseria, que lleve a compartir hasta el extremo la
necesidad del que sufre.

El trabajo social no consiste solamente en distribuir regalos o proporcionar vivienda


a los necesitados. Es predicar a los violentos la dignidad de la existencia; es
construir un país con trabajo, educación, justicia y libertad para todos; es soñar con
la utopía de una patria nueva en el siglo XXI; es restaurar los hogares; es gastar el
tiempo en actividades distintas a las de jugar naipe o amontonar riquezas inútiles.

Las enseñanzas de Rafael García Herreros siguen teniendo fundamental vigor,


pues en Colombia, a pesar de evidentes progresos, el objetivo sigue siendo el
hombre, llamado a vivir de manera digna, y el desarrollo integral del país, que en
muchísimos aspectos no pareciera todavía despegar.

Siervo de Dios Rafael García Herreros

Nuestro juez nos pedirá cuenta1

Nuestro juez nos pedirá cuenta no sólo de nuestro comportamiento individual, sino
también de lo que hayamos hecho para resolver los problemas que requieren
cambios: las instituciones, el problema de la vivienda o de la paz.

Tenemos que pensar que no sólo la caridad privada es bastante. Es necesario


ejercer presión para cambiar estructuras sociales ineficaces. La solución social sólo
la tiene el cristianismo. No lo dudemos.

Pasa que todavía desconocemos la doctrina social de la Iglesia; que nos


atemorizamos ante nuestra propia doctrina, cuando amenaza nuestros egoístas
intereses personales; o sucede también que nos hacemos cama en fáciles
esperanzas personales y eternas y olvidamos que debemos mejorar la condición
temporal de los hombres.

1García Herreros R., (2013) Hermano de los hombres Colección Obras Completas No. 30 Bogotá: Corporación
Centro Carismático Minuto de Dios p. 32
Sin embargo, todos debemos convencernos de que sólo el combate por la ciudad
temporal de Dios, con pan, trabajo, estudio, justicia, alegría, nos hace ganar la
ciudad futura, la eterna.

El cristiano rechaza la tentación del hombre moderno, que cree que únicamente con
sus propios esfuerzos se podrá salvar a sí mismo y la a humanidad. Rechaza el mito
de un paraíso terrestre, hecho por la fuerza inmensa del semidios hombre.

Pero, por otra parte, el cristiano cree y espera, y debe trabajar por un orden nuevo,
donde la vida humana sea digna de un hijo de Dios. El gran proyecto de los grandes
días que están por venir, como dice el eslogan de un partido político.

La ciudad de Dios en la tierra, es orgulloso pensar que se la pueda construir sin


Dios, y es falta de responsabilidad cristiana pensar que se la pueda edificar sin
nosotros, los hombres.

El hombre, un ser social2

Uno de los puntos centrales de la doctrina social católica es que el hombre es un


ser esencialmente social. Y que en su vida está obligado a cumplir un fin a favor de
los demás. Es decir, que debe servir a la comunidad con todo aquello de que
disponga. Si tiene talento, con la inteligencia. Si tiene riqueza, con la riqueza. Si
tiene alegría, si tiene dolor, con ellos prestar servicios invaluables. Lo que el
cristianismo rechaza es la inutilidad o el egoísmo de las vidas.

El carguero o el barredor de calles o la humilde cocinera o el peón asoleado y


encallecido deben saber que están prestando un valiosísimo servicio social y que
están cumpliendo con el deber que Dios les puso. Si ellos trabajan, no es sólo por
el pan, sino por cumplir un servicio social, por sus hermanos, los hombres. Así
divinizan sus trabajos.

Esta ley rige para todos. Aun para la señorita que terminó sus estudios y
materialmente no sabe qué hacer en la casa porque todo lo hacen las sirvientas; y
que se aburre porque no le enseñaron el deber ineludible de servir a los demás y
de no hacerse un pobre ídolo de sí misma; para la señorita que se conoce de
memoria todos los clubes sociales, todas las pensiones.

Lo mismo para la melancólica y mísera estampa de la señora casada que descuida


a sus hijos y el hogar para irse a malgastar horas preciosísimas y dinero en el juego,
olvidando que el dinero y el tiempo debieran estar prestando un servicio a la
sociedad, que los necesita con urgencia.

2 Ibid. 68
Rige también esta ley para el rico, que quizá ha olvidado su condición de miembro
de la sociedad humana y que cree que todo, absolutamente todo lo que posee debe
ser para sí o para sus hijos, cuando tiene obligación personal de hacer que sus
riquezas presten un servicio a los demás, aunque no sean sus hijos, sino los hijos
de Dios.

No olvidemos este primer postulado social cristiano. Nuestra vida y lo nuestro tienen
el deber de servir a los demás. Sea el capital espiritual o el capital material. Sea el
capital de la alegría o el divino capital del dolor. El capital del talento o el capital de
la salud. El capital de la juventud o el capital de la experiencia.

De la verdad de esta ley, brota ese natural menosprecio que siente la sociedad ante
los seres o los capitales inútiles, ante los hombres que no sirvieron para nada.

Ese menosprecio es un preámbulo del castigo eterno que impondrá Dios: El que
dio, para que diéramos. El que nos colmó, para que nosotros repartiéramos.

Examinémonos un instante. ¿Servimos para algo en el mundo? ¿Sirve lo nuestro


para los demás?

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