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Fragmentos de La gaya ciencia - Nietzsche

109 - Puesta en guardia


Dejemos de pensar que el mundo es un ser viviente. ¿Hacia dónde iba a extenderse? ¿De qué se
iba a alimentar? ¿Cómo iba a crecer y a multiplicarse? Por otra parte, sabemos qué es lo orgánico;
¿cómo íbamos a interpretar en términos esenciales, universales y eternos, al igual que los que
llaman organismo al todo, aquello que percibimos de infinitamente derivado, tardío, raro, fortuito
en la corteza terrestre? Esto me repugna. Dejemos por lo pronto de creer que el todo es una
máquina. Desde luego no ha sido construido con vistas a un fin, y le hacemos demasiado honor
llamándolo «máquina». Dejemos de presuponer que algo tan perfecto como los movimientos
cíclicos de los astros cercanos a nosotros se da de una forma absoluta y en todo lugar imaginable;
sólo una mirada a la Vía Láctea nos hace dudar de ello, sugiriéndonos movimientos mucho más
bruscos y contradictorios, así como astros que se precipitan en una caída eternamente rectilínea y
otras cosas así. El orden astral en el que vivimos es una excepción; este orden y la duración
relativa que determina han hecho de nuevo posible la excepción de las excepciones, la formación
de lo orgánico. Por el contrario, el carácter del conjunto del mundo es desde toda la eternidad el
del caos, en razón no de la ausencia de necesidad, sino de la falta de orden, de articulación, de
forma, de belleza, de sabiduría y cualesquiera que sean nuestras categorías estéticas humanas.

Desde el punto de vista de nuestra razón, los lances desafortunados representan, a lo sumo, la
regla; las excepciones no responden a un fin secreto y la totalidad del mecanismo repite
eternamente su retorno sin que pueda merecer nunca el nombre de melodía, —y para acabar, la
propia expresión de «lance afortunado» no es sino una humanización que implica una censura—.
Pero ¡cómo nos íbamos a atrever a criticar o a alabar al todo! Librémonos de reprocharle falta de
corazón o de racionalidad, o lo contrario a esto, pues no es ni perfecto, ni bello, ni noble, ¡y no
quiere serlo, ni aspira de ningún modo a imitar al hombre! ¡No lo afectan ninguno de nuestros
juicios estéticos o morales! No tiene instinto de conservación ni ningún otro impulso, desconoce
toda clase de ley. Dejemos de afirmar que hay leyes en la naturaleza. No hay más que
necesidades; en ella nadie manda, nadie obedece, nadie transgrede. Si saben que no hay ningún
fin, saben también que no hay azar. Pues la palabra azar sólo tiene sentido en un mundo de fines.
Dejemos de decir que la muerte es lo opuesto a la vida. El ser vivo no es sino un género de lo
muerto, y un género muy raro. Dejemos de pensar que el mundo está creando eternamente algo
nuevo. No hay sustancias que duren eternamente; la materia es un error como el Dios de los
eleatas.

¿Cuándo acabarán, entonces, nuestra preocupación y nuestros cuidados? ¿Cuándo dejarán de


oscurecernos todas esas sombras de Dios? ¿Cuándo dejaremos de atribuir a la naturaleza un
carácter divino? ¿Cuándo nos será permitido a los hombres volvernos naturales, reencontramos
con la naturaleza pura, nuevamente descubierta, nuevamente liberada?
112 - Causa y efecto
Hablamos de «explicación»; pero el hecho que nos distingue respecto a los grados antiguos del
conocimiento y de la ciencia es una «descripción». Describimos mejor, pero explicamos tan poco
como nuestros predecesores. Donde el buscador ingenuo de las civilizaciones antiguas no veía sino
dos cosas, la «causa» y el «efecto», como se decía, nosotros hemos descubierto una sucesión
múltiple; hemos perfeccionado la imagen del devenir, pero apenas hemos ido más allá de esa
imagen ni la hemos dejado atrás. En todo caso, la serie de «causas» resulta más completa a
nuestros ojos, y concluimos que tal cosa debe producirse primero para que continúe tal otra. En
cualquier proceso químico, la cualidad sigue pareciendo, al igual que antes, un «milagro», tal como
todo movimiento continuo; nadie ha «explicado» el golpe. Por otra parte, ¿cómo íbamos a
explicarlo? Operamos mediante cantidades de cosas inexistentes, líneas, superficies, cuerpos,
átomos, tiempos, espacios divisibles. ¿Cómo podríamos explicar, si hacemos de todo una
representación, nuestra representación? Basta considerar a la ciencia como una humanización
relativa de las cosas; aprendemos a describirnos a nosotros mismos de una forma cada vez más
justa, al describir las cosas y su sucesión. Probablemente la dualidad de la causa y el efecto no da
nunca; en realidad, estamos ante un continuo del que aislamos algunos fragmentos, del mismo
modo que no percibimos nunca sino puntos aislados en un movimiento que no vemos en su
conjunto, contentándonos con suponerlo. Nos induce a error la forma repentina con la que un
gran número de efectos se suceden unos a otros, —pero esto no es para nosotros más que algo
repentino—. Una infinita multitud de procesos en este súbito segundo se nos escapa. Un intelecto
que fuera capaz de ver la causa y el efecto, no de nuestra forma, es decir, como el ser dividido y
fraccionado arbitrariamente, sino como un continuo, que pudiera, así, ver la corriente de
acontecimientos, rechazaría la noción de causa y de efecto, y negaría toda condicionalidad.

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