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ernesto de la peña

LAS ESTRATAGEMAS
DE DIOS
‫ون‬‫س‬ ‫و‬ ‫س‬ ‫خ‬
َ ‫خ‬ ‫ل‬‫فَ َل يأممن م خكر ٱل ول إل ٱللخ َقوم ٱل‬
َ ‫و‬ ‫خو‬ َ ‫ََو‬
‫َ ل‬
Y no están a salvo de la estratagema de
Dios sino los que corren a su pérdida.

Corán, sura VII, aleya 99


.
A ti, Eleazar, padre amadísimo,
a ti, sabio Francisco, que me abriste
el griego desde mis seis años.

Filiis filiabusque
Apólogo

“—Sabemos que tres dioses se han unido en un


proyecto malévolo—”, dice el Señor.
Midrash qatán in Genesim, VI-31

Esto nos enseña que hay en Dios un principio


denominado “mal”, que se encuentra al norte de
Dios.
Séfer ha-Bahir, 109

S e sabe que, en los orígenes, los dioses estaban muy cercanos a la tierra. La
vigilaban con cierta ternura arrepentida y nutrían a sus creaturas, alentando
su celo reproductor.

Crearon primero grandes modelos de las cosas, los animaron a su destino plural
y acaso olvidaron sus intenciones ante el empuje de la vida y el bullicio de las
especies.

Más tarde, acosados por otros intereses, se distrajeron de la tierra y sólo la


observaban cuando sus espejos siderales se nublaban, indicando catástrofes o
celebrando el advenimiento de nuevas razas.

Cuando el hombre irrumpió, no apareció señal alguna en los puntuales


observatorios divinos. La indecisión parecía regir los primeros conatos antropoides.
Sólo se tiñó ligeramente de púrpura la superficie del azogue cuando el macho
humano, erguido sobre sus dos pies, dio indicios de su naturaleza. Más adelante,
las redes especulares de las divinidades, ante las matanzas, el engaño y el odio, se
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plagaron de colores violentos y se volcaron sobre el planeta ensangrentado,


ahogando en un largo diluvio a los infractores de la métrica del cosmos.

Cuando el temple inmisericorde del hombre colmó de sangre el planeta, las


guerras de los animales dejaron de interesar a los dioses: mientras reinaba en la
tierra ese orden necesario que se llama lucha por la vida, su quehacer estribaba en
mitigar los excesos e impedir la extinción mediante leyes naturales; las bestias,
incapaces de rebelión, reparaban su instinto y reiteraban su hambre; el equilibrio
era señal de la presencia divina y la vida seguía encontrando otros ropajes y
disfraces no ensayados.

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Bien sabido es de todos que el primero que narró las contiendas humanas fue un
ciego llamado Melesígenes, que hablaba un idioma hermosamente articulado y
sabía descubrir los motivos del hombre. Pero hay pocos que sepan que este cantor
sin ojos había heredado su ciencia de un abuelo idéntico, que no lo conoció.

Homero tenía vista de águila y entendía el lenguaje inequívoco de los animales.


Vivió su infancia en las riberas del Escamandro, haciendo esteras y reparando telas
averiadas. Parece que viajó al oriente y a Etiopía y que en esos lugares aprendió a
comprender lo que los brutos se dicen sin que los amargos hombres perciban sus
secretos: supo descifrar el mensaje que ondula en el nado de los peces y en el vuelo
sinuoso de las aves.

Cuando regresó a su lugar fluvial, Homero oyó las palabras de un giboso


apodado Esopo, que no era otro que Ahikar, el asirio, visir de algún soberano de
Anatolia o de Egipto, en cuya corte había visto volar a las serpientes y oído razonar
a los asnos. Mientras Esopo estuvo entre los aqueos de larga cabellera, Homero no
se apartó de su sombra, que copió fielmente en un tapiz que no podía destramarse
porque cuando alguien lo agredía, unas manos nocturnas, inasibles y diestras, le
volvían su entereza y repetían su historia.
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Después de que Ahikar se marchó, apremiado por su misión educadora,


Homero dio en visitar, siempre con mayor frecuencia, las cuevas y los sembrados.
Largas tardes pasaba merodeando a la sombra ágil del trigo y bajo la cintura
castigada de las vides. Otras, trepaba por las rocas y se aventuraba en las galerías de
la Caverna del Troglodita. Al salir, sonriente y polvoroso, se había acrecentado su
ciencia por las visiones de la gruta y se percataba de que pronto estaría maduro para
entonar su cántico.

Una tarde, mientras el sol declinaba en el mar sanguinoso, el vidente dejó la


cueva: había llorado. Nunca más habría de visitarla tras la revelación.

Esa misma noche escribió su único poema, que narra los nefastos combates de
ratones y batracios. Al terminarlo, Homero, envejecido y triste, abandonó su aldea
y desapareció.

Días más tarde, unos marinos dijeron, sin vacilación, que lo habían visto caminar
sobre el ponto y sumergirse en el seno de Tetis.

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La lucha erudita se enconó en el poema: espíritus miopes y profesores rancios lo
mellaron, sin dejar línea virgen ni adjetivo sin glosa. El dictamen que dieron, ciego,
torpe, lo excluye del Corpus Homericum. Parece que así se cumplió la ironía del
bardo que urdió la tela invencible, imagen de la verdad.

Habla de cuando el hombre era un confuso proyecto de un dios sombrío y


vengativo. Lo pueblan, sonoramente, ranas y ratones y, al leerlo, es posible inferir
que nuestra raza estaba a punto de aparecer en el planeta, pues las pasiones bajas
incendian a los habitantes de charcas y madrigueras, como si presintiesen el arribo
de una estirpe iracunda y dominadora.

No pretendo incidir en un texto de sobra conocido: mi crónica viene después,


donde las líneas del poema callan.
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Sabemos que la torva actividad de los cangrejos, su astucia lateral, la indudable
dureza de sus pinzas y, más que todo, los designios de Zeus, obligaron a los ratones
a refugiarse en antros y cavernas. Las ranas, sonoras, jactanciosas, volvieron a su
acuosa rutina.

Hasta aquí los indicios: Homero no quiso relatar lo demás. Después, en el


tiempo griego, la desigual empresa de argivos y troyanos suplantó el tema
primordial: sería abusivo ver en el cantar original una copia mermada de esa
realidad piratesca y mercenaria, pero su misma reticencia nos confunde.

No sabríamos nada cierto de la fortuna de aquellos contendientes tras lo que


narra la Batracomiomaquia, si no nos hubiera alumbrado el celo inquisidor de
Nicéforo Láscaris, leve amanuense bizantino, improbable retoño imperial, que
empuña la pluma con el orgullo, algo difumado, de su origen. Gracias a él podemos
seguir la traza de Meridárpax, ilustre campeón de los roedores, después de la
extinción de casi todos sus hermanos. Nicéforo, con un fervor terreno que acaso
tenga su más palpable causa en el pavor que le instiló en alguna lejana naumaquia el
fuego de San Telmo, desdeña ocuparse de Crausagides, el antagonista, y de su
inflada parentela.

Sabe, y nos agobia con su puntualidad geográfica y sus precisiones


onomatopéyicas, cuáles fueron los parajes que acogieron a los ratones, unos
cuantos puñados, que sobrevivieron al ataque de los inclementes crustáceos
celestes.

Con prudencia termina Láscaris sus escolios diciendo que los héroes se
escondieron en las espeluncas del monte Gnato y que bajo sus feraces laderas se
diluyó la fama ratonil. Se ignora, hasta la fecha, si el nombre de esta montaña alude
al poder triturador de sus habitantes subterráneos.
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La crónica que nos compete hacer es, a la vez, ardua y sencilla, pues la cercan por
igual las tinieblas y la brevedad.

La expedición espeleológica que escrutó en 1981 el monte Gnato demostró, más


allá de toda duda razonable, que en sus repliegues más profundos se encuentra el
único cementerio de ratones conocido. Un neologista fanático, que acompañó a los
científicos, jugó con las probabilidades que le daban las formas alternas mioterio
(que consideró sugerentemente equívoca) y miosemeterio, de pedantería
conmovedora.

John Clarke Ashburn y Kleomenes Orghuz Bey publicaron una tediosa, aunque
indispensable, relación de sus trabajos. Se especula en la actualidad acerca de la
posibilidad de que los ratones hayan tenido, entre sus epónimos, una organización
social muy similar a la de abejas, hormigas y termes. Por desgracia, el mapeo
tomográfico de las especies de hoy no permite inferir, pese a ciertos reforzamientos
conductuales, tachados de inoperantes por su rala incidencia, que haya habido una
estructura gregaria y una especialización funcional tan marcadas entre los
antepasados del mur común. Tampoco han sido muy alentadores los estudios
emprendidos en el Apodemus sylvaticus, o ratón de campo. Sin embargo, como en
todas las empresas de los hombres de ciencia, no se ha dicho la última palabra.

(27 de octubre de 1983)

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A fines de 1985, tras haber apurado el monumental An Enquiry into the Earliest
History of Mice and Muridae, de Ashburn y Orghuz Bey, desesperaba de encontrar
la explicación de la existencia inobjetable de aquel incómodo cementerio. Muy a mi
pesar, renuncié a despejar el enigma y volví a mis otras tareas.

En mayo de 1987 repasé, con cierta furia trasnochada, las polémicas páginas del
Miftah ’aqárib wa’aqáribihim (Clave de los escorpiones y sus congéneres), del insigne
Yahya ibn-Mahmud al-Bustaní, cuya lectura, compleja y florida, me había deparado
muchos sinsabores en el pasado. Revisé los pliegos finales, donde el autor, que
esgrime una procelosa taxonomía, abandona la observación para entrar de lleno en
la metafísica zoológica, y encontré el rostro que faltaba, la clave que articulaba el
edificio.

Bustaní asigna temerariamente el mismo género a escorpiones, cangrejos y


cierta clase de afarit, o genios chocarreros, a los que atribuye, en sucesión
desconcertante, abnegación (casi nunca) y ánimo vengador (casi siempre). Estos
espíritus inquietan las páginas de Las mil y una noches y pueblan la iconografía
musulmana con sus rostros aviesos de vampiros insomnes. Poco importa a Bustaní
la congruencia científica, menos todavía la cortesía o la sindéresis: con aplomo
diserta sobre lo divino y lo humano de sus animales, sin ocuparse jamás de su
animalidad que, en apariencia, tiene un lugar omitible en la enumeración de sus
peculiaridades.

Hasta aquel momento, yo sólo veía en Bustaní a un adepto no muy lúcido de


alguna escuela tradicionalista, que encubre sus consignas bajo un tejido de
aparentes incoherencias. Más adelante percibí su afán verdadero, escondido tras
parentescos improbables e hibridaciones monstruosas. Pero una cita de Jenófanes,
aunque desfigurada y confusa, me sugirió el sistema de este laberinto. Dice: “Los
escorpiones (’aqárib) y otros animales, entre los cuales se encuentran los cangrejos
(saratánat), hacen teología (lahutiya) con sus congéneres (’aqáribihim)”.
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Meridárpax, vencido y rencoroso, se retiró a una gruta, seguido de una exigua
caterva de ratones. Alentaba voraces pruritos de venganza. Precavido, comprendió
que sus represalias tendrían que venir más tarde, cuando hubieran sanado sus
heridas y las falanges ratoniles pudiesen abatirse sobre el enemigo, seguras de
triunfar. Imaginó castigos ejemplares, ejecuciones disuasorias y minuciosos
tormentos para los batracios más fanfarrones.

Con intransigencia y disciplina logró incrementar el número de habitantes de la


cueva. Organizó patrullas y hospitales, servicios de emergencia y adiestramiento en
las artes marciales y los ardides guerreros. Creó un complejo sistema de
fortificaciones y proveyó a la buena alimentación y el sano acoplamiento de los
miembros de su tribu. Los roedores se multiplicaron pasmosamente. De entonces
datan los cementerios, resultado de ordenanzas municipales previsoras y sabias
disposiciones sanitarias. Comenzó a proliferar en la población una voluntad
comunitaria que sólo se expresaba cabalmente cuando la distribución de las tareas
seguía, con rigor inflexible, un esquema sin concesiones ni desvíos. La intuición
científica de Ashburn y Orghuz Bey entrevió esta disposición conductual al trazar
la topografía del cementerio y hacer el inventario de los cadáveres que yacían en las
tumbas reticulares.

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Un día llegó un forastero a vivir en medio de los ejércitos de Meridárpax. Venía de
muy lejos y mostraba gran diligencia con sus semejantes, aunque hablaba
continuamente de seres superiores y prodigios. Pronto lo siguieron los ratones,
olvidando sus ejercicios y su cuota de faenas comunes. El extranjero, que anunciaba
su pronta partida, comenzó a predicar: arengó a los ratones, sobre todo a los más
débiles y medrosos, prometiéndoles ayuda de otros seres, magníficos y valientes,
que vendrían a hacer su defensa contra la alevosía de los demás, incluso contra los
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desmanes de sus propios congéneres. Les ofreció un milagro y ellos, ávidos de


maravilla, se lo exigieron. El extraño, que siempre se había mantenido a la sombra
de las pétreas galerías, salió volando por un respiradero, inaccesible para todos.

Los ratones, a partir de aquel día, deslumbrante y sin explicación, declinaron el


esfuerzo social y abrazaron con fervor la revelación del forastero. Indecisos y
perezosos de suyo, pronto se avinieron a su nueva vida.

Los signos del fin no se hicieron esperar: la gruta se pobló de entes celestiales
que aleteaban con estrépito en las bóvedas de piedra, sin hacerse herida alguna. Los
roedores vieron en ello una prueba fehaciente de la existencia angélica.

Arriba, incensados, pacientes, los murciélagos esperaban.

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Cuando las huestes que comandaba, ya anciano y quejumbroso, el intrépido
Meridárpax llegaron a una cifra casi irresistible y el prudente estratego juzgaba que
podría vencer en todas las batallas, la catástrofe se abatió sobre la atónita raza de los
ratones.

Presas de la sed largo tiempo cultivada y de la sevicia de los poderosos, los


angélicos seres se precipitaron sobre los confundidos animales y vieron su eficacia
asesina centuplicada por la idolatría y el temor reverencial. No puede hablarse de
combate cuando un bando se inmola y pierde su acometividad ante el miedo a una
condenación de oscura naturaleza y duración inescrutable.

Sólo escaparon, abrumados de pánico divino, unos pocos ratones, malheridos o


agónicos, que se guarecieron en los intersticios más ásperos de la caverna y
reanudaron la vida. Cuando tuvieron fuerzas, se entregaron a los ritos funerarios.
Los vampiros, para asombro de etólogos y deterministas, habían emigrado ya del
campo sanguinolento de su victoria teológica.
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El medroso pueblo ratonil, diezmado, reinició sus ceremonias copulatorias.
Muchos de ellos, casi la totalidad, habían sufrido mordiscos y desgarraduras en la
contienda con los ángeles de la devastación. Hay quienes creen, dice aterrado
Bustaní, que algunas hembras estaban preñadas por el semen quiróptero.

Los genetistas, que previsiblemente se ocuparán del fenómeno, podrán advertir,


en unos y otros especímenes, la presencia indudable de un gen recesivo, un alelo
mortal que dio al traste con el equilibrio de Hardy-Weinberg: la extinción
demoledora, sin concesiones.

Un miembro único de esa raza vencida pudo escapar de la caverna fatal, en


medio de las convulsiones agónicas de sus semejantes.

Se dice que cuando salió a la luz del día, el monte se desgajó por dentro,
condolido.
El único y su propiedad

C uando el señor Christopher Phanerius se retiró a la pequeña ciudad de


Schlehmihl, sus negocios le producían dividendos suficientes para olvidar
las cuitas económicas y su ánimo vivía en una tregua permanente. Poco después de
su llegada, compró una casa espaciosa a orillas del río Ischl e hizo circundar el
terreno con setos exactos que definían los linderos y perfumaban el aire.

A pesar de su gravedad, hasta fiereza, había gente en la aldea que afirmaba


haberlo visto aspirar el aroma de los rosales y los heliotropos. Otros se aventuraron
todavía más e intentaron entablar una plática de buena vecindad, pero la seca
cortesía del señor Phanerius congeló sus ademanes solícitos y sus ofrecimientos de
solidaridad: poniendo los pulgares en los bolsillos del chaleco, se inclinaba
ceremoniosamente y desaparecía tras un escueto “Ich empfehle mich!” Al
volverse, la hierba se quebraba debajo de sus zapatos de hebilla y mostraba las
sinuosidades de las huellas, cuyos bordes parecían dobles, como si dentro de cada
pie hubiese florecido la planta de otro, ligeramente más pequeño.
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El mutismo casi total de Christopher Phanerius contribuyó a hacerlo popular


entre la buena gente de Schlehmihl: aunque pocos podían vanagloriarse (y, al
hacerlo, incurrían en la duda razonable de sus auditores) de haber cruzado unas
cuantas palabras con él, tenían que admitir, derrotados en su espíritu gregario y
vecinal, que sólo habían obtenido respuestas tajantes y expresiones de la más cabal
y cortante cortesía.

No hay nada que atraiga más al hombre sencillo que la extrañeza de otro; nada
que lo incline más al respeto y la imitación: el señor Phanerius se convirtió, a los
pocos días de su irrupción en la vida sin atractivos de Schlehmihl, en una
personalidad admirada. Los jefes de familia que tenían cierta holgura económica
dieron en hacerse ropa que recordaba sin demasiado esfuerzo la de Phanerius y el
tono de su voz pretendía reproducir el de las pocas palabras que le habían oído.
Atraía también a los bondadosos habitantes de Schlehmihl la especial contextura de
las manos y las facciones del forastero, quizás porque su misma imprecisión
(facciones y manos producían el efecto de estar moviéndose, cambiando ligera,
pero continuamente, de forma) les daba cierto aire aristocrático. Phanerius,
ignorante de todo, seguía su vida de encierro obstinado. Las ventanas de su casa,
sin embargo, se mantenían siempre abiertas, como invitando a los curiosos a atisbar
lo que pasaba dentro. Y, en efecto, alguno que otro desocupado que merodeó por
ese lugar contó historias incongruentes en que el extranjero aparecía investido de
poderes terrenales indefinidos, cuya misma vaguedad era motivo de comentarios y
suposiciones.

Otros, más propensos al desvarío, narraban que lo habían visto volar y que su
risa tenía ecos infames y resabios malignos. La única observación que todos
corroboraban era la manía de hablar a solas aunque (en esto también había
consenso) tal vez no a solas, puesto que muchos sostenían haber oído una voz
tenue, apagada, que contestaba, casi inaudible, a las reflexiones que Phanerius solía
hacerse.
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Stebelski, cervecero de aromado prestigio, razonaba con particular buen sentido y
se había convertido en oráculo inapelable de los buenos vecinos de Schlehmihl. A él
se debió la hábil observación, emitida en tono sibilino a los tres días del arribo de
Phanerius a la villa, que instaba a la paciencia y aconsejaba confiar: el excéntrico
tendría por fuerza que contratar servicio para atender su casa, demasiado holgada
para mantenerse limpia y en orden al solo cuidado de un hombre que, a todas luces,
había tramontado la cincuentena. El ansia que había consumido a los conversadores
se trocó en franca zozobra cuando pasaron hasta sesenta días sin que el extraño
hubiera solicitado servicio alguno. Muy temprano, por la mañana de los sábados,
acudía al mercado y, casi a mudas, indicaba lo que necesitaba y cubría la cantidad
pedida, si era justa, o seguía de frente, si excesiva.

Su regreso a casa iba siempre acompañado de visillos descorridos y rumores


inquietos. La ruta que hacía, siempre la misma, daba oportunidad para los
encuentros fingidos y las casualidades provocadas. Nada alteraba su petrificada
sonrisa ni el acompasado sonido de sus amplios zapatos. Con los ojos mirando
invariablemente frente a sí, Phanerius soslayaba a los encontradizos y esquivaba a
los pertinaces. Al llegar a la puerta de su morada, tras dejar sus pisadas bifrontes en
las heridas de la hierba, abría la puerta y la cerraba con doble vuelta de llave,
clausurando sus testimonios y abriendo las hipótesis.

Sin embargo, no podía notarse un deliberado prurito de evitar a los demás. Las
ventanas, es indispensable reiterarlo, permitían verlo cuando se palpaba la piel,
sobándose dubitativamente el rostro o tañéndose el vientre, como si tratase de
cerciorarse de que los volúmenes y los contornos seguían siendo los mismos y que
su apariencia física no había sufrido menoscabo ni incómodo incremento. Con la
mirada, momentáneamente encendida, recorría con morosidad satisfecha los
perfiles de los árboles, los tallos de las plantas y el trazo de los arriates, reposando
en las hojas que habían caído por el suelo, siguiendo el curso de los hilos de agua
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que se habían filtrado al regar las flores o percibiendo las defecaciones de los
pájaros. Puntual, como siempre, se sumía más tarde en ignotas operaciones y
rutinas abstrusas, protegido por el sigilo de los muros y la soledad.

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Finalmente un sábado, día de mercado, sucedió el milagro: Christopher Phanerius
se acercó con discreción a un mozalbete de evidente fuerza, llamado por burla
Simplizissimus, y le habló de la posibilidad de que lo ayudara en el trabajo
doméstico. Simplizissimus, ufano del favor que le ofrecían, no supo bien ni cuánto
pedir por sus servicios y aceptó la cantidad que Phanerius le propuso. El pueblo
entero respiró satisfecho cuando los dos se encaminaron a la morada del forastero.
El viejo prodigio de la esfinge que revela sus enigmas podría repetirse: los honestos
ciudadanos de Schlehmihl olvidaban que cuando habla, plantea cuestiones
insolubles y castiga de modo inmisericorde.

Para fortuna de la aldea, no sucedió nada que lamentar: la desgracia no se abatió


sobre nadie, como si la moderna vida urbana y la morigeración de las costumbres
de los recatados habitantes de la villa hubieran mellado las garras antiguas del
prodigio. Simplizissimus, que unía a la admiración por el amo taciturno el afán
comunicativo de sus semejantes, comenzó a propalar irresponsablemente ciertos
misterios menores a los pocos días de habitar la silenciosa quinta de Phanerius: su
señor se bañaba con esmero todos los días y se veía con persistente fijeza cada
porción del cuerpo que tocaba el jabón, apretándola después, como si comprobara
que la película, impalpable casi, que la revestía, siguiera observando un deber
desconocido, como si cumpliese los ritos de alguna secta precavida. Otras veces, la
locuacidad de Simplizissimus se desbordaba en indiscreciones peligrosas: parece no
profesar religión alguna, decía, pues en su menaje de casa no hay imágenes ni
objetos sacros y su rala biblioteca no posee siquiera una mala Biblia. Pero nada
servía para despejar la incógnita. Un sensato burgués de Schlehmihl afirmó que no
había nada que descubrir en el metódico extranjero y abandonó las pesquisas. Pero
19 ernesto de la peña

la mayoría siguió tenazmente en su empeño de hurgar lo que ocultaba la


simplicidad de Phanerius. Las mujeres, en especial las solteras cuarentonas y las
beatas sin redención, le atribuían pasiones vitandas y un pasado ominoso. Los
hombres deseaban conocer la procedencia de sus dineros y acaso aprovecharse de
una fórmula infalible para hacer fortuna.

El tiempo, monótono, fue atenuando el filo de las preguntas y refrenando la


indiscreción. Phanerius cultivaba su huerto, dejando siempre tras sí los dobles
espectros de sus pies descalzos y desconcertando al sirviente que, al verlo contra el
sol, percibía el halo que lo rodeaba.

El solitario se apoyaba casi todas las tardes en el alféizar de sus ventanas para ver
cómo el sol se le escapaba en cada crepúsculo.

El criado siguió dando cuenta puntual de las extrañezas al persistente Stebelski:


ora le hablaba de las pupilas de su patrón, que albergaban otras, o de su sombra,
que guardaba, como un guante, una sombra tímida y casi evaporada; más tarde
insistía en la imprecisión de los contornos o comentaba el eco que creía percibir,
aunque adivinaba que, más que una repetición mitigada, era una respuesta queda.
La sordera de Simplizissimus se erguía como un obstáculo para saber de qué
hablaba el silencioso Phanerius. Las conjeturas proliferaron cuando le comentó que
había creído oír un matiz femenino en la vocecilla que dialogaba con el solitario. Sin
embargo, la vigilancia de que lo hicieron objeto continuo no produjo amante alguna.

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La enfermedad que se precipitó sobre Phanerius unió la indulgencia de la brevedad
a la firmeza de sus síntomas letales. Los dos médicos del pueblo devanaron
Hipócrates y Galenos para desembocar en la ignorancia. Una sola certidumbre,
palmaria, desalentadora, cundió por Schlehmihl: el forastero moriría sin traicionar
su recato ni romper su zona de secreto empecinado. La solicitud de la aldea entera
se volcó en tisanas, emplastos, dietas y sinapismos. El mal de Phanerius derrotó a
las estratagemas de dios 20

las buenas intenciones y las recetas familiares: la tarde de un jueves, hacia las siete,
mientras el jardín reivindicaba sus privilegios nocturnos, expiró. Cuando menos al
morir no defraudó a los diligentes ciudadanos de Schlehmihl, pues enunció, quizás,
la cifra de su enigma. Sus últimas palabras, que se trocaron en estribillo
incomprensible para todos, fueron:

—No te he visto todavía, Numenius, dudo si te veré algún día…

El apego de Simplizissimus a su extraño patrón quedó de manifiesto en que no


sólo asistió a las honras fúnebres al lado de los notables del lugar, sino que
permaneció hasta la noche inclinado sobre el túmulo recién levantado y no salió
sino cuando cerraron las puertas del cementerio.

Asombrado, temeroso, contó a Stebelski que, al salir la luna, había visto que del
lugar de reposo de Phanerius emanaban dos fosforescencias nítidamente
perceptibles, dos figuras humanas gemelas, abrazadas en un nudo indiscernible,
como si una envolviera a la otra, tomando su sustancia vertiginosa y volátil de la
más recia y compacta. Simplizissimus sigue afirmando que juntas, contrastadas y
difusas, como hombre y simulacro, se diluyeron en el aire.
Receta para la confección
de ángeles

Para Miryam Ludovica

T ómese un dios que ame las jerarquías y un teólogo asesor que las defina. 1
Constrúyase un modelo a escala de los siete cielos.

No deje de rodearlo de un cíngulo de estrellas fijas y remátelo con un lugar


llamado Empíreo. Piense y, de ser posible, sienta la música de las esferas y perciba
los arquetipos de Platón.

Tome una tabla de densidades y aplique una gama de durezas (la de Mohs ha
dado buenos resultados). Insista en la sutileza de los cuerpos y recuerde las
posibilidades del ectoplasma. Si es necesario llevar al límite la contracción
dimensional, no vacile en hacerlo, en beneficio de la evanescencia deseable. Puede
añadir, a placer, corrientes de éter y fantasmas siderales ingrávidos. El teólogo

1 No se preocupe demasiado del teólogo (pese a que su intervención, bajo control estricto, puede dar lustre al experimento)
ya que suelen acatar los que cultivan esta disciplina el ordo creaturarum como reflejo de una voluntad superior y, por ende,
no aportan novedad alguna; incurren, a lo sumo, en alardes de interpretación.
23 ernesto de la peña

puede sugerir algunas creaturas incorpóreas para acentuar la gradación. Si son de


su gusto (y no entrañan demasiadas complicaciones de fabricación), depáreles un
lugar conveniente en el esquema.

Agite todo bien y viértalo en un atanor translúcido. 2 Póngalo a fuego lento,


mientras evoca al Doctor Iluminado y consulta los pasajes lúcidos de Arnaldo de
Vilanova. Rechace cualesquier grimorios y clavículas.

Una vez que se ha ya efectuado la levigación, repítala hasta tres veces, sin
permitir que los posibles homúnculos adventicios le hagan caer en sus trampas y se
cuelen en la estructura. Proceda siempre per viam iterationis. Cerciórese una y otra
vez del procedimiento.

Cuando se anuble vagamente la pared del atanor, dirija la substancia resultante


por el serpentín, hacia el alambique. Déjela reposar antes de una nueva cocción. La
prudente combinación de hebreo, griego y árabe suele producir buenos efectos: es
más, la fisonomía angélica puede moldearse a voluntad, según la insistencia en las
formulaciones.

Pero si usted es todavía bisoño, le sugerimos que se limite a esta sola


decantación, que es satisfactoria. Si se porfía, como consta que lo hicieron Dionisio
(aunque algunos lo tilden de falsario), Tomás y Angelus Silesius, se puede repetir la
receta innumerables veces, con lo cual se forman huestes numerosísimas y bien
configuradas. Si logra hacerlo, arregle de inmediato el encuentro de los subalternos
y su estratego natural, que sabrá distribuir honores y funciones. También ahora el
teólogo (pues los de su oficio suelen tener hondos conocimientos castrenses) puede
ser sumamente útil.

Elija una proyección medianamente moderna de su cielo (sabemos que la


Mercátor, por metódica, no deja mucho campo a la imaginación) y vaya colocando
en él los productos de su trabajo. Creemos innecesario recordarle que, para una
2 El "Ente Areopagitico Fratelli Achino e Teate, S. p. A." los fabrica y distribuye por toda Italia (sobre todo en Roma) y en
los países del llamado Tercer Mundo. Las ventas en Europa han decaído pasmosamente en fechas recientes.
las estratagemas de dios 24

distribución congruente, no está de más atender a las sugerencias del dios elegido.3

Cuando todo esté en su sitio, inyéctele electricidad para ponerlo en movimiento.


Al respecto, debemos insistir en que no se debe abusar de este fluido, porque
tenemos noticias fidedignas de algunos casos (aunque pocos, es cierto) en que el
acopio de vigor que genera produjo desorden en las filas angélicas y hasta
rebeliones de parte de quienes, por retener la estática, despidieron un brillo
excesivo.

Una ventaja que se deriva de la correcta dosificación eléctrica es que también se


echan a andar astros, planetas y nebulosas. Monte el producto terminado en un
indudable firmamento. No es fácil imaginar un espectáculo más reconfortante.

3 Hasta el momento, no hay constancia de que algún dios haya sugerido adición, cambio o substracción alguna.
La victoria de Simón mago

A Emilio Uranga.
Doctor Divinitatis

F ama tardía, no merecida, recayó en Abercio de Hierápolis: su vocación de


confesor, que originó su canonización, habría quedado sepultada en infolios
olvidados si el azar no hubiera reunido en un texto, que llegó a ser el núcleo de una
polémica definitiva, los actos tenues de su vida, las admirables levitaciones y
hechos prodigiosos de Simón, la envidia enconada de Pedro, llamado Cefas, y el
triunfo póstumo del mago.

El manuscrito que contiene la historia de los minúsculos milagros de San


Abercio, la descripción extasiada de la ciudad que le dio nombre y, sobre todo, el
laudatorio juicio moral que inspiró al ignorado hagiógrafo su lealtad a una fe
perseguida, han nutrido las crónicas de algunos historiadores de los orígenes del
cristianismo. Uno de ellos, peculiarmente mordaz, se refocila en la obligada
castidad del santo, emasculado en la infancia por un licántropo, y pondera con
ironía pertinaz su paciencia, nacida de una sordera que había llegado a la
resignación.
27 ernesto de la peña

En la discusión que tuvo por centro la obra en que se hermanan, en distante


vecindad, los Hechos de San Pedro y la Vida de San Abercio, confesor, discusión
exacerbada por la cercanía cada vez más apremiante del milenio, el oscuro cristiano
encontró tardíos adeptos que atribuyeron ese maridaje textual a los designios de la
providencia. Se inició entonces un culto a San Abercio. Otros, en cambio, más
rigurosos, deslindaron críticamente, mediante inobjetables procedimientos
filológicos, la coincidencia. El veredicto fue tajante: el famoso apócrifo Acta Petri,
que en 1999 había alcanzado una estatura mística descomunal, aparecía
tempranamente mezclado con la Vita Sancti Abercii, confessoris debido a cierta
manipulación poco escrupulosa, frecuente en tiempos no inclinados a la distinción
de fuentes.

Rescatado de la negligencia de los siglos, el santo hombre de Hierápolis suscitó


una popular jaculatoria a los varones píos de la Porciúncula y se le adjudicó una
capilla menuda en las afueras del Trastévere. El 6 de junio, día de su
conmemoración, el representante más notable del Newest Lightest Truest Rock,
Punky Glass Parsley (“Lousy Skunk” para los iniciados) tañó una composición de
incómodo homenaje: Old Pal Junky Abby (reiteraciones para veinticinco guitarras
electrónicas) y atronó las “discothèques” con un decibelaje homicida.

Pero surgió un problema mayúsculo cuando un nuevo texto abercino,


descubierto en los archivos secretos del Kremlín en un bellísimo códice miniado
con sigilo en tiempos de la iconoclasia y depositado entonces en el Preobrazhénsky
Sobor, o Catedral de la Transfiguración, mostró, ya no la refrendada colindancia de
Abercio y los Hechos de San Pedro, sino el desenlace del antagonismo del primer
pontífice y el taumaturgo de Samaria, Simón. Por su enorme trascendencia,
dejamos para el final enunciar tan tremenda revelación, que nadie objeta ahora, en
la primavera del quiliasmo.

Al final del códice, donde el latín, el griego y el viejo eslavónico eclesiástico se


enlazan, deleitándose en deformaciones, contubernios y otras violencias, aparece la
las estratagemas de dios 28

narración detenida de la muerte de Simón de Samaria, encarnación del Divino


Logos y cónyuge de Helena de Ilión, renacida para la belleza bajo el disfraz rotundo
de la Sofía imperecedera.
El pretexto que dio origen a este sesgado testimonio de la vida de los primeros
cristianos es, por igual, apologético y retórico: elogiar a contracorriente las astucias
de Simón y transcribir, con fines edificantes, los sermones de Pedro, llamado Cefas,
ungido más tarde por pilar de la poderosísima Iglesia de Occidente. Entreveradas
en las expresiones proselitistas católicas pueden leerse las palabras de confesión
involuntaria del primer pontífice. Al menos ésta es la conclusión que sacaron del
estudio del texto Serenus Merzengestein y Prophumus Cunctator, transparente
seudónimo del gran Timothy Andrae, ante el alarmado cónclave de cardenales
renuentes, celebrado en 1997.
No debe extrañar al benevolentísimo lector (la fórmula se encuentra en el terso
preámbulo al análisis esticométrico) que las conclusiones que se podrían derivar del
texto, incorrecto e inquietante en extremo, contradigan a todas luces la imagen
seráfica y algo rústica que la Iglesia Triunfante preserva del primer pastor de su
grey. La Vita Sancti Abercii confessoris, cum glossis ad cognoscendam veram vitam
Sancti Petri Apostoli Potificis Maximi Primi da continuas muestras de
contradicciones internas, fruto, sin duda, de épocas bárbaras, no eminentes por su
discrimen entre imaginación y realidad.

La Iglesia de Occidente, dechado de prudencia y consciente de cuán corruptora


puede ser la ignorancia y, peor aún, la letra a medias comprendida, retiró de la
circulación los “diskettes” del célebre documento que pretendía vender a precios
ínfimos un “samizdat” de compatriotas del nuevo papa, Fomá Fomich
Rozhdéstvensky, en ocasión del tercer año de su pastoral pontificado. Era
redundante el esfuerzo, opinaron los encargados de la comisión dictaminadora, ya
que Lino Cleto II, felizmente reinante, había logrado conciliar en muy breve tiempo
las voluntades de Oriente y Occidente y que, gracias a su celo apostólico, la paz del
espíritu era privilegio monopólico de los cristianos.
29 ernesto de la peña

A nadie inquietaba todavía la inminente llegada del milenio y las inconveniencias


y audacias semiapocalípticas del grupo “Christians Thrice Reborn” no pudieron
conmover la placidez profunda de la comunidad pancristiana. Algunos prosélitos
natos vieron en este movimiento (dirigido por un individuo que, según algunos,
poquísimos, extremosos que lo comentaron, padecía SIDA justísimamente sufrido
por su incontinencia y su indiscriminación sexual) una señal halagüeña, inequívoca,
de la segunda aparición del Paracleto. Se bautizó a estos inflamados como
“neumáticos paracletistas” y su ansia teológica figuró en los anales eclesiásticos
como “un germen renovador, por su inquebrantable fe en la Parusía y el
mesianismo verdaderos; fe que sabe extraer salvíficas conclusiones de los más
aciagos signos de los tiempos”.
La actitud de la curia siguió inalterable aun después de la publicación de las
Confesiones de San Onofre, maestro del anacoreta Pafnucio en la ciudad de Hierápolis,
en edición preparada con el original copto y las versiones al inglés, ruso, chino y
japonés. Si las revelaciones que contenía la Vida de San Abercio, confesor, con glosas
para conocer la verdadera vida de San Pedro Apóstol, Primer Pontífice Máximo (la
prohibición de su venta no impidió que algunos disquillos cayeran en manos no
idóneas) no lograron alterar, entre los católicos irreflexivos, el aspecto biográfico
del fundador, se tachó de espuria la documentación conservada en copto (el empleo
mismo del término Confesiones no concordaba con el uso del cristianismo primitivo,
que lo limitaba a quienes admitían su peligrosa condición de seguidores de la
doctrina galilea) y la intransigente cofradía Gebrüder Peters gegen die Heiden, fruto
de los desvelos del cardenal Pfingstenmesser, encabezó ciertos actos vandálicos que
acabaron pronto con la disidencia y los torpes pruritos de revisión histórica.

8
Dos años más tarde, la urgencia milenarista se apoderó del orbe católico.
Procesiones sin término de flagelantes y silenciosos llegaban a Roma, verdadera
metrópoli del espíritu, en tanto que los eclesiólogos urdían sus postreras batallas
con los teólogos de la muerte de Dios.
las estratagemas de dios 30

Estambul, la arcaica y bizantina Constantinopla, que había tolerado las


extravagancias de la iconoclasia y los excesos reivindicadores de los “Jóvenes
Turcos”, volvió a Occidente un rostro conciliador inesperado. El presidente Kemal
Ahmid Abd‘ullah, mahometano confeso y observante, proclamó ante las cámaras
de televisión, en lenguaje preciso y emotivo, que la gran mezquita, la antigua Santa
Sofía, albergaría las festividades de los rumíes (empleó la forma clásica de llamar a
los cristianos) durante los dos meses que abrazaría en su transcurso la fecha del
cambio de milenio. Turquía pudo concertar entonces algunos acuerdos comerciales
y estratégicos que le habían sido siempre escamoteados. Ciertos entusiastas
hablaron de la posible conciliación de la Biblia y el Corán y los miembros
particularmente intransigentes de Alcohólicos Anónimos comenzaron a aludir a la
abstinencia musulmana como un estímulo para los enfermos fervientes.

Moscú, la tercera Roma, venerable sede de la temeraria Moscovia, testigo


calcinado de la derrota de Napoleón, remozó sus iglesias y reunió un apresurado
sínodo para resolver, bajo la sabia tutela del arzobispo Teópsito de Kíev, la secular
separación provocada por el santo patriarca Focio. Asistieron, al frente de la
delegación romana, veinticinco cardenales doctorados en Sagrada Teología,
encabezados por el ilustrísimo Folcacchiero de’ Folcacchieri di Liguria, distinguido
especialista en herejías antitrinitarias. Su contrincante directo, el pope Prokop
Porfírievich Lomonosóvsky, le propinó algunas tesis sutiles acerca de las relaciones
hipostáticas internas, cuya resolución según la Iglesia de Occidente causó no pocos
disturbios al docto italiano.

Pero ni los acuerdos a que llegaron finalmente de’ Folcacchieri di Liguria y


Lomonosóvsky, ni el entusiasmo que provocó la conciliadora política turca,
pudieron salvar el escollo capital: la legitimidad de la prelacía de Roma. Abultados
volúmenes sobre la vida de los papas circularon (siquiera en extracto) en todo el
ámbito cristiano. El principal compilador, se decía, recibió orientaciones definitivas
de un sonriente monje que vivía en el monte Atos.
31 ernesto de la peña

Por fin, como el ánimo de concordia privaba en todos, se decidió someter a un


examen profundo la institución misma del papado. Hay quienes afirman que el
derrotero que tomó esta investigación, el escrutinio de la vida de Simón Pedro, se
debió a las instancias de una secta que se contaba por millones en todas las
Américas, los “Epifanistas de la Liberación” (apodados, con sarcasmo, los
“Epilibs”).

8
Los dos bandos principales de la Iglesia Expectante (designación que se acuñó
entonces para indicar la ansiedad quiliástica de la institución) volvieron los ojos a la
ciencia que llegó a llamarse, con cierto resabio de ironía inevitable, “simonología”.

Se hicieron tiradas gigantescas de los documentos petrinos; bajo la mirada de los


interesados quedaron unidos a los textos del Nuevo Testamento, el Evangelio, los
Hechos y el Apocalipsis de Pedro, la Prédica y diversos documentos antiguos, desde
Orígenes hasta Macario de Magnesia y Orontes Metapontino, a quien algunos
atribuyen la historia de Quo vadis? Una curiosa querella se debatió en torno a las
Homilías de Laopompo el Hesicasta, manual de predicadores y hubo ciertos agentes
provocadores que difundieron holografías de la imagen de San Pedro pintada por
León Isáurico, padre de la iconoclasia.

Un año antes del milenio, la Iglesia de Occidente había triunfado por sus
virtudes de síntesis: bajo su manto protector, como dijeron los jerarcas eclesiásticos
reunidos en un concilio ecuménico magno, quedaban amparadas todas las
creencias. La espera del quiliasmo requería únicamente de una respuesta para los
creyentes todos: cuál había sido la dignidad apostólica de Simón Pedro, llamado
Cefas.

El testimonio más amplio conocido, el Códice de la Transfiguración, como se


llamó al documento por su lugar de origen y su desconcertante conclusión, ocupó
los trabajos de los dignatarios de la Iglesia. Por su parte, las computadoras,
las estratagemas de dios 32

irreverentes y agnósticas, agotaron sus secretos: sin pudor quedaron al descubierto


las arbitrariedades sintácticas, los entrecruzamientos lingüísticos, la contextura de
las tintas, la urdimbre del relato (que se sometió al escalpelo estructuralista), las
incongruencias internas, la obsesión por ciertos giros poco elegantes, las máculas
ortográficas, para no hablar de las filiaciones filosóficas y las proclividades heréticas
del autor y sus amanuenses y comentaristas.

8
En virtud del peso moral y dogmático que tienen los hechos que presenció la
muchedumbre en el Foro Julio, circunscribimos nuestra tarea a narrarlos,
anteponiendo sólo algún pormenor imprescindible para su comprensión cabal.

Simón Pedro, apodado Cefas, llegó a Roma instigado por la fama hechicera de
Simón de Samaria. Lo acuciaba, parece, el ánimo de emulación y lo expulsaba de
Judea su concepto de la moral, pues había preferido que su hija Petronila, la
Perronelle del medievo, siguiera sufriendo de parálisis, antes que permitir que el
libre uso de sus miembros la condujese a ser motivo de tentación.

Esta impenetrable crueldad se exacerbó en la hija de un jardinero, para la que


Pedro solicita la muerte “no sea que su belleza padezca la insolencia de la carne”,
sin pensar acaso que el arrepentimiento tiene potestades salvíficas maravillosas.

(Los más agudos comentaristas se han estrellado contra un problema


aparentemente insoluble: la temporalidad del acto moral y la falta de presciencia del
hombre. Parece, en efecto, que tanto Petronila, la hija de Cefas, como la del
jardinero, fueron poseídas cuando sanó, la primera, de la parálisis, la otra de la
muerte. El autor, o autores, del Códice de la Transfiguración tachan de nefasto,
vitando, el placer humano).

8
33 ernesto de la peña

Roma, asiento de su futura basílica, fue para Pedro un pestilente lugar de engaños y
un suplicio invertido, donde sus pies hollaban la altura mientras su cabeza,
reventada de sangre, hurgaba el cieno y veía, como en una implacable alucinación,
el trastorno radical que su maestro galileo le exigió.

El Códice, amigo de meandros y digresiones, llega afanosamente al momento en


que se enfrentan Simón Pedro, llamado Cefas, y Simón de Samaria, conocido de
algunos como “poder de Satán”. Pese a múltiples atenuaciones y perífrasis, la ira de
Pedro, su envidia ante la deslumbrante pericia taumatúrgica del samaritano queda
de manifiesto: ha curado llagas, se ha transformado en diversos y contrarios
animales, dio vista a ciegos y agilidad a cojos, prestidigitación a mancos y don de
lenguas a tres mudos venidos de Tracia. Vencido, Pedro acude a la palabra:

—Si viviera en vosotros, dice a la chusma romana, la fe de Cristo, si viviera en


vosotros firmemente, os percataríais de que lo que veis, no lo percibís con los ojos,
sino a través de una luz mentida que os encubre la verdad; creéis oír con vuestros
oídos y sólo podéis escuchar las falsas palabras del falso profeta, que quiere
conduciros a la desolación, el pecado y la muerte eterna. Vuestros ojos seguirán
cerrados mientras no invoquéis el nombre de Cristo. Cuando Su gracia descienda
sobre vosotros, podréis contemplar la verdadera realidad, guardada en lo más
profundo de vuestro corazón, pues dentro de nosotros está la simiente del bien y el
germen de la vida imperecedera, que es Cristo vivo por los siglos de los siglos.
35 ernesto de la peña

El documento asienta que en ese momento hubo numerosas conversiones que se


tradujeron en reyertas y graves disensiones entre la muchedumbre, que reclamaba a
Pedro un milagro mayor que los hechos por Simón.

Cuando el desafío del discípulo de Cristo incendia la vanidad de Simón de


Samaria, reclaman sus derechos sobre él las largas noches de abstinencia
aprendiendo los setenta y siete nombres del agua, el fuego, el aire y la tierra,
repitiendo los sonidos, hoscos y sofocados, del inefable epíteto de Dios, cuando
provocaba inundaciones e incendios y los represaba con vientos que dispersaban los
embates acuáticos o taludes que se desplomaban sobre la codicia de las llamas. Vio
dentro de sí los vastos linderos de su fuerza y, sonriente, comenzó a elevarse por los
aires turbulentos de Roma. Mientras ascendía, no dejaba de enunciar los títulos
favoritos de los vientos, prometiéndoles sacrificios propiciatorios de aromas y
ungüentos.

De pronto, se rompieron los ángulos de su ascensión, torcieron el vuelo las


potencias que lo sostenían, acudiendo a un lugar distante donde las convocaba una
voz que arrojaba fórmulas irresistibles. El equilibrio aéreo que elevaba a Simón se
quebrantó irremediablemente, en tanto que Simón Cefas, desde la tierra, seguía
gritando.

Por la noche, los pocos fieles que lloraban la muerte de Simón de Samaria
llevaron sus descoyuntados restos a una tumba en las afueras de Roma.

8
Escribimos esta atropellada crónica ahora que empiezan a decaer las varias
efusiones del milenio.

El Códice de la Transfiguración sigue inflamando polémicas y suscitando sectas


inconciliables. Cerca del final (una doxología común), el autor anónimo afirma:
“Los discípulos más cercanos a Cefas, llamado Simón, son los únicos que saben
las estratagemas de dios 36

dónde enterraron al apóstol. Tal vez no quisieron difundir esta noticia para que los
hombres, que no saben entender los símbolos, no se enteren de que Simón, llamado
Pedro, que es Cefas, no es otro más que Simón de Samaria. En Roma, en el Foro
Julio, Simón dio su doble testimonio”.
Fórmula expedita
para la comprensión divina

I magínese un cuerpo que tenga simultáneamente todas las dimensiones o que


las vaya adoptando en sucesión de sí mismo, delimitado, sin estarlo, por un
número infinito de aristas que son, a su vez, hipercubos perfectos. Cada uno de
ellos, cuya sustancia es la de todos los universos posibles e imaginables y de los que
no son ni pueden concebirse, tiene series continuas de sustancias insustanciales y
no subsistentes, aunque por sí mismas subsisten, mientras se están creando y
destruyendo en una infinidad de momentos de duración irrestricta, que es igual a
menos cero. Los cubos metapiramidales de todas las esencias superesenciales
forman círculos precisos cuyo centro es la periferia de una esfera hecha de esferas,
que gira a una velocidad que, estando quieta, es el producto de la sumación
continuamente repetida de la luz que de sí arroja, siendo la más impenetrable
oscuridad.
39 ernesto de la peña

Pero este cuerpo no es un cuerpo, sino una simple determinación de todas las
posibilidades y una fuga constante y eterna de la imposibilidad total hacia su
negación afirmativa. Es una idea en la que se anulan y aniquilan todos los
conceptos, vencidos por su irracionalidad. En esta determinación indeterminada
convergen todos los instantes que han sido y que, al haber dejado de ser, forman la
opacidad de una transparencia de la que se forma el tiempo divino, que no es
ninguno de ellos y los comprende a todos, porque su eterno durar les confiere un
ámbito para que se eternicen en su muerte, aunque nunca nacieron.

Al contemplarse en su duración, hecha de todas, se contrae y este encogimiento,


que resume todos los sitios vivientes y los que, al no existir, añaden una masa sin
ponderación a la incomparable ligereza de su peso insoportable, produce su
verdadero ser temporal, que es más fugaz que un chispazo subatómico.

No es tampoco difícil conocer sus virtudes y quehaceres, pues está hecho de la


afirmación eternamente negada de su inexistencia y subsiste en la comisión de
relaciones que jamás tienen referente, por estar desde siempre y sin cesar en la
vinculación moral inseparable de todas las transgresiones. Las heridas, cuya sangre
mana hacia atrás y se descoagula en el momento mismo en que su coagulación se
petrifica, no han sucedido, y el momento, que no ha transcurrido en su transcurso
mismo, en que fueron infligidas y manaron, no existe en su proyección hacia la
parte exterior de su interioridad. La desmesura en que entra el equilibrio absoluto
lo convierte en la más moderada exageración. Las transgresiones que comete son la
forma ejemplar de la virtud perfecta y la contraposición de sus efectos es la ilusión
más dolorosa de los sentidos, que se manifiesta en el placer ilimitado, que ve su
muerte infinitamente repetida en el desgarramiento de su propia inexistencia para
abrir la vida perdurable.

En esos círculos cuya circunferencia cuadrática es su centro excéntrico y cuyas


aristas sin borde son sede de hiperpoliedros donde la rigidez rectilínea forma un
espacio de rotunda curvatura, el mayor vacío es la plenitud del ser, que tiene una
las estratagemas de dios 40

compacidad insoportable en su delicuescencia que lo hace más difumado que el


espesor aéreo de un suspiro y de tajos más firmes que el sable del musulmán. El ir y
venir continuos de esta nada que es la ulterior posibilidad cierta de que sea todo lo
que es y no haya sido jamás lo que está dejando de ser en plena floración de su
existencia innegable, forman, al negarlos, todos los lugares y momentos del
universo, pero no son ninguno de ellos, aunque se alojen en la víscera capital de su
existencia.

Todo lo anterior es falso por la verdad radical que lo asiste, pero que niega su
mentira en la misma afirmación de que es la contraposición sin contrarios.
El viaje estival
del doctor Fausto

S e ignora cómo llegó el doctor Fausto al confín meridional del Mar de la Sal.
Las crónicas viejas consignan la fecha de su partida de la Selva Negra y,
aunque hay discrepancias de fuentes e interpretaciones, se sabe que debió de
ocurrir hacia fines de julio o mediados de agosto. Sorprende que su llegada a ese
paisaje ferviente e inhóspito coincida con el día en que abandonó Alemania. El
error posible se reduce virtualmente a cero cuando se analizan los anales judíos,
puntillosos hasta la indiscreción y azorados ante la desmesura del proyecto de
Fausto. Se sabe también que levantó sus tiendas en la antigua Edom y que podían
verse sus altivas banderolas, estremecidas por los frecuentes rugidos del paraje.

Amigos de los símbolos, los judíos aplicaron las reglas del notaricón y fraguaron
sectas enemigas: afirmaban unos que la presencia juvenil del sabio en aquellos
lugares demostraba la verdad cabal del Adam Qadmón, en tanto que otros, más
cercanos a la literalidad del Tanaj, invocaban el Génesis, o Libro en el principio, y
desgranaban de nuevo la sabiduría de Salomón y de Shimeón bar Yoqay.
las estratagemas de dios 42

Los infolios germanos hablan con insistencia de la Lufftkunst fáustica y dos o


tres bibliotecas apagadas conservan sendos ejemplares de los grabados que el tercer
Holbein, der Jüngste, hizo de esta aventura aérea.

Porque se habla, claro está, de una traslación por aire, pues no puede explicarse
de otra forma el acoplamiento de las fechas. No debe olvidarse, sin embargo, a los
adeptos que sustentan que, dada la indisputable sapiencia del doctor y sus jugosos
tratos con los poderes de las tinieblas, hubo varias horas de ubicuidad verdadera.
En su pintoresco lenguaje las califican de synchroniae cum tempore communi,
siguiendo con deleite el afán pleonástico de nuestros antepasados.

Es más, consta que el Laureatus Physicarum Scientiarum Athanasius Zeitleer


llegó a construir, para demostrarlo, un ingenioso aparato que, usando la trasmisión
directa de la corriente de éter y una aplicación específica del flogisto, puede resonar
simultáneamente en Heidelberg (lugar de origen del agudo experimentador) y en el
castillo de Vlad Tsepes, en los Cárpatos.

Una tribu furtiva de edomitas conserva las ferradas botas del doctor: sus
miembros las temen porque en las noches de mayor oscuridad pasean con soltura a
dos codos del suelo y dan muestras de agitación e impaciencia. Hay quienes
piensan que con ellas sólo pueden calzarse las pezuñas hendidas de Satán.

8
Sólo por afán de orden y requisito de método, asentaremos ahora cuál fue el motivo
del viaje: el sabio doctor buscaba fluidos esenciales, éteres de vida y sustancias
motoras; pero, por encima de todo, su ambición más apremiante, esto es bien
sabido de todos, era, como los árboles del Paraíso, doble y tremenda. Nutrido de
todas las filosofías, ahíto de teología y matemáticas, maestro consumado en
exégesis y alquimia, la pezuñosa habilidad de Megistofelés le entregó el dulzor
efímero y engañoso del amor.
43 ernesto de la peña

Deseoso de escapar a la curiosidad ignorante de todos, el prestigioso mago, hijo


de la Sibila, dio señales de muerte en una posada cercana a Worms, colmando así
de felicidad a Johannes Schwarzerd, apodado Melanchthon por su propia vanagloria,
que envidiaba su ciencia e imitaba sus obras taumatúrgicas. A llamado de este
erudito, que lo seguía con fidelidad ensañada, los corchetes encontraron a Fausto
con la cabeza vuelta hacia la espalda, la lengua saliendo seis palmos de los cárdenos
labios y un as de espadas entre los dedos engarrotados y cubiertos de pelambre.

A partir de entonces, tras asistir regocijado a su entierro, encubierto bajo el


testuz supino de un mulo, el iluminado maestro pudo retirarse a una gruta, mudar
de ropaje corporal y buscar la revelación.

Apenas llegado a su retiro, abrió las semíticas tapas de una Biblia y buscó
indicios durante interminables noches siderales y días bochornosos.

Al fin, muchas estaciones más tarde, cuando habían mudado reyes y arzobispos,
abjurado papas y místicos y el mundo se había engrandecido con la aventura
ultramarina, entendió el pasaje, tantas veces manido...

8
Con los ojos entrecerrados, la mente fija en lo que veía, el tenaz doctor examinó la
costa: la invadían mesuradas olas cuyo chasquido afelpado, lento, indicaba el peso
que portaban. Un olor sulfuroso le hacía recordar sus primeras experiencias en el
atanor, los fuelles, los alambiques y los grimorios. Irrumpieron en su memoria los
nombres y atributos de las potencias sigilosas; se incendió nuevamente el árbol
calcinado que comunica el cielo con la tierra, otra vez oyó el canto brusco y rápido
de las Sirenas y sintió el aleteo de sus alas quirópteras y la urgencia de su lascivia
letal. Trazó en el aire espeso los signos del poder y echó a andar, resuelto, hacia el
grupo de estatuas salinas que los visitantes llaman “esposas de Lot”.

8
las estratagemas de dios 44

La noche parecía no tocar las columnas azufrosas: se agolpaba en torno de ellas y su


espesor hacía que los pilares blanquecinos brillaran con luz diluida. Sinuosos,
erguidos, cristalizados, remedaban lo humano con sus contorsiones minerales. Las
aristas dividían los rayos de la luna y los lanzaban como alfileres a los ojos de
Fausto. Así tuvo la primera visión... pero su rapidez lo hizo dudar. Se acercó a las
columnas musitando viejos conjuros, recordando el pasaje bíblico, procurando
entender la verdad que encerraba.
Una sola figura contenía la tortuosa revelación. No podía saber qué indicios
externos tendría... quizás al rozarla sentiría una queja dichosa, oiría un susurro de
placer, vería al trasluz los ojos detenidos en el incendio y la ira.
Avanzó en medio de ellas, deteniéndose a veces para apresar el prodigio,
mientras alternaba invocaciones y exorcismos. Se aterraba al ver que las hileras
inmóviles se multiplicaban y volvía sobre sus pasos cuando una chispa más
renuente a la extinción abría las puertas posibles…

El viento comenzó a arremolinarse; se levantaron las olas costaneras y las nubes


remedaron perfiles en la oquedad de las tinieblas. Fausto volvió la cabeza a todas
partes, creyendo percibir en las columnas el castigado gesto de la huida.

Se reprochó no haber pensado en eso: la misma sencillez insultaba a la


inteligencia: una sola mostraba la parte superior violentamente torcida; una sola
tenía casi demolida la cabeza por la fuerza del acoso divino. Las otras tendían sus
estériles ramas de sal hacia la altura. Esa única, agresora y altiva, guardaba cierta
gracia en su estatura ardida.

Trazó en torno de ella los diseños precisos. La inquietud del silencio le dijo que
no se había equivocado. Sostuvo en la siniestra la tela, urdida de cinabrio y
antimonio. Con el mínimo martillo de forma saturnina dio un golpe firme en el
cuenco volcado de los ojos. Creyó oír, formada del silencio, una insinuación de
lujuria. Recogió los cristales con premura. La red que los contuvo pesaba
insoportablemente cuando la puso sobre su cabeza.
45 ernesto de la peña

Cierto ardor anunció la cercanía; por los lagrimales de Fausto entró un vapor
insulso. Con las pupilas fijas, colocó sobre la lengua un cristal: pesaba y se movía.
La saliva lo cercó de humedad: hirvió un momento y se fue garganta abajo.

8
Cuando la tuvo enfrente, desnuda y calcinada, serena, cómplice, Fausto habló:

—En ti sólo advertía la desobediencia que desencadena la cólera del Shadday, la


curiosidad obtusa, el conato de infidelidad, el deseo de la hembra por la hembra. Te
acusaban los nombres malditos, Sodoma, Gomorra. Volví a ti cuando se quebraron
los caminos. He muerto para los demás, porque de la desaparición de mi cuerpo
nacía mi posible saber. Al volver la cabeza, no te negabas al Señor: te colmaba el
apremio del conocimiento. Tu muerte fue exterior; desde entonces, gozosa en tu
sustancia, resumes el universo en tu cáscara de sal. De tus ojos, vueltos hacia
adentro, nace la sabiduría.

Y entonces Fausto fue todas las cosas: la savia y la plaga, el tornado, la nieve, el
crimen tramado en una calle solitaria, la estrella que se arde y la catarata, la historia
y los peligrosos nombres del futuro.

Y conoció también el nombre de la mujer de Lot que, al volver la mirada a las


ciudades condenadas, buscaba, con su muerte, el saber, cuando los celos de Dios la
coagularon para siempre.

8
Fausto volvió sereno de su viaje estival.
Anselmo,
inventor de hoyos negros

E n la vida monástica de Anselmo combatieron con empecinamiento la santa


obediencia y la meditación. Cuando cumplió cuarenta años (veintiséis
conventuales), las visiones proféticas habían cesado: las había sustituido la prisa del
conocimiento. La fama de santidad que empezaba a cercarlo era cada día más
incómoda: le exigía curaciones y fuegos artificiales, lenidad con la transgresión y
olvido de la entereza moral. El perdón no figuraba en sus voces cristianas, ocupadas
en entonar un sistema perfecto de fórmulas que definieran el rostro de Dios. La
extensión indeterminada lo atrajo primero: sus manos geométricas pretendieron
medir la configuración divina, hecha toda de silencios y oquedades. Pero Anselmo
era riguroso y severo y sus ángulos mudos y sus arcos y segmentos vacíos eran
materia diluida e hipótesis construidas en espacios tangibles.

Calló largos libros: dejó que el tiempo devanara el misterio y se inclinó a la


espera.
las estratagemas de dios 48

8
Cuando llegó la misiva papal, se rebeló. Repugnaba a sus costumbres emprender
una marcha por los campos abrumados bajo el peso del sol, pernoctar en hostales
de clientela soez y, cuando tantas jornadas estuvieran acabando con su escaso vigor
y su ardida paciencia, bogar hacia Britania, habitada por bárbaros de lengua
entrecortada e insolente promiscuidad.

Tres días faltaban para el viaje perentorio, tres noches para orientar sus
cavilaciones. Cuando entró en la celda, después de maitines, había tomado una
resolución inteligente: su amigo Tomás se encargaría de su legación. Tomás, en
efecto, había mostrado siempre una mundana inclinación por las misiones y sabía
predicar, esgrimiendo sutilezas retóricas y deslumbrantes argumentos teológicos.

Él, en cambio, prefería pasar solitario las tardes, alejado del convento,
caminando en el huerto, sumido en la meditación que le quitaba el sueño. Sus
noches, enturbiadas por fantasmas insomnes y reflexiones asfixiantes, lo dejaban
postrado, con los ojos velados de preguntas. Así purgaba sus lapsos y engrandecía
su deuda con Dios, acreedor de proverbial largueza, que le permitía observar su
mezquina pequeñez frente a la fábrica rotunda del cosmos.

No le costó esfuerzo convencer a Tomás, que se colmó de vanidad ante la


posibilidad de catequizar paganos y convertirse en apóstol in partibus infidelium.

El monje disculpó ante sus escrúpulos la suplantación, diciéndose que Tomás


estaba más habituado que él a la predicación y a las artes suasorias.

Tomás partió a Britania. En su séquito, como humilde hermano menor,


marchaba Anselmo, que juzgó el viaje un castigo proporcional a su desobediencia.

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49 ernesto de la peña

En las costas de Dover, Anselmo aprendió el combate del agua con la tierra, que
sale vencida por las artes del tiempo y la constancia. Todos los días bajaba a la playa
y recogía crustáceos, conchas desertadas por sus habitantes y piedras que
guardaban en su humedad pulida el recuerdo del mar. Había levantado un cobertizo
al lado de las olas, después de que Tomás se marchó a Londres a cumplir su misión;
lo iba llenando cotidianamente de objetos que confirmaban la variedad de lo creado
y daban pábulo a su admiración. A un cuarto siguió otro y luego otro y al cabo de
los años, cuando la iluminación llegó a Anselmo, su eremitorio tenía el aspecto de
un museo pequeño, atestado de creaturas varias. Su ánimo clasificador y su prurito
de observarlo todo, asignándole algún lugar específico en la inmensa composición,
habían llenado los aposentos de anaqueles y mesas cargadas de hojas, líquenes,
piedras y objetos pugnaces que el mar devolvía a la costa, testigos de las guerras de
otros tiempos.

Anselmo llevaba un diario de sus estudios y una puntual memoria de sus


meditaciones. Cada vez más absorto en su cavilación, el monje fue dejando sus
expediciones para emprender la mirada que lanzaba a los cielos o que recorría, con
los párpados bajos, los renuentes repliegues de sí mismo.

Dejó los rezos conventuales, fue desaprendiendo las horas litúrgicas y abrió cada
día menos devocionarios y misales. El alfabeto de los astros iba enlazando su
precisa escritura frente a la curiosidad de Anselmo. Los símbolos empezaron su
abstrusa letanía y fueron revelando su indispensable contextura. Anselmo,
transfigurado en la revelación, se adentraba en las cámaras celestes.

Un día, mientras caminaba al lado de un arroyo, cayó una hoja en el agua. Por
enésima vez el cíngulo exterior bogó, alejándose del centro. Anselmo, simbólico,
interpretó el prodigio olvidado:

—Así las creaturas, se dijo, parten en su existencia de un lugar central que les da
nacimiento y cuyo origen está afuera, lejano de ellas, como el árbol, que las nutrió
de savia. Por un azar o una ley deliberada de rigores que no me es dado penetrar, el
las estratagemas de dios 50

agua forma un punto, manantial del nacimiento de los seres. Y debo entenderme
bien, agua es traslación sola, metáfora, flatus vocis, es la suma continua de
sustancias compactas y dúctiles, espesas y volátiles, de la máquina del universo. De
allí, pues, parten las olas, haciéndose siempre más ralas, menos perceptibles
mientras más lejanas estén de su matriz. Ésta es la escala de los seres.

Y levantó sus voces inaudibles para elogiar al Señor, que nos da inteligencia para
escudriñar los rastros que se esconden bajo la apariencia banal del suceder de todos
los días.

Estos pensamientos no lo abandonaron más. Veía proporciones, espesores y


distancias e ideaba una ciencia que midiera la sutileza para atribuir su sitio a cada
cosa. Fraguó un prolijo tratado de densidades ontológicas... y comenzó a escribirlo.

“Hay un lugar externo, intemporal y no sujeto a previsión alguna (y hablo de


espacio, tiempo y reflexión cavilativa), que alberga a un ser cuya compacidad
guarda en su seno, por igual, la posibilidad de lo que escribo y los anatemas del
papa, el amor de la Iglesia a Cristo, su amante pastor, y los secretos del porvenir. Y
lo llamo lugar para no decir Dios, término que los antiguos desgastaron para sus
fingidas fábulas. Pero en él se resumen, como en la gota de rocío, la esencia toda de
las tempestades, las intenciones del creador y el color de un insecto miserable, las
leyes de la reproducción y los caprichos de una cortesana”.

“No se acerca a nosotros, porque su exceso nos aniquilaría. Ni siquiera nos ve,
pues su mirada es deletérea y corrosiva. ¡Mantente lejos, rex tremendae maiestatis!”

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Muchos esfuerzos le costó el aparato. Innumerables desvelos rutinarios para
ponerlo a prueba hasta que, finalmente, un día ya estaba allí, diminuto, alerta. Lo
acercó a su mano y el objeto emitió una luz, cárdena primero, amarilla más tarde,
hasta volverse roja cuando lo mantuvo apoyado en la palma.
51 ernesto de la peña

Anselmo aprendió a adicionar, mitigar, acendrar las luminosidades. Si quería


mensurar la rigidez de una piedra, la aproximaba al objeto y veía las pulsaciones
luminosas que viajaban vertiginosamente hacia un severo azul ultramarino de
destellos perlados. Cuando le hacía percibir la presencia de un jardín, aleteaban sus
brillos hacia un blanco plural, arborescente, que producía inquietudes en la
constancia de la luz.

Anselmo, en sonoro latín, escribía sus asombros.

Pronto descubrió que, en las noches, el objeto se replegaba, como que se ceñía a
sí mismo y mostraba zozobra. Decidió dejarlo en el brocal del pozo, expuesto al
asedio estelar.

Al día siguiente, cuando lo tomó en sus manos, las gotas multicolores que se le
escaparon le dieron clara idea de la soledad de las cosas.

Observó en particular una, un poco más rígida que las demás, como si la película
que la cubría fuera de aplacado azogue. La larga costumbre de mirar le hizo posible
penetrar en la sigilosa materia: las sienes le golpearon, sintió que toda la sangre se
congregaba en la garganta y tuvo miedo.

Apuntó el objeto a los rumbos zodiacales: la luminosidad mostró congruencia


con lo que Anselmo había previsto: notó que el objeto, como si vibrara sólo para
quedarse quieto, tendía hacia un sitio determinado. Lo hizo girar en esa dirección,
venciendo el ardor que le dejaba en las manos. El objeto palpitó, decreció de
tamaño y Anselmo apenas pudo separar la mano, aferrada dolidamente a una fuerza
que tiraba hacia adentro. El objeto cobró el fuego de algo profético; luego, se
rompió.

Anselmo miró con fijeza el punto que señalaba el objeto en su agonía;


comprendió y dejó de temer.

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las estratagemas de dios 52

Dos tradiciones textuales consignan los hechos. La de Marsilio de Verona, quizás


menos creíble, pero más poética, y la del beato Juan de Exeter, escueta y acaso
irónica.

Marsilio afirma que, tras la ruptura del objeto que se colmaba de imágenes,
Anselmo recibió la revelación y quedó literalmente absorto en ella. Hay aquí un
posible juego de palabras, ingenuo y socarrón a un tiempo, pues el iluminado monje
(así lo sugiere una escuela de exégesis, entusiasta y extremosa) no volvió a
comprender el mundo cotidiano, abstraído en su navegación divina.

Otros, con fervor más intransigente, dicen que del texto se puede colegir que
Anselmo partió hacia la fuente, grávida y bienaventurada, de su descubrimiento.
Unas huellas borrosas, como de pie indeciso, señalan, atónitas, el sitio de donde
partió.

El cronista sajón de estos hechos atisba la posibilidad de una interpolación. Las


lagunas que había en el original, oculto o perdido, permitieron intercalaciones y
abominables prácticas de amputación. El beato de Exeter comenta que la tradición,
fabula narrat, deja al iluminado en el punto en que, sin habla ya, quedó ausente.

Un fragmento hagiográfico encontrado en Nag Hamadí es más inverosímil


todavía: dice que Anselmo, tras la fractura del objeto prodigioso e incómodo oró en
la noche oscura de Inglaterra, volvió los ojos, enconados de ansia de conocimiento,
hacia el lugar que el objeto apetecía, y emprendió su fuga sideral.

Los apuntes, sumarios, inconexos, que la abadía de St. Alban's conserva,


contienen apenas insinuaciones de lo que sucedió: hablan de la compacidad divina,
como es previsible, y de la necesidad de que se manifieste físicamente en algún
espacio del universo.

La parte más confusa afirma que Anselmo ha encontrado, para su desconcierto,


varios lugares en el cielo cuya gravidez y concentración lo absorben todo.
53 ernesto de la peña

Sólo son elocuentes, en su tremenda brevedad, cuatro palabras escritas al final,


quizá por el propio Anselmo: Deus pondus, caligo summa.

En opinión de casi todos los especialistas, este texto es espurio.


Viaje invernal de Johannes
Faustus Masskil

La serenidad asigna a cada cosa su justo valor,


en tanto que las pasiones van exaltando
solamente lo que es objeto de su apetencia.
Doctor Johannes Faustus Masskil

T ras su viaje al rincón tormentoso del Mar de la Sal, el doctor Fausto,


encubierto bajo el prestigio de otro nombre, no controvertido, se había
establecido en París.

Antes de hacerlo, había vivido en Worms, en Eisenach, en Düsseldorf y en


Maguncia, pero la vieja costumbre de la lengua materna le hacía temer delatarse y
su anterior reputación no era congruente con sus propósitos nuevos. Lo presidía
ahora una serenidad envidiable, hija de su saber y de su triunfo en las orillas del
lago maldito. A pesar de ello, hombre al fin, eligió a la vetusta Lutecia para revivir
allí las fulminaciones lanzadas contra los averroístas, la tragedia emasculada de
Pedro Abelardo y la pugnaz existencia de Sigerio de Brabante.

Instalado en una casa que unía las ventajas de la comodidad cotidiana a la


amplitud necesaria para alojar biblioteca, aparatos y otros juguetes adultos, dedicó
horas sin término a disfrutar de la vida y la sabiduría. No sólo hizo expediciones
amorosas, sino que acumuló el saber enológico y gastronómico de Europa y Oriente
en su cava y sus mesas generosas.
las estratagemas de dios 56

Acudieron a él, con la premura solapada de todo convidado, mujeres de belleza


irrefutable y talante desigual, sabios que se pasmaban ante la inagotable memoria y
la diserta inteligencia del maestro, políticos que observaban sus virtudes de
administrador y sus dotes de conciliación, usureros que imitaban su genio
crematístico y gente menuda, gente a secas, que deparaba a Fausto, llamado ahora
Johannes Masskil (el iluminado), las mejores horas de compañía.

En la parte trasera de la casa había reunido, con un orden hasta entonces no


frecuentado, los instrumentos indispensables para su futura tarea, los libros más
amados y las sustancias del obraje.

Se alternaban en su ánimo pereza y diligencia, como si degustase en la lengua la


pulpa del fruto mentido de la serpiente del Edén y diluyera ese sabor la urgencia de
la segunda, ignorada fruta.

Su nombre dio indicios a los cabalistas: no que adivinaran que tras él se pudiese
esconder el calumniado doctor, muerto quizá doscientos años atrás, sino que su
sentido inequívoco los instaba a entablar cercanías saludables para la iluminación,
siempre tan deseada y elusiva.

Por eso no era raro, dada la complacencia de Johannes Masskil, que los más
enjundiosos sabios y los pacientes comentaristas de la Biblia se instalaran en su
morada, usándola como liza para sus argucias y sus inagotables discusiones y
distingos.

Masskil (vacilo en cómo llamarlo) presenciaba con indulgencia las disputas,


azuzaba a unos contra otros y cuando decidía que el tiempo era llegado, derrotaba a
todos con su invencible sapiencia arameica, etíope, siriaca, árabe y hebrea. Llenos
de apabullado pasmo, los barbados doctores se retiraban del pabellón de la ciencia y
masticaban, de camino a casa, los difumados argumentos y las tesis a medias
capturadas.
57 ernesto de la peña

Para no desasirse de su raigambre occidental (acaso ahora sí convenga que lo


llame nuevamente Fausto) exploraba las lenidades de los sabios franceses y
germanos al sentarlos a su mesa y confiaba a la música de cámara la digestión
meliflua de sus contertulios.

Algunas veces planteaba, mientras ponían el sorbete frente a sus invitados, la


incandescente cuestión de los contingentes futuribles o los momentos más arduos
del intelecto agente y, al observar la sonrisa de tolerancia de los avanzados, hacía
una inflamada demostración que reducía la geometría analítica (y todo el sistema
del respetable señor Cartesio) a una forma hipócrita del nominalismo. No era
excepcional que los maestros sorbónicos expresaran después sus dudas
antimodernistas en la cátedra y que propendieran a los desmanes del profesor de
Malebranche o a las perezosas bondades del sieur de Leibniz.

8
Pero el tiempo, consecuente con su esencia, seguía transcurriendo y una tarde
desapacible y neblinosa Johannes Faustus Masskil decidió iniciar el obraje.

Encerrado en su laboratorio refrendó las fórmulas, salmodió los conjuros y con


geométrica precisión trazó los ensalmos epitropaicos. Con trémulo respeto tomó
del estante la redoma que contenía los gránulos azufrosos, cuyo trasluz producía
terror y regocijo maridados, la puso sobre el vértice abierto del pentágono, extrajo
la materia y depositó los granos en el matraz, preparado con elixir de algalia, kohl
masculino, resabio de heliotropo de Bizancio, agárico volátil y cornezuelo de
abedul. Las formulaciones, al fin y al cabo venidas de tiempos más despaciosos,
acuciaban su paciencia.

El goteo tardó largas horas, el cuello del alambique amenazó obturarse por el
inevitable nigror, pero el azufre, tomado ya del fuego de la cocción, se fue
volatilizando hasta lograr que, en el atanor, los gemelos pasaran por la estrechez y
pusieran el pie en la amapola de mil pétalos. En la retorta fulguró el consabido
las estratagemas de dios 58

vapor amarillento, que se fue trocando en contornos diluidos, untura de negro en


las paredes del recipiente, rumores de ebullición y, finalmente, evanescencia,
reposo, compacidad y configuración. Dos sílabas hebreas remataron el obraje. Una
figurilla, enteca y malhumorada, venía a servir.

8
Es de suponer que cualquier homúnculo que tenga el indispensable sentido de las
categorías del ser deba sentirse postergado al acatar sin demora las órdenes del
amo, aunque se trate de un erudito egregio como el doctor Masskil. Pero el mundo
intermedio tiene leyes inexorables y las desobediencias se castigan con una sevicia
impensable hasta entre los más aviesos y rebajados especímenes del género
humano. Por ende, el azufroso Knecht, como se empeñó en llamarlo su señor, pese
a las vitriólicas protestas del infortunado, se encargó de todos los menesteres
cotidianos y burló a los servidores, que no se percataron de que en la carne indecisa
del homúnculo triunfaban las astucias imitativas de la alquimia.

El orden que el hombrecillo instituyó en la residencia de Masskil fue admirable y


sin tacha. La función capital, secreta, para la que había sido convocado en el obraje
era indispensable para los designios estudiosos del amo: suplirlo, hacer sus veces
con la habilidad inmejorable de la perfecta copia corporal, desde los menudos
filamentos del pelo hasta las sutilezas del gesto, sin olvidar la información
universal, las preferencias femeninas y las veleidades de la risa y el ceño.

Mediante el homúnculo, Masskil registraba los vaivenes de la política, las


escalas del gusto y las revelaciones de las artes. Su alter ego le era tan necesario
como él mismo y esta especie de segunda naturaleza (cuya verdad última,
membranosa y translúcida, poco decía de su infinita posibilidad mimética) venía a
aprovechar el tiempo que le faltaba para su vida doble, bifurcada en dos empresas
inconciliables.
59 ernesto de la peña

8
Resueltos así sus apremios inmediatos, Masskil reanudó su exégesis y puso a
prueba su ciencia: volvió a soñar los sueños inveterados de los hombres: regresaron
por sus fueros los arquetipos y las fuerzas primigenias de la naturaleza lo
invadieron. Con el saber simultáneo, Masskil percibía con pareja nitidez el trabajo
minucioso de los microrganismos en su sistema digestivo, la contextura del aire
impalpable en los alvéolos de sus pulmones, las proezas de correlación fisiológica
de cerebro y órganos comandados y la múltiple gestación de las sensaciones.

Sumergirse en sí mismo era retornar a la placenta inicial, a la materia informe


que se va llenando de funciones y especialidades, entonar de nuevo el grito
inaugural del primer hombre, recuperar el asombro del descubrimiento, sentir la
prisa mineral de la tierra y el soplo gélido del espacio deshabitado.

Incendio y lumbre que lo fomenta, inundación por el agua primordial, vuelo del
primer pájaro que sintió la curvatura de las rutas aéreas, teoría del universo
cristalino que implanta la nieve, Fausto padeció simultáneamente polos y magma,
muerte y profanación, nacimiento y cuchillada, revelación y ocultamiento.

Hombre todavía, no se habituaba a la ausencia absoluta de secretos y medía sus


fuerzas, multiplicadas más allá de lo imaginable por la naturaleza dominada, con la
marea más alta de sus deseos, y lo agobiaba la zozobra y lo quebraba la
incertidumbre. Conocedor de todo, el tiempo no se había rendido y guardaba en
sus cámaras volátiles, todas ellas huidizas e inconstantes, el sino de su empresa.

Con amargura dirimió que le había sido concedida la sabiduría total de lo


transcurrido, el secreto de lo descubierto, la captura y solución de todo lo pretérito
y la efímera consciencia simultánea del efímero presente, pero que no podía
atravesar las aguas del futuro. La previsión de las regularidades, la reiteración, le
permitían formular hipótesis probables, repeticiones factibles, pero corroboró, con
rebeldía, que la presciencia era coto de otro, de algo en otro lugar, y que estaba
las estratagemas de dios 60

vedada para el hombre. Supo que en esta especie de gozne desajustado o de


movimiento inverso que detiene a la flecha en el aire y le impide por igual caer y
avanzar, estribaba su permanente condición humana. Sus visiones y su euforia al
sentir que podía llegar a ser todas las cosas y verlas desde adentro, ocupar todos los
instantes e ir captando cómo roen las entrañas de lo real, eran, a fin de cuentas, algo
cercano a la falacia más cruel.

Pese a todo, tras apurar este brebaje desilusionado, determinó que su empresa
culminaría en el buen éxito de su prolongación eterna en la vida.

Había soñado irreflexivamente en su propia eternidad, omitiendo que su


nacimiento era una fecha coagulada en la historia. Recordó las angustiadas teorías
árabes del ázal y el ábad, la infinitud hacia atrás y hacia adelante, lo sempiterno y lo
incesante, el arraigo que olvidó sus orígenes, enclavado en la materia del universo,
y la perpetuación como éxtasis de la experiencia.

Repasó en el recuerdo los viejos sistemas, volvió a palpar la reciedumbre del


motor inmóvil, repudió la náusea vertiginosa de los implacables ciclos hindúes:
nada que se agosta en la macicez del ser, ser que se despeña por los muros
resbaladizos de la nada, el vacío primordial, el hueco cósmico, el alarido que da la
sustancia al rebotar en el espacio asombrado que va creando, urgencia de la
materia, caducidad de la prisa, espacio yerto que se contrae en la negación de sí
mismo, pulso congestionado que hincha y desalienta el desenfreno, catástrofes que
se derrumban en la imagen especular que las reitera; valles, crestas, hondanadas del
universo, habitadas por oquedades, galerías, túneles que no llevan,
tenebrosamente, a ninguna parte, densidades insufribles, luces curvadas, pesos
insoportables, ligerezas que el éter envidiaría, cosmos antagónicos, mundos
paralelos, antimateria, sosias hipertrofiados en n dimensiones, dentro que es
afuera, parte mayor que el todo, orden riguroso regido por el azar desorbitado…

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61 ernesto de la peña

Johannes Faustus Masskil, dicen las crónicas, encontró la ruta que lleva a la entraña
eterna de las cosas. Hay quienes lo suponen todavía viviente, convertido en el
viento sideral o arrastrado en el flujo de la luz.

En algún lugar de Alemania, habitado por marineros y urdidores de redes, una


estrella particularmente constante en ese ámbito del cielo lleva su nombre: los
lugareños le atribuyen milagros transoceánicos de travesías impertérritas. Quien se
ayunte al fulgor de la estrella, opinan otros, procreará hijos de sabiduría
inexpugnable y empecinado rechazo a las supersticiones. Dos ancianos marinos de
la comarca aseveran que un fósil inexplicable que guarda la alcaldía es producto del
reflejo estelar, caído en un estanque fértil.

Una rama herética de los parsis, avecindada en el recodo septentrional del lago
Balaton, cuida una llama invisible, transparente, cuya voracidad sólo se percibe
cuando engulle, en las álgidas noches del invierno húngaro, los seis carneros
propiciatorios que los ribereños le destinan para que arda los vientos asesinos que
hacen zozobrar barcos y canoas. Tras seis crepúsculos de inmolación, sacan el
recipiente de metal invencible que sustenta a la flama, cuyo nombre es Masskil
Faust, y lo ponen bajo los árboles más altos: las hojas y las ramas superiores
cambian instantáneamente al rojo blanco y se volatilizan, fulminadas. La
supervivencia de Fausto queda así asegurada.

Ignoramos si el doctor Fausto optó por una de estas formas insólitas de


pervivencia. Sólo nos queda decir que un viejo texto, de tinta indecisa y grafía
indudablemente fáustica, termina con estas penetrantes palabras: “... haber
vagado... (¿no?) me avine a la repetición y la rutina, que son la esencia íntima de
todo”.
las estratagemas de dios 62

En París, sobre la ribera izquierda del Sena, una placa gótica, casi vencida por el
embate de la intemperie, anuncia la última morada del doctor. En su interior, en un
cuarto habitado solamente por un camastro de hierro, un libro de páginas vacías y
una mancha sombría en el piso, un hueco calcinado marca el impacto de la bala que
mató al suicida.
Índice

Apólogo.............................................................................................................6
El único y su propiedad...................................................................................15
Receta para la confección de ángeles.................................................................22
La victoria de Simón mago...............................................................................26
Fórmula expedita para la comprensión divina..................................................38
El viaje estival del doctor Fausto.......................................................................41
Anselmo, inventor de hoyos negros..................................................................47
Viaje invernal de Johannes Faustus Masskil......................................................55

versión digital por


baumpir

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