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10/3/2018 CVC. La tradición de las rupturas.

rupturas. «Las babas del diablo» de Julio Cortázar como la ruptura de la interpretación al traspasar sus límites.

«Las babas del diablo» de Julio


Cortázar como la ruptura de la
interpretación al traspasar sus
límites
Por Zsuzsanna Dobák-Szalai
Universidad Eötvös Loránd

Interpretar el cuento cortazariano «Las babas del diablo» como una obra sobre el acto de la interpretación no es
novedoso. Por eso, el presente trabajo tiene dos ejes principales que se complementan mutuamente: uno es el
eje creación-traducción-interpretación, y el otro el eje dual obra abierta-obra cerrada. Cortázar usa las técnicas
características de las obras abiertas (concepto de Umberto Eco) en una obra que tiene un campo interpretativo más
limitado de lo que parece —tal como pasa en otro cuento del mismo autor, «Continuidad de los parques»—. En
conceptos cortazarianos, «Las babas del diablo» es aparentemente un cuento sobre un lector hembra (Michel,
interpretando la foto) para lectores macho, pero, en realidad, Cortázar trata a los lectores como lectores hembra,
guiándolos de la mano hacia un círculo de interpretación bien estrecho.

Tampoco la forma de «Las babas del diablo» encaja en el género del cuento tradicional, pues tiene un maracdo
carácter parabólico y es, de algún modo, realista (en el sentido que da Eco al término en La obra abierta). Según
Eco, la obra abierta representa la discontinuidad del mundo, pero no es que hable directamente de la
discontiunidad, sino que ella misma lo es (207). De esta manera, Ulises imita mejor el modo de ser de la realidad
que, por ejemplo, Los tres mosqueteros (250). «Las babas del diablo» también imita fielmente (en su
discontinuidad) los procedimientos mentales, no solo al interpretar una escena, sino también al escribir sobre la
experiencia de dichos procedimientos. De ahí que podamos afirmar que este cuento cortazariano es un metacuento:
un cuento sobre escribir un cuento. Es un intento de salvar el sentido, de salir de un atolladero interpretativo: es la
traducción de la imagen en literatura, apuntando los pasos de la creación, interpretación y reinterpretación de la
foto, cuyo resultado es otra obra de arte, un cuento, un metacuento. La técnica que parece seguir es la de la
deconstrucción: intenta guardar algo borrándolo/deconstruyéndolo primero, que es supuestamente la forma de ser
de la metáfora, incluso del arte como tal. La pregunta es si lo consigue y cómo lo consigue. Como se ve, se trata de
una situación bien difícil.

Para empezar, hay que aclarar qué es una obra abierta para Eco: «es relativizar el sentido por hacerlo dependiente
de la dirección»1 (85). Así que, el sentido de una obra literaria no es único ni fijo, sino relativo y flexible, pues
depende del punto de vista del lector. Existen dos formas de obra abierta: la que caracteriza a todas las obras de
literatura (y de arte en general) y la apertura como último objetivo del autor (86-87). Cortázar usa técnicas
modernas desde las primeras palabras del cuento, inquietantes para un lector hembra, y no solo complica a la
figura central, sino también los tiempos y niveles de la narración. «Nunca se sabrá cómo hay que contar esto»
(295) —la primera frase es negativa, impersonal, en futuro, y está llena de conciencia literaria: plantea un
problema metaliterario, el de la narración—. Después varía con los pronombres personales, hace juegos
metalingüísticos para llegar a una versión, si no perfecta, por lo menos correcta; pero todo eso en condicional,
sabiendo que es imposible. Mientras busca su voz y expresa sus dudas, el narrador anticipa la aparición de la mujer
rubia, e incluso el final, mencionando las nubes. Además, hace referencia al título con la última frase del primer
párrafo: «Qué diablos» (295). El comienzo es muy denso, contiene muchos elementos para analizar, pero, al mismo
tiempo, es completamente ligero y sin peso. El juego y la burla están ocultos en cada frase. Por ejemplo, al
idealizar el automatismo del proceso de la escritura, aparece por primera vez el yo narrador. Escribir a máquina
supone una mediación, cierta distancia del resultado, y es un punto de conexión entre el texto y la foto, tomada
esta por otra máquina, la cámara. Aquí aparece también el automatismo y la falta de lo humano como ideal, como
garantía de la objetividad. Incluso nombra las dos máquinas —una Remington y una Contax— personalizándolas,
haciéndolas más importantes que las personas (todavía no hay personajes, ni sabemos quién es el narrador). Pero
el «agujero que hay que contar» (295), que se usa supuestamente como la metáfora del objetivo de la cámara, se
refiere también al vacío que queda después de las múltiples interpretaciones, y la máquina de escribir puede sugerir
el automatismo de la comprensión, la traducción (es decir, la conversión de la imagen en texto) y la interpretación,
que es otra forma de vaciamiento.

De todos modos, el narrador llega a la conclusión de que el elemento humano es inevitable en ambos actos de
creación (del texto y de la foto) porque sin él la máquina queda petrificada —tal como el momento captado por la
cámara—, y entonces él es la persona más conveniente para contarlo. En este punto, el lector no sabe de qué se
trata, qué le van a contar, ni quiénes son los otros, más comprometidos, que también pudieran contarlo (los otros
participantes del incidente o, quizás, toda la humanidad), pero sí que se ve la necesidad de contar: «tengo que
escribir. […] si es que esto va a ser contado» (295). Es una afirmación, no es un deseo, sino un simple hecho, es
decir, la necesidad no es interna por parte del narrador. Él es el más apto para contarlo, dice, porque está muerto y

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menos comprometido. Aquí surgen varias preguntas y dudas en cuanto al razonamiento: ¿qué tipo de muerte es?
¿Física o espiritual? ¿Con qué está menos comprometido? ¿Con los acontecimientos narrados? ¿Con el proceso
hermenéutico? Prosigue el razonamiento: «Yo que no veo más que las nubes» (295). Este vacío, que sugiere tanto
la muerte como el vaciamiento del acto interpretativo, aparece aquí como un ideal, como el objetivo del proceso de
la interpretación, pero ¿el vacío es la esencia de la interpretación o es la falta de una esencia cualquiera? ¿El
vaciamiento de la foto abre una ventana a otra realidad? Pero en esta realidad no hay más que cielo, nubes y algún
pájaro. Dice que es bueno, porque así puede pensar, escribir (es decir, recrear lo perdido) y acordar (otra forma de
guardar lo perdido, una forma muy subjetiva e imprecisa) sin distracción, pero justo aquí viene una intercalación
sobre las nubes, de las que hay muchas. Otra autocontradicción, otro juego, otra burla como esta: «yo que estoy
muerto», repite, «y vivo» (295); intercala y empieza a justificar las contradicciones con otro problema
metalitarario: ¿por dónde empezar a contar? Su elección es por la punta de atrás, del comienzo, es decir,
retrospectivamente, como verá también el lector; pero antes de empezar, se divaga otra vez, ahora buscando el
porqué del contar. Lo que primero fue una necesidad externa, ahora se convierte en interna: lo cuenta para
contentarse, para tranquilizarse. Y añade: «cuando pasa algo raro […] hay que contar lo que pasa» (296), sacando
así la historia por contar del ámbito de lo cotidiano; en cambio, los ejemplos que pone para definir lo raro son de lo
más triviales.

Después de elegir la persona y la voz narrativa y justificar el porqué del narrar, sigue con las dudas metaliterarias,
ahora ya en primera persona del plural, e intenta ordenar los acontecimientos, repitiéndolos para volver en el
tiempo y para indicar el tiempo, el lugar y el protagonista (no solo de lo contado, sino también en el momento de
contar): un domingo, siete de noviembre, justo un mes atrás, en París, un fotógrafo. Las dudas metaliterarias no
cesan de repetirse, pero lo hace conscientemente: «no tengo miedo de repetirme» (296). Primero se preocupa por
la manera de contar, después otra vez por la persona que cuenta: si es un yo narrador, o la historia es la que se
narra, o es el resultado del proceso interpretativo (las nubes y palomas), o es solo una verdad personal de la que
quiere liberarse. Para superar sus dudas, decide empezar a escribir al azar con el fin de ver qué ocurre, mediante el
cambio de la voz narrativa, el agotamiento del tema o el comienzo de otra cosa. Con esto, reconoce que el vacío no
puede ser un objetivo final, que tiene que escribirlo todo para llenarlo, para recobrar el sentido perdido. «Si algo de
todo eso…» (296), empieza la frase, pero no sabe acabarla porque no sabe qué es lo que falta, ni si es posible
recobrarlo. El no clausurar la frase anticipa la falta de la clausura (o anticlausura) de la obra misma, el narrador
adopta justamente esta palabra en vez de acabar o terminar, por ejemplo. Como las preguntas (la interpretación de
la escena en la isla y la de la foto) solo le llevaron al vacío, escribe para encontrar una respuesta, si no para sí
mismo, al menos para los lectores. Quizás la nueva creación llevada a cabo por parte del lector, a través de la
interpretación del texto, consiga llenar el hueco.

Así, después de dos páginas enteras de dudas metaliterarias, intercalaciones y anticipaciones, empieza a contar la
historia del incidente en la isla, la toma de la fotografía, interpretando y ficcionalizando tanto la escena como su
imagen petrificada y el proceso de vaciamiento de esta última. Al comenzar la narración propiamente dicha, la voz
narrativa se cambia por la tercera persona del singular. La narración es retrospectiva, con un estilo objetivo, como
si de un informe se tratara. Indica detalladamente las circunstancias, empezando con los datos del protagonista:
nombre castellano y francés, nacionalidad franco-chilena, profesión traductor-fotógrafo —todo ambiguo, en
transición—, y prosigue con el lugar (calle y número) y la fecha, aunque indica solo el año en curso. Por lo general,
a la alusión al tiempo presente le acompaña una intercalación sobre las nubes, su presente al narrar. Sin embargo,
el trasfondo de la historia lo cuenta en imperfecto, tiempo verbal que ofrece la oportunidad para un posterior
cambio en la voz narrativa, de la tercera a la primera persona nuevamente. El hecho de que llevaba tres semanas
traduciendo textos de derecho, alude a la monotonía y la falta de creatividad, y justifica la necesidad de una
ruptura, de salir y sacar fotos como acto creativo y de diversión. Al igual que todo en su vida, el tiempo refleja
también cierta ambigüedad: airoso, pero soleado. Parece que el narrador comunica muchos detalles superfluos,
método inusual en el género del cuento, como el paseo esperando que las luces sean perfectas para sacar fotos,
recitando poesía. De esta información el lector llega a saber que el narrador-protagonista tiene cierta inclinación
literaria, pero bastante superficial y trivial. Además, también se nota el tono burlón-irónico, sobre todo en frases
como «pero Michel es un porfiado» o «me sentí terriblemente feliz» (297) al cesar el viento, la única molestía en
esa mañana soleada —un oxímoron desgastado, hiperbólico y, por lo tanto, irónico—.

Hablando de ironía, sabiendo que el narrador es fotógrafo de profesión y que le gusta divagar, no es sorprendente
que tenga pensamientos muy profundos también sobre la fotografía, que es una de las mejores formas de
«combatir la nada» (297). Es una forma de captar y guardar la realidad (la escritura es otra), y la nada por
combatir puede ser tanto el olvido como el tiempo libre superfluo. Pero fotografiar es también creación, arte que
crea algo de la nada, o sea, una nueva realidad a base de la realidad que nos rodea. Arte que puede ser el camino
que nos guíe del relativismo hacia otro paradigma, del vacío a algo que el narrador de este cuento no sabe
nombrar, pero lo busca. No obstante, antes de hacer ilusiones sobre la redención de la humanidad a través del arte,
la ironía le quita peso a la afirmación anterior al recomendar la fotografía como asignatura obligatoria o dando
ejemplos muy cursis al hablar del deber del fotógrafo de estar atento para ver los nimios detalles que tanto
importan. La serie de los lugares comunes sobre la fotografía se cierra con el tema de la dualidad de la visión
(subjetividad por parte del fotógrafo, objetividad por parte de la cámara) y con la atención activa del fotógrafo
frente a la pasiva del hombre corriente, que se deja llevar por el tiempo mientras este transcurre inexorable. La

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conexión entre la inmovilidad y el cese del viento es obvia, siendo el viento una posible metáfora del tiempo: los
dos corren, los dos se lo llevan todo a su paso y, de esta manera, el cese del viento alude también a la interrupción
del tiempo, al tiempo petrificado, que es la foto.

El motivo central del cuento es la fotografía que aún no se ha sacado. Después de tantas divagaciones, el narrador
sigue la historia de la foto en primera persona, contándola en indefinido, prestando actividad a lo dicho, frente a las
partes anteriores contadas en imperfecto y condicional. Aparecen la pareja y las palomas, futuras protagonistas del
incidente y de la historia imaginada, y de lo que queda de la foto, respectivamente. Al mencionar las palomas, el
narrador no deja de anticipar otra vez más el vaciamiento posterior de la foto y su conversión en una ventana («por
lo que estoy viendo» [298], dice). Mientras tanto, la trama avanza muy lenta, predomina un ambiente aburrido y
pasivo que, paulatinamente, da paso a un interés creciente que terminará volviéndose una obsesión.

La figura del muchacho es el primer objeto de la curiosidad y, a la vez, el punto de partida del proceso de la
interpretación y ficcionalización de la escena observada. La desigualdad de la pareja, por la diferencia de edad entre
ellos, da cierta ambigüedad a la situación y, también, da paso al análisis profundo de la conducta del chico. Su
nerviosismo, miedo y vergüenza están descritos por clichés, mediante gestos manidos, literariamente desgastados.
El fotógrafo, por puro aburrimiento, intenta adivinar qué tipo de relación habrá entre el joven y la mujer y, por eso,
empieza a observarlos. La intercalación del presente de la narración es doblemente interesante. Primero, afirmar
que la intercalación, vista desde la memoria, tiene una imagen mucho más precisa sobre la mujer que en el
momento de verla en realidad es bastante dudoso, a causa del filtro del recuerdo. Además, usa la expresión «le leí
la cara» (298), que hace de la observación una lectura que conlleva necesariamente la interpretación. En cuanto a
la mujer, el elemento más destacado reiteradamente son sus ojos, siempre un poco asustados de ver al fotógrafo,
al mirón. Observar a una pareja así, en secreto, es un acto moralmente cuestionable y tiene cierto contenido
sexual, de carácter prohibido y vicioso. El narrador acentúa que no se oye lo que hablan, y dice: «el viento se
llevaba las palabras» (299), una frase bastante cursi, que es, además, una autocontradicción, porque antes dijo
que ya no soplaba el viento. Pero así el protagonista tiene la oportunidad de llenar la escena con un contenido
según su fantasía: «comprendí vagamente lo que podía estar ocurriéndole al chico» (299). Las suposiciones son
vagas, muy inseguras, variantes para un tema, siempre basadas en un solo sentido: la mirada.

«Sé mirar», dice el fotógrafo-narrador, y «todo mirar rezuma falsedad» (299), prosigue. Saber mirar supone una
actividad mental, una serie de elecciones (del punto de vista, del objeto, de la distancia, del enfoque, etc.), es
decir, una transformación consciente de la realidad. Es un acto conscientemente subjetivo, reflexivo y nada ingenuo
que tiene que desnudar las cosas de lo ajeno, pero ¿qué pasa si no queda nada al final del proceso? ¿Cómo se
reconocen los límites de lo ajeno y lo propio? Un cambio de persona en la voz narrativa frena la divagación: aparece
un narrador externo, en tercera persona, que llama Michel al narrador en primera persona, pero la descripción de
los dos personajes de la foto sigue en primera persona. Dice que del chico recuerda mejor la imagen y de la mujer,
el cuerpo. Es la dualidad que reside entre la foto y la realidad, las dos cosas recordadas, porque ninguna existe ya
en el momento de narrar. Las anticipaciones son continuas y cortan repetidamente la narración, dificultando la
comprensión de la historia propiamente dicha. El narrador acentúa lo fallido que es la descripción de la mujer por la
incapacidad de las palabras y le quita la validez de cada adjetivo, apenas haberlos usado. Del proceso de la
descripción dice que le sirve para entender, es decir, su intención es más bien interpretar, otra vez, y no crear.

Para describir al chico, el narrador —ahora en primera persona, pero del plural— usa muchas suposiciones e
imágenes de su vida posible, es decir, no es omnisciente sino que ofrece una posible interpretación de lo visto, por
lo que adopta el modo condicional. Es un chico cualquiera, la mujer es quien lo hace interesante y lleva al fotógrafo
a adivinar el pasado inmediato de los dos, las circunstancias de su encuentro, su estado de ánimo, sus propósitos.
Supone que la mujer quiere seducir al muchacho y que están jugando al gato y al ratón. Basándose en su
experiencia vital y literaria, piensa saber lo que pasará y ofrece variaciones para el desenlace en modo condicional
(huida o seducción del chico). «Todo esto podía ocurrir pero aún no ocurría» (301), dice, lo que significa que el acto
de interpretación antecede a la captación de la foto. De este modo, la foto es la concentración y conservación de la
historia inventada por el fotógrafo, de una escena ficcionalizada, y el proceso de interpretación no se acaba al sacar
la foto. El fotógrafo usa la foto como prueba (y no la mira como obra de arte, igual que en las películas de Antonioni
y Greenaway) para seguir interpretando e inventando la escena, y este abuso de la foto conduce al vaciamiento de
la misma.

La observación de la pareja llega a ser cada vez más perversa, no solo por las fantasías, sino también por las ganas
de fotografiarlos. Para justificarse, no solo piensa sacar una foto pintoresca, sino que quiere liberar la escena de su
carácter inquietante (de lo que sus fantasías son culpables), restituyendo la objetividad a través de la cámara. Pero
en este momento aparece el tercer personaje del futuro incidente: el hombre del sombrero gris, sentado en un
auto. Primero es como un detalle un poco molesto de la imagen de la pareja que altera la isla, que añade la
excepción a la realidad, y por eso merece ser fotografiada, en función del arte. Al principio, el tercer hombre parece
otro testigo, pero el fotógrafo lo va envolviendo en la historia de la pareja. Reinterpretando la escena, inventa una
historia cada vez más compleja y tensa: el juego al gato y al ratón se convierte en una lucha desesperada y muy
desigual. Al sacar la foto, el fotógrafo toma una serie de decisiones (por ejemplo, quita el auto, incluye el árbol),
que forman el resultado, según su propia concepción, privando así a la cámara de su objetividad previamente
supuesta. Paralelamente, el narrador crea una atmósfera cada vez más inquietante sumando matices a los detalles,
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como «el horrible auto negro» o «un espacio demasiado gris» (301). Después de componer la imagen, el fotógrafo
espera el momento clave que lo resume todo para eternizarlo, y el narrador lo explica a fondo, bastante patético,
contrastando la vida y el movimiento con la imagen rígida que secciona el tiempo, si no es la fracción esencial. Y
llega el gran momento: la mujer avanza hacia el chico, y lo que sigue es pura suposición, contada como por un
narrador omnisciente, aunque el lector sabe que no lo es, pero, al mismo tiempo, usa verbos como imaginé, preví,
sospeché, privando a sus palabras de su propia validez. Durante un acto creativo (sacar la foto), interpreta una
escena, cuyo resultado es una historia ficticia (otra creación), que nos cuenta en un texto, junto a las demás
interpretaciones posteriores de la misma escena basadas en la foto, que se vacía como resultado de tantas
ampliaciones e interpretaciones. Una situación multiplicada y bien difícil, aunque, hasta cierto punto, el acto
creativo siempre conlleva una interpretación, y lo creado siempre inspira a su público (incluyendo su creador) para
(re)interpretar.

Para imaginar los finales posibles, el fotógrafo cierra los ojos, distanciándose de la realidad, con el fin de poner «en
orden la escena» (302), tal como un escritor, ordena sus apuntes y, basándose en los fragmentos de la realidad y
en sus ideas, crea la primera versión de la historia de la pareja: «todo acabaría como siempre» (302), dice
aludiendo a la seducción del muchacho, que es una iniciación para el joven, interpretándolo con cierta solemnidad.
Pero con la palabra «quizás» abre paso a otros finales posibles e, incluso, a otras interpretaciones. En la segunda
versión, imagina un juego cruel en el que la mujer se excita por algún otro, y aquí entra en juego la tercera
persona, todavía vaga, desconocida.

Nuevo cambio de enfoque brusco que corta la serie de desenlaces posibles y llama la atención sobre el hecho de
que lo que hace el fotógrafo es pura literatura —aunque nadie diga que es buena literatura—. Michel busca
excepciones e inventa monstruos al ficcionalizar la realidad. Es su forma de buscar la verdad, una verdad más allá
de la realidad. Y en este punto del cuento, ocho páginas después del inicio, el fotógrafo toma la foto, causando un
incidente con la pareja, que se ha dado cuenta de que su imagen ha sido robada. El narrador hace otra vez
consideraciones metaliterarias sobre el modo de narrar el incidente, y opta por un breve resumen, sin diálogos, en
estilo indirecto, quitando importancia a los acontecimientos. Las divagaciones, intercalaciones y anticipaciones
abruman la narración propiamente dicha. La mujer se irrita, el fotógrafo le lleva la contraria por diversión y,
mientras los adultos se pelean, el muchacho huye corriendo, pasando al lado del auto —pequeñez que ganará
importancia más tarde, en la reinterpretación de la escena—. El chico se pierde «como un hilo de la Virgen» (303),
así se pierde la realidad entre las variaciones y la obra entre las interpretaciones. Los hilos de la Virgen o las babas
del diablo son dos nombres alegóricos y antagónicos de la misma cosa. Del contraste entre lo bueno y lo malo, en
el título aparece el segundo, lo diabólico, que en el texto está relacionado irónicamente con la ira de la mujer, e
introduce la figura diabólica del hombre en el auto, primero gris, común, estricto y vagamente negativo, después
negro, elegante, viejo (en contraste con la juventud del muchacho), monstruoso y espantoso, como la muerte o el
diablo personificados. De testigo se convierte en personaje activo, parte de la comedia, como dice el texto, pero
esta comedia se vuelve cada vez más sombría por su participación. El fotógrafo le teme, al tiempo que le disgusta
su presencia, y decide no entregarles la foto, porque adivina miedo y cobardía en su exigencia, y justamente por
estas sospechas busca siempre nuevas explicaciones al incidente. Se repite la huida, pero ahora es el fotógrafo
quien huye como un mozo, cobarde, mientras los adultos (el hombre y la mujer) discuten. El incidente de la foto
termina con otro acecho oculto, de un lugar lejano y seguro: el hombre deja caer el diario que le ha servido como
disfraz, los dos están derrotados, pero el fotógrafo interpreta la conducta de la mujer como la de una persona
acosada que busca la salida, como si el hombre la castigara.

En este punto del relato hay un corte bien visible, un espacio en blanco, al cual le sigue un cambio de lugar y de
plano temporal en un aquí y (casi) ahora. El narrador está en su casa hablando de su pasado inmediato, por lo que
usa el indefinido, pero no menciona detalles, habla generalizando: «en una habitación de un quinto piso» (304).
También hay un cambio en la voz narrativa: el narrador habla en tercera persona sobre Michel. El lapso elíptico está
indicado, aunque sin exactitud: «pasaron varios días» (304) entre el incidente y el revelado de las fotos de aquel
domingo. El fotógrafo lo hace sin prisa, sin interés especial. El narrador enumera la lista de las fotos tomadas aquel
día, como para desviar la atención y quitarle importancia a la cosa. Como si el fotógrafo se hubiera olvidado del
incidente y ahora volviera a captar su interés la foto, pues el negativo es muy bueno. La ampliación sale aún mejor,
por lo que hace otra y otra más, cada vez de mayor tamaño, ya como un afiche, aunque no tiene ni motivo ni
objetivo alguno para gastar tanto tiempo con esta foto. Pero sabemos desde Kant que lo bello carece de interés. Sin
embargo, el narrador —posteriormente, a la hora de narrar— sí que busca una explicación para tanta curiosidad por
esa foto, haciendo consciente al lector de que esta curiosidad sobrepasa los límites normales, y el incidente no es el
único motivo de ella. El acto de fijar la ampliación en la pared causa una presencia constante, inevitable, y posibilita
su transformación en una ventana. El traductor (porque ahora trabaja como traductor, no como fotógrafo) la mira y
se acuerda, es decir, ejerce una actividad mental sobre ella que la modifica, porque el recuerdo es un filtro que
cambia la realidad perdida —tal como se pierden las babas del diablo en el aire (otra alusión al título y a lo diabólico
del proceso)—, pero la realidad en este caso ya en sí está cargada de interpretaciones y ficciones. La foto es un
recuerdo petrificado y completo a la que nada le falta, frente al recuerdo mental que guarda ciertos detalles y se
olvida de otros. Pero la foto tampoco es completa si la comparamos con la realidad, porque es solo un trocito de
ella, minuciosamente compuesta por el fotógrafo. Pero sí, todavía contiene todos los elementos fijados: un cielo
fijo, frente al cielo en movimiento que aparece más tarde, al que se refiere la intercalación entre paréntesis. Los

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dos primeros días después de la captación de la foto son una preparación mental que va hacia la obsesión. El
fotógrafo se convierte en traductor, pero no puede con su deber, interrumpe constantemente la traducción para
observar la foto, situándose enfrente, reproduciendo el punto de vista del objetivo. Esta posición es un reinicio, una
vuelta a un punto de partida objetivo. Basándose en la foto, recuerda el incidente y está satisfecho de sí mismo por
haber ayudado a escapar al chico. Se ve como un héroe, y considera la foto una buena acción, aunque en ese
momento piensa que es solo una suposición, su propia interpretación de la situación, y es por eso que el narrador
en tercera persona ironiza sobre su autojustificación. Pero el traductor no deja de observar la foto, empieza a
mitificar la escena, la considera como un acto fatal que debe cumplirse y la reinterpreta. En este momento empieza
la parte fantástica de la obra: la animación de la foto. El primer movimiento es el temblor de las hojas, un
movimiento casi inadvertido en un detalle menudo. El traductor no le atribuye importancia y sigue con su trabajo.
La ampliación es como una pantalla, y la foto se convierte en una película. Pero el segundo movimiento —la mano
de la mujer se cierra lentamente— es un golpe brusco, una sorpresa anihiladora para Michel. Del traductor queda
solo una frase inacabada en francés, una máquina de escribir caída, una silla chirriando y temblando, una niebla; el
narrador usa la técnica de la cosificación, describe nominativamente la reacción del protagonista ante lo fantástico.
Y la película sigue, pero es muda (como en la escena real, ahora tampoco se oyen las palabras): la mujer le explica
algo al chico, y el traductor supone que le habla sobre el hombre gris, del que solo recuerda que estaba en el auto,
pero que no figura en la foto. El paso siguiente de lo fantástico es la aparición del hombre en la foto. La intromisión
de un elemento exterior supone un nuevo nivel de la ficción. La escena animada en la ampliación es la
interpretación posterior a ella, es una realidad posible pero imaginada, ficticia. Y, como todas las historias, necesita
un desenlace, del que está privada por la intervención del fotógrafo. Ahora, como traductor, piensa que el orden
violado tiene que materializarse y va a hacerlo en la ampliación que tiene ante sus ojos. La nueva interpretación, la
seducción del chico por la mujer para recreación del hombre, le parece más horrible que la primera —pero sabemos
que a Michel le gusta crear monstruos—, en cambio, no tiene que ver mucho más con la realidad que las anteriores.
El uso del modo condicional también lo demuestra. Michel es otra vez solo observador, es incapaz de actuar o
intervenir, la foto solo le muestra «lo que iba a suceder» (307), porque están en dos planos temporales diferentes:
entre el de la foto y el del presente de Michel (el traductor) hay un abismo de varios días consecutivos. El
protagonista queda petrificado en su realidad, mientras que los personajes de la foto viven y se mueven. Son
potentes frente a la impotencia de Michel, en ambos sentidos de la palabra. En este contexto sexual bastante sucio
y perverso, aparece también la palabra baba, enriqueciendo así con un nuevo matiz al título. Michel grita por
inercia, quebrantando de este modo el inmenso silencio de la foto, y así consigue intervenir. Se acerca primero a la
mujer, después al hombre, ya totalmente convertido en monstruo («con los agujeros negros que tenía en el sitio de
los ojos» [308]), quien —como un último esfuerzo— quiere clavar a Michel en el aire, al igual que él clavó la
ampliación en la pared. Pero su intromisión en la foto no es solo la cumbre de los acontecimientos fantásticos del
relato, sino también es la completa pérdida de la distancia, necesaria en cualquier proceso interpretativo; hecho
que conlleva el vaciamiento de la foto. La aparición del primer pájaro cierra la escena y muestra el comienzo de la
transformación de la foto en ventana. Michel vuelve a su cuarto, es decir, al plano de la realidad de la obra, y se
toma un descanso después del gran trabajo. Se repite su momento de felicidad por haber salvado al chico, por
verse como héroe. Como el conflicto está resuelto, los personajes se van, es decir, salen de los marcos de la
imagen. Michel teme que entren en su plano de realidad, de ahí que se comporte otra vez de forma cobarde e
infantil (cierra los ojos, se tapa la cara y rompe a llorar), pero ellos simplemente desaparecen, dejando vacía la
foto.

En este punto se produce un cambio temporal en el presente del acto de narrar, un «tiempo incontable» (308)
según el narrador, que ya no obedece a las reglas de la realidad, como tampoco lo hace el resto de la foto, esta
ventana por la cual se ven nubes, pájaros, el cielo y a veces la lluvia «como un llanto al revés» (308). Este símil es
otra interpretación, otra modificación de lo visto, imprimiéndole cierta disposición, cierto significado, pero que
muestra también la pérdida de rumbo, la falta de puntos de orientación en esta nueva realidad. La foto, que ha sido
una creación humana, se ha convertido en una ventana abierta al infinito, sin causa ni motivo, sin tiempo ni rumbo,
sin sentido ni punto de partida que lleve a ninguna parte. De este modo, la clausura es una anticlausura, donde se
pierden los límites que —según Marco Kunz— la literatura debería dar a la realidad2. La obra queda abierta, las
últimas frases, muy nominales, son una enumeración que no tiene fin, que se puede continuar, aunque está allí el
punto final. La clausura tiene una conexión con el íncipit, pues las nubes aparecen ya al inicio y son elementos
recurrentes en toda la obra. Al principio, están identificadas con la mujer rubia, que al final se esfuma de la foto
como una nube. Pero las nubes (y los pájaros) de la clausura son los signos de la ausencia, del vacío. La
competencia del narrador acaba aquí: es impotente, deja la interpretación de lo contado para los lectores. Michel,
como protagonista, como narrador, como intérprete, ha perdido la distancia, los límites, y los lectores tienen que
reconstruirlos.

Pero ¿por qué ha perdido Michel los límites? ¿Qué es lo que hizo mal? Michel es traductor y fotógrafo de profesión,
así que tiene cierta conciencia tanto lingüística como visual. Pero no es ni escritor ni crítico: ficcionalizar e
interpretar son su afición, no su profesión. Interpreta la escena y no la foto. Usa la foto solo como prueba o
ilustración para sus suposiciones, que toma por verdaderas en vez de tomarlas como ficción, como una realidad
alternativa, artística. No trata ni la historia imaginada de la pareja como literatura, ni la foto como obra de arte. Es
el típico caso del uso y abuso del texto (entendido como obra de arte en general) que describe Eco en Los límites de
la interpretación (46-48), y que lleva a una interpretación fallida, a un misreading. La pregunta es si el cuento de

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10/3/2018 CVC. La tradición de las rupturas. «Las babas del diablo» de Julio Cortázar como la ruptura de la interpretación al traspasar sus límites.
Cortázar cuestiona en general la validez de cualquier interpretación, cuyo resultado es un vaciamiento necesario, o
solo llama la atención sobre el abuso del texto cuando la medida de la interpretación ya no es el texto mismo, como
debería ser. En palabras de Eco: «Los límites de la interpretación recaen sobre los derechos del texto» (19); o «el
texto tiene que ser el criterio de su propia interpretación» (51).

La continua reinterpretación de la situación conlleva la continua recreación de la historia imaginada, algo parecido a
como crea y recrea continuamente el pintor su cuadro en La obra maestra desconocida, de Balzac. En este texto, el
resultado de las continuas recreaciones desde diferentes perspectivas es un caos del que, por un momento, emerge
la figura perfecta antes de hundirse para siempre en el torbellino de las pinceladas. Mientras que en la obra de
Cortázar, el resultado es el vaciamiento y la pérdida de la distancia hermenéutica, proceso descrito por Eco en la
sección sobre el hermetismo, cuyo resultado es el vacío y la interpretación continua (63-68). El narrador de «Las
babas del diablo» intenta recuperar esta distancia narrando todos los procesos interpretativos y creativos. Describe
la ficcionalización de una escena, de la que saca una foto para captarla, con el fin de guardar la historia imaginada
de una forma condensada y petrificada, así como la reinterpretación de la misma escena basándose en la foto, que
no es más que la ilustración de la historia ahora recreada. Además, define el vaciamiento de la foto como resultado
de la reinterpretación y recreación continuas y de su intromisión en ella. Su intención no se agota en dar una
recreación literaria de la foto, sino que quiere recobrar lo fallido, lo perdido durante el proceso de la interpretación,
si no para sí mismo, al menos para sus lectores. Además, también hace alusiones al proceso de la narración; por
consiguiente, el cuento es un metacuento, un cuento sobre escribir un cuento.

La captación y conservación son deberes del artista, y en el cuento aparecen varias de sus formas (la foto, el
texto), pero ¿qué es lo que se capta y se conserva? ¿Es la belleza o la idea? ¿Se trata de un arte ingenuo o
sentimental, un arte instintivo o autorreflexivo? Ni la foto ni el texto son creaciones ingenuas, sino muy bien
consideradas, pero ¿son arte? El narrador es más bien cronista fiel de los procesos y resultados, y su texto no es
literario ni pretende serlo. Pero entonces ¿cómo es posible que siendo un cuento de Cortázar el mundo lo acepte
como una obra literaria? ¿Solo por meter el texto en un tomo de cuentos funciona como cuento? Ni siquiera tiene
las características del cuento tradicional: falta el choque final, falta la rigidez, abundan palabras, tampoco es una
flecha que vaya directamente hacia la dirección apuntada. Entonces ¿qué es? ¿Un apólogo? ¿Un papirote hacia los
críticos y teóricos de la literatura? ¿Quizás también hacia los mismos artistas? De todos modos, una cosa no es:
una obra abierta como la entiende Eco. A pesar de todas las técnicas modernas y la anticlausura, su carácter de
parábola exige un campo de interpretación bastante limitado, lo que no significa que la obra no plantee un sinfín de
cuestiones literarias y artísticas.

Obras citadas

Cortázar, Julio. (2003). «Las babas del diablo». En Obras completas I. Cuentos. Ed. Saúl Yurkievich.
Barcelona: Galaxia Gutenberg. 295-308.
Eco, Umberto. (2006). A nyitott mu. Budapest: Európa [Obra abierta. Barcelona: Seix Barral, 1965].
—(2013). Az értelmezés határai. Budapest: Európa [Los límites de la interpretación. Barcelona: Debolsillo,
2013].
Kunz, Marco. (1997). El final de la novela: teoría, técnica y análisis del cierre en la literatura moderna en
lengua española. Madrid: Gredos.

Notas

(1) Todas las traducciones de la obra de Eco son


mías. volver

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