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decidió hacerse un muñeco de madera para no sentirse solo y triste nunca más.
“¡Qué obra tan hermosa he creado! Le llamaré Pinocho” – exclamó el anciano con
gran alegría mientras le daba los últimos retoques. Desde ese entonces, Gepetto
pasaba las horas contemplando su bella obra, y deseaba que aquel niño de madera,
pudiera moverse y hablar como todos los niños.
– Soy yo, papá. Soy Pinocho. ¿No me reconoces? – dijo el niño acercándose al
anciano.
Los próximos días, fueron pura alegría en la casa del carpintero. Como todos los
niños, Pinocho debía alistarse para asistir a la escuela, estudiar y jugar con sus
amigos, así que el anciano vendió su abrigo para comprarle una cartera con libros
y lápices de colores.
Al verle, el dueño del teatro quedó encantado con Pinocho: “¡Maravilloso! Nunca
había visto un títere que se moviera y hablara por sí mismo. Sin dudas, haré una
fortuna con él” – y decidió quedárselo. Este aceptó la invitación de aquel hombre
ambicioso, y pensó que con el dinero ganado podría comprarle un nuevo abrigo a
su padre.
Durante el resto del día, Pinocho actúo en el teatro como un títere más, y al caer la
tarde decidió regresar a casa con Gepetto. Sin embargo, el dueño malo no quería
que el niño se fuera, por lo que lo encerró en una caja junto a las otras marionetas.
Tanto fue el llanto de Pinocho, que al final no tuvo más remedio que dejarle ir, no
sin antes obsequiarle unas pocas monedas.
Cuando regresaba a casa, se topó con dos astutos bribones que querían quitarle
sus monedas. Como era un niño inocente y sano, los ladrones le engañaron,
haciéndole creer que si enterraba su dinero, encontraría al día siguiente un árbol
lleno de monedas, todas para él.
El grillo trató de alertarle sobre semejante timo, pero Pinocho no hizo caso a su
amigo y enterró las monedas. Luego, los terribles vividores esperaron a que el niño
se marchara, desenterraron el dinero y se lo llevaron muertos de risa.
Y tan pronto supo aquello, Pinocho partió a buscar a Gepetto, pero por el camino
tropezó con un grupo de niños:
– Vamos al País de los Dulces y los Juguetes – respondió uno de ellos – Ven con
nosotros, podrás divertirte sin parar.
– Tienes razón, grillo, pero sólo estaremos un rato. Luego le buscaré sin falta.
Y así se fue Pinocho acompañado de aquellos niños al País de los Dulces y los
Juguetes. Al llegar, quedó tan maravillado con aquel lugar que se olvidó de salir a
buscar al pobre de Gepetto. Saltaba y reía Pinocho rodeado de juguetes, y tan feliz
era, que no notó cuando empezó a convertirse en un burro.
Sus orejas crecieron y se hicieron muy largas, su piel se tornó oscura y hasta le
salió una colita peluda que se movía mientras caminaba. Cuando se dio cuenta,
comenzó a llorar de tristeza, y el Hada de los Imposibles volvió para ayudarle y
devolverlo a su forma de niño.
– Ya eres nuevamente un niño bello, Pinocho, pero recuerda que debes estudiar y
ser bueno.
– No, para nada, nunca he dicho una mentira – pero la nariz le creció un poco más
– ¡Y siempre me porto muy bien!
Pero al decir aquello la nariz le creció tanto, que apenas podía sostenerla con su
cabeza. Con lágrimas en los ojos, Pinocho se disculpó con el Hada y le prometió
que jamás volvería a decir mentiras, por lo que su nariz volvió a ser pequeña.
Entonces, él y el grillo decidieron salir a buscar a Gepetto. Sin embargo, cuando
llegaron al mar, descubrieron que el anciano había sido tragado por una enorme
ballena.
Y así fue como Pinocho y su padre quedaron a salvo de la ballena, pues estornudó
tan fuerte que los lanzó fuera del vientre y lograron escapar a tierra firme. Cuando
llegaron a casa, este se arrepintió por haber desobedecido a su padre, y desde
entonces no faltó nunca a clases, y fue tan bueno y disciplinado, que el Hada de los
Imposibles decidió convertirlo en un niño de carne y hueso, para alegría de su padre,
el viejo Gepetto, y del propio Pinocho.