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El maltrato psicológico en la familia y otros contextos

Prevenir el maltrato psicológico de forma sensata es la mejor inversión que se puede hacer en el campo
de la salud mental. Y citamos la sensatez porque, desde luego, ella no incluye perseguir a los
maltratadores psicológicos con el código penal, o implantarles chips que se activen cuando se aproximan
al maltratado o… cuando aumenta el volumen de su expresión verbal (esto último, un disparate que
todavía no se le ha ocurrido a nadie, que sepamos, pero toquemos madera).

Educar relacionalmente a la población es, en cambio, una medida practicable y utilísima, que,
desgraciadamente, dista de estar siendo realizada. Por el contrario, basta con hojear las páginas
sanitarias de El País para darse cuenta de que en un tema tan importante como la salud mental, los
medios, incluso si son liberales e ilustrados como el citado diario, proceden sistemáticamente a
desinformar y a sembrar la confusión. ¿Cuántas veces se habrá anunciado el descubrimiento del origen
biológico de la esquizofrenia, e incluso las raíces genéticas de la homosexualidad? Y, sin embargo, la
tozuda realidad se empeña en demostrar una y otra vez que el neurotransmisor de turno termina siendo
descartado como causa del citado trastorno y que los genes, que compartimos en un 95% con la mosca
rusófila, no pueden dar razón más que de procesos biológicos importantísimos, pero elementales. Sólo
que el periodista que recogió rápidamente la primera noticia no se muestra en absoluto interesado en
informar de la segunda. Simplemente porque la no confirmación de una remota hipótesis científica no
interesa a nadie.

La biología es, por supuesto, fundamental para la actividad psicológica. Sin cerebro no hay procesos
mentales, pero si el sistema nervioso central es el hardware del psiquismo, la actividad relacional es el
software, que lo programa y le da contenidos. El amor y el maltrato son elementos fundamentales de esa
programación.

Siempre que se enfatiza la importancia de las bases biológicas en el desarrollo psicológico, normal o
patológico, y se silencia la enorme trascendencia de los aspectos relacionales, se está desinformando y,
por tanto, fomentando el maltrato psicológico por vías indirectas. Y ello se realiza sistemáticamente a la
mayor honra y gloria de la industria farmacéutica, que es la que hace negocio con la biología. Un negocio
tan ingente (pensemos en el fenómeno consumista del Procaz, como simple símbolo de las fortunas que
se ganan con los psicofármacos), que exige un importante presupuesto de publicidad.

Informar que las maneras como tratamos a nuestros hijos, así como la forma en que seguimos
relacionándonos de adultos, tienen una decisiva importancia sobre nuestros estados mentales, es ya,
aunque muy general, una forma de hacer prevención del maltrato psicológico. Porque, si el sentido
común y la cultura popular dicen que nos angustiamos con los conflictos difíciles de resolver, que la
soledad y el aislamiento nos deprimen, que el trato injusto nos vuelve agresivos y que la confusión puede
llegar a enloquecernos, es bueno que el discurso científico confirme tales obviedades, en vez de
contradecirlas u obscurecerlas. Quizá así nos lo pensaremos dos veces antes de triangular a nuestros
hijos en desgarradores conflictos de lealtades, de abandonarlos prematuramente a su destino, de
tratarlos arbitrariamente o de desorientarlos con mensajes contradictorios.

Cuando la pareja deja de constituir un espacio de amor, forzar su mantenimiento es la mejor manera de
garantizar que se acabe convirtiendo en un espacio de odio y destructividad. Por eso la prevención del
maltrato pasa por generar en los cónyuges expectativas razonables de que, separados de la forma
menos traumática, es posible reorganizar exitosamente la vida sentimental.

La separación y el divorcio no son un fracaso, sino una etapa cada vez más transitada del ciclo vital, y su
influjo benéfico no se limita a los cónyuges, sino que se extiende a los hijos. El hecho de que éstos no
quieran, mientras son pequeños, que sus padres se separen, no significa que la separación sea negativa
para ellos. Se trata de una de tantas opciones irracionales en las que los niños intentan imponer su
voluntad, exigiendo de los adultos una gran serenidad para hacerles comprender que no todo lo que
desean es lo mejor. Cuando la pareja parental funciona para el odio, mostrándose incapaz de resolver
armoniosamente los conflictos, su disolución civilizada es un beneficio para la salud mental de los niños,

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sea cual sea su edad. No tiene, pues, sentido que los padres esperen a que los hijos sean mayores para
separarse. Puede que entonces algunos males tengan peor remedio.

Afrontar el maltrato psicológico.

Y aquí se impone una recapitulación, consecuente con lo expuesto en los capítulos precedentes, a saber,
que en muchas situaciones de sufrimiento psicológico subyace maltrato, ya sea en forma de
triangulación, de deprivación o de cotización, aunque no por ello se debe realizar una aproximación
acusatoria o estrictamente controladora. Si en el maltrato físico el control puede ser necesario cuando
existe un riesgo grave e inminente para la salud, pero, aun así, dicho control se debe realizar en el
contexto de una aproximación terapéutica, ésta es todavía más conveniente en el maltrato psicológico,
cuyos riesgos son siempre menos inmediatos.

El control sin terapia, que en el maltrato físico está condenado al fracaso, en el maltrato psicológico
simplemente carece de sentido. Sólo un abordaje terapéutico permite cumplir los objetivos anunciados,
es decir, interrumpir la secuencia de maltrato y, simultáneamente, poner en marcha un proceso
reparador. Y, puesto que estamos hablando de pautas relacionales disfuncionales que se desencadenan
y se desarrollan principalmente en el contexto de la familia, parece de sentido común que sea la terapia
familiar la opción más indicada.

La terapia familiar es una modalidad de psicoterapia que, como su nombre indica, se realiza trabajando
con la familia. También se la conoce como terapia sistémica porque el modelo teórico que la inspira es el
sistémico, que recibe su nombre de la Teoría General de Sistemas, de Ludwig von Bertalanffy. A
diferencia de las psicoterapias individuales, la terapia familiar sistémica no focaliza primariamente el
mundo interno de las personas, sino sus relaciones. No representa ninguna opción ideológica a favor de
la familia en abstracto, sino que parte de la evidencia de que, hoy por hoy, las relaciones familiares son
las más importantes y las que más influyen en la construcción de la personalidad individual. Por eso,
cuando esas relaciones son inadecuadas o presentan aspectos negativos que hacen sufrir a sus
miembros, ayudar a la familia a cambiar es una práctica muy útil. Cambiando las relaciones familiares,
cambian las personas y desaparecen los síntomas y el sufrimiento psicológico.

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