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Larga vida al terror

(Primera parte)

Valeria Castelló-Joubert
(Universidad de Buenos Aires)

El origen de la literatura de terror es incierto y podríamos sin dificultad


hacerlo remontar a la Biblia. Pocas cosas más terroríficas que lo que leemos en
el versículo 2 del primer capítulo del Génesis: “La tierra era caos y confusión y
oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de
las aguas”. Tanto es así que hasta deberíamos ver si el género de terror no es
sencillamente el despliegue diversificado de este versículo. Caos: hay.
Oscuridad: hay. Abismo: hay. Espíritu que merodea: hay. No falta ninguno de
los ingredientes básicos de la receta para obtener un sabroso cuento de terror. El
terror se encuentra en la base de la creación y nos vincula poderosamente al
origen, a la nada, al límite de lo irrepresentable: el tiempo-espacio en que no
existíamos. Venimos de este caos terrorífico y conservamos ciertamente huellas
de él que nos recuerdan, como si fuéramos inquilinos indeseables, que en
cualquier momento podemos ser desalojados de este mundo para regresar a ese
estado de nada confusa y sombría, que tiene por paisaje un abismo, sobre el que
revolotea un fantasma todopoderoso llamado Dios.
Como un vampiro, el género literario de terror desplegó sus alas en las
últimas décadas del siglo dieciocho, ocultando la luz que la razón había
buscado desprender de las tinieblas durante la Ilustración. No guardamos
dudas, sin embargo, acerca del hecho de que su advenimiento en el Siglo de las
Luces atiende a una modificación radical en la sensibilidad de los lectores y su
consagración en el siglo diecinueve responde a la democratización de la lectura.
Son estos los dos factores sustanciales del desarrollo de la literatura de terror. Y
el núcleo que los une inescindiblemente es la creencia, aunque la cuestión no es
creer o no creer, sino en qué creemos y en qué hemos dejado de creer.
Fantasmas, muertos vivos, y criaturas monstruosas pueblan las ficciones cuyo

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destino es hacer estremecer al lector, sembrando en él un miedo irracional, que
ningún argumento consciente logra desarraigar.
El terror es una de nuestras emociones primarias, y en tanto tal ya en el
siglo IV a. C. quedó asociado al más elevado género de poesía: la tragedia. La
imitación lograda de las peores desgracias acaecidas en el seno de las nobles
familias griegas, cuando está bien tramada, provoca en el espectador dos
pasiones, el terror y la compasión, nos enseña Aristóteles en Poética. El mito que
relatan las tragedias debe estar constituido de modo tal que aquel que oiga el
desarrollo de los acontecimientos se horrorice y se compadezca. Para el filósofo
peripatético, el temor y la piedad son emociones que van de la mano,
promovidas por la catarsis trágica, que actúa sobre ellas; las cosas temibles y
temidas, es decir, las cosas tristes y dolorosas, destructivas, que conducen a la
ruina, y los grandes males que dependen de la fortuna, si me ocurren o me
amenazan, me despiertan temor; si les suceden o amenazan a otros, suscitan mi
compasión. Sentimos compasión cuando lo terrible está cerca de uno, sin que
nos amenace directamente. La importancia del temor es que hace reflexionar, y
nadie reflexiona acerca de situaciones desesperadas, escribe Aristóteles en
Retórica. La experiencia emocional de la catarsis, aunque se obtenga por el
espectáculo de acontecimientos terribles, penosos, y destructivos, nos produce
placer, sin que este placer altere ni modifique los sentimientos del temor y la
piedad. Y esto es porque estamos asistiendo no al desarrollo de los
acontecimientos mismos, sino a una imitación que reconocemos como tal: no
corremos verdadero peligro.
En 1757, partiendo de la Poética de Aristóteles y ofreciendo citas de sus
abundantes lecturas de Homero, de los poetas latinos y, sobre todo, de Paraíso
perdido de John Milton, el político y filósofo británico Edmund Burke
profundiza las reflexiones en torno al terror, a propósito de lo sublime. El
célebre ensayo de este liberal conservador, acérrimo crítico de la Revolución
Francesa, lleva por título Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca
de lo sublime y de lo bello.

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¿Qué es lo sublime? En un primer sentido, decimos de algo que es
“sublime” cuando alcanza su mayor grado de expresión. Se trata, por lo tanto,
de una hipérbole, que encierra una valoración positiva. De aquí sublime es algo
–un paisaje inmenso, lleno de accidentes y contrastes, una proeza humana
excepcional, un ser dotado de características poderosas, un acontecimiento
portentoso– que nos corta el aliento, nos deja pasmados, nos arrebata la
capacidad de decidir, nos priva de la razón, en suma, que nos hace sentir
amenazados, ínfimos, descartables, próximos a la aniquilación inminente, y
que, a pesar de todo esto, o por todo esto, nos produce deleite. Por la vía de lo
sublime, Burke les otorga carta de ciudadanía estética a la oscuridad, al vacío, al
infinito, a la inmensidad inconmensurable, a todo aquello que nos produce
asombro, entendido como el estado en el que el alma suspende sus
movimientos con cierto grado de horror.
En efecto, el miedo, que es según Burke una percepción del dolor o de la
muerte, y que por eso actúa de un modo que parece verdadero dolor, le roba a
la mente su poder de actuar y de razonar. ¿Pero cómo puede gustarnos perder
el dominio de nosotros mismos? O para preguntarlo en los términos del propio
Burke, ¿cómo el dolor puede ser una causa de deleite? Vemos que la pregunta
que nos hemos hecho una y mil veces –cómo puede gustarme tanto sentir
miedo– procede de una paradoja vieja casi como el mundo. Si pudiera probarse
que los hombres de las cavernas pintaban animales en las paredes para
controlar y superar simbólicamente el terror que les despertaban los de carne y
hueso, provocándolo mediante su imitación, la cual debía asimismo suscitarles
placer, estaríamos acaso en condiciones de afirmar que el terror es la emoción
de base del desarrollo del arte.
Hasta aquí, entonces, la certeza que tenemos es que el terror es una
emoción sustancial en el ser humano que desde tiempos inmemoriales se busca
suscitar mediante diversas formas artísticas. Pasada la primera mitad del siglo
dieciocho, este elemento sustancial irá desprendiéndose para cobrar forma
reconocible, independiente de otras, como la tragedia o la poesía, hasta

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constituir un género narrativo variado en sus manifestaciones y coherente en
sus efectos: hacer que el lector experimente el más punzante terror.
En 1773, los hermanos escritores Anna Laetitia –Barbauld después de su
casamiento– y John Aikin, conocidos sobre todo por sus libros infantiles y su
obra de traducción, publicaron un escrito que recoge con claridad las
inquietudes estéticas de la época respecto de la literatura de terror. Este artículo,
incluido en el volumen Miscelánea en prosa, apunta directamente al problema del
placer que sentimos con las historias de “fantasmas y duendes, asesinos,
terremotos, incendios, naufragios y los más terribles desastres que atentan
contra la vida humana”, “sombras de la muerte”, además de “furias y otros
habitantes fantásticos del inframundo” con los que griegos y romanos en la
antigüedad poblaban sus tragedias y poemas, criaturas sobrenaturales a las que
Shakespeare volvería a dar vida en sus dramas, y “genios, gigantes, hechizos y
transformaciones” de las antiguas novelas góticas y los relatos orientales.
“Sobre el placer derivado de los objetos de terror” analiza este placer
considerándolo algo específico y propio de la lectura de cierto tipo de obras
literarias modernas. El brevísimo ensayo, acompañado de “Sir Bertrand”,
fragmento de ficción que “se ofrece como entretenimiento para una solitaria
tarde de invierno”, con el fin de que el lector ponga a prueba a partir de sus
propios sentimientos lo justo de su teoría, presenta un doble interés: por un
lado, el de la determinación del placer específico que obtenemos cuando leemos
literatura de terror; por el otro lado, la definición del género literario de las
“novelas modernas”. De acuerdo con los hermanos Aikin, “el aparente deleite
con el que nos involucramos con los objetos del más crudo terror, donde
nuestros sentimientos morales no se ven concernidos en lo más mínimo y
parecen no despertar pasión alguna, a excepción del miedo opresor, es una
paradoja del corazón mucho más difícil de solucionar” que la del placer que
obtenemos por la satisfacción de nuestra benevolencia para con la desdicha
ajena.
Los Aikin retoman los términos con los que Burke analiza lo sublime, con
la intención de darles mayor precisión, apuntando a plantear claramente las

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premisas de esta paradoja del corazón: “Un evento extraño e inesperado despierta
la mente y la mantiene en vilo; y una vez que se presenta el grupo de seres
invisibles, de ‘formas ocultas, ajenas a nosotros’, nuestra imaginación se
dispara, explora con éxtasis ese nuevo mundo, el cual se mantiene abierto para
su observación y se regocija en la expansión de sus poderes. Con la pasión y la
fantasía trabajando en conjunto, el alma se eleva en su máximo esplendor; y el
sufrimiento que provoca el terror acaba por perderse en el asombro.” Asombro
y curiosidad nos llevan a superar el dolor del miedo incluso en situaciones
cercanas a nuestra vida cotidiana, dándonos la fuerza de “atravesar la
aventura”.
En consecuencia, concluyen los autores, “cuanto más salvajes, fantásticas
y extraordinarias son las circunstancias de una escena de terror, tanto mayor es
el placer que recibimos de ella”. En esto consiste, pues, la paradoja del corazón
según la cual el más intenso y terrorífico miedo nos produce deleite. Las obras
imprescindibles de las que debemos dotar nuestra biblioteca de terror –faltan
muchas, seguro, pero recién estamos en 1773– son mencionadas a continuación:
“En Las mil y una noches se encuentran los ejemplos más llamativos de lo terrible
en conjunción con lo maravilloso: la historia de Aladino y los viajes de Simbad
son particularmente excelentes. El Castillo de Otranto es una tentativa moderna
muy entusiasta en cuanto al mismo plan de terror mixto, adaptado al modelo
de la novela gótica. La escena de horror natural mejor concebida y más
sólidamente trabajada que yo recuerde está en Ferdinando, Conde de Fathom, de
Smolett, donde el héroe, de visita en una solitaria casa en el bosque, encuentra
un cadáver recién asesinado en el cuarto donde es enviado a dormir, cuya
puerta cierran con llave a sus espaldas.” Distinguimos aquí tres tipos de terror
cuyos rasgos prevalentes darán lugar a las derivaciones del gótico original en el
siglo diecinueve: 1) el terror natural, es decir, aquel donde no interviene lo
desconocido, misterioso e inexplicable, donde lo horroroso se produce dentro
de las leyes físicas de lo cotidiano, y no por esto es menos ominoso e
inquietante; 2) el terror sobrenatural, de orden exclusivamente maravilloso, que
se produce lejos de las circunstancias de nuestra vida cotidiana; 3) por último, el

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terror mixto reúne ambos tipos de circunstancias –naturales y sobrenaturales– y
corresponde sobre todo a la moderna novela gótica.
Un consenso de más de dos siglos le otorga a la obra del escritor
londinense Horace Walpole el lugar inaugural de la novela gótica moderna.
Publicada en 1764, El castillo de Otranto funda el género que adopta como
designación un término despectivo en el uso que se le da en la estética ilustrada:
“gótico” –que en inglés encontramos escrito de las más caprichosas maneras,
Gotic, Gotiq, Gothick, Gothicke, Gottic, Gothique, Gothic–, según la famosa
descripción que hace el propio Walpole de su novela. “Gótico” designaba
entonces lo bárbaro y salvaje, lo carente de belleza y proporción, lo irregular en
su forma, y aludía a la cultura desarrollada a lo largo de la Edad Media que
habían traído quienes sojuzgaron a la civilización romana. La novela de
Walpole pone en circulación los estereotipos que, en su multiplicación,
constituirán el género: intrigas políticas, económicas y sexuales se traman en
torno a una dinastía maldita, en medio de fenómenos sobrenaturales, en un
castillo medieval del sur europeo, es decir, católico.
El catolicismo aparece como un sistema de creencias corrompido; el
enfrentamiento que se revela aquí, y que encontramos como trasfondo de
numerosas historias de terror, es el que opone el protestantismo virtuoso y
racional al catolicismo vicioso, corrupto, perdido en la superchería. En este
sentido, decimos que la literatura de terror se origina sobre la base de un
conflicto entre creencias, ya en el seno mismo de la religión, ya en los embates
del materialismo científico contra la fe religiosa. Como ha mostrado
magistralmente Jacques Le Goff a propósito del imaginario medieval, el
deslizamiento desde la creencia en los milagros cristianos hacia la aceptación de
lo maravilloso es sutil. El gótico literario moderno muestra los excesos a los que
conduce la indistinción entre lo milagroso divino y lo sobrenatural diabólico,
que interviene bajo la forma de fuerzas malignas y de espíritus que no hallan
descanso en la muerte, es decir, almas reprobadas en el Juicio final, que
regresan entre los vivos para vengarse y culminar el asunto terrenal que les
permitirá descansar en paz. En otros casos, el mal encarna en criaturas

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corrompidas, carentes de fe, que se dedican a hacer daño por placer: crímenes,
torturas, sometimiento sexual, incestos. Este es el gótico que despliega el
Marqués de Sade en historias como “Eugenia de Franval” y “Florville y
Courval”, publicadas en 1800 en Los crímenes del amor, primer libro que el autor
firma con su nombre, cuyo antecedente portentoso es Justine, o los infortunios de
la virtud, de 1791.
Subvirtiendo el ideal clásico del racionalismo ilustrado, el gótico pone en
escena los elementos marginados del arte, lo cual debe entenderse como un
modo de rebelión, concomitante con el despertar en las sociedades europeas de
un nuevo tipo de ciudadano: el burgués será al corrompido orden aristocrático
lo que los godos fueron a los romanos de la decadencia. De ahí la cualidad de
villanía y de todo lo alejado de la virtud que se atribuye tanto a los nobles como
a los clérigos: la novela gótica funciona como un espejo que ataja la luz de la
razón para devolverla en oscuridad, desesperación y crueldad extremas. El
gótico surge como una contracultura habilitada por el cambio de sensibilidad
que abrió las esclusas para la manifestación de ideas y emociones contenidas o
reprimidas por el decoro de lo bello clásico y racional. Además de la
mencionada novela de Walpole, El diablo enamorado de Jacques Cazotte (1772),
Vathek (1786) de William Beckford, la novela inconclusa de Friedrich Schiller, El
vidente (1787-1789), Los misterios de Udolfo (1794) de Ann Radcliffe, Caleb Williams
(1794) de William Godwin, y El monje (1796) de M. G. Lewis, son los títulos
insoslayables del género gótico en el momento de su surgimiento y expansión,
previo al romanticismo, con el que habrá de convivir en matrimonio blakeano,
infernal y celestial.
Mientras escritores de las más disparatadas estirpes atormentan a sus
lectores con historias de terror artificial y sobrenatural, uno de los episodios
más góticos y sublimes de la historia europea se desarrolla como un espectáculo
de feria ante el pasmo universal: la Revolución Francesa, que en 1793 instaura el
Terror –con mayúscula– como modo de gobierno para desarraigar de la faz del
mundo siglos de opresión. No sin ser cautos, podemos afirmar que los visos
que cobró este acontecimiento se deben en gran medida al cambio en las

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mentalidades del que la literatura gótica fue tanto eco como promotora. Es
necesario apuntar este dato y tenerlo presente para la cabal comprensión del
desarrollo del género en el siglo diecinueve. En parto sangriento se consagra el
hombre pleno de derechos, libre, igual y fraterno. Bajo el Terror, la guillotina se
alza, hierática, para sentenciar a muerte a los traidores y enemigos de la
Revolución, sin distinción de origen social. Del mismo modo que la figuración
de la muerte en las danzas macabras medievales y barrocas, en la sociedad
revolucionaria descristianizada, la guillotina representa el elemento igualador.
Ahora bien, este dispositivo de muerte mecánica, de esbelta silueta,
implementado por su sencillez, su eficacia y su velocidad, queda claramente
asociado a lo femenino y su destino es convertirse en leyenda.
Si en un primer momento se la llama indistintamente La Louison, La
Louise o La Louisette, por el Dr. Louis, el nombre que se consagra es el que le
conocemos aún hoy: guillotine, es decir, “la hija del Dr. Guillotin”. Sin embargo,
el Dr. Guillotin no hace más que perfeccionar un modelo existente en Escocia,
conocido como la Scottish Maiden, es decir, “la doncella escocesa”: el norte
reclama como propio el origen del terror. La guillotina se convierte en objeto de
adoración. Se le dedican canciones y plegarias, en las que se la llama “Dama
Guillotina”, “Santa Guillotina”; también le dicen “La Viuda”. De esta venerada
figura femenina surge uno de los personajes más horrorosos de la literatura
decimonónica: la mujer del collar de terciopelo. Nacida al pie del cadalso,
acudirá entre los vivos unas décadas más tarde, cuando historiadores, poetas y
hombres de letras rememoren en clave romántica los años del Terror, hacia
1830, inmersos ya en la ilusión por el advenimiento de una nueva revolución,
ya en la profunda desazón por su fracaso manifiesto.
Hallada de noche al pie de la guillotina, esta mujer de ensueño, pálida,
temblorosa y esbelta, sostiene su cabeza unida al cuerpo gracias a un estrecho
collar de terciopelo, que oculta a la vez que señala el feroz corte del filo. Femme
fatale, reviniente o muerta viva, combina hasta el paroxismo el amor y el horror,
la lujuria y la muerte. La encontramos en el relato de Washington Irving “La
aventura del estudiante alemán” (1824), de sus Cuentos de un viajero, del que se

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publicaron tres traducciones francesas en 1825 y fue plagiado de manera
anónima por primera vez en 1830. Tres años más tarde, Henri Latouche publica
una versión en verso, “Una noche de 1793”. Luego es el turno de Pétrus Borel,
con su “Gottfried Wolfgang” de 1843, que no es más que una nueva traducción
del cuento de Irving. Siguen el esbozo que Paul Lacroix redacta como
colaborador de Alexandre Dumas y La mujer del collar de terciopelo, del propio
Dumas, en 1849. Por último, ya en el siglo veinte y exactamente cien años
después de Irving, Gaston Leroux publica una historia con el mismo título que
la de Dumas.
Después del terror que asoló a Francia, y cuya expansión paralizó a
Europa, el género moderno de la novela gótica se adaptó a los nuevos tiempos y
apeló a narraciones cada vez más desbordantes de imaginación, capaces de
promover un dolor aún más punzante que el provocado por el espectáculo del
suplicio y la muerte en la plaza pública. Desde Frankenstein de Mary Shelley
(1818) a Drácula de Bram Stocker, los escritores del siglo diecinueve desplegarán
todas las derivaciones del género literario de terror.

Código/Frontera, 21/08/2018

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