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R. Dozy
MCMXX
ES P R O P I E D A D
Copyright by Calpe, 1S20.
R. DOZY
Historia
de los musulmanes de España
hasta la conquista de: los Almorávides
TOMO II
MADRID-BARCEXiONA
M<3MXX
ft i. | 0 £ . 3 | é
(1) V I I , 41.
(2) Véase Orosio, en la dedicatoria; Salvlano, J. V I I , pá-
gina 130, etc.
20
llegado a ser la religión del Estado; pero dema-
siado corrompidos para sc'meterse a la austera
moral que predicaba esta religión, y demasiado
escépticos para creer sus dogmas, estos "clarísi-
mos" no vivían más que para los festines, los
placeres y los espectáculos, negánddlo todo, has-
ta la inmortalidad del alma (1). "Prefiérense aquí
los espectáculos a las iglesias de Dios—dice Sal-
víano con santa indignación (2) —; se desdeñan
los altares y se honran los teatros. Se ama todo,
se respeta todo; sólo Dios parece despreciable y
vil... Casi todo cuanto se relaciona con la reli-
gión es motivo de escarnio entre nosotros." Las
costumbres de los bárbaros no eran más puras:
los sacerdotes se veían obligados a confesar que
eran tan injustos, tan avaros, tan embusteros, tan
codiciosos, en una palabra, tan corrompidos como
los romanos (3); porque se ha dicho, con razón,
que existe singular analogía entre los vicios de
las decadencias y los vicios de la barbarie. Pero,
a falta de virtudes, los bárbaros, al menos, creían
cuanto sus sacerdotes les enseñaban (4); eran de-
votos por naturaleza. En el peligro sólo esperaban
auxilio de Dios. Antes de la batalla oraban sus
reyes con el cilicio puesto, de lo cual se habría
reído un general romano, y si alcanzaban la vic-
toria, reconocían en su triunfo la mano del Eter-
II
(1) De Tocqueville.
(2) Véanse los versos citados por Ben-Adari, t". I I , p. 114;
1
los transcriptos por Ben-Hayan, fol. 64, y los que he pu-
blicado en mis Noticias sobre algunos manuscritos árabes,
páginas £58, 259. Es de advertir que los árabes no aplican,
nunca a los cristianos este epíteto infamante.
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ladíes no se resignaban a tales tratamientos; te-
nían conciencia de su dignidad y de la fuerza ma-
terial que representaban, por constituir la mayo-
ría de la población. No querían que el poder fue-
se patrimonio exclusivo de una casta encastillada
en su individualismo; no querían permanecer por
más tiempo en aquel estado de sumisión y de in-
ferioridad social ni sufrir los desdenes y la do-
minación de aquellas bandas de soldados extranje-
ros acantonados de trecho en trecho. Empuñaron,
pues, las armas y entablaron osadamente la lucha.
La rebelión de los muladíes, secundada por los
cristianos en la medida de sus fuerzas, ofreció la
variedad que debía presentar toda revolución en
una época en que era todo individual y mudable.
Cada provincia, cada gran ciudad, se sublevó por
su propia cuenta y en distintas épocas; pero la
lucha no fué por eso menos cruenta y larga como
se verá a continuación.
III
IV
VI ,
VII
VIII
I
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dentemente el martirio, pero no se atreve a de
clararlo (1)."
Estos espíritus impetuosos y turbulentos des
afiaban, así, con altiva arrogancia, la autoridad de
los obispos. Pero no habían calculado todas las
consecuencias de su audacia o creían tener más
firmeza y valor del que tenían realmente; por
que cuando el metropolitano Recafredo, fiel a sus
promesas y secundado por el gobierno, ordenó en
carcelar a los jefes del partido, sin exceptuar al
obispo de Córdoba, la orden causó entre ellos una
consternación indecible. En vano Eulogio afirma
que si él y sus amigos se ocultaban, cambiando
a cada instante de morada, o huían disfrazad*,
era porque aun no se creían dignos de morir corno
mártires; el hecho es que tenían más apego a la
vida del que ellos confesaban. El abatimiento tan
grande entre los maestros, "la caída de una hoja
nc's hacía temblar de temor"—dice Eulogio—, era
completo entre los discípulos. Veíanse seglares y
sacerdotes que antes habían prodigado alabanzas
a los mártires cambiar de sentimientos con asom
brosa rapidez, y hasta hubo algunos que abjura
ron del cristianismo y se hicieron musulmanes (2).
A pesar de las precauciones que adoptaron, el
obispo de Córdoba y muchos sacerdotes de su par
tido fueron descubiertos y encarcelados (3). Eu
logio corrió la misma suerte. Trabajaba en su
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187
de Córdoba al cadí y a los principales teólogos,
les hizo redactar un tratado de paz en los tér
minos propuestos por Ben-Hafsun. Este se rindió
y se presentó al emir, que había establecido su
cuartel general en un castillo próximo, y le dijo:
—Te ruego me envíes a Bobastro un centenar
de mulos para transportar mis muebles.
El emir accedió, y poco después, cuando aban
donó el ejército las inmediaciones de Bobastro,
fueron enviados a esta fortaleza los mulos con
venidos, con una escolta de diez centuriones y de
ciento cincuenta jinetes. Ben-Hafsun, poco vigi
lado, porque creían poder fiarse de él, aprovechó
la noche para evadirse, volvió a Bobastro lo más
pronto que pudo, ordenó a algunos de sus salda
dos que le siguieran, atacó la escolta y le arre
bató los mulos, poniéndolos a buen recaudo tras
las fuertes murallas de su castillo (1). Furioso de
haberse dejado burlar, el emir juró, en su cóle
ra, reanudar el sitio de Bobastro y no levantarle
hasta que el pérfido renegado se rindiese. La
muerte le impidió cumplir su juramento. Su her
mano Abdala, que tenía exactamente la misma
edad que él y que ambicionaba el trono, pero que
perdía toda esperanza de alcanzarlo si Mondir
moría cuando sus hijos estuvieran en edad de su-
cederle, había sobornado al cirujano, el cual
empleó para sangrarle ,una lanceta envenenada,
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se creyó en el caso de construirles una gran mez-
quita, que se terminó en el año 864, durante el
reinado de Mohámed (1).
En cuanto a los árabes de la provincia, descen-
dían en gran parte de los soldados de Damas-
co. No queriendo encerrarse entre las murallas de
una ciudad, se habían establecido en el campo,
donde aun habitaban sus descendientes. Estos
árabes formaban, con respecto a los españoles,
una aristocracia sumamente orgullosa y exclusi-
vista. Sostenían pocas relaciones con los habitan-
tes de la capital; la permanencia en Elvira, ciu-
dad triste, situada en medio de rocas áridas, vol-
cánicas y monótonas, sin una flor en verano nil
un copo de nieve en invierno, no tenía para ellos
ningún atractivo; pero cuando los viernes iban a
la ciudad, en apariencia para asistir a las cere-
monias religiosas, pero en realidad para lucir
sus caballos soberbios y ricamente enjaezados (2),
no cesaban de abrumar a los españoles con su
desprecio y con sus calculadas desdenes. Pocas
veces el ceño aristocrático se ha mostrado más
francamente odioso entre hombres que eran en
cambio en las relaciones que sostenían entre sí
modelos de exquisita cortesía. Para ellos, los es-
pañoles, fuesen cristianos o musulmanes, eran
la vil canalla; tal era el término consagrado. Ha-
bían inferido agravios imperdonables a los indí-
genas; así que las colisiones entre las dos razas
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Después de la partida de Ben-Hafsun, Sanar
que había caído en una emboscada, murió a ma-
nos de los habitantes de Elvira. Cuando transpor-
taron su cadáver a la ciudad, los gritos de júbilo
atronaron el aire. Sedientas de venganza las mu-
jeres dirigían miradas de ñera sobre el cuerpo del
que les había privado de sus hermanos, sus mari-
dos o sus hijos, y rugiendo de furor le hicieron
pedazos y se los comieron... (1)
Los árabes confirieron el mando a Said-ben-
Chudi, a quien Hafsun acababa de poner en li-
bertad—890—.
Aunque Said había sido el amigo de Sauar y
el cantor de sus hazañas, no tenía ningún pare-
cido. De ilustre nacimiento, puesto que su abuelo
había sido sucesivamente cadí de Elvira y prefecto
de la policía de Córdoba, durante el reinado de
Alaquen I (2), Said era además el prototipo del
caballero árabe, y sus contemporáneos le atribuían
las diez cualidades que un perfecto gentilhombre
debe poseer: generosidad, valentía, dominio de la
equitación, belleza corporal, talento poético, elo-
cuencia, fuerza física, arte de manejar la lanza
y de construir armas y destreza en el manejo del
arco. E r a el único árabe que Hafsun temía en-
contrar en el campo de batalla. Un día, antes de
XIII a )
XIV
XV (2)
XVI
(1) tío ha visto antes que este señor había sido aliado
de los renegados de Sevilla.
(2) Monteagudo se encuentra cerca de Jerez. Véase Mal-
donado, Ilustraciones tíc la Casa de Niebla—en el Memorial
histórico, t. I X , p. 96—.
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der. Motarrif encontró, por lo tanto, las puertas
cerradas. Entonces hizo cargar de cadenas a Ja-
lid aben-Jaldun, a Ibrahim ben-Hadchach y a
otros prisioneros; pero esto no le sirvió de nada.
Lejos de intimidarse, Coraib salió de la ciudad y
atacó bruscamente la vanguardia. Hubo un ins-
tante en que se temió un desastre; pero habien-
do conseguido los oficiales reanimar a sus tro-
pas, los sevillanos fueron rechazados. Entonces
Motarrif hizo torturar a Ibrahim y a Jalid y
atacó a Sevilla durante tres días consecutivos. No
alcanzó ninguna ventaja; pero queriendo vengar-
se todo lo posible de los Jaldun y de los Had-
chach, se apoderó de un castillo situado sobre el
Guadalquivir y perteneciente a Ibrahim; después,
habiendo quemado los barcos que halló en el fon-
deadero, mandó arrasar el edificio, y dando un
hacha a Ibrahim, le obligó a trabajar cargado de
cadenas en la destrucción de su propia fortaleza.
Habiendo demolido en seguida otro castillo perte-
neciente a Coraib, tomó de nuevo el camino de
Córdoba ( 1 ) .
Habiendo vuelto el ejército a la capital y lla-
gado el tributo de Sevilla, un visir aconsejó a su
señor—que si bien había procurado atraerse a
Ben-Hafsun no había hecho hasta entonces nin-
guna tentativa para reconciliarse con la aristo-
cracia árabes—que devolviese la libertad a los pri-
sioneros, obligándolos a prestar juramento de obe-
decerle desde entonces.
(1) Jien-Hayan, fola. 59 V.-62 r.; 84 r.-87 r.
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—Si tienes prisioneros a esos nobles—le dijo—,
servirás ¡os intereses de Ben-Hafsun, que no de-
jará de apoderarse de sus castillos. Procura más
bien atraértelos con vínculos de gratitud y te
ayudarán a combatir al jefe de los renegados.
El emir se dejó convencer. Anunció a los pri-
sioneros que los pondría en libertad a condición
de que le entregaran rehenes y le jurasen cin-
cuenta veces en la gran mezquita permanecerie
fieles. Prestaron los juramentos exigidos y dieron
rehenes, entre los cuales se encontraba el hijo
mayor de Ibrahim, llamado Abdorrahman; mas
apenas volvieron a Sevilla, violaron sus juramen-
tos, se negaron a satisfacer el tributo y se de-
clararon en abierta rebelión (1). Ibrahim y Co-
raib se repartieron la provincia, de suerte que
cada uno de ellos se quedó con la mitad (2b
Las cosas permanecieron en el mismo estado
hasta el año 899; pero la discordia tenía que es-
tallar inevitablemente entre los dos jefes porque
eran demasiado iguales en poder para que que-
dasen amigos. Po: eso no tardaron en querellar-
se, y entonces el emir atizó el fuego todo ta posi-
ble. Refería a Coraib los términos injuriosos en
que Ibrahim hablaba de él, y advertía a Ibrahim
los malps propósitos de Coraib en contra suya.
Un día que había recibido una carta de Jalid
muy ofensiva para Ibrahim, y que había escrito
debajo su respuesta, la dio entre otras a uno de
XVII
(1) B c n - A d a r i . t. I I , p. 14i.
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turba de personas a quienes no repugnaba la idea
de una reconciliación con el emir, defensor na
tura! de la ortodoxia, con tai que ese emir no
fuese Abdala. Reconciliarse con este tirano mi
sántropo e hipócrita, que había envenenado a dos
de sus hermanos, hecho ejecutar a un tercero y
matar a dos de sus hijos, por simples sospechas,
sin formación de causa ( 1 ) ; reconciliarse con se
mejante monstruo era imposible. Pero al fin ha
bía muerto, y su sucesor no se le parecía en nada.
Este príncipe tenía todo lo necesario para cap
tarse las simpatías y la confianza del pueblo, todo
lo que agrada, deslumhra y subyuga. Tenía ese
exterior que no es dado en vano a los represen
tantes del poder, uniendo a la gracia que seduce
A esplendor que impone (2). Todos lo.s que se
acercaban a él alababan su talento, su clemencia
y la bondad de que ya había dado pruebas, orde
nando la reducción de los impuestos ( 3 ) . Int.v
resaba además a las almas sensibles por la triste
suerte de su padre, asesinado en la flor de la
edad, y no se había olvidado que su padre había
buscado un día asilo en Bobastro, afiliándose en
tonces bajo el estandarte nacional.
El joven monarca subía, pues, al trono bajo
auspicios muy favorables. Las grandes ciudades
no deseaban otra cosa que abrirle sus puertas.
Ecija les dio el ejemplo. Dos meses y medio des-
XVIII
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NOTAS
N o t a C, pág. 256.
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