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Homilía: INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA,

Solemnidad

María, abierta al don del Espíritu

Escuchábamos, en la oración colecta, que Dios Padre, por la Inmaculada Concepción de la


Virgen María, preparó una morada digna para su Hijo, preservada de todo pecado.

En esta celebración litúrgica, damos gracias a Dios por María, la Madre Inmaculada del
Verbo Encarnado, aquella que, por pura gracia y misericordia divina, no fue alcanzada por el
pecado original, el cual tiene su origen en nuestros primeros padres, Adán y Eva, cuando
comieron el fruto prohibido del árbol del bien y del mal. Este dato nos lo ofrece la primera
lectura que acabamos de escuchar (Gn 3, 9-15.20).

Hoy me gustaría que juntos reflexionáramos la relación que tiene este misterio de fe con
nuestra vida. Porque, de hecho, estamos hablando de un privilegio que solo María pudo
alcanzar, por ser la Madre de Dios.

Y es que, si miramos en detalle la segunda lectura, nos damos cuenta de que Ella no ha sido
la única destinada para alcanzar gracia delante de Dios, ya que “Él nos eligió en la persona de
Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el
amor” (1, 4).

Es necesario, entonces, saber qué significa este dogma. De él afirmamos que María fue
concebida sin pecado original. Sin embargo, ¿fue María preservada de otras faltas? Nosotros
afirmamos que María no conoció ninguna culpa, y si decimos que Ella no concibió el pecado
original, es porque lo consideramos como la falta más sobresaliente que pudo desconocer.

Pero hay, sin embargo, otro pecado, del cual María fue ajena, y no solo por gracia de Dios,
sino porque Ella misma lo logró superar, como creyente y discípula del Señor, en el uso
adecuado de su libertad. Me atrevería decir que, a diferencia del pecado original, esta otra
falta, de la cual les hablaré a continuación, tiene consideraciones aún más graves. ¿Cuál será,
entonces?

Quisiera remitirme a un pasaje del Evangelio de san Mateo (12, 22-32). Aquí, el evangelista
nos presenta a Jesús sanando a un endemoniado. De repente, los fariseos lo acusan de
expulsar a los demonios con el poder de “Beelzebú, príncipe de los demonios”. Ante este
panorama, Jesús lanza una premisa, que aún hoy en nuestros días, causa revuelo y
controversias. Afirma el Señor, que la ofensa contra el Espíritu Santo, no tendrá, a diferencia
de otros pecados, perdón ni en esta vida ni en la otra, y quien lo cometa deberá cargar con su
culpa para siempre.
¿A qué se refiere Jesús con tan delicado pecado? Él quiere darnos a entender que todo aquel
que se cierre al amor y a la acción de Dios en su vida, está atentando contra el Espíritu Santo,
y que rechazarle es ya indicios de no querer aceptar la salvación que Dios ofrece. De ahí que
este pecado no tenga perdón jamás, no porque Dios la niegue o no sea capaz de concederla,
sino porque el pecador, haciendo mal uso de su libertad, opta por darle la espalda a Dios, aún
con las consecuencias que pueda preverse para la eternidad.

Ahora bien, María, por gracia de Dios, no conoció el pecado original, como ya lo hemos
mencionado anteriormente. Empero, ¿conoció el pecado contra el Espíritu Santo? ¿Se cerró
por completo a este don? Algo así sería inaudito decirlo, y aún pensarlo. Mas, ¿cómo
descubrir con certeza este argumento?

Pues bien, fijemos nuestra atención en el Evangelio que hoy nos propone la liturgia (Lc 1, 26-
38). Dios, por medio del ángel Gabriel, se acerca a una jovencita llamada María, de casi 14 o
15 años. Le explica el plan divino sobre Ella, y le pide su consentimiento. Naturalmente, y
para estar segura del paso a dar, María requiere de una explicación del portento de la
Encarnación, ya que no ha conocido varón. El ángel, pacientemente, le da los pormenores y
una prueba en Isabel, su prima, recordándole que “para Dios nada hay imposible”. Puestas las
condiciones, María acoge libremente la voluntad del Altísimo, y deja que el Espíritu Santo la
cubra con su sombra. Su respuesta es decisiva, se hace la esclava del Señor, y manifiesta el
deseo de realizar, en Ella, la Palabra de Dios.

María es, por tanto, mujer Inmaculada, porque, más que ser preservada del pecado
original, Ella, pudiendo cometer un pecado más grave que este, no lo hizo, y dispuesta al
don del Espíritu, mereció concebir en su seno virginal al que, por la fe, había acogido en
su corazón: Al mismísimo Hijo de Dios, a Jesucristo, nuestro Señor y Redentor.

María será el terreno fértil (Mt 13, 23), en la cual, sembrada la Semilla del Verbo, se
germinará aquel santo fruto, pregonado por Isabel en aquella visita de la Madre de Dios en su
casa de Judá, al decirle: “Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre” (Lc 1,
42). Acto seguido, María pronunciará ese bello cántico del Magníficat, recordando que Dios
está con los humildes y los sencillos, y que Él, en su infinita misericordia, auxiliará a Israel su
siervo, como lo había prometido a sus antepasados (Lc 1,46-55). Se cumple en María lo que
repetíamos en el salmo: “Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas” (Sal
98, 1).

Pudiésemos, entonces, seguir el ejemplo de María, para que la Palabra que sale de la boca de
Dios no retorne a Él vacía, sino que cumpla el propósito para la que ha sido destinada (Is 55,
11). María es muy digna de ser tomada como modelo de vida, pues su actitud es provocadora,
y estimula a acoger la Palabra de Dios para ponerla en práctica.

Por ejemplo, si la Palabra nos pide ayudar al prójimo en sus necesidades, podemos mirar a
María, quien, luego de haber recibido el anuncio del ángel, y movida por la Palabra
encarnada en su vientre, se dispuso a servir a su prima Isabel en los tres meses que le faltaban
para dar a luz a Juan el Bautista (Lc 1, 39-40).
Si la Palabra nos pide tener paciencia con los defectos de los demás, busquemos a María, y
que Ella nos enseñe a sobrellevar esas faltas, así como Ella lo hizo, cuando su Hijo Jesús se
perdió tres días, hasta encontrarlo en el Templo con los sacerdotes (Lc 2, 41-51).

Si la Palabra nos pide dar un buen consejo a quien lo necesita, debemos ser solícitos como
María, puesto que, en las bodas de Caná, supo dar a los sirvientes el mejor consejo que
podamos transmitirle a los demás: “Haced lo que Jesús les diga” (Jn 2, 5). Y si la Palabra nos
pide perdonar a los que nos ofenden, ciertamente María nos puede ayudar en ello, pues Ella
misma se asoció a las palabras de su Hijo en la cruz, quien repetía: “Padre, perdónalos,
porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Así, con toda seguridad, Ella lograba perdonar a
los verdugos de Jesús.

En María se cumplen los elogios de su Hijo, al afirmar que Ella es dichosa y bienaventurada,
porque escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica (Lc 8, 21. 11, 2728).

Queridos misioneros de la Comunidad Lazos de Amor Mariano. A ustedes me dirijo ahora,


en esta solemnidad de la Inmaculada Concepción. Tienen ante sus ojos tres figuras que han
dado diferentes respuestas a la acción de Dios en sus vidas. La primera, Eva, que desobedece
a Dios, pretendiendo, por soberbia, igualársele. Segundo, los fariseos, que niegan la obra del
Espíritu Santo. Y, por último, María, jardín cercado de Dios (Cant 4, 12), abierta de manera
generosa a los designios de la Divina Providencia.

De los dos primeros, no hay un retrato fijo en este momento. De la tercera, de María,
ciertamente que sí, porque “la mujer que honra a Dios es digna de alabanza” (Prov 31, 30).
¡Véanla allí! Esa imagen representa la Inmaculada Concepción, y no porque tenga la luna
bajo sus pies, que nos recuerda a la mujer del Apocalipsis (12, 1) o a Nuestra Señora de
Guadalupe. Tampoco es la Inmaculada porque viste un manto celeste, que recuerda su pureza
y virginidad. Es la Inmaculada Concepción porque su rostro está levantado, mirando hacia el
cielo. La mayoría de las imágenes de la Inmaculada la presentan así, y es porque María
siempre tuvo su mirada fija en Jesús (Heb 12, 2), puesto que Ella misma se fio por completo
y sin medida en el Dios que la amó y la escogió en la persona de Cristo, antes de la creación
del mundo, para que fuese santa e irreprochable ante Él por el amor (Ef 1, 4). María nunca se
desvió de los planes de Dios, ni a derecha ni a izquierda (Prov 4, 27), ya que Jesucristo, su
Hijo querido, fue su más grande tesoro, y donde estaba su tesoro, allí también estaba su
Inmaculado Corazón (Mt 6, 21).

Misioneros: la gracia que María ha encontrado ante Dios es tan exclusiva como la vocación
que cada uno tiene en la Iglesia y en el mundo, pero su actitud ante la Palabra ciertamente nos
confronta y nos afecta de alguna manera.

Ustedes están a tiempo de prestar oído al Dios que les habla. ¿Y cómo se acerca, me
preguntarán? Pues Él conversa con cada uno, de la misma manera que lo hizo con María: por
medio de un ángel. Tantos ángeles que, en la vida, se acercan a ustedes para brindarles
buenos consejos. Piensen, por ejemplo, en sus padres, en sus maestros, en sus sacerdotes, en
sus directores de comunidad. En fin, tantas personas que buscan, con sus palabras y ejemplos,
que caminen por las sendas del bien y del amor.
Asimismo, Dios les invita a seguirle de una manera personal, más por amor que por
resignación. Sería bueno que se abrieran, como María, al proyecto de Dios en sus vidas,
preguntándole constantemente qué quiere y qué espera de ustedes. Seguramente, el Padre
Dios desea un mejor comportamiento en la casa, en la universidad, en el trabajo, en la calle, e
incluso en el templo. Cuando cada uno da buen ejemplo en esos lugares, pueden provocar a
otras personas para que sigan vuestro comportamiento ejemplar. Y en la iglesia, cuando todos
los vean, desde el más pequeño hasta el más anciano, sabrán que la Eucaristía es lo más
sagrado y valioso del mundo.

En todo caso, tengan siempre un corazón generoso y disponible ante lo que Dios les pida, y
tengan también el valor de decir como María: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mi
según tu Palabra” (Lc 1, 38).

¡Preparémonos! Preparémonos para la Liturgia Eucarística, y permitamos que sea Dios quien
venga a morar en nuestros corazones. Pero antes, hagamos un momento de silencio, y
dejemos que esta Palabra que hemos escuchado y meditado penetre en lo más íntimo del
alma, y cale en lo más íntimo del corazón.

A Dios, que merece toda alabanza, porque se acuerda de su misericordia de generación en


generación, sea el honor, el poder y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

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