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LA ENCRUCIJADA DE CAPERUCITA

Por Silvia Bleichmar

Caperucita Roja no es ingenua por haberle creído al lobo, sino por haber convertido la evidencia
de las enormes orejas, la gran nariz, las manos peludas, en objeto de una interrogación al servicio
de la desmentida, buscando en las respuestas que recibía una racionalidad que anulara su
profunda sospecha de que no estaba, en realidad, ante su abuelita. Por eso, en lugar de huir,
siguió preguntando, no a la búsqueda de la verdad que de algún modo conocía, sino en el intento
de que la respuesta oficiara al servicio de su deseo de anulación de la percepción: orejas grandes
para oírte mejor -qué mayor halago que ese- manos grandes para tocarte mejor -qué hermoso,
cómo me quiere mi abuelita-, ojos grandes para mirarte mejor -soy tan bella, objeto de la mirada
amorosa que requiere ojos grandes para poder apreciarla. Boca grande para comerte mejor, y ya
es tarde, ya está en las fauces y en la barriga del lobo, hasta que alguien venga a liberarla, porque
no sólo ha quedado atrapada sino que ha cedido las pocas fuerzas que tenía para evitar su captura
o destruir a su captor.

La ingenuidad no es una virtud, y si se la presenta como tal es porque en ella se sostiene el


usufructo de quienes se aprovechan del que la padece en beneficio propio, ya que esta se
caracteriza por un ejercicio de la creencia sin empleo de juicio crítico para separar lo verdadero de
lo falso, lo posible de lo imposible, y, muy en particular, y ese es su mayor problema, para
desestimar el reconocimiento de aspectos visibles de la realidad que descalificarían el deseo de
que esta fuera diferente.

Pero, como lo demuestra Caperucita, detrás de la ingenuidad hay un deseo de obtener algo, y si
bien la víctima de su propia ingenuidad podría merecer nuestra simpatía, es indudable que su
motivación no es tan pura como se supone: quien compra un billete premiado de lotería, cree
aprovecharse de un paisano que debe volver a su pueblo para hacerse cargo de un pariente
enfermo; quien compra un buzón, supone que el pobre hombre que se lo está vendiendo ya no
puede estar en esa esquina porque padece alguna tragedia que lo captura; y, sin duda, quien
compra la presunta honestidad de un dirigente político corrupto, lo hace a expensas De cerrar los
ojos a la evidencia para lograr algún tipo de usufructo que no es necesariamente complicidad en el
robo pero sí cierto status quo que le garantiza no modificar las condiciones en las cuales sobrevive,
instalado muchas veces sólo en un séquito que lo protege y al mismo tiempo le impide darse
cuenta de que si el mundo exterior está lleno de temores desconocidos, también lo está de
oportunidades que no se adquieren sin riesgo.

La ingenuidad, francamente, me produce rechazo. De ingenuos está llena la complicidad de “los


inocentes” con el terrorismo de Estado, con los ladrones de bienes públicos, con los golpeadores
familiares, con la injusticia en general. El ingenuo, “el inocente”, como diría Broch, no es sino
alguien que cierra los ojos a la amenaza o sufrimiento hasta que este se le viene encima. La
ingenuidad política es, también, des-responsabilidad.
Por el contrario, la esperanza, si bien se esfuerza sobre el cumplimiento de un deseo, sostiene su
racionalidad en la apreciación de los hechos de la realidad, y en su posibilidad de incidir en ellos.
Se tiene esperanza no sólo cuando se aspira a que algo cambie en una dirección deseable, sino
también cuando se avizoran las condiciones que lo posibilitan; y más esperanza se tiene cuando se
participa de la posibilidad de lograrlo. A diferencia de un iluso, pariente demenciado del ingenuo,
la esperanza implica una evaluación de las condiciones de realización futura de un logro no
alcanzado. Pero como tal, implica un reconocimiento de los recursos posibles y de su empleo.

Que la esperanza se sostenga sobre el trasfondo de los sueños de los seres humanos es inevitable:
en el horizonte mismo está aquello que se anhela, pero se sabe que sólo traza una dirección de
recorrido, y no realmente una meta. Del mismo modo ocurre con la Utopía, el error es
considerarla objetivo político y no horizonte ético de la acción, ya que en los principios que
sostienen su vigencia trasciende la posibilidad de rehusarse a la desigualdad como destino y al
sufrimiento de las mayorías como única opción viable. Los descreídos pretenden que todo
esperanzado es un ingenuo. En realidad, atacan la esperanza desde un lugar que está signado por
la desilusión. Como las jovencitas que no creen en el amor porque al primer desencuentro se
convencieron de que no hay príncipe azul y en razón de ello afirman que toda enamorada es una
ingenua – ya que el hombre encontrado nunca será el de la imagen soñada-, corroen las
posibilidades de vida de quienes luchan por hacer realidad sus sueños y por aceptar que entre el
espacio virtual del deseo y el espacio real de la vida no necesariamente hay disociación pero sí un
recorrido que sólo se acorta, sin agotarse nunca, con acciones tendientes a modificar la distancia.
El desencantado es en realidad un ingenuo que anuló su propia percepción de la realidad,
desmintió los aspectos desilusionantes, confió de manera pasiva en que esta se le diera como la
deseaba, y vive añorando su propia creencia pero avergonzado por ella ya que nunca terminó de
protagonizarla.

Como Caperucita, que al menos tiene la dignidad de no acusar al lobo de haberla engañado ya que
sería inadmisible aún para su infantil inteligencia reprocharle al lobo que sea lobo, el ingenuo
desengañado debería reconocer que, como dice Amos Oz, “la desilusión es el sobreprecio
acumulado del autoengaño”. Por el contrario la esperanza, como el amor, siempre está presta a
encontrar nuevos objetos en los cuales realizarse, a los cuales ceder la posibilidad frustra de los
proyectos anteriores.

Publicado en: Caras y Caretas. Buenos Aires, julio de 2005, año 44, nº. 2188, p. 52.

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