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EL DISCURSO
EN ACCIÓN
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tllltU H IA l DEL HOMBRE Ediciones de la Universidad Autónoma de Madrid
EL DISCURSO EN ACCIÓN
AUTORES. TEXTOS Y TEMAS
FI LOSOFÍA
Colección dirigida p o r Jaum e M ascaré
33
Ángel Gabilondo
EL DISCURSO
EN ACCIÓN
Foucault
y u n a ontología del presente
7
vez de hablar en lugar de, replantea no sólo la tarea del
intelectual sino la del pensar mismo. Pero llevar al límite
las posibilidades de este pensar implica un auténtico to
m ar la palabra, en el que el análisis estricto del decir
como discurso resulta insuficiente. La tarea se encam ina
ya a lo que condiciona, lim ita e institucionaliza el decir
m ism o. Los procedim ientos, ahora, no son únicam ente
discursivos. El estudio lo será, por tanto, tam bién de toda
una serie de prácticas.
No cabe po r ello sino definir las condiciones en las
que el hom bre problem atiza lo que es y lo que hace, y el
m undo en el que vive. En definitiva, no se trata de legiti
m ar lo que ya se sabe y saciarse con lo supuestam ente
pensado, ignorando el auténtico sentido que para Fou-
cault tiene la actividad filosófica: «el trabajo crítico del
pensam iento sobre sí m ism o».1 Pero subrayar los límites
de aquel decir no pretende un m odo de proceder ilim ita
do, sino m ás bien llevar radicalm ente hasta las últim as
consecuencias tal decir, esto es, hacerse cargo de sus lím i
tes. Queda claro que no cabe identificar lo dicho con el
decir mismo, que no se trata tam poco sin m ás de obsesio
narse pretendiendo decir lo no dicho sino de crear el es
pacio y subrayar las condiciones para que de hecho sea
—siquiera com o no dicho— legible y soportable. «¿Cómo
hacer que el hom bre piense lo que no piensa, habite
aquello que se le escapa en el m odo de una ocupación
m uda...?»2
Decir soportable es reconocer que, si bien la verdad
disloca, tal dis-locación acontece en ese tenerse en los lí
mites, los del propio cuerpo com o sujeto de enferm edad y
de m uerte, sujeto de deseo, los de los juegos de verdad en
los que el hom bre se da a pensar su ser propio; tenerse
en los lím ites com o cuidar y ocuparse del gobierno de sí y
de los otros (del tipo de relación que se tiene con ellos),
tenerse en los límites com o hacerse cargo de u n a época...,
es una restitución del decir en su carácter de aconteci
m iento, u n a recuperación del decir com o lugar de em er
gencia de u n a verdad posible. Este decir verdadero, am e
nazado por el discurso qüe se satisface en lo dicho, es un
8
decir activo, un discurso en acción. «Antes aún de prescri
bir, de esbozar un futuro, de decir lo que hay que hacer,
antes aún de exhortar o sólo de dar alerta, el pensam ien
to, al ras de su existencia, de su form a m ás m atinal, es en
sí m ism o u n a acción, un acto peligroso.»3 El discurso así
leído no im pone la unidad de la gram ática general, sino
que se desparram a de la m ano del hom bre que, des-pren
dido, se m uestra ocupado en el gobierno de sí y de los
otros.
Acercarse desde esta perspectiva a los textos es reco
nocer en todo m om ento que ellos no son tenidos, sino
m ás bien m ostrar que algo de ese decir siem pre fracasado
queda en ellos retenido. No cabe duda de que Foucault
nos ha dado pie p ara «re-copiar», «fragm entar», «repetir»,
«imitar»..., incluso para «desdoblar» y «hacer desapare
cer» sus trabajos.4 Pero, en cualquier caso, consideram os
que no cuidaríam os suficientem ente de nosotros mism os
y de nuestra época «utilizándolos» sin más. Si Foucault
ha de considerarse algún día com o un clásico —siquiera
en el m odo de la ausencia— es aún m om ento, tal vez en
la dirección antes señalada, de atender a lo que en él se
dice y de inscribirse en ese decir. En este sentido hemos
eludido la tram pa de los grandes adjetivos, clasificaciones
y valoraciones, no entrando en refutaciones, argum entos
(lo que dice, lo que dicen que dice) ni com paraciones, ni
búsquedas de un origen (esto ya lo dijo...).5 Ni un único
sentido duerm e esperando ser liberado por nuestra genia
lidad, ni la atención al decir es tan des-pistada que no lea
lo dicho. Ciertam ente la labor de este cartógrafo de nuevo
cuño (en expresión de Deleuze) no es reflejar el terreno,
pero nos ofrece planos destinados a orientarse en este por
ahora incipiente pensar.
No hem os tem ido por ello seguir sus propias sugeren
cias. El trabajo que ofrecemos se articula según los tres
ejes o ám bitos de genealogía que Foucault señala como
posibles: el eje saber-verdad, la praxis del poder y la rela
ción ética;6 ejes que, asum iendo el tipo de confrontación
que los textos firm ados por Foucault tienen consigo m is
inos, posibilitan el alum bram iento de aquello que a su vez
9
«brilla por su ausencia». En esa m edida se funda nuestro
presente en las regiones que esta actividad potencia.
«Contar» a Foucault en ese esquem a es no sólo contar con
él, sino asim ism o dar cuenta de lo dicho para que retom e
el decir. En este nuestro juego, nada inocente po r cierto,
es en el que se establecen una serie de estrategias de rela
ciones que funcionan tam bién como un dispositivo. Preci
sam ente es como «contar» dónde, en el cuidar de noso
tros m ism os, dichas relaciones se ofrecen en su apertura.
La existencia com o arte y como estilo queda aún por ha
cer... pero se abre con ello el espacio en el que cabe
hacerse; el espacio para lo impensado.
NOTAS
10
I
1
La palabra y su transgresión
11
No hay comienzo ni final, no hay ninguna manera de ga
nar o perder.
¿Cómo dar con la presencia de un sentido? ¿En qué
lugar? ¿Es la desconstrucción del sentido, la desconstruc
ción del sistema?...
La irrupción es del «yo hablo» que deja surgir su em
plazamiento vacío. Lejos así del yo pienso...
¿Cómo leer la ausencia del libro?
12
m anecer en ellas, con la consiguiente seducción de «ceder
la palabra» a sus form as extrem as, encuadradas en el
m arco señalado po r los nom bres dados.
Ante esta im potencia, tal vez no queda sino «reconocer
un día la soberanía de esas experiencias, y tra ta r de aco
gerlas: no se trataría de liberar su verdad —pretensión
irrisoria, a propósito de esas palabras que son p ara noso
tros lím ites—, sino de, al fin, liberar a p artir de ellas
nuestro lenguaje. Sería suficiente hoy con preguntarnos
cuál es ese lenguaje no discursivo que se obstina y se
rom pe desde hace dos siglos4 en nuestra cultura, de dón
de proviene ese lenguaje que no es acabado, ni sin lugar a
dudas dueño de sí».5
El filósofo queda envuelto por el hecho de no habitar
la totalidad de su lenguaje com o u n dios secreto y todo-
parlante. Descubre que hay, a su lado, un lenguaje que
habla y del que no es dueño... y sobre todo que incluso él
en el m om ento de hacerlo no se halla siem pre en el inte
rior de su lenguaje de la m ism a m anera —expresión de su
escisión—.
Nos topam os de este m odo con el lím ite de dicho len
guaje que designa su «línea de espuma», dada la im posi
bilidad de añadirle im punem ente la palabra que sobrepa
sara todas las palabras colocándose en las fronteras de
todo lo decible. Se dibuja así una experiencia singular: la
de la transgresión, com o gesto que concierne a ese límite.
No quedan, por tanto, las puertas cerradas a todo len
guaje. De ahí que ante el interrogante de si sería una gran
ayuda señalar, po r analogía, que habría de encontrarse
para lo negativo un lenguaje que sería lo que la dialéctica
h a sido para la contradicción, Foucault estim a que «es
mejor, sin duda, intentar hablar de esta experiencia y h a
cerla hablar en el vacío m ism o del desfallecim iento de su
lenguaje, allí donde precisam ente las palabras le faltan,
donde el sujeto que habla viene a desvanecerse».6 De este
m odo no sólo no se m uere y se pierde el lenguaje sino
que, po r el contrario, se introduce la experiencia filosófica
en él y a través de este m ovim iento se dice lo que no
puede ser dicho: así se da la experiencia del límite. «Qui
13
zás la filosofía contem poránea ha inaugurado, descu
briendo la posibilidad de u n a afirm ación no positiva, una
dislocación cuyo único equivalente se encontraría en la
distinción hecha por K ant del “nihil negativum" y del "ni-
hil privativum ”, distinción que com o se sabe abre el cam i
no del pensam iento crítico. Esta filosofía de la afirm ación
no positiva, es decir, de experiencia del límite, es, en mi
opinión, la que B lanchot ha definido m ediante el princi
pio de contestación. No se trata allí de u n a negación ge
neralizada sino de una afirm ación que no afirm a nada: en
plena ruptura de transitividad. La contestación no es el
esfuerzo del pensam iento para negar existencias o valo
res, sino el gesto que reconduce a cada u n a de ellas a sus
límites, y m ediante ello al lím ite en que “se cum ple” la
decisión ontológica; contestar es ir hasta el corazón vacío
donde el ser alcanza su límite y donde el lím ite define al
ser.»7
Es esta perspectiva precisam ente en la que Foucault
llega a hablar, a p artir de los fenóm enos de autopresenta-
ción del lenguaje, de una «ontologta de la literatura», dada
la presencia repetida de la palabra en la escritura, lo que
confiere a una obra un estatuto ontológico.8 Se trata de
lograr, en concreto, una perspectiva inédita de lo real m e
diante un nuevo ejercicio de descripción, ahora m inucio
sa, objetiva y «cosista»,9 «La “descripción” aquí no es re
producción sino m ás bien descifram iento: em presa m e
ticulosa para desenm ascarar esa m araña de lenguajes di
versos que son las cosas, para rep o n er cada u n a en su
lugar natural y h acer del libro el em plazam iento blanco
donde todas, tras descripción, puedan reencontrar u n es
pacio universal de inscripción. Y está sin duda ah í el ser
del libro, el objeto y lugar de la literatura.»10
Es en el espacio donde el lenguaje se desplega y desli
za sobre sí m ism o, donde determ ina sus elecciones y di
buja sus figuras y traslaciones, aquello en lo que nos es
dado y viene hasta nosotros, lo que hace que hable. Ya no
es, com o p ara Blanchot, «escribir p ara no m orir». Es el
«hablar p ara no m orir». Sigue habiendo, con todo, una
instancia, no sólo al espacio, sino asim ism o al lugar.
14
«Hoy el espacio del lenguaje no es definido por la Retóri
ca, sino por la Biblioteca, mediante el parapeto al infinito
de los lenguajes fragmentarios.»11 Se recobra así, inespe
rada y materialmente, el punto ciego del que nos vienen
las cosas y las palabras en el momento en el que van a su
lugar de reencuentro.
El lenguaje queda, de este modo, «cosificado», mien
tras las cosas son, de nuevo, texto. «Se trata, por trasmu
tación (y no sólo por transformación), de hacer aparecer
un nuevo estado filosofal de la materia del lenguaje; este
estado insólito, este metal incandescente fuera del origen
y de la comunicación es entonces "parte del” lenguaje y
no “un” lenguaje, aunque fuese excéntrico, doblado, ironi
zado.»12 Lejos, pues, de toda mística del texto. «Por el
contrario, todo el esfuerzo consiste en materializar el pla
cer del texto; en hacer de él un objeto de placer como
cualquier otro.»13
La experiencia del límite y el permanecer en él sin de
fraudar ni abandonar el lenguaje —la transgresión— no
es, por tanto, un proceso de «espiritualización inte
riorizante» que conduzca a un éxtasis silencioso ante lo
inexpresable. «De hecho, el acontecimiento que hace na
cer lo que en sentido estricto se entiende por “literatura”
no es del orden de la interiorización más que para una
mirada superficial; se trata más bien de un paso al “exte
rior”; el lenguaje escapa... a la dinastía de la repre
sentación.»14
El acceso a la epidermis supone la posición en el ám
bito en el que lo que se dice queda com o dicho, con una
contundencia y persistencia tales que incluso lo no dicho
se hace patente en ese decir. Se trata de lo que Barthes ha
calificado com o «el paraíso de las palabras»: todos los sig
nificantes están allí pero ninguno alcanza su finalidad
(una suerte de franciscanismo convoca a todas las pala
bras a hacerse patentes, darse prisa y volver a irse inme
diatamente).15
Sería erróneo, con todo, considerar que se trata de in
teriorizar lo exterior, de reconducirlo al interior. No es
cuestión de buscar una confirmación, sino una extremi-
15
form aciones a ese m ism o nivel y en ese m om ento la
transgresión será m ás bien una fidelidad. En este sentido,
cam ina hacia lo impensado, que es la apertura m ism a del
pensam iento, un cam ino «sin térm ino ni prom esa». Se
tratará de un p ensar no «verdadero», sino «justo» (pensar
justam ente lo que ha de pensarse, lo que «puede» pensar
se): m antener el pensam iento a u n a distancia adecuada
respecto a lo im pensado. Hacerlo venir m ediante un pro
ceso regular y posibilitar su emergencia. «No puede pen
sarse, reconocerse y prestarle palabras sino u n a vez que
ha venido el día plenam ente y la noche ha retornado a su
incertidum bre. De m anera que no podem os pensar m ás
que esta disposición —pasión de nuestra estupidez—: no
pensam os todavía.»23
18
Será necesario cuestionar la distribución originaria de lo
visible, en la m edida en que está ligada a la división de
lo que enuncia y de lo que calla; entonces aparecerán en una
figura única las articulaciones de los lenguajes y de sus
objetos. H ará falta d ar con este espacio lleno, en el hueco
del cual el lenguaje tom a su volumen y su m edida.28
Foucault busca de este m odo «introducir el lenguaje
en esta penum bra en la que la m irada no tiene palabras.
Descubrir no será leer bajo un desorden una coherencia
esencial, sino llevar algo m ás lejos la línea de la espum a
del lenguaje, hacerle m order esa región de arena que está
aú n abierta a la claridad de la percepción, pero que no lo
está ya a la palabra fam iliar».29 Las distancias abiertas
anteriorm ente para m antenernos en el filo de la grieta del
lenguaje nos conducen a un «más allá» presente en su
superficie. Ya no es suficiente siquiera con verlo, ni si
quiera con escucharlo. Cobra con ello vigencia aquello en
lo que se convierte la filosofía hegeliana, «en la fórm ula
de la general obligación de no ser ingenuo».30
La atención es, así, una suerte de tensión que insta a
hacer la experiencia y a no dejarse prender por la insis
tencia de las hipótesis, diluyendo toda obstinación e im
perm eabilidad que nos instalaría en la ficción.31
De este modo, Foucault ha sido encuadrado en la hete
rogénea lista heredera de la era del recelo, con u n a sim
bólica referencia delim itada po r el triángulo Marx-Nietz-
sche-Freud, y que han venido a denom inarse «artistas de
la suspicacia» y «m aestros de la sospecha», configurado-
res de la detentación de fuerzas (bien sea socioeconóm i
cas, bioquím icas o axiológicas) que producen efectos de
superficie. Si bien a lo largo del texto em ergerán, siquiera
puntualm ente, las conexiones y las distancias de Foucault
respecto a estos autores, conviene destacar, desde u n
principio, lo especial de estas relaciones aparentem ente
subterráneas. Baste con señalar, a m odo ilustrativo, el
funcionam iento de ellos en su trabajo.
La singular presencia de Marx: «Hay tam bién por mi
parte una especie de juego. A m enudo cito conceptos, fra
ses, textos de Marx, pero sin sentirm e obligado a adjuntar
19
la pequeña pieza autentificadora que consiste en hacer
u n a cita de Marx, poner cuidadosam ente la referencia a
pie de página y acom pañar la cita con una reflexión elo
giosa. Por m edio de esto, uno es considerado com o al
guien que conoce a Marx, que respeta a M arx y que se
verá honrado por las revistas “m arxistas”. Cito a Marx sin
decirlo, sin poner comillas, y, com o no son capaces de
reconocer los textos de Marx, paso por aquel que no cita
a Marx. ¿Acaso un físico, cuando hace física, experim enta
la necesidad de citar a Newton o a Einstein? Los utiliza,
pero no tiene necesidad de comillas, notas a pie de página
o aprobación elogiosa que m uestre hasta qué punto es fiel
al pensam iento del M aestro».32
La decidida utilización de Nietzsche: «Yo, a la gente
que quiero, la utilizo. La única señal de agradecim iento
que se puede testim oniar a u n pensam iento com o el de
Nietzsche es precisam ente utilizarlo, deform arlo, hacerlo
chirriar, gritar. Que los com entadores digan que uno es o
no fiel no tiene ningún interés».33
Y el decisivo papel de Freud en el tem a que nos ocupa:
«Comprendió m ejor que nadie que la fantasm agoría del
sueño escondía aún m ás que lo que m ostraba y no era
sino un com prom iso poblado por completo de contradic
ciones».34
Ciertamente, «la situación que se ha creado hoy al len
guaje im plica est’a doble posibilidad, esta doble solicita
ción, esta doble urgencia: por un lado, purificar el discur
so de sus excrecencias, liquidar los ídolos, ir de la ebriedad
a la sobriedad, hacer de una vez el balance de nuestra
pobreza; po r otro, u sar el m ovim iento m ás nihilista, más
destructor, m ás iconoclasta, para dejar hablar lo que una
vez, lo que cada vez se dijo cuando el sentido apareció de
nuevo, cuando el sentido era pleno; la herm enéutica me
parece m ovida por esta doble motivación: voluntad de
sospecha y voluntad de escucha».35
Ello nos conduce, en una prim era instancia, a la «de
construcción» de la form a concreta de la institucionaliza-
ción de los valores, «deconstruir» las m odalidades de co
nocim iento dom inantes m ediante —como m ás adelante
20
señalarem os— la puesta entre paréntesis m etódica de los
presupuestos y verdades com únm ente aceptados y su sus
titución por una investigación de la historia efectiva de
las condiciones de su emergencia. Sospechar para crear
condiciones que posibiliten el acceso a la palabra de ins
tancias silenciosas y silenciadas. «“Deconstruir” la filoso
fía sería así pensar la genealogía estructurada de sus con
ceptos de la m anera m ás fiel, m ás interior, pero al m ism o
tiempo, desde un cierto exterior incalificable por ella, in
nom brable, determ inar lo que esta historia h a podido di
sim ular o prohibir, haciéndose historia por esta represión
interesada en alguna parte.»36 (Con la salvedad de que lo
«innombrable» —aquí— puede encontrar las condiciones
para su presencia en el lenguaje y hacer que esa «alguna
parte» se evidenciae, com o espacio de un discurso.)
Sospechar es, por tanto, «deconstruir» la representa
ción, las astucias de lo Mismo, buscando m ediante una
labor controlada «ir no sólo contra el presente, sino con
tra la ley del presente»,37 no sólo contra lo que se m ani
fiesta com o «todo y lo auténtico» que hay, sino contra lo
que im posibilita que em erja «lo real».
La «deconstrucción» se presenta así com o pensam ien
to diferencialista. Precisam ente —como verem os m ás ade
lante— la arqueología en Foucault «no tiene com o pro
yecto sobrepasar las diferencias, sino analizarlas, decir en
qué consisten exactam ente, diferenciarlas».38 De nuevo la
descripción es descifram iento, el arte de ilum inar las su
perficies. Posibilitar la diferencia es, en esta m ism a m edi
da, la creación-recreación de las condiciones para con
tem plarla en su diferenciar. El objetivo no es centrarla ni
sistem atizarla, sino desplegar una dispersión. No hay tal
sistem a único de diferencias ni unos ejes absolutos de re
ferencia, sino u n m ero desparram am iento. Se tra ta de ha
cer las diferencias, constituirlas como objetos, analizarlas
y definir su concepto. Se produce así en Foucault el cruce
de los tem as tópicos de la filosofía de su tiem po con los
procedim ientos que la literatura descubre en su seno.39
Con ello, no dam os, por fin, con la definitiva respuesta
—queda p o r ver en qué m edida no la hay— que nos sitúa
21
en la tierra prom etida de las palabras. Es preciso incluso
sospechar de la sospecha m ism a. «El vacío de la eviden
cia, la ficción de lo verdadero, la duplicidad de lo único,
el alejam iento de la presencia, la carencia del ser... esto es
poco, es necesario sospechar de la sospecha»40 a fin de no
caer en la fe segunda del herm eneuta, «fe razonable,
puesto que interpreta, pero fe, porque busca, p o r la inter
pretación, una segunda ingenuidad».41
Resulta problem ática, con todo, la lectura de los efec
tos de la «deconstrucción» desde una perspectiva no cons
tructiva. Concretam ente, parece claro que se trata de ad
vertir el proceso de reconstrucción que ello supone. «De-
construir» la filosofía nos conduce —como ya hemos
señalado con anterioridad— a pensar la genealogía es
tructurada de sus conceptos. Se trataría de ver en qué
m edida esa «deconstrucción» es una destructuración.42
No cabe sino inscribir esta sospecha en la perspectiva
de un proyecto ontológico, cuyo alcance puede ser discu
tido pero cuya dim ensión resulta innegable. En definitiva,
se trata de ensanchar ese m arco dentro de lo que lo real
es tolerable, com o expresión de posibilidad efectiva. Hay
una instancia a hacer em erger —no, aparecer— lo real.
No faltan quienes han leído esta dim ensión insistiendo
en que la actitud «ontológica» de «la filosofía de la sospe
cha» resulta patente po r cuanto «el significado de la con
ciencia se configura com o un m ero “producto" de la
m eta-conciencia, o sea, com o ideología».43 Desde su pun
to de vista, fuerzas inconscientes en recíproca dialéctica
con la conciencia la configuran com o instrum ento para
ocultar el pensam iento. La realidad no está p o r ello dada,
sino construida, producida; hasta el punto de que la reali
dad experim ental es tanto dada como producida y el sig
nificado del ser dado está en el ser producido. El fenóm e
no es concebido com o un producto ontológico de otra
«realidad», p o r lo que no cabe la neutralidad. Así, el pen
sam iento no se lim ita a «revelar» el ser, sino que «vela» el
ser. P o r consiguiente, no es suficiente con plantear el pro
blem a en térm inos de ser-pensam iento, sino que h a de
hablarse de inconsciente-consciente, desconocido-m ostra
22
do. De ahí que a la concepción del saber com o «revela
ción» ha de oponerse el saber com o «ideología», con lo
que la teoría de la verdad se transform a en teoría de la
ideologización.44
Hay, sin em bargo, otras preocupaciones no m enos
«ontológicas» y que responderían m ás a las propias claves
de Foucault. «El punto de ru p tu ra sobrevino el día en que
Lévi-Strauss, en cuanto atañe a la sociedad, y Lacan, por
cuanto concierne al inconsciente, m ostraron que el “senti
do” no era probablem ente sino una especie de efecto de
superficie, una centella, una espum a; pero lo que atrave
saba profundam ente, lo que existía prim ariam ente, lo que
se sostenía en el tiem po y en el espacio, era el “siste
m a”.»45 Q ueda así perfilada toda form a de saber como
producto de una estructura inconsciente y heterogénea.
Se tratará de ver en qué m edida la instancia del sistem a
juega asim ism o com o espum a, en un efecto superficial, ya
que tal vez la sospecha nos induzca precisam ente a hacer
del sistem a espum a, a incorporar su lenguaje a la superfi
cie m ediante la habilitación del m arco adecuado definido
por el hecho de posibilitar su enunciación.
La elaboración por Freud de la categoría herm enéuti
ca de «síntoma» («no es el sueño soñado lo que puede ser
interpretado, sino el texto del relato del sueño [...] de nin
gún modo es el deseo com o tal lo que se halla en el cen
tro del análisis, sino su lenguaje»)46 nos sitúa cuanto m e
nos ante u n a referencia «clásica» para encuandrar el
asunto, ya que nos rem ite al problem a de la interpreta
ción.47 Ello reabre la grieta de la distancia entre el texto y
lo que acontece y nos obliga a situarnos en el lím ite cuya
experiencia vendrá asum ida po r un discurso. El problem a
ya no es tanto si dicho discurso precisa ser interpretado
sino si puede serlo. Quizás su m aterialidad nos im ponga
sim plem ente hablar y escribir de él. Pero, ante el p rota
gonismo del texto, ¿por qué no interpretar? y, además,
¿cómo hablar sin hacerlo?
La pregunta nos rem ite ahora a la emergencia: ¿De
qué m odo viene la palabra al discurso? ¿Cómo llega el
deseo? «¿Cómo frustra el deseo a la palabra y a su vez
23
fracasa él m ism o en su intento de hablar?»48 Hay en todo
ello un serio esfuerzo por «recuperar la lógica del reino
ilógico», po r liberar la conciencia m ediante u n a adecuada
tom a de conciencia, por establecer u n a nueva relación en
tre lo patente y lo latente... con lo que el problem a nos
sitúa ante una exégesis del sentido, u n descifram iento y,
de nuevo, una intepretación; requerida, en definitiva, por
una expresión lingüística «de doble sentido»49 que nos co
loca en un espacio simbólico.
No es, sin embargo, el objetivo prim ario de Foucault
u n a labor herm enéutica de descifram iento (por otra p ar
te, a todas luces necesaria), ni siquiera la em ergencia de
sentido: «... lo que para m í era im portante y quería anali
zar era, m ás que la aparición del sentido en el lenguaje,
los m odos de funcionam iento de los razonam ientos en el
interior de una cultura determ inada: ¿Cómo es posible
que u n razonam iento pueda funcionar en determ inado
período com o patológico y en otro com o literario? Lo que
m e interesaba era el funcionam iento del razonam iento,
no su significación».50 La voluntad de sospecha y la vo
luntad de escucha son ahora descifram iento y diagnós
tico.
Hay, en el proyecto de Foucault, por consiguiente, una
opción por una suerte de etnología, analizando las condi
ciones formales, y el funcionam iento de los razonam ien
tos en la cultura. No le es suficiente con encontrarse ante
ellos y aceptar su prepotente presencia. La crítica es aho
ra u n a pregunta por su surgim iento, una cuestión acerca
de la profundidad de los signos, «siempre que no enten
diéram os por esto interioridad, sino, por el contrario, ex
terioridad, secreto absolutam ente superficial».51 Su sospe
cha tiene, por tanto, la «profundidad» de los problem as
superficiales y afecta con una radicalidad que hiere direc
tam ente a lo real. Es una sospecha acerca de la regulari
dad y su funcionam iento, que induce a hablar.
24
C.—En una palabra, usted hace una etnología de nues
tra cultura.
F.—O, al menos, de nuestra racionalidad, de nuestro
«razonar».52
NOTAS
1. Blanchot, Maurice, «L'absence du livre», L'Ephémére, 10 (trad.
cast.: Buenos Aires, Caldén, 1973, 67 pp., p. 30).
2. Foucault, Michel, «Le langage a l'infini», Tel Quel, 15, otoño
(1963), 52.
3. Ibíd., 48.
4. Foucault considera que «esta im posibilidad nos viene de la ap ertu
ra practicada por K ant en la filosofía occidental, el día en el que articu
ló, de m odo aún bien enigm ático, et discurso m etafísico y la reflexión
sobre los lím ites de nuestra razón. Tal apertura ha term inado K ant por
encerrarla en la cuestión antropológica a la que, a fin de cuentas, ha
referido toda cuestión crítica», ibíd., 757. (En el m om ento de hacer esta
consideración Foucault trabajaba en la traducción de Kant, I., Anthropo-
logie du point de vue pragmatique, París, J. Vrin, 1964, 176 pp.)
5. Foucault, M., «Préface á la transgression» (en H om m age á Geor-
ges Bataille), Critique, 195-196, agosto-septiem bre (1963), 758.
6. Ibíd. ,759.
7. Ibíd., 756.
8. Cfr. Foucault, M., «Le langage á l’infini», a.c., 46. Se ha trabajado,
sin embargo, m ás en u n a perspectiva de genealogía que olvida, por m o
mentos, el alcance de este proyecto. Cfr. Prete, Antonio, «Per una genea
logía della letteratura», Aut Aut, 167-168, 245 pp., 175-187.
9. La propuesta coincide con la de Robbe-Grillet, Pour u n Nouveau
Román, París, G allim ard, 1963. Allí se señalan com o superados el Perso
naje (cfr. p. 36), la H istoria (cfr. p. 37), el C om prom iso (cfr. p. 46) y la
Form a y Contenido (cfr. p. 51); superación cuya influencia en Michel
Foucault es evidentem ente decisiva. Foucault m anifesta dicha influencia
en «Distance, aspect, origine» (dedicado a Robbe-Grillet), Critique, 198,
noviembre (1963), 931-946.
10. Foucault, M., «Le langage de l’espace», Critique, 203, abril (1964),
382.
11. Foucault, M., «Le langage á l’infini», a.c., 44.
12. Barthes, Roland, Le plaisir du texte, París, Seuil, 1973 (trad. cast.:
Madrid, Siglo XXI, 1974, 85 pp., p. 43).
13. Ibíd., p. 75.
14. Foucault, M., «La pensée d u dehors», en «Á M aurice Blanchot»,
Critique, 229, junio (1966), 524.
15. Barthes, R., E l placer del texto, o.c., cfr. pp. 15-16.
2.S
16. Foucault, M., «La pensée du dehors», a.c., 528.
17. Foucault, M., «La m étam orphose et le labyrinthe», La Nouvelle
Revue Frangaise, 124, 1 de abril (1963), 638.
18. Es interesante al respecto recordar el excelente estudio de Hegel
sobre «lo interior» en la Fenomenología del espíritu, 2.a reimp., México,
FCE, 1973, 484 pp„ cfr. pp. 88 ss.
19. Foucault, M., R aym ond Roussel, París, Gallimard, 1963, p. 19
(trad. cast.: Buenos Aires, Siglo XXI, 1973, p. 20).
20. Foucault, M., «La m étam orphose et le labyrinthe», a.c., 638.
21. Foucault, M., Les mols et les choses, París, Gallimard, 1966,
p. 317 (trad. cast.: 9.“ ed., México, Siglo XXI, 1978, 375 pp., pp. 297-
298).
22. Ibíd., p. 59 (trad., p. 52).
23. Foucault, M., «Guetter le jour qui vient», La Nouvelle Revue Fran
gaise, 130, 1 de octubre (1963), 711.
24. Proyecto que, cuanto m enos com o tal, se sitúa en línea con el
método interno hegeliano.
25. Canguilhem, Georges, «Morí de l’hom m e ou épuisem ent du cogi
to?», Critique, 242, julio (1967) (trad. cast. en: Análisis de Michel Fou-
cauli, Buenos Aires, Tiem po Contem poráneo, 1970, p. 125).
26. Foucault m arca así sus distancias respecto a la configuración de
los planteam ientos de Deleuze, realizada m ás desde la perspectiva del
pensar: «Pensar ni consuela ni hace feliz». Foucault, M., «Théatrum phi-
losophicum», Critique, 282, noviembre (1970), 904 (trad. cast.: Barcelo
na, Anagrama, 1972, 41). Sin embargo, «hablar es hacer algo, algo
distinto a expresar lo que se piensa». Foucault, M., L ’a rquéologie du sa-
voir, París, Gallimard, 1969, p. 272 (trad. cast.: 5.a ed., México, Siglo
XXI, 1978, 355 pp., p. 351).
27. Foucault, M., Naissance de la clinique. Une archéologie du regará
médica!, París, PUF, 1963, p. 4 (trad. cast.: 4.“ ed., México, Siglo XXI,
1978, 293 pp., p. 20).
28. Ibíd., p. VII (trad., p. 4).
29. Ibíd., pp. 240-241 (trad., p. 173).
30. Adorno, T.W., Tres estudios sobre Hegel, 2.“ ed., M adrid, Taurus,
1974, 195 pp., pp. 89-90.
31. Aristóteles, Metafísica, 7, 1082 b3.
32. Foucault, M., «Entretien su r la prison: le livre et sa méthode», Le
Magazine Littéraire, 101, jun io (1975), 58 pp., 27-33 (trad. cast. en: Micro-
física del poder, M adrid, Las Ediciones de La Piqueta, 1978, 189 pp.,
pp. 100-101).
33. Ibíd., 27-33 (trad., pp. 100-101).
34. Foucault, M., Introducción y notas, en Binswager, Ludwig, Le
reve et l ’e xistence. Brujas, Desclée de Brouw er, 1945, 193 pp., p. 123.
35. Ricoeur, Paul, De l'interprétation. Essai su r Freud, París, Seuil,
1965 (trad. cast. en: Freud: una interpretación de la cultura, 4.a ed., Méxi
co, Siglo XXI, 1978, 483 pp., p. 28).
36. Derrida, J., «Implications» (entrevista con Henri Ronse), Les Let-
tres Frangaises, 1.211, 6-12 de diciem bre (1976); y en Positions, París,
26
Minuit, 1972, p. 15 (trad. cast. en: Posiciones, Valencia, Pre-Textos, 1977,
p. 12).
37. Foucault, M., «Au delá du bien et du mal» (declaraciones recogi
das por M.A. B urnier y Philippe Graine), Actuel, 14, noviem bre (1971)
(trad. cast. en: Conversaciones con los radicales, Barcelona, Kairós, 1975,
173 pp., p. 44; y en Microfisica del poder, o.c., p. 44).
38. Foucault, M., L'archéologie du savoir, o.c., p. 223 (trad., p. 287).
Cfr. asim ism o Foucault, Michael, «Théatrum Philosophicum», a.c., 889:
«... cómo no reconocer en Hegel el filósofo de las diferencias más gran
des frente a Leibniz, pensador de ¡as m ás pequeñas diferencias».
39. Ibíd., p. 268 (trad., p. 345).
40. Blanchot, M., Nietzsche y la escritura fragmentaria, Buenos Aires,
Caldén, 1973, pp. 41-66.
41. Ricoeur, P., De l'interprélation. Essai sur Freud, o.c., trad., p. 29.
42. Ello nos rem ite al problem a de la situación de Foucault respecto
al Estructuralism o, objeto de una reflexión posterior.
43. Corradi, Enrico, Filosofía della «morte dell'uomo». Saggio sul pen-
siero di M. Foucault, Milán, Vita e Pensiero, Publicazioni della Universitá
Católica, 1977 (Collana Filosofía e Scien/.e Umane, 14), 288 pp., p. 23.
44. Cfr. ibíd., pp. 21-28. Encontram os excesivas lagunas en esta plan
team iento, pero sii-va com o expresión —siquiera no del todo proceden
te— de un intento de leer en clave ontológica el proyecto.
45. Foucault, M., «Entretien avec M. Chapsal», Im Quinzaine Littérai-
re, 15 de mayo (1966), 14.
46. Ricoeur, P., De l’interprélation. Essai su r Freud, o.c., trad., p. 9.
47. Ello será objeto de un apartado posterior, p or lo que aquí es
sim plem ente aludido.
48. Ricoeur, P., o.c., trad., p. 9.
49. Ibíd., trad., p. 9.
50. Consideraciones en torno a Raymond Roussel v en cuya perspec
tiva situarem os nuestro posterior análisis sobre el lenguaje y la locura.
Caruso, Paolo, Conversazioni con Lévi-Strauss, Foucault y Lacan, Milán,
U. M ursia & C., 1969 (trad. cast.: Barcelona, Anagrama, 1969, p. 73).
51. Foucault, M., Nietzsche, Freud, Marx, París, Minuit, 1965, Cahiers
de Royaum ont. Philosophie, 7 (trad. cast.: Barcelona, Anagrama, 1970,
57 pp., pp. 29-31).
52. Caruso, P., Conversazioni con Lévi-Strauss, Foucault y Lacan, o.c.,
trad., p. 73.
27
2
28
limitación será objeto de posterior análisis— que a la
ciencia.
No nos parece ingenua la distinción. A través de ella
accedemos al trabajo de Foucault y —ahora sí— abrimos la
puerta a una consideración más atractiva de la afirmación
con la que dialogamos. «Si... consiste en hacer sensible —e
inteligible a la vez— la edificación difícil, contrariada, reto
mada y rectificada del saber*,4 entonces sí cabe hablar de
historia de las ciencias. Y esta perspectiva que Georges
Canguilhem encuentra en la epistemología de Gastón Ba-
chelard, será decisiva en los planteamientos de Foucault.
Y es en tal «historia de las ciencias», «siempre en
acto», en la que cabe comprometer asimismo su proyecto.
Con el trasfondo de cierto método5 que de modo simi
lar desea aplicar a «discursos distintos de los relatos le
gendarios o míticos», reconoce la filiación de su idea res
pecto de los historiadores de las ciencias «y sobre todo
Canguilhem; a él le debo haber comprendido que la histo
ria de la ciencia no está prendida forzosamente en la al
ternativa: crónica de los descubrimientos, o descripciones
de las ideas y opiniones que bordean la ciencia por el
lado de su génesis indecisa o por el lado de sus caídas
exteriores; sino que se podía, se debía, hacer la historia de
la ciencia com o un conjunto a la vez coherente y transfor
mable de modelos teóricos e instrumentos conceptuales».6
De este modo, Gastón Bachelard y Georges Cangui
lhem —quien le sucedió en la dirección del Instituto de
Historia de las Ciencias de la Sorbona— configuran una
perspectiva que consideramos clave para encuadrar con
venientemente la labor de Michel Foucault respecto al
tema que nos ocupa.
Ciertamente Bachelard fue «maestro» de Canguilhem
y éste lo fue de Foucault, pero sería inexacto hablar de
una «escuela epistemológica» en la que difícilmente se si
tuaría un «arqueólogo del saber». Se ha subrayado, sin
embargo, el denominador común que configura este nue
vo triedro, insistiendo en su «"no-positivismo” radical y
deliberado»,7 como expresión de su común «posición» en
filosofía.
29
Y no estam os con ello tan alejados del célebre triángu
lo M arx-Freud-Nietzsche que aglutinaba la era del recelo.
El propio B achelard se sitúa com o perspectiva de un hori
zonte asediado por sim ilares inquietudes. No faltan quie
nes opinan que, en cierta m edida, es asim ism o un filósofo
de la sospecha por cuanto, p ara él, «toda form a de teoría
depende de m odo determ inístico de factores infrafenomé-
nicos de naturaleza práctica, bien sea científica o no-cien
tífica (tales, p o r ejemplo, com o la opción inmotivada, la
decisión injustificada, etc.)», con lo que «toda form a teo
rética está determ inada por una realidad “inconsciente”
que tiene la cualidad de ser “O tro” y la de pertenecer al
orden de la “Praxis”».8
No podem os hablar, po r consiguiente, tam poco aquí
de la ciencia com o algo cerrado y definitivo. Se conoce en
contra de un conocim iento anterior, destruyendo conoci
m ientos mal adquiridos. Se presenta así la labor com o un
proceso de construcción, de reconstrucción, en una suerte
de «rectificación» del pensam iento, con continuos reajus
tes hacia la superación.9 «Nada va de suyo. N ada está
dado. Todo es construido.»10
De este modo, la objetividad no es posible de entrada.
Ello justifica la «clara oposición a esta filosofía fácil que
se apoya sobre el sensualism o m ás o m enos novelesco, y
que pretende recibir sus lecciones de un “dato" claro, lim
pio, seguro, constante, siem pre ofreciéndose a un espíritu
siem pre abierto».11 Se trata m ás bien de considerar que la
historia del objeto determ ina la historicidad del saber,
con lo que las verdades producidas por las ciencias se es
tablecen a lo largo de un proceso.
Lejos, pues, de toda «Razón natural» cuyo filosofar
«produce, en el m ejor de los casos, una retórica de verda
des triviales»,12 la llam ada hegeliana asum ida p o r Bache
lard tom a cuerpo asim ism o en Foucault y adopta el tinte,
en cierto m odo presuntam ente «ingrato», de la actividad
«seria». El esfuerzo es ahora por la «regularidad». «Sé lo
que puede tener de un poco áspero el tra tar los discursos
no a p artir de la dulce, m uda e íntim a conciencia que en
ellos se expresa, sino de un oscuro conjunto de reglas
30
anónim as. Lo que hay de desagradable en hacer aparecer
los límites y las necesidades de u n a práctica, allí donde se
tenía la costum bre de ver desplegarse, en u n a pura tran s
parencia, los juegos del genio y de la libertad.»13
Esta opción po r el rigor es, por su parte, en Bachelard
una opción por la vía científica que pasa fundam ental
m ente por la exposición ■ —discursiva y detallada— de un
m étodo de objetivación. De este m odo, el objeto de la
ciencia cobra el tono de «materia» producida por la técni
ca. Se sustituye así toda una fenom enología —que se limi
ta ra a describir el fenóm eno— por la fenom enotécnica
—que trata de construirlo—. «En toda circunstancia, lo
inm ediato debe ceder el paso a lo construido.»14
El proyecto afecta a la propia razón, ya que este m ate
rialism o técnico se traduce en «racionalism o aplicado», es
decir, los objetos de la ciencia, los «íenomenotécnicos»,
no son productos organizados sólo de m odo m aterial,
sino que adem ás son constructos definidos de modo teóri
co. Aquí tam bién la sospecha conduce a Bachelard a huir
de toda ingenuidad. Una de sus finalidades será precisa
m ente «dejar de lado esas generalidades epistemológicas y
llam ar a reflexión filosófica sobre el espíritu científico».15
Se trata de superar el «impasse» no sólo de la «oposición»
abstracto-concreto, sino tam bién de la pensado-real, razón-
experiencia, sujeto-objeto, deducción-inducción, etc., y Ba
chelard propone hacerlo situando el fundamento de la teo
ría en la praxis científica. «La razón debe obedecer por tan
to a la ciencia, a la ciencia más evolucionada, a la ciencia
evolucionante.»16
Queda por ver en qué m edida cabría en Bachelard
identificar precisam ente razón y ciencia. Canguilhem con
sidera que distinguir, com o se ha hecho hasta aquél,
razón y ciencia es adm itir que la razón es potencia de
principios independientem ente de su aplicación. Por el
contrario, identificar ciencia y razó n 17 es esperar de la
aplicación que sum inistre un diseño de los principios. El
principio viene al fin.18 Pero la ciencia no ha concluido...
la razón queda som etida a sus avatares pero incidiendo
en que sean tales.
31
Se perfila así el terreno desde el que poder plantear el
problem a que nos ocupa. No es cuestión sim plem ente de
«deconstruir» la razón sino de reconstruirla,19 de form ar
la; del m ism o m odo que hay que form ar la experiencia20 e
introducir u n a jerarq u ía en ella.21 La prueba científica
precisam ente —si lo es tal— reorganiza y construye. De
nuevo, nos encontram os ante u n a voluntad de escucha:
«la m ente debe plegarse a las condiciones del saber»22 y
de sospecha —«el espíritu científico es esencialm ente una
rectificación del saber»—,23
R esulta m ás clara ahora la inconsistencia de una valo
ración de Foucault com o «historiador de las ideas». Nada
m ás lejos de su centro de interés que «ese juego de repre
sentaciones», «estos tipos de m entalidad», «aquellas opi
niones»,... «Nada m ás distante de su punto de m ira que
d ar con la experiencia inm ediata que el discurso transcri
be» o con «reconstruir los desarrollos en form a lineal» o
incluso con «describir todo el juego de los cambios». No
es su perspectiva la de un notario que refleje el «paso de
la no-cientificidad a la ciencia». Hay en Foucault un evi
dente desm arque de «los grandes tem as de la historia de
las ideas»: «génesis, continuidad, totalización». «Precisa
mente, lo que la arqueología tra tará de describir no será
la ciencia en su estructura específica, sino el dominio,
m uy diferente, del saber.»24
M arcada claram ente la distancia, el discurso de Ba
chelard continúa ofreciéndonos referencias-clave en el
análisis. Para un elaborador de «diagnósticos» no es sufi
ciente con concretar el m arco en el que incidir. Necesita
u n instrum ento p ara hacerlo. Y ahora, de nuevo, m arco e
instrum ento no son «dos mundos».
Lejos ya, pues, B achelard de todo realism o absoluto,
asim ism o insiste ah o ra en la inexistencia de un raciona
lism o absoluto.25 Con ello, u n a filosofía adecuada al
pensam iento científico en constante evolución nos sitúa,
no frente a u n a razó n «arquitectónica», sino ante una
razón «polémica». «La ciencia sim plifica lo real y com
plica la razón. El trayecto queda entonces reducido, yen
do de la realidad explicada al pensam iento aplicado.»26
32
Y esta razón polém ica debe plegarse a las condiciones
del saber.
Pero resulta decisivo subrayar aquí un asunto sobre el
que volveremos más adelante. En Foucault no cabe iden
tificar, sin m ás, saber y ciencia; y m enos aún aquella en
cuya perspectiva se sitúa Bachelard. Antes bien, «las cien
cias aparecen en el elem ento de una form ación discursiva
y sobre el fondo del saber»,27 lo que deja abierta la cues
tión del lugar y el papel de u n a región de cientifícidad en
el territorio arqueológico en que ésta se periila.
No cabe, con todo, para Bachelard, el reposo —seguri
dad-simiente— dogmática. La razón queda definitivamente
sometida al proceso dialéctico de las ciencias. El doble mo
vimiento va de la razón constituida a la razón constituyen
te. Se implica así la realidad. «Se trata de... un realismo en
reacción contra el realismo usual, en polémica contra lo
inmediato, ele un realismo hecho de razón realizada, de ra
zón experimentada.»28 La razón debe ser, por tanto, aplica
da hasta el punto de que la objetividad del pensam iento
debe medirse por su posibilidad de aplicación. «Es preciso
lograr un racionalismo concreto, solidario de experiencias
siempre precisas y particulares. Tam bién es necesario que
ese racionalism o sea suficientemente abierto para recibir
de la experiencia determinaciones nuevas.»29
Esto im plica que hay que proyectarse en el pensa
miento científico para configurar la razón, pero tam bién,
como consecuencia de la evolución científica, aceptar que
la m ism a razón m odifica sus principios prim eros y reo r
ganiza sus leyes en función del desarrollo de la ciencia.
Esta razón es inquieta, dialéctica, espontáneam ente dis
puesta, m ás activa que afectiva, insatisfecha con lo que
es, «porque es en su m ism a aplicación donde la teoría
descubre la necesidad de su rectificación: ante las dificul
tades que encuentra queriendo aplicarse, verificarse y am
pliar sus explicaciones, encuentra sus límites, hechos no
integrables sobre la base de sus conceptos de partida, y es
entonces cuando "reacciona” sobre dicha base».30 Por
ello, «si la actividad científica experim enta, hay que razo
nar; si razona, hay que experim entar».31 Hay que apren
33
der a actualizar la razón32 m ediante un aprendizaje que
influirá en su propia configuración.
La objetividad es así algo a lo que ha de accederse, lo
que obliga a exponer de una m anera discursiva el objeto,
dem ostrando, m ás que m ostrando, lo real. «No se trata
tanto de estudiar el determ inism o de los fenóm enos sino
m ás bien de determ inarlos. Este racionalism o m ilitante es
un racionalism o discursivo, un racionalism o del detalle,
de la invención de cada caso particular.»33
34
contexto se com prende que, si se pretende hab lar de ra
cionalización de la experiencia, si se busca que u n a expe
riencia sea verdaderam ente racionalizada, debe insertarse
en un juego de razones múltiples.
Cabe hablar, por tanto, en Bachelard, de una filosofía
de las ciencias dispersada y de un reconocim iento de di
versidad de racionalism os, a través de la constitución de
racionalism os regionales, es decir, por las determ inacio
nes de los fundam entos de un sector particular del saber.
Q uedará por ver en qué m edida Foucault puede leerse en
una perspectiva sim ilar. Baste ahora con recordar una
clave de sus resultados: la discontinuidad.
Ahora, si bien B achelard se h a dedicado a constituir
un racionalism o de lo eléctrico, adem ás u n racionalism o
de la m ecánica y finalm ente un racionalism o de la duali
dad electrism o-m ecanism o, queda abierta la pregunta:
¿la pluralidad de racionalism os regionales puede ser
com prendida en la unidad de un racionalism o integral?
«No, si p o r generalidad se entiende un producto de re
ducción. Sí, si se entiende p o r ello u n a form a de integra
ción, pues m ás que de racionalism o general hay que h a
b lar de racionalism o integral y, m ejor aún, de raciona
lism o integrante. Este racionalism o (integral o integran
te) debería ser instituido “a posteriori”, tras haber estu
diado racionalism os regionales diversos, tan organizados
com o fuera posible, contem poráneos de la puesta en re
lación de los fenóm enos obedeciendo a tipos de expe
riencia b ien definidos.»39
De ahí que, aunque sin pretender tom ar sin m ás una
condición estructural por u n a condición ontológica, que
pa cuestionarse en qué m edida el consenso que define so
cialm ente u n racionalism o regional es m ás que un hecho;
es el signo de una estructura. Con ello el racionalism o
aparecería com o una actividad de estructuración. En este
contexto se inscriben consideraciones acerca de una onto-
logía de las estructuras. Y así cabe encuadrar el texto con
el que iniciam os este apartado: el hecho de ser pensado
m atem áticam ente es el signo de u n a estructura orgánica
objetiva. Veremos en qué m edida Foucault comulga con
35
tal consideración y desde qué perspectiva cabe hablar de
racionalización discursiva y compleja.
36
su punto de vista, la historia de la ciencia va a entenderse
como una historia de la construcción de la verdad. Ello
justifica el que «si la verdad no está constituida por una
historia de la verdad, sino por una historia de la ciencia,
por la experiencia de la ciencia»,46 la lógica del desarrollo
científico no puede ser lógica pura, especulativa y form al
de la razón, a no ser que ésta se entienda desde la pers
pectiva del m ovim iento m ism o de lo que hay. Se recono
ce, por tanto, que definir u n concepto significa form ular
un problem a. La atención se concentra así en las condi
ciones de aparición de los conceptos, es decir, en definiti
va, en las condiciones que hacen que el problem a resulte
formulable. Éste es, por ello, el cam ino viable: la vuelta a
los problem as a los que las ciencias intentan responder 47
Así, hablar del «objeto» de u n a ciencia significa afron
tar un problem a que prim ero debe ser planteado y luego
resuelto; hablar de la historia de una ciencia im pone m os
trar de qué m anera —p or qué m otivos teóricos o prácti
cos— una ciencia «se las arregló» para plantear y resolver
ese problem a. La historia de una ciencia adopta así el as
pecto de u n a lucha o un debate 48
Este nuevo cam ino im plica a su vez una concepción
diferente de la historia49 y se concreta en la exigencia de
ir del concepto a la teoría y no a la inversa. Ello nos obli
ga a superar una serie de prejuicios. «Uno concierne a
todas las ciencias y consiste en pensar que un concepto
no puede en principio aparecer m ás que en el contexto de
una teoría o por lo m enos en una institución heurística
hom ogénea en donde los hechos de observación corres
pondientes serán interpretados.»50
Liberados de este prejuicio, reconocem os que el naci
m iento del concepto es, por lo tanto, un com ienzo «abso
luto». Las teorías, que son algo así com o su «conciencia»,
sólo vienen después. La indiferencia del concepto nacien
te respecto del contexto teórico de este nacim iento le da
su prim era determ inación, prom esa de una historia am
plia: la de su polivalencia teórica. Con ello, la historia
de la ciencia concebida com o «historia de los conceptos»
pone de manifiesto filiaciones inesperadas, establece nuevas
37
periodizaciones, hace surgir nom bres olvidados, desorde
na la cronología tradicional y oficial; en sum a, esboza
u n a «historia paralela» de la ciencia.51 La construcción de
una epistem ología aparece así com o la reflexión sobre la
historia del saber, y su objeto, la intelección racional de la
esencia de la historicidad.
Es significativo señalar el alcance de esta «historia de
los conceptos». Baste subrayar cóm o plantea y exam ina
Canguilhem, p o r ejemplo, la noción de medio: «las etapas
históricas de la form ación del concepto y las diversas for
m as de su utilización, así com o los giros sucesivos de la
relación de la que es uno de los térm inos, en geografía, en
biología, en psicología, en tecnología, en historia econó
m ica y social, son, hasta hoy, bastante dificultosos de per
cibir en una unidad sintética. Por eso la filosofía debe
tom ar aquí la iniciativa de una búsqueda sinóptica del
sentido y del valor del concepto».52 Se ofrece así un p ara
digm ático program a de trabajo en el que, 'p o r otra parte,
se perfila prácticam ente un proyecto.
En cierto modo, de nuevo la filosofía se convierte a su
viejo destino, a la pregunta po r el saber y las ciencias.53
Pero ello con la decidida convicción de que dicho saber
no es un dato, sino el resultado de un proceso de trans
form aciones a través del cual se va desplazando la fronte
ra epistemológica —que quizás ya es una pluralidad de
m árgenes— del no saber al saber, pero sin que en ningún
m om ento podam os dar ni po r term inado el proceso ni
por definitiva la «verdad» producida.
«La tarea a realizar consiste en rom per la identidad
supuesta de la realidad, la verdad y el ser, y esto com ien
za por el reconocim iento de la superioridad filosófica del
principio de no-contradicción sobre el principio de identi
dad.»54 Es este principio el que establece la relación au
téntica entre lo verdadero y lo falso, entre lo real y lo
aparente. Se trata de recuperar, p o r tanto, el valor episte
mológico del «error» y su concepción del valor racional,
reconociendo la «potencia portentosa de lo negativo».55
Hay en ello un reencuentro con una vena filosófica
profunda. Inm ersos en la actual insuficiencia explicativo-
38
constructiva de ciertos ejes-base —a) la universalidad de
las categorías de la razón occidental, b) la concepción del
sujeto com o substancia, y c) la historia orientada hacia
un sentido—, se propone: a) la genealogía y arqueología56
de los conceptos, sin d ar p o r supuesto un contenido y al
cance, ni inventarse un origen; b) concebir la historia de
la ciencia com o «historia de los conceptos» —este trabajo
reflexivo sobre la historia de los conceptos es la condición
necesaria p ara la realización de u n a historia epistem oló
gica; ver la m aterialidad histórica del conocim iento—; y
c) la constitución de una razón histórica.
La propuesta es ahora m antenerse «al nivel del discur
so mismo». «Se renunciará, pues, a ver en él un fenóm e
no de expresión, la traducción verbal de una síntesis efec
tuada p o r otra parte; se buscará en él m ás bien un cam po
de regularidad p ara diversas posiciones de subjetividad.
El discurso, concebido así, no es la m anifestación majes
tuosam ente desarrollada de un sujeto que piensa, que co
noce y que lo dice: es, por el contrario, un conjunto don
de pueden determ inarse la dispersión del sujeto y su dis
conform idad consigo m ism o, es un espacio de exteriori
dad donde se despliega u n a red de ám bitos distintos.»57
Hay, pues, una instancia a «... la m aterialidad [...] que
constituye el enunciado m ism o».58 De este m odo com
prenderem os que no hay signos que existan prim ariam en
te, originalm ente, realm ente, m arcas coherentes, pertinen
tes y sistemáticas...; por el contrario, no hay m ás que in
terpretación.59
A la posición clásica de la filosofía, recorrida po r el eje
conciencia-conocim iento-ciencia, se opone ahora el eje
práctica discursiva-saber-ciencia60 como m anera de supe
ra r el índice de subjetividad que acom paña necesariam en
te a todo proyecto fundador. Así, al m odo específico de
producción de cada ciencia se llega m ediante un análisis
que posibilita la relación de lo implícito a lo explícito, de
las condiciones formales a las m ateriales de producción,
en el encadenam iento histórico de los conceptos que, a su
vez, constituyen el dom inio en devenir de cada ciencia.
Así, m ediante el reconocim iento de que la historicidad
39
es esencial para el objeto de la filosofía de las ciencias, se
perfila la ru p tu ra que se expresa en la afirm ación de que
«toda ciencia particular produce, en cada m om ento de su
historia, sus propias norm as de verdad. Con esto [...] se
lleva a cabo u n a ruptura casi sin precedentes61 en la his
toria de la filosofía y se sientan las bases p ara una teoría
no filosófica de la filosofía [...]. Al invalidar la categoría
absoluta de "verdad” en nom bre de la práctica efectiva de
las ciencias —la m isión de aquélla consistía en "fundar”
éstas— se niega a la filosofía el derecho a decir la verdad
de las ciencias y se asum e el deber decir la verdad de la
“Verdad” de los filósofos».62
Este to rn ar hacia la procedencia y em ergencia del con
cepto —concepto configurado en una epistem e determ i
nada, con una historia definida...—; este dar con su m ate
rialidad en el enunciado, en el discurso..., expresa una
sospecha, pero no elude otra. «Supongo que en toda so
ciedad, la producción del discurso está a la vez controla
da, seleccionada y redistribuida por u n cierto núm ero de
procedim ientos que tienen por función conjurar los pode
res y peligros, dom inar el acontecim iento aleatorio y es
quivar su pesada y temible m aterialidad.»63 De este modo,
la erosión de un concepto o de una noción tan decisiva
com o la de racionalidad no revela únicam ente su m era
insuficiencia con la presente configuración.
Así, Canguilhem no es sólo una referencia clave para
configurar el planteam iento de Foucault respecto al con
cepto, sino que m arca decisivam ente su perspectiva de
una razón que se expresa en el discurso, al que por ahora
sólo nos hemos referido m ínim am ente, a fin de subrayar
esta relación.
NOTAS
40
Theory and Society, 4, 3 (1977), 395 (trad. cast.: Valencia, Cuadernos
Teorema, 1979, 62 pp., p. 9).
3. Foucault, M., L'archéologie du savoir, París, G allim ard, 1969, 280
pp., 267 (trad. cast.: México, Siglo XXI, 1970, 355 pp., p. 345).
4. Canguilhem, G., «L’H istoire des Sciences dans l’oeuvre épistém o-
logique de G. Bachelard», en Études d ’histoire et de philosophie des scien-
ces, París, Vrin, 1968, p. 178.
5. Aquí las conexiones con Dumézil serán explícitam ente saludadas
com o «modelo y apoyo». Cfr. Foucault, M., L'ordre du discours, París,
Gallimard, 1971, 82 pp., pp. 72-73 (trad. cast.: El orden del discurso,
Barcelona, Tusquets, 1973, 64 pp., p. 58).
6. Ibíd., pp. 73-74 (trad., p. 58).
7. Lecourt, D., Pour une critique de l'épistémologie (Bachelard, Can
guilhem, Foucault), París, Fran^ois Maspero, 1972, 134 pp., p. 7 (trad.
cast.: México, Siglo XXI, 1973, 130 pp., pp. 10-11). Ello a pesar de: Le
Bou, Sylvie, «Un positivisme désespéré: Michel Foucault», Les Temps Mo-
dem es, enero (1967), 1.299-1.319 (trad. cast. en: Análisis de Michel Fou
cault, Buenos Aires, Tiempo Contem poráneo, 1970, 272 pp., pp. 94-122).
8. Corradi, E., Filosofía della «morte dell'uomo». Saggio su l pensiero
di M. Foucault, Milán, Vita e Pensiero, Pubblicazioni della Universitá
Cattolica, 1977, 288 pp., p. 207.
9. Cfr. Bachelard, G., Le rationalisme appliqué, 3." ed., París, PUF,
1976, 216 pp., p. 51: «El yo racional es conciencia de rectificación».
10. Bachelard, G., La formation de l’e sprit scientifique, 8.° ed., París,
Vrin, 1973, 257 pp. (trad. cast.: 3.a ed., Buenos Aires, Siglo XXI, 1974,
302 pp., pp. 15-16).
11. Ibíd., trad., p. 27. Estos planteam ientos son una constante. «En
todas las ciencias rigurosas, un pensam iento curioso desconfía de las
identidades m ás o m enos aparentes, p ara reclam ar incesantem ente m a
yor precisión, ipso fa d o , mayores ocasiones p ara distinguir [...]. El h o m
bre anim ado por el espíritu científico, sin duda, desea saber, pero es por
lo pronto para interrogar mejor» (ibíd., p. 19).
12. Hegel, G.W.F., Fenomenología del espíritu, 2.a reim p., México,
FCE, 1973, 485 pp., p. 45.
13. Foucault, M., L ’archéologie du savoir, o.c., p. 273 (trad., p. 353).
14. Bachelard, G., La philosophie du non, o.c., trad., p. 119.
15. Bachelard, G., Le matérialisme rationel, 3.a ed., París, PUF, 1972,
224 pp., p. 208.
16. Bachelard, G., La philosophie du non, o.c., trad., p. 119.
17. Se considera m ás correcta la form ulación de la identificación de
Bachelard en térm inos de razón con «espíritu científico»; en Vadée, Mi
chel, Bachelard ou le nouvel idéalisme épistémologique, París, Sociales,
1975 (trad. cast.: Valencia, Pre-Textos, 1977, 282 pp., p. 210).
18. Cfr. Canguilhem , G., «Dialectique et philosophie du non chez
Gastón Bachelard», en Études d'histoire et de philosophie des sciences,
o.c., p. 207
19. Cfr. Bachelard, G., Le nouvel esprit scientifique, 13.a ed., París,
PUF, 1975, 184 pp., pp. 169-176.
41
20. Ibíd., id.
21. Cfr. Bachelard, G., La philosophie du non, o.c., trad., p. 36.
22. Bachelard, G., La formation de l’esprit identifique, o.c., p. 13.
23. Bachelard, G., Le nouvel esprit scientifique, o.c., p. 177.
24. Cfr. Foucault, M., L ’ archéologie du savoir, o.c., pp. 179-183
(trad., pp. 229-235).
25. Cfr. Bachelard, G., Le nouvel esprit scientifique, o.c., p. 6.
26. Ibíd., p. 14
27. Foucault, M., L ’archéologie du savoir, o.c., p. 240 (trad., p. 307).
28. Bachelard, G., Le nouvel esprit scientifique, o.c., p. 9.
29. Bachelard, G., Le rationalisme appliqué, o.c., p. 4.
30. Vadee, M., Bachelard ou le nouvel idéalisme épistémologique, o.c.,
trad., p. 204.
31. Bachelard, G., Le nouvel esprit scientifique, o.c., p. 7. En este m is
mo sentido Bachelard insiste en que «El yo racional es conciencia de
rectificación» {Le rationalisme appliqué, o.c. p. 51).
32. «Si la razón es el elem ento dinám ico y creador de la vida intelec
tual, no se nos ofrece así de golpe; es una potencia virtual cuya actuali
zación está som etida a un riguroso aprendizaje», Denis, Anne Marie, «El
psicoanálisis de la razón de G. Bachelard», en Introducción a Bachelard,
Buenos Aires, Caldén, 1973, 96 pp., p. 88.
33. Lacroix, J., «L’H om m e et l’Oeuvre», Cahiers de ¡'Instituí de Scien
ce Economique Appliquée, serie M, 24, enero (1957), pp. 129-140 (trad.
cast. en: Introducción a Bachelard, o.c., p. 15). No podem os ignorar al
respecto el papel central de la im aginación en la obra de Bachelard: «La
im aginación comienza, la razón recomienza» {ibíd.,, trad., p. 16). E n este
sentido asim ism o el propio Bachelard habla «de la filosofía del "re", “re",
"re", "recom enzar’’, “ren o v ar”, "reorganizar"» {L’e ngagement rationaliste,
París, PUF, 193 pp., p. 50). De aquí su planteam iento de la cuestión
«¿Racionalista?: tratam os de "llegar a serlo’’» (Bachelard, G., El agua y
los sueños, México, FCE, 1978, 298 pp., p. 16).
34. Foucault, M., L ’archéologie du savoir, o.c., cfr. p. 93; pp. 208-209
(trad., cfr. p. 115 y p. 268).
35. Ibíd., id. (trad., cfr. p. 115; p. 268).
36. Ibíd., p. 93 (trad., p. 115). El tem a de las estrategias ocupará un
lugar destacado en el problem a de la razón en M. Foucault.
37. «Para Bachelard, el progreso de las ciencias está hecho de ru p tu
ras [...]. No hay evolución sino revoluciones. Hay discontinuidad entre
N aturaleza y Cultura» (Lacroix, Jean, a.c., 14). «Si el trabajo de raciona
lista debe ser tan actual debe ahora segm entarse. Y es así com o pongo a
debate la cuestión de lo que he llam ado el racionalism o regional» (Ba
chelard, G., L ’e ngagement rationaliste, o.c., p. 55).
38. «Para B achelard [...] corresponde a la esencia del racionalism o el
ser colectivo [...]. A p a rtir del m om ento en que se adm ite que [...] el
racionalism o no está fundado, como en los clásicos, en u n orden de
verdades eternas, sino en el asentim iento de los m iem bros de u n a ciudad
científica, los valores científicos pasan a ser valores sociales» (Ambacher,
Michel, «La filosofía de las ciencias de G. Gastón Bachelard», en La-
42
croix, Jean, Introducción a Bachelard, o.c., pp. 53-54). El cogito se tran s
form a en cogitam us. Cfr. Bachelard, G., L ’e ngagement rationaliste, o.c.,
p. 59.
La noción de paradigm a en K hun insiste en esta dim ensión socio-
com unitaria (cfr., sin embargo, al respecto Lecourt, D., «Ruptura episte
mológica y revolución científica», en Bachelard o el día y la noche, B arce
lona, Anagrama, 1975, 153 pp., pp. 127-138).
39. Canguilhem, G., «Dialectique et philosophie du non chez Gastón
Bachelard», en Études d'histoire..., o.c., pp. 201-202.
40. Cavailles, J., Sur la logique et la théorie de la Science, París, PUF,
1947, p. 78. Texto escrito en prisión en 1942 y publicado cinco años más
tarde, precisam ente por G. Canguilhem, ju n to a Ch. Ehresm ann.
41. Cfr. Hegel, G.W.F., Fenomenología del espíritu, o.c., pp. 39 y 46.
42. Jarauta, F., La filosofía y su otro (Cavailles, Bachelard, Cangui
lhem, Foucault), Valencia, Pre-Textos, 1979, 137 pp., p. 33.
43. Canguilhem, G., Études d'histoire et de philosophie des sciences,
o.c., p. 16.
44. Cfr. Foucault., M., L’ordre du discours, o.c., p. 74 (trad., p. 58).
45. Foucault, M., L'archéologie du savoir, o.c., p. 83 (trad., p. 102).
46. Canguilhem, G., «De la Science et de la contre-science», en Hom-
mage á Jean Hyppolite, París, PUF, 1975, p. 175.
47. U na palabra no es u n concepto —una m ism a palabra puede re
cubrir conceptos diferentes—. Un concepto es una palabra m ás su defi
nición; el concepto tiene una historia.
48. Cfr. Lecourt, D., «La H istoria epistemológica de Georges Cangui
lhem», Prólogo a Canguilhem, G., Lo normal y lo patológico, Buenos Ai
res, Siglo XXI, 1971, 245 pp., p. XXIV. El texto se contiene asim ism o en
Lecourt, D„ Pour une critique de l'épistemologie, o.c., p. 88 (trad., p. 87).
49. Baste con rem itir a título indicativo a Foucault, M. «Nietzsche, la
Généalogie, l’Histoire», en Hommage á Jean Hyppolite, o.c., pp. 145-172
(trad. cast. en: Microfísica del poder, Madrid, Las Ediciones de la Pique
ta, 1978, 189 pp., pp. 7-29). Se niega el com ienzo y el origen en favor de
la procedencia y la emergencia.
Véase asim ism o Foucault, M., «Réponse au cercle d ’epistémologie»,
Cahiers pour l'analyse, 9, verano (1968), «Généalogie des sciences» (trad.
cast. en: Análisis de M. Foucault, Buenos Aires, Tiem po Contem poráneo,
1970, 271 pp., p. 224). Ahora las disciplinas históricas ponen en juego lo
discontinuo.
50. Ver nota anterior.
51. Cfr. Lecourt, D., Pour une critique de l’é pistémologie (Bachelard,
Canguilhem, Foucault), o.c., p. 82 (trad., p. 81).
52. Canguilhem, G., La connaissance de la vie, 12.a ed., París, Vrin,
1971, 200 pp., p. 129.
53. Canguilhem m uestra hasta qué punto el problem a de la relación
fu tre el concepto y la vida vuelve a lo largo de toda la historia de la
filosofía. Y son las tesis de Aristóteles y Hegel, antes que las de K ant y
Ik-rgson, las que resultan aquí sancionadas: el descubrim iento del DNA
por Watson y Crik en 1953 sería u n a cierta confirm ación del aristotelis-
43
mo, que por medio de la noción de form a descubría en el propio ser vivo
el concepto de ser vivo. (Para Aristóteles, el concepto de ser vivo es el
propio ser vivo.) Y tam bién una conlirm ación de Hegel, p ara quien la
vida es «la unidad inm ediata del concepto con su realidad, sin que ese
concepto se distinga de ésta». De aquí que esa u n idad entre epistem olo
gía e historia de las ciencias pueda fundarse sobre otra unidad que des
cubre al cabo de su trabajo: la del concepto y la vida (cf. Lecourt, D.,
Prólogo a Canguilhem, Lo normal y lo patológico, o.c., pp. XXVIII y
XXX). Las consideraciones se contienen asim ism o en Lecourt, D., Pour
une critique de lepistétnologíe, o.c., p. 94 y n. 20 (trad., p. 92 y n. 20).
54. Canguilhem, G., «De la science et de la contre-science», en Hom-
mage á Jean Hyppolite, o.c., p. 175.
55. Hegel, G.W.F., Fenomenología del espíritu, o.c., p. 20.
56. Léase como análisis histórico que elucida la estructura v la for
m ación de la especificidad actual del saber.
57. Foucault, M., L'archéologie du savoir, o.c., pp. 66 y 74 (trad., pp.
80 y 90).
58. Ibúl., p. 133 (trad., p. 169).
59. Cfr. Foucault, M., Nietzsche, Freud, Marx, París, Minuit, 1965,
Cahiers de R ovaum ont. Philosophie, 7 (trad. casi.: Barcelona, Anagrama,
1970, 57 pp., p. 41).
60. Foucault, M., L'archéologie du savoir, o.c., p. 239 (trad., p. 307).
61. «Se indica que "casi" sin precedente, porque Spinoza y Marx
—cada cual a su m anera— se adelantaron por este camino» (clr. Le
court, D., Prólogo a Canguilhem, Lo normal y lo patológico, o.c., p. IX).
Texto contenido asim ism o en Lecourt, D., Pour une critique de l'episte-
mologie (Bachelard, Canguilhem,Foucault), o.c., p. 67 (trad., pp. 67-68).
Le normal et le pathologiqtie —tesis de doctorado en m edicina de
Georges Canguilhem— publicada en 1943 y enriquecida desde esa lecha
con «nuevas reflexiones», despierta interés tanto en el am biente médico
como entre los filósofos y abre un auténtico debate en el que han de
encuadrarse las preocupaciones iniciales de Foucault.
Maladie nientale et psichologie, París, PUF, 1955 (reeditado en 1966
con el título Maladie mentale et personalité [trad. cast: Buenos Aires, Pai-
dós, 1961], su prim er libro, m arcado decisivam ente p o r los planteam ien
tos de la tesis de Canguilhem, se inscribe en dicho debate y anuncia las
vías m ás tarde descifradas en Histoire de la folie y Naissance de la clini-
que).
62. Se hace referencia a la labor de G astón Bachelard.
63. Foucault, M., L'ordre du discours, o.c., pp. 10-11 (trad., p. 11).
44
3
FOUCAULT: DE «LA» FENOMENOLOGÍA
A «UN» ESTRUCTURALISMO
45
cabe responder que «es siem pre una m ultiplicidad, inclu
so en la persona que habla o actúa»; si «somos todos gru-
púsculos»; si «no existe ya la representación, no hay m ás
que acción, acción de práctica en relaciones de conexión
o de redes»...,4 entonces no cabe sino abordar el asunto en
una doble perspectiva. Se tra tará de ver, por un lado, qué
«auditorio» produce en su encuentro con los propios tex
tos de Foucault no sólo el efecto de que nos hallamos
ante un «autor» y una «obra» determ inados, sino en qué
m edida caben ser calificados de lo que para dicho audito
rio se denom ina estructuralism o. P or otro, qué «condi
ción-definición» posibilita una respuesta m ínim am ente
coherente en los citados textos.
No es difícil adivinar el horizonte cultural cuando
Foucault realiza sus estudios (1950-1955). La Fenom eno
logía es la filosofía escolar francesa. La preocupación por
la descripción de los fenómenos, por su carácter de «apa
recientes» a la conciencia, la identificación del ser y el
sentido configuran como función de la «reducción» el que
la cosa precisam ente se reduce al «sentido» que «ofrece»
a la conciencia. Se trata de m ostrar, en un segundo m o
mento, cóm o la conciencia «constituye», a p a rtir de lo
que le es dado (a saber, las impresiones), un objeto que
tiene justam ente ese sentido.5
46
«una red apretada liga [...] los pensam ientos de tipo posi
tivista o escatológico (siéndolo el m arxism o en prim era
fila) y las reflexiones inspiradas en la fenomenología».7
Ello, a pesar de que el análisis de lo vivido se instaura en
la 1reflexión m oderna com o u n a contestación radical de
ese positivismo y de dicha escatología. E n definitiva, no
se hace sino satisfacer, con m ucho cuidado, las exigencias
prem aturas que se plantearon desde que se quiso hacer
valer, en el hom bre, lo em pírico po r lo trascendental. Pre
cisam ente, «la descripción de lo vivido es, a su pesar, em
pírica».8
Así, la fenom enología no escapa al peligro que am ena
za «toda em presa dialéctica» y la hace derivar siempre,
por propio deseo o a la fuerza, en una antropología. Ello,
aunque intenta anclar los derechos y los límites de una
lógica form al en u n a reflexión de tipo trascendental y, por
otra parte, ligar la subjetividad trascendental con el conte
nido implícito de los contenidos em píricos, que po r cierto
sólo ella tiene la posibilidad de constituir, de m antener y
de ab rir por m edio de explicaciones infinitas.9
Se trataría de ver en qué m edida se hace justicia de
este m odo a la auténtica dim ensión de la fenom enología y
en qué aspectos la «lectura» se ciñe excesivamente a su
«dimensión francesa». Pero, en cualquier caso, el proble
m a —que lo es— no es ahora nuestro problem a. La pers
pectiva, en este caso, es la del auditorio y la cuestión que
da reducida a ver de qué m odo en él se produjeron estas
reacciones, expectativas y conclusiones.
No parecería posible dar un valor trascendental a los
contenidos em píricos ni desplazarlos del lado de una sub
jetividad constituyente sin dar lugar, cuanto m enos silen
ciosam ente, a u n a antropología, es decir, a un m odo de
pensam iento en el que los lím ites de derecho del conoci
m iento (y, en consecuencia, de todo saber empírico) son,
a la vez, las form as concretas de la existencia, tal com o se
dan precisam ente en este m ism o saber em pírico.10
De ahí que «el interés de las páginas que Foucault
consagra a la fenom enología en este contexto radica en
m ostrar que, en definitiva y a pesar de sus esfuerzos,
47
Husser] no ha podido sustraerse al círculo antropológico,
ni salir del juego por el cual con el nom bre de hom bre
(ahora de sujeto constituyente) lo finito resurge vestido de
fundam ento. ¿Buscar en la inm ediatez de lo “vivido” algo
concreto que sea tam bién lo “originario”, exigir a la
"constitución” que nos haga pensar la presencia inm edia
ta de las “form as p u ras” en la "experiencia”, no equivale,
una vez más, a desdoblar todo lo dado, para trazar en él
—según un surco que lo recorta, en este caso de su inti
m idad— la parte correspondiente a lo em pírico (lo fáctico
y lo natural) y la correspondiente a lo trascendental?».11
Es de «esa fenomenología» de la que se alejará en
gran parte el público filosófico francés; de esa fenom eno
logía que no pudo conjurar jam ás la vecindad y el paren
tesco con los análisis em píricos del hom bre; de esa feno
menología que es «mucho m enos la retom a de un viejo
destino racional de Occidente, cuanto la verificación, muy
sensible y ajustada, de la gran ruptura que se produjo en
la epistem e m oderna a fines del siglo XVOI y principios
del X IX ».12 Y no será Foucault insensible al alejam iento.
48
m ente aceptado» en los círculos intelectuales franceses.
La vida cultural no es insensible a un proceso en el que,
por otra parte, ha jugado un decisivo papel. Los m aestros
«hegemónicos» de 1930 a 1960 son «destronados». Se
asiste al «paso de la generación de los “3H” —com o se
decía tras 1945— (Hegel, Husserl, Heidegger), a la gene
ración de los tres "maestros de la sospecha” —com o se
dirá en 1960— (Marx, Nietzsche, Freud)».14
E sta últim a, sin em bargo, es «incubada» y educada en
el prim er contexto.'5 Hegel sigue siendo una referencia
inevitable, siquiera para m arcar los alejam ientos... «ese
cam ino por m edio del cual uno se encuentra llevado de
nuevo a él pero de otro modo, para después verse obliga
do a dejarle nuevam ente»,'6 en el reconocim iento de que
«toda nuestra época, bien sea por la lógica, o por la epis
temología, bien sea por Marx o por Nietzsche, intenta es
capar a Hegel».17
El año 1960 se encuentra inm erso en este «pensar
contra Hegel» que es un inevitable contar con él, y en el
que aún pesa la cuestión de la época anterior, para la que
tal vez «el porvenir del m undo y, así pues, el sentido del
presente y la significación del pasado dependan en últim a
instancia de la m anera cóm o se interpreten hoy los escri
tos hegelianos».18
Hegel, rechazado en 1930 por «romántico», considera
do m áxim a referencia y «cumbre de la filosofía clásica»
en 1945, pasa a ser el «espacio del que huir» en 1960.
«Pero escapar realm ente de Hegel significa apreciar exac
tam ente lo que cuesta separarse de él; esto supone saber
hasta qué punto Hegel, insidiosam ente quizás, se h a apro
ximado a nosotros; esto supone saber lo que es todavía
hegeliano en aquello que nos perm ite pensar contra H e
gel; y m edir h asta qué punto nuestro recurso contra él es
quizás todavía u n a astucia que nos opone y al térm ino de
la cual nos espera, inmóvil y en otra parte.»19
Y de ahí la inevitable «paradoja». Se «huye» de la fe
nom enología pero partiendo del propio Hegel, para inten
tar así alejarse de él. La filosofía de la sospecha «pone en
guardia contra la falsa claridad de las nociones tom adas
49
de la experiencia común». Y curiosam ente éstas son pala
bras de Bachelard.20 No es difícil, por tanto, ver en esta
preocupación que em bargará a toda la «generación», y de
la que Foucault se hará eco, la huella de aquél p ara quien
«lo conocido, precisam ente po r ser conocido, no es reco
nocido».21
Sólo ah o ra la pregunta p o r el estructuralism o cobra
su au téntica dim ensión y alcanza u n a perspectiva en la
que ocupa un lugar m ás relevante incluso que la res
puesta acerca de ella. Frente al tono «receptivo» de lo
dado que sugería la «descripción», la «deconstrucción»
p resentará visos paradójicam ente m ás «reconstructivos».
Hay en ello u n tono positivo, «delimitativo». La preocu
pación de tal «deconstrucción» será, siquiera com o pro
yecto, m o strar cóm o son construidos los discursos filo
sóficos. De este m odo, el estructuralism o viene a respon
d er a aquella «ingenuidad» e «ilusión» del enunciado
po r lim itarse a m anifestar, m o strar y «dejar ser» a la
cosa m ism a. Ello cede ante la consideración de que tal
vez esté constituido en razón de las «violencias» inhe
rentes al discurso filosófico.
Tal perspectiva obliga a la adopción de un m étodo
—que m ás adelante veremos en qué m edida lo es tal—.
M étodo siquiera para analizar la econom ía interna de un
discurso de m odo diferente de las vías de la exégesis tra
dicional o del form alism o lingüístico; m étodo siquiera
para localizar de u n discurso a otro, p o r el juego de las
com paraciones, el sistem a de las correlaciones funciona
les; m étodo siquiera para describir las transform aciones
de u n discurso y las relaciones con la institución. La aper
tura de esta vena va unida en el caso de Foucault, y preci
sam ente por los rasgos señalados, al nom bre de G. Dumé-
zil, con quien estudiará en 1954.22
No es casual que los prim eros estructuralistas reco
nozcan concretam ente en los trabajos de G. Dum ézil un
precedente de su propio m étodo.23 No se tratará de estu
d iar cada figura, cada concepto religioso (Dumézil se cen
tra com o cam po exclusivo de investigación en la cuestión
indoeuropea), sino las relaciones que m antienen entre
50
ellos y los equilibrios que revelan estas relaciones. «En
todas las representaciones hum anas lo esencial es el siste
ma, implícito o explícito, pero sistema, y el error funda
m ental del investigador es no buscar los sistem as bajo
pretexto de prudencia y objetividad.»24
Y es a p artir de esta instancia com o cabe encuadrar el
problem a que nos ocupa, siquiera p ara m arcar las distan
cias. El proyecto de Foucault queda, desde tal referencia,
perfilado. «Tomaré com o punto de partida unidades total
m ente dadas (com o la psicopatología o la m edicina o la
econom ía política); pero no me colocaré en estas unida
des dudosas para estudiar su configuración interna o sus
secretas contradicciones. No m e apoyaré sobre ellas m ás
que el tiem po de preguntarm e qué unidades form an; con
qué derecho pueden reivindicar un dom inio que las indi
vidualiza en el tiempo; con arreglo a qué leyes se forman;
cuáles son los acontecim ientos discursivos sobre cuyo
fondo se recortan, y si, finalmente, no son, en su indivi
dualidad aceptada y casi institucional, el efecto de super
ficie de unidades m ás consistentes. No aceptaré los con
juntos que la historia me propone m ás que p ara exam i
narlos al punto; para desenlazarlos y saber si es posible
recom ponerlos legítim am ente; para llevarlos a un espacio
m ás general que, disipando su aparente fam iliaridad, per
m ita elaborar su teoría. »25
De este m odo queda posibilitado un espacio desde el
que plantear «definiciones-condiciones»; con lo que la
respuesta, ahora sí, tendrá sentido. Si «se adm ite que el
estructuralism o ha sido el esfuerzo m ás sistem ático para
evacuar el concepto de suceso [...], no veo quién puede
ser m ás antiestructuralista que yo».26
Si el estructuralism o se preocupa po r las condiciones
de la aparición del sentido, Michel Foucault se m uestra
interesado m ás bien por las condiciones form ales p ara el
surgim iento de u n objeto en un contexto de sentido. Por
ejemplo, «para que la enferm edad y la locura dejaran de
ser significaciones inm ediatas y se convirtieran en el obje
to de u n saber racional fueron necesarias cierto núm ero
de condiciones que he intentado analizar. Se trataba de la
51
"interrupción” entre sentido y objeto científico [...]». No
es, por tanto, una preocupación po r la aparición sino por
«cómo desaparecía el sentido: se eclipsaba cuando se
constituía el objeto. Por ello no es posible asim ilarm e a lo
que se entiende p o r estructuralism o [...] desde este punto
de vista, no se puede decir que yo haga estructuralism o
porque en el fondo no m e preocupa ni el sentido, ni las
condiciones de su aparición, sino las condiciones de m o
dificación o de interrupción del sentido, las condiciones
en las que el sentido se disuelve para d ar lugar a la apari
ción de otra cosa».27
De ahí que el sentido se presente como un efecto de
superficie. Lo que más profundam ente nos penetra, «an
tes que nosotros», lo que nos sostiene en el tiem po y en el
espacio es el sistema. Pero tal «profundidad» no debe en
gañam os. La estructura existe en sus efectos, no tiene
o tra existencia que la de ser una pura com binación de
elem entos que expone precisam ente dicha estructura,
pero sin que tal exposición tenga un atrás o un interior, y
sin que pueda ser encontrada en otra parte que no sea la
totalidad de esos elem entos que combina. Por ello, sería
erróneo privilegiar el sistem a com o objetivo. «Se trata de
constituir no un sistema, sino un instrum ento: u n a lógica
propia a las relaciones de poder y a Jas luchas que se
establecen alrededor de ellas. Esta búsqueda no puede ha
cerse m ás que gradualm ente, a p artir de u n a reflexión
(necesariam ente histórica en alguna de sus dimensiones)
sobre situaciones dadas.»28
Esta labor de diagnóstico, a la búsqueda de un instru
m ento, desplaza el problem a. Ya no se trata de d ar con
las leyes de construcción sino con las condiciones de exis
tencia de los discursos, es decir, las leyes de producción y
de funcionam iento. Y aquí, «la form ación discursiva no es
una estructura».29 Se perfila con ello, nuevam ente, la po
sibilidad de u n a «definición-condición». Si «para el es
tructuralism o hay dem asiado sentido, una super-produc-
ción, una sobredeterm inación del sentido, siem pre produ
cido en exceso po r la com binación de posiciones en la
estructura»,30 desde la perspectiva diagnóstico-instrum en
52
tal señalada, sólo cabe añadir las propias palabras de
Foucault: «Si se me preguntase qué es lo que hago o lo
que otros hacen m ejor que yo, diría que no hacem os una
investigación de estructura. H aría u n juego de palabras y
respondería que hacem os investigaciones de dinastía. Di
ría, jugando con las palabras griegas (onva^ig Suvcccrceta),
que intentam os hacer aparecer aquello que ha perm aneci
do hasta ahora m ás escondido, oculto y profundam ente
investido en la historia de nuestra cultura: las relaciones
de poder».31
El objetivo es, por tanto, preparar el utillaje menos
costoso teóricam ente y que arrastre una m enor cantidad
de supuestos previos, de inercias y resistencias, para dar
cuenta del funcionam iento, por el ejercicio del poder
(cuyo alcance será objeto de u n posterior apartado). Se
habla de cóm o funciona, cóm o ocurre, cómo se distribu
ye, no de dónde proviene. De ahí que, ante la carencia de
instrum entos de análisis suficientem ente finos como para
que estas grandes cuestiones puedan ser resueltas de
m odo convincente, la orientación se centra en el estudio
«por sus efectos».
La lánguida consideración («todavía no pensam os») a
la que nos referim os m ás arriba, m áxim o «efecto», tiene
ahora un tono m ás incisivo y operativo. ¿Cómo posibilitar
su emergencia? Y es desde aquí desde donde la pregunta
por la razón cobra su auténtica dim ensión. Ella nos rem i
te a su vez al discurso m ism o. No faltan quienes opinan
que precisam ente la novedad de Michel Foucault es el
«considerar com o secundarias las transform aciones en el
orden del saber nacidas de la experiencia y com o esencia
les las m utaciones de reglas de form ación [...] todo cono
cim iento no se elabora en función de una urgencia prácti
ca, com o lo dejaba entender la epistem ología clásica, sino
porque otros conocim ientos le han otorgado la posibili
dad de aparecer».32 Pero tal afirm ación sólo cobra sentido
desde la perspectiva de que «hay realidades que se pre
sentan [...] com o regularidades, juego de relaciones dife
renciales, de interrelaciones determ inantes al nivel del
discurso m ism o».33 Una adecuada com paginación de am
53
bas afirm aciones sitúa en su ju sto térm ino la «m ateriali
dad» de dicho discurso.
La deconstrucción m uestra su rostro «positivo». Final
m ente, «la noción de lo im pensado da acceso a la noción
—m ás radical— de finitud».34 El problem a se plantea
como pregunta po r la regularidad, com o cuestión acerca
de las relaciones entre el lenguaje y su exterioridad, com o
alternativa para procurar efectos y conseguir «la victoria»
m ediante discursos estratégicos; con lo que el significado
pasa a ser posicional y diferencial.
1. Estructuralismo
54
estructuralistas no puedan desem bocar en el descubri
m iento de estructuras propiam ente epistemológicas que
un an entre sí los principios fundam entales de la ciencia
de u n a época, al no ser capaz de superar —en concreto
por esa falta de m étodo— dos escollos: a) la arbitrariedad
de los caracteres atribuidos a u n a epistem e, y b) su hete
rogeneidad intrínseca. De ahí que, desde su perspectiva,
retiene del estructuralism o estático todos sus aspectos ne
gativos y sus estructuras únicam ente son esquem as figu
rativos y no sistem as de transform aciones que se conser
van necesariam ente gracias a u n reajuste.38
55
mos dentro del proceso e individualizam os com o definiti
va una fase del m ism o. Dicho proceso ha de ser abierto.
No cabe el razonam iento que im plique la totalidad de las
perspectivas sino com o declaración general que no frag
m ente la hom ogeneidad del panoram a.
Ahora bien, a la organización de universos cerrados
corresponde la conciencia de la apertura del proceso que
los engloba y los reestructura; pero este proceso puede
individualizarse solam ente com o una sucesión de univer
sos cerrados y form alizados.40
5. Postestructuralismo
6 . ,..43
Pero tal vez m antenerse en este em peño p o r «clasifi
car» m uestra hasta qué punto aún no se ha abierto paso
al propio decir de Foucault. Efectivamente, «la estructura,
al lim itar y filtrar lo visible, le perm ite transcribirse al
lenguaje»;44 pero en este «poner la rejilla» el quehacer re
sulta «cuasi-botánico», siendo presa de una m era descrip
ción.
56
NOTAS
57
23. Morey, Miguel, Lectura de Foucault, Madrid, Taurus, 1983, 365
pp., cfr. p. 42.
24. Dumézil, Georges, «Chaire des Civílisations Indo-Européenne»,
lección inaugural del Collége de France, diciem bre de 1949. (Citado p or
Morey, M., o.c., p. 42.)
25. Foucault, M., L ’a rchéologie du savoir, o.c., p. 38 (trad., pp. 42-43).
26. Foucault, M., «Vérité et pouvoir» (entrevista con M. Fontana),
L'Arc, 70, especial, 16-26 (trad. cast. en: Microfísica del poder, o.c., p.
179).
27. Foucault, M., en Caruso, P., Conversazioni con Lévi-Strauss, Fou
cault y Lacan, o.c., trad., pp. 69-70.
28. Foucault, M., «Poderes y estrategias», en Microfísica del poder,
o.c., p. 173.
29. Deleuze, Gilíes, Un nouvel archiviste, París, B runo Roy Ed., 1972,
52 pp., p. 30.
30. Deleuze, G-, «Á quoi reconnait-on le structuralism e?», en Fran-
fois Chátelet (dir.), H. de la Philosophie, au X X ' Siécle, t. IV, Verviers,
Bélgica, M arabour, 1979, p. 300.
31. Foucault, M., A Verdade e as Formas Jurídicas, Río de Janeiro,
Ed. Pontificia Universidade Católica do Rio de Janeiro, 1978 (trad. cast.:
Barcelona, Gedisa, 1980, 174 pp., p. 38).
32. Guedez, A., Foucault, o.c., pp. 51-52.
33. Kremer-M aríetti, Angele, Foucault et iarchéologie du savoir, Pa
rís, Seghers, 1974, 244 pp., p. 176.
34. Corvez, Maurice, Les structuralistes. Foucault, Lévi-Strauss, La-
can, Althusser, París, Aubier Montaigne, 1969 (trad. cast.: B uenos Aires,
Amorrortu, 1972, 153 pp., p. 51).
35. T om am os de C orradi los calificativos-epígrafes con los que se re
fiere a Barthes, Píaget, Daix y Eco. Nos distanciam os, sin em bargo, de
su planteam iento y desarrollo, que elaboram os desde los propios textos
de dichos autores.
Corradi, E., Filosofía della «morte dell'uomo». Saggio su l pensiero di
M. Foucault, Milán, Vita e Pensiero, Universitá Católica, 1977, 288 pp.,
pp. 161-172.
Corradi no d uda en proseguir «tenazmente» su labor hasta rotu lar
quince interpretaciones de Foucault. Consideram os que ni los textos a
que se refiere —en ocasiones apoya el calificativo en una sim ple confe
rencia del «intérprete»— ni la «proximidad» de los textos «de» y «sobre»
Foucault aconsejan em presas tan grandilocuentes y pretenciosas.
36. Cfr. p or ejemplo Barthes, R., «Por am bas partes», en Ensayos
Críticos, Barcelona, Seix Barral, 1967, pp. 201-210. La tom a de posición
se explícita en las pp. 205-206.
37. Foucault, M., Les mots et les choses, o.c., p. 221 (trad., p. 206).
38. Cfr. Piaget, Jean, Le structuralisme, París, PUF, 1974 (trad. cast.:
Barcelona, Oikos-Tau, 1974, 166 pp., pp. 146-155).
39. Cfr. Daix, P., «Structure du Structuralism e (II): Althusser et Fou
cault», Les Lettres Frangaises (París), 1.239 (1968) (trad. cast. en: Claves
del estructuralismo, Buenos Aires, Caldén, 1969, 155 pp., pp. 48-59).
58
40. Eco, Umberto, La estructura ausente. Introducción a la semiótica,
Barcelona, Lumen, 1978, 530 pp. (cfr. sobre todo 397-472 pp. 1. «Estruc
tura y estructuralism o» [se subraya la necesidad de ab o rd ar el problem a
del fundam ento epistemológico del m étodo], 2. «Realidad ontológica o
sistem a operativo», y 3. «Pensam iento estructural y pensam iento serial»).
41. H arari, J. (ed.), Textual Strategies: Perspectives in Post. Structura-
list Criticism, Ithaca, Comell University Press, 1979; y Structuralists and
Structuralisms, Ithaca, Diacritics, 1971.
42. Este em peño que insiste en una aguda conciencia autocrítica se
hallaba ya presente en los orígenes del quehacer estructuralista, refor
zando precisam ente su espíritu (cfr. Lewis, Philip E., «The Post-Structu-
ralist Condition», Diacritics, 12, 1 [1982], 1-24). De ahí que Jonathan
Culler considere poco fiable la distinción, dado que «un com entario es
crupuloso de la crítica que se centre en la diferencia entre estructuralis
m o y post-estrocturalism o tendría que sacar la conclusión de que en
general los estructuralistas se parecen m ás a los post-estructuralistas de
lo que m uchos de éstos se pueden parecer entre sí» (Sobre la deconstruc
ción. Teoría y crítica después del estructuralismo, Madrid, Cátedra, 1984,
261 pp., p. 30).
43. La relación de autores que h an abordado el problem a del estruc
turalism o «en diálogo» con los planteam ientos de Foucault resultaría in
term inable. No resistimos, sin em bargo, el no aludir a Corvez, Maurice,
«Le structuralism e de Michel Foucault», Revue Thomiste, LXVIII, 1, ene
ro-m arzo (1968), 101-124: su «ingenuidad» nos desconcierta. Y la Cháte-
let, F., «Olí en est le structuralism e?», La Quinzaine Litléraire (París), 31
(1967): es la am bición de los planteam ientos lo que nos resulta atractivo.
44. Foucault, M., Les inots eí les choses, o.c., p. 147 (trad., p. 136).
59
4
EL LENGUAJE Y EL DISCURSO.
PARA UNA ARQUEOLOGÍA DEL SABER
60
m ela de la obra y de la locura; es el punto ciego de la
posibilidad de cada una y de su exclusión m utua».4
El surgim iento del «objeto-locura» deja sin palabras al
loco. Nace así el discurso «acerca de él», «sobre él»,... y
con ello desaparece su propio sentido. En definitiva, es de
lo que se trataba. Queda silenciado así «este egoísmo sin
recurso ni separación y esta fascinación po r lo que hay de
m ás exterior en lo inesencial».s
Pero no está claro que siem pre fuera así. Desde que al
final d e la Edad Media la lepra desaparece del m undo
occidental, la locura ocupa plenam ente su lugar com o tér
m ino de una «exclusión». Aquella experiencia indiferen-
ciada, aún no escindida, entra en el rr.undo de un «len
guaje» que no es el suyo. «Un objeto nuevo acaba de apa
recer en el paisaje im aginario del R enacim iento [...], es la
Neuf de Fous, la nave de los locos, extraño barco ebrio
que navega por los ríos tranquilos de Renania v los cana
les flam encos.»6 Cabe así una existencia errante y un es
pacio, siquiera «salpicadam ente com ún». Cabe, así, el
espectáculo literario-pictórico (el Bosco, Brueghel, Thierrv,
Bouts, Durero,...) que se desliza en el terreno de la pura
visión donde la locura despliega sus poderes: «tiene allí
una fuerza prim itiva de revelación: revelación de que lo
onírico es real».7
De otro lado, sin em bargo, con Brandt, con Erasm o,
con toda la tradición hum anista, la locura queda atrapada
en el universo del discurso. Se hace m ás sutil... y se des
arm a. Será un objeto, pero el objeto de su risa. No podrá
tener nunca la últim a palabra acerca de la verdad y del
m undo; el discurso por el que se justifique sólo provendrá
de una «conciencia crítica del hombre». Así, las figuras
trágicas entran progresivam ente en la som bra.
Cada vez resultará m ás difícil d a r con sus huellas.
Sólo subsistirá en las noches del pensam iento y de los
sueños. En el siglo X VI es m ás una «ocultación» que una
destrucción radical. La experiencia trágica y cósm ica de
la locura se encuentra disfrazada por los privilegios exclu
sivos de una conciencia crítica. Sólo desde esta «ausen
cia» cabe entender nuestra experiencia de ella y la «con-
61
ñscación» que efectúa el pensam iento racional al anali
zarla como enferm edad m ental. Experiencia trágica difí
cil, sin embargo, de reducir del todo.
Así, por una parte, la locura se convierte en u n a form a
relativa de la razón, o m ás bien locura y razón en tran en
una relación perpetuam ente reversible que hace que toda
locura tenga su razón —la cual la juzga y la dom ina—, y
toda razón su locura —en la cual se encuentra su verdad
irrisoria—.8 Por otro lado, dicha locura se convierte en
una de las form as m ism as de la razón.9 Con ello, aquella
no tiene ya existencia absoluta, sólo existe po r relatividad
a ésta: la locura no conserva sentido y valor m ás que en el
cam po m ism o de la razón. Y la sinrazón se ve privada
para siem pre de utilizar razonablem ente «su razón»; y ha
cerlo es de «locuras-sabias», no com o esas «locuras-locas»
que son incapaces de reconocer su lugar en la razón y la
victoria de ésta. Ya hay «verdad» de la locura: «ser inte
rior a la razón, ser una figura suya, una fuerza y como
una necesidad m om entánea p ara asegurarse m ejor de sí
m ism a».10
Ya se va ordenando todo «este m undo de locos». Se
aleja y oculta aquella realidad trágica, aquel desgarra
m iento absoluto que la abría «a otro m undo». Los pode
res inquietantes que la habitaban han sido dulcificados,
dom esticados, integrando el cortejo de la razón. «Reteni
da y m antenida, ya no es barca, sino hospital.» Todo
aquel «m undo de desorden, perfectam ente ordenado,
hace po r tu m o el Elogio de la razón. En este “Hospital”,
el encierro ya ha desplazado al em barco».11 Y en esa m e
dida será «locura-loca» si lo dice la razón, esto es, si cabe
en ella.
Ello significa el fin de la posibilidad de la experiencia
—tan fam iliar en el R enacim iento— de una «Razón irra
zonable», de u n a «razonable Sinrazón». El advenim iento
de la «ratio» nos sitúa frente a D escartes, quien encuen
tra la locura al lado del su eñ o 12 y de todas las form as de
error. Es el definitivo cam ino hacia su silencio. «La No-
R azón del siglo XVI form aba u n a especie de peligro
abierto, cuyas am enazas podían siem pre, al m enos en
62
derecho, com prom eter las relaciones de la subjetividad y
de la verdad. El encam inam iento de la duda cartesiana
parece testim oniar que en el siglo XVII el peligro se halla
conjurado y que la locura está fuera del dom inio de p e r
tenencia en que el sujeto conserva sus derechos a la ver
dad: ese dom inio que, p ara el pensam iento clásico, es la
razón m ism a. E n adelante la locura está exiliada.»13 Se
traza, así, u n a línea divisoria. El «hombre» podrá estar
loco, pero no el «pensam iento» insensato; h a b rá de per
cibir «lo cierto».
Una palabra ha sido encerrada, un lenguaje silenciado.
Aquella línea divisoria no sólo establece la dicotom ía
Razón/Sinrazón, sino que m arca las jerarquías. En el um
bral de nuestra m odernidad el p a r Norm al/Patológico co
bijará «expresivamente» dicha dicotomía. La locura será,
así, el discurso de la razón sobre la sinrazón. «Porque
nuestro saber, que nunca se separa de nuestra cultura, es
esencialm ente un saber racional, incluso cuando la histo
ria obliga a la razón a am pliarse, a corregirse o a desm en
tirse; es un discurso de la razón sobre el m undo: discurrir
sobre la locura, a p artir del saber, sea cual sea el extremo
al que se llegue, es no salir en m odo alguno de u n a anti
nom ia funcional cuya verdad queda así situada en un es
pacio tan inaccesible a los locos com o a los hom bres
cuerdos; porque pensar esta antinom ia es siem pre pensar
la a p artir de uno de sus térm inos: la distancia aquí sólo
es la últim a astucia de la razón.»14
Y es aquí donde el problem a se plantea en su m ás ple
na radicalidad: «el saber, sean cuales fueran sus conquis
tas, sus audacias, sus generosidades, no puede escapar a
la relación de exclusión, no puede dejar de pensar esta
relación en térm inos de inclusión».15
63
trará ya su espacio sino en el régim en general de los sig
nos representativos.
«Esta nueva disposición entraña la aparición de un
nuevo problem a hasta entonces desconocido: en efecto, se
había planteado la pregunta de cóm o reconocer que un
signo designa lo que significa; a p artir del siglo xvn se
preguntará cóm o un signo puede estar ligado a lo que
significa. Pregunta a la que la época clásica dará respues
ta por medio del análisis de la representación; y a la que
el pensam iento m oderno responderá por el análisis del
sentido y de la significación [...] de hecho, el lenguaje no
será sino un caso particular de la representación.»17 Se
deshace así la profunda pertenencia del lenguaje y del
m undo. Las cosas y las palabras se separan. «El discurso
tendrá, desde luego, com o tarea el decir lo que es, pero
no será m ás que lo que dice.»18
Este lenguaje —caso particular de la representación o
de la significación— «caerá» a partir del siglo X IX en los
«brazos del sujeto». Ello le situará ya excesivamente lejos
de aquel estado prim ero de la lengua que «no era un con
junto definible de símbolos y reglas de construcción, sino
una m asa indefinida de enunciados, un centelleo de cosas
dichas... Antes que las palabras había las frases; antes que
el vocabulario, los enunciados; antes que las sílabas y la
aveniencia elem ental de los sonidos existía el indefinido
m urm ullo de lo que se decía».19 Ahora es el tiem po de las
«ideas».
¿Por qué este internam iento del «discurso irracional»?
¿Qué insidiosa razón interpela desde ese discurso, moles
ta y agrede otras conquistas? Pero, incluso reducida al
silencio y excluida, la locura tiene valor de lenguaje y sus
contenidos tom an sentido a p artir de lo que la denuncia y
la rechaza com o locura.20
Es esta tensión la que im pulsa a no d ar p o r inevitable
y definitivam ente estable el proceso y es desde ella desde
donde cabe com prender cómo nuestra sociedad se expre
sa en esas form as patológicas en las que se niega a reco
nocerse.21 Tensión que se expresa como una «búsqueda-
combate» de los espacios de la razón y la sinrazón en la
64
que la «sospecha» nos induce a vislum brar —siquiera ex
plicativam ente— una Razón que finalm ente —tal vez fa
talm ente— com bate con ellos y finaliza im poniéndose.
No es de extrañar que, en este sentido, la Historia de la
locura haya sido considerada «“u n a historia de los lími
tes”; de esos gestos oscuros, necesariam ente olvidados tan
pronto com o son ejecutados, m ediante los cuales una cul
tura rechaza algo que será para ella lo Exterior».22
E n este sentido, resulta especialm ente significativo que
el «Gran Encierro», que se produce hacia la m ism a hora
(una m añana se detiene en París a seis mil personas) con
firm a este exilio de la locura, pero evidenciando el alcan
ce «excluyente» de la operación. Los locos van con aque
llos que form an el desfile de las experiencias radicales
—que tocan, bien a la sexualidad, a la religión, a la liber
tad, etc.-—, es decir, con quienes configuran la posibilidad
de instaurarse entre el pensam iento libre y el sistem a de
las pasiones. El problem a alcanza así el m undo de la sin
razón (de la que la locura no es sino un eslabón).
Y es desde esa perspectiva desde la que cabe entender
la consideración de Foucault respecto a ciertos nom bres,
su «aislamiento» en las inquietudes de la era del recelo;
su sensibilidad ante la «eclosión» que supone Nietzsche
ya que, «por la locura que la interrum pe, u n a obra abre
un vacío, un tiem po de silencio, una pregunta sin res
puesta, provoca un desgarro sin reconciliación en el que
el m undo está obligado a interrogarse».23 El hundim iento
de su pensam iento hace que éste se abra a la m odernidad,
que le obligue a ella a cuestionarse acerca del ordena
m iento en su lenguaje y le impulse a la tarea de dar razón
«de esta» sinrazón y «a esta» sinrazón. El relato va así
m ás allá de los «textos» en el propio «texto-Nietzsche».
Cobra de este modo su auténtica dim ensión aquella
«gran ruptura» que él supone al considerar que el conoci
m iento es simplemente el resultado del juego, el enfren
tam iento, la confluencia, la lucha y el com prom iso entre
los instintos (no es instintivo, es contra-instintivo, e igual
m ente no es natural, es contra natural). «En térm inos kan
tianos [...] para Nietzsche [...] las condiciones de la expe-
65
rie n d a y las condiciones del objeto de experiencia son to
talm ente heterogéneas.»24 Ello supone que no hay en el co
nocim iento una adecuación al objeto, u n a relación de asi
m ilación sino que hay, p o r el contrario, u n a relación de
distancia y dom inación; en él no hay nada que se parezca a
la felicidad o al am or, hay m ás bien odio y hostilidad; no
hay unificación, sino sistem a precario de poder. Así el ca
rácter perspectivo del conocim iento no deriva de la natu ra
leza hum ana, sino siem pre del carácter polém ico y estraté
gico del conocim iento. Se puede hablar del carácter peis-
pectivo del conocim iento porque hay batalla y porque el
conocim iento es el efecto de esa batalla.23
De ahí que m ás allá de su irrupción en ese espacio-
enigm ático que denom inam os locura —o precisam ente
por ello— «Nietzsche es el síntom a de una disociación
que se eieclúa entre el hom bre y el lenguaje, experim enta
da vivam ente y de diversos m odos en el siglo X I X ».26
En ese contexto han de inscribirse asim ism o los deses
perados intentos po r «hablar» superando tal disociación;
los esfuerzos po r transgredir esa lim itación, esos límites;
las tentativas de Raym ond Roussel, quien expresa en vís
peras de suicidarse — C om m ent j'ai écrit certaim de mes
livres— ,27 «el relato sistem áticam ente realizado de su lo
cura y de sus procedim ientos de escritor».28
Vienen aquí tam bién Jos deseos de Klee, de Kan-
dinsky, de M agritte...; sus búsquedas para escapar del es
pacio representativo. Ceci n'est pas un pipe era la incisión
del discurso en la form a de las cosas, en su poder am bi
guo de negar y desdoblar.29
Cobra su auténtica dim ensión, asim ism o, aquel rela
to30 que pretende fundirse en un m ism o lenguaje con los
hechos, que en ocasiones se interfiere con ellos, que final
m ente es curiosam ente «juzgado» a su lado, difum inando
la línea de las palabras y las cosas. Relato de u n a acción
realizada para poder ser escrita, porque en cierto modo
ya estaba textualizada antes de ejecutarse. Discurso que
nos coloca en el perfil-um bral en el que no cabe hab lar de
cordura ni de locura, ni de razón ni de sin-razón.31
Con ello el problem a aparece desafiantem ente centra
66
do. E n definitiva, se tra ta de posibilitar a la sin razó n el
acceso al lenguaje, de «alum brar» esa ausencia m ediante
la cual la obra v la locura co m unican y se excluyen. F o u
cault ve en Freud, en este sentido, un au téntico pionero,
al d ejar «hablar» al sueño, con lo que es el «prim ero en
h a b e r tratado de “b o rra r” radicalm ente la separación en
tre lo positivo y lo negativo (lo norm al y lo patológico, lo
com prensible y lo incom unicable, lo significante y lo in
significante)».32
Se com prende, así, que m ientras la locura se inscribía
en el corazón del m undo «com o signo y recuerdo del m ás
allá» no había internam iento. C uando esto acaba, es ex
pulsada del m undo razonable. Sólo al precio de estas
expulsiones, los sueños, la locura,... acceden m oderna
m ente al estatuto de objeto de conocim iento, y preci
sam ente m ediante un m ism o m ovim iento que los objetiva
y los excluye. Foucault tra tará de a b rir espacios para el
discurso de los locos (sin-razón), para su stitu ir el que se
efectúa sobre ellos, sabiendo que se realiza en lugar del de
ellos. «Vida y m uerte, locura y no-locura luchan en noso
tros de un m odo p articu lar en cada cual —el "Yo” im po
niendo reglas a esta lucha, a este debate— [...]. Se trata
de restituir el m ovim iento en dicho debate, volviendo a
d ar equitativam ente la palabra a varias voces allí donde
no hablaba sino una voz asfixiante.»33
El problem a consiste en ver de qué m anera es ello po
sible; cóm o lograr establecer las condiciones desde las
cuales dichas voces sean un efecto realizable. Cómo sacu
d ir la pesadilla de Foucault: «... m e persigue desde m i in
fancia: tengo ante los ojos un texto que no puedo leer, del
que sólo una ínfim a parte m e es descifrable; hago ver que
lo leo, sé que lo invento; después el texto de repente se
nubla po r com pleto, no puedo leer nada m ás, ni siquiera
inventarlo, m i garganta se estrecha y m e despierto».34 Pe
sadilla que «desvela» ahora un proyecto: «el redescubri
m iento de Nietzsche (pero de m odo oscuro quizás desde
Kant), de un “pensam iento” que no se puede reducir a la
filosofía porque es, m ás que ella, originario y soberano
(arcaico); el esfuerzo p o r hacer, a propósito de este pensa
67
m iento el relato de su inm inencia v de su retroceso, de su
peligro y de su prom esa [...]; el esfuerzo por sacudir el
lenguaje dialéctico que conduce a la fuerza el pensam ien
to a la filosofía; y a fin de dejar a este pensam iento del
juego sin reconciliación, el juego absolutam ente transgre-
sivo de lo Mismo y de la Diferencia [...]; la urgencia de
pensar en un lenguaje que no sea empírico, la posibilidad
de un lenguaje del pensam iento».35
Pero, ¿qué tipo de «pensamiento» es ese inaccesible al
lenguaje? ¿Qué es lo que le constituye como «pensam ien
to»? ¿Cómo sentir siquiera su «presencia»? ¿Cómo espa-
cializar un vacío?36 ¿Quizás a través de la negación a re
conocerse en las form as en que ahora se expresa? ¿Cabe
otro recurso que el silencio, la palabra repetida o las «ma-
quinerías» del lenguaje? «En definitiva, hem os de plan
tearnos la viabilidad de una herm enéutica que se desarro
lla sobre sí m ism a y entra en el dom inio de los lenguajes
que no dejan de im plicarse a sí mismos, en esa región
interm edia entre la locura y el puro lenguaje.»37
Pero tal región interm edia no se m uestra m ediante
una m era am pliación de los m árgenes. No todo queda ex
plicado con una simple referencia a la razón m arginado-
ra. Se trata de abrir el lenguaje a todo un dom inio nuevo
que persiste en la correlación perpetua y objetivam ente
fundada de lo visible y de lo enunciable. Es un acceso a la
epidermis en la que se da a ver el fondo de la enferm e
dad, en el espacio del cueipo m ism o. El problem a no se
resum e, por tanto, con un «decir lo que se ve», sino que
se ha de situar en ese ám bito de aparente superficialidad
en el que se ha de «dar a ver al decir lo que se ve»,38 de
tal m odo que «la fórm ula de descripción es al m ism o
tiem po gesto de descubrim iento».39
Así, esa región interm edia no es tanto la erección de
una profunda escisión entre la locura y el puro lenguaje
sino el reconocim iento del cam po de juego en el que lo
interm edio cobra visos de una puesta en escena, que se
constituye en espectáculo m ediante la ram ificación de los
espacios, y un hacer que la supuesta apertura entre lo vi
sible y lo decible sea ya un texto objeto de tacto. Cobra de
68
este m odo cuerpo, pero en esa m ism a m edida es ya sujeto
de enferm edad. Su suerte está ya echada, tendida, escrita:
yace prem onitoriam ente.
E n la supuesta escisión platónica entre «escribir en el
agua» y «escribir en el alma»40 se abre paso ahora esta
escritura epidérm ica en la que, a flor de piel, cabe asim is
mo la posibilidad de escribir «por pura diversión». La se
ducción se torna am enazante. En el Fedro la escritura se
describe com o pharmakon y en esa m edida es tanto «re
medio» como «veneno», con visos de «droga peligrosa»:
cura e infecta. El acceso a la epiderm is obliga, por tanto,
a sostenerse en esa línea fronteriza entre el interior y el
exterior que traza y recuerda el trazo «intram uros/extra
muros».
Aquella «diversión» es, por ello, u n a auténtica diversi
ficación que hace que efectivamente «el pharmakon» sea
«el m ovimiento, el lugar y el juego de la diferencia»,41 y
en esa m ism a m edida el texto en el que tom ar cueipo es,
a su vez, la ap ertura a la propia supresión. La m uerte se
convierte en el apriori concreto de la experiencia m édica
y sólo a través de esta integración cabe hablar de expe
riencia de la individualidad: «es ella la que fija piedra tan
gible, el tiem po que vuelve, la herm osa tierra inocente
bajo la hierba de las palabras. Perm ite ver, en un espacio
articulado por el lenguaje, la profusión de los cuerpos y
su orden simple».42
De aquí que en la asunción del cuerpo m ism o del len
guaje quedaría, a su vez, m arcado su carácter asim ism o
finito, apropiado al decir de los m ortales. Pero no se per
m ite tal m aterialidad, com o evidentem ente la oposición
razón-locura subraya. Dicha oposición no es el simple
producto de una prohibición, pero sin em bargo form a
parte de los sistem as de control, selección y redistribu
ción que persiguen conjurar los poderes y peligros del dis
curso y que, por tanto, se perfilan como excluyentes. «El
loco es aquel cuyo discurso no puede circular como el de
los otros: llega a suceder que su palabra es considerada
com o nula y sin valor, no conteniendo ni verdad ni im
portancia.»43 Poco im porta que en ocasiones se le confie
69
ra extraños poderes; de todas formas, en sentido estricto
su palabra no existe. «A través de sus palabras era como
se reconocía la locura del loco; ellas eran el lugar en el
que se ejercía la separación, pero nunca eran recogidas o
escuchadas.»44 Y si desde finales del siglo xvm la actitud
ante estas palabras que originaban la diferencia no puede
definirse con una m era ubicación al otro lado de la línea
de separación, su consideración vale para ponernos en
disposición vigilante, con lo que dicha separación sigue
actuando: la escucha m antiene la cesura.45
El cuerpo del lenguaje es ahora tam bién «cuerpo so
cial». La extensión de su «veneno» nos convierte en psi-
quiatrizables, bajo el signo valorizado y tem ido de una
locura posible que puede sorprendernos a todos y en to
das partes. Y con ello el alienista, que es fundam ental
m ente el parapeto de un peligro, se presenta com o el ha
cedor de un orden que es el de la sociedad en su conjun
to. Es en esa m edida una suerte de higienista que vela no
sólo por la salud corporal, al am paro del signo visible de
la ley, sino por su pulcritud, dado que los m ecanism os
m ás num erosos, m ás eficaces y más incisivos funcionan
en los intersticios de las leyes, según m odalidades hetero
géneas al derecho y en función de objetivos que no son el
respeto a la legalidad, sino la regular idad y el orden.46
70
que49 a fin de determ inar las condiciones de esta escisión
entre lo norm al y lo patológico. El «objeto» será ahora la
enferm edad y allí convergerá el análisis. ¿Cómo se consti
tuye este saber m édico capaz de apropiarse y declarar
se órgano de gestión suprem o incluso en la distinción
razón/sin-razón?
El lenguaje se identificará ahora «en su existencia y en
su significado con la m irada que lo descifra: un lenguaje
inseparablem ente lector y leído»50 y la racionalidad será
una m anera de ver, subsum ida, en cierto modo, en el m é
dico y su expresión, el enunciado. Así, «la m irada no es
reductora, sino fundadora del individuo en su calidad
irreductible y por eso se hace posible organizar, alrededor
de él, un lenguaje racional. El “objeto” del discurso puede
bien ser así un sujeto, sin que las figuras de la objetividad
sean, por ello mismo, modificadas».
Nuevamente será preciso recurrir a esa región en la
que las «cosas» y las «palabras» no están aún separadas.
Entonces aparecerá, en una figura única, la articulación
del lenguaje médico y su objeto. Será preciso, para ello,
«colocarle y, de una vez por lodas, m antenerse en el nivel
de la “espacialización” y de la “verbalización” fundam en
tales de lo patológico, allá de donde surge y se recoge la
m irada locuaz que el m édico posa sobre el corazón vene
noso de las cosas».52
Dicho nivel de «espacialización» y de «verbalización»
nos sitúa fíente a todo un juego de relaciones, y procedi
mientos de exclusión, reglas de jurisprudencia, norm as de
trabajo y de moral...; todo un conjunto que caracteriza la
posibilidad de una práctica discursiva y la form ación de
sus enunciados. Ello nos rem ite a problem as tan estrecha
m ente vinculados entre sí com o la noción de «episteme»,
«apriori histórico», «archivo», «discontinuidad»... cuyo
afrontam iento resulta decididam ente clave para poder
plantear desde Foucault las cuestiones que nos preocu
pan. Sólo en tal perspectiva em ergerá la pregunta: «¿por
qué unos enunciados y no otros?».
Ello nos obliga a un detenido análisis de la noción de
«episteme», centrada en Les mots et les choses, pues en
71
torno a ella se configura cuanto pudiera concebirse como
discontinuidad y en cuya perspectiva cabe encuadrar la
ruptura epistemológica de Bachelard, siquiera para m ar
car las distancias.53 Precisam ente, el térm ino «episteme»
será central en dicha obra po r cuanto servirá de criterio
p ara ordenar la arqueología de las ciencias hum anas que
Foucault se propone llevar a cabo, o m ás exactam ente —y
esta distinción es m ás que anecdótica— «una arqueología
de las ciencias hum anas».
No faltan quienes consideran que esta noción ha sido
utilizada por M. Foucault sin caracterización precisa para
finalm ente ser abandonada, no yendo m ás allá de las pá
ginas de Les m ots e t les choses.54 En cualquier caso, el
térm ino sigue teniendo valor operativo y nom bra, como
veremos, un espacio articulado relativam ente estable de
las reglas de form ación del saber entre dos distancias
m arcadas po r u n a m utación.
Les m ots et les choses no preconiza un perm anecer en
la discontinuidad, sino que se pregunta por esas transfor
m aciones —que no responden a la im agen tranquila y
continuista que se tiene habitualm ente— y las lee a la luz
de las m odificaciones en las reglas de form ación de los
enunciados. No es, pues, un cam bio de contenido —refu
tación de antiguos errores, form ulación de nuevas verda
des—, no es tam poco una alteración de la form a teórica
—-renovación del paradigm a, m odificación de los conjun
tos sistemáticos-—; lo que se plantea es lo que rige los
enunciados y la m anera en la que se rigen los unos a los
otros para constituir un conjunto de proposiciones acep
tables científicam ente. Se trata precisam ente de d ar con
los efectos de poder que circulan en los enunciados cientí
ficos, su régim en interior de poder: cómo y por qué en
ciertos m om entos se m odifica de form a global dicho régi
men. «Son estos diferentes regím enes los que he inten
tado localizar y describir en Les m ots et les choses-, dicien
do, bien es verdad, que no intentaba de m om ento expli
carlos. »55
No está claro, sin embargo, que en el m om ento de re
dactar el texto el propio Foucault sea consciente de esta
72
dim ensión a la que m ás tarde alude. Su problem a se cen
tra m ás bien en otra orientación. «El hilo conductor,
com o el título lo indica, será la idea que en cada m om en
to se tuvo del lenguaje sobre el que se edifica un saber, la
relación de las palabras y las cosas.»56
En la respuesta que daba a determ inadas cuestiones
planteadas a propósito de su labor, describía com o «epis-
teme» la separación, las distancias, las oposiciones, las di
ferencias, las relaciones de los m últiples discursos cientí
ficos en una época, añadiendo: «es un espacio de disper
sión, es un cam po abierto y sin duda indefinidam ente
descriptible de relaciones».57
Lo que habrá que analizar será la desnuda experiencia
del orden y sus m odos de ser (orden es aquello que se da
en las cosas com o su ley interna, pero al m ism o tiem po
aquello que no existe m ás que a través de la red de un
lenguaje); así encontrarem os a p artir de qué han sido po
sibles conocim ientos y teorías, según qué espacio de o r
den se h a constituido el saber, sobre el fondo de qué
«apriori histórico» y en el elem ento de qué positividad
h an podido aparecer las ideas, constituirse ciencias, pen
sarse experiencias en filosofía y form arse racionalidades
que quizás se deshacen y desvanecen en seguida. Hay que
sacar a la luz del cam po epistemológico, la «episteme» en
la cual los conocim ientos hunden su positividad y m ani
fiestan así u n a historia que no es la de su creciente per
fección, sino m ás bien la de sus condiciones de posibili
dad.58
Por últim o, hay que recordar que, «en una cultura y
en un m om ento dado, no hay nunca m ás que u n a episte
me, que define las condiciones de posibilidad de todo sa
ber».59 Los saberes de las distintas épocas se relacionan
entre sí —hechos posibles por la m ism a «episteme»— y
no se conectan con otros que vendrían a ser su sucesión
ideal en el orden del tiempo.
¿Cuáles son las dos grandes discontinuidades que han
tenido lugar en nuestra cultura occidental? D urante el Re
nacim iento, es la sem ejanza la organizadora del saber de
su época; es ella quien conduce la exégesis e interpreta
73
ción de los textos y la que perm ite el conocim iento de las
cosas, guiando el arte de representa! las.
Hay cuatro figuras esenciales que prescriben sus a r
ticulaciones con el saber de la semejanza: la noción de
«convenentia», la noción de «emulatio», la de la identidad
de las relaciones en dos o m ás sustancias distintas —en
ella se superponían «convenentia» y «emulatio»— v la no
ción de «sympatheia». Además habría una quinta noción
o nueva figura de la sem ejanza,60 que sería entre las pro
piedades visibles de un individuo la imagen de una propie
dad invisible y oculta: se trata de la «signatura», que cie
ñ a el círculo de la semejanza, haciéndolo a la vez perfec
to y manifiesto. «No hay sem ejanza sin signatura. El
m undo de lo sim ilar tiene que ser un m undo m arcado.»61
Si consideram os que la herm enéutica es el conjunto
de conocim ientos y de técnicas que perm iten hacer hablar
los signos y descubrir su sentido, v que la semiología es el
conjunto de técnicas que perm iten distinguir dónde están
los signos, conocer sus lazos y las leyes de su encadena
miento, entonces hay que decir que el siglo XVI ha super
puesto semiología v herm enéutica en la forma de la sem e
janza. Buscar el sentido es sacar a la luz aquello a lo que
se asem eja. B uscar la lev de los signos es descubrir las
cosas que son semejantes.
«La gram ática de los seres es su exégesis»62 y conocer
será interpretar. Esta es la «episteme» del siglo XVI; su
saber es a la vez pletórico y absolutam ente pobre, pues
está condenado para siem pre a conocer la m ism a cosa,
pero a no conocerla más que al térm ino de un recorrido
indefinido.
Tenemos un privilegio absoluto de la escritura, pues el
saber de la época consiste en llevar el lenguaje al lengua
je, restituir la gran plana uniform e de las palabras y las
cosas, hacer hablar a todo. En definitiva, hacer nacer por
encim a de todas las m arcas el discurso segundo del co
m entario; el lenguaje tiene en sí m ism o su principio inter
no de proliferación, y por ello lo propio del saber no es ni
ver ni dem ostrar, sino interpretar. Por eso puede decir
Foucault q u e «el lenguaje de] siglo XVI... se halla sin duda
74
atrapado en ese intersticio entre el Texto prim ero y lo in
finito de la Interpretación».63
El lenguaje, al que ya aludim os al analizar la Histoire
de la folie, en lugar de existir com o escritura m aterial de
las cosas, encontrará ahora su espacio en el régimen ge
neral de los signos representativos. Así, si el Renacim ien
to se preguntaba cómo reconocer que el lenguaje designa
bien aquello que significa, ahora la pregunta girará en
torno a cómo puede un signo estar ligado a aquello que
significa. A lo cual la edad clásica responderá m ediante
el análisis del sentido y de la significación. El lenguaje no
será más que un caso particular de la representación
(para los clásicos) o de la significación (para nosotros).
Se deshace la profunda interdependencia de lenguaje y
m undo. Queda suspendido el prim ado de la escritura. Las
cosas y las palabras van a separarse. El discurso tendrá
com o misión decir lo que es, pero no será ya nada más
que lo que dice.
Con la edad clásica se configura un nuevo espacio de
saber. Lo sem ejante, forma y contenido al mism o tiem po
del conocim iento, se encuentra ahora disociado en un
análisis hecho en térm inos de identidad y diferencia; la
com paración es ahora referida al orden, pero no teniendo
com o misión revelar el ordenam iento del m undo, sino
que se hace según el orden del pensam iento, yendo natu
ralm ente de lo simple a lo complejo. De este modo, toda
la «episteme» del m undo occidental queda modificíida en
sus disposiciones fundam entales.
La época clásica rom pe este m arco y la cuestión pasa
a ser ¿cómo un signo puede estar ligado a aquello que
significa? El cam po epistemológico no es ahora la sem e
janza, sino el orden.
«El lenguaje se retira del m edio de los seres para en
tra r en su edad de transparencia y de neutralidad.»64 Lo
fundam ental para la epistem e clásica será su relación con
la «mathesis» (ciencia universal de la m edida y del o r
den), lo que implica dos caracteres: en prim er lugar, el
análisis va a tom ar muy pronto valor de m étodo univer
sal; y, en segundo lugar, aparecen nuevos cam pos empíri-
75
eos, que si bien son m uestra del «Análisis» en general, sin
em bargo tom an como instrum ento particular el sistem a
de signos: son la gram ática general, la historia natural y
el análisis de las riquezas, ciencias del orden en el campo
de las palabras, de los seres y de las necesidades. «Esta
relación con el Orden es tan esencial para la edad clásica
com o lo fue para el R enacim iento la relación con la Inter
pretación.»^
Foucault estudia la gram ática general, la historia natu
ral y el análisis de las riquezas, y hace ver que el objeto
de éstas no es sino la construcción del orden en las pala
bras, los seres y las necesidades. Hay, sin em bargo, una
disociación: por un lado, los signos (m arcas de la identi
dad y de la diferencia, y los principios de ordenam iento);
y, por otro, la naturaleza y sus sem ejanzas sordas y opa
cas. No cabe, por tanto, sino la taxonom ía que ordena las
cualidades empíricas. El sím bolo en el saber clásico será
el cuadro: los saberes sólo tendrán valor por el «lugar» en
que se alojen.
El lenguaje, al agotar su transparencia en el funciona
m iento de la pura representación, es discurso y tal es el
objeto de la gram ática general, que pasa a ser normativa,
situándose al lado de la lógica (nada de estudiar com uni
caciones intersubjetivas o relaciones pensam iento-lengua):
se lim ita al conocim iento analítico y crítico del funciona
m iento del discurso concebido com o total y únicam ente
representativo. «Desde la teoría de la proposición a la de
la derivación, toda la reflexión clásica del lenguaje —todo
lo que se ha llam ado la gram ática general— no es más
que el ceñido com entario de esta frase: el lenguaje anali
za. Es ahí donde ha basculado, en el siglo XVII, toda la
experiencia occidental del lenguaje; ella que había creído
siem pre hasta entonces que el lenguaje hablaba.»66
Es en el nom bre donde se encuentra el núcleo de toda
experiencia clásica del lenguaje; en él se cruzan todas sus
funciones, porque es po r él com o las representaciones
pueden llegar a figurar en una proposición. Es por él tam
bién como el discurso se articula sobre el conocim iento.
El nom bre es el térm ino del discurso.
76
«La tarea fundam ental del discurso clásico es atribuir
u n nom bre a las cosas, y en ese nom bre n o m b rar su ser.
D urante dos siglos, el discurso occidental fue el lugar de
la ontología. Cuando nom braba el ser de toda repre
sentación en general, era filosofía: teoría del conocim ien
to y análisis de las ideas. Cuando atribuía a cada cosa
representada el nom bre que convenía y, en todo el cam po
de la representación, disponía de la red de u n a lengua
bien hecha, era ciencia: nom enclatura y taxonom ía.»67
La historia —igualm ente taxonóm ica— pasa a ser una
historia de la naturaleza: ha de hacer figurar los seres vi
vos en su discurso ordenado. El tiem po no será sino el
espacio en el que se m anifiestan todos los valores suscep
tibles de cubrir las variables del cuadro taxonóm ico de la
historia natural. Ni sospecha, por ello, de evolucionismo o
de transform ism o. E n cuanto a las riquezas, lo interesan
te no es su m odo de producción, sino el precio-signo del
valor y su representación, y su función de ligar una plura
lidad de m ercancías, jugando a los intercam bios. Así se
designa un elem ento y a su vez se articula el conjunto.
La época clásica se interesa, por tanto, po r las tipolo
gías que com binan los elem entos del lenguaje y deduce de
ellas el orden lógico de aparición de las lenguas. Estos
elem entos —la proposición, la articulación, la designación
y la derivación— disponen un cuadro dentro del cual se
sitúan las lenguas posibles, pero que es válido asim ism o
para la historia natural y el análisis de las riquezas.
De este m odo, el orden clásico, esta taxonom ía gene
ralizada, es u n a suerte de im aginación —que reúne las
representaciones—, de continuidad —nada de rupturas—
y de arm onía de las necesidades de los hom bres.
La configuración de la «episteme» clásica viene dada
por el encadenam iento de las representaciones, la capa
sin ru p tu ra de los seres y la proliferación de la naturaleza.
En el principio de lo continuo de la representación y del
ser tendríam os el m om ento m etafísicam ente fuerte del
pensam iento en los siglos XVII y XVIII, m ientras que las
relaciones entre articulación y atribución, designación y
derivación, definen el m om ento científicam ente fuerte
77
(lo que hace posibles la gram ática, la historia natural y la
ciencia de las riquezas).
Es a finales de siglo xvtu cuando se produce la ruptu
ra «inesperada» y «enigmática» que separa la época clási
ca del nuevo espacio epistemológico del siglo X IX : la His
toria reem plaza al orden, y la analogía y la sucesión susti
tuyen a la «mathesis». Dicha historia no es el registro de
series de hechos, sino la condición de posibilidad de nue
vas empiricidades. Es preciso hacer exégesis, pero ahora
el filósofo se encuentra desarm ado frente a los m iem bros
dispersos de la antigua unidad del lenguaje que desplega
ba el discurso. El ser se separa de las representaciones,
pasa a ser puram ente psicológico. El hom bre se encuen
tra perdido: «el sujeto y el objeto están ligados en un recí
proco poner en duda».
El triedro reem plaza, en el saber contem poráneo, a la
esfera del Renacim iento y al plano de la época clásica. Su
prim era dimensión: las ciencias m atem áticas y físicas. Se
gunda: las ciencias «empíricas» (y no históricas): econo
mía, biología, lingüística. Tercera: la reflexión filosófica.
Las ciencias hum anas, a pesar de su constante intento
por alojarse en el triedro, están excluidas de él. Ha de
tenerse en cuenta, adem ás, que, por ejemplo, el psicoaná
lisis (con sus dim ensiones de m uerte, deseo, ley-lenguaje)
y la etnología (al colocarse en la perspectiva de historici
dad) no son ciencias hum anas, sino el apriori histórico de
todas las ciencias del hom bre.
Si durante la edad clásica el verbo «ser» aseguraba el
paso ontológico entre hablar y pensar, este pasaje se rom
pe y de golpe el lenguaje adquiere un ser propio, deten
tador de las leyes que le rigen a él mismo. Si el conoci
m iento clásico era nom inalista, el siglo xtx nos ofrece un
lenguaje replegado sobre sí mismo, con espesor, historia,
leyes y objetividad propios. «Se ha convertido en objeto
de conocim iento entre tantos otros... Conocer el lenguaje
ya no es acercarse estrecham ente al conocim iento mismo,
es únicam ente aplicar los m étodos del saber en general a
un dom inio singular de la objetividad.»68
Pero esta nivelación del lenguaje al «status» simple y
78
puro de objeto es com pensada de tres formas: en prim er
lugar, el lenguaje se convierte en m ediación necesaria
para todo conocim iento científico que quiera m anifestar
se com o objeto. Segundo, se presta al estudio del lenguaje
un valor crítico. «La filosofía como análisis de lo que se
dice en la profundidad del discurso se ha convertido en la
form a m oderna de la crítica.»69 Y las dos grandes formas
de análisis van a ser el form alism o (del pensam iento,
Russell) y la interpretación (descubrim iento del incons
ciente, Freud); asim ism o es aquí donde la fenomenología
y el estructuralism o van a encontrar su espacio. Ultima
compensación: aparición de la literatura: «en el m om ento
en que el lenguaje, como palabra esparcida, se convierte
en objeto de conocim iento, he aquí que reaparece bajo
una m odalidad estrictam ente opuesta: silenciosa, precavi
da deposición de la palabra en la blancura del papel, don
de no puede tener ni sonoridad ni interlocutor, donde no
tiene otra cosa que decir que a sí m ism a, otra cosa que
hacer que brillar en el estallido de su ser».70
La desaparición del discurso ha perm itido ese «retor
no» del lenguaje (aunque no com o durante el Renaci
m iento, sino existiendo de m odo disperso) y, al mism o
tiem po, que tenga lugar otro suceso de m ucha m ayor
trascendencia. «Antes de final del siglo XVIII, el hom bre
no existía. No m ás que el poder de la vida, la fecundidad
del trabajo o el espesor histórico del lenguaje. Es u n a
muy reciente criatura que ha fabricado la dem iurgia del
saber con sus m anos, hace m enos de doscientos años:
pero ha envejecido tan rápidam ente que fácilm ente se ha
im aginado que había esperado en la som bra durante m i
lenios el m om ento de ilum inación m ediante el que por fin
será conocido.»71
Es el poder del discurso, del lenguaje que nom bra, re
corta, com bina, ata y desata las cosas, haciéndolas que se
transparenten en las palabras: en definitiva, el lenguaje
que representa lo que surge en el pensam iento clásico, y
no la existencia del hom bre. Solam ente «cuando la histo
ria natural se convierte en biología, cuando el análisis de
las riquezas se convierte en econom ía, sobre todo cuando
79
la reflexión sobre el lenguaje se hace filosofía y se borra
ese discurso clásico en el que el ser y la representación
encontraban su lugar común, entonces, en el movim iento
profundo de tal m utación arqueológica aparece el hom bre
con su am bigua posición de objeto para un saber y de
sujeto que conoce...».72
El m odo de ser del hom bre está definido por cuatro
segmentos teóricos: el análisis de la finitud; el análisis del
redoblam iento em pírico-trascendental; la reflexión de lo
im pensado que se encuentra de algún modo habitada por
un «cogito», y este pensam iento adorm ilado en lo no pen
sado debe ser reanim ado y tendido en la soberanía del
«yo pienso»; y, po r últim o, el esfuerzo por pensar un ori
gen que se halla siem pre escondido, para avanzar en esa
dirección en la que el ser del hom bre es tenido, en rela
ción consigo mismo, en un alejam iento y distancia consti
tutivos de sí m ism o.73
El cam po de la «episteme» m oderna es un espacio vo
lum inoso y abierto según tres dimensiones: ciencias m ate
m áticas y físicas; ciencias del lenguaje, de la vida y de la
producción y distribución de riquezas; y dim ensión de
la reflexión filosófica. Entre las tres se establecen relacio
nes. ¿Y las ciencias hum anas? «... Es en el intersticio de
estos saberes, m ás exactam ente en el volum en definido
por sus tres dim ensiones, donde encuentran plaza.»74 Las
ciencias hum anas serían el análisis que se extiende entre
lo que es el hom bre en su positividad (ser viviente, traba
jador, parlante) y lo que perm ite a ese m ism o saber (o
buscar saber) lo que es la vida, en qué consisten la esen
cia del trabajo y sus leyes, y de qué m odo puede hablar.
H abría com o tres regiones epistemológicas en el cam
po de las ciencias del hom bre: u n a región psicológica
(que surge allí donde el ser viviente se abre a la posibili
dad de la representación); una región sociológica, en la
que el individuo trabajador, productor y consum idor se
da la representación de la sociedad, de grupos e indivi
duos, de imperativos, sanciones, fiestas y creencias; y el
es ludio de las literaturas y los mitos, el análisis de todas
las m anifestaciones orales y de todos los docum entos es-
80
critos; en definitiva, el análisis de las trazas verbales que
una cultura o u n individuo puede dejar de ellos m ism os.
Pero hay algo que conviene aclarar: las ciencias del
hom bre no son en realidad ciencias; designan configura
ciones positivas dispuestas en la «episteme» m oderna,
pero lo que las hace posibles es una cierta relación de
vecindad con la biología, la econom ía y la filología, que
supone la transferencia de m oldes exteriores en la dim en
sión del inconsciente y la conciencia, y el reflujo de la
reflexión crítica hacia el lugar de donde vienen esos m o
delos. «La cultura occidental ha constituido, bajo el nom
bre de hom bre, un ser que, po r un cómico y m ism o juego
de razones, debe ser dom inio positivo de saber y no pue
de ser objeto de ciencia.»75
H a de com prenderse, sin embargo, que «las cosas reci
bieron prim ero u n a historicidad propia que las liberó de
este espacio continuo que les im ponía la m ism a cronolo
gía que a los hom bres».76 Además, «el ser hum ano no tie
ne ya historia, o m ás exactam ente, dado que habla, trab a
ja y vive, se encuentra enm arañado en historias que no le
están subordinadas ni le son hom ogéneas. P or la frag
m entación del espacio en el que se extendía en form a
continua el saber clásico, po r el em brollam iento de cada
dom inio así liberado sobre su propio devenir, el hom bre
que aparece a principios del siglo XIX está deshistoriza-
do».77
Este hom bre a quien le viene de fuera de sí m ism o el
tiem po (por la superposición de la historia de los seres,
de la historia de las cosas, de la historia de las palabras)
invierte la relación y pide (por ser quien habla en el len
guaje, quien consum e en la economía...) un devenir tan
positivo com o los seres y las cosas: aparece entonces
com o positividad radical. No quiere sentir su «yo» roto,
perdido en sucesos. De ahí que el análisis de la finitud no
cese de reivindicar, contra el historicism o, el hacer surgir,
en el fundam ento de todas las positividades y ante ellas,
la finitud que las hace posibles.
Hay un reto m o al lenguaje y con él la m uerte del
hom bre. Se abre con ello un proyecto. «¿Es acaso nuestra
81
tarea futura el avanzar hacia un m odo de pensam iento,
desconocido hasta el presente en nuestra cultura, que per
m itiera reflexionar a la vez, sin discontinuidad ni contra
dicción, el ser del hom bre y el ser del lenguaje?»78
Tal vez esta es, asim ism o, una de las cuestiones que
han de ser dejadas en suspenso, conscientes de que la po
sibilidad siquiera de plantearlas se abre a un pensam iento
futuro. Pero quizás cabe añadir a ellas el que la recom po
sición de la propia figura del hom bre en los intersticios
de un lenguaje fragm entado no hace sino confirm ar una
dim ensión que sólo se abre paso en el desgarrón que todo
decir supone, no siendo en definitiva sino el pliegue del
saber. Si la dispersión del hom bre pasa por la recom posi
ción del lenguaje, por su liberación de aquella fragm en
tación, cabe preguntarse si no es precisam ente la unidad
que se pretende pensar la que logrará la desaparición del
discurso a la que toda la episteme m oderna estaba ligada.
Este recorrido, ajustado al propio texto de Foucault,
nos ha conducido no sólo a la m uerte del hom bre, sino
—y esto es lo que estim am os más interesante— a su pre
vio nacim iento como expresión de la peculiar reordena
ción de las relaciones que le preexisten, y que encuentra
su m om ento específico en la form ación de las ciencias
hum anas (el hom bre no sera sino el objeto al que ciquéllas
abren la positividad del conocer). Hay en ello una «despo
sesión». El hom bre actual no se reconoce en las form as
en las que se expresa el «hombre». Quizás asistim os a la
irrupción de un nuevo espacio epistémico.
Sin embargo, no queda claro en qué m edida y a través
de qué m ecanism os se tam balea realm ente el suelo bajo
nuestros pies. En definitiva, ésta ha sido la crítica cons
tante a los planteam ientos de Foucault. «Lo m ás grave,
sin duda, es que la sucesión de las epistemes es incom
prensible. No se deducen unas de otras, ni siquiera en
una dialéctica. ¿Dónde encontrar la razón por la cual lo
que era evidente llegue un día a ser im pensable, si se re
chazan las ciencias hum anas?»79
I'.slo era, por otra parte, uno de los interrogantes al
((i11• va aludim os con anterioridad:80 el problem a de la
X.»
com prensión de tal sucesión. Ahora bien, ¿desde qué cri
terios de razón enjuiciar dichas irrupciones? ¿Desde qué
episteme? Y no es «inocente» esta proxim idad de am bas
preguntas. En definitiva, habríam os de preguntarnos en
qué m edida la razón no es sino la episteme —quede aho
ra como interrogante—. Esto dejaría abiertas quizás exce
sivas puertas, pero tal vez precisam ente por ello la equi
paración cobra un singular interés.
Tal vez de este m odo pudiera entenderse que Foucault
es un positivista. No es, sin em bargo, un térm ino adecua
do (ya vimos en qué m edida com partía con Bachelard y
Canguilhem precisam ente el no serlo). Ahora bien, nueva
m ente es necesario expresarse en térm inos de «definición-
condición»: «si, sustituyendo por el análisis de la rareza la
búsqueda de las totalidades, por la descripción de las re
laciones de exterioridad el tem a del iundam ento trascen
dental, por el análisis de las acum ulaciones la búsqueda
del origen, se es positivista, yo soy un positivista afortuna
do, no me cuesta trabajo concederlo».81 Sin embargo, pa
rece m ás afortunado calificarle de «archivista»82 o «cartó
grafo».83
En cualquier caso, no es nuestra intención «entrar en
el juego» de los calificativos, interpretaciones y valoracio
nes. No podem os eludir, sin em bargo, dos diferentes con
sideraciones. Lo que puede significar, por un lado, «la
m uerte del hom bre» como lin de las referencias absolutas
y con ello, quizás, en Foucault, de toda «Razón» así con
siderada. No faltan quienes desde otra perspectiva se han
visto «inquietados» por tales conclusiones84 ya que podían
conducir a los resultados nietzscheanos: Dios ha m uerto
y, con él, el hom bre ha desaparecido.
Y, por otra parte, la presencia siem pre contradictoria y
a su ve/, devoradora del lenguaje. Algunos han visto en
esta «primacía» concedida por Foucault visos suficientes
para que pueda ser considerada como ideológica.85 Es, tal
vez, en otra dirección en la que el planteam iento es más
sugerente. «Es cierto que en este libro sobre “las palabras
y las cosas” las cosas están curiosam ente ausentes. Lo
único que le interesa a Foucault es la m anera cóm o se
83
habla de ellas. Admito, sin em bargo (y m e convierto en
abogado del diablo), que tanto para el historiador como
para el arqueólogo todo lo que puede saberse de una épo
ca es lo que se dijo de ella. Es m uy difícil reconstruir las
cosas m ism as. Al considerar solam ente la rejilla del dis
curso, Foucault, en sum a, se m antiene dentro de los lím i
tes m odestos que todo sabio debe respetar.»86
Y es ahora cuando el problem a presenta su auténtica
dim ensión. La razón se nos m uestra regionalizada. Tal
vez ni siquiera podem os hablar así, sin más, de ella. No
estam os ante «la arqueología», sino ante «una arqueolo
gía». Ciertamente, «para percibir la epistem e hizo falta
salir de una ciencia y de la historia de una ciencia, hizo
falta desafiar la especialización de los especialistas e in
tentar convertirse en un especialista, no de la generalidad,
sino de la interregionalidad [...]. La episteme es un objeto
que hasta ahora constituía el objeto de ningún libro, pero
que éstos contenían, porque ello había constituido todos
los libros de un m ism a época».87
Pero ¿más allá de las epistemes de cada época cabe
hablar de «algo» que las integre? ¿Es posible que se re
produzca un proceso sim ilar en el orden que nos ocupa al
que se confirm a en el caso de Foucault?: «El mal filósofo
es, quizás, un especialista de las generalidades; si Fou
cault ha podido generalizar,* es porque ha logrado ser va
rios especialistas a la vez».88
Aquí habla sim bólicam ente el propio «texto-Foucault».
No es preciso, po r ahora, ir m ás allá de la sugerencia. Sin
em bargo, se ha perfilado el cam po desde el que responder
a preguntas anteriorm ente form uladas. El planteam iento
de Foucault no cabe entenderse sino com o una puesta en
tre paréntesis de dos recursos que parecen restituir la to
talidad: el histórico-transcendental (intentaría buscar, más
allá de toda m anifestación y de todo nacim iento histórico,
un fundam ento originario) y el recurso em pírico o psico
lógico (em peñado en buscar al fundador, interpretar lo
que quiso decir, detectar significaciones implícitas que se
«esconden» en ello, relatar tradiciones, influencias...).
Se tra ta de sustituir estos recursos por análisis dife
84
renciados; y ello según unos criterios que posteriorm ente
analizarem os. Sólo m ediante tales cabe com prenderse
que la episteme de una época no es la sum a de sus cono
cim ientos o el estilo general de sus investigaciones. Nos
sitúa así frente a separaciones, distancias, oposiciones, di
ferencias y relaciones entre discursos. «La epistem e no es
una especie de gran teoría subyacente, es un espacio de
dispersión, un cam po abierto y sin duda indefinidam ente
descriptible de relaciones.»89
Auténtico juego sim ultáneo de rem anencias específi
cas, «la epistem e no es un estadio general de la razón, es
un relación de sucesivos desfases».90 Nos situam os así
frente a una pluralidad de um brales. No es el terreno de
lo unitario, soberano o único. Señalar, com o se hizo en la
Histoire de la folie, la Naissance de la clinique o Les mots
et les choses, que hay discursos en los que hablam os del
loco, del enferm o, del hom bre... nos obliga a preguntar
nos sobre los criterios a través de los cuales dichos dis
cursos han podido individualizarse así. Evidentem ente
—ahora—, dichos discursos son un resultado. No cabe
hablar para Foucault de episodios con historia común.
Nada m ás lejos de su perspectiva que ofrecer una «vi
sión del mundo» que imponga a cada uno de los conoci
mientos las m ism as norm as y los mismos postulados. «Vi
sión» de la que no hubiera form a de huir, legislación escri
ta con m ano anónim a. De hecho, «por episteme entiendo
[...] el conjunto de las relaciones que pueden unir, en una
época determ inada, las prácticas discursivas, que dan lugar
a unas figuras epistemológicas, a unas ciencias, eventual
m ente a unos sistemas formalizados».91 Pero se trata de
relaciones laterales —que puedan darse entre unas figuras
epistemológicas o unas ciencias por depender de prácticas
discursivas contiguas (aunque distintas)—.
«La epistem e no es [por tanto] u n a form a de conoci
m iento o un tipo de racionalidad»,92 siem pre que por tal
se entendiera algo que m anifestara a través de las diver
sas ciencias la unidad soberana del sujeto de un espíritu o
de u n a época. «Es el conjunto de las relaciones que se
pueden descubrir p ara una época dada, entre las ciencias,
85
cuando se las analiza al nivel de las regularidades discur-
sivas.»
La epistem e no es una form a ni una sum a de conoci
mientos, no es u n a teoría subyacente; no es un estadio
general de la razón, un tipo de racionalidad; no refiere a
una donación originaria ni es una visión del m undo; no
es un legislador, ni el terreno de lo unitario, soberano o
único; no puede jam ás ser cerrada, no pretende reconsti
tuir un sistem a de postulados universal para una época...
La epistem e es, sin embargo, una y única para dicha épo
ca, es un conjunto de relaciones de prácticas discursivas
que nos rem ite a una serie de regularidades, es una cons
tatación que no se limita a señalar lo dado, sino que se
pregunta lo que para esa ciencia es el hecho de ser' dado.
¿Qué es esta suerte de explicación que da razones, que
relaciona —siquiera lateralm ente—, que ayuda a com
prender, que da cuenta de regularidades y que nos remite
a la concreción de la m aterialidad? Más exactamente,
¿qué son estas explicaciones que, sin embargo, ni justifi
can ni nos justifican?
La epistem e m uestra así lias La qué punto la modalidad
de orden se constituye en condición de posibilidad y suelo
del saber. Pero este espacio se desfonda, no perm itiendo
residir en él, salvo a lo que se constituya en esta instancia
en la que el haz de relaciones no perm ita ni lecturas ni
cuerpos privilegiados a los que dirigir la m irada.
Y nuevam ente quiz.ás con ello se insta a u n a experien
cia del límite, en la que cabe afirm ar «la im posibilidad de
pensar esto». ¿Cómo yuxtaponerlo a no ser en el no-lugar
del lenguaje, si incluso el em plazam iento como espacio es
el suelo m udo donde los seres pueden yuxtaponerse? La
episteme es el espacio de lo heteróclito.94
Hh
algo m ás que un excelente y sugestivo libro. Contiene, en
cierto modo, lo ya presentido, preparado, necesario... Le
jos, con todo, de «una m ano blanca», de un lenguaje m e
ram ente transparente... se palpaba, sin em bargo, antes de
ser escrito; era m aterial antes que libro. «Foucault aporta
a la gente justo lo que necesitaba: una síntesis ecléctica
en la que Robbe-Grillet, el estructuralism o, la lingüística,
Lacan, Tel Quel, son utilizados por tum o para dem ostrar
la im posibilidad de una reflexión histórica. Por supuesto
que, detrás de la historia, a lo que se apunta es al m arxis
mo. Se trata de constituir una nueva ideología, últim a ba
rrera que la burguesía puede aún alzar contra Marx.»95
Más allá de este «desaire»96 puede leerse el tono de
«ofensiva» que se atribuye al libro, así com o su aparente
eclecticismo. Queda claro, en cualquier' caso, que con la
irrupción de esta historia del Orden, la historia de lo Mis
m o («una arqueología de las ciencias hum anas»), se com
plem enta la historia de lo Otro («una arqueología de la
locura» y «una arqueología de la m irada clínica»). De este
m odo, se trata de dibujar la superficie de lo que para una
época es decible y queda abierta la pr egunta «¿por qué tal
enunciado v no cualquier otro en su lugar?».97
El interrogante expresa una preocupación por la dis
posición que ha adoptado el saber, ese «saber que no está
hecho para consolar: decepciona, inquieta, punza, hie
re».98 Estim ación decisiva por cuanto no faltan quienes
han considerado que ahí se dirigen las preocupaciones de
Foucault: «sin duda el verdadero objeto de su filosofía y
que puede denom inarse el “saber racional”».99
Situada en este contexto, Les mols et les choses sirve
com o punto de referencia de un abierto debate en la filo
sofía francesa. Con «el éxito de escándalo» que supone
«cristaliza lo que en determ inados m om entos llegó a ser
planteado por algunos intelectuales com prom etidos como
“cruzada anti-tecnocrática”; oposición que llevaba gestán
dose desde hacía unos cuatro años, y cuyo prim er signo
m ayor fue la polém ica Lévi-Strauss/Sartre, a raíz del capí
tulo “H istoria y Dialéctica de La Pensée Sauvage”, y cuya
resolución en favor del prim ero m arcaría toda u n a reor
87
ganización de los sectores hegernónicos de la inteligencia
parisina».'00
La publicación de Les m ots et les choses deja a pocos
sectores fuera de la polémica. Es precisam ente dicha po
lémica, y el consiguiente enriquecim iento intelectual que
supone, la clave de la incidencia y reorientaciones del tra
bajo de Foucault. En la m edida en que el libro «recoge»
las perspectivas «en juego», éstas se ven reflejadas en el
texto y en la obligación de decir su palabra.
Fervientes aprobaciones, denuncias agresivas, críticas
severas, acotaciones superficiales,...; todos (firm as y pu
blicaciones) concurren al debate. L'Arc (J.-P. Sartre), Bi-
bliothéque d ’H um anism e et Rennaissance (J.C. Margolin),
Critique (G. Canguilhem), Esprit (P. Burgelin), Études
(M. de Certau), Les Lettres Frangaises (R. Bellour), Nouvel
Observateur (G. Deleuze, F. Chátelet), Nouvel Critique
(J. Colombel), La Pensée (varios), La Quinzaine Litteraire
(G. Deleuze, J.P. Domenach), Reforme (M. Charlot), Rai-
son Presente (O. Revault d’Allone), Les Temps M odemes
(S. Le Bon, M. Amiot)...
El propio Foucault no perm anece im pasible ante este
gran ateneo; se ve obligado a «repetir», «explicar», «am
pliar»... e incluso «justificar» sus planteam ientos y afir
maciones. No puede evitar el replantear —y replantear
se— cuanto ya es entonces texto, hasta el punto de confi
gurar un texto nuevo. Las cuestiones planteadas por el
Cercle d ’Epistémologie de l’École Norm al Superieure y
por la revista Esprit inciden directam ente en la situación
intelectual de Foucault y originan unas respuestas101 que
han sido consideradas com o un auténtico borrador de
L ’archéologie du savoir.
Las cuestiones esbozadas en tales respuestas m uestran
hasta qué punto resulta sim plista valorar L ’a rchéologie du
savoir com o la m era explicitación sistem ática de lo im plí
citam ente contenido en la trilogía precedente (Histoire de
la folie, Naissance de la clinique y Les m ots et les cho
ses). 102 El proyecto viene ciertam ente impelido por tales
obras, pero el debate posterior a 1966 m arca decisiva
m ente la línea de Foucault.
Ya no es un problem a de utilizar recursos, sino de
plantearse qué implica y supone tal utilización. Se deter
m ina así una «em presa cuyo plan han fijado de m anera
m uy im perfecta»103 las obras precedentes. Ahora se revi
san los métodos, los límites, los tem as propios de la histo
ria de las ideas. Ya no es suficiente con m arc ar y desatar
las sujeciones antropológicas. Se trata de poner de m ani
fiesto cómo pudieron form arse tales sujeciones.104
No es, por tanto, el «discurso de un m étodo».105 Se
trata m ás bien de una cuestión que nos rem ite al «método
de u n discurso». Sim plistam ente cabría decir que pasa
m os del «esto ocurre» al «cómo ocurre esto».106 De lo
ocurrido a su ocurrir. En el intento por com prender el
saber, la epistem ología tiene va un suelo am plio y difuso
para desenvolverse.
El discurso y lo decible
89
No se trata de recuperar por tanto un «día lim pio y en
el origen», en el que la situación no estuviera aún «co
rrupta». No se mueve Foucault en el ám bito de esa
«creencia». El problem a consiste, m ás bien, en posibilitar
el terreno desde el que se m anifieste en qué m edida estos
«objetos-normales» que configuran el ám bito de «lo natu
ral» son la expresión de que algo concreto y bien analiza
ble se ha com portado regularm ente para «arreglar» que
así fuera.
Su trabajo no se centra en configurar una «historia del
espíritu». Foucault m ism o estim a que, «a decir verdad, yo
creía m ás bien estar haciendo una historia del discur
so».109 Perdida así la ingenuidad prim era, puestos entre
paréntesis aquellos objetos iniciales, precisam ente desde
la sospecha de que «cada discurso ha retejido su obje
to»,110 se trata de d ar no sólo con los factores que posibi
litan tal situación «armónica», sino con los criterios que
perm itan sustituir temas de la «historia totalizante» por
análisis diferenciados.
Ha de subrayarse en cualquier caso que, si bien es
cierto que hemos desechado la identificación, sin más, de
Foucault con un método, no puede desconocerse que,
para «recoger los elem entos desparecidos y fraccionados
de un discurso que nuestra sociedad ha querido ahogar,
precisa un método. Y Michel Foucault tom a el suyo de
Georges Dum ézil».111 Pero se trata m ás bien de una iden
tificación con un procedim iento y un instrum ento de re
colección que vienen dados fundam entalm ente por la lo
calización en un espacio y por el em pleo de una táctica y
estrategia: dar salida a una encrucijada de rastros. «Du
mézil reubica la práctica del discurso en el seno de las
prácticas sociales y [...], dada la hom ogeneización de dis
curso y práctica social, trata al prim ero como una prácti
ca que tiene su eficacia, sus resultados, que produce algo
en la sociedad destinado a tener efecto y que, por consi
guiente, obedece a u n a estrategia.»112
Será precisam ente a través de esta reubicación cómo
los planteam ientos de Foucault llegarán a ser «efectivos»
y se situarán en una perspectiva cuyas últim as consecuen-
90
cías supondrán —com o más adelante señalarem os— un
auténtico cam bio de orientación que, en definitiva, no
será sino un llevar hasta las últim as consecuencias las lí
neas iniciales.
Nuevam ente, una sospecha: «¿Qué civilización, en
apariencia, ha sido, m ás que la nuestra, respetuosa del
discurso? ¿Dónde se le ha nom brado mejor? ¿Dónde apa
rece m ás radicalm ente liberado de sus coacciones v unl
versalizado? Ahora bien, me parece que bajo esta aparen
te veneración del discurso, bajo esta aparente logofilia, se
oculta una especie de tem or».113 Esta logofobia «disfraza
da» se expresa en una serie de procedim ientos que ha
brán de evidenciarse m ediante unos criterios definidos.
Ello no es sino la m anifestación de un conflicto: el discur
so choca frontalm ente con la positividad del hom bre (la
epistem e m oderna está ligada a la pérdida de dicho dis
curso) y es hora de salir de la representación en la que se
desenvuelven las ciencias hum anas com o todo el saber
clásico. Prácticam ente se trata de una elección.
De ahí que frente a los criterios o recursos tradiciona
les Foucault proponga tres diferentes (los criterios de for
m ación, los criterios de translorm ación de um bral y los
criterios de correlación). A través de ellos se evidenciará
que lo que perm ite individualizar un discurso es más bien
la existencia de reglas de form ación para todos sus obje
tos, que exigen una serie de condiciones que han debido
reunirse en un m om ento m uy concreto del tiem po y que
suponen la definición de un conjunto de relaciones que
sitúan la form ación discursiva entre otros tipos de discur
so y en el contexto no discursivo en el que funciona.114
Tal planteam iento exige una auténtica ru p tu ra de los
cam pos del pensam iento, desde la perspectiva concreta de
que dichos cam pos no son sino la expresión de u n a esci
sión operada de acuerdo a unos m ecanism os que se trata
de evidenciar. De aquí que la form ación discursiva sea
m ás bien un «espacio de disensiones múltiples, un con
junto de oposiciones diferentes cuyos niveles y cometidos
es preciso describir».115 La propuesta no es «suprimir»
continuidades, sino diferenciarlas, ya que, en definitiva, lo
91
que unifica los enunciados no es ni la unidad del discur
so, ni la unidad del objeto, sitio la ley de aparición y de
transform ación, la ley de repartición de los objetos en un
espacio de em ergencia y de práctica. Y «lo que aparece
decididam ente al análisis es, tras una falsa presencia, una
falsa coherencia, u n falso procedim iento, u n a falsa tem á
tica, la dispersión m ism a».116
Se bosqueja así un procedim iento, según el cual, el
propio Foucault estim a que, «en lugar de reconstituir ca
denas de inferencia (como se hace a m enudo en la histo
ria de las ciencias o de la filosofía), en lugar de establecer-
tablas de diferencias (como lo hacen los lingüistas), des
cribiría sistem as de dispersión».117 Y sólo podrem os h a
blar de form ación discursiva si es posible describir, entre
cierto núm ero de enunciados, sem ejante sistem a de dis
persión y si, entre los objetos, los tipos de enunciación,
los conceptos, las elecciones tem áticas, se pudiera definir
una regularidad.
Y es ahora cuando cabe hablar de reglas de form a
ción, concretam ente como «las condiciones a que están
som etidos los elementos de esa repartición (objetos, m o
dalidades de enunciación, conceptos, elecciones tem áti
cas). Las reglas de form ación son condiciones de exis
tencia (pero tam bién de coexistencia, de conservación, de
m odificación y de desaparición) en una repartición dis
cursiva determ inada».118
E n prim era instancia y respecto a los objetos, las re
glas de form ación se ocupan de localizar las superficies
prim eras de su em ergencia, describir ciertas instancias
de delim itación y, finalm ente, an alizar las rejillas de es
pecificación. Todavía esto es insuficiente: hay que p res
cindir de las cosas, definir esos objetos sin referencia al
fondo de ellos; la historia de los objetos discursivos no
debe hundirlos en la profundidad com ún de un suelo
originario, sino que tiene que desplegar el nexo de las
regularidades que rigen su dispersión. Lo que no signifi
ca rem itirse al análisis lingüístico de la significación; las
palabras se hallan tan deliberadam ente ausentes com o
las propias cosas: «nos m antenem os, tra tam o s de m a n
tenernos al nivel del discurso m ism o».119 E n definitiva,
no cabe duda de que los discursos están form ados p o r
signos, pero lo que hacen es m ás que utilizar esos signos
para indicar cosas; pues bien, es ese «más», que los vuelve
irreductibles a la lengua y a la palabra, lo que hay que
revelar y describir.
En cuanto a las m odalidades enunciativas, habría que
preguntarse quién habla, describir los ám bitos institucio
nales de los que el parlante saca su discurso y donde éste
encuentra su origen legítimo y sus puntos de aplicación;
por último, ver que las posiciones del sujeto se definen
por la situación que le es posible ocupar en cuanto a los
diversos dom inios o grupos de objetos. «Se renunciará,
pues, a ver en el discurso un fenóm eno de expresión, la
traducción verbal de una síntesis efectuada por otra p ar
te; se buscará en él m ás bien un cam po de regularidad
para diversas posiciones de subjetividad. El discurso, con
cebido así, no es la m anifestación, m ajestuosam ente desa
rrollada, de un sujeto que piensa, que conoce y que lo
dice: es, por el contrario, un conjunto donde pueden de
term inarse la dispersión del sujeto y su disconform idad
consigo m ism o. Es un espacio de exterioridad donde se
despliega u n a red de ám bitos distintos.»120
E n lo que respecta a la form ación de los conceptos,
Foucault considera im prescindible describir la organiza
ción del cam po de enunciados en el que aparecen y circu
lan; organización que com porta form as de sucesión (entre
ellas, las diversas ordenaciones de las series enunciativas,
los diversos tipos de dependencia de los enunciados y los
diversos esquem as retóricos, según los cuales se pueden
com binar grupos de enunciados); form as de coexistencia,
que dibujan un cam po de presencia, de concom itancia y
un dom inio de m em oria; y, finalm ente, procedim ientos de
intervención que pueden ser legítim am ente aplicados a
los enunciados: pueden aparecer en las técnicas de rees
critura, en m étodos de transcripción, en los m odos de tra
ducción, en los m edios de aproxim ación, en los m odos de
delimitación, de transferencia y en los m étodos de siste
m atización de proposiciones. E n cierto sentido, y como
93
f
ya señalam os, se trata de un análisis a nivel «preconcep-
lual»: «“lo preconeeptual” descrito así, en lugar de dibujar
un hori/.onle que viniera del fondo de la historia y se
m antuviera a través de ella, es, por el contrario, al nivel
más superlicial (al nivel de los discursos), el conjunto de
las reglas que en él se encuentran efectivamente aplica
das».121
Por último, las reglas de form ación de las formaciones
discursivas aluden a las condiciones a las que están som e
tidas las elecciones tem áticas o estrategias. Éstas son los
tem as o teorías posibilitados por discursos que dan lugar
a ciertas organizaciones de conceptos, a ciertos reagru-
pam ientos de objetos, y a ciertos tipos de enunciados.
¿Cómo se distribuyen en la historia estas estrategias? La
investigación tiene que ir encam inada a determ inar los
puntos de difracción posibles del discurso; estos puntos se
caracterizan com o puntos de incom patibilidad, como
puntos de equivalencia y como puntos de enganche de
una sistem atización. Seguidam ente, es preciso estudie»' la
econom ía de la constelación discursiva. Última instancia
en la determ inación de las elecciones teóricas: hay que
ver la función que debe ejercer el discurso^estudiado en
un cam po de prácticas no discursivas, el régimen y los
procesos de apropiación del m ism o y las posiciones posi
bles del deseo en él. «Y del mismo m odo que no se debía
referir la formación de los objetos ni a Lis palabras ni a
las cosas; la de las enunciaciones ni a la form a pura del
conocim iento, ni al sujeto psicológico; la de los conceptos
ni a la estructura de la idealidad ni a la sucesión de las
ideas, tam poco se debe referir la form ación de las eleccio
nes teóricas ni a un proyecto fundam ental ni al juego se
cundario de las opiniones.»122
94
sos son dom inios prácticos lim itados por sus reglas de
form ación y sus condiciones de existencia).
2. Parece ingenuo considerar que hay un sujeto que
deja en el discurso la huella de su libertad.
3. El discurso ya no dice m ás de lo que hay allí y no
precisa de un sujeto exterior que le dé vida.
4. Es hora de asignar um brales y m arcar las condicio
nes de nacim iento y desaparición de los discursos, en lu
gar de considerar sus objetos com o «naturales» desde un
origen indefinido.
5. No es cuestión de abandonar sistem áticam ente
toda unidad, sino de cuestionar la quietud con la que se
acepta.
6. El discurso no se lim ita a recoger operaciones elec-
tuadas «antes» o «fuera» de él, lo que le otorgaría un ca
rácter de excedente implícito.
7. Perdida la ingenuidad inicial, y a lin de no caer en
una segunda, hay que señalar que lo decible en una época
no se identifica «limpiamente» con las «cosas dichas»; és
tas son form adas v transform adas.
95
I
96
m ism a de un enunciado a otro; se trata de u n a función
vacía que puede ser desem peñada por individuos hasta
cierto punto indiferentes, lo m ism o que un único indivi
duo puede ocupar sucesivam ente en una serie de enuncia
dos distintas posiciones y tom ar el papel de distintos suje
tos. «Describir u n a form ulación en tanto que enunciado
no consiste en analizar las relaciones entre el a u to r y lo
que ha dicho (o querido decir, o dicho sin quererlo), sino
en determ inar cuál es la posición que puede y debe ocu
par todo individuo para ser su sujeto.»125
Además, es característico de la función enunciativa el
no poder ejercerse sin la existencia de un dom inio asocia
do. Este está constituido por la serie de las dem ás form u
laciones en el interior de las cuales el enunciado se inscri
be y form a un elem ento, po r el conjunto de form ulacio
nes a que el enunciado se refiere, por el conjunto de for
m ulaciones cuyo enunciado prepara la posibilidad ulte
rior y, por último, por el conjunto de form ulaciones cuyo
estatuto com parte el enunciado en cuestión. «De m anera
general, puede decirse que una secuencia de elementos
lingüísticos no es un enunciado más que en el caso de
que esté inm ersa en un cam po enunciativo en el que apa
rece entonces com o elem ento singular.»126
Finalm ente, para que una secuencia de elem entos lin
güísticos pueda ser considerada y analizada com o un
enunciado, es preciso que tenga una existencia m aterial:
«... la m aterialidad [...] constituye el enunciado m is
m o».127 Pero se trata de una m aterialidad que es del or
den de la institución m ás que de la localización espacio-
tem poral: define posibilidades de reinscripción y de trans
cripción (pero tam bién de um brales y de límites) m ás que
individualidades lim itadas y perecederas. Pero ha de sub
rayarse que, así com o sólo surte efecto a nivel de la m a
terialidad y tiene su lugar y consiste en la relación, la co
existencia, la dispersión, el recorte, la acum ulación, la se
lección de elem entos m ateriales, «no es en absoluto el
acto ni la propiedad de un cuerpo; se produce com o efec
to de y en una dispersión m aterial». De ahí que el propio
Foucault subraye con toda la pregnancia hegeliano-bache-
97
lardiana «que la filosofía del acontecim iento debería
avanzar en la dirección paradójica de un m aterialism o de
lo incorporal».128
Ahora bien, dado que los esquem as de utilización, las
reglas de empleo, las constelaciones en que pueden de
sem peñar un papel, sus virtualidades estratégicas, consti
tuyen para los enunciados un cam po de estabilización; y
puesto que su constancia, la conservación de su identidad
a través de los acontecim ientos singulares de las enuncia
ciones, sus desdoblam ientos a través de la identidad de
las form as, todo esto es función del cam po de utilización
en que se encuentra inserto, lo que queda de m anifiesto
«no es el enunciado atóm ico —con su efecto de sentido,
su origen, sus lím ites y su individualidad—, sino el cam po
de ejercicio de la función enunciativa y las condiciones
según la cuales hace ésta aparecer unidades diversas».129
El enunciado es «no visible y no oculto a la vez», en
cuanto no contiene un conjunto de caracteres que se da
rían a la experiencia inm ediata, pero tam poco hay tras él
el resto enigm ático y silencioso que no manifiesta: el len
guaje, en la instancia de su aparición y de su m odo de
ser, es el enunciado.
Podem os ahora definir el discurso como un conjunto
de secuencias de signos, en tanto que son enunciados, es
decir, en tanto se les puede asignar m odalidades de exis
tencia particulares. Si en el discurso se pueden definir
unas regularidades, unas leyes a las que los elem entos de
dicho discurso (objetos, conceptos, tem as) están som eti
dos y según las cuales se los reparte, direm os que esta
mos ante una form ación discursiva. Es así com o podem os
delim itar ya una prim era unidad, y hablar del discurso
clínico, el discurso económico, el discurso carcelario... La
práctica discursiva no es u n a operación expresiva m e
diante la cual un individuo form ula una idea, un deseo...
«es un conjunto de reglas anónim as, históricas, siem pre
determ inadas en el tiem po y en el espacio, que han defi
nido en una época dada las condiciones de ejercicio de la
función enunciativa».130
El discurso queda configurado con ello como un con
98
junto de enunciados en tanto que dependan de la m ism a
form ación discursiva. Está constituido, en concreto, por
u n núm ero lim itado de tales enunciados p ara los que pue
de definirse un conjunto de condiciones de existencia.
Ello m ism o hace desechar toda consideración del discur
so com o algo ideal e intem poral. Por el contrario, se pre
senta como unidad y discontinuidad en la historia misma,
planteando el problem a de sus propios límites, de sus cor
tes, de sus transform aciones, de los m odos específicos de
su tem poralidad, m ás que de su surgir repentino en m e
dio de las complicidades del tiem po.131
Ello nos rem ite al análisis del alcance de dicha conti
nuidad y de la configuración histórica del discurso —que
se abordarán m ás adelante— . Estam os, sin em bargo, ya
en condiciones de acceder a u n a pregunta que nos sitúa
ante el asunto que nos interesa: ¿por qué se form an unos
tem as o teorías y no otros?
Foucault aborda tal cuestión denom inando «estrate
gias» convencionalm ente —según él m ism o señala— a di
chos tem as o teorías. Estas organizaciones de conceptos,
reagrupam ientos de objetos, tipos de enunciación, etc.
(p. ej.: la teoría entre los fisiócratas de u n a circulación de
las riquezas a p artir de la producción agrícola), se distri
buyen de una m anera determ inada en la historia y la
cuestión pasa a ser el análisis de las elecciones teóricas.
Para responder, siquiera m ínim am ente, habría de recu-
rrirse a las nociones de «apriori histórico» y «archivo»
—y lo harem os—, pero baste con señalar, por ahora, que
ni siquiera el determ inar los puntos de difracción (puntos
de incom patibilidad, puntos de equivalencia, puntos de
enganche de una sistem atización) da cuenta del hecho de
que «no todos los juegos posibles se han realizado efecti
vam ente».132 Para hacerlo es necesario recurrir a «instan
cias específicas de decisión».133
De aquí el papel clave de tales estrategias, que se refie
ren a los objetos (son m aneras diferentes de tratarlos), a las
formas de enunciación (son modos diversos de valerse de
ellas) y a los conceptos (son tipos distintos de m anipular
los). En todo caso, son m aneras «regladas» de efectuar dis
99
cursos posibles. Dependerán de la economía de la constela
ción discursiva, incluso de la función que el discurso estu
diado ejerza en un cam po de prácticas no discursivas. Esta
rán en conexión con el régimen y los procesos de apropia
ción de dicho discurso y, a su vez, vendrán m arcadas por
las posiciones del deseo en relación con él. Con ello se su
braya más la formación del discurso concreto que la «per
versión» o «represión» de un discurso ideal-último-intem-
poral. De ahí que «las estrategias no vendrían a doblar una
racionalidad: sino que constituirían más bien esta raciona
lidad».114 No hay una visión previa del mundo. El sujeto
pasa a ser, sobre todo, una posición con respecto a los do
minios de los objetos de los que habla.
Deducidas las reglas de la propia «regularidad» de lo
que ocurre —es decir, sin tratar de «inventar» una unidad
y un orden que nos «aseguren» ante la dispersión— tal
racionalidad viene a ser no sólo una descripción de las
reglas y condiciones a través de las cuales se configura lo
que hay —como lo que es—, sino la delim itación de lo
posible —pensable y decidible— en una época histórica
determ inada. La cuestión abre de este m odo la vieja llaga
filosófica: ¿en qué m edida lo que hay se ve modificado
por tal descripción?, ¿en qué m edida no es la propia des
cripción la que hace que sea?
Baste por ahora con señalar este carácter no absoluto
del discurso que «aparece com o un bien —finito, lim ita
do, deseable, útil— que tiene sus reglas de aparición, pero
tam bién sus condiciones de apropiación y de empleo; un
bien que plantea, por consiguiente, desde su existencia (y
no sim plem ente en sus "aplicaciones prácticas”), la cues
tión del poder; un bien que es, por naturaleza, el objeto
de una lucha, y de una lucha política».135
De aquí pueden desprenderse tres claras conclusiones:
Por una parte, «en realidad no tendría sentido decir que
sólo existe el discurso» (p. ej.: «la explotación capitalista
se realizó sin que su teoría hubiese sido jam ás form ulada
directam ente en un discurso. En efecto, esta teoría se re
veló posteriorm ente po r un discurso analítico; discurso
histórico o económ ico»).136
100
Por otro lado, los discursos no deben ser considerados
como conjuntos de signos, sino com o prácticas que obe
decen a reglas determ inadas.
Finalm ente, y en consecuencia, «en toda sociedad la
producción del discurso está a la vez controlada, seleccio
nada y redistribuida por u n cierto núm ero de procedi
m ientos que tienen por función conjurar los poderes y pe
ligros, dom inar el acontecim iento aleatorio y esquivar su
pesada y tem ible m aterialidad».'37
Es ahora cuando la logoíilia m uestra hasta qué punto
esconde una logofobia. Para Foucault hay unos evidentes
procedim ientos de exclusión —la estrategia construye así;
ahora de m odo bien paradójico—. Se concretan en im pe
dir que el discurso sea transparente, bien a través de lo
prohibido (tabú del sujeto, ritual de la circunstancia, de
recho exclusivo o privilegio del sujeto que habla); bien
m ediante la separación y el rechazo (p. ej.: la oposición
razón-locura) o bien m ediante la consideración de otra
oposición: lo verdadero y lo falso, con la consiguiente vo
luntad de verdad.
Hay asim ism o una serie de procedim ientos internos, a
través de los cuales los m ism os discursos ejercen su pro
pio control a fin de dom inar lo que acontece; el comenta
rio, que lim ita el azar del discurso por m edio del juego de
u na identidad que tendría la form a de la repetición de lo
mismo; el principio del autor, que persigue el m ism o obje
tivo por el juego de u n a identidad que tiene la form a de la
individualidad y del yo; y el de las disciplinas, que fija los
lím ites a través del juego de una identidad que tiene la
form a de u n a reactualización perm anente de las reglas.138
Cabe señalar, asim ism o, los procedim ientos de sum i
sión que determ inan las condiciones de utilización de los
discursos, im ponen a los individuos que los dicen un cier
to núm ero de reglas y no perm iten de esta form a el acce
so a ellos a todo el m undo; en definitiva, producen un
enrarecim iento de los sujetos que hablan. Son cuatro: el
ritual del habla, las sociedades de discursos, las doctrinas
(religiosas, políticas, filosóficas) —que efectúan una doble
sum isión, de los sujetos que hablan a los discursos y de
101
los discursos al grupo de individuos que hablan-— y la
adecuación social del discurso.139
Precisam ente ciertos tem as de la filosofía surgieron
para responder a estos juegos de lim itaciones y exclusio
nes, y quizás tam bién p ara reforzarlos: así, las filosofías
del sujeto fundador, de la experiencia originaria y de la
m ediación universal, según las cuales el discurso no sería
m ás que un juego (de escritura, lectura o de intercam bio)
que no pone en liza m ás que los signos. El discurso se
anularía de este modo en su realidad, situándose en el
orden del significante.
Así, poco a poco, se afloja el lazo entre las palabras y
las cosas a la p a r que resulta más viable cuestionarse en
qué m edida «las fisuras del saber y las del lenguaje obe
decen a la m ism a ley profunda».140 El discurso, al refe
rim os a su propia m aterialidad, nos insta asim ism o a la
dispersión. Pero esto es a su vez una opción po r la locali
zación, con lo que se elim ina toda vacua «profundidad».
Hay en todo ello una nueva razón de unidad. Ya no ven
drá fundada sobre la existencia del objeto o la constitu
ción de un horizonte único de objetividad, sino que será
el juego de reglas que hacen posible durante un periodo
dado la aparición de objetos.
El nivel es ahora el del discurso mismo. Será el propio
juego de reglas, la ley de aparición y de transform ación,
la ley de repartición de los objetos en el espacio de em er
gencia y de práctica, lo que unifique los enunciados. Y a
través de los m ecanism os señalados por las estrategias se
perfilarán las instancias específicas de decisión.
El desafío es dar ahora con aquella «profundidad» que
tiene lo superficial y no quedarse en una representación
que bajo apariencias arm ónicas traiciona lo que hay m e
diante un consorcio confuso de palabras y cosas. No huir
del nivel del discurso hacia instancias supuestam ente «su
periores» o recónditam ente interiores, sino llevar hasta
las últim as consecuencias su em ergencia y analizar las
condiciones de su aparición. D ar con todo lo que hay ya
allí, haciendo que eso que hay se dé. Esta instancia lo es
asim ism o a la m aterialidad del discurso. Su consideración
102
como práctica discursiva y de este ejercicio com o form a
ciones discursivas que perfilan u n a superficie de em er
gencia de la form ación de los objetos141 confirm a que el
ocurrir y el discurrir no responden a ám bitos distintos. Es
com o discurso com o lo que hay se da.
Ahora bien, al desplazarse el «sujeto» com o deposita
rio de la subjetividad —ésta ya no será quien haya tenido
el sueño sino el sueño m ism o— , ¿tiene sentido hablar de
la razón m ás allá de lo regular, lo norm ativo, lo condicio
nado, lo posible? ¿Es el propio discurso quien discurre
en nosotros y por nosotros? «¿Qué ocurre hoy, qué somos
nosotros que acaso no somos m ás que lo que ocurre?»142
103
tienen finalm ente significado, porque interpretaron «an
tes» de ser signos.
Es en tal perspectiva en la que ha de encuadrarse uno
de los aspectos de la influencia de Nietzsche en Foucault.
Para aquél, «el intérprete es lo “verídico”, es el "verdade
ro” no porque se adueña de una verdad dorm ida que pre
gona a voces, sino porque pronuncia la interpretación que
toda verdad tiene com o función recubrir».145
Se abre así un proyecto que trata de acotar el perfil
desdibujado de aquella filosofía «perdida» en una serie de
actos y operaciones pertenecientes a diversos campos. El
propio Foucault se identifica con el cam bio de orienta
ción: «... desde Nietzsche la filosofía tiene la m isión de
diagnosticar, y ya no se dedica solam ente a proclam ar
verdades que puedan valer para todos y p ara siempre. Yo
tam bién intento diagnosticar el presente, decir lo que hoy
somos, lo que significa decir lo que decim os».146
El problem a se agudiza con la m era confrontación de
lo dicho con otros textos del propio Foucault. Tan sólo
unas líneas antes subraya su preocupación no tanto por la
aparición del sentido en el lenguaje cuanto por los m odos
de funcionam iento de los razonam ientos en el interior de
una cultura determ inada. Se interesa p o r el «funciona
m iento del razonam iento, no por su significación».147
¿Hay un significado m ás allá del nuevo funcionam iento?
¿Diagnosticar no es ofrecer un significado?
Nos encontram os de todas form as ante un serio «pro
blema» que im pide una respuesta unidireccional. La sos
pecha de que el lenguaje no dice exactam ente lo que dice,
la sospecha de que rebasa lo propiam ente verbal, ha sido
acogida en form as culturales diferentes según sistem as
de interpretación distintos, con técnicas y m étodos dife
renciados, configurando sus «formas propias de sospe
char».148 No cabe p o r ello sino constatar que «no hay una
herm enéutica general, ni un canon universal para la exé-
gesis, sino teorías separadas y opuestas, que atañen a las
reglas de interpretación».149
Por su parte, Foucault alberga un sueño al respecto:
«consistiría en llegar a constituir algún día una especie de
104
corpus general, u n a enciclopedia de todas las técnicas de
interpretación que hem os conocido de los gram áticos
griegos hasta nuestros días».150 Y el asunto reviste una
singular im portancia por cuanto incluso se h a considera
d o 151 que el propio Foucault ve en dichas técnicas de in
terpretación no un sustituto, pero tal vez sí un sucesor de
la filosofía.
Tales técnicas m uestran un cariz «curativo» práctica
m ente terapéutico a fin de producir efectos: efectos de
sustituciones, em plazam ientos y desplazam ientos, con
quistas disfrazadas, desvíos sistemáticos. «Si interpretar
es am pararse, por violencia o subrepticiam ente, de un sis
tem a de reglas que no tiene en sí mism o significación
esencial, e im ponerle una dirección, plegarlo a una nueva
voluntad, hacerlo entrar en otro juego y som eterlo a re
glas segundas, entonces el devenir de la hum anidad es
una serie de interpretaciones. Y la genealogía debe ser su
historia...»152
Se m arca así u n a autonom ía de las propias reglas res
pecto al «quién» de su utilización. Nos situam os con ello
en un proceso abierto de carácter inacabado, en el que el
«nuevo objeto» ni restituye el sentido original ni adopta
un aspecto definitivo. Pero, sin em bargo, sólo así es posi
ble acoger cada m om ento del discurso en su irrupción de
acontecim iento, m ediante la habilitación de u n a p u ra des
cripción —-y por tanto interpretación— de hechos discur
sivos. Este carácter abierto sitúa su térm ino com o «locu
ra», en cuanto que de producirse llegaría a significar in
cluso la desaparición del m ism o intérprete.
Y es ahora cuando aquella consideración, según la
cual «... el problem a herm enéutico no es im puesto desde
afuera a la reflexión, sino propuesto desde dentro por el
m ovim iento m ism o del sentido»,153 cobra u n a dim ensión
especial, según la cual dicha reflexión aparece no com o
intuición, sino com o una tarea. Se supera el m ero «sospe
char», el sim ple «desvelar».
Foucault nos m uestra en este sentido en qué m edida el
rechazo de «la» «interpretación» significa «volver visible
lo que no es invisible m ás que de estar dem asiado en la
105
i-'
106
NOTAS
108
«G uetier le jour qui vient», 1m Nouvelle R e\’iie Fran^aise, 130, 1 de o ctu
bre (1963), 716.
36. O bviam ente ello nos en fren ta a! problem a d e la razón. Si bien en
un contexto que p u d iera serlo, no es ingenua, sin em bargo, la co n sid e ra
ción de Pelorson según la cual: «Son los conceptos d e R azón v d e L ocu
ra los que le perm iten a F oucault —p a ra d esarro llar su Historia de la
locura— tallar el espacio de que se ocupa; conceptos que están definidos
de m odo tan vaporoso que uno llega a ser de an tem an o en ocasiones sinó
nim o de E ntendim iento, y el otro de Necedad», Pelorson, Jean-M are, «Mi
chel Foucault el l’Espagne», Im Pensée, 152, agosto (1970), 156 pp., 99.
La distinción h e g d /a n a entre E n ten d im ien to y Razón, las im plicacio
nes que ello supone v la no-ruptura en tre am b o s conceptos continúa
siendo hoy tem a abierto de debate. Hay aq u í u n a rica vena de posibilida
des que tratarem o s d e recoger m ás adelante. Basle con preg u n tam o s:
¿cabe perm anecer en las diferencias? Pelorson insiste a su vez en la g ra
vedad de «la ausencia en lodo el lib io de F oucault de un definición
histórica del concepto Razón» (ibid., 93). Evidentem ente, si bien ello
«aliviaría» nuestras preocupaciones, no en absoluto —com o asim ism o
señalarem os— la perspectiva de Foucault. En cu an to a la identificación
de locura y necedad, habríam os de situ a m o s en el «caso Don Quijote»
—que Pelorson analiza— y en la influencia del Elogio de la locura (Enco
m io de la estulticia) de Erasm o, en los planteam ientos d e Foucault.
37. Foucault. M., Nietzsche, Freud. Marx, Paría, M inuit, 1965, Cahiei's
de Rovaum ont. Philosophie, 7 (trad. cast.: Barcelona, Anagram a. 1970,
57 pp.. p. 42).
38. Foucault, M„ Naissance de la clinique. Uue itrehéologie dit regañí
medical, 4:' ed., París, PUF, 1978, p. 200 (trad. cast.: México, Siglo XXI,
p. 275).
39. Ibíd., id. (trad., p. 275).
40. Platón, Fedro, 276a y 276c.
41. D errida. J., La dissém ination, París, Seuil, 1972, p. 145 (trad.
cast.: M adrid, Fundam entos, 1975, p. 191). La lectura de Jí) propuesta
platónica en el Fedro, a m anos de D errida, subraya la vinculación de
pharm ukon con phannakeus (mago, brujo, prisionero) y con pharm akos
(chivo expiatorio), con lo que la escritura es detentada con trucos y e n
cantam ientos que persiguen la purificación (cfr. Culler, J., Sobre la de-
construcción. Teoría y crítica después del estructuralismo, M adrid, Cáte
dra, 1984, pp. 127 ss.).
42. Foucault, M_, Naissance de la clinique, o.c., p. 201 (trad., p. 277).
43. Ibíd., p. 12 (trad., p. 13).
44. Ibíd., p. 13 (trad., p. 13).
45. Precisam ente p o r ello, F ernando Álvarez-Uría considera que un
análisis del cam po psiquiátrico no puede convertirse en repetición m ecá
nica de la teoría de la alienación. El problem a es m ás sutil y com plejo ya
que se deberían rastrear las condiciones de constitución de dicho cam po,
dem arcar su radio de acción, sus transform aciones, m ostrar cóm o se
definen sus agentes, los efectos políticos de sus prácticas, las líneas
m aestras en las que se prefiguran lasposibles innovaciones... Y éste es
109
de hecho el program a de su trabajo en Misembles y locos. Medicina m en
tal y orden social en la España del siglo X IX , Barcelona, Tusquets, 1983,
cfr. p. 17.
46. Cfr. Foucault, M„ Presentación en Castel, R.,El orden psiquiátri
co. La edad de oro del alienismo, Madrid, LasEdiciones de la Piqueta,
1980, pp. 7-11.
47. Foucault, M., Histoire de la folie á l'áge classique, o.c., p. 255
(trad., t. I, p. 370).
48. Ibíd., p. 261 (trad., t. I, p. 379).
49. Foucault, M., Naissance de la clinique, o.c.
50. Ibíd., p. 96 (trad., p. 140).
51. Ibíd., p. X (trad., p. 8).
52. Ibíd., p. VIII (trad., p. 4).
53. El problem a así planteado se contiene en una de las preguntas
del Círculo de Epistemología de la Escuela Normal S uperior (París). Cfr.
«Preguntas a Michel Foucault», en Análisis de Michel Foucault, Buenos
Aires, Tiempo Contem poráneo, 1970, 271 pp., p. 216.
54. La arqueología del saber supondría un giro decisivo al respecto.
Cfr. Lecourt, D., Pour une critique de l'épistémologie (Bachelard, Cangui-
Ihem, Foucault), París, Framjois Maspero, 1972, pp. 101-102 (trad. cast.:
México, Siglo XXI, 1973, 130 pp., pp. 98-100).
55. Foucault, M., «Vérité et pouvoir» (entrevista con M. Fontana),
L'Arc, 70, pp. 16-26 (trad. cast. en: Microfísica del poder, Madrid, Las
Ediciones de la Piqueta, 1978, 189 pp., p. 178).
56. Burgelin, Pierre, «L’archéologie du savoir», Esprit, 5, mayo (1967),
pp. 843-861 (trad. cast. en: Análisis de Michel Foucault, o.c., p. 14). Se
refiere al título Las palabras y las cosas.
57. Foucault, M., «Réponse á une question», Esprit, 371, mayo
(1968) (trad. cast. en: Dialéctica y libertad, Valencia, Fernando Torres,
1976, 167 pp., pp. 15-16).
58. Cfr. Foucault, M., Les mots et les choses, o.c., p. 13 (trad., p. 7).
59. Ibíd., p. 179 (trad., pp. 165-166).
60. Foucault, M., Nietzsche, Freud, Marx, o.c. (trad., p. 26); y Les
mots el les choses, o.c., pp. 40-45 (trad., pp. 34-38).
61. Foucault, M., Les m ots et les choses, oc., p. 41 (trad., p. 35).
62. Ibíd., p. 44 (trad., p. 38).
63. Ibíd., p. 56 (trad., p. 49).
64. Ibíd., p. 70 (trad., p. 62).
65. Ibíd., p. 71 (trad., p.64).
66. Ibíd., p. 131 (trad., p. 120).
67. Ibíd., p. 136 (trad., p. 125).
68. Ibíd., p. 309 (trad., pp. 289-290).
69. Ibíd., p. 311 (trad., p. 291).
70. Ibíd., p. 313 (trad., p. 294).
71. Ibíd., p. 319 (trad., p. 300).
72. Ibíd., p. 323 (trad., pp. 303-304).
73. Ibíd., p. 347 (trad., p. 326).
74. Ibíd., p. 358 (trad., p. 337).
110
75. Ibíd., p. 378 (trad., p. 356).
76. Ibíd., p. 380 (trad., p. 357).
77. Ibíd., p. 380 (trad., p. 358).
78. Ibíd., p. 349 (trad., p. 329).
79. Burgelin, P„ a.c., pp. 843-861 (trad., p. 28).
80. Cfr. Piaget, J., Le structuralisme, París, PUF, 1974 (trad. cast.:
Barcelona, Oikos-Tau, 1974, 166 pp.).
81 Foucault, M., L ’archéologie du savoir, o.c., pp. 164-165 (trad., pp.
212-213).
82. Deleuze, G., Un nouvel archivisle, París, Scholies Fata Morgana,
B runo Roy, 1972, 52 pp.
83. Deleuze, G., «Écrivain non: un nouveau cartographe» (Á propos
de Surveiller et Punir), Critique, 343, diciem bre (1975), pp. 1.205-1.300.
84. Cfr. Rassam , Joseph, Las palabras y las cosas, M adrid, Magisterio
Español, 1978, 142 pp.
85. Cfr. Amiot, M., «Le relativisme culturaliste de Michel Foucault»,
Les Temps Modemes, 248, enero (1967), pp. 1.271-1.298 (trad. cast. en:
Análisis de Michel Foucault, o.c., p. 93).
86. Proust, J„ «Coloquio sobre Las palabras y las cosas», en Análisis
de Michel Foucault, o.c., p. 167.
87. Canguilhem, G., «Mort de l'hom m e ou épuissem ent du cogito?».
Critique, 242, julio (1967), pp. 599-618 (trad. cast. en: Análisis de Michel
Foucault, p. 136).
88. Amiot, M., a.c., trad., p. 82.
89. Foucault, M., «Réponse á une question», a.c., 835 (trad., pp. 15-
16).
90. Ibíd., 845 (trad., p. 16).
91. Foucault, M., L ’archéologie du savoir, o.c., p. 250 (trad., p. 323).
92. Ibíd., id. (trad., p. 323).
93. Ibíd., id. (trad., p. 323).
94. R esulta evidente que se juega con Jos prim eros párrafos del Pre
facio a Les m ots et les chases, o.c., cfr. pp. 7-9 (trad., pp. 1-3).
95. Sartre, J.-P., «Jean-Paul Sartre répond», L ’A rc, 30 (1966), 87-88.
96. Foucault, p o r su parte, considera que la Crítica de larazón dialéc
tica es el m agnífico y patético esfuerzo de u n hom bre del siglo XIX por
pensar el siglo XX. Foucault, M., «L'homme est-il mort?» (entrevista con
Claude Bonnefoy), Arts et Loisirs, 38, 15 de jun io (1966), 8-9.
97. Foucault, M., «Réponse au Cercle d ’Épistémologie», Cahiers pour
l’a nalyse, 9, verano (1968) (trad. cast. en: Análisis de Michel Foucault,
o.c., p. 233).
98. Foucault, M., «Croitre et multiplier», Le Monde, 15 de noviem bre
(1970) (trad. cast: Barcelona, Anagrama, 1975, 125 pp., p. 93, C uader
nos). El artículo hace referencia a l a lógica de lo viviente, de F. Jacob:
«Ya no hay que p en sar en la vida com o la gran creación continua y
atenta de los individuos; hay que p en sar lo viviente com o el juego calcu
lable del azar y de la reproducción. El libro de F. Jacob es la m ás n o ta
ble historia de la biología que jam ás se h a escrito; pero invita asim ism o
a u n gran reaprendizaje del pensam iento. La lógica de lo viviente m uestra
111
al m ism o tiem p o to d o el sa b e r q u e h a n ecesitad o la ciencia v to d o lo que
este m ism o s a b e r cu esta al p en sam ien to » (ibíd., p. 102).
99. G uedez, A., Foucault, P arís, É d itio n s U niversitaires, 1972, 121
pp., p. 31.
100. M orey, M., Lectura de Foucault, M adrid, T aurus, 1983, p. 114.
En esta o b ra se p re se n ta la lógica de este proceso que p e rm ite que se
llegue a p e n sa r e n térm in o s de «m oda cultural» c u a n d o n o d e «ofensiva»
o «conspiración». Cfr. ibíd., pp. 114-115.
101. F oucau lt, M., «R éponse au Cercle d ’É pistém ologie», a.c. (trad.,
pp. 221-270); v «R éponse a u n e question», a.c., trad., pp. 11-47.
102. «N inguno de estos textos es au tó n o m o , ni se b asta a sí m ism o;
se apoyan un o s en otros, en la m ed id a en que se trata, en cad a caso, de
la exploración m uy parcial de u n a región lim itada. Deben ser leídos com o
un conjunto, a p e n a s esbozado, d e ex p erim en tacio n es descriptivas», F o u
cault, M., «R éponse au Cercle d ’É pistém ologie», a.c., trad., p. 238.
103. F oucault, M., L ’a rchéologie d u savoir, o.c., p. 25 (trad., p. 24).
104. Ibid., id. (trad., p. 24).
105. Ello a p esar de las brillantes alu sio n es al respecto de: K remer-
M arietti, A., o.c., pp. 35-74; y en «L'Archéolo¡>ie du savoir p a r Michel
Foucault» (N otas críticas), Revue de M etaphysique et de Morale, 3, julio-
septiem bre (1970), 355-360. Y Guedez, A., o.c., cl'r. pp. 63-77.
106. Si «la fábula es lo que es c o n tad o (episodios, personajes, funcio
nes que ejercen en el relato)» v «está hecha de acontecim ientos coloca
dos en un cierto orden» y «la ficción, el régim en del relato o m ás bien de
los diversos regím enes según los cuales es recitado...», «la tram a de las
relaciones establecidas, a través del discurso m ism o, e n tre el que habla y
aquello de lo que habla».., (Foucault, M., «L'arriére Fable, á p ropos de
J. Verne», L'Arc, 29 11966J, 96 pp., p. 5) «Puede señalarse que L'Archéolo-
ffe du savoir, lleva a cabo u n a descripción de la ficción sobre la que se
sostenían las fábulas que nos n a rrab a n sus tres textos anteriores» (M o
rey, M., o.c., p. 178).
107. Hegel, G.W.F., EnzytíopOdie der Philosophischetj W issenschaften.
1830,1.
108. K rem er-M an'etti, A., o.c., p. 7.
109. Foucault, M., «Réponse á une question», a.c., 858 (trad., pp.
24-26).
110. K rem er-M arietti, A., o.c., p. 31.
111. Guedez, A., o.c.
1 12. Foucault, M., A verdade e as form as jurídicas,o.c.,trad., p.160.
113. Foucault, M., ¡.'ordre du discours, o.c.,pp.51-52 (trad., p. 42).
1 14. F oucault. M., «Réponse á une question», a.c., 852-853 (trad., pp.
14-15).
115. Foucault, M., L'archéologie du savoir, o.c., p. 204 (trad., p. 262).
116. K rem er-M arietti, A., o.c., p. 35.
117. Foucault, M., L ’a rchéologie du savoir, p. 53 (trad., p. 62).
118. Ibíd., id. (trad., pp. 62-63).
119. Ibíd., p. 66 (trad., p. 80).
120. Ibíd., p. 74 (trad., p. 90).
112
121. Ibíd., p. 83 (trad ., p. 102).
122. Ibíd., p. 93 (trad., p. 116).
123. Tales co n sid eracio n es p u ed en d e sp ren d erse de lo señ alad o hasta
el presente, así com o de: F o u cau lt, M., «R éponse á u n e question», a.c.,
769-960 (trad., pp. 11-47).
124. F oucault, M., L ’a rchéologie d u savoir, o.c., p. 115 (trad., p. 145).
125. Ibíd., p. 126 (trad., p. 160).
126. Ibíd., p. 130 (trad., p. 165).
127. Ibíd., p. 133 (trad., p. 169).
128. Foucault, M., L ’o rdre d u discours, o.c., p. 60 (trad., p. 48).
129. Foucault, M., L’archéologie du savoir, o.c., pp. 139 s. (trad., p. 179).
130. Ibíd., pp. 153-154 (trad., p. 198).
131. Ibíd., p. 153 (trad., p. 198).
132. Ibíd., p. 88 (trad., p. 109).
133. Ibíd., id.(trad., p. 109).
134. K rem er-M arietti, A., o.c., p. 155.
135. Foucault, M , L ’a rchéologie d u savoir, o.c., p. 158 (tiad ., p. 204).
136. Foucault, M., A verdade e as jornias jurídicas, o.c.,trad., pp.
162-163.
137. Foucault, M., L'ordre du discours, o.c., pp. 10-11 (Irad., p. 11).
138. Ibíd., pp. 11-38 (trad., pp. 11-32).
139. Ibíd., pp. 38-47 (trad., pp. 32-38).
140. Foucault, M., Naissance de Ia clinique. Une archéologie du renard
m édical, o.c., p. 202 (trad., p. 279).
141. R odríguez, R osa M aría, Discurso/Poder, M adrid, E quipo de E s
tudios R eunidos, 1984 (Teoría v Práctica), cír. pp. 42-44.
142. Foucault, M., «No al sexo rey» (entrevista con B ernard H em y
Levy), en Miguel Morev (ed.), Sexo, poder, verdad, Barcelona, M ateriales,
1978, 280 pp.. p. 255.
143. Foucault, M., Nielzsche, Freud, Marx, o.c.. trad., p. 39.
144. Ibíd., trad., p. 38.
145. Ibíd., trad., p. 38.
146. Foucault, M., en Caruso, P., C onvetsazioni con Lévi-Strauss,
Foucault y Lacan, Milán, M. M ursia & C„ 1969 (trad. cast.: Barcelona,
A nagram a, 1969, 131 pp., pp. 73-74).
147. Ibíd., trad., p. 73.
148. Foucault, M.. Nielzsche, Freud, Marx, o.c., trad., p. 25.
149. R icoeur, P., De l'interprétation. E ssai su r Freud, París, Seuil,
1965 (trad. cast.: Freud, una interpretación de la cultura, 4.“ ed., México,
Siglo XXI, 1978, 483 pp., p. 28).
150. Foucault, M., Nielzsche, Freud, Marx, o.c., trad., p. 23.
151. Kerkel, Discusión a p a rtir de Nielzsche, Freud, Marx., o.c., p. 56.
152. Foucault, M., «Nietzsche, la Genealogie, I'Histoire», en Homma-
ge a lean Hyppolite, París, PUF, 1971, pp. 145-172 (trad. cast. en: Microfí-
sica del poder, o.c., p. 18).
153. Ricoeur, P., o.c., trad., p. 38.
154. Guedez, A., o.c., p. 42.
155. Foucault, M., Nietzsche. Freud, Marx, o.c., trad., pp. 35-36.
113
5
LA HISTORIA EFECTIVA:
DE UNA ARQUEOLOGÍA DEL SABER
A UNA GENEALOGÍA DEL PODER
Continuidad y discontinuidad
114
Sin em bargo, Foucault recorre el proceso y en alguna
m edida confesará posteriorm ente no hab er visto claras
desde un principio las im plicaciones genealógicas del m is
mo. Una serie de factores externos —com o ya señalare
m os— «alum brarán» el resultado. Pero asim ism o la pro
pia dinám ica interna del discurso de Foucault conducirá
a d ar de sí sus auténticas consecuencias.
El propio texto con el que iniciam os el apartado nos
ofrece la clave desde la que recorrer tal proceso: esas
«continuidades oscuras» han de ser descubiertas, y ello
inicial y fundam entalm ente. «Esquem áticam ente podría
decirse que la historia y, de una m anera general, las disci
plinas históricas, han dejado de ser la reconstrucción de
los encadenam ientos más allá de las sucesiones aparentes;
ahora ponen en juego sistem áticam ente lo discontinuo.»2
E sta noción delim ita el cam po cuyo efecto es. Perm ite
individualizar los dom inios, pero no se la puede estable
cer sino por com paración de éstos. En cualquier caso, lo
discontinuo «no desem peña ya el papel de una fatalidad
exterior que hay que reducir, sino un concepto operatorio
que se utiliza; y, p o r ello, la inversión de s i g n o s , gracias a
la cual deja de ser el negativo de la lectura histórica (su
envés, su fracaso, el lím ite de su poder), para convertirse
en el elem ento positivo que determ ina su objeto y la vali
dez de su análisis».3
Foucault h a estudiado esta insistencia al in tro d u cir la
continuidad en la historia natural, toda vez q u e se tra ta
de algo perfectam ente distinto del análisis de las palabras,
resultando im prescindible precisam ente porque la expe
riencia no nos entrega, tal cual, el continuo de la n a tu ra
leza, antes bien, nos sitúa ante el azar, el desorden y la
perturbación. Dicho análisis resulta especialm ente ap ro
piado por cuanto, en su form a concreta y en el espesor
que le es propio, la naturaleza entera se aloja entre la
capa de la taxonom ía y la línea de las revoluciones. Ello
privilegia y justifica lo adecuado de este interés.
No se presenta, sin em bargo, com o una disyuntiva ex-
cluyente, ya que «la solidez sin lagunas de u n a red de
especies y géneros y la serie de los acontecim ientos que la
115
han roto form an parte, en un m ism o nivel, de la base
epistemológica a p artir de la cual fue posible en la época
clásica un saber como historia natural. No son dos m ane
ras distintas de percibir la naturaleza, radicalmente opues
tas [...]; son dos exigencias sim ultáneas en la red arqueo
lógica que define el saber de la naturaleza durante la épo
ca clásica; pero estas dos exigencias son com plem enta
rias, y, por ello, irreductibles».4
No cabe ya perseguir los cortes en la búsqueda de ca
pas ininterrumpidas en las que todo está graduado y mati
zado, con la convicción de que esas lagunas siempre serán
rellenables m ediante «producciones medias». Así ocurre
en el siglo XVtll, en el que la continuidad de la naturaleza
es exigida por toda la historia natural.
Resulta ahora simplista, a partir de la irrupción de las
intemperies, hablar de una ley que dé cuenta del rostro de
una época, de un sistem a de relaciones homogéneas, de
una m ism a y única form a de historicidad, de la articula
ción de la historia en grandes unidades —estudios o fa
ses— que guardan en sí un principio de cohesión.
Son estos postulados los que la historia nueva revisa
cuando problem atiza las series, los cortes, los límites, las
desviaciones, los desfases, las especificidades cronológi
cas, las form as singulares de rem anencia, los tipos posi
bles de relación. Q ueda así el problem a centrado en la
determ inación precisa de qué form a de dicha relación
puede ser legítim am ente descrita entre esas distintas se
ries, qué sistem a vertical son capaces de form ar, qué efec
tos pueden tener los desfases,...; «en una palabra, no sólo
qué series sino qué series de series, o en otros térm inos,
qué cuadros es posible constituir».5 Así, frente a la des
cripción global que apiñaría todos los fenóm enos en tor
no de un centro único —principio, significación, espíritu,
visión del m undo, form a de conjunto— la historia general
desplegaría, p o r el contrario, el espacio de una dispersión.
Este planteam iento ha dado pie a que num erosos co
m entaristas consideren que Foucault no hace sino provo
car un cierto desplazam iento metodológico que, si bien
enm arca, no da solución al problem a. Se subraya pero no
116
I
se define cuál ha de ser el principio de elección, aunque
se insiste en la especificación de un m étodo de análisis y
en la necesidad de constituir Corpus coherentes y hom o
géneos de docum entos. Tal vez, con todo, la aportación
venga dada por el hecho de que tales problem as form en
parte en adelante del cam po m etodológico de la historia,
liberándose de lo que constituía la filosofía de la histo
ria. Se trata, en realidad, de una m utación epistemológi
ca. Además, «es necesario preguntarse si, a fin de cuen
tas, los caprichos de la historia están en la cabeza de Fou
cault o en la m ism a historia» .6
Queda claro, por tanto, que lo im portante es que la
historia no considere un acontecim iento sin definir la se
rie de la que éste form a parte, sin especificar la form a de
análisis de la que depende, sin intentar conocer la regula
ridad de los fenóm enos y los lím ites de probabilidad de
su emergencia, sin interrogarse sobre las variaciones, las
inflexiones y el ritm o de la curva, sin querer determ inar
las condiciones de las que dependen.
Pero, para Foucault, si la historia se m antuviera como
el enlace de las continuidades interrum pidas, si tram ara
en tom o de los hom bres, de sus palabras y de sus gestos
oscuras síntesis siem pre prontas a reconstituirse, en ese
caso, sería un refugio privilegiado para la conciencia. I.o
quitado al sacar a la luz determ inaciones m ateriales,
prácticas inertes, procesos inconscientes, intenciones olvi
dadas en el m utism o de las instituciones y de las cosas, se
lo devolver ía bajo la form a de una síntesis espontánea.
E sa historia sería para la soberanía de la conciencia
un abrigo privilegiado. «La historia continua es el correla
to indispensable de la función fundadora de sujeto: la ga
rantía de que todo cuanto le h a escapado podrá serle de
vuelto; la certidum bre de que el tiem po no dispersará
nada sin restituirlo en una unidad recom puesta; la pro
m esa de que el sujeto podrá u n día —bajo la form a de la
conciencia histórica— apropiarse nuevam ente todas esas
cosas m antenidas lejanas por la diferencia, restaurará su
poderío sobre ellas y en ellas encontrará lo que se puede
m uy bien llam ar su m orada.»7 Desde su punto de vista, es
117
necesario elaborar —fuera precisam ente de las filosofías
del sujeto y del tiem po— una teoría de las sistem aticida-
des discontinuas.
Hay, sin em bargo, u n a cierta form a de historia que,
refiriendo el desarrollo continuo de una necesidad ideal,
pretende conjurar el triple peligro de «algo así com o una
pequeña (y quizás odiosa) m aquinaria que perm ite intro
ducir en la m ism a raíz del pensam iento, el azar, lo dis
continuo y la m aterialidad».8 Foucault considera im pres
cindible encam inar en estas tres direcciones el trabajo de
la elaboración teórica com o única vía —por tratarse de
categorías decisivas en la producción de los acontecim ien
tos—, a fin de afrontar las cesuras que rom pen el instante
y dispersan el sujeto en una pluralidad de posibles posi
ciones y funciones.
La opción p o r el concepto de discontinuidad en estos
dom inios y su puesta en juego a fin de aplicarlo sistem áti
cam ente exige, sin embargo, en un prim er m om ento, una
serie de tareas negativas. Se trata de liberarse de todo un
conjunto de nociones que están ligadas al postulado de
continuidad, tales como las de «tradición», «influencia»,
«desarrollo», «teleología», o «evolución hacia un estado
normativo», «mentalidad», «espíritu de una época»... Fou
cault considera que es necesario abandonar estas síntesis
ya hechas, estos agrupam ientos adm itidos antes de cual
quier examen, estos lazos cuya validez se acoge de entra
da;9 expulsar las form as y las fuerzas oscuras que habi-
tualm ente’ sirven para ligar entre sí los pensam ientos de
los hom bres y su discurso; aceptar encontrarse, en prim e
ra instancia, sólo con una población de acontecim ientos
dispersos.
Y no sólo esto. Dicha opción p o r el concepto de dis
continuidad invalida la distinción de los grandes tipos de
discurso y la de las form as o géneros —«ciencia», «litera
tura», «religión», «historia»...— desde la convicción de
que tales recortes son siem pre categorías reflexivas, p rin
cipios de clasificación, reglas norm ativas, tipos institucio
nalizados. Se trataría de dejar en suspenso incluso aque
llas unidades que se im ponen de la m anera m ás inm edia
118
ta: las de «libro» —cuya unidad no es hom ogénea, cuyos
m árgenes no están delim itados rigurosam ente y no pue
den describirse sino a p artir de u n cam po de discurso-— y
la de «obra» —asim ism o sin unidad cierta y hom ogénea—.
Sería sim plista, con todo y por tanto, considerar que
Foucault ignora, desconoce y arrincona estas nociones. Se
lim ita a ponerlas en suspenso, a no aceptarlas previam en
te antes de todo examen, a hacerlas em erger, en cualquier
caso, en el análisis del discurso mismo. Se trata, en defi
nitiva, de «poner fuera de juego las continuidades no re
flexivas po r las que se organiza, de antem ano y en un
semisecreto, el discurso que se pretende analizar».10
Pero no faltan quienes, a pesar de todo, ven en Fou
cault una excesiva «continuidad» y estim an que «hay que
plantear reservas sobre el postulado de hom ogeneidad
epistemológica», desde la perspectiva de que «la idea de
com petencia entre m odelos epistemológicos diferentes en
u n a época dada es por lo m enos igualm ente fecunda».11
Otros com entaristas consideran, sin em bargo, que no
se da en Michel Foucault u n a tal hom ogeneidad, como
algo com pacto y cerrado, ya que «hacer intervenir m ode
los competitivos es perm anecer en la línea indicada por
Foucault, pues en u n a época dada esos modelos no están
en el m ism o plano: siem pre hay un m odelo principal [...];
lo que podrá hacerse ahora es m atizar el cuadro, precisar
lo. Pero la dirección indicada sigue siendo b u en a» .'2
El problem a nos rem ite con ello a la configuración
de dicha epistem e, com o organización subyacente del
saber. «Hay oculta ("im pensada”) en el corazón de cada
estado cultural, u n a “m odalidad del orden” que se da
com o “el suelo positivo” sobre cuyo fondo van a elabo
rarse necesariam ente la clasificación y la interpretación
de las experiencias; este orden interviene siem pre com o
u n a condición de "posibilidad” de las form as jerarq u iza
das del conocim iento y de su teorización; en sum a, fun
ciona com o u n “ap riori histórico”: tales son los elem en
tos que provee Foucault p ara u n a p rim era definición de
epistem e.»13
Curiosam ente, el cuestionam iento de la continuidad
119
acaba liberando todo un dom inio, que vendrá constituido
por el conjunto de todos los enunciados efectivos, en su
dispersión de acontecim ientos y en la instancia que le es
propia a cada uno. De este modo, «antes de enfrentarnos
con una ciencia, con novelas, con discursos políticos, con
la obra de un au to r o inclusive con un libro, el m aterial
que se tratará en su neutralidad prim era es una población
de acontecim ientos en el espacio del discurso general. Así
aparece el proyecto de una descripción pura de los acon
tecimientos discursivos com o horizonte para la búsqueda
de las unidades que en ellos se form an».14
La desaparición sistem ática de las unidades ya dadas
perm ite ante todo restituir al enunciado su singularidad
de acontecim iento; es tratado en su irrupción histórica, a
fin de tener presente esta incisión que él constituye, esta
irreductible em ergencia. Para ello han de determ inarse
las condiciones de su existencia, fijarse nítidam ente sus
límites, establecerse sus relaciones con los dem ás enun
ciados con los que puede estar ligado, m ostrar cuáles son
las otras form as de enunciación que excluye. Se trata, en
realidad, de describir precisam ente un conjunto de enun
ciados.
Y tal es, en concreto, la noción que Foucault nos ofre
ce de la positividad. Caracteriza la unidad del discurso a
través del tiem po ya que las obras diferentes, los libros
dispersos, los textos que pertenecen a una m ism a form a
ción discursiva, esas figuras e individualidades perdidas,
no com unican por el encadenam iento lógico de las propo
siciones que aventuran, ni p o r la recurrencia de los te
mas: com unican por la form a de positividad de su discur
so. Q ueda definido así todo un «campo en el que pueden
eventualm ente desplegarse identidades formales, continui
dades tem áticas, traslaciones de conceptos, juegos polé
micos. Así, la positividad desem peña el papel de lo que
podría llam arse un apriori histórico».15
No faltan quienes opinan que dicho apriori no está
sino destinado a transform ar el devenir histórico de las
ideas y de los saberes en una yuxtaposición de necesida
des intem porales. Para tales m edios, «no es sino u n artifi
120
ció retrospectivo que debe su existencia a los saberes sin
gulares que pretende hacer posibles. Es el producto labo
rioso de una inversión de la perspectiva histórica. Es ese
saber que perm itiría los saberes, ese basam ento epistem o
lógico; en realidad, está tom ado de ellos».16
Conviene destacar, sin embargo, que en dichos círcu
los el «apriori histórico» no tiene otra existencia que
aquella adoptada que le da, con gran esfuerzo, una volun
tad positivista, m ucho m ás infiel a la verdad de las «posi
tividades» que una simple ilusión retrospectiva. Sin em
bargo, para el propio Foucault no se trata de descubrir lo
que podría legitim ar una aserción, sino de liberar las con
diciones de em ergencia de los enunciados, la ley de co
existencia con otros, la form a específica de su m odo de
ser, los principios según los cuales subsisten, se transfor
m an y desaparecen.
De ahí que, desde nuestra perspectiva, quede claro que
este «apriori» no escapa a la historicidad, al no constm ir
por encim a de los acontecim ientos y en una estructura
intem poral; «se define com o el conjunto de las reglas que
caracteriza una práctica discursiva: ahora bien, estas re
glas no se im ponen desde el exterior a los elem entos que
relacionan; están com prom etidos en aquello m ism o que
ligan [...]. El apriori de las positividades no es solam ente
el sistem a de una dispersión tem poral; él m ism o es un
conjunto transform able».17
Sería sim plista, en cualquier caso, considerar que el
apriori está constituido por un grupo de problem as cons
tantes que los fenóm enos concretos plantean sin cesar.
Tam poco se trata de la form ación correspondiente a un
cierto estado de los acontecim ientos, sedim entado en el
curso de las edades precedentes y que sirve de suelo a los
progresos m ás o m enos desiguales o rápidos de la racio
nalidad. Ni siquiera está determ inado por lo que h a veni
do a llam arse «mentalidad» de un m om ento histórico de
term inado. «Este apriori es lo que, en una época dada,
recorta un cam po posible del saber, dentro de la experien
cia, define el modo de ser de los objetos que aparecen en
él, otorga poder teórico a la m irada cotidiana y define las
121
condiciones en que puede sustentarse u n discurso, reco
nocido com o verdadero, sobre las cosas.»18
Se ha señalado que el apriori se da siem pre com o algo
ya constituido, com o el basam ento positivo de los conoci
m ientos, y su análisis no depende de la historia de las
ideas o de las ciencias. Según dicha orientación, «la a r
queología de Michel Foucault es, en su principio mismo,
u n positivismo. Jam ás le preocupa explicar una progre
sión, una evolución, es decir, una historia, ya que ésta no
existe en el nivel en que se ubica la arqueología».19 Y, tal
vez, en efecto sea así, pero en otro sentido. Foucault no
niega la historia; se lim ita a tener en suspenso la catego
ría general y vacía del cam bio para hacer aparecer m ás
transform aciones de niveles diferentes. No es esa la direc
ción de su ofensiva. Rechaza, sin embargo, un modelo
uniform e de tem poralización; y aquí radica precisam ente
la distancia e incom prensión de ciertos círculos para des
cubrir, a propósito de cada práctica discursiva, sus reglas
de acum ulación, de exclusión, de reactivación, sus form as
propias de derivación y sus m odos específicos de em bra
gue sobre sucesiones diversas.
Y quizás convenga recalcar nuevam ente la irónica dis
tancia del propio Foucault respecto de tanto calificativo
impreciso, ni siquiera definido, volviendo a referirnos a
su explícita consideración al respecto: «Si la búsqueda de
las totalidades se sustituye po r el análisis de las rarezas,
el tem a del fundam ento trascendental por la descripción
de las relaciones de exterioridad, y la búsqueda del origen
por el análisis de las acum ulaciones, y haciéndolo se es
positivista, yo soy un positivista afortunado, no me cuesta
trabajo concederlo».20
Pero, por otra parte, resulta im prescindible no provo
car un excesivo distanciam iento respecto al propio Fou
cault, que provendría de conceder un protagonism o exce
sivo —por exclusivo— a los m eros acontecim ientos dis
cursivos, insistiendo en su corte independiente, solitario y
soberano. No podem os ignorar la preocupación po r el
m odo de existencia de dichos acontecim ientos discursivos
en u n a cultura, po r hacer aparecer en su pureza el espa
122
ció en que se dispersan, a fin de describir u n juego de
relaciones.
Tantas cosas dichas no han surgido solam ente según
las leyes del pensam iento o por la sola acum ulación de
circunstancias, am ontonándose indefinidam ente en una
m ultitud am orfa, com o producto simple y directo del azar
de accidentes externos. H an nacido según regularidades
específicas que refieren a un sistem a de discursividad y a
las posibilidades e imposibilidades enunciativas que éste
dispone. Estos sistem as que instauran dichos enunciados
com o acontecimientos —con sus condiciones y su dom i
nio de aparición— y cosas —com portando esa posibilidad
y su cam po de aplicación— son calificados por Foucault
com o «archivo».
Tales sistem as tratan de poner de m anifiesto el con
junto de condiciones que rigen, en un m om ento dado y
en una sociedad determ inada, la aparición de los enuncia
dos, su conservación, los lazos que se establecen entre
ellos, la m anera en que se los agrupa en conjuntos esta
tuarios, el papel que desem peñan, el juego de valores o de
sacralizaciones de que están afectados, la m anera en que
están investidos en prácticas o en conductas, los princi
pios según los cuales circulan son reprim idos, olvidados,
destruidos o reactivados. En la raíz, el archivo define des
de el com ienzo el sistem a de su enunciabilidad y, en el
hoy, su actualidad, su funcionam iento. De este m odo los
enunciados se diferencian y se especifican.
De aquí que la tarea no sea ni u n a form alización ni
una exégesis, sino una arqueología, es decir, la descrip
ción del archivo. No es, pues, la m asa de textos que han
podido ser recogidos en una época determ inada, o con
servados desde dicha época a una época dada y p ara una
sociedad determ inada; definen una serie de factores.
H an de establecerse, po r tanto, los lím ites y las form as
de la decibilidad (de qué es posible hablar, qué es lo que
ha sido com o dom inio del discurso) los lím ites y las for
m as de conservación (qué enunciados dejan huella —en
la recitación ritual, la pedagogía, la diversión, la publici
dad...—, cuáles son reprim idos y censurados); los límites
123
y las form as de la m em oria tal como aparecen en las dife
rentes form aciones discursivas (qué enunciados son reco
nocidos com o válidos o discutibles, o definitivam ente in
validados, qué tipo de relaciones se han establecido entre
los sistem as de enunciados presentes y el corpus de los
pasados); los lím ites y las form as de reactivación (qué
enunciados anteriores o extranjeros se retienen, se valo
ran, qué sistem as de apreciación se les aplica, qué papel
se les hace cumplir...); los límites y las form as de la apro
piación (qué individuos, qué grupos, qué clases tienen ac
ceso a tal tipo de discurso, cóm o se señala y se define la
relación del discurso con su autor...).21
Ciertos m edios, en un intento de subrayar el giro que
ello supone en el planteam iento de Foucault, como expre
sión de su abandono de la noción de epistem e y con ello
del corte más radicalm ente estructuralista, destacan que
este sistem a general de la form ación y la transform ación
de los enunciados —que es el archivo— no es autónom o,
ya que la ley de su funcionam iento está regida a su vez
por otro tipo de «regularidad», la de las prácticas no dis
cursivas.
Para tales círculos, son precisam ente las ideologías
prácticas a las que asignan su form as lím ites a las teóri
cas. «Al proponer que se trabaje al nivel del archivo, Fou
cault nos invita por ende a pensar el m ecanism o que re
gula estos efectos; nos plantea este problem a: ¿siguiendo
qué proceso específico las ideologías prácticas intervie
nen en la constitución y el funcionam iento de las ideo
logías teóricas, más aún cóm o se “representan” las ideolo
gías prácticas en las teóricas?»22
Sin embargo, estim am os que este planteam iento ha de
entenderse no sólo desde el intento de acercar la arqueo
logía de Foucault a posiciones próxim as al m aterialism o
histórico, sino que ha de encuadrarse en uno de los pro
blem as m ás interesantes com o vía p ara posteriores estu
dios de su perspectiva: el incesante debatirse de Foucault
con la noción de ideología.23
No caben ser ignoradas las explícitas declaraciones de
Michel Foucault al respecto. «La noción de ideología me
124
parece difícilmente utilizable por tres razones. La prim era
es, quiérase o no, que dicha noción está siem pre en oposi
ción virtual con lo que sea la verdad. Ahora bien, conside
ro que el problem a no es hacer la división entre lo que,
en un discurso, realza la cientificidad y la verdad, y por
otra parte lo que evidencia cualquier otra cosa, sino de
ver históricam ente cómo se producen efectos de verdad
en el interior del discurso que no son en sí m ism os ni
verdaderos ni falsos. Segundo inconveniente, es el que se
refiere, creo, necesariam ente a algo como sujeto. Y terce
ro, la ideología está en oposición secundaria en relación a
lo que debe funcionar para ella como infraestructura o
determ inante económico, m aterial, etc. Por estas tres ra
zones, estim o que es una noción que no puede utilizarse
sin precaución.»24
Baste ahora con aludir a la polém ica «ciencia-ideolo
gía», actualm ente abierta en el seno m ism o de Foucault y
que exige, por su parte, una m ayor explicitación y profun-
dización y, por la de sus com entaristas, m ás rigurosidad y
estudio detallado. H abrá de centrarse no solam ente en su
concepción del poder —o los poderes— sino que deberá
inscribirse dentro de la dinám ica del «apriori histórico»,
recogiendo aquel sistem a general de form ación y transfor
m ación de los enunciados, que es el archivo.
125
num ento. No es, por tanto, un térm ino que incite a la
búsqueda de un com ienzo ni que em parente el análisis
con excavaciones o sondeos geológicos.
La arqueología no va, por todo ello, a través de una
progresión lenta, del cam po confuso de la opinión a la
singularidad del sistem a o la estabilidad definitiva de la
ciencia —no es una doxología—, sino que trata de m os
tra r en qué juego de reglas que ponen en obra es irreduc
tible a cualquier otro; seguir los discursos a lo largo de
sus aristas exteriores para subrayarlos mejor. En definiti
va, pretende definirlos en su especificidad, es decir, hacer
un análisis diferenciado de las m odalidades del discurso.
No es, en definitiva, nada m ás y ninguna otra cosa que
una reescritura. Ni intenta repetir lo dicho, ni restituir lo
pensado, querido, experim entado o deseado por los hom
bres al proferir el discurso. Situándose en la form a m an
tenida de la exterioridad, supone una transform ación pau
tada de lo que ha sido y ha escrito. En realidad, la des
cripción arqueológica intenta únicam ente establecer la
regularidad de los enunciados.
No sería adecuado, sin embargo, entender este orden
como el de las sistem aticidades o el de las sucesiones cro
nológicas; antes bien, describe los diferentes espacios de
disensión. Ello hasta el punto de que la contradicción no
es una apariencia que hay que superar, sino un objeto
que hay que describir por sí m ism o. En este sentido, al
constituirse como la ley m ism a de su existencia, «funcio
na entonces, al hilo del discurso, como el principio de su
historicidad» .2S
Al darse un acontecim iento, puesto que la aparición de
una form ación discursiva es a m enudo correlativa de una
vasta renovación de objetos, de form as de enunciación, de
conceptos y de estrategias..., no es posible fijar el concep
to determ inado o el objeto particular que m anifiesta de
pronto su presencia. Es inútil hacerse preguntas como
¿quién es el autor?, ¿quién ha hablado?, ¿en qué circuns
tancias y en el interior de qué contexto, anim ado de qué
intenciones y teniendo qué proyecto?
La arqueología se ocupa m ás bien de establecer el sis
126
tem a de las transform aciones en el que consiste el «cam
bio». Más que invocar su fuerza viva (como si fuera su
propio principio), m ás que buscar sus causas (com o si no
se tra tara nu n ca de otra cosa que de sim ple y puro efec
to), tra ta de elaborar esta noción vacía. «Se com prende
que ciertos espíritus, apegados a todas esas viejas m etáfo
ras por las cuales, durante siglo y m edio se ha im aginado
la historia (movimiento, flujo, evolución), no vean en ello
otra cosa que la negación de la historia y la afirm ación
burda de la discontinuidad; y es porque realm ente no
pueden adm itir que se ponga al desnudo el cam bio de
todos esos m odelos adventicios, que se les arrebate a la
vez su prim acía de ley universal y su estatuto de efecto
general, p a ra sustituirlo por el análisis de transform acio
nes diversas.»26
Y aún más. «A quienes se sintieran tentados de repro
char a los arqueólogos el análisis privilegiado de lo dis
continuo, a todos esos agorafóbicos de la historia y del
tiempo, a todos esos que confunden ruptura e irracionali
dad, yo les contestaría: por el uso que hacen ustedes del
continuo lo desvalorizan. Lo tra ta n com o u n elem ento
—soporte al cual debe referirse todo el resto—; lo convier
ten en la ley prim era, en la gravedad esencial de toda
práctica discursiva; quisieran ustedes que se analizara
todo m ovim iento en el cam po de la gravitación. Pero no
le dan ustedes ese estatuto sino neutralizándolo y recha
zándolo, en el lím ite exterior del tiem po, hacia una pasivi
dad original.»27
Sería erróneo, con todo, interpretar que la arqueología
trata de atribuir a lo discontinuo el papel concedido hasta
ahora a la continuidad. Se propone, m ás bien, hacer jugar
lo uno contra la otra; m ostrar cóm o lo continuo está for
m ado con las m ism as condiciones y según las m ism as re
glas que la dispersión y hacer que entre —ni m ás ni m e
nos que las diferencias, las invenciones, las novedades o
las desviaciones— en el cam po de la práctica discursiva.
E n realidad, lo que pretende es liberar, ante todo, el
juego de las analogías y diferencias tal com o aparecen al
nivel de las reglas de form ación. Nos m ostrará, por ejem-
127
pío, entre unas form aciones diferentes, los isom orfismos
arqueológicos; nos definirá el modelo de cada formación;
nos hará ver del m ism o m odo qué conceptos absoluta
m ente distintos ocupan un em plazam iento análogo en la
ram ificación de su sistem a de positividad —isotropía a r
queológica—, así, u n a sola y m ism a noción puede englo
bar dos elem entos arqueológicos distintos —desfases a r
queológicos—; finalm ente, nos indicará cóm o pueden es
tablecerse de u n a positividad a otra, relaciones de subor
dinación o com plem entariedad —correlaciones arqueoló
gicas—.
Esta descripción arqueológica de los discursos no se
efectúa en un círculo cerrado e ideal, sino que se desplie
ga en la dim ensión de una historia general. «Trata de des
cubrir todo ese dom inio de las instituciones, de los proce
sos económicos, de las relaciones sociales sobre las cuales
puede articularse u n a form ación discursiva; intenta m os
tra r cómo la autonom ía del discurso y su especificidad no
le dan por ello un estatuto de pura idealidad y de total
independencia histórica; lo que quiere sacar a la luz es
ese nivel singular en el que la historia puede dar lugar
a tipos definidos de discurso, que tiene a su vez su pro
pio tipo de historicidad y que están en relación con todo
un conjunto de historicidades diversas.»28
Se va configurando de este modo un espacio en el que
posibilitar este «dar de sí» de la arqueología. El propio
Foucault encuentra ya vías para expresar accesos hacia la
genealogía: «Para m í la arqueología es esto: una tentativa
histórico-política que no se basa en relaciones de sem e
janza entre el pasado y el presente, sino en relaciones de
continuidad y en la posibilidad de definir actualm ente ob
jetivos tácticos y estratégicos de lucha en función de
ellas».29
128
«voluntad de escucha» se conjugan y com pletan. Es ahora
cuando Foucault com ienza a verse envuelto por su propio
discurso y «desbordado» por su autonom ía.
Ello nos rem ite a unos textos: «Creo que en Nietzsche
se encuentra un tipo de discurso en el que se hace el aná
lisis histórico de la form ación m ism a del sujeto, el análi
sis histórico del nacim iento de un cierto tipo de saber, sin
adm itir jam ás la preexistencia de un sujeto de conoci
miento».30 En alguna m edida se centran nuestras expecta
tivas y se nos ofrece una referencia clara, siquiera para
desbrozar el camino.
Frente a la pretensión de d ar con un m ás allá del dis
curso, un m ás adentro de él, Foucault fija su m irada sim
plem ente en la exterioridad de ese «más». Su preocupa
ción —de puro corte nietzscheano— se centra en la per
cepción de la singularidad de los sucesos fuera de toda
finalidad m onótona; encontrarlos donde m enos se espera
y en aquello que pasa desapercibido «por no tener nada
de historia» —sentim ientos, am or, conciencia, instintos—.
Se tra ta de captar su retorno, definir el punto de su a u
sencia. Nos encontram os de este m odo ante la tarea indis
pensable de la genealogía, com o oposición a la búsqueda
del origen, al despliegue m etahistórico de las significacio
nes ideales y de los indefinidos teleológicos.
La negación del «com ienzo» expresada en la refuta
ción de la «Robinsonada» —Marx—, la distinción entre
com ienzo y origen —Nietzsche— y el carácter inacabado
de su desarrollo regresivo y analítico —Freud—31 se cen
tran ahora en el abandono de la búsqueda adolescente del
origen com o lugar de verdad. La historia m ism a aprende
tam bién a reírse de estas solem nidades. Carece de sentido
p ara ella pensar en ese antes de la caída, antes del cuer
po, antes del m undo y del tiempo... que estaría del lado
de los disoses, cuya narración sería más bien una teogo
nia. Lejos de ese origen, el com ienzo es irrisorio, irónico,
propicio a deshacer todas las fatuidades.
De ahí que Foucault, de entre los térm inos utilizados
por Nietzsche, traducidos de ordinario por «origen», opte
por Herkunft y Entstehung, a fin de intentar restituir su
129
utilización adecuada, por considerar que «indican m ejor
que Ursprung el objeto propio de la genealogía».32
Herkunft («procedencia») subrayaría la vieja pertenencia
a un grupo —el de sangre, el de tradición...— y trataría de
percibir todas las m arcas singulares, subindividuales, que
pueden entrecruzarse form ando una raíz difícil de desenre
dar, hurgando allí donde el alm a pretende unificarse, allí
donde el yo se inventa una identidad o una coherencia, a
fin de disociarlo m ediante un análisis adecuado.
La procedencia perm ite asim ism o encontrar, bajo el
aspecto único de un carácter, o de un concepto, la prolife
ración de sucesos a través de los cuales —gracias a los
que, contra los que— se han form ado. Unicam ente desde
esta perspectiva es posible descubrir que en la raíz de lo
que conocemos y de lo que som os no están en absoluto la
verdad ni el ser, sino la exterioridad del accidente. De ahí
que la búsqueda de la procedencia no funde, antes bien
rem ueva, aquello que se percibía inmóvil; fragm ente lo
que se pensaba unido, m uestre la heterogeneidad de
aquello que se im aginaba conform e a sí mismo. Al abis
m ar es precisam ente cuando fundam enta.
La Herkunft se enraiza en el cuerpo, superficie de ins
cripción de los sucesos, lugar de disociación del yo —al
cual intenta prestar la quim era de una unidad substan
cial—, volumen en perpetuo derrum bam iento. Desde esta
perspectiva, «la genealogía, com o el análisis de la proce
dencia, se encuentra por tanto en la articulación del cuer
po y de la historia. Debe m ostrar el cuerpo im pregnado
de historia, y la historia com o destructor del cuerpo».33
Entstehung («emergencia») designaría, por su parte, el
punto de surgim iento, el principio y ley singular de una
aparición. De ahí que frente a la m etafísica que sitúa el
presente en el origen, obligando a creer en el trabajo os
curo de un destino que buscaría m anifestarse desde el
prim er m om ento, la genealogía restablece los diversos sis
tem as de sumisión, no tanto el poder anticipador de un
sentido cuanto el juego azaroso de las dom inaciones.
La em ergencia se produce siem pre en un determ inado
estado de fuerzas y su análisis nos m ostrará cóm o luchan
130
unas con otras. Será, por tanto, su entrada en escena, su
irrupción, su lugar de enfrentam iento. Nadie es por ello
responsable único y directo de dicha em ergencia ni puede
vanagloriarse con su surgim iento; siem pre se produce en
el intersticio.
Q uedan establecidos de este m odo los soportes de lo
que podría denom inarse genealogía, o m ás bien investiga
ciones genealógicas múltiples, com o redescubrim iento
conjunto de la lucha y m em oria directa de los enfrenta
m ientos. Por ejemplo, en relación con los saberes, dicha
genealogía sería oposición a los proyectos de su inscrip
ción en la jerarquía del poder propia de la ciencia, «una
especie de tentativa p ara liberar los saberes históricos del
som etim iento, es decir, hacerlos capaces de oposición y
de lucha contra la coacción de un discurso teórico, unita
rio, formal y científico. La reactivación de los saberes lo
cales contra la jerarquización científica del conocim iento
y sus defectos intrínsecos de poder».34
Sería sim plista, sin em bargo, pensar que p ara Fou
cault la Herkunft y la Entsíehung aluden a una suerte de
aparición de los discursos de m odo incógnito, desconoci
do, incontrolable...; ante lo cual sólo cabría rendirse. An
tes bien, p o r el contrario, son un m odo de acercam iento
de dom inio, de conocim iento, de com prensión... que pre
tende precisam ente h uir de terrenos abonados para una
m etafísica basada en prejuicios y prenociones de los que,
desde su perspectiva, es preciso liberarse.
E n esto se distinguiría la historia «efectiva» de «la de
los historiadores», en que no se apoya en ninguna cons
tancia: nada en el hom bre —ni siquiera su cuerpo— es lo
suficientem ente fijo p ara com prender a los otros hom bres
y reconocerse en ellos. Desde aquí la necesidad de des
cuartizar cuanto perm ita el juego consolador de los reco
nocim ientos. Pero aú n hem os de reconocer u n cam ino
previo para com pletar tal perspectiva.
Foucault estim a que, en concreto, «la historia será
efectiva en la m edida en que introduzca lo discontinuo en
nuestro m ism o ser. Dividirá nuestros sentim ientos, dra
m atizará nuestros instintos, m ultiplicará nuestro cuerpo y
131
lo opondrá a sí m ism o. No dejará nada debajo de sí
que tendría la estabilidad tranquilizante de la vida o de la
naturaleza, no se dejará llevar por ninguna obstinación
m uda hacia un fin m ilenario. Cavará aquello sobre lo que
se la quiera hacer descansar, y se encarnizará contra su
pretendida continuidad. El saber no ha sido hecho para
com prender, ha sido hecho para hacer tajos».35
Así, bajo las grandes continuidades del pensam iento,
se intenta ahora detectar la incidencia de las interrupcio
nes. De este m odo la historia «efectiva» hace resurgir el
suceso en lo que puede tener de único, de cortante, frente
a toda una tradición de la historia —que Foucault califica
de «teología racionalista»— que tiende a disolver el suce
so singular en una continuidad ideal al m ovim iento teoló
gico o encadenam iento natural. La procedencia y la em er
gencia nos hacen ver que precisam ente las fuerzas pre
sentes en la historia no obedecen ni a un destino ni a una
simple m ecánica.
No queda, por tanto, m ás vía que «sumergirse» para
captar las perspectivas, desplegar las dispersiones y las di
ferencias, dejar a cada cosa su m edida y su intensidad.
Tal inm ersión es un acceso a lo corporal y epidérm ico del
acontecim iento, esto es, una suerte de atención al aconte
cer mismo. De este modo, la historia «efectiva» realiza en
vertical al lugar en que está, la genealogía de la historia.
De aquí que «a la solem nidad del origen es necesario opo
ner, siguiendo un buen m étodo histórico, la pequeñez m e
ticulosa e inconfesable de esas fabricaciones e invencio
nes».36 Sólo así la historia será efectiva.
132
!
una concepción lineal, sim plista, evolutiva y conciencial,
pero ¿cómo no estal lo? De ahí que la arqueología trate de
«desenredar- todos esos hilos tendidos por la paciencia de
los historiadores: m ultiplicar las diferencias, em brollar las
líneas de com unicación y esforzarse en hacer m ás difíci
les los accesos».38
Se cim enta así una nueva perspectiva teórica, quizás
algún día individualizable com o disciplina, tal vez suscita-
dora de un haz de problem as replanteablcs en otra parte,
de m anera distinta y con m étodos diferentes. No preocu
pa eso en exceso a Foucault: «No he presentado jam ás la
arqueología com o una ciencia, ni siquiera com o los pri
m eros cim ientos de una ciencia futura».39 H a de hablarse,
por ello, fundam entalm ente, no tanto de la arqueología
—sin m ás— sino de una arqueología de la anatom ía pato
lógica, una arqueología de la filología, una arqueología de
la econom ía política, una arqueología de la biología, una
arqueología de la geografía... y, asim ism o —y esto es lo
que nos interesa ahora subrayar—, Lina arqueología de la
historia. Arqueología, por tanto, del saber de un saber...
de los saberes. «El subtítulo de Las palabras y las cosas no
es “la” arqueología, sino “una” arqueología de las ciencias
hum anas.»40
La em ergencia de la historia en la decadente E uropa
del siglo XIX, «patria de m ezcolanzas y rebeldías», nos
ofrece nuevam ente luz acerca del objetivo de Foucault. El
hom bre de esta época es una m ixtura, no sabe quién es,
ignora qué rarezas se han m ezclado en él, busca su papel,
perdida su individualidad. La imposibilidad de crear en la
que se encuentra, su ausencia de obra, la obligación de
apoyarse sobre lo que se ha hecho antes y en otro lugar lo
constriñen a la baja curiosidad del plebeyo. Busca su his
toria. Se busca en la historia.
Aquí pretende situarse precisam ente Foucault, «en el
límite de lo que podem os reconocer como nuestra histo
ria. En el interior de esta historia que es nuestra, como de
toda historia, reina u n a identidad: una m ism a cultura
perm ite allí a varios seres hum anos decir conjuntam ente
"nosotros”. E sta identidad [...] se constituye por m edio de
133
una serie de exclusiones».41 Se presenta, de este modo,
como asidero, como recurso. Desde esta perspectiva co
bra sentido la distancia entre la historia efectiva y la de
los historiadores, una vez perdido todo fundam ento sobre
alguna constante. «Efectiva», en la m edida en que intro
duce la discontinuidad y no como m era rebelión u oposi
ción, sino como resultado de una arqueologización. No
podem os caer por ello, en el sim plism o —por otra parte
no presente en sus textos— de afirm ar que Foucault se
lim ita a poner fin a la historia: «nadie m ata a la Historia,
pero a una historia para filósofos, ¡a ésta sí quiero m atar
la por completo!».42
No queda la arqueología entronizada, en detrim ento
de la historia. No se buscaba su desbancam iento o su
postergación, sino situarla en una dim ensión adecuada.
134
go tiem po vinculada a otra m odalidad de poder. Con las
nuevas técnicas de som etim iento, la “dinám ica" de las
evoluciones continuas tiende a reem plazar la “dinástica”
de los acontecim ientos solem nes.»44 Sería suficiente con
aludir al ejem plo paradigm ático de la locura para com
prender el alcance y «eficacia» de una historia y una ra
zón «no efectivas», que reducen aquélla al silencio de la
ausencia de obra. «Desde que hay la “razón” y la “histo
ria” existen locos.»45
A p artir de estas consideraciones se ha pretendido
efectuar con Foucault toda una serie de aproxim aciones
que estim am os un tanto forzadas, según las cuales «el
concepto de historia que funciona en la Arqueología tiene
m uchas consonancias com unes con otro concepto de his
toria...: el concepto científico de historia tal com o aparece
en el m aterialism o histórico. El concepto de una historia
que tam bién se presenta com o un proceso sin sujeto es
tructurado por un sistem a de leyes. Un concepto que, por
esta razón, es tam bién radicalm ente antiantropologista,
an ti hum anista, antiestructural is ta» .46
Otros com entaristas estim an, sin embargo, que no es
en esta obra sino en Vigilar y castigar y en La voluntad de
saber donde se produce una ru p tu ra con la concepción de
H istoria m antenida por Foucault hasta entonces.47
No estam os ante una polém ica superficial y sin senti
do. E n realidad, es el reflejo de una cuestión que puede
resultar absolutam ente fecunda, u n a vez superados los
viejos tópicos, dogm atism os y m istificaciones. La presen
cia de Marx en Foucault no puede reducirse a una m era
labor ecléctica, sino que se trata de algo m ás sutil y com
plejo.
Hay u n a clara distancia que hem os de señalar desde
un prim er m om ento. «Marx para m í no existe. Quiero de
cir esta especie de identidad que se ha construido en tor
no a un nom bre propio, y que se refiere tan pronto a un
individuo, tan pronto a la totalidad de lo que ha escrito,
tan pronto a u n inm enso proceso histórico que deriva de
él. [...] H acer funcionar a Marx com o un “autor”, localiza-
ble en un filón discursivo único y susceptible de un análi
135
sis en térm inos de originalidad o de coherencia interna es
siem pre posible. Después de todo se tiene perfectam ente
el derecho de “academ izar” a Marx. Pero ello es descono
cer el estallido que ha producido.»48 Tal vez, con todo, no
hay en ello sino la explicitación de cuanto señalam os más
a rrib a respecto a dejar en suspenso la «unidad de la
obra». No es, por tanto, una distancia exclusiva y pecu
liar.
Quienes apuestan por u n giro de Foucault a partir de
Vigilar y castigar y La voluntad de saber consideran que
sus arqueologías nacían de una concepción espacial de la
sociedad, en la que ésta era definida por sus m árgenes, y
que resultaba fructífera. Así, frente a la tem poralidad, pri
vilegiaba el espacio; frente a la dicotom ía arqueología/
ciencia, presentaba la invalidación de saber que servía de
justificación al ejercicio del poder sobre los cuerpos de los
m arginados, los locos y los cadáveres de los pobres; frente
a un análisis centrado unilateralm ente en la producción
económica, oponía el estudio de las prácticas ejercidas so
bre los im productivos e incapaces; frente a la superestruc
tu ra como reflejo de una instancia determ inante, presen
taba los discursos implicados en las prácticas de control
social; frente a una historia totalizadora y continua, intro
ducía la discontinuidad, el análisis segm entario y lim ita
do, los m ovim ientos anónim os que cobran sentido a p ar
tir de la articulación de los distintos elem entos.
Para tales círculos esta visión se prestaba a equívocos,
ya que cabía aún la posibilidad de pensar en un sujeto
universal de la H istoria constituido por esas m asas m argi
nales —lo que im plicaría de nuevo la continuidad— y
adem ás nos situaba ante una historia estructural de ca
rácter formal. E n realidad, el paso vendría dado por una
nueva concepción del poder y de la lucha com o conse
cuencia del Mayo del 68. La sociedad ya no se entiende
en térm inos de oposición, sino desde una perspectiva fun
cional, de inclusión. «Desde entonces la historia foucaul-
tiana no sería ya arqueológica, sino genealógica», como
expresión del paso «del m odelo de la lepra» al «modelo de
la peste».49
136
Es ah o ra, precisam ente, cuando cabe definir este
proyecto. «Quería ver cóm o se p o d rían resolver estos
problem as de constitución en el in terio r de u n a tra m a
histórica en lugar de reenviarlos a u n sujeto constituyen
te. Es preciso desem barazarse del sujeto constituyente,
desem barazarse del sujeto m ism o, es decir, llegar a un
análisis que puede d a r cuenta de la constitución del su
jeto en la tra m a histórica. Y es eso lo que yo llam aría
genealogía, es decir, u n a form a de h istoria que da cuen
ta de la constitución de los saberes, de los discursos, de
los dom inios del objeto, etc.; sin tener que referirse a un
sujeto que sea transcendente en relación al cam po de los
acontecim ientos o que corre en su identidad vacía a tra
vés de la historia.»50
La genealogía se rem onta en el tiem po no para esta
blecer la continuidad y buscar los orígenes, sino para re
construir la dispersión que caracteriza el pasado, rom
piendo así con una historia que busca la totalidad. Se tra
ta, po r tanto, de una genealogía basada en el espacio, que
se opone, por tanto, al despliegue m etahistórico de las
significaciones y de los indefinidos teológicos.
«Será necesario hacer una crítica de esta descalifica
ción del espacio que reina desde hace varias generacio
nes. ¿Ha com enzado en Bergson o antes? El espacio es lo
que estaba m uerto, fijado, no dialéctico, móvil. Por el
contrario, el tiem po era rico, fecundo, vivo, dialéctico.»
«La utilización de térm inos espaciales tiene un cierto aire
de antihistoria p ara aquellos que confunden la historia
con las viejas form as de la evolución, de la continuidad
viviente, del desarrollo orgánico, del progreso de la con
ciencia o del proyecto de la existencia. Desde el m om ento
en que se hablaba en térm inos de espacio se estaba en
contra del tiem po. Se “negaba” la historia, com o decían
los tontos, se era u n “tecnócrata”. No com prendían que
en la percepción de las im plantaciones, de las delim itacio
nes, del perfilam iento de los objetos, de los gráficos, de
las organizaciones de dom inio, lo que se hacía aflorar
eran los procesos —por supuesto históricos— del poder.
La descripción especializante de los hechos del discurso
137
desem boca en el análisis de los efectos de poder que están
ligados a ellos.»51
Foucault se desm arca de este modo de una historia
que se define por la ausencia de la geografía y en tal sen
tido se distancia del m arxism o clásico. Algunos com enta
ristas consideran incluso que «quizá la ausencia del espa
cio explique, a su vez, que la teoría m arxista se asiente
sobre u n a topología sim plista —infraestructura, estructu
ra y superestructura».52 Si bien hoy se plantea dicha topo
logía concediéndole —en el seno del m arxism o— un m a
yor sentido metafórico, no por ello la valoración queda
descalificada, antes bien —quizás— confirm ada. Y en esa
m ism a línea, para esos com entaristas, esta deficiencia
abre la posibilidad de uniform ar la historia favoreciendo
todo tipo de historicism os y correlativam ente de hum a
nismos.
Ello lleva a preguntarse de qué marxismo se habla. No
faltan quienes estim an que Foucault posee una visión exce
sivamente clásica y superficial de Marx y, lo que sería más
problemático, que «pretende explícitamente haber dado
con el Marx verdadero, con el Freud auténtico».53 Algo ob
viamente contradictorio con su visión de lo que cabe deno
minarse autor u obra. Su proceder le traicionaría.
Frente a estos extrem os se procura, en otro sentido,
subrayar excesivamente las distancias. Se insiste en que,
por ejemplo, lo esencial de ¡xis palabras y las cosas es
esto: «Hay que desem barazarse de Marx». Se lee a Fou
cault destacando que su Marx «habría realizado un análi
sis, no una "crítica” de la economía; y sobre todo no esta
blecería ningún nexo entre esta crítica y la de la socie
dad», para concluir que «lo que ofrece de Marx es una
caricatura».54
Estim am os pobre este planteam iento contrincante. No
cabe enm arcar superficialm ente el abism o de esta distan
cia. Consideram os m ás adecuadas otras posturas que in
sisten, en el caso de Foucault, en una «influencia —a u n
que en este caso la palabra es dem asiado débil— de Marx,
si no del marxism o: a pesar de ciertas form ulaciones des
afortunadas, nos parece absolutam ente imposible soste
138
ner que Foucault, teórica y prácticam ente, se haya consi
derado un adversario, un enemigo del m arxism o».55
El problem a queda planteado así desde una perspecti
va m ás fructífera. Por supuesto, la com plejidad del asunto
justificaría un estudio porm enorizado que ni el m om ento,
ni la oportunidad, posibilitan. Baste p o r ahora con seña
lar la pertinencia de este apunte acerca de la presencia de
Marx en Foucault, dado su carácter en absoluto lateral,
en el tema que ahora desarrollam os. Es el propio Michel
Foucault quien considera que «es im posible hacer historia
actualm ente sin utilizar una serie interm inable de concep
tos ligados directa o indirectam ente al pensam iento de
Marx y sin situarse en un horizonte que ha sido descrito y
definido por Marx. En caso límite se podría uno pregun
ta r qué diferencia podría haber entre ser historiador y ser
m arxista».^
Se trataría de ir m ás allá. De ahí que quepa destacar,
para ciertos autores, que «no sólo existe una relación de
com plem entariedad entre la historia foucaultiana y la his
toria m arxista. Foucault centra sus trabajos en aspectos
que hasta entonces no habían sido analizados en una
perspectiva política, lo que plantea un problem a de fon
do: ¿cómo es posible que los historiadores m arxistas ha
yan infravalorado centras de poder que funcionan en tor
no a la locura, la enferm edad, la prisión, la sexualidad,
etc.?».57
Sí que hay en este sentido un nuevo m odo de proceder
que los m arxistas no dogm áticos han incorporado inm e
diatam ente, no sólo com o vena a explotar, sino com o au
téntico filón teórico-político. Por tal motivo podem os ha
blar de un auténtico enriquecim iento. «Ciertamente, el
discurso de Foucault no es sólo este ensam balaje de efec
tos que tam bién produce, típico en cuanto discurso “de
frontera”, por lo tanto extrem adam ente abierto, rico, pro
blem ático, som etido a tensiones que lo atraviesan y que, a
veces, lo transform an. Es justam ente po r lo que estam os
en la “urgencia” que ha producido su discurso; es en tan
to querem os servirnos de él en cuanto estam os impelidos
al análisis crítico. Y esta operación —Foucault nos lo ha
139
enseñado— no es tranquila: es la operación que abre en el
interior de u n espacio teórico un cam po de lucha, un con
flicto. Es, por otra parte, justam ente la disponibilidad a
este conflicto, el ser abierto a las reacciones que suscita,
el suscitar estas reacciones, la que pone el trabajo de Fou
cault en una posición tan central en nuestro espacio his-
tórico-crítico. Interrogarlo, ponerlo en cuestión, no signi
fica removerlo, sino más bien afirm ar que de ello quere
mos servirnos.»^8 En esta línea, salvado cuanto pueda ha
ber de utilitarism o o eclecticismo, el trabajo podrá resul
tar fructífero teóricam ente.
Queda subrayada no sólo la concepción espacial de la
sociedad que privilegia la genealogía, no sólo el carácter
materia] que supone, sino asim ism o su sentido de cara a
la lucha contra el poder. «La función de los análisis histó
ricos consiste precisam ente en rom per evidencias, desha
cer m alentendidos, señalar localizaciones estratégicas,
proporcionar m ateriales de lucha, m ostrar lo intolerable
del poder y la necesidad de una transform ación [...]. Las
genealogías foucaultianas designan el cam po de batalla,
los puntos donde se debe golpear, desenm ascaran las
tram pas, prevén en cierta m edida las réplicas.»59 Son nue
vas coordenadas para la acción, lejos de «sabores metafí-
sicos». Y en este sentido consideram os que «hay en Fou
cault, en su obra, una práctica del pensam iento teórico
que no se separa de una búsqueda histórica».60
No es anecdótico, por ello, que sus trabajos se presen
ten como tales búsquedas históricas: el nacim iento de la
m edicina m oderna en el siglo xix, el nacim iento y m uerte
de las ciencias hum anas... La tesis de Foucault sobre la
historia debe buscarse en la m anera en que cuenta estos
nacim ientos y estas m uertes y cuál es el m odo de proce
der de ese contar, cuál su funcionam iento.
Nos encontram os, de este modo, ante la historia ge
nealógicam ente dirigida. Ya no se persigue reconstruir las
raíces de nuestra identidad ni reedificar el centro único
del que provenim os; esa prim era patria a la que ciertos
«pseudometafísicos» prom eten que volveremos. «No se
tra ta ya de juzgar nuestro pasado en nom bre de una ver
140
dad que únicam ente poseería nuestro presente; se trata de
arriesgar la destrucción del sujeto de conocim iento en la
voluntad, indefinidam ente desarrollada, del saber.»61 El
proceso «natural» de la arqueología ha quedado abierto
con ello a ám bitos que exigen una actividad genealógica:
«... las descripciones de la arqueología del saber se articu
lan sobre otras disciplinas y sacan a la luz el papel cientí
fico de instancias no científicas e incluso políticas: hacen
em erger los conceptos y sus cam pos y perm iten el análisis
de las form aciones sociales». «La arqueología es u n a m á
quina, pero una m áquina crítica que pone en cuestión
ciertas relaciones de poder.»62
Pero, a su vez, el proceso «personal» de Foucault acer
ca sus posiciones a otros ámbitos: «ideológicamente he
sido “historicista” y hegeliano hasta que leí a Nietzsche».
Él «es el que ha dado com o blanco esencial, digam os, al
discurso filosófico, la relación de poder».63
Tanto a través de la propia dinám ica de la arqueología
com o de las configuraciones del «texto-Foucault», el dis
curso «discurre» hacia espacios m enos lineales, progresi
vos e «históricos».
141
vas ni son sim plem ente regulares ni tales regularidades
son m eras com binaciones, dado que, po r un lado, tienen
el poder de form ar objetos y sujetos y, por otro, testim o
nian la existencia de un principio sistem ático de regula
ción. De ahí la preocupación de Foucault por lo que con
diciona, lim ita e institucionaliza las form aciones discur
sivas.
No es suficiente, por tanto, con subrayar el lugar que
las proposiciones ocupan en el seno de las form aciones
discursivas, sino que tal quehacer arqueológico ha de en
riquecerse con otro nivel com plem entario que deja apare
cer otros niveles de inteligibilidad y de diferenciación y
que no se satisface con aquella técnica. Ya desde El orden
del discurso las reglas de la arqueología se ven com ple
m entadas con la form ación efectiva del discurso por las
prácticas no discursivas, y en este sentido no ha de h a
blarse tanto de una transición de arqueología a genealo
gía cuanto de un reconocim iento de los límites de aquélla
que se verá enriquecida por la introducción com plem en
taria de la genealogía.
En este sentido se ha llegado a hablar65 de dos fases
en Foucault, una sem iestructural y otra postherm enéuti
ca. Si bien la prim era pretendería estudiar las teorías de
las ciencias hum anas bajo su aspecto de discurso-objeto,
describiendo en térm inos teóricos las reglas que rigen las
prácticas discursivas; la segunda buscaría en las teorías
de las ciencias hum anas, lo que las hace inteligibles, ni en
sistem a alguno de reglas de form ación o en un horizonte
colectivo de significación, sino que «se trata m ás bien de
ver ahora que las ciencias hum anas form an parte de un
conjunto m ás am plio de prácticas organizadas y estructu
rantes que contribuyen en gran m edida a ampliar». Hay,
por tanto, un cierto distanciam iento respecto del papel,
sin em bargo siem pre im portante, de la arqueología, en la
apuesta por un nuevo nivel de inteligibilidad en el que la
teoría, sin quedar ignorada, es leída asim ism o com o uno
de los com ponentes a través de los cuales operan las prác
ticas estructurantes.
E scribir la historia presente exige, por tanto, subrayar
142
I
que el discurso no puede ser com prendido sino en la m e
dida en que se integra en el proceso de desarrollo históri
co de la sociedad y encam a una form a de vida. E sta
orientación del análisis se concentra en un auténtico diag
nóstico de la situación presente, que pasa por la conside
ración de que nuestra atención ha de dirigirse al ám bito
en el que poder y saber se entrecruzan m odelando lo que
denom inam os individuo, sociedad y ciencias hum anas.
Diagnóstico es, para Foucault, un auténtico desciframien
to. La asociación de arqueología y genealogía nos condu
cen así a lo que ha sido denom inado «una analítica inter
pretativa de la situación presente».66
NOTAS
143
14. Foucault, M., L'archéologie du savoir, o.c., p. 167 (trad., p. 215).
15. Ibíd., id. (trad., p. 215).
16. Le Bon, S., «Un positiviste désespéré: M. Foucault», Les Temps
Modernes, 248, enero (1967) pp. 1.299-1.319 (trad. cast. en: Análisis de
Michel Foucault, Buenos Aires, Tiempo Contem poráneo, 1970, 272 pp.,
p. 113).
17. Foucault, M., L ’archéologie du savoir, o.c., p. 168 (trad., p. 217).
18. Foucault, M., Les m ots el les choses, o.c., p. 171 (trad., p. 158).
19. Le Bon, S., a.c., trad., p. 100.
20. Foucault, M., L ’archéologie du savoir, o.c., pp. 164-165 (trad., pp.
212-213).
21. Cfr. Foucault, M., «Réponse á une question», Esprit, 371, mayo
(1968), 860-864 (trad. cast. en: Dialéctica y libertad, Valencia, Fernando
Torres, 1976, 167 pp., pp. 24-26).
22. Lecourt, Dominique, Pour une critique de lepistémologie (Bache
lard, Canguilhem, Foucault), París, Fran^ois Maspero, 1972, 134 pp.,
p. 130 (trad. cast.: México, Siglo XXI, 1973, 130 pp., p. 126).
23. Lecourt, D., Dissidence ou révolnlion, París, Frangois Maspero,
1978, 99 pp., p. 77.
24. Foucault, M., «Vérité et pouvoir» (entrevista con M. Fontana),
L ’Arc, 70, especial, pp. 16-26 (trad. cast. en: Microfísica del poder, M a
drid, Las Ediciones de la Piqueta, 1978, 189 pp., pp. 181-182).
25. Foucault, M., L'archéologie du savoir, o.c., p. 197 (trad., pp. 253-
254).
26. Ibíd., pp. 225-226 (trad., p. 290).
27. Ibíd., pp. 227-228 (trad., pp. 292-293).
28. Ibíd., p. 215 (trad., pp. 276-277).
Rs ahora cuando puede com prenderse la valoración positiva de Fou
cault a trabajos com o el de Jacques Rouffié: «contiene análisis im portan
tes y form ulaciones claras de las cuestiones de una bio-historia, que no
será ya la historia u n itaria y mitológica de la especie hum ana a través
del tiempo, y una "bio-polftica”, que no sería la de las particiones, con
servaciones y jerarquías, sino la de la com unicación y el poliformismo».
Foucault, M., «Bio-histoire et bio-politique», Le Monde, 17-18 de octubre
(1976), 5.
29. Foucault, M., A verdade e as formas jurídicas, o.c., trad., p. 171.
30. Ibíd., trad., p. 19.
31. Cfr. Foucault, M., Nietzsche, Freud, Marx, París, Minuit, 1965,
Cahiers de Royaumont. Philosophie, 7 (trad. cast.: Barcelona, Anagrama,
1970, 58 pp., p. 32).
32. Foucault, M., «Nietzsche, la Genealogie, l’Histoire», en Hommage
á Jean Hyppolite, París, PUF, 1971, pp. 145-172 (trad. cast. en: Microfísi
ca del poder, o.c., p. 12). Cabría efectuar asim ism o el análisis del térm ino
Erfindung (invención) que m arca sus distancias tam bién respecto Urs-
prung.
33. Ibíd., trad., p. 15.
34. Foucault, M., «Curso del 7 de enero de 1976», en Microfísica del
poder, o.c., p. 131.
144
35. Foucault, M., «Nietzsche, la Genealogie, l’Histoire», en Hominage
á Jean Hyppolite, o.c., trad., p. 20.
36. D istanciam iento claro respectó de Urspriing en favor de Erfin-
dung. Foucault, M., A verdade e as formas jurídicas, o.c., liad-, p. 22.
37. Caruso, P., Conversazioni con Lévi-Strauss, Foucault y Latan, Mi
lán, U. M ursia & C„ 1969 (irad. cast.: Barcelona, Anagrama, 1969, 131
pp., p. 74).
38. Foucault, M., L'archéologie du savoir, o.c., p. 221 (trad., p. 285).
39. Ibíd., p. 269 (trad., p. 346).
40. Foucault, M., «Questions a Michel Foucault á propos de la Géo
graphíe», Herodote, i, prim er trim estre (1976), 71-85 (trad. cast.: «Pre
guntas a M. Foucault sobre la geografía», en Micro)(sica del poder, o.c.,
p. 113).
41. Descombes, V., Le mente et l'autre. Quarante-cinq ans de Philoso
phie frangaise (1933-1978), París, Minuit, 1979, 224 pp., p. 132.
42. Foucault, M., Entrevista en la ORTF, reproducida en Im Quinzai-
ne Littéraire, 46 (1968). (Clr. Piaget, J., El estructuralismo, Barcelona,
Oikos-Tau, 1974, 166 pp., p. 155.)
43. J. Proust y B. Balan, «Entretiens su r Foucault» (segunda entre
vista), La Pensée, 137, febrero (1968), 25 (trad. cast. en: «Coloquio sobre
Las palabras y las cosas», en Análisis de Michel Foucault, o.c., p. 187). En
carta de M. Foucault a J. Proust hace suyas en cierto modo las afirm a
ciones de éste, señalando al respecto: «Tus observaciones me han apasio
nado», en «Lettre a J. Proust: Á propos des "Entretiens su r Michel F ou
cault”», Ui Pensée, 139 (1968), pp. 114-117 (trad. cast. en: Análisis de
Michel Foucault, o.c., p. 209).
44. Foucault, M., Surveiller et punir, París, Gallimard, 1975, 318 pp.,
pp. 162-163 (trad. 3.“ ed., M adrid, Siglo XXI, 1978, 336 pp., p. 165).
45. Descombes, V., o.c., p. 135.
46. Lecourt, D., Pour une critique de l’épistémologie. (Bachelard, Can
guilhem, Foucault), o.c., p. 101 (trad., p. 100).
47. Cfr. Varela, Julia y Álvarez-Uría, Fernando, «Foucault frente a
Marx», Tiempo de Historia, 34, septiem bre (1977), 92.
48. Foucault, M., «Questions á Michel Foucault á propos de la Géo-
graphie», a.c., 71-85 (trad., pp. 122-123).
49. Varela, Julia y Álvarez-Uría, Fem ando, a.c., 93.
50. Foucault, M., «Vérité et pouvoir», a.c., trad., p. 181.
51. Foucault, M., «Questions á Michel Foucault a propos de la Géo-
graphie», a.c., trad., pp. 117-118.
52. Varela, Julia y Álvarez-Uría, Fem ando, a.c., 97.
53. Cacciari, Massimo, «Poder, teoría y deseo», El Viejo Topo, 29,
febrero (1979), 24.
54. Revault D’Allonnes, O., «Michel Foucault: Les m ots contre les
choses», Raison Présenle, 2, febrero-abril (1967) (trad. cast. en: Análisis
de Michel Foucault, o.c., p. 47).
55. Cotten, J.-P., «La vérité en procés (á propos de quelques pages de
Foucault)», La Pensée, 202, noviem bre-diciem bre (1978), 83.
56. Foucault, M., «Entretien sur la prison: le livre et sa méthode»
145
(Dossier Michel Foucault), Le Magazine Littéraire, 101, junio (1975), 33
(trad. cast. en: Microfisica del poder, o.c., p. 100).
57. Varela, J. y Alvarez-Uría, F., a.c., 96.
58. Relia, Franco, II mito dell'altro. Lacan, Deleuze, Foucault, Milán,
Feltrinelli, 1978, 67 pp., p. 66.
59. Varela, J. y Álvarez-Uría, F., a.c., 103.
60. Cotten, J.-P., a.c., 83.
61. Foucault, M., «Nietzsche, la Genéalogie, l’Histoire», a.c., trad.,
p. 29.
62. K rem er Marietti, A., Foucault et l ’archéologie du savoir, París,
Seghers, 1974, 244 pp., p. 7, y Foucault, M., A verdade e as formas jurídi
cas, o.c., trad., p. 172.
63. Foucault, M., en: Caniso, P., o.c., y en Foucault, M., «Entretien
sur la prison: Le livre et sa mélhode», a.c., 33 (trad., p. 101).
64. Foucault, M., L’ archéologie du savoir, o.c., p. 183 (trad., p. 235).
65. Cfr. Dreyfus, H. y Rabinow, P., Michel Foucault. Beyond Struciu-
ralism and Hermeneutics (con un epílogo de M. Foucault), 2." ed., Chica
go, The Universitv of Chicago Press, 1983, pp. 102 ss.
66. Ibíd., p. 124.
146
6
EL SABER Y LA VERDAD:
PARA UNA GENEALOGÍA DEL PODER
147
función conjurar los poderes y peligros, dom inar el acon
tecim iento aleatorio y esquivar su pesada m aterialidad».3
Aún el planteam iento presenta serias lagunas, pero sin
duda se ha producido un desplazam iento. La respuesta es
todavía inadecuada, pero la pregunta es ya legítim a (la
articulación de los hechos del discurso sobre los m ecanis
mos de poder). Se expresa de este modo el carácter de
«transición» al que responde el texto:
«Hasta ese m om ento m e parece que aceptaba la con
cepción tradicional del poder, el poder com o m ecanism o
esencialm ente jurídico, lo que dice la ley, lo que prohíbe,
lo que dice no, con toda una letanía de efectos negativos:
exclusión, rechazo, barrera, negaciones, ocultaciones, etc.
Ahora bien, considero inadecuada esta concepción [...].
De modo que abandonaría gustoso todo aquello que en el
“Orden del discurso” puede presentar las relaciones de
poder y el discurso como m ecanism os negativos de rare
facción.»4
El año 1970 encuentra a Foucault en unas condiciones
teóricam ente expectantes. Baste señalar que L ’archéologie
du savoir (1969) no había sentido aún el im pacto del
Mayo de 1968 —la «contestation» ya no será unidireccio
nal, sino puntual— y tenía bastante con afrontar la ava
lancha de textos que desencadenó Les muís et les chases
(1966). La lectura sistem ática de Nietzsche (1964-1968)
convulsiona sus planteam ientos m ás allá de la irrupción
exitosa de la palabra'«genealogía». Por otra parte, su p ar
ticipación junto a P. Vidal-Naquet y J.M. Dom enach, en la
fundación del GIP (Grupo de Inform ación de Prisiones)
expresa y a la par incide en la plurificación de los m árge
nes (dar la palabra al discurso será ahora darla a un dis
curso definido).
Se reinicia de este modo un proceso que culm inará en
1975 con la publicación de Surveiller et punir. La perspec
tiva abierta p o r la pregunta: «¿Qué hay de peligroso en el
hecho de que las gentes hablen y de que sus discursos
proliferen indefinidam ente?»5 conducirá, a lo largo de
cinco años de un trabajo m inucioso, serio y, en principio,
poco espectacular, a la conquista de las condiciones de
148
enunciación para plantear el problem a del saber y del po
der. Sin tra ta r de establecer una ruptura con su labor pre
cedente —com o ya venimos señalando— no cabe ignorar
la em ergencia de un discurso en cierto sentido «nuevo».
En este contexto cabe entender que Michel Foucault de
clare de Surveiller et punir: «es mi prim er libro».6
Sin tra tar de sacar excesivas consecuencias de tal afir
mación, no cabe ignorar que, en alguna m edida, su publi
cación «reedita» todo lo escrito hasta entonces por Fou
cault, desde la perspectiva ofrecida por los logros del m i
nucioso —y en equipo—7 trabajo del Collége. De ahí que
se haya señalado que, si en su m om ento fue considerada
«L’archéologie du savoir com o un ejercicio de relectura de
sus tres textos anteriores, Surveiller et punir es, en una
parte im portante [...], un ejercicio de reescritura».8
Previam ente, las conferencias dictadas en m ayo de
1973 en la Pontificia Universidade Católica do Rio de Ja
neiro9 configuran lo que vendría a constituir un auténtico
«borrador» de S u n ’eiller et punir. La influencia clara de
Anti-Oedipe de Deleuze y G uattari se m anifiesta en una
lectura en clave histórica del poder-saber (lo que psico-
analíticam ente era leído en térm inos de deseo-naturaleza)
y m arca la pauta de lo que ya será la «dedicación de Fou
cault» .
149
m iento, sino aquello a través de lo cual se form an los su
jetos de conocim iento y, en consecuencia, las relaciones
de verdad».11
En esta perspectiva se sitúa Surveiller et punir a fin de
m ostrar hasta qué punto, «bajo el conocim iento de los
hom bres y bajo la hum anidad de los castigos, se reencuen
tran un cierto asedio disciplinario de los cuerpos, una for
m a mixto de sumisión y objetivación, un mismo poder-sa
ber».12 El «pretencioso» —posible— título general con el
que iniciamos el apartado queda concretado con un nuevo
rostro: «¿Puede hacerse la genealogía de la moral m oderna
a partir de una historia política de los cuerpos?».13
Conviene señalar desde un prim er m om ento que care
cería de sentido para Foucault pensar que en nuestra so
ciedad el poder ha negado el cuerpo en favor de la espiri
tualidad, del alma, de la conciencia. En electo, nada más
m aterial y más físico que el ejercicio del poder.
El cuerpo se presenta como objeto y blanco del poder.
Pero no se le trata en masa, como si fuera una unidad
indisoluble, sino que se trabaja en sus partes, se ejerce so
bre él una coerción débil y se aseguran presas al nivel mis
mo de los movimientos, gestos, actitudes, rapidez, etc. En
una palabra, poder infinitesimal sobre un cuerpo activo.
Este control sobre el cuerpo atraviesa, sin embargo,
una serie de m om entos y adopta un conjunto de aptitudes
y form as encam inadas a ofrecer un resultado sutil en el
que paulatinam ente desaparece, no ya el detentador del
poder, sino incluso el agente mismo, en un recorrido que
culm inará en el encuentro e identificación en el propio
«lugar-cuerpo» del controlador y controlado.
El ejercicio del poder sobre el cuerpo no ha seguido
los m ism os m edios ni ha pretendido los m ism os objetivos
a lo largo de las distintas épocas. Este desplazam iento de
objeto y estas m odificaciones se ven claram ente ejemplifi
cadas en el análisis del proceso penal. Si exam inam os las
prácticas punitivas anteriores al siglo XVIII, nos aparece el
cuerpo físico com o blanco absoluto de la represión pe
nal. La tortura, el suplicio y la m uerte son las form as fre
cuentes de castigo. Sin em bargo, la penalidad m oderna
150
reorienta esta anterior disposición. «Las prácticas puniti
vas se han vuelto públicas, no tocar va el cuerpo o lo
m enos posible en todo caso, y eso para herir en él, algo
que no es el cuerpo m ism o [...]. El castigo ha pasado de
un arte de las sensaciones insoportables a u n a econom ía
de los derechos suspendidos. Como efecto de esta nueva
circunspección, un ejército entero de técnicos h a venido a
relevar al verdugo, anatom ista inm ediato del sufrim iento:
los vigilantes, los m édicos, los capellanes, los psiquiatras,
los psicólogos.»14
Con ello, la penalidad m oderna busca una m ayor h u
m anidad en los castigos, bajo la cual se encuentra cierto
dom inio disciplinario de los cuerpos, una form a m ixta de
conocim iento y objetivación. Y el m odo específico de su
jetar a los hom bres da lugar al nacim iento del hombre
com o objeto del saber con estatuto científico.
De este modo, «estas m odificaciones van acom paña
das de un desplazam iento en el objeto m ism o de la opera
ción punitiva. ¿Disminución de intensidad? Quizá. Cam
bio de objetivo indudablemente... A la expiación que causa
estragos en el cuerpo debe suceder un castigo que actúe
en profundidad sobre el corazón, el pensam iento, la vo
luntad, las disposiciones».'5
R ealm ente lo que ha ocurrido ha sido un cam bio de
los procedim ientos punitivos por u n a técnica penitencia
ria, es decir, po r procedim ientos disciplinarios. Estos
perm iten u n a coacción ininterrum pida, constante, un
control m inucioso de las operaciones del cuerpo y le im
ponen u n a relación de docilidad-utilidad. Son u n a m ulti
plicidad de procesos. Técnicas m inuciosas siem pre; con
frecuencia, ínfim as; pero que tienen su im portancia,
puesto que definen cierto m odo de adscripción política y
detallada del cuerpo, una m icrofísica del poder nueva.
Pequeños ardides dotados de un gran poder de difusión,
acondicionam ientos sutiles, de apariencia inocente pero
en extrem o sospechosos, dispositivos que obedecen a in
confesables econom ías, o que persiguen coerciones sin
grandeza, son, sin em bargo, los que han provocado la
m utación del régim en punitivo en el u m bral de la época
151
contem poránea... La disciplina es una anatom opolítica
del d etalle.'6
La genealogía se constituye así como una tecnología
política, como física y m icrofísica del poder; es, en ese
sentido, «anatomía» de dicho poder.17 Cobra vigencia con
ello la configuración de un «tratam iento» respecto al
cuerpo social, económ ico y político, cuya «función será ya
no castigar las infracciones de los individuos, sino corre
gir sus virtualidades».18 La «mirada» —aquella m irada clí
nica— es ahora «panóptica»: «Ojo perfecto al cual nada
se sustrae y centro hacia el cual están vueltas todas las
m iradas».19 Se construye a su través todo un espacio de
«ortopedia social». El panóptico produce una perspectiva
original. Ya no hay indagación, sino vigilancia perm anen
te por quien detenta un poder, que, al ejercerlo, «tiene la
posibilidad no sólo de vigilar, sino tam bién de construir
u n saber sobre aquéllos a los que vigila».20
Pero poco a poco la vigilancia en su versión física, in
m ediata, pierde progresivam ente el espacio en las institu
ciones de control. Ha dejado paso a la visión m ediatizada
por la palabra, a la observación sim bólica a través del dis
curso técnico. «Esta sim bolización de la vigilancia, susti
tución del vigilante por su representación, tiene dos efec
tos inm ediatos que se perciben ya en el panóptico: El
prim ero es el de escam otear el vigilante a los ojos del vigi
lado. El segundo perm ite que el vigilante, u n a vez sim bo
lizado, se instale en la conciencia del vigilado.»21
Ya no es una persona, sino una presencia tentacular.
El espacio «vigilado» lo es tam bién de trabajo, de instruc
ción, de ocio, de afectos. No sólo observa, sino que provo
ca: surte efectos.
Es, adem ás, una m irada sin ojo. Ya no será una m ira
da que recluye, com o la del siglo XVIII, dirigida esencial
m ente a excluir a los m arginales o reforzar la m arginali-
dad. Será una m irada de secuestro —la del siglo XIX—
cuya finalidad es la inclusión y la norm alización.22
Es ahora cuando se com prende el carácter simbólico,
ejem plar, de todas estas instituciones de secuestro crea
das en el siglo XIX. Y es asim ism o cuando la prisión pasa
152
a ser parte de la sociedad; su im agen invertida, una im a
gen transform ada en am enaza. Así, m ientras aquélla se
libera de ser tal ya que se asem eja al resto de dichas insti
tuciones, al m ism o tiem po las absuelve porque se presen
ta únicam ente para quienes com etieron una falta. De este
modo, la prisión se incluye de hecho en la pirám ide de
los panoptism os sociales.
Aquel poder que recluía, ahora secuestra... normaliza.
Su presencia en una red de instituciones le otorga una
configuración capilar, microscópica...; cuya eficacia —no
sólo política— es tal que hace del tiem po y el cuerpo de
los hom bres fuerza productiva. En este sentido, para que
haya plus-ganancias se precisa un subpoder; éste, al en
trar en funcionam iento, provoca el nacim iento de una se
rie de saberes —saber del individuo, de la norm alización,
saber correctivo—. Estos saberes y estos poderes están
firm em ente arraigados, no sólo en la existencia de los
hom bres, sino tam bién en la relaciones de producción.23
Con ello se m anifiesta en qué m edida «un m odo espe
cífico de sujeción ha podido dar nacim iento al hom bre
com o objeto de saber para un discurso con estatuto cien
tífico».24 Más concretam ente se establece en qué m edida
la apropiación política de los cuerpos p o r un sistem a dis
ciplinario es previa a su utilización económica. Así, «el
cuerpo no deviene fuerza útil m ás que si es a la vez cuer
po productivo y cuerpo som etido».25
Y es ahora cuando el problem a queda centrado en su
dim ensión «positiva»: «la historia de la penalidad, del en
carcelam iento, es m ucho m enos una historia del castigo
que la del saber sobre el hom bre» .26
153
ferm edad y, en últim o térm ino, definimos al anorm al. El
hom bre se encuentra en condiciones que suprim en efecti
vam ente su libertad y que lo aíslan, poniendo continua
m ente en conflicto su idea como algo unitario, al situarlo
en una sociedad no hecha a la m edida del hom bre real,
abstracta en relación al hom bre concreto. El enfermo
m ental es la apoteosis de ese conflicto. «Si se ha hecho de
la alienación psicológica la consecuencia últim a de la en
ferm edad es para no ver la enferm edad en lo que real
m ente es: la consecuencia de las condiciones sociales en
las que el hom bre está históricam ente alienado.»27
Desde esta perspectiva, para Foucault la enferm edad
está constituida por la m ism a tram a funcional que la
adaptación normal, haciendo posible lo anorm al y funda
m entándolo. «Por lo tanto, tra tar de definir la enferm edad
a p artir de una distribución de lo norm al y lo anorm al es
invertir los térm inos del problem a: es hacer una condi
ción de una consecuencia, con la finalidad, sin duda im
plícita, de ocultar la alienación como verdadera condición
de la enferm edad.»28
Queda claro, por tanto, que debem os encontrar la cau
sa prim era de dicha enferm edad en un conflicto del m e
dio hum ano y que lo m ás característico de ella es ser pre
cisam ente una reacción de defensa generalizada ante ese
conflicto. Por ello, no hay curación posible cuando se
irrealizan las relaciones del individuo y su medio; sólo es
curación la que produce nuevas relaciones con tal medio.
Q uerer desligarlo de sus condiciones de existencia es de
sear m antenerlo en su condición de alienado.
En esta m ism a m edida, no sólo todos som os enfer
mos, sino que tal vez se reproduce, se expresa, u n idénti
co proceso al de la sinrazón. «La locura form ará parte en
lo sucesivo de nuestra relación con los otros y con noso
tros m ism os, del m ism o m odo que el orden psiquiátrico
atraviesa nuestras condiciones cotidianas de existencia.»29
La sinrazón no se encuentra ya com o presencia furtiva
del otro m undo, sino aquí, en la transcendencia naciente
de todo acto de expresión. «Ya no lleva esos rostros extra
ños [...] sino la m áscara inprescindible de lo fam iliar y de
154
lo idéntico. La sinrazón es al m ism o tiem po el m ism o
m undo y el m undo m ism o, separado de él sólo por la
delgada superficie de la pantom im a; sus poderes no son
ya de desplazam iento; ya no tiene el don de hacer surgir
lo que es radicalm ente extraño, sino de hacer girar al
m undo en el círculo del m ism o.»30
Si se trata de realizar la arqueología de la enfermedad,
el m om ento en el cual «el mal», «lo contranatura», «la
muerte»... todo ese fondo negro que emerge a la luz, ello
se efectúa en el espacio profundo, visible y sólido, cerrado
pero accesible del cuerpo hum ano. Así, «la enfermedad...
se hace aparente en el cuerpo. Allí encuentra un espacio
cuya configuración es del todo diferente: es éste, concre
to, de la percepción. Sus leyes definen la form a visible
que tom a el mal en el organism o enfermo: la m anera en
la cual se reparte, se m anifiesta, progresa, alterando los
sólidos, los m ovim ientos o las funciones, provoca lesiones
visibles en la autopsia, suelta en un punto u otro el juego
de los síntom as, provoca reacciones, y con ello se orienta
hacia un resultado fatal y favorable. Se trata de estas figu
ras com pletas y derivadas por las cuales la esencia de la
enferm edad... se articula en el volum en espeso y denso
del organism o y tom a cuerpo en él».31
La m irada del m édico no se ha dirigido inicialm ente a
ese cuerpo concreto, a esa plenitud positiva que está fren
te a él, sino a intervalos de naturaleza, a lagunas y distan
cias. Con ellos elabora un cuadro y le da cuerpo.
Esto explica el que «para nuestros ojos ya gastados el
cuerpo define, por derecho de naturaleza, el espacio de
origen y la repartición de la enferm edad: espacio cuyas
líneas, cuyos volúmenes, superficies y cam inos están fija
dos, según una geom etría ahora lam iliar, po r el atlas an a
tómico. Este orden del cuerpo sólido y visible no es, sin
embargo, m ás que una de las m aneras p ara la m edicina
de espacializar la enferm edad. Ni la prim era indudable
m ente, ni la m ás fundam ental».32
De este m odo la m irada no es ya reductora, sino fun
dadora del individuo en su calidad irreductible. Por eso es
posible organizar alrededor de él un lenguaje racional.
155
«Em parejam iento simple, sin concepto, de una m irada y
de un rostro, de una ojeada y de un cuerpo m udo, especie
de contacto pr evio a todo discurso libre de los em barazos
del lenguaje, por el cual dos individuos vivos están enjau
lados en una situación com ún pero no recíproca.»33
Y aquí tam bién, como en el panóptico, la propia m ira
da m édica vigilante que espacializa la enferm edad en un
cuerpo, es asim ism o espacio de localización y configura
ción y, por tanto, vigilada. Vigilante, vigilado.
Se trata de un cuerpo-región en el que las cosas y las
palabras no están ya —m ejor, aún— separadas, «allá don
de aún se pertenecen, al nivel del lenguaje», «espacio lleno
en el hueco del cual el lenguaje tom a su volumen y su
m edida».34 El cuerpo restablece así la alianza tal vez ja
m ás establecida. Se nos rem ite de este m odo a un queha
cer cuasi-inaugural en el que lo configurador de un espa
cio queda en él configurado, constituyendo en dicho es
pacio un cierto m undo. Esta «nueva alianza que hace ver
y decir» propicia u n a suerte de discurso ingenuo. Ingenuo,
quizás, en tanto pretende decir algo distinto de cuanto ese
cuerpo como tal da al decir. Ingenuo, tal vez, porque
atento al «contenido coloreado de la experiencia» se lim i
ta a «decir lo que se ve».35 Pero ingenuo, asim ism o, con
todo el alcance inaugural de una alianza intensa y densa,
«como si se tratara de un regreso a u n a m irada al fin
m atinal»;36 con expresión de aliento heideggeriano Fou
cault trata de m ostrar que nos situam os en un nivel origi
nario. No se lim ita a dichos que dicen lo que se ve, sino
que este cuerpo que abre el lenguaje a todo un dom inio
nuevo, no sólo perpetúa la relación de lo visible y de lo
enunciable, sino que funda y constituye la m ism a expe
riencia, al «dar al decir lo que se ve».37
Queda con ello recreado todo un ám bito en la aten
ción ajustada al lenguaje que abre el nuevo dom inio. Es el
propio cuerpo, en cierto m odo único, el que pretendiendo
ser recogido y descrito en un lenguaje es finalm ente des
cubierto; y lo que era un m ero intento de form ulación
pasa a ser al m ism o tiem po gesto —gesto de descubri
m iento—. Ya no hay una noche más allá del cuerpo-re
156
gión, ni el mal, ni la enferm edad, ni la m uerte encuentran
ya otro asiento.38 En el descubrim iento quedan patentes
los límites de este lenguaje que se confirm a como único
en la finitud del propio cuerpo, que discurre en la confir
m ación de la experiencia de la individualidad vinculada a
la m uerte. Precisam ente el «descubrim iento im plicaba a
su vez com o cam po de origen y de m anifestación de la
verdad, el espacio discursivo del cadáver».39
Por otra parte, Foucault analiza la imbricación del po
der de un modo m ás dispositivo en La volonté de savoir40
La pregunta es ahora acerca del sexo: «¿A qué se debe el
que se haya considerado como un lugar privilegiado donde
se lee, donde se dice nuestra verdad profunda? [...] El sexo
ha sido siempre el núcleo donde se anuda, a la vez que el
devenir de nuestra especie, nuestra “verdad” de sujetos hu
manos».41 Se tratará en concreto, y según sus propias pala
bras, de «analizar la formación de cierto tipo de saber so
bre el sexo en térm inos de poder y no de represión o de
ley»,42 de dar con «el esquem a de las modificaciones que
las relaciones de fuerza por su propio juego implican».43
Ha habido desde su punto de vista una exhortación a
decirlo todo, a confesarlo, a producirlo. Evidentem ente no
niega que el sexo haya sido prohibido, tachado, enm asca
rado o ignorado, pero sería un error constituir ese dato
en el elem ento fundam ental desde el cual entender cuanto
se ha dicho del sexo desde la época clásica. Incluso los
elem entos negativos —rechazos, censuras, prohibicio
nes—, que se reagrupan en el gran m ecanism o central de
la hipótesis represiva y que podrían conducirnos a otor
garles un desm esurado protagonism o, no son sino piezas
con un papel local y táctico en una técnica de poder, en
una voluntad de saber. Form an parte al m ism o tiem po de
u na econom ía com pleja donde figuran al lado de las inci
taciones, las m anifestaciones y las valoraciones.
El sexo se ha convertido en algo que debe ser dicho y
dicho exhaustivamente. Los «discursos sobre el sexo no se
han multiplicado fuera del poder o contra él, sino en el
lugar mismo donde se ejercía y como medio de su ejerci
cio; en todas partes fueron preparadas incitaciones a ha
157
blar, en todas partes dispositivos para escuchar y registrar,
procedimientos para observar, interrogar y formular. [...]
Se trata menos de “un” discurso sobre el sexo que de una
multiplicidad de discursos producidos por toda una serie
de equipos que funcionan en instituciones diferentes».44
De este m odo el proyecto de una genealogía de la
«ciencia del sexo» m arca el carácter, no inhibidor, sino
constitutivo de este dom inio complejo que es la sexuali
dad. Genealogía en térm inos positivos a p artir de las inci
taciones, focos, técnicas y procedim ientos que han perm i
tido la form ación de ese saber 45
En este contexto, Foucault señala que el siglo XIX y el
actual son la edad de la m ultiplicación, de la incitación de
heterogeneidades sexuales. En ellos se produce una dis
persión de las sexualidades y u na im plantación de las per
versiones. Com ienzan a salir a la luz toda una gam a de
m odalidades periféricas, m uchas especies de pequeños
perversos que los psiquiatras entom ologizan. Las rarezas
del sexo pasan a depender de la m edicina y de lo patoló
gico, y es de esta m anera como debem os buscarlas en
nuestro cuerpo, «sorprenderlas en el fondo de nuestro or
ganism o o en la superficie de Ja piel». En apariencia, este
fenóm eno se trata de un dispositivo de contención, m ien
tras que en realidad, por m edio de él, el poder avanza,
m ultiplica sus electos, penetra en lo real y lo subdivide.
«La m ecánica del poder que persigue toda esa disparidad
no pretende suprim irla sino dándole una realidad analíti
ca, visible y perm anente: la hunde en los cuerpos, la desli
za btijo las conductas, la convierte en principio de clasifi
cación y de inteligibilidad, la constituye en razón de ser y
orden natural del desorden. ¿Exclusión de las mil sexuali
dades aberrantes? No. E n cambio, especificación, solidifi
cación regional de cada una de ellas. Al disem inarlas se
trata de sem brarlas en lo real m ism o y de incorporarlas al
individuo.»46
M ediante este proceso va explicitándose la construc
ción del saber a través de los efectos positivos de este
poder: «el sexo no ha sido únicam ente una cuestión de
sensación y de placer, de ley o de interdicción, sino tam
158
bién de verdad o falsedad; que la verdad del sexo haya
llegado a ser algo esencial, útil o peligroso, precioso o te
mible; en sum a, que el sexo haya sido constituido com o
una apuesta en el juego de la verdad».47
B asta lo señalado hasta aquí p ara destacar el carácter
no m eram ente reactivo de la sexualidad respecto a un po
der que intentara dom inarla, sino que funciona precisa
m ente com o uno de los elem entos que, dentro de dichas
relaciones de poder, está dotado de m ayor instrum entali-
dad: utilizable p ara el m ayor núm ero de m aniobras y ca
paz de servir de apoyo a las m ás variadas estrategias. Se
gún las propias palabras de Foucault, sexualidad «es el
nom bre que se puede dar a un dispositivo histórico: no a
una realidad por debajo de la cual se ejercerían difíciles
apresam ientos, sino una gran red de superficie, donde la
estim ulación de los placeres, la incitación a los discursos,
la form ación de conocim ientos, el refuerzo de los contro
les y resistencias se encadenan unos con otros según
grandes estrategias de saber y de poder» 48
Incluso habría de cuestionarse esa realidad etérea que
es el sexo, que históricam ente se form a en el interior del
dispositivo de sexualidad. A lo largo del siglo xix, y p ara
lelamente a la form ación de éste, vemos elaborarse la idea
de que existe algo m ás que los cuerpos, las localizaciones
som áticas, las funciones, las sensaciones y los placeres,
algo m ás y algo diferente, algo dotado de propiedades in
trínsecas y leyes propias: el sexo. «El sexo ha m uerto, su
m andato no procede de una im pulsión instintiva residen
te en la interioridad personal, sino de una com pulsión so
cial residente en la exterioridad im personal.»49
Sirva esta experiencia genealógica com o referencia a
partir de la cual delim itar el procedim iento que Foucault
propone para sus trabajos, desde la perspectiva de que la
historia de la verdad no se form a únicam ente «en» «o» a
p artir de la historia de las ciencias, sino que «hay otros
sitios en los que se form a la verdad, allí donde se definen
un cierto núm ero de reglas de juego, a partir de las cuales
vemos nacer ciertas form as de subjetividad, dom inios de
objeto, tipos de saber».50
159
Sería erróneo, po r tanto, considerar que la sexualidad
no es sino el efecto de una instancia llam ada sexo. Es
precisam ente a través del sexo —el elem ento m ás especu
lativo, m ás ideal y m ás interior— como el poder organiza
su apoderam iento de los cuerpos, sus fuerzas, sus ener
gías, sus sensaciones y sus placeres.
160
Dicha necesidad teórica obliga a cuestionar los si
guientes postulados:
161
univocidad, pero con un tipo original de continuidad po
sible. »
Se perfila de este m odo el poder como «la m ultiplici
dad de las relaciones de fuerza inm anentes y propias del
dom inio en que se ejercen, y que son constitutivas de su
organización; el juego, por m edio de luchas y enfrenta
m ientos incesantes, las transform an, las refuerzan, las in
vierte; los apoyos que dichas relaciones de fuerza encuen
tran las unas en las otras, de m odo que form en cadena o
sistema, o, al contrario, los corrim ientos, las contradiccio
nes que aíslan a unas de otras; las estrategias, por último,
que las tornan efectivas, y cuyo dibujo general o cristali
zación institucional tom a form a en los aparatos estatales,
en la form ulación de la ley, en las hegemonías sociales».56
2. Postulado de la localización (el poder sería poder de
Estado, estaría localizado en un aparato de Estado, hasta
el punto de que los poderes «privados» no tendrían sino
una aparente dispersión). Foucault m uestra, po r el con
trario, que el Estado aparece incluso como un efecto de
conjunto o resultante de una m ultiplicidad de m ecanis
mos y focos que se sitúan a un nivel com pletam ente dife
rente y que constituyen por cuenta propia «microfísica
del poder».
Se trata de dar con lo que puede haber de m ás «ocul
to» en estas instancias «en sus extrem idades, en sus confi
nes últimos, allí donde se vuelve capilar, de asirlo en sus
form as e instituciones m ás regionales, m ás locales, saltan
do po r encim a de las reglas de derecho que lo organizan
y lo delim itan».57 Todo ello p ara recobrarlo posteriorm en
te justo en las infraestructuras económ icas y seguirlo en
sus form as no solam ente de Estado, sino infraestatales o
paraestatales, y reconocerlo en su juego m aterial. «El po
der no está localizado en el aparato de Estado, y nada
cam biará en la sociedad si no se transform an los m eca
nism os de poder que funcionan fuera de los aparatos de
Estado, por debajo de ellos, a su lado, de u n a m anera
m ás m inuciosa, cotidiana.»58
De ah í que Foucault subraye que en las sociedades
m odernas el carácter disciplinario no puede identificarse
162
sim plem ente con la instancia de u n a institución o un
aparato, precisam ente porque es una form a de poder, una
tecnología que atraviesa todo tipo de aparatos e institu
ciones, para religarlas, protegerlas, hacerlas converger,
hacerlas ejercer de un m odo nuevo. La disciplina penetra
así en el «detalle» del cam po social «autonom izándose».
Ello com porta una concepción del espacio social tan su-
gerente com o la de los espacios físicos o m atem áticos ac
tuales, lejos de una localización puntual.
3. Postulado de la subordinación (el poder encarnado
en un aparato de Estado estaría subordinado a un modo
de producción como a una infraestructura). Foucault, a
pesar de considerar que, efectivamente, es posible hallar
correspondencias m ás o m enos estrictas entre un m odo
de producción que plantea unas necesidades y u n a serie
de m ecanism os que se ofrecen com o solución, sin em bar
go, estim a que es difícil sostener una determ inación eco
nóm ica com o «última instancia», incluso dotando a la su
perestructura de «capacidad de reacción».
Los m ecanism os de poder actúan ya incluso desde el
«interior» m ism o de los cuerpos, influyendo en todo el
cam po económico, en las fuerzas productivas y en las re
laciones de producción. No tiene sentido, p o r tanto, ha
blar del poder como una m era sobreestructura. Toda eco
nom ía supone unos m ecanism os de poder inm iscuidos en
ella.
Se perfilan una serie de características del poder tales
como la inm anencia de su cam po (sin unificación tra s
cendente), la continuidad de su línea (sin una centraliza
ción global), la continuidad de sus segm entos (sin totali
zación distinta): «espacio serial». Y de ahí que la propues
ta teórica de Foucault sea clara: consistiría en abandonar
el m odelo del espacio piram idal trascendente por el de un
espacio inm anente hecho de segmentos. Es m ás bien el
abandono de dicho m odelo pero en la im agen definitiva,
por cuanto la figura piram idal subsiste pero con una fun
ción difusa y repartida en todas sus superficies.
4. Postulado del modo de acción (el poder obraría m e
diante represión e ideología). Éstas no son sino lím ites
163
extremos del poder que en ningún modo se contenta con
im pedir y excluir, o hacer creer y ocultar. «Hay que cesar
de describir siem pre los efectos de poder en térm inos ne
gativos: reprim e, rechaza, censura, abstrae, disimula,
oculta. De hecho el poder produce lo real; produce ám bi
tos de objetos y rituales de verdad.»59 La teoría que define
al poder en térm inos negativos supone que los efectos son
homogéneos en cada lugar donde interviene, reproducién
dose de form a análoga en las instituciones: lo identifica
con un curso de la prohibición.
Conviene destacar, con todo, la distancia de Foucault
respecto a las perspectivas que califica de m arxista y pa-
ram arxista. Se siente alejado de quienes privilegian la
ideología suponiéndola siem pre un sujeto hum ano cuyo
modelo habría sido proporcionado por la filosofía clásica
y estaría dotado de una conciencia en la que el poder ven
dría a am pararse. Subraya, sobre todo, su desm arque «de
los param arxistas, com o M arcuse, que da a la noción de
represión un papel exagerado, ya que si el poder no tuvie
se por función m ás que reprim ir, si no trabajase m ás que
según e) modelo de la censura, de la exclusión, de los obs
táculos, de la represión, a la m anera de un gran super-
ego, si no se ejerciese m ás que de una form a negativa,
sería muy frágil. Si es fuerte es debido a que produce
efectos positivos en cuanto al deseo —esto com ienza a
conocerse— y tam bién al saber. El poder, lejos de estor
bar el saber, lo produce».60
Más allá de cuanto pudiera haber de «ajustado» en la
valoración de Foucault, conviene destacar los efectos
constructivos de su propio discurso: «las relaciones de po
der, son, p o r encim a de todo, productivas».61
D estacam os este aspecto organizacional del poder, su
capacidad de «producir lo real». Foucault asociará el pro
ceso en la sociedad actual a la «normalización» (ese tér
m ino «disciplinario»), que no cabe identificar sin m ás con
la represión o la ideología.
5. Postulado de la legalidad (el poder de E stado se ex
presaría en la ley —estado de paz im puesta a las fuerzas
brutas, o resultado de una lucha ganada por los m ás fuer
164
tes— que se opone a la ilegalidad —que se define por ex
clusión—. La revolución sería la im plantación de una
nueva legalidad). Foucault subraya, sin em bargo, la nece
sidad de los «ilegalismos» p ara la ley, que ella diferencia
formali zándolos.
Desde su punto de vista sólo una ficción puede hacer
creer que las leyes han sido hechas para ser respetadas, la
policía y los tribunales destinados a hacerlas respetar.
Sólo una ficción teórica puede hacer creer que nos hem os
suscrito de una vez por todas a las leyes de la sociedad a
la que pertenecem os. Todo el m undo sabe, asim ism o, que
las leyes están hechas por los unos e im puestas a los
otros.62 Pero para Foucault esto no es aún suficiente.
Se trataría de ir un paso m ás allá y considerar que el
«ilegalismo» no es un accidente, una im perfección m ás o
m enos inevitable. Es un elem ento absolutam ente positivo
de funcionam iento social cuyo rol está previsto en la es
trategia general de la sociedad. Todo dispositivo legislati
vo ha acondicionado espacios protegidos y provechosos
donde la ley puede ser violada, otros en los que cabe ser
ignorada, otros, en fin, donde las infracciones son sancio
nadas... La ley no está hecha para im pedir tal o cual com
portam iento, sino para diferenciar las m aneras de eludir
dicha ley.63
Es desde esta perspectiva desde la que cabe valorar
los cam bios de la ley a lo largo del siglo XVHí com o una
nueva distribución de los «ilegalismos» y no solam ente
porque las infracciones tienden a cam biar de naturaleza,
sino porque los poderes disciplinarios reco rtan y form a
lizan de otro m odo esas infracciones, definiendo u n a
m odalidad original, d enom inada «delincuencia», que
perm ite u n a nueva diferenciación, un nuevo control de
los «ilegalismos». La ley es, po r ello, m ás el ejercicio de
u n a serie de estrategias —la guerra y la estrategia m is
m a— que la delim itación de los resultados en un estado
de paz.
165
m odo imprevisibles. Pero, en cualquier caso, se delim ita
una vía de acceso a una serie de problem as teóricos de
singular im portancia. La propuesta de Foucault se centra
en tres aspectos: frente a una localización de poder en el
Estado y en sus aparatos, una m ultiplicidad de relaciones
de fuerza; frente a su subordinación a la instancia econó
mica, su integración en el m odo de producción; y, frente
a un poder que ofrecería un nivel de conocim iento exclu
sivamente ideológico, un poder que produce lo real, favo
rece y estim ula ciertas prácticas.
Ello rom pe con una tradición: aquélla según la cual
«desde que se toca el poder se cesa de saber: el poder
vuelve loco, los que gobiernan son ciegos. Y sólo aquellos
que están alejados del poder, que no están en absoluto
ligados a su tiranía, que están encerrados con su estufa,
en su habitación, con sus m editaciones,...; éstos única
m ente pueden descubrir la verdad».64 Pero, en contra de
esta opinión «hum anista», el ejercicio del poder crea per
petuam ente saber e inversam ente el saber conlleva efectos
de poder. «Entre técnicas de saber y estrategias de poder
no existe exterioridad alguna, incluso si poseen su propio
papel específico y se articulan u n a con otra, a p artir de su
diferencia.»65
Así pues, si no existe un saber «desinteresado y libre»
de exigencias económ icas o ideológicas que hubiesen lue
go im puesto al discurso unas deform aciones, tam poco en
el otro extrem o encontrarem os un saber totalm ente deter
m inado por el poder. E n consecuencia, el análisis del dis
curso no consiste tanto en buscar, respecto a u n dom inio
determ inado, quiénes lo detentan y quiénes lo padecen,
quiénes saben y quiénes son ignorantes, sino en «intentar
descifrarlo, por el contrario, a través de m etáforas espa
ciales, estratégicas, que perm itan captar con precisión los
puntos en los que los discursos se transform an en, a tra
vés de y a p artir de las relaciones de poder».66
Poder y saber se articulan en los discursos, y p o r esa
m ism a razón es preciso concebirlos como una serie de
segm entos discontinuos cuya función táctica no es unifor
m e ni estable, y que pueden actu ar en estrategias diferen
166
tes, dependiendo de la persona que em ite el discurso y el
lugar desde donde surja. Es necesario adm itir un juego
complejo e inestable donde el discurso puede, a la vez, ser
instrum ento y efecto de poder, pero tam bién obstáculo,
tope, punto de resistencia y partida para u n a estrategia
opuesta. «El discurso transporta y produce poder; lo re
fuerza pero tam bién lo m im a, lo expone, lo to m a frágil y
perm ite detenerlo.»67
De ahí que, en los análisis de dichos discursos, Fou
cault parta de lo que denom ina focos locales de poder-sa
ber, en los cuales se condensan las relaciones de fuerza;
se entrecruzan diferentes form as de discurso y de prácti
cas; perfilando, a través de incesantes flujos y reflujos en
tre ellas, determ inadas form as de som etim iento, así como
esquem as específicos de conocim iento.
Ahora bien, la cuestión fundam ental que subyace a
este planteam iento es poner al descubierto los m ecanis
m os que instauran y hacen circular discursos calificados
de verdaderos —con efectos de verdad— y vehiculan po
deres específicos. Consistiría en ver que «la verdad está
ligada circularm ente a los sistem as de poder que la pro
ducen y la m antienen, y a los efectos de poder que la
acom pañan».68 Alrededor de tal verdad, entendida como
conjunto de reglas según las cuales se discrim ina lo ver
dadero de lo falso y se ligan a lo verdadero efectos políti
cos de poder, se desarrolla un com bate no a su favor, sino
en relación al estatuto de verdad y al papel económico-
político que juega.
El problem a h a quedado finalm ente desplazado hacia
otro enclave: «No consiste ya en deslindar la ciencia de la
ideología, la verdad del error, sino en conocer las técni
cas, los procedim ientos, las instancias y m ecanism os que
producen u n determ inado registro de verdad».69 Y es aho
ra cuando se com prende h asta qué punto la cuestión del
poder convulsiona los planteam ientos de Foucault: «Lo
que faltaba en m i trabajo era este problem a del régim en
discursivo de los efectos de poder propios del juego enun
ciativo. Lo confundía dem asiado con la sistem aticidad, la
form a teórica o algo com o el paradigm a. En el punto de
167
confluencia entre La historia de la locura y Las palabras y
las cosas se encontraba, bajo dos aspectos m uy diferentes,
ese problem a central del poder que yo había aislado muy
mal».70
Al abordar tal problem a todo su trabajo cobra una di
m ensión «especial». Cabe cuestionarse desde aquí, en de
finitiva, el problem a de la verdad. Ello exige un «recuer
do» previo: «no es la actividad del sujeto de conocim iento
la que produciría un saber útil o reacio al poder, sino el
“poder-saber”, el proceso y las luchas que lo atraviesan y
del que está constituido, son los que determ inan las for
m as y los dom inios posibles de conocim iento».71 Los «lí
mites» quedan así fijados p o r las propias «posibilidades
de ese “poder-saber”». «Vivimos en una sociedad que
m archa en gran parte “por la verdad”, quiero decir que
produce y pone en circulación discursos que cum plen
función de verdad, que pasan por tal y que encierran gra
cias a ello poderes específicos. Uno de los problem as fun
dam entales de Occidente es la instauración de discursos
"verdaderos” (discursos que, por otra parte, cam bian ince
santem ente). La historia de la “verdad” —del poder pro
pio de los discursos aceptados com o verdaderos— está to
davía por hacer.»72
Y es en esta dirección en la que la cuestión adopta una
posición de m ayor riqueza, abierta a su vez a una serie de
interrogantes que justifican un análisis y estudio poste
rior. ¿Qué es el proceso de la verdad un a vez rechazada
toda referencia a cualquier «experiencia» sea cual fuere
su naturaleza? ¿Según qué procedim iento (sistem as de re
glas, configuración de un saber, etc.) son engendrados
discursos tenidos po r verdaderos? Suponiendo que tenga
sentido hablar de discursos verdaderos, ¿hay una verdad
de la escritura? ¿En el espacio de qué procedim ientos, de
qué procesos —en el sentido casi jurídico del térm ino—
aparece el discurso verdadero?, ¿en el interior de qué ri
tual?73
168
I
De la episteme al dispositivo
169
ciones discursivas se integran en el proceso de desarrollo
histórico de la sociedad, las prácticas culturales y esta
consideración no focal del poder exigen otro m odo de ac
ción que reconozca que el discurso form a parte de un es
pectro m ás am plio de prácticas y de poder cuyas relacio
nes se articulan de m odos diferentes.
La epistem e que se m ostraba como específicam ente
discursiva ha de reelaborarse, por tanto, ahora a p artir de
una consideración de la integración del discurso a las
prácticas a las que aludimos. Foucault em plea en esta di
rección el térm ino dispositivo. Si «la verdad no está fuera
del poder, ni sin poder», si «está producida gracias a m úl
tiples imposiciones», si «tiene efectos reglam entados de
poder», si «cada sociedad tiene su régim en de verdad, su
política general de la verdad»,76 la tarea a cum plir no es
intentar liberar la verdad de las supuestas fauces del po
der, sino hacerse cargo de los problem as y conceptos que
constituyen una época para establecer su genealogía a
p artir de un diagnóstico.
El dispositivo se ofrece com o u n a red que trata de es
tablecerse entre elementos, que no se dejan reducir sim
plem ente a lo dicho. Elem entos que configuran un con
ju nto heterogéneo que abarca efectivamente nuevos dis
cursos pero, a su vez, «instituciones, instalaciones arqui
tectónicas, decisiones reglam entarias, leyes, m edidas
adm inistrativas, enunciados científicos, proposiciones fi
losóficas, m orales, filantrópicas».77 Pero no se trata sim
plem ente de tal conjunto, sino que se refiere asim ism o a
la naturaleza del vínculo que puede existir entre estos ele
m entos heterogéneos que, en esa m edida, pueden cam biar
de posición o m odificar su función en una suerte de jue
go. Juego que, en definitiva, y ésta es u n a caracterización
decisiva del dispositivo, es de naturaleza esencialm ente
estratégica, dado que con él se pretende responder a una
urgencia, lo que lleva a una «manipulación» de esas rela
ciones de fuerza a fin de desarrollarlas, bloquearlas, esta
bilizarlas...; en definitiva, utilizarlas. E sta posición o im
perativo estratégico es la verdadera m atriz del dispositivo.
Éste «se halla siem pre inscrito en un juego de poder, pero
170
tam bién siem pre ligado a unos bornes del saber que na
cen de él, pero asim ism o lo condicionan. El dispositivo es
esto: unas estrategias de relaciones de fuerzas soportando
unos tipos de saber y soportadas por ellos».78 En este sen
tido puede ser discursivo o no discursivo.
La línea abierta en la dirección de una m ostración de
la teoría com o uno de los com ponentes esenciales, a tra
vés de los cuales las prácticas estructurantes operan, sitúa
en su auténtica dim ensión el quehacer del dispositivo
com o m aniobra tendente, a su vez, a m antener cierta re
lación de fuerzas, acentuarla o ganar extensión. Las lu
chas configurarán lo que se denom inaba «política general
de la verdad» y vincularán el acceso a ella con coaliciones
transitorias; luchas dirigidas fundam entalm ente no a tal o
cual institución del poder, o grupo, o clase o elite, sino a
una técnica particular, a u n a forma de poder. Luchas en la
que la propia verdad habrá de funcionar quizás com o un
elem ento de resistencia al poder tecnológico,79 a ú n a pe
sar de haber superado Foucault la hipótesis de una ver
dad opuesta sin m ás intrínsecam ente al poder. Luchas
transversales inm ediatas que oponen resistencia a los
efectos de poder ligados al saber y a los privilegios de
éste. Luchas que ponen en cuestión el estatuto m ism o del
individuo y afirm an el derecho a la diferencia.
NOTAS
171
5. Foucault, JYL, L ’ordre du discours, o.c., p. 10 (trad., p. 11).
6. En Ewald, Fran^ois, «Anatomie et corps politiques», Critique, 343
(1975), 1.228.
7. La publicación en 1973 de Moi Pierre Riviére, ayant égorgé ma
mere, ma soeur et m on frére, París, Gallimard/Julliard, 1973 (trad. cast.
parcial en: Barcelona, Tusquels, 1976, 226 pp.), y que contiene la colabo
ración de j.P. Peter y J. Favrer, P. Moulin, B. Barret-Kriegel, Ph. Riot,
R. Castel y A. Fontana, recoge el trabajo del sem inario de los lunes del
curso 1971-72 y parte del siguiente.
8. Morev, M., Lectura de Foucault, o.c., p. 263.
9. Foucault, ML, A verdade e as formas jurídicas, Rio de Janeiro, Pon
tificia Universidade Católica do Rio de Janeiro, 1978 (trad. cast.: B arce
lona, Gedisa, 1980, 174 pp.).
10. Ibíd., p. 17.
11. Ibíd., pp. 31-32.
12. Foucault, M„ Surveiller et punir. Naissance de la prison, París,
Gallimard, 1975, 318 pp. (contraportada firm ada por M. Foucault).
13. Ibíd.
14. Foucault, M., Surveiller et punir, o.c., pp. 16-17 (trad. cast.: 3.a
ed., Madrid, Siglo XXI, 1978, 338 pp., pp. 18-19).
15. Ibíd., p. 22 (trad., p. 24).
16. Ibíd., pp. 140-141 (trad., p. 142).
17. Cfr. Ewald, F., «Anatomie et corps politiques», Critique, 343
(1975), 1.236-1.237.
18. Foucault, M., A verdade e as formas jurídicas, o.c., trad., p. 98.
19. Foucault, M., Surveiller et punir, o.c., p. 176 (trad., p. 178). La
incidencia del Panóptico en la configuración del poder p or Foucault re
sulta evidente a partir de sus propios textos. Cfr. p.e.Surveiller elpunir,
o.c., p. 201 (trad., p. 203). En cuanto a la im portancia de J. B entham son
suficientem ente significativas las siguientes palabras de Foucault: «Pido
disculpas a los historiadores de la filosofía por esta afirm ación pero creo
que B entham es m ás im portante p ara nuestra sociedad que Kant o He
gel» (A verdade e as formas jurídicas, o.c., p. 98). Cfr. asim ism o Foucault,
M., «El ojo del poder », en Bentham , J., El panóptico, Madrid, Las E di
ciones de La Piqueta, 1979, 145 pp., pp. 9-26.
20. Foucault, M., A verdade e as formas jurídicas, o.c., trad., p. 100.
21. M iranda, M. J., «Bentham en España», en Bentham, J., E l panóp
tico, o.c., p. 132.
22. Foucault., M., A verdade e as formas jurídicas, o.c., trad., p. 128.
23. Cfr. ibíd., trad., pp. 135-140.
24. Foucault, M., Surveiller et punir. Naissance de la prison, o.c., pp.
28-29 (trad., p. 31).
25. Ibíd., pp. 30-31 (trad., p. 33).
26. Revel, Jacques, «Foucault et les historiens» (entrevista). Le Maga-
zine Littéraire, junio (1975), 12.
27. Foucault, M., Maladie mentale et personnalité, París, PUF, 1954
(trad. cast.: Buenos Aires, Paidós, 1961, 104 pp., p. 99).
28. Foucault, M., Histoire de la folie á l ’áge classique, París, Galli-
172
m ard, 1972, 583 pp., p. 370 (trad. cast.: 2 t., México, FCE, 1976, 576 y
413 pp„ l. 2: p. 19).
29. Foucault, M., Presentación en: Castel, R., El orden psiquiátrico,
Madrid, Las Ediciones de La Piqueta, 1980, 343 pp., p. 10.
30. Foucault, M., Maladie me.nt.ale et personnalité, o.c., trad., p. 100.
31. Foucault, M., Naissance de la clinique. Une archéologie du regará
medical, 4.a ed., París, PUF, 1978, 215 pp., p. 8 (trad. casi.: 4.a ed., Méxi
co, Siglo XXI, 1978, 293 pp., p. 26).
32. Ibíd., p. 1 (trad., p. 16).
33. Ibíd., p. XI (trad., pp, 8-9).
34. Ibíd., p. VII (trad., p. 4).
35. Coloreada es curiosam ente p ara Hegel la apariencia del más acá
sensible (Fenomenología del espíritu, p. 113), Naissance de la clinique,
o.c., p. 200 (trad., p. 275).
36. Ibíd., p. VIII (trad., p. 5).
37. «La fórm ula de descripción es al m ism o tiem po gesto de descu
brimiento» (ibíd., p. 200 [trad., p. 275]).
38. «... todo se ilumina a la ve/, y se suprim e com o noche, en el
espacio profundo, visible v sólido, cerrado pero accesible del cuerpo hu
mano» (ibíd., p. 199 [trad., p. 274]).
39. Ibíd., p. 200 (trad., p. 275).
40. Foucault, M., La volonté de savoir. Histoire de la sexualité I, París,
Gallimard, 1976, 213 pp. (trad. cast.: 2.a ed., Madrid, Siglo XXI, 1978,
194 pp.).
41. Morey, M., «No al sexo rey», en Miguel Morey (ed.), Sexo, poder,
verdaá. Conversaciones con Al Foucault, Barcelona, M ateriales, 1978,
280 pp., p. 240.
42. Foucault., M., Im volonlé de savoir. Histoire de la sexualité, o.c.,
p. 121.
43. Ibíá., p. 131.
44. Ibíd., pp. 45-46 (trad., pp. 44-45).
45. Foucault, M., «L’Occident et la vérite du sexe. Projet d ’une histoi
re de la sexualité», Le. Monde, 5 de noviem bre (1976), 24.
46. Foucault, M., Im volonté de savoir. Histoire de la sexualité I, o.c.,
p. 60 (trad., p. 57).
47. Ibíd., p. 76 (trad., p. 71).
48. Ibíd., p. 139 (trad., p. 129).
49. Gil Calvo, Enrique, «Más allá de Foucault», El Viejo Topo, 18,
m arzo (1978), 58.
50. Foucault, M., A verdade e as formas jurídicas, o.c., trad., p. 17.
51. Foucault, M., «Les rapports de pouvoir passent á l’interíeur des
corps», a.c., 4-6 (trad., p. 157).
52. El curso de 1972/73 del Collége de France intenta contestar a
esta pregunta cuya elaboración d ará origen a Surveiller el punir.
53. Foucault, M., Cours 1972-1973, Annuaire du Collége de France:
73 année, pp. 255 y 267.
54. Sin em bargo, en dichos cursos Foucault enum era explícitamente
sus postulados. Deleuze los recoge: Deleuze, Gilíes, «Écrivain non: un
173
nouveau cartographe, á propos de Surveiller et punir», Critique, 343, d i
ciem bre (1975), cfr. 1.208-1.212.
55. Partim os del esquem a de Deleuze (Foucault) a fin de caracterizar
el modo com o desde nuestro p u n to de vista cabe entenderse el poder en
Foucault.
56. Foucault, M., La volonté de savoir, Histoire de la sexualité I, o.c.,
pp. 121-122 (trad., pp. 112-113).
57. Foucault, M., «Curso del 14 de enero de 1976 en el Collége de
France», en Microfísica del poder, o.c., p. 142.
58. Foucault, M., «Pourvoir-Corps», Quel Corps, 2, septiem bre
(1975), 2-5 (trad. cast. en: Microfísica del poder, o.c., p. 108).
59. Foucault, M., Surveiller et punir, o.c., p. 196 (trad., p. 198).
60. Foucault, M., «Pourvoir-Corps», a.c., 2-5 (trad., pp. 106-107).
61. Foucault, M., «No al sexo rey», en Sexo, poder, verdad..., o.c.,
p. 251.
62. Foucault, M., «Des supplices aux cellules» (entrevista con Roger-
Pol Droit), en «Michel Foucault et la naissance des prisons». Le Monde,
21 de febrero (1975), 16. Insiste en tales consideraciones prácticam ente
con las m ism as palabras en Michel Foucault, «Entretien avec Jean-Louis
Ezine», Les Nouvelles LJttéraires, 2.477, 17 al 23 de m arzo (1975), 3.
63. Foucault, M., «Des supplices aux cellules», a.c., 16.
64. Foucault, M., «Entretien su r la prison: le livre et sa méthode»,
a.c., 33 (trad., p. 99).
65. Foucault, M., La volonté de savoir. Histoire de la sexualité /, o.c.,
p. 130 (trad., pp. 119-120).
66. Foucault, M., «Questions á Michel Foucault su r la Géographie»,
a.c., 71-85 (trad., pp. 111-124).
67. Foucault, M., La volonté de savoir. Histoire de la sexualité I, o.c.,
p. 133 (trad., p. 123).
68. Foucault, M., «Verité et pouvoir» (entrevista con M. Fontana),
L ’Arc, 70, especial, 16-26 (trad. cast. en: Microfísica del poder, o.c.,
p. 178).
69. Álvarez-Uría, F., «Michel Foucault. C ontra el poder, el saber y la
verdad», El País, 4 de febrero (1979), Arte y pensam iento, I-II.
70. Foucault, M., «Verité et pouvoir», a.c., 16-26 (trad., pp. 178-179).
71. Foucault, M., Surveiller et punir, o.c., p. 32 (trad., pp. 34-35).
72. Foucault, M., «No al sexo rey», en Sexo, poder, verdad, o.c.,
p. 242.
73. Cfr. Cotten, J.P., «La verité en procés (á propos de quelques pa-
ges de M. Foucault)», La Pensée, 202, noviem bre-diciem bre (1978), 87.
74. «El juego de Michel Foucault», entrevista con Alain G rosrichard.
Cfr. Foucault, M., Saber y verdad (ed. Julia Várela y F em an d o Álvarez-
Uría), M adrid, Las Ediciones de La Piqueta, 1985, p. 132.
75. Una consideración fecunda en este sentido se plantea en Dreyfus,
H. y Rabinow, P„ Michel Foucault, Un parcours philosophique. Au-delá
de l ’o bjectivité et de la subjectivité, París, G allim ard, 1984, pp. 308-321.
76. Política general de la verdad, esto es, «los tipos de discurso que
ella acoge y hace funcionar com o verdaderos; los m ecanism os y las ins
174
tancias que perm iten distinguir los enunciados verdaderos o falsos, la
m anera de sancionar unos y otros; las técnicas y los procedim ientos que
son revalorizados p ara la obtención de la verdad; el estatuto de aquellos
encargados de decir qué es lo que funciona com o verdadero» (Foucault,
M., «Verdad y poder», en Microfísica del poder, o.c., p. 187).
77. Cfr. «El juego de Michel Foucault», en Saber y verdad, o.c., pp.
128-129, donde se ofrece esta caracterización del dispositivo.
78. Ibíd., pp. 130-131.
79. Si se desea que así sea, entonces h ab rá de encontrarse el m edio
de hacerla positiva y productiva. De ahí que Dreyfus y Robinow se cues
tionen (o.c., p. 288) si ello es posible y dejen abierta la pregunta.
175
7
LA CONSTITUCIÓN DE SÍ:
DE UNA GENEALOGÍA DEL PODER.
A UNA ÉTICA Y ESTÉTICA
DE LA EXISTENCIA
176
|
no del plan considerado, pero a fin de ceñirse aún m ás al
interrogante que desde hace años trataba de asentarse:
«Debía elegir: m antener el plan establecido; acom pañán
dolo de un rápido examen histórico del tem a del deseo o
reorganizar todo el estudio en tom o a la lenta form ación
durante la Antigüedad de una herm enéutica de sí».2 La
opción por esta segunda posibilidad significa no sólo el
abandono en algún sentido del proyecto prim itivo en lo
tocante a la Histoire de la sexualité, sino en cierto m odo el
recuestionam iento de la labor realizada por el propio
Foucault, que tras su m uerte deja así abierto un ám bito
cuya repercusión filosófica desborda cualquier previsión
inmediata: «es una em presa por despejar alguno de los
elem entos que podrían servir a u n a historia de la verdad.
Una historia que no seria la de qué pudo haber de verda
dero en los conocim ientos, sino un análisis de los "juegos
de verdad”, de los juegos de lo verdadero y de lo falso a
través de los cuales el ser se constituye históricam ente
como experiencia, es decir, com o pudiendo y debiendo
ser pensado. A través de qué juegos de verdad el hom bre
se da a pensar su ser propio cuando se percibe como
loco, cuando se m ira com o enferm o, cuando se reflexiona
com o ser vivo, que habla y que trabaja, cuando se juzga y
se castiga en calidad de crim inal. A través de qué juegos
de verdad el ser hum ano se ha reconocido com o hom bre
de deseo».3
Sin duda, m ás allá del acento de Foucault, en la nove
dad de su m odo de proceder cabe leer u n a insistencia que
se va abriendo paso en su propio discurso hasta erigirse
aquí en el planteam iento expuesto. No se trata, por tanto,
de la corrección de un «error» teórico cuanto de la asun
ción del carácter de sus trabajos, el hacerse cargo de la
form ación de los saberes, de los sistem as de poder que
regulan las prácticas y las form as en las que los indivi
duos pueden y deben reconocerse com o sujetos. El des
plazam iento (tercer desplazam iento, tras el análisis de lo
designado com o «el progreso de los conocim ientos» y de
lo descrito com o las m anifestaciones del «poder») es a su
vez una confirm ación.
177
No es, sin em bargo, nuestro últim o interés considerar
la fidelidad de un supuesto «autor-Foucault» al quehacer
de sus pretendidas obras. Más bien se trataría de m ostrar
en qué m edida sus enunciados funcionan con efectivo al
cance ontológico. La constitución histórica del ser com o
experiencia nos rem ite a la vinculación de la «historia de»
en correlación con, y como, experiencia, con lo que se
trata ahora efectivamente de una Erfahrung en la que el
propio ser queda expuesto y presentado en la intem perie
m ism a de la epiderm is histórica. Pero no cabría leerse el
proceder de Foucault al m argen de la estrecha vincula
ción por él señalada entre el ser constituido y su posibili
dad y necesidad en cuanto ser pensado. La constitución
histórica del ser en el ám bito del pensar nos rem ite a la
experiencia acerca de la m edida en que el hom bre se da a
pensar su ser propio cuando se percibe, se m ira, se refle
xiona, se juzga y se castiga en calidad de crim inal. Este es
el proceso y el cam ino por el que accede a constituirse en
sujeto de deseo.
La constitución histórica del ser y la constitución de sí
m ism o com o sujeto no son en Foucault dos m undos. De
ahí que el proceso vaya de la problematización corriente y
habitual a la apertura de un interrogante, a la pregunta
que «gravitará en tom o al sujeto y a la verdad de la que
es capaz»;4 no sólo a la m edida de sus posibilidades prác
ticas, sino asim ism o al alcance de su poder de afro n tar y
enfrentar dicha pregunta, que hab rá de ser nietzscheana-
m ente soportable.
Sólo así se perfilan los elem entos que podrían servir a
una historia de la verdad. No se trata po r ello en Histoire
de la sexualité de fijarse en m eros códigos de com por
tamiento, clasificando o trazando líneas, sistematizando, dis
frutando con la p resunta capacidad de encerrar en tales
códigos todos los casos y de retener todos los dom inios de
com portam iento, con lo que el sujeto quedaría reducido a
lo sum o a u n a m era referencia a u n a ley o conjunto de
leyes. M ás bien habría de acentuarse la vinculación de
dichos códigos con las form as de subjetivación. Se ha
de describir el cam ino que conduce al punto en el que
178
el ser queda constituido como sujeto, «reencuentra su ser
propio».5
Sería en esta m edida absolutam ente desatinado perse
guir sin m ás la m odificación de los códigos sin reconocer
las transform aciones de la experiencia m oral que com por
tan. Pero al hablar de experiencia moral se subraya hasta
qué punto el problem a no se deja poseer de m odo m era
m ente m oral y alcanza dim ensiones claram ente éticas.
Foucault asiste genealógicam ente a «la elaboración de
una form a de relación consigo m ism o que perm ite al in
dividuo constituirse com o sujeto de una conducta moral».
Es así com o entiende la «historia de la ética».6 No es tan
to la historia de la m era configuración de problem atiza-
ciones sino que, a su vez, lo es de las prácticas a través de
las cuales aquéllas se form an. La historia de la ética lo es
asim ism o de las técnicas de sí. Es decir, no es suficiente
con la arqueología de las problem atizaciones, se requiere
u n a genealogía de las prácticas de sí (soi). E n el «punto
de cruce» de am bas se halla el quehacer foucaultiano: «el
análisis del hom bre de deseo».7 Este punto de cruce no es
m eram ente m etodológico. El hom bre m ism o queda confi
gurado com o sujeto en este m odo de proceder, irrum pien
do en los intersticios que com o corte y decisión tal méto
do impone. Y no sólo com o sujeto, sino tam bién como
cuerpo. Cuerpo sujeto, cuerpo sujetado.
El análisis del hom bre de deseo es, pues, un análisis
de los juegos de verdad y es a través de éstos com o aquél
se reconoce. Se asiste de este m odo a u n a auténtica confi
guración de dicho cuerpo en el que el sí m ism o se dice
como sujeto, sujetado a sus perturbaciones y límites. La
historia del ser y de la verdad, dicho sea con todo el al
cance ontológico que con anterioridad le dimos, es a su
vez la historia de sus enferm edades. No sólo en cuanto
configuración del cuerpo-región, ám bito de individualidad
y p o r tanto de m uerte, sino tam bién en cuanto atenim ien-
to a la fragilidad del propio individuo ante los males di
versos que puede suscitar, en este caso, la actividad se
xual. El cuerpo como relación a la verdad8 es asim ism o
u n a referencia para ésta.
179
La vinculación de los juegos de lo verdadero y de lo
falso a través de los cuales el s e r se constituye h istó ric a
m ente com o experiencia perm ite toda u n a suerte de p rác
ticas y ejercicios que, sin em bargo, h a b rá n de som eterse a
un verdadero arte de la existencia, do m in ad o p o r el cu id a
do de sí, p o r el control sobre sí «para acceder a fin de
cuentas a un puro goce de sí».9 Se delinea en cada caso
un sí m ism o soportable que perfila v se perfila com o
cuerpo.
No cabe, con todo, u n a lectura que pretendiera reducir
sin m ás la h istoria de la verdad a la de u n cuidado cada
vez m ás esm erado p o r el cuerpo. Al m argen de la m an i
fiesta conveniencia de ejercitarse en este sentido, es el
profundo em parentam iento de aquél con la enferm edad y
con el m al el que, en la insistencia de su fragilidad y lim i
tación, plantea p ersistentem ente la pregunta. «No es la
acentuación de las form as de prohibición la que está en el
origen de estas m odificaciones en la m oral sexual; es el
desarrollo de un arte de la existencia el que gravita en
torno a la pregunta del sí m ism o, de (por) su dependencia
y su independencia, de (por) su form a universal y del lazo
que puede y debe establecer respecto de los otros, de
(por) los procedim ientos m ediante los cuales ejerce su
control sobre sí m ism o y de (por) la m anera cóm o puede
establecer la plena soberanía sobre sí.» 10 Las m odificacio
nes en la constitución histórica del ser obedecen, p o r tan
to, al desarrollo de un arte de la existencia dom inado por
el cuidado de sí.
180
que tienen e sta tu to y función de discursos verdaderos), la
p re g u n ta a la q u e los últim os textos se e n fre n ta es «¿qué
es lo que h a o currido en O ccidente p ara que la cuestión
de la verdad sea p la n te a d a a p ro p ó sito del p lacer se
xual?».11
No es el m o m en to de m o stra r que, com o el propio
F oucault señala, no h a sido otro su p ro b lem a desde la
Historia de la locura, ni de in te n ta r un reco rrid o que pre
ten d a d a r cu enta de su su puesta fidelidad a d ich a cues
tión, pero quizás sea fecundo in sistir en la persistencia de
sus ocupaciones p a ra liberarle de una posición en la que
se desdibuja el alcance m as fértil de sus planteam ientos.
«No es el poder, sino el sujeto lo que constituye el tem a
general de m is investigaciones.» «Me intereso m ucho m ás
p o r los problem as planteados p o r las técnicas de sí o por
las cosas de este o rd en que p o r la sexualidad.»12
Si se atiende, por tanto, al objetivo de los trabajos de
Foucault se destaca que su análisis no se centra, sin más,
en los fenóm enos del poder, sino que a través de una con
frontación con las estrategias es cóm o y dónde se anali
zan las relaciones de poder. Se trata de co m p ren d er por
qué m ecanism os nos hem os reencontrado prisioneros de
n uestra propia historia. De ahí que la lucha responda a la
form a de poder que vincula a los individuos a su identi
dad, transform ándolos y sujetándolos com o sujetos, lucha
contra las form as de sujeción, contra la sum isión de la
subjetividad, contra lo que liga el individuo a sí m ism o .13
E, igualm ente, sus trabajos sobre la sexualidad no son
u n a m era h istoria social de la práctica sexual, sino una
historia de la «m anera en que el placer, los deseos, los
com portam ientos sexuales h an sido problem atizados, re
flejados y pensados en la A ntigüedad en relación a un
cierto arte de vivir».14
Resulta im prescindible d estacar que, en definitiva, se
tra ta de una elaboración de sí por sí m ism o, en un trab a
jo de problematización y perm anente re-problematización.
Pero éste no ha de entenderse sin m ás com o un m ero
reinterrogar evidencias, cuestionar hábitos, disipar lo ya
adm itido sino que, si cabe hab lar de transform ación o
181
m odificación, al m argen de la conveniencia de h acer esa
labor, habrá de ser m ediante el cuidado constante de la
verdad, esto es, en la atención a las condiciones de pro
ducción y de validez del saber. El propio Foucault subra
ya: «Lo que pretendo h acer es la historia de las relaciones
que anudan el pensam iento y la verdad, la historia del
pensam iento en tanto que pensam iento de la verdad. Los
que afirm an que para m í la verdad no existe son espíritus
sim plistas».15 Y esto ha de leerse com o una pregunta por
la constitución de los saberes que inestabilice aquellas ob
jetividades —la locura, el poder, la sexualidad—, cuya evi
dencia, al prohibir desprendem os de nosotros m ism os,16
impide toda elaboración de sí.
E sta pregunta p o r la configuración de los saberes
vincula aquella problem atización con la verdad, en el ho
rizonte del cuidado (com o ocupación) y la constitución de
sí. Vinculación que insta a leer dicha problem atización
com o «el conjunto de prácticas discursivas y no discursi
vas que hace e n trar algo en el juego de lo verdadero y de
lo falso y lo constituye com o objeto para el pensam iento
(bien sea bajo la form a de la reflexión moral, del conoci
m iento científico, del análisis político, etc.)».17 Pero pre
guntarse por la configuración del saber es ahora hacerlo
por las condiciones de su producción y validez. En esa
m edida, la verdad no se perfila com o concordancia de un
pensam iento con su objeto, sino que se configura com o lo
que aprem ia a un pensam iento a pensar de una cierta
m anera o, según señalarem os, como cuidado, gobierno,
indisolublem ente unido, de sí y de los o tros.18
La verdad es lo que efectivamente hace que tengam os
una historia, una historia efectiva; es lo que perm ite libe
rarnos de una lectura sim plista de Foucault, según la cual
todos sus esfuerzos se encam inarían a deconstruir el suje
to, cuando de hecho busca historizar la noción de sí, a fin
de que pueda em erger u n nuevo sujeto ético.19 Pero pre
tender u n a nueva experiencia de sí pasa p o r la atención a
cóm o se form a u n a experiencia. En esta perspectiva ca
ben ser leídos los trabajos de Foucault.
Dado que el gobierno de sí m ism o se integra en una
182
práctica de gobierno de los otros, preguntarse por la
constitución de una experiencia lo es por aquélla que liga
la relación consigo a la de los otros. De ah í las expresio
nes a las que aludim os, presentes en «Le souci de soi», en
las que habría de reconocerse «el desarrollo de un arte de
la existencia dom inado por el cuidado-ocupación de sí».20
En esta dirección se encam inan los intentos de Foucault.
Pensar la m oral en la form a de u n arte de la existencia, de
una técnica de vida, saber cóm o gobernar ésta para darle
la form a m ás bella posible; «he aquí lo que he intentado
reconstruir: la form ación y el desarrollo de u n a práctica
de sí, que tiene com o objetivo constituirse a uno mism o
com o artesano de la belleza de su propia vida».21
La verdad y el trabajo de elaboración de sí por sí m is
m o no son ya (de nuevo) dos m undos. El cuidado de la
verdad es un cuidar-se en el cam po de las relaciones que
abre. El sí m ism o no es algo sim plem ente dado, sino
constituido en u n a relación de sí com o sujeto.22 En la
pregunta por la constitución de los saberes quedan confi
guradas, a su vez, las condiciones de su producción y de
su validez, que aprem ian a constituirse en cierta m anera,
cuidando-ocupándo-se (de sí y de los otros). Pero será
esta relación que se m antiene consigo y con los dem ás la
que redefinirá los espacios abiertos en aquella configura
ción. Relación que se m uestra como actos de im agina
ción, de análisis y de comprom iso; m odo del decir verda
dero23 a través del gesto, la conducta o el valor; m odo de
ser en el que en la búsqueda de una estética de la exis
tencia, tal decir verdadero, en esta m odalidad de ser ético,
interfiere con el cuidado de u n a vida bella. Se restituye
así al decir su carácter de acontecim iento. Decir com o
cuidado de sí. Cuidar-se, com o decir verdadero.
Fundar el presente
183
poder-saber, proceso de luchas en el que fundam ental
m ente se constituye el propio cuerpo. La verdad se dice, a
su vez, com o individualidad y com o salud, y es una nece
sidad asim ism o «fisiológica». La verdad funciona, por
tanto, sosteniendo y configurando cuerpos, cuidando y
curando. Ahí radica tam bién su «perdición». En esa m is
m a m edida es la m áxim a expresión de los límites, de la
enferm edad y de la m uerte. En el quehacer de la verdad,
en esta confrontación del cuerpo con su cuidado y sus
límites, se perf ila el s í m ism o actual como sujeto de expe
riencias posibles.
Este es el prim er diagnóstico. Conducidos a descifrar
la verdad de nuestros deseos hemos quedado aprisiona
dos en nuestra relación a nosotros m ism os y sujetados al
poder norm alizador de la ley y de la medicina. De este
diagnóstico Foucault pasa a definir el problem a que nos
ocupa, esto es, a saber cómo construir una ética diferente,
para finalm ente retrazar la genealogía de la conciencia de
sí.24 Sólo a través de este m odo de proceder se perfila el
sí mismo liberado del peligro de esa conciencia y se recu
pera el presente como suceso filosófico.
La pregunta ya no es qué es el presente, sino que, en la
propia consideración com o elem ento y actor, se tratara de
afrontar qué es lo que se me hace presente y me hago pre
sente en y como ahora. Sólo a través de esta problem atiza-
ción e interrogación del presente, el cuidado de sí encuen
tra su m ás fecunda dim ensión. Cuestión que Foucault
plantea de la m ano de Kant: «¿quiénes som os en este m o
m ento preciso de la historia?».25 Se establece así el elemen
to que perm ite analizar a la vez a nosotros y a nuestra
situación, con lo que el problem a de la época presente no
viene a ser radicalm ente otro respecto al de lo que somos
en este preciso m om ento.
En la atención a ese presente, que es tan to com o fun
darlo, es com o cabe liberarse del tipo de individualiza
ción religada a todo tipo de objetivaciones. De ah í que la
atención al presente prom ueva, en verdad, nuevas for
m as de subjetivación, diferentes de la subjetividad. Sólo
cabe, p o r tanto, h a b la r de un cu id ar de sí en el seno
184
presente, en el seno en el que el sí se nos hace presente
com o s í m ism o.
Nuevamente es K ant la referencia de lo que nos ocupa.
Foucault estima que es él quien ha fundido las dos grandes
tradiciones críticas en las que se debate la filosofía m oder
na y considera paradigm ático al respecto su texto de «¿Qué
es la AufUarung?». La cuestión rem ite no sólo a las condi
ciones bajo las cuales es posible un conocimiento verdade
ro, en lo que se ha venido presentando como una analítica
de la verdad, sino que cabe ser leída como «lo que podría
llamarse una ontología del presente, una ontología de noso
tros mismos». «Se puede optar por una filosofía crítica que
se presentará com o una filosofía analítica de la verdad en
general, o bien por un pensam iento crítico que adoptará la
form a de una ontología de nosotros mismos, de una onto
logía de la actualidad.»26 Y es sintom ático que la Aujkla-
rung se autodenom ine como tal Aufklarung. Se expresa con
ello una voluntad, la dirección del cuidado, lo que ha de
hacerse... quizás sin atender del todo a lo que cabe hacer
(por ahí irán las críticas de Hegel). Pero en definitiva, y eso
es lo que ahora nos interesa, se pronuncia a la vez como un
pronóstico que en el análisis crítico de la actualidad recha
za el tipo de individualización dado y promueve nuevas for
mas de subjetivación.
La pregunta por cóm o se configura una experiencia se
vincula por tanto a «¿cuál es el cam po hoy de experien
cias posibles?».27 Si el cuerpo era el lugar de em ergencia
de u n a verdad posible, la ontología se dibuja com o la es
tética de la existencia en la que el decir verdadero se dice
com o m odo de ser. Así, la pregunta po r el presente no se
reduce a ver «lo que pasa», sino que, en la atención a su
pasar, considera lo que sostiene y hace que pase lo que
pasa, configurándolo com o u n presente posible y soporta
ble, en el que se produce un auténtico cuidado de sí que
trasciende las «individualizaciones». La filosofía es en
este sentido, p ara Foucault, a su vez, una m anera de des
prenderse de sí mismo.
Diagnosticar el presente, decir qué constituye el pre
sente com o nuestro presente, es atender a su presentárse
185
nos. Con ello nos enfrentam os a la ineludible necesidad
del sujeto occidental de hacer una nueva experiencia de sí
mismo. Estam os efectivamente «en el um bral de un m un
do en el que se plantea la necesidad un poco nueva, para
cada hom bre y p ara cada m ujer, de tener que redefinirse
com o sujeto, singularm ente a nivel del cuerpo, del placer,
del deseo y de sus difíciles relaciones».28 Y es aquí, en el
presente y com o presente, donde el discurso se especifica
de hecho com o m odo de acción.
Se com prende ahora hasta qué punto el interés de
Foucault atiende a los problem as planteados p o r las técni
cas de sí, no buscando elaborar la historia de las solucio
nes, sino m ás bien la genealogía de los problem as. El tra
bajo de probkm atización y reproblematización viene a dar
cuenta de aquellas, ahora presentes, palabras de Foucault:
«¿Cuál es la respuesta a la pregunta? El problem a. ¿Cómo
resolver el problem a? Desplazando la cuestión».29 Pero al
hablar de «genealogía de los problem as» ya se indica en
qué dirección se provoca tal desplazam iento.
Si la genealogía ha de leerse com o la conducción del
análisis a p artir de una cuestión presente,30 los tres ejes
posibles de genealogía y sus tres ám bitos respectivos m ar
carán los haces de aquel desplazam iento. En prim er lu
gar, una ontología histórica de nosotros m ism os en rela
ción a la verdad, a través de la cual nos constituim os en
sujetos de conocim iento; en segundo lugar, una ontología
histórica de nosotros m ism os en relación al cam po de po
der, a través del cual nos constituim os en sujetos que ac
túan sobre los otros; y, en tercer lugar, una ontología his
tórica en relación a la ética, a través de la cual nos consti
tuim os en agentes m orales.31 D esplazam iento en la direc
ción de nuestra constitución y que viene definido por el
tipo de relación que se tiene consigo m ism o, la relación a
sí que Foucault denom ina ética; relación que determ ina
cómo el individuo juzga constituirse en sujeto m oral de
sus propias acciones.
Precisam ente es ahora cuando el problem a es pensado
en u n a perspectiva nueva. El diagnóstico, la definición y
la genealogía, en el desplazam iento que el cuidar de sí
186
supone, constituyen, en la relaciones entre verdad y ética,
la realidad de una época.32
NOTAS
187
16. Ewald, F., «La fin d ’un monde». Le Magazine Littéraire, 207,
mayo (1984), cfr. p. 32: «Y la verdad no es sin efecto. Es productora de
regímenes de identidad que son a su vez principios de exclusión. En el
mism o m ovim iento en el que se unifica, la verdad corta y decide (tron
che)».
17. Foucault, M., «Le souci de la verité», a.c., 18 (trad., p. 231).
18. Ewald, R, «La fin d ’un monde», a.c., cfr. p. 32.
19. Cír. Drevlus, H. y Rabinow , M., Michel Foucault: Beyond Structu-
ralism..., o.c., p. 254.
20. Foucault, M., Le souci de soi. o.c., p. 272 (trad., p. 219).
21. Foucault, M., «Le souci de la verité», a.c., 20 (trad., p. 234). La
traducción de soi por yo no nos parece d ar cuenta del alcance del texto y
preferim os hacerlo por si, s í m ismo.
22. Cfr. Foucault, M., «The Subject and Power», en Michel Foucault:
Beyond Structuralisrn..., o.c., p. 252. Foucault reconoce el quehacer de
Kan! en ese seníido.
23. Clr. Von Bülow, K., «L’art du dire vrai», le Magaziue Lilléraire,
207, mayo (1984), 34.
24. Cfr. Dreylus, H. y Rabinow, P„ Michel Foucault: Beyond Structu-
ralism..., o.c., p. 257.
25. Foucault, M., «The Subject and Power», en Michel Foucault: Be
yond Structuralisrn..., o.c., p. 216.
26. Foucault, M., «Prem ier cours de i'année 1983. Kant. Was ist
Aufklarung?» (Dossier M. Foucault), I j¡ Magaziue littéraire, 207, mayo
(1984), 35-39 (trad. cast. en: Saber v verdad, o.c., p. 207).
27. Ibíd., p. 39 (trad., p. 207).
28. Bellour, R„ «Une réverie mórale», ¡£ Magazine littéraire, 207,
mayo (1984), 29.
29. Foucault, JVL, «Theatrum philosophicum » (Á propos de Logique
du sens de Gilíes Deleuze), Critique, XXVI, 282, noviem bre (1970),
p. 900.
30. Foucault, M., «Le souci de la verité», a.c., 21 (trad., p. 237).
31. Foucault, M., «On the Genealogy of Ethics: An Overview' of Work
in Progress», en Michel Foucault, un parcours philosophique..., o.c., p.
237 (trad., p. 194).
.32. Dreyfus, H. y Rabinow, P., Michel Foucault: Beyond Stm ctura-
lism..., o.c., p. 262.
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203
1
ÍNDICE
1) Los L ÍM IT E S D E L L E N G U A J E .............................................. 11
La palabra y su tr a n sg r e sió n .............................................. 11
Foucault y la sospecha ........................................................ 18
2) U n a «e s c u e l a » p a r a F o u c a u l t ........................................ 28
«Construir la razón.» De Bachelard a Canguilhem. . . . 28
«Formar el concepto.» De Canguilhem a Foucault. . . . 36
3) F o u c a u l t .-d e « l a » f e n o m e n o l o g í a
a «u n » e s t r u c t u r a l i s m o ....................................................... 45
4 ) E l l e n g u a j e y e l d is c u r s o . P a r a u n a a r q u e o l o g ía
d el saber ............................................................................... 60
El lenguaje, la razón y la sin-razón ................................. 60
La episteme como espacio de dispersión ....................... 70
El debate de las cosas y las p a la b r a s................................. 86
El discurso y lo d e c i b l e ........................................................ 89
Todo interpretación y nada que in te r p r e ta r .................... 103
205
T
5) L a h i s t o r i a e f e c t i v a : d e u n a a r q u e o l o g í a d e l s a b e r
A UNA G EN EALO G ÍA D E L P O D E R .............................................. 114
Continuidad y discontinuidad ........................................... 114
Procedencia y emergencia: una historia sin origen . . . 125
Genealogía en la arqueología: la historia ....................... 132
Escribir la historia presente .............................................. 141
206
I