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La lenguaja.

Hace un tiempo escribí sobre el lenguaje inclusivo. Es un fenómeno nuevo, provocador, a veces
contradictorio. Por ejemplo, intenta visibilizar la diferencia, en algunas palabras (escribir y
pronunciar “presidenta” en lugar de “presidente” cuando quien ocupa el cargo es una mujer, y
similares) y en otros casos intenta diluir esa diferencia. Y se vuelve complicado, como es el
caso del plural con masculino genérico. Es un buen argumento, por ejemplo, que “genios”,
aunque pueda abarcar a mujeres, por razones culturales remita a hombres. Entonces, para
hablar de genios y genias (el corrector ortográfico de mi procesador de texto es machista, no
reconoce la palabra “genias”), hablaríamos de genies. Todo bien, la “e” vendría a ser una
marca de género sin género específico, lo que incluiría a ambos géneros. Ahora, se complica
más con palabras como “trabajadores”, que abarca a un trabajador y a una trabajadora por
igual. ¿Cómo diríamos? ¿tabajadoris? Después están palabras que nunca tuvieron marca de
género alguna, “estudiante” y “estudiantes”, por ejemplo. Nunca existió la palabra
“estudianta”. Entonces, ¿debemos remarcar algo que no es necesario? Es decir, que hay un
plural que abarca estudiantes mujeres y estudiantes hombres. Por otro lado, nadie piensa en
“maestros”. Pensamos y decimos “maestras”, porque en nuestro inconsciente colectivo es una
tarea típica de mujeres, aunque haya hombres que la ejercen. En ese caso, nos guste o no,
decir “maestras” incluye y excluye, se vea de una o de otra manera, a los hombres que ejercen
dicha profesión. Pero cuidado, que esto es una excepción y no la regla.
El tema con el lenguaje inclusivo es, creo, la necesidad de remarcar que existe una realidad:
hay inclusiones y exclusiones, voluntarias o involuntarias. O que simplemente existen.
Hay algunos argumentos muy buenos en favor del lenguaje inclusivo. Uno es el señalado más
arriba: visibilizar. Es decir, que cuando decimos “presidenta”, estamos diciendo -y es un dato
nada menor- que hay una mujer ocupando el cargo más alto. O que cuando decimos “niños”
no dejamos en claro si en el plural estamos incluyendo también a las niñas. Lo que en un
artículo suena inocente, pero en una realidad de clase, por ejemplo en una escuela, no es nada
inocente. Imaginen la siguiente situación: Una maestra dice “atención, niños”. ¿Le está
hablando también a las niñas de la clase? Y cuando dice “los niños formen una fila por este
lado y las niñas por este otro”. Ahí ya no nos quedan dudas. Pero es mucho más que el
contexto.
Otro argumento, sagaz, pero incompleto, habla de la evolución, o mejor dicho, cambio
lingüístico. La fortaleza de este argumento consiste en que se apoya en un hecho
incontestable, y su debilidad en que ese cambio nunca es voluntario ni consciente.
Más allá de la argumentación, el lenguaje inclusivo está, en estos momentos, en un debate
permanente. Personalmente, si quiero visibilizar de quién o a quién hablo, prefiero utilizar
otras maneras. Creo que, como todo cambio lingüístico, no puede determinarse de un día para
el otro, ni siquiera en unas pocas décadas. Por eso admito algunas falencias del lenguaje y no
tengo problemas en decir la palabra “presidenta” o en buscar variantes para que cuando hable
a niños y a niñas estas últimas se sientan incluidas. Pero es una actitud personal, como
hablante del español. No incurriría jamás en corregir, como docente, a un estudiante (o a una
estudiante, y acá le dejo el problema a las amigas del lenguaje inclusivo) si escribe “todes”. Al
fin y al cabo, el lenguaje es la herramienta para comunicar nuestro pensamiento.
Lo que no debe perderse de vista, es que el lenguaje también tiene limitaciones. Decir “todes”
o “todos y todas” no equivale a generar espacios de participación y decisión comunes y
equitativos. Ni logra reducir la brecha salarial, ni genera respeto entre colegas de ambos sexos.

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