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PESARES

« ¿Qué demonios?» pensaba Eleonora, pero no decía nada. Lo que estaba


sucediendo, lo que ella estaba observando en aquel lugar parecía haber sido
sacado de una película de terror. Las personas caminaban un poco más lento
que de costumbre, como si estuvieran cansadas por algo. Pero lo que más le
sorprendía, era ver que, a horcajadas de los comensales, se hallaban unos
seres extraños con rostros tristes, cuerpos lánguidos y una piel casi
transparente. Algunos eran idénticos a quienes los cargaban, otros no
coincidían con ellos. Aún más extraño era cómo se comportaban. Acariciaban o
golpeaban a sus hospedantes dependiendo de la situación, gritaban, pero
nadie oía, lloraban, pero nadie se lamentaba; algunos eran aterradores. Aún
con la confusión al pensar en la respuesta a qué eran aquellas cosas, si es que
significaban algo, simplemente continuaba con su trabajo rutinario, intentando
no perder la cordura y tomaba órdenes de los clientes aquí y allá. Eleonora
solía pensar que su trabajo en aquella cafetería podría haber sido planeado por
algún genio idiota de las mil y una noches en tiempos lejanos, su rutina se
había vuelto algo monótona desde el momento en que se alejó demasiado de
su vida social, hasta el punto de resultarle fastidiosa.

De pronto, la cafetería se había convertido en un teatro, siluetas fantasmales


caminaban de un lado a otro, confundidas y solitarias como bebés hambrientos,
pero mudos. De vez en cuando, ella conseguía colocarse frente a frente con
alguno de esos seres y la mirada que le devolvían tenían la fuerza del rayo, era
como si la quemaran. «Tendré algo en el rostro», vacilaba. Y no era secreto
para ella el hecho de que parecía causar una sensación ambigua a las
personas, algo que podía ver reflejado con nitidez en los rostros de los otros.
Pero la mayoría del tiempo, solamente veía la nada No comprendía, y poco a
poco se iba deshaciendo en pequeñas piezas de rompecabezas, creyendo que
hasta podría haberse olvidado de sí misma. De cuando en cuando, cabeceaba
e intentaba mantenerse despierta, consciente. En una pequeña libreta, que
solía usar sólo cuando las órdenes se escapaban de lo simple, anotaba lo que
veía y hacía bocetos para no olvidar. Los rostros pétreos e inexpresivos de los
comensales eran muy diferentes a los de los seres. Seguramente estas
extrañas criaturas alguna vez habían expresado algo más con sus miradas que

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la viva desesperación, porque sus hospedantes no los oían y ella anotaba
cada detalle. Todo plasmado en delgados trozos de papel, en una libreta de
órdenes. Nadie sabría que algo tan común y corriente podría contener miles de
trazos que se mezclaban para formar esos fieles retratos. Eleonora trataba de
que sus movimientos no fueran notados por los comensales cuando retrataba
los seres, aunque de vez en cuando, alguno le dirigía una marcada mirada de
extrañeza. Intentaba no ser devorada por la incomodidad, y se refugiaba en la
intimidad de sus anotaciones.

Entonces, al finalizar su turno de trabajo, se llevaba la libreta a su hogar.

Al llegar a casa, a ese lugar que todos le habían recomendado no elegir para
vivir, solo podía pensar en las criaturas que se aferraban a los clientes y se
ponía a leer sus notas entre las canciones sordas que iban y venían por sus
auriculares, todo parecía algo tan alejado de su realidad pasada que
simplemente no podía creerlo. Personajes y seres apesadumbrados y a veces
deformes, que se abrazaban a las personas como si estas fueran sus dueños,
¿qué diablos era eso? Y era por eso que esa semana se había vuelto tan
tediosa, porque, aunque eran sólo susurros sibilantes, no podía ignorarlos.
«¿Alguna vez me vas a dejar hablar?», « ¿Por qué dices eso?», ”Si te
escuchara tu padre…” eran algunas de las cosas que la muchacha podía
percibir de las bocas de los seres cuando estaba en la cafetería.

Sentada en el sillón, en la extraña comodidad de su comedor a oscuras y


atravesadas las ventanas por las guirnaldas de luz suave de aquel cielo
nublado, leía aquellas pocas palabras. Las imágenes y rostros, los seres,
cruzaban como espectros frente a ella, cuando los concebía.

La habitación sólo lograba entonces ser iluminada por la luz de algunas velas
solitarias depositadas en la cómoda frente a la imagen del Sagrado Corazón. Si
de vez en cuando algún suave sonido irrumpía en la habitación, el silencio
siguiente se volvía increíblemente ruidoso. El sólo sentarse a observar los
bocetos en su libreta, casi inerte, la inundaba de confusión y duda, a veces
hasta dejarla casi aturdida. El ambiente se tensionaba en torno al lugar donde
ella yacía sentada, en silencio, pensando. Y de pronto, tuvo el repentino deseo
de verse a sí misma al espejo. No podía resistir la curiosidad. Era una

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sensación frenética, que podía hacerla gritar o morirse de risa, que la hacía
sentirse observada, aun cuando sabía muy bien que estaba sola.

Se puso de pie y se dirigió, sin ningún atisbo de misticismo, al baño. ¿Qué


aspecto tendría su ser?¿Qué cosa llevaría sobre sus hombros? Al comenzar a
caminar, se desprendió de su libreta y la dejó sobre el sillón, olvidándose de
ella. Se acercó al baño y abrió la puerta, expectante y ansiosa, preocupada y
plagada de ideas fugaces. Se halló frente a frente con el vidrio. Lo que sucedió,
fue que su reflejo le devolvió una imagen tan sombría, tan vacía, no había nada
sobre sus hombros.

Al día siguiente, había vuelto al trabajo. Ahí estaba de nuevo, sosteniendo la


rejilla metálica llena de papas, a punto de colocarlas en el aceite hirviendo. Las
miradas desdibujadas de aquellas personas y seres radiantes y nostálgicos,
fuertes y frágiles, ruidosos y mudos. Solo un alarido, un “¡Basta, ya!” tal vez
alcanzara para terminar con todo eso. ¿Por qué a ella?. Tuvo ganas darle un
puntapié a alguna persona para que alguien se dignara a explicarle si era un
chiste o qué. Jamás se había sentido tan llena de confusión, nada llamaba su
atención. Su vida pasaba frente a sus ojos de cuando en cuando, como un
recuerdo lejano y gris, y sumergió como siempre, por unos minutos, las papas
en el aceite hirviendo.

-“¡Eh, muchachita- dijo el repartidor de soda -¿para cuándo esas papas?!”.


“¡Ya va! “-dijo ella. Tan suave, tan rubia, tan simpática, tan amable, la buena de
Eleonora, tanto que a veces daban ganas de empujarla o de hacerle una
trabada para ver si alguna vez quitaba de su rostro esa sonrisa boba que todos
conocíamos.

FIN

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