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24 REFLEXIONES DE UN LAICO

Edward Herskowitz
Petrus
INTRODUCCION

A través de los años he leído y copiado mucho de lo que me interesó y lo archivé sin

propósito alguno, simplemente porque me llamó la atención y me gustó. Perdí mi

computadora pero tenía algunos discos de memoria los cuales, poco a poco, fui revisando y

sacando lo más importante.

Lo que resultó fue lo siguiente: un libro con muchos autores sin saber sus nombres y a

quienes le agradesco muchísimo su contribución. Algunas de estas reflexiones son propios

y otros son de autores desconocidos. Todas son algo en qué pensar. Y, espero que sean para

la Gloria de Dios.
1) EL PADRE NUESTRO

La oración es el vínculo hacia la santidad. A través de la oración llegamos a conocer a Dios


Padre, a Jesucristo y al Espíritu Santo. La oración nos saca de este mundo y nos pone en la
presencia de Dios, es el mejor modo de poder escucharlo. Se escucha la voz de Dios en lo
silencio de nuestro corazón.

Jesús nos dice: “Todo lo que pidan con una oración llena de fe, lo conseguirán” (Mateo
21, 22). El profeta Jeremías nos da este mensaje: “Llámame y te responderé; te mostraré
cosas grandes y secretas que tú ignoras” (Jeremías 33, 3).

La oración es tan importante que hay que dedicar tiempo especial todos los días para estar
a solas con Dios. “Vivan orando y suplicando. Oren en todo tiempo según les inspire el
Espíritu” (Efesios 6: 18). Pablo también dice: “En cualquier circunstancia recurran a la
oración y a la súplica” (Filipenses 4: 6). Jesucristo se apartaba frecuentemente de los Doce
para estar en comunicación con su Padre. No solamente rezaba unos cuantos minutos pero
también se pasaba la noche entera en oración. Antes de comenzar su ministerio permaneció
en el desierto cuarenta días y cuarenta noches en oración. (Marcos 1, 12-13.35)

Jesús nos enseñó como orar con una oración, que aparentemente para la mayoría de
nosotros es una oración sencilla. El Padre Nuestro no debe ser oración sencilla, al contrario
es una oración profunda con mucha potencia. Para muchos de nosotros es una oración que
decimos automáticamente, como un disco, sin sentir, sin devoción, sin respeto. Decimos el
Padre Nuestro tantas veces y en diversas situaciones que pienso que no tiene mucho
significado para muchos.

Pero no ha sido así todo el tiempo. Cuando los doce apóstoles fueron formados bajo el
Maestro vieron una necesidad de una oración especial, una oración que los uniera como
comunidad. Le pidieron al Señor una plegaria que viniera a forjar su comunión con El y
entre todos ellos (Mt 6, 9; Lc 11, 1).

En los primeros años de la Iglesia se fue formulando una doctrina que se llamaba la Didaje
o también conocida como “Didaché”. La cual decía que debemos orar el Padre Nuestro así:

“Padre Nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre, venga tu


reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo; danos hoy nuestro
pan de cada día y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros
perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en tentación, mas
libranos del mal. Orad de este modo tres veces al día”.

Se puede preguntar ¿por qué tres veces al día? Porque esa era la tradición de los judíos. La
costumbre era hacer oración por la mañana, a mediodía y por la noche, al ponerse el sol.
Me puse a ver que tan rápido se puede “decir” el Padre Nuestro. Lo más rápido que pude
decirlo era 15 segundos. No se toma mucho tiempo para repetir estas pocas palabras si lo
vamos a decir. Pero esta oración es más de una colección de cincuenta y tantas palabras. Es
una oración que se debe orar, no decir; se debe contemplar con reverencia. Para orar el
Padre Nuestro como intentó Jesús se tiene que orar despacio, pensando en cada palabra y
lo que significa. Vamos a ver un modo - entre muchos - como se puede hacer esta oración
con respeto y devoción. Vamos analizando frase por frase:

PADRE NUESTRO QUE ESTAS EN EL CIELO: Tenemos un Padre Celestial que nos
creó en su imagen y semejanza, nos dio vida, nos da todo lo necesario para sostener esa
vida y nos ama sin limites. “Con amor eterno te he amado” (Jeremías 31, 3). Como
Padre amoroso que es, provee todo lo necesario, siempre está a nuestro lado para
sostenernos y ayudarnos.

Al tener un padre común significa que somos hermanos y celebramos a nuestro Padre y
unos a otros como los hijos y hermanos que somos del mismo Padre. “Miren qué amor
nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!” (1 Juan 3, 1). Al
ser hermanos nos debemos amar unos a otros. “Les doy este mandamiento nuevo: que se
amen unos a otros. Ustedes se amarán unos a otros como yo los he amado” (Juan 13,
34). El Padre nos tiene mucha paciencia y constantemente nos llama a estar con él y ser
parte de su familia.

Al decir estas primeras palabras nos ponemos plenamente en la presencia del Padre y
comenzamos a alabar su nombre, su existencia.

SANTIFICADO SEA TU NOMBRE: Tan impresionante, tan poderoso, tan grande es


Dios que su Nombre significa todo lo que es. En el Antiguo Testamento los israelitas usan
el nombre Yavé para el nombre de Dios. Esta palabra, o nombre, significa su vida eterna,
su realidad, su actividad, su voluntad, su trascendencia sobre el hombre y toda creación.
Este nombre tan sagrado y venerable no debe usarse en vano sino con todo el respeto digno
de su poder. Invocar el Nombre de Dios es invocar su Ser como nuestro Creador, nuestro
Padre, nuestro Señor.

Todos los seres del cielo y la tierra alaban a Dios: “Santo, santo, santo es el Señor Dios, el
Señor del Universo, aquel que era, que es y que viene...Digno eres, Señor y Dios
nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú creaste todas las cosas, y
por tu voluntad existen y fueron creadas” (Apocalipsis 4, 8.11).

Estando en la presencia del Padre y dandole todo honor y gloria con nuestra alabanza nos
ponemos de acuerdo con Él, deseando un sólo reino sobre nosotros.

VENGANOS TU REINO: En realidad, nosotros no sabemos mucho de reyes y reinas.


Sabemos más de presidentes y sindicatos, pero Jesús nos quiere hacer entender a partir de
esta frase, del Señorío de Dios. Somos sus hijos y como hijos tenemos que obedecer sus
leyes y mandamientos. Si queremos su reino sobre nosotros tenemos que respetar a Dios
como un dignatario de lo máximo y someternos a su voluntad, rendirnos a Él. Su reino es
un reino de paz y tranquilidad, de alegría y felicidad, no queda duda que hay problemas,
pero tienen solución porque Él nos ayuda, como el Padre que es, a resolverlas. Su reino es
nuestro si lo aceptamos y vivimos, humillándonos ante Él. Le tenemos que dar a Dios su
propio lugar en nuestra vida. Él tiene que ocupar el centro de nuestra existencia.

Poniéndolo en el centro de nuestra vida con la intención que todo lo que hacemos, decimos
y pensamos sea agradable a sus ojos, entonces intentamos hacer su voluntad.

HAGASE TU VOLUNTAD EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO: Como Él creó


todo y sabe todo, sabe lo que es mejor para sus hijos. Ademas Él nos puso en este mundo,
en este lugar y en este tiempo por una razón. Él tiene su plan. Aunque su plan es universal,
cada uno de sus hijos tiene un papel importante que llevar en ese plan. Podemos hacer
muchas obras de caridad, amar con todo el corazón, orar con todo nuestro poder, usar los
dones a lo máximo y quizá algo insignificante que nos parezca entre todo lo que hacemos
es la meta que Dios tenía para nosotros, entre todas las obras buenas.

La primera obligación que tenemos es amar a Dios. Eso se puede lograr a través de nuestra
familia, nuestros compañeros de trabajo, compañeros de la escuela o de la iglesia. Podemos
hacer la voluntad de Dios - amarlo a Él y a nuestro prójimo - en el modo que tratamos a la
gente en la calle y en nuestra vida cotidiana.

Dios nos llama a hacer algo en particular por Él, no a todos nos llama en la misma
manera. Según la llamada, Dios nos da los talentos, los dones, para cumplir con nuestra
misión (1 Corintios 12, 12-31). Pero Dios sí llama a todos a AMAR y ser
EVANGELIZADORES. De esto no nos podemos escapar.

Cuando llegamos a este punto de la oración hemos tenido suficiente entrega para
sinceramente estar dispuestos a hacer su voluntad. Dandole su lugar, alabándolo y
sometidos a su reino y voluntad, entonces podemos pedirle por nuestras verdaderas
necesidades.

DANOS HOY NUESTRO PAN DE CADA DIA: En esta frase Jesús se refiere a dos
clases de pan: pan para el cuerpo y, el más importante, el PAN espiritual. “Por eso les
digo: no se preocupen por lo que han de comer para vivir, ni por la ropa que han de
ponerse, porque la vida vale más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido.
Miren los cuervos: ni siembran, ni cosechan; ni tienen bodega ni granero, y Dios los
alimenta. ¡Cuánto más valéis vosotros que las aves!” (Lucas 12, 22-24). Si las aves están
protegidas y alimentadas por Dios, ¿de que nos tenemos qué preocupar?

El pan más importante es el Pan espiritual: Cristo. Pedimos el alimento el cual solamente
Jesús nos puede dar en la Eucaristía: su Cuerpo, su Sangre, su Alma: todo su Ser. Jesús y el
Padre quieren que seamos un solo Pan, una sola Copa, un solo Cuerpo.
PERDONANOS NUESTRAS OFENSAS COMO NOSOTROS PERDONAMOS A
LOS QUE NOS OFENDEN: Aquí nos pone Jesús un gancho. Podemos pedirle
diariamente a Dios perdón por todos nuestros pecados, pero de nada nos sirve si no
perdonamos a los que nos ofenden a nosotros. Él mismo lo dijo: “Queda bien claro que si
ustedes perdonan las ofensas de los hombres, también el Padre celestial los perdonará.
En cambio, si no perdonan las ofensas de los hombres, tampoco el Padre los
perdonará a ustedes” (Mateo 6, 14-15). Cuando estamos orando el Padre Nuestro y
llegamos a esta parte debemos reflexionar en los que tenemos que perdonar que todavía no
hemos perdonado.

También tenemos que pensar en los que hemos ofendido para pedirles perdón: “...cuando
presentes una ofrenda al altar, si recuerdas allí que tu hermano tiene alguna queja en
contra tuya, deja ahí tu ofrenda ante el altar, anda primero a hacer las paces con tu
hermano y entonces vuelve a presentarla” (Mateo 5, 23-24).

NO NOS DEJES CAER EN TENTACION: Jesús tuvo muchas tentaciones. Cuando


estaba colgando de la cruz tuvo la tentación de bajarse y liberarse de todo ese sufrimiento,
pero no cayó. No pecó. Siempre vamos a tener tentaciones en la vida. No faltan situaciones
en las cuales nos encontramos, dónde haya una tentación. Con la gracia de Dios podemos
superar la tentación y al hacerlo crecemos en fe y favor ante Dios. Pablo le pidió a Dios tres
veces que le quitara un aguijón, y Dios le respondió: “Te basta mi gracia; mi mayor
fuerza se manifiesta en la debilidad” (2 Corintios 12, 7-9).

LIBRANOS DEL MAL: Pedimos liberación de todos los males y malas influencias que
nos enfrentan cada día. De por sí el demonio es una de ellas. “Sean sobrios y estén
despiertos, porque su enemigo, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quien
devorar” (1 Pedro 5, 8).

Uno de los males que más debemos temer es a nosotros mismos. Nuestro orgullo, nuestro
egoísmo, nuestra soberbia también son males contra los cuales necesitamos protección.
Podemos pedir: Padre Nuestro librame de mí mismo.

Rezando el Padre Nuestro es una reflexión sobre nuestra vida, nuestras acciones,
pensamientos, valores y nuestra relación con Dios igual que la que llevamos con nuestros
prójimos y familiares. Rezando el Padre Nuestro es pensar en cada palabra, cada frase y
aplicarla a la vida que llevamos. Rezar el Padre Nuestro toma tiempo, no es una oración
que decimos en unos cuantos segundos.

Que bonito sería si en comunidad - sea en la familia, la Santa Misa o cualquier otro lugar
“dónde hay dos o más” - rezáramos el Padre Nuestro despacio y con reverencia.
2) SE ENCARNÓ EL AMOR

“...¡feliz el que me encuentra y no se confunde conmigo!” (Mateo 11, 6).

Desde el principio el hombre se ha confundido con Dios y hasta se ha escandalizado con Él.
Sea por su silencio o sus palabras; por su intervención o falta de intervenir; por su castigo o
su perdón; por quien es y por quien no es. Y la confusión más horrenda es la encarnación:
que Dios se hizo hombre y sigue siendo Dios.

Por más de dos mil años la raza humana se preparó para este evento de la encarnación y han
pasado otros veinte siglos desde el hecho, y el hombre todavía no puede entender, o no
acepta, que Jesús es el Amor encarnado. La razón probable sea porque la comprensión de
esta doctrina requiere un mejor entendimiento de parte del ser humano con su fe verdadera
en Dios.

Hemos llegado a entender que Cristo y Dios son uno: “Yo y mi Padre somos una misma
cosa” (Juan 10, 30). Pero no hemos aceptado la otra mitad de la realidad: que Cristo y el
hombre son uno: todos los hombres, incluso el hombre más común, son de Cristo y Cristo
habita en ellos (Juan 14, 8-9; 17, 21; Mateo 25, 40).

La encarnación es un escándalo para los israelitas, pues la Biblia nos dice: “uno colgado es
maldición de Dios” (Deuteronomio 21, 23). ¿Cómo puede ser que Dios se someta a un
nacimiento común que termina con la muerte? No suena posible. Aquel que uno no puede
ver sin morir, que no permite imágenes en su lugar, ¿de repente se hace visible y luego
desfigurado? No tiene sentido.

La Biblia nos dice que el hombre fue creado a imagen y semejanza a Dios, pero no dice
nada que Dios se haga hombre. Para los israelitas toda creación tenía un sentido divino
como obra de Yavé, Dios: piedras, agua, aceite, pan, vino, todo tenía un sentido de ser
sagrado. Más aun el hombre era el ser por excelencia de la creación, “apenas inferior a un
dios lo hiciste, coronándolo de gloria y grandeza” (Salmo 8, 6). Toda creación es obra
de Dios logrado por su Palabra. Todo fue creado por la Palabra de Dios. Y San Juan nos
dice: “en el principio era el verbo, y frente a Dios era el verbo, y el verbo era Dios. Él
estaba frente a Dios al principio. Por él se hizo todo y nada llegó a ser sin él. Lo que
llegó a ser, tiene vida en él, y para los hombres esta vida es la luz... Vino a su propia
casa y los suyos no lo recibieron...y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros...”
(Juan 1, 1-4.11.14).

Para los no-creyentes la encarnación es una locura: toma lo que es eterno y lo reduce a lo
temporal; lo que es espíritu lo hace materia; lo singular se hace en trino; lo universal se
limita al espacio. Para ellos la santidad es dejar de ser humano y volverse en espíritu, no al
contrario.
Y para nosotros los cristianos del siglo 21 es algo demasiado inconcebible y preferimos no
pensar en ello. Lo evadimos con fiestas materiales. Decimos que Jesús es Dios y así se
explican sus milagros, su sabiduría, todo. Lo ponemos en el cielo lejos de nosotros y le
encendemos velas para que se acuerde de nosotros. No nos damos cuenta que está aquí
sentado en la silla al lado, y en el otro cuarto, igual que todo nuestro alrededor. María
Magdalena lo confundió con el jardinero, los discípulos de Emaús caminaron con él por
buen rato y pensaron que era uno que no estaba informado, fuera de la onda, diríamos.

Dios es invisible y no se aparece a los sabios ni a los ricos, sino a los pobres y humildes. Es
inútil tratar de verlo con trucos o trampas de la imaginación o fotografías. No se deja.
Tampoco se deja tentar, y lo hacemos muy al menudo, cuando le hacemos una promesa si
nos concede algo en cambio. Pero sí se manifiesta a los pobres y humildes y lo hace usando
las cosas sencillas y naturales. Lo sorprendente de esto es que pensamos que Dios es una
figura invisible, lejos de nosotros, que vive tan lejos que es inaccesible, cuando la realidad
es que vive entre nosotros. Él es eternamente Emmanuel: Dios con nosotros.

Lo que hace la Religión Católica diferente de las demás es que Dios es un Dios encarnado,
profesa una religión sacramental en la cual Dios está presente y siempre estará revelándose
a nuestros cinco sentidos. San Juan empieza su primera carta así: “Lo que existía desde el
principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos
mirado y nuestras manos han palpado acerca del verbo que es vida” (1 Juan 1, 1ss).

En la Biblia lo invisible se hace visible, lo divino en lo humano, lo significante en una señal


y la gracia en un sacramento. Comenzando con el hombre que fue creado a imagen de Dios
fue la primera obra de Dios para hacer posible la comunicación entre Dios y el hombre,
entre lo divino, lo santo y lo humano para hacerlo santo.

Los padres de la Iglesia dicen que cuando Dios creó al hombre pensó en el cuerpo de su
Hijo Resucitado, Jesús y lo creó igual aunque limitado.

Dios bajó al paraíso para conversar con Adán y esto a pesar que éste había pecado. Pero eso
no detuvo al Creador, él siguió manifestándose: llamó a Abraham, a Moisés, y a todos los
profetas. Cuando Dios le pidió a Moisés que saque a su pueblo de Egipto, éste le dice a
Dios: “si tu rostro no nos acompaña, no nos hagas salir de aquí” (Éxodo 33, 15).

Sin la presencia de Dios, sin su gracia no tendrían el coraje de atravesar el desierto. Y Dios
le prometió estar en la nube durante el día y en el fuego por noche. Este velo que ocultaba a
Dios de los ojos de la gente se fue levantando poco a poco hasta que Jesús se hizo hombre y
Dios se podía ver sin morir.

Jesús no escogió pobreza, mansedumbre, sufrimiento, fracaso ni amor para atraer a la


gente, sino porque son virtudes humanas y ejemplos de dar. Dios viene a donde estamos
para poder elevarnos a donde está él. Necesitamos de la Iglesia, de los sacramentos, de
nuestros semejantes (los Santos que nos dan los ejemplos de la vida virtuosa) para nuestra
jornada hacia Dios.
Pero somos raros. Queremos dejar este mundo para ir al Cielo, dejar nuestro cuerpo de
materia para hacernos en espíritu. ¿Y qué pasa? Dios viene al mundo que queremos
abandonar, toma un cuerpo humano que queremos descartar.

Tenemos la esperanza que si dejamos de ser humanos, si nos hacemos como Dios ya no
seremos débiles, frágiles, sujetos a las tentaciones ni el sufrimiento de este mundo. Pero
Jesús nos enseña que sí es posible ser a la vez Dios y hombre, divino y humano. Que su
poder se manifiesta mejor en nuestra debilidad.

Sufrimos de los sueños de los menos realísimos que anhelan una vida sin sufrimiento ni
sacrificio; todo conforme a su propio gusto y deseo. La respuesta que tiene Dios no es de
cambiar el mundo ni las condiciones que hemos creado, sino su solución es venir y
compartir esas deficiencias con nosotros. La encarnación envuelve todo nuestro ser: el gozo
y el sufrimiento; la alegría y la pena: toda nuestra existencia se encierra en el hecho que
Dios se hizo hombre para que el hombre se haga como Dios. San Agustín nos dice que al
final “Será un solo Cristo amándose a sí mismo” (San Agustín Epist. Ad Parthos., P:L:
35, 2055).

Si toda nuestra vida es sagrada porque Jesús la santificó al hacerse hombre, entonces no hay
que anhelar otra vida, sino estar satisfechos con esta, porque es la única que tenemos. La
vida eterna no es nada más ni nada menos de la continuación de esta vida en la cual Dios ha
venido a unirse con nosotros. En realidad la vida eterna inició para nosotros en el momento
de nuestra concepción, cuando Dios nos infuso el Alma.

Nadie que está bautizado puede negar que la encarnación es permanente. El Sacramento
nos ha dado el don de ser hijos de Dios. Al ser hijos de Dios, Jesús nos necesita para que
sigamos su obra. Necesita manos fuertes y débiles, piernas y pies para caminar, boca para
proclamar, ojos para ver, oídos para escuchar. Y si Dios nos necesita, con más razón nos
necesitamos unos a otros.

Dios está y vive en cada uno de nosotros. La única manera de amar al semejante es
reconocer que Dios vive en él o ella, igual que en nosotros. Y esto es el misterio verdadero
de la encarnación. La encarnación no terminó porque Jesús murió en la Cruz. Sigue
viviendo en cada hombre, mujer, niño, niña, joven, adolescente, adulto y anciano o anciana.
La unión de dos naturalezas, lo divino y lo humano, sigue siendo el privilegio de Cristo,
pero porque él comunica su vida a cada uno de nosotros hay una verdadera unión entre
Dios y el hombre.

Jesús se hizo hombre una sola vez porque iba quedarse hombre para siempre. Cristo nació
una sola vez porque iba seguir naciendo en cada ser humano, sufrió una sola vez porque iba
sufrir hasta su segunda venida triunfal. Murió y resucitó una sola vez para permanecer
resucitado.
Así la encarnación se finaliza. La redención seguirá por toda eternidad operando de la
misma manera y por el mismo canal en cual comenzó: el Cuerpo de Cristo. Jesús sigue
siendo hombre no solamente porque está sentado a la derecha del Padre, sino porque se ha
encarnado en cada persona y su obra sigue a través de ellas, o sea nosotros.

Nosotros somos los encargados de llevar la obra de Cristo a cabo en este mundo. No
podemos llegar a Dios de una manera más directa que por la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, su
Palabra, los Sacramentos, la oración y el amor entre nosotros los hermanos de Cristo Jesús.

Se han fijado que en los Evangelios Cristo nos urge amarnos unos a los otros igual que a él.
No se puede separar el amor a Dios del amor al prójimo. Al amar a nuestro semejante
estamos amando a Dios. Dios se ha entregado al hombre tan totalmente que se ha hecho
uno con nosotros.

El fariseo existe hoy en aquel que quiere justificar su relación con Dios para escaparse de
su mal relación con su hermano. No podemos estar más cerca de Dios que lo que estamos a
nuestro prójimo. No podemos amar a Dios sino amamos a nuestro prójimo (Mateo 25, 40).
3) EL CUERPO DE CRISTO

(1ª Corintios 12, 12-30).

La concepción como cuerpo de Cristo es muy apta para determinar la relación de cada
miembro con la realidad de la salvación.

La presentación de la Iglesia como cuerpo de Cristo, a pesar de los elementos alegóricos


(por los cuales una cosa representa o significa otra diferente) que dificultan su
comprensión, es muy apta para expresar su realidad.

Cuando hablamos de la Iglesia como cuerpo de Cristo, entendemos por ella la


representación visible de Cristo en el mundo. Por lo tanto, la revelación de Dios en Cristo
no es fundamentalmente una revelación “sobre Dios”, sino la comunicación de Dios. La
Iglesia, si fuera sólo institución, no podría representar la realidad de Cristo.

La comunidad es el cuerpo de Cristo, y cada creyente, con sus dones y funciones, es un


miembro. El cuerpo no viene determinado por los miembros sino que los miembros reciben su
función de la misión (el papel) que tienen en el cuerpo. Cada uno tiene una función
significativa y necesaria en la edificación de la comunidad. La vocación fundamental es la
vocación a la comunidad salvífica. De esta vocación arranca la vida cristiana y ella ilumina
todas las vocaciones y funciones en el Nuevo Testamento.

El apóstol san Pablo nos habla en su carta a los Gálatas (3, 26-29) que por medio del
bautismo somos hijos de Dios y incorporados a Cristo. Esta unión de todos los bautizados,
a pesar de nuestra diversidad, nos hace uno en Cristo. Precisamente esta unidad vital nos
convierte en herederos de la promesa hecha a Abraham (Génesis 12, 1-3).

Con pocas palabras, Pablo define el bautismo por el vinculo-unión que se establece entre el
creyente y Cristo. El bautismo substituye a la circuncisión, la vida en Cristo substituye a la
Ley.
4) EL ABANDONO DE LA CRUZ

La relación que hay entre Padre e Hijo es la máxima posible porque Jesús pertenece
completamente al ser de Dios. Esto quiere decir que todo lo que hace Dios lo hace Jesús,
todo lo que dice el Padre lo dice el Hijo, piensan igual; tienen los mismos pensamientos al
mismo tiempo. Cuando el Hijo se da en amor, es el Padre que se está dando en amor.

Cuando se revela Jesús, está revelando al Padre. Dios se puede expresar en la inteligencia
de Jesús, en su manera de hablar, en sus acciones, en la voluntad de Jesús, en la libertad de
Jesús, en esa persona y esa historia que son Jesús.

San Pablo nos dice, refiriéndose al Padre (Romanos 8, 32): “...no perdonó a su propio
Hijo, sino lo entregó por todos nosotros”. Entregar es mucho más serio que enviar. Hay
mucha diferencia en las dos acciones. Cuando uno envía, el enviado no tiene que llegar, se
puede ir por otro lado. Pero cuando uno es entregado no hay esa opción, el entregado es
puesto en las manos de otro para que haga lo que quiere.

San Juan en su Evangelio nos dice (3, 16): “Tanto amó Dios al mundo que entregó su
Hijo Único, para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna”.

En el Antiguo Testamento, Dios no permitió que Abraham entregara su hijo, sino intervino
para evitarlo. Sin embargo, el Dios del Nuevo Testamento sí entrega a su propio Hijo. Dios
es de tal manera que cuando los hombres le rebatan lo que más quiere, lo que es más
precioso a sus ojos, lo que es más propio de Él, deja los hombres hacerlo.

¿Qué nos dice esto? Nos dice que ante todo ese dolor, sufrimiento, angustia, pena, maldad,
venganza y desquite, que nos enfrenta todos los días, Dios no lo manda ni lo evita, sino lo
sufre. Ese es el supuesto abandono en la cruz. Dios no interviene en la crucifixión de su
Hijo, sino la sufre.

Dios está presente como Aquel que no evita el dolor del mundo sino que simplemente lo
soporta.

La omnipotencia de Dios consiste en poder superarlo todo, no en poder evitarlo todo. Dios
es amor y el amor capacita para el sufrimiento, y la capacidad de sufrimiento se consuma
en la entrega y en la inmolación. Cristo quedó desnudo, llagado, ensangrentado, pero
invencible. El amor soporta todo (1 Corintios 13, 3-7).

Esto nos obliga a cambiar nuestras ideas sobre Dios. Si Dios no intervino en el Calvario,
entonces no va a intervenir ahora. Ya no podemos ver a Dios como Aquel que viene a
quitar el sufrimiento del hombre en el mundo, sino hay que verlo al revés: el hombre es
llamado a evitar que Dios sufra en el mundo.
Así podemos entender mejor, quizá hasta en su plenitud, lo que nos dice Jesús sobre el
juicio final: “lo que hicieron con los demás, a mí me lo hicieron” (Mateo 25, 40).

Si fuéramos quitándole la divinidad a Cristo y dejándolo como puro hombre, lo que le


hicimos en la cruz se lo hicimos a Dios. La realidad es que todo lo injusto, toda opresión,
todo odio que siembra el hombre, o sea todo pecado en verdad afecta a Dios. La crucifixión
nos descubre hasta dónde llega el pecado, pero al mismo tiempo nos enseña hasta dónde
llega el amor.

Lo que solemos llamar “mi cruz” no es otra cosa que los sufrimientos y contradicciones de
la vida. La cruz es lo que limita la vida, lo que hace sufrir y dificulta el caminar a causa de
la imperfección o la mala voluntad humana.

En sí, las cruces no tienen ningún valor. Son una experiencia humana negativa, de la que
nadie se puede escapar. Pero con Jesús el sufrimiento humano ha encontrado sentido. No es
que Él nos haya enseñado a eliminar la cruz o le haya dado un valor en sí misma, sino
porque le ha dado un valor santificante y liberador. Desde Jesús toda cruz puede encontrar
un lugar en la construcción del Reino de Dios.

Gracias a Jesucristo, el hecho de la cruz puede ser tomado como una dimensión de la
espiritualidad. Por eso nos llama a cargar nuestra cruz para poder seguirle: “Quien no
carga con su cruz y se viene detrás de mí, no puede ser discípulo mío” (Lucas 14, 27).

Sólo siguiendo a Cristo, la cruz nos hace crecer en la vida según el Espíritu. Por eso la
espiritualidad de la cruz no es meramente la aceptación de la tristeza, del dolor en una
manera pasiva, tampoco es aceptarla con resignación.

La cruz no se busca pero al enfrentarnos con ella se acepta. Y la encontraremos en la


medida que seguimos a Jesús. Nuestras cruces no tienen sentido si no las incorporamos a la
cruz de Cristo. No todo sufrimiento es cristiano, solamente el que nace del seguimiento de
Jesús.

Y siempre hay que acordar que la cruz nos lleva a la resurrección. No hay otro camino al
Reino de Dios sino el camino de la cruz.

“Hijo, si te has decidido a servir al Señor, prepárate para la prueba. Camina con
conciencia recta y manténte firme; y en tiempo de adversidad no te inquietes.

“Apégate al Señor y no te alejes, para que tengas éxito en tus últimos días. Todo lo que
te suceda, acéptalo y, cuando te toquen las humillaciones, sé paciente, porque se
purifica el oro en el fuego, y los que siguen al Señor, en el horno de la humillación.
Confía en él, él te cuidara; sigue la senda recta y espera en él” (Sirácides 2, 1-6).
El fariseo existe hoy en aquel que quiere justificar su relación con Dios para escaparse de
su mal relación con su hermano. No podemos estar más cerca de Dios que lo que estamos a
nuestro prójimo. No podemos amar a Dios sino amamos a nuestro prójimo (Mateo 25, 40).
5) EL SEÑOR HA RESUCITADO

Cuando algún ser querido muere, sufrimos un pesar profundo. Hasta pensamos que se nos
acaba el mundo. Si nos dejamos ir completamente, nos afecta nuestra salud: dejamos de
comer y de dormir.

Así pasó cuando murió Jesús. Los apóstoles no sabían que hacer. Se escondieron en un
salón y se pusieron en oración. Recibieron un golpe tremendo al ver su Maestro sufrir y
morir. Con la muerte de Jesús casi muere la esperanza. Pero no todos de los discípulos de
Jesús estaban con Maria y los apóstoles. Unos se regresaron de Jerusalén a sus casas.
Muchos de ellos tuvieron que caminar larga distancias. En el camino de Emaús Jesús se
encontró con unos discípulos que estaban tristes y desanimados. Todo en lo que creían se
les acabó con la muerte de ese hombre que le decían el Mesias.

Jesús en persona se les acercó y les dijo: “¿Qué es lo que van conversando?” Con cara
triste le contaron todas sus penas. Cuando terminaron, Jesús les dijo: “¡Qué poco
entienden ustedes y cuánto les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No
tenía que ser así y que el Cristo padeciera para entrar en su gloria?”

Y comenzando por Moisés y recorriendo todos los profetas, les interpretó todo lo que las
Escrituras decían sobre Él. Pero todavía no lo reconocieron.

Al llegar al pueblo al que iban, lo invitaron a quedarse con ellos. Entró entonces para cenar.
Una vez que estuvo a la mesa con ellos, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. En ese
momento se les abrieron los ojos y lo reconocieron.

Jesús usó dos cosas para darles animo de nuevo y resucitar la esperanza que había muerto
dentro de ellos: (1) las Escrituras: ¿No sentíamos arder nuestro corazón cuando nos
hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras? y (2) la Eucaristía. (Lucas 24, 13-
35).

Jesús nos ayuda a resucitar nuestra fe y nuestra esperanza como lo hizo con los discípulos
en el camino a Emaús. A través de las Sagradas Escrituras y la Eucaristía Jesús nos sana y
nos da vida nueva. Vámonos acercándonos a Él para resucitar con Él. Leamos la Biblia
todos los días y vamos a Misa lo más seguido posible.
6) LA RESURRECCIÓN DE CRISTO

Jesús demostró con sus palabras y vida el amor que tenía para con su Padre. El Reino de
Dios fue el tema de su predicación. Su Padre era su alimento. La relación que existía entre
Padre e Hijo era lo máximo.

Pero al contrario de lo que uno esperaría de Él, murió ajusticiado; como un reo condenado a
sentencia de muerte. Casi las últimas palabras que dijo fueron un grito de desesperación:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

A pesar de este momento de debilidad humana, desesperación, de sentirse solo y


abandonado, no terminó así. Terminó con un acto de fe admirable, un acto que demuestra lo
que había vivido toda su vida, la sumisión total a la voluntad de su Padre Dios. Sus últimas
palabras no eran de un hombre desesperado, sino fueron un grito de fe, de amor, de entrega
y de esperanza: ”Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.

Jesús siempre había confiado en Dios. Sabía con certitud que al tercer día iba a resucitar.
Que pasara lo que pasara Él estaba en las manos de su Padre Dios, su Abbá. Jesús contaba,
desde antes de su muerte, que el Dios de la misericordia, el Dios de la salvación tendría la
última palabra. Y así fue.

Dios Padre resucita a su Hijo. Al resucitar, no recibe la misma vida de la que disfrutó
durante el tiempo que vivió aquí en la tierra. Resucitar no equivale a recobrar la vida
perdida, sino a disfrutar la vida en plenitud, la vida plena, que se sustenta con la fuerza de
Dios. En ese momento Jesús recibió, sin ninguna limitación, la vida que le correspondía
como Dios. Al morir, Jesús regresa al Padre y se sumerge en la vida del Padre, libre ya de
toda limitación que antes de la resurrección lo tenía atado a un solo lugar y a un solo
tiempo.

Jesús resucitado es el mismo Jesús de Nazaret, pero un Jesús plenamente realizado en la


gloria. El alma inmortal de Jesús volvió a tomar su cuerpo. Este cuerpo tiene propiedades
que lo libran de limitaciones en cuanto lo material y mortal. Por ejemplo: puede aparecer y
desaparecer según su voluntad; come y habla como lo hizo anteriormente a su muerte y
resurrección y se revela a los demás como sea necesario y propio.

¿DE DÓNDE NACIÓ LA FE EN JESÚS RESUCITADO?

Ciertamente no fue por uno o varios testigos que lo vieron resucitar, porque nadie lo vio. El
hecho de su resurrección no se puede comprobar científicamente, porque nadie tomó su
ADN antes de su muerte ni después de su resurrección. Pero, consta que cambió la historia
totalmente. Ahora se mide el tiempo según su venida, muerte y resurrección: el calendario
está basado en antes de Cristo y después de Cristo. Es la persona más mencionada en todo
el mundo, sea el mundo cristiano o el mundo de cualquier otra religión. En tres años
cambió los pensamientos de los seres humanos y su manera de actuar. Tuvo un impacto
tremendo en la historia. Sin embargo esto no tiene nada que ver con la resurrección.

Ningún evangelista usa el sepulcro vacío como prueba de la resurrección. El sepulcro vacío
era nada más que una invitación a creer en el Resucitado, a tener fe. Pero no fue presentado
como una prueba.

Lo que realmente dio credibilidad a la resurrección fueron las apariciones. Aunque no hubo
testigos de la resurrección, si hubo de la muerte y de sus apariciones después de la
Resurrección. Cuantas fueron, donde fueron y a quien se apareció no se sabe de todas. San
Juan menciona que Jesús se apareció a los discípulos tres veces y san Pablo nos dice (1ª
Corintios 15, 4-6): “Cristo murió por nosotros, fue sepultado; resucitó al tercer día...se
apareció a Pedro y luego a los Doce. Después se hizo presente a más de quinientos
hermanos de una vez...”

Las que están en los escritos de la Biblia revelan algunos hechos. Son una presencia real y
carnal de Jesús. Él camina, come, se deja tocar y tiene conversaciones con diferente
personas. Su presencia es tan real que lo confunden con un forastero cualquiera, un
jardinero o un pescador. Pero su presencia tiene algo de nuevo, pues no se reconoce a
primera vista, atraviesa paredes y puertas, y aparece y desaparece de pronto. La conclusión
de todo esto puede ser: es el mismo, está vivo pero de otro modo.

La fe, entonces, es el fruto del impacto recibido por los apóstoles a través de las
apariciones. Los apóstoles eran un grupo de torpes que no tenían la imaginación de inventar
cosa semejante. Son sinceros cuando hablan de este acontecimiento tan grande. Sin la
realidad de estas apariciones no podrían predicar la resurrección del Señor y, jamás hubiera
existido la Iglesia. No es su fe que causa la resurrección, sino que el Resucitado que
provoca tanta fe que dan su vida para defender su creencia. San Pedro lo dice muy bien:
“Nosotros no podemos contar menos de lo que hemos visto y oído” (Hechos 4, 20).

La historia de los discípulos de Emaús termina (Lucas 24, 33-35): “Y en ese mismo
momento se levantaron para volver a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once
y a los de su grupo. Estos les dijeron: ¡Es verdad! El Señor resucitó y se dejó ver por
Simón. Ellos por su parte, contaron lo sucedido en el camino y cómo lo habían
reconocido al partir el pan”.

La resurrección de Jesús no lo aparta de este mundo, sino lo ensarta en la historia de una


manera nueva y diferente. Los creyentes desde ahora podemos vivir como resucitados. San
Pablo repite con frecuencia que la resurrección de Jesús lleva a nuestra propia
transformación.

“...Para que, así como Cristo fue resucitado de la muerte por el poder del Padre,
también nosotros empezáramos una nueva vida” (Romanos 6, 4)
“Murió por todos para que los que viven ya no vivan más para sí mismos, sino para el
que murió y resucitó por ellos” (2ª Corintios 5, 15).

San Pablo, cuando habla del bautismo, no insiste tanto en la resurrección, sino en vivir.
Vivir una vida nueva. La vida del creyente es la vida de Cristo. Jesús resucitado tiene una
relación personal con cada uno. Por eso Pablo puede decir: “Vivo, pero no yo, sino que es
Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2, 20).

Estas palabras deben ser verdaderas para todos nosotros. En cierto sentido, Pablo es Cristo
viviente. Siente que tiene una relación intima con el Señor, de quien depende enteramente.

Nuestra vida, como hombres nuevos, sigue siendo un seguimiento de Jesús. El Reino de
Cristo se hace real en la medida en que hay servidores como Él lo fue. El hombre nuevo
cree en verdad que más feliz es el que da que el que recibe (Hechos 20, 35), que es más
grande el que más se humilla para servir (Mateo 20, 26).
7) JEREMÍAS (1, 4-19)

Jeremías es elegido por Dios para ser profeta en un tiempo en que gran parte del pueblo
había caído en la idolatría. Dios, como vemos en este texto, no llama sin dar su ayuda.

Los verbos que se usan tienen una gran riqueza de contenido: formar (modelar) es la labor
que realiza el alfarero con la arcilla, que a partir de la imagen de Génesis 2,7 designa la
creación que sale de las manos de Dios; conocer, no sólo es “saber”, sino también indica
invitación a entrar en una relación recíproca y de intimidad entre Aquel que conoce por
adelantado y el que es llamado a la existencia, consagrar indica la dedicación a un
ministerio particular que Dios mismo le confiará. Jeremías no sólo será el profeta de Judá,
sino también de las naciones.

El segundo punto se trata de cómo será el ministerio del profeta: Jeremías contará con la
constante ayuda de Dios, con quien tendrá una intima relación; el profeta debe tener una
gran prontitud en cumplir la orden del Señor (“cíñete y prepárate, ponte en pie y diles...”).
Finalmente, la misión profética le supondrá una lucha constante contra todo el pueblo (“los
reyes y jefes de Judá, los sacerdotes y la gente del campo”). Esta hostilidad del pueblo para
con el profeta prepara ya la hostilidad que los de Nazaret tendrán para con Jesús, del mismo
modo que las relaciones del profeta con Dios son preludio de las de Jesús con el Padre.
También nosotros, por nuestra condición de pueblo de bautizados, somos profetas.

Como Jesús fue ungido por el Espíritu, así la Iglesia recibió esta fuerza de Dios en
Pentecostés, para empezar dinámicamente su misión evangelizadora. Y también cada uno
de nosotros, en el Bautismo y en el sacramento de la Confirmación hemos recibido la
misma misión y la fuerza de lo alto, para ser un pueblo de profetas, testigos, anunciadores
de la salvación de Dios en medio de nuestro mundo: la familia, el trabajo, las amistades, la
comunidad religiosa, la política, etc.

Nos cuesta a todos realizar con fidelidad este encargo. Y sentimos la tentación de renunciar
como quiso Jeremías para no complicarse la vida. Pero con la ayuda de Dios, tenemos que
seguir fielmente el camino que Dios nos traza.

El profeta cristiano no es un denunciador amargado y resentido. El profeta cristiano es


alguien que sabe y practica que el amor es más grande que la fe y la esperanza. Por eso el
creyente es compresivo, servicial, no tiene envidia, no es presumido ni se envanece;
disculpa sin limites, confía sin limites, soporta sin limites (1ª Corintios 13, 4-7.13). En
efecto, ser profeta significa llamar a todos a vivir en el amor.
8) AGUANTA UN POCO MÁS

“Hijo, si te has decidido a servir al Señor, prepárate para la prueba. Camina con
consciencia recta y manténte firme; y en el tiempo de la adversidad no te inquietes.
Apégate al Señor y no te alejes, para que tengas éxito en tus últimos días. Todo lo que
te suceda, acéptalo y, cuando te toquen las humillaciones, sé paciente, porque se
purifica el oro en el fuego, y los que siguen al Señor, en el horno de la humillación.
Confía en él, él te cuidará; sigue la senda recta y espera en él” (Sirácides 2, 1-6).

“Como la greda en manos del obrero que le da su destino a su gusto, así están los
hombres en las manos de su Creador, que hace de ellos según su voluntad”
(Sirácides 33, 13).

Para cualquier crecimiento o para alcanzar una meta, poco es fácil. Por ejemplo cualquier
carrera que emprendemos tiene consigo sus altas y bajas. No se entra por una puerta de la
universidad y sale por otra en el mismo día con el diploma en la mano. Hay cosas que
aprender y re-aprender; unas fácilmente u otras con muchas desveladas. Todo se va
tomando forma, poco a poco, hasta después de cuatro, cinco o más años, se llega al
momento el cual tenemos que llegar. Si queremos un coche es necesario trabajar más y
gastar menos, incluso negarse, con mucho sufrimiento, cosas que deseamos. Si queremos
aumentar nuestra fe también se necesita paciencia, tiempo y esfuerzo. En breve para lograr
cualquier cosa de valor (material o espiritual) se requiere algo de sacrificio.

Se cuenta que había una pareja que gustaba de visitar las pequeñas tiendas del centro. Al
entrar en una de ellas se quedaron prendados de una hermosa tacita. “¿Me permite ver esta
taza?” preguntó la señora. “¡Nunca había visto algo tan fino!”

En las manos de la señora, la taza comenzó a contar una historia: “Usted debe saber que yo
no siempre he sido la taza que usted está sosteniendo. Hace mucho tiempo yo era sólo un
poco de barro. Pero un artesano me tomó entre sus manos y me fue dando forma. Llegó el
momento en que me desperté y le grite: “¡Por favor, ya déjame en paz!” Pero mi amo sólo
me dijo: “Aguanta un poco más, todavía no es tiempo”.

Después me puso en un horno. ¡Nunca había sentido tanto calor! Toqué a la puerta del
horno y a través de la ventanilla pude leer los labios de mi amo que me decían, “Aguanta
un poco más, todavía no es tiempo”.

Cuando al fin abrió la puerta, mi artesano me puso en un estante. Apenas me había


refrescado, y me comenzó a raspar, a lijar. No sé cómo no acabó conmigo. Me daba
vueltas, me miraba de arriba, de debajo de lado a lado. Por último me aplicó
meticulosamente varias pinturas. Sentía que me ahogaba. “Por favor, déjame en paz”, le
gritaba a mi artesano. Pero él sólo me decía, “Aguanta un poco más, todavía no es tiempo”.
Al fin cuando que había terminado aquello, me metió en otro horno, mucho más caliente
que el primero. Ahora si pensé que terminaba con mi vida. Le rogué y le imploré a mi
artesano que me respetara, que me sacara, que si se había vuelto loco. Grité, lloré, pero mi
artesano sólo me decía, “Aguanta un poco más, todavía no es tiempo”.

Me pregunté entonces si había esperanza, si lograría sobrevivir aquellos tratos y abandonos.


Pero por alguna razón aguanté todo aquello. Fue entonces que se abrió la puerta y mi
artesano me tomó cariñosamente y me llevó a un lugar muy diferente. Era precioso. Allí
todas las tazas eran maravillosas, verdaderas obras de arte, resplandecían como sólo ocurre
en los sueños. No pasó mucho tiempo cuando descubrí que estaba en una fina tienda y ante
mi había un espejo. Una de esas maravillas era yo. ¡No podía creerlo! ¡Esa no podía ser yo!

Mi artesano entonces me dijo, “Yo se que sufriste al ser moldeada por mis manos. Mira tu
hermosa figura. Se que pasaste terribles calores, pero ahora observa tu sólida consistencia.
Se que sufriste con las raspadas y pulidas, pero mira ahora la finura de tu presencia, y, la
pintura te provocaba nausea pero contempla ahora tu hermosura. Imagínate, ¿si te hubiera
dejado como estabas? Ahora eres una obra terminada. Lo que imaginé cuando te comencé a
formar. (Anónimo.)

Esto nos pasa muy a menudo en nuestra caminata de fe. Hay tiempos de mucha alegría,
tranquilidad y paz. También hay tiempos de mucho “stress” como solemos decir. Pero,
como nos indica la Palabra de Dios hay que dejarnos moldear: como “oro en el fuego, y en
el horno de la humillación”. También nos alertan Pablo y Bernabé poco después de que
Pablo fue apedreado y dejado casi muerto: “...Es necesario que pasemos por muchas
pruebas para entrar en el Reino de Dios” (Hechos 14, 22).

En la vida espiritual, nosotros católicos, comenzamos con una fe “prestada”. Fuimos


bautizados como bebés y nuestros padres y padrinos nos prestaron su fe. Con tiempo esa fe
fue haciéndose nuestra. Aprendimos unas oraciones sencillas. Según las circunstancias
nuestra fe fue madurando poco a poco, paso por paso, avanzando según la usamos. Por todo
este camino hubo pruebas y más pruebas; caídas y levantadas sin cesar y, fueron duras y
dolorosas las “raspadas”. Llegamos al nivel de fe donde estamos hoy. Sin embargo nos
queda una larga inclinada: “...Yo les digo que si tuvieran fe como un granito de mostaza,
le dirían a este cerro: Quítate de ahí y ponte más allá, y el cerro obedecería. Nada le
sería imposible” (Mateo 17, 20). Si queremos aumentar nuestra fe, si queremos vivir como
verdaderos cristianos entonces hay que confiar en Dios y dejarlo guiarnos paso tras pasó tal
como la taza en nuestro cuento. Los Apóstoles le pidieron al Señor “auméntanos la fe”
(Lucas 17, 5) porque querían más fe y confiaban en Él. Ellos se abandonaron a su
liderazgo.

Lo bueno es que tenemos el mismo Alfarero que no se cansa de moldearnos con sus
consejos y amorosas manos. Tenemos un Creador que nos ama; nos ama tanto que no se
rinde a pesar de nuestras fallas y rebeldías. Aunque nos desesperamos, gritamos y lloramos,
Él es persistente, nos aguanta, nos anima con su voz suave y tranquila: “...El que cree en
mí, aunque muera vivirá” (Juan 11, 25). Ten confianza, no tengas miedo, no dudes
porque no vez resultados inmediatos. Sé paciente, tranquilo; ten calma. Dios te ama. Somos
barro en manos divinas y tenemos la certeza que todavía no termina su obra en nosotros. Él
es fiel a la obra; sabe lo que hace con nosotros; cual es el resultado que quiere.

La Santa Madre Teresa de Calcuta tenía muchas cualidades y una de ellas era que a pesar
de que sentía que Cristo no estaba con ella, que Él la había abandonado, no perdió su fe.
Siguió adelante atendiendo los enfermos y los desamparados con más intensidad. Madre
Teresa no sufrió las llagas de Cristo en lo físico, sino su sufrimiento fue mental y de
corazón y alma. En una ocasión después de haber meditado la Pasión de Cristo dijo que lo
que sufrió el Señor de sentirse solo, abandonado, humillado y despreciado fue mucho peor
que el dolor de los azotes y clavos en sus manos y pies. Por eso sudó sangre en Getsemaní.

La Santa comenzó su caminata de fe cuando, siendo de familia económicamente cómoda,


dejó esa riqueza y se fue a vivir a la India en un barrio de los más indigentes del mundo,
entre la gente más pobre de los pobres. Ahora, como resultado de su fe, las Misioneras de
la Caridad que ella formó consiste de más de 4500 mujeres y hombres en más de 130
países.

Otro ejemplo de lo que puede hacer la fe es el famoso San Francisco de Asís. Cuando era
joven y decidido a seguir a Jesús hizo algo que dejó a sus ricos padres sin palabras.
Denunció su herencia, se quitó su ropa fina y se fue semi-desnudo a establecer la Orden de
Franciscanos que hoy se encuentra en todo el mundo.

La fe que salva, que tenemos en el corazón y que profesamos con los labios y demostramos
con nuestras obras, es que Jesús es el Señor, resucitado por Dios y sigue viviendo entre
nosotros (Romanos 10, 9). La persona que en verdad confía en el Señor y vive su fe no
teme lo desconocido porque sabe que Jesús siempre está con ella (Mateo 28, 20). La fe es
lo que nos salva y nos impulsa a hacer obras de caridad, entrar en el servicio de los demás y
ser un miembro activo de la Iglesia, tomando una parte importante en el Cuerpo Místico de
Cristo. Como en los casos de san Francisco de Asís y la Santa Madre Teresa de Calcuta hay
millones de santos, conocidos y desconocidos, que siguieron el precepto: “Ten fe en el
Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia” (Hechos 16, 31).

Jamás olvidemos que la fe tiene que encarnarse, es decir, tiene que manifestarse en obras
evangélicas; hay que vivirla. “Hagan lo que dice la palabra, pues al ser solamente
oyentes se engañarían a sí mismos” (Santiago 1, 22). Más adelante el Apóstol afirma:
“Así como el cuerpo sin el espíritu está muerto, del mismo modo la fe que no produce
obras está muerta” (2, 26).

El Señor Jesus en dos diferentes ocasiones nos advierte: “No es el que me dice: ¡Señor!,
¡Señor!, el que entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi
Padre del Cielo” (Mateo 7, 21). Y en el Evangelio de San Lucas, “¿Por qué me llaman
Señor, Señor, y no hacen lo que yo digo?” (Lucas 6, 46). Entonces es obvio que la fe es
más que creer con la mente, también es creer con nuestras aciones.
“¿Qué es la fe? En primer lugar es un don de Dios que se nos da absolutamente gratis.
Siendo don gratuito no podemos exigir nada de Dios. Se usa el don para la intención, el
propósito para qué fue dado. Se nos fue dada la fe para acercarnos más a Dios y para hacer
las obras de Dios que incluye la edificación de su Iglesia la cual fundó con San Pedro
siendo su primer Vicario (Papa).

Una de las características de la fe es que lo más que se usa lo más crece. Por eso hay que
responder de inmediato cuando nos pide algo el Señor. La fe es estar completamente
seguros, confiados en la presencia de Dios. La fe no se entiende sino se acepta como se
acepta a Dios, sin verlo.

El Padre Dios tiene un plan universal para toda su creación y tiene un plan individual—
hecho a la medida—para cada uno de nosotros. Este plan es como un gigantesco rompe
cabeza donde cada pieza tiene su propia forma y lugar específico. Imagínate un rompe
cabeza del todo el mundo al cual le faltan unas cuantas piezas; una pieza en Europa, otra en
Australia, dos en China, tres en Brazil y en México varias. Estaría incompleto, se vería mal.
Pues cada una de esas piezas representan una persona como tú y yo. Dios nos dio ciertos
talentos y si lo permitimos nos moldea para acomodarnos en el lugar preciso que apartó
para nosotros.

Si realmente tenemos fe nos abandonamos a la Sabiduría y Poder del Creador, a su plan


perfecto. No es plan nuestro, pertenece a Él. Tampoco la vida es nuestra, también es de Él.
La vida no se trata de mí, se trata de la voluntad misericordiosa de Dios, de confiar con
absoluta seguridad en el Señor Jesús. Nosotros no tenemos por qué cuestionarlo, ni decirle
cómo hacer las cosas. El abandono total debe ser completo y lo más que nos sometemos a
su Voluntad lo más crecemos en la fe y lo más crece la fe en nosotros. Como la taza, no
tenemos nada que ver en el asunto excepto obedecer y cooperar, entregar la vida, nuestra
voluntad, a Dios. Él hará el resto.

Haciéndolo así podemos entender lo que Jesús quiso decir con la parábola del grano de
mostaza y también aceptaríamos las palabras de Jeremías con alegría:

“Palabra que Yavé dirigió a Jeremías. Levántate y baja a la casa del que trabaja la
greda; allí te haré oír mis palabras. Bajé, pues, donde el alfarero, que estaba haciendo
un trabajo al torno. Pero el cántaro que estaba haciendo le salió mal, mientras
amoldaba la greda. Lo volvió entonces a empezar, transformándolo en otro cántaro a
su gusto. Yavé, entonces, me dirigió esta palabra: Yo puedo hacer lo mismo contigo,
pueblo de Israel; como el barro en la mano del alfarero, así eres tú en mi mano”
(Jeremías 18, 1-6).

¡AGUANTA UN POCO MÁS, TODAVÍA NO ES TIEMPO! Deja que Dios termine de


hacerte santo a Su manera y a Su gusto.
9) HUMILDAD

“Cualquier cosa que hagas, hijo, hazla con discreción, y te amarán los amigos de Dios.
Cuanto más grande seas más debes humillarte, y el Señor te mirará con agrado.
Porque grande es el poder del Señor, y los humildes son los que le dan gloria”
(Sirácides 3, 17-20).

Dios tiene un plan que incluye a cada uno de nosotros, tal como somos. Dios no despertó
un día aburrido, con nada que hacer y decidió crearte a ti o a mi. No creó a una persona
discapacitada para curiosamente ver lo que pasaba. Él nos hizo, a cada uno de nosotros, con
un propósito, con algo específico que quiere que logremos en una manera especial.

La vida es como un rompecabezas gigante. Nosotros somos las piezas individuales que lo
componen y hay que encajar con los que están a nuestro alrededor. Tenemos nuestro lugar
único porque somos irrepetibles: un único lugar para una única pieza (persona). No
cabemos en otro lugar si no es el apartado para nosotros; es imposible sin reformación. La
humildad nos permite aceptar nuestro lugar en el Plan Divino.

Si no nos gusta cómo nos creó, criticamos la obra de Dios. Hay que aceptarnos tal como
somos: altos, chaparos, gordos o flacos; morenos, rubios o güeros. Algunos nos designó
para ser médicos, ingenieros, obreros, comerciantes, maestros, políticos. Así nos quiere
Dios. Si no fuera así no nos hubiera dado vida. “Antes de formarte en el seno de tu
madre, ya te conocía; antes de que tú nacieras, yo te consagré, y te destiné…”
(Jeremías 1, 5).

La humildad es aceptarnos tal como el Padre nos hizo. Nos corresponde descubrir el plan
de Dios para nosotros y someternos a la Divina Providencia. Hay que descubrir cuál es
nuestro papel (misión, propósito, fin,). Nosotros, a través de oración y con el don de
discernimiento descubrimos el ¿Por qué? y el ¿Para qué? de nuestra existencia.

Saber que el plan es de Dios, la manera de cumplirlo es de Dios y el éxito es de Dios son
parte de ser humilde. Jamás te arrepentirás de humillarte ante Dios.

Abandonarse a la Divina Providencia es la expresión visible de la virtud de humildad.


Cristo es todo en todo. Solo hay una verdadera adoración y servicio a Dios en el mundo,
son los de Cristo; solo hay una verdadera vida en el mundo y es la de Cristo; solo hay un
bien que se hace en el mundo y es la obra de Cristo. Nuestra única esperanza de servir a
Dios, de orarle, o vivir por y para Dios es, entrar en la vida y la obra de Cristo, haciendo la
voluntad de Dios con amor y humildad. En el Cuerpo Místico de Cristo, la vida
sobrenatural con todas sus virtudes y obras buenas vienen de Dios, son iniciadas por Dios,
operan por la fuerza de Dios y son dirigidas hacia Dios porque así es la voluntad de Dios.
“Más bien revístanse de Cristo Jesús, el Señor, y ya no se guíen por la carne para
satisfacer sus codicias” (Romanos 13, 14).
10) DETALLES DE LA VIDA

Dios es maravilloso y a la vez misterioso. No deja de ser misericordioso pero tampoco se


explica por completo. Mucho nos lo deja como tarea y nos cuesta superar el enigma.

Hay unos detalles que nos manda Dios que, aunque inexplicable en su momento pueden
resultar importante e impactante en nuestra vida. Vienen a mente unas personas que me
impresionaron aunque no las conozco ni se sus nombres. La primera la vi caminando al
lado de la carretera, yo en autobús. Al verla algo me animó a orar por ella; no se por qué ni
para qué pero sigo orando por ella. Me acuerdo de la enfermera en Pachuca con el rostro
radiante, lleno de Dios y gozando de su trabajo. Me acuerdo de otro rostro lleno de
esperanza, sobresaliente en la multitud en la Plaza de San Pedro en Roma. Aunque solo
salió en la Tele, oro por ella también. El último detalle fue dos ojos preciosos esperando
que saliera del elevador para poder entrar. Nuestros ojos hicieron contacto por unos
segundos pero fue suficiente para reconocer a Cristo en ella.

Otro detalle. Se trata del amor. ¿Qué es el amor? O, dicho de otra manera, ¿Cómo se ama?
Sabemos que en lo más sencillo, el amor es hacerle y desearle el bien al otro. Jesús nos dice
unas cosas muy fuertes sobre esto. Cosas como “Amense unos a otros como yo los he
amado” (Juan 13, 34; 15, 12) y hay viene el bueno: “No hay amor más grande que dar
la vida por sus amigos” (Juan 15, 13). Si nos amamos unos a otros como Él nos amó y, si
en verdad queremos seguir a Jesús no nos queda otra más que dar nuestra vida por los
demás.

Ahora, ¿cómo lo hago? Una buena manera de dar la vida por los demás es mirar a los
Santos e imitarles. Madre Teresa de Calcuta y Katherine Drexel son dos buenos ejemplos
de mujeres ordinarias que Dios hizo santas.

Madre Teresa de Calcuta dio su vida por los más pobres de los pobres; se gastó y se
desgastó por ellos. Ella veo a Cristo en todos. Medita lo que decía: "Un corazón puro puede
ver fácilmente a Cristo en el hambriento, en el desnudo, en quien no tiene hogar, en quien
está solo, en el no deseado, en el que no es amado, en el leproso, en el alcohólico en el
hombre que vive en las calles no deseado, no amado, hambriento.

“No hay solo hambre de pan, hay hambre de amor. No hay solo desnudez por un vestido,
sino que hay desnudez de dignidad humana. No solo hay falta de hogar por una pequeña
casa para vivir sino que hay falta de hogar por ser abandonados por todos, no deseados, no
amados, descuidados, por haber olvidado lo que es el amor humano, lo que es la alegría
humana, el toque humano".

Katherine Drexel es una santa que no es tan conocida sin embargo ella también dio su vida
por los más marginados en los tiempos que vivió.
Fue hija de un banquero que le dejó de herencia viente millones de dólares. Cuando murió
su padre ella quedó destrozada, y viajó a Europa. En una audiencia con León XIII, solicitó
que le enviara personas entregadas para las misiones que financiaba. El Papa hizo notar que
ella misma podía ser misionera. Había conocido a los indios americanos y a los afro-
americanos viendo las pésimas condiciones de vida que tenían.

Katharine fundó las Hermanas del Santísimo Sacramento para servir a los indios y afro-
americanos. Desde los 33 años hasta su muerte, dedicó su vida y su fortuna personal a su
trabajo. Santa Katharine fundó muchas escuelas, capillas, conventos, y monasterios.
Cuando murió en 1955 había más de 500 hermanas religiosas en 63 escuelas en todo el
país.

De estas dos mujeres podemos tomar el ejemplo de que nuestra misión en la vida es servir.
No importa nuestros recursos económicos. Lo importante es si nos dejamos guiar por el
Espíritu Santo, Él proveerá los fondos necesarios para hacer posible la tarea que nos pide.

Poniéndonos en las manos de Dios Padre, consagrándonos al Sagrado Corazón de Jesús y


dejándonos guiar por el Espíritu Santo es dar nuestra vida en amor. La Divina Providencia
se encargará del resto y tú no te vas arrepentir de haber dicho “sí” a Jesús.
11) PROYECTO DE DIOS

Somos únicos e irrepetibles, así nos creó Dios. Él nos creó a su imagen y semejanza. Y
¿qué quiere decir esto?

Primero: nos parecemos a Dios en que fuimos creados para amar y ser amados. Dios es
amor. Tú no puedes vivir sin el amor, sin amar y ser amado. Esto implica dejar tu “yo” y
vivir más en el “nosotros”; morir al “ti” y abrirte al “tú”. Dejar de ser el juez de los demás y
aceptarlos tal como son. Dejar de ver lo negativo en el otro y encontrar lo positivo, lo
bueno.

Segundo: igual que Dios somos espíritu. Tenemos un alma que vivirá para siempre desde
el instante qué fue creada, nunca morirá. Participamos en la vida espiritual o sobrenatural
de Dios, somos capaces de ser divinizados. Por eso ábrete a Dios cada vez más, pasa
tiempo con Él, esfuérzate a asumir sus características para hacerte en otro Cristo. La fuerza
del hombre es la oración y también la oración del hombre humilde es la debilidad de Dios.
El Señor es débil solo en esto: es débil frente a la oración de su pueblo (Papa Francisco).

Tercero: tenemos inteligencia, no tan perfecta como la de Dios, pero sí la tenemos como
Él. Este es otro don que Dios nos ha dado y nos hace superiores a los demás animales de su
creación. La inteligencia no solamente nos separa de los animales, sino nos permite avanzar
en la vida, hacer algo de ella y optar por las cosas de Dios para estar en unión con Él. San
Agustín nos dice que “Dios nos creó sin nosotros pero no nos puede salvar sin nosotros”.
En realidad hay que darle “permiso” a Dios para que nos salve, hay que aceptar su oferta
misericordiosa. Darle el “Sí”.

Cuarto: tenemos uso de razón. Somos racionales, podemos pensar, analizar, evaluar y
tomar nuestras propias decisiones. Para esto se requiere una gran dosis de escucha. Cuando
se escucha y se analiza se toman decisiones propias, correctas y sin vacilar. Solamente en el
silencio se escucha la voz de Dios.

Quinto: Dios nos ha dado de su propia sabiduría, el conocimiento profundo de quien


somos y cuál es nuestro destino. Tenemos el poder de lograr el proyecto de Dios, de tener
éxito en la vida. Somos al mismo tiempo instrumentos procreadores y proyecto de Dios.

Séptimo: somos seres unidos, vivimos, como Dios vive, en comunidad, no aislados y solos,
sino juntos como hermanos, como parte de una sola familia. La vida es como una escuela
donde todos somos discípulos y aprendemos juntos.

De todo esto podemos deducir que Dios nos creó a su imagen y semejanza pensando en
nosotros porque nos ama y quiere que seamos felices y tengamos una vida plena, alegre y
exitosa. Quiere que seamos triunfadores, campeones. Dios no hace basura, al contrario toda
su creación es buena. El ser humano es muy bueno (cf. Génesis 1, 31). Somos, en pocas
palabras, un proyecto de Dios. Tú eres su proyecto especial y valioso.

Dios ha hecho de cada uno de nosotros únicos y consecuentemente el proyecto que somos
no tiene igual en todo el mundo. Nadie más que tú puede cumplir el proyecto que eres,
nadie puede tomar tu lugar porque no hay otro igual que tú y además todos tenemos nuestro
propio proyecto.

Al ser su proyecto tienes asegurada su apoyo, su ayuda, su acompañamiento hasta que


logres lo que Él pide de ti. Hasta que te tenga consigo en la eternidad.

Cada día, sin excepción, Dios se vale de las circunstancias y personas de tu vida, incluso la
naturaleza y los pequeños detalles, para revelarte su presencia, para decirte “aquí estoy y
porque te amo nunca dejaré de estar a tu lado”.

Así es Dios, te creó con una gran capacidad para que lo sepas descubrir en los detalles de tu
vida, en la riza de un niño, la belleza de una flor, en las palabras cariñosas de un amigo y
hasta en la muerte de un ser querido. Si abres tus ojos, tus oídos y tu corazón a Dios lo
tendrás presente en tu vida a cada minuto.

Muchos de tus amigos, vecinos y conocidos andan en esta vida sin objetivos, sin un plan,
sin una meta, sin un sentido. Como proyecto de Dios todos somos participes del plan de
Dios y solamente hay que descubrir cual es nuestra parte: dónde encajamos en ese plan. Los
que marchan en la oscuridad sin saber a donde, son los que huyen de su propio destino, de
sus obligaciones, de su felicidad.

Se dejan desviar por el consumismo, lo material, el mal uso de la informática: su meta, si


tienen una, es hacer mucho dinero para ellos mismos porque es una obsesión. Cuando las
tareas son demasiadas y los retos insuperables no es por la presencia de Dios en su vida,
sino su ausencia. Y no es culpa de Él porque nos acompaña todos los días. Es culpa nuestra
porque estamos tan enfocados en nosotros mismos que no tenemos ojos para Dios.

Hay que tener una clara visión del proyecto de Dios para ti. Para hacer esto hay que
contestar algunas preguntas:

¿Para qué nací?


¿De dónde vengo?
¿Adónde voy?
¿Quién es me guía?
¿Cuál es mi proyecto?
¿Estoy propiamente motivado y comprometido?

Esto requiere mucha reflexión y oración de tu parte. Arrodíllate ante Jesús Sacramentado y
hazle estas preguntas. Preséntale tus dudas.
Dios solamente quiere que estés en comunicación con Él para que te conteste estas
preguntas. Por supuesto sí las puedes contestar sin su ayuda pero será muy probable que las
respuestas tuyas serán opuestas a las de Dios. Eres el proyecto de Dios. ¿Por qué no lo
dejas conducirte? “Si vivimos por el Espíritu, dejémonos conducir por el Espíritu. No
busquemos la vanagloria...” (Gálatas 5, 25-26).

La vida es una aventura más que una peregrinación. Cualquier aventura tiene sus buenas y
sus malas, sus subidas y bajadas, sus triunfos y sus fracasos. Así es la vida. Aparte de Dios
no hay perfección, en nada ni nadie. Resígnate al hecho que vas a cometer errores, pero
también date cuenta que los errores no son el fin del mundo sino oportunidades para
avanzar por otro camino que será más provechoso.

Acuérdate que cada nuevo día es una maravillosa aventura, llena de sorpresas y
bendiciones. “...el fruto del Espíritu es caridad, alegría y paz, paciencia, comprensión
de los demás, bondad y fidelidad, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Gálatas 5,
22-23).

Caminar hacia una meta también tiene sus cambios. Todo va bien y de repente hay una
traba, una desviación, un obstáculo no previsto y todos son oportunidades para afilar tu
creatividad. Son momentos de crecimiento y transformación. Mantén tu enfoque en lo que
debes hacer aunque no sea lo que quisieras hacer. Enfoca en lo más importante que se
necesita en ese momento para que progrese el proyecto a su fin. No te estanques en la
mediocridad. Debes de hacer un gran esfuerzo para mantener vivo tu proyecto.

La mediocridad es como una sombra que nos cubre y no permite ver la luz que nos ilumina
el camino al éxito. La persona mediocre es imitativa, vive como borrego, en la rutina. No
toma la iniciativa, sino espera que alguien le diga que hacer y como hacerlo. El mediocre
no contribuye con ideas nuevas sino afirma lo que dicen o hacen los demás. Siempre está
de acuerdo y prefiere mentir que decir la verdad porque ella quizá ofenda. Se queda callado
por no contradecir con la verdad.

El mediocre es completamente lo contrario a Cristo. “Yo se lo que vales; no eres ni frío ni


caliente; ojalá lo uno o lo otro. Desgraciadamente eres tibio, ni frío ni caliente, y por
eso voy a vomitarte de mi boca” (Apocalipsis 3, 15-16). Vivir como Cristo es aprender
para enseñar; amar para ser más humano; admirar para compartir la belleza; es esforzarse
para superarse; es buscar la verdad para ser libre; seguir el camino para llegar a la meta; dar
la vida para recobrarla para toda eternidad.

La vida sin riesgos, no es vida. No hay ganancia sin riesgo. Despierta tus riquezas, tus
dones interiores para utilizarlos como intentó Dios. Evalúa tus motivos, tu plan y tu meta a
la luz del Evangelio a través de la oración y meditación. No tengas miedo cambiar tu plan
cuando lo necesita, pero hazlo después de consultar con el Arquitecto principal, Dios. Tú
eres el proyecto de Dios, deja que Dios logre su plan en ti.
En el Antiguo Testamento el hombre pensaba que lo necesario para la salvación es lo que
hacemos por Dios. Jesucristo vino a decirnos que la salvación viene de Dios y es lo que Él
hace por nosotros que nos salva. Sin embargo hay que tener un plan, una meta, un objetivo.
¿Cuál es tu meta en la vida? ¿Qué quieres lograr?

Tarea: haz por escrito una lista de 25 cosas que hace Dios por ti. Luego pregúntate: ¿Para
qué me hace esto Dios? ¿Qué quiere de mí?
12) ÁGAPE

Dios nos creó con dos necesidades básicas: la necesidad de recibir el amor; y la de dar el
amor. O se puede decir que nos creó para amar y ser amados.

¿Qué es el amor? El amor es muy complicado porque tenemos diferentes conceptos de lo


que creemos que es. Algunos decimos, "Yo amo a mi patria", otros: "Yo quiero a mi perro".
Vemos rótulos en las defensas de los coches y en espectáculos que dicen: "Yo amo a...” o
“El amor es...”. Hay personas que piensan que el amor es lo que se ve en la televisión o en
las películas.

Luego, hay el amor de Dios que también se nos hace difícil de comprender. Especialmente
cuando nos dice: “Pero yo les digo a ustedes que me escuchan: Amen a sus enemigos,
hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen, rueguen por los
que los maltratan. Al que te golpea en una mejilla, preséntale la otra. Al que te
arrebata el manto, entrégale también el vestido. Da al que te pide, y al que te quita lo
tuyo, no se lo reclames” (Lucas 6, 27-30).

Para muchos de nosotros esto es no solamente difícil sino imposible y luego nos
escandalizamos cuando Jesús nos dice: “No hay amor más grande que éste: dar la vida
por sus amigos” (Juan 15, 13).

Nuestro amor, equivocadamente, está basado en dar para recibir. Y pensamos que lo más
que damos, más recompensa se nos debe. Pero eso no es amor. El verdadero amor da sin
esperanza de recompensa jamás. El verdadero amor ama porque ama y ama sin interés
propio, sin condición cualquiera.

La necesidad de recibir amor, o sea ser amado, se expresa cuando un niño corre hacia su
madre en busca de protección o consuelo. Este amor también se expresa cuando uno dice de
otra persona, "No puedo vivir sin ella o él". El anhelo de recibir el amor nos hace suplicar y
llorarle a Dios de lo profundo de nuestra pobreza y soledad.

La necesidad de amar se expresa cuando esa madre consuela, abraza y acaricia a su niño y
le quita el miedo. Dar el amor se expresa en el padre enfermo que planea para el futuro de
su familia aunque no sabe si él vivirá o no.

El amor quiere dar gozo, felicidad, tranquilidad, seguridad y protección. La necesidad de


darse en amor hace a uno ansioso de servir a Dios y hasta morir por Él. Es precisamente
este amor que Jesús tiene por su Padre y por nosotros: un deseo inagotable de hacer la
voluntad del Padre y morir por nuestra redención.
San Pablo nos da una descripción actual y bellísima de lo que es el amor: “El amor es
paciente, servicial y sin envidia. No quiere aparentar ni se hace el importante. No
actúa con bajeza, ni busca su propio interés. El amor no se deja llevar por la ira, sino
que olvida las ofensas y perdona. Nunca se alegra de algo injusto y siempre le agrada
la verdad. El amor disculpa todo; todo lo cree, todo lo espera y todo lo soporta” (1ª
Corintios 13, 4-7).

Dentro del amor que es Dios y que comparte con nosotros hay tres características: totalidad,
unidad y permanencia.

Cuando se dice que el amor quiere ser total, solamente nos tenemos que acordar cuando le
decimos a alguien a quien amamos, “Te quiero con todo mi corazón” y por supuesto
deseamos oír de los labios de esa persona: “Yo también te amo con toda mi alma”.

Amar de todo corazón es el gran deseo de cada ser humano quien ama a otra persona, pero
es muy difícil. El ser humano está limitado y tiene sus imperfecciones las cuales le impiden
darse totalmente a uno sin querer quitarle algo porque el amor humano no es amor
desinteresado sino, muy a menudo, un amor envidioso, un amor egoísta.

Una madre nunca quiere estar separada de sus hijos. Aunque reconozca que estos tienen
que irse, sea por los estudios, el trabajo o el matrimonio; la madre en su corazón anhela
estar con ellos todo el tiempo. Pero el amor humano tiene dos enemigos muy grandes que
separan los amados uno del otro. Esos enemigos son el tiempo y el espacio; el espacio
porque no se puede estar en dos lugares a la misma vez y el tiempo porque el pasar de los
años marchitan los más sinceros afectos.

El verdadero amor quiere darse y entregarse al amado y ser uno con él o ella. Desea una
unión inseparable y permanente. El amor es fiel, no busca otro, es uno.

La tercera exigencia del amor se expresa con las palabras: “para siempre”. Esto es
dificilísimo porque el enemigo “tiempo” nos roba de cualquier posibilidad; tenemos una
vida limitada.

El tiempo no solamente afecta lo material, sino afecta el corazón, los sentimientos, los
pensamientos y memoria, los cuales son limitados. El ser humano se cansa, olvida, se
impacienta, es inconstante, se enfría y se llena de dudas que pueden convertirse en rencores
y odios.

La codicia y la ambición frecuentemente nos tientan y a menudo caemos. No importa que


tanto sabemos, queremos saber más; no importa cuánto hemos logrado, queremos lograr
más; no importa cuánto dinero hemos acumulado, queremos más. Nunca estamos
satisfechos, deseamos más y más. Solo Dios puede llenar nuestro vacío.

Dios, y solamente Dios, es el que puede amar totalmente, con unión y eternamente. Dios es
fiel y nos ama perfectamente, totalmente unido a nosotros por toda eternidad. Dios
manifiesta este amor muy especialmente en varias maneras y veremos solo dos: la Cruz y la
Eucaristía.

En la Santa Hostia las tres exigencias, las tres condiciones, se realizan plenamente. Es un
signo incomparable del amor de Dios. Allí en la Sagrada Eucaristía nos ama con todo
corazón, por la Eucaristía Jesús se entrega plenamente, está siempre unido a nosotros y nos
ama con un verdadero amor eterno.

En la Cruz, Jesús nos demuestra ese amor perfecto y pleno. Él toma sobre sí nuestros
pecados. El, que nunca pecó tomó nuestros pecados sobre sí mismo y los cargó a la cruz.
“Él no cometió pecado, pero Dios quiso que cargara con nuestro pecado para que
nosotros, en él, participáramos de la santidad de Dios” (2ª Corintios 5, 21).

Uno puede sentir lo pesado de sus propios pecados como si tuviera un enorme piedra en la
espalda. Imagínate si se fuera agregando los pecados de todos los demás. Desde la Cruz
pide perdón por cada uno, nos da una Madre, y nos promete redención y eterna felicidad.

Santa Madre Teresa de Calcuta dijo que si contemplamos la Cruz nos daremos cuenta de
que tanto nos amó en ese momento. Si contemplamos la Eucaristía nos daremos cuenta de
cuánto nos ama ahora.

Jesús comparte su amor y nos enseña a amar como Él ama. Podemos avanzar muchísimo en
el amor en esta vida pero no llegaremos a la perfección. Podemos llegar a amar casi igual
que Cristo, hasta dar nuestra vida por Él, pero con el tiempo y espacio vamos vacilando
mucho. Cuando ya estemos descansando en los brazos de Dios entonces gozaremos del
amor en su plenitud, perfectamente, totalmente y unidos por toda la eternidad. Mientras,
hay que aceptar que nuestro amor es limitado.

En Griego hay cuatro niveles de amor: STORGE; FILEO (PHILIA); EROS; ÁGAPE.
Storge es el nivel más bajo. Es como la estimación. Es el amor básico de padres por sus
hijos e hijos por sus padres. Las necesidades de recibir y dar el amor están presentes en
Storge, pero los otros niveles no están presentes.

Esta clase de amor se puede dirigir a casi todo y todos. Es un amor que se expresa por la
naturaleza y los animales. Es tan básico, que en realidad se puede decir que es “apreciar” y
no “amar”.

El segundo nivel del amor es el Fileo el amor más avanzado entre padres e hijos y entre
hermanos. También se encuentra éste amor entre amigos, no solamente en familia. En éste
nivel de amor se tiene confianza. Aquí se comienza a compartir confidencias y edificarse
uno al otro, se demuestra mucho cariño y entre dos personas de diferente sexo se dice que
se están encariñando. Hay mucha atracción entre ambos, pero todavía no hay compromiso
ni entrega en los casos fuera de parentesco o familia.
Eros es el tercer nivel o clase de amor. Este es el amor de hombre y mujer, el amor
biológico, el amor sexual. Es muy necesario porque sin el no estuviéramos aquí.
Nuestros padres no nos hubieran dado vida sin Eros. Por su puesto, en este nivel entran
fuerte los sentimientos, emociones y deseos carnales.

El nivel más alto es Ágape. Ágape es amor sin condición, el amor ,desinteresado. Cuando
existe este amor se acepta uno al otro tal como es, con fallas y modos de ser. Ágape es amor
perfecto. Es el amor de Dios, el amor que Él tiene para con nosotros y que quiere que
tengamos unos con otros (Juan 15, 12). Los seres humanos aman con los cuatro amores en
combinación uno con el otro, o solamente con uno o dos según las circunstancias.

Ágape es el amor que quería Jesús que tuviera Pedro cuando le hizo las tres preguntas sobre
el amor. Vamos a ver ese pasaje (Juan 21, 15-17): “... Jesús dijo a Simón Pedro: «Simón,
hijo de Juan, «¿me amas más que éstos?» Este contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te
quiero.» Jesús dijo: «Apacienta mis corderos.» Y le preguntó por segunda vez:
«Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» Pedro volvió a contestar: «Sí, Señor, tú sabes que
te quiero.» Jesús le dijo: «Cuida mis ovejas.» Insistió Jesús por tercera vez: «Simón
Pedro, hijo de Juan, «¿me quieres?» Pedro se puso triste al ver que Jesús le
preguntaba por tercera vez si lo quería. Le contesto: «Señor, tú sabes todo, tú sabes
que te quiero.» Entonces Jesús le dijo: «Apacienta mis ovejas»”.

Jesús usa el interrogante “¿Me amas?” dos veces. La tercera vez cambia la palabra "amas" a
"quieres". Jesús cambia de Ágape a Fileo porque Pedro, en ese momento, no puede amar
con Ágape, solamente con Fileo y Pedro lo sabe y lo admite. Pedro usa la misma frase "te
quiero" en sus tres contestaciones; no podía decir más que, "Tú sabes que te quiero". En
otras palabras el Apóstol le estaba diciendo a Jesús que lo amaba como hermano, amigo y
maestro, pero no incondicionalmente. Y Jesús lo aceptó y siguió amándole a pesar de la
deficiencia de este en su amor. Pedro llegó a amar a Cristo plenamente y demostró el
Ágape con su martirio. El amor se paga solo con amor.

Dios nos ama tal como somos, no como debiéramos ser. El separa el pecado de la persona y
ama la persona y aborrece el pecado. Y porque somos pecadores necesitamos ese amor
misericordioso “... Dios dejó constancia del amor que nos tiene y, siendo aún
pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5, 8).

El amor de Dios es incondiciónal y sin merecer. El Padre lo afirma en muchos pasajes de la


Biblia. Como en los ejemplos que siguen:

Isaías 43, 4: “Porque tú vales mucho más a mis ojos, yo te aprecio y te amo mucho”.

Jeremías 31, 3: “... con amor eterno te he amado, por eso prolongaré mi favor contigo”.

Ezequiel 34, 15-16: “Yo mismo cuidaré mis ovejas y las haré descansar, dice el Señor,
Yavé. Buscaré la oveja perdida, traeré a la descarriada, vendaré a la herida,
fortaleceré a la enferma y eliminaré a la que se hizo gorda y robusta. Las apacentaré a
todas con justicia”.

Juan 3, 16: “Tanto amó Dios al mundo que entregó su Hijo Único, para que todo el que
crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna”.

Juan 10, 11: “Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas”.

1ª Juan 3, 1: “Vean qué amor singular nos ha dado el Padre: que no solamente nos
llamamos hijos de Dios, sino que lo somos”.

1ª Juan 4, 9-10: “Envió Dios a su Hijo Único a este mundo para darnos la Vida por
medio de él. Así se manifestó el amor de Dios entre nosotros. No somos nosotros los
que hemos amado a Dios sino que él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima
por nuestros pecados: en esto está el amor”.

Somos amados por Dios, no porque lo merecemos, no por nuestros méritos, no porque
somos buenos, ni porque estamos dispuestos a sacrificar nuestro hijo, o a nosotros mismos,
pero porque Dios decidió amarnos desde antes de crearnos. Y necesitamos ese amor
precisamente para ser buenos, para poder sacrificar lo que más queremos en este mundo,
incluso dar la propia vida. Dios nos creó con esa necesidad y solo Él la llena.

Desde antes que fuimos formados en el seno de nuestra madre, Dios nos conocía y nos
amaba, nos ama con un amor eterno (Jeremías 1, 5; 31, 3). Dios Padre nos ama en el mismo
modo y con el mismo amor que ama a su Hijo. Dios es Amor y solamente puede amar con
100% de su amor infinito. Solamente puede amar con un amor perfecto, no puede ser ni
más ni menos para ti o para mí o para la Virgen María. El amor de Dios es total, es pleno.

El amor de Dios es como una llave de agua. El agua siempre esta allí en su totalidad y con
toda su fuerza. Lo único que tenemos que hacer para beber el agua o para que salga es abrir
la llave. Si abrimos la llave un poco el agua sale gota por gota, pero si la abrimos
completamente todo lo que se puede, sale a chorros, con fuerza. La llave de nuestro corazón
es la llave que controla la cantidad de amor de Dios que nos llega.

Nosotros controlamos la cantidad de amor que recibimos. Si abrimos la llave de nuestro


corazón poquito, entonces vamos a recibir el amor de Dios en gotas, pero si abrimos la
llave de nuestro corazón todo lo que se puede entonces el amor de Dios nos va a llenar,
hasta se desparramará en nuestro corazón y habrá más de lo suficiente para saciarnos y para
compartir con nuestros semejantes.

Ese amor de Dios es tan poderoso y fiel que san Pablo nos dice: “Estoy seguro de que ni
la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los poderes espirituales, ni el presente, ni el
futuro, ni las fuerzas del universo, sean de los cielos, sean de los abismos, ni criatura
alguna, podrá apartarnos del amor de Dios, que encontramos en Cristo Jesús, nuestro
Señor” (Romanos 8, 38-39).
Y así quiere Dios que nos amemos nosotros con toda esa fuerza y poder de su amor. El nos
da su amor gratuitamente y quiere que lo demos gratuitamente a todos los que han entrado
en nuestra vida.

En ocasiones somos propensos a condicionar nuestro amor. No aceptamos a nuestros


hermanos tal como son, nos peleamos, enojamos y nos dejamos de hablar por mucho
tiempo por cosas insignificantes.

Tratamos de tomar ventaja de otros sin tomar en cuenta sus circunstancias. Nos ponemos en
el primer lugar queriendo salir adelante sin fijarnos en el daño que hacemos. Queremos
convertir a todos a nuestra manera de pensar y actuar.

No hay un padre o madre leyendo esto que no haría todo para sus hijos. El amor de los
padres para con sus hijos es un amor humano, Fileo. Es un amor basado en dar más, para
recibir más. Desafortunadamente muchos crecen creyendo ser amados por lo que hacen en
vez de por lo quien son.

Por ejemplo. Numerosas son las veces que se les ha dicho a los hijos: “No te voy a querer si
no haces tu tarea”, “No te voy a querer si no te comes las verduras”, “No te voy a querer si
no te comportas como buen niño”. Y hasta se involucra a Dios mala mente cuando se dice,
“Pórtate bien o se va a enojar Dios contigo”, o “Dios te va a castigar”. La lista puede
seguir y seguir.

Parece que no podemos amar a nuestros hijos si no hacen lo que nosotros queremos. Y
proyectamos ese amor condicional a nuestro esposo o esposa. No lo amamos si no se
comporta como nosotros pensamos que se debe comportar. En fin, se nos hace difícil amar
sin condiciones, sin “peros”.

Cuando perdonamos a otros, con frecuencia ponemos condiciones. “Te perdono si


cambias”, decimos, o “Te perdono si no lo vuelves hacer”, “Te perdono pero...”.

Dios perdona sin condición a pesar de que Él sabe no solamente que le vamos a fallar sino
cuándo y cuantas veces. La historia de la mujer adultera (Juan 8, 3-11) es un gran ejemplo
de cómo Dios nos perdona, no porque lo merecemos, sino porque es misericordioso y sabe
que necesitamos el perdón.

Dios, al amarnos nos da libertad, no nos quiere forzar a amarle. Al contrario nos da la
libertad de amarlo o no. De seguirlo o no. De escucharle o no. De comportarnos según sus
leyes o no. Nos da la libertad para escoger.

“... te puse delante la vida o la muerte, la bendición o la maldición. Escoge, pues, la


vida para que vivas tú y tu descendencia, amando a Yavé, escuchando su voz,
uniéndote a él. En eso está tu vida y la duración de tus días, mientras habites en la
tierra que Yavé juró dar a tus padres, Abraham, Isaac y Jacob” (Deuteronomio 30, 19-
20).

Amar es una decisión, no una emoción; amar no es un sentimiento, aunque los


sentimientos sí toman parte. Supongamos que en este momento forzosamente tuvieras que
tomar una decisión de dar tú vida o la de tú hijo, ¿cuál darías? Lo más probable sería dar la
propia antes de la del hijo porque el amor al hijo es tal que no se quiere su muerte. Vamos a
decir que no podías evitar ese sacrificio supremo: lo que más dolía, lo que más costaba.
Entonces tendrías que sacrificar tu hijo y sería una señal de un gran amor.

Precisamente por eso el Padre Dios entregó su Hijo Único, Jesús, a sufrir y morir por
nosotros. Nuestro Padre Dios hubiera podido hacerse hombre, vivir entre nosotros, sufrir y
morir por cada uno de nosotros, pero quería hacer un sacrificio más doloroso, quería hacer
el SACRIFICIO SUPREMO, el que más le costaba, más le dolía, con el que más podía
demostrar su infinito amor. Por eso entregó a su Hijo Único.

Imagínense si nuestro Padre nos pidiera que nos humillemos a tomar una forma de un
animal inferior a nuestro ser y despojarnos de todo lo que tenemos con el fin de ayudar y
hacerles bien y con la certeza que algunos se burlen de nosotros, nos maltraten, nos
rechacen y al final de todo nos maten. Pienso que no lo haríamos, especialmente si nuestro
Padre nos dejara decidir a nosotros mismos. “Son pocos los que aceptarían morir por
una persona buena; aunque, tratándose de una persona buena, tal vez alguien hasta
daría la vida. Pero Dios dejó constancia del amor que nos tiene y, siendo aún
pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5: 7-8).

Jesús se humilló en hacerse hombre. Se humilló en sufrir todo lo que sufrimos en la vida:
frío, calor, hambre, sed, tristeza, fatiga, sueño, lágrimas, dolores, enojos, decepciones y
tuvo las mismas tentaciones que tenemos todos nosotros, pero no pecó. Se humilló en
dejarse torturar a manos de los soldados u otros en la corte de Pilato.

Se humilló en dejarse crucificar y lo hizo porque nos ama. Si fuese necesario, Cristo lo
haría otra vez, tanto así nos ama. “El, siendo de condición divina, no reivindicó, en los
hechos, la igualdad con Dios, sino que se despojó, tomando la condición de servidor, y
llegó a ser semejante a los hombres” (Filipenses 2: 6-7).

La Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo son un misterio, lo cual no podemos


comprender en su totalidad. Lo que sí sabemos es que son un acto de Amor Supremo. Con
la resurrección de Jesús hay esperanza que algún día Él nos resucitará a una vida eterna
para estar con Él y nuestro Padre Celestial y en compañía del Espíritu Santo.

“Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor viene de Dios. Todo el
que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios,
pues Dios es amor. Envió Dios a su Hijo Único a este mundo para darnos la Vida por
medio de él. Así se manifestó el amor de Dios entre nosotros. No somos nosotros los
que hemos amado a Dios sino que él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima
por nuestros pecados: en esto está el amor” (1ª Juan 4: 7-10).
13) COMULGAR

Cuando vamos a Misa y Comulgamos recibimos el Cuerpo Místico de Cristo. El Cuerpo


Místico es, en realidad, su cuerpo, alma, humanidad y divinidad. Pero el Cuerpo también
consiste en su Iglesia. Su Iglesia está compuesta de cada persona bautizada en el Nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Entonces, en una manera muy especial y
misteriosa, ¿estamos comulgando uno con el otro? En adicional al Cuerpo de Cristo,
¿estamos recibiendo—místicamente—una pequeña parte de nuestros hermano(a)s en
Cristo? ¿Incluso estamos comulgando con los que hemos ofendido, nos han ofendido, o nos
caen “gordos”? La Comunión es “unión-común”. Quizá Jesús tenía esto en mente cuando
dijo: “...cuando presentes una ofrenda al altar, si recuerdas allí que tu hermano tiene
alguna queja en contra tuya, deja ahí tu ofrenda ante el altar, anda primero a hacer las
paces con tu hermano y entonces vuelve a presentarla...” (Mateo 5, 23-24).

Somos cuerpo y alma. Para mantener la vida y crecimiento la nutrición es esencial. Cuando
alimentamos el cuerpo lo que comemos se incorpora y se hace parte de nosotros, dándonos
vida, fuerzas, salud y crecimiento. Cuándo alimentamos el alma (Comulgamos) el alimento
en vez de hacerse parte de nosotros, nosotros nos hacemos parte de ello.

El alimento del alma es Jesús mismo en forma de un pedacito de pan. En vez de que el Pan
se transforme en nosotros, nosotros nos transformamos en el Pan de Vida: Jesús (Juan 6).
14) DAR GRACIAS POR LO QUE NO DAS GRACIAS

A menudo no se nos ocurre dar gracias por algunas cosas que tomamos como hechos sin
pensar en ellos, cosas que son comunes y naturales a nuestro existir.

¿Damos gracias por el aire que respiramos? ¿Porque podemos caminar? Bañarnos solos,
comer y beber sin ayuda, tener un techo, ropa con que vestirnos, poder leer (tener la vista y
saber cómo), tener trabajo, ir a la escuela, etc., etc. son cosas por las que debemos dar
gracias. Incluso hay que dar gracias por él que nos pide ayuda.

También hay que dar gracias por lo negativo (enfermedades, dolores, malestar, difuntos) y
por lo que no tenemos. Se puede dar gracias a Dios por lo que nos dará en el futuro. Sobre
todo hay que dar gracias por el don de la vida y porque Dios es Dios de nuestra vida.

Y tú, ¿qué le puedes agregar?


15) ¿QUIERES SER UN APÓSTOL?

Si tú repuesta es “no” entonces no eres buen cristiano porque al bautizarnos somos


llamados a ser un apóstol. Quizá con ésta reflexión será buena oportunidad para cambiar la
respuesta y lograr la conversión que necesitamos..

Es que Todos tenemos la misma llamada (Mateo 28, 18-20; Marcos 16, 15). Un apóstol es
alguien quien anuncia la Buena Nueva, el Evangelio de Jesucristo. Junto con el bautismo
recibimos el triple oficio de Jesús de ser Sacerdotes (comunes), Profetas y Reyes.

Para lograrlo hay que pasar por tres pasos definitivos.

PRIMER PASO: tienes que ser seguidor de Jesús. El Señor siempre está llamando en
diferentes maneras y a todo tiempo. Habla a través de la naturaleza, los acontecimientos de
nuestra vida, nuestros semejantes, los Sacramentos y por supuesto la Biblia. Desde el
primer libro de la Biblia: ¿Dónde estás? (Génesis 3, 9); en los Evangelios: “Sígueme”
(Lucas 5, 27); y hasta el último: “Mira que estoy a la puerta y llamo...” (Apocalipsis 3,
20); Dios no se cansa de llamarnos.

A nosotros nos toca responder a esas llamadas y abrirnos a la acción del Espíritu Santo. No
importa la razón del seguimiento, aunque sea solo por curiosidad. Si le damos oportunidad,
abriendo nuestro corazón, Jesús nos va tocando, hablando y acercándonos a Él.

SEGUNDO PASO: tienes que convertirte en discípulo. Para ser discípulo se toma tiempo;
es un proceso de estudio, aprendizaje y de convivir. San Pablo es un buen ejemplo de esto
(Hechos 9). Pablo, llamado Saúl, perseguía a la Iglesia. Seguía a Jesús con malas
intenciones pero lo seguía y el Señor le tocó poderosamente el corazón tumbándolo al suelo
y lo convirtió. Cuando éste tuvo su encuentro con el Señor se hizo discípulo con la ayuda
de Ananías. Vivió en Damasco por un tiempo aprendiendo y conviviendo con otros
cristianos, seguidores y discípulos de Cristo. El resultado está documentado en la Biblia: en
los Hechos y todas las Cartas de Pablo. Acuerda que no se puede dar lo que no tienes.

TERCER PASO: Conocer y experimentar a Jesús. Hay que tomar en cuenta que para ser
buen testigo de Jesús primero se necesita conocerlo y haberlo experimentado. Es
conveniente tener un encuentro personal con Jesús. El encuentro es más que una
experiencia intelectual, aunque lo intelectual sí es importante y parte de ello. Tiene que
llevarnos a la acción; tiene que afectar nuestro corazón para que nos impulse a la acción.
Esto puede suceder en cualquier momento: antes o durante los primeros dos pasos, pero el
encuentro es esencial y se repite, no es un hecho singular.

El apóstol siempre es más efectivo habiendo tenido un encuentro personal con el Señor.
Este encuentro nos da el poder del Espíritu Santo (Hechos 2) que tanto se necesita para dar
fruto que perdure (Juan 3, 1-7 y 15, 16). El encuentro es un nacer de nuevo que nos
estimula a una vida nueva. Como dice Santiago (1, 22): “Hagan lo que dice la palabra,
pues al ser solamente oyentes se engañarían a sí mismos”.

Cuando logramos estos tres pasos y el Espíritu Santo determina que estamos listos, hará de
nosotros un apóstol. Él llama a quien quiere en el momento propicio y nos indicará qué es
lo que quiere de nosotros, como lo quiere y nos llevará donde quiere. “Si vivimos por el
Espíritu, dejémonos conducir por el Espíritu” (Gálatas 5, 25).
16) ANTES DE LA BIBLIA, ¿QUÉ?...

Antes de que existiera la Biblia, ya existía la Iglesia Católica. La Iglesia fue fundada por
Jesucristo (Mateo 16, 18-19) y tenemos testimonio de su existencia en Hechos (2, 42-47) y
también tenemos las enseñanzas y escritos de los Padres de la Iglesia en los primeros siglos.
Lo que había es lo qué conocemos ahora como el Antiguo Testamento. Fue en el siglo
cuatro que se designaron los libros de lo que ahora se conoce cómo la Biblia.

En esos tiempos había mucha confusión sobre cuáles cartas o escritos usar en las
enseñanzas. El Papa Damasco I le pidió a san Jerónimo que tradujera los escritos del hebreo
y del griego al latín. El Papa estableció una lista de los libros Inspirados (Canónicos) que se
integrarán en la Biblia la cual el Concilio de la Iglesia Católica de Hipona, en el año
393, reafirmó. Esta Biblia, llamada Vulgata fue la Biblia oficial de la Iglesia Católica
desde ese tiempo hasta que el Concilio Vaticano II aceptó otras traducciones. Concluimos,
entonces, que las enseñanzas durante cuatro siglos fue principalmente sin Biblia. Esto
quiere decir que durante esos primeros años las enseñanzas fueron de Tradición.

Otra cosa más: fue Martín Lutero quien le quitó 7 libros a la Biblia Católica (la Vulgata)
porque él no estaba de acuerdo con la Iglesia.
17) DONDE ENCUENTRA DIOS SUS DELICIAS

Hay en los Sagrados Libros una palabra estupenda que pareciera un absurdo si no
fuera un misterio, que creyéramos mentira, si no brota de los labios mismos de la
Sabiduría Eterna. En el Libro de los Proverbios dice Nuestro Señor: "Mis delicias
son vivir con los hijos de los hombres" (8, 31).

Si hubiera dicho, mi mayor sacrificio es vivir con los hombres, tan miserables, tan
mezquinos, tan ingratos, lo comprenderíamos perfectamente... pero que sus delicias
las tenga en vivir con nosotros, ¿cómo puede ser eso posible?

Para darnos cuenta de este misterio, recordemos que... Dios no depende de nadie ni
de nada, Dios se basta a Sí mismo...

Todos necesitamos unos de otros; los grandes de los pequeños, como los pequeños
de los grandes; los sabios de los ignorantes, como los ignorantes de los sabios; los
ricos de los pobres, como los pobres de los ricos. Y no hay hombre, por sabio,
poderoso y rico que sea, que no necesite de por lo menos de Dios... pero Dios no
necesita de nadie...

Siempre Dios se ha bastado a Sí mismo y dentro de Sí ha encontrado la razón de su


ser, la causa de su actividad y el secreto de su felicidad inmensa...

Y como si no hubieran sido suficientes los 33 años de su vida mortal, antes de


volver al cielo, inventó esa maravilla inaudita de la Eucaristía, para poderse quedar
a pesar de todo con nosotros...

Y ahí, en la Hostia Santa, vive en efecto con nosotros, de día y de noche, cuando lo
acompañamos y cuando lo dejamos abandonado. (José Guadalupe Treviño)
18) LA CONVERSION.

El primer Mandamiento es: "Escucha…Yavé, nuestro Dios, es único, tú amarás a Yavé


tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. No tendrás
otros dioses delante de él.

"No tendrás ídolos, no te harás figura ninguna de las cosas que hay arriba en el
cielo o aquí debajo en la tierra, ni de los que hay en las aguas debajo de la tierra.
Ante ellas no te hincaras ni les rendirás culto porque Yavé, es tu Dios, un Dios
celoso, un Dios único, un Dios verdadero" (cf Deuteronomio 5; 6). Este primer
mandamiento es primero porque es el más importante de todos.

Podemos preguntarnos, ¿Qué quiere Dios de mí? La respuesta la encontramos en la


Biblia en varios lugares, porque lo que quiere Dios de nosotros es algo tan bueno y
tan hermoso que solamente Él nos lo puede dar. Lo que Él quiere para nosotros es
hacernos santos. "Porque yo soy Yavé, Dios de ustedes, santifiquense y sean
santos, pues yo soy santo" (Levítico 11, 44). También en los Evangelios nos habla
el Señor: "Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto su padre que está en el
cielo" (Mateo 5, 48).

San Pablo nos recuerda: "La voluntad de Dios es que se hagan santos" (1a
Tesalonicenses 4, 3).

Para hacernos santos hay que convertirnos. Dios nos llama a cada uno a la
conversión. Jesucristo inició su ministerio con una llamada a la conversión.
"Cambien su vida y su corazón, porque el Reino de los Cielos se ha acercado"
(Mateo 4, 17).

Hay que convertirnos de todo lo que nos separa de Dios y su amor. La conversión es
absolutamente necesaria para entrar al Cielo, al Reino de Dios.

La conversión significa un cambio interior, hecho por Dios para luego tener un cambio
exterior; un cambio de vida, de actitudes y obras.

En griego hay una palabra "metanoia" que quiere decir un cambio completo, un cambio de
dirección, un cambio radical. Metanoia incluye arrepentimiento, transformación profunda
del corazón y de la mente.

Metanoia es volverse de … Para irse a … Es decir volverse de la vida de pecado, la vida


desordenada, para irse a la vida de gracia. Volverse de los pensamientos que nos tienen
prisioneros a los pensamientos de las verdades que nos harán libres. Dejar la pereza y
comenzar una vida activa. Volverse de las prácticas satánicas e irnos a las practicas
cristianas.

Debes ubicarte en tu situación actual, viendo a la luz del Espíritu Santo la manera que estás
viviendo. Algunas preguntas que te puedes hacer son:

Si sigo este camino, ¿a dónde llegaré?


¿Qué cosas concretas debo dejar?
¿Cuáles relaciones debo de cortar?
¿Qué lugares debo no frecuentar?
¿Qué específicamente debo cambiar?

El Señor te conoce plenamente y te exige: "Yo se lo que vales; no eres ni frío ni caliente;
ojalá fueras lo uno o lo otro. Desgraciadamente eres tibio, ni frío ni caliente, y por eso
voy a vomitarte de mi boca" (Apocalipsis 3, 15-16). No queda duda, hay que cambiar,
hay que convertirnos. ¿Pero cómo?

La conversión tiene que brotar desde adentro y salir gloriosa hacia afuera. Interiormente, en
tu mente y en tu corazón tomas la decisión. Movido por el Espíritu Santo y mucha oración
el cambio vendrá y experimentarás un encuentro con Jesús.

La conversión es un proceso que toma toda la vida y se hace en un orden practico:


Denunciar todo pecado, resentimientos y todas obras de Satanás. Estos son tres obstáculos
(entre muchos) que nos separan de Dios.

1) El pecado es desobediencia, en el fondo de todo pecado hay algo que ponemos en el


lugar de Dios: situaciones, cosas, personas, y en último término, nosotros mismos.

La gracia de Dios se nos da inicialmente en el sacramento de Bautismo. El don de la gracia


se entiende como la comunión amorosa personal con Dios. Al contrario, el pecado se
entiende como el descuido, el rechazo o el rompimiento efectivo de esa comunión, y por
consecuencia, nuestra separación de Dios. El pecado es la ausencia de Dios.

En la práctica el pecado se concretiza en una acción u omisión, consciente, voluntaria y


libre contra la voluntad de Dios y su plan. El pecado es una transgresión de su ley; es como
un cancer devorando nuestro ser.

Aún hay situaciones en las cuales pecamos sin pensar porque el pecado es un resultado de
un hábito que después de tantas veces cometido no nos damos cuenta que es malo. Estos
pecados son muy peligrosos porque nos acostumbramos a ellos y no los consideramos
como tal.

El pecado siempre es personal. Uno mismo tiene toda la responsabilidad de ello. No es cosa
de hecharle la culpa a otro o cualquier situación ajena."Pues mi pecado yo bien lo
conozco, mi falta no se aparta de mi mente; contra ti, contra ti solo peque, lo que es
malo a tus ojos yo lo hice" (Salmo 51, 5).

Es el Espíritu Santo quien nos declara culpable del pecado y el que nos hace descubrir y
reconocer a Jesús como el único Salvador. Hay que reconocer nuestros pecados y admitir
que somos pecadores necesitados de la salvación de Dios.

2) El resentimiento junto con rencores y venganzas son otra manera de separarnos del amor
de Dios.

En una reunión una señora dijo que ella no tenía rencor ni odiaba a nadie. Terminó diciendo
que perdonaba a todos. En unos cuantos minutos hizo otro comentario lo cual se refería a la
Virgen María. La señora admitió que no tenía mucha devoción a la Virgen porque "se llama
igual como mi suegra".

Precisamente esos detalles son los que se esconden en los rincones obscuros de nuestro
corazón y ni nos damos cuenta que estamos guardando un rencor, un odio, una herida que
no dejamos sanar. Es importante hacer un buen examen de consciencia y escarbar hondo
para encontrar lo enterrado. Estos entierros no dejan la luz de Cristo penetrar nuestra alma y
tampoco dejan vivir en paz.

Es a nuestro beneficio rechazar cada resentimiento, odio y rencor que tenemos porque
impide la acción salvadora de Dios en nosotros, o sea, la Divina Gracia no nos puede llegar.

Jesús nos enseña a rezar el Padre Nuestro en el cual rezamos: "perdona nuestros pecados
como perdonamos a los que nos ofenden" (Mateo 6, 12). Luego agrega, que es bien
claro, si perdonamos, nuestro Padre Celestial nos perdonará, pero si no perdonamos, Él
tampoco nos perdonará.

No se nos pide olvidar, ni que aceptemos como bueno y válido aquel hecho injusto o
abusivo cometido contra nosotros. Lo que sí se nos pide es un acto de la voluntad que
perdona la persona que nos ha lastimado.

3) La tercera manera de separarnos del amor de Dios es por el camino de las obras de
Satanás. Cuando buscamos los poderes y cosas sobrenaturales que no nos pertenecen hay
que tener cuidado porque el Demonio es muy tramposo y mentiroso. Cuando menos lo
pensamos nos volvemos prisioneros del Maligno.

Toda forma de idolatría, ocultismo, brujería y superstición son contra la Ley de Dios e
incluye consultar espiritistas, buscar el conocimiento de lo oculto o lo futuro, como
astrología, horóscopos, lectura de cartas, hojas de té, granos de café; lecturas de la mano;
bola de cristal; y semejantes. Usando amuletos para la buena suerte como elefantes, sábila
con listón rojo, pata de conejo son contra la Ley de Dios.
También está prohibido la promoción o búsqueda de poderes a través de la magia, brujería,
hechicería y curanderismo. Obras de Satanás incluye devoción a la "santa muerte". Todo
esto es abominable ante Dios. ¡No empeñes tu alma al Demonio!

Otro peligro que existe es hacer de la veneración a los santos una adoración.

El peligro no es en pedirles favores como intercesores sino acreditar los poderes que
solamente pertenecen a Dios a ellos y ellas. Nuestra fe es en Dios. Él concede a los santos
poderes especiales, pero es Dios quien los hace a través de ellos. Cuando ponemos nuestra
fe en un santo o santa y no en Dios mismo somos culpables de idolatría.

Los santos, igual que nosotros, no pueden hacer nada sin la Gracia de Dios. Por eso no hay
que elevarlos a una altura más alta que Dios.

Cada uno tiene su lugar en el cuerpo de Cristo. Cristo sigue siendo la cabeza.
19) EL ABC DE LA BIBLIA (COMO USAR LA BIBLIA)

La Biblia nos lleva en un viaje de la vida. Nos conduce al Reino de Dios pero para llegar
hay que saber como navegar. Ya sabiendo el secreto de la navegación se nos será fácil
encontrar lo que buscamos y llegaremos a nuestro destino.

Primero hay que saber que la Biblia está dividida en dos partes principales: el Antiguo
Testamento (AT) y el Nuevo Testamento (NT). El AT fue escrito antes de la venida del
Señor Jesús y relata la relación entre Dios y su pueblo elegido, los israelitas. El NT fue
escrito después de la muerte y resurrección de Jesús y relata su vida y contiene las
instrucciones de cómo vivir la vida que Él quiere que vivamos. En algunas Biblias la
enumeración de paginas inicia de nuevo donde comienza el NT. Al final de la Biblia se
encuentra un Índice dando el número de pagina en que inicia cada libro dentro del AT o el
NT. Hay que saber si un libro está en el AT o el NT. Si no se sabe se usa el Índice.

Cada sección de la Biblia contiene varios libros y cada uno tiene su propio nombre. Cada
libro se divide en capítulos. Los capítulos se dividen en versículos. Cada capítulo está
indicado con cifras grandes al inicio y en lo superior de la pagina con el nombre del libro,
por ejemplo: Nehemías 5. Los versículos son indicados con números pequeños dentro de
los renglones. Para indicar un lugar de la Biblia se da primero el nombre del libro, luego el
número del capitulo y después el versículo. Por ejemplo si se quiere encontrar el segundo
capitulo del Evangelio de San Juan versículos 1, 2 y 3, se escribe abreviado así: Juan o (Jn)
2, 1-3. Búscalo en tu Biblia.

La coma separa el capitulo de los versículos. El guión indica que se leen todos los
versículos. Si la cita fuera: Jn 2, 1-3.5, entonces la indicación es que se leen versículos 1, 2,
3 y 5, no se lee el versículo 4. El punto indica un brinco del último versículo nombrado
hasta el que sigue apuntado. Un punto y coma (;) indica otra lectura. Por ejemplo: Lc 12,
22-31; Ro 8, 28-29; Salmo 103. Esto nos indica que se van a leer tres citas: (1) del
Evangelio de San Lucas, capitulo 12, versículos 22 al 31 y (2) de la Carta a los Romanos,
capitulo 8, versículos 28 y 29 y (3) todo el Salmo 103.

Para poder entender el texto mejor se puede leer los comentarios que se encuentran en la
mayoría de las Biblias. Muchas también tienen referencias al AT que se pueden buscar para
tener un mejor entendimiento de lo que pasó antes de Cristo y como se llevó a cabo en su
época.

Bueno, con esta instrucción puedes buscar y encontrar cualquier cita Bíblica.

¿DÓNDE COMENZAR A LEER?

Podemos comenzar a leer el Evangelio de San Lucas porque es el más completo, es decir
comienza con el nacimiento de Jesús y contiene más detalles sobre su vida que los otros
tres Evangelios. Después podemos seguir con el libro de los Hechos de los Apóstoles que
nos relata la vida de la Iglesia primitiva. Luego regresamos a los otros tres Evangelios,
dejando el de san Juan hasta lo último. Luego se leen las cartas y epístolas, y le seguimos
con el AT desde el principio.

Antes de leer la Biblia es buena idea hacer una oración pidiéndole al Espíritu Santo que te de la
sabiduría que necesitas para entender lo que te dice el Señor a través de ella.

ORACIÓN ANTES DE LEER LA BIBLIA

¡Ven Espíritu Santo! Llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu
amor.
Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz.
¡Ven Espíritu Santo! desciende y mora en nuestro corazón.
.
Haznos verdaderos entendedores de la Palabra, condúcenos a la plenitud de la Verdad, y
transfórmanos en testigos de Jesús. Ayúdanos a entender la Palabra que vamos a escuchar.
Limpia nuestra mente de todo lo que nos perjudica. Concede a tus fieles, que en ti confían,
la sabiduría que necesitamos para hacer este Mensaje nuestro.

Haz que la Palabra llegue a nuestra mente, para poderla proclamar con nuestra boca, y deja
que permanezca en lo más profundo de nuestro ser para poderla vivir cada día de nuestra
vida.
20) DIEZ SUGERENCIAS PARA ORAR CON EL EVANGELIO

1. Leer el pasaje
Leer lentamente, varias veces, y subrayar palabras, gestos, actitudes frases que me
impactan.
Hacer silencio y dejar que eso que he subrayado se grabe en mí.
Repetir las palabras y frases.
Dejarme empapar por la Buena Noticia lentamente, como la lluvia suave y
persistente empapa la tierra.

2. Poner el Evangelio en primera persona y tiempo presente


El Evangelio es BUENA NOTICIA, HOY, PARA MÍ. No es algo del pasado, algo
que sucedió. Está sucediendo ahora.
Jesús me invita, me habla, me revela algo, me anima, me exhorta; me cura, me
libera, me recrimina, me toca, me mira, me felicita, me elige, me quiere, me envía,
me hace persona.
Yo soy quien le pregunta, quien le pide, quien le acecha, quien le escucha, quien le
sigue, quien no lo entiende, quien admira, quien es curado, enviado, querido.
Este momento es el KAIRÓS de Dios, su momento de gracia para mí.

3. Identificarme con los personajes


Me meto dentro del hecho, de la narración, como uno más; y me voy identificando
con los PERSONAJES que salen; con lo que hacen y dicen, con lo que sienten,
piensan y quieren.
Me identifico con el pueblo, los discípulos, los fariseos, el enfermo, el ciego, el
paralítico, el endemoniado, el leproso, los que le admiran, los que le acechan, con
Pedro, Juan, la Magdalena, María.
Finalmente, me identifico con Jesús. Yo soy como Jesús.
Dejo que fluyan los sentimientos.

4. Contemplar a Jesús.
Leo el texto y me quedo CONTEMPLANDO a Jesús: sus gestos, actitudes y
palabras; sus ojos, su corazón, sus sentimientos; cómo habla, cómo trata a las
personas; permanezco quieto, junto a Él, cara a cara. Miro, escucho, veo, siento, me
alegro.
No trato de sacar conclusiones, ni decisiones éticas, ni revisar mi vida, ni tomar
compromisos.
Sencillamente ESTOY contemplando, viendo quién es, empapándome de su
cercanía y amor; y, poco a poco, dejo que fluyan mis sentimientos: alegría,
alabanza, petición, perdón, ofrecimiento, disponibilidad, paz...

5. Fijarme en una frase


Leo el Evangelio y me fijo en una frase, o palabra, o gesto, o actitud. La que más me
llama la atención: Dios me habla a través de ello. La acomodo a mi caso particular y
me dejo interpelar por ella. Dios me la dice a mí personalmente. Por eso es Buena
Noticia. Me detengo en lo que me impacta de nuevo. Y hago lo mismo: lo acojo, lo
acomodo, lo repito, lo rumio (masticar), me dejo tocar.

6. Usar la inteligencia, el corazón y la voluntad.


Con la inteligencia: apoderarme intelectualmente del texto, conocerlo y poseerlo.
Para ello, leerlo despacio en presencia de Jesús, subrayando, entresacar las cosas
esenciales. La palabra clave es CONOCER.
Con el corazón: empaparme cálidamente del texto en diálogo afectuoso con Jesús;
saborearlo. Tratar de sentir las ideas del Evangelio. Para ello, repetir frases e
invocaciones nacidas de dentro. La palabra clave es SENTIR.
Con la voluntad: expresar a Jesús mi deseo de poner en práctica el contenido del
texto. Para ello, pedir con insistencia una decisión firme, tomar un compromiso. La
palabra clave es QUERER.

7. Arar el texto.
Cualquier pasaje evangélico tiene mucho contenido. La costumbre de orar con él un
día y pasar a otro texto, o la de fijarse en una frase o sentimiento y dar por hecho
que hemos orado con ese texto, es desperdiciar la mayor parte de él.
Frente a esas costumbres, tomemos el hábito de arar el texto, frase a frase y palabra
a palabra, desde dentro, metiéndose en escena. Acostumbrémonos a orar varios días
con el mismo pasaje o texto.

8. Repasar mi vida a la luz del Evangelio: Aplicación personal.


Aplico el pasaje a mi vida:

Lo que necesito,
Lo que no vivo,
Lo que me anima,
Lo que se clarifica,
Lo que no quiero tocar,
Mis avances y alegrías,
Lo que no hago,
Lo que me pide hacer.
Lo que tengo que discernir,
Lo que es puesto en entredicho,
Mi proyecto de vida,
Lo que voy descubriendo,
Mis dudas, temores, dificultades,
Mis falsos ídolos y justificaciones,
Lo que puedo y debo hacer,
Mis compromisos.
9. Cuando no me dice nada: estar activamente
Releo despacio el pasaje varias veces. Si nada resuena, sigo leyendo con amor y
actitud de escucha, muy despacio, parándome, intentando estrujar. La ACTITUD
DE ESCUCHA es ya una oración, pues es estar con todo nuestro ser, cara a cara,
con Él, esperando y amando.

10. Volver sobre el mismo pasaje.


Los pasajes evangélicos no son para orar con ellos una sola vez. No basta con
conocerlos. Son para saborearlos, gozarlos y vivirlos. Por ello es necesario volver
sobre ellos. El Evangelio es Buena Noticia viva y sin fondo. Nadie descubre su
hondura en una sola vez.

Es bueno y necesario volver a orar con aquellos pasajes o textos que nos han
impactado, que nos han removido, que han resonado como Buena Noticia. En la
oración, como en el amor, hay que cultivar lo que ayuda a su crecimiento.
21) LA VOCACIÓN LAICAL

Celebramos en toda la Iglesia el día de Vocaciones Sacerdotales. Reconozco su importancia

y hago oración por ello y el Papa, los Obispos y los sacerdotes todos los días. Sin embargo

hay otra vocación de casí igual de importante...la vocación laical.

En los últimos cincuenta años se han escrito varios documentos por los Papas y Obispos de
la Iglesia indicando la importancia del papel de los laicos en el mundo y la Iglesia. Lo que
sigue son algunos ejemplos (por supuesto, no todos) de estos escritos.

DECRETO SOBRE EL APOSTOLADO DE LOS SEGLARES

“Los seglares ejercitan su apostolado en la Iglesia y en el mundo, dejándose guiar siempre


en los dos órdenes por su conciencia cristiana (...) dirigido ante todo a manifestar el
mensaje de Cristo y a comunicar su gracia...” (5 y 6).

“Todos los seglares están llamados al apostolado personal, entre cuyas formas hay que
recordar el testimonio de vida, la palabra, el esfuerzo por colaborar con Dios en la
edificación del orden temporal”(16).

EVANGELII NUNTIANDI

(ACERCA DE LA EVANGELIZACIÓN DEL MUNDO CONTEMPORÁNEO)

“Quienes acogen con sinceridad la Buena Nueva, mediante tal acogida y la participación en
la fe, se reúnen pues en el nombre de Jesús para buscar juntos el reino, construirlo, vivirlo.
Ellos constituyen una comunidad que es a la vez evangelizadora. La orden dada a los Doce:
«Id y proclamad la Buena Nueva», vale también, aunque de manera diversa, para todos los
cristianos” (13).

“Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad


más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del
don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la
Santa Misa, memorial de su Muerte y Resurrección gloriosa” (14).

“En ella (la Iglesia), la vida íntima –la vida de oración, la escucha de la Palabra y de las
enseñanzas de los Apóstoles, la caridad fraterna vivida, el pan compartido—no tiene pleno
sentido más que cuando se convierte en testimonio, provoca la admiración y la conversión,
se hace predicación y anuncio de la Buena Nueva” (15).

“No hay evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida,


las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios” (22).

“...el primer medio de evangelización consiste en un testimonio de vida auténticamente


cristiana, entregada a Dios en una comunión que nada debe interrumpir y a la vez
consagrada igualmente al prójimo con un celo sin límites” (41).

“Pero, ¿cómo invocarían al Señor sin antes haber creído en él? Y ¿cómo creer en él
sin haber escuchado? Y ¿cómo escucharán si no hay quien predique?” (Romanos 10,
14).

DOCUMENTO DE PUEBLA
III CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO

“... El laico contribuye a construir la Iglesia como comunidad de fe, de oración, de caridad
fraterna y lo hace por la catequesis, por la vida sacramental, por la ayuda a los hermanos”
(788).

“Por el testimonio de su vida, por su palabra oportuna y por su acción concreta, el laico
tiene la responsabilidad de ordenar las realidades temporales para ponerlas al servicio de la
instauración del Reino de Dios” (789).

También se pueden leer los siguientes: 794, 796, 797, 798, 799 y804.

DOCUMENTO DE SANTO DOMINGO


IV CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO

“La importancia de la presencia de los laicos en la tarea de la Nueva Evangelización, que


conduce a la promoción humana y llega a informar todo el ámbito de la cultura con la
fuerza del Resucitado, nos permite afirmar que una línea prioritaria de nuestra pastoral (...)
ha de ser la de una Iglesia en la que los fieles laicos sean protagonistas. Un laicado, bien
estructurado con una formación permanente, maduro y comprometido, es el signo de las
Iglesias particulares que han tomado muy en serio el compromiso de Nueva
Evangelización” (103)....

Tenemos una crisis en la Iglesia: la de escasez de sacerdotes. El laico tiene que ser la fuente
de colaboradores en y para la Iglesia. Para. Los sacerdotes no puede hacerlo todo.
Incumbe a nosotros laicos tomar una parte más activa y comprometida en nuestras
parroquias. Necesitamos hombres comprometidos lo suficiente para seguir la vocación de
Diacono. Necesitamos hombres y mujeres entregados a la fe para ser testigos fieles de ella,
para compartir “lo que el Señor ha hecho contigo”. Necesitamos jóvenes para iniciar su
acción católica fuera del catecismo como acólitos –me da mucha pena ver al sacerdote
celebrar la Santa Misa sin algún asistente. Necesitamos más que oración, hay que escuchar
la respuesta a esa oración y seguir la voz del Buen Pastor. Necesitamos involucrarnos: “...la
fe que no produce obras está muerta” (Santiago 2, 26).
22) EXIGENCIAS DE JESÚS

Jesús nos exige unas cosas que son fuera de lo común. Sin embargo son necesarias para
entrar al Reino de los Cielos. A cada uno nos habla de diferente manera y nos exige lo que
es para nuestro bien, y lo que nos hace falta en nuestra vida espiritual. El Señor nos habla
en lo más profundo de nuestro ser y cuando lo hace no hay que hacernos el sordo sino
escuchar y responder: “ Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”.

El Señor Jesús fue muy exigente con sigo mismo y nos pide igual a nosotros.
Examinaremos algunas de estas exigencias, las cuales El mismo cumplió a través de su
vida, incluso hasta en la Cruz. Las exigencias que siguen no son todas pero nos darán una
idea de como piensa Jesús y que valora para que alcancemos la vida eterna. También nos
dicen lo que El espera de nosotros.

Aquí, pues, hay diez exigencias de Jesús que nos sirven como meditaciones, o sea algo en
que pensar.

PRIMERA EXIGENCIA: “Cambien su vida y su corazón, porque el Reino de los


Cielos se ha acercado” (Mateo 4, 17).

SEGUNDA EXIGENCIA: “Sígueme” (Mateo 4, 19).

TERCERA EXIGENCIA: “Preséntale la mejilla izquierda al que te abofetea la


derecha. Y al que te arma pleito por la ropa, entrégale también el manto. Si alguien te
obliga a llevarle la carga, llevase el doble más lejos. Dale al que te pida algo y no
vuelvas la espalda al que te solicite algo prestado” (Mateo 5, 39-42).

CUARTA EXIGENCIA: “Amen a sus enemigos y recen por sus perseguidores” (Mateo
5, 44).

QUINTA EXIGENCIA: “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue
con su cruz y me siga. Pues el que quiera asegurar su vida la perderá, pero el que
pierda su vida por Mí la hallará” (Mateo 16, 24-25).

SEXTA EXIGENCIA: Fe absoluta en la amorosa misericordia de Dios Padre: Mateo 6,


25-34.

SEPTIMA EXIGENCIA: “Pedro se acercó y le dijo: Señor, ¿Cuántas veces debo


perdonar las ofensas de mi hermano? ¿Hasta siete veces? Jesús le contestó: No digas
siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mateo 18. 21-22).

OCTAVA EXIGENCIA: “Cuando terminó de lavarles los pies y se volvió a poner el


manto, se sentó a la mesa y dijo: ¿Entienden lo que hecho con ustedes? Ustedes me
llaman el Señor y el Maestro, y dicen verdad, pues lo soy. Si Yo, siendo el Señor y el
Maestro, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros”
(Juan 13, 12-14).

NOVENA EXIGENCIA: “Mi mandamiento es este: amense unos con otros como yo los
he amado. No hay amor más grande que este: dar la vida por sus amigos” (Juan 15,
12-13).

DECIMA EXIGENCIA: “Mientras comían, Jesús tomó pan y, después de pronunciar


la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: Tomen y coman; este es mi
cuerpo. Después, tomando una copa de vino y dando gracias, se la dio, diciendo:
Beban todos, porque ésta es mi sangre, la sangre de la Alianza, que es derramada por
una muchedumbre, para el perdón de sus pecados” (Mareo 26, 26-28). Y “El que come
mi carne y bebe mi sangre, vive de vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”
(Juan 6, 54).
23) EL IDIOMA DE DIOS

Nadie conoce al Padre menos el Hijo. Hay que hacernos hijos en el Hijo para reconocer la
voz del Padre. No se manifiesta según nuestros términos. Lo primero que le dijo a Abraham
fue deja todo y vete a la tierra que Yo te demostraré.

Es imposible conocer y amar a Dios sin hacernos semejantes a Él y por esa misma razón no
podemos seguir siendo pasivos sino convertirnos en misioneros. Para hacernos como Dios
duele. Debemos estar dispuestos a morir porque nadie puede ver a Dios y vivir. Para ver a
Dios hay que dejar todo eso que nos tiene atado; todo eso que pensamos es tan necesario,
lujoso e indispensable para nuestra vida. Para conocer a Dios hay que alejarse de uno
mismo.

Tenemos que ser puestos a la prueba, despojados, encuerados de nuestros pensamientos, gustos,
placeres y deseos; en una palabra. Hay que salir de nuestro escondite, de nuestro terreno, casa
y familia. Forzados a creer en vez de saber; esperar en vez de tener; a amar sin lucirnos, sin
palabras bonitas, sin reservas, sin garantías a pesar que deseamos lo contrario: estabilidad,
seguridad, posesiones, reconocimiento, control y certitud. En una palabra hay que hacer
humildes.

Es imposible conocer a Dios y no cambiar, de reconocerle y no amarlo sobre todas las cosas. Es
imposible ser transformado y no perder lo que creemos es esencial para seguir viviendo en la
manera que lo hacemos. Tenemos que ser desfigurados antes de poder estar en su presencia.

Dios no habla nuestro idioma. Si queremos hablar con Dios hay que hablarle en su propio
lenguaje; escucharle a través de su lenguaje, no el nuestro. Dios nos ha hablado toda la vida y
lo seguirá haciendo en su propio idioma, el lenguaje sencillo de la vida cotidiana. No le
entendemos porque estamos esperando oír algo espectacular, algo aduladora, algo que nos hace
sentir bonito. No nos gusta el lenguaje que usa porque es difícil de entender, nos habla de
sacrificio, conversión, fe, perdón, del plan prodigioso de salvarnos. Y no podemos o no
queremos entender.

Nos habla a través de los acontecimientos de la vida, la vida diaria. Nos pone trabas cuando lo
queremos evitar, nos cambia las circunstancias para desanimarnos de seguir nuestro propio plan
de salvación que terminará en un gran fracaso.
La Palabra de Dios seguirá siendo una revelación mientras que la aceptamos y nos dejamos
desenmascarar por ella, dejarla penetrar como una espada de doble fila para cortar la carne y
llegar al tuétano de nuestro ser.

No necesitamos inventar a Dios, sino aceptarlo como se va revelando, no necesitamos ir a


descubrirlo en el mundo venidero, donde “se esconde”, sino reconocerlo en este mundo, donde
está presente y se manifiesta a aquellos que lo aman.

Los Evangelios son un espejo. Cuando Dios se revela en ellos también nos revela a nosotros
mismos. Por eso no le sacamos provecho a la Palabra porque resistimos el cambio que nos pide,
no queremos aceptar que necesitamos cambiar. Esa espada de doble filo, si no hace pedacitos
nuestro orgullo es porque no la dejamos. El lenguaje de Dios es fuerte, duro y pide muchísimo.

Al final de todo, hay que hacerle caso. Tenemos que dejar que Dios nos toque, hay que
contestar su llamada aterrorizante a cambiar, desguarnecer, a dar, perdonar y pedir perdón, de
hablar con la verdad y hacernos concientes de nuestra inmensa pobreza y nuestras infinitas
posibilidades.

“Dejándolo todo, Mateo lo siguió”.


24) COMPARAR EL ESPÍRITU SANTO

¿A qué se puede comparar el Espíritu Santo? ¿A una computadora? Intentemos. Una


computadora que se usa únicamente para las redes sociales y no se aprovecha de todo lo
que es capaz sería equivalente a limitar al Espíritu Santo a los siete dones naturales (Isaías
11, 2-5).

Cuando se aprende a usar la computadora para otras cosas como gráficas e ilustraciones,
fórmulas, escribir, etc., es comparable a dejar el Espíritu Santo manifestarse con sus dones
sobre naturales (1ª Corintios 12, 1-11). Lo más que descubrimos lo que puede hacer el
Espíritu en nuestra vida lo más lo vamos usando para nuestra propia santificación y la de la
Iglesia.

Las Sagradas Escrituras nos dicen que el Señor Jesús nombra el Espíritu Santo “Intercesor”
y “Espíritu de Verdad”. “Si ustedes me aman, guardarán mis mandamientos, y yo
rogaré al Padre y les dará otro Intercesor que permanecerá siempre con ustedes. Este
es el Espíritu de Verdad, que el mundo no puede recibir porque no lo ve ni lo conoce
(...) En adelante el Espíritu Santo Intérprete, que el Padre les enviará en mi Nombre,
les va a enseñar todas las cosas y les recordará todas mis palabras” (Juan 14, 15-17.
26).

En el Evangelio original, escrito en griego, la palabra Intercesor es “Paráclito”, una palabra


griega, que se puede interpretar en varias maneras. El Paráclito es defensor del hombre;
intérprete, como un abogado que hace todo más claro y más fácil: “Cuando él venga,
rebatirá las mentiras del mundo, y mostrará cuál ha sido el pecado, quien es el justo y
quién es condenado” (Juan 16, 8). El Padre a través de Jesús manda al Espíritu Santo que
hablará en nombre de Dios para apoyar y animar a toda la Iglesia como un amigo fiel.

Hay que conocer el Espíritu Santo mejor y pedirle por un Pentecostés personal, un
nacimiento nuevo (Juan 3, 3), por una transformación y por todos los dones que Él nos
quiere obsequiar para el servicio de su Iglesia. Es el Espíritu quien nos impulsa a la vida
nueva en Cristo, a la misión para ser testigos de la Buena Nueva de Jesucristo nuestro
Salvador. “Si vivimos por el Espíritu, dejémonos conducir por el Espíritu” (Gálatas 5,
25).

Como abogado nos defiende y nos guía por el camino derecho. También nos representa en
cualquier situación en que nos encontremos; habla de nuestra parte, o sea, pone las palabras
adecuadas en nuestro corazón.

El Intérprete nos clarifica la Palabra de Dios, primero animándonos a leerla para sacarle
provecho y cómo vamos leyendo nos va dando entendimiento de ella.
El Espíritu Santo es el que nos da vida y si no estamos llenos de Él, no tenemos vida como
leemos en el libro de Ezequiel (37, 1-14). Esta es una hermosa historia de cómo Yavé cubre
una multitud de huesos secos con carne y piel, pero no tienen vida. Hasta que el Profeta
Ezequiel ora al Espíritu no se pueden mover los huesos. Termina diciendo Yavé:
“Infundiré mi Espíritu en ustedes y volverán a vivir, y los estableceré sobre su tierra,
y ustedes entonces sabrán que yo, Yavé, lo digo y lo pongo por obra”. La vida de Dios
no es posible sin el Espíritu Santo.
Los misterios de Dios son imposible entender en lenguaje humana. Por ejemplo, ¿cómo
explicar el misterio de la Santísima Trinidad? Una explicación puede ser lo siguiente.

Supongamos que existieran tres personas perfectas. Siendo perfectas indicaría que no
tendrían necesidad de nada ni de nadie; sabrán todo; pensarían igual; actuarían igual;
hablarían igual. Serían como una solo persona pero distintas. Pues, así es Dios Trino: un
solo Dios y tres distintas personas (Juan 14, 8-9), pero esta explicación no es suficiente,
falta mucho que explicar. La Santísima Trinidad es un misterio que no se puede entender
con la mente, sino sólo por la fe.

Cuentan por ahí que san Agustín trataba de descifrar este misterio y no podía lograrlo. Un
día caminaba por la playa y encuentra un niño jugando en la arena. El santo le preguntó
¿qué hacía? El muchacho le contesto que trataba de llenar un hoyo en la arena con el agua
del mar. San Agustín se sonrió y le dice que eso es imposible. El Niño también se sonrió y
le responde: “igual de imposible es tratar de explicar la Santísima Trinidad”.

Sobre todo el Espíritu Santo es el Amor que unifica Dios Padre y Dios Hijo. Es la Tercera
Persona de la Santísima Trinidad. Dios Padre es el Creador; Dios Hijo es el Redentor, Dios
Espíritu Santo es el Santificador.

Otro trabajo del Paráclito es de unir el pecador (nosotros) con su Salvador (Jesús). Esto se
logra con la Conversión (reflexión 18). Entonces podemos entender que el Espíritu Santo
tiene muchas funciones, un sin número de ayudas para hacernos santos y así lograr nuestro
propósito de vida.

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