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EL ESPECTRO DE ZARATE

WILLKA Por Yuri F. Tórrez


Como si se hubiera abierto un sótano rústico, junto con los cachivaches inservibles de la abuela,
apareció el fantasma de Pablo Zarate, el “temible” Willka. La imagen de este líder indígena ha
vuelto estampada en un nuevo billete de 50 bolivianos, generando escozores y reactivado un
añejo prejuicio racial anidado en el imaginario de algunos sectores sucrenses.

Esa ofuscación racial tiene su génesis en el ocaso del siglo decimonónico. Era la noche del 23 de
enero de 1899 en el contexto de la Guerra Federal. A consecuencia de un enfrentamiento con las
tropas de Ismael Pando, una veintena de jóvenes chuquisaqueños cayeron heridos en la
altiplanicie paceña y fueron refugiados en la iglesia de Ayo Ayo, auxiliados por los sacerdotes.

El sosiego del lugar, no obstante, fue alterado. Las huestes de Pablo Zarate Willka ingresaron al
templo y mataron a los refugiados. Este hecho fue calificado como la “hecatombe de Ayo Ayo” –
hasta con interpretaciones de antropofagia– para dar cuenta de un dizque ferocidad salvaje de los
indios aimaras. En adelante, la élite señorial chuquisaqueña usaría este relato con recurrencia.
Incluso, edificó un monumento en homenaje a los “jóvenes caídos en Ayo Ayo” en el camposanto
sucrense.

Esa memoria fue reactivada en el curso de la polarización en torno a la última Asamblea


Constituyente, con sede en la Ciudad Blanca, donde apareció la demanda de “capitalía plena”. Lo
peor en esto fue que ese mito del “aimara salvaje” se azuzó tanto, hasta convertirse en un arsenal
discursivo que generó las condiciones socio/culturales y anímicas necesarias para el desemboque
del 24 de mayo del 2008. Ese día los campesinos de la región se reunían en un coliseo de la urbe
chuquisaqueña para recibir al presidente; un grupo de ellos fue capturado –por turbas citadinas– y
sufrió una atroz vejación en la mismísima plaza principal. Algunas arengas de este acto estaban
asociadas a la venganza por la muerte de los jóvenes chuquisaqueños, ocurrida en las postrimerías
del siglo XIX.

Ese imaginario racial ha vuelto la anterior semana. Dos diputados de oposición, Horacio Poppe y
Oscar Urquizo, han manifestado su indignación por la emisión de los nuevos billetes, en los que se
ha reemplazado la imagen del pintor de la colonia, Melchor Pérez de Olguín, con la del líder
aimara. Urquizo ha calificado esto como una “barbaridad histórica”, porque considera a este
último un criminal, atreviéndose a compararlo con Hitler.

Las posturas de estos parlamentarios no hacen más que develar que, en Sucre, persiste un
imaginario racial. Aunque ellos dicen que su indignación “no es racismo”, soslayan que este tipo de
discursos alientan un racismo que puso a la sociedad sucrense a la deriva.

Con ese tipo de discursos hace una década atrás, en los tiempos de la polarización, una dirigencia
cívica extraviada convocó a los sucrenses a abrir las heridas legadas por la Guerra Federal.
Entonces, esas imágenes aterradoras de los jóvenes chuquisaqueños, en el templo de Ayo Ayo,
aparecieron como íconos de una narrativa lacerante que provocaron uno de los hechos más
vergonzantes para los capitalinos.

Hoy, so pretexto de la imagen de Zarate Willka en un billete, lanzan un grito al cielo. En esa
indignación mimetizan un racismo que hizo estragos con la dignidad de los campesinos
chuquisaqueños. Esas declaraciones, una vez más, pueden agitar las aguas del racismo que no
fueron zanjados. Por añadidura, las declaraciones de los diputados han gozado de un eco
inusitado, sobre todo, en la prensa sucrense.

(*) Sociólogo.

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