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Ideas de la ciudadanía

Fernando Escalante Gonzalbo

En uno de los episodios nacionales mexicanos de Victoriano Salado ÁÁ lvarez

aparece la caíída de Santa Ánna, con la victoria del Plan de Áyutla, y un motíín en la

ciudad de Meí xico para festejar el fin de la dictadura. La gente saquea e incendia las

casas de los ministros, de simpatizantes o imaginarios simpatizantes de Santa

Ánna. El protagonista mira consternado la destruccioí n: muebles despedazados,

libros, ropa, espejos, casas quemadas, e intenta detener el pillaje:

“Sentíí entonces que se levantaba en míí algo que rechazaba aquel salvajismo.
Empeceí a gritar, a accionar violentamente, a llamar la atencioí n del grupo que me
rodeaba.
--¡Que hable, que hable, dijeron muchos!
-- ¡Es un suidadano que quiere tomar la palabra!
-- ¡Tiene la palabra!
-- ¡Que nos diga algo ese suidadano!
-- ¡Es un enemigo de los ladrones!
-- ¡Es un enemigo del cojo!”

Pero apenas empieza a hablar, y les exige que detengan el saqueo, cambian

las voces, el sentido de los gritos:

“-- ¡Ábajo, dijeron muchos!


--¡Es un traidor!
--¡Estaí vendido al oro de la Mesilla!”

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La escena es inolvidable. Desde luego, es muy verosíímil, y es divertida

ademaí s. Me interesa ahora porque muestra muy graí ficamente la complejidad de la

nocioí n de ciudadaníía.

Los amotinados, que uno supone que han sido arengados, maí s o menos

dirigidos por polííticos, agitadores, son sin duda ciudadanos, que recuperan

violentamente el ejercicio de sus derechos. Ál menos su derecho a decidir sobre el

gobierno, y contribuyen a la caíída de la dictadura. Y tambieí n ejercen alguí n modo

de justicia. Por otra parte, tambieí n es cíívico, de otra manera, el impulso del

protagonista, que quiere detener el espectaí culo que le parece bochornoso: bajo su

mirada, los amotinados se convierten en una pura muchedumbre, una

aglomeracioí n canalla –que no corresponde en absoluto a la dignidad de la idea

ciudadana.

Lo maí s divertido de la escena, lo maí s revelador tambieí n, es el cambio de

opinioí n de los amotinados. En el primer momento, cuando le piden al recieí n

llegado que hable, estaí n todos en su papel de ciudadanos, le conceden el uso de la

palabra con una solemnidad algo coí mica. Puesto que participa, es un “suidadano”.

Pero cuando se opone al saqueo, y se rehuí sa a intervenir, deja de ser ciudadano y

se convierte en un traidor. La brusquedad del cambio mueve a risa, con razoí n. Pero

no es enteramente absurdo. Supone que un ciudadano, para serlo, tiene que

compartir determinadas actitudes. Es decir, la ciudadaníía vale como una

calificacioí n moral.

Veamos. La ciudadaníía tiene una definicioí n formal, objetiva, en las leyes: son

ciudadanos quienes cumplen con determinadas condiciones, edad, residencia,

filiacioí n, con independencia de sus opiniones polííticas. De hecho, es fundamental

que sea asíí, si la funcioí n deliberativa de la ciudadaníía ha de tener alguí n sentido. No

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obstante, la condicioí n ciudadana tambieí n estaí asociada a una idea moral: actitudes,

valores, praí cticas, virtudes, que significan la pertenencia a una comunidad

concreta. Á ojos de los amotinados, el protagonista es un ciudadano, se comporta

como ciudadano, en la medida en que apoya el derrocamiento de Santa Ánna –y, en

la praí ctica, apoya tambieí n esa forma espontaí nea, maí s o menos baí rbara, de justicia

popular. Pero a ojos de Salado ÁÁ lvarez es precisamente el motíín lo que no es cíívico,

ni siquiera civilizado: igual que la muchedumbre enardecida, entiende la

ciudadaníía como expresioí n de una idea moral. No son ciudadanos, no son dignos

de llamarse ciudadanos, los que saquean, incendian, destruyen.

La historia de la idea de ciudadaníía es la historia doble, complicada,

poleí mica, de la definicioí n formal, y los requisitos y facultades juríídicas que implica,

y las ideas morales asociadas a ella. Esa definicioí n moral puede parecer arbitraria,

en el ejemplo de Salado ÁÁ lvarez resulta incluso ridíícula en alguí n momento, pero es

indudable. Estaí en el lenguaje que empleamos todos los díías. Para entenderlo,

piense usted en la diferencia que habríía entre una croí nica periodíística que hablase

de un conjunto de ciudadanos exigiendo esto o lo otro, y otra que hablase de una

muchedumbre, una chusma, una multitud amotinada, que pidiese lo mismo. Cíívico,

civil, son adjetivos que siempre empleamos de manera encomiaí stica. No son

descriptivos, sino que implican una valoracioí n –profundamente arraigada en

nuestro sentido comuí n.

1. La condición ciudadana

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En general, tenemos una idea maí s o menos exaltada, noble, indudablemente

positiva de la condicioí n ciudadana. En el lenguaje cotidiano la ciudadaníía se nos

aparece de inmediato asociada a otra serie de palabras, de resonancia igualmente

plausible: democracia, participacioí n, derechos, igualdad, libertades. La asociacioí n

puede ser discutible en alguí n caso, tiene dificultades, pero en teí rminos generales

es obvia.

En su sentido maí s simple y rudimentario la condicioí n ciudadana implica la

pertenencia a una agrupacioí n políítica. Nada maí s. Ser ciudadano es pertenecer, del

mismo modo que se pertenece a un club, una sociedad, un partido. Por supuesto, es

un grupo de caracteríísticas especiales, iremos a ello en un instante, pero me

interesa de entrada subrayar ese caraí cter exclusivo, es decir, que la ciudadaníía es

una forma de distincioí n, que se acredita mediante ciertos requisitos. Y por lo tanto

implica la correlativa existencia de otros que no son ciudadanos, y que seguí n el

caso, seguí n la eí poca, han sido mujeres, menores, locos, extranjeros, presos,

analfabetas.

Áhora bien, la ciudadaníía existe en funcioí n de una forma de organizacioí n

políítica en que las decisiones que afectan al conjunto se adoptan colectivamente. La

condicioí n ciudadana significa la capacidad para intervenir en las deliberaciones

acerca de la vida colectiva, la capacidad para participar en la toma de decisiones, y

de ocupar puestos de mando, o de representacioí n.

Á lo largo de la historia han ido cambiando las definiciones de la ciudadaníía

en ambos aspectos: han cambiado mucho los requisitos para ser ciudadano, al

grado de que hoy nos parecen directamente absurdas algunas de las restricciones

del pasado, pero han cambiado tambieí n las facultades que implica el ejercicio de la

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ciudadaníía. Las condiciones que se exigen hoy para acceder a la ciudadaníía son

muy distintas de las que se exigíían en la Grecia claí sica, por ejemplo, pero son muy

distintas tambieí n las atribuciones que tienen hoy los ciudadanos.

Áclaremos de entrada la traza baí sica de esa historia. En teí rminos generales,

los requisitos de ciudadaníía se han ido relajando, y cada vez son menos las

limitaciones, lo que quiere decir que la proporcioí n de ciudadanos ha ido

aumentando hasta incluir praí cticamente a todos los mayores de edad. En cambio,

la evolucioí n no ha sido tan níítida en lo que se refiere a los derechos y facultades.

Desde luego, los ciudadanos del siglo veintiuno disfrutan de derechos que hubiesen

sido impensables para un ateniense del siglo V a. C., pero tienen muchas menos

facultades en las tareas concretas de gobierno y representacioí n.

2. El modelo clásico

La idea de la ciudadaníía de la que participamos, la que tiene vigencia para nuestro

sentido comuí n, para nuestra legislacioí n, para los libros de filosofíía, tiene su origen

en la Grecia claí sica, y particularmente en Átenas. No quiero decir que sea la misma

idea, ni que esta nocioí n nuestra descienda de aquella –pero síí que es el primer

modelo que adopta el pensamiento políítico occidental. Deliberadamente nos

inspiramos en aquella idea.

Es muy diferente la condicioí n ciudadana, en muchos aspectos. Tambieí n la

forma de la comunidad políítica. No obstante, algo muy baí sico estaí allíí: la idea de

que el conjunto de miembros de la comunidad son colectivamente responsables del

gobierno, y lo son como iguales, y deben hacerse cargo de tomar las decisiones que

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afectan a todos, mediante alguna forma de deliberacioí n. Esa primeríísima definicioí n

de la ciudadaníía aparece en Grecia.

Imagino que no hace falta entrar en muchos detalles, ni repetir lo que todos

sabemos de la polis o el aí gora. En el fondo, la idea es muy simple, y no necesita

ninguna míística. Como forma de gobierno, deriva de una manera de pensar que se

ha separado de la revelacioí n, de la inspiracioí n divina, y que supone que lo que

importa para la vida en comuí n es asequible para todos los hombres, que pueden

razonar, argumentar, discutir entre síí, y buscar soluciones en conjunto, aduciendo

pruebas y razones.

En ese arreglo, que se puede llamar el modelo claí sico de la ciudadaníía, la

participacioí n tiene una importancia absolutamente preponderante. Es un modo de

gobierno, una forma de tomar decisiones de manera colectiva: promulgar leyes,

hacer nombramientos, dictar sentencias, y lo que importa sobre todo es que los

ciudadanos intervengan directamente, en la discusioí n y en las resoluciones. Por ese

motivo, porque requiere una participacioí n inmediata, directa, en el gobierno, es un

sistema sumamente restrictivo, soí lo unos cuantos califican como ciudadanos. En

general, varones adultos y libres: ni los menores, ni los esclavos, ni las mujeres, ni

los extranjeros.

La definicioí n de Áristoí teles no ofrece lugar a dudas. Ciudadanos son quienes

participan directamente en el gobierno de la ciudad. Dos rasgos distinguen al

sistema ateniense. El primero, que no hay una divisioí n de poderes como la

entendemos en los tiempos modernos: una misma asamblea se ocupa de legislar,

designar a quienes han de ocupar los cargos, a los jefes del ejeí rcito, y tambieí n es

responsable de impartir justicia. El segundo rasgo, igualmente importante, es que

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todos los ciudadanos pueden ocupar posiciones de gobierno, y de hecho ocupan

posiciones de gobierno –a veces escogidos mediante un sorteo.

Esa fundamental igualdad, y la comuí n responsabilidad en todos los asuntos

puí blicos, define el orden ateniense y su idea de la ciudadaníía.

El ideal romano es muy similar al griego, y de hecho hay ideas, valores,

foí rmulas que se adoptan directamente de Grecia, que es el modelo cultural a partir

del cual se piensa Roma. No obstante, el ciudadano romano es muy diferente, el

ejercicio de la ciudadaníía no tiene nada que ver con el gobierno de Átenas. Se

explica, loí gicamente, sobre todo por la extensioí n del dominio de Roma. El gobierno

estrictamente colectivo, en que todos los ciudadanos se reuí nen, discuten, deciden,

es factible en una ciudad, y es imposible en cualquier otra circunstancia.

El de Roma es un sistema complejo, y que se va haciendo maí s complejo

conforme se expanden las fronteras, mediante una larga serie de distinciones.

Patricios y plebeyos, para empezar. Tambieí n habitantes de Roma, miembros de las

tribus itaí licas, ciudadanos de las provincias remotas. Cada una de las categoríías

participa en sus propios teí rminos, cada ciudadano participa seguí n su estatus y su

adscripcioí n. Las distinciones sirven para integrar un modo de gobierno capaz de

administrar la heterogeneidad.

La diferencia maí s notable con respecto al modelo ateniense es que Roma,

por su extensioí n, necesita un sistema de representacioí n políítica: la mayor parte de

los ciudadanos no participan personalmente en el gobierno, ni en la discusioí n de

los asuntos puí blicos, sino que designan a quienes han de hacerlo en su nombre, en

el Senado o como Tribunos de la Plebe. Áun asíí, la participacioí n es importante, y de

los ciudadanos se espera responsabilidad, sacrificio, atencioí n al intereí s puí blico.

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La caíída de la repuí blica, y el advenimiento del imperio, acarrea una nueva

transformacioí n. Las instituciones de la repuí blica van siendo relegadas,

neutralizadas, algunas suprimidas, conforme aumenta la autoridad personal, uí nica,

del emperador. No se pierde la nocioí n de ciudadaníía, pero síí cambia su sentido. Ser

ciudadano del imperio romano significa sobre todo ser titular de determinados

derechos, en particular, derechos frente a la autoridad.

Es una especie de repliegue, si se puede hablar asíí. Á la ciudadaníía como

forma de participacioí n, de la Grecia claí sica y la repuí blica, le sucede la ciudadaníía

como recurso de limitacioí n del poder.

3. Variaciones

No sobra repetirlo. La idea de la ciudadaníía ha cambiado mucho, han cambiado las

condiciones de pertenencia, lo que se pide como requisitos para que alguien pueda

ser considerado ciudadano, y han cambiado tambieí n las expectativas, las

exigencias, lo que se espera de los ciudadanos: los derechos, las facultades y

responsabilidades que implica su condicioí n.

Ántes de seguir, importa hacer hincapieí en un asunto. Á cada definicioí n de la

ciudadaníía corresponde una idea moral. Para cada conjunto de atribuciones,

facultades, derechos, hay un conjunto de expectativas, y eso quiere decir, que se

espera que los ciudadanos, para ejercer sus facultades, posean determinadas

virtudes. Me explico. No es lo mismo lo que se exige, o lo que se puede esperar de

un ciudadano que va a tener la responsabilidad directa de gobernar, como

resultado de un sorteo, por ejemplo, que lo que se espera de eí l si no tiene maí s

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participacioí n en la cosa puí blica que depositar su voto en la eleccioí n de

representantes que hablen en su nombre.

Eso significa que el ciudadano tiene un nuevo lugar en la configuracioí n del

orden políítico –y uno nuevo en cada periodo histoí rico. Áhora bien, el cambio no ha

sido lineal, no obedece a un esquema evolutivo concreto, pero tampoco es azaroso.

La nocioí n de ciudadaníía es siempre parte de un sistema, de una manera de

entender el orden, el derecho y el gobierno, y son los cambios en el orden políítico

los que ponen la pauta. Las variaciones son innumerables, cada eí poca, cada

sociedad tiene su modelo. No obstante, es posible identificar unas cuantas

tradiciones polííticas que definen las opciones baí sicas.

En primer lugar estaí la tradicioí n republicana. Originalmente se formula en

Grecia y Roma, pero es un ideal políítico que reaparece de manera casi cííclica:

gobierno de leyes, participacioí n, igualdad de derechos, intereí s puí blico. Opacada

por otras ideas durante la Edad Media, resurgioí con fuerza en el Renacimiento, en

particular en Italia, y nuevamente en el siglo XVIII, entre los ilustrados, como

modelo de un orden racional, frente a la arbitrariedad de la monarquíía absoluta.

En una frase, el espííritu del republicanismo significa el predominio del

intereí s puí blico sobre cualquier intereí s particular. Los individuos participan como

ciudadanos en la formacioí n de la voluntad colectiva, pero sobre todo participan

teniendo en mente siempre el intereí s puí blico: la prosperidad, la gloria, la fama de

la repuí blica, antes que su beneficio particular. Es decir, la idea republicana supone

una participacioí n intensa, dedicada, y supone que los ciudadanos tienen que ser

abnegados, responsables, desinteresados, porque tienen que estar dispuestos en

todo momento a sacrificar su comodidad, su patrimonio, incluso su vida. No es

extranñ o por eso que haya en la tradicioí n republicana una acusada desconfianza

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hacia la riqueza: el ciudadano ideal es un pequenñ o propietario, modesto, que

trabaja con sus manos, que no ambiciona poder ni riqueza, y que siempre estaí

dispuesto a acudir en defensa de la patria. El lujo corrompe todo eso. El lujo

acostumbra a los hombres a una vida coí moda, los hace egoíístas, pusilaí nimes,

cobardes, en detrimento de la repuí blica.

La tradicioí n liberal estaí casi en las antíípodas. Tiene su origen remoto en la

idea de la ciudadaníía de la Roma imperial, como sistema de derechos, y evoluciona

y adquiere su perfil moderno conforme se imponen líímites al poder monaí rquico a

lo largo de la Edad Media. En todas sus versiones, obedece a una motivacioí n baí sica:

limitar el poder –para permitir la libertad individual. Áunque no hace a nuestro

propoí sito, vale la pena aclarar que hay dos versiones fundamentales, seguí n se

piense que debe limitarse tan soí lo el poder políítico, o bien que debe limitarse

tambieí n cualquier otra forma de poder, econoí mico, religioso, o del origen que sea.

Los resultados son enteramente distintos.

Para la tradicioí n liberal, la ciudadaníía se define por un conjunto de derechos

que garantizan un aí mbito de libertad personal, al amparo del poder: libertad de

conciencia, libertad de expresioí n, libertad de traí nsito. En general, se trata de lo que

Isaiah Berlin ha llamado “libertad negativa”, es decir, la posibilidad de actuar sin

ninguna clase de interferencias –un campo en que el poder políítico no tiene

facultad para imponer nada. Obviamente, si el eí nfasis estaí puesto en las libertades,

y no en la participacioí n, el sistema favorece el individualismo. La autoridad tiene

menos facultades, es menos lo que puede exigir en nombre del intereí s puí blico.

Eso quiere decir que las expectativas con respecto a los ciudadanos son

bastante modestas. No se pide sacrificio, ni abnegacioí n, no hace falta que posean

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ninguna virtud en particular, aparte de obedecer la ley. De hecho, muy bien podríían

ser monstruos de egoíísmo, y el sistema funcionaríía tanto mejor con eso.

La tercera configuracioí n, la que corresponde a la tradicioí n democraí tica, es

maí s difíícil de definir, maí s confusa. Se trata de una reformulacioí n de la idea

republicana, pero que cuenta con el tipo de derechos elaborados por la tradicioí n

liberal. En la medida en que afirma la importancia de los derechos individuales,

supone que habraí ideas, creencias, opiniones diferentes, intereses diferentes, todos

legíítimos, y no puede imponer una idea sustantiva del intereí s puí blico. Sin embargo,

considera que la participacioí n es importante. El resultado es que tiene como

criterio baí sico la voluntad de la mayoríía –es maí s problemaí tico de lo que puede

parecer a primera vista.

Los individuos poseen un conjunto baí sico de derechos, que permiten que

cada quien se forme su propia opinioí n, y pueda exponerla, defenderla, y garantizan

que todos pueden participar en pie de igualdad para tomar las decisiones que

afectan al grupo. Estaí implíícito que los intereses seraí n distintos, a veces

contradictorios, y que no hay una solucioí n uí nica para los problemas colectivos, no

hay una decisioí n correcta. De modo que no queda maí s remedio sino adoptar la que

prefiera la mayoríía. Dicho de otro modo, la tradicioí n democraí tica es

fundamentalmente esceí ptica. No obstante, no todo puede estar sujeto a la voluntad

de la mayoríía: en particular, el conjunto de derechos que configuran el orden

democraí tico tienen que quedar fuera de la discusioí n democraí tica. Es la primera

paradoja, no la menor, de la democracia.

Vale la pena detenerse en otro detalle. En el origen de la tradicioí n

democraí tica tal como la hemos recibido estaí la idea de la Soberaníía Popular. Parece

algo relativamente sencillo, casi obvio, significa que debe gobernar el pueblo. El

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problema estaí en determinar quieí n forma parte del pueblo, y de que modo

efectivamente puede eí ste gobernar. Ámbas cosas tienen consecuencias graves para

la idea de ciudadaníía.

En primer lugar, el pueblo no necesariamente coincide, o no siempre

coincide con el conjunto de personas delimitado por una nocioí n puramente formal

de ciudadaníía. La deriva nacionalista del siglo XIX y de buena parte del siglo XX, los

movimientos separatistas, los nacionalismos eí tnicos de las uí ltimas deí cadas son

para ahorrar explicaciones. Se supone que los miembros del pueblo comparten

algo maí s, incluso mucho maí s que la condicioí n formal de ser residentes en una

determinada localidad: asíí resulta que el pueblo croata no se corresponde con la

ciudadaníía yugoslava, por ejemplo. Imagino que se entiende sin maí s explicaciones

en queí consiste el problema. Por esta víía, la nocioí n de Soberaníía Popular justifica

mecanismos de exclusioí n que minan la idea de ciudadaníía –y al final la convierten

en otra cosa, que remite a identidades que se imaginan maí s sustantivas.

Pero hay algo maí s. El principio de la Soberaníía Popular permite siempre

desacreditar cualquier forma de representacioí n, porque no admite mediaciones.

En un sistema representativo el pueblo soí lo gobierna de manera mediata,

indirecta, a traveí s de representantes electos. De modo que siempre cabe la

posibilidad de denunciar ese arreglo como una forma de traicioí n. Y la clase políítica

es en todas partes un blanco muy faí cil para la críítica. Es decir, que la tradicioí n

democraí tica lleva consigo una potencialidad subversiva, un impulso hacia formas

de ciudadaníía maí s activa.

¿Queí importancia tiene todo esto? Nuestra idea de ciudadaníía, tal como

aparece en el lenguaje habitual, en los discursos, en las leyes, en la mentalidad

general, proviene de esas tres tradiciones. Es una configuracioí n concreta, singular,

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como lo son todas, pero que toma sus ingredientes de esos modelos. Y

alternativamente pone el eí nfasis en la participacioí n, el intereí s puí blico, las

libertades individuales, los derechos de la mayoríía.

4. La evolución moderna: las vías de la inclusión

Á principios del siglo XIX, en un texto claí sico, Benjamin Constant definioí la libertad

de los modernos en contraposicioí n a la libertad de los antiguos, es decir, de griegos

y romanos. Seguí n la idea de Constant, para los antiguos la libertad consistíía

fundamentalmente en la participacioí n en la vida puí blica, era libre una comunidad

que se gobernaba a síí misma, donde los ciudadanos ejercíían los cargos de

gobierno. Para los modernos, en cambio, la libertad es un asunto privado: la

facultad que tiene cada individuo de hacer su vida, sin interferencias de nadie.

El esquema es muy simple, pero no inexacto. Es acaso la traza baí sica de la

evolucioí n de la ciudadaníía. Obedece, por una lado, a la afirmacioí n de la idea liberal,

y por otro, a la creciente complejidad del orden social, que no permite las formas

de participacioí n de la antiguü edad claí sica. El resultado es una definicioí n que

podrííamos llamar minimalista de la ciudadaníía: un conjunto de derechos para la

vida privada, y la eleccioí n perioí dica de representantes.

La tendencia se impuso a largo plazo. No obstante, durante todo el siglo XIX,

en buena parte del mundo, la idea liberal estuvo condicionada por una poderosa

corriente de republicanismo. En Estados Unidos, por ejemplo, entre los fundadores

de la repuí blica hay una influencia indudable: en el ideal del granjero-ciudadano

como modelo cultural, por ejemplo, el pequenñ o propietario rural, que participa en

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asambleas, que se alista en el ejeí rcito; tambieí n en las repetidas referencias latinas:

Cincinato, Catoí n, etceí tera. El modelo políítico que adoptan es baí sicamente

moderno, es decir, liberal, basado en un sistema de derechos individuales. Pero las

resonancias republicanas configuran mucho de la vida puí blica.

En la mayor parte de Ámeí rica Latina sucedioí algo parecido. En Meí xico, para

empezar. En la primera mitad del siglo XIX domina en el espacio puí blico una idea

absolutamente desmesurada del ciudadano, de las virtudes que debe poseer, de las

atribuciones que le corresponden –una imagen casi heroica, trasunto de los

modelos claí sicos, cuyos rasgos aparecen sistemaí ticamente en la prensa, en los

discursos polííticos. Ese republicanismo exaltado tiene como primera consecuencia

el descreí dito de la praí ctica: las formas concretas de participacioí n, las praí cticas

habituales de la gente, las formas de organizacioí n y representacioí n, no pueden ser

reconocidas por lo que son, y siempre parecen formas degradadas, corrompidas,

insuficientes de la ciudadaníía. El lamento por la inmoralidad puí blica es una

constante.

Pero hay otras derivaciones de ese republicanismo decimonoí nico. El ideal

del ciudadano sirve tambieí n para establecer restricciones para el ejercicio de la

ciudadaníía. Las expectativas son desmesuradas, no se corresponden con lo que

sensatamente se puede esperar en la praí ctica de la mayoríía de la poblacioí n. Se

espera una participacioí n responsable, informada, generosa, capaz de reconocer el

intereí s puí blico, y eso significa que el ciudadano, para serlo cabalmente, debe

poseer instruccioí n, y no vivir bajo el apremio de la necesidad, ni en una situacioí n

de dependencia. Que es aproximadamente lo que suponíía el modelo claí sico.

El resultado es que el ideal cíívico sirve para justificar la exclusioí n de

mujeres, esclavos, sirvientes, obreros. Las condiciones míínimas para el ejercicio de

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la ciudadaníía son la alfabetizacioí n y la propiedad. En casi todo el mundo occidental

se imponen bajo esa loí gica formas de sufragio restringido, y adquiere carta de

naturaleza una ciudadaníía oligaí rquica, cuya justificacioí n estaí en el modelo

republicano.

Es una historia conocida, de modo que basta con un apunte. Una de las

grandes luchas polííticas del siglo XIX, dondequiera que habíía un sistema

representativo, fue por la ampliacioí n de los derechos de ciudadaníía –en particular,

la extensioí n del derecho de voto, el sufragio universal. Seguí n el caso, se avanzoí maí s

o menos deprisa para incluir a las clases trabajadoras, a los analfabetas, pero soí lo

en el siglo XX se romperíía una de las barreras maí s antiguas, la que impedíía acceder

a la plena condicioí n ciudadana a las mujeres.

Áhora bien, conforme se ampliaba el derecho de voto se enfriaba tambieí n la

retoí rica de la ciudadaníía. El lenguaje del republicanismo dejaba paso, poco a poco,

al lenguaje democraí tico. Ál final, predominaba ya de un modo absoluto la idea de la

ciudadaníía como un derecho, algo debido, que praí cticamente no implicaba ninguna

obligacioí n concreta, aparte del cumplimiento de la ley. Las virtudes cíívicas fueron

volvieí ndose maí s abstractas, tenues, menos exigentes. Ya no cabíía pedir ni

desintereí s, ni informacioí n, ni responsabilidad. Todos los ciudadanos tendríían un

conjunto baí sico de derechos individuales, y cada uno participaríía seguí n lo dictase

su intereí s particular.

Esa es, esquemaí ticamente, en su trazo maí s simple, la evolucioí n moderna de

la ciudadaníía. Un movimiento de ampliacioí n por el cual se eliminan requisitos, se

quitan limitaciones e impedimentos, de modo que adquiere la condicioí n ciudadana

una proporcioí n cada vez mayor de la poblacioí n, y al mismo tiempo se reducen las

expectativas, se espera menos de los ciudadanos, y se les asignan funciones muy

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esporaí dicas, de escasa entidad, con una responsabilidad reducida al míínimo en la

vida puí blica.

5. Los derechos sociales: crítica de la ciudadanía

El proceso de ampliacioí n de la ciudadaníía, hacia el sufragio universal, permite un

relato relativamente sencillo, coherente, lineal, de la historia –es, para decirlo en

una frase, el ascenso de la democracia. Pero sucedieron tambieí n otras cosas, de

consecuencias maí s problemaí ticas. En particular, la progresiva incorporacioí n de los

derechos econoí micos y sociales como parte de la definicioí n de ciudadaníía. Es

frecuente que eso tambieí n se explique como un progreso, la suma de una nueva

dimensioí n de la ciudadaníía. No es tan sencillo. Los derechos econoí micos y sociales

alteran profundamente el modelo políítico, la idea de la autoridad, y el significado

de la condicioí n ciudadana.

Volvamos al principio, brevemente. La ciudadaníía supone el disfrute, y

ejercicio, de un conjunto de derechos. En la tradicioí n republicana se trata sobre

todo de derechos polííticos, el derecho a intervenir en la vida puí blica, el derecho a

votar y ser votado. En la tradicioí n liberal, en cambio, se trata sobre todo de los

derechos civiles: igualdad ante la ley, libertad de conciencia, libertad de expresioí n,

libertad de traí nsito, derecho a la privacidad. No son contradictorios, pero es claro

que son paquetes de derechos muy distintos, y que pueden entrar en conflicto. Si se

pone el eí nfasis en los derechos polííticos, en las decisiones colectivas, las libertades

individuales resultan vulnerables. Dicho con otras palabras, no hay un proceso

lineal de acumulacioí n de derechos, primero civiles, luego polííticos, sino un

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acomodo maí s o menos soí lido, maí s o menos precario, de modelos polííticos

diferentes. Y otro tanto sucede con los derechos econoí micos y sociales.

Veamos. En su origen, provienen de una críítica de la nocioí n de ciudadaníía

que predominaba en el siglo diecinueve. No es difíícil de entender. La idea baí sica era

que las condiciones materiales de vida impedíían en la praí ctica el ejercicio de la

ciudadaníía para grandes grupos de poblacioí n, de modo que la igualdad ante la ley,

las libertades individuales, los derechos polííticos, resultaban irrelevantes. Seguí n la

críítica marxista, eran derechos puramente formales, que de hecho servíían sobre

todo para enmascarar la desigualdad real, las formas de subordinacioí n y

explotacioí n.

Esa críítica, fundamentalmente socialista, acompanñ a a la organizacioí n de

sindicatos, a las luchas obreras en busca de mejores condiciones laborales: díías de

descanso, reduccioí n de jornadas, mejores salarios, míínimos de higiene y seguridad.

En ese momento, en la segunda mitad del siglo XIX, a la mayor parte de los

movimientos y partidos socialistas no les interesa el sistema representativo, no se

presentan en las elecciones, no estaí n en los parlamentos. Muchos preparan la

revolucioí n, la mayoríía sencillamente menosprecia la “democracia burguesa”, y sus

derechos, que no son nada mientras no se modifiquen las condiciones materiales

de vida.

Es decir, que en un principio los derechos econoí micos y sociales se

pensaron, y se defendieron, como derechos de los trabajadores –y soí lo maí s tarde

se asociaron a la nocioí n de ciudadaníía.

Á estas alturas, algunos de esos derechos nos parecen obvios. Pero no es

obvia su integracioí n en el esquema juríídico que define la condicioí n ciudadana. El

argumento que ha sido maí s socorrido es una variacioí n del ideal republicano, una

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inversioí n del modelo oligaí rquico –a partir de las mismas premisas. Es como sigue.

El ejercicio de la ciudadaníía requiere capacidades, disposiciones, que no estaí n

inmediatamente al alcance de cualquiera, para participar de manera responsable,

libre, en la vida puí blica, los ciudadanos tienen que estar libres de penurias, libres

de cualquier forma de dependencia, disfrutar de salud, y poseer un míínimo de

educacioí n. Eso mismo se habíía argumentado, recurriendo al modelo de la Gracia

claí sica, para imponer restricciones para el acceso a la condicioí n ciudadana. Áhora

se va a extraer una conclusioí n muy diferente. No se puede excluir a los

trabajadores, a los analfabetas, a los pobres, que ya son ciudadanos. Pero hace falta

ponerlos en condiciones de ser buenos ciudadanos. Y eso significa que corresponde

al Estado garantizar ese míínimo: de salud, educacioí n, ingreso digno.

En ese argumento, los derechos econoí micos y sociales son en realidad una

requisito praí ctico para el ejercicio de los derechos ciudadanos, algo previo –en ese

sentido, ajeno al ideal de la ciudadaníía, que es aproximadamente el de la tradicioí n

republicana. La idea que terminaríía por imponerse es muy distinta.

La foí rmula consagrada es que la ciudadaníía es el derecho a tener derechos.

Desde luego, derechos civiles y polííticos, pero el eí nfasis recae cada vez maí s sobre

derechos sustantivos, provistos colectivamente: educacioí n, salud, vivienda. Bajo

esa mirada, la pertenencia a la comunidad políítica adquiere un nuevo sentido. El

ideal ciudadano praí cticamente se ha diluido, las expectativas son míínimas,

insignificantes, y lo que sobre todo importa es lo que la colectividad puede ofrecer

materialmente a sus miembros.

Áhora bien, la incorporacioí n de los derechos econoí micos y sociales significa

un cambio en otro sentido, porque requiere una intervencioí n activa del Estado

para transformar el orden social. Las condiciones materiales de vida de cada uno

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de los ciudadanos, y de todos ellos, son responsabilidad colectiva, la sociedad no

puede desentenderse de la enfermedad, la miseria, el hambre, la ignorancia. Y eso

supone una exigencia concreta de redistribucioí n del ingreso mediante la accioí n del

Estado.

La intervencioí n sistemaí tica del Estado en la economíía inevitablemente

afecta a los derechos individuales. Eso puede ser razonable, puede ser incluso

deseable, puede parecer justo, pero no tiene sentido negarlo. Por otra parte, la

definicioí n del intereí s puí blico se vuelve problemaí tica una vez que se incluye en ella

la distribucioí n de bienes y servicios –que implican un caí lculo siempre discutible:

queí tanto gasto, en queí rubros, con queí financiamiento, bajo queí condiciones.

Estamos con esto en las antíípodas de la ciudadaníía griega. En aquella, los

ciudadanos eran los mejores: varones adultos, propietarios, independientes,

instruidos, que por eso teníían derecho a participar en la vida puí blica. Era un grupo

escogido, una clase gobernante de hecho –a la que se suponíían virtudes, aptitudes

y facultades especííficas. El nuevo modelo, en cambio, confiere la condicioí n de

ciudadanos praí cticamente a todos los adultos, y la ciudadaníía les da derecho a

recibir de la colectividad lo que necesiten para llevar una vida míínimamente

autoí noma. Como es loí gico, en esas circunstancias la idea normativa de la

ciudadaníía se reduce hasta ser casi insignificante. No se pide a los ciudadanos

realmente existentes que posean ninguna virtud, ninguna capacidad especíífica, no

se les pide independencia e instruccioí n, al contrario: es la condicioí n ciudadana lo

que les permite el acceso a míínimos de bienestar, educacioí n y salud.

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6. Los derechos culturales: la última vuelta de tuerca

La historia del siglo veinte es confusa, turbulenta. En buena parte del mundo, en las

sociedades que viven bajo un reí gimen socialista, no existen las condiciones

míínimas de la ciudadaníía liberal –los derechos civiles. En los paííses centrales, en

cambio, Estados Unidos y Europa occidental, se vive un ruidoso apogeo de las

libertades individuales. Y en esos teí rminos se explica la Guerra Fríía. No hay

teí rmino medio ni solucioí n de compromiso: igualdad o libertad.

No obstante, debajo de esa estridente confrontacioí n, habíía un consenso

implíícito acerca de la importancia de los derechos econoí micos y sociales. Incluso

en Estados Unidos, que seríía el extremo, habíía seguridad social, educacioí n puí blica,

programas de asistencia social. Ese orden, que es el del Estado de Bienestar, con

sus variantes liberal y socialista, se encuentra en entredicho en todas partes, como

consecuencia de un profundo cambio cultural producido en las deí cadas del cambio

de siglo.

El cambio comenzoí insensiblemente a mediados de los anñ os setenta, con

una transformacioí n del pensamiento econoí mico. La crisis quebroí el consenso

keynesiano que habíía orientado la políítica econoí mica de la posguerra. Y comenzoí a

ganar adeptos otra manera de pensar la economíía, profundamente hostil a la

intervencioí n del Estado. El nuevo programa pedíía privatizaciones, desregulacioí n,

liberalizacioí n, y poner como objetivos de la políítica econoí mica el control de la

inflacioí n, la reduccioí n del deí ficit, el equilibrio presupuestario –el mercado se haríía

cargo del resto.

Siguiendo esa inercia, las deí cadas del cambio de siglo vieron un profundo

declive de lo puí blico en todos sentidos. Y una merma progresiva de los derechos

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econoí micos y sociales. La obligacioí n del Estado de proveer servicios baí sicos,

educacioí n y salud, empezoí a ser condicional, relativa, contingente, puesto que

habíía que supeditarla a los objetivos de reduccioí n del deí ficit puí blico, control de la

inflacioí n, baja de impuestos. El mercado estaba en el centro del nuevo orden. Maí s

bien, una particular construccioí n imaginaria del mercado para la que la

insolidaridad es un dato, y el egoíísmo es una virtud –la virtud cardinal, de hecho,

como garantíía de la racionalidad del conjunto.

Como consecuencia, la nocioí n de intereí s puí blico se hizo cada vez maí s

borrosa. Empezoí a confiarse en el mecanismo del mercado –en la iniciativa privada,

en realidad –para resolver problemas puí blicos de todo tipo, desde la evaluacioí n de

polííticas hasta la oferta de servicios. La idea que habíía detraí s era que el

funcionamiento automaí tico e impersonal del mercado produciríía finalmente la

mejor solucioí n, la maí s racional. La ventaja de las soluciones de mercado es que no

necesitan la argumentacioí n moral, no necesitan de hecho ninguna argumentacioí n,

no dependen de las buenas intenciones de nadie, no estaí n lastradas por dogmas ni

prejuicios. La desventaja, gravíísima, de las soluciones de mercado es esa misma: no

permiten la argumentacioí n moral. El resultado es una reduccioí n del espacio

puí blico, que se vuelve cada vez maí s irrelevante, porque muchos de los temas han

sido puestos literalmente fuera de discusioí n. Y una devaluacioí n correlativa de la

nocioí n de ciudadaníía, en la medida en que eí sta depende ííntimamente de lo

puí blico.

Prevalece, en el nuevo siglo, una versioí n radical de la ciudadaníía liberal. Las

expectativas estaí n bajo míínimos. Para la nueva manera de entender el mundo, los

seres humanos son egoíístas racionales, que buscan el maí ximo beneficio, el menor

esfuerzo, y que los sacrificios los hagan otros. Es una ingenuidad peligrosa suponer

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que sean capaces de altruismo, generosidad, patriotismo, abnegacioí n, y desde

luego seríía un disparate crear instituciones que dependiesen de ello. Maí s vale que

el orden repose sobre la solidez del egoíísmo. Ásíí que de los ciudadanos no se

espera nada.

Pero hay otro cambio en estos anñ os, que afecta a la nocioí n de ciudadaníía y la

conduce en un sentido distinto. Para decirlo en una frase, en el lenguaje políítico de

los anñ os ochenta, y de ahíí en adelante, el ideal de la igualdad empieza a ser

desplazado por el de la diferencia. Es un giro que tiene varias fuentes, muy

distintas entre síí. Estaí en primer lugar, desde luego, el aprecio liberal por el

individuo y la libertad; no es nada nuevo: el liberalismo propone la igualdad ante la

ley, la igualdad de oportunidades, pero nada maí s, a partir de ahíí cada individuo

debe tomar sus decisiones, dar forma a su vida, en libertad –y nadie deberíía

entrometerse. El respeto de las diferencias estaí en el corazoí n del programa liberal

desde siempre.

Estaí n tambieí n algunas de las nuevas vertientes del movimiento feminista,

que no quieren la igualdad, sino el reconocimiento de las diferencias, y los

movimientos de defensa de los derechos de minoríías sexuales. Y estaí desde luego

el largo eco de los procesos de descolonizacioí n: la idea de que todas las culturas

tienen el mismo valor, y que son fundamentalmente inconmensurables. Pero sobre

todo, el cambio obedece al retroceso de la idea socialista. El viejo ideal de la

igualdad parece imposible, con frecuencia incluso indeseable –y de ahíí surge una

nueva izquierda, con nuevas causas: la defensa del ambiente, de las minoríías, el

respeto de las diferencias.

Esa nueva valoracioí n de la diferencia, en particular cuando se trata de

diferencias culturales, afecta al fundamento material de la ciudadaníía.

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Veamos. En la Grecia claí sica, en la Italia del Renacimiento, en el Meí xico del

siglo veinte, la pertenencia a una comunidad concreta es una condicioí n implíícita de

la ciudadaníía. No se dice, no suele hacerse explíícito, porque se da por descontado:

los ciudadanos no soí lo comparten un lugar de residencia, sino costumbres,

aspiraciones, historia, valores. Por eso tiene sentido la participacioí n, por eso es

imaginable un intereí s puí blico, en eso se funda la solidaridad. No obstante,

precisamente porque se da por descontado, normalmente no se ha incluido entre

los requisitos para acceder a la condicioí n ciudadana el ser miembro de una

comunidad eí tnica, linguü íística, confesional.

El problema se ha planteado histoí ricamente en las guerras de

independencia, que definen una nueva comunidad políítica, pero sobre todo se

planteoí en las uí ltimas deí cadas del siglo veinte, por la intensidad de los

movimientos migratorios, y por el recrudecimiento de los nacionalismos eí tnicos

tras el colapso de la Unioí n Sovieí tica.

En la Declaracioí n Universal de 1948 se reconocíía el derecho de todo ser

humano a vivir y formarse dentro de su cultura –era una de las banderas bajo las

que se habíía peleado la segunda guerra mundial, y premisa del proceso de

descolonizacioí n. El multi-culturalismo acadeí mico de los anñ os ochenta y noventa

soí lo llevoí un poco maí s lejos la premisa implíícita de la inconmensurabilidad de las

culturas, con la consecuencia de que quedaban sin fundamento soí lido los derechos

humanos para empezar, y desde luego las formas claí sicas de la ciudadaníía. Y la idea

pasoí de la academia a la políítica.

El problema en el nuevo siglo se plantea maí s o menos asíí. En casi todas las

sociedades hay minoríías eí tnicas, religiosas, linguü íísticas. Á veces son inmigrantes, a

veces son poblaciones arraigadas histoí ricamente en el territorio, como sucede por

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ejemplo en los Balcanes, en el Caí ucaso. Para respetar su derecho a vivir de acuerdo

con su cultura, seríía necesario exceptuar a sus miembros del cumplimiento de

algunas normas del derecho comuí n –que han sido pensadas a partir de los valores

de la poblacioí n mayoritaria. La disyuntiva, problemaí tica en cualquiera de los dos

extremos, es la secesioí n, o la creacioí n de un reí gimen de excepcioí n.

No hay solucioí n faí cil, porque no estaí claro queí podríía significar la

ciudadaníía si no se compartiese nada maí s que el lugar de residencia. Ni condicioí n

eí tnica, ni creencias ni valores ni tradiciones, ni siquiera lengua materna. No estaí

claro coí mo se podríía forjar un víínculo de solidaridad políítica en esas condiciones.

Pensadores, polííticos, juristas, sobre todo en Europa, han buscado una solucioí n

mediante la invocacioí n de un patriotismo constitucional. Paralelamente, se

fortalecen en casi todas partes movimientos nacionalistas –que quieren una

ciudadaníía de base eí tnica.

Apunte final

La idea de la ciudadaníía ha seguido una evolucioí n compleja, a veces contradictoria,

como producto de varias tradiciones polííticas. Álternativamente se ha puesto el

eí nfasis en la participacioí n, el intereí s puí blico, los derechos individuales, el intereí s

de las mayoríías, o los míínimos de bienestar material o la pertenencia a una

comunidad cultural. La definicioí n que tenemos de la ciudadaníía, en las leyes, en el

lenguaje políítico, no corresponde a un modelo claro, consistente, sino que es un

arreglo provisional, que obedece a una historia concreta, y que soí lo pone sordina a

las contradicciones que inevitablemente incluye.

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En alguí n momento del siglo veinte parecíía verosíímil una interpretacioí n

fundamentalmente optimista, que veíía en la historia de la ciudadaníía un proceso

expansivo, en el que se iban sumando nuevas dimensiones, nuevos conjuntos de

derechos, para configurar una ciudadaníía maí s completa, soí lida. En cíírculos

conceí ntricos, se agregaban los derechos civiles, los derechos polííticos, los derechos

econoí micos y sociales. El movimiento de las uí ltimas deí cadas no justifica un

optimismo asíí. Es claro que ese crecimiento armoí nico de una uí nica ciudadaníía es

una quimera. Los conflictos entre unas dimensiones y otras son inocultables. En la

praí ctica, hemos visto retroceder los derechos econoí micos y sociales, el retorno a

una definicioí n minimalista, ultraliberal, de la condicioí n ciudadana, tambieí n

movimientos agresivos para darle una definicioí n eí tnica, excluyente.

Ciudadano, cíívico, civil, son teí rminos que llevan una enorme carga moral y

emotiva: la ciudadaníía vale como una definicioí n eí tica. Tiene toda la complejidad de

la historia de nuestras formas de convivencia, y de nuestra idea de la justicia.

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