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APLASTADO, PERO VENCEDOR


Es PROPU!DAD

MADRlO.-lmprenta y ene. de Valent!n TordoeUlas, Tutor, 16.


En bu~ca de aventuras, como m1 cabn ll ero nnd11nte.
Pág. 20i
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APLASTADO <® <® @ <® @ @


{@ <® <® PERO VENCEDOR
Narración histórica del siglo XV , por
DÉBORA ALOOOK o ~ ~ o o ~

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·....

SOCIEDAD DE PUBLICACIONES RELIGIOSAS

10i7
r.·
FREFF\CIO

Una pregunta, que probablemente le ocurrirá al lec-


tor de la presente narración, será. la siguiente: ¿Cuánto
hay aquí de histórico, y cuánto de novelesco? Contes·
taremos muy gustosamente. De la personalidad más
saliente de esta historia, Juan Huss, nada se dice que
no sea rigurosamente verídico. La autora no so ha
atrevido á alterar ni ail.adir en lo más mínimo á la
verdad histórica; se ha limitado á. reproducir, y su tra-
bajo en este punto ha sido un trabajo de amor.
El personaje que sigue en importancia, Gerson, ha
sido tratado casi con igual respeto. Como el lector adi-
vinará., las relaciones entre Gerson y Huberto Bohun
son imaginarias, pero todas las opiniones atribuidas á
Gerson han sido tomadas de sus escritos, y las circuns-
tancias de su muerte son históricas.
Rigurosamente históricos son también los casos de
martlrio relatados y aun aquellos á que meramente se
alude. Especialmente la historia de la hija del burgo·
maestre de Leitmeritz y la del Pastor W enceslao y sus
compafl.eros se cuentan tal y como ocurrieron.
-IV-

Con el amable auxilio de un amigo bohemio, la


autora ha recogido cuidadosamente cuantas noticias
incidentales pudieran encontrarse del buen caballero
Juan de Chlum, que tan noble papel desempef!.ó en
Constanza. Eran escasfsimas y pequeñas, y ha sido
necesario completarlas con la imaginación para des-
cribir al barón bohemio cumpliendo el último encargo
de su amigo de que «Sirviera tranquilamente á Dios
en casa•.
En cuanto á los nombres, la autora ha conservado
/ la forma inglesa corriente (que se ha españolizado en
esta versión cuando ha sido posible). Para ser exactos,
el nombre de Huss debería escribirse Jan Hus. Por lo
rlemás, sólo es necesario advertir que Pan significa
señor; Pani, señora; Panna es el título de una dama
joven ó soltera, y Panetch el de un noble joven 6 here-
dero de un título.
Tan abundante y romántico es el material históri-
co, que la autora ha tenido que refrenarse más de una
vez para no entrar en episodios sumamente interesan-
tes. Queda mueho por contar de la historia gloriosa y
conmovedora del Protestantismo bohemio. Solamente
la batalla de la 1\fontafi.a Blanca, con la historia de los
terribles años que la siguieron, podría dar tema para
más de una gran tragedia. Las mayores tragedias, los
más nobles poemas épicos, quedan á menudo sin escri-
birse, 6 son contados únicamente en aquel Libro cuyo
autor es el mismo Dios, y cuyos cantos están tomados
de la realidad viviente.

LA AUTORA
APLASTADO, PERO VENCEDOR
PAR T E

EN CONSTANZA

CAPÍTULO I

Dos arroyuelos que se separan


Era un hermoso día de Septiembre del ailo pri-
mer o del siglo xv. El sol se acercaba á su ocaso. Los
campos del Norte de !<'rancia, que en condiciones nor -
males hubieran estado cubiertos de abundantes mie-
ses, apenas o!recütn algún que otro trozo cultivado,
porquo eran muy pocos los cmpobrecitlos altleanos que
se arriesgaban á sembrar sus t ietTas. La guerra, larga
y tlesoladora, había dejado su rastro por todas partes.
En una seca y desnuda llanura, donde apenas se
percibía se1lal alguna de vitla, levantábase un solitario
castillo, que parecía mir·ar con fruncillo ceño á todo lo
que le rodeaba. Et·a pequeño y desprovisto de todo
adorno arquitectónico; pero bien fortificado, como con-
venía en aquellos tiempos peligrosos. En la torre del
homenaje colgaba un escudo de armas enlutado.
llacia este castillo dirigíase por el designa! sen-
dero quo no merecía el nombre ele camino, una pinto-
resca comitiva, compuesta. de caballeros y hombres
armarlos, á cuyn. cabezo. iban dos per::;onujes de alta
categoría por todas las señas. Uno de ellos, de noble
y altivo porte, llevaba sobre la costosa nrmadnm un
largo m1l.nto do terciopelo grana, fonado do armii'\o, y
sn gorra, de terciopelo también, estaba cei'lida pot· una
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diadema de oro, en forma de corona ducal. Era, en
efecto, nada menos que Felipe el Atrevido, duque de
Borgofi.a. Su compañero no llevaba cota de malla ni
armadura; pero la mitra bordada en su manto, y los
brillan tes arreos de su caballo, decían bien claro que
era un príncipe de la Iglesia.
El duque de Borgofi.a, y su amigo, el obispo de
Arras, venían del campamento borgofión, situado á
unas cuatro leguas del mencionado castillo, al cual se
dirigían para hacer una obra de misericordia. El sefior
de aquel castillo, Armando de Clairville, un fiel y va-
leroso caballero, había muerto aquella mafi.ana en el
campamento, á consecuencia de las heridas r ecibidas en
una. escaramuza con los Armagnacs, el bando opuesto
al duque en las luchas intestinas que á la sazón desga-
rraban á Francia, dejándola debilitada hasta el punto
de caer luego como fácil presa en manos de los ingleses.
Después de defender con extraordinaria valentía la
cabeza de un puente, oponiéndose al paso del enemigo,
fué llevado moribundo á su tienda. El mismo obispo
le confesó y le dió la absolución; y el duque, no sin
emoción, le preguntó si podía hacer algo en su favor.
cMi mujer y mis hijos»-murmuró el moribundo, afi.a-
diendo con penoso esfuerzo:- c?.Ii hacienda está arrui-
nada; Dios y los santos tengan misericordia de ellos.•
Tanto el duque como el obispo le animaron, ase-
gurándole que cuidarían de ellos. Y en cumplimiento
de esta promesa se encaminaban al castillo.
Al llamamiento de su heraldo, alzóse e1 rastrillo,
fué bajado el puente levadizo, y los grandes persona-
jes mencionados recibieron la invitación de entrar. Un
anciano senescal, cnyo rostro y maneras revelaban la
aflicción que sentía, se adelantó á su encuentro, é in-
clinándose profundamente, les informó de que su ama-
da señora acababa de fallecer. La noticia de que su
esposo había sufrido una herida mortal había sido un
golpe demasiado fuerte para ella, que se hallaba en-
ferma
DOS ARROYUELOS QUE SE SEPARAN 3

El duque expresó su sentimiento de una manera


franca y militar, y el obispo añadió algunas frases de
piadoso consuelo. El viejo senescal les dió humilde-
mente las gracias; y habiéndolos conducido á la sala
de recepción, se aventuró á pr eguntar muy respetuo-
samente si sus señorías se dignarían echar una mirada
compasiva sobre los desgraciados huérfanos.
-Ciertamente- dijo el duque, acariciándose la
barba.-Para eso hemos venido, para tomarlos bajo
nuestra protección, por amor á su valeroso padre.
El antiguo servidor de la casa se retiró, y volvió
muy pronto llevando un muchacho de cada mano, los
dos muy bien parecidos.
- Estos, señores míos, son los pobres niños- dijo
haciendo una profunda reverencia.
Y añadió, dirigiéndose á sus pequeños pupilos:
-Id ahora y doblad la rodilla ante vuestro buen
señor, el muy noble y poderoso duque de Borgoña, y
ante vuestro buen señor, el muy reverendo obispo de
Arras, y rogadles que os protejan por amor de Dios y
de Nuestra Señora.
Ninguno de los dos niños quisieron hacer lo que
se les pedía. El más joven, niño fino y delicado, de
unos tres años de edad, se agarró asustado á la mano
de su protector y se echó á llorar. Pero el mayor, de
unos cinco ó seis años, muy hermoso y bien desarro-
llado, se dirigió al duque y le miró fijamente, primero
á la cara y después al manto, á la armadura y á la es-
pada, con ojos llenos de asombro y admiración, en los
cuales no había la más leve sombra de temor. Las
lágrimas derramadas aquel día por la muerte de la
madre querida habían enrojecido aquellos ojos; pero
la a:fiicción de la infancia, aunque más honda y dura-
dera de lo que muchos creen, se olvida fácilmente en
ciertos momentos, cuando nuevas impresiones vienen á
herir la imaginación del niño.
El duque, complacido, puso su enguantada mano
sobre el hombro del niño, atr ayéndolo hacia sí.
'
4 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-¿Cómo te llamas, hijo mío?-preguntó cariñosa-


mente.
Sin quitar los ojos de la vaina, primorosamente la-
brada, que contenía la espada del duque, respondió
descuidadamente:
-Huberto Bohun.
Y después añadió con vivo interés:
-¿Tendríais la bondad, señor caballero, de dejar-
me ver la espada?
-No hay duda-dijo el obispo sonriendo,-que la
Naturaleza ha destinado á este niño para vuestra pro-
fesión, y no para la mía.
-¡No vayáis tan de prisa!-dijo el duque, cuyo
rostro había tomado una expresión de desagrado.-Di
otra vez tu nombre, niño.
-lluberto Bohun-repitió el niño con claridad,
dando á su nombre una pronunciación inglesa, no fran-
cesa.
El duque, frunciendo el ceño, dirigió al senescal
una mirada interrogativa.
-Con la venia de mis señores-dijo el anciano,-
debo decirles que este niño es hijastro de mi querido
amo. Mi señora, cuya alma tenga Dios en su descanso,
estuvo casada primeramente con un caballero inglés,
Sir Iluborto Bohun, que estuvo prisionero y herido en
la casa del padre de ella. Pero aquel caballero murió
poco después, y entonces mi querido amo, que había
amado á mi señora toda su vida, conquistó su corazón
y se casó con ella. Pero siempre tuvo al hijo de Sir
Huberto igual amor que á su propio hijo. Ninguna di-
ferencia hizo entre ellos mientras vivió; y no querría
que se hiciera ninguna diferencia entre ellos después
de su muerte.
El duque se acarició la barba otra vez, más pen-
sativo que antes.
-No sabía esta historia-dijo.-¿La sabíais vos,
mi señor obispo?
-No, mi señor duque. Pero es seguro que nuestro
DOS ARROYUELOS QUE SE SEPARAN 5

buen amigo De Clairville, al hablarnos de sus niftos, se


refirió tanto al uno como al otro.
-Puede ser; pero no quiero ingleses á mi lado-
dijo el duque con aire de irritación. Aunque aliado con
los ingleses, no ocultaba la antipatía personal que sen-
tía bacía ellos.
Huberto comprendió que el magnífico caballero es-
taba disgustado con él, aunque no podía adivinar la
razón . .Apretó el puño, y un ceño de indignación cu-
brió su espaciosa frente.
El obispo notó la expresión y .el gesto del niño.
-Es"' muchacho no se acobardará fácilmente-se
dijo á sí mismo.- Si le pegan, devolverá golpe por
golpo, y luchará basta el fin.
-No-dijo el duque, como quien hace al fin una.
decisión;-no quiero tener nada que ver con este vás-
tajo de tronco inglés. Dadme el propio hijo de De Clair-
ville, y no lo faltt\rá nada. Yo haré de él un buen ca-
ballero, y si sale digno de su padre, no tendrá nada
que envidiar á lo mejor de Borgoña.
-Pero, señor mío, ¡es tan joven!-se atrevió á de-
cir el senescal.
-¿Qué importa eso? Yo enviaré á buscarlo por un
mensajero de confianza, y él estará con mis propios
hijos, al cuidado de la duquesa, hasta que tenga edad
de entrar en el servicio como paje.
Esto era un arreglo satisfactorio en cuanto al pe-
queño Armando de Clairville; y el senescal murmuró
algunas palabras de agradecimiento.
-Poro, ¿y el otro niño? - preguntó el obispo.
-Tomadle vos, y haced de él un eclesiástico 6 lo
que gustéis-dijo el duque con indiferencia.
El obispo reflexionó.
-So ve claramente que no le falta talento-dijo.-
Además, es misión de la Santa Madre Iglesia cuidar de
los desamparados y de aquellos á quienes el mundo
abandona.
Después volviéndose al senescal, dijo:
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-1rfi buen amigo, el amor que habéis demostrado á
vuestro señor y á vuestra señora, os honra en gran ma.-
nera. Podéis confiar este pequeño Huberto Bohun á mi
cuidado. Yo le enviaré desde luego á algún monasterio,
porque la enseñanza que ha de recibir debe empezar
pronto. :Mi señor duque, supongo que el negocio qae
nos trajo aquí está terminado.
El duque asintió.
-Estoy satisfecho- dijo.
-Difícilmente podría yo decir otro tanto-replicó
el obispo con aire de duda.-Mucho me temo que es-
tamos poniendo la paloma en el nido del gavilán, y el
joven gavilán en el palomar.
-Sea lo que Dios quiera-dijo el duque, olvidan-
do, como lo hacen muchos, que era su propia volun-
tad, y no la de Dios, la que él babia querido hacer.
El senescal, después de recibir algunas instruc-
ciones de ambos señores, se retiró, volviendo al poco
tiempo con un pastel y vino aromatizado, que mandó
al pequeño Huberto presentar, con la rodilla en tierra,
al duque y al obispo. No pudo inducir á. Armando á
que tomara parte en la ceremonia.
Poco después fueron llamados los hombres de ar-
mas, que ya habían sido obsequiados con alimento y
vino; y con la debida ceremonia y aparato dispusié-
ronse á partir los nobles visitantes. El senescal, lle-
vando á los niños de la mano, los acompaíló basta la.
puerta, y permaneció descubierto hasta que se perdie-
ron de vista. Después se volvió hacia dentro murmu-
ra.ndo tristemente:
-El obispo tiene razón . .Van á poner á la paloma
en el nido del gavilán, y al gavilán en el palomar.
CAPÍTULO II

Dos torrentes que se encuentran

Jamás hubo en una ciudad medioeval tal movi-


miento, tanta animación, tal mezcla de negocios y pla-
ceres, tanta multitud de personajes notables de todos
los países, como los que el gran Concilio general trajo
á la ciudad de Constanza. Comenzaron las sesiones del
Concilio en el otoño de 1414; pero todavía en los prime-
ros días del año siguiente seguían llegando caballeros
y doctores, príncipes y prelados, llevando consigo largo
tren do servidores y acompañantes. Entt·emos también
nosotros on espíritu, en medio de esta muchedumbre,
para ver lo que pod1:1.mos del palpitante drama que allí
se desarrolla.
Necesitamos llevar con nosotros algunos datos his-
tóricos. El gran Cisma de Occidente dividía á la Igle-
sia hacül. cuarenta años. Había habido primero dos, y
últimamente tres Papas que se disputaban la obedien-
cia de la cristiandad: Juan XXIII en Roma, Grego-
rio XII en Aviñón, y aquel viejo testarudo aragonés
que se llamó Benedicto XIII, seguro en su fortaleza del
Peñón de Rímini. De los tres, Juan XXIII era el que
tenía títulos más fuertes. Su predecesor, .Alejandro V,
había sido proclamado con toda solemnidad en el Con-
cilio de Pisa, y Juan había sido elegido por los carde·
nales para sucederle. Era el Papa. legítimo, considerado
como la verdadera cabeza de la cristianidad, aun por
muchos que le despreciaban y aborrecían. Porque era
despreciado y aborrecido hasta un punto tal, que ape·
nas se comprendo cómo se le toleró tanto tiempo. Si
hemos de creer á su propio secretario, Thierry de Niem,
que nos ha trazado su retrato, aquel Papa estaba, no
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sólo manchado, sino encenagado en toda clase <le vi-
cios y abominaciones.
TodC\s los fieles católico-romanos deseaban ardien-
temente la terminación del Cisma y la elevación de un
Papa á quien pudieran obedecer con la conciencia
tranquila. Según la teoría de los siglos medios, el Em-
perador de Alemania representaba la suprema potestad
civil, así como el Papa encarnaba la suprema potestad
religiosa. Era la cabeza del «Sacro Imperio Romano•;
hay que reconocer que la idea era noble, y que el hom-
bre que á la sazón babia ganado, aunque no la había
recibido aún, la corona imperial, se elevó á la altura de
su dignidad. Segismundo de Hungría no era un hombre
recto; tenia gravisimas faltas, y en una ocasión memo-
rable bizo traición á la palabra que había empeñado.
Pero tenemos que reconocer su verdadero celo en favor
de la unidad de la cristianidad. El fué quien obligó al
recalcitrante Juan XXIII á que consintiera en la cele-
bración de un Concilio general, el que lo convocó y
presidió sus deliberaciones. El arrastró al r ebelde Pon-
tífice á Constanza, casi á la fuerza; él lo llizo volver
cuando se escapó, y ejerció toda su influencia para que
fuera depuesto, así como también sus rivales. La ex-
tinción del Cisma se debió en gran parte á Segismundo
de llungría.
Pero hubo muchos otros que trabajaron ardiente-
mente con el mismo objeto. Era una época de gran acti-
vidad inteleetual. Las Universidades de Europa estaban
llenas de movimiE'nto y de lucba; aunque á menudo, es
verdad, se disputaba acerca de sutilezas que hoy día
no logran interesarnos. Et·a una época ele grandes cdoc-
tores». La imprenta no babia aparecido aún. La voz
viva lo era casi todo, y muchas voces nobles se levan-
taban en los centros de enseñanza, todas unánimes en
pedir un Concilio general.
Para los mejores pensadores de la época, era evi-
dente que la verdadera voz de la Igle:;ia no podía
salir de los labios de un falso Papa, ni de los de un
DOS TORRENTES QUE SE ENCUENTRAN 9

Pontífice corrompido. ¿Dónde, pues, había de encon-


trarse sino en el conjunto de su sAbiduría colectiva, en
sus gobernantes y maestros, doctores y sacerdotes, le-
gítimamente reunidos en solemne Concilio bajo la di-
rección del Espíritu Santo? De aquí que el Concilio
Ecuménico venía á representar una gran idea, fuerte·
mente creída y abrazada. «La supremacía de los Con-
cilios sobre el Papa», fórmula que á nosotros no nos
conmueve, fJra en aquellos días una doctrina por la
cual muchos hombres devotos y sinceros hubieran sa-
crificado sus vidas.
Este, decimos, era el mejor pensamiento de la épo-
ca. Otros pensamientos, que no eran de aquella época,
sino de todas las edades y de todos los tiempos, empe-
zaban á moverse de una manera vaga. Acá y allá le-
vantábase una voz solitaria, como la de un pájaro medio
dormido todavía, que lanza algunos gorjeos mucho
antes del amanecer, voces trémulas que despertaban en
los corazones la visión de otra Iglesia, «no hecha de
papas y cardenales y sacerdotes», sino cla asamblea é
Iglesia de los primogénitos, cuyos nombres están ins-
critos en Jos cielos», y cuy~t única Cabeza infalible es
el mismo Señor Jesucristo.
Además de la extinción del Cisma, había otros dos
objetos que el Concilio se proponía realizar: la reforma
de la Iglesia y la extirpación de la herejía. Del segundo
hablaremos más adelante. La necesidad del primero
está bien probada por todos los escritos de aquel tiem-
po. 'rodos los hombres rectos estaban unánimes en este
punto. Suspiraban y clamaban por las abominaciones
que se hacían en medio de la Iglesia. A menudo le-
vantaban al cielo sus ojos, exclamando: c¡Tiasta cuán-
do, Señor, hasta cuándo!» Y luego, volviéndolos á la
tierra, denunciaban con palabras ardienl.es los pecados
de papas y cardenales, de sacerdotes y prelados. Los
hombres se preguntaban en todas partes, qué haría el
gran Concilio para limpiar aquel muladar.
Otros asuntos de menos importancia, aunque la te-
10 APLASTADO, PERO VENCEDOR

nían muy grande para los que estaban interesados en


ellos, habían de ocupar la atención del Concilio. Como
sucede á menudo, estos anuntos pequeños obscurecían
las grandes cuestiones á los ojos de los actores y de los
espectadores. El hombre que lucha en una gran bata-
lla no ve el plan; gracias que vea claramente á su an-
tagonista. Ni tampoco el ocioso é indiferente espectador
comprende gran cosa de lo que sucede.
Un espectador de esta clase ballábase una tarde de
Enero de 1415 en las gradas de la catedral de Sa:a
'{auricio, en Constanza. Era muy joven y de rostro
agraciado. Cubría su larga y rizada cabellera rubia
un alto sombrero, adornado con una sola pluma y ro-
deado por una cadena de oro, sujeta con un broche, en
el cual se veía grabado un cepillo de carpintero con
el lema: Je le tiens. El mismo distintivo aparecía bor-
dado on su capa de color grana. El resto de su traje,
según la moda corriente entonces, era muy ajnstado y
terminaba en un par de zapatos, de color grana tam-
bién, con largas punteras de metal. Llevaba colgada
al cinto una ligera espada, más propia para el torneo
y la esgrima que para la dura realidad de la guerra.
Estaba contemplando, al parecer con agrado, la
pintoresca y animada escena que tenía delante. La
plaza Münster hallábase llena de gente do muy dife-
rentes nacionalidades, y en aquel momento la cruzaba
una aparatosa comitiva de nobles húngaros, pertene-
cientes á la corte del Kaiser. Tras ellos venía una bri-
llante carroza, cubierta como una tienda con ricas
cortinas de brocado de seda, suspendidas de barras
doradas; los tt·ajes de los lacayos indicaban que era el
carruaje de la reina Barba, consorte de Scgismundo,
que tenía su espléndida, aunque pequeña corte, en
Petershausen, al otro lado del río. No eran monos inte-
resantes los que caminaban á pie. IIubia entro ellos
eclesiásticos griegos, venidos de Constantinopla para
presenciar el Gran Concilio de la Iglesia Occidental;
caballeros alemanes y franceses, que hacían un abiga-
DOS TORRENTES QUE SE ENCUENTRAN 11

rra.do conjunto de vivos colores, un tanto atenuado por


(ll color negro de las togas escolares y por el gris, pardo
ó negro de los hábitos que llevaban los frailes . Los
más numerosos y revoltosos de aquella muchedumbre
eran los criados de nobles, príncipes y prelados, cada
uno con la enseña y colores de su respectiva casa, que
se abrían camino á empellones, y estaban siempre dis-
puestos á tomar parte en cualquier diversión ó en cual-
quier pendencia.
El rubio mancebo encontraba muy divertido todo
lo que veía, hasta que vino d. suceder algo que despertó
su indignación é hizo llamear sus ojos azules. Una
sencilla y honesta joven, que parecía de la ciudad y
de clase humilde, con una cesta de ropa al brazo, que-
rüt cruzar la plaza; y tres italianos insolentes la habían
detenido, quitándole la cesta y fingiendo devolvérsela,
para reírse de ella al verla chasqueada.
Muy asustada, la pobre joven les rogaba que la de-
jaran seguir su camino; pero ellos replicaban con bro-
mas groseras ó con galanteos peores aún. Bajando de
las gradas, el joven francés se abrió paso hasta ellos,
y, sin pararse á pensar en que era uno contra varios,
les intimó en su idioma que dejaran en paz á la don-
cella. Por toda respuesta, empezaron á insultarle y á
mofarse de él. El francés devolvió con creces los in-
sultos, llamándolos fregonas y pinches del Papa, á lo
cual uno de ellos, que había entendido la burla, se quitó
un guante y dió al joven una bofetada.
El joven sacó la espada, y, aunque sólo de plano,
devolvió el golpe. Al momento salieron á relucir algu-
nos puñales italianos; y mal lo hubiera pasado el rubio
mancebo, si en a~uel momento no ee presenta un nuevo
combatiente, un joven alto y fornido, con toga de escolar
que echando mano de la primera arma que encontró en
una ferretería próxima, se lanzó en medio de la pelea.
Tan diestros y fuertes fueron los golpes de su brazo,
que en muy pocos momentos los italianos abandonaron
el campo. Los dos campeones tuvieron entonces tiempo
lg APLASTADO, PERO VENCEDOR

de mirarse uno al otro, y de atender á la joven á quien


habían defendido. Estaba pálida y temblorosa; pero su
rostro era bello y cándido, como el de una buena don-
cella alemana. Ella procuró, aunque con poco éxito,
porque los dos jóvenes no comprendían bien el alemán,
dar las gracias á sus defensores; y ellos la acompaña-
ron hasta dejarla en una calle tranquila, donde se des-
pidieron de ella. Después quedáronse un momento pa-
rados, mirándose el uno al otro.
El joven escudero fué quien rompió ol silencio.
-¡Bravo, senor escolar!-dijo alargándole la ma-
no.-Aseguraría que sois un buen francés.
-Del mismo París-fué la respuesta.-Un estu·
<liante de la Sorbona debe saber defenderse.
-Y defender á sus amigos-dijo el otro.-Venid
conmigo al León de Oro, y celebraremos nuestra victo-
ria tomando una copa de vino francés.
-Con mucho gusto-contestó el escolar, quitándose
la gorra.-Pero, esperad un momento. Tengo que de-
volver esta herramientn. al honrado comerciante de
quien la tomé, no sea que me la cobre.
-Os acompañaré. Pero, ¿qué es ello? ¡Vaya un
arma singular!
-¡Por San :Martín, que me parece que es un asa-
dor!-dijo el escolar, riendo.-No tuve tiempo de pa-
rarme á. escoger. Sea lo que fuere, no resultó malo para
calentar á esos cobardes.
-¡Qué rufianes son! A la menor cosa, y antes de
que un hombre pueda decir qAve María», sacan los
puñales . ¡Traidores! Pero ya llevaron su merecido.
-Aquí está la tienda; no me detendré mucho.
Hcchtl. la devolul'ión, no sin que el vivaracho esco-
lar hubiera explicado al comerciante, en mal alemán y
con la ayuda de gesticulaciones, el honroso empleo que
la berra.mientn. había tenido, los dos amigos se dirigie-
ron á la hostelería mencionada, y bien pronto se encon-
traron sentados frente á frente con sendas copas de
excelen te vino.
DOS TORRENTES QUE SE ENCUENTRAN 13

-¿Lleváis aquí mucho tiempo?-preguntó el escu-


dero.
-Dos semanas escasas. Estoy esperando á. mi se-
ñor, que me ha enviado delante, por estar él ocupado
en importantes asuntos.
-¿Y quién es el señor de tan denodado campeón,
capaz de servirle con la espada tan bien como con la
pluma, que supongo es el arma más apropiada de
vuestra proresión?
-Decís bien . Tengo la honra de servir como secre-
tario (sc1·ipteu1·) al canciller de París.
-¿Queréis decir, al canciller de la Iglesia y de la
Universidad de París?
-Quiero dedir el gran canciller y gran doctor Jean
Charlier Gerson, renombrado en todo el mundo. No
hay otro como él, ni. que se le acerque-dijo el esco-
lar, levantando orgulloso la cabeza.
En lugar de alzar la copa en honor del señor de su
nuevo amigo, como por cortesía debía haber hecho, el
escudero señaló el broche del sombrero que tenía al
lado en la mesa.
-¿Veis esta insignia, amigo?-dijo con fruncido
ceño.
-Si, conozco la insignia demasiado bien-dijo el
cscolar.-Lamento que estéis al servicio del duque de
Borgoña.
-Podeis ahorraros esa lamentación, mi bravo ca-
marada. Jean Sans Peur (1) es para mí un generoso
amo.
-No tengo un concepto muy favorable do Jean
Sans Peur-replicó el escolar.-Su mano está man-
chada con la sangre del duque de Or-leans.
-Bien, ¿y qué?-dijo el escudero.-Suponif!ndo
que fuera el causante del asesinato de su rivttl y ene-
migo, ¿á. quien tiene que dar cuenta de ello sino á su

(1) Jean San Peur (J uan Sin ?lfiedo), sucedió á su padre Felipe el
A~revidoen el ducado de Bore-oii.a en 1409.
14 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Dios y á su rey? Es cosa digna, pensáis, que los por-


dioseros eclesiásticos (perdonad, señor escolar) se entro-
metan en negocios del Estado, y pidan á los nobles
cuenta de sus actos? Ocúpense en sus asuntos y dejen
en paz á los que valen más que ellos.
- ¿Y no son el derecho y la justicia, y los Diez
mandamientos, asuntos suyos?-preguntó indignado
el escolar.-¿Es que puede tolerarse que se ahorque
todos los días á pobres infelices por robar ó dar puna-
ladas, y que luego se levante un monje franciscano
como ese malriito Jean Petit, diciendo en presencia del
rey, sin que nadie le reprenda, que el duque de Borgo-
fta no debe ser castigado, porque asesinar á un traidor
no es pecado delante de Dios ni de los hombres?
-¿Pensáis entonces, que el canciller obró con no-
bleza cuando se levantó en público para reprender á
Jean Petit? ¿Y está bien que venga aquí, como todo el
mundo sabe, para que el Concilio condene al fraile?
Pensad, señor escolar, que todo lo que hizo Jean P etit
era mantener, con celo tal vez exagerudo, la causa del
mismo duque de Borgoña, que había sido el primer
amigo y protector de vuestro canciller. Los eclesiásticos
podrán obrar así, no los caballeros.
-Entonces mantengo, señor escudero, que los ecle-
siásticos obran bien. Y digo que fué una noble acción
del canciller salir á la defensa de la ley divina y hu-
mana, y reprender el mal, sabiendo que con ello perdía
el mejor amigo que tenía. Y ahora, si el Concilio con-
dena, como lo hará, la perversa doctrina de Jean Petit .. -
-Entonces, aseguro que el duque ...
-Entonces, aseguro que el canciller...
Pero al llegar aquí el caballero soltó una carcajada,
dándose cuenta de la curiosa situación en que se esta-
ban colocando.
- ¡Vamos, no acabemos riñendo, después de haber
peleado tan valerosamente con aquellos tunantesl-
dljo.-Aunque si lo hiciéramos, no dudo de que lleva-
ríais la mejor parte, caballero de la maza.
DOS TORRENTES QUE SE ENCUENTRAN H'>

-Decís bien, que no debemos refiir. Pero no con-


siento que en mi presencia hable nadie una palabra
contra el canciller de París.
-Eso es muy justo, puesto que estáis á su servicio.
Lo mismo digo yo en cuanto al duque de Borgofia. Pero
dejemos á nuestros sefiores y hablemos de nuestras co-
sas. ¿Cómo os llamáis, bravo escolar?
-Mi nombre es Huberto Bohun. ¿Y el vuestro, se-
fior escudero?
-Armando de Clairville- replicó el otro.
-¿Armando de Olairville? - exclamó Huberto,
abriendo desmesuradamente los ojos. -¿Es posible?
Vuestro rostro ... vuestra voz, me conmovieron desde
el principio ... Armando ... ¿no recordáis? ¿No habéis.
oído nunca hablar de vuestro hermano?
Armando se quedó estupefacto. Por fin dijo con
tono de confusión.
-¿Mi herma no? ... Sí, yo tenía un hermano ... Pero
es como un suefl.o ... Sí, un hermano. Pero no me acuerdo
de él.
- Y, sin embargo, Armando de Clairville, yo soy
vuestro hermano.
-¿Huberto? ¿Huberto dijisteis? ¿Huberto de Clair-
ville?-preguntó Armando, todavía confundido.
- No; Huberto de Bohun. Mi padre, á quien no co-
nocí, era inglés. Pero mi madre, de la cual aunque yo
era pequefio cuando murió, me acuerdo bien, era vues-
tra madre también, Armando.
Y los dos hermanos se a rrojaron el uno en los bra-
zos del otro, estrechándose con efusión.
La completa separación de los dos hermanos desde
su infancia no debe extrañarnos. Muy pocos sabían en
aquella época leer y escribir. Y si escribir una carta
era dificil, hacerla llegar á su destino en un país tan
revuelto como Francia lo estaba entonces, era más di-
fícil aún. Estas circunstancias bastaban para que los
hermanos hubieran llegado á la juventud sin tener no·
icias el uno del otro.
CAPÍTULO III

Escudero y escolar

Entretanto, otros huéspedes habían ido llenando la


terraza en que se encontraban los dos hermanos, y
observaban, no sin diversión, la franca alegría que és-
tos demostraban por verse reunidos después do tantos
años. Armando, que fué el primero en notarlo, dijo en
voz baja á su hermano:
-Vámonos á algún sitio donde podamos hablar
tranquilamente.
- Con mucho gusto. Pero ¿dónde?
La preguntA. no era de fácil respuesta. La enor-
me muchedumbre de almas que se había reunido en
Constanza hacia poco menos que imposible la soledad
y el retiro.
Pero Armando resolvió la dificultad pagando al
hostelero del «León de Oro» una suma bastante crecida
para que les proporcionase un cuarto donde pudieran
estar solos y cenar. Lo primero que hicieron los dos
hermanos, al encontrarse en él, fué mirarse mutua-
monte por un largo rato. Ambos quedaron satrsfechos
con el resultado de su examen. lluberto contempló el
rostt·o agraciado é ingenuo de un brioso joven, casi un
niño, hacia el cual su corazón experimentó desde el
primer momento un sentimiento do terntlm !ntternal.
Armando vió un mancebo de figunl. más robusta y de
rosLro mús enérgico y clecidido que los suyos. Tenía
lluberto la frente espaciosa, ot·ladn do espesa cabelle-
ra riZt\!la color castaño, y ojos de un azul profundo,
en los cu11les se escondía un fuego como rara vez lo
tienen los ojos azules. Su boca, de líneas correctas y
ESCUDERO Y ESCOLAR 17

bien dibujadas, expresaba un carácter resuelto y de-


terminado.
-Eras tú, y no yo, el que debía haber sido caba-
llero y guerrero, Huberto- dijo Armando sin poder con-
tener sus pensamientos.
-Ambos debíamos haber sido lo que fueron nues-
tros padres- dijo Huberto.- Por lo menos, esto es lo
que yo pensaba en otro tiempo-añadió.-Pero ahora
que sirvo al canciller be cambiado un poco de parecer.
Armando, ¿has oído que Guillaume le Ferré ha muerto?
-No sé siquiera quién pueda ser Guillaume le Ferré.
- ¿No te acuerdas de aquel querido senescal viejo,
que nos trataba con tanto cariño cuando éramos niños?
- Olvidas que yo no tenía más que tres años. Los
recuerdos más lejanos que conservo son de la casa del
duque.
-Es verdad. Yo te llevo dos años de ventaja, por
lo menos. Pues bien, de Guillaume recibí mensajes y
regalos varias veces. Hace algún tiempo me envió un
cofrecito con varias cosas que fueron de nuestra madre.
Tengo que compartirlas contigo, Armando. Las dejé en
París, en casa del canciller.
- No hay prisa-dijo Armando con indiferencia. La
vida presente, cou ·su brillo y movimiento, absorbía
todos sus pensamientos.
- Tengo una cosa que tú querrás poseer y con
mejor derecho que yo: un Libro de Horas que perteneció
á tu padre. Hay otro más pequeño que fué del mio.
Contiene algunos Salmos en latín, y lleva una dedica-
toria en inglés, que un estudiante de Oxford me tra-
dujo. Dice que el libro fué regalado á Sir Huberto
Bohun, caballero, por su buen amigo el Maestro Juan
Wickliffe, pá rroco de Lutterwortb. ¡Vaya un conflicto
en que me vi cuando lo supe!
-¡Un conflicto! Y ¿por qué?-preguntó Armando,
que sabía de Juan Wickliffe tan poco como de Guillan-
me le Ferré.
- ¿Y lo preguntas? Yo pensaba que todo el mundo
1!
18 APLASTADO, PERO VENCEDOR

sabía que Wickliffe es un gran hereje, mejor dicho, lo


fué, porque ya ha muerto. Uno de los asuntos del
Concilio será la condenación de sus herejías. Me ape-
naba pensar que mi padre, un buen caballero, había
sido amigo de tal hombre. Sin embargo, el canciller me
dijo que como el librito no contenía más que una parte
del Salterio, podía conservarlo.
Armando se echó á reir.
-Te doy mi mejor cadena de oro, si eres capaz de
hablar diez palabras seguidas sin mencionar al canci-
ller. Siempre me tuve por muy leal á mi señor; pero
tú me aventajas en esto , como en otras cosas. Deja en
paz al canciller, y dime qué ha sido de ti todos estos
afi.os. ¡Qué vientos te han traído hasta aquí?
-Y ¿cómo voy á contestar á esas preguntas sin
nombrar al canciller, cuando vengo aquí á su servicio?
Si no quieres oír hablar de él, cuéntame tu hi-storia, en
lugar do escuchar la mía
La historia de Armando no tenia mucho que contar,
y en pocas palabras puede decirse todo lo que de ella
nos interesa por ahora. El protegido del duque de Bor-
goña había sido bien cuidado por las sefi.oras de la
corte basta que, llegado á la edad de diez años, entró
en el servicio como paje. Había sido esmeradamente
instruido en toda clase de ejercicios varoniles y guerra·
ros; y á los catorce años había sido hecho escudero .
Desde aquella ocasi6n,se había distinguido endosó tres
pequeños encuentros con los Armagnacs; había esco·
gido por señora de sus pensamientos y de su adoración
caballeresca á una dama de la corte de mucha más edad
que él: y, en general, se había comportado como era
propio de un joven de su edad y posición. Estaba muy
orgulloso de ser uno de los gentilesbombres escogidos
por el duque para acompafi.ar á sus agentes á Cons-
tanza.
No era tan fácil de contar la historia de Huberto.
Me enviaron-dijo-á estudiar al convento de los
franciscanos en Rouen. Los compadezco ahora por el
ESCUDERO Y ESCOLAR 19

trabajo que les di, aunque no recuerdo que ninguno me


compadeciera á mí entonces, á pesar de que bien me-
recía compasión un pobre huérfano, que consideraba á.
todos los que le rodeaban como enemigos suyos. Era
una crueldad, pensaba yo, enviarme á un monasterio y
dedicarme á la Iglesia, cuando yo debía ser soldado
como mi padre. Quería demostrar que era inútil, que no
había poder en el mundo capaz de hacer de mí un es-
colar. F uí creciendo y haciéndome de día en día más
rebelde, hasta que acabé por escaparme. Mi intención
era ir á la guerra y pelear en defensa de Francia con-
tra los ingleses, porque, á pesar de mi sangre inglesa,
siempre me tuve, y me tengo todavía, por francés. Pero
me cogieron y me llevaron al convento otra vez. En-
tonces el viejo subprior me habló las primeras pala-
bras sensatas que recuerdo haber oído: «Hijo mío, sé
razonable. Sométete á la disciplina y estudia Humani-
dades. Dentro de un año ó dos, te enviaremos á un gran
colegio en París, y entonces podrás hacer lo que gus-
tes.• Lleno de gozo ante tal perspectiva de libertad,
seguí aquel consejo, y así me encontré un día en la
Sorbona, como estudiante de Teología del colegio de
Navarra. Fervientemente di gracias á mi patrón, San
Huberto el cazador, por tal liberación.
-Pero supongo que los escolares, como los escude-
ros, viven bajo disciplina-dijo .Armando.
-Hasta cierto punto; pero gozábamos de abundan-
te libertad. Lo que hice el primer año en la Sorbona, y
las picardías en que tomé parte no te las voy á contar
ahora, para no corromper tus modales, mi buen herma-
no escudero. Eramos algunos centenares, todos rebo-
sando vida y ardor juvenil, y hasta con algo de salva-
jismo. Gracias á que teníamos á los Oabochianos con
t¡uien pelearnos.
-¡Cuidado, hermano! Los Oabochianos son gente
nuestra, partidarios de Borgoña.
-Poco nos importaba de quién fueran partidarios-
replicó Huberto.-Lo cierto es que la chusma de la
20 APLASTADO, P ERO VENCEDOR

ciudad, capitaneada por carniceros y curtidores y per


esos cuervos de Caboche, eran todos borgoñones, mien-
tras que los de la Sor bona éramos buenos Armagnacs,
desde el primero hasta el último. Así es que teníamos
peleas frecuentes, lo cual tal vez servía para que no hi-
ciéramos cosas peores. Mi buena suerte no me aban-
donó nunca hasta que, en una tregua con los Cabochia-
nos, se me metió en la cabeza atacar á los doctores.
A esto el escudero, acostumbrado á la disciplina,
dijo:
-Eso sería lo mismo que si yo cometiese una inso-
lencia contra nuestro maestro de caballería y contra
el duque mismo.
-Pero aseguraría que el duque no te provocó con
tiranías estúpidas, como los doctores á nosotros. Los
poníamos en ridículo á todos, rectores, doctores y maes-
tros, sin misericordia. Yo era de los primeros en tales
hazañas , y como siempre escapaba sin daño, me fuí
haciendo cada vez más atrevido. Por último, un día fijé
en la gran puerta de la Sorbona una proclamu. que
empezaba: De part le R oi. A Messieu1·s les Docteurs de
la Sorbonne. n est defendu ... (1). Después seguía una
sarta de disparates con que se ridiculizaban sue actos.
Entre otras cosas, se les prohibía dejarse crecer las
uñas, aludiendo encubiertamente á una historia que
corría de boca en boca acerca de una pelea entre un
escolar y un doctor, en la cual ambos habían hecho
uso de sus armas naturales. Yo pensé que aquella inl'o-
lencia mía haría reír, y sería olvidada luego, como las
anteriores. Pero la tomaron en serio y se hicieron gra-
ves averiguaciones. No es extraño que sospecharan de
mí. Me arrestaron, y entonces, te aseguro, Armando,
que por primera vez en la vida supe lo que era tener
miedo. Los castigos en París son crueles. Muchos estu-
diantts que tenían afición á ver tales cosas (yo nunca

(1) •De parto del Rey. A los doctores de la Sorbona. Queda prohi-
bido... • Era el estilo aeostumbrado de las proelamas reallld.
ESCUDERO Y ESCOLAR 21

1& tnve), solían ir á la Place de Grcve, y nos hablaban


de los infelices que habían vistQ allí azotados, marca-
dos con hierro ó puestos en la picota.
- Pero á ti no te hubieran podido hacer nada de eso
por una mera broma.
-Podían haberme cortado las orejas 6 azotado,
aunque tal degradación no la hubiera yo sufrido; pri-
mero me mato. Los doctores estaban encolerizados;
cera una traición contra el rey, decían; había que
ha.cer un esc:trmiento,. . Yo determiné no confesar nada,
aunque me atormentaran. Comparecí ante el canciller,
en la gran sala del consejo de la Universidad. Allá
estaba él, rodeado de los demás doctores, y con el sem-
blante más severo y rígido de todos. A la pregunta que
me hicieron, respondí: cNo soy culpable»¡ añadiendo
mentalmente para tranquilizar mi conciencia: «porque
no hay culpa ninguna en la acción que be cometido» .
-¿Y qué mal podía haber en negar?-preguntó
Armando.
Huberto, sin responder á la pregunta, continuó:
-No sé cómo hubiera acabado el negocio, si un
amigo mío no hubiera salido á mi defensa echando la
culpa sobre otro estudiante. Yo no podía consentir que
sufriera un inocente, y ...
- ¿De modo que couíesaste?-exclamó Armando.-
¡ Oh Huberto; yo no hubiera podido hacerlo!
-¿Qué otra cosa iba yo á hacer? Cuando las cosas
llegaron á ese extt·emo, no quedaba más recurso que
decir: cSeñores, yo fuí. Me encomiendo á vuestra mise-
ricordia.»
-Esa fué una acción noble y valerosa.
-¿Noble? ¿valerosa? ¿Así es como habláis los escu-
deros? Obrar de otro modo hubiera sido villanía. Tú
hubieras hecho lo mismo. Entonces mi señ.ot· canciller
pronunció severas palabras acerca de la ley y de la
disciplina; pero cuando llegó á pronunciar la sentencia,
no hizo más que imponerme una multa. Mi corazón vol-
vió á. latir más tranquilamente, aunque sólo por un
¡,

11 22 APLASTADO, PF.RO VENCEDOR

11 momento, porque muy pronto recordé que no podía


pagar. cBondadoso señor- dije,-no tengo un denario
en el mundo.»
lt:
El canciller, más rígido que Minos, mandó que me
~· retiraran. Ya puedes imaginarte la noche que pasaría
yo en mi celda. Pero á la mañana siguiente me mandó
llamar do nuevo. Esta vez estaba él solo. clluberto
Bohun-me dijo,-estáis libre.• Yo, confuso y azorado,
pude balbucear: c¿He sido perdonado, señor mío?»
cNo-dijo él,-no perdonado por gracia, sino puesto
¡¡ en libertad por justicia; porque la multa está pagada. •
La sonrisa que suavizó la habitual rigidez de su rostro
lt al decir esto, me hizo comprender la verdad, y caí de
hinojos á sus pies. No sé lo que dijo, pero fué algo así:

~
cSeñor mío, me habéis salvado. Desde ahora soy vues-
tro para siempre.• El entonces dijo que valía la pena
salvarme á mí, y añadió que no debía pensar en lo que
¡¡ él había hecho, que era poco. cPiensa-me dijo-en
li Aquel que, aunque era tu Juez, ha pagado por ti una
~· deuda infinita. El te compró con su muerto. Hijo mío,

'~
dale las gracias y sírvele toda tu vida.•
Estas últimas palabras las dijo Huberto con tono
li reverente y sentido. Armando lo miraba como si no
comprendiera aquel lenguaje.
-¿De modo que de ahí viene tu gratitud a l can-
ciller?
-Sí. Pero no podía demostrarla sino metiéndome
fl de cabeza en el latín y on la teología, porque entendí
que esto era lo que quería decir él cuando habló de
servir á nuestro Señor. Al principio hubiera preferido
arrojarme solo contra una pandilla de Cabochianos;
pero pronto llegó á gustarme.
Armando hizo un gesto de incredulidad.
-No sabemos lo que podemos hacer hasta que no
probamos- dijo IIuberto.-De veras, las hábiles para-
das y los certeros golpes de las disensiones escolásticas
tienen un encanto singular. Hay una especial satisfac-
ción en saber que tu espada es más afilada que las
r1
ESCUDERO Y ESCOLAR 23
demás y que has aprendido á manejarla con destreza.
1lás orgulloso estoy yo de mi tesis contra los realistas,
en la cual refuto la doctrina herética de Universalia a
parte rei, que de todas mis peleas con los Cabocbianos.
-¿Y qué doctrina es esa?-pregnntó Armando.
-Una necia invención de los realistas, queman-
tienen que los universales tienen existencia aparte de
la substancia de la cual son atributos.
-¿Qué es eso do los universales?-preguntó Ar-
mando, que se había quedado en ayunas de lo que su
hermano babia dicho.
-Las ideas universales, como el valor, la fe, la
virtud.
-¡Ojalá fueran )!niversales! -dijo Armando.-
¿Quién va á comprender semejante jerga? Pero, en fin,
reconozco que el canciller merecía tu devoción.
-Eso, y mucho más- dijo Huberto.-Afortnnada-
mente, pude demostrarle mi gratitud de otra manera.
El año pasado, los Cabocl!ianos se hicieron casi los
dueños de la ciudad, y ¡vaya unos alborotos que se
armaban! Eran peores que los lobos en invierno, que
solían venir á las calles al anochecer y arrebatar algún
burgués descuidado. Con ellos tuve alguna que otra
pelea para calentarme cuando había mucha nieve y es-
taba cara la leña. Los tunantes (me refiero á los Cabo-
chianos, no á los lobos) tuvieron la osadía de asaltar y
saquear la casa del canciller; pero algunos de nosotros
nos reunimos y rescatamos lo que pudimos, especial-
mente los libros. Por esto y por otras cosas, creo que el
canciller tiene confianza en mí. Y ahora me ha hecho
el grande honor de escogerme para servirle de secreta-
rio en el Concilio.
-Si escribes tan bien ~omo pegas, no tendrá quejn.
de ti-dijo Armando.
Después de esto, la conversación pasó á otros asun-
tos , y no acabó hasta que el hostelero apareció en la.
puerta anunciando que <los caballeros habían alquilado
aquel enarto para pasar la noche.
CAPITULO IV

El gran canciller

Durante las semanas que siguieron á su encuentro,


los dos hermanos pasaron la mayor parte del tiempo
jnntos. Armando no tenía realmente nada que hacer; y
Huberto muy poco, mientras no llegara el canciller, á.
quien se esperaba de un día para otro. Había á la
sazón en Constanza abundante entretenimiento para la
gente joven. Aparte del espectáculo constante de las
calles, nunca faltaba alguna diversión especial. Había
misterios, comedias de milagros, pantomimas, juglares
que cantaban historias jocosas ó hacían juegos de ma-
nos; enanos y gigantes que se exponían á la admira-
ción del público; vagabundos con sus monos y osos
amaestrados; bufones á docenas, con sus abigarrados
trajes de rojo, verde y blanco, y otros colores que in-
dicaban á qué príncipe ó noble pertenecían, teniendo
•odos de común las orejas de burro que adornaban su
caperuza.
Poro los dos hermanos preferían algunas veces pa-
sear por algún sitio tranquilo. Saliendo por la Schnetz
'rhor ó la Gottlingen Thor, y atravesando los jardines
llamados el Brühl, iban por el entonces llamado Cami-
no Blanco basta llegar al lago, á cuyas orillas se le-
vantaban las sombrías torres del Castillo Gottlieben.
O, tomando otra dirección, daban un paseo por las pin-
torescas riberas del Rhin. Todos Jos alrededores de
Constanza eran bellos y apacibles.
Aunque estnban muy lejos de coincidir en su mane-
ra de pensar, Huberto y Armando se iban tomando
máa cariil.o de día. en día. Tenían muchas discusiones,
EL GRAN CANCILLER 25

a lgunas veces acaloradas. Había momentos eu quepa-


recían estar al borde de una pendencia. Pero la pen-
dencia no llegaba nunca, y los dos hermanos se enten-
dían cada vez mejor.
Dos eran los principales asuntos en que diferían.
Uno, la posición de Armando como escudero del duque
de Borgoí'l.a. Huberto mantenía, con la acostumbrada
intolerancia de la juventud, que su hermano no debía
seguir al servicio de un casesino», como él llamaba al
duque.
-Buena manera de demostrarle mi gratitud por
todo lo que ha hecho en favor mío-contestaba Arman-
do.- Y además, ¿qué voy á hacer? Si dejo su servicio,
no tengo porvenir en el mundo. ¿Quieres que coja el
bastón y la bolsa del peregrino, ó que busque una plaza
de arquero en la guardia de los Frailes Negros de aque-
lla isla? Además, no veo que mi honor corra peligro.
Si el duque me pidiera á mí que le ayudara en un cri-
men, ya sabría yo hacer lo que debo como fiel escu-
dero y caballero; pero, ¿voy yo á convertirme en juez
de la concienciu. y de los actos de mi señor?
Esto parecía razonable. Pero Armando fué dema-
siado lejos, una vez que dijo:
-En mi lugar, pensarías tú lo mismo. Aseguro que
no abandonarías tú al canciller, suponiendo que él
hiciera lo que el duque ha hecho.
Esto era más de lo que Huberto podía tolerar.
-¡Cállate, chiquillo necio!-exclamó indignado.-
El canciller podrá acarrearse algún daño de los gt·an-
des seí'l.ores cuyos pecados reprende tan enérgicamen-
te; pero comete1· una acción semejante ... ¡Sólo pensarlo
es un ultraje!
-¡Cálmate, Huberto! Lo dije en broma. Aunque
pienso haber oído casos de eclesiásticos que tramaron
la muerte de sus enemigos.
-Si es broma-dijo Ruberto apaciguado,-está.
hien. También yo puedo bromear. Prometo aquí, coa
la conciencia limpia y el corazón libre, que si alguna
26 APLASTADO, PERO VENCEDOR

vez toma parte el canciller en la muerte de cualquier


hombre, aunque sea su enemigo, abandonaré en el acto
su servicio y le diré la razón en su cara. No me costará
mucho esta promesa-añadió riendo.
-Convenido-respondió Armando.-Nadie sabe lo
que puede suceder cuando hay eclesiásticos por medio.
El otro motivo de sus diferencias era más grave.
Armando se había criado entre cortesanos y soldados,
que se cuidaban muy poco de la religión. Como era
natural, practicaba las ceremonias exteriores como lo
llí hacían entonces todos. Pero blasfemaba con frecuencia;
" y, lo que parecía peor á Huborto, no perdía ocasión de
burlarse de la Iglesia 6 del sacerdocio. Mucho de lo que
decía era verdad, más verdad de lo que él mismo ima-
ginaba; pero lo decía en desprecio de todo lo que fuera
religión, por haberlo aprendido de hombres que aborre-
cían, no sólo lo malo, sino también lo bueno que había
en la religión de su tiempo.
Pero Huberto, al pasar de una adolescencia rebelde
á una juventud borrascosa, se había puesto bajo la
iufiuencia de uno de los más nobles representantes de
la Iglesia, y, por Jo tanto, r everencia ba y amaba á la
Iglesia con todo su corazón. Por Jo menos, así lo pen-
saba él, aunque en realidad lo que él amaba y reveren-
ciaba era el gran canciller. Así que, las burlas de Ar-
mando despertaban su indignación; por lo mismo, el
malicioso Armando se complacía en irritarle repitién-
dolo todas las historias escandalosas que oía, y comen-
zándolas con la muletilla de cuno de vuestros eclesiás-
ticos ... :o A Jo cual solía responder Huberto: cYo no soy
ecles1ástico.,.
Delicia especial encontraba Armando en relatar las
muchas anécdotas que corrían acerca del Papa Juan.
A.un Huberto tuvo que reírse al oir la historia de cómo
había volcado el carruaje del Papa en un desfiladero
alpino, y el Santo Padre, tendido de espaldas en la
nieve, sin poder valerse por su corpulencia y gordura
(reaultados de su glotonería), había recibido á los que
EL GRAN CANCILLER 27
faeron en su auxilio con su característica exclamación:
c¡Aquí estoy, por la gracia del diablo!»
Pero, además de estos asuntos de medio jocosas con-
tiendas, un vago sentimiento de intranquilidad había
ido formándose en la mente de Huberto acerca de Ar-
mando. El mismo, en sus relaciones con su hermano
menor, era completamente franco y sincero. Estaba en
su carácter ser así, y además no tenía nada que ocul-
tar. Pero sospechaba que .Armando no correspondía
completamente á esta confianza. Huberto veía que
había cosas acerca de las cuales no le gustaba hablar,
;y se mostraba inquieto si se le instaba á ello. Entre
esas cosas estaba su elevación de paje á escudero. Esta
reserva repelía y molestaba al hermano mayor, de co-
razón más abierto, que había ya empezado á asumir la
actitud de un protector respecto del hermano más joven
y débil. A veces le asaltaba el temor de que en el pa-
sado, sencillo é inocente, al parecer, del joven escudero,
hubiera alguna escondida causa de disgustos ó dificnl-
tades.
La llegada del canciller de París separó casi por
completo á los hermanos. Huberto tenía ahora mucho
que hacer, y apenas gozaba de una hora de libertad
para pasear con .Armando. Una parte de su deber, de
la cual estaba muy orgulloso, era asistir á las sesio-
nes del Concilio y tomar notas para uso de su señor.
Más bien deberíamos decir que asistía á las sesiones de
la «nación• francesa. Cuatro o: naciones», la italiana, la
alemana, la francesa y la inglesa (á las cuales se agre-
gó más tarde nna quinta, la española), tomaban parte
en el Concilio. Sus ueliberaciones, llamadas Reuniones
de las Naciones, tenían lugar cada una en diferente
sitio . .Así llegaban á sus respectivas conclusiones, y laa
votaban separadamente cada nación de por sí. Después,
congregaciones compuestH,s de los miembros más dis-
tinguidos de cada nación se reunían para comparar 6
revisar sus decisiones. Y por último, estas decisiones
eran ratificadas, ó revocadas, en solemnes sesiones ge-
28 APLASTADO, PERO VENCEDOR
IJ
nerales de todo el Concilio. A todas estas diferentes
clases de sesiones asistían escribientes y notarios.
La nación francesa celebraba sus sesiones en la
Sala Capitular del Convento de los Dominicos, bajo la
presidencia del Cardenal Arzobispo de Cambray, el
renombrado Pierre d' Ailly, llamado e el águila de Fran-
cia y el martillo de los herejes :o. Pero el verdadero espí-
ritu director, no sólo de los teólogos francoses, sino de
todo el Concilio, fué Jean Charlier Gerson, canciller de
París.
El vivaz y celoso secretario que le servía, tanto en
el Concilio como fuera de él, puso en aquella tarea
to lo su corazón y todo el entusiasmo de que su alma
era capaz, lo cual es decir mucho. Para él el santo
Concilio quería decir el gran canciller.
Aprovechó la primera oportunidad que tuvo para
presentar á su hermano á su ilustre amo. Le condujo á
una pequeña habitación muy sencillamente amueblada,
donde, tras una mesa cubierta de papeles, estaba sen-
tado el gran canciller, con su túnica doctoral, torrada
du piel, ceñida por un cinturón de cuero. Aunque no
tenía más de cincuenta y tres años, su cabello estaba
blanco, y su enérgico rostro aparecía surcado de pro-
fundas arrugas, reveladoras de cuidados y afiicciones.
-Setlor mío-dijo Huberto,-éste es mi hermano,
Armando de Clairville, de quien he tenido el honor de
hablaros ayer.
El gran hombre miró con amabilidad al joven, que
so había inclinado profundamente ante él.
-::\1e alegro-dijo-de que hayáis tenido el gozo
de encontraros. Para bien de Huberto, y para tu pro-
pio bien, Dios te bendiga, hijo mío.
Al salir, Armando condescendió á decir á su her-
m&no:
-Creo que la bendición de tu canciller no me hará.
ningñn daño, lluberto.

***
EL GRAN CANCILLER 29

Un día muy frío, pero espléndido, de Febrero, Hu-


berto se presentó en la casa donde paraba Armando,
y lo encontró á la puerta con otros gentileshombres
borgoñones. Estaban adiestrando un par de halcones
jóvenes, á quienes dejaban volar un poco, atrayéndolos
después á la mano con bocaditos de carne.
-Vente conmigo, Armando-dijo Huberto.-Ten-
go un día de asueto. El Santo Concilio está ocupado
con la entronización de Santa Brígida.
Por absurdo que parezca, así era la verdad. El Con-
cilio había canonizado solemnemente á la santa escan-
dinava, y estaba aquel día elevando'"al altar, con toda
ceremonia, su imagen de plata.
Armando entregó los balcones á un amigo, y se
dispuso á acompañar á su hermano.
-Y ¿adónde vamos? ¿A la catedral, á ver la fun-
ción de Santa Brígida?
- No-dijo Huberto sacudiendo la cabeza;-quiero
ver el cielo y el sol, que no los he visto apenas durante
quince días.
-Vamos al Brühl, entonces-propuso Armando.-
Allí hay una divertida compañía de juglares.
-Tampoco quiero ver juglares-dijo Hnberto.-Ya
he visto bastantes en París, y ni sus modales ni sus
chistes me agradan. He oído decir que hay regatas en
el río. Es una costumbre de la ciudad, y tengo curio-
sidad por verla.
-Como gustes-dijo el complaciente Armando.
Saliendo de la calle Rosgarten, siguieron la calle
del Mercado, hasta salir al sendero que iba por la
orilla del lago. Pronto llegaron al estrecho canal quo
separaba el :Monasterio Dominicano ó de la Isla, de h~
tierra firme. Como la función religiosa había atraído
tanta gente á la catedral, aquel sitio estaba muy tran-
quilo.
-¡Qué bien se está aquf!-dijo Huberto.-¡Mira los
cisnes!
Y ciertamente, las esbeltas aves, con sus arquea-
30 APLASTADO, PERO VENCEDOR

dos cuellos y blanco plumaje, eran cosa digna de


verse.
Armando, que era todavía lo bastante chiquillo
para comprar golosinas, empezó á echar á los cisnes
algunos pedacitos de marchipán y otros dulces, divir-
tiéndose al ver la rapidez con que los cogían.
-¡Comed, comed, hermosos!-exclamaba.-Un día
de éstos os comerán á vosotros. El cisne asado es un
plato exquisito. Por mi parte lo prefiero al pavo real,
que suele ser algo duro.
Huberto no había comido nunca ni una cosa ni
otra en la frugal mesa del canciller. Pero contestó:
-Parece que los monjes son de la misma opi-
nión.
Después, contemplando el majestuoso monasterio,
dijo:
-Es un edificio magnífico, Armando ... He estado
dentro varias veces, porque nuestra •nación" celebra
sus sesiones en la Sala Capitular, que es hermosa y
primorosamente decorada. ¡Y el refectorio! Me gustaría
que lo viet·as. ¡Qué sala tan grandiosa es!
-¡Ya, yal-interrumpió Armando.-Para dar ban-
quetes. Y buenos banquetes se sirven allí para los bue-
nos monjes y sus convidados. Los Frailes Negros tienen
fama, en tG>das partes, de comer bien. Cuando se can-
san de cisne y capón asado, se regalan con pescado
del lago, que es excelente; y de seguro que lo más es-
cogido va á la mesa de mi señor abad.
-No he tenido el honor de ser invitado á comer-
dijo Huberto.-Pero he visto la hermosa capilla, y la
he visto llena de obispos y doctores. Era una gran
escena. Pues ¿y los claustros? Algún día tienes que
venir conmigo á verlos. ¡Son tan bellos y espaciosos
y están adornados con tan preciosas pinturas! No ve-
rás á. menudo una gran casa como esa, donde nadie
carece de alimento y descanso, tanto para el alma como
para el cuerpo-dijo Huberto, contemplando con orgu-
llo el magnifico grupo de edificios.
EL GRAN CANCILLER 31

-¿Estás seguro, Huberto? ¿No hay allí algún cala-


bozo húmedo y sombrío, sin aire y sin luz?
-¿Calabozo? Supongo que lo hay, pero sin nadie
que lo ocupe.-Alllegar aquí, se detuvo de pronto.-
Es decir ...
Pero Armando, sin escucharle, prosiguió:
-¿Estás tan seguro de que los monjes no oprimen
á nadie? Yo he oído otra cosa de aquellos que conocen
á sus campesinos y vasallos.
-Que son siempre mejor tratados y más prósperos
que los vasallos de los señores y barones-replicó Hu-
berto, saliendo á la defensa de la Iglesia.
-Luego, vuestros obispos y abades, y demás, man-
tienen siempre tal tren de insolentes hombres de armas,
arqueros, lansquenetes, ballesteros y qué sé yo ... He
conocido algunos que eran rufianes de lo más grosero.
-¿Son peores que otros del mismo oficio, que sirven
á los caballeros y escuderos?-preguntó Eiuberto.-
Pero, mira, allá viene uno.
-Es un arquero de la guardia del abad-observó
Armando.
Así era, en efecto. Al acercarse el joven, los her-
manos vieron que llevaba en la manga la insignia
bien conocida de un abad con el báculo en la mano, y
un escudo delante, en el que se destacaba el famoso
signo de Santo Domingo: el perro con la tea ardiendo
en la boca.
El arquero atravesó rápidamente el puente, y al
llegar á la carretera se detuvo, tomó de la mano á un
mendigo ciego, y le ayudó á cruzarla.
-No está mal para un rufián grosero-dijo Hu-
berto.-Pero, vamos; la. gente se está aglomerando, y
todos van hacia el río. El punto de salida para las bar-
cas que toman parte en las regatas es el puente del
Rhin.
Pero los hermanos no tenían buena fortuna aquel
día. Habiendo terminado la función en la catedral, la
multitud que había asistido llenó las estrechas calles
32 APLASTADO, PERO VENCEDOR
que conducían á la ribera del río. Para aumento do
confusión, el dueño de un oso amaestrado babia esco-
gido aquel sitio para que el animal luciera sus habi-
lidades. Huberto y .Armando se veían empujados y
apretados por todos lados.
-No conseguiremos llegar al puente del Rbin-dijo
.Armando irritado.-Y si llegamos allá, no vamos á ver
nada; el bollo no vale el coscorrón. Vámonos á otra
parte.
-No-dijo Huberto.-Cuando me propongo una
cosa la bago. Quiero ver las barcas.
-Tal vez yo podré ayudaros, señores mios-dijo
una voz á sus espaldas.
Volviéronse, y vieron que era el arquero de la ense-
ña de Santo Domingo. El hombre hablaba en alemán;
pero Huberto había ya aprendido lo bastante para en-
tender y hacerse entender en este idioma.
-Queremos ver las regatas-dijo.-Hemos oído de-
cir que es cosa típica de vuestra c_iudad, y nos interesa
mucho.
El arquero se sintió halagado por aquella muestra
de interés en las cosas de su ciudad.
-La Torre de la Puerta del Rhin es el mejor sitio
para verlas. Siga.nme vuestras señorías-dijo el ar-
quero.

CAPÍTULO V

La. historia de Roberto

El arquero guió de muy buena voluntad á. los her-


manos, abriendo camino para ellos á través de la mul-
titud. Cuando llegaron á la torre que formaba. la cabeza
del puente de madera, que en aquel tiempo cruzaba el
Rbin, consiguió colocarlos en un buen sitio, en las
gradas más altas. Desde allf contemplaban una vista

1-.~-
LA HISTORIA DE ROBERTO 33

excelente del ancho río y de las engalanadas barcas


que esmaltaban sus aguas con toques de vivos colores.
El Brquero les explicaba las reglas y peripecias de las
regatas, diciéndoles hasta los nombres de los más dis-
tinguidos remeros.
Huberto, cuya sangre inglesa no podía menos de
animarse, aun sin que él se diera cuenta, siempre que
veía barcas ó navíos, seguía con vivo interés las expli-
caciones del arquero, y aplaudía calurosamente á los
vencedores de la última y decisiva regata.
Cuando éstas terminaron, Huberto quiso recompen-
sar al arquero dándole un :florín, pero el simpático jo-
ven lo rehusó respetuosamente, diciendo:
-Señor, yo debo mucho más á vos y á vuestro
amigo, y mucho me alegro de haber tenido esta oca-
sión de demostraros de algún modo mi agradecimiento.
-¿Cómo es eso?-preguntaron ambos hermanos.-
No recordamos haberos visto antes-añadió Armando.
-Pero yo os he visto, señor caballero, y á vuestro
buen amigo, el señor escolar. ¿Recordáis á una pobre
joven á. quien defendisteis de los insultos de unos ita-
lianos? .Aquella joven es Nanchen, mi prometida. Va-
mos á casarnos para la Pascua próxima.
-Pero, ¿cómo es que nos conocéis?-preguntó-
Huberto.
-Nanchen os ha visto muchas veces, y me ha
dicho quiénes erais. Ella quería que yo os diera las
gracias en su nombre, lo cual deseaba yo hacer tam-
bién; pero hasta hoy no he tenido una ocasión.
-Ahora somos nosotros los que quedamos agrade-
cidos á vos-dijo Huberto.-Pero, nuestro buen ami-
go ...-y se detuvo para que el arquero dijera su
nombre.
-Roberto, para serviros, señor.
-Amigo Roberto, debéis aceptar nuestro obsequio
para comprar un regalito á Nanchen.
-No, señor. Un r egalito para Nanchen es como
dos veces un regalo para mí, lo cual no puedo aceptar
8
34 APLASTADO, PERO VENCEDOR

de vos y vuestro amigo. Pero diré á Nanchen que os be


visto y hablado, y ella se alegrará mucho.
-Que seáis muy felices-dijo Huberto.
Armando felicitó al arquero por su elección, ala-
bando los bellos ojos azules de la doncella suabia.
-Enviadnos recado á tiempo-añadió,-y asistire-
mos a la boda. 1tfe encontraréis en la casa de los Bor-
goñones~ Preguntad por el Sieur de Clairville. Mi her-
mano, el Maestro Huberto Bohun, vive con el canciller
de París, de quien es Secretario. Decidnos: ¿quiénes son
esos arrogantes caballeros que pasan por el camino real?
-Son bohemios, señor-dijo Roberto; y volviéndose
hacia ellos, se quitó la gorra para saludar al jefe de la
banda, un caballero de cabello blanco y rostro pensa-
tivo, revestido de un manto de púrpura.
Huberto dijo en francés á su hermano:
-IIan venido por el asunto de un compatriota de
ellós, Jean Huss.
--¿Otro asunto como el de Jean Petit?
-No tan importante. El hombre es hereje, y está
preso en el monasterio de Santo Domingo.
-¡IIola! Eso no me lo dijiste antes, cuando canta-
bas las glorias de tus frailes.
-Iba á decírtelo, pero me interrumpiste.
-¿Y se puede saber cuáles son sus herejías?
f.ill -Son muy graves y peligrosas, según creo-dijo
¡,,
Huberto.-El canciller ha condenado en la Sorbona
diez y nueve proposiciones heréticas sacadas de las
obras de Jean Huss. Pero yo mismo no las entiendo.
Recuerdo una, sin embargo, que es bastante clara. Dice
que cno se debe castigar corporalmente á los herejes
ni entregarlos al brazo secular» . ¿IIas ofdo de alguien
que se atreva á sostener semejante absurdo?
1 Roberto había estado escuchando como si lo com-
1 prendiera todo, aunque en realidad la única palabra
que cogía era un nombre propio que le era muy cono-
cido. Acercándose más á los hermanos, les dijo en voz
baja y conmovida:
LA HISTORIA DE ROBERTO 35

-Señores míos, ¿puede un hombre sencillo hablar


sencillamente á señores tan honorables como vos?
-Ciertamente, amigo Roberto, todo lo que que-
ráis-dijo Huberto sorprendido.
-Entonces, os ruego, por el amor de Dios, que no
pronunciéis con desprecio el nombre que habéis nom-
brado, porque no es el de un hereje, sino el del siervo
de Dios más santo que hay en el mundo.
-¡Bendita sea tu inocencia!-exclamó Huberto ...-
¿Y qué sabes tú de herejías y de herejes?
-No sé nada. de herejías ni de teologías.--dijo Ro-
berto con firmeza;-pero conozco al Maestro Juan Huss,
y no hay hombre más bueno ni que mejor piense.
-¿Cómo?-preguntó Huberto.-¿Te ha convertido?
Yo pensé que, encarcelado, no podría convertir á nadie.
-Señor, yo soy el que guardo la puerta de su pri-
sión. Ya veis si puedo decir que le conozco. Sois caba-
lleros nobles y generosos. ¿Puedo hablaros sin temoril
-Ciertamente que puedes-dijo Armando.
-¿Por qué habías de temer?-añadió Iluberto.-
¿Qué daño podríamos hacerte?
-Es que si el señor abad llegase á saber que yo, y
lo mismo Jacobo y Gregorio, amábamos á aquel hom-
bre, podía ocurrírsele relevarnos. Y eso sería un gran
perjuicio ...
-Para el preso, ¿verdad?
-No, señor; para nosotros. En cuanto á mí, antes
de conocerle, no era mejor que aquellos cerdos que se
ven allá en el prado. No pensaba en nada más que en
comer, beber y demás cosas que satisfacen á las bestias.
Pero él me ha despertado, señor, como se despierta á
un hombre que duerme pesadamente. El me ha enseña-
do que tengo un alma y que hay un Dios en el cielo que
cuida. de mí. El me ha enseñado los Diez Mandamientos
y el Padrenuestro en alemán. Me ha explicado que lla-
mamos á Dios Padre nuestro por la gracia del Señor
Jesucristo, que murió por nosotros. Y que si le servimos
y hacemos su voluntad, viviremos con Él para siempre.
86 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-Pero eso no es herejía, sino buena doctrina cris-


tiana-dijo Huberto, muy asombrado.
Roberto, sin hacer caso de la interrupción, pro-
siguió:
- Además, para que podamos aprenderlo y recor-
darlo bien, nos lo ha escrito en palabras sencillas, que
los hombres ignorantes como nosotros pueden com-
prender.
-¿Cómo? ¿Sabes tú leer?-preguntó Armando.
-Estoy aprendiendo, señor. Ahora vale la pena.
Ha escrito también un librito para mí y para N linchen,
para nosotros solos. Porque yo le he hablado de Nl:l.n·
chen, y ella reza todos los días un Padrenuestro para
que Dios lo libre. Nos ha dado muy buenos y santos
consejos para que vivamos de tal modo, que gocemos
después juntos en el cielo bendito de Dios.
-Cualquiera diría-observó Armando-que el pe-
ligro en que está y el tener que defenderse de la acu-
sación de herejía, no le dejaría tiempo para pensar en
otra cosa.
-No sé cómo será-dijo Roberto.-Pero creo que
confía tanto en Dios y está tan seguro de hacer su vo-
luntad, que no se preocupa de sí mismo, sino del bien
de los demás.
-Pero, dime, Roberto-dijo lluberto con ansiedad.
-¿No podrí11 alguien hacer algo para convertirle de sus
herejías y traerle á mejor manera de pensar?
-A mejor manera de pensar de la que tiene, nadie
puede llevarle. Vos mismo lo diríais si pudierais verle
y hablar con él. Cuando veis sufrir á un hombre y le
oís orar, llegáis á conocerle bien. El Maestro Juan
yace allá. en la torre que está. á la orilla del lago (1 ),
encadenado, en una prisión lóbrega y fría, respirando
un aire pestilente, continuamente atacado y molestado
por sus enemigos y, sin embargo, siempre valeroso y

(1) El calabozo puede verse todavía en el Hotel Insel , de Constan-


u, que fué en otros tiempos el Convento Dominicano.

- - - --
LA HISTORIA DE ROBERTO 37

paciente. Lo matarán; es muy probable que lo maten;


ya está enfermo. Pero quebrantar su decisión ó ahogar
sus palabras ... ¡nunca/-Roberto se irguió al decir esto,
como si lanzara un reto. Después, recogiéndose otra
vez en sí mismo, añadió en otro tono:-Ya he dicho
bastante, tal vez más de lo que debía. Pero, nó ... sois
caballeros honrados que no haréis traición á la confian-
za que ha tenido en vos un hombre pobre. Dios os
acompañe, señores, y os recompense por vuestra bon-
dad para Nanchen y para mí.-Y, descubriéndose, se
alejó de los hermanos, que le siguieron con la vista
por algunos momentos en silencio.
-¡Qué hombre tan extrañol-dijo Armando por fin.
-Sumamente extraño; más que extraño,-contestó
Huberto.-Pero él se refería al preso, mientras que
Armando se había referido al arquero.
Huberto se quedó ensimismado en sus pensamientos,
sin moverse, basta que Roberto, que había desapareci-
do por una estrecha calle, apareció de nuevo en direc-
ción del monasterio.
-Espérame un momento, Armando-dijo Huberto;
y salió disparado tras Roberto. Alcanzándolo por fin,
le puso la mano en el hombro y le dijo casi sin aliento:
-Mira, Roberto, yo vengo de Paría, donde á me-
nudo ocurre que echan á un hombre por poca cosa en
un calabozo inmundo. Pero si los presos ó sus amigos
dan dinero, se mejora su situación, Toma esto, y ...
El oro que ponía en la mano del arquero no era
mucho, pero era todo lo que tenía.
Pero Roberto lo rehusó con una triste sonrisa.
-Es inútil, señor-dijo.-Hay algunos que darían,
no sólo su oro, sino la sangre de sus venas, para auxi-
liarle; pero no pueden hacer nada. Los malvados sacer-
dotes y prelados, cuya mala vida ha denunciado, quie-
ren vengarse de él ahora que lo tienen en sus manos.
Por eso le aborrecen, y no por ser hereje ni nada pare-
cido . De todos modos, Dios os bendiga, señor, por vues-
tro buen pensamiento.
38 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Huberto volvió adonde estaba su hermano, el cual


le preguntó qué había estado haciendo.
-Nada-respondió lacónicamente. Después, al cabo
de un rato de silencio, prorrumpió:-No lo entiendo.
Siempre creí que ese hombre era un hereje obstinado y
arrogante, que había promovido en Praga revueltas y
tumultos; que predicaba todos los errores de Wickliffe
y muchos más. Pero ahora parece ...
Armando completó la frase:
-Parece que es un hombre muy mal tratado, sea
lo que quiera lo que haya predicado. ¡Oh, esos ecle-
siásticos! No me extraña que la gente tema ofenderlos.
Pero, en fin, el asunto no nos importa. Vente eonmigo
al puente 0e Petershausen; quiero hablar con unos
gentileshombres de la reina acerca de los halcones que
viste esta mañana.
-No-contestó Huberto.-Tengo mucho que escri-
bir para el canciller.
-¡:Malhaya la escritura! ¡Ojalá fueras escudero
como yo! .Así no tendrías que encerrarte entre cuatro
paredes con plumas y papeles.
-No puedo negar-contestó lluberto-que á veces
siento un gran deseo de pelear. Supongamos que hu-
biera cien Cabochianos entre mí y aquella torre. ¡Vaya
si me gustaría abrirme paso entre ellos á fuerza de
golpes! Pero, después de conseguido mi propósito, ¿qué
haría? Ilacer las cosas no es lo difícil, sino saber lo
que se debe hacer.
Huberto dijo estas palabras como quien acaba de
hacer un nuevo descubrimiento, como así era, en efecto,
para él. La primera sombra de una duda se había in-
troducido en su corazón aquel día. ¿Podría equivocarse
el Santo Concilio? ¿Podría, por error, cometer una
injusticia? La historia contada por Roberto le había
afectado más de lo que él quería reconocer; porque
no pouía oír hablar de una acción noble ó de un
sufrimiento noblemente soportado, sin ese estreme-
cimiento de profunda emoción, gozo y dolor al mis-
LA HISTORIA DE ROBERTO 39

mo tiempo, que sólo conocen aquellos que lo experi-


mentan.
Y, sin embargo, tolerancia para la herejía no tenía
ninguna. Para él era inconcebible que un hereje pudie-
ra ser un hombre bueno y digno de simpatía. Pero era
muy posible que un hombre bueno fuera falsamente
acusado de herejía por la malicia y el odio de sus ene-
migos. Eso era lo que Roberto había dicho, y cierta-
mente parecía muy probable. ¿Podía un hombre malo
sufrir pacientemente, cuidarse de otros, orar con !de-
voción, enseñar palabras santas á los ignorantes?
Pero después surgió otro pensamiento, y ahogó to-
das las voces que se habían levantado en su corazón
en favor del amigo de Roberto. El gran canciller lo
había condenado. Para el leal espíritu de Huberto esto
era decisivo. No había que decir una palabra más
acerca del asunto (1)

CAPÍTULO VII

El silencio de Armando.

-¿Vais mañana al torneo?- Tal era la pregunta


que cien mil personas en Constanza y sus alrededores
se dirigían unas á otras la tarde del 19 de Marzo
de 1415.
-No me lo perdería por nada del mundo-era la
respuesta general.
Todo el mundo sabía qué magnífico príncipe era
el duque Federico de Austria, que no escatimaría di-
nero ni trabajo para alcanzar un brillante triunfo. Ha-
bía retado á singular combate al hermano de la reina

(1) La historia que s e pone en los labios de Roberto es auténtica.


Los trata.ditos que Juan nuss escribió en la. prisión para sus carce-
leros Roberto, Jacobo y Gregorio, ex isten hoy. Roberto recibió dos
por lo menos: uno acerca de la. Oración Dominical, y ot ro acerca. del
Matrimonio; este último , escrito á ruego suyo.
40 APLASTADO, PERO VENCEDOR
Barba, el conde de Cilly, y se decía que con gusto hu-
biera retado al mismo Kaiser si hubiera sido posible.
Su enemistad con el Kaiser era cosa bien sabida. El
duque defendía y protegía al Papa Juan XXIII, á
quien quería librar de las manos del Kaiser y del Con-
cilio.
Cuando Armando fué á buscar á su hermano, le
encontró vestido, como de ordinario, y con una pluma
detrás de la. oreja..
-Toda la. gente del canciller-dijo en voz baja,-
incluso los capellanes, ha ido al torneo. El cree que yo
he ido, como los demás. Pero si piensa que yo iba á
dejarlo solo, se equivoca; ni por todas las justas de la
cristiandad.
-¡Malbaya tu devoción al canciller!-dijo Arman-
do¡ y se marchó.
Armando sufrió una desilusión con la negativa de
su hermano; pero no por eso perdió el deseo rle diver-
tirse. Encaminóse bacía una calle estrecha, donde tenía
su puesto un confitero de Nuremberg, é hizo abundante
provisión de golosinas, que guardó en un bolsillo. Des-
pués, observando que la ciudad parecía desierta, apre-
tó el paso para no llegar tarde al torneo.
En esto pasó á su lado, en el camino, un corpulento
y mal vestido postillón, montado en un caballo de las-
timosa estampa. Armando se sintió irritado al ver la
torpeza con que el jinete manejaba su bestia, y estuvo
á punto de darle una lección poco a mable. Pero, pen-
sándolo mejor, se dijo: c¿A mi qué me importa? Se co-
noce que el tunante ha tenido alguna reyerta, porque
lleva la cabeza liada con un pañuelo; y tal vez se ha
consolado de los golpes recibidos con un vaso ó dos de
cerveza fuerte. Es curioso que lo poco que deja ver de
su cara recuerda. mucho á nuestro santo, ó no santo
Padre, el Papa Juan. Pero no es extraño; siempre me
pareció que el Papa tenía tipo de cochero.•
Después, olvidando el incidente, llegó al Brübl,
donde con gran pompa y esplendor se habían prepara-
EL SILENCIO DE AR~tANDO 41

do las lizas. Allá encontró á sus amigos borgoñones, con


quienes estuvo un rato. Pero luego dejó su compañía y
se fué acercando á la decorada plataforma, donde la
reina Barba y las damas de su séquito estaban senta-
das, con gran aparato, para animar con su presencia
á los caballeros combatientes y conceder después los
premios.
El joven escudero se había hecho muy buen amigo
de aquellas damas, gracias á su habilidad en la cetre-
ría, á su atractiva figura y á sus agradables modales.
En esta ocasión el ingenioso mancebo, durante las pau-
sas algo aburridas del torneo, ofreció á las damas que
tenía á su lado los exquisitos dulces que llevaba, «Con
su más rendido homenaje». Esto le abrió la entrada á la
plataforma, y, una vez allí, se fué acercando con disi-
mulo á una dama joven que pertenecía al cortejo de la
reina, en el cual ocupaba uno de los lugares más mo-
destos. Era una joven delgada, de ojos negros y muy
pálida; demasiado pálida, en opinión de algunos, para
ser bella; pero de facciones bien dibujadas y rostro
muy expresivo. Ella se ruborizó al notar la venida de
Armando, que no le era desconocido.
Armando le habló en francés, y ella contestó en el
mismo idioma, con voz melodiosa. Como las trompetas
y timbales sonaban casi incesantemente, podían los dos
jóvenes mantener una conversación sin ser oídos por
los que les rodeaban.
-Ambos somos franceses, ambos borgoñones; segu-
ramente tenemos que ser amigos-decía Armando.
Su primera devoción caballeresca, más afectada
que real, hacia una dama de la corte de Borgoña, había
desaparecido para dejar lugar á una adoración más
sincera de esta brillante estrella, la demoiselle Jocelyne
de Sabrecourt.
-¡Ah, señor escudero, si conocierais mi historia,
no hablaríais así!-contestó ella.
Armando se deshizo en altisonantes elogios y pro-
testas románticas, á los cuales la dama no concedía
42 APLASTADO, PERO VENCEDOR
valor ninguno. Entonces habló él más en serio, dando
salida á sus mejores sentimientos:-Hermosa demoise·
lle-dijo,-aquí no sois feliz, lo sé.
-No tengo razones para ser desgraciada-replicó
la joven.-La reina me trata con bondad, y aunque las
damas húngaras ó alemanas de la corte no estimen en
mucho á una doncella borgoñona, no me desprecian.
-¿Cómo vinisteis aquí? - preguntó Armando.-
Desde que nos conodmos, siendo niilos todavía, en la
corte de Borgoña, y bailábamos juntos, como os habéis
dignado recordar, no he oído vuestro nombre hasta que
os vi brillar como una estrella aquel venturoso día que
fuí á Petershausen con unos halcones. Benditas sean
las aves que me dieron la ocasión de encontraros. Hago
voto á San 11fauricio, de ofrecerle un halcón de cera
para que adorne su altar en la gran iglesia dedicada á
su culto en esta ciudad.
-Siempre está bien honrar á los santos-dijo la
dama¡-pero en cuanto á. los halcones, dudo que vos ni
yo tengamos nada especial que agradecerles.
Armando protestó vivamente; pero Jocelyne prosi·
guió, sin hacer caso de sus protestas:-Voy á contestar
á vuestra pregunta acerca de mi venida á esta corte.
Y con ello os probaré que nuestro encuentro no es tan
afortunado como pensáis, á lo menos para vos. ¿Os
acordáis de mi hermano, el más bravo y brillante escu-
dero de la corte de Borgoña, y favorito de su señor?
-Sólo tengo el honor de conocer á la demoiselle
Jocelyne, por el más dulce Y.melodioso de los nombres.
-Es cierto que el nombre de De Sabrecourt se oye
poco ahora.
Armando palideció.
-¿Era Godofredo de Sabrecourt vuestro herma·
no?-preguntó con ansia..
-¿Le conocisteis, pues? Si; era mi querido y único
hermano. Mi padre y mi madre han muerto. Decidme,
señor escudero: ¿qué habéis oído acerca de Godofredo
de Sabrecourt?
EL SILENCIO DE ARMANDO 43

-Que fué muerto en un duelo- contestó Armando,


después de un rato de silencio, sin atreverse á mirar á
la dama.
-Habéis oído algo más-dijo Jocelyne.
Armando guardó silencio. Si ella hubiera podido
verle la cara, habría notado la intensa palidez que la
cubría.
Por fin Jocelyne prosiguió:
- Puesto que no queréis hablar, me veo obligada á
hacerlo yo, aunque no me sea muy grato. Después de
aquel día fatal en que Fancroix le hirió mortalmente
(Fancroix no tenía culpa, como sabéis; no le guardo
rencor alguno), se echó de menos un paquete de pape-
les importantes pertenecientes al duque; y prontos~
dejó ver que había caído en mal'l.os de los Armagnacs.
De seguro que lo recordáis, y no quisisteis hablar por
no causarme pena. Se habló mucho del asunto á la
sazón, hace cuatro años, y por entonces, según recuer-
do, fuisteis promovido de paje á escudero. El paquete
había sido enviado á Godofredo por mano de un men-
sajero, y él tenía que ir á París y entregarlo á Ca boche.
Nada se hizlo acerca de asunto por haber muerto mi
hermano; pero todos le creyeron culpable de grave ne-
gligencia, cuando no de traición. El duque no dijo una
palabra de censura; pero desde entonces no le agrada-
ba verme con la duquesa. Así que me sentí muy agra-
decida cuando la condesa de Chilly, que ahora es reina
de Hungría, hallándose convidada en nuestra corte, me
ofreció un asilo.
Armando no se atrevía á levantar su rostro hacia
ella. El había sido el verdadero culpable de la pérdida
de aquellos papeles, el paje á quien habían encomen-
dado los papeles para que los entregara á Godofredo.
Nadie había sospechado de él. La muerte había sellado
los lal,?ios de Godofredo, y Armando había creído que
á nadie perjudicaría con callar. ¡Le hubiera costado
tanto decir la verdad!
La historia que tanta preocupación y pesadumbre
44 APLASTADO, PERO VENCEDOR
había llevado al corazón de Armando,había producido
un efecto completamente opuesto en Jocelyne. Ella se
sentía aliviada de un gran peso. Había cumplido lo que
según su código de honor, consideraba como un deber
ineludible. Había hecho saber á su joven admirador que
sobre el nombre y la fortuna de la dam11 que atraía ha-
cia sí sus miradas había ana sombra. Hecho esto, lo
mejor que podía hacer era hablar ligeramente de cosas
indiferentes.
-Me gustaría que el Kaiser mismo condescendiera
á entrar en la liza hoy-dijo.-¿No os parece magní·
flco el Kaiser, Sieur de Clairville? Hermoso como un
.Apolo, con su cabellera rubia y su arrogante figura .
.Armando asintió sin gran interés; no podía pensar
en aquellos momentos en el rey ni en el Kaiser.
Jocelyne continuó:
-Y es valeroso también y de agudo ingenio, y tiene
un corazón noble; pero ahora está en un aprieto. ¿Pen-
sáis que el Concilio conseguit·á de él que falte á la pa-
labra empeñada, y entregue aquel pobre sacerdote á
sus enemigos?
¡,¡ -¿Queréis decir el hereje bohemio?
li -Hereje ó no, es cuestión de pareceres. Hay un
11
judío, médico del Papa, á quien la reina llama á me-
nudo; y le be oído contar cosas muy extrañas acerca
de ese hombre, á quien ha asistido en la cárcel por
mandato del mismo Papa.
-He oído decir-observó .Armando-que la reina
no mü-a con tanto favor á los eclesiásticos como el
Kaiser.
-Es cierto. La reina Barba (esto os lo digo en
secreto, señor escudero) cree muy poco de lo que los
eclesiásticos dicen (1). A veces me estremezco oyén-
dola hablar. No me atrevo á repetir las cosas que dice.

(1) Algún historiador dice qne la reina •no creía en Dios ni en la


vida futura•. Otros, sin e mbargo, suponeD quo se habla atraldo la
enemi~tad de los olérigos por su incUna.:ión hacia las doctrluaa de
Hoss.
EL SILENCIO DE ARMANDO 45

Pero, sea lo que quiera la reina, yo digo del Kaiser que


si falta á la palabra que ha dado á aquel sacerdote
bohemio, no será un verdadero caballero, sino un des-
honrado mentiroso. Y de todas las cosas malas, lo que
más aborrezco es un mentiroso.
-¿Es callar lo mismo que mentir?-dijo Armando
á media voz.
-Sería peor que la mentira más grande si el Kai-
ser se quedara callado y permitiera que otros quebran-
taran su palabra-replicó Jocelyne algo extrañ.ada de
la pregunta.-Pero mirad; el torneo parece que ha ter-
minado.
-¡ Cómo! ¿Tan pronto?-exclamó Armando.
Y, ciertamente, había motivo para admirarse de un
final tan rápido . Una tempestad de aplausos desgarró
los aires. El conde de Cilly había desmontado al duque
de Austria. Pero, en realidad, el triunfo había sido fá-
cil. Desde el momento en que cierto mensajero miste-
rioso había dado al duque una noticia, pudo notarse
que éste había procurado acelerar el fin del torneo y
marcharse. De buen talan te se reconoció vencido por
su joven antagonista, y tan pronto como pudo dejó la
liza .
Armando se r etiró también con el corazón apesa-
dumbrado. Su falta juvenil, que él había creído ignorada
de todo el mundo, y de la cual casi se había olvidado
él mismo, surgía ahora como un fantasma para anublar
su vida y herirle en lo más vivo. Evitando encontrar-
se con gente conocida, regresó con paso lento á su a lo-
jamiento. Mientras andaba, su imaginación reproducía
los acontecimientos de aquel día en que, siendo todavía
paje, había recibido del mismo duque la comisión de
llevar con rapidez y sigilo un importante paquete á la
ciudad vecina, donde había de encontrar á Godofredo
de Sabrecourt y entregárselo. Pero cuando Armando
llegó , Godofredo no estaba en el lugar convenido, que,
desgraciadamente para Armando, era una taberna, de-
lante de la que se estaba jugando un partido de pelota.

)
46 APLASTADO, PERO VENCEDOR

El joven paje se divirtió, bebió á la salud de los vence-


dores, y por fin se fué á la cama, dejando en su cinto
el fatal paquete, en vez de ponerlo debajo de su al-
mohada. A la mañana siguiente había desaparecido.
Entonces llegó Godofredo, demasiado tarde, y se encon-
tró al muchacho consternado y perplejo. Como era un
joven de buen corazón, propuso que, antes de hablar
al duque, hicieran todos los esfuerzos posibles para re·
cuperar el paquete. Pero antes tenía que batirse en
duelo, para zanjar una reyerta que había sido la causa
de su tardanza. Así lo hizo, y murió á manos de su an·
tagonista. Todos lamentaron la muerte del brillante es-
cudero, y el triste suceso hizo que el paquete quedara
olvidado. Pero poco después se vió que los Armagnacs
habían llegado á saber lo que contenía, y lo usaban
con perjuicio del duque. Hiciéronse indagaciones; .Ar-
mando fué interrogado. El terrible Jean Sana Penr no
le había hablado nunca con aspereza, pero Armando
temblaba esta vez delante de él como una hoja de
álamo. El terror le hizo negar su falta. Con voz tem-
blorosa dijo que había entregado los papeles al Sieur
de Sabrecourt, y fué creído. La sospecha recayó, pues,
sobre el difunto. Aunque no pasó de sospecha, hizo su
mala obra. Cómo lo hizo, no lo había sabido Armando
hasta este día. Y ahora, que lo sabía, estaba abrumado.
Armando había sido enseñado á cabalgar, á esgri-
mir, á justar. Había sido instruido en el arte de la ce-
trería y en los ardides de la caza. Le habían enseñado,
hasta cierto punto, á leer y á escribir; pero á lo que no
le habían enseñado nunca era á pensm·. Esta falta de
disciplina mental fué la que le sumió en la más abso-
luta confusión al encontrarse con su primer conflicto
verdadero. Había lastimado cruelmente á la persona á
quien más ardientemente deseaba servir y complacer.
¿No seguía él pecando contra ella mientras persistiera
en su cobarde silencio? Y si se decidía á hablar, ¿no lo
despreciaría ella y execraría su nombre? Por otro lado
(y esto no podía menos de pensarlo Armando), cuando
EL SILENCIO DE ARMANDO 47

el duque oyera la verdad, lo arrojaría ignominiosamen-


te de su servicio. Parecía, pues, que no había otro ca-
mino que callar.
Y, sin embargo, no le satisfacía esta conclusión.
Después de dar vueltas en su dura cama por algunas
horas, se dijo á si mismo: cLo consultaré con Huberto.
Huberto es valeroso y fuerte, y sobre todo, es fiel. Ade-
más, me quiere. El sabrá. lo que yo debo hacer.» Y con
este pensamiento se quedó dormido.

CAPÍTULO VII

San Miguel y el dragón

Armando fué despertado á la mañana siguiento por


el ruido de un gran tumulto en la calle. Vistiéndose
apresuradamente, salió y vió que toda la ciudad estaba
alborotada. Muchas tiendas, especialmente las platerías
y las casas de cambio, se habían cerrado. En las en-
crucijadas y plazas veíanse grupos donde se hablaba
acaloradamente. Una frase se oía repetida por todas
partes: c¡El Papa ha huido! ¡El Papa se ha escapado!•
Armando corrió á la casa del canciller, esperando
que su hermano le daría noticia detallada de lo suce-
dido. Pero aun aquella casa, donde habitualmente rei-
naban el orden y el decoro, participaba de la confusión
y el pánico generales. La servidumbre corría de un
lado á otro; y aquellos á. quienes Armando preguntó
por su hermano, le decían únicamente que estaba ocu-
pado. Por ftn, el mismo Huberto apareció en la escalera
con una carta en la mano.
Viendo á Armando, exclamó:
-¿Has oído las nuevas? ¡El Papa se ha escapado!
-No he oído otra cosa desde que abrí los ojos esta
mañana-contestó Armando.-Quería hablar contigo.
¿Adónde vas?
48 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-Al alojamiento del cardenal de Cambray, á. llevar


esta carta. Ven conmigo. Tal vez no tenga que esperar
mucho.
Armando apenas podía seguir á. su hermano, que
caminaba rápidamente, sin dejar por eso de ha-
blar.
- El Papa se ha ido; se deslizó de la ciudad cuando
todo el mundo estaba en el torneo. Ahora sospechamos
que el torneo no fué más que una estratagema de su
amigo el duque de Austria para facilitar la fuga. Salió,
según dicen, disfrazado de postillón sobre un caballejo,
y con la cabeza liada en un pañuelo para ocultar su
cara.
Armando se paró en mitad de la calle, y, después
de un momento de silencio, rompió en un torrente de
juramentos soldadescos.
-¿Has perdido el juicio?-exclamó lluberto, asom-
brado.
-No; lo que he perdido es la mejor ocasión que
podía presentárseme en la vida de hacer fortuna-dijo
Armando,-porque yo le vi ayer, cuando me dirigía
al torneo.
-¿Que lo viste? ¿A quién?
-A nuestro santísimo padre, el Papa. Precisamen-
te como has dicho, vestido de postillón, en un mal ca-
ballo, al cual guiaba pésimamente. Lo que pude ver de
su cara, que no fué mucho, me recordó la misa mayor
á la quo asistí en la catedral cuando ...
-¿Y por qué no diste la voz de alarma?-interrum-
pió Huberto indignado.
-¿Y quién iba á pensar por un momento que el
Vicario de Cristo pudiera encontrarse en tal guisa? Yo
creí que la semejanza de rostro era solamente una coin-
cidencia singular.
-Pero tú sabías, como todo el mundo lo sabe, cómo
teme al Concilio y aborrece al Kaiser; y cómo se ale-
graría de poner tierra por medio entre ellos y su per-
sona. ¡Si hubieras venido á decírmelo!
- - - - - - - - - - - - - - ----------------·--·-·----·

SAN MIGUEL Y EL DRAGÓN 49

-¡Si hubiera sido un mágico como Virgilio (1) ó


como el arcipreste Juan!
Pero Huberto, sin hacerle caso, prosiguió:
-Y ahora todos pensarán que con esto se disolverá
el Concilio. ¡No, con la ayuda de Dios! Al contrario;
ahora se demostrará lo fuerte, lo grande, lo irresisti-
ble que es. El Santo Concilio puede pasarse sin el Papa,
porque está por encima del Papa. Es la voz de la Igle-
sia, es la Iglesia misma. Puede juzgar al mismo Papa.
¡Buena la ha hecho ese Papa renegado! Con su fuga ha
demostrado que no tiene razón. Por esta vez la ra:tón
y la fuerza están de parte del Santo Concilio.
- ¡Ya salió el Santo Concilio!-se dijo Armando.-
Por este camino no hay quien le saque una palabra
razonable sobre ninguna otra cosa.
Pero, después de este primer movimiento de enfado,
experimentó cierto alivio. Si, por falta de oportunidad,
no podía hacer á Huberto la confesión que había pen-
sado, no era culpa suya. Nadie puede hacer lo imposi-
ble. Y, después de todo, sería difícil tarea contar aque-
lla historia á un hombre tan valeroso y veraz como
Huberto, incapaz de caer en semejante debilidad. Todo
esto cruzó por el pensamiento de Armando mientras
llegaban al alojamiento del cardenal.
-Ya estamos-dijo Huberto.-Tendré que esperar
la respuesta.
-Es tontería que espere yo en la calle á que su
eminencia emborrone una boja de papel-replicó Ar-
mando, convencido ya de la insignificancia que tendría
á los ojos de Huberto su particular asunto, comparado
con Jos del Papa y el Concilio.-Pero detente un mo-
mento. Todos los borgoñones preguntarán ahora cómo
va á vivir el Concilio sin su cabeza; á no ser que se
repita ol milagro de San Denis. ¿Qué les digo?
-Diles que el Concilio continuará y progresará,

(1) En la Edad Media se consideraba. al poeta Vfrgillo como un gran


m&gico.
50 APLASTADO, PERO VENCEDOR
porque su cabeza no es un Papa renegado, sino uno á
quien por respeto no quiero nombrar ahora-dijo Hu-
berta, y desapareció, entrando en la casa.
La marca de los acontecimientos públicos subía con
tan poderoso ímpetu, que muchos intereses pequeños
privados eran arrastrados por ella. El joven Huberto
Bohun no era precisamente arrastrado, sino que se de-
jaba llevar con alegría sobre la cresta de aquell a es-
pumosa ola. Tul vez no había nadie que se gozara
tanto como él de aquel triunfo del Concilio sobre el
Papa. En su ardiente fantasít~. creía ver a l Santo Con-
cilio en la figura de San Miguel, espada en mano y bo-
llando un dragón vencido, que llevaba sobre su cabeza
una tiara.
El día siguiente al de la huída del Papa, el Kaiser
paseó con toda ceremonia por la ciudad, haciendo
proclamar que el Concilio no se disolvía, que continua -
ban sus sesiones y que él lo protegía. Se pidió al can-
ciller de París que preparara un discurso para afirmar
los derechos y deberes del Conci lio. Gerson respondió
con un toque de clarín. Nunca antes se babia probado
de manera tan elocuente é irresistible el lugar que co-
rrespondía á los Concilios generales como la verdadera
representación y voz de la Iglesia Universal. Nunca
antes habiu recibido tan tremendo golpe la usurpada
supremacía del llamado Vicario de Cristo. Nunca se
había probado tan claramente que en el Concilio, y no
en el Papa, residía la infalibilidad.
Lo que el alma del Concilio pensó y dictó, las manos
del Concilio lo ejecutaron con presteza y energía. El
fugitivo Papa fué citado á comparecer ante el Concilio;
fué llevado á Constanza como un cautivo humillado y
desllonrado; rué puesto en prisión. Formulóse contra él
una tremenda lista de acusaciones, de la cual resultaba,
aunque no hubiera sido verdad más que la décima
parte, que Baltasar Cossa era indigno, no ya de regir la.
Iglesia, sino aun de vivir en el mundo.
Un obispo inglés, Roberto Hallan, llegó á de-
SAN MIGUEL Y EL DRAGÓN ól

cir en el Concilio que el Papa merecía morir en la


hoguera.
¿No era extraño que el gran canciller, en aquella
hora de su triunfo, no demostrara satisfacción? Todo
ib11. bien en cuanto á las causas por las cuales él abo·
ga.ba: la causa del Concilio contra el Papa, el asunto
de J ean Petit y la condenación de las doctrinas de
Wickliffe. Y, sin embargo, cada día se acentuaban
más en su rostro las huellas de la preocupación y de
la tristeza. Nadie conocía sus secretos, porque á nadie
los confiaba. Pero Huberto podía ver que aquel cora-
zón, tan grande y valeroso, no estaba tranquilo.

CAPÍTULO VIII

Roberto da nuevas noticias.

Las brillantes festividades de la Pascua se apro-


ximaban. La reina Barba había tomado afición al
joven cescudero de los halcones», como llamaba á .Ar-
mando, y éste era invitado con frecuencia á tomar
parte en las diversiones de la pequeña corte de Peters-
hausen, lo que hacía con el placer propio de sus años
y de su carácter. Pero lo que más le atraía era ln. pre-
sencia de Jocelyne. A pesar del secreto que mediaba
entre ellos, cuyo recuerdo no dejaba de afligirle, no
podía separarse de ella. Cada día estaba más fascina-
do, mtis absorbido en su devoción amorosa. Toda la
corte llegó á considerarle como el fiel caballero y hu-
milde adorador (según todas las reglas de la caballe-
ría) de la pálida damisela francesa.
Esto hizo que, basta cierto punto, se fuera retirando
de su hermano. El deseo de confiar á Huberto la histo-
ria de su pasado fué amortiguándose, á medida que se
acentuaba su propósito de enterrar el pasado para
siempre.
52 APLASTADO, PERO VENCEDOR
Tampoco se sentía muy inclinado á hablar con su
hermano acerca de Jocelyne. Tales asuntos no atraían
la simpatía de Huberto. Dotado de una singular pureza
y elevación de miras, Huberto había vencido ó evitado
las groseras tentaciones que en época tan viciosa como
·aquella le habían asaltado. Pero, como muchos mora-
listas jóvenes, tendía á ser un tanto severo é intoleran-
te, y á mirar las cosas desde el punto de vista de un
eclesiástico. Un amor como el de .Armando hacia Joce-
lyne pertenecía á la vida «inferior» ó •mundana•, que
Huberto miraba con desdén desde la altura de su eru-
dición y santidad.
Sin embargo, no faltaba el cariño y la cordialidad
entre los hermanos, ni abandonaba Roberto la compa-
ñía de Armando. Una sola cosa había que quería alejar
de su pensamiento todo lo posible, porque despertaba
en él dudas y perplejidades, y él aborrecía la duda con
todo el aborrecimiento de un carácter vigoroso y de-
terminado que reconoce instintivamente en la duda el
enemigo más temible de la actividad. Siempre que le
tocaba, como parte de sus deberes, escribir ó copiar algo
del asunto de Juan Huss, se sentía acometido por con-
tradictorios sentimientos. El Concilio estaba segura-
mente haciendo lo que era justo con aquel hereje, pen-
saba él. Pero, por otro lado, no podía olvidar lo que
había oído contar á Roberto, y la impresión que de ello
había recibido se acentuó cuando tuvo que copiar una
carta sincera, varonil y patética de un caballero bohe-
mio, llamado Chlum, en la que se quejaba de la cruel-
dad é injusticia con que era tratado su amigo.
Una tarde, á mediados de Mayo, avisaron á Hnberto
de que un arquero del Convento Dominicano quería
verle. Al punto comprendió que sería Roberto. Salió á
la puerta, le saludó amablemente y le dijo que entrara.
-No, señor,-dijo Roberto,-mirando con no muy
buenos ojos la morada del canciller.-Preftero, si no
tenéis inconveniente, que hablemos afuera.
Huberto salió á la calle.

Eu cua nto á la persona para q uien me of recl~tf:' i s unas
moneda.. do oro ...
ROBERTO DA NUEVAS NOTICIAS 63

- Supongo que has venido á decirnos el día de la


boda-dijo.- Yo pensaba que ,iba á ser para Pascua.
- Recordáis bien, señor, y me honráis mucho con
ello. Así debía haber sido. Pero cuando llegó la Pascua
estábamos muy afligidos, porque una persona que nos
es queridísima estaba gravemente enferma. La causa
de nuestra tristeza no ha desaparecido... Pero no he
venido á hablar de esto, señor. Nanchen y yo iremos
juntos al altar el Domingo próximo, en la Iglesia de San
Esteban, después de maitines. Si os place, y á vuestro
hermano el noble escudero, honrarnos con vuestra pre-
sencia, lo consideraremos como un gran favor.
-Lo diré á mi hermano, que irá seguramente, y yo
también-dijo Huberto.-Y te deseo felicidad y toda
buena suerte con tu esposa, amigo Roberto.
Roberto le dió las gracias, y se quedó parado, mi-
rando á Huberto, como si esperara alguna pregunta.
Por fin, acercándosela, dijo en voz baja:
-En cuanto á la persona para quien me ofrecisteis
unas monedas de oro ...
- Lo hubiera hecho lo mismo por cualquiera que
estuviera sufriendo- interrumpió Huberto, avergonza-
do tal vez de aquel impulso de compasión hacia el he-
reje.-Pero ahora ya no tienes nada que ver con él,
porque, según he oído decir, lo han llevado á otra parte.
-Tendré que v~r con él, y él conmigo, mientras
viva y más aún, para siempre. P ero hace casi dos me-
ses que no le he visto; Dios sabe si lo volveré á ver, y
tal vez debo desear no verlo más. Se lo llevaron, señor,
á tiempo, ·porque la atmósfera de aquel calabozo lo
estaba matando. Estuvo muy enfermo con fiebre y
anginas, primero en nuestra casa, y después en la de
los franciscanos, donde estaba alojado el Papa. El Papa
envió á su médico para que lo asistiera, y la guardia
del mismo Papa era la que lo guardaba. Esos extranje-
ros, que no hablan cristiano, tuvieron, sin embargo,
corazones cristianos. Dios mismo, ó la gracia manifes-
tada en su siervo, los conmovió. Pero cuando el Papa
M APLASTADO, PERO VENCEDOR

huyó, su guardia se fué también, y ellos, pensando fa-


vorecer al preso, llevaron la llave al mismo Kaiser.
-¿Y qué?-preguntó Huberto.
-Señor, el Kaiser y su pueblo le olvidaron. Después
de tres días, los señores bohemios, amigos suyos, i-n-
tranquilos por no tener noticias de él, pidieron al
Kaiser permiso para verle. Y se encontraron con que
el calabozo no se babia abierto por tres días. Allí ha-
bía estado el Maestro Juan todo ese tiempo sin tomar
alimento. Cuando ellos entraron, parecía un moribun-
do. Apenas podía hablar de débil que estaba, ni ellos
tampoco á causa de sus lágrimas. Levantóse con gran
trabajo para abrazarlos, pero se cayó desvanecido. Y
con todo, su fe y su paciencia no habían decaído.
Todo lo que dijo de sus sufrimientos fué esto: cSon
otras tantas pruebas del amor de Dios para conmigo.»
lluberto se mordió el labio, sin decir una palabra.
Sentía la iniquidad y crueldad de todo aquello, pero
no se permitía reconocerlo.
Roberto continuó:
-Y ahora el Kaiser, que debía haberle hecho justi-
cia, ha cedido ante el Concilio, quebrantando el solemne
salvoconducto ...
-No debes hablar así-interrumpió Huberto.-
Ningún salvoconducto debe impedir que un hereje sea
juzgado como merezca. Si el Kaiser no hubiera cedido,
el Concilio hubiera tenido que disolverse.
- Bueno, señor; sea así. llay uno que juzgará a lgún
día al Concilio y al Kaiser. Cuando lo haga, no se olvi-
dará do que el Kaiser, en lugar de abrir al preso la
puerta de su calabozo y darle la libertad, entregó las
llaves en las manos del cruel arzobispo de Riga.
-El arzobispo de Riga es el guardiún de los sellos
del Concilio, y, por Jo tanto, á él tocaba encargarse de
los que hnn ofendido al Concilio-dijo Huberto.
-El arzobispo de Riga es ...-aqui soltó el arquero
una palabra gruesa.
-Lo ha llevado al castillo Gottlieben, y Dios sólo
ROBERTO DA NUEVAS NOTICIAS fi5

sabe Jo que allí está sufriendo. Es decir, nosotros tam-


bién sabemos algo.
Huberto también sabía algo por la carta de
Chlum, que había copiado. «Gravemente atormentado
con pesadas cadenas, y con hambre y sed•, decía la
carta.
-Lo siento, puesto que es tu amigo-dijo al ar~
quero.
-¿Mi amigo, se:f!.or? No es propio que se le llame
amigo mío, puesto que no soy más que un pobre hom~
bre ignot·ante. Allá en el castillo, los que le aman no
pueden verle, pero sus enemigos entran cuando quie-
ren. Se dice que procuran sacar de él alguna palabra
para condenarle. Pero no lo conseguirán; porque no es
hereje, sino el mejor cristiano y el mejor católico que
he conocido. Lo han negado un abogado; le han negado
que traiga testigos á favor suyo, y que conteste á los
testigos contrarios. ¿Querrán condenarle sin oírlo? ¿No
le dejarán hablar delante del Concil io?
-Tengo noticias-dijo Huberto-de que los safio-
res bohemios han rogo.do al Santo Concilio que le con-
ceda una audiencia pública. No sé qué resultado ob-
tendrán.
-¿El Santo Concilio, decís? Bueno, mejor será
callar.
-Cierto-dijo Hul>erto.-Ya sabes lo que le ha
sucedido á Jerónimo, el discípulo de tu Maestro Juan,
que está preso por haber venido á defenderle y por
iujuriar al Concilio.
-¡Ah, señor! El Maestro Juan le escribió dicién-
dolo que no viniera. Pero él vino, como vos habriáis
hecho on su lugar.
-Oye, Roberto, ¿por qué dijiste hace un momento
que casi no debías desear ver más su rostro?
-Porque eso querría decir quo Dios le había envia-
do la muerte en ln cárcel, como algunas veces ya
parecía que iba ít suceder.
-Yo no tengo de ese hombre la misma opinión que
56 APLASTADO, PERO VF.NCEDOR
tú-dijo Huberto,-y, sin embargo, no le quiero tan
mal.
-¿Tan mal1 señor? Hereje no es, lo digo y lo sos-
tengo; y aunque me mataran lo diría. Pero, si el Con-
cilio le condena, vos, que sois escolar, sabéis muy bien
lo que le espera.
Por primera vez se dió cuenta Huberto de que aquel
asunto de Juan Huss podría terminar en una hoguera.
Pero al punto alejó de sí la idea. ¿Quién iba á pensar
que tal cosa fuera posible en la alegre y festiva ciudad
de Constanza, donde todo marchaba tan bien?
-Ah, no tengas temor de eso-dijo con tono con-
fiado.-Todo se arreglará con penitencia y una satis-
facción. Sabios doctores argüirán con él, y le harán re-
tractarse y prometer que no enseñará más sus herejías.
Así acabará todo con un Absolvo te y un Pax vobiscum.
Y cada cual se irá á su casa.
-Sí-replicó Roberto.-Cada cual se irá á su casa,
y él á la suya. "Buenas noches, señor, y gracias por su
promesa de asistir á la boda.
Roberto se marchó, pensando con tristeza que el
corazón del escolar se había enfriado mucho desde el
día en que habían hablado en la Puerta del Rhin. Hu-
berto, por su parte, pensaba quo el arquero se metía en
asuntos que no eran propios de gente como él. Así que
los dos salieron algo disgustados de la conversación.
Esto no obstante, los hermanos asistieron á la boda
li del arquero. Ambos, especialmente Armando, admira-
ron á la linda y pudorosa desposada, cuyos encantos
realzaba un primoroso vestido carmesí y una corona
de rosas naturales.
Huberto y Armando bebieron una copa á la salud
de la novia; y Huberto trabó conocimiento con el sa-
cerdote que bendijo el matrimonio, un tal Maestro Ul-
rico Schorandio, muy versado en Derecho canónico, y
muy interesado en las deliberaciones del Concilio.
Entre Huberto, que consideraba á Juan Huss como
hereje peligroso, y Roberto, que no lo creía hereje de

i
ROBERTO DA NUEVAS NOTICIAS 57

ningún modo, sería difícil decir quién tenía razón, to-


mando la palabra «hereje» en el sentido que la Iglesia
Católico-R:>mana le daba. El credo de Juan Huss no di-
fería, al pa?·ece?·, del credo de la Iglesia en aquel tiempo.
Confiado en su inocencia, había acudido al Concilio,
armado no sólo de una conciencia limpia, sino tam-
bién con los más fuertes testimonios en favor de su or-
todoxia y piedad que su propio arzobispo podía darle.
Como otros hombres fieles á la Iglesia, él no atacaba
á las doctrinas de Roma, sino el abuso que de ellas se
bacía. Aceptaba la transubstanciación, pero reprendía
la blasfema arrogancia de los sacerdotes que se gloria·
ban de «hacer bajar á Dios». Creía en el purgatorio,
pero combatía las indulgencias. Estaba pronto á hon-
rar á un buen Papa como sucesor de San Pedro, pero
mantenía que Cristo, y no San P edro, es la roca sobre
la cual está edificada la Iglesia. «El hombre-decía-
debe creer en Dios. No en la Vil·gen, ni en los santos,
ni en la Iglesia, ni en el Papa, porque ninguno de
éstos es Dios.» Vindicaba en los términos más enérgi-
cos la autoridad de las Santas Escrituras como supre-
ma regla de fe.
Puede decirse que su credo contenía el germen vivo
de la llamada cberejía»; pero ni Huss mismo ni sus
perseguidores se daban cuenta de ello. A los ojos de
sus enemigos, el crimen mayor de Huss era el valor
intrépido con que atacaba y exponía los vicios de la
corrompida jerarquía eclesiástica de su tiempo. En esto
seguía las huellas del reformador inglés Wickliffe, que,
comprendiendo la imposibilidad de una reforma reali-
zada por los directores de la Iglesia, fué el primero en
proponer que se privara á los indignos sacerdotes y
monjes de la riqueza y el poder que habían usurpado.
Esto era, á los ojos de aquella codiciosa jerarquía, un
pecado imperdonable.
Imagínese una compañía de obispos y altos digna-
tarios eclesiásticos que habían dejado sus palacios,
llenos de comodidades y placeres, para juzgar á un
C>S APLASTADO, PERO VENCEDOR

pobre y sencillo sacerdote qne había tenido la osadía


de negarles el derecho á tales cosas, y de decirles que
debían imitar el ejemplo de su Maestro y de los após-
toles, si querían llamarse sucesores suyos. No es de ex-
trai!.ar que el Concilio procediera como procedió.

CAPlTULO IX

Ante el Concilio

Cuando amaneció el día 5 de Junio, IIuberto esta-


ba entusiasmado. Iba á tomar notas para uso del canci-
ller, no como lo había hecho antes, en reuniones de
la nación francesa, sino en una solemne sesión plena-
ria del Concilio. El canciller procuraba elevar á su
protegido siempre que era posible. Lo destinaba á la
Iglesia, por supuesto, aunque no lo creía de la madera
de que se hacen los santos. Pero en la Iglesia medioeval
había lugar, no sólo para santos, sino también para
hombres de letras y para hombres de acción, y Gerson
esperaba que Huberto llegara á ser uno de éstos.
El Concilio iba á reunirse en el magnífico refectorio
de los Franciscanos; y aquel día iba á cumplir la pro-
mesa hecha á los bohemios de permitir que su compa-
triota compareciera y hablara en defensa propia.
IIuberto ardía en deseos dtl ver al hereje. Por algu-
na deficiencia en la organización, no se le permitió
entrar con su sei!.or y sentarse á sus pies, como solía
hacer on las sesiones francesas, sino que tuvo que en-
trar por la puerta grande, abriéndose paso entre una
muchedumbre de sacerdotes, notarios, escribientes y
espectadores.
Un corpulento abad disputabl\ con el portero, re-
clamando un asiento especial. lluberto no se atrevía
á molestarle. Pero un joven, bachiller en artes, de ele-
vada estatura, sin parar en tales escrúpulos, dió un
ANTE EL CONCILIO 69

empellón al abad, y pasó rozándose con Huberto y


desgarrándole la manga de la túnica escolar. Huberto
le descargó un golpe.
-¡Pega, pero deja pasar!-dijo el otro, parodiando
al gran ateniense. Después, viendo lo que había hecho,
a:i'ladió:
-Perdonad: fué sin intención.
Huberto, mirándole entonces, observó que era un
joven tan alto como él, aunque más anguloso. Compla-
cido por la talla y el aparente buen humor del bachiller,
le dijo:
-Vayamos juntos.
Hablaban en latín, que era el idioma usado en el
Concilio.
Empujando juntos, pronto se abrieron camino al in-
terior de la sala. Llevaban consigo sillas bajas de tije-
ra que se a lquilaban en la Plaza.
-Quisiera un sitio desde donde se vea. bien al
hombre-dijo Huberto.-Nunca le he visto. ¿Lo has
visto tú?
El otro no contestó, ocupado como estaba en con-
seguir buen sitio. Por fin se sentaron á tiempo en que
comenzaba. la sesión.
En primer lugar se recitó una solemne oración para
invocar la asistencia del Espíritu Santo. Después se le-
yeron a lgunos versículos del Salmo cincuenta, escogi-
dos, según alguien dijo á Huberto, como una descrip-
ción adecuada del peligroso hereje á quien iban á juz-
gar. «Pero a l malo dijo Dios: ¿Qué tienes tú que ena-
rrar mis leyes, y que tomar mi pacto en tu boca, pues
que tú aborreces el castigo y echas á tu espalda mis
palabras? Si veías al ladrón, tú corrías con él; y con
los adúlteros era tu parte.»
- ¡Aplicaos la historia, que parece escrita para
vosotros!-murmuró con r abüt contenida el bachiller.
Huberto se volvió hacia. él, y dijo:
-Pero el hombre no está aquí. ¿Por qué no le
traen?
60 APLASTADO, PERO VENCEDOR

El escriba no contestó; probablemente no había


oído. Cuando terminó el Salmo, el secretario del Con-
cilio empezó á leer una larga lista de artículos tomados,
según se declaraba en el acta de acusación, de los es-
critos de Juan Huss.
En esto, el escriba se levantó.
r -¿Quieres guardarme el sitio?-dijo precipitada-
mente.
-Si puedo, que será difícil. ¿Qué pasa?
-Que me llaman. ¡Mira allí!
Siguiendo la dirección en que miraba el bachiller,
Huberto vió á un hombre que se había levantado sobre
una silla á espaldas del secretario del Concilio, y que
bacía señas á su compañero.-Alguna iniquidad se tra-
ma-dijo éste, y salió apresurado.
No era cosa fácil guardar el sitio. La lectura de los
artículos continuó; pero Huberto sabía que no tenía que
tomar notas, porque podría procurarse una copia lite-
ral. Empezaba á cansarse de aquella ceremonia, cuan-
do un incidente pintoresco vino á distraer sus pensa-
mientos. Dos personajes, de magnífico porte, entraron
en la sala, uno de ellos con dos grandes libros. Tuvie-
ron una conversación con los cardenales que se senta-
ban en el lugar más elevado, y se retiraron, dejando
los libros en la mesa. De boca en boca comenzaron á
correr susurros que llegaron por fin á los oídos de Hu-
berto.
cEl Kaiser ha tenido noticias de que el Concilio iba
á condenar al hereje sin oírle, y en ausencia suya. Por
eso ba enviado estos príncipes, para decir que si lo
hacen incurrirán en su desagrado. Además, ba enviado
ejemplares de los libros de Juan Huss, para impedir
que se bagan citas falsas ó truncadas.,.
En esto Iluberto descubrió á su amigo el bachiller,
eme con mucho trabajo procuraba volver á su sitio. Se
había vuelto p1.1ra darle la mano, cuando alguien gritó:
-¡Ya traen al hereje!
Oyéronse las pisadas de gente armada y el ruido
ANTE EL CONCILIO 61
de una cadena, cuyos eslabones chocaban unos con
otros. Huberto volvió la cabeza y miró con fijeza, tanto
quo ni siquiera notó que su compañero, después de una
rápida mirada en la misma dirección, se cubrió el ros-
tro con las manos y no miró más.
Lo que los ojos anhelantes de Huberto vieron fué
una figura alta y delgada y un rostro demacrado, pá-
lido y hundido ele ojos, en el cual sólo pudo descubrir
al principio las huellas del dolor. Pero, al seguir mirán-
dolo, vió aparecer poco á poco la impresión de un ca-
r ácter, impresión que se sobreponía á la del dolor y la
borraba. Sin darse cuenta de ello, se dijo á sí mismo:
cSi este hombre no fuera un gran h~reje, lo tomaría
por un gran santo.»
Había en aquel rostro la austera y elevada pureza
propia de quien permanece mucho tiempo en la presen-
cia de Dios, y al mismo tiempo la bondad que revela
al hombre que sale de aquella presencia para servir con
mucho amor á sus semejantes. La frente era alta y no-
ble; las líneas de sus labios expresaban dulzura. El
cabello y la barba le habían crecido en la cárcel, y en
ellos brillaban algunas canas, que no eran señal de
vejez (1).
Así vió Huberto por primera vez al hombre á quien
tan ferozmente aborrecían obispos y cardenales, mien-
tras que los corazones sencillos y sinceros, como el de
Roberto, se abrían á él en todas partes, y los hombres
que realmente le conocían le amaban como Jonatán
amó á Daviu.
-¿Reconocéis que son vuestros estos libros?-pre-
guntó el secretario del Concilio, señalando á los libros
que estaban en la mesa.
El acusado tomó en sus manos los libros, y los exa-
minó cuidadosamente. Después, volviéndose á la asam·
blea, dijo con voz clara y firme:

(1) Huss tenía á. la sazón cuarenta y cineo años.


62 APLA.ST ADO, PERO VENCEDOR

-Los reconozco como míos. Si alguien puede seña-


lar alguna proposición errónea contenida en ellos, la
corregiré de muy buena voluntad.
-Buen principio-pensó Huberto;-este hereje no
será. obstinado ni intratable.
Después se leyeron a lgunos artículos, que se decía
tomados de los libros así reconocidos.
Entonces el acusado comenzó á contestar . Pero ape-
nas había pronunciado una palabra, cuando de todos
los lados de la sala salieron gritos de ira y de burla
que abogaron por completo su voz. El asombro de Hll-
berto fué indecible. Apenas podía creer lo que veían sus
ojos. ¿Era aquello el cSanto Concilio?» ¿No era más
bien una reunión levantisca de estudiantes de la Sor-
bono.?
Durante un momento de relativa calma, el preso
levantó la voz otra vez para decir:
-Permitidme que explique lo qne quise decir...
-¡Basta rle soflsmas!-gritó alguien; y una multi-
tud de voces prorrumpió:-¡Que diga sí ó no! ¡Si ó no!
-¡Sí!-contestó éL-Porque está escrito en las Sa-
gradas Escrituras ...
-¡Eso no hace al caso!-se oyó gritar desde los
asientos de los obispos; y la frase se repitió por toda
la sala.
Varias veces intentó hablar el acusado, y siempre
con el mismo resultado. Risas, gritos de ira, burlas é
insultos ahogaban su voz. Un testigo presencial des-
cribe la escena con estas palabras: •Parecía más bien
un montón do floras que una grave asamblea de padres
de In. Iglesia.»
Pot· flu so quedó callado, mirando con triste sorpre-
sa á un lado y á otro. P ero ni el silencio le valió.
-¡lla enmudecido! ¡No tiene nada que decir! ¡Se-
:ftal de que recono~e sus Prrores!-gritaron.
Una vez más levantó la voz, y sus acentos pene-
trantes so dejaron oír sobre aquel tumulto.
-Yo esperaba otra r ecepción. Pensé que se me es-
ANTE EL CONCILIO 63

cucharía. En este vocerío no puedo hacerme oír, y por


eso me callo. Hablaría con gusto si me escucharais.
No dijo más. No intentó hablar más, sino que se
mantuvo silencioso é inmóvil, dejando que pasara sobre
él la tormenta. Y la tormenta pasó sobre éL De todos
lados, sin orden ni concierto, llovían los improperios,
las acusaciones, los reproches. Burlas, ultrajes é insul-
tos; insultos, ultrajes y burlas. Así rugió la tempestad
hasta agotar su propia furia.
El asombro de Huberto se había cambiado en indig-
nación. ¡Allá estaba un hombre solo contra ciento, y
no se le permitía hablat· una palabra en defensa propia!
Hereje ó no, se le debía tratar con justicia. Hacerle ca-
llar así, era indigno y cobarde. Sentía un ardiente y
apasionado deseo de levantarse y protestar á gritos.
Poro ¿quién era él para hacerlo? ¿~o estaba allí el gran
canciller? ¿Por qué no intervenía en favor de la recti-
tud y la justicia? Huberto esperó en vano. De los labios
de Gerson no salió una palabra. No hacía nada para
contener aquella marea de injurias. Tal vez no podía.
Después de mirar un rato hacia el sitio donde esta-
ba el canciller, aunque á éste no podía verle desde su
lugar, Huberto volvió á fijar la vista en el acusado.
Allá estaba delante de todos, firme y valeroso. Pero en
su rostro no se reflejaba ningún sentimiento de despre.
cio ó rebeldía, sino sólo una firmeza paciente. Parecía
revestirlo de una tranquilidad cada vez más profunda.
Por fin , un sacerdote que estaba sentado en el ban-
co destinado á. los testigos, se levantó y dijo:
-Desde los días de Cristo no se ha conocido un
hereje más pestil oncial, como no fuera Wickliffe.
El preso se volvió y echó una mirada de amargo
reproche al que así babia hablado. Aquella voz-debió
ser la voz más que las palabras-parecía haberle lasti-
mado más que todas las otras levantadas contra él.
Huberto no pudo contenerse más tiempo. Ponién·
dose en pie, lanzó sobre aquel sacerdote la ira que se
había acumulado en su pecho contra toda la asamblea.
64 APLASTADO, PEH.O VENCEDOR

-¡Oobarde!- grit6.
Pero su amigo el bachiller le obligó á sentarse de
nuevo.
-¡Calma! -le dijo en voz baja.-¿Queréis que nos
echen de aquí y que no haya testigos de esto~ Seguid
escribiendo.
-No hay nada que escribir-dijo Huberto;-y,
aunque lo hubiera, por vergüenza lo dejaría sin es-
cribir.
-Entonces, mirad donde mirabais antes: á la. única
persona que está tranquila en este tumulto.
-¿Sois amigo suyo?
-Discípulo suyo. Bohemio. Pero escuchad: han
vuelto en su juicio.
Así era, en efecto. Los miembros más templados y
razonables del Concilio, comprendiendo la inutilidad y
la. deshonra de semejante escena propusieron que se le-
vantara la sesión.
Huberto se vió pronto en la calle, bajo el alegre
cielo de Junio. Pero en su corazón no había. luz y ale-
gría., sino ira, amargura y vergüenza.
Caminaba lentamente, cuando alguien le alcanzó y
le tocó en el hombro. Era el escriba bohemio.
-¿Puedo hablar con vos, señor escolar?-preguntó.
- Ciertamente; pero ¿con quién tengo el honor de
hablar?
-Soy Pedro Mladenowitch, bachiller en artes de la
Universidad de Praga. ¿Y vos?
-Huberto Bohun, escolar de la Sorbona, secretario
del canciller de París.
-Me figuré que pertenecíais al canciller, á. quien
Dios perdone. Tanto mejor si queréis ayudarme. Vues-
tro testimonio acerca de lo ocurrido hoy en el Concilio
será un seí'!.ala.do servicio.
-¿A quién?
-Al hombre á quien habéis visto tan cruelmente
ultrajado. Maestro Bohun, os he observado, y juraría.
que tenéis un corazón leal. No rehuséis este favor .

.i
ANTE EL CONCILIO

Huberto levantó la cabeza y repitió, como si habla-


ra consigo mismo, unas palabras que babia aprendido
de memoria en la Biblia latina del canciller: e Quebran-
tar debajo de los pies á todos los presos de la tierra,
torcer el derecho del hombre ante la presencia del Altí-
simo, subvertir al hombre en su causa, el Señor no lo
aprueba.» Estoy á vuestra disposición, señor bachiller.
-Vayamos, pues, primero á los barones de Bohe-
mia. No dudo que ellos nos llevarán al Kaiaer para que
declaremos cómo lla obedecido el Concilio el mandato
de conceder al maestro Juan una buena audiencia.
-Entonces, ¿esos señores no estaban presentes?-
dijo Huberto.
-Vinieron, pero no pudieron entrar. Yo lo pasé
mejor, gracias á vuestra ayuda. Sin duda se volverían
á casa.
-¿Quién es ese hombre?-preguntó Huberto, vien-
do pasar á dos sacerdotes, uno de los cuales era el mis-
mo cuyo ataque había causado tanta pena á. Juan
Huss.
En lugar de contestar, Pedro dirigió hacia aquel
sacerdote una mirada de rabia y desprecio, y enseñán-
dole el puño cerrado, le gritó:
- ¡Judas!
Después, volviéndose á Huberto, le dijo:
-Era el discípulo y amigo íntimo del maestro
Juan, Esteban Palectch.
-¿Y el otro?
- Miguel Causás. Un sacerdote villano que ha ven-
dido su alma por oro. El y Palectch son los enemigos
más eucarnizados del maestro Juan. Pero Causás, al
menos, no os traidor como el otro.
Hubet·to y Mladenowicht supieron después quo loa
barones bohemios, aun1ue no habf'.l.n podido entrar en
el Concilio, habían esperado pacientemente á la puerta
hasta que terminó la sesión. Cuando salió el preso,
pasó tan cerca de ellos, que pudieron cambiar con él
unas palabras.
66 .APLASTADO, PERO VENCEDOR

-No temáis por mí-les dijo él, extendiendo hacia


ellos la mano.
-No tememos por vos.
-Bien lo sé, bien lo sé-contestó él. Después, e ben-
diciendo con la mano al pueblo (que parece haber dado
muestras de simpatía hacia el preso),subió las gradas
que conducían á su prisión, gozoso después de toda la
afrenta que había sufrido» (1).

CAPÍTULO X

Los barones de Bohemia

Huberto Bohun y Pedro Mladenowitch se encamina-


ron apresuradamente del Monasterio franciscano á la
plaza del Mercado, y atravesándola, entraron en la
calle llamada entonces de San Pablo y ahora calle de
Rusa. Detuviéronse delante de una modesta, pero sólida
casa, que hoy llaman Husenbaus (Casarle IIuss), aun-
que el hombre cuyo nombre lleva vivió bajo su techo
sólo veinte días. En la ciudad que presenció sn largo y
duro martirio, el nombre de Juan Huss es, después de
cinco siglos, el que mejor se recuerda y en más alto
honor se tiene.
Pedro llumó, y un muchacho de unos once ó doce
ll.ftos, de ojos negros, vestido con el pintoresco traje de
pajo, abrió la puerta. Hizo una pregunta en lengua des-
conocida para lluberto, y Pedro contestó con nn to-
lTente de palabras en el mismo idioma.
Después, volviéndose á Huberto, le dijo en latín:
-Los señores no ban vuelto todavía, lo cual me
extrafta mucho. Tenemos que esperarlos.- Y lo con-
dujo á una sala do cuyas paredes colg11.ban espadas y
armaduras.
El muchacho desapareció inmediatamente, y antes

(1) Pnlabru de la historia escrita por Pedro de Mladenowiteh.


LOS BARONES DE BOHEMIA 67

de que Pedro hubiera tenido tiempo de decir que era el


joven amo, ó Panetch, Václav, hijo único del caballero
de Chlum, de quien Pedro era secretario, volvió trayen-
do una copa de vino, que ofreció á Huberto.
Una señora anciana, con tocas de viuda, que era la
propietaria de la casa, vino entonces, y con expresión
de viva ansiedad preguntó en alemán á Pedro qué se
había hecho en el Concilio.
-Nada se ha hecho, madre Felicia-contestó el es-
criba.-Pero, por providencia de Dios, Ulrico se hallaba
detrás del escribano del Concilio, de modo que pudo
leer por encima de sus hombros los papeles que llevaba
en la mano. Y ¿sabéis lo que vió? La condena del
maestro Juan, ya preparada y redactada antes de que
se le hubiera oído.
Hnberto lanzó una exclamación de asombro. Pedro
prosiguió:
-Entonces Ulrico me llamó por sefias, me dijo lo
que había visto, y yo vine corriendo á traer las nue-
vas á los señores. Ellos se apresuraron á notificarlo al
Kaiser, el cual envió á dos príncipes para impedir se-
mejante atropello de la justicia. ¡De poco valdrá!
-No puedo creerlo-dijo Huberto;-debe haber
alguna equivocación en eso de la redacción de la con-
dena.
-¿No podéis creerlo, maestro Huberto? Después de
lo que habéis visto con vuestros propios ojos, no debía
extrañaros ninguna injusticia.
Fidelia meneó la cabeza tristemente.-No lo deja-
rán escapar de sus manos con vida-dijo.-Lo com-
prendí el día mismo que se Jo llevaron preso, y creo
que también él lo comprendió. De pie en esa escalera,
me dijo adiós, y me bendijo á mi y á mi casa en el
nombre de Dios.
-Y bien que llorasteis aquel dfa-dijo Václav.-
Pero, ¡aquí están yal-exclamó, corriendo á la puerta.
Entraron tres caballeros de noble porte, con espada
al cinto. Dos de ellos eran jóvenes¡ el tercero, aunque
68 APLASTADO, PERO VF.NCEDOR

no viejo, tenía el cabello cano. En su elevada frente y


rostro ovalado se reflejaba un carácter firme y pruden-
et. Era Juan de Chlum, á quien Huss llamaba. cel leal
caballero•, cmi mejor y más querido amigo•. A él se
dirigió principalmente Pedro, hablándole en la lengua.
bohemia. en que había hablado antes á Václa.v.
Era fácil ver, por sus ademanes y sns gestos, la in-
dignación que aquellas nuevas causaron á los caballe-
ros. Uno de ellos se llevó la mano al puño de la espada.
Chlum, que parecía el más tranquilo de los tres, le tocó
en el brazo como para contener sus ímpetus. Después,
volviéndose á Huberto, le dijo en alemán:
--Señor secretario, os ruego nos excuséis. No es la
costumbre de los caballeros bohemios dejar á un visi-
tante sin saludarle y darle la bienvenida; pero las noti-
cias que nos ha traído nuestro amigo nos han h6cho
olvidar todo lo demás. El dice que vos podéis confir-
marlas. ¿Es así?
El caballero joven interrumpió diciendo:
-¡Prometieron concederle una audiencia justa, y
así es como han cumplirlo su promesa! ¡Hipócritas!
-¡Tranquilízate, Enriquel-le dijo Cblum.-Y des-
pués, volviéndose á Huberto, preguntó:-¿Fué una au-
diencia justa la que le concedieron, señor escolar?
-¡Señor caballero, no hubo tal audiencia!-excla-
mó Huberto apasionadamente;-no le dejaron pronun-
ciar una palabra; cada vez que empezaba, le hacían
callar con sus burlas ó sus insultos.
- ¡Está bien 1 Lo que habéis dicho en presencia de
estos amigos míos, el barón Václav de Duba y el barón
Enrique de Latzembock, ¿querréis decirlo y mantenerlo
en presencia de nuE'stro señor el Kaiser?
-Lo diré, porque es verdad-dijo Huberto con
energía.
-¡Bien hablado! Venid , pues, con nosotros á la
Casa Leiter.
Aunque la distancia era corta, los caballeros lla-
maron á. su acompañamiento, y montaron en sus cor-
LOS BARONES DE BOHEMIA 69

celes parapoderpresentarse alKaisercon la debida cere-


monia.Hubertoy,Pedro acompañaron á pie á la comitiva.
Los caballeros bohemios fueron recibidos por el
Kaiser sin dilación algun~. Segismundo, que esperaba
ser rey de Bohemia. á la muerte de Wenceslao su her-
mano, que lo era á la sazón, no quería ofenderles.
Los caballeros llegaron á la presencia del Kaiser
con el debido respeto, pero sin servilismo. Le hallaron
sentado á la cabecera del gran salón, rodeado de ca-
balleros y nobles, y ocupado en examinar algunos hal-
cones que unos mercaderes ofrecían á la venta. Una de
las aves estaba en la mano de un airoso mancebo, ves-
tido de terciopelo escarlata, que al volverse un momen-
to fué reconocido por Huberto como su hermano Ar-
mando. Al acercarse al estrado los caballeros bohemios,
Armando y otros bajaron hacia el centro de la sala
donde se encontraban Huberto y Pedro, esperando que
se les llamara para prestar declaración.
-¿Qué viento te trae por aqui?-pregnntó Arman-
do, muy sorprendido, á su hermano.
-He venido con estos señores bohemios-dijo Hu-
berto, no deseando hablar de su cometido.
-Tú también querrás saber lo que me trae aquf á
mí-dijo Armando.-Mi escasa habilidad en la cetrería
es muy apreciada en la corte de la reina, y habiendo
sido ofrecidos al Kaiser estos halcones flamencos, me
invitaron á venir para dar ml opinión acerca de ellos.
¿Ves aquel ave de la caperuza azul y las plumas blan-
cas en la cola? Es el mejor balcón que he visto hasta
ahora.Muy parecido á uno que tuvo el duque do Bor-
goña el año pasado. Pero ya veo que no me escuchas,
Huberto. Es inútil hablar de cetrería á eclesiásticos
como tú. Oye, ¿cómo, para venir á la presencia. del
Kaiser, no te has puesto lo. mejor toga? .Mira, tienes la
manga desgarrada. Te van á tomar por un estudiante
pobre de los que cantan placebos por una moneda de
cobre y un pedazo de pan.
-Me están llamando-interrumpió Huberto.
70 APLASTADO, PERO VENCEDOR
- Ande., y que te vaya bien en el negocio que has
traído, soa el que fuere-dijo Armando.
Llamados por Chlum, Huberto y Pedro avanzaron.
Doblando la rodilla á cad& peldaño, subieron al estra -
do y se presentaron humildemente ante el magnífico
Kaiser. Armando observó con orgullo el porte varonil
y modesto de su hermano, y la soltura y gracia con
que se movía y hablaba, por primera vez en su vidn,
en presencia de la realeza. En esto aventajaba con
mucho á su compáñero, demostrando que los sefiores
bohemios habían hecho bien al llevarlo con ellos. Su
parte, sin embargo, fué breve. Segismundo dió á los se-
ñores una respuesta que les satisfizo; y ellos, expresan-
do su gratitud á su soberano señor, se retiraron segui-
dos de Huberto y Pedro.
Antes de montar en su caballo, Chlum alargó su
mano á. Huberto.
-Bravo escolar-le dijo,-aceptad nuestras gra-
cias por vuestras sinceras y veraces palabras. Si alguna
vez necesitáis un amigo, venid á mi alojamiento en la
calle de San Pablo. ¡Adiós!-Y se alejó con los otros
caballeros.
En esto llegó Armando.
-¿Qué has hecho?-le preguntó, un tanto alar-
mado.
-He declarado lo que ha sucedido hoy en el Conci-
lio-contestó Huberto.-Y así he contribuido á que el
Kaiser prometa que, cuando el Maestro Juan Hnss sea
presentado otra vez ante el Concilio, él mismo presidirá
y hurú. que sea tratado con justicia y cortesía.
-¿Y qué gracias te va á dar el canciller, piensas tú,
cuando se entere de lo que has hecho aquí?
Por extraño que parezca, Hnberto no había pensado
por un momento en tal cosa. Frunció el ceño, palideció
un poco, y al fin contestó:
-El canciller dirá que hice bien. Es tan justo, tan
magnánimo y, sobre todo, tan veraz, que siempre que
digo In. verdad, sé que aprueba mi conducta.
LOS BARONES DE BOHEMIA 71

-Quizá. Pero te aconsejo que no hables de este


asunto más de lo que no puedas evitar. Soy m~s joven
que tú y menos instruido, pero tengo más mundo. De
todos modos, quisiera me dijeras cómo trataron á ese
clérigo bohemio en el Concilio. Una dama de la reina,
á quien tengo en muy ulta estima-y al decir esto Ar-
mando se ruborizó un poco,-se interesa mucho por su
suerte.
-La verdad es-dijo Huberto-que lo trataron de
una manera muy vergonzosa. No me hagas hablar de
ello, porque, eclesiástico y todo, como tú me llamas, te
voy á dar que oír. Lo que he visto es para hacer jurar
al hombre más tranquilo.
-¿Cómo? ¿En Santo Concilio? ¡Vaya! De todos
modos, Huberto, te felicito por lo bien y valientemente
que hablaste delante del Kaiser. Estaba orgulloso de
ti, al oírte.
- No merezco tus elogios-dijo Huberto.-La ver-
dad es que no me di cuenta de que hablaba con el Kai-
ser. Apenas lo vi.
Huberto no dijo á su hermano que, por encima de
la pompa real y aun de los «terribles ojos" del Kaiser,
lo que él había visto todo el tiempo era un rostro noble
y sutrido, cuya imagen se había grabado en su memo-
ria de tal modo, que á todas partes la llevaba consigo.

CAPÍTULO XI

El eclipse

Huberto ardía en deseos de contárselo todo al can-


ciller y de oír de sus labios alguna explicación acerca.
de la deshonrosa escena quo había presenciado en el
Concilio. Pero tuvo que reprimir su corazón impaciente,
y dedicar todo el día siguiente á un trab~:~.jo ditícil y
monótono rehtcionado con el asunto de Jean Petit. No
72 APLASTADO, PERO VENCEDOR

se atrevió á molestar con preguntas á su preocupado


seílor.
A. la maílana siguiente (era el 7 de Junio) se levan-
tó muy temprano. Sabía que el Concilio iba á reunirse
aquel día, bajo la presidencia del Kaiser, y que Juan
Rusa hablaría en defensa propia. Quería pasar algunos
momentos en soledad y quietud, y para consegu1rlo sa-
lló por las afueras de la ciudad. Evitando los jardines
de recreo, fué á dar á un prado solitario, del cual supo
más tarde que era lugar destinado á la ejecución de
malhechores, y, por consiguiente, poco frecuentado por
la gente. Era una maílana hermosa; el cielo estaba 11in
nubes; la hierba, fresca y cuajada de rocío; las aves en-
tonaban su himno matutino de alabanza al Creador.
lluberto estaba perplejo y turbado en su espíritu.
Recordaba haber oído decir al canciller que los hom-
bres debían, en tal caso, darse á la meditación y ú. la
... oración . .Así que babia llevado consigo el único libro
que poseía, la parte del Salterio que su padre había re-
cibido de Wicklifte. Se proponía leer algunos salmos,
y después de orar un buen rato, lo cual quería decir
para él rezar muchos Padrenuestros. Tal vez debía ha-
ber tenido ideas más claras, puesto que vivía con un
hombre que comprendía la naturaleza de la oración es-
piritual como pocos hombres de aquel tiempo. Pero el
alma do lluberto no había despertado aún; nunca había
sentido la presencia de Dios; nunca había clamado á
El, e de los profundos•.
Aquella visión del .Arcángel San Miguel, que había
sido á sus ojos una imagen del Sagrado Concilio, pare-
cía baber dejado caer su resplandeciente espada y ha-
ber velado su rostro avergonzado. ¿Qué era Jo qno
aplastaba bajo sus pies? ¿Era el dragón de la berejfa,
era un Papa indigno, ó em acaso un hombre inocente
acusado falsamente? No quería recordar la escena del
Concilio, por temor de que aquella indignación que lle-
naba su corazón, al pensar en ello, fuera un pecado.
Ante la imaginación de Huberto se alzaba la figura

¡¡li
EL ECLIPSE 7S

tranquila y paciente del hombre que babia sufrido tan-


tos improperios y acusaciones. Su actitud era cierta-
mente la de un inocente, y también la de un hombre
valeroso. Por lo menos, no sería pecado desear que fue-
ra inocente; ni tampoco sería pecado, sino al contrario,
obra buena y caritativa, orar por él; si era inocente,
para que se le reconociera su inocencia; si era culpa-
ble, para que abandonara sus errores.
Escogiendo un sitio escondido, bajo la sombra de
un gran tilo, Huberto se arrodilló, y rezó muchos Padre-
nuestros y otras oraciones en latín, que sabia. de memo-
ria. Después se levantó, abrió su libro y empezó á leer.
Las primeras palabras que sus ojos encontraron fueron
estas: «El Señor es mi luz y mi salvación; ¿de quién
temeré? El Señor es la fortaleza de mi vida; ¿de quién
he de atemorizarme?»
Deteniéndose aquí, comenzó á meditar. ¿Qué quería
decir aquello? ¿Había de venir de Dios la luz? ¿De Dios
mismo, y no de otro? Sí; la luz era Dios mismo; no el
Papa ni el Concilio. ¿La luz de quién? «Mi luz.» Pero
esto podrían decirlo solamente los hombres muy santos,
como el canciller. Y, sin embargo, dno se exhortaba á
todos á leer y repetir estos salmos? ¿No los cantaban
también los acólitos, los cantores del coro y los legos?
¿De dónde, pues, esperaría él la luz? Comenzaba á darse
cuenta de que necesitaba luz. Pero que Dios mismo
pudiera ser su luz, su salvación, era más de lo que po-
día comprender· nt aun soñar.
Mientras meditaba de este modo, un pajarillo se de-
jó caer á sus pies piando lastimeramente. Casi al mismo
tiempo oyéronse otras notas parecidas en los árboles
que le rodeaban; y de una manera inexplicable comen -
zó á obscurecer el día. ¿Sería alguna espesa nube? No;
el cielo estaba despej~tdo, y ni el más ligero soplo de
viento movía las hojas de los árboles.
La obscuridad se hacía más densa por momentos. Un
terror, como jamás lo había sentido, se apoderó de Hu-
berta. Temblaba como una hoja de álamo. Por fin, ha-
74 APLASTADO, PERO VENCEDOR

ciando un esfuerzo supremo, levantó la. vista al cielo.


¿Dónde estaba el sol? ¿Había desaparecido del firma-
mento? No; pero sucedía algo que ora más terrible aún.
El astro del día se obscurecía, como si sobre él se co-
rriera un espeso velo. Llamas débiles y rojizus rodeaban
sns bordes. Las estrellas comenzaban á. brillar en los
cielos. Creyendo que había llegado el tln del mundo,
Huberto se arrojó sobre su rostro, murmurando:
e Dies irae; di es illa.,.
Después de lo que á él le pareció un siglo de terror,
pero que realmente no fueron más que unos pocos mi-
nutos, pensó que la obscuridad se hacia menos densa. Sí;
había esperanza. La sombra se aclaraba gradualmente,
iba desapareciendo, y el sol acabó por brillar con su
acostumbrado esplendor. La Naturaleza sonreía t.le nue-
vo en la alegría de aquella mañana de Junio. Las ave-
cillas lanzaban al aire sus gozosos cánticos de gratitud
y alabanza. Huberto se sentitt también lleno de grati-
tud al ver que o! día de la misericordin., para este mun-
do malo, no acababa tan pronto como había temido, y
uniendo su voz al coro de la Naturaleza, entonó á modo
de La:us Deo las mismas palabras que había e:>tado me-
ditando: e El Señor es mi luz y mi salvación ¿De quién
temeré? El Sefl.or es la fortaleza de mi vida. ¿De quién,
l! he de atemorizarme?»
Poco después, con paso rápido, regresó á la ciudad.
li La constemación y el temor se leían en todos los ros -
tros ¿Qué calamü.lad anunciaría aquel terrible eclipse?
li ¿Amenazaba al Concilio, ó al Kaiser, ó á la ciudad, ó
á todos á la vez?
l! El canciller reunió á sus ramiliat·es y los tranquili·
aó, diciéndoles que si estaban en gracia do Dios, nada
tenían que temer. Aunque, ciertamente. aquello era una
solemne amonestación á todos los hombres para que se
arrepintieran y enml ndaran su vida.

i
lii
CAPÍTULO XII

Ante el Concilio otra vez

A pesar del terror producido por el eclipse, el Con-


cilio se reunió aquel día por la tarde. Esta vez Huber-
to se sentó en su debido lugar, á los pies tlel canciller.
desde el cual podía oírlo todo, pero apenas podía ver
otra cosa que las anchas espaldas de un obispo que es-
taba sentado delante de él.
Tuvo, pues, que resignarse á no ver la cara del preso.
Supo cuándo entró, por el ruido de las pisadas do los
guardias que le custodiaban.
Abierta la sesión en la forma acostumbrada, leyé-
ronse ciertos artículos, tomados, según se decía, de los
escritos del acusado. Huberto escuchó la lectura con
escaso interés, sin ver en ellos nada de especial impor-
tancia. Si había allí alguna herejía, él por lo menos no
la encontrablt. No veía natla peligroso en proposiciones
como ésta: o:No hay más que una Santa Iglesia Católi-
ca ó Universal, que es la compafi.ía universal de los ele-
gidos.»
A poco de comenzada la sesión, entró el Kaiser y
sus nobles. Levantándose como todos, en sefi.al de reve-
rencia, Huberto vió por un momento la arrogante cabe-
za del Emperador, rodeada de rubia cabellera. Vió tam-
bién las caras de algunos de los nobles del cortejo, en-
tre los cuales reconoció á Chlun y Duba. Lo que no pudo
observar fué la expresión de turbación y perplejidad
que otros notaron on el rostro de Segismundo. Aquello!!
ojos tan severos vacilaban ahora, y no se atrevían á
fijarse en el pobre sacerdote que comparecía encadenado
ante su presenci11.. ·
Reanudada la lectura, llegó á un artículo en el que
76 APLASTADO, PERO VENCEDOR

se acusaba al procesado de haber sostenido que el pan


permanecía en el altar después de la consagración de
i,n la Hostia, lo cual equivalía á negar la doctrina de la
- Transubstanciación.
-No he afirmado tal cosa-contestó el acusado, ex-
plicando después su creencia acerca de aquel punto ,
que venía á ser la creencia de sus contemporáneos.-
Pero es cierto-añadió-que he llamado á la Hostia,
aun des¡rués de consagrada, con el nombre de cpan,. ,
porque Cristo se llama á sí mismo el pan vivo que des-
eendió del cielo.
Entonces el gran cardenal de Cambray, Pedro
d'.Ailly, col martillo de los herejes,., se arrojó á la are·
iii na para medir sus armas con el «Realista,. bohemio.
-¿No crees tú en la Universalia á parte rei,-pre-
r.: guntó.-Pues entonces te es imposible comprender rec-
tamente la doctrina de la Transubstanciación.
Huberto era ya todo oídos; estaba familiarizado con
aquellas disputas escolásticas, y le interesaban viva-
mente. El acusado parecía también hallarse en terreno
bien conocido, porque aceptó el reto con prontitud y
destreza.
-La Transubstanciación-dijo-es un milagro per-
petuo, y, por lo tanto, no puede ser encerrado en fór-
mulas lógicas.
La discusión se fué animando. Juan Huss demostró
pronto que podía manejar tan bien como el primero el
acero de la lógica escolástica. Aquella inteHgencia, agu-
da y sutil, que aun sus enemigos reconocían, le permi-
tía defender sus afirmaciones, no sólo coutra el carde-
nal sino contra toda la asamblea; porque de todas par-
tes llovían sobre él silogismos, preguntas, y objeciones.
Todas las respondía y las paraba con incansable rapi-
dez y presencia de ánimo. A uno que había hecho una
observación pneril, contestó con fina it·onía:
-Un niflo de escuela podría contestar á eso.
Por fin, después de largo tiempo empleado en tal
discusión , un sincero eclesiástico inglés dijo:

1 J
ANTE EL CONCILIO OTRA VEZ 77

-¿Qué aprovecha todo esto? Ya se ve que piensa


rectamente acerca del Sacramento del altar.
Esto era una victoria para el acusado. Pero en aque-
llas condiciones, ¿de qué le valdría una victoria? No
hacía más que exasperar á sus enemigos.
Intentaron después, con gran habilidad, tenderle un
lazo para que reconociera sus errores. El cardenal de
Florencia, con tono de estudiada moderación,le recordó
que en "boca de dos ó de tres testigos se afirma toda
palabra•, y que allí había casi veinte hombres que de-
claraban en contra suya, señalando á los testigos:
-¿Cómo podéis defender vuestra causa contra tan-
tos hombres dignos de crédito?
-Llamo á Dios por testigo-dijo Huss-de que ja-
más he enseñado, ni he pensado enseñar, lo que estos
hombres se atreven á declarar acerca de cosas que nun-
ca han oído. Y aunque fueran muchos más en contra
mía, tengo en más valor el testimonio del Señor mi Dios
y de mi propia conciencia, que los juicios de todos mis
adversarios.
Siguieron otras acusaciones y otras réplicas. Pasa-
ban las horas, y todavía seguía la marea de la discu-
sión. La atención de Huberto aflojaba. La atmósfera de
la sala era sofocante.
Una cosa, sin embargo, le llamaba la atención, y
era la constante apelación del acusado á clas Santas
Escrituras•. Podía usar en ocasiones las armas de las
escuelas, pero cla espada del Espíritu• era la espada
con que peleaba aquella batalla de vida ó muerte.
-Esta-dijo-es la autoridad suprema en materia
de fe; no las afirmaciones de los santos doctores ó las
bulas de los Papas, á las cuales debemos asentir sólo
en tanto que enseñen algo que se deduce de la Sagrada
Escritura ó que se tunda en ella (1).
(1) Debemos, tal vez, explicar que estas palabrns, aunque son de
Juan Huss, no tneron pronunciadas literalmente en esta ocasión; se
han Introducido aquí porque expresan el lenor general de las ense-
danzas de Huss, y nos dan una de 1as razones w.AB poderosas de a u oon-
dena por el Conclllo.
78 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Pero, al fin, alguien dijo una cosa. que sacó á Huber-


to de su somnolencia. Se acusó al procesado de haber
expresado duda en cuanto á la condenación del gran
hereje inglés Juan Wickliffe.
-Hereje lofué, sin duda-pensó Huberto;-perotam-
bién fo.é amigo de mi valaroso padre; y si hay algo.ien
que se atreva á decir algo en su favor, me alegraré
de oírlo.
La voz del acusado resonó por toda la snla:
-No sé si Juan Wickliire se salvó ó se perdió; pero
esto digo: que quisiera que mi alma estuviera con la
su11a.
Una tempestad de burlonas carcajadas respondió á
las intrépidas palabras de Huss .
Antes de que Huberto volviera de su asombro, lan-
zaban sobre el procesado un nuevo cargo. De la senten-
cia de un Papa (¡y qo.é Papa, Juan XXIII!) había teni-
do la osadía de apelar á. Jesucristo mismo.
-No puede haber apelación más justa y santa-
replicó Huss.-Siempre es lícito y legítimo apelar del
jo.ez inferior al superior. Y ¿quién es superior á Cristo
el Señor? ¿Quién más justo que El, en quien no puede
hallarse error ni falsedad? ¿Hay refugio más seguro
para los desgraciados oprimidos?
Otra vez se levantaron risas, insultos y gritos de ra-
bia. A pesar de la presencia del Kaiser, la asamblea se
desmandaba, amenazando repetir el deslwnroso espec-
táculo del miércoles.
El preso se atrevió á protestar.
-Pensé-di jo-que en este Concilio habría m tía re-
Tercncia, piedad y orden .
Ilízose un esfuerzo para restaurar la calma, y pro·
aigu ieron los cargos y las respuestas. Uno dijo, por
ejemplo, que Rusa babia excitado al pueblo á tomar
las armas en derensa de su doctrina.
-Si-contestó el acusado,-el yelmo y la espada
de salud. No otras armas.
Por fin, lo avanzado de la hora obligó á la asamblea

,,:
...-- - - - -~- ~--~--~----------------~--~~-==,....-,

ANTE EL CONCILIO OTRA VEZ 79

á levantar la sesión, y se dieron órdenes de que los


guardias retirasen al acusado.
Pero no había terminado todo. D'Ailly se levantó
y pidió que se le trajera de nuevo. Otra vez se oyó el
r uido de pasos dados por unos pies encadenados.
D' Ailly, después de atraer la atencion del Kaiser,
que aparecía bastante cansado de tan larga discusion,
dijo:
-Juan Huss, he oído que dijisteis en cierta ocasion
que si no lmbierais querido de buen grado venir á Cons-
tanza,ni el Kaiser ni el Rey de Bohemia hubiera podido
forzaros á veuir.
-Reverendo padre, esto fué lo que dije: que había
muchos señores en Bohemia que me querían bien, y
que podían haberme guardado de tal modo, que ni el
Kaiser ni el Rey pudieran obligarme á venir.
-¿Oís la audacia de este hombre?-grito D'Ailly
rojo de ira.
Un fiero murmullo recorrió la asamblea, y el Kaiser
frunció el entrecejo.
Pero un noble de la comitiva imperial se adelantó,
y se puso intrépido entre el monarc&. y el Concilio. Era
Juan de Chlnm.
-Lo que Juan Huss ha hablado-dijo-es verdad.
Yo soy ~1 más pequeflo ele los barones de Bohemia, pe-
ro lo hubiera defendido cou toda seguridad por un año
entero contra el Rey y el Kaiser. ¿Qué no hubieran po-
dido hacer otros que son más fuertes que yo, y quepo-
seen fortalezas inexpugnables?
En una asamblea de caballeros y nobles, las pala-
bras del valeroso soldado y leal amigo hubieran sido
acogidas con calurosos aplausos. Pero aquello era un
cónclave de sacerdotes, incapaces de ningún sentimien-
to caballeresco. De todos modos, no podían ofender al
noble caballero, como habían hecho con el pobre hereje.
-Basta lo dicho-replicó D'Ailly.
Después, volviéndose hacia el acusado, le amonest~
solemnemente para que se sometiera al Concilio.
80 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-Os recomiendo que así lo hagáis-dijo,-y con


ello os irá bien en vuestra persona y honra.
Después de esto, el Kaiser pronunció las palabras
que, como todos sabían, decidían la suerte del acusado.
Amigos y enemigos estaban pendientes de ellas.
El Kaiser comenzó con aire de incertidumbre y va-
cilación:
-Hase pretendido-dijo-que llevabais ya quince
días de encarcelamiento ~uando recibisteis nuestro sal-
voconducto. Reconozco, sin embat·go, que, como mu-
chos saben, este salvaconducto os fué concouido ante11
de vuestra salida de Praga. Por él se os aseguraba la
libertad para exponer francamente ante el Concilio, co-
mo lo habéis hecho, vuestras doctrinas y vuestra fe; y
tenemos que agradecer á los cardenales y prelados la
indulgencia con que os han oído. Pero, como se nos ase-
gura que es ilícito defender á un hombre soRpecboso de
herejía, os damos el mismo consejo que os ha dado el
cardenal de Cambray. Someteos, pues, y procutatemos
que volváis en paz después de una leve penitencia. Si
rehusáis, armáis al Concilio en contra vuestta; y en
cuanto á mí, tened por cierto que antes os quemaría
con mis propias manos que sufrir vuestra pertinacia..
Por lo tanto, tomad este consejo, y someteos sin reserva
á la autoridad del Concilio.
Así talló la última esperanza humana que le que-
daba al desgraciado preso. El Kaiser lo abandonó á su
suerte. Fué un momento amargo¡ y tu.l vez muchos de
los que le miraban con ojos escrutadores pudieron per-
cibir la angustia de su alma. Pero no dió muestras de
debilidad.
-Doy gracias á vuestra alteza-comenzó á decir
con calma-por el salvoconducto que graciosamente
me otorgó.
Iba á decir más, pero nuevos rumores le interrum-
pieron. Cuando se restableció el silencio quedó callado,
como quien ha olvidado Jo que tenia que decir. Era la
primera vez que le faltaba la memoria.
ANTE EL CONCILIO OTRA VEZ 81

El fiel Chlum le dijo:


- Maestro Juan, contestad á la segunda parte del
discurso del Rey.
Entonces dijo con voz tranquila:
-No he venido aquí, serenísimo señor, para defen-
der con pertinacia ninguna doctrina. Muéstreseme algo
mejoró más santo que lo que yo he enseñado, y estoy
pronto á retractarme.
La hora era ya muy avanzada. El Concilio levantó
la sesión hasta el día siguiente¡ el preso fué llevado á
su calabozo, y cada cual se fué á su casa (1).

CAPÍTULO XIII

Los pensamientos de muchos corazones

A la mañana siguiente, Huberto se presentó, como


de costumbre, al canciller para r ecibir sus ór denes.
Despidiendo á Charlier , su capellán, con quien estaba
hablando, el canciller se volvió á Huberto y le dijo:
-Hoy no necesito tus servicios.
Huberto se sonrojó. ¿Habría oído su señor lo que él
había hecho el miércoles? No veía, sin embargo, señal
ninguna de severidad en aquel rostro, siempre grave
y triste.
- ¿No voy, pues, á tomar notas en el Concilio?-
pregunt6.
-No, hijo mío. Otro se encargará de eso. No asis-
tas hoy.

(1) La perfidia de Seglsmundo fara con lluss no consistió sólo y


principalmente en su violación de salvoconducto. Lo que tanto Huss
como sus amigo.s sintieron más vivamente fné que Seglsmtmdo, des-
pués de haberle invitado á ''enir al Concilio, con la promesa expre-
sa, no sólo de protección, sino de auxilio y cooperación, lo condenara
con sus propio~ labios, diciendo delante del Concilio que me recia ser
muerto como hereje.
6
82 .APLASTADO, PERO VENCEDOR

- ¿He ofendido en algo á mi señor?-preguntó con


tono afligido.
-No me has ofendido en nada-respondió cariño-
samente el canciller,-pero pareces cansado. Has tra-
bajado mucho estos ultimes días. ¿Donde está aquel
hermano tnyo que solía venir á buscarte? Vete hoy con
él y distráete un poco, como gusta á la gen Le joven. Lo
ordeno. ·
Esta. consideración del canciller conmovió el cora-
zón de IIuberto. Balbució algunas palabras de gratitud,
y después ai'ladió, haciendo un esfuerzo:
-Señor, tengo algo que deciros.
-Di.
-Algo que me temo sea una mala acción.
- ¿lins hecho algo malo? -preguntó el canciller con
cierta inquietud.
-Señor, eso es lo que no sé.
-¿Que no lo sabes? ¿Tan mal enseñado has sido?
l!:sta es una ciudad llena de lazos, especialmente para
jóvenes. ¿Qué has hecho?
-No es tnnto lo que be hecho, como ciertas pala-
bras que he hablado.
El canciller se tranquilizó. Conocía el carácter im-
petuoso de Hubcrto, é imaginaba que podía muy fácil-
mente haber hablado con imprudencia sin causar gra-
ve daño.
-¿ITas cometido, por obra ó por palabra, algún
pecado mortal?
-No, señor-contestó IIuberto, después de reco-
rrer mentalmente la lista de los siete pecados mortales.
-~;nton ces no quiero saber lo que has dicho ó has
hecho. Si es algo contra mí, lo prrdono.
-No lo fué, señor-contestó Iluberto, tan pronta-
mente, quo hizo sonrrít· al cnncillet·.
-Si fué algo que ofendiera á otros ó á Dios, dilo al
confesor y cumple la penitencia que te imponga . .Ahora,
vete en paz y diviértete.
lluberto se retiró, muy agradecido á la confianza
PENSAMIENTOS DE MUCHOS CORAZONES 83

que su señor le demostraba, pero con la conciencia to-


davía intranquila. No que le preocupara gran cosa la
severa penitencia que había de imponerle el confesor,
por ser éste Charlier, el capellán de Gerson, que le tenía
una envidia mortal. Pero estaba vivamente interesado
en el preso que iba á ser juzgado por el Concilio; y
:fluctaba entre la admiración que aquel hombre le cau-
saba y el temor de incurrir en pecado (y tal vez má s
aún, de desagradar al canciller), al hacer causa común
con el hereje. ¿E1·a hereje, después de todo?
Huberto pasó del gabinete del canciller á la ante-
sala, donde él solía escribir. Allí, sobre un atril, descan-
saba la Vulgata del canciller, un libro voluminoso y
pesado. Huberto se acercó al atril, y habiendo encon-
trado el pasaje que bu!!caba, se puso á leer. En esta
ocupación estaba absorto cuando salió el canciller, el
cual, llegándose á su jóven pupilo, le puso una mano
en el bombro y le dijo:
-Buen día es el que se empieza leyendo la Santa
Escritura. ¿Entiendes lo que lees?
-No, señor-dijo Huberto, volviéndose y haciendo
una reverencia.
-¿Qué lees?
Huberto leyó en voz alta en latín:
- «Bienaventurados sois cuando os vituperaren, y
os persiguieren, y dijeren todo mal de vosotros por mi
causa, mintiendo.»
- Ese es un pasaje que no ofrece dificultad, aun
para los ignorantes-dijo el canciller.-Un niño lo pue-
de entender. Debes saber que se refiere á los santos
mártires que vi vieron en los primeros siglos de la fe.
-¿Puede aplicarse á algún hombre en nuestros
días, señor?
- Indudablemente. A los cristianos que viven entre
los paganos , in pm·tibus infiddium.
Casi sin darse cuenta de ello, Huberto dió salida á
los pensamientos de su corazón.
-¡Ah, señor mío! ¡Dios me perdone, si con ello peco;
84 APLASTADO, PEH.O VENCEDOR

pero nunca podré leer estas palabras sin acordarme del


hombre que con tanta calma compareció ayer ante el
Concilio!
El canciller se estremeció interiormente. Había ob-
servado con alguna alarma la cara de su secretario el
día anterior, especialmente cuando el preso era objeto
de burlas é insultos; pero no había temido lo que aho-
ra oía.
-Hablas palabras ociosas, como quien no tiene
entendimiento. Lee bien el texto: cPor mi causa. min -
tiendo.»
-¿Y no fué «mintiendo», cuando no se pudo pro-
bar nada de lo que dijeron contra él?-exclamó Huber-
to, atreviéndose más.- cPor mi causa.» Esto parece
que significa aquella apelación á nuestro Señor Jesu-
cristo, que irritó á los italianos más que ninguna otra
cosa, como no fuera lo que dijo de Wickliffe. ¿Fué malo
aquello, señor mío?
-Dijo que quisiera que su alma estuviera con la
de Wickliffe-dijo el canciller dando un profundo sus·
piro.-En verdad que su alma, si no se arrepiente, es-
tará. bien pt·onto con el alma perdida de Juan Wicklitfe.
Huberto se estremeció. Todos sus sentimientos se
rebelaban contra tan duras palabras.
-Pero, mi señor-exclamó,-él mantiene la doc-
trina católica; él ama y estudia las Sagradas Escritu-
ras; su vida es intachable, según testimonio de sus mis·
moa enemigos; ¿no está, pues, «en gracia de Dios»?
-Hijo mío, veo que estás muy necesitado de ins-
trucción . Hay que distinguir entre gracias de Dios, que
son dadas á muchos (y á. ese desgraciado le han sido
dadas on gran medida, lo reconozco), y la gracia de
Dios, que sólo los fieles tienen, y aun ellos sólo en tanto
que son fieles. Esta es una de las cosas más profundas
de Dios. Aun los más sabios no pueden comprender
cómo es quo Él niega muchas cosas á los que habían
de agradecerlas y usarlas bien, y, sin embargo, las
concede á los ingratos que pelean contra él. cEs inne-
PENSAMIENTOS DE MUCHOS CORAZONES 85

gable que sobre algunos, que, como Judas, han de pe-


recer eternamente, El derrama la gracia de diversas
virtudes» (1).
Huberto le miró lleno do asombro.
-Yo pensaba-dijo-que ser bueno, es estar en
gracia de Dios.
-Hijo mío , «hay hijos desleales y siervos malos, á
quienes, sin embargo, el Padre Celestial da algunas
veces grosura de trigo, y los sacia con miel de la peña;
así como algunos reyes han enviado alimentos de su
misma mesa á personas condenadas á muerte». Pero no
te acongojes, hijo mio; estos misterios no conciernen á
las almas sencillas como la tuya. Déjalos á un lado, y
ocúpate de los deberes y placeres propios de tu con-
dición.
Iba á retirarse, pero Hnberto le dijo con ahinco:
-¿Puedo hablar una palabra más á mi señor?
-Como quieras-dijo Gerson con cierta vacila-
ción.
-Hace tres años, nn pobre muchacho, abrumado
por la culpa y la vergüenza, fué presentado delante de
vos. No tenía nada en su favor, como no fuera la repug-
nancia hacia la mentira. Os dignasteis decir que valía.
la pena salvarlo, y lo salvasteis. ¿De cuánto más valor
debe ser á los ojos de Dios el hombre que va á ser juz-
gado hoy, que no necesitaba estar donde está, si hu-
biera podido mentir ó fingir?
El canciller se conmovió. Después de algunos mo-
mentos, dijo:
-De lo que hice por ti, hijo mío, nunca be tenido
que arrepentirme. En cuanto al otro asunto, déjalo en
manos más sabias. No pienses más en ese hombre, que
es un hereje pernicioso, que trastornaría el mundo.
Además, no pienses que yo puedo hacer nada por él.
Nadie puede salvar á un hereje, si él mismo no quiere

(1) Las palabras que se ponen entre comillas son tomadas de las
obras de Gerson.
86 APLASTADO, PERO VENCEDOR

salvarse, arrepintiéndose y sometiéndose á tiempo. Todo


lo que nos resta es salvar á otros de la dañosa infec-
ción de sus enseñanzas y ejemplo.
Dicho esto, salió á la calle. Huberto le siguió poco
después, con el corazón apesadumbrado. Pasó el día va-
gando de acá para allá, sin que el obligado descanso
le proporcionara placer ni provecho. No quiso ir en
busca de Armando, porque no se encontraba con ánimo
de oír hablar de halcones ó de damiselas. P<1ro, á la
caída de la tarde, cuando andaba por la plaza de Este-
ban, en espera de que terminara la sesión del Concilio,
para oír las primeras noticias, Armando vino á su en·
cuentro.
Le acompañaba un viejecito, vestido con una túnica
sombría, forrada de pieles, cubierta la cabeza con una
gorra de cuatro picos y un bastón con puño de oro en
la mano.
Saludáronse los hermanos, y Armando habló del
eclipse, describiendo con vivos colores el terror que ha-
bían experimentado la reina y sus damas.
- Sin duda anuncia alguna gran calamidad-
dijo.-¿Será que va á sufrir algún eclipse la gloria del
Kaiser ó la del Santo Concilio?
En esto, el forastero entró en la conversación, di-
ciendo:
-Yo no represento nada para vuestr11.s señorías¡
pero si me hacéis caso, os diré una cosa que puede cal-
mar vuestros temores. ¿Veis en el suelo vuest1·a sombra,
señor escudero? Pues una sombra así cayó ayer, no so-
bre el sol, sino sobre la tierra, y eso fué lo que visteis.
'fiene tanta relación con el Kaiser ó con el Concilio,
~omo este bastón que tengo en la m11.no.
Huberto le miró asombrado.
-~luestro -dijo, -¿.queréis darnos una broma?
¿Cómo vamos á creer semejante locura? Jt'ué el sol el
que se obscureció, no la tierra; lo vi yo con mis propios
ojos. I<'ué como si corrieran un velo delante de éL
-No sois el primero, señor-contestó el viejo,-ni
PENSAMIENTOS DE MUCHOS CORAZONES 87

seréis el último que ponga la obscuridttd en el cielo


cuando la tiene á los pies.
Y diciendo esto, saludó y se retiró.
-¿Quién es ese loco?-preguntó Huberto á su her-
mano.
-Es el médico judío de la reina, Nathan Solito. Ha
sido médico del Papa. Sí, es algo estrambótico, pero in-
mensamente instruido; inst1·uitlo también en alg unas
cosas no muy lícitas, ¿entiendes? Se ven y se oyen co-
sas muy raras en la corte de 111 reina. He encontrado
allí gente que no cree en el cielo, ni en el infierno, ni
en Dios, ni aun en el diablo-::lijo .Armando, recalcan-
do lo último como lo más grave.- Ese físico dice que
hay mucha gente así en el mundo, especialmente en
Italia.
-¡Y luego hablarán de herejías!-exclamó Huber-
to indignado.-No sé cómo no se desploma el cielo so-
bre ellos. ¿Por qué escuchas cosas tan malas?
-¡Bah! Hay que oír de todo. Pero no seguiré por
este camino, para no escandalizar á un buen eclesiático
como tú.
-Yo no soy eclesiástico, ¡ni lo seré jamás!-dijo
Huberto, dando expresión á un propósito que en aquel
momento se había formado en su conciencia.
- Ahora hablas en broma. ¿Qué vas á hacer si re-
nuncias á la protección del canciller? Y, sin embargo,
creo que vales demasiado para ese oficio. P ero, sea lo
que quiera, ahora tengo ot1·os asuntos de qué tratar. El
duque va á venir, no precisamente á la ciudad, sino al
bosque vecino, donde se propone asentat• sus reales.
Dice que quiere oír los relinchos de sus caballos. Pero
me parece que lo que quiere oír es la voz del Concilio
absolviendo á Jean Petit.
-Eso no lo oirá jamás-dijo Iluberto,-Jean Petit
será solemnemente condenado.
- Pensé que el Concilio tenía ot1·os asuntos entre
manos. No necesito decir que todos los borgollones es-
tamos muy contentos. Yo tengo especial motivo para
88 APLASTADO, PERO VENCEDOR

ello, porque mi señor me ha enviado recado de que ne-


cesitará mis servicios cerca de su persona. Pero, Hu-
berto-añadió bajando la voz,-hay un asunto sobre el
cual hace tiempo que quiero consultarte, en beneficio
de un compañero mío que me ha referido el caso. Su-
ponte que hubieras cometido una falta en el servicio
del canciller, y que él la ignoraba; ¿te creerías obliga-
do á revelarla con riesgo de perder su favor? Y si en
ello había sido comprometida una persona inocente,
pero que ya no podía obtener reparación, ¿como obra-
rías tú?
En cualquiera otra ocasión Huberto hubiera respon-
dido: cDecir la verdad sin vacilar.• Pero ahora, con el
ánimo amargado y lleno de dudas, no pudo contestar
más que esto:
-No sé lo que haría.
Armando, en lugar de continuar el asunto, observó
que la plaza se llenaba de gente, y llamó la a tención
de su hermano hacia los numerosos lacayos que guia-
ban caballos ricamente enjaezados, esperando á sus
señores, que iban á salir del Concilio; había tam-
bién lujosas literas para los prelados más viejos ó más
ricos.
-Esto se acaba pronto-dijo Armando,-y ya es
hora. He venido para servir á una dama que desea saber
lo que han hecho hoy en el Concilio. Nuestros borgo-
ñones están todos muy en contra de ese Juan Huss, es-
pecialmente el coadjutor del obispo de Arras, Pedro
Chaucbon, que quiere que lo quemen, sólo por el gusto
de verlo arder. Algunos lo quieren bien, especialmente
el médico judío y Demoiselle Jocelyne. Ella dice que
mejor se confesaría con Huss que con ningún obispo
del Concilio. A nuestro amigo Roberto le gustaría oírlo.
Pero, ¡por Santa Catalina!, ¿no es Roberto aquel que
está allá entre la gente? Pero va vestido como un ar-
tesano.
Era Roberto. Armando le hizo señas para que se
llegara adonde estaban los dos hermanos.
PENSAMIENTOS DE MUCHOS CORAZONES 89

-¿Cómo está tu Nanchen, amigo? ¿Qué se ha hecho


de la insignia del abad que llevabas antes? ¿No estás
ya en la guardia de los frailes?-le preguntó.
-No; señor. Ahora me dedico á pescar en el lago.
Era una vida ociosa la que llevaba antes, siendo sol-
dado sin tener que pelear; y mi trabajo de ahora, al
menos, es útiL-Después, volviéndose á Huberto y se-
ñalando al convento Franciscano, preguntó:
-Maestro Huberto, ¿habéis estado hoy en la se-
sión?
-No-dijo Huberto.-Pero estuve ayer, y vi que no
queda mucha esperanza para el hombre á quien tanto
amas.
-Entonces, ¿estuvisteis ayer?
-Ayer y el miércoles. Ayer le oí, pero no pude
verle. EL miércoles lo vi y lo oí.
-Y ¿qué tal parecía?-preguntó Roberto.
-Parecía un soldado herido y maltrecho, pero dis-
puesto á morir en su puesto.
Las lágrimas asomaron á los ojos de Roberto.
-¡Ah,señor!-dijo.-Ya sabía yo que vuestro buen
corazón hablaría en cuanto le vierais. Yo no le he vuel-
to á ver desde que lo llevaron á Gottlieben. El miér-
coles lo trajeron otra vez, y ahora está en aquel cala-
bozo. Pero tienen buen cuidado de que ninguno de
nosotros se acerque ni aun al patio adonde da su ca-
labozo.
Dicho esto, Roberto se despidió de los hermanos.
Había dicho la verdad en cuanto á su nueva ocupa-
ción, pero no toda la verdad. EL único servicio que los
amigos de Juan Huss podían hacerle era mantenerse
en comunicación con él, escribirle, recibir cartas suyas
y proveerle de papel y tinta. Esto era difícil y arries-
gado. Más de una vez sucedió que se peruiera una car-
ta y cayera en manos de enemigos. Un criado de Chlum,
llamado Vitus, fué en una ocasión causa inocente de
una de aquellas pérdidas , lo cual irritó mucho á su
señor, y le afligió mucho á él mismo, porque le dolía
90 APLASTADO, PERO VENCEDOR
l
mucho que el maestro Juan llegara á creerlo culpable
de negligencia ó abandono .
Pero Roberto, que conocía á todo el mundo, podía
hacer muchas cosas que los bohemios, como extranjeros
que eran, no podían intentar siquienl.. No le había fal-
tado que hacer á su barca en el Rhin, junto á los mu-
r os del castillo Gottlieben.
Por fin se levantó la sesión del Concilio, y una mu-
chedumbre de obispos, abades y doctores se desbordó '
por la puerta de la Casa Franciscana. Charlier', que
con gran satisracción babia tomado el lugar de Huber-
to aquel día, divisn.ndo á éste y á su hermano, cruzó
la plaza para encontrarse con ellos.
-¡liJstá condenado, está condenadol-dijo sin más
prefacio ni comcntario.-Ya no queda más que dictar
la sentencia.
-r,Condenado? ¿Y por qué?-preguntó Armando.
-Por herejía- contestó Charlier.
Esta palabra bastaba. Todos sabían que ella impli-
caba una sentencia de muerte.
- ¿Qué herejía, seiíor capellán? Si es q ue un lego
ignorante como yo puede hacer tal pregunta-dijo
Armando.
-Muchas y diversan herejías. No puedo recordar-
las todas, ni aun la mitad. Y aunque las recordara no
las compronderíc1is, soiíor escudero, siendo, como decís,
un lego, aunque no ignorante.
-Sin emba1·go, decidme alguna como muestra ...
-¡Ah! Pero. ¿por donde voy á empezar? La sesión
ha sido tan larga, que estoy rendido. Pero esperad.
Veré si recuerdo algo. Ese hombre ha dicho que «Jesu-
cristo, y no el Papa, es la cabeza de la Iglesia•; que
col Papa que no vive la vida de Cristo, no es Vicario
de J esucristo, sino precursor del Anticristo•; que cla
Iglesia puedo subsistir sin ningún Papa•; y tí esto aña-
dió: c¿No está ahora mismo la Iglesia sin cabeza visi-
ble? Y, sin embargo, Jesucristo no ha dejado de gober-
narla.•
••

PENSAMIENTOS DE MUCHOS CORAZONES 91

-¡Erróneo, erróneo!-exclamó Huberto impetuosa-


mente.-No es posible que Jesucristo esté ahm·a gober-
nando la Iglesia, porque si así fuera, no pasaría lo que
está pasando.
Cbarlier se volvió hacia él, mirárndole con expresión
de celos y envidia.
-¡Tened cuidado con lo que habláis, maestro Hn-
berto Bohun!-dijo .
.Armando añadió:
-¡Calma, Huberto! Deja al señor capellán que con-
tinúe.
Cbarlier siguió diciendo:
-Otra proposición escandalosa fué la de que los
herejes no deben ser castigados corporalmente. Ya el
Canciller ha demostrado cuán perniciosa es semejante
herejía. Nuestro hereje tuvo la prudencia de suavizarla
un poco, aunque la intención era bien clara. Después
se leyó una frase de uno de sus libros , en la que compa-
raba á los eclesiásticos que entregan un hereje á la
muerte, Mn los escribas y fariseos de la Biblia. Jamás
oí tal tumulto como el que entonces se armó. Pensé que
el techo se venía abajo. «¿A quién asemejáis á los esct·i-
bas y fariseos?b-le preguntaban á gritos. «.A los que
entregan á un inocente al brazo seculat'»-contestó él
con más calma que estoy yo hablando ahora. Por fin se
acabó la prueba; y el mismo Kaiser, el cardenal de
Cambray y muchos otros comenzaron á exhortarle para
que abjurara y se encomendara á la misericordia del
Concilo.
-¿Abjuró!-preguntó Armando con ansiedad.
-De ningún modo. Con la más profunda humildad
en los modales, pero con la mayor arrogancia de espí-
ritu, dijo que no potlfa abjurar·, porque no había man-
tenido ninguna herejía. Hüblaba con tanta mansedum-
bre, que parecía iba á ceder en todo; pero no cedió ni
en el grueso de un cabello . .Además, estaba mortal-
mente pálido, y estremeciéndose de dolor de anginas .
.Aunque es un hereje, alguien debió tener la caridad de
92 APLASTADO, PERO VENCEDOR
darle una araña viva, envuelta en un trapo de hilo,
para que se la hubiera atado al brazo (1).
-Siendo así, le dejarían ya en paz.
-No, señor. Después vino un largo intert'ogatorio
acerca de cosas sucedidas en Praga, y otras materias
que no recuerdo bien. Ese listo bohemio, Paletcb, le
apretó bastante. Espero que los obispos le premiarán
dándole un buen beneficio. Nuestro cardenal también;
no en balde le llaman «el martillo de los herejes•.
-Y vuestro gran canciller, ¿no tomó parte an el
asunto?-preguntó Armando.
-Por extraño que parezca-dijo Charlier,-estuvo
callado todo el tiempo, y parecía cansado y molestado.
Pero no faltó quien hablara. Juan Huss estaba asedia-
do por todos lados. Sólo el diablo puede saber, ya que
ese hombre es siervo suyo, cómo podía resistir un fuego
tan graneado de acusaciones, preguntas y reproches, y
encontrar respuesta para todos. En fin, ya se acabó.
Ahora no le queda más que abjurar ó morir.
-Espero que no tendrá que morir-dijo Armando.
-Tendría más esperanzas acerca de él-dijo Char-
lier,-si le viera orgulloso y provocativo, como suelen
ser los herejes, Pero, ¿qué puede conseguirse de un
hombre tan tranquilo, y al mismo tiempo tan inconmo-
vible? Aun al mismo Kaiser le dijo: cOs ruego y con-
juro á que no me constriñáis á hacer lo que mi concien-
cia me prohibe. ¿Cómo voy á retractar lo que nunca be
mantenido? Y en cuanto á lo que reconozco como mío,
si alguien me convence de mi error, haré lo que se me
pide.•
-Entonces ¿porque no le enseñan?-dijo Arman-
do.-Ahí está todo el Concilio, con la sabiduría de la
Iglesia, y bien podría hacerle comprender la verdad.
-Con vuestra licencia, señor escudero, habláis

Cl) Estaba muy enfermo en esta ocasión, y había pasado la noche


anterior ~in poder dormir, por el dolor de cabeza y de muelas que
sufrió.
PENSAMIENTOS DE MUCHOS CORAZONES 93

como un lego. El Concilio le ha dicho que los artículos


son heréticos y que debe adjurar de ellos.
-Pero, ¿cómo? ¿De los que reconoce, y de los que
nunca ha mantenidoi'
-Eso es un subterfugio. Los ha mantenido todos y
otras cosas peores .
-Supongo que el Concilio, siendo infalible, sabe lo
que un hombre cree mejor que el mismo hombre-con-
testó Armando.
-Tenéis razón, señor escudero-respondió Char-
lier, sin apercibirse del sarcasmo.-La decisión del
Concilio es final, porque, como depositario de la luz y
dirección prometida á la Iglesia, es infalible.
-Infalible y todopoderoso-añadió Armando.-
Tiene detrás el brazo secular, el Kaiser y su hueste.
¡Extraño sería que el Santo Concilio no pudiera ven-
cer á un pobre sacerdote, enfermo y encadenado!
-Por supuesto que lo vencerá. Si se convierte,
como yo deseo, triunfará en su salvación; si no se con·
vierte, en su condenación y castigo. Así, como dicen
los santos doctores, Dios es glorificado aun por los ma-
los ... Bohun, ¿vais á venir á casa á cenar?
Huberto no le contestó. Cuando Charlier se alejo,
Armando dijo á su hermano:
-En cuanto á las opiniones de ese Juan Huss, no
soy capaz de juzgarlas. Pero me extrafl.a que el Con-
cilio se le eche encima por atacar el poder del Papa,
cuando el mismo Concilio ha depuesto á su Papa. Lo
que quieren es triunfar de ese pobre sacerdote y ha-
cerle jurar que lo negro es blanco, porque ellos quieren
que así sea. Trabajo les costará, porque es un hombre
valeroso, pero tendrá que hacerlo... Pero, Iluberto,
¿qué te pasa?
-Que creo que no hay ya justicia ni misericordia
en la tierra ni en el cielo-dijo Hubcrto con ardor. -
No es sólo el Concilio, no; el mismo Canciller piensa
que eso es justo y necesario, y ¡conforme con la volun-
tad de Dios! ¡Piénsalo bien, Armando! ¡Dice que Dios
94 APLASTADO, PERO VENCEDOR

trata así á los hombres, que es duro é implacable, que


es lo que nosotros llamaríamos injusto! Y si él, que es
un santo varón, no conoce á Dios, ¿quien le va á cono-
cer? Nada, que no veo más que obscuridad por todas
partes.
Armando quedó aterrado al ver la borrasca de pa-
sión que agitaba el corazón de su hermano. Por fin le
dijo:
-Tal vez el Canciller sabe tanto de Dios como tú
6 como yo. Pero, Huberto, te ruego que tengas cuidado.
Vas á acarrearte un disgusto con tu manera de hablar
tan atrevida é imprudente.
-¿Que tenga cuidado? ¿De qué? ¡Ojalá acabara de
una vez con todo ello! ¡Ojalá fuera soldado, como mi
padre 6 como tú. Iría á Francia á pelear. Eso, al me-
nos, es cosa que un ho mbre puede hacer. Pero supon-
go-añadió tristemente-que la obscuridad me seguiría
también allí.

CA PÍTULO XIV

Un mes de paz

Hay en la vida de algunos hombres presentimientos


y señales muy tempranas del especial destino que ha-
bían de realizar más tarde. El hombre á quien el Con-
cilio de Constanza condenó á morir en la hogue1·a, ha-
bía. llevado en la mano por treinta años la cicatriz de
una quemadura.
Una tarde de invierno, en Praga, un grupo de mu-
chachos estudiantes ostab1L reunido alrededor de un
hogar donde ardían va rios troncos. Un «estudiante po-
bre», que so ganaha el pan cantando en el coro de la
catedral , lein absorto un libro donde se relataba el mar-
tirio de Snn Lorenzo; y de pronto, alargó Ju. mano y la
expuso á la llama, manteniéndola así silencioso é in-
móvil , basta que un compañero se la hizo retirar á la
UN MES DE PAZ 95

fuerza. Cuando le preguntaron á qué venía tan extraño


proceder, contestó sencillamente: •Querüt probar sipo-
dría resistir en parte lo que sufrió San Lorenzo.»
Aquel ardiente muchacho llegó á la virilidad, de-
mostrando siempre el mismo carácter impulsivo, la
misma inclinación hacia las accionPs nobles y heroicas.
En medio de una atmósfera de iniquidad, vivió una
vida intachable. Sus contemporáneos han hecho su re-
trato en palabras tan bellas como veraces: «Su vida se
deslizó ante nuestt·os ojos desde la infancia, tan santa
y pura, que nadie pudo encontrar en él falta alguna.
¡Oh, hombre verdaderamente piadoso y humilde, que
descollaste por el brillo de tan grandes virtudes; que
despreciaste las riquezas y socorriste á los pobres basta
padecer necesidad tú mismo; que encontraste siempre
tu lugar junto al lecho de los desgraciados; que invi-
taste con lágrimas a l a rrepentimiento á los corazones
más endurecidos, y que apaciguaste los espíritus re-
beldes con la inagotable suavidad de la palabra divinal
A ti te fué dado extirpar el vicio de Jos corazones por
el antiguo remedio de las Escrituras que sonabo.n con
nuevo pod er en tus labios» ( 1).
Pero estas labores, en las cuales se complacía, no
fueron las únicas á las cuales le llamó Dios. Al poner
su palabra en los labios de su siervo, puso también una
carga sobre su corazón; la misma carga que puso sobre
los antiguos profetas: la de repr~>nder las iniquidades
de los hombres. El pecado contra el cual Juan Huss
tuvo que protestar <>staba entronizado en la que se lla·
maba Iglesia de Cristo, aunque realmente era al mundo
mismo con toda su corrupción y maldad.
c¡Ay de mi!»-exclamaba después de una de sus
t erribles descripciones de los males que devontban el
corazón de la Iglesia;-¡ ay de mí, si no predicara con-
tra tales abominaciones! ¡Ay de mí, si no me lamentara!
¡Ay de mí, si no escribiera!
(1) De 1& carta. que la. Univel'sidad de Praga dirigió a.l Conclllo de
Constanza.
:.;. 96 APLASTADO, PERO VENOEDOR
Se ha dicho del Dante que «aborrecía bien porque
amaba bien•, y •aborrecía la iniquidad, que pone obs-
táculos al amor•. El reformador bohemio e aborrecía
bien•, no á los pecadores, sino el pecado.
Con la carga que le había sido impuesta, había re-
cibido lluss un gran dón, al lado del cual todos los
demás dones son de insignificante valor. «Conocía á.
Cristo y el poder de su resurreción, y la participación
de sus sufrimientos.» Como él mismo dice: «Confieso
que ninguna cosa me ha movido á. hacer lo que hago,
sino el amor de nuestro Señor Jesús cruci.fi.r.ado, cuyas
heridas y azotes (en la medida posible á mi debilidad
y pecarlos) deseo llevar sobre mí mismo; rogándole me
dé su gracia para que nunca me glorie en mí mismo,
sino en su cruz y en la preciosísima ignominia de su
pasión, que sufrió por mí.•
Aquellos van más adelante, ó se acercan más á
Cristo, que le signen en el sendero del sufrimiento.
Juan Huss (aunque creyéndose inocente de la acusa-
ción de herejía.) babia acudido á. Constanza, preparado
á sufrir, por amor de Cristo, «tentaciones, injurias, pri-
sión y muerte•; y había rogado á su amada grey que
orara por él para que pudiera «permanecer firme y ser
hallado sin tacha•. Pero aun el cristal más limpio ad-
quiere lustre en las manos del artífice. Durante aquellos
meses de cruel encarcelamiento, todo lo que en otros
lli días pudo haber de mera pasión ó indignación humana
!li fué desapareciendo, y, en cambio, crecieron de día en
día el amor, el gozo, la paz, la longanimidad, la manse-
dumbre y la bondad.
¡¡; Cuando, terminada su última comparecencia ante
el Concilio, fué sacado fuera de la sala, un caballero
i!l del cortejo del Kaiser se levantó y le siguió. Era Juan
de Chlum. Sepnrando á los guardias, se acercó al preso
y lo estrechó la encadenada mano, pronunciando algu-
11¡ nas palttbrns de animación y consuelo. Em una cosa
pequeña, poro que Juan llus recordó con gratitud has-
tu. la hora de su muerte. e¡ Qué consolador fué para

i
UN MES DE PAZ 97

mi-escribió él-el apretón de manos que me dió el


barón Juan de Chlum, sin avergonzarse de estrechar
la de un desgraciado hereje, encadenado y ultrajado
de todos!»
En verdad que no pudo encontrarse en situación
más «desgraciada» el condenado por herejía, que aque-
lla en que se vió cuando le llevaron de nuevo á su cel-
da, tan enfermo 4.ue apenas podía tenerse de pie, y le
dejaron solo con su suerte.
Qué horas de agonía y de conflicto tuvo que atra-
vesar, no lo sabemos. El silencio y la obscuridad lo
ocultan. Pero tl'as bl'eve intervalo, vemos al preso otra
vez con la pluma en la mano (1). Todo pensamiento
acerca de sí mismo ha desaparecido, y los intereses y
el bien de otros son los que ocupan aquel gran corazón.
Ya no tiene ante sus ojos la visión del Concilio enfure-
cido, sino la de su querida capilla de Bethleh~m, donde
ha predicado tantas veces la Palabra de Dios, y los bien
conocidos rostros de su grey. En esa carta no se olvida
de nadie. Grandes y pequeños, pobres y ricos, sacer-
dotes y seglares, amos y criados, todos reciben alguna
palabra especial de exhortación y aliento. A todos ruega
que sirvan á Dios fielmente, cada uno en su vocación, y
que mantengan firmemente la verdad que él les ha en-
señado de las Santas Escrituras. Pero habían de se-
guirle solamente en aquello en que él había seguido á
Cristo.
cDeseo-dice-que si alguien me ha oído, en ser-
món público ó en conversación privada, alguna cosa
contraria á la verdad de Dios, que no la siga. Deseo,

(1) La carta que citamos fué escrita probablemente el día 10 de


Junio. De las cartas de Juan lluss, en general, VEnlant, el imparcial
historiador del Concilio de Constanza, dice: •NI católlcos nl protes-
tantes; má.s aún, ni turcos ni paganos, podrían menos de admirar la
grandeza y piedad de sus sentimientos, la delicadeza de su concien·
cia., su caridad hacia los enemigos, sn ternura y fidelidad para con
los amigos, su gratitud hacia los bienhechores; pero sobre todo, aque-
lla grandeza de alma, acompañada de una modestia y humildad ex-
traordinaria.
7
98 APLASTADO, PERO VENCEDOR

además, que si alguien ba encontrado alguna ligereza


en mis palabras ó acciones, que no la imite, sino que
ruegue á Dios me perdone.:.
Pide la gratitud de su pueblo hacia los barones de
Bohemia, que tan noblemente le apoyaron. Suplica que
oren por su rey y su reina, y también por el rey de ro-
manos (Segismundo, que tan cobardemente le había
abandononado), para cque Dios en su misericordia
esté con ellos y con vosotros, ahora y en la virla
eterna•.
Añade: «Escribo esta carta en la prisión, con la
mano encadenada y esperando recibir mañana mi sen-
tencia de muerte, pero con la plena y completa con-
fianza de qua Dios no me abandonará ni permitirá que
yo niegue su verdad 6 confiese lo que falsos testigos
han declarado maliciosamente contra mí. Cuando, con
el auxilio de Jesucristo, nos encontremos otra vez en
la dulcísima paz de la vida venidera, sabréis cuán mi-
sericordioso ha sido conmigo, y cómo me ha sosteni(IO
en todas mis pruebas y tentaciones. No sé nv.da deJe-
rónimo mi fiel y amado discípulo, sino que también él
está encadenado, esperando como yo la muerte, por
causa de su fe. ¡Ah! Han sido compatriotas nuestros los
que nos han entregado en manos de nuestros ene-
migos. Os pido que oréis por ellos. Permaneced, os

1~1
ruego, fieles á mi capilla de Bethlehem, y procurad
que allí se predique el Evangelio cuanto Dios lo per-
mita. Confío en Dios que El guardará aquella santa
Iglesia tanto tiempo como sea su voluntad, y que en
ella dará, mediante otros, una mayor medida de su
Palabra que lo ha hecho mediante mí, frc\gil vaso su-
yo. Amaos unos á otros. Xunca os apartéis de la ver-
¡:: dad do Dios, y procurad que los buenos no sean opri-
midos.:.
Pero no recibió al día siguiente la sentencia de
muerte, que él esperaba, sino una fórmula de retracta-
ción que se le invitaba á firmar para salvar su vida.
Estaba redactada en la forma más suave y favorable
UN MES DE PAZ 99

para el acusado; sin duda era obra de alguna mano


amiga (1).
Siempre sensible á toda prueba de amabilidad, Huss
comenzó su firme, aunque cortés negativa, diciendo:
e Que el Padre Omnipotente se 'digne conceder la vida
y gloria eterna, por amor del Señor Jesucristo, á mi
«padre». Reverendo padre, estoy muy reconocido á
vuestro piadoso y paternal favor.»
El cpadre», quienquiera que fuese, contestó con
una carta verdaderamente cariñosa, en la cual llamaba
al hereje su camantísimo y amado hermano». Procu-
raba vencer sus escrúpulos con cuantos argumentos
podía emplear, llegando basta decir que, aun si la re-
tractación fuera un perjurio, el pecado no sería de él,
sino de los que se la pedían, y terminaba con estas pa-
labras: «Aún se os darán mayores luchas en que ven-
cer por la fe de Cristo.» Aquellos tres días que Huss
había comparecido ante el Concilio no habían sido en
vano.
Ahora, tanto amigos como enemigos, querían sal-
varle. El Kaiser, mirando tal vez por su propio honor
más que por la vida del hereje, hizo repetidos esfuerzos
para inducirle á que se retractara. Aun los que más
mordaces habían sido con él, acudían con argumentos
y ruegos.
A todos contestaba con la misma firmeza, sin at-ro -
gancias, pero inconmovible. No echaba mano de aque-
lla elocuencia y de aquella fuerza argumentadora que
habían electrizado á todo un pueblo. Su mansedumbre
casi hubiera parecido debilidad, si, por otra lado, no se
hubiera mostrado firme como el diamante. Una firme-
za tanto más notable cuando se considera la soledad
material y espiritual en que se encontraba. Aquel hom-
bre solitario se había puesto enfrente de toda la Iglesia

(1) Se supone que fué redactada. por el cardenal de Hrogni, obispo


de Ostia., presidente nominal del Concilio, hombre de amable carác·
ter, que simpatizaba con Huss, y que le trató con bondad en lo poco
que pudo.
100 APLASTADO, PERO VENCEDOR

de su tiempo. Téngase presente que él no era protes-


tante; no podía considerar á la Iglesia como apóstata y
anticristiana, y buscar simpatía en los muchos mártires
que se habían opuesto á su tiranía por amor á una re
más pura. El no conocía otra Iglesia visible en la tierra;
no había soñado en separarse de ella; consideraba
como el mayor honor ser uno de sus sacerdotes. Reco-
nocía en el Concilio que le había condenado la autori-
dad suprema de la Iglesia. Pero dos cosas tenían para
él autoridad todavía más alta: su conciencia y la Pa-
labra de Dios .
.Así, sin saberlo, Juan lluss fué campeón y mártir
de esos dos grandes principios del Protestantismo: la
supremacía de las Sagradas Escrituras como regla de
fe, y lo que se ha llamado, no muy propiamente, el de-
recho del juicio privado; un derecho que, como todos
los demás, es al mismo tiempo un deber y puede defi-
nirse con estas palabras de Juan Huss: «El :fiel cristia-
no busca la verdad, escucha 11). verdad, aprende la ver-
dad, mantiene la verdad y defiende la verdad hasta la
muerte.»
La esperanza de vencer la resistencia de lluss fué,
sin duda, la causa de que el Concilio dejara pasar
cuatro semanas entre la condena y la ejecución (1).
Aquellos largos días pasaron, dejándolo siempre :firme,
pero tal vez no siempre gozoso.
Algunas horas habría, sin dud11., en que sentiría su
corazón invadido por el terror de la sombra de muer-
te. Pero halló refugio entonces bajo la cruz de Cristo.
e Ciertamente-escribe-es gran cosa para un hom-
bre gozarse en las tribulaciones y tener por sumo
gozo el hallarse en diversas tentaciones. Es fácil cosa
hablar de ello, pero es cosa muy difícil practicarlo.

(1) Hu&' mismo estaba sorprendido por a quella dilaclóni· en una do


sus cartas dice: •En cuanto á la muerte, Dios sabe por qué a retarda,
tanto para mí como para mi amado hermano el Maestro Jerónimo,
que confío morirá santamente y sin tacha; y sé también que él sufre
ahora más valerosamente que yo mismo, pobre pecador.•
UN MES DE PAZ 101

Nuestro caudillo mismo, valerosisimo y paciente, sabien-


do que había de resucitar al tercer dia, y que con su
muerte había de vencer á sus enemigos y redimir á sus
elegidos, fué, sin embargo, afligido en su espíritu, y dijo:
«Triste está mi alma hasta la muerte•; y el Evangelio
nos dice que El comenzó á entristecerse y angustiarse
en gran manera, y que estando en agonía, tuvo que ser
confortado por un ángel, sudando gotas de sangre que
caían hasta la tierra. Y, sin embargo de ser El tan afli-
gido, dijo á sus discípulos: «No se turbe vuest1·o cora-
zón, ni temáis la crueldad de los que os persiguen, por-
que siempre estaré con vosotros.» Por lo cual, sus solda-
dos, poniendo la vista en el Rey do Gloria. pudieron su-
frir grandes conflictos. Pasaron por el fuego y por el
agua y fueron salvados, recibiendo la corona de Dios
nuestro Señor. De esta corona con!ío firmemente que el
Señorme hará participante, con todos aquellos que aman
al Señor Jesucristo, que sufrió por todos, dejándonos
ejemplo para que nosotros sigamos sus pisadas. ¡Oh
misericordiosísimo Cristo, atráenos á nosotros, misera-
bles criaturas, á Ti, porque si Tú no nos atraes, no po-
demos seguirte! ¡Danos un espíritu fuerte para que es-
temos preparados; y que aunque la carne es débil, vaya
tu gracia delante de nosotros, con nosotros y tras nos-
otros, porque sin Ti nada podemos hacer, y mucho me-
nos afrontar una muerte cruel por amor tuyo! ¡Danos un
corazón valeroso, una fe firme, una esperanza inque-
brantable y un amor perfecto, para que podamos dar
nuestra vida paciente y alegremente, por amor de tu
nombre! Amén.»
Su oración fué oída, y poco después surgía de su
corazón esta exclamación: «El Señor es mi luz y mi
salvación; ¿de quién temeré? El Señor es la fortaleza de
mi vida; ¿de quién he de atemorizarme?•; y esta otra:
«El Dios misericordioso ha estado, está y espero estará
conmigo basta el fin.»
Pero este consuelo celestial no excluía el anhelo de
simpatía humana. Pedia el martir á su más querido
102 APLASTADO, PERO VENCEDOR

amigo, Juan de Chlum, que permaneciera con él hasta


el fin. "¡Oh tú el más fiel y bondadoso de los amigos!
Te ruego que me concedas una cosa más, y es que no
te vayas hasta que hayas visto todo consumado.»
Sin embargo, temía que la amistad de Chlum le lle-
vase á. cometer alguna imprudencia, y escribía á sus
OtlOS amigos: .:No permitáis que el barón Juan de
Chlum, el leal caballero, mi mejor y más querido ami-
go, se ponga en peligro por amor á mí... Os lo ruego por
el Señor.»
Las últimas cartas de Huss están llenas de recuer-
dos personales de todos sus amigos. A todos los nombra,
dando á cada uno algún mensaje especial de aliento y
de gratitud por alguna amabilidad recibida de ellos .
e Querido y fiel maestro Christian, el Señor sea conti-
go» (1). cPedro (:M:ladenovitch), queridísimo amigo,
guarda mi abrigo de pieles como recuerdo mío.» Las po-
cas cosas que poseía las repartió entre sus amigos, te-
niendo en cuenta los gustos de cada uno de ellos.
La última carta es una serie de snludos y encargos;
lo único que dice de 3Í mismo es: cOs ruego también
que pidáis á Dios por mí, para que me dé su santa gra-
cia; pronto nos encontraremos juntos en su santa pre-
sencia. Amén.»
Hase dicho á menudo que Huss predijo la venida de
Lutero y el amanecer de la Reforma. Pero, como él mis-
mo dijo, no fué profeta, á no ser quo por tal lo tenga-
mos, porque oyó esa voz mística que nos asegura en lo
íntimo de nuestro sér la victoria final de la verdad y
de la justicia, y la manifestación gloriosa de los hijos
de Dios. Esto es todo lo que previó, y era bastante.

(1) E~te era un sacerdote, llamado Christian Prascbo.tlc, quo me·


recia ol Raludo do lluss, porque fué do Praga á Constanza, ponién·
dose on gran riesgo, á pesar de los ruegos de Huss do que no Jo hiciera,
con la esperanza de poder ver por última vez {J. su amigo. A fortuna·
damonto llegó cuando éste estaba preso en el Convento Dominicano,
y, probablemente por la amabilidad do Roberto, conslgnió su propó·
sito. La ontreTlsta fné conmovedora. Praschatic hubo de comparecer
ante el Concllio, ;- fué encMcolado; pero su11 amigos consi&"uieron que
fuera puesto en 11 bertad.
UN MES DE PAZ 103

cTe ruego-escribió á Chlum-que me expliques el


sueño que he tenido anoche. Vi cómo en mi iglesia de
Bethlehem habían venido á borrar y quitar todas las
pinturas de Cristo, y que las quitaron. Al día siguiente
me levanté, y vi que había muchos pintores, que pinta-
ban cuadros más hermosos y mucl10s más que los que
yo había hecho antes. Y los pintores, con mucha gente
que los rodeaba, decían: o:Que vengan ahora los obispos
y los sacerdotes, y nos quiten estas pinturas si pue-
den.» Hecho lo cual, me parecía ver que mucha gente
en Bethlehem se alegraba de ello; y en esto desperté llo-
rando de alegria.»
El mismo explicó después este sueño diciendo: o:No
soy profeta, pero tengo la firme esperanza que la ima-
gen de Cristo que yo he grabado en los corazones de
los hombres en Bethlehem, no será borrada;)" que cuan-
do yo deje esta vida será mucho mejor dibujada, y por
más fuertes predicadores, con gran gozo del pueblo. Y
que yo también, cuando despierte en lu. Resurrección,
me gozaré en ello con gran alegría."
«La medida de nuestra comunión con Cristo está
en el cumplimiento de sus mandamientos», había escri-
to Huss en sus primeros tiempos. Ahora demostró en la
práctica que no et·an para él «penosos» los mandamien-
tos de Cristo, y cumplió aun aquel que dice: o:A.mad á
vuestros enemigos.»
Uno de ellos, Miguel de Causás, no contento con
acusarle falsamente ante el Concilio, puso espías cerca
de su prisión para impedir que se comunicara con sus
amigos, y expresó, oyéndole Huss mismo, su satisfac-
ción de que pronto sería éste quemado vivo. Todos sus
insultos é injurias no provocaron en el preso otras pa-
labras que éstas: «¡Pobre hombre!» Le perdonó, y oró
por él «fervientemen te».
La traición de Paletch, que había sido su amigo ínti-
mo, lo causó dolor más amargo. Estaba muy en termo y
doliente cuando uu día Paletch le visitó en el calabozo
y empezó á reprocharle cruelmente sus pretendidas he-
104 APLASTADO, PERO VENCEDOR

rejfas. Volviéndose hacia él, en un arranque de indigna-


ción, le dijo:-¡Ah, Maestro Paletch!,¿es éste vuestro sa-
ludo? En verdad estáis pecando gravemente. Mirad que
tal vez muera mañana, ó quizá sea quemado vivo cuan-
do me levante de esta enfermedad; y ¿qué gracias pen-
sáis os van á dar en Bohemia por esto que hacéis?
Pero más tarde temió que «pudiera parecer que le
guardaba rencor». Perdonó á Paletch completamente, y
lo demostró de una manera singularísima. Cuando el
Concilio le concedió que pidiera confesor, escogió para
este oficio al mismo Paletch.
Este, como era natural, declinó; pero fué una vez
más á la prisión, no ya para injuriar ni amenazar.-Pa-
letch-le dijo Huss cuando lo vió,-he dicho algunas
cosas que han debido dolerte. Especialmento el lla-
marte cfingidor» y ctramadou. ¿Quieres perdonarme?
Paletch rompió á llorar. Tan pronto como pudo do-
minarse lo bastante para habl ar, empezó á rogar á su
amigo que se retractara para salvar lt~. vida.
Huss le explicó las razones quA tenía para negarse,
diciéndole:-Ponte en mi lugar. Si te pidieran que ab-
juraras de lo que nunca has creído, ó de lo que sabes que
es verdad, ¿lo harías?
-ll[e sería muy dificil-reconoció Paletch.-No sa-
bemos qué más pasó entre los dos. Todo lo que sabemos
es que Paletch salió de la prisión consternado y lloran-
do amargamente (1).
El último día que Huss pasó en la cárcel, el 5 de Ju-
lio, tuvo lugar otra escena de despedida que le conmo-
vió aún más profundamente. Fué sacado del calabozo
al refectorio, para recibir una diputación del Kaiser,
enviada como último recurso para convencerle á fit•mar
unan neva fórmula de retractación, en la cual únicamen ·

(1) En vist~ do 1~ renuncia de Paletch, enviaron~~ Iln~s un conle·


sor, nombrado por el mismo Concilio, un fraile doctor, cuyo nombre
so Ignora. Esto hombre recibió sn confesión con mucha bond~d, y Jo
ab~Solvló al instante, s.in pedirle que so retract~ra y sin imponerle pe
nJtencia alguna. -
UN MES DE PAZ J05

te tenía que abjurar de aquellos artículos que había re-


conocido como suyos. Al entrar en la sala vió cuatro
obispos, miembros del Concilio, y con ellos á Duba y
Chlum. El Kaiser había rogado á aquellos bohemios
que fueran é hicieran lo que pudieran para persuadir á
su compatriota.
Huss pudo á duras penas dominar su emoción cuan-
do Chlum se le acercó y le dijo:
-Querido maestro, yo no soy letrado; no puedo
ayudaros con mi consejo. Vos sabéis si sois ó no culpa-
ble de lo que el Concilio os acusa. Si tenéis conciencia
de haber errado, no vaciléis en reconocerlo. Pero si no,
yo no puedo aconsejaros que pequéis contra vuestra con-
ciencia. No dejéis el sendero de la verdad por temor á
la muerte.
A pesar de su habitual dominio de sí mismo, que tan
duras pruebas había resistido, lluss no pudo contener
sus lágrimas. Comprendió la confianza que su nt5ble
amigo le demostraba al no hacerle un ruego que pudie-
ra aumenta r sus sufrimientos.
-¡Generoso señor, mi noble amigo!-comenzó á de-
cir; pero la emoción ahogó su voz. Cuando se rehizo,
dijo:-Si supiera que había enseñado algún error, lo re-
tractaría humildemente. Dios es testigo. Siempre deseo
que se me :muestren mejores pruebas de la Escritura y
si me las muestran, retractaré lo que he mantenido.
Los obispos, alentados por lo que ellos creyeron un !l.
señal de debilidad, comenzaron á hacerle fuerza.
-¿Queréis ser más sabio que todo el Concilio?- le
preguntaron.
-Yo no quiero ser más sabio que todo el Concilio-
contestó él con mansedumbre.-Dadme, os ruego, uno
de los miembros más pequeños del Concilio para que
me instruya con mejores y más fuertes pruebas de la
Escritura, y me retractaré.
-¡Mirad qué obstinado está en su herejía!-dijeron
los obispos retirándose
Parece ser que no hubo frases de despedida entre
106 APLASTADO, PERO VENCEDOR

los amigos¡ pero indudablemente sus miradas se encon-


traron y se dieron cita para el otro lado de la muerte,
para encontrarse en el reino de Dios.
Las palabras de despedida que Huss no pudo pro-
nunciar, las había escrito poco antes en la soledad de
su prisión, en su última carta á los se:ilores de Bohemia,
sus e bondadosos bienhechores». En ella les da como su
último encargo que sirvan «al Rey Eterno, Cristo el
Seilor. El no despide á ningún siervo fiel, porque ha
dicho: «Donde yo estoy, allí estará mi servidor. » Y el
Seilor hace á cada ttno de sus siervos seilor de t odas
sus posesiones, dándose á Sí mismo á él, y dando con-
sigo mismo todo lo que tiene; para que, sin cansancio
y sin defecto, posea todas las cosas, gozándose en
unión de todos los santos con gozo infinito. ¡Bienaven-
turado el siervo á quien el Se:ilor, en su venida, encon-
trará velando! ¡Bienaventurado aquel siervo que reci-
birá al Rey de Gloria con gozo! Por lo tanto, muy
amados se:ilores y bienhechores míos, servid con reve-
rencia á aquel Rey, que os hará volver con salud á Bo-
hemia ahora, y más adelante os llevará á una eterna
vida de gloria. Adiós, porque pienso que esta será la
última carta que escriba; supongo que mañana seré pu-
rificado en la esperanza de Jesucristo.»
No estaba lejos de las puertas de oro el hombre que
así escribía. Pero la proximidad del cielo no hace á na-
die descuidar una obra humilde de amor, y así lo de-
mostró Huss escribiendo en su carta: cOs ruego que no
tengáis sospechas del fiel Vito.:o

CAPITULO XV

Un mes de lu cha

Entretanto, el anhelante y perplejo corazón de Hu-


b'erto buscaba en vano reposo. Todas sus ideas de lo
bueno y de lo malo, todas las creencias y principios en
UN MES DE LUCHA 107

los cuales descansaba su alma, habían recibido tre-


menda sacudida. Podría haber sufrido ver caer al gran
Concilio de aquella ficticia eminencia en que lo había
colocado su juvenil entusiasmo. Pero lo que más ape-
naba su corazón era el desengaño que el canciller le
había dado, desengaño que él mismo no quería reco-
nocer. ¿Qué no hubiera dado Huberto por encontrar en
su maestro algun movimiento de caridad cristiana, ó
aun de piedad humana, hacia el infortunado preso del
Monasterio Franciscano?
Y, sin embargo, por terrible que fuera para Huber-
to pensar que el canciller estaba en un error, mucho
más terrible era en esto caso creer que tuviera razón.
¿E1·a Dios como El lo había presentado? ¿Trataba Dios
así á sus siervos? Si aquellas aterradoras palabras que
el canciller le había dicho la mañana de la última
audiencia de Juan Huss, eran verdad, entonces Huberto
desesperaba de sor jamás sinceramente religioso. Por-
que siu amor de Dios no hay verdadera religión, y Hu-
berto pensaba que jamás podría amar á Dios, si Dios
era como el canciller lo había descrito.
Huberto había pensado siempre del Hijo de Dios
como Juez más bien que como Salvador. Una sola vez
había vislumbrado, por las palabras del canciller, al
Redentor amante y misericordioso que había pagado
una gran deuda por él. Desde entonces había tratado
de hacer lo justo y de ser honesto y bueno, por amor
al can ciller principalmente; pero también, aunque Ele
una manera vaga, por un motivo más elevado. Si
alguien se lo hubiera preguntado, hubiera dicho en
lenguaje caballeresco, que quería ser leal servidor y
hombre fiel del Señor Jesucristo.
Pero, ¿por qué guardaba silencio el Señor Jesucristo
cuando un hombre inocente, sufriendo cruel injusticia,
apelaba á El? Huberto no dudaba ya de la inocencia del
calumniado hereje. La vida inmaculada de aquel hom-
bre, sus santas y devotas palabras, su noble conducta,
y sobre todo, su intrépida veracidad, habían conquista-
108 APLASTADO, PERO VENCEDOR

do el corazón y la inteligencia de Huberto. Sabía Hu-


berto que aquel hombre estaba afrontando una muerte
horrible por no querer manchar sus labios con una pa-
labra que podría salvarle, con una mentira. Y no lo
hacía por terquedad ú orgullo. Aquel hombre era ama-
ble, paciente, perdonador. ¿Qué fuerza sería la que le
sostenía? ¿Qué suerte esperaría él, cuando sus enemigos
hubieran realizado con él sus deseos? El Concilio le
había condenado; la Iglesia le había maldecido, y Hu-
berto no podía concebir que hubiera consuelo ó auxilio
espiritual para un hombre fuera de la Iglesia. Y, lo que
era peor, Cristo mismo parecía abandonarlo. ¿Vería
aquel hombre, detrás de la muerte, solamente un gran
vacío, una región de tinieblas?
Había hombres en el mundo (Armando se lo había
dicho) que pensaban no haber nada más allá del se-
pulcro. Huberto empezó á revolver este pensamiento en
su mente; y mientras más vueltas le daba, más natural
y probable le parecía. Al principio lo rechazó horrori-
zado; pero poco á poco el horror fué desapareciendo y
el pensamiento quedó. Buscando la paz por extraviados
caminos, su alma iba acercándose á un lugar que pare-
cía ofrecer descanso, pero que era solamente un are-
noso pantano, que ha tragado á muchos viandantes
perdidos . Es un error pensar que la funesta atracción
que ejerce el abismo de la incredulidad es un fenómeno
de nuestro tiempo. La negra duda acerca del «más
allá» es tan antigua como el dolor y la agonía hu-
mana.
Mientras Huberto, sin que ninguno de los que le ro -
deaban se apercibiese de ello, iba hundiéndose en el Pan-
tano de la Desconfianza, la vida de Armando ofrecía
un marcado contraste con la de su hermano. Un día,
paseando con IIuberto por el campo, con una alegría
que no podía ocultar, le comunicó la noticia de que la
damisela Jocelyne había partido un anillo de oro con él.
-Le he jurado ser su fiel servidor hasta la muer-
te- dijo,-y ella acepta mi homenaje. Es verdad que
UN MES DE LUCHA 109

no soy más que un simple escudero, pero el duque me


dará ocasión de probar mi valor y ganar mis espuelas.
Y entonces ... veremos.
No dijo una palabra de aquella sombra del pasado
que mediaba entre su prometida y él. Estaba cultivan-
do, y con buen éxito, la facultad de olvidar; lo cual no
hubiera podido hacer tan fácilmente si hubiera conta-
do la historia á Huberto. Tal vez, pensaba él, era
mejor no habérsela contado. De todos modos, se resintió
algo de ver que Huberto no le felicitaba tan calurosa-
mente como él había esperado. No es fácil para los que
están afligidos y perplejos gozarse con los que se gozan .
.Así fué pasando el tiempo hasta que llegó el día 5
de Julio. Ese día, un ambiente de expectación envolvía
toda la ciudad; la gente formaba grupos en la calle,
donde se hablaba en voz baja con gran interés. En los
alrededores de la catedral se observaba extraordinario
movimiento. Carpinteros y artesanos de otros oficios
iban y venían, con tablones y materiales decorativos.
Eran los preparativos de una solemne sesión general
del Concilio, que iba á celebrarse al día siguiente, con
asistencia del Kaiser, y con toda la pompa y magni-
ficencia que el mundo podía poner á los pies de la
Iglesia.
En las afueras, en aquella p arte del Brühl donde
Huberto presenció el eclipse, también se hacían prepa-
rativos, pero eran de diferente carácter .
.Aquella noche, Huberto recibió órdenes del canci·
ller, por conducto de Charlier, á quien complacía en
alto grado asumir esta posición de superioridad.
-Tenéis que asistir á la sesión de ma:ñana, Maes-
tro Huberto-dijo;-pero no debéis tomar notas, sino
esperar en vnestro sitio basta que se lea la sentencia
del Concilio sobre el asunto de Jean Petit.
Huberto se sorprendió mucho, y así lo dijo, de que
aquel asunto fuera á tratarse en tal ocasión.
Cbarlier tuvo la condescendencia de explicarle que
la vaga y general condenación de las doctrinas de J ean
110 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Petit, que iba á pronunciarse al dia siguiente, era todo


lo que podía esperarse del Concilio; aunque distaba
mucho de ser lo que el can ciller hubiera deseado.
-El duque de Borgoña ha derrochado el oro, y
muchos de los prelados-añadió, encogiendo los hom-
bros, son... en fin, ¿qué queréis, Bohun? Se reparten
aqni todos los días muchos beneficios lucrativos, y hay
que untar bien lQs dedos para que pasen con facilidad.
P ero estas cosas apenan á nuestro buen canciller, Y o,
que soy su pariente, puedo v erlo claramente. Pero, vol-
viendo á nuestro asunto. Lo que tenéis quo hacer es lo
siguiente: tan pronto como se lea el juicio, uno de los
notarios del Concilio os entregará una Gopia. Tenéis
que volver aqui inmediatamente, coger una carta qne
encontraréis en el escritorio de mi señor , cerrarla y la -
eraria, juntamente con el papel que habréis recibido,
dirigir el paquete al Rector de la. Sorbona, y salir á
prisa á cn.sa de Lebrún, el platero francés, enfrente de
la Rhine 'l'hor-Thurm. Un criado suyo de confianza va
á salir para París; y él ha prometido, para complacer
al canciller, que el hombre esperará y llevará consigo
el paquete. Es de g ran inportancia; de modo que habéis
de entregarlo á Lebrún en sus propias manos, y obte-
ner de él un recibo. ¿Comprendéis?
-Lo comprendo bien. ¿Y qué debo hacer si Lebrún
no está en casa?
-Estará. No debéis dar el paquete á nadie más
que á él.
-¿Puedo ver al canciller esta noche?
-No, señor. Nadie puede verlo, ni yo mismo. Esta
noche quiero pasarla en oración y meditación.
lluborto no dijo más. Comprendió que el canciller
quería impedirle que fuera al Brühl al día siguionto;
pero le dolió que tomara aquella precaución para con-
seguirlo.
Aquella noche dos hombres estaban arrodillados on
ferviente oración, probablemente á la vez, y á muy
pocos pasos el uno del otro. Si por alguna extraña oca-
UN MES DE LUCHA 111

sión hubieran podido arrodillarse juntos, hubieran he-


cho un descubrimiento asombroso: hubieran hallado
que la misma fe y la misma esperanza animaban sus
corazones.
-¡Oh divino Jesús, atráenos hacia Til-oraba el
mártir en su calabozo. Menos confiado, tal vez, pero no
menos deseoso de la luz y el gozo de la presencia di-
vina, el gran canciller decía: cHágase la voluntad de
Dios. Si á Elle place, concédame aquí una anticipación
de su dulzura; si El quiere, niégemela; mi corazón
está pronto para lo uno ó para lo otro» (1).
Pero aquellas dos nobles almas no estaban destina-
das á reconocerse aquí en el mundo. Uno de ellos, no
sólo estuvo entre los jueces del otro, sino que aumentó
su aflicción con la severa sentencia con que condenó
aquellos artículos que se habían sometido á su juicio.
-Si vivo-había dicho Juan Huss,-yo contestaré
al canciller de París; si muero, Dios contestará por mí
en el Día del Jwcio.

CAPÍTULO XVI

«Menospreciando la vergüenza»

A la mañana siguiente, antes del amanecer, Huber-


to se levantó y fué á esperar que se abrieran las puer-
tas de la catedral, porque sabía que aquel día habría
una muchedumbre enorme, y la función iba á empezar
con una misa mayor, á las sois da la mañana. Anhe-
laba ardientemente ver y oír una vez más al lhombre
que tan profundamente había agitado su alma.
Entró en la iglesia entre los primeros, y, gracias á
su fuerza y agilidad, pudo encaramarse á una de las
ventanas, desde la cual podía ver perfectamente toda

(1) Del Tratado 1ob1·e ta Oracidn tlptritual, de Gers on.


112 APLA.ST A.DO, PERO VENCEDOR

la ceremonia. Poco después distinguió, entre la gente


que se agolpaba á sus pies, al maestro Ulrico Schoran-
dio, el sacerdote que había casado á Roberto. Le ofreció
la mano y le ayudó á subir á la ventana, en la cual, ..
aunque apretados, pudieron acomodarse los dos.
Podían ver cómodamente toda la catedral. En el
ll! ábside, cerca del altar mayor, había un trono para el
lli
Kaiser y asientos para los príncipes del imperio. Detrás,
11 sillas para los cardenales, arzobispos y otros príncipes
li de la Iglesia, y bancos para los obispos y abades; y,
por último, en tercera categoría, lugares para los doc-
1!
u tores, delegados de las Universidades y ott·os miembros
del Concilio.
Próximamente en el centro de la nave principal se
levantaba un tablado con una mesa ó altar, en el cual
estaban los objetos necesarios para la celebración de
la misa, y un poste, del cual colgaban todas las vesti-
duras canónicas de un sacerdote.
Pensando estaba Huberto para qué sel'fan aque-
llos objetos y vestiduras, cuando comenzaron á entrar
y á tomar asiento los cardenales, obispos y doctores.
Tras ellos entró una muchedumbre de espectadores que
se estrujaban para encontrar sitio. Por fin llegó el
Kaiser con su magnífico séquito.
Schorandio llamó la atención de Huberto hacia el
Elector Palatino, que ocupaba uno de los asientos pró-
ximos al Kaiser; hacía una figura arrogante con su
manto de armiño, su corona de Elector y el globo de
oro con la cruz encima, insignia del Sacro Imperio
Romano.
-La alteza-dijo Schorandio-representa la Potes-
tad civil, á la cual será entregado el hereje para su
ejecución. ¿Iréis al Brühl, por supuesto, para ver el fin?
¡¡; -No haré tal cosa-dijo Huberto estremeciéndose.
-Pues yo pienso ver todo lo que haya que ver.
Pero, callemos, que empieza la misa.
li\ -¡Si no han traído aún al reo!
-¿No conocéis la ley canónica? La presencia. de un

.i
MENOSPRECIANDO LA VERGÜENZA 113

hereje profanaría el Santo Sacrificio. Le hacen esperar


á. la puerta hasta que termine la misa.
Huberto no tomaba parte en oraciones, cuyo valor
había desaparecido para él. Pasaba el tiempo mirando
de un lado á otro y escudrifi.ando los rostros de algunos
de los hombres más notables de aquel tiempo, reunidos
á. la sazón bajo aquellas bóvedas. Había unas pocas
caras nobles, ascéticas,espirituales, como la de Gerson;
muchas caras intelectuales, vivaces; otras que revela-
ban astucia y habilidad; caras de diplomáticos y es-
tadistas; caras benévolas; caras duras, crueles y sen-
suales. Entre éstas so destacaba la del borgofi.ón Pedro
Cauchon, en cuyos ojillos parecía brillar la alegría por
lo que iba á tener lugar pronto. Aquel hombre ha pa-
sado á la Historia con un título de infamia, porque él
fué más tarde aquel obispo de Beauvais, á quien la ino-
cente Juat~.a de Arco elevó este grito lastimero: «Obis-
po, muero por culpa vuestra.»
Por fin terminó la misa, se abrieron las puertas y
entt·ó el preso, custodiado por cuatro hombres armados.
Todos los ojos se fijaron en el hombre que afrontaba
cara á cara á la muerte. Sus pálidas facciones tenían
una expresión firme y resuelta, como la de un soldado
que va á pelear su última batalla, tras la cual sabe que
le espera la victoria y el descanso,
Vestía una larga túnica negra, y bajo ella una so-
tana, cefi.ida al talle por un cinturón, con hebilla de
plata. Llevaba las manos libres, pero los pies estaban
todavía encadenados. Avanzó por el centro de la nave
y se detuvo tranquilo ante sus jueces. Todavía sefi.alan
hoy en el suelo de aquella iglesia el lugar donde des-
cansaron aquellos pies encadenados. La tradición dice
que se conserva siempre blanco y seco, por obscuras y
húmedas que estén las losas que lo rodean. Hay cosas
que conservan su blancura á través de los siglos.
Se le ordenó que subiera al tablado y, habiéndolo
hecho, se arrodilló sobre él en oración silenciosa. Entre-
tanto, el obispo de Lodi ocupó el púlpito, y comenzó á.
8
114 APLASTADO, PERO VENCEDOR

predicar un largo y, en opinión de muchos de los oyen·


tes, elocuente sermón.
Al sermón siguió un acto muy significativo. Leyóse
una. solemne proclama que amenazaba con la pena de
excomunión mayor y dos meses de prisión á cualquie-
ra, del Kaiser abajo, que osara interrumpir, por pala-
bra ó por obra, ó aun por la más leve señal de aplauso
ó desaprobación, los actos de aquella Asamblea, «Con-
vocada por inspiración de Dios».
Levantóse entonces en su lugar el auditor papal, y
demandó la condenación de las obras de Wickliffe, de
las cuales se leyó una larga serie de proposiciones, se-
i'!.aladas como heréticas. Terminado este pesado trámite,
procedió el auditor á pedir la condenación de las obPas
y de la persona de Juan Huss.
Leyó todas las pruebas r ecogidas de las declaracio-
nes y todos los artículos extraídos, fiel ó falsamente,
de sus libros, con la adición de treinta artículos nuevos ,
nunca antes oídos.
El preso pidió permiso para responder.
-Ahora-pensó Huberto-lo sabré todo. Ahora
veré en qué está el secreto de su fortaleza.
Pero, ¿podía creer lo que veía? ¿Sería posible que
se lo negara permiso para hablar?
No; no se equivocabn., porque el preso rogaba una
vez más con las manos levantadas:
-Escuchadme ahora, y después haced conmigo lo
que queráis.
-¡ Calladl-gritaron los cardenales.-Ya os hemos
oído bastante.
Y uno de ellos mandó á los guardas que obligaran
al preso á callar.
-¡Esto es horriblel-se dijo Huberto.-Hablar una
vez antes do morir es un derecho que á nadie se niega.
El acto continuó. Huberto procuraba no escuchar
sino cuando el preso, á pesar de todas las prohibiciones,
lanzaba una breve frase de contestación á las acus&·
ciones formuladas. Uno de los nuevos cartículos» le

1•·

1.:
IV
MENOSPRECIANDO LA VERGÜENZA lló

acusaba, por el testimonio de un cdoctor», de haberse


llamado á sí mismo Persona de la Divinidad.
-¡Nombrad al doctor! ¿Quién ha podido decir tal
cosa de mi?-gritó el acusado con expresión de ho-
rror.
De nuevo presentaron como un crimen su apelación
á Cristo. El, enlazando las manos y elevándolas al cielo,,
dijo:
-¡Mira, oh bendito Jesús, cómo tu Concilio prohibe
lo que Tú mismo has ordenado y practicado! Tú enco-
mendaste tu causa en las manos de tu divimo Padre,
dejándonos ejemplo, para que pudiéramos nosotros re-
currir á El y á Ti. Sí-adadió, dirigiéndose al audi-
toriQ;-he mantenido y mantengo que la apelación más
segura es la que se hace á Aquel que no puede ser so-
bornado ni engañado.
Se le acusó de haber despí'eciado la excomunión
papal.
-No la he despreciado- dijo.-Envié mis procura-
dores á Roma, donde fueron maltratados y encarcela-
dos. Entonces fué cuando determiné, por mi propia vo-
luntad, comparecer ante este Concilio, bajo la promesa
y protección del Emperador aquí presente.
Al decir esto, miró fijamente al Kaiser, el cual se
sonrojó vivamente. Aquel sonrojo no quedó olvidado.
Cien años después, cuando algunos instaban á. Carlos V
para que violara el salvoconducto que había dado á
Lutero, aquel emperador respondió: o:No quiero tener
que sonrojarme como Segismundo.»
Por fin se llegó á la lectura de las dos sentencias:
la primera, condenando sus libros á las llamas; la se-
gunda, entregando su persona al brazo secular. Contra
la. primera protestó; la segunda la escuchó con pacien-
cia., arrodillándose y levantando la vista al cielo. Se le-
vantó cuando terminó la lectura, pero, tras una breve
pausa., se arrodilló otra vez.
- ¡Señor Jesucristo!-exclamó.-Perdona, te ruego,
á todos mis enemigos, por tu gran misericordia. Tú sa.-
116 APLASTADO, PERO VENCEDOR

bes que me han acusado falsamente. ¡Perdóna.los por tu


infinita. piedad!
Huberto podía. apenas contener un sollozo. Pero las
lágrimas que iban á asomar á sus ojos se secaron cuan-
do vió las risas y burlas que acogieron aquella oración.
-M:e voy-dijo.-No puedo sufrir más esto.
Pero Schorandio le detuvo.
-¿Qué vais á hacer? No os vayáis. Ahora viene lo
mejor.
-¿Qué más hay que ver? Ya le han condenado y
sentenciado sin oírle. Se llevará su secreto al sepulcro.
-¿Qué más? La. degradación. No es cosa que se ve
todos los días, aunque Dios sabe que no faltan sacerdo-
tes que la. merezcan.
Ahora. comprendió Huberto el objeto de aquellas
vestiduras sacerdotales preparadas en el tablado. El
mártir, obedeciendo la orden que le dieron, se fué revis-
tiendo de ellas de una manera. revererente y con cier-
ta tristeza, como quien cumple por última vez uñ oficio
que le es querido y familiar.
Así revestido de blanco, y con el cáliz en la mano,
su figura. aparecía. noble y erguida on el tablado. Una.
vez más le exhortaron á que se retractara., y le ofrecie-
ron tratarle con misericordia. si lo hacía. Pero él, volvién·
dose á la multitud, dijo con voz velada por la emoción
al principio, pero que fué robusteciéndose á medida que
hablaba:
-Estos señores y obispos me exhortan á que confie-
se que he errado. Pero aquí estoy en la presencia. de
Dios nuestro Señor, cuyo reproche y el de mi concien-
cia. caerían sobre mi si lo hiciera.. Porque, ¿cómo podría.
yo volver á levantar ni rostro á Dios? ¿Cómo podría
mirar á la cara á las muchedumbres á quienes he ense-
ilado é instruido en su Palabra, si, por causa mía., se
volviesen para. ellos dudosas ó inciertas las cosas que
han tenido como muy verdaderas? No; no ofenderé así
á mis hermanos, por estimar este vil cuerpo más que la.
salud y salvación de ellos.
MENOSPRECIANDO LA VERGDENZA 117

Estas valerosas palabras encendieron la sangre gue-


rrera de Huberto.
El mártir descendió del tablado y fué encaminado
hacia el altar mayor. Pasó cerca de donde estaba Hu-
berto, el cual pudo notar en su rostro el reflejo de una
paz profunda.
Siete obispos habían sido señalados para el acto de
degradarle. El primero, el arzobispo de Milán, se ade-
lantó, y, quitándole de la mano el cáliz, dijo:
-Maldito Judas, que has faltado al pacto de paz,
quitamos de tus manos este cáliz que tú has profa-
nado.
Con el pálido rostro iluminado por una luz que pa-
cía celestial, el mártir respondió:
-Pero yo lo beberé con El hoy, por su gracia, en su
reino.
-¡Cristo le ha oído!- exclamó Huberto exaltado.
-¡Silencio!-dijeron á su alrededor varios especta-
dores, sin apercibirse del sentido de sus palabras.
Un nuevo pensamiento había llenado de esperanza
el alma de Huberto. Aquel hombre, abandonado y mal-
decido de todos, había pasado por encima del Concilio,
de la Iglesia y del Papa, y había puesto su mano en la
mano de Cristo mismo en los cielos. Cristo le había oído,
y de una manera incomprensible, Cristo estaba con él.
Entretanto, proseguía la dolorosa escena. Alba y
manípulo, cíngulo y estola, todas las insignias de su
oficio sacerdotal, le fueron quitadas, cada cosa con es-
peciales maldiciones é injurias.
Por fin llegó el momento de la «violación» de su
tonsura. Surgió, una disputa entre los obispos sobre si
había de hacerse con tijeras ó con navaja de afeitar.
Mientras disputaban acaloradamente, el mártir dijo,
volviéndose á Segismundo:
-¡Mirad, no pueden ponerse de acuerdo ni aun en
su crueldad!
Por fin el defensor de las tijeras venció, y cortaron
el pelo al mártir en forma de cruz.
118 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Huberto se cubrió la cara con las manos, y así con-


tinuaba cuando oyó la voz de Huss que decía:
-¡Por amor de mi Sefior Jesucristo, que llevó por
mí una corona de espinas, llevo con gozo esta corona
de infamia.!
Alzó Huberto los ojos, y vió que habían colocado
al mártir en la cabeza una montera de papel, cubierta
de horribles pinturas de diablos. Huberto veía. en ella.
una diadema de gloria.
Después pronunciaron las últimas palabras de mal-
dición:
-La Iglesia no tiene ya nada que ver contigo. En-
tregamos tu cuerpo al faego y tu alma al diablo.
-En tus manos, Cristo misericordiosísimo, enco-
miendo esta alma que Tú has redimido-dijo el mártir
con los ojos levu.ntados al cielo
-¡Id, tomadle!--dijo Segismundo al Elector Pala-
tino.
Este, dejando á un lado el globo de oro, se adelantó
y recibió el preso de las manos del Concilio. Después
lo entregó á los magistrados de Constanza, que estaban
presentes, diciéndoles:
-Tomad á Juan Huss y quemadle como hereje. No
le quitéis manto, ni cinto, ni zapatos; quemadle tal
como está, con todo lo que tiene puesto.
Más de un siglo después moría, sin sucesión, el des-
cendiente de aquel principe; y decía, en su lecho de
muerte, que sufría el castigo del cielo por lo que su an-
tepasado había hecho al entregar á la muerte al siervo
de Dios. Desde aquel día la maldición divina no se
había apartado de su casa.
IIuberto, con la vista fija aún en el rostro tmnquilo
del mártir, pensó en el Brühl y en lo que pronto iba á.
tener lugar allí. Una densa obscuridad le invadió por
un instante; pero como rayos de sol brillaron en su
alma aquellas palabras: cEl Señor es mi luz y mi sal-
vación; el Señor es la fortaleza de mi vida.,. Ahora las
MENOSPRECIANDO LA VERGÜENZA 119

comprendió, y vió en ellas el csecreto» que había. anhe-


lado oír de los labios del reo.
Así desapareció el mártir de su vista, yendo á la
muerte con paso seguro y rostro gozoso. Tan absorto
estaba Huberto, que apenas notó que el auditor del Con-
cilio se había levantado una vez más, y había empeza-
do á leer un documento en que se hablaba de «distur-
bios de los Estados• y de la «muerte de los tiranos.•
No le pasó por las mientes que aquello pudiera ser
la esperada sentencia sobre el asunto de Juan Petit,
hasta que, terminada la lectura, vió que alguien tra-
taba de llamarle la atención levantando un pliego. Por
:fin hicieron llegar hasta sus manos, por encima de la
gente, aquel pliego, que le volvió á la realidad, recor-
dándole el encargo que había recibido.
-¿Dónde vais?-le preguntó Schorandio al verle
bajarse.
-Tengo un negocio que hacer; pero procuraré estar
á tiempo en el Brühl.
-¿No dijisteis que no pensabais ir?
-Sí; pero he cambiado de parecer. Ahora no tengo
ningún temor por él. Quiero ver su rostro una vez más.
-Esperad un momento y dadme la mano, que yo me
voy también. Quiero llegar á tiempo á la quema de los
libros ante el palacio arzobispal. Quisiera ver qué efec-
to le hace.
Conteniendo un movimiento de indignación, Huber-
to ayudó á Schorandio á bajar. Gracias á sus fuertes
hombros, y á llevar en la mano un papel, lo cual indi-
caba que tenía algún negocio importante que desem-
peñar, la gente le abrió paso á él y á su compañero,
y al fin pudieron salir á la calle.
Detúvose un momento para ver la posición del sol;
dedujo que serian las diez ó las once de la mañana; y
se dirigió á toda prisa á la casa del canciller. Un pen-
samiento llenaba su mente: despachar pronto el encar-
go que tenía., para ir al Brühl á ver cómo ayudaría Dios
á su siervo que en El confiaba.
CAPÍTULO XVII

Una vida salvada

En pocos minutos salió Huberto de la casa del can-


ciller con el sobre sellado; y, buscando las calles menos
frecuentadas, caminaba como un loco, atropellando á.
cuantos encontraba al paso. Nunca en Constanza se
habían visto antes tales muchedumbres en las calles.
Los hombres iban casi todos armados, y por todas par-
tes había pelotones de soldados, además de la guardia
de casi mil hombres encargada de la custodia del preso.
Tales precauciones hicieron concebir á Huberto una
vaga y loca esperanza. ¿Sería que el Kaiser y el Con-
cilio temían que el preso les fuera arrancado de las
manos? ¿Sería posible tal hazaña? ¿Dónde estaban aque-
llos valerosos caballeros bohemios? Si pudiera ponerse
al lado de ellos y dar un golpe de mano en aquella
buena causa, ¡con qué placer pondría su vida en la
empresa!
Podía haber sabido que, en tales circunstancias, el
valor intrépido de un puñado de caballeros hubiera
sido inútil. Lo que no sabía era que el mejor y más
valeroso de aquellos caballeros reprimía aquel día su
corazón indignado por obedecer los consejos de su e que-
rido maestro », que le había dicho: cServid al Señor
Jesucristo pacíficamente en casa.»
Por fin llegó Huberto á la platería donde iba; pero
la encontró cerrada, como la mayor parte de las tien-
das. Parecía también desierta; pero cuando hubo atro-
nado la casa con sus aldabonazos, salió un aprendiz
sofioliento que, abriendo la puerta con cautela, le pre-
guntó qué se le ofrecía.
Huberto dijo que necesitaba ver al maestro Lebrún.
-No puede ser-dijo el muchacho,-porque la
. - - - - - -- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - -- -

UNA VIDA SAL VADA 191

reina-¡mal hayan sus caprichos!-ha tenido la ocu-


rrencia de llamarlo hoy para que le enseñe algunos
brazaletes nuevos de París. Se ha llevado á todos los
oficiales para guardar las joyas, y aquí me han dejado,
desgraciado de mí, guardando la casa, mientras toda
la ciudad está de fiesta.
-Da gracias á Dios, hermano-dijo Huberto,-de
no tomar parte en tal fiesta. ¿Para cuándo esperas á
tu amo?
-Ya debía estar aquí. ¿No podéis dejarme el paquete?
-¡Ojalá pudiera! Pero tengo órdenes terminantes
de entregarlo en sus propias manos. Iré á encontrarle
en el camino.
Cuando llegó Huberto á la cabeza del viejo puente
de madera, vió al orfebre, que iba á caballo y estaba
á la mitad del puente. Un hombre prudente hubiera
esperado allí mismo la llegada del jinete. Pero Huberto
no podía ser prudente aquel día. Se empeñó en abrirse
camino, por medio de una muchedumbre compacta,
para poner el paquete en las manos de Lebrún, y de-
cirle que más tarde volvería á recoger el recibo. Por
fin lo consiguió, no sin recibir algunos palos de los
criados que acompañaban al orfebre, los cuales, al ver
su actitud, le tomaron por un ladrón atrevido.
-¡Cualquiera diría que era cuestión de vida ó
muerte!-dijo Leb1·ún, molestado por tan brusca deten-
ción.-Sí, decid al canciller que cumpliré su encargo
con mucho gusto, pero que no había necesidad de tanto
apresuramiento. :M:i oficial no puede salir hasta maña-
na. Jamás he visto la ciudad así.
-De todos modos, tomad el paquete; luego vol-
veré á buscar el recibo.
Lebrún lo tomó. Su caballo se impacientaba con
las apreturas y el ruido.
-¡Cuidado, buena gente!-dijo el jineto.-¡Cuida-
do, no tengamos algún disgusto!
Huberto se echó á un lado, y al hacerlo sintió crujir
bajo sus pies los tablones del viejo puente. Había una
122 APLASTADO, PERO VENCEDOR

barandilla baja en la cual se apoyó un momento. En


esto un nUlo, vestido de gris, dió un salto y se puso
encima, sin duda para librarse de las apreturas.
-¡Cuidado, que te vas á caerl-exclamó Huberto.
Era demasiado tarde. El niño perdió el equilibrio y
cayó a.l río. Huberto se arrojó al agua, cogió al mu·
chacho por la ropa con una mano, y con la otra se
agarró á uno de los maderos transversales del puente.
El muchacho empezó á revolverse; pero cuando Hu-
harto le dijo que se estuviera quieto, hizo un esfuerzo
para obedecer. Entretanto, el madero al cual Huberto
se había agarrado, que era de madera muy vieja, ce-
dió. Al hundirse en el agua, pudo Huberto echar mano
de otra viga, pero se dislocó el brazo.
-¡Agárrate á mí, criatura, que no puedo soste·
nertel-dijo al niño, con voz velada por el dolor.
El machado lo hizo así, y Huberto pudo con gran
difl.culta'd abrazar la viga con el brazo sano. Impedido
de un brazo, no podía nadar á la orilla con su carga,
ni trepar por el maderamen del puente. Todo lo que
podía hacer era sostenerse y pedir auxilio. Gritó con
todas sus fuerzas, y dijo al niño que gritara también.
Nadie respondió. Moviéndose todos hacia el mismo
sitio, absortos en un mismo propósito, no oían. La co-
rriente era fuerte; la humedad y el musgo hacían muy
resbaladiza la viga; y Hubert.o pasaba unos dolores te-
rribles. Un sudor de angustia cubría su frente. ¿No oiría
nadie? ¿no acudiría nadie en su auxilio? ¿Habría llega-
do la última hora para él y para aquel niño? Procuró
mirar hacia arriba, y pudo ver el azul del cielo y aun
las lejanas cimas nevadas de los Alpes. Las conocidas
palabras del Salterio acudieron á su mente: cAlzaré
los ojos á los montes, de donde vendrá. mi socorro.»
No, no de los montes, sino de más arriba, de Cristo
mismo, lo esperaba el mártir.-Cristo le ha oído á él-
pensó Huberto.-También me oirá á mí. ¡Jesús, Señor
mío, sálvanosl
Iba debilitándose, pero seguía orando. Su cabeza
UNA VIDA SALVADA 123

empezó á extraviarse. Pensaba que se hallaba. en el


Briihl, y aun llegó á confundir su propio dolor con el
dolor que otro sufría. Sin embargo, seguía firmemente
agarrado. Le parecía que había echado mano del mis-
mo Señor Jesucristo, que los salvaría..
De pronto el niño gritó:-¡Maestro!
-¿Qué dices?-contestó Huberto haciendo un es-
fuerzo.
-¡Maestro!-dijo el niño otra vez, en palabras en-
trecortadas.-Nos vamos á ahogar los dos. Mejor es que
se salve uno. Me voy á soltar. No tengo miedo de morir.
Decid á mi padre ...
-¡No, no!-exclamó Huberto, á quien estas pala-
bras habían vuelto en sí por completo.-¡Agárrate,
agárrate! Dios nos oirá.
Después de algunos momentos de silencio, el mu-
chacho exclamó con alegría:
-¡Un bote, un bote!
Huberto oyó como entre sueños el golpear de los
remos en el agua, pero sus ojos estaban anublados; no
veía nada. Un momento después, experimentó una
sensación de descanso; el peso del niño no tiraba ya de
él; comprendió que lo habían salvado. Después oyó una
voz de mujer, casi de niña, que decía:
-¡Oh, Maestro Huberto, no os desmayéis! No esta-
mos para socorreros más que mi hermano Fritz y yo.
-¡No, no! Estoy fuerte-dijo Huberto á quien la
esperanza de salvarse había reanimado algo, y que pro-
curaba encontrar con sus pies el bote. Pronto sintió
que lo tenía ya debajo, pero no se atrevía aún á sol-
tarse de la viga. Los nerviosos brazos de un muchacho
de quince años le prestaron auxilio, y por fin se en-
contró salvo, aunque exhausto, en el bote. El niño, á
quien había salvado, estaba en el otro extremo. El
muchacho Fritz empuñaba. uno de los remos; Nli.nchen,
pues ella. era la joven, el otro. Iban ya hacia la. ori·
lla; pero hasta que llegaron á ella, nadie dijo una pa-
labra.
124 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Entonces el muchacho salvado se levantó, y des-


pués de sacudir sus mojados rizos, dijo á Huberto:
-Doy gracias á Dios, y á vos, señor, por haberme
salvado; pero me temo que os habéis lastimado mucho.
Huberto abrió los aletargados ojos y le miró. Re-
cordó haber visto aquella cara, pero no podía decir
dónde. A Nli.nchen la reconoció muy bien, y murmuró
algunas palabras de gratitud.
-¿Dónde está Roberto?-preguntó, sin pensar lo
que decía. Pero al momento sintió haber hecho la pre-
gunta.
Toda la alegría de haber salvado dos vidas des-
apareció del rostro de Nli.ncben al responder:
-¡Oh, señor! ¡Ya podéis comprender!
Huberto comprendió.
-¿Cuánto tiempo be estado en el agua?
-No mucho tiempo, señor, según pienso; pero no
puedo decir exactamente cuánto. Oí vuestros gritos de
c¡socorro!», porque estaba en la ribera. Corrí á un lado
y á otro para buscar auxilio; pero todos los hombres
que viven cerca de nuestra casa estaban fuera, y los
que viven más allá del puente no me hacían caso. Por
fin encontré á Fritz, y acudimos con el bote. Gracias
á Dios que hemos llegado á tiempo. ¿Queréis venir con
el niño á casa para descansar y cambiar de ropa? Está
muy cerca.
Huberto le dió las gracias, pero dijo que prefería ir
á su alojamiento. Esperaba todavía, aunque no dijo
nada de su propósito, llegar á tiempo al Brühl.
Pero cuando echó pie á tierra, vió que apenas podía
sostenerse.
-¡Maestro Huberto, venid conmigo!-dijo Nli.n-
chen.-Estáis más blanco que el mármol. ¿Dónde os
habéis lastimado?
-En el hombro, pero no es nada.
Con todo, se alegró de poder apoyarse en Fritz y se-
guir á NILnchen, cruzando el paseo de la ribera, al mo-
desto hogar de ella y de Roberto.
UNA VIDA SALVADA 125

Nanchen encaminó á sus huéspedes por una estre-


cha y empinada escalera á una habitación cómoda,
de sencillísimo mobiliario, pero escrupulosamente lim-
pia. En el bogar había fuego y una olla puesta.
Pero la joven no se detuvo aquí, sino que llevó á
Huberto á otro cuarto más pequeño.
-Esta habitación -dijo- pertenece á nuestros
huéspedes, dos sacerdotes ingleses, que han salido, como
todos. Pero ahí tienen abundante ropa, y estoy segura
de que tendrán gusto en que la uséis. Sentaos en la cama,
maestro, y Fritz vendrá á ayudaros, mientras yo me
ocupo del niño en otra parte. ¡Fritz, ven aquí y ayuda
al maestro Huberto!
Con la ayuda de Fritz consiguió Huberto cam-
biar sus empapadas ropas por otras secas; después
volvió con pase vacilante al comedor, y se dejó caer
en el asiento que Nanchen había colocado para él junto
al fuego. Se mareaba y le dolía mucho el brazo. Pero
lo que más sentía era ver fracasado su propósito.
Nli.nchen echó vino en una copa, é iba á dárselo á
Huberto, cuando el niño salvado, que estaba echado
en un banco, vestido con un traje que le venía dema-
siado grande, se levantó, y tomando la copa dijo:
-Permitidme que yo le sirva; él me salvó.
Entonces la presentó á Huberto, diciendo:
-Querido amigo, bebed esto. Os hará bien.
Huberto experimentó esa curiosa impresión que
produce el recuerdo de algo que vemos repetirse en la
misma forma.
-Tú me has dado una copa de vino otra vez. ¿Dón-
de fué? ¿Quién eres?
De pronto, su memoria reprodujo la escena. Esta-
ba en una casa de la calle de San Pablo, esperando á.
los caballeros bohemios.
-¡Ya sé, ya sé! ¡PanetchVaclav, el hijo deChlam!-
exclamó.-¡Abora te conozco! ¡Gracias á Dios, gracias
á Dios que me ha permitido salvar al hijo del amigo
más querido de su siervo!
126 APLASTADO, PERO VENCEDOR

En esto sintió que una niebla obscuria sus ojos;


todo se desvanecía y esfumaba ante su vista. Pero
¡no!, ya volvía á ver claramente. Estaba en la gran
iglesia, llena de gente, y tenía fija la mirada en el ros-
tro tranquilo y gozoso que tanto le había impresionado
aquella mañana. El mártir se volvía hacia él, y con
expresión de agradecimiento le decía: cPor amor de mi
Sefior Jesucristo y de mí has hecho esto., Después no
vió ni pensó nada más. Había perdido el conoci-
miento.

CAPÍTULO XVIII

Coronado

Cuando Huberto recobró el conocimiento, estaba


tendido en un banco. Nanchen, Fritz y Vaclav estaban
á su lado; y también una mujer de más edad, la madre
de Nii.nchen. Rabian acercado el banco adonde estaba
Huberto, y con bastante dificultad lo habían colocado
en él.
Una mezcla de olores fuertes y desagradables indi-
caba que habían procurado hacerle volver en sí por los
varios métodos usados en aquel tiempo, no muy gratos
ni eficaces. Cuando por fin empezó á moverse y abrió
los ojos, NU.nchen murmuró una ferviente exclamación
de «¡Gracias á Dios!•, y le acercó á los labios la copa
de vino. Bebió un poco, y se reanimó.
-¡Bien, bienl-dijo la anciana.-Ahora es cuando
debes darle la sopa que tienes preparada, hija. Pero
poco á. poco.
NU.nchen trajo la sopa en un tazón de esta:ño, tan
limpio que parecía de plata. Pero Huberto rehusó
tomarla.
-No puedo comer ni beber hoy-dijo.
-Lo mismo dijo Roberto esta mafiana antes de
CORONADO 127

salir: cNo te molestes, Nli.nchen, pero no puedo comer


pan hoy basta que no sepa que él está ya comiendo en
el reino de Dios.» Por eso be preparado esta sopa, para
que cuando venga ... Pero ¡cuánto tarda! ¿Cuándo ven-
drá? ¡Ay de mí! ¡Qué día tan largo!
-¿Qué hora es ahora?
-No lo sé, señor. La mayor parte de los días puedo
calcular la hora fácilmente. Pero hoy es diferente de
todos los días. No sé si es medio día ó por la tarde, ó
cerca de la puesta del sol.
-Ya es la puesta del sol-dijo Vaclav, que estaba
asomado á la ventana.-¡Mirad qué rojo está el cielo!
Nancben fué á la ventana, y se volvió pálida y tem-
blorosa.
.
-Ese resplandor no es del sol poniente-dijo.
Huberto se puso en pie, y después, á pesar de su
debilidad y sufrimiento corporal, se arrodilló:
-¡Oh Dios!-oró.-¡Ten misericordia de tu1siervol
¡Acompáñale en su agonía!
Nanchen, su madre y Fritz se arrodillaron con él,
y oraban también. El pequeño Vaclav, junto á la ven-
tana, los miraba con ojos de asombro . Miró otra vez al
cielo; y al ver los cambios de aquel resplandor rojizo,
comprendió lo que pasaba, y lanzó un grito lastimero
que conmovió á todos.
Después se acercó á Huberto, que se había sentado
otra vez, y abrazándole rompió á llorar amargamente.
Todos los demás permanecían callados y sin moverse.
Así pasó algún tiempo. De pronto se oyeron rápidos
pasos en la escalera.
-¡Robertol-exclamó Nli.nchen.
Y todos miraron hacia la puerta.
Entró Roberto, muy pálido, pero con la cabeza er-
guida y los ojos iluminados por una luz extraña. Miró
al grupo, dándose cuenta apenas de la presencia de
Huberto y Vaclav, y después de luchar un momento
para encontrar palabras, dijo tranquilamente:
-¡Ya está con Cristo!
128 APLASTADO, PERO VENCEDOR

- ¿Estuvo Cristo con él hasta el fin?-preguntó


anhelante Huberto.
-Sí; como estuvo el Hijo de Dios con los tres jó-
venes en el horno de fuego.
-¡Ah! pero ahora no ap:tga el ardor del fuego-
dijo Nltnchen sollozando.
-Hace cosas mejores. Pero dejadme que tome alien-
to, y os lo contaré todo. Estuvimos esperando en el
Brühl mucho tiempo, horas y horas, y no venía. Hubo
muchas demoras. Primero, le hicieron pararse delante
del palacio arzobispal para que viera la quema de sus
libros, de la cual se sonrió, porque sabía que no po-
drían arrancar sus palabras de los corazones donde
han entrado.
-¿Quién te contó eso?-preguntó Fritz?
-Uno de los soldados que había estado con él en
todo el camino nos lo contó todo después. Las muche-
dumbres eran tan grandes, que se temió pudiera hun-
dirse el puentecito que hay á la puerta de Gottingen;
y para evitarlo, hicieron pasar á los ochocientos sol-
dados de uno en uno. A la gente no la dejaron pasar de
ningún modo. En esto fueron precavidos, porque tan
noble era el porte del mártir y tan fervientes sus ora-
ciones, que la gente estaba conmovida. IIubo muchos
murmullos y gritos de protesta, porque vieron que
no le acompañaba ningún confesor, favor que no se le
niega ni al más vil criminal. Así que le ofrecieron esta
gracia, llamando al maestro Ulrico Schorandio, que es-
taba cerca. Pero el Maestro Schorandio r ehusó oirle si
no se retractaba, porque decía que cun hereje no puede
administrar ni recibir los sacramentos.»
-El Maestro Schorandio no oirá más confesiones
mías-dijo la madre de Ni!.nchen.-¿Por qué fué tan
despiadado?
-No importaba-dijo Roberto,-no podían hacerle
daño. El estaba orando sin cesar, y cantando salmos.
Al acercarse, le oimos y pudimos recoger estas pala-
bras: cEn tus manos encomiendo mi espíritu. Tú me
CORONADO 129
has redimido, oh Señor Dios de verdad.• Cuando llegó
al quemadero y subió al palo, se arrodilló y oró dicien-
do: cSeñor Jesucristo, ayúdame á sufrir esta muerte
dolorosa é infamante, que, por amor de tu nombre y
de tu Palabra, afronto voluntariamente. Y perdona á
mis enemigos este pecado.• Entonces se levantó y nos
habló.
-¿Le permitieron., por fin, hablar al pueblo?-pre-
guntó Huberto.
-No, maestro. Lo único que le dejaron decir fué
que no moría por herejía ó por error, sino por haber
predicado la verdadera Palabra de Dios. No le dejaron
pronunciar una palabra más; pero me dirigió unas pa-
labras de despedida, que no olvidaré jamás.
-¿Te habló á ti?-preguntó Huberto.-¡Ah, Ro-
berto, cuánto te envidio!
-Nos vió á Jacobo, á Gregorio y á mí, y á los
hombres de las otras prisiones. Pidió á los verdugos que
le dejaran decirnos algo. Y, oh Nlinchen, con el rostro
iluminado de gozo, nos dijo: o:Queridos hermanos (así
nos llamó: «hermanos• ), os doy gracias de todo cora-
zón por las muchas amabilidades que me habéis mos-
tt·ado durante mi largo encarcelamiento. No habéis sido
para mí carceleros, sino hermanos. Sabed que hoy
mismo, según creo firmemente, me gozaré en el cielo
con mi bendito Salvador, por cuyo nombre sufro esta
muerte.»
La emoción ahogó la voz de Roberto.
-Sigue, Roberto-dijo por fin Huberto.
Roberto prosiguió:
-Durante los horribles y largos preparativos, per-
maneció tranquilo é inmóvil, sosteniendo comunión con
Dios en oración. Una vez sonrió, al ver una cadena
vieja y sucia que trajeron para atarle al palo. e Mi
Sal vador-dijo-fué atado por mí con una cadena mu-
cho más cruel, y ¿me avergonzaré yo de ésta? No; la
llevaré gozoso por amor suyo.• Cuando ya todo estaba
preparado, tuvieron que deshacerlo y volver á hacerlo
g
130 APLASTADO, PERO VENCEDOR

otra vez, porque alguien dijo que un hereje no debía


morir de cara al oriente. Lo ataron otra vez mirando
.!i al sol poniente. ¡Mejor! Así daba la espalda á la ciudad
malvada y tenía ante sus ojos el cielo y Jos montes de
Dios. Una vez más le ofrecieron la vida. Dos grandes
príncipes, enviados por el Kaiser mismo, llegaron á
galope al quemadero. El verdugo, que estaba ya con
la tea encendida en la mano, se detuvo mientras ex-
hortaban al mártir, con muchos ruegos, á que se re-
tractara. El les contestó con voz firme: cLlamo á Dios
como tesLigo de que no he enseñado nada contrario á
su verdad, sino que en toda mi predicación, ensefl.anza
y escritos, he procurado apartar á los hombres de sus
pecados, y llevarlos a l reino de Dios. Las verdades que
he enseñado de conformidad con la Palabra de Dios,
las mantend ré y las sellaré ahora con mi muerte.»
Los príncipes se apretaron las manos con gesto ex-
presivo y se retiraron. Vi al verdugo aplicar la tea á la
leña y ... me faltó el valor. Escondí mi cara entre las
manos, pero aun así, pude percibir el siniestro resplan-
dor. A poco, oí una voz clara, valerosa y firme. Miré
otra vez, y vi la paz de Dios en su semblante. «Cristo,
Hijo de Dios, ten misericordia de mi!», dijo dos veces;
cuando iba á decirlo la tercera vez, la llama se alzó y
alcanzó su cara, y no oímos más que las primeras pa-
labras. «¡Cristo, Hijo de Dios ... Por unos momentos, sus
labios se movieron aún en oración. Después inclinó la
cabeza, y su alma voló á Dios
Un largo silencio siguió á la narración de Roberto.
Por fln , la voz de Vaclav le interrumpió:
-Entonces, no fué tan terrible, deepués de todo.
-No fué terrible, por lo que pudimos ver. Lo que
él tuviera que sufrir, yo. lo habrá olvidado ahora con-
templando el rostro de Cristo.
-Nosotros somos los que no lo olvidaremos nunca,
nunca jamds-exclamó Vaclav.
- Ni nuestros hijos y nietos- dijo Roberto.
Huberto pensó en el salmo que el mártir había can-
CORONADO 131

tado en el camino al suplicio, y, sin darse cuenta, repi-


tió en voz alta:
- «¡Cuán grande es tu bien, que has guardado para
los que te temen, que has obrado para los que espe-
ran en ti, delante de los hijos de los hombres!»
Así terminó en la ciudad de Constanza aquel día 6
de Julio, de eterna recordación. Bien dijo el muchacho
Vaclav. Nunca jamás olvidaron los fieles de Bohemia al
santo mártir que por amor de ellos puso su vida tan
voluntariamente. Su nombre bacía viorar las cuerdas
más sensibles del alma. En los palacios de los nobles,
en las cabañas de los campesinos, se conmemoró siem-
pre con amor inextinguible el día de su muerte. Los
guerreros lo guardaron en los campamentos en las vis-
peras de más de una batalla; los mártires (y de ellos
hubo una gran multitud) lo recordaron en su agonía.
La noble ciglesia de los Hermanos Unidos», ó de los
Hermanos Moravos, celebra hoy, después de cinco si-
glos, el día de la muerte de su mártir. En todos los lu-
gares adonde ha llevado el estandarte de la cruz, en
los hielos de Groenlandia y el Labrador, en las selvas
de América y de Australia, en los lazaretos de leprosos
y entre negros, hotentotes y esquimales, los mensaje-
ros de esa Iglesia, que va á la cabeza de todas en la
obra misionera, consagran el día 6 de Julio al recuer-
do del martirio y del triunfo de Juan Huss.
También en su país natal, al cual amó tanto, se ha
mantenido vivo su recuerdo, aunque la luz que él en-
cendió fué casi extinguida en sangre. Todo verdadero
bohemio, cualqui'3ra que sea su credo, ama y reveren-
cia la memoria del mártir bohemio; y el pequeño resi-
duo de fieles sucesores de los que han mantenido la
verdad desde aquellos días basta hoy, consideran el
día de su muerte como el dfa del nacimiento de su
Iglesia (1).

(1} Todos los detalles que se han dado del proceso, condena y mar
tirio de Juan Huss, son rigurosamente históricos; nada se ha ailadldo,
CAPÍTULO XIX

A la puerta

Al anochecer, Roberto llevó á Vaclav á su casa, y


cuando regresó dijo á Huberto:
-Permitidme que examine vuestro brazo, sefior.
Nosotros, los pobres, estamos acostumbrados á curar-
nos cuando sufrimos alguna torcedura ó golpe. Creo
que yo podré arreglar eso tan bien como el primero.
Huberto consintió; aquella noche hubiera accedido
á cualquier cosa que hubiera propuesto Roberto. Este
le lavó el brazo, que estaba muy hinchado, con una
loción refrescante que la madre de Nli.nchen preparó,
vendándolo con sumo cuidado.
Después se sentó al lado del banco en que estaba
tendido Huberto, y pasaron la noche en larga con ver-
sa.ción. Ninguno de los dos pensaba en dormir. Roberto
habló de la abundancia de su corazón, contando la his-
toria de aquellos días que el mártir estuvo preso en el
convento dominicano; y cómo la paciencia, bondad y
santidad de su preso le habían hecho admirarle desde
el primer momento y habían preparado su corazón para
recibir después la enseñanza que había cambiado toda
su vida. Huberto anhelaba saber qué enseñanza era
aquélla, y Roberto, no sólo le comunicó todo lo que ha-
bía atesorado en su memoria, sino que sacó también

aunque mucho ee ha omitido y abreviado. Datos abundantes y fide-


digno,¡ han llegado ha.qta nosotros de fuentes con temporáneas, esp~r
oialmcnte las Jfemortaa de Pedro ?t!ladenovitcb; hubo otros testigos
oculares que Plll!leron por CíjOrito sus impresiones, dando as! material
valioso á los hlstotladores. Debe añadirse que tanto los historiadores
católico romanos como los prot•stante.t, dan testimonio del valor y la
fortaleza del mártir Uno de ellos, Eneas Sylvius Piccolominl, que des-
pués fué Papa con el nombre de Pío U, se dice que fné testl¡o presen-
cial de lo que refiere.
A LA PUERTA 183

de su seguro escondite el tratadito sobre el Padrenues-


tro que Huss babia escrito expresamente para él.
Ni en las ense:fl.anzas orales ni en las escritas había
nada positivamente opuesto al credo de aquel tiempo.
Tal vez Huberto había oído antes, de los labios del
canciller, las mismas grandes verdades que aquella
noche impresionaron su alma por primera vez en toda
su fuerza y majestad como si fueran habladas por una
voz del cielo.
Eran verdades tan antiguas como sencillas. El
amor del Padre divino, no sólo hacia los grandes san-
tos (como Huberto había pensado), sino hacia sus más
humildes criaturas, era claramente explicado. «Padre
nuestro, que estás en los cielos :o-escribía Juan Huss;-
c¡Padre nuestro, poderoso en fortaleza., que eres nues-
tro Creador, y al mismo tiempo nuestro Padr\3, lleno
de amor; Padre nuestro, rico para darnos herencia;
Padre nuestro, misericordioso para redimirnos; Padre
nuestro, fuerte para protegernos; Padre nuestro, siem-
pre pronto á escucharnos! ¡Mirad, mirad qué clase de
Padre tenemos en el cielo!:e (1).
-Y además-dijo Roberto, levantando la vista del
libro,-mirad qué Padre y Amigo estuvo con él para
fortalecerle durante aquellos ocho meses en el solitario
calabozo.
-¡Ah, sí, con él/-dijo Huberto.-Pero nosotros,
con todos nuestros pecados debemos temer y temblar
delante del Dios grande y terrible.
-No, maestro Huberto,-porque Dios está reeonci-
liado con nosotros y perdona nuestros pecados, por
amor de Jesucristo, con sólo que creamos en El y le
sigamos.
-«Mi Señor Jesucristo», fueron sus palabras-
pensó Hnberto,-y Cristo estuvo con él basta el fin.

(1) En esta y otras citas que siguen, no se ha limitado la autora á.


los tratad! tos que Roberto tení~sino que ha usado también extra.ctos
de las obras bohemias de Juan .Hnss.
134 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-¡Oh sefl.or, cómo le amaba! El amor de Cristo era


su misma vida. Quisiera poderos decir cómo hablaba
de El, pero no puedo ... no puedo ... he olvidado las pa-
labras. El maestro Pedro me escribió algunas en ale-
mán, tomadas de un libro suyo. Aquí están: cPor lo
tanto, sigamos á Cristo, escuchémosle á El y pongamos
en El fe, esperanza y amor, y toda obra buena; mirémo-
nos en El como en un espejo, y acer·quémonos á El
cuanto podamos. Oigamos lo que El dice: cYo soy el
camino, y la verdad, y la vida :a; el camino en su
ejflmplo, camino por el cual el hombre que lo siga no
puede errar; la verdad en sus promesas, porque lo que
ha prometido, lo cumplirá flelmonte; la vida en la re-
compensa, porque él se dará á sí mismo para ser gozado
en dicha que nunca acabará. Es también el camino,
porque lleva á la salvación; es lt1. verdad, porque brilla
en el entendimiento de los fieles; y es la. vida eterna.
en la cual todos los elegidos vivirán felices para siem-
pre. A esa vida, y por ese camino y verdad, deseo ir yo
y conducir á otros.»
-Ciertamente Dios le ha. dado el deseo de su cora-
zón-dijo Huberto.-Dios me conceda que yo le siga á
esa vida, y por esa verdad y camino.
-Y á mi también-dijo Roberto.-El solía decir
que quería que conociésemos cal precioso Salvador de
tal modo, que le amáramos con todo el corazón, y á
nuestro prójimo como á nosotros mismos.»
Después de una pausa, afl.adió:
-Pero, á veces pienso: ¿nos tendrán los sacerdo-
tes por herejes y nos excomulgarán?
-¿Por qné?-preguntó Huberto.
-¿Por qué lo han condenado á él?
-Tú mismo lo has dicho antes, Rober·to: sólo por-
que reprochaba sus malas obras. Y, sin embargo-afl.a-
diJ con aire perplejo,-siempre queda. el hecho de que
el canciller lo considera hereje.
Pensó unos momentos, y después dijo con palabras
,que salían de lo más profundo de su corazón:
A LA PUERTA 135

-¡Hereje ó no, desde este día le seguiré. Es decir,


trataré de seguir á Cristo como él le siguió.
Cerca del amanecer se quedó Huberto dormido. Las
campanas que tocaban á misa le despertaron pocas
horas después. Era Domingo. Roberto oraba arrodillado
A su lado, y cuando se levantó dijo:
-Hoy no le pueden tener fuera de la casa de Dios.
- No- contestó Huberto.-Nosotros somos los que
nos quedamos fuera. Y la puerta está cerrada.
- No del todo, maestro Huberto. A mí me parece
como si viera la puerta entreabierta, y por ella, algo
de la gloria.
Huberto se levantó, y dijo que quería ir á casa.
Roberto le trajo su ropa, le ayudó á vestirse y arre-
gló una especie de cabestrillo para el brazo lastimado
que, afortunadamente, era el izquierdo. Huberto le es-
trechó cordialmente la mano, y dándole gracias por su
amabilidad y la de N:tnchen, salió.
Aunque era temprano, había ya mucha gente en la
calle; casi todos tenían aire grave y pensativo, y for-
maban grupos donde se hablaba en voz baja. Uno de
estos grupos se había reunido delante de la puerta
grande de la catedral, y los que lo formaban estaban
mirando un cartel fijado en ella. En esto habían cesado
las campanas, y la misa estaba empezando. Al acercarse
Huberto para entrar, uno del grupo gritó:
- Aquí, por fortuna, viene un escolar. Abridle paso,
amigos. ¿Tendríais la bondad, señor, de leernos lo que
dice aquí?
Huberto leyó el cartel .y tradujo del latín al alemán
las palabras siguientes:
«El Espíritu Santo á los creyentes de Constanza,
salud. Ocupaos de vuestros asuntos . En cuanto á Nós,
teniendo que hacer en otras partes , no podemos quedar
más tiempo en medio de vosotros. Adiós.»
Después de un momento de silencio, un murmullo
confuso se produjo entre los oyentes.
-¿Qué quiere decir eso?-preguntó uno.
186 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-Le. cosa está bien clara- dijo otro.- Donde reina


el diablo, que es asesino, Dios no puede estar.
-¡Cuidado, amigo!- interpuso un tercero.-Lo que
se hace de una manera legal no es asesinato.
-¡Que no es asesinato!-exclamó al primer inter-
locutor.-Si hubierais visto al hombre, como yo lo vi,
camino de la hoguera, y le hubierais oído orar, hu -
bierais jurado que era un devoto católico y un buen
cristiano.
-Pero era un hereje manifiesto.
-Hay muchos que no lo piensan así.
-¡Ah, sí! ¡Sus amigos! Alguno de ellos, sin duda,
ha puesto este cartel escandaloso para burlarse del Con-
cilio.
-No lo creo-dijo Huberto, volviéndose al grupo.-
Ningún verdadero amigo del mártir hubiera querid<>
vengar su causa tomando en vano el santo nombre de
Dios, como se hace en este escrito.
-¡Hermosas palabrasl-dijo un sacerdote francés,
que se unió entonces al grupo.-Especialmente en los
labios del maestro Huberto Bohun. ¡Ah! ¡Os conozco
bien! He estudiado, ó más bien, he hecho el loco, con
vos en la Sorbona, y recuerdo perfectamente una tra-
vesura vuestra de un cartelito. Tal vez queréis ahora
despistarnos, pero sabéis acerca de este cartel más de
lo que os conviene decir.
-¿Yo?-exclamó Huberto asombrado; pero, no cre-
yendo que valía la pena decir más, dejó el grupo para.
entrar en la iglesia.
Los circunstantes se pusieron á favor suyo.
-¡ Callad, señor sacerdote!-dijo uno en tono de
mofa.-El que sospecha de otro, merece que sospe-
chen de él.
-Nada-interpuso un segundo;-que pruebe el sa-
cerdote su acusación, ó que la retire y pida perdón
como un hombre honrado.
-Yo no acuso á nadie ni tengo que retirar nada-
Los cit·cunsl:tntcs se pusicl'on á favol' suyo.
1
1
A LA PUERTA 137

contestó el sacerdote;-pero sé que este joven, aunque


secretario de su excelencia el canciller de París ...
Pero Ruberto no oyó más. Entró en la iglesia, y,
buscando un sitio tranquilo, se arrodilló, sumiéndose
bien pronto en solemnes pensamientos acerca de la
escena del día anterior, y orando fervientemente que
el Dios del mártir fuera su Dios desde entonces y para
siempre.
Cuando salió de la iglesia, emprendió lentamente
el camino á la casa del canciller. Atravesaba la plaza
del Mercado cuando sintió que alguien le tocaba en el
hombro; volviéndose, vió á un guardia de la ciudad
que le dijo que tenía que arrestarlo de orden del burgo-
maestre.
-¿Por qué motivo?-preguntó Huberto sorpren-
dido.
-Habéis sido acusado de «escarnio al Santo Con-
cilio:.- contestó el hombre, muy respetuosamente,
aunque con fi.rmeza.-Os aconsejo que me acompañéis
tranquilamente. Sentiría verme obligado á maniatar á
un escolar como vos.
Sin más palabras, el guardia condujo á Huberto á
la Torre de San Pablo, en la que ahora se llama calle
Jerónima, lo metió en una celda y lo encerró.
Huberto estaba muy sorprendido, pero no alarma-
do. Si «escarnio al Santo Concilio» quisiera decir sentir
el más profundo desprecio hacia el Concilio y todos
sus actos, la acusación sería justa. Pero el Concilio no
podía leer los corazones; y Huberto no recordaba ha-
ber manifestado nunca sus sentimientos sobre este
punto. A no ser (y en esto recordó de pronto las pala-
bras del sacerdote francés) que otros sospecharan que
él fuera el autor del cartel fijado en la puerta de la ca-
tedral; sospecha á la cual darían ciertos visos de pro-
babilidad las travesuras de su vida estudiantil, si es
que había en Constanza alguien que tuviera conoci-
miento de ellas ó que las recordara. ·
Si así fuera, lo sentiria, no por el castigo que pu-
138 APLASTADO, PERO VENCEDOR

diera venirle, sino porque consideraba aquel acto in-


digno de la gloria del mártir.
Pero lo que le dolería en el alma sería que el can-
ciller lo creyera culpable. ¡El canciller! Al pensar en
él se turbó su alma. El dolor, la pasión, el gozo y el
triunfo del día anterior habían llevado á Huberto muy
lejos, mucho más lejos de lo que él imaginó en un prin-
cipio. Ahora, mirando hacia el pasado, á su antiguo
e yo», vió el cambio que había sufrido. ¿Cómo mirarían
aquellos escrutadores ojos del canciller semejante
cambio?
Esta pregunta bacía surgir de su corazón el amor
más fuerte de toda su vida. Desde su infancia hasta que
encontró á su hermano, no babia sabido lo que eran
lazos de familia ni cariño del hogar. Sólo en el canci-
ller había encontrado la sombra del amor y cuidado
paternal; y en el canciller había puesto toda la admira-
ción y el afecto de un discípulo tlel y de un hijo agra-
decido.
No quería reconocer, ni aun para sus adentros,
que en adelante tendría que sostenerse solo, sin ser ya
un mero eco del pensamiento del canciller. Prefería es-
perar, con el ardiente optimismo de la juventud, que lo
que le había conmovido á él tan profundamente habría
influido también en el canciller. ¿Quién podría resistir-
se á tales impresiones?
Aquel día, sin embargo, Huberto no se preocupó
mucho de esto ni de nada. La paz del mártir parecía
extender su manto sobre él. Por primera vez en su vida
experimentó una confianza absoluta en Dios y un amor
filial ha<>ia El. Sabía que estaba en sus manos, y te-
nía paz.
Pasaron las horas, sin que se le hicieran largas ni
penosas. ¡Tantas cosas tenía que pensar y recordar!
Una vez vino un carcelero trayéndole alimento. Y más
de una voz oyó, ó creyó oír, á través de Jos espesos
muros de su prisión, los lamentos de un hómbre á quien
hubiera querido consolar. Ya que no podía hacerlo, oró
A LA PUERTA 139

por él fervientemente; pero hubiera orado con más fer-


vor aún si hubiera sabido que era un hombre para
quien estaba preparándose otra cot·ona de mártir.
Antes de que Huberto se diera cuenta de ello, la luz
del día se había extinguido, y el calabozo se hallaba
sumido en completa obscuridad. Huberto no había dor-
mido apenas las dos noches anteriores; así que esta
noche echóse sobre el montón de paja que le habían
puesto y durmió en paz hasta la mañana.

CAPITULO XX

Lazos rotos

A la mañana un sargento de la guardia de la ciudad


entró en la prisión, y con tono alegre ordenó á Huberto
qne le siguiera.
-Os doy la enhorabuena, señor-dijo,-porque,
según creo, han terminado vuestras penas. ¡Qué bueno
es tener un buen amo que salga á la defensa de uno!
El canciller de París ha hablado por vos, diciendo que
sois escolar de buena reputación y uno de sus familia-
res. A petición suya, vais á ser puesto en sus manos,
para que él os juzgue como crea conveniente. Lo cual
quiere decir que escaparéis con un cno lo hagáis otra
vez», por mera fórmula.
-Tal amabilidad es digna de mi noble señor, que
siempre me ha tratado mejor de lo que merezco-dijo
Huberto, poniéndose la toga y preparándose para se-
guir al sargento.
Este le condujo á la casa del canciller, y allí lo
entregó formalmente en manos rle Charlier, quien lo
recibió en nombre de su señor, dando declaración escrita
de que así lo hacía.
Tan pronto como quedaron solos, Charlicr se volvió
hacia Huberto y le dijo, iracundo:
H.O APLASTADO, PERO VENCEDOR
1

-¡Ah, rebelde y molesto mozalbete! En mal hora


os sacó mi seilor de la prisión de la Sorbona, donde os
habían metido vuestras picardías. ¡Ahora le pagáis des-
honrándole á. los ojos del Concilio y del mundo! Era
poco perder la carta y descuidar el encargo que os ha·
bía dado, por el deseo de ir á ver la quema.. Grave falta.
es verdad; pero poca cosa comparada con esto del car-
tel. Cualquiera diría que lo que os ocurrió en la Sorbo·
na os habría ensefia.do á. no burlaros de vuestros supe-
riores. Pero ciertos hombres no aprenden con nada..
La cosa tendrá al menos un buen resultado. Mi seftor-
os conoce ya, Maestro Bohun; y se acabarán la par-
cialidad y el favoritismo con que os distinguía.
Huberto ardía de indignación al oír esta diatriba;
pero el recuerdo de la paciencia del mártir le dió fuer-
zas para dominarse.
-¿Se dignará. mi señor verme?-preguntó senci-
llamente á Charlier.
-Tal vez lo hará. cuando tenga tiempo, aunque es
más de lo que merecéis.
Pero el canciller no hizo esperar á Huberto, sino
l que lo llamó inmediatamente; y Charlier lo condujo,
como si lo llevara preso, á la presencia de su seftor.
Huberto hizo una profunda. reverencia, y después
miró con tristeza el rostro del canciller, en el cual se
habían acentuado las huellas de la preocupación y de
la tristeza.
En tono severo y pausado dijo Gerson:
-Huberto Bohun, se os acusa de dos faltas; co-
menzaré por la más ligera. ¿Qué ha sido del paquete
que os encomendé el sábado?
Bueno fué para Huberto que Charlier le hubiera
recordado antes el asunto, porque lo tenía tan com-
pletamente olvidado, que, á. no ser por aquel recuer-
do, hubiera vacilado antes de r esponder. Pero ahora.
pudo decir clara y sencillamente:
-Sefior, lo llevé á Lebrún; no estaba en casa; pero
LAZOS ROTOS 141

lo encontré en el puente del Rhin, y le entregué el pa-


quete en su propia mano.
-¿Dónde está el recibo?
-Como tenía prisa, le dije que volvería después á
buscarlo. En esto hice mal, lo reconozco.
-Tenía prisa-interrumpió Charlier-para ir á ver
la quema.
El canciller le echó una mirada que lo hizo callar;
volviéndose á Huberto preguntó:
-¿Por qué no volviste á buscarlo?
--Porque, señor, vi caer un ni:i'ío al río. Procuré
salTarlo, estuvimos mucho tiempo en el agua y me las-
timé. Me llevaron á casa de un ciudadano conocido
mío, y allí pasé la noche. Ayer por la ma:i'íana volvía
á casa, después de oír misa en la catedral, cuando me
arrestaron.
El canciller no pudo disimular la sorpresa que tan
inesperada respuesta le producía.
-Estabas mejor ocupado de lo que pensábamos.
¿Tuviste buen éxito en tu obra de misericordia?
- El ni:i'ío fué salvado-dijo Huberto.
- Creerá todo lo que este joven le cuente-pensó
el exasperado capellán.-Si le dijera que había ma-
tado á los siete campeones de la Cristiandad, sería
capaz de preguntarle por cuál había empezado.
-¿Estás lastimado gravemente?-prosiguió el can-
nciller.
-¡Oh, no, se:i'íor! No es nada.
-Creo que lo consideras como nada en compara-
ción con una vida. Mi carta era importante, pero si la
hubieras perdido por salvar una vida, no te lo hubiera
repr ochado. Estoy dispuesto á perdonar aun la negli·
gencia culpable. Pero si ese cartel que apareció ayer en
la puerta de la catedral es obra tuya, no es á mi á quien
has ofendido.
-Mi se:i'íor, ignoraba la existencia de tal cartel has-
ta el momento en que unos hombres me pidieron que
142 APLASTADO, PERO VENCEDOR

se lo leyera, cuando iba yo á entrar en la iglesia ayer


por la mañana.
Charlier no se pudo contener.
-¿Puedo hablar, seilor?
-Si queréis ... pero sed breve.
-Hace más de un mes, seilor, que Bohun apro-
vecha todas las ocasiones para salir á la defensa del
hereje. Yo mismo le be oído decir que no podía ser que
Jesucristo rigiera ahora la Iglesia, cuando se hacían en
ella cosas como la condenación de aquel hombre.
-Lo dije-interrumpió Huberto.- Pero estaba equi-
vocado. Después he comprendido que tuvo razón el que
dijo que «Cristo reina ahora y siempre, y aunque no
haya Papa no deja de regir su Iglesia».
Esta declaración de fe alegró por un momento al
canciller; pero su gozo se tornó en indignación al notar
que Huberto había citado palabras del hereje.
-¿Tenéis algo más que decir?-preguntó irritado
al capellán.
-Una cosa más,seilor.Lo que Bohun hizo en París ...
me refiero á lo del cartelito ... se os ha olvidado tal vez.
-~fi memoria no me es tan infiel. Porque lo recuer-
do bien, sé cómo he de tratar este asunto. Huberto Bo-
hun, miradme. Si vuestra vista rehuye la mía, será la
primera vez desde que os conozco. Como dijisteis la
verdad en París, la diréis ahora. ¿Habéis hecho esto?
-No, soilor mio.
-¿Habéis tenido arte ó parte en ello de alguna
manera?
-No, señor mío.
llubo una pausa. Después dijo el canciller:
-Lo sabía, hijo mio.
lluborto sintió como si le aliviaran de un gran peso.
-Señor mio, no podía haberlo hecho. Cuando fingí,
hace años, una proclama del rey, lo llamaron traición.
Esto hubiera sido blasfemia. Además, puedo probar mi
inocencia por el testimonio de Roberto, de cuya casa
no salí en toda la noche.
LAZOS ROTOS H.3

-No hace falta. Cuando confío, confío por com-


pleto. Está terminado el asunto, y no volverá á mencio-
narse. Huberto, mañana hay sesión. Asistirás y to-
marás notas para mí.
Haciendo un esfuerzo supremo, Huberto afrontó el
deber que se había impuesto á sí mismo.
- Señor mío-dijo tristemente,-no puedo seguir
tomando notas en el Concilio.
-¿Por qué? ¿Porque han sospechado de ti? ¡Vaya-
un muchacho tonto y orgulloso! ¿No acabo de decirte
que tengo confianza en ti?
- Esa confianza, la bondad con que me habéis tra~
tado siempre, es la que me hace muy difícil hablar. Pero.
no puedo callar. Venga lo que venga, tengo que deciP
lo que siento. No puedo escribir más en el Concilio, por
lo que el Concilio hizo aquí ayer.
Charlier lanzó una exclamación de horror. El can-
ciller se inmutó.
-¿Qué quieres decir? ¿Te atreves á juzgar al Con-
cilio?
-Señor, yo no juzgo á nadie. Pero una cosa sé: que
aquel á quien mataron ayer murió como San Esteban,
y ha ido adonde fué San Esteban. A los que lo mata-
ron, Dios juzgará.
-¡Blasfemial-exclamó Charlier, dando un paso
atrás; pero nadie le hizo caso.
El dolor, el asombro y la indignación se reflejaban
en la mirada del canciller.
-¿Cómo te atreves á hablar así? -preguntó.
-M:e atrevo á todo. Lo que he visto ha sido bas-
tante para quitarme todo temor. He visto que no hay
infamia, ni horror, ni agonía que pueda intimidar ni
dañar al hombre que confía en Dios y se pone de su
parte contra el mundo entero.
-Si esto no es locura desatada, es manifiesta here-
jía-empezó á decir Charlier.
Pero el canciller, con voz airada que muy rara
vez u saba, dijo volviéndose á él:
1« APLASTADO, PERO VENCEDOR
-¡Salid de mi presencial
Charlier salió temblando y jurando al mismo tiempo
vengarse de Hnberto.
Cuando estuvieron solos, Gerson se dirigió á Hnber·
to, con más tristeza que enojo:
-Estás en un lazo del diablo. No es la primera vez
que Satanás se reviste de ángel de luz. Pero que te haya
engañado hasta el punto de hacerte defender la cansa
del hereje, es casi increíble.
-Se:ilor mío, yo no la defiendo; Dios la defenderá.
En sus manos está la causa del mártir.
-¿Márti1·~-dijo el canciller, poniendo en esta sola
palabra toda la fuerza de su ira.-Pero debo tener
paciencia contigo- prosiguió después de hacer un es-
fuerzo para dominarse.-No eres más que un mucha-
cho, un muchacho infatuado é ignorante, y reconozco
que el hombre tenía cualidades que ... Hijo, confundes
la moneda falsa con la buena. ¿No parecía Judas un
hombre devoto? ¿No hizo milagros y echó demonios? ¿No
decía: c¡Señor, Seiior!•?
-Sí; pero nunca he oído que sufriera con paciencia
por amor de su .Maestro, que perdonara á sus enemigos
ni que orara por sus perseguidores.
-Pero has oído aquellas palabras: cAunque entt·e-
gare mi cuerpo para ser quemado, si no tengo caridad
(os decir, la gracia de Dios) para nada me sirve. • El
hombre de que hablas se cerró á sí mismo la puerta de
la gracia. :Murió en la desobediencia á la voz de la
Iglesia, que es la voz de Dios. Sus doctrinas hubieran
sembrado la rebelión y el desorden; ellas y él han sido
condenados justamente. Pero basta de él; ya ha dado
cuenta á su Juez. No quiero oír ni pronunciar su nom-
bt·o, que estoy seguro será siempre maldito entre los
hombres, aunque podía haber sido todo lo contrario,
porque Dios le había concedido nobles dones, si los hu-
biera usado para su gloria. Huberto Bobun, mira por
ti. No dejes la luz y equivoques el camino del cielo. Hn-
berto, Huberto, no te pierdas.
LAZOS ROTOS

-Señor, cuando me habláis así, apenas puedo re-


aistir. Vuestro enojo es más llevadero que vuestra
bondad. Pero es inútil. No veo más que un paso que
debo dar. Tengo que separarme de vos.
- ¿Separarte? Yo no te echo. No, á pesar de tus
insensatas palab1~as.
-Pero yo tengo que irme. Preferiría morir antes
que tener participación ninguna en los actos del Concilio.
-¡Eso no es más que una locura pasajera! ¡Cual-
quiera diría quo et·as cardenal ú obispo! Tu participa-
ción on los actos del Concilio es como la de esta pluma
que tengo en la mano, tan humilde y tan pasiva. El
tiempo y la instrucción disiparán tus engaños. Yo mis·
mo te instruiré en la fe católica con más cuidado que
hasta aquí. Tal vez he sido negligente en el asunto.
Dios me lo perdone. Procuraré remediarlo, no sea que
el enemigo se aproveche para sembrar la cizaña de la
herejía.
-No, mi señor, no. No soy culpable do herejía.
Creo todo lo que se me ha enseñado; solamente que lo
creo de una manera más inteligente que antes. No man-
tengo doctrinas especiales. Lo que hago os protestar de
un crimen. Si yo callara, las piedras clamarían. Y no
puedo protestar de otro modo que negándome á servir
á los que han hecho aquello ó lo han aprobado.
-¡Vete, puesl-dijo el canciller, verdaderamente
indignado por .fin.-Nos separamos, y para siempre.
-Sí, nos separamos -contestó Huberto con tris-
teza.-Pero, por última vez, permitidme que os dé las
gracias por vuestra amabilidad en el pasado, y que os
pida perdón.
-¡No; ni una paln.bra más!-interrumpió áspera-
mente el canciller.
Después de unos momentos de silencio, miró á Hu-
berta otra vez, y dijo con voz temblorosa:
-Huberto Bohun, me has hecho surrir un amargo
desengaño.
-¡Oh, sef!.or m:íol-exclamó Hnberto afl.igido.
1~
1~ APLASTADO,PRRO VENCEDOR
-Eres como todos. La ingratitud es la ley del
mundo; un mundo malo y amargo. ¡Ojalá que acabara.
pronto de tener que sufrirlo! Yo pensé ... yo tuve la de-
bilidad de pensar ... Huberto, yo pensé que me amabas.
-Dios sabe que os amo más que á nadie en el mun-
do-dijo Huberto conmovido, tomando una mano del
canciller y besándola con cariño.-Decid solamente que
no nos despedimos con enojo.
-Nos despedimos con dolor, y nos despedimos para.
siempre-dijo el canciller.-¡Vete,Huberto Bohun, vete,
y que Dios te perdone!
-¡Dios bendiga á mi noble sef!.or, el mejor amigo
que he tenido! ¡Dios conceda á mi señor la bendición
de su paz!
Huberto se retiró triste, y la puerta se cerró tras él.
Si hubiera podido presenciar el dolor del corazón que
allí dejaba, casi se hubiera sentido forzado á volver.
«Dejaos del hombre cuyo aliento está on su nariz:o, se
decía. el canciller. Precisamente en aquellos días había
visto muchas pruebas de la. falsedad, malicia y cruel-
dad de los hombres, y á menudo aquellos á cuyo lado
luchaba le habían herido con dardos más agudos que
los adversarios. Juan Huss no dijo lo que su compañero
Jerónimo de Praga, dijo más tarde á sus jueces: e Con
mi muerte, dejo una espina en vuestros corazones y
un gusano remordedor en vuestras conciencias.:o Pero
el recuerdo de aquella muerte heroica no pudo aban-
donar á los que tuvieron parte en olla, y menos á uno
de los más nobles, como era Gerson. Desde entonces pa-
rece que no disfrutó ni aun la prosperidad terrena.
Todo se fué haciendo más y más triste para él. Como
dijo á menudo, era. «UD peregrino en la tierra :o, sin que
pueda decirse que la plegaria del salmista: eNo escon-
das de mi tus mandamientos :o, le fuera respondida en-
tonces. Lo que sabemos es qua se fué haciendo cada.
vez más doro y amargo, llegando hasta la crueldad.
No son éstos los frutos de un corazón que está en palió
con Dios.
CAPITULO :XXI

Por amor de los vivos y de los muertos

Huberto salió de la casa del canciller sin darse


cuenta de que estaba solo en el mundo, sin amo, sin
hogar y sin amigos. Tales pensamientos vendrían más
tarde. Por entonces solamente sentía el amargo dolor
de separarse del hombre á quien tanto había amado y
reverenciado.
¿Adónde dirigiría sus pasos? No lo sabía; todo le era
indiferente. Por fin le ocurrió ir en busca de su herma-
no para contarle lo ocurrido. Cuando llegaba á la Casa
Borgoñona en el Ros-Garten, se encontró con su her·
mano que salía y acogió su llegada con mucho placer.
-Precisamente ahora iba á buscarte-dijo Arman-
do.-Tengo muchas cosas que contarte. Ven de paseo
conmigo á la ribera.
Aún no habían salido de la ciudad, y ya Armando
había comenzado su relato. La primera parte era difícil
de contar, y deseaba acabar pronto con ella.
-Hay una cosa quo me sucedió en mi temprana
mocedad, y que, por una causa ó por otra, nunca te he
contado, Huberto. Tal vez no fué todo culpa mía. Lo
intenté más de una vez, pero siempre hubo algo que te
impidiera prestarme atención. Y como la historia no era
muy honrosa para mí, con facilidad renunciaba á con-
tarla.
Después, entrando de lleno en el fondo de su histo-
ria, contó á Huberto lo que le había ocurrido, siendo
muchacho, con el encargo del duque, y las consecuen-
cias de aquella falta suya.
148 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Huberto apenas podía aontener su indignación. La


idea de que un gran dolor ó una gran emoción mata
todos los demás, es un error. Lo que sucede á menudo
es que nos hace más sensibles á otro nuevo dolor. ¡De
modo que su alegre y amable hermano, á quien amaba
tanto, le había estado ocnltantlo un secreto! ¡Más aún,
había mantenido nn silencio cobarde, dejando que otros
sufrieran las consecuencias de sus faltas! ¡Después de
perder la confianza en el canciller, tendría quo perder
la confianza en su hermano!
-¡Oh Armando, Armando !-exclamó tristemen-
te¡-¡cómo ha podido obrar así un hijo de nuestra
madre!
Armando se ruborizó, bajó la cabeza y murmuró:
-Ya me temía yo que ibas á decir algo asi.-Des-
pués de una pausa, prosiguió:-Y si á ti temía contár·
telo, ¿cómo se lo iba á decir á la damisela Jocelyne,
que es hermana de Godofredo de Sabrecourt? Considé-
ralo, Huberto, y compadéceme. Reconozco que fui co-
barde, pero la tentación era muy fuerte. Después que
rompimos el anillo entre ella y yo, me ora imposible
decírselo.
-Debías habérselo dicho antes.
-Si lo hubiera hecho, ¿hubiera ella prestado oídos
á mis pretensiones? Después acallé mi conciencia con
la idea de quo, no sabiendo ella nada, á nadie perjudi-
caba mi silencio.
-¿A nadie? A ti mismo. Estabas arruinando tu
propia alma. Yo debí haber comprendido que había
algún entuerto en tu vida-afl.adió Huberto, como re pro·
chándose á sí mismo.
-Supongo-dijo Armando pensati vamente-que tú
podrías haberme movido á remediar mi falta, porque
por ti hubiera hecho cualquier cosa. Pero, después de
todo, no fuiste tú, sino un hombre con quien no he
hablado nunca, el que me hizo declarar la verdad.
Huberto so volvió, asombrado, hacia su hermano,
pudiendo apenas creer lo que acababa do oír.
POR AMOR DE LOS VIVOS Y LOS MUERTOS 149

-Sí-dijo .A.rmando,-lo he confesado todo. Ya no


temo ninguna acusación que pueda venir sobre mí.
-¡He recobrado á mi hermano, gracias á Dios!-
exclamó Huberto, lleno de gozo.-Pero, ¿á quién se lo
has dicho, Armando?
- A quien debía decú·selo, y á quien más me cos-
taba decírselo.
-¿Y ella?
-Fué una mala hora que no me gusta recordar.
Ella dijo que había perdido su confianza en mí; que,
a unque todo el mundo se lo hubiera dicho, no me
hubiera creído falso. «Nunca he sido falso con vos-
r epuse dolorido.- cEl que no es fiel á la verdad, no es
fiel al amor»- dijo ella. En fin, no te voy á decir cómo
rogué y supliqué. Fué en vano. Nos separamos, ella
enojada y yo amargado. Esto fué ayer por la mañana,
en Petershausen, donde habíamos paseado entre las
flores. Allí me quedé todo el día. Por fin se dignó oirme,
y cuando uno es oído, puede decir que está medio per-
donado. Ahora estoy perdonado del todo. Nunca en mi
vida he estado tan contento. Jocelyne es la dama más
noble y más bella por quien desenvainó espada un ca-
ballero.
-Y tú serás digno de ella-- dijo Huberto;-hiciste
bien, muy bien.
-Ahora tenemos qne ser fieles el uno al otro, y es-
perar tiempos mejores.
- Y ¿por qué tiempos mejores?
-¿No ves que una confesión trae otra? Esta ma-
fíana he escrito un relato detallado del asunto al duque
mi señor, y apenas puedo esperar que me retenga á su
servicio, cuando lo sepa todo.
--De todos modos, Armando, mejor estás tú en este
momento que yo.
El sorprendido ahora fué Armando.
-No te entiendo; tú tienes siempre al canciller.
-¿Te acuerdas de una promesa que te hice en
broma., poco después de nuestro primer encuentro?
150 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-¡Vaya si me acuerdo! Que si el canciller cometía


un crimen, especialmente una muerte, dejarías su ser-
vicio y le dirías la razón en su cara.
-¿Y qué piensas de lo que se hizo aquí el sábado?
-Eso es lo que yo iba á preguntarte-repuso viva-
mente Armando.-Te vi en la catedral.
Huberto bajó la cabeza y quedóse un momento
en silencio. Después dijo Mn tristeza:
-Armando, he cumplido mi promesa. No veré más
el rostro del canciller. Le he dicho que aquel á quien
quemaron por hereje, murió como San Esteban, y ha
ido adonde está San Esteban.
-¡Ahora si que digo que no he visto hombre más
valiente que tú! Debías ser caballero, y tal vez lo seas
algún día. Y ¿sabes, Huberto, que pienso lo mismo que
tú en cuanto á aquel hombre? Parecerá extraño, pero
él fué quien me hizo decir la verdad, y arrojar de mí
para siempre la falsedad y la mentira. Jocelyne me
había persuadido á ir á la catedral el sábado, muy con-
tra mi voluntad, porque el asunto me era desagrada-
ble. Estar de pie cinco horas en una iglesia atestada
de gente, oyendo latín, era no pequeña penitencia. Su-
pongo que tú lo entenderías todo; yo, ni una palabra.
Lo que entendí, y no lo olvidaré nunca, fué la mira-
da y el porte de aquel hombre, tan tranquilo y tan
valeroso; su firme renuncia á salvar la vida á cambio
de una palabra que no era verdad. Y él, un pobre sa-
cerdote; mientras que yo, de sangre azul, hijo de un
caballero ... Pero no hay duda de que Dios estaba con
él y le sostenía. Porque eso de que fuera hereje, no lo
creeré nunca, ni mi dama tampoco. Pero, lluberto-
añadió volviendo á su tono familiat·,-¿qué vas á hacer
ahora? ¿qué has determinado?
-No lo sé; ni me preocupa por ahora-contestó
lluberto.
En esto habían vuelto ya á la ciudad, y entraban
por una calle que daba á la ribera del Rhin. Un hom-
bre alto cruzó la calle para venir al encuentro de
POR AMOR DE LOS VIVOS Y L03 MUERTOS 151

ellos. Huberto tuvo tiempo apenas de decir á su her-


mano quién era, cuando Mladenovitch llegó y le es-
trechó la mano cordialmente.
-¡Dios os bendiga, Maestro Huberto!~dijo; -vos
compartís nuestro dolor.
-Y vuestra gloria-contestó Huberto.-Si fu era
bohemio, llevaría hoy muy alta la. cabeza.
-Os he estado buscando-continuó Mladenovitch.
-Me dijeron en casa del canciller que os habíais ido, y
que no sabían adónde.
-Y ¿para qué me necesitabais?
-il'li señor, el caballero de Chlum, me ha dado
un mensaje para vos. Me pidió que os pt·esentara sus
excusas pot· no haberos visitado, pero dijo (perdonad
que repita sus palabras), que o: no quería poner los pies
en esa guarida de asesinos•, refiriéndose á la casa del
canciller.
-Me tendré por muy honrado presentándome al ca-
ballero de Chlum-dijo Huberto; y volviéndose á Ar-
mando le preguntó:-¿Dónde nos encontraremos?
-Ningún sitio mejor que el León de Oro-contestó
Armando.-Puedes recoger tu equipaje de la casa del
canciller y decir que lo lleven allí. Entretanto daré or-
den de que preparen la cena.
-Como gustes-dijo Huberto, volviéndose para
acompañar á Mdalenovitchá casa de Fidelia.
Vaclav salió á encontrarles á la puerta, y echando
los brazos al cuello de Huberto, le abrazó, con tervor ju-
venil. Después, dándole la ma no, lo introdujo en la casa,
y dijo á su padre:
-Padre, aquí está el buen Maestro Huberto, que
me salvó la vida.
Huberto repuso: -Y éste, señor barón, es el valeroso
pequeño caballero, que, pensando que no podríamos
salvarnos los dos, me dijo que lo soltara y me salvara
yo, porque él no tenía miedo de morir.
El afligido rostro del caballero se iluminó con una
sonrisa de orgullo paternal.
152 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-Eso no me lo contaste- dijo á su hijo.


Después, volviéndose á Huberto, dijo:
-Si no hubiera sido por vos, bravo francés, en la
misma hora hubiera yo sufrido dos aflicciones, cual-
quiera do las cuales es bastante para un hombre. ¿Cómo
os mostraré mi gratitud?
-Si me honráis, tomando mi mano, lo consideraría ...
Sin dejarle acabar la frase el buen caballero, tomó
su mano y le dió un cordial apretón. En aquel mo·
mento un caballero joven, hermosamente vestido, se
acercó y dijo:-¿ Es éste vuestro valeroso francés, tío
mio? Presentádmelo.
Huberto reconoció á Latzembock, y al mismo tiempo
vió á Duba, que estaba sentado delante de una mesa,
vestido con una dalmática de seda. También éste se
levantó y dió la mano á Huberto, diciendo:
-No nos hemos olvidado del valet·oso escribano
que nos acompaíló á ver al Kaiser. Por aquello y por
lo que hicisteis anteayer, todos los bohemios que es-
tamos aquí os somos deudores. ¿Cuál es vuestro ape-
llido, Maestro Huberto?
-Mi nombre es Huberto Bohun;mi padre era inglés.
-¿Bobun, Bohun?- repitió Chlum pensativo. -
¿E inglés? ¡Sería curioso que mi padre hubiera sido
amigo del vuestro ! Pero no, vuestro padre debía ser
muy joven entonces. ¿Vive aún, maestro Bohun?
-No, seílor barón; yo perdí á mi padre en la infan-
cia. El había caído prisionero en P rancia , y durante su
cautiverio se casó con mi madre. Apenas sé nada de
él ni de su familia.
-¿Fué él, 6 tué su padre, amigo del maestro Juan
Wicklirte.
-¿En cuanto á mi abuelo, no lo sé. En cuanto á mi
padre, me temo que es verdad. Por lo monos, poseo un
libro que le fué regalado por el hereje.
-Nosott·oslos bohemios no llamamos hereje al maes-
tro \Vickli!fe, aunque tampoco le seguimos en todo-
dijo Chlum amablemente.-Si, tiene que haher sido así.
POR AMOR DE LOS VIVOS Y LOS MUERTOS 153

Mi padre fué á Inglaterra en el cortejo de la reina Anna.,


y allí trabó amistades, que apreció en mucho, y nin -
guna en tanta estima como la del noble caballero, á
quien siempre nombraba con afecto, Sir Simón Bobun.
--Cierto-dijo Huberto con viveza..-Ho oído decir
que mi abuelo se llamaba Simón; mi padre se llamaba
como yo.
-Pues en verdad-dijo Chlom- que, como nieto
del amigo de mi padre y como salvador de la vida de
mi hijo , tenéis un doble derecho á mi amistad.
-Y ¿.cómo ha sucedido que el hijo y el nieto de
buenos caballeros ingleses baya venido á ser escribcl.
del canciller de París?-prcguntó Lazembock.
Huberto prefirió dar una respu('lsta indirecta.
-Ya no soy escriba del canciller-dijo.
-¿Cómo es eso?-preguntaron Duba y Lazembock
á un tiempo.
Huberto se detuvo un momento, y después, vol-
viéndose á Chlum, dijo:
-Vos podéis adivinarlo, señor barón.
-¿Queréis decir-preguntó Chlum -que las sin-
ceras palabras que pronunciasteis en presencia del
Kaiser, hace un mes, os han hecho perder el favor de
vuestro señor?
-No, señor barón; no fué aquello-dijo Huberto.-
Mi señor fué siempre bondadoso y tolerante conmigo.
Pero, ¿cómo podía yo seguir escribiendo en el Concilio,
después de lo que el Concilio hizo aquí el otro día.?
Lazembock y Dul J. lanzaron exclamaciones de
asombro y sorpresa. Chlum fijó sus ojos en Roberto,
como si quisiera leer sus pensamientos, y dijo:
-¿Y por eso es por lo que ya no sois escriba del
canciller?
Roberto asintió.
-Pero, ¿cómo ha llegado el canciller á saber lo que
pensáis del Concilio y de su obra?- preguntó Lazem-
bock.
-Yo se lo dije-contestó Roberto tranquilamente.
154 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-No hay hombre que se contente con una sola.


acción valerosa-dijo Duba.-Pocos se detienen en la
segunda; vos lleváis ya tres, Maestro Huberto, y sabe
Dios que esta tercera es la más valerosa de todas.
Chlum dijo entonces gravemente:
-Confieso que no os entiendo, Maestro Roberto.
Nosotros los bohemios nos lamentamos hoy porque nos
ha sido arrebatado nuestro maestro. •¡Ah, padre mío!
¡Padre mío! ¡Carro de Israel y su gente de á caballo!•,
decimos en nuestro dolor. Pero los hombres de otras
naciones reunidos aquí no nos conocen, como no le co-
nocieron á él. ¿Cómo es que vos, un francés y discí-
pulo de su enemigo, sabéis más quo los demás?
-Sí, eso es Jo que nos admira-interpuso Lazem-
bock,-que vos hagáis todo eso no siendo bohemio.
-No bohemio, pero sí cristiano-contestó Huber ·
to.-Y mejor cristiano que antes, por haberle visto.
Señor barón-añadió, dirigiéndose á Chlum,-estuve
en la iglesia el sábado, y creo que Dios no le ha qui-
tado la copa de la salvación, sino que él la bebe ahora
en su reino.
La emoción no permitió á Chlum contestar. Pero
los otros caballeros hal.Jlaron por él. Jamás recibió un
recién convertido bienvenida más cordial que la que
dieron á ffuberto.
-¡Ved cómo Dios está con nosotros, después de
todo!-dijo otro caballero llamado Leffie, que acababa
de llegar.-Ya está haciendo quo salga fruto de la tum-
ba del mártir.
-¿Su tumba?-repuso Duba.-¿Podemos olvidar
que le ha sido negada aun una tumba? No han dejado
reposar ni aun sus cenizas.
-¿Es cierto?-preguntó IIuberto.
-¿~o lo sabíais? Túnica, cinto y zapatos, todo Jo
que llevaba encima, quedó redncido á cenizas, no fuera
que pudiéramos recobrar algún objeto y conservarlo
como preciosa reliquia. Después recogieron cuidadosa-
mente todas las cenizas y las arrojaron al Rhin.
POR AMOR DE LOS VtVOS Y LOS MUERTOS 155

Chlum, que había estado como abstraído, se volvió


hacia ellos y dijo:
-Ni para ellos, ni para el mundo, ni para nosotros
se han perdido aquellas cenizas. Lo que saldrá de ellas,
Dios sólo lo sabe. Pero no será maldición, sino bendi-
ción. Bendición para Bohomia; cómo y cuándo y en qué
medida, no lo sé. Está escondido en la mano de Dios.
Un criado apareció en esto á la puerta con una.
carta. Pero en lugar de entregarla á su señor , la des-
lizó tm la mano de Vaclav, y se retiraba sigilosamente
cuando Ohlum se apercibió y le llamó.
-Ven aquí, fiel Vito-le dijo.-Delante de estos
caballeros que me oyeron reprenderte, toma mi mano.
Ya. no queda sobre ti la menor sombra de culpa, por-
que una de las últimas cosas que el Maestro Juan ha
escrito ha sido para decirnos que no sospechemos del
fiel Vito.
Vito besó la mano que su señor le extendía, y salió
precipitadamente, conteniendo apenas los sollozos.
Después de unos momentos de silencio, Chlum abrió
la carta, y mientras la leía y la comentaba con los
otros caballeros, Huberto se r etiró á una ventana. Va-
clav se unió á él, como quien se prepara á hacer una
confesión.
-Mi padre dice-comenzó á decir-que hice muy
mal el sábado, y que yo hubiera tenido la culpa si nos
hubiéramos ahogado.
-¿Se ha enojado mucho?
-No; estaba demasiado triste para enojarse. Pero
dijo que yo había hecho muy mal. El me había enviado
el viernes á Petershausen para pasar tres días con Es-
tanislao el polaco. Pero yo quería ver al Maestro Juan
otra vez. ¡Cómo no quererlo, !lfaestro Huberto! Ya sa-
béis cuánto le amábamos todos. cPreflero morir-pen-
sé yo-á dejar de verlo.• Me dijeron que pasaría por
esta calle, y decidí venir aquí. Para que no me cono-
cieran, cambié de traje con un chico artesano. Llegué
hasta el puente, y allí ya sabéis lo que pasó. Cuando
156 APLASTADO, PERO VENCEDOR

vuelva á. casa contaré á mi madre y á Zedenka lo que


hicisteis por mí.
-La dama Zedenka es tu hermana, supongo.
-Sí. Zedenka es mucho mayor que yo. Es la que
cuida de mi. Es muy buena, y sabe muchas cosas. Tuve
un hermanito, Juan, que murió el año pasado cuando
mi padre estaba en Italia. El Maestro Juan vino enton-
ces y nos consoló. ¿Quién nos consolará ahora?
En esto Chlum se acercó á ellos.
-Supongo que ahora volveréis con vuestros pa-
rientes-dijo, dirigiéndose á Huberto.
-No tengo parientes- respondió IIuberto.
-Entonces, ¿qué pensáis hacer, amigo mío?
-Dios lo sabe. Supongo que encontraré otro señor
á. quien servir. Siempre tengo á mano el arma del es-
colar, la pluma.
-Habiendo sido secretario del canciller, probable-
mente tendréis la intención de haceros sacerdote. ¿No
es así, Maestro Huberto?
-En este asunto estoy muy dudoso. Ser un buen
sacerdote sería cosa excelente. Pero si había de ser
como algunos que he conocido aquí, prefiero morir.
Mi padre fué un buen caballero, que luchó por su patria
y por su rey, y yo quisiera haber seguido sus huellas.
-¡Deseo digno de un joven valiente como vos!
Cada uno debe seguir el camino de sus antepasados.
¿Qué diríais si os propusieran cambiar vuestra toga
de escolar por la capa del soldado, y vuestra pluma por
la espada?
-Que lo haría con mucho placer, si tuviera una
capa y una espada, un capitán bajo el cuu.l pelear y
una. causa por la cual luchar.
-Yo puedo proporcionaros la capa y la espada, por
lo menos-dijo sonriendo Chlum.-Y si queréis entrar
como escudero á mi servicio, os prometo adiestraros
do tal modo en los ejercicios caballerescos, que estéis
bien preparado para el capitán y para. la. causa cuan-
do se presenten.
POR AMOR DE LOS VIVOS Y LOS MUERTOS 157

Huberto quedó mudo, no de vacilación, sino de go-


zo y asombro. Nada mejor, ni que se le acercara, podía
haber soñado. Servir á aquel noble caballero, el defen-
sor y mejor amigo del mártir, le parecía la suerte más
dichosa del mundo. Además, así se realizarían los sue-
ños de su niñez. Por fin sería soldado.
Vaclav, tomando su silencio como señal de vaci-
lación, empezó á rogarle:
-¡Venid con nosotros, Maestro Huberto! ¡Decid
que sí, que queréis venir!
Chlum añadió con modestia:
-No quiero forzaros, si hay alguna otra cosa más
conforme con vuestros deseos. Porque, como dije delan-
te del Concilio, soy uno de los barones más pequeños
de Bohemia; no tengo ni grandes Estados, ni riquezas,
ni brillante cortejo. Tengo solamente, como todo caba-
llero bohemio, una regular destreza en los ejercicios de
la caballería, que emplearé muy gustoso en vuestra
instrucción.
-Me tengo por muy afortunado-dijo Huberto con
el rostro brillando de alegría.-El renombre de la ca-
ballería bohemia llena el mundo; y he oído decir á me-
nudo que muchos escuderos y pajes de lejanos países
acuden á Bohemia para aprender. Señor barón, acepto
vuestra oferta con profunda gratitud, y os seré fiel en
adelante con la ayuda de Dios.
Vaclav prorrumpió en exclamaciones de alegría.
-¡Qué bien! ¡Qué bien! Ahora vendréis á Pihel;
conoceréis á mi madre, á mi hermana y á todos. Seréis
como un hermano mayor...
-¡Calma, hijo mío!-dijo el padre con dulzura.-
Hoy debemos hablar bajo, como los que velan el cuer-
po de un sér querido. ¿Has olvidado ... ?
Después, dirigiéndose á Huberto, le dijo:
-Es cosa hecha. Venid con nosotros desde luego;
porque tan pronto como podamos, emprenderemos el
viaje de regreso á Bohemia, sacudiendo de nuestros pies
el polvo de esta ciudad malvada.
CAPÍTULO XXII

Dos arroyos que se separan

Huberto se presentó en la posada del León de Oro,


donde encontró á su hermano, que le esperaba sentado
ante una mesa cubierta de blanco mantel adamasca-
do. Estaba con la cabeza apoyada en la mano; pero al
oir los pasos de Huberto la levantó, animándose su sem-
blante.
-He encargado la cena para las cinco: un pastel
de gamo, almendrada y alguna fruta en dulce, con
una botella del mejor vino que el posadero pueda en-
contrar en su bodega.
-Será un banquete regio-dijo Huberto,- no muy
apropiado á la condición de un pobre escudero y de
un escolar más pobre aún.
-He pensado-replicó Armando-que por una
vez debemos cenar juntos como príncipes, especial-
mente en vísperas de tomar nuestro saco y bordón para
emprender nuestros respectivos caminos como pere-
grinos y vagabundos.
Huberto se acercó, y poniendo la mano en el hom-
bro de su hermano, dijo:
-Ya no soy vagabundo. Dios ha provisto para
mí. El buen caballero de Chlum me ha ofrecido llevar-
me consigo á Bohemia y hacerme su escudero.
-¡Sea enhorabuena!- exclamó Armando entusias-
mado.-llas tenido suerte. De no ser francés, me gus-
taría ser bohemio, porque ya sabes lo que dice el pro-
verbio: cCada soldado bohemio lleva cien diablos en el
cuerpo.»

..
1
DOS ARROYOS QUE SE SEPARAN ló9

-¡Extrafi.o gusto el tuyo!-dijo Huberto sonriendo.


-Bueno, ya sabes lo que quiero decir: que son
excelentes caballeros y soldados. ¿No has oído hablar
del viejo rey de Bohemia, que fué muerto en la batalla
de Crecy? Viejo como era, y ciego, no había guerrero
más bravo que él. Has merecido tu buena fortuna,
porque salvaste al hijo de Chlum.
-Sin saber quién era, ni lo que yo hacía; oí un
grito de terror y acudí en auxilio. Eso fué todo.
-Me gustaría que algún principillo se cayera al
río en momento oportuno para que yo lo salvara. Entre
tantos como hay ahora aquí, alguno podría hacerme
ese favor. Pero, realmente, no soy de compadecer. Un
escudero siempre tiene su espada y su capa . Si mi se·
:flor el duque quisiera prescindir de mis servicios, tengo
motivos para esperar que la reina Barba los aceptaría
gustosa, y así estaría cerca de mi dama.
-No había yo pensado en ese puesto para ti, .Ar-
mando.
-No, ni yo tampoco lo quiero-dijo Armando.-
No tendría ocasión de buena lucha; y eso es lo que de-
sea todo escudero que tiene que abrirse camino con la
punta de la espada. Ademáo, DO me gustan los modales
de la corte. Bastante siento ten er que dejar allí á mi
dama; pero sé que á ella DO la daña la corte. Ella es
como un rayo de sol, que pasa por todo lugar sin con-
taminarse. ¡Pero un pecador como yo! Para no hablar
de otras cosas abominables, que un caballero de tan
noble dama debe aborrecer, el otro día tuve una reyerta
con un gentilhombre húngaro que me encolerizó con
sus blasfemias. Los sacerdotes y los prelados serán tan
malos como él dice, y en verdad creo que lo son. Pero,
de todos modos, todos los hombres buenos creen en Dios
y procuran servirle, y yo también quiero hacerlo.
-Cierto-dijo lluberto,-y yo diría que los caba-
lleros y los escuderos pueden servirle tan bien como
los eclesiásticos y los escolares.
-Mejor que muchos eclesiásticos-dijo Armando.
l60 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Después de una pausa, durante la cual parecía me-


.ditar profundamente, expresó el resultado de sus medi·
taciones diciendo:
-Todo hombre tiene que luchar, do una manera 6
de otra; ó si no, es un cobarde, y se hunde, despreciado
de Dios y de los hombres. Hornos visto á un eclesiás·
tico luchando contra la falsedad y la mentira, con más
~alor que el mejor soldado que cae en combato desea ·
perado. El creía en Dios con todo su co1·azón, y en Cris-
to nuestro Señor, y esto es Jo que yo quisiera también;
no para ser escolar, ni hereje, ni nada do eso. Pero, ¿qué
es ser hereje, lluberto? Yo diría que el húngaro de ayer
.era más hereje que Juan lluss. No piensos que quiero
dedil· nada malo ó contrario á la fe católica. Lo que
.quiero decir es que me gustaría mantener como 61 la
verdad, la justicia, la causa de Dios, aunque fuera con-
tra todo el mundo.
-¿Malo? ¿contrario á la fe católica?-exclamó Hu-
berto con el rostro iluminado do gozo.-No, hermano;
ahora es cuando estás en la fe; y doy gracias á Dios
por ello.-Después añadió en tono conmoviuo:-El Se-
flor fné su luz y su salvación. La luz brilló y se reflejó
sobre ti, y sobre mí.
-¡Ah! Ya se ve que eras escolar, y siempre tienes
bellas palabras á mano, Hubcrto.
-1\fás bellas palabras que obras-dijo Huberto tris-
temente.-¡Mira qué necio he sido acerca del Concilio,
que creí no podía hacer nada. malo! A posar de todo,
doy gracias á Dios por haber visto la luz, y en ella es-
pero andar, si Dios me ayudu.. Tú también andarás en
ella; y tal vez algún día la luz se refleje sobre otros.
Armando tomó su espada, y levantando el puño á
sus labios, besó reverentemente la cruz, murmurando
algunas palabras que sonaban como un voto solemne.
Apenas babia acabado cuando el posadero entró,
.trayendo un paquete pequeño, pero pesado, sellado y
atado con un cordón de seda, que dió á Huberto.
-¿Sois el Maestro Huberto Bohun?-dijo.- Tengo
DOS ARROYOS QUE SE SEPARAN 161

el encargo de entregaros esto en vuestra propia mano.


F uera está un arca que han traído para vos de la casa
del canciller de París.
Armando e.x:plicó:-Sabía que no te agradaría tener
que volver allá; así que mientras estabas en la calle
de San Pablo, hice una visita á mi señor el canciller, y
encargué á su gente que enviaran lo que fuera tuyo
al León de Oro.
-¿No le viste á él?
-Naturalmente que no. Pero vi á ese reptil de
Charlier, que me dijo que te habías hecho hereje:
Huberto, que estaba abriendo el paquete con un es-
tremecimiento de esperanza, no oyó á Armando que
decía:-Yo le contesté que si él fuera un hombre, le ha-
ría tragar la mentira que había dicho con la punta de
mi espada; pero puesto que era un sacerdote, podía decir
lo que quisiera. ¿Qué tienes ahí, Huberto? ¿Oro?
Así era, en efecto; pero no era aquello lo que Hu-
berta deseaba ver. Habiendo visto que el paquete ve-
nía dirigido de puño y letra del canciller, había surgido
en el corazón de Huberto la loca esperanza de que con-
tuviera a lgún mensaje rle compasión ó de perdón. ¿F.:s-
taría equivocado? Junto á la pequeña pila de coronas
francesas había un papelito doblado. Lo abrió con mano
temblorosa, y leyó en latín estas dos palabras: Aói cito:
cMá.rchate pronto.» Con el rostro cubierto de repentina
palidez,Hubertoapoyó la cabeza en la palma de la mano.
Armando cogió el papelito y lo leyó.
-Un aviso muy significativo-dijo.-No hay duda
de que nuestro amigo Charlier dirá á otros lo que me
dijo á mí. El Concilio es peligroso on estos días; ha pro-
bado sangre, y además está irritado, porque la víctima
ha resultado vencedor. Ni el mismo canciller podría va-
lerte si algún sacerdote traidor ... ¡Santo cielo! ¡La idea
am hace temblar! Vete tan pronto como puedas, Huber-
to. Y, entretanto, pégate á tus bohemios, porque con
ellos nadie se atreve. · ·J.tí.~
Pero Huberto parecía no oír.:se había quedado in-
u
1
162 APLASTADO, PERO VENCEDOR

móvil, con la cabeza baja, mirando a.l oro y á la. hojita


de papel. Las lágrimas asomaban á sus ojos.
Armando le tocó en el hombro.
-¿Tienes miedo, Huberto?-le preguntó con tono
de sorpresa.-No lo creo en ti, mi bravo hermano.
¡Anímate! ¡Alza la vista!
Huberto levantó la cabeza y se sonrió.
-No-dijo,-no tengo miedo; es que me aflige el re-
cuerdo del canciller, cuyo rostro no veré más. En cuanto
á miedo , Armando, be pasado la última noche en la cár-
cel, aunque no te lo había dicho, y nunca me he sentido
más tranquilo ó más cerca de Dios; porque yo también
puedo decir que el Señor es mi luz y mi salvación.
Mucho hablaron los dos hermanos aquella noche.
Sus caminos, que por una breve hora de la vida se
habían unido, iban á separarse de nuevo, tal vez para
siempre. Pero los seis meses que habían pasado juntos
en Constanza habían hecho una impresión en ambos,
que ni el tiempo ni los accidentes de la vida podrían
borrar. Ambos habían experimentado un verdadero
cambio, una. vuelta. de las tinieblas hacia. la. luz. Era
una vuelta nada. más, no un traslado. Cada uno tendrá
que seguir su camino y servir á su época, en medio de
sus errores, ignorancias, supersticiones y eogai'!.os.
De ellos no podría emanciparse uno de los dos her-
manos , por lo menos. Armando sería basta el fin un ca-
ballero de la Edad Media; pero sería un caballero fiel,
puro, leal, compasivo con los pobres y clemente con los
vencidos, sirviendo y honrando en la medida de sus al-
cances al Señor Jesucristo.
A ITuberto, de naturaleza más amplia y profunda,
más difíciles tareas le estaban preparadas. Tendría que
pensar mucho, hacer mucho, sufrir mucho. Tal vez es-
taba destinado á seguir las huellas del Reformador y é.
respirar el aire de la verdad en climas que el mártir
de Constanza no había. alcanzado. Pero adondequiera.
que su camino le llevara, el Seííor seria su luz y su
salvación y esa luz seguiría hasta el último extremo.
PARTE 11

EN BOHEMIA

CAPÍTULO I

En Leitmeritz

El hermoso sol del verano brillaba en Bohemia so-


bre ondulantes campos de trigo y prados de esmeralda,
atravesados por la rápida corriente del caudaloso Elba.
Verdes colinas, á menudo coronadas 6 circundadas de
árboles, daban variedad al paisaje, y algunas de ellas
sostenían en su cima una sombría torre cuadrada, man-
sión de algún belicoso caballero ó barón. Pero el ob-
jeto central de la escena que atrae nuestras miradas
es la ciudad de Leitmeritz, con sus grises muros y api-
ftadas casas, sus torreones y las agujas de sus iglesias,
que van levantándose en acentuada pendiente desde
las márgenes del Elba hasta el nivel más alto de la
próxima llanura.
Una compañía de jinetes se aproximaba en direc-
ción de una de las puertas, la Puerta de San Miguel.
Llevaba toscos mantos de viaje, provistos de amplias
capuchas, muy útiles á menudo en aquellos tiempos
turbulentos para ocultar el rostro de sus dueños, pero
echadas hacia atrás en esta ocasión, porque los viaje-
ros se encontraban en país amigo. Se encaminaban á
su casa, y estaban ya muy cerca de ella, porque Leitme-
164 APLASTADO, PERO VENCEDOR

ritz, su última parada, distaba solamente dos ó tres


leguas del término de su viaje.
Pero no demostraban en su semblante la alegría de
los que regresan al hogar, especialmente cuando lo ha-
cen tras larga y azarosa ausencia. Su porte era más
bien el de hombres que vuelven tristes, no de una
batalla perdida, sino de una batalla ganada á dema-
siado precio, de un campo donde han caído sus mejo-
res y más bravos compañeros.
La mayor parte de la pequeña compañía eran cria-
dos y acompañantes; pero había tres que eran de
más alto rango. El principal era un caballero alto, de
cabellera cana y rostro pensativo y enérgico. Llevaba

un manto de grana, y montaba un hermoso caballo
negro, al cual guiaba con gracia y destreza. A su
derecha cabalgaba un joven con toga de escolar, y
á su izquierda un agraciado muchacho, de unos doce
años, montado en una vigorosa jaquita.
1
Al acercarse á la puerta el caballero se volvió al es-
colar, y le dijo:
-Habremos de hacer parada aquí y cenar, Maes-
tro Huberto, aunque mis hombres sientan la demora,
como la sentirá también Vacla.v. Pero los caballos ne-
cesitan un descanso, y hay que cuidar de ellos, espe-
cialmente de Rabstein;-y al decir esto, acariciaba la
lustrosa piel del noble bruto que montaba.-Además,
la gente de esta ciudad, en la cual tenemos muchos
amigos, esperará esto de mí.
-Sin duda tenéis razón, señor barón- contestó
Huberto Bohun, conteniendo un suspiro; porque las
nuevas que el caballero de Chlum traía de Constanza
á Bohemia no eran como una canción agradable, sino
como el clamor de la trompa guerrera para todos los
que las es('uchaban; palabras que era penoso pronun-
ciar.
Abrióse la puerta, y entraron el caballero y sus
acompañantes, no sin ser bienvenidos cuando los tran-
seúntes de las estrechas calles reconocieron el rostro y

1··

1
EN LEITMERITZ 165

la figura del caballero. Al ruido de las primeras acla-


maciones, la gente empezó á salir de sus tiendas y sus
casas, para unirse á ellas y dar gracias á Dios con
vivas exclamaciones por el regreso de su buen amigo y
protector, á quien llamaban Pán z. Chlum, 6 Chlumsky,
ó Kepka.
A los ojos de Huberto, extranjero en aquella tierra,
aparecían como una abigarrada mucherlumbre. La ma-
yor parte de ellos vestían muy pobremente, con jubo-
nes de lana burda ó de cuero sin curtir, y á veces con
toscos sayos ceñidos á la cintura por una correa. Pero
había también ciudadanos de mejor condición social,
vestidos con buenos jubones de paño y finas calzas;
había también mujeres, algunas con faldas de vivos co-
lores y corpiños de terciopelo con adornos de plata, y
pañuelos blancos en la cabeza. Casi todos tenían el
cabello negro, la tez morena, el rostro ovalado y la ex-
presión característica de la apasionada raza checa. Las
aclamaciones y saludos eran casi todos en lengua bo-
hemia, aunque de cuando en cuando alguna cordial
bienvenida en alemán llegaba á los oídos de Hu-
berto.
Pero aun las exclamaciones de alegría parecían te-
ner una nota de tristeza. No todas las palabras eran de
bienvenida. Había murmullos de otra clase en la mu-
chedumbre que rodeaba á la compañía de jinetes, au-
mentanrlo á medida que ascendía la empinada calle
que iba de la puerta á la plaza del mercado. Por fin,
el pensamiento que surgía en muchos corazones encon-
tró expresión. Una anciana, encorvada, encanecida y
arrugada, se adelantó, y cogiendo la brida del caballo
de Chlum, dijo con voz aguda y chillona:
-¿Dónde está aquel que te fué encomendado, Kep-
ka? ¡Contesta á Dios y á nosotros! ¿Cómo te atreves á
nnir sin él?
-¿Cómo te atreves tú á insultar á mi padre?-ex-
clamó el muchacho Vaclav, alzando inconscientemente
la mano en que llevaba el látigo.
166 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Chlum le detuvo, é inclinándose hacia la. vieja, res-


pondió gentilmente:
-Madre, consuélate acerca de él. Caminó con Dios,
y Dios se lo llevó consigo.
-Sí, en un carro de fuego, como á Elias-dijo uno
de los circunstantes.-Señor caballero, os rogamos nos
lo contéis todo.
Chlum bajó la cabeza.
-No aquí-dijo otro.-Venid al mercado, buena
gente; dejadlos que puedan moverse; no estorbéis el paso.
Por fin llegaron á la plaza del mercado. Pasaron
por delante de la Casa Consistorial y se detuvieron á
la puerta de la posada principal. Alguien salió inme-
diatamente, trayendo una copa de vino que ofreció á
Chlum, diciéndole en alemán y muy respetuosamente:
-¡Bienvenido seáis, noble Kepka!
Huberto, Vaclav y los acompañantes fueron tam-
bién obsequiados.
Mientras bebían, la muchedumbre fué colocándose
en la plaza, formando una masa apretada, todos con
los rostros vueltos en anhelante expectación hacia.
Chlum. En medio de un silencio sepulcral el caballero
empezó á hablar con voz pausada y triste, pero firme.
Hablaba. como David hubiera hablado, de haber podido
contar cómo había. sido muerto Jonatán en las alturas
de Gilboa..
Huberto no entendía la lengua bohemia; pero obser-
vaba con interés los rostros de los que oían de labios
de Chlum cómo había consumido el fuego en Constanza
la vida más noble que ellos habían conocido.
Muchas veces durante aquel viaje había. hecho lo
mismo en las plazas de otras ciudades bohemias, ó en
las salas de las posadas. En Leitmeritz ocurrió lo mis-
mo que en otras partes. Oyeron el relato con profundo
silencio; si alguien interrumpía con un gemido, le ha.
cían callar en el acto. Pero tan pronto como se pronun-
ció la. última. palabra, toda. la. muchedumbre prorrum-
pió en lamentos y llanto.
EN LEITMERITZ 167

Huberto se fijó especialmente en un muchacho


aprendiz, (}uyo jubón de cuero rozaba con su toga de
escolar. El joven checo, alto y fornido, sollozaba como
un niño de cuatro años, y las lágrimas le bañaban el
rostro. Pero de pronto las enjugó y levantó la vista al
cielo como animada por una enérgica resolución, al par
que sus labios se movían como si estuviera orando.
Huberto se preguntaba qué estaría pensando y dicien-
do aquel joven en su extraña lengua bohemia.
En esto apareció en las gradas de la Casa Consisto-
rial un importante personaje, con túnica orlada de pie-
les y grueso collar de oro, y al parecer exhortó al pue-
blo á que se disolviera tranquilamente. Después se
acercó á Chlum y le saludó con extremada cortesía, in-
clinándose profundamente, sin cubrirse mientras ha-
blaba con él. Después dn un breve coloquio, Chl um se
apeó del caballo y entró en la posada, diciendo a sus
acompañantes que le siguieran.
Así lo hicieron, dejando los caballos al cuidado de
una multitud de ayudantes voluntarios, que se dispu-
taban el privilegio de hacerles este servicio. Poco des·
pnés estaban todos sentados ante una bien provista
mesa, ocupando Chlum, Vaclav y Huberto los puestos
de honor.
Chlum parecía cansado, y acabó pronto de comer.
Reposando su cuerpo sobre el respaldo de la silla, dijo
á Huberto en alemán:
-Ese hombre que habló conmigo á la puerta es el
burgomaestre. Es un alemán, comerciante de paños y
sedería, y muy rico, pero enemigo acél'rimo de nues-
tra causa; aunque ahora ha creído conveniente hablar-
me con amabilidad. Tal vez pensaba que yo iba á. invi-
tarle á cenar, pero no he podido hacerme esta. vio-
lencia.
Huberto había notado la falta do cordialidad en
Cblum hacia aquel personaje, falta que atribuyó al
desprecio que los caballeros solían sentir hacia los co-
merciantes. Por eso no le agradó ver que, acabada la
168 APLASTADO, PERO VENCEDOR

cena, el aparatoso burgomaestre entró en la sala, y con


fingida humildad, que pugnaba con un aire de impor-
tancia al cual estaba más habituado, se acercó al ca-
ballero y le rogó le concediera el honor de unos minu-
tos de conversación.
-Estoy dispuesto á escucharos, sef!.or burgomaes-
tre-dijo Chlum, con la expresión forzada de un hom-
bre cortés que procura portarse bien con una persona
que le es desagrabable.
Un criado trajo un taburete, que el burgomaestre
declinó ocupar hasta que Cblum le rogó formalmente
que tomara asiento. Entonces, sacando de la amplia
manga una carta abierta, se la presentó á Chlum.
-He tenido el honor de recibir esta carta de vues-
tra noble sef!.ora en Pichel-dijo.
-Creo-contestó el caballero-que no tratará de
asuntos que me conciernan. Sin duda se referirá á
telas ú objetos para las damas.
-Perdonadme, señor caballero, que me atreva á
deciros que se refiere á muy diferente materia. Condes-
cended á hojearla y veréis por vos mismo. Sólo me per-
mitit·é observaros que vuestr·a señora se ha dignado
agraciamos á mí y á los míos con un honor que esta·
mos muy lejos de merecer y por el cual quedaremos
eternamente agradecidos.
Cblum parecía muy sorprendido, por no decir mo·
lestado; pero no rehusó ya tomar la carta. La leyó lenta
y cuidadosamente. Estaba escrita en primorosa letra y
en buen alemán.
El burgomaestre se impacientaba con el silencio de
Chlum.
-Como veis, sef!.or caballero-dijo,-vuestra noble
sef!.ora ha tenido la inmensa bondad de ofrecer á mi
hija un lugar en vuestra ilustre casa. Esta carta, de su
puño y letra, declara sus generosos propósitos.
-Es do pufto y letra de mi bija-dijo el caballe-
ro.-Pero tenéis razón. Mi sef!.ora desea recibir á vues-
tra hijtl. como doncella de honor. Los deseos de mi se-
EN LEITMERITZ 169
:ilora son ley para mi, y lo que place á mi señora me
plac~ á mí. Por esta misma razón no hay necesidad de
que el asunto se traiga á mi consideración.
-Pero, perdonadme, sellor caballero; vuestra seño-
ra ha tenido la bondad de proponer que la doncella
vaya á Pihel bajo vuestra custodia.
Chlum miró otra vez la carta, y no pudo negarlo,
aunque aquella proposición aumentaba la molestia que
el asunto le producía.
-Pero seguramente la doncella no está prepara-
da-observó Chlum.-Enviaremos á buscarla en otra
ocasión, porque ahora tenemos prisa para llegar á casa,
y debemos partir inmediatamente.
-La doncella tiene hechos todos sus preparativos,
y puede ir con vos, porque esperábamos vuestra llega-
da para hoy.
Chlum dejó escapar un sonido inarticulado, cuyo
sentido sólo él entendía.
-Muy bien, señor burgomaestre-dijo.-Como he
observado, lo que place á mi sellora me place á mí. Po-
ned la doncella á caballo tan pronto como podáis; y si
no le damos el debido y honorable cuidado, será la pri-
mera doncella con quien la casa de Chlum haya dejado
de cumplir los deberes de la caballería.
-Lo creo bien, señor caballero-dijo el burgo-
maestre, haciendo una profunda reverencia; y se retiró
para disponer á su hija para el viaje.
Tan pronto como se hubo marchado, Vaclav se vol-
vió á su padre, y dijo con tono de gran molestia:
-Los santos sabrán qué idea le ha dado á mi señora
madre para tomar por doncella de honor y compañera
de mi hermana á la hija de un alemán, un comerciante
engallador que vende pafio y sedas al doble de su va-
lor. Además, todos saben que el viejo Peichler es un
acérrimo papista y aborrecedor de todo lo bueno.
-¡Silencio, hijo míol-interrumpió Chlum, aunque
á la verdad él no parecía menos disgustado que su
hijo.-No podemos dudar por un momento de que tu
1
170 APLASTADO, PERO VENCEDOR

madre tendrá alguna buena razón para obrar así. Ella.


tiene siempre excelentes razones para todo lo que hace.
Déjate guiar siempre por sus consejos. Vaclav.
-No me agrada de que Zedenka tenga por compa-
:dera una joven alemana que le hable siempre en ale-
mán-dijo gruñendo Vaclav.-En Pihel todos tienen
que hablar en checo. ¡Pihel, Pihell ¡Dentro de dos ó tres
horas, en Pihell-exclamó cambiando de entonación.-
¡Hurra! ¡A montar! ¡A montar! Se nos hará de noche á
la mitad del camino, si no nos apresuramos.
Cuando la compañía estaba á la puerta de la posa-
da, ya dispuesta á partir, el mismo aprendiz que había
atraído la atención de Huberto vino guiando un caba-
llo ensillado con una silla de señora, y deteniéndose á
la puerta de una casa contigua, llamó con los nudillos.
La. puerta se abrió. Huberto esperaba ver una vez
más al burgomaestre, pero no fué así. En el portal apa-
recieron dos mujeres, ó más bien una mujer y una niña.
La mujer, que parecía de rango inferior, abrazaba apa-
sionadamente á la niña, y ambas lloraban amarga-
mente. Unas palabras del aprendiz les hicieron poner
fin á su despedida. La mujer besó á la niña repetidas
veces, y la acompañó á la puerta, donde, después de un
último beso y de algunas palabras cariñosas, le echó el
capuchón sobre el rostro, de tal modo, que casi lo ocul-
taba por completo. El aprendiz dió entonces la mano á
la hija de su amo, y la ayudó á montar, lo que hizo
con no poca dificultad.
Chlum, á. pesar de sus prejuicios, la miró con com-
pasión.
-No temáis nada, hermosa doncella-dijo;-os cui·
daremos bien.-Y después dijo á uno de sus acompa-
flantes:-Clodek, lleva. de las riendas el caballo de la
doncella, que sin duda no está acostumbrada. á cabalgar.
Clodek obedeció, y partieron á buen paso, porque
todos ansiaban llegar al término de su viaje. Pero el
aprendiz seguía. eorriendo junto al caballo de la don-
cella. al paso de los jinetes, sin esfuerzo al parecer.
EN LEITMERITZ 171
-Eres un valiente muchacho-le dijo Clodek admi-
rado, después de un buen rato de trote.-Ya puedes
volverte á casa de tu amo. Has cumplido con creces tu
deber. Ya ves que la doncella va segura y bien aten-
dida.
Pero el aprendiz sacudió la cabeza.
-No dejaré á la damita. Aninka hasta que no la vea.
en Pihel-dijo.-Nosotros los muchachos aprendices sa-
bemos lo que nos corresponde hacer tan bien como vos-
otros los hombres de lanza y arco.
Entretanto, Chlum estaba hablando seriamente con
Vaclav, aprovechando la ocasión de que Huberto se
había quedado algo atrás. Ultimamente había tomado
la costumbre de hablar con el muchacho como hubiera
hablado con una persona de más edad.
- No es solamente por ser alemana, y tal vez pa-
pista, por lo que siento llevar esta doncella á Pibe!, ó
más bien-añadió corrigiéndose á sí mismo-lo sentiría
si no fuera por las buenas razones que sin duda han
movido á tu madre para recibil'la. Hay otra razón, que
ya tienes edad de comprender, pero de la cual no podía
yo hablar delante del Maestro Huberto.
-Podríais, en checo-dijo Vaclav.
-Eso no sería cortés. Además, el Maestro Huberto
está aprendiendo r ápidamente nuestra lengua, y muy
pronto entenderá todo lo quo se diga. Debemos cuidar
de no hacerle saber que nuestra situación es tan difí-
cil, que aun el aumento de una per sona en nuestra fa-
milia es cosa poco deseable .
-¿Por temor de que él no se crea bienvenido? Pero
¿cómo podía creer tal cosa, padre mío? El rey y el
Kaiser se alegrarían de tener á nuestro Huberto, si le
conocieran. ¿No pensáis así, mi señor padre?
-Yo quiero tanto al Maestro Huberto como tú, hijo
mío. Si me hubiera agradado menos, no le hubiera
ofrecido que viniera con nosotros. Pero creo que no tie-
ne el corazón puesto en las riquezas y gloria del mun-
do. Y espero que tú tampoco, Vaclav, porque eres hijo
172 APLASTADO, PERO VENCEDOR

de un caballero pobre, y probablemente heredarás un


estado muy empobrecido.
-Padre mío, apenas os entiendo-dijo Vaclav con-
tundido.-No somos pobres; somos ricos. Tenemos mu-
chas tierras: Pibe! y Janovitch, y Kashinbock, Pal-
moky y Palkovany y no sé cnanttts más. Nunca nos ha
faltado alimento y vestido, como á los mendigos y á los
t; pobres escolares que van cantando por las calles. So-
mos nobles.
-¿No comprendes, hijo mio, que por muy grande
que sea la bolsa de un hombre, si debe más de lo que
tiene, ea pobre? Sí, somos nobles; pero eso no siempre
quiere decir que se tengan muchas tierras y castillos, y
oro y plata. Quiere decir que se ha tenido antepasados
leales y valerosos en batalla, corteses y gentiles. Nada
puede robarnos eso. Pero hay muchas cosas que pueden
robarnos tierras y castillos. Mis asuntos han estado tan
revueltos desde la muerte de tu abuelo, que apenas sé
lo que es mío y lo que es de tus tíos. Pero no es eso lo
que me hace pobre. Vaclav, yo llevé á Constanza todo
el dinero que pude allegar; y desde allí he pedido más
ú casa una y otra vez. Todo se ha ido, como la nieve
del invierno pasado, pero las deudas quedan y hay
:- que pagarlas. Yo podría decir que fui lleno y vuelvo
vacío, como es también cierto en otro sentido mucho
más elevado.
-¡Con tantos viajes de acá para allá, y cerca de un
afto fuera de casa-dijo Vaclav pensativamente,-y
además la. barca nueva que comprasteis para Rober-
to!-aftadió con la ignorancia propia de los pocos años.
Cblum se sonrió.
-Eso fué una pequeñez-dijo.-¿Qué menos se po-
día hacer por Roberto y por N!l.nchen, que te salvó á
ti y al Maestro Huberto? Y bastante trabajo me costó
que lo aceptaran. No, Vaclav¡ fué por una vida aún
más preciosa que la tuya, por la que derramamos el
dinero como agua en Constanza. Y todo fué en vano.
Pero no me pesa. ¿Y á ti?
EN LEITMERITZ 173

-¡No!-exclamó Vaclav apasionadamente.-¡Nun-


ca! .Aunque hubiéramos dado hasta el último groschen,
y hubiéramos tenido que coger un saco para mendigar
el pan de puerta en puerta.
-¡Bien dicho, hijo! No tendrás que mendigar el
pan, pero tal vez tengas que hacer algo que te parezca
más difícil. Yo había pensado, como sabes, enviarte de
paje al señor de Hussenectch, que se aficionó tanto á ti
en Constanza, cuya casa es una de las mejores en Bo-
hemia, y que te daría una enseñanza en los ejercicios
y deberes de la caballería, que no podría ser aventaja-
da en ninguna corte real. Pero ahora no tengo los re-
cursos para equiparte como á tus camaradas, y no
quiero enviarte á ninguna parte donde te menosprecien
por ser hijo de un pobre. ¿Estarás contento de quedarte
en casa y aprender los deberes de la caballería con-
migo? ¿Estarás contento de pasarte sin armaduras
costosas, sin hermosos corceles, sin trajes de tercio·
pelo y paño de oro, y sin dinero para gastar á tu
antojo?
-No quiero nada de eso-respondió Vaclav con
decisión.-Duba quiere trajes hermosos y joyas, porque
va á casarse, y Lazembock, porque va á la corte. Pero
yo no me casaré, porque os tengo á vos, y á mi ma-
dre, y á Zedenka y al Maestro Huberto; y seguramente
no iré nunca á la corte para servir á Segismundo, que
faltó á su palabra-dijo el muchacho con los ojos re-
lampagueando.
-¿Estás, pues, dispuesto á tu parte de sacrificio?-
preguntó Cblum.
-De todo corazón, padre mío-contestó Vaclav
con seriedad impropia de sus años.
-¡Bien dicho! .Ahora, hijo mío, vete al lado de
aquella solitaria y triste doncella. Háblale cortésmen-
te, como un joven caballero, para que se sienta bien
venida entre nosotros.
Mientras así hablaban el padre y el hijo, Huberto
había estado conversando con el aprendiz.
174 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-Monta detrás de mí -le había dicho.-Mi caballo


puede llevarnos á los dos.
-Muchas gracias, señor secretario, pero mi lugar
está aquí, y aquí seguiré-contestó el muchacho, en
alemán, pues en este idioma le babia hablado Huberto.
-Pero-añadió inmediatamente-perdonad, Maestro.
¿Cómo es que habláis en alemán? ¿No sois Pedro Madle-
novitch?
No era la primera vez que Huberto, por su traje
de escolar, había sido tomado por el secretario de
Chlum.
-No-dijo.-El Maestro Pedro se ha quedado en
Constanza para ver si puede hacer algo en favor del
Maestro Jerónimo, que está en un obscuro calabozo.
¡Dios tenga piedad de él, y le libre, si es su voluntad!
¿Conocías tú al Maestro Pedro?
-No; él no era de aquí. Pan Juan de Cblum lo en-
contró en Praga, en la Universidad. Pero he visto algu-
nas de sus cartas, escritas desde Constanza á las seño-
ras de Pibe!. Muchos de nosotros en la ciudad deseába-
mos más oír leer sus cartas que comer ó beber. Pero,
decidme, lfaflstro, ¿estuvisteis tambiéu vos alli~
-No; yo no estuve en el Brühl. Hubiera ido si hu-
biera podido.
-¡Ya lo creo! ¡También yo y muchos otros!-ex-
clamó el mancebo.-Pero, ¿para volver? ¡No! ¿No había
más leña y más verdugos en Constanza? ¿Qué os impe-
día haber gritado en el Concilio que teníais la misma
fe que el Maestro Juan, y haber sufrido la misma
muerte?
-¿Lo hubieras tú hecho?
-¡Vaya si lo hubiera hecho! :Mejor ser mártir del
Señor Jesucristo que reinar sobre todo el mundo!
-'ll.enes razón-contestó Huberto.-Pero pienso
que la gente ordinaria como nosotros no debe aspirar á
honor tan alto. Dios lo guarda para sus san tos escogidos.
-Será dado á aquellos para quienes está aparejado
-dijo en checo el aprendiz.
EN LEITMERITZ 17ó

En esto Vaclav, que había procurado entablar con-


versación con la nueva doncella, sin obtener más que
monosílabos, exclamó:
-¡Maestro Huberto! ¡Maestro Hubertol Ya se ve
Pihel. .Allá está la atalaya, en la cima de aquel monte.
Poco después, la ondulante carretera llegó á la base
de la montaña cónica coronada por las torres de Pihel.
Sólo una cruz, un trozo de muralla y un profundo foso
queda hoy para señalar el lugar donde el caballeresco
barón de Chlum tuvo su morada. Pero lo que Huberto
vió era una imponente masa de piedra obscura, con to-
rreones, murallas almenadas y troneras.
-¡Bienvenido seáis á P.ihel!-dijo Chlum cordial-
mente, volviéndose á Huberto.-¿No dije bien ante el
Concilio, cuando declaré que podría haber guardado
aquí á nuestro mártir, de tal modo que ni rey ni kai-
ser hubieran pódido arrebatárnoslo?

CAPÍTULO II

Esperando

Dentro de los muros de Pihel, en la cámara de un


torreón, una dama estaba tendida en un diván . Vestía
una amplia túnica de seda color violeta, y su hermosa
cabellera color castaño estaba recogida por una toca
del mismo color, con largas alas.
Era una inválida. Todos los rasgos de su pálido,
pero bello rostro, llevaban el sello de la debilidad y del
sufrimiento. Sus facciones eran casi perfectas en sus
líneas y contornos, y aunque les faltaba el encanto de
la salud, tenfan, en cambio, ese otro encanto más ele-
vado que dan la dulzura y bondad de carácter. Sus
prolongados sufrimientos hacían de la señora de Chlrun,
la Pani, una figura singular. En aquellos tiempos, los
176 APLASTADO, PERO VENCEDOR

enfermos ó se curaban ó morían pronto. El día de la


vida, que solía. ser más corto que ahora., tenía. un cre-
púsculo muy breve.
Junto á su diván estaba. una jovencita alta. y lige-
ra., vestida con corpiño y falda. de terciopelo azul, y
cuello y mangas de finísimo lienzo. Su cabellera, del
mismo color que la de su madre, estaba coronada por
una de aquellas altas y puntiagudas monteras típicas
de su nación. La salud brillaba en su semblante, y se
revelaba en todos los movimientos de su cuerpo ágil
y gracioso. Pero el parecido que tenía con su madre
era. innegable. Su rostro recordaba algo el de su padre,
pero más bien en expresión que en facciones.
Tendida sobre almohadones, la señora tenía. una
mano sobre el pecho, mientras la otra jugaba nerviosa-
mente con un adorno de su túnica.
-¿Estás segura de que todo está dispuesto, Zeden-
ka?-preguntó.-¿Han preparado las doneellas bien las
cámaras, especialmente la de Vaclav? ¡Pobre niño! Que
goce ahora de comodidades. ¡Quién sabe cómo lo habrá
pasado todo este tiempo! ¿Y está. todo dispuesto para
ol nuevo escudero?
-Madre, acabo de dar la última puntada á su
manto; no podía. confiárselo á María ni á Ofka., porque
no tienen bastante destreza con la aguja; y lo he hecho
con gusto, pensando que él salvó la vida á Vacla.v.
-Aninka te ayudará mucho en los trabajos do
costura.
-Sin duda, madre querida. Con todo, desearía quo
no le hubiéramos propuesto que viniera con mi padre;
me temo que á él no le gustará.
-Hija mía, tu padre es siempre tan bueno para
mí, que le bastará saber que yo lo deseo. Y cuando se
lo contemos todo, se alegrará de recibirla. No podía-
mos dejar á la pobre niña. sin madre al cuidado de su
desnaturalizado padre. Si lo hubiéramos hecho, el
Maestro podría decirnos un día: cEn cuanto no lo hi-
cisteis á uno de estos pequefiitos ... •
ESPERANDO 177
- Cierto, querida madre; yo creo que ella es cuno
de éstos.• No habla mucho; pero me figuro que no ha
olvidado las lecciones de su buena madre, y que ama
el Santo Evangelio. Ella es, como su madre, una bohe-
mia de corazón.
La Pani se sonrió.
-Parece que nunca te viene al pensamiento que tu
propia madre es alemana.
-¿Qué importa, si es de corazón bohemio?-pre-
g untó Zedenka, besando la pálida mano de su madre.-
Madre, vos sois la mejor bohemia de todos nosotros, y
mi padre también lo piensa así. cAprende de tu madre
religión, Zedenka», me dijo al partir hace un año. ¡Qué
año más largo! Gracias á Dios que ya se acaba. ¡Pen-
sad, madre; dentro de una hora ó dos estarán aquí!
Las manos de la dama temblaron nerviosas, y el co-
lor subió á sus mejillas. Para los débiles no hay gozo
que n o venga mezclado con dolor. Después de una pau-
sa, la Pani tomó una mano de su hija entre las suyas, y
dijo:
-Querida, eres la hija amada de tu padre. Quiero
decirte ahora, antes de que venga, que no te aflijas de-
masiado, ni pierdas la esperanza, si lo encuentras triste
y descorazonado, si tal vez su fe en Dios ha sido sacudi-
da. Recuerda lo que ha visto y ha sufrido en Constanza.
-Ciertamente, madre. Pero no espero encontrar á
mi padre triste y descorazonado. Más bien creo quema-
ñana mismo se pondrá á contar nuestras lanzas y ar-
cos, y mandará afilar todas las espadas. P orque es nues-
tra patria, Bohemia, la que ha sido ultrajada en Cons-
tanza; y por estas cosas las mujeres lloran, pero los
hombres pelean.
-¡No lo permita Dios!-dijo la Pani, estremecién-
dose.-Zedenka, no debes hablar así. Ya sabes quién
ha dicho: c.Mía es la venganza; yo pagaré.» Pero, déja-
me ahora, niña. Quiero pasar el tiempo que !alta en
oración. Dios me conceda fuerzas para salir á recibir á
tu padre á la puerta.
12
178 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-Si, descansad, madre querida. Entretanto iré á


disponer la. cena. A mi padre le gusta más que nada.
la cabeza de jabalí, y lo mismo á Vaclav; pero tal vez
el joven francés preferirá pastel de venado.
-Todo eso lo dejo á tu cuidado, hija mía.. Tú tienes
buen gusto para esas cosas.
Cuando se quedó sola, la castellana de Pihel esta·
ba demasiado agitada para. orar; al menos así pen-
saba. ella. Su mente volvía, sin poder evitarlo, á las es-
cenas de su juventud. Hija de un noble de Baviera,
muy estimado en la corte, había recibido el mismo
nombre que la pequeña princesa Sofía, porque se espe-
raba que ambas niñas serían amigas y compañeras.
Llegaron á ser más que esto, porque se amaron como
verdaderas hermanas; y cuando la joven princesa
bávara fué dada en matrimonio al rey de Bohemia,
Sofía rué á hacerle compañía en su nuevo bogar. Pero
¡qué hogar para una joven pura é inocente! Jamás
ciñó la corona real una víctima más digna de compa-
sión que la reina consorte del disoluto, borracho y me-
dio loco Wenzoslao de Bohemia. Su fiel compañera
compartió los dolores de su suorto, y por no abando-
narla, rehusó dar su mano á varios pretendientes. Pero
cuando el caballero de Chlum rindió el corazón á sus
pies, ella cont'esó que había sido vencida.
Su matrimonio fué muy feliz. Su caballero era no-
ble y fiel, y ella contrastaba á menudo su favorable
tortuna con la triste suerte de su amiga la reina.
Cuando Chlum siguió á Segismundo á la guerra ve-
neciana, ella volvió con su hija Zedenka y sus dos hi-
jos Juan y Vaclav, entonces pequeños, á la corte de la
reina, la cual encontró mucho solaz en su compaflía.
La reina Sofía tenía entonces un nuevo confesor
que ejorcht sobre ella una notable influencia. Cuando
la castellana de Pihel lo vió, no le atribuyó excepcio-
nal santidad. No afectaba él modales austeros. Vestía
con gracia y dignidad la toga de Maestro en Artes, de
' amplias mangas abiertas y colgantes, y birrete con
ESPERANDO 179

einta escarlata. Si ayunaba, no lo hacía para ser visto


de los hombres. Gradualmente se dió cuenta, sin em-
bargo, de una extraña atmósfera de pureza que rodeaba
aiempre al Magíster Juan Huss. Observó que nunca co-
diciaba b eneficios ó favores para sí ó para sus amigos,
ni los aceptaba tampoco.
Era joven , como la reina lo era también, y, sin
am.bargo, ni las lenguas peores de aquel siglo corrom-
pido ten ían nada que decir. Jamás se posó la calumnia
sobre s u nombre, ni se pronunció palabra mala en su
presencia. Los que obraban mal evitaban instintiva-
mente encontrarse con él, con un respeto que tenía mu-
cho de terror. Corría el rumor de que tenía el poder de
leer los pensamientos de los que estaban cerca de él.
Pero los afligidos acudían á él ; él parecía encontrarlos
como por adivinación, y tenía un dón maravilloso para
consolarlos. La triste reina fué más feliz, más tranquila
y más fuerte desde que le conoció.
Pani Sofía no tardó en buscar la enseñanza que
tan gran influencia había ejercido sobre su amiga. Bien
pronto le ocurrió una cosa extraña. Dejó de pensar en
el Magíster Juan Huss, porque inundó de luz su alma
la revelación de Aquel que ha creado nuestro corazón
para El mismo, de modo que nuestro corazón solamente
en El encuentra descanso. El predicador no era más
que una antorcha que iluminaba la cruz y al que en
ella murió. Aquella muerte en el Calvario, aquella vida
en el cielo, contempladas y abrazadas por la fe, trans-
figuraron toda la vida de Sofía. En adelante viviría
para Aquel que la amó y se entregó á sí mismo por ella.
Con esto no soñaba siquiera en oponerse al credo
ó á la Iglesia de su tiempo. Sabía que había hombres
malos que acusaban de herejía al Magíster Juan lluss¡
pero ella estaba segura de que lo hacían porque repro-
baba sus malas obras y porque exhortaba á todos, no
á confiar en ritos y ceremonias, sino á creer en Dios,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, con todo el corazón y
toda el alma.
1~ APLASTADO, PERO VENCEDog
Empezó á demostrar su fe con obras de caridad y
misericordia, como lo hacían muchos otros en aquel
tiempo y bajo la misma influencia. En esta nueva vida
pasaba r ápidamente el tiempo, hasta que el regreso de
su señor la llamó á casa. Dejó á su bija Zedenka en
Praga. Aun antes de los días de Huss, su capilla de
Betblehem había sido un centro de actividad cristiana.
La predicación evangélica de Esteban de Kolin y de
Conrado Waldbauser, y los abnegados trabajos de Milic
entre los pobres y caídos, habían atraído alrededor de
la iglesia de Bethlehem una compañía de hombres y
mujet·es cuyos corazones había Dios preparado antes de
que Huss subiera á aquel púlpito de pino forrado de pa- l!
ño, al cual iba á dar fama inmortal. Muchas mujeres
nobles buscaron vivienda en las calles vecinas á la
iglesia. No vivían enclaustradas, ni hacían votos la
mayor parte de ellas. Eran, por lo general, viudas ó se-
1 i
ñoras solteras de alto rango, que vivían de sus recur-
sos y consagraban su vida y sus bienes á obras de ca-
ridad bajo la dirección del pastor.
Las señoras ancianas solían recibir doncellas que
las servían y ayudaban en sus trabajos carita ti vos,
como sus hermanos servían de pajes á los caballeros.
De esta manera dejó Pani Sofía á la pequeña Zedenka
con una noble amiga suya. Era un gran sacrificio para
Pani Sofía separarse de su hijita; pero en el fervor de
su nueva fe, estaba dispuesta á tales sacrificios.
Ella fué á su casa para contar lo que Dios había
hecho por ella, y para procurar con sus oraciones, lá-
grimas y buenas obras, ganar á otros, y especialmente
á su amado marido, á la misma fe. Chlum la oyó con
una mezcla de indulgencia y respeto. Siempre la había
admirado, y ahora la tenía por una santa. Eso fué todo.
El siguió pensando (por lo menos así lo creía ella) en
sus perros, sus caballos, sus armas, sus cacerías, los
negocios de los dos reyes hermanos, Segismundo y
Wenceslao, y el bienestar de sus aldeanos, para quienes
era un señor justo, benigno y considerado. Por lo de-

11
ESPERANDO 181

más, iba á misa, se confesaba y pagaba sus diezmos á


la Iglesia. ¿Qué más religión necesitaba?
Una vez á ruegos de su señora, fué á Praga para
ver á su bija y oír al Magíster Juan Huss. Volvió car-
gado de regalos para la familia, y entusiasmado con el
gran triunfo que los bohemios, bajo la dirección de
Huss, habían conseguido sobre los alemanes en la Uni-
versidad de Praga. Sí, también había oído al Magíster
un gran sermón en la fiesta de San Miguel; todo lo que
podía recordar era que había tratado de las maldades
de los cardenales en Roma. Pani Sofía siguió orando, y
acariciando la esperanza de que su marido no estaba
lejos del reino de Dios.
Vino después el interdicto lanzado por el Papa con-
tra la ciudad de Praga, por la presencia de Huss en
ella. Huss no podía sufrir que sus conciudadanos se
vieran privados por causa suya de los auxilios de la.
religión, y se desterró voluntariamente, recorriendo las
aldeas y los castillos del país y predicando el Evange-
lio por todas partes donde iba. Chlum fué uno de los
barones que le dieron hospitalidad, y escuchó sus pre-
dicaciones siempre que pudo, sin decir mucho acerca
de ellas, aunque era evidente que miraba al predicador
con ilimitada veneración.
Por aquel tiempo, Chlum tuvo que ayudar á Segis-
mundo en sus guerras , sirviéndole con gran valor y
acierto. Durante su ausencia, una gran aflicción vino
sobre su casa. El hijo mayor, Juan, murió de fiebres, y
la madre estuvo á las puertas de la muerte. Zedenka.
acudió para cuidarla; y el Magíster Juan Huss, cuando
tuvo noticia de su dolor y enfermedad, hizo un viaje
á Pihel para consolarla. Con esta visita su vida espiri-
tual cobró nuevo aliento, fortaleciéndose al mismo
tiempo que declinaba su salud corporal.
Su señor regresó, pero para poco tiempo, porque
trajo la noticia de que Huss iba á Constanza, y Segis-
mundo le había encargado á él, Juan de Chlum, y á
otros dos barones de Bohemia, que acompafi.aran al Ma.-
18! APLASTADO, PERO VENCEDOR

gister para guardarle de todo peligro en Constanza y


durante el viaje.
La Pani Sofía estaba. llena. de gozo, viendo en esto
la r espuesta de Dios á sus oraciones. No dudaba de que
la. verdad triunfaría en Constanza, de que el Magíster
vindicaría sus ensef!.anzas ante el Concilio y volvería.,
no sólo absuelto de toda acusación de herejía, sino ro-
deado de gloria. Esperaba también que su marido, vien-
do y oyendo todo ello, crecería en la fe y entraría ale-
gremente en el reino de Dios.
De muy buen grado permitió que Vaclav fuera en
tal compaf!.ía, pensando que nada favorecería tanto su
educación como aquel viaje. El sacrificio que bacía al
separarse así de su hijo tuvo su primera recompensa
con una carta que el muchacho le escribió desde Nu-
remberg, en la cual le daba la importante noticia de
que cel Magíster Juan Huss tiene un hermoso caballo
negro que se llama Rabstein, en el cual me permite
montar algunas veces•; y esta otra, á la que el escritor
no daba tanta importancia: cEl otro día, en Piberacb
mi padre hizo un discurso al pueblo en alemán, defen-
diendo las doctrinas del Magíster. »
¡Esta sí que era noticia asombrosa 1 Que Chlum, el
taciturno caballero, l:.ablara en público, y en alemán,
era bastante asombroso; pero que además lo hiciera
para. defender doctrinas que apenas esperaba olla que
él comprendiera, era más asombroso aún. ¿Qué hubiera
pensado si hubiera sabido que Huss había dicho: cHa-
bló mejor que yo•; y que desde entonces le llamó, en
tono de broma amistosa, cel doctor de Piberach»?
Al final de la. carta de Vaclav, el secretario l\!adle-
novitch af!.adió unas pocas líneas, en las cuales se re-
flejaba, á pesar de su estilo ceremonioso, la exaltación
de su alma ante la favorable acogida que el Magíster
encontraba en todas partes, y los honores que se le
hacían. Su entrada en Nuremberg había sido verdade-
ramente triuntal. Muy significativo era el aprecio que
aquellos alemanes demostraban al patriota bohemio por
ESPERANDO 183
amor á la verdad que enseñaba. Pero aquello era de-
masiado bueno para que durara mucho. La carta si-
guiente relataba la llegada á Constanza, y después
fueron viniendo con frecuencia malas noticias. Desde
que supo que Huss había sido encarcelado, la vida de
la Pani fué una continua agonía . Cada carta que llega-
ba era más triste que la anterior. ¿Era extraño que su
fe sufriera dura prueba al ver la conducta del Concilio
(que ella consideraba como la autoridad más alta de la
Iglesia), y más aún los sufrimientos del más santo sier-
vo de Dios que ella había conocido? Y aunque ella no
lo decía, tenía el presentimiento de que aquellos acon-
t ecimientos, que habían hecho temblar su fe, habrían
destruido por completo la fe de su marido.
Además, tenía grandes temores por su seguridad.
Sabía que él defendería lealmente á Huss, aunque fuera
ante todo un ejército ó á la vista del cadalso. ¿A qué
peligros no se expondría?
Por fin llegó una letra que casi le partió el corazón.
Era de Madlenovitch, y refería la triste visita que sus
amigos habían hecho al preso en el calabozo del con-
vento Franciscano. Toda la escena apareció con el color
de la r ealidad ante su imaginación. Vió al santo maes-
tro, olvidado de todos, tendido sobre el suelo, muriendo
de hambre, ¡él, que había llevado á tantos el Pan de la
Vida! Nadie babia intentado contra él tal crueldad;
había sido sólo una casualidad; era que lo habían ...
olvidado. Si ni un pajarillo está olvidado del Padre ce-
lestial, ¿como ha permitido El que su santo siervo fuera
olvidado así?-pensaba ella.
cTriste el encuentro, y más triste aún la despedi-
da:r., había escrito Madlenovitcb. La Pani Sofía no du-
daba de que la carta siguiente hablaría de la muerte
de Huss en el calabozo. Pero no fué así. lluss iba á ser
presentado ante el Concilio, fué la noticia que llegó. Y
después fueron llegando noticias del juicio, de la con-
dena, del martirio. Las cartas eran breves, el relato es-
cueto de los hechos, 6 muy poco más. La última carta
184 APLASTADO, PERO VENCEDOR

mencionaba el salvamento de Vaclav por Huberto y


anunciaba el pronto regreso del barón. Más tarde,
cuando Chlnm y sus acompañantes cruzaron la fron-
tera bohemia, el caballero envió un mensajero á su
señora anunciándole el día en que esperaban llegar.
A veces esperaba ella el regreso con un estremeci-
miento de gozo. Pero más á menudo parecía que nada
podría darle ya gozo. ¿Volvería su marido como había
partido? ¿Qué pensamientos acerca de Dios y de los
hombres habrían entrado en su corazón? ¿Qué dudas?
¿Qué desesperación, tal vez? Y ¿cómo podría ayudarle
ella si su propio corazón estaba asaltado por la duda y
al borde de la desesperación?
Al menos, podía orar por él, y así lo hacía todos los
días, á todas horas. Pero su oración no era, como en
días mejores, el murmullo confiado de un niño feliz,
sino el gemido lastimero de un niño perdido en las ti-
nieblas.
Ahora había llegado ya el día, el día de un gozo que
se espera con temor. Aquel anochecer de verano, con el
oído atento para percibir el ruido que anunciara la lle-
gada de los viajeros, tenía su espíritu en tensión casi
insufrible. El mismo cansancio que aquella tensión le
produjo fué su alivio. Sos pensamientos pasaron á ser
divagaciones de la mente, que á su vez se convirtieron
en sueños. Estaba adormilada.
Un ladrido la despertó. Bralik, el perro favorito de
su seílor, corrió á la puerta, que por fortuna estaba en-
treabierta; olfateó, la arañó, la abrió del Lodo, y se pre-
cipitó por la estrecha escalera, ladrando ruidosamente.
Oyéronse voces y pasos acelerados. c¡Ya están ahi!»,
se dijo la Pani Sofía, y, con la fuerza de la emoción, se
levantó y se dirigió á la puerta.
CAPÍTULO III

Espuelas de plata

Entre las crecientes sombras del crepúsculo los via- -


jeros iban acercándose á la entrada del castillo. Hu-
berto tuvo por un momento la visión de una figura
esbelta que apareció dentro del marco del arqueado
pórtico, iluminada por la luz de una docena de antor-
chas, y de un rostro que á él le pareció un sueño de
belleza. Después vió perros que se precipitaron sobre
ellos, dándoles una ruidosa bienvenida, y criados que
salían apresuradamente para ayudar á los jinetes á
desmontar. Huberto siguió con la vista á Chlum, que,
apeándose ágilmente, estrechó en fuerte abrazo á la
doncella, diciendo una sola palabra: cDjerka:o ( «Hija:o ).
Una sensación de soledad pasó sobre él; para él no ha-
bía voz cariñosa ni mano amante que le diera la bien-
venida . .Apeóse lentamente y entró en el portal á tiem-
po que Vaclav se arrojaba sobre su hermana, casi aho-
gándola con sus impetuosos abrazos, mientras Chlum
preguntaba:-¿Dónde está tu madre?
Dos palabras en bohemio contestaron á su pregunta.
Chlum iba á cruzar el vestíbulo, pero deteniéndose de
pronto, se volvió, y tomando la mano de Huberto, lo
presentó á su bija.
-Mi nuevo escudero-dijo.-El bravo joven que
salvó la vida á tu hermano. Es, además, nieto de sir
Simón Bohun de Inglaterra, el amigo de mi padre; de
186 APLASTADO, PERO VENCEDOR
modo que tiene un derecho hereditario á nuestr&
amistad.
Profundamente conmovido por esta atención, Hu-
berto hubiera querido responder dignamente, pero al
levantar la cabeza se presentó otra vez á sus ojos la
bella visión, con la sonrisa en los labios y los expre-
sivos ojos negros fijos en él. Perdió la serenidad, se
ruborizó y balbuceó. Afortunadamente, su señor dijo en
aquel momento:
-Atiende á lo demás, Vaclav. Voy á tu maure.
-·¡Aquí estoy, señor mío!-dijo una voz suave y
melodiosa. /
La señora de Pihel se adelantó con las manos exten- l!
didas. Ohlum le tomó una mano, é inclinantlo la cabe-
za, se la besó con caballeresca cortesía. Después la besó
en la boca. Su saludo no fué menos tierno, por adoptar
la forma ceremoniosa de aquellos tiempos. Vaclav abra- 1
zó después á su madre, y luego Chlum presentó al
Maestro Huberto Bohun.
-El :M:aestro Huberto Bohun es más que bienveni-
do-dijo la castellana de Pihel, extendiendo la mano.- i•
Tendremos ocasión de demostrarle que le estamos agra- ti
decidos.
lluberto levantó la vista. El apacible y dulce rostro
de la señora no le confundía y deslumbraba como la
radiante belleza de la doncella. Más bien le hizo reco-
brar el dominio de sí mismo. Aunque no acostumbrado
al trato de las damas, tenía el instinto de un caballe-
ro. Doblando una rodilla, tocó con sns labios la blanca
mano de la Pani, y levantándose, se puso modesta-
mente á un lado.
Un criado que, por saber alemán, había sido sena-
lado para servir al nuevo escudero, se acercó á él y le
preguntó:
-¿Queréis, señor escudero, que os conduzca á. vues-
tra cámara?
Habiendo recibido respuesta afirmativa, condujo á
Huberto á. una habitación alta, que no contenía más
ESPUELAS DE PLATA 187
que una cama, una silla y un armario tallado. A Hu-
berto le pareció una habitación lujosa, y ciertamente
era la mejor que había tenido en su vida.
-¿Quién la compartirá conmigo?-preguntó.
-Nadie, maestro. Mi señor no tiene al presente otro
escudero.
Huberto señaló á las prendas de vestir que esta-
ban á los pies del lecho y al armario abierto, donde se
veían brillar, á la luz de la antorcha que el criado lle-
vaba, las piezas de una armadura de acero.
-¿De quién son estas prendas?-preguntó.
-Vuestras, señor escudero. Mi señor envió desde
Constanza á decir que se prepararan para el nuevo
escudero que traería. La armadura la llevó él mismo
cuando fué armado caballero. Espero que os gustará el
traje. Las señoras mismas han bordado la túnica y el
tahalí, y también la insignia de la gorra y las mangas.
Lo hacían con gusto por ser para vos. Y me atrevo á
decir que todos en esta casa tendremos mucho placer
en servir al que salvó la vida á nuestro joven amo.
Dicho esto se retiró, dejando la tea en un brazo de
hiorro, y volvió muy pronto con una jofaina llena de
agua, porque tales comodidades no las había entonces
en las cámaras. Antes de marcharse, dijo á Huberto
que cuando necesitase algo, le llamase por su nombre
«Prokop:o, y sería prontamente servido.
Huberto estaba conmovido. Las amabilidades que
recibía le tocaban el corazón. Vagas influencias que no
comprendía empezaban á agitar su alma. ¿Quién no
ha experimentado tales influencias? No sabemos cómo
vienen, ni en qué consisten, pero dejan una huella en
nuestra vida.
Huberto tomó aquellas prendas de vestir y las fué
examinando una por nna. Aquellas delicadas puntadas
en sedas de varios colores, en plata y en oro, habían
sido dadas en parte pot· los blancos dedos de la bella
señora que tan amablemente le había recibido. Pero
Prokop había dicho clas se11o1'aS:t . A pesar de estar
1~ APLASTADO, PERO VENCEDOR
solo, las mejillas se le encendieron al pensar que la
dama. Zedenka había trabajado para él. ¿Podía. creer-
lo? ¿Era él digno de llevar lo que sus dedos habían
tocado? Indudablemente el criado, al hablar de las se-
ñoras, babia querido decir las damas de honor que tra-
bajaban bajo la dirección de las señoras del castillo.
De todos modos, era verdad que la señora de dulce ros-
tro se había ocupado de él. Podía imaginársela incli-
nada sobre el bordador, trazando aquellas delicadas
flores que adornaban los bordes del manto.
¿No era extraño que imaginase tal cosa, no habiendo
visto nunca á una dama bordando? ¿Nunca? ¿Pues qué
era aquella escena que aparecía ante su mente, como
evocada de un pasado muy lejano? Veía una señora
inclinada sobre un bordador, y un niño pequeño á sus
pies. Y él mismo estaba sentado en un taburete á su
lado; y la señora le miraba y sonreía, y le daba hilos
de oro y pedacitos de seda rojos, blancos y azules, para
que jugara con ellos, y le llamaba e hijo mío». Enton-
ces se dió cuenta de que la señora era su madre, y el
niño pequeño su hermano Armando. La memoria le
había trasladado, á través de más de quince años, al
viejo castillo normando donde habían transcurrido los
primeros días de su infancia.
En medio de esta visión estaba cuando la tea dió
una fuerte llamarada y se apagó. Pero la luz do la luna
penetraba por la estrecha ventana y se reflejaba en las
piezas de acero que estaban en el armario. IIuberto las
tomó una por una, y las fué examinando y admirando.
Eran de acero bien templado, y se hallaban en exce-
lente condición. Todo estaba completo, desde el yelmo
con su visera hasta las espuelas de plata, propias de
su nueva profesión de escudero, así como las espuelas
de oro sólo eran de los caballeros.
Después sacó de la vaina la espada, larga y flexi-
ble. Una y otra vez la blandió en el aire, haciéndola
brillar á la pálida luz de la luna. Era una espada her-
mosa, y no podía menos de admirarla. Pensó cuáles se-
Sacó de la vaina la espada larga y flexible.
- -------------------.,--

LA NUEVA VIDA 189


rían las empresas en que habría de desenvainarla. Una
cosa sabía de cierto: que no podría usarla al servicio de
un señor más noble que el buen caballero de Pihel.
Allí, á la luz de la luna, se vistió la túnica, cinto
y calzas de escudero; y así ataviado, bajó á ofrecer sus
primeros servicios á su nuevo señor.
Así terminó para Huberto Bohun la vida vieja y
empezó la vida nueva.

CAPÍTULO IV

La nueva vida

El oro puede pasar por el crisol puesto al rojo blan-


co; pero no puede permanecer allí mucho tiempo. Su
fusión, prolongada excesivamente, acabaría por consu-
mirlo. Su condición futura depende del molde en el cual
se eche el ardiente líquido.
Huberto Bohun había pasado en Constanza por un
verdadero hornillo de emoción y apasionamiento. To-
das las creencias de su vida habían experimentado ruda
sacudida. Se había desligado del hombre cuya influen-
cia había sido para él un áncora. Había sufrido un
amargo desengaño con el Concilio que había entregado
á las llamas al testigo de la verdad y de la justicia.
Pero de la misma angustia había venido sobre él luz y
esperanza. El gozo que Dios había dado al mártir se
había reflejado sobre Huberto. Era como uno que hu-
biese estado en el monte de la Transfiguración.
Pero, ¿qué vendría después? La fe permanecería, y
la paz y tal vez el gozo; pero la exaltación no podía
durar . ¿Qué significaría para Huberto el retorno á la
vida ordinaria, con sus tareas, sus pruebas, sus tenta-
ciones y sus placeres? Afortunadamente, el molde en
que el metal fundido había de ser echado fué un hogar.
190 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Desde que la señora de Clariville dió á su hijito el últi-


mo beso, Huberto no había sabido lo que era un hogar.
Su primera experiencia en la vida fué la disciplina dura
de un convento; castigos, rebeldías y castigos otra
vez; ausencia completa de simpatía.
Después vino la ilimitada libertad de la Sorbona;
la sensación de la vida vigorosa y juvenil que se des-
borda en tod~ clase de travesuras y atrevimientos: pe-
leas con los lobos, con los cabochianos y con los docto-
res. Bebió vino y jugó mucho en tabernas y bodegones,
pero estaba tan lejos de un hogar como en el aborreci-
do monasterio.
El gran canciller lo encontró en el momento en que
pasaba de su turbulenta adolescencia á la peligrosa ju-
ventud. El le salvó de caer en grandes males; á él
debió lluberto una juventud sin graves manchas. Pero
la austera casa del canciller no era ciertamente un
hogar.
En aquella edad de la caballería, los modales te-
nían suprema importancia; y Huberto se dió cuenta,
antes que de otras cosas, de sus deficiencias en este
terreno. Sentía no haber sido instruido, como lo había
sido su hermano Armando, en cuanto al comporta-
miento que debía seguirse con las damas. Desde el prin-
cipio tuvo la impresión de que la dama Sofía, la Pani,
como todos lt1. llamaban, le juzgaría benévolamente
como á pobre escolar, no acostumbrado á los usos de la
caballería. Pero le azoraba en gran manera la dama
Zedenka. Ella no le hablaba á menudo; pero á veces,
por compasión al extranjero, cuando todos hablaban
en checo, le dirigía algunas palabras en alemán, y en-
tonces él encontraba muy difícil responder acertada-
monte.
Un día en la mesa, cuando él le servía el pan, ella
le dijo:
-~uestro pan de centeno debe pareceros muy ex-
traño, después de los delicados bollos de París, que
tanto alaban los viajeros.
LA NUEVA VIDA 191
Huberto murmuró algunas palabras que acababan
con cmuy bueno•.
-Sin duda, los bollos franceses son muy buenos-
contestó ella, simulando maliciosamente no haberle
comprendido.
-Si son buenos ó no-dijo Huberto sintiéndose
ebligado á decir algo,-Panna, no lo sé, porque nunca
los he comido. En la mesa del canciller, salvo en días
festivos, comíamos pan negro, y dábamos gracias á
Dios por ello; y ayunábamos mucho más á menudo
que aquí.
Después, avergonzado al ver que había hecho una
comparación que pudiera parecer poco agradable, aña-
dió algo que lo empeoró más.
-Ver dad es que el canciller era religioso.
- No entiendo de religión ni de ayunos-interrum-
pió Vaclav,-como no sea el ayuno de beber cerveza
en lugar de vino, como hacemos ahora, reservando el
vino para los enfermos.
Esta vez Huberto contestó bien.
-Vino malo, como el que bebíamos eh Constanza,
no vale ni la mitad que esta excelente cerveza. ¿Lleno
vuestra copa, Panetch?
-Hazlo, pero no me llames Panetch, sino Vaclav, ó
te rompo la cabeza en el campo de ejercicios.
Vaclav había contraído hacia Huberto uno de esos
afectos propios de los muchachos, mezcla de admiración
á un superior y de compañerismo con un igual. El hijo
del barón, aunque contaba solo doce años, estaba ya
muy adiestrado en los ejercicios de la caballería. Hu-
berta había tenido que aprenderlo todo desde el prin-
cipio. Pero parecía aprenderlo por arte de magia, y tan
brillantes eran sus progresos, que pronto comenzó á.
aventajar á Vaclav.
Una sonrisa de satisfacción iluminaba el grave ros-
tro de Chlum cuando observaba á los dos mancebos ha-
ciendo sus ejercicios en el patio del aastillo; y grave
solfa estar, en verdad, el buen caballero de Pihel, á
1~ APLASTADO, PERO VENCEDOR
pesar de la alegría de haberse reunido con sn familia
desde su regreso de Constanza. Se encontraba cargado
de deudas y con sus asuntos muy confusos. El no sabía
desenredarlos, ni tenía quien le ayudara en ello, porque
su secretario Uladenowitch estaba en Constanza. El
capellán que le había servido en otro tiempo, por sus
tendencias opuestas á las enseñanzas de Iluss, había
sido despedido; y la familia asistía á misa en la iglesia
del pueblo vecino, aunqua este arreglo dejaba á la casa
cdesprovista de letras•, como decía Vaclav. Pero más
sensible era todavía la falta de oro y plata.
Sin embargo, no era esta falta lo que más afligía á
Chlum. Todos á su alrededor lamentaban al mártir de
Constanza como pastor , como patriota, como padre en
In. fe. El lo lamentaba de otro modo. El, que no había
tenido nunca, como era costumbre entre los caballeros
de su tiempo, un camarada ó hermano de armas á
quien amar con amor más fuerte que el de un her-
mano, había encontrado más que esto en el sacerdote
que el rey había. confiado á su custodia. El largo viaje
á Constanza le hizo entrar en íntima relación con él.
Después pasaron juntos tres semanas en un estrecho
alojamiento en la ciudad. cNo hay nadie conmigo en
la casa sino el señor de Chlum•-escribió Iluss en una
de sus cartas; y no podemos menos de pensar quésería
lo que retendría a l caballero al lado del eclesiástico
cuando toda la ciudad estaba llena de atractivos.
No era sólo gratitud lo que hizo Huss describir á
Chlum como cmi mejor y más querido amigo, mi otro
yo• . Es evidente que Huss encontró en el alma profunda
de Chlum algo que respondía á su propia alma.
La indignación de Chlum ante el arresto traicionero
de su amigo, rompió las cadenas de su silencio y le dió
ardiente elocuencia. Lanzó sus intrépidas protestas en
el rostro del malvado Papa; corrió con apelaciones y
quejas do cardenal á cardenal; algunos le oyeron cor-
tésmente, otros rehusaron hacerle caso, muchos se ne-
garon á recibirle. Hizo un llamamiento al pueblo mis-
LA NUEVA VIDA 193

mo, pero los enemigos de Huss Jo habían ya prevenido


en contra, y el caballero no encontró más que insultos
y burlas. Entonces escribió su solemne protesta, la
firmó con su nombre y le puso su sello. Cogió un marti·
llo y clavos, y, á la vista de todos, clavó una copia de
ella en la puflrta. de cada. iglesia de Constanza.
Siguieron á esto siete meses de conflicto, durante los
cuales defendió ante el Kaiser y el Concilio la causa del
oprimido. Aunque con dificultad y peligro, cruzáronse
cartas y notas entre el preso y sus amigos. Aquellas
palabras que venían de la prisión, escritas algunas
veces en fragmentos de papel, á menudo con mucha
debilidad y dolor, reanimaban la fe, mantenían la espe·
ranza, y ahondaban el amor de Chlum .
Pero las sombras fueron haciéndose más densas. El
día en que, con Duba, Lazembock y Pedro, vió á su
amigo en el calabozo franciscano, colmó la medida de
su indignación. Entonces, como sus compañeros, levan·
tó las manos al cielo, y con lágrimas en los ojos pidió á
Dios le concediera poder vengar algún día tal crueldad.
Tenía mucho que aprender. El Gran Maestt·o le en·
señaba haciéndole ver y oír á un discípulo más apro·
vechado. Cuando volvió el seis de Julio d.el prado del
Brühl, sabía que la victoria estaba ganada, y dió gra·
cías á Dios por su amigo. Pero también sabía que la
parte mejor de su vida quedaba allí hecha cenizas.
Volvió á su país, y todo le parecía insípido y sin
interés. A pep,ar del solaz que encontraba. en la compa·
ñía de su esposa y de su hija, el buen caballero suspi-
raba á menudo y parecía abstraído y pensativo.
Un día, poco después de su regreso, entró en el es·
tablo, en ocasión en que Huberto estaba limpiando la
sedosa piel de Rabstein. El noble bruto, que conocía los
pasos de su amo, expresó con un relincho su alegría.
Chlum le dió golpecitos en el cuello.
-Hussenech-dijo á Huberto-quiere comprármelo
á cualquier precio. Pero no me separaré de Rabstein
mientras viva. Hussenecb quisiera también llevarse á
lS
194 APLASTADO, PERO VENCEDOR

mi hijo como paje; y sería bueno para el muchacho,


porque él podría darle la mejor ensefianza; pero tengo
mis dudas ...
-Seiior caballero, ¿puedo pediros un favor?
-Desde luego, todos los que quieras, siempre que
esté en mi poder concederlos.
-Este podéis concederlo, sefior caballero. Permi-
tidme que instruya yo á Vaclav, con lo poco que sé, en
Humanidades. Es lástima que un muchacho inteligente
como él no aproveche el tiempo.
-Eres muy amable al pensar así-dijo Chlum aca-
riciándose la barba.
-Sería un placer para mí hacerlo, sefior caballero,
y creo que Vaclav aprendería conmigo de muy buen
grado.
-La. verdad es que no sé lo que hacer ahora que
nos hemos quedado sin ese capellán Sbynek, aunque no
hemos perdido mucho con su marcha. No quiero sepa-
rar ya al muchacho de su madre; así que, puesto que
eres tan bondadoso, Maestro Huberto ... Pero es menes-
ter que se porte bien. Si no aprende el latiD, méteselo
en la. cabeza. con una buena vara.
-Con Vaclav no hará falta la vara-dijo riendo
Huberto.-Otra cosa es la que temo. Tal vez no os
agradaría que hiciera de él un nominalista.
-¿Qué quiere decir eso? ¿Un francés?
-Quiere decir un discípulo de la filosofía que se en-
sefia en la Sorbona. Nos ensefiaban que las ideas uni-
versales, como fe, esperanza, virtud, no existen sino en
unión de sus particulares.
-Si puedes ensefiarle fe, esperanza y virtud, no me
importa lo que piense acerca de sus particulares. Pero
ahora recuerdo la controversia. El Maestro Juan era
realista, y él siempre tenía razón. De todos modos, para
cuando Vaclav tenga edad de comprender semejantes
sutilezas, tal vez podré enviarle á la Universidad de
Praga. Entretanto, Maestro Huberto, agradezco cor-
dialmente tu ofrecimiento.
1

LA NUEVA VIDA 195


Cuando Chlum encontró poco después á su señora
en la sala, se sentó á su lado y le refirió la conversa-
ción que había tenido con Huberto, añadiendo que le
había quitado la preocupación que tenía acerca de la
instrucción del muchacho.
-Creo que Dios le ha puesto esta idea en el cora-
zón-dijo.
-Dios nunca abandona á los que confían en El-
contestó la Pani, aprovechando la oportunidad para
reanimar la fe de su señor, que ella creía muy debilita-
da.-A veces, viendo las cosas que El permite que los
hombres hagan, podemos temer que El nos abandone.
Pero al fin, Ello encaminará todo al bien. No debemos
dudar de El.
-¿Dudar de El? Yo ~ sería el último que dudase;
porque yo le he visto.
Notando la sorpresa de su mujer, añadió:
-¿Te asombras de que tal visión baya sido dada
á un hombre tan sencillo como yo? Si no recuerdo
mal, fué un rey pagano el que vió á uno semejante al
Hijo de Dios, andando sobre el fuego del horno ardiente.
-¿Quieres decir que has visto á Dios por la fe?
-¿Cómo podía dejar de verle, si estaba allí? No
había más que olvidarse de la gente, del quemadero y
de todo lo demás, y mirar el rostro del hombre á quien
Dios estaba sosteniendo con su diestra.
-¡Y yo que temía, caballero mío, que la prueba de
aquel día hubiera sido demasiado dura para ti!
-Ya sabes que él me pidió que estuviera presente.
Te enseñaré la carta. ¿Te contó Pedro en su carta que
le vi otra vez, el día antes de su muerte?
-No. ¿Le viste?
-El Kaiser me envió con Duba para persuadlrle á
que se r etractara y salvara así su vida.
-¿Y aceptaste esa encomienda?
-Acepté la ocasión de ver su rostro y estrechar su
mano una vez más.
-¿Fué en la cárcel?
196 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-No; iban con nosotros los obispos enviados por el


Concilio, y no estaba bien que sus eminencias pusieran
el pie en tal lugar. Lo sacaron al refectorio. Se conmo-
vió mucho al vernos.
-¿Y qué le dijiste?
-Yo le dije: cSoy un hombre sencillo y sin letras,
incapaz de aconsejaros; pero si habéis errado, no os
avergoncéis de retractaros.»
-¿Eso dijiste? Lo siento, porque debió hacerle más
difícil su sacrificio. Pero era demasiado pedir de un
hombre mortal, aconsejarle que fuera á la muerte.
-Pues eso mismo fué lo que hice, porque, después
de lo dicho, añadí: «Pero no dejéis el sendero de la ver-
dad por temor á la muerte.•
-¡Gracias á Dios! ¡Fuiste un fiel caballero! ¡Pero
eso era casi un martirio!
-¡Martirio! ¿Qué otra cosa podía ser? El dió su
vida á Dios.
-Quiero decir martirio para ti.
-¿Para mí? Yo estuve delante de él, viéndole llo-
rar, sin que mis ojos se humedecieran. Sí, él lloraba
porque nos amaba tanto ... Creo que comprendió mis
palabras, y lo que había debajo de ellas, que yo no
sabía expresar. Para mí, aquel fué el momento más
penoso. Con aquellas palabras lo di á Dios. Sabía que
El lo llamaba para que fuera su mártir, y que me lo
pedía á mí como cosa mía. Después de esto, no experi-
menté amargura por la agonía del día siguiente. Yo
mismo estaba admirado.
-Yo también lo estoy, pero es como los discípulos
que no podían creer de gozo. Amado, has demostrado
tu valor en un campo más noble que todos aquellos en
que tus padres pelearon. Doy gracias á Dios por ti.
-El me ha concedido grandes privilegios-contestó
Chlum.-Pani-añadió,-teng-o que enseñarte las pre-
ciosas cartas que me escribió desde la prisión. Hasta
ahora he temido hacerlo, y aun darte el último mensaje
suyo para ti, porque conozco la ternura de tu corazón.
LA NUEVA VIDA 197
-¿Su último mensaje para mí?
-Sí, estas fueron sus palabras: «Saludad también
á vuestra esposa en mi nombre, y os exhorto á que la
améis en Cristo, porque espero que ella es del número
de los hijos de Dios que guardan sus mandamientos.»
-¿Cómo podía lastimarme? ¿Qué podía causarme
sino consuelo?-dijo la Pani, mientras corrían sus lágri-
mas.-Juntos leeremos las cartas, y el Libro que él
amaba y que nos dió en nuestro idioma, las Santas
Escrituras. El te explicaría muchas cosas de ese libro
durante el viaje y en Constanza.
-Sí; pero yo era un escolar muy torpe, y he olvi-
dado mucho de lo que oí. Con todo, no hay nada que
tanto me guste como leer mi Biblia checa, y tendré mu-
cho placer en leerla contigo. Tú me ayudarás á enten-
derla.
-Me parece á mí-dijo la Pani-que serás tú quien
la expliques.
Aquella noche la Pani dijo á Zedenka.
-Hija mía, tu padre está más cerca de Dios que
todos nosotros, más cerca que yo, que pensé que podría
enseñarle. Dios le ha estado enseñando todo este tiempo.

CAPÍTULO V

Bajo la superficie

Unos pocos días después, Huberto recogió algunas


moras en la montaña, y las trajo á las damas. Cuando
entró en la sala donde se encontraban, vió que tenían
un visitante, si así podía llamarse al humilde muchacho
aprendiz que, gorra en mano, respondía respetuosa-
mente á sus prnguntas.
La Pani estaba sentada en su silla de brazos, de
recto y elevado respaldo. Zedenka bordaba; y la tímida
doncella de honor tenía pendiente de la mano un huso,
198 APLASTADO, PERO VENCEDOR

pero sus dedos se habían quedado parados; un rubor


desusado cubría su rostro y un nuevo brillo iluminaba
sus ojos azules. Frantisek le había traído noticias de su
casa, y ella parecía escucharlas con vivo interés.
Huberto reconoció al muchacho que había corrido
junto á ellos en el camino de Pihel, y le saludó amiga-
blemente.
-Este buen muchacho- dijo la Pani-ha venido
desde Leitmeritz para traer un mensaje y una prenda
á la hija de su amo. Os ruego, Maestro Huberto, que lo
llevéis al comedor y encarguéis que le den un refrige-
rio. Cuando haya. de partir, la damisela Aninka le dará
un mensaje para su padre.
Huberto tomó de muy buen grado al aprendiz bajo
su protección, y bien pronto se vió Frantisck atendido
por media docena de criados que le trajeron pan, carne
y cerveza, rodeándole para oír las ñltimas noticias de
la ciudad. Vaclav también entró en la habitación, so
pretexto de arreglarse una espuela.
Aunque había hecho notables progresos en el idio-
ma checo, Huberto no podía seguir todavía una con-
versación larga, y mucho menos cuando se hablaba
tan rápida y apasionadamente como lo hacía el apren-
diz. Vaclav le escuchaba con los dos codos sobre la
mesa y la vista fija en el rostro del muchacho. Vito y
Clodek, que, por haber estado en Consta.nza, sabían
mucho más que los otros, se unieron también al grupo.
En cuanto á interés en asuntos religiosos, todos lo te-
nían en Bohemia en aquel tiempo, grandes y chicos.
-Hay muchos en la ciudad que piensan así-decía
Frantisek.-Si alguno de los barones y caballeros,
como vuestro noble Kepka, tomara las armas para
vengarle, le s<"guiría. tal multitud de hombres como no
se ha visto jamás en Bohemia. No habría mancebo ó
muchacho que no comprara una espada si podía; y los
que no, echarían mano de una hoz ó de una guadaña..
Pero algunos decimos que es mejor seguir sus enseñan-
zas que vengar su muerte.
- ---~---~--~~~~~~~~---~

BAJO LA SUPERFICIE 199


-.Así pienso yo también- dijo Vito.
- Especial men te de bemos recordar-prosiguió Fran-
tisek-lo que dijo de las indulgencias; como nos en-
cargó guardarnos de la avaricia de los sacerdotes que
quieren robarnos nuestros groschen. Dicen que un hom-
bre debe dejar morir de hambre á su madre, mientras
gasta el dinero ~n indulgencias para sacar á su padre
del Purgatorio. Esto es invalidar el mandamiento de
Dios para llenarse los bolsillos . .Además, ¿quién sabe
si hay Purgatorio?
-¡.Ah! En eso hablas imprudentemente, amigo
Frantisek-dijo Clodek.-Todos sabemos que hemos de
pasar por el Purgatorio.
-No todos-dijo Frantisek.
-Tu amo te rompería la vara de medir en las
costillas si te oyera hablar así-dijo uno de los criados
más viejos.
-Mi amo sabe que le sirvo bien, y guarda la vara
de medir para otros menesteres-contestó el mucha-
cho con viveza.-Vosotros tenéis las Sagradas Escritu-
ras en la casa. ¿Se dice en ellas algo acerca del Purga-
torio?
-El Maestro Juan no habló nunca contra el Pur-
gatorio-dijo Olodek, como quien decide una cuestión.
-Pero habló mucho y á menudo contra las indul-
gencias-replicó Frantisek.-Vosotros, los que estu-
visteis en Constanza, ¿le oísteis decir algo que diera
á entender que él pensaba ir á tal lugar?
Vaclav contestó vivamente:
-¡No pensaba, l!' rantisek, no pensaba! El dijo á
Roberto: o:Este mismo día espero gozar con mi bendito
Salvador en el cielo.»
-Con vuestra licencia, Panetch, eso no demuestra
nada-dijo el criado viejo que había hablado antes.-
¡Un santo como él! Ya vivía en el cielo cuando estaba
en la tierra. ¿Adónde podía ir cuando muriera?
-Me parece que el ladrón que murió en la cruz
no tenía mucho de santo-dijo Frantisek.-Y, sin em-
200 APLASTADO, PERO VENCEDOR
bargo, el Sef!.or le dijo: cHoy serás conmigo en el
Paraíso.•
-Creo-dijo uno de los más jóvenes-que debe-
mos dejar esas cuestiones tan difíciles á los sacer-
dotes.
-Sí, á los sacerdotes buenos-dijo Prokop,-pero
no á sacerdotes ignorantes, como nuestro Maestro Sby-
nek, que se ha ido á Praga, y bien ido está.
-IIay sacerdotes buenos-contestó Frantisek.-
Uno de ellos va á venir muy pronto á Leitmeritz, un
hombre muy sabio y piadoso: el cura de Arnosvitch.
-¿Dónde está eso?-preguntó uno.
-Cerca de Praga. Todos vosotros sois de confianza,
puesto que lleváis la insignia de Kepka. ¿Guardaréis
un secreto?
-¡Sí, sí!-respondieron varias voces
-Cuando fuí á Praga en Abril, para negocios de mi
amo, oí predicar á ese sacerdote Wenceslao. ¡Aquello
era predica r! H abló del Señor y de su muerte por nues-
tros pecados; y cómo debemos arrepentirnos y creer en
El, y amarle de todo corazón. Habló también del cáliz
de Cristo, que los sacerdotes han quitado al pueblo,
aunque el Señor dijo: cBebed de él todos.»
-Escucha eso, Clodek-dijo Prokop.-Contra eso
no podrás decir nada. El Maestro Juan aprobaba que
se diera el cáliz.
-Y yo creo-añadió Frantisek-que todos los que
le amaban harán lo que él decía.
-Entonces toda Bohemia se levantará como un
solo hombro y lo demandarán de los sacerdotes-excla-
mó Vaclav;-y si rehusan, lo tomaremos por fuerza.
-Con vuestro favor, Panetch-dijo modestamente
Vito,-el Maestro Juan no aconsejó nunca tal cosa.
Dijo que los creyentes adultos que lo pidan devota-
mente, deben r ecibirlo en el nombre del Señor.
-Lo mismo dice el Maestro Wenceslao-añadió
Frantisek.-Aunque yo creo que no se lo negaría á un
niño que tuviera verdadera fe y amor.
BAJO LA SUPERFICIE 201

-Yo no soy un niño-dijo Vaclav. -Sé montar


bien y manejar una lanza.
-¡Ojalá tuviéramos por capellán á un sacerdote
como ésel-observó Prokop.
-Yo quisiera oírle-dijo el viejo,- aunque, en gene-
ral, no me gustan las novedades.
-Pues, padre, podéis oírle-contestó Frantisek,-
porque el Maestro Wenceslao vendrá á Leitmeritz la
semana que viene.
-Pero, ¿dónde predicará? Porque imagino que no
hay un sacerdote en la ciudad que le ceda su púlpito-
dijo Clodek.
-Predicará en un púlpito mejor que el de todos
ellos, en una iglesia magnífica, donde el Maestro Juan
ha predicado muchas veces. Tiene el suelo de esmeral-
da y una bóveda brillante, azul como el zafiro.
-Déjate de esmeraldas y zafiros, que tal vez no has
visto en tu vida-dijo Clodek,-y dinos lisa y llana-
mente dónde va á predicar el Maestro Wenceslao.
-Lisa y llanamente, pues; el miércoles próximo,
que es fiesta, el Maestro W enceslao predicará en el
campo del viejo Zuzicón, junto al río. Está á media le-
gua de la ciudad.
-¿Y el Santo Sacramento? ¿Y el cáliz? ¿Se atreverá
á darlo?-preguntó Vito.
-Lo que no sé, no lo puedo decir-respondió Fran-
tisek con aire misterio'.lo.- Se habla de otra reunión, al
amanecer, en una casa particular; pero no hay nada
arreglado todavía. Además, tengo que marcharme ya.
¿Quiere alguien hacerme el favor de preguntar á la
damisela Aoinka si tiene alguna prenda que enviar á
su padre?
-¿Quieres preguntárselo tú mismo?- di jo Vaclav.
-Con mucho gusto-respondió el mancebo, rubo-
rizándose.-Pero sería muy atrevido molestar una vez
más á las señoras.
-No lo será, si yo te llevo. Ven conmigo-dijo
Vaclav.
202 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Juntos salieron de la habitación, y poco después se


les vió bajar del castillo, Frantisek hablando tan de
prisa como podía, y Vaclav escuchándole sin perder
palabra.
Aquella noche Ohlum dijo á su esposa:
-Dios me perdone si he juzgado mal á ese comer-
ciante Peichler. El hombre debe tener algo de bueno
cuando su hija le ama tanto. Nunca he visto en una
doncella un cambio como el que se nota en ella. Parece
transfigurada y ¡hasta se le ha oído reír! Y todo, se-
gún me dicen, porque ha recibido un mensaje de su
padre.
La Pani sonrió.
-¿No le ha ocurrido á mi buen marido pensar que
el encanto puede estar en el mensajero más bien que
en el mensaje?
-No lo había pensado--contestó Chlum;- soy muy
poco perspicaz.

CAPÍTULO VI

Una carrera arriesgada

La proyectada predicación al aire libre fué tema


de largas conversaciones en Pihel. Chlum guardó cierta
reserva sobre el asunto. Cuando le contaron las noticias
que Frantisek había dado, dijo:
-No me gustan estas ideas nuevas. Nuestt·os enemi-
gos dirán que las hemos tomado del Maestro Juan, y le
acusarán aún más de herejía. Con todo, si alguno de
mi casa quiere ir á oír á ese Maestro Wenceslao, yo
no se lo prohibo.
Pero antes de que llegara el día señalado, otros
asuntos atrajeron la atención de la casa. En una al-
deíta distante algunas leguas del castillo, y pertene-
ciente á los dominios del señor de Pihel, algunos cam-
UNA CARRERA ARRIESGADA 203

pesinos habían apaleado á un buhonero alemán, deján-


dolo por muerto. Por las referencias que habían llega-
do, no podía saberse cuál había sido el motivo de tal
atentado. Chlum, que, como otros barones de Bohemia,
tenía poder de vida y muerte sobre sus vasallos, estaba
en la obligación de proteger al herido y de castigar á
los culpables.
Llevó consigo al lugar del suceso varios de sus
criados, bien armados, y pidió á Huberto que le acom-
pafiara también, porque empezaba ya á confiar en la
viva inteligencia y sano criterio de su escudero. Uno
de los caballos estaba enfermo, y no queriendo Chlum
llevar á Rabstein, porque los caminos eran muy ma-
los, echó mano del corcel de Vaclav para uso de Hu-
harto.
Vaclav grufió un poco. <<Quería ir á la predicación
del campo», según dijo.
-No hay r emedio-contestó el padre.-Además, á
tu madre le gustará que te quedes haciéndola com-
pafiía.
Vaclav sufrió una desilusión. Esperaba que su pa-
dre le diría que fuera á la predicación cabalgando so·
bre Rabstein, privilegio que le había concedido algunas
veces. Tenía todo el corazón puesto en aquella predi-
cación campestre. Mientras más lo pensaba, más im-
posible le parecía renunciar á su deseo. Así que resol-
vió pedir á su padre licencia para llevar á Rabstein;
pero no era fácil encontrar una ocasión oportuna.
El día de la predicación fué el sefialado también
para el viaje á Miloval. Antes del amanecer los expe-
dicionarios montaron á la puerta del castillo. Vaclav
sostuvo el estribo del caballo de su padre mientras éste
montaba.
- Cuida de tu madre-le dijo Chlum, cogiendo las
riendas.
-Mi madre quiere que vaya á la predicación-
dijo el muchacho, aprovechando la última ocasión.-
Padre, ¿me permitís ... ?
2W APLASTADO, PERO VENCEDOR
En este momento, el caballo, que era joven y ape-
nas domado, comenzó á encabritarse. Una rápida arran-
cada y un buen trote eran el mejor remedio. Chlum dió
orden de partir, y en un momento toda la compailía se
había alejado. Vaclav no pudo acabar de hacer su pe-
tición. De haberlo hecho, ¿qué le hubiera contestado su
padre?
La cuestión era para marear á un casuista. Vaclav
debía haberla llevado á su madre para que ella deci-
diera. Pero su madre no se levantaría en algunas ho-
ras. Zedenka estaba ya levantada. ¿Le preguntaría á
ella? Vaclav quería mucho á su hermana, pero le tenía
también gran respeto. ¡Era tan buena, tan sabia, tan
prudente! Algo severa tal vez en su bondad, y segura-
mente menos indulgente que su madre. No, no lo diría.
á Zedenka; aunque estaba seguro de que ella apro-
baría su ida á la predicación y hasta iría ella misma
si fuera hombre.
Vito y Clodek hubieran ido, pero estaban con su se-
ilor. Prokop también hubiera ido de buena gana, pero
las señoras le necesitaban para trabajar en un jardín
que estaban trazando.
Y Huberto, ¿qué hubiera aconsejado? El pensamien-
to de Huberto le trajo á la memoria los días de Cons-
tanza., y el peligro en que se había puesto por seguir
su propia voluntad. Sus meditaciones iban tomando
una dirección provechosa.
Por fin se dijo á sí mismo, y después lo dijo en voz
alta, para hacerlo "más seguro: c¡No iré!:. Una vez de-
cidida la cuestión, sintió una extralia alegría en el co-
razón y también no poco orgullo de su propia bondad.
Habiendo madrugado mucho aquel día, pidió el des-
ayuno. Prokop se lo sirvió, y Vaclav, al paso que
satisfacía su apetito, le refirió, eu términos elocuentes
la virtuosa resolución que había hecho de quedarse
en casa.
-Está muy bien, Panetch, que os quedéis en casa
con vuestra señora madre-dijo Prokop.-El día se les
UNA CARRERA ARRIESGADA 205

haría muy largo á ella y á la Panni, si os fuerais . Pero,


mirad-añadió bajando la voz,-la predicación, des-
pués de todo, no es lo mejor. ¿Recordáis lo que dijo
Frantisek acerca de la misa en el aposento alto y de la
participación del Cáliz?
-No, Prokop. No dijo nada de eso. Dijo que tal vez
tendría lugar en algún aposento.
-Se ha1·á, Panetch. El Domingo pasado vino á la
iglesia de Pihel un amigo de Frantisek que me lo aontó
todo; y la cosa será en la casa de la misma madre de
Frantisek.
-¿Quién es la madre de :E'rantisek? ¿Dónde vive?
Me gusta Frantisek; es un muchacho valiente.
-¿Sabéis, Panetch, que su padre era miembro del
Consistorio y hombre muy estimado? Un buen bohemio,
del gremio de los armeros. Por culpa de ciertos baro-
nes, que no le pagaban nunca las armaduras que le
encargaban, se vió en la pobreza. Todos hablan bien
del hijo, aun el avaro de su amo, y está trabajando mu-
cho para que su madre pueda con el tiempo gozar otra
vez de comodidades.
-Pero ¿se atreven á dar el Cáliz en un sitio que no
sea la iglesia?-preguntó Vaclav asombrado,
-¿No dice un sacerdote misa en cualquier parte, en
caso de n ecesidad?
Hubo una pausa. El rostro de Vaclav se iluminó. Un
pensamiento le había venido á la mente, tan grande
y tan glorioso, que apenas sabía cómo expresarlo.
-Será mañana muy temprano.
-Seguramente, Panetch. Al amanecer.
-Había una luna espléndida anoche- prosiguió
Vaclav; y después de una pausa, dijo:-¿Crees que mi
padre volverá esta noche, Prokop?
-No es fácil. Esos aldeanos son el mismo diablo
para enredar á un hombre con sus cuentos. Añadid á
ellos la lengua de un buhonero, acostumbrado á enga-
ñar á todo el mundo, y podéis imaginar el tiempo que
necesitará mi señor para ver algo claro en el negocio.
200 APLASTADO, PERO VENCEDOR
-¡Ojalá. viniera esta noche! De rodillas le supli-
caría. me permitiera. ir á. la. participación del Cáliz.
-Y estoy seguro que os lo permitiría, Panetch.
-¡Ah! si viniera. Pero los caballos llegarán can-
sados.
-Ahí está. Rabstein, Pauetch.
-Es verdad, Rabstein. Creo que me dejaría llevar
á Rabstein para ellO.
-Podéis estar seguro de ello, Panetch, y yo esta-
ría muy orgulloso de serviros y de procurarle buen
cuido en la ciudad.
-Entonces haría falta otro caballo.
-De ningún modo, Panetch. Yo iría corriendo á.
pie, como Frantisek aquella noche-dijo Prokop, que
era un joven vivo y atrevido, aunque algo descabellado.
-Bueno, espero que vendrá. Si no ... - Vaclav no ter-
minó la frase. Se levantó de la mesa, y fué á. buscar á
su madre.
Llegó la tarde y la noche, pero Cblum no había
vuelto. Vaclav veló basta. media noche. Todo el día ha-
bía estado soñando en una carrera nocturna para asís·
tir á. la reunión secreta. La idea se babia posesionado
de él. IIabfa en su corazón joven un deseo sincero de
hacer la voluntad del Señor Jesucristo. Aquella partí·
cipación del Cáliz era la voluntad del Señor para todos
sus fieles¡ aun para un muchacho como él, si verda·
deramente le amaba. El Maestro Juan había escrito
que era bueno hacerlo. Entonces, él lo baria, aunque
lo costara la vida.
Había además el 6ncanto de la av'entura, la carrera
á. la luz de la luna, la visita á. la ciudad, el encuentro
con Frantisek. No, no llevaría á. Prokop¡ no quería
causarle la fatiga de correr al paso de un caballo como
Rabstein. Además, ¿qué necesidad tenía de acompa.·
ña.nte?
Nadie se alarmaría por él. Prokop diría adónde ha-
bía ido. Estaría. de regreso á. la hora de comer. Y si
su padre volvía entretanto, él le diría que para una
UNA CARRERA ARRIESGADA 207

cosa así había creído que podía contar con su permiso


como seguro.
Poco después de media noche, se levantó, se vistió
y bajó las escaleras. Todo estaba en silencio. La luna
inundaba de claridad el patio. Podía ver bien el cerrojo
del establo de Rabstein. El corazón le latía al cruzar
el patio, diciéndole que iba cen busca de aventuras»
como un caballero andante.
Lo primero que hizo después fué ensillar á Rabs-
tein. El portero le había dado ya las llaves del castillo,
respetando, en ausencia de su señor, las órdenes del
Panetch. Había una puerta posterior, lo bastante ancha
para dar paso á un caballo. Sacó por ella sigilosamente
á Rabstein, que parecía comprender para qué se le ne-
cesitaba, montó y partió colina abajo.
El corazón le saltaba de alegría . .A la luz de la luna
brillaba ante él como una cinta blanca la carretera de
Leitmeritz. Tras él quedaba la aldea, envuelta en pro-
fundo sueño.
No se veían luces por ninguna parte, fuera de la
de la luna. Ni movimientos, ni ruidos, salvo el rítmico
galopar de Rabstein.
Esperad. ¿No había ningún movimiento? ¿No se ha-
bía sentido algo on aquellos matorrales donde la som-
bra era más obscura? ¿Le saldrían al encuentro ladro-
nes? El pensamiento de un peligro que afrontar, de un
enemigo con quien luchar, no podía nunca alejarse de
un muchacho del siglo xv. Sintiéndose hombre, echó
mano á la espada. ¡Era un conejo que cruzó disparado
la carretera! El muchacho reía alegremente al galo-
par, libre y feliz, y cantaba las viejas baladas bohemias
que sabía de memoria.
Pronto apareció ante su vista el ancho río sobre
cuyas aguas trazaban los rayos de la luna un sendero
de luz. Pensó que por aquel sendero podría venir á su
encuentro algún ángel ó algún santo, con aureola en
la cabeza, como el Maestro Juan la tendría ya. Después
pensó en lo que iba á hacer, en aquel santo y solemne
208 APLASTADO, PERO VENCEDOR

rito, tan nuevo y al mismo tiempo tan antiguo. El Se-


flor Jesucristo mismo lo había establecido en memoria
suya. •
Entonces cantó con voz suave el Himno del Sacra-
mento que el mismo Muestro Juan había compuesto.
Amanecía. Vaclav podía ver ya la aguja de la igle-
sia de San Miguel destacándose de la confusa masa que
formaban los tejados de Leitmeritz.
Cuando por fin llamó á la puerta de la ciudad, fné
admitido con una prontitud que le sorprendió. El guar-
dia de la puerta estaba alerta esperando la llegada de
amigos de los alrededores que acudieran á la celebra-
ción del Sacramento. Al principio se sorprendió de ver
un comulgante tan joven, pero su sorpresa se cambió
en admiración cuando supo que era el mismo hijo de
Kepka, que había venido solo y á media noche, mon-
tado en el caballo que perteneció al Maestro Juan
Huss.
Caballo y jinete recibieron algo como una ovación.
Una multitud de admiradores los acompañó á. la casa
de Frantisek; llevaron á Rabstein á. una cuadra donde
le dieron un pienso de la mejor cebada que había en
la población; y Frantisek tomó bajo su protección á
Vaclav y lo presentó muy orgulloso al pastor.

CAPITULO VII

Rabstein

El se:ilor de la tierra encontró no poco que hacer


en Miloval. El buhonero, afortunadamente, no estaba
tan lastimado como se pensó al principio. La verdad
era que había provocado á los aldeanos, porque al ofre·
cerles azafrán y al asegurar que era puro, había dicho
que los falsificadores eran ccasi tan malos como el he-
reje que habían quemado en Constanza•. El pobre hom·
RABSTEIN 209

bre creyó que estaba en una aldea papista; pero pronto


salió de su error. Lo maravilloso fué que lo dejaran con
vida.
De todos modos, Chlum no podía pasar por alto el
ultraje. No podía imponer á los culpables una multa
porque no tenían con qué pagarla; llevarlos á los cala-
bozos de Pihel hubiera sido una crueldad; así queman-
dó á su mayordomo que les hiciera sufdr el mismo tra-
tamiento que ellos habían dado a l buhonero. Sufrieron
la azotaina con verdadero estoicismo esclavónico; y
después de ella, el seilor les dijo:
-Ya veis, hijos míos, que los que pecan tienen que
sufrir, y además hacen sufrir á otros . .Ahora tengo que
llevar este alemán, cuyas palabras me desagradan
tanto como á vosotros, á mi castillo para que le curen,
no sea que muera y su sangre caiga sobre nosotros.
Para otra vez , pensad bien antes de hacer una cosa
que á todos perjudica y á nadie favorece.
Otros asuntos de poca importancia, pero que reque-
rían tiempo y paciencia, reclamaron la atención del
señor de1 terruño. Cuando se hizo de noche, echaron un
carro de paja limpia en la mejor habitación del lugar, y
allí durmieron los expedicionarios, envueltos en sus ca-
pas . .A la tarde del día siguiente emprendieron el viaje
de regreso que, á causa del enfermo á quien como bue·
nos samaritanos llevaban consigo, tuvo que ser lento.
Todos estaban acostados en el castillo cuando ellos
llegaron; pero los criados se levantaron, y también Ze-
denka. Todos andaban muy ocupados preparando algo
de comer para los viajeros, y cama para el herido. Si al·
guíen se acordó de Vacla v, sería para pensar que esta·
ría durmiendo.
Huberto, como los demás, se r etiró pronto á des·
cansar; pero fué despertado de su primer suet!.o por el
resplandor de una tea. Prokop estaba al lado de la ca·
ma, pálido como el mármol.
-¿Qué pasa?-preguntó Huberto alarmado-¿Hay
fuego?
210 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-No, maestro.
- ¿Está alguno enfermo?
-Según lo que se considere como enfermedad.
-Dame mi ropa. ¿Quién es, por todos los santos?
-El Panetch no vino á casa en todo el día.
-¿Pues, dónde ha ido?
-A Leitmeritz, á la reunión.
-Pero eso era el miércoles, al medio día.
-Había otra reunión al amanecer, á esa fué,
-Y, ¿no ha vuelto aún?
-Ha vuelto, Maestro.
- ¿Qué ha pasado, pues? Habla de una vez, Pro-
kop.
-Al Panetch no le pasa :pada, maestro.
-Entonces, ¿á qué toda esta alarma?
- Maestro Huberto, es Rabstcin.
-¿Rabstein?
- Si, maestro, Dios sabe que daría mi vida por la
suya esta noche. ¡El caballo que el Maestro Juan
quería tanto!
-¿Se ha matado?
-No, no se ha matado; pero Kepka no podrá. mon-
tarlo más. Dios me perdone. Yo tengo la culpa, porque
animé al Panetch á que fuera á la participación del
Cáliz.
-¿Y cómo ha sido eso?
-Apenas lo entiendo. El Panetch. volvía á casa
por la carretera, en plena luz del día. Croo que iba
pensando más en lo que había visto y oído que en el
camino. Fué en aquella vuelta de la carretera, junto
al bosque donde viven los carboneros. El Panetch dice
que Rabstein metió la pata en un hoyo que no había
visto, y cayó de rodillas. El Panetch lo llevó á Martín
el herrador, que entiende mucho de caballos, y que
hizo todo lo que pudo.
-Y ¿está. allí todavía?
-No; el Panetch lo ha traído á. casa.
-Vamos á verlo. ¿Dónde está el Panetch?
RABSTEIN 211

-Con el caballo. No quiere dejarlo por nada del


mundo.
Huberto se dirigió apresuradamente al establo, pre-
cedido de Prokop, que llevaba la tea.
En el establo estaban el portero, el pala.frenero y
dos ó tres criados. Vaclav, pálido y asustado, tenía en
la mano un tazón de madera lleno de cebada, que ofre-
cía á Rabstein con muchas caricias. El caballo rehu-
saba comer. Se veía que había recibido un gran susto
además de lastimarse.
Huberto no podía hacer nada para aliviar á Rabs-
tein, y muy poco para consolar á Vaclav. Dió al mucha-
cho un abrazo fraternal, que acabó con la poca forta-
leza que le quedaba y le hizo romper á llorar, como
lo que era, un niño.
- ¿Qué haré ahora?-decía.-Huberto, ¿qué haré?
-¿Has comido algo hoy?
-Frantisek me dió un pedazo de pan do centeno,
porque no quise quedarme hasta la hora de la comida.
-Prokop-dijo Huberto,-trae un pedazo de pan
blanco y una copa de vino.
Cuando Prokop volvió con estas provisiones, Hu-
berto dijo á V acla v:
-Ahora siéntate en esta arca, y come y bebe antes
de hablar una palabra más.
Vaclav tomó el pan; pero antes de probarlo, par-
tió un pedacito y lo ofreció á Rabstein. Viendo que lo
comía, siguió dándole más, alternaE.do los bocados en-
tre el caballo y él hasta que el pan se acabó. Después
se bebió el vino.
Viéndolo ya algo repuesto, Huberto le dijo:
-Lo que tienes que hacer, Vaclav, es decirle á tu
padre lo que ha pasado.
-¡Oh, no! No puedo. Díselo tú, Huberto.
-Está bien. Yo se lo diré.
Algo consolado con esta promesa y rendido de fati-
ga, Vaclav comenzó á cabecear. Huberto le conv\lnció
á que se acostara sobre utl montón de paja en el mtsmo
212 APLASTADO, PERO VENCEDOR

establo. Un momento después el muchacho dormía pro-


fundamente.
Huberto veló hasta la mañana. Tan pronto como
aupo que el señor de Pihel se había. levantado, entró !
verle. No tardó mucho en volver. Chlum le seguía con
el rostro pálido de ira, y el paso apresurado y enérgi-
co. Vaclav seguía durmiendo.
Chlum no le miró siquiera., porque Rabstein, al sen·
tir los pasos de su amo, lanzó un lastimero relincho y
se dirigió trabajosamente hacia él como si buscara. sim-
patía.
Chlum le acarició en silencio.
Entretanto, Vaclav se despertó, se puso en pie y fué
hacia su padre con el rostro aterrado, pero sin vacila-
ción. Por fin, Chlum le dirigió una mirada. Huberto
contenía la respiración, esperando el inevitable desbor-
damiento de enojo.
Pero no lo hubo. Chlum permaneció en silencio mi-
rando á su hijo. Aquel silencio duró tal vez un minuto
que parecía un siglo.
Vaclav, no pudiendo soportarlo, clamó por fin:
-¡Padre!
-¿Qué quieres decirme?-dijo Cblum lentamente.
-¡Padre y señor, pegadme! Lo merezco.
No hubo respuesta.
-¡Padre, pegadmel- exclamó el muchacho otra.
vez.-Pero, pegadme pronto.
-Hijo mío-dijo por fin Chlum,-siempre que veo á.
Rabstein me acuerdo de cómo se pueden sufrir gran-
des daños y perdonarlos. ¿Cómo no voy á perdonar
un daño menor, que ha sido causado sólo por descuido
y por uno á quien amo?
-Pero el mal está hecho-sollozó Vaclav .-Padre,
merezco el castigo. No me haréis más daño que yo he
hecho á Ra.bstein y que yo sufro ya en el corazón.
-Lo creo; y por eso mismo no te pego. Ya. has su-
frido bastante castigo. Levántate, y vé á. decirle á tu
madre que estás perdonado.
RABSTEIN 213
Cuando Vaclav contó á su madre entre sollozos lo
ocurrido, añadió:
-Madre, ¿habéis visto un caballero más valiente y
benigno que mi padre?
La respuesta de la madre es fácil de adivinar.
-Ahora me acuerdo -añadió ella-de unas pala-
bras del Maestro Juan, cuando dijo: cSufrir con pacien-
cia una palabra contraria (y lo mismo podía haber di-
cho una acción molesta), acerca más el hombre á Dios
que azotarse con todas las varas que pudiera hallar en
un bosque.•

CAPITULO VIII

El viaje á Praga

-No ha sido tanto el daño como yo temia-dijo


Chlum algunos días después.- Verdad es que no mon-
taré más á Rabstein, pero el buen caballo pasará el
resto de su vida en tranquilidad y abundancia, como
un caballero viejo que vuelve de la guerra lleno de
heridas y de gloria. Así que no te apures por él, Va-
clav. ¿Y tu enfermo, el buhonero alemán, cómo va,
hija?
-Mejora de díaen día, padre-contestó Zedenka,-
y parece estar muy agradecido al cuido que le doy.
Creo que es un hombre sencillo que no hizo más que
repetir lo que había oído decir á otros. Le gusta oír
leer las Sagradas Escrituras, y dice que ahora ve que
no somos herejes, y que va á hacerse hussita.
-No me gusta ese nombre de chussita•.
-El dice que es el nombre que dan en todas partes
á los que siguen las enseñanzas del Maestro Juan.
Cuando estuve en Praga con Dama Oneska, nos lla-
maban Joanitas, por ser Juan el nombre del Maestro
y el de Wickliffe. ¿Por qué no os agrada el nuevo nom-
bre, padre mio?
214: APLASTADO, PERO VF.NCEDOR

-Porque habrá muchos que lo tomarán para si, y


al mismo tiempo harán locuras, y tal vez cosas no bue-
nas. Es nombre demasiado querido para verlo des-
honrado.
En esto entró Prokop con dos cartas.
-¿Quién las ha traido?-preguntó Chlum.
-Un jinote, señor caballero; dice que tiene prisa
para marcharse.
-Entonces, dadle pronto de comer, y beber, y echad
un pienso al caballo.
-¿Vais á darme respuesta para él, señor?
-Yo mismo se la daré.
Rompió el sello de una de las cartas, y la leyó lenta
y cuidadosamente. Cuando acabó, dijo:
-Me alegro de esto como un buen soldado que oyo
la trompeta que le llama á la batalla. Lo esperaba, pero
no tan pronto. Es un llamamiento para que vaya á Pra-
ga á reunirme con todos los barones de nuestro reino
que van á protestar solemnemente contra el crimen de
Constanza.
-¿Irás, caballero mio?-preguntó la Pani.
-Aunque estuviera muriéndome, me levantaría de
la cama é iría.
-¿Cuándo?
-Inmediatamente. Huberto, tú vendrás conmigo;
asf verás Praga, nuestra noble ciudad, una de las ma-
ravillas del mundo. Además, que necesito á mi escu-
dero ... y secretario,-añadió sonriendo.
-Con tu consentimiento, caballero mío, Zedenka
irá también. Hace más de un año que la Dama Oneska
está pidiendo que le haga una visita.
-No, madre-observóZodenka,- noquiero dejaros.
-Puedes dejarme, niña. Estoy mucho mejor, y to-
dos me cuidan muy bien, especialmente Aninka. Irás,
hijll mfa. Es mi deseo que vayas.
- Chlum abrió la segunda carta, y estuvo largo rato
leyéndola. Su rostro, que al principio revelaba interés
y satisfacción, fué tomando gradualmente un aire de
EL VIAJE A PRAGA 215

perplejidad y aun molestia. Por fin pasó la carta á la


Pani Sofía, diciendo:
- Es de mi buen amigo Pedro de Svoyshin, que
está en Praga con su señora. Dios quiera que los nego-
cios de la fundición de Kuttenburgo no sufran por la
ausencia del amo. Habla bien del celo de nuestros
caballeros y barones por la buena causa. Pero, ¿qué
idea le ha ocurrido de pedirme una cuenta de los dine-
ros que gasté en Constanza? Nunca vi que con escribir
en un papel los groscben que se han gastado pudieran
recobrarse algunos. Como no sea que alguno de los
barones piensen que yo no hice en Constanza todo lo
que pude, y mi buen amigo quiera taparles la boca ...
Dicho esto, se fué de la sala. Más tarde, encon-
trándose solo con su esposa, le dijo:
-Tengo que considerar el coste de llevar á Zeden-
ka á Praga con nosotros.
-No te ocasionará casi ningún gasto. Tú y el
Maestro Huberto os alojaréis en casa de Wenceslao el
platero. Pero ella se hospedará con Panna Oneska.
-Sea así, puesto que lo deseas. Si necesito dine-
ro, puedo pedir prestado á Daniel el hijo de Baruch,
que no es tan usurero como otros judíos.
-No, señor mío; no irás á la judería-dijo ella.,
dirigiéndose á un armario de ébano tallado, y sacando
de él un cofrecito que presentó á su mal"ido.
-Abrelo-le dijo,-y verás si lo que contiene no
puede hacerte mejor servicio que un judío avaro, que
te pedirá una usura de un tercio de cada ducado que
te preste.
Chlum abrió el cofrecito, y vió una diadema de oro,
con rubíes, amatistas y zafiros.
-¿El regalo de boda de la reina? No, querida, no.
No consiento que te desprendas de esto por causa mía..
Después de muchos ruegos de su señora, Chlum to-
mó la alhaja, pero con la esperanza de que no se ve-
ría precisado á empeñarla.
Partió nara Pra~a. acompañado de Huberto y Ze-
216 APLASTADO, PERO VENCEDOR

denka, y llevando también, según la costumbre de


aquel tiempo, un cortejo de criados armados.
Durante el viaje, se les unieron otros caballeros
que se encaminaban á Praga con el mismo objeto. Es-
tos caballeros tenían grandes deseos de conversar con
Chlum, que babia sido testigo ocular de los aconteci-
mientos que estaban conmoviendo el corazón de todo
el pueblo bohemio. Así que algunas veces tocó á Hu-
berto, como escudero, cuidar de la Panna. No que
necesitara ella de su cuidado, porque cabalgaba con
más habilidad que el mismo Huberto. Pero era su de-
ber marchar al lado de ella, para obedecer sus órde-
nes y evitarle toda molestia. Era esto un honor que le
confundía un poco, pero en el cual había para él un
sutil encanto. La Panna se compadecía de la timidez
del escudero, y de cuando en cuando conversaba con
él en alemán, condescendiendo á hablarle de los luga-
r es interesantes que encontraban en su camino.
En una ocasión llamó su atención hacía las rui-
nas de un castillo en la cima de una escarpada mon-
tafla.
-Aquello es Ostrodek-dijo,-hace pocos años for-
taleza de un famoso caballero salteador.
-¿Tenéis también caballeros salteadores da cami-
nos en Bohemia, Pan na? En Francia abundaban á.
causa de las guerras. No había en el país ley ni justicia,
y muchos barones, caballeros y señores arruinados se
hacían ladrones.
-Aunque aquí no había la excusa de la guerra,
maestro Huberto, el país estaba muy revuelto. Los ca-
balleros salteadores habían campado tanto tiempo por
aus respetos, que apenas había camino seguro. Pero,
por fin, el rey Wenceslao decidió acabar con semejante
plaga, y envió al arzobispo Sbynto con un ejército con-
tra el más fiero y temible de todos, este mismo Zul de
Ostrodek.
-¡Buena obra para un arzobispo!
-¡Que no las hubiera hecho peores! Esta vez al me-
EL VIAJE A PRAGA 217
nos hizo bien su trabajo. La. fortaleza fué destruida; los
rufianes que Ostrodek babia reunido en torno suyo fue-
ron ahorcados a.qui mismo, y él fué llevado encadenado
á Praga para sufrir allí igual suerte.
-¡Triste historia!
-Lo es. Pero creo que el rey hizo bien en negarle el
perdón, á pesar de que él alegaba la nobleza. de su
11angre. Toda la gracia que el rey Wenceslao le otorgó
fué la de morir en una horca más alta. que los demás.
Asi murió.
-Como babia. vivido, sin duda..
-No, no como babia. vivido. Cuando yacía deses-
perado en su calabozo, maldiciendo á Dios y á los
hombres, le visitó uno con el mensaje divino de la gra-
cia y la paz. Tanto rogó, tanto oró, que al fin a.qnel
corazón de piedra se ablandó. Ostrodek escuchó, se
arrepintió, y creyó. Murió, pero murió en paz, esperan-
do el perdón de Dios y rogando á todos los fieles que
oraran por él.
-¡Gloria á Dios!-exclamó Huberto:-¿Y sabéis,
Pa.nna, quien fué el que obró tan asombroso cambio?
-Nuestro querido Maestro Juan Huss.
-Debí haberlo adivinado.
-Pero notad, maestro Huberto, lo que es más extra-
1l.o: al ladrón y asesino, los hombres le pagaron con la
horca; al siervo de Dios que trajo á aquel desgraciado
gracia y misericordia, los hombres le pagaron con la
hoguera
-¿Os parece extraño, Panna, cuando recordamos
que al Salvador da ambos los hombres le pagaron con
la cruz?
Zedenka permaneció silenciosa por algún tiempo.
Después dijo de pronto:
-Maestro Huberto, vos no podéis sentir esto como
nosotros lo sentimos.
-¿Por qué no? Yo vengo de Constanza.
-Sé lo que habéis visto y habéis hecho allí, y lo
admiro. Pero digo que no le comprendéis á ¿z, ni nos
218 APLASTADO, PERO VENCEDOR

comprendéis á nosotros. Venís de otra. tierra., habláis


otra. lengua.
-Muy pronto hablaré la vuestra también, Panna,
y he de leer las obras escrHa.s por el Maestro Juan Huss
en bohemio.
-Si, y las leeréis como yo leo el latín, ¡como pen-
samientos extraños en la lengua extraña! Cada. raza
tiene su lengua, y en ella ha de oir las mara villas de
Dios.
-Pero el Maestro Juan escribió también libros en
latín, especialmente De Ecelesia.
-Sí, para los escolares. Y he oído decir que hay
en ellos más pensamientos de Wickliffe que suyos pro-
pios. Pero cuando escribía en nuestra lengua materna,
las palabras salían de su gran corazón é iban á nues-
tros corazones. Ningún hombre habló ó escribió asien
nuestra lengua. Y, sin embargo, cuando las leéis, no
pensáis en las palabras. Es como cuando se mira. por la
ventana un hermoso paisaje; no os acordáis del cristal.
Así, á través de sus palabras nos hacia. ver la verdad.
-Siempre di más valor á los hechos que á las pala-
bras-dijo Huberto.-Pero hay palabras que son más
fuertes que hechos.
-IIay palabras que producen hechos. Las pala-
bras del Maestro Juan darán lugar á más de un hecho
de armas, si nuestros caballeros bohemios no han per-
dido su antiguo arrojo.
-No hechos de armas-dijo Huberto con aire de
duda.-Por lo menos, no de armas materiales.
-De todas clases-contestó Zedenka con los ojos
brillantes de entusiasmo.- Vos, maestro Huberto, el hijo
de un bravo caballero inglés, ¿queréis que los caballe-
ros de Bohemia. se estén mansamente sentados en sus
castillos sin alzar una. mano para. vengar el crimen de
Constanza., ó para defender á su país de la. acusación
de herejía?
-No están sentados mansamente. Están protes-
tando.
EL VIAJE A PRAGA 219

-Con plnma y tinta; pero hay palabras débiles


como el agua, si no se acompañan con obras enérgicas.
-Pero, Panna, ¿qué queréis que se haga?
-Demandar satisfacción por lo pasado y seguridad
para el p01·venir.
-Y r,cómo?
-Con la punta de la espada si es preciso.
-Eso quiere decir guen·a.
-¿Suena mal esa palabra en los oídos de un in-
glés? Yo pensé que os agradaba.
-Y me agrada-dijo Huberto.-Pero en este caso
la guerra significa venganza, y aquél cuya memoria
amamos la prohibió.
-El era un santo, y hacía bien en perdonar. Pero
los que le siguen tienen que defender la honra de él y la
suya propia.
-La de él, no; está en buenas manos.
-Bueno, pues la de ellos. Esperaba encontrar en
vos un espíritu más marcial, mae~?-tro Huberto.
Huberto estaba avergonzado, pero no pudo guardar
silencio. Con voz algo conmovida, pero con expresión
firme, contestó:
-Espero, Panna, que he de pelear bien en cualquier
causa justa. Por vuestro noble padre, ó por vos, Panna,
si puedo atreverme á decir tanto, pelearía hasta derra-
mar la última gota de mi sangre. Pero no podría pe-
lear para vengar al Maestro Juan. La espada se me
caería de la mano al recordar su rostro y la voz con
que le oí rogar á Dios que perdonara á sus enemigos.
Zedenka quedó callada, pero su rostro reflejaba el
desengaño que había sufrido. Había esperado encontrar
en el bravo escudero la simpatía que no babia encon-
trado en su padre. Mecida y criada desde su infancia
en la atmósfera de las leyendas é historias de su país,
el patriotismo era en ella una pasión. Adoraba á Rusa,
más como héroe pR.trio que como maestro religioso; y
había esperado que su padre volvería de Constanza
lleno de ira y sediento de venganza. Con gran sorpresa
220 APLASTADO, PERO VENCEDOR

vió que volvía rodeado de un ambiente de calma que


casi la asustaba. Ahora parecía que el maestro Huber-
to participaba de los mismos sentimientos.
El silencio duró largo rato. Por fin la joven pro-
nunció unas palabras muy corteses, pero que para
Huberto fueron terribles:
-Hacemos mal, maestro Huberto-dijo-en mo-
lestaros con nuestros asuntos bohemios, que, como es
natural, no podéis comprender.
Huberto no respondió. No quería protestar más;
tal vez algún día tendría ocasión de probar si compren-
día 6 no.
Ella, para que él no la creyera enojada, le siguió
hablando con amabilidad.
-Mirad allá, maestro Huberto, aquellas montañas
azules. Allá está nuestra noble ciudad: ya pueden
Terse las torres del Radschin. Los mahometanos tienen
un proverbio que dice: cDe Damasco, al cielo.» Pero
yo diría: cDe Praga, al cielo ...
Pero aunque ella sonreía amablemente al hablarle
así, Huberto no se consolaba. cSoy tan insignificante
para ella-pensaba,-que no se ha ofendido por mi
contradicción.,. Y con ojos tristes vió por primera vez
las torres de Praga.

CAPITULO IX

El cáliz de Cristo

cHuberto Bohun al Sieur Armando de Clairville,


•alud.
,.Queridísimo hermano:
.. Por fin encuentro ocasión de enviarte una carta.
Beltrán de A vignon, bachiller de la Universidad de
ésta, desea volver á la Sorbona, de donda vino; y como
convinimos en Constanza, entregará. la presente al rec-
EL CALIZ DE CRISTO 221

tor, rogándole la haga llegar á tus manos, como espero


podrá hacerlo.
:.Estoy muy intranquilo por los rumores que por
aquí corren acerca de una gran batalla entre franceses
é ingleses en Azincourt, en la cual se dice que los fran-
ceses han sido completamente derrotados, muriendo
millares de ellos; y estoy en gran ansiedad por ti, sa-
biendo como sé que, allí donde haya lucha, será pro-
bable que te encuentres, y que te sería difícil huir en
una batalla perdida ó volver la espalda al enemigo. Con
todo confío en Dios, querido hermano, que Él te ten-
drá bajo su protección.
:.En cuanto á mí, puedo decir, con las palabras del
Salterio, que «lB;B cuerdas me cayeron en lugares delei-
tosos:.. El buen caballero Juan de Chlum, ó, como dicen
aquí, Pan z Ghlum, es el señor más noble á quien sirvió
jamás un escudero, y su familla es muy bondadosa
conmigo. Pero te ruego, Armando, que si sabes algo del
Canciller de París, me lo digas en tu carta; porque la
bondad con que me trató en mis años de escolar no la
olvidaré nunca, y oraré por él basta el fin de mi vida.
»Esta ciudad de Praga es una ciudad maravillosa.
Tiene cinco partes: el Alstadt, que ocupa el centro; el
Neustadt, á la orilla derecha del río Moldan; el Kleinsi-
te, á la izquierda; el Judenstadt, ó barrio de los Judíos;
y el Radschin, sobre una colina, donde están la forta-
leza, la catedral y el palacio del rey. Para ir de la
ciudad vieja al Radschin ó al Kleinsite, se cruza el río
por un hermoso puente edificado en tiempos del Kaiser
Carlos. En el centro de la ciudad están la Casa Consis-
torial y la Universidad y también muchas iglesias her-
mosas, especialmente aquellas en que se predica la pur&
Palabra de Dios, la iglesia de T eyn y la Capilla de
Bethlehem. El barrio de los judíos me ha interesado
mucho. E!i mi vida he visto tantoa judíos juntos. Se
dice que sus antepasados vinieron cuando J erusalem
fué destruida por los romanos, en castigo de Dios por l&
maldad de los judíos al crucificar á nuestro Señor. Vi
222 APLASTADO, PERO VENCEDOR

al principal Rabino, corno ellos llaman á su obispo, que


es uu viejo de largas barbas blancas, vestido con una
túnica en cuyos bordes lleva unas tiras con palabras
escritas en una lengua extraña. Supongo que son sig·
nos cabalísticos, que un cristiano no debe leer.
»La ciudad está muy inquieta, y recientemente han
ocurrido grandes tumultos, en parte, por cansa de lo
que se hizo en Constanza. Aquí, checos y alemanes,
hnssitas y papistas, vienen á las manos con tanta fa·
cilidad como borgoñones y armagnacs en mis tiempos
en París.
»Ilasta aquí te escribí ayer; pero no pude continuar
por haber tenido que acompañar á mi señor á una gran
asamblea de los barones de Bohemia y Moravia, convo-
cada para protestar contra el consejo y la obra de los
que dieron muerte al Maestro Juan Huss.
»Jamás vi tal espectáculo. La gran iglesia, la mis·
ma en la cual solía él predicar, llena hasta la puerta
de caballeros brillantemente vestidos con mantos bor·
dados en oro y plata. Algunos, ancianos de blanca ca·
bellera; otros, con cabellos negros como el cuervo; to·
dos con la tristeza y la indignación reflejados en sus
semblantes. Cuando algunos de ellos hablaban, las mi·
radas se encendían y las manos buscaban el puño de
las espadas. Por fin, un escribano leyó la protesta, que
terminaba con estas palabras: «Protegeremos con nues·
tras propias vidas aquellos predicadores fieles que nos
prediquen la Palabra de Dios, y estamos dispuestos á
derramar nuestra sangre para defenderlos.»
»En esto se levantó un gran clamor, y todos se
apresuraron á firmar. Creo que lo hubieran flrmado con
su propia sangre si hubiera sido preciso. Un caballero
muy anciano fué el primero; creo que era ciego, porque
su escudero lo daba el brazo cuando se acercó á la
mesa y le tuvo la mano mientras flrmaba. Los demás
esperaron á que él acabara; pero cuando acabó, todos
querían adelantarse. ~H señor no tenía prisa; le era lo
mismo estar entre los primeros que entre los últimos.
EL CALIZ DE CRISTO 223

Le bastaba saber que ninguno había amado al Maestro


Juan tanto como él. Afirmaría que más de sesenta ba-
rones de Bohemia y Moravia escribieron sus nombres
al pie del documento. Si se hubiera permitido firmar á
gente de menor rango, en toda la ciudad no hubiera
habido pergamino bastante para contener las firmas.
La Universidad redactó una protesta especial, como
era propio.
:oPero basta de estos asuntos. Querido hermano,
deseo ansiosamente tener noticias tuyas. Si esta carta.
llega á tus manos, como, mediante el favor de Dios y la
amabilidad de Beltrán de Avignon, espero que llegue,
te ruego me escribas por mano de alguien quep uedas
encontrar que venga á Praga. No olvides poner en el
sobre el nombre de mi señor el barón de Chlum, porque
todo el mundo le conoce en Bohemia. No dejes de darme
noticias de tu bella damisela Jocelyne. No dudo de que
estás orgulloso de su favor, y de que sabrás mostrarte
digno de ella en más de una batalla. Me figuro que
debe ser fácil pelear bien, recordando aquellos ojos
negros y esperando tu galardón de aquellos labios.
Casi te tengo envidia, Armando; pero no, más deseo
que seas feliz y que tu paciente espera tenga abun-
dante recompensa.
»Sobre todo te ruego, querido hermano, recuerdes
lo que hablamos antes de separarnos: cómo hicimos
voto de amar al buen Dios y de servirle, y de seguir
fielmente al Señor Jusucristo; para que, bien que nos
encontremos alguna vez en este mundo, ó no, nos en-
contremos con gozo en su presencia. Dios sea contigo,
mny querido Armando, ahora y siempre.
»Así se lo pide tu amantísimo hermano,-Hube,·to
Bohun.
»Dada en Praga el día dos do Septiembre del año
de gracia mil cuatrocientos quince.»
Cuando Huberto, terminada la carta, limpiaba cni·
dadosamente su buena pluma de ganso, su señor entró
en la habitación.
2~4 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-Maestro Huberto-dijo,-necesito aquel papel


que contiene ciertas cuentas de dineros.
-Aquí está, señor caballero- contestó Huberto
prontamente, sacándolo de una caja que tenía á mano.
Como secretario de su señor, estaba encargado de todos
sus papeles. El documento que sacó era de formidable
longitud, cuajado de guarismos y de escritura en checo.
Huberto sabía que la letra era de Zedenka, la cual se
había tomado un trabajo enorme para ordenar y acla-
rar las enrevesadas cuentas de su padre.
-M:i amigo Svoyshin-explicó Chlum-quiere que
se lo dé, no sé por qué ni con qué objeto. El Maestro
Jerónimo (á quien Dios libre, si es su voluntad) recibió
de nosotros un documento que certificaba que había
hecho todo lo posible en favor de su amigo. ¡Ojalá que
se hubiera conformado con eso, y se hubiera vuelto á
casal Sospecho quieren darme á mí un documento pa-
recido, no sea que alguien dude ...; pero on cuanto á mí,
no me importa.
Después de una pausa, añadió:
-lluberto, quiero hablarte de otro asunto de mu-
cha más importancia . .Mañana Domingo se administra-
rá el Santo Sacramento del altar en ambas especies en
la Iglesia de Bethlehem. Tú eres de corazón uno de los
nuestros, como lo has probado con hechos. ¿Quieres
participar con nosotros del cáliz de Cristo, que .rl.l ha
dado á todos los fieles?
-¡Si fuera digno de ello ...-dijo Huberto bajando
la cabeza con reverencia.
-Tú no eres digno, ni nadie-contestó Chlum,-
pero Cristo es digno.
Con un corazón devoto y reverente, acompañó Hu-
berto al día siguiente á su señor y á Zedenka, y formó
parte de la densa, pero tranquila muchedumbre que
llenó la iglesia. Grande era el contraste entre esta
asamblea y la anterior. Una quietud solemne se impo-
nía á todos. Hombres y mujeres estaban absortos en si-
lenciosa oración, ó meditaban con los ojos fijos en el al-
EL CALIZ DE CRI STO 226

tar. Muchos miraban también con tristeza a l sencillo


púlpito de pino, cubierto de paño, donde ya no volve-
rían á ver un rostro que les era tan querido.
-Huberto lo miraba también, pensando qué escena
habría presentado aquella iglesia cuando la voz pode-
rosa del Maestro Juan conmovía la congregación de
«tres mil almas» que la llenaba.
En est9 corrió por la muchedumbre nn movimiento
de expectación. El predicador subía al púlpito. Era
hombre pequeño y delgado, á quien por su insignifi-
cante apariencia ll amaban Jacobel, ó pequeño J acob;
pero tenía fama de predicador elocuente y muy versado
en las Escrituras.
Jacobel anunció su texto: «Bebed de él todos.» Tan
claramente hablaba, llenando sin esfuerzo la gran igle-
sia, que Huberto, á pesar de no dominar aún el len-
guaje, apenas perdió palab ra. Comenzó con un razona-
miento claro y bien fundado en la Escritura, acerca del
manda to de Cristo y de la práctica de la Iglesia Pri-
mitiva, ilustrada por la primera Epístola á los Corin-
tios. Continuó con una ojeada histórica, demostrando
que en los primeros siglos del Cristianismo todos los
fieles participaban del cáliz. Con gran calor y anima-
ción habló de cómo se había transmitido de padres á
hijos en la Iglesia Bohemia, aquella práctica, hasta
tiempos que aún podían recordar algunos de los vivos.
Pero la tiranía de Roma, el orgullo de los sacerdotes y
la superstición del pueblo, habían ido robando á los fie-
les de tan precioso dón. Ahora, por la providencia de
Dios, les era restaurado. Dios había levantado predica-
dores fieles que no vacilaban en declararles todo el
consejo divino. Podían creerlos y seguirlos sin temor,
aceptando su palabra como palabra de Cristo. El que
les hablaba, estada tan cierto de la voluntad de Dios
en este punto como de su propia existencia, y estaba
pronto á sellar su enseñanza con su sangre. Pero tenían
un testimonio mejor. La carta que él les mostraba había
sido escrita por un hombre á quien conocían bien,
15
226 APLASTADO, PERO VENCEDOR

escrita por una mano encadenada y en un obscuro ca-


labozo, pero aquellas palabras tenian para ellos más
fuerza que la elocuencia de un arcángel. Las leyó en
voz alta. cEn cuanto á la Comunión del Cáliz, tenéis
mi escrito en el cual he dado mis razones, y no puedo
decir más sino que el Evangelio y la Epístola de San
Pablo prescriben esta costumbre, y que estaba en vigor-
en la Iglesia Primitiva.»
El predicador hizo una pausa. Acá y allá, entre la
&piñada concurrencia, se oían sollozos contenidos.
e Acercaos, pues, con fe-prosiguió el predicador-
y tomad el cáliz de Cristo sin temor. No es una mano
mortal la que os lo da, ni la mano del mártir, sino la
mano de Cristo mismo. Tomad y bebed de él todos.
Pero que las manos que lo toman se consagren desde
ahora á El y se empleen sólo en su servicio. Que los
labios que lo tocan no pronuncien en adelante sino
palabras puras é irreprensibles dehmte de El. Que los
pies que han de acercarse á su mesa no vayan des-
pués adonde El no quisiera. Que todos los miembros de
vuestro cuerpo, y toJas las potencias de vuestra alma
se consagren desde ahora á Aquel que se dió á sí mis-
mo por vosotros en la cruz, y que se os da asimismo en
este santo sacramento para gozo y consuelo de vues-
tras almas. :o
Un profundo silencio reinó en la iglesia cuando el
predicador terminó.
Después, tres mil voces, como si fueran una sola.
voz, entonaron de corazón el himno de Juan lluss:
Hijo eterno, que vives con el Padre
Y el Esplritu en trono de fulgor,
Nuestra perfecta redención has hecho
Por tu amor-
Viviste con nosotros en la tierra,
Sentiste nuestras penas y dolor,
Para salvar y convertir las almas
Por tu amor.
EL CALIZ DE CRISTO 227
Te dignas abogar por tus creyentes,
Cual celoso y amante Intercesor,
Para darnos así lo necesario
Por tu amor.
Tú nos compraste por subido precio,
Dando tn vida, divinal Señor,
Y cumples en nosotros tu palabra,
Por tu amor.
Hermanos, renunciemos al pecado,
Para gozar el sin igual favor
De la entrada en el Reino prometido
Por su amor.
Tributémosle férvidos loores,
Por su muerte de altisimo valor,
Que nos hace gozar eterna vida,
Por su amor.

El final de las estrofas cz ve Milosti» quedó resonan-


do en los oídos de Huberto, como en su corazón quedaba
el sentimiento de aquel profundo é ilimitado amor di-
vino. Comenzó el oficio de la Misa, que á Huberto le
parecía diferente de lo que había oído mil veces. Llegó
por fin el momento de acercarse al altar. Chlum y Ze-
denka fueron juntos, seguidos de Huberto, cuyo cora-
zón rebosaba gt·atitud, humildad y fe.
Otro sacerdote administraba la hostia, y Zacobel
mismo daba el cáliz. Al escuchar las solemnes palabras:
cLa sangre de J esucristo que fué derramada por ti
preserve tu cuerpo y alma para vida eterna•, un pen-
samiento inundó de gozo el alma de Huberto. Estaba
recibiendo el dón de Cristo. Cristo estaba allí con él,
con Huberto Bohun. Su voz le hablaba. Su mano le
tocaba en misteriosa, pero dulcísima comunión. Cristo
le daba el dón que incluye todos los demás, se daba á
sí mismo.
Levantóse y dió lugar á otros. Estos que tras él ve-
nían no le eran ya extraños. Eran amigos, hermanos,
228 APLASTADO, PERO VENCEDOR

bebían con él del cáliz de Cristo y estaban unidos á él


con vínculo sagrado.
Lentamente volvió á su sitio. La congregación se
guía acercándose, grupo tras grupo, á recibir el cáliz;
nunca lo había él visto dado de esta manera, ni lo había
él recibido.
Una vez lo había visto quitado. La escena se repro·
dujo viva en su imaginar.ión. Veía una gran catedral.
los Padres del Concilio, el Kaiser y sus príncipes ro-
deados de esplendor, y en medio una figura solitaria y
digna, vestida por última vez con ropajes sacerdotales.
«El cáliz fué quitado de sus manos-pensó Huberto,-
y por él lo hemos recuperado nosotros; su sufrimiento
nos ha traído gozo á nosotros.» Después oyó otra vez en
su corazón aquellas valerosas palabras del mártir: e Yo
lo beberé hoy, por su gracia, en su reino.» Y con ale-
gría levantó su voz con los que cantaban el Gloria in
Exce"Lsis.
De haber podido él, y los que aquel día se reunie-
ron en la Iglesia de Bethlehem, haber previsto las In·
chas y matanzas, dolores y angustias, que aquella par-
ticipación del cáliz iba á traer sobre Bohemia., ¿hubieran
él y ellos alzado su voz en aquel c>.a.nto de los ángeles?
M:ás aún, ¿se hubieran atrevido á llevar á sus labios
el cáliz que iba á costar tan caro?
Tal vez no; tal vez aun los más valientes hubieran
vacilado. Pero si ahora pudieran ver desde el cielo todo
lo que aquel acto trajo tras sí, creemos que se gozarían
por sus hermanos á los cuales fué concedido el privi-
legio de participar del cáliz de los sufrimientos de Cris-
to, así como de su copa de bendición y salvación.
CAPÍTULO X

Una deuda pagada

Pocos días después, algunas damas estaban cosien-


do en una tranquila sala do la casa contigua á la igle-
sia de Bethlehem. La sala era amplia y estaba bien
amueblada, aunque en un estilo algo anticuado. Un
torno y un armario de libros daban idea de las aficio-
nes de los moradores.
Dos de las señoras ocupaban una especie de estrado
que las ponía aparte de las demás. Una de ellas, avan-
zada. en años, vestía una túnica negra muy ceñida, sin
más adorno que un rosario con cruz de oro, y llevaba
recogida su blanca cabellera con una sencilla toca de
seda. En Panna Oneska se daba el caso, muy raro en
la Edad Media, de una. señora soltera de cierta edad, y
que, sin embargo, no era monja. Como miembro de
aquella compañía. de mujeres distinguiuas y devotas
que se habían agrupado alrededor de la iglesia de
Bethlehem, era considerada como muy religiosa, una.
especie de beata de alto rango, una monja sin votos. Su
rostro, que la mano del tiempo, no siempre inclemente,
habfa suavizacl.o, revelaba un carácter firme y fuerte.
Sus vivos ojos grises gozaban todavía de una vista pe-
netrante; podían ver bastante más que el trabajo en el
que á la sazón estaban ocupadas sus manos, un vestido
de lienzo destinado, sin duda, para algún pobre.
Zedenka estaba sentada á su lado, ocupada. en
trabajo parecido, y movía. la aguja con nerviosa rapi-
dez, escuchando al mismo tiempo la conversación de
su anciana amiga con muestras de vivo interés.
230 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Panna Oneska estaba diciendo:-Estuvo muy bien


hecho lo que tu padre y los demás hicieron al protestar
contra el proceder del Concilio, que fué un insulto á
toda la nación bohemia. Pero no estuvo tan bien el ha-
blar como si el Evangelio hubiera empezado con el
Maestro Juan Huss, y no hubiera de oírse más ahora
que él ha muerto. Hay mucho, aun entre los fieles, de
aquel espíritu que San Pablo reprendía: «¿Qué es Pa-
blo, decía él, y qué es Apolos, sino ministros por los
cuales habéis creído?» Y yo diría: c¿Qué es el maes-
tro Juan Huss sino eso mismo?• Yo me acuerdo de
cuando era un pobre muchacho del coro de la iglesia,
que se daba por muy contento si podía comer sus ga-
chas con una corteza de pan de centeno; y se dice que
en la Universidad tenía que servir como un criado á
los profesores para que le permitieran asistir á las cla-
ses. DHicilmente hubiera podido proseguir sus estudios,
si el señor de Hussenetch, el padre del actual, no le hu-
biera dado de cuando An cuando una túnica y un par
de zapatos. Así fué como adquirió su erudición, que no
creo que fuera nada de extraordinaria. He conocido al-
gunos que, en el estudio de los clásicos y de los Padres,
estaban tan por encima de él, como él lo estaba del po-
bre arzobispo A. B. C.; que quemó los libt·os del Maes-
tro Wiklirfe, aunque no sabía leerlos, y que aprendió
el alfabeto después de ser consagrado.
-No faltan doctores bien versados en los clásicos y
en los Padres-dijo Zedenka,-pero ninguno de ellos
sabe hablar al corazón como él Jo bacía.
-IIay, sin embargo, palabras de otros hombres
que probablemente durarán más tiempo. Valen más al-
gunas csentencias» de mi padre que un tratado entero
de Juan Huss. Y no lo digo porque fuera mi padre, si-
no porque es verdad. El Maestro Matías de Ja.nov y
el Maestro Juan Milic, aquellos santos siervos de Dios,
conocían y estimaban mucho los escritos bohemios do
mi padre, porque él fué el primero que escribió con
elegancia clásica nuestra lengua. ¡Aquellos sí que eran
UNA DEUDA SAGRADA 231

hombr es de valer! ¡Ojalá los tuviéramos ahora, que


bien los necesita nuestra patria!
-Solamente que entonces podríamos olvidarnos de
que Pablo y Apolos no son nada-observó maliciosa-
mente Zedenka.
-Tienes una lengua muy aguda-dijo Pan na Ones-
ka, levantando los ojos de su labor y fijándolos en su
joven interlocutora.-Pero no te apures, hija mía. No
he querido decir nada contra el Maestro Juan Huss, ni
podría decirlo, porque siempre fué un santo varón de
Dios. Lo único que digo es: cA nadie llaméis vuestro
padre en la tierra.»
-Excepto á vuestro propio padre, supongo que
quiere decir eso-contestó Zedenka, la cual sabía muy
bien que Panna Oneska adoraba la memoria de su
padre, el caballero de Stitny, hombre de profunda
piedad é inteligencia, cuyas obras eran muy estimadas
por los fieles de Bohemia.
-Lo que más agrada á las multitudes no es siem-
pre lo que más dura-dijo Panna Onesca.-Pero no
hablaré de esto contigo, que eres joven, y como joven, te
dejas llevar de lo que reluce. Sólo te diré que te he de-
jado en testamento (porque de todos los que me quedan
en la tierra tú eres la persona que más quiero) los li-
bros de mi padre escritos por su propia mano. Los hu-
biera dejado a l Maestro Juan, que era mucho más joven
que yo; pero Dios lo ha querido de otro modo. Ahora
serán para ti. Cuando tengas la cabeza blanca como
yo, y hayas sufrido muchos dolores, empezarás á en-
tenderlos.
Zedenka se conmovió, y acariciando la mano blan-
ca de Panna Onesca, dijo:
-Los tenuré en gran estima por amor vuestro.
-Lo sé, niña; pero quisiera que los estimaras por
amor de su autor. Cambiando de conversación, ¿qué
vas á hacer con la reina? No puedes desatender el
deseo que ha expresado de verte.
232 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-No veo cómo pueda ir á palacio-dijo Zedenka


algo turbada.
-¿Qué te lo impide?
-Querida Panna, muchas cosas.
- No las veo. Tu padre está aquí para llevarte, y su
nuevo escudero, un mancebo muy gentil, para acompa-
ñaros.
-N o me agrada ir sin mi madre.
-Si esa es la dificultad, niña, ya sabes que yo
tengo acceso en todo tiempo á la reina, y puedo presen-
tarte. Después de tu madre, nadie tiene más derecho
á ello que yo.
Zedenka inclinó la cabeza sobre su labor para ocul-
tar su perplejidad. ¿Cómo iba á confesar á su amiga
que la verdadera dificultad era la falta del vestido y los
ornamentos que la hija de un barón de Bohemia debía
llevar en tal ocasión?
- Yo hablaré á tu padre-dijo Panna Oneska,-
que sin duda vendrá pronto para preguntar por tu sa-
lud, ó enviará á su escudero, que parece tan afecto al
Evangelio, á pesar de ser extranjero. Dime, ¿no tiene
tu padre otro escudero ahora? ¿Qué ha sido de aquel
gentil hombre que llevó consigo á Constanza?
-Ha entrado al servicio de mi primo el de Lat-
zembok. Como ha ido á la corte del Kaiser, quiso lle-
várselo.
-Tu primo no es una honra para la familia. ¿Es
cierto que se ha limpiado con juramento de toda sos·
pecha de horejfa? Si lo ha hectlo, espero que tu padre
y tus tíos no volverán á hablarle.
-Pero él puede rechazar la tacha de herejía, por-
que no somos herejes
-Debemos dejar que los hombres nos llamen como
quieran, niña. ¿No llamaron al Señor lle la casa, Beel-
zebub? Por mi parte estoy tan dispuesta. á qutl me lla-
men chereje• como Joanita, y más me gusta ese mote
que el nuevo mote de Hussita; aunque también éste ten-
dré que sufrirlo. Pero aquí viene tu escudero.
UNA DEUDA SAGRADA 233

En efecto, Huberto entró, muy airoso con la túni-


ca y el manto que las damas de Pihelle habían bor-
dado. Con la gorra de terciopelo en la mano, hizo una
profunda y gentil reverencia.
- Mi señor me ordena presente sus respetos y aca-
tamientos á la noble Panna Oneska, y sus afectos á
mi señora su hija-dijo.-Tengo también el encargo
de preguntar por la salud de las nobles damas y r eci-
bir sus órdenes .
.A esta frase, pronunciada en correcto bohemio, la.
anciana dama contestó en forma igualmente cortés.
Dirigiéndose á ella, añadió Hubcrto:
-Mi señor desea saber, Panna, si le dais vuestra
licencia para visitaros antes del toque de vísperas. Tie-
ne algo que comunicaros, y también á su hija.
- Pan Jan z Chlum es siempre bien venido para.
mí-contestó Panna Oneska.
- ¿Sabéis, Maestro Huberto, si mi padre ha recibido
carta de Pihel?-preguntó Zedenka.
-Pienso que no, Panna-contestó Huberto.
El deber que después tuvo que cumplir, un deber
nada difícil, fué beber á la salud de las damas una copa
de buen vino gascón, que le fué servida por una dueña.
de edad madura y tranquilo porte.
Hubiérase entonces despedido si Panna Oneska no
le hubiera detenido, al parecer para interrogarle acerca.
de las impresiones que tenía de Praga, pero en reali-
dad para indagar sus opiniones religiosas. Con gran
admiración de Huberto, Panna Oneska le habló en ex-
celente latín. Las respuestas del joven la dejaron muy
complacida; aunque no era una crítica indulgente,
quedó satisfecha del latín de Huberto, y más aún de
su teología; y acabó por regalarle un ducado de oro,
presente que en aquellos días se consideraba propio y
adecuado aun entre iguales.
La historia que Chlum tenía que contar era la si-
guiente: Entre los muchos amigos que había encontrado
en Praga estaban Pedro de Svoysin y su esposa Pani
234 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Ana. de Friumbock. Svoysin era Sefl.or de la Casa


Real de ~foneda de Bohemia, ca1·go de grandes prove-
chos y de mucha influencia. La Casa de Moneda estaba
próxima. á. las ricas minas de plata de Kuttenburgo.
Svoysin era celoso bussita, y sn sefl.ora, dama de exce-
lentes dotes, lo era aún más que él. Sentía hacia Huss
aquel afecto personal que pocos hombres han inspirado
tan abundantemente como él. En la. última carta que
lluss babia. escrito á sus amigos en Bohemia, había he-
cho á ella y á su marido el ruego muy encarecido de
que sufragaran los gastos en que Cblum había. incu-
rrido en Constanza por causa de él.
Para cumplir aquel deseo, Pa.ni Ana hubiera empe-
ñado basta la última de sus joyas, con pleno consenti-
miento de su señor; pero no había necesidad de tales
sacrificios, porque eran ricos.
Invitado por ellos, Chlum les visitó en su aloja-
miento, acompafl.ado, como de costumbre, por Huberto.
Chlum y sus amigos hubieran conversado larga-
mente acerca de la situación del país si sus pensa-
mientos no se hubieran vuelto más bien hacia. los acon-
tecimientos ocurridos en Constanza. Svoysin tenía en
la mano el papel con la cuenta preparada por Zedenka.
-¿Pensáis, amigo mío-preguntó,-que ésta es una
relación exacta y completa de los dineros que gastas-
teis en Constanza y el viaje de ida y de regreso?
-Sí, de lo que yo puedo recordar. Pero, dádmela, ó
rompedla, si queréis, porque no vale el papel en que
está escrita. Es cierto que hace un a"ño, cuando el Kai-
ser nos encomendó el asunto á Duba y á mí, se enten-
día que él sufragaría el coste. P ero, ¡ojalá fuera ésta
la única obligación á que hubiera faltado!
- Puesto que ha faltado á otra mayor-dijo la da-
ma.,-no siento que haya faltado á ésta. Sólo los que
amaban al querido Maestro deban despender sus recur-
&os para él.
-Me imagino-dijo Chlum, dirigiéndose á Svoy-
sin, después de haber hecho una reverencia á la seño-
UNA DEUDA SAGRADA 235
ra,-por qué razón deseabais de mí esta relación. Ha-
béis oído tal vez ciertas conversaciones entre nuestros
caballeros y barones, como si yo no hubiera hecho todo
lo que se podía, y queréis tener algo con que taparles
la boca, como buen amigo mío que sois. No os toméis
ninguna molestia para ello. ¡Dios sabe si escatimé mi
oro, y si hubiera escatimado mi vida! Eso me basta.
-Sí, amigo, os basta; pero no á nosotros. ¿Pensáis
que no hay otros que le amaban y que quisieran gas-
tar algo por amor suyo?
-Muchos. Pero ese privilegio me fué concedido á mí.
-Señor caballero-preguntó la señora,- ¿queréis
ser generoso, y cedernos una parte del abundante honor
que Dios os ha dado?
-No os comprendo, Pani Ana.
-Pues leed esto-dijo Svoysin, presentándole un
papel.
-¡Una carta suya!-exclamó Cblum conmovido.
La tomó y leyó: «Por amor mío, aunque tal vez
muerto, en mi cuerpo, no permitáis que el barón Juan,
el fiel y digno caballero y mi generoso bienhechor, su-
fra pérdida alguna. Os lo ruego por amor de Dios, que-
rido barón Pedro, Señor de la Casa de Moneda, y Dama
Ana.»
Aquellas palabras de alabanza y cariño conmovie-
ron profundamente al valeroso caballero.
-Guardad vuestro oro, y dadme esta carta. Con
esto estoy recompensado.
- Tendréis ambas cosas, señor barón-dijo la da-
ma;-y las habéis ganado, como también la gt·atitud
de todo fiel bohemio.
-Para que el asunto quede termina:io-dijo Svoy-
sin,-aquí tenemos dinero; y he llamado á un notario
para que lo cuente y os lo entregue.
Chlum no respondió. En su alma fuerte y silenciosa
se libraba una batalla. No podía renunciar al sacrificio
hecho por el hombre á quien amaba, sacrificio que era
para el un tesoro sagrado.
286 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Pero el :Maestro Juan lo quería, y era justo¡ justo


de muchas maneras y por muchas razones. ¿Qué era él
más que otros para guardar para sí las cosas mejores?
¿Qué era él? Era cel mejor y más querido amigo, el otro
yo» del Maestro Juan. Esto le bastaba. El dinero podía
perderse 6 recobrarse, sin darle ni quitarle aquel gozo.
Se haría todo lo que el Maestro Juan había querido.
Por fin dijo, haciendo una reverencia, como quien
acata una ley superior: - 1\Iis nobles amigos, acepto
vuestra oferta, y ... la agradezco.-No sin cierta vaci-
lación pronunció estas últimas palabras. Después aña-
dió:-Mi escudero, el Maestro Huberto, que es además
un excelente secretario, puede hacer la cuenta.
Así, con pocas palabras, quedó arreglado el asun-
to. Pero no podía pagarse tan sencillamente la deuda que
Bohemia tiene con aquel cfiel y digno caballero•, Juan
de Chlum. Bien ha podido un gran artista bohemio, al
pintar la escena de Juan Huss ante el Concilio, colocar
junto á la figura del mártir la de su fiel amigo, tenien-
do en la mano el histórico martillo con que clavó su
protesta en la puerta de la catedral. Tales protestas no
son nunca perdidas. A no ser por Chlum y sus com-
pañeros, muy diferente hubiera sido la historia de los
últimos df11s de Huss. El consiguió rodear con el res-
plandor de la notoriedad el sacrificio que no pudo im-
pedir.

CAPÍTULO XI

El buen uso de la prosperidad

De los bienes, como de los males, puede decirse que


no vienen solos. Así sucedió con el cab~:~.llero de Chlum.
Después que su amigo le reembolsó lo gastado en Cons-
tanza, sus hermanos, que habían acudido á Praga con
el mismo objeto que él, arreglaron con él las cuestiones
referentes á las propiedades de la familia. No querien-
EL BUEN USO DE LA PROSPERIDAD 237

do conservar uno de los feudos que le correspondían,


Chlum pudo venderlo en buenas condiciones. Relevado
así de sus apuros financieros, su primer cuidado fué
pagar las deudas que tenía; y después hacer provisión
abundante de todo lo que su familia necesitaba, desde
vestidos bordados para las damas hasta mandiles para
los pinches.
Más importante era la reorganización de la casa.
Necesitaba un capellán y confesor, y se tuvo por afor-
tunado al encontrar á un sacerdote de excelente carác-
ter, llamado Stasek, que había sido despedido por su
anterior señor, por haber administrado el cáliz á algu-
nos de sus dependientes. No quería tener otro escudero
que Hubert, pero dos ó tres pajes de sangre azul eran
una adición propia de una familia como la suya. Enri-
que de Leffle, que había estado con él en Constanza, le
rogó que tomara á su hijo, á lo cual accedió gustoso. Y
tomó también á un niño de diez años, hijo de la viuda
de un compañero de armas que había muerto en la gue-
rra de Venecia.
Según nuestra ideas, Lucas z Leffe y Karel z San-
dresky hubieran sido compañeros de estudios y juegos
de Vaclav. Pero no eran tales las costumbres del si-
glo xv. Los caballeros tomaban los hijos de otros caba-
lleros, y las damas las hijas de otras damas, para edu-
carlos, y al mismo tiempo enviaban á sus propios hijos
é hijas á casas extrañas. En estos arreglos se procuraba
favorecer el porvenir de los jóvenes.
Teniendo esto en cuenta, Vaclav podía considerarse
afortunado de que el poderoso barón de Hussenech, el
hombre más notable de los bussitas, quisiera tomarlo
por paje. Estaba en Praga, tomando parte principal
en todo lo que se bacía para vindicar la memoria del
«querido M:aestro», que había sido uno de sus aldea-
nos á quien había conocido como pobre estudiante; y
renovó á Chlum la oferta que le había hecho en Cons-
tanza de tomar á Vaclav, cuya gracia é inteligencia le
habían impresionado muy favorablemente. Discutieron
~38 APLASTADO, PERO VENCEDOR

el asunto paseando bajo los soportales de la Eidengas-


se. Chlum iba acompañado de Huberto, y Hussenech de
su hijo, un arrogante y altivo caballero, vestido á la
moda que entonces prevalecía. Su orgullo no le impi-
dió, sin embargo, quedarse atrás con Huberto y conver-
sar amablemente con él, haciéndole muchas preguntas
acerca de Panna Oneska, y demostrando un interés que
sorprendió á Huberto, acerca de la vida de aquella
excelente dama.
Entretanto, Hussenec.h estaba asegurando á Ghlum
de su interés en Vaclav, y prometiéndole no faltar á
ninguno de los deberes de un padre, si lo encomendaba
á su cuidado. Cblum estaba complacido, pero vacilaba.
Encontraba dos dificultades: una que podía manifestar
y otra que callaba. No quería separar á la Pani de su
hijo, ahora que lo tenía á su lado después de un año
de ausencia. Además (y esto era lo que callaba), temía
que su hijo cogiera el espíritu de venganza que anima-
ba á la casa de Hussenech, tan contrario al consejo que
Cblum había recibido del Maestro Juan: «Servid á Dios
tranquilamente en casa.»
Por último, pidió á Hussenech que le diera tiempo
para pensarlo y consultarlo con su señora, no sin agra-
decer sus proposiciones y estimar como un honor toda
relación entre sus familias.
-.Allá va un mancebo-dijo Hussenech echando una
mirada á su hijo,-que estaría muy contento de entrar
en relaciones más íntimas, si vos y yo lo aprobáramos,
Kepka..
-¿Vuestro Panech? ¿Qué queréis decir, señor ba-
rón?
-No lo sé apenas. Pero lo cierto es que mi hijo no
perdona misa ni sermón en Bethlehem.
-M:e alegro de que sea tan piadoso-dijo Cblum
inocentemente.
-Dignisimo amigo, me temo que vuestra bella
hija es la verdadera causa de esa piedad. Ni á tirones
EL BUEN USO DE LA PROSPERIDAD 239

lo arrancan de la calle de Bethlehem, cuando hay oca-


sión de ver á la damisela.
-¡Mi hija!-exclamó Chlum, no sabiendo qué res-
ponder.-¡Si es una niña!
- Es una doncella de gran belleza y distinción; y
creo que mi hijo tiene buen gusto. Pero, como decís,
ella es muy joven; y él también, j:>ven y apasionado,
ligero de cabeza y de manos. Dejemos el asunto para
pensarlo más despacio. Espero que no os sea desagra-
dable á vos ni á la Pani.
-No puede ser sino un honor para nosotros-dijo
Chlum.
Chlum se alegró cuando acabó de arreglar sus asun-
tos. Praga le mareaba. El hombre se veía allí obligado á
coRtestar de improviso á las más inesperadas pregun-
tas, sobre asuntos tan diferentes como la Invocación de
los Santos ó las pretensiones de un mancebo acerca de
su hija. Le molestaba también verse objeto de honores
por haber defendido tan lealmente al héroe y mártir
de Bohemia. ¡Como si hubiera mérito alguno en no ser
falso caballero y desleal amigo!
Su acompañamiento se había aumentado con el pe-
queño Karel Sandresky, que estaba muy lindo con su
vestido de paje. Lucas Leffle iba á ser enviado á Pihel
más adelante. Pero Chlum estaba llamado á recibir otro
muchacho en quien no podía haber pensado. El día an-
tes de su partida, cuando salía de su alojamiento para
visitar á un amigo, un muchacho de aspecto salvaje,
vestido de gris, se adelantó y tuvo el estribo para que
Chlum montara.
El caballero montó, y le dió un groschen.
Cogiólo el muchacho y trató de devolverlo.
-No quiero vuestro dinero-dijo.-Soy tan bueno
como vos, señor caballero.
Chlum pensó que quería decir «tan bueno á los ojos
de Dios :o, porque el fervor religioso de aquel tiempo ha-
bía llegado hasta los chicos de la calle.
-Puede ser que seas mejor cristiano que yo-di-
240 APLASTADO, PERO VENCEDOR

jo;-pero una moneda de plata no hace daño á nadie,


por santo que sea.
-No soy santo ni mendigo, pero quiero pediros un
favor, señor caballero. ¡Tomadme á vuestro servicio!
Yo trabajaré, y pelearé y moriré por vos. ¡Dejadme que
os sirva!
-¡Pobre muchacho! ¿Qué debo hacer contigo? Pero
aguarda; tal vez puedo buscarte alguien á quien servir .
-No quiero servir á nadie, sino á vos, Kepka.
-¿Y qué podrías hacer por mí?-preguntó Chlum,
extrañado ante tal persistencia.
-Señor caballero, soy tan noble como vos, y por
nacimiento pudiera serviros como paje en la mesa ó en
el campo. Pero admitidme, y os juro por todos los san-
tos que os serviré de pinche, ó de mozo de cuadra, ó
de camarero, ¡de lo que queráis!
-En el nombre de Dios, ¿quién eres?
El muchacho se levantó de puntillas, y murmuró al
oído de Cblum una sola palabra:- Ostrodek.
Cblum no recordó en aquel momento el nombre ni
la historia que lo acompañaba; pero Huberto, que ha-
bía escuchado con mucho interés, se la recordó con al-
gunas palabras en alemán.
Chlum se volvió al muchacho.
-Apenas puedes acordarte de tu padre. ¿Dónde has
pasado estos años desde que murió?
..._Me acuerdo bien de mi padre, señor caballero.
Tenía yo entonces siete años. Después mi madre me
llevó al Monasterio de Santa Cruz para que me hicieran
fraile y acabara conmigo mi raza.
-Y ¿por qué no te quedaste allí, como quería tu
madre?
-Porque me trataron como á un perro. ¡Los odio!
-¿Qué hiciste tú para que se enojaran contigo?
-Lo que haría otra vez si tuviera la mala for-
tuna de que me cogieran y llevaran á sus calabozos.
¡Maldecir!os!
-¡Calla, muchacho! Eso no debe decirse.
UNA DEUDA SAGRADA 241

-Tal vez diríais cosas más fuertes, Kepka, si os


dijeran que el hombre que salvó el alma de vuestro pa -
dre estaba ardiendo en el infierno, y si después os azo-
taran y os mataran de hambre por decirles que men-
tían.
-¿Qué quieres decir?-preguntó Chlum cada vez
más interesado en el muchacho.
-No sé lo que ese gentil hombre os dijo hace poco
en alemán-prosiguió el muchacho.- Pero me figuro
que os diría que mi padre murió en la horca. Porque
pienso que hasta las mismas piedras, y las tapias y
aun los árboles lo pregonan. ¡Pero al fin acabó bien!
Todos lo dicen, aun los mismos monjes. Y yo creo que
sn alma ha subido al cielo ya; y que ha sido recibido
por Dios nuestro Señor y por nuestra Señora, como un
caballero honrado, purificado de toda mancha. ¿Qué
clase de hijo sería yo si sufriera que se hablara mal
del hombre que lo salvó?
-¿Qué hiciste, pues?
-Los llamé embusteros. Ellos me maltrataron, para
echar de mí al demonio, según decían. Pero yo me es-
capé, y aquí estoy.
-Y ¿por qué has venido á mí?
-Señor caballero, porque les oí decir que erais
amigo de él, y casi tan malo como él, dicho sea con
perdón vuestro. El subprior decía que el Concilio debía
haberos quemado también á vos.
-No merecí tal honor-dijo Chlum sonriendo.
- Señor caballero, ¿no querréis tomarme?-dijo el
muchacho con acento lastimero.-¡Os serviré tan :fiel-
mente! Y si alguna vez peleáis para vengarle, ¡dadme
una espada!
-Mi pobre muchacho, no puedo desecharte, aun-
que no sé cómo admitirte. Entra en mi alojamiento,
pregunta por Clodek, y di que yo te he mandado que
estés ahí hasta que yo vuelva. Huberto, tenemos que
marchar. El tiempo urge.
16
242 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Chlum tué callado todo el camino; pero al volver


dijo á Huberto:
- Tenemos que ir á casa de Leffle. Tengo que
verle, porque pudiera ser que tomara á mal que su hijo
sirviera con este joven Ostrodek. Si es así, habré de re-
nunciar á Lucas, aunque lo sentiría.
-El padre de Lucas quería que lo tomarais, señor
1" caballero-dijo Huberto.
-Y el Padre de los huérfanos quiere que tome á
este otro. ¡Pobre muchacho! Algo bueno hay en él cuan-
do tuvo el valor de defender al Maestro Juan delante
de todos ellos. Escucha, Huberto; cuando venga á
Pihel, ha de tener el mismo trato que los demás; y si
alguno tiene la osadía de nombrar la horca delante de
él, no dejes de castigarlo severamente. Como él dice
bien, es de noble sangre.
-Sí que lo es, señor caballero. Lo dice el fuego de
su mirada. Me temo que necesitará buena dirección.
-Y espero que la tendrá contigo y con el Maestro
Stasek, y con una palabra amable y una mirada cari-
ñosa de cuando en cuando de mi señora, que sabe to-
car todos los corazones.
Al día siguiente, un día nublado de Octubre, par-
tieron para Praga. El tiempo desapacible no íué obs-
táculo para que una partida de amigos, entre los cua-
les estaba el Panetch de Hussenech, les hiciera el ho-
nor de acompaññrlos en la primera jornada de su viaje.

CAPÍTULO XII

Nuevas de Pedro

Los días transcurrían tranquilos en Pille! después


del regreso de los viajeros. En la capilla Stasek predi-
caba la Palabra de Dios los domingos y días de fiesta, y
administraba la comunión en ambas especies, no sólo
NUEVAS DE PEDRO 243

á la familia, sino á los vecinos que deseaban recibirla.


Aun de Leitmeritz venían algunos con este objeto.
li'rantisek rara vez faltaba.
La Pani Sofía había recobrado en parte la salud que
perdió al morir su primer hijo. Tenía puesto su cariño
en Vaclav, y éste, por su parte, era un buen hijo. El
padre, en vista de esto, decidió no enviarlo fuera de
casa, y así lo dijo, con muchas explicaciones y corte-
sías, al joven Hussenec cuando éste hizo una visita á
Pihel.
Hussenec, sin embargo, no dió por perdida la visi-
ta, que, según dijo á sus amigos, sería probablemente
la última por algún tiempo. Iba á Inglaterra para ver
el país y la corte, y pasar un curso ó dos en la Uni-
versidad de Oxford, donde quería trabar conocimiento
con los discípulos del gran Maestro Wickliffe. Prometió
á Huberto, con un aire de protector que no agradaba lo
más mínimo al joven inglés, buscar á sus parientes en
Inglaterra, y le pidió alguna cprenda» para ellos.
También pidió una cprenda» á otra p ersona del
castillo, pero en un sentido muy diferente, y Huberto
no sabía si ella la había dado ó no. Sabí~ que un
lazo de seda escarlata que ella había tenido puesto en
el cuello adornaba el gorro del joven caballero al par-
tir éste del castillo; pero Huberto sospechaba que él lo
había adquirido sin el consentimiento de ella.
Cuando Ilussenec se hubo marchado, la Pani dijo á
su marido, dando un suspiro de alivio:
-Espero que no le ocurra ningún daño en sus
viajes por tierras extranjeras, y que continuará por
allá buen tiempo.
-Yo me alegro, en cnanto á Zedenka, de que no se
haya concertado nada defiuitivo-respondió Chlum.-
La niña es muy joven todavía; tiempo hay.
El jovencito Leffle llegó poco después de la partida
de Hussenec. Era un muchacho vivo y de buen humor.
El, Vaclav y Sandresky llenaban la vieja casa de risas
y alegría. Ostrodek contribuía menos á la general ani-
2« APLASTADO, PERO VENCEDOR
mación; aunque muy afecto á su señor y obediente en
todo lo que le mandaba, era taciturno é irritable y pro-
pendía á violentos ataques de ira.
En Noviembre, cuando habían caído las primeras
nevadas, vino Pedro l'lUadenovitch. Chlum, Huberto y
Vaclav le dieron una cordial bienvenida, y lo primero
que le preguntaron fué qué era del infortunado preso
que yacía en la Torre de San Pablo, en Constanza, de
quien no habían oído nada.
Mladenovitch, que parecía más alto y más seco
.que nunca, quedóse un largo rato callado y con la
vista clavada en el suelo.
-Sea cualquiera la verdad, oigámosla, Pedro-
dijo Chlum por fin.-¿Le han tratado aun peor que al
Maestro Juan?
- Peor, señor caballero. Porque, con toda su mali-
cia, no hicieron verdadero daño al~Maestro Juan; pero
al Maestro Jerónimo se lo han hecho.
-¿Qué quieres decir?
-Señor caballero, quiero decir que se ha retracta-
do, ha negado su fe, ha ofendido la memoria del hom-
bre á quien amaba más que á su vida.
Todo el grupo reunido alrededor de él quedó en
silencio. El dolor y el pesar se leían en todos los sem-
blantes. Por fin Ostrodek rompió la pausa, exclamando:
-¡Qué vergüenza!
-¡Calla, niño!-dijo Chlum severamente.-¿Quién
eres tú, ni nosotros, que no hemos sufrido nada por
nuestro Señor, para culpar á uno que ha sufrido tanto?
Sospecho-añadió, dirigiéndose á Mladenovitch-que
eso será una calumnia lanzada por nuestros enemigos
para deshonrarle á él y á nosotros. ¿Hay pruebas?
-Demasiadas, señor caballero. Yo lo Ti con mis
propios ojos, y le oí con mis oídos en la catedral, ala-
bar al Concilio y someterse plenamente á sus decisio-
nes. Yo leí la carta que escribió á sus amigos de Praga,
diciéndoles que había estado engañado y que la gracia
de Dios le había iluminado al fin. Pero hubo una cosa
NUEVAS DE PEDRO 2i5

que ni el Concilio ni el K,a.iser pudieron obligarle á ha-


cer: no pudieron sacarle una palabra en contra del
Maestro Juan como hombre. c:No había tacha en éb,
fué lo que dijo.
-¡Cuánto habrá sufrido-dijo la Pani con voz aho-
gada por , las lágrimas,-para haber llegado á lo que
llegó!
-Esto puedo asegurar-dijo Mladenovitch:-que
estaba flaco, pálido y desencajado; apenas podía te-
nerse de pie.
-El que de nosotros esté sin pecado, ó el que piense
que hubiera obrado mejor en su lugar, arroje sobre él la
primera piedra-dijo el sacerdote Stasek.
-¿Está ya en libertad?-preguntó Vito.
- No ha sido puesto en libertad, no es fácil que lo
sea.
-¿Y por qué? ¿Con qué pretexto lo tienen preso
ahora?-preguntaron indignados varios.
-Dicen que su retractación es «sospechosa»; están
preparando una nueva acta de acusación.
-¡ Así son esos sacerdotes del Anticristo! ¡Crueles,
traidores, cobardesl-exclamó Vaclav.
-Hay muehos, aun dentro del Concilio, que han
reprobado tal proceder-prosiguió M1adenovitch.-El
cardenal de Florencia ha obrado de una manera muy
honrosa. Cuando el Concilio rehusó poner en libertad
al preso, dimitió de su cargo en la comisión nombrada
para juzgarle. El obispo inglés do Salisbury habló tam-
bién en favor suyo, pero en vano. Creo que el Maestro
Jerónimo hubiera sido puesto en libertad, de no haber
pesado contra él la influencia de uno de los mayores
doctores, el canciller de París, que ha dicho: c:"No se
debe confiar en un hombre que ha sido hereje alguna
vez.,. Si el Maestro Jerónimo llega á morir, su sangre
caerá sobre la cabeza de Juan Gerson.
-¡Falso! ¡Falso!-exelamó Huberto, que no llabía
hablado hasta entonces.-Maestro Pedro, estáis equivo-
cado. Juan Gerson no aconsejó jamás una bajeza.
246 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-Con vuestro permiso, Maestro Huberto, sois vos


quien está equivocado. La parte que el canciller tomó
en el asunto es bien conocida de todos. Yo lo sé por los
que le han oído personalmente y han leído sus palabras
escritas.
-¡ Entonces, mienten!-exclamó Huberto fuera de
sí ,-¡ó mentis vos!
-¡Hijo mlo!-dijo Chlum con tono de sorpresa y
dolor.
Huberto, comprendiendo a l momento que era una
cobardía acusar de mentiroso á uno que no podía con-
testarle con la punta de la espada, se apresuró á reco-
nocer su falta.
--¡Perdonad, Maestro Pedro! Ya sé que decís lo que
habéis oído y lo que tenéis por cierto. Pero esto no pue-
do creerlo; ¡no lo creeré jamás!-y dicho esto, salió
precipitadamente de la sala.
Los demás siguieron .discutiendo las nuevas con
tristeza, pero compadeciendo al Maestro Jerónimo.
-¡Quién lo hubiera pensado!-decían todos-¡El
Maestro Jerónimo, que jamás temió á sacerdotes ni á
frailes ... , que quemó la bula del Papa ... , que defendió
las doctrinas de Wickliffe en varias Universidades ... ,
el Maestro Jerónimo darnos tal desengaño!
Chlum se llegó á una mesa empotrada en el muro,
en la cual descansaba su gran Biblia checa. Le era tan
familiar, que muy pronto encontró el pasaje que busca-
ba, y lentamente leyó en voz alta:
-«Tú, enemiga mía, no te huelgues de mí: por-
que, aunque caí, he de levantarme; a unque more en ti-
nieblas, Jehová será mi luz. La ira de Jehová soporta-
ré, porque pequé contra él, basta que juzgue mi causa
y haga mi juicio; El me sacará á luz; veré su justicia.»
¡Amén!-añadió solemnemente, cerrando el libro;-y
no le oyeron decir una palabra más sobre el asunto.
Las palabras del profeta se cumplieron en Jerónimo
de Praga. Dios sacó en verdad á su siervo á luz, y le
hizo ver su justicia. «Corroborado de toda fortaleza»,
EL DESPERTAR DE HUBERTO 247

el impetuoso Jerónimo se levantó de su caída, dió


buen testimonio de su fe delante del Concilio y en la
hoguera, y se hizo merecedor de inmortal renombre.

CAPÍTULO XIII

El despertar de Huberto

lluberto Bohun salió afligido al campo. Su corazón,


constante en sus afectos, se aferraba con todas sus fuer-
zas al ídolo de su juventud. Oír que el canciller ha-
bía muerto, le hubiera sido soportable; pero pensar que
pudiera cometer una injusticia, creer que había fal-
tado á su deber para con un preso indefenso, era más
de lo que podía sufrir.
Acudía á su memoria el recuerdo de todas las bon-
dades que Gerson había tenido para con él. Le pare-
cía oír la voz del canciller que le hablaba y le llamaba
c¡hijo mío!» cComo el pafu·e se compadece de los hijos»,
así había compadecido aquel gran corazón al joven
huérfano y sin amigos.
Y ahora, todos hablaban contra él, llamándole cruel,
falso, traidor. ¡No! ¡El no podía oír tales palabras! Ha-
bía salido de la sala para no oírlas; y, sin embargo, le
parecía que seguían resonando en sus oídos. Pedro
seguía declamando, y los demás remachando sus acu-
saciones con exclamaciones y comentarios apasiona-
dos, en una lengua extraña para él, Huberto Bohun, y
dando suelta á pensamientos muy diferentes de los su-
yos. Eran de otra raza que la suya. La Panna se lo
había dicho claramente, y tenia razón. Confiaban en
él, le trataban bien, le estimaban; pero era un ex-
tranjero en tierra extranjera.
Estaba seguro de que, entre todas las voces que se
levantaban contra el canciller, la de la Panna era, no
la más alta (porque ella nunca alzaba la Yoz), pero sí
248 APLASTADO, PERO VENCEDOR

la más severa. Casi la oía pronunciar palabras de cen-


sura, y no podía soportarlas. No, no de sus labios.
¿Por qué? ¿Cómo era que le importaban tanto las pala-
bras de ella? ¿Por qué había él de tomarlas tan á pe-
cho, si, después de todo, él no era allí más que un ex-
tranjero? Pero él sabía, y en aquel momento se dió
plena cuenta del hecho por vez primera, que las pala-
bras de ella le preocupaban mucho. Le impresionaban
de una manera apasionada, indecible. ¿Qué significaba
semejante locura?
Kepka era un señor bueno para él; pero era su se-
ñor, y él nada más que un escudero pobre. Los pensa-
mientos de Ruberto no seguían una ilación lógica
aquel día, porque un momento después, estaba pensan-
do en las vastas posesioues y los magníficos castillos de
Ruasenetch.
¿Qué tenía él que ver con Hussenetch, sino tratar-
le con el debido respeto? ¿Qué tenía él que ver con la
Panna, sino servirla y honrarla como hija de su señor?
¿Qué fantasías eran aquellas que se habían levantado
en su corazón?
Ahora había vuelto Pedro, y aunque él, Huberto,
continuaría siendo escudero, sus servicios como secre-
tario no serían ya necesarios. No sabía si seguiría sien-
do el preceptor de los pajes. Había notado ya que no
podía instruirlos en una importante rama de su educa-
ción, la heráldica, en la cual recibían lecciones de la
Panna, que en esto, como en otras cosas, era muy ins-
truida.
Bien hubiera querido Huberto recibir aquellas lec-
ciones; pero dada su posición, era imposible. Tenía que
conformarse con que Vacla v y Lucas le repitieran lo
que habían aprendido.
Lucas tenía casi la misma edad que Armando cuan-
do éste fué hecho escudero del duque de Borgoña. ¿Por
qué no había de ser él escudero de Kepka? El arreglo
seria excelente, ya que las dos .familias estaban ligadas
por una antigua amistad. Huberto no podía menos de
EL DESPERTAR DE HUBERTO 249

pensar que Óhlum podría tener cuando quisiera media


docena de escuderos de buenas familias, muy orgullo-
sos y contentos de servirle. ¿Qué necesidad había de él,
del extranjero?
¿El extranjero? Pero ¿por qué había de tenerse co-
mo un extranjero, si el Sefi.or era «SU luz y su salva-
ción», y estaba con él? Un siervo de Dios, ¿no tiene el
mundo por hogar? ¿No le había dado Dios gozo una y
otra. vez, y no respondería Dios siempre á su voz?
Con estos pensamientos más luminosos encaminó
Huberto sus pasos hacia el castillo, cantando en su in-
terior las palabras de su salmo favorito: uNo me dejes
y no me desampares, Dios de mi salud. Aunque mi
padre y mi madre me dejaren, el Señor con todo me
recogerá.»
Cuando llegó al castillo, Pedro vino á su encuentro
y le dió una carta que le había traído de su hermano.
Huberto ht cogió con ansiedad. Armando no era
hombre de fácil pluma, ni mucho menos. La carta de-
cía así:
«Querido hermano: Hágote saber que el duque ha
venido, y me trata muy benévolamente. Parece que no
da importancia á mi falta. Por lo que yo puedo ver,
piensa que yo me he echado la culpa á mí mismo para
dejar limpio el buen nombre de Sabrecourt, por el afec-
to que tengo á su hermana. Cómo ba llegado á saber
que le tengo tal afecto no lo sé, porque estoy seguro
que no mencioné en mi carta á la damisela más que
una vez. Sea como quiera, no ba hablado de despedir-
me, sino, al contrario, me ba asegurado de su favor; y
se ha dignado decirme que pronto mejorará mi fortuna
de modo que pueda ponerla á los pies de cualquier
damisela que escoja. Está muy contento del éxito de
sus amjgos los ingleses en Francia, y tambjén de la mar-
cha que llevan los asuntos del Concilio. Todos los que
le hemos servido aquí hemos recibido pruebas de su
agrado, y aunque yo no me he motido para nada en
cosas del Concilio, no me he quedado sin mi corres-
250 APLASTADO, PERO VENCEDOR

pondiente recompensa. Pero, si puedo atreverme á tan-


to, creo que todos los bienes que he recibido vienen de
quien es más Poderoso que todos los duques y señ.ores
del mundo.
Dios sea contigo, querido hermano. Espero que es-
tás en salud y prosperas tanto como te lo desea tu
amante hermano,
.ARMANDO DE ÜLAIRVILLE.»

Pocas semanas después, Huberto paseaba por el


campo una mañana fría, pero espléndida, cuando vino
á su encuentro Mladenovitch, envuelto en el manto de
pieles que su querido maestro le había legado.
-No quisiera turbar vuestras meditaciones, señor
escudero-dijo con alguna cortedad.
Huberto respondió tan cortésmente como pudo.
-Quisiera hablaros de los negocios de mi señ.or. Ne-
cesita de los servicios de un fiel secretario, pues, aun-
que hombre sabio y prudente en sus asuntos, no tiene
gran habilidad para escribir y llevar cuentas.
-Naturalmente-dijo Huberto;-es un caballero.
-Ya os entiendo-replicó Pedro algo ofendido.-
Los caballeros y los que esperan llegar á serlo, como
vos, desdeñ.an tal habilidad. Pero permitid que os diga
que por carecer de ella, más de un caballero deja sus
deudas sin pagar. No es así nuestro Kepka; pero puede
ser engañ.ado y perjudicado en su fortuna.
-Tanto más necesarios son, pues, vuestros buenos
servicios.
-Si necesita de mis pobres servicios, los tendrá.
-Pues, ¿qué cosa mejor podréis hacer que servir-
le?-preguntó Huberto sorprendido.
-Me parece que soy llamado á otro servicio-dijo
Pedro con gravedad.
-Si por otro señor dejáis á Kepka, no sois el man-
cebo que se presentó conmigo al Kaiser en Constanza.
-No lo dejaría por ningún otro señor, si no es por
Vino á su enc uentro ;\lladenowi tch.
:.

¡i
il
.
EL DESPERTAR DE HUBERTO 251

.Aquel que dijo á su siervo: «Escribe las cosas que has


visto.»
-¿Queréis decir que vais á escribir las cosas que
habéis visto en Constanza?-preguntó Huberto con
vivo interés.
-Así es, Maestro Huberto. Están ahora tan fres-
cas en nuestra memoria, que nos parece imposible que
sean olvidadas algún día.
- ¡Olvidadas!-exclamó Huberto.-Olvide mi dies-
tra su destreza antes de que olvide yo lo que vi aquel
día en la Iglesia de Constanza.
-Pero, ¿quién hará que nuestros hijos, y los hijos
de nuestros hijos, lo recuerden también?
-¿Quieres decir que vas á escribirlo, Pedro? ¿Pien-
sas que Dios te ha dado esta tarea?-preguntó Hu-
berto, poniendo la mano sobre el hombro de su amigo y
mirándole á la cara con simpatía.
-¿Hay algún otro que pueda hacerlo?
-Ninguno tan apto como tú, puesto que estuviste
con él desde el principio.
-Y hasta el fin-dijo Pedro.
-Es una alta vocación, Pedro. Te envidio.
-¿Queréis ayudarme, Maestro Huberto?
-¿Yo? ¿Cómo? ¿Ignoras, Pedro, que jamás recibí
una palabra 6 una mirada del hombre que cambió toda
mi vida? El no supo nunca que existía en el mundo
un Huberto Bohun, que hubiera dado su vida alegre-
meRte por él.
-Pues sin vuestra ayuda, Maestro Huberto, la his-
toria no podría escribirse, al menos por mi parte. Con-
siderad que no obraría yo como hombre honrado si
por dejar el servicio de Kepka le ocasionara algún per-
juicio. Vos sois ahora escudero y hacéis bien lo que co-
rresponde á tal oficio. Pero en Constanza era la plu-
ma, y no la espada, lo que manejabais. ¿No podríais
ahora usar ambas, y ser hábil escriba al par que vale-
roso escudero? No faltará trabajo á vuestra pluma, ha-
biendo de escribir á los tres hermanos de mi señor y
252 APLASTADO, PERO VENCEDOR

arreglar tantos negocios. Además, la Panna también ...


¿no tienen por objeto un futuro enlace las visitas del
joven señor Hussenetch? Por cierto que sería un en-
lace al cual no pueden ponerse reparos. ¿No os agrada
el caballero, Huberto? ¿No lo consideráis digno de la
Pan na?
Huberto se ruborizó, pero contestó con voz segura:
-Me agrada bastante, Pedro. Pero ¿cómo esperáis
que un buen escudero piense que hay hombre en el
mundo que sea digno de la hija de su señor?
-Una cosa es cierta: que nuestra Panna no podría
encontrar marido de mejor nombre. Vos, Maestro Ro-
berto, procuraréis ser para Kepka un fiel es~udero,
un fiel secretario, y más, un verdadero hijo. Así podré
ir á Praga tranquilo, y escribir mi libro, que será en
parte vuestro.
-¿Y cuando el libro esté acabado, Pedro?
-Eso está muy lejos, Maestro Huberto.
Después de un momento de silencio, Pedro pro-
siguió:
- ¿P.or qué he de ocultar mis pensamientos á un
amigo tan fiel? Maestro Huberto, aunque me considero
indigno de tan gran obra, he hecho voto al Señor de
que, si me bendice y prospera, consagraré á su servi-
cio el resto de mi vida.
-¿Quieres decir que vas á ser sacerdote 6 fraile?
-Fraile, no. Los conozco demasiado. Pero desearía
servir á Dios en su Iglesia como el más humilde de sus
sacerdotes .
-Yo también tuve en un tiempo tales pensamien -
tos. Pero he de confesar que los sacerdotes me parecen,
casi todos, tan indignos ...
-Cierto, hay abundancia de perros mudos. Yo rue-
go á Dios que haga de mí un pastor fiel que apaciente
su pueblo con el pan del Evangelio.
-¡Amén! ¡Querido Pedro, que Dios te ayude y te
dé el deseo de tu corazónl-dijo Huberto.
Pedro, completamente satisfecho, volvió al casti-
TRES DÍAS DESPUÉS 253
llo, y Hubet·to se quedó aún en el campo. Una resolu-
ción pasó como rápida y poderosa ola sobre el alma de
Huberto. Tal vez algunos sueños, que apenas habían
tomado forma concreta, fueron entonces desechados con
decisión. ¡Fuera con ellos! En adelante, no sueños, sino
obras, habían de ser su lema. Sería un fiel escudero y
servidor de Chlum y de toda su casa; no contento con
nada menos, pero tampoco pidiendo nada más.
De Mladenovitch baste decir que vió cumplido su
doble propósito. Treinta años después estaba todavía
predicando la Palabra de Dios como un fiel pastor; y
su gran obra, La Nar1·ación de lo que vió y oyó en
Constanza, ha llegado hasta nosotros como la mejor
fuente para la historia de los últimos meses de la vida
de Juan Huss.

CAPÍTULO XIV

Tres años después

:i\Iuy animado aspecto ofrecían las calles de Praga


un día de .Agosto de 1418. Caballeros y escuderos, ves-
tidos de gala; estudiantes de la Universidad con sus
togas y gorras; burgueses oon trajes de buen paño,
aprendices y pilluelos, llenaban la. calle que conducía
desde el puente del Kaiser Carlos hasta la plaza. Por
allí iba á pasar el legado Pontificio, llamado Domingo,
de camino á la iglesia de San Esteban, donde iba á
bendecir los huesos de cuatro hombres considerados
como mártires por el partido sacerdotal. Pero, á juzgar
por las miradas y los ademanes, el recibimiento que se
le preparaba no tenía nada de cariñoso ni reverente.
-¡Así le place á él y á su señor el Papal-obser-
vaba un mercader.-Bendecir huesos muertos y malde-
cir á cristianos vivos.
-Mala cuenta se echan, Maestro Mercar-dijo un
arquero,-porque á los huesos muertos, lo mismo les da
254 APLASTADO, PERO VENCEDOR

maldiciones que bendiciones; pero los cristianos vivos


pueden contestar á las maldiciones con puñadas.
~
1
-¿Cómo van á contestar-interpuso e~tro especta-
dor-si los queman antes? Si me valiera, quemaría al
legado por traer tales nuevas, y prendería el fuego con
la bula del Papa.
-¡No, no!-exclamó un estudinnte.- Habría que
quemarlo con la bula del Papa atada al cuello, como
hizo nuestro mártir de bendita memoria, el Maestro
1
Jerónimo.
-¡Alto ahf!-dijo un anciano-El Maestro Jeróni·
mo no quemó á los portadores, sino sólo la bula.
-Cierto- respondió otro estudiante, -y yo tampo-
co lo quemaría á él; lo montaría en su alazán de cara
á la cola y con una soga al cuello.
-¡Callad, que ya vienel-dijo el primero.
Guardias, engalanados con vistosos trajes de escar-
lata y oro, venían abriendo camino con sus alabardas.
Tras ellos cabalgaba el legado en un soberbio alazán
con herraduras de plata y arreos cuajados de pedrería.
1 Vestía el cardenal un manto de terciopelo púrpura,
adornado de costosos encajes. Pero el rostro que apa-
recía bajo el capelo distaba mucho de parecer tranqui-
lo y satisfecho.
Cuando apareció á la vista de la geute, un aprendiz
empezó á cantar una copla popular:

¡Ya vienen, ya vienen


1 ~
los perros de Roma!
¡Queman y maldicen,
muerden y destrozan!
1\

-¡Ganas me dan de abollarle ese sombrero tan her·


mosol-exclamó un estudiante, cogiendo una piedra.
-No harás tal-dijo un escudero, dándole un golpe
lt en la mano que le hizo soltar la piedra.
El escudero era un airoso joven de unos veinti-
i1l•
TRES DÍAS DESPUÉS 255

cuatro años, de cabello color castaño, ojos azules y sem-


blante franco y varonil.
-¡Si no hubierais sido vos, Bohun ... !-dijo el estu-
diante. -Pero vos hacéis de nosotros lo que queréis.
-¿Bohun? ¿Bohun, dijisteis?-preguutó un perso-
naje vestido con una túnica forrada de pieles, y que
llevaba en la mano un bastón con puño de oro.-Buen
Maestro Bohun, ~i tenéis entrañas de misericordia, ve-
nid á salvar á un hermano fmncés, antiguo amigo
vuestro.
-¿Un amigo mío francés? ¿Quién sois y cómo me
conocéis?-preguntó Hubert.o sorprendido, queriendo
recordar dónde y cuándo había visto antes á aquel
hombr& pequeño, cuyo traje y facciones le daban á co-
nocer como médico judío.
-Eso os lo diré, si os place, cuando hayáis socorri-
do á vuestro paisano. Hacedme la merced de seguirme.
Huberto le siguió hasta unos soportales donde había
tiendas de varias clases. Se detuvieron ante una taber-
na, de la cual salían notas discordantes de voces, gri-
tos, pisotadas y choque de copas.
-¿Cómo? ¿Aquí?-preguntó Huberto.
-Aquí. El necio tuvo la ocurrencia de entrar aquí
á beber mal virio, á perder el dinero y la calma, y á
poner en riesgo su vida.
Uirando por la puerta entreabierta, IIuberto vió
una cosa que le indignó: un montón de manteos de es-
tudiante arrojados al suelo. Entró con paso decidido.
Un grupo de muchachos, con las caras encendidas,
rodeaban á un sacerdote sentado en un taburete, al
cual parecía clavado por el terror. Huberto no podía
verle la cara, porque tenía la cabeza baja y los brazos
levantados como para protegerla. Los mozalbetes se
estaban burlandfl de él y atormentándolo á todo su
albedrío. Cuando Huberto entró, uno de ellos estaba
ofreciendo al sacerdote una copa de vino, diciéndole
que la bebiera á la confusión del Papa Martín y á la
salud de los buenos hussitas.
256 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-¡Buenos hussitasl- exclam6 enojado HubertG.-


¿Os atrevéis á llamaros así, muchachos locos y mal
criados?
-¡Mejor que tú! ¿.A. ti qué te importa?-gritó el mu-
chacho de la copa, arrojándola contra Huberto.
La copa cayó en el· suelo á los pies de Huberto, sin
tocarle; lo cual no impidió que doce manos airadas se
alzaran contra el ofensor, y otras tantas voces le gri-
taran:
-¡Necio! ¡Burro! ¡Animal! ¿No tienes ojos en la ca-
ra? ¿No ves que es el Maestro Hube1·to~
Evidentemente, Huberto tenía gran influencia entre
los estudiantes; los muchachos, lejos de resentirse por
sus reprensiones, se apresuraron á excusarse y pedir
perdón, empezando por el principal ofensor.
-Está bien-dijo Huberto.-Pero, ¿qué os ha hecho
este sacerdote para que lo maltratéis así?
-¡Es uno de los del legado! ¡Ha venido para que-
marnos! ¡Defiende al Concilio! ¡Llama hereje al Maes-
tro Juan Huss!-contestaron á una varias voces; y el
que había tirado la copa añadió:-¡Es un maldito no-
minalista!
-¡Y tú un gran doctor en Filosofía!-replicó Hu-
berto riendo á pesar de su enojo.
Después, dirigiéndose al sacerdote, le dijo:-Os rue-
go, señor sacerdote, perdonéis la insolencia de estos
muchachos. Yo respondo de que no os harán más da-
ño, si me permitís que os acompañe á vuestra posada.
¡Santo cielo, si es Ohm·lie1·!
El sacerdote había levantado la cabeza, dejando
ver la cara.
-Y vos-balbuceó confuso, cuando se atrevió á le-
vantar la vista hacia su libertador-vos ... , vos sois la
persona de quien menos podia esperar un favor. Vos
sois el Maestro É.uberto Bohun.
-Para. serviros-dijo Huberto sonriendo.
-Si en tiempos pasados fui. .. -comenzó á decir
muy turbado Charlier.
TRES DÍAS DESPUÉS 257

Huberto le cortó la palabra.


-No hablemos de eso ahora. Lo primero es pone-
ros en lugar seguro.
Después, volviéndose á los estudiantes, dijo:-Her-
manos, este sacerdote francés, á quien habéis insultado,
es un antiguo conocido mío. Yo me encargo de él. En
cuanto á vosotros, os aconsejo que volváis á vuestras
casas, y no frecuentéis las tabernas. ¿Os llamáis bue-
nos hussitas?
-Y lo somos, Maestro lluberto, siempre prontos á
morir por nuestra fe-contestaron varios.
-Los que mueren por la fe son los que han sabido
antes vivir por ella-dijo Huberto.-Los buenos hussi-
tas no se encuentran en las tabernas, sino en las igle-
sias y en los colegios sirviendo á Dios y atendiendo á
sus estudios.
-Cierto, J.faestro lluberto. Pero no nos acuséis al
rector por esta vez.
Huberto prometió no hacerlo, y salió acompañado
de Charlier. Este le explicó, de una manera confusa y
agitada, que había venido á Praga en el cortejo del
cardenal legado; y que no habiendo lugar para él en el
Radschin, había entrado en la ciudad buscando donde
alojar se.
-Debisteis haber ido al Kleinsiie, donde anidan los
pájaros de vuestra casta-dijo lluberto.-No anduvis-
teis acertado en venir a l Altstaclt, donde el sentimiento
popular es muy vivo.
-Así lo be descubierto á costa mía. Nadie quiso
recibirme. Por fin, r endido, entré en esa taberna para
tomar un refrigerio, y me encontré con el trato que
habéis visto.
- ¿Quién es el médico que me ha avisado para
que os Ryudara?
-Solito,el judío, que fué médico del papa Juan. Ila
venido con el cn.rdenal que se lo encontt·ó en el camino.
El tiene amigos en la Jurlería. Pero yo no sé qué hacer.
17
258 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-Venid conmigo por ahora; mi alojamiento está


cerca.
Oharlier vacilaba, porque no podía olvidar la ani-
madversión que había demostrado á Huberto en días
pasados; pero éste venció sus escrúpulos con amable
insistencia.
Pronto llegaron á casa de Wenzeslao eL copero,
donde Huberto se hospedaba en compañía de Vaclav y
Lucas Leffie. Vaclav, que era ya un apuesto mancebo
de quince años, viendo que el forastero tenía trazas
de cansancio y hambre, 1e trajo alimento y vino.
Mientras Oharlier se refrigeraba, Huberto contesta-
ba á. las preguntas que le hacía. Le dijo que estaba al
servicio del caballero de Ohlum, de quien era escudero;
que vivía la mayor parte del tiempo en el castillo de
Pihel, y en ocasiones en la corte; á. la sazón estaba
con el Panetch y otro joven en la Universidad, donde
sus padres querían tenerlos un curso bajo el cuidado
especial del rector , el Maestro Juan, Cardenal de Rhe-
nistein, muy renombrado por sus virtudes y conoci-
mientos.
Oharlier dejó el cuchillo, bebió el último trago, y
suspirando profundamente, dijo:
-Hicisteis bien, Maestro ITuberto, en dejar el ser-
vicio del canciller; sí, muy bien.
Huberto le miró con ansia; había estado anhelando
oír algo del canciller.
-Parece ser que vos le habéis dejado también.
-¿Dejado? No; fui despedido; es decir, todos fuimos
despedidos. Nos reunió, antes de partir de Oonstanza,
nos dijo que ya no tenía ocasión de utilizar nuestros
servicios ni medio3 para recompensados, y nos dijo
que nos fuéramos á buscar fortuna.
-1 Y le cogisteis la palabra!-dijo lluberto indig-
nado.-Yo hubiera permanecido con él hasta el fin.
-¿Qué queréis? Bastante lo sentimos. Todos llorá-
bamos cuando se despidió de nosotros. Pero decía bien,
que no podía favorecer nuestros intereses ni aun man-
TRES DÍAS DESPUÉS 259

tenernos. El, el gran canciller, salió de Constanza á pie


como un peregrino.
-¿Así le pagaron sus espléndidos servicios á la
Iglesia y al Concilio?
- :Maestro Huberto, todo se volvió en contra suya.
Ya sabéis que todos los enemigos de una reforma en
la Iglesia le odiaban , y lo mismo los partidarios del
Duque de Borgoña. Inglaterra y Borgoña van siempre
juntas, así que la victoria de los ingleses en Agincourt
ha dado á Borgoña la supremacía. Desde entonces, ni
el Concilio ni el Kaiser se han atrevido á contrariar al
Duque, ni á decir una palabra mala acerca de las
doctrinas de Juan Petit.
-¡Y esas eran las influencias que dominaban en el
Concilio infaliblel- dijo Huberto con triste ironia.-
¡Cuán amargo habrá sido el desengaño del canciller!
¡Y cómo habrán caído á tierra las esperanzas que él
tenía de ver una reforma en la Iglesia!
-Así ha sido, en efecto, Maestro Huberto. La cues -
tión de la reforma se trató con gran habilidad, y acabó
por quedat· arrinconada. El Kaiser, los ingleses y algu-
nos alemanes tenían tanto empeño en ella como nuestro
canciller; se habló mucho de la corrupción de la Iglesia
y de las iniquidades de los eclesiásticos; se predicaron
sermones delante del Concilio mismo, que ponían los
cabellos de punta. Un hereje no hubiera dicho cosas
peores. Pero los italianos y algunos de los alemanes, y
nuestro Cardenal de Cambt·ay, asentaron esta ley:
«Mientras dure el Cisma, la Iglesia es un cuerpo sin ca-
beza, está muerta; no puede obrar. Lo primero es darle
una cabeza, elegir un Papa, y que él reforme la Iglesia
después. »
-Eso es, que el lobo proteja al rebaño.
-Así dijeron algunos. Pero á todos se les tapó la
boca con pingües beneficios. El arzobispo de Salisbury,
que se mantenía firme como una roca en favor de
una reforma, partió de esta vida muy oportunamente.
Hacía tiempo que estaba delicado, y era voz general
260 APLASTADO, PERO VENCEDOR

q ue no levantó cabeza desde la muerte de Juan Rusa.


El arzobispo de Riga consiguió la rica diócesis de Lieja.
-Aunque hubiera consegnido cien diócesis, segui-
ría siendo un miserable. El fué quien agravó con su
crueldad los sufrimientos de nuestros mártires.
-Otros, según su rango, obtuvieron varias recom-
pensas. Y así fué elegido legalmente el Papa :Martín V,
y se celebró el acontecimiento con gran alegría, como
todo el mundo sabe.
-Poca alegría nos ha traído á nosotros, ni lleva
trazas de traernos-dijo Huberto.
-Hubo banquetes magníficos-prosiguió Cbarlier-
é Indulgencias en abundancia, porque Su Santidad es
muy eminente en liberalidad ... cuando no le cuesta na-
da. Pero en cuanto á las reformas, pueden dat·se por
aplazadas basta las Kalendas griegas; por lo menos du-
rante el pontificado de Martín V, que sabe tirar de la
riendas. Bien dice el refrán: «Cardenal humilde, Papa
altivo.»
-Pero todo eso le habrá roto el corazón al can-
ciller-dijo Huberto.
-Pues aún hubo más. Sus enemigos no cesaron de
zaherirle y mortificarle.
-Yo sabía que él tenía enemigos, y encarnizados.
-Naturalmente. El es el mejor de los hombres; pero,
como sabéis, Maestro Huberto, era excesivamente aus-
tero y rígido. No comprendía que los eclesiásticos son
homb1'es al fin y al cabo, y que hay que tolerar sus fla-
quezas.
-¡El no bacía más que esperar de otros que fueran
puros y nobles como él lo er-1! Sí, le aborrecían por
eso; el odio que le tenían t-ra el de las tinieblas á la luz.
¡Tal odio no podía dailarle!
-No mucho, si no hubiera sido por las victorias de
los ingleses. Eso fué lo que le arruinó. Lo ha perdido
todo: posición, facultades y emolumentos. Si se le llama
aún Canciller de París, es por pura cortesía, porque
Pttrís está en poder de los ingleses . Tanto llegaron ú.
TRES DÍAS DESPUÉS 261

envalentonarse contra el canciller sus enemigos, que


acabaron por acusarlo de herejía.
-¿De herejía?-repitió Huberto lleno de asombro.
-Os parecerá mentira, pero así fué. Aquel á quien
llamaron antorcha y alma del Concilio, compareció
ante el mismo como acusado de herejía ... Pero, ¿qué es
eso, Maestro Huberto? ¡Parece que la noticia os ha lle-
nado de gozo! Yo pensé que le amabais.
-Dios sabe que le amo todavía; y por lo mismo
digo: ¡Gracias á Dios!
-¿Por la humillación de vuestro bienhechor?
- No, por su glo1·ia. Cristo, nuestro Señor, le ha
honrado haciéndole partícipe de su cáliz.
-No sé qué queréis decir; no os entiendo-dijo
confundido Charlier.
-¿Y qué faltas pudieron hallar en él?
-Formularon ciertos cargos, que no recuerdo ahora
en detalle, la mayor parte de ellos referentes á la auto-
ridad del Papa. Recuerdo uno de ellos, porque se trata-
ba de palabras que yo mismo le oí pronunciar: cPrefe-
riria-dijo-tener por jueces á turcos y paganos mejor
que á los comisionados del Concilio.• También se le
acusaba de haber dicho que Juan Huss no hubiera sido
condenado si hubiera tenido la debida defensa.
-¡Ahf.._exclamó Huberto, lanzando un profundo
suspiro de satisfacción.-¿Y qué contestó él, Charlier?
-¿A esa acusación? No lo sé. En conjunto esta
fué su respuesta: «Aunque poseo medios abundantes
para r esponder á la calumnia, consideraría una ver-
güenza para mí, que soy polvo y ceniza, el no pasar
por alto, imitando á nuestro Señor J esucristo, los in-
sultos que se han dirigido contra mi persona, para ocu-
parme solamente con lo que atañe á la fe. Dejaré al
Concilio que juzgue por sí mismo qué es verdad y qué
es falsedad. Descender á refutar todo lo que es falso,
dar golpe por golpe, sería entrar en una lucha loca y
brutal, indigna de la gravedad cristiana.•
2li2 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-¡Noble respuesta! Juan Iluss no hubiera podido


hablar mejor.
-¡Y pensáis honrar al canciller comparúndole con
el convicto hereje! -dijo Charlier.-Vuestra ceguedad
y la de los bohemios, acerca de aquel hombre, es in-
creíble. Todo el mundo está asombrado do ella. Hasta
aquel médico judío está escandalizado.
-Un judío que ha sido médico de Baltasar Cossa,
no necesita venir á Bohemia para escandalizarse. Pe-
ro, ¿y el canciller? Sería absuelto, por supuesto.
-Fué absuelto, porque sus enemigos no querían
hacerle daño, sino humillarle. Pero la ofensa le llegó al
alma. Con todo, creo que hubiera ido gozoso á la ho-
guera, si con ello hubiera podido conseguir que el Con-
cilio cumpliera lo que él había esperado de sus delibe-
raciones. Pero ¡con qué amargura decía: ciTe visto con
mis ojos lo que Isaías dice: cEl derecho se retiró, y la
justicia se puso lejos; porque la verdad tropezó en h1.
plaza, y la equidad no pudo venir. Y la verdad fué de-
tenida; y el que se apartó del mal, fué puesto en ptesa.
Y viólo Jehová, y desagradó en sus ojos; porque pere-
ció el derecho» 1
-No me extraña que su gran corazón se haya
quebrantado. ¿Adónde fué cuando terminó el Concilio?
¿A ~'rancia?
-No. La Francia de los ingleses y de Borgoña no
era lugar para él. El Duque de Austria, que lo respeta
grandemente, le ofreció hospitalidad en Viena; y allá
fué, según me dijeron, en guisa de peregrino.
-¡Ojalá hubiera venido aquí!
-¿Estáis loco, Maestro Iluberto? Vueslros hussistas
lo hubieran hecho pedazos.
-No hacemos pedazos á nadie, ::\Iaestro Charliei·; ni
aun á vuestro legado, que viene con tan negro mensaje.
-Vos habláis bien, ::\Iaestro Huberto; pero vuestros
compañeros respiran fuego y matanza. ¿Qué significan
esos gritos y amenazas que se nos dirijen por todas
partes?
TRES DÍAS DESPUÉS 263

-Significan que el corazón del pueblo se ha des-


pertado. ¿Os extrañáis? El Concilio comenzó por aquel
gran crimen que todo el mundo ha oído . .Aumentó sus
iniquidades con el cruel martirio de otro hombre ino-
cente, Jerónimo de Praga, por el solo delito de defen-
der la mem01ia de su amigo. Y á renglón seguido cita
á un gran número de bohemios, muchos de ellos maes-
tros y doctores de la Universidad.
-Que no han comparecido-dijo Cbarlier.-¿No es
ello una prueba de su culpabilidad?
-1\Iejor diríais de su buen sentido . .A la vista de lo
que se había hecho con sus eompatriotas 1 ¿os extraña
que los bohemios rehusaran acudir al festín? El Con-
cilio, por último, y para no hablar de otros insultos, bo.
respondido con el .Acto ó Decreto que conocéis. Y el
Papa ahora nos envía esta bula para afirmarlo y con-
firmarlo.
-Como es natural y justo. En este asunto, Concilio
y Papa son uno.
-Decís bien: "en este asunto». Pídale el Concilio al
Papa que r efrene su avaricia, lujo y simonía, y será lo
mismo que si hablara al aire. Pero pídale que encienda
hogueras para hombres inocentes, y entonces será «el
siervo de los siervos ... no diré cde Dios».
-Maestro Huberto, sois injusto.
-¿Injusto? ¿Sabéis lo que significa el mensaje que
vuestro señor el cardenal legado trae á Bohemia?
-En términos generales, sí. La bula papal tiene
por objeto «la supresión de la herejía».
-La palabra «Supresión» suena bien, pero encie-
rra muchos males. En esta bula se ordena al pueblo de
Bohemia, desde los barones más altos hasta los apren-
dices más humildes, que renuncien á la Comunión del
Cáliz, á la predicación de la Palabra de Dios, y, en ge-
neral, á las enseñanzas de Huss y ele Wickliffe. 1\lás
aun, se les exige que afirmen que Huss fué un hereje
justamente condenado á muerte. Antes que hacer esto,
millares y millares preferirían morir.
264 APLASTADO, PERO VENCEDOR

- Eso seria según la constancia ú obstinación que


demostraran.
-Eso es segu1·o, si el Papa y el Concilio hacen lo
qne quieren. La bula está bien clara. Todo hombre,
mujer ó niño que no renuncie 6 afirme lo que le man-
dan, será entt·egado al brazo secular. Eso quiere decir
que será quemado vivo.
-¿Y qué?-dijo Charlier tranquilamente. La cosa
le parecía lo más natural del mundo.
-~Y qué~ -replicó Roberto levantándose. -Ponéos
en el caso! Suponed que os obligan á declarar que el
canciller era un villano, manchado de crímenes, ó mo -
rir abrasado.
-Pero es que eso sería falso.
-Pues también lo es que Juan Russ fuera hereje.
-Pero el Papa y el Santo Concilio ...
-Charlier- inten-umpió Roberto, -no podemos
creer como nos manden. Algunos dirán que creen por-
que no es cosa. fácil afrontar la muerte en la hoguera.
Si lo dudáis, poned un dedo en la llama de vuestro
velón.
-Razón de más para someterse.
-¿Cómo? ¿Razón de más para ser falso, para negar
lo que sabemos es la verdad? ¿No habéis leído en la
Vulgata que ces menester obedecer á Dios antes que á
los hombres», ó el dicho da aquellos mancebos que fue-
ron arrojados en el horno: cNuestro Dios á quien ser-
vimos puede librarnos, y si no ... »? Notad esa frase: cSt'
no ... tampoco obedeceremos el mandato del rey,., Los
hombres que pueden hablar así cambian el mundo. Mo-
rirán quemados hombres y mujeres; pero no podéis
quemar á toda. una nación. Más tardo 6 más temprano,
los hombres lucharán por su vida.
-¿Y tomarán las armas contra su legítimo soberano?
-0 su soberano se pondrá de parte de ellos. Pero
suponed, lo que apenas es posible, que todos estuvieran
prontos á dar su vida en silencio y orando por sus
verdugos, como el Maestro Juan; tienen padres, herma-
TRES DÍAS DESPUÉS 265

nos, mujeres, hijos. Si alguien á quien amáis fuera cogi-


do delante de vuestros ojos ... Pero sois un sacerdote, y
no comprendéis. Con todo, hay cosas que no se pueden
sufrir. Dios ha puesto límites á la angustia que el co-
razón humano puede soportar, como los ha puesto al
mar. Con la gracia de Dios, tal vez podría yo morir por
El; pero sería yo un hombre verdaderamente pobre,
si no tuviera unos pocos seres queridos por quienes pe-
learía hasta que la mano se me quedara pegada á la
espada, y no tuviera fuerzas para levantarla. Y aun
entonces, el que quisiera hacerles daño, habría de pasar
por encima de mi cadáver.
Cbarlier estaba asustado ante la vehemencia con
que Huberto hablaba.
- Y, sin embargo-dijo,-me habéis mostrado ama-
bilidad. Habéis reprendido á los estudiantes.
-¿Por qué no? ¿Tenéis vos la culpa de lo que su-
cede? Y aunque la tuvierais ... Veréis como no hacemos
el menor daño allegado. No queremos el mal de nadie.
Queremos vivir en paz y tranquilidad.
-Pero be oído que ha habido tumultos y poleas en
esta buena ciudad de Praga.
-Sí; como los había y los habrá, sin duda, en Pa-
rís. En todas partes hay cabezas locas; y los estudian-
tes de la Universidad son casi tan revoltosos y penden-
ciosos como los de la Sorbona. Pero nuestros jefes re-
primen todo desorden y violencia en cuanto les es po-
sible.
En este punto interrumpieron el animado coloquio
unos gol pes dados á la puerta.
-Pasad-dijo Huberto, y un hombre completa-
mente armado, pero con señales de cansancio, entró en
el aposento.
-¡Vito!- exclamó Huberto sorprendido.-Dios te
guarde, amigo. Pero, ¿cómo has venido? ¿Ocurre algo
grave en Pihel?
-¡Ah, Maestro Huberto! ¡Ojalá pudiera decir que
no! Pero, en verdad, son graves noticias las que traigo.
!266 APLASTADO, PERO VF.NCEDOR

No era difícil adivinarlas, porque la salud de lacas-


tellana de Pihel había venido decayendo bacía meses.
- Nuestra querida Pani-continuó Vito-está cada
día más débil, y ella misma ha pedido al señor que me
enviara á buscaros. Por eso vengo para deciros que re-
greséis sin pérdida de tiempo con los gentiles mance-
bos, á quienes desea ver. Ha expresado su deseo de que
todos vengan: nuestro Panetch, el Panetch Locas y el
joven Ostrodek.
-¡Ah!- pensó Huberto.- ¿Dónde podré encon-
trarlo?
'- Ostrodek, durante una ausencia temporal de Pihel,
había caído en la compañía de unos belicosos zelotes,
y había tomado parte con ellos en el asalto de un mo-
nasterio. Desde entonces se había perdido todo rastro
suyo.
-Me temo-dijo Huberto á Vito- que no podremos
encontrar á Ostrodek. Pero te ruego, buen Vito, que co-
mas y bebas algo, porque debes necesitarlo de veras.
Entretanto buscaré á nuestro Panetch y á los otros, y
montaremos tan pronto como podamos. ¡Pobre Pani!
-Decid más bien: ¡pobre señor nuestro! Y ¡pobres
de todos nosotros!
Un pensamiento le ocurrió á Huberto.
- ¿Sabéis dónde para el médico judío?-preguntó
á Charlier. Huberto recordaba que en Constanza tenían
en gran estima la ciencia de Solito los cortesanos del
Papa.
-Afortunadamente-contestó Charlier,-le oí de-
cir esta mañana que iba á comer en casa de nn amigo
suyo llamado ... P ero, ¿quién puede recordar estos nom-
bres bárbaros? Esperad, era algo así como Smirna.
- ¿Smirksic?-dijo Huberto.-Conozco al hombre,
y su casa no está lejos de aquí. En cuanto á vos, yo
hablaré á nuestro huésped, Wenzeslao, el platero, pant
que os busque alojamiento seguro.
Hiciér0nse precipitadament9 los preparativos de
viaje. El judío, no teniendo gran deseo de continuar en
A PUERTO SEGURO 267
la compañía del cardenal legado, y pensando que la
protección de un barón de Bohemia podría la vorecer
eus intereses, consintió gustoso en ir á Pihel.
Vaclav, con el corazón afligido, Lucas Leffle, Vito y
los demás acompañ.antes, completaron la partida. Os-
trodek no pareció.

CAPÍTULO XV

A puerto seguro

Hacía tiempo que toda la vida activa de Pihel gira·


ba en torno de la tranquila cámara donde descansaba la
señora del castillo. El gran lecho de r oble tallado, de
altas pilastras y cortinas de damasco, estaba rodeado
de cortinas que formaban una especie de cámara den-
tro de la cámara. Los corazones y las manos de todos
estaban siempre prontos á hacer algo en servicio de la
enferma. Pero el puesto de honor correspondía á Ze-
denka. Ella era enfermera y médico á la vez. Admi-
nistraba los cocimientos y remedios que conocía, y
velaba día y noche con todo el amor de una hija.
Junto al gran lecho estaba un sillón de alto res-
paldo, de roble tallado, en el cual nadie se sentaba
sino el señor de la casa. Hacia aquel sillón volvíanse
constantemente los ojos anhelantes de la Pani. Cuando
estaba ocupado por su dueño, la Pani era feliz.
El color volvía á sus pálidas mejillas cuando la en-
terma oía las pisadas de su esposo en la escalera, y
al aparecer él tras la cortina levantada, la Pani se in-
~;orporaba para recibirle con una extraña luz en sus
ojos. El se inclinaba, la besaba tiernamente, pronun-
ciaba alguna palabra cariñosa, y se sentaba. A menudo
le leía la Biblia ó algunos pasajes de las obras de Juan
Huss; más á menudo aún permanecía allí en silencio.
Ella con tenerlo cerca estaba contenta.
268 APLASTADO, PERO VENCEDOR

De cuando en cuando había breves coloquios em-


pezados por ella, como éste:
-¿Sabes, caballero mío, que Frantisek es ya ofi-
cial, y que su amo, que no puede pasarse sin él, le paga
buen salario?
-No lo sabía, querida. Habrá ascendido mientras
estuve en la corte.
-Fué hace seis meses. Ama á nuestra A.ninka.
¿Qué piensas de ello?
- Creo que ella ha sido afortunada. Pero, Pani
mía, no podemos desprendernos ahora de la doncella.
-No, todavía no. Pero lo que pienso es que podrían
tomarse los dichos ahora.
-¿Y qué dirá el padre, tan empedernido papista
como es?
-Creo que podremos hacerle consentir gustoso con
tu ayuda, porque es avaro. Si prometes dotar á Aninka
y darla en matrimonio como una de tu familia, con
ciertos honores y ceremonias, estará conforme. Espe-
cialmente cuando comprenda que su hija no querrá ca-
sarse con ningún otro.
-Podría llevársela y obligarle á ello. Es un hom-
bre de mal corazón.
-¿Obligarla? El mismo Kaiser no podría.
Cblum sacudió la cabeza con aire de incredulidad.
-¡Pobre niña!-dijo.
-Caballero mío, no la conoces. ¿Ves esa copa de
agua? ¿Hay nada más débil en apariencia? Pues las go-
tas de agua horadan la piedra, y nadie puede reducir-
las á ocupar menos espacio.
- Comprendo lo que quieres decir. Se hará todo
como deseas. Dotaremos á Aninka y la daremos en
matrimonio.
-Tú lo harás, amado mío.
Al cabo de un rato de silencio, la Pani dijo:
-Sería extraño que la dcncella se casara antes
que la dama. El porvenir de Zedenka no lo veo claro.
El padre no parecía verlo claro tampoco.
A PUERTO SEGURO 269

-Si hubiera sabido que el joven Hussenech iba á


quedar en tierras extranjeras estos dos años y medio ,
tal vez le hubiera dado menos palabras favorables.
¿Crees tú que Zedenka lo mira con buenos ojos?
-No puedo decirlo. Si no es así ¿por qué no quiere
ni aun oír nada acerca de las pretensiones del joven
barón de Austi, cuyo padre era tan amigo del Maestro
Juan, y cuya madre es una de las mejores damas del
país? Y por otra parte ... , pero no sé que pensar. Todo lo
veo oscuro. Dios guiará.
Así terminó esta conversación.
Otro día dijo la enferma:-Caballero mío, sería
bueno enviar á Vito á Praga para llamar á Vaclav.
-Se hará como dices. Vito irá al punto.
-Que vengan todos. El querido lluberto, que es
como un hijo nuestro, Lucas y Ostrodek.
-Ostrodek no está en Praga. ¡Ojalá supiera dónde
está! Siento haberle enviado con aquel mensaje á Hus-
senech, porque es de una naturaleza indómita.
-Que Huborto lo busque por todas partes, y que
le diga ...
-¿Qué quieres que le diga, querida mía?
-Que quiero verle para decirle «adiós».
Chlum salió á dar órdenes para que se cumplieran
los deseos de su esposa. Los resultados, ya los sabemos,
La llegada de Vaclav y los COJIUlañeros animó á la
enferma, y hasta produjo un ligero alivio. Este no se
debió al médico, porque Zedenka no permitió que se
encargara de la asistencia de su madre. Tenía horror á
los médicos, lo cual no es de extrañar cuando se con-
sidera los remedios que solían aplicar en aquellos
tiempos. Las damas de la casa habían atendido desde
tiempo inmemorial á sus enfermos. ¿A. qué traer ahora
judíos é infieles, que no harían sino aumentar los sufri-
mientos sin poder curarlos? Chlum apoyó á su hija.
-Arréglalo tú con el judío, querido Huberto-di-
jo.-Dale una buena recompensa, y dile que no pone-
270 APLASTADO, PERO VENCEDOR

mos en duda sus conocimientos, pero que preferimos


no alterar las costumbres de nuestra casa.
El médico tomó la negativa con una calma que sor-
prendió á Huberto. Era hombre prudente, y se había
propuesto no darse por ofendido ni de~ar el seguro re-
tiro de Pihel hasta que el cardenal legado hubiera par-
tido de Bohemia. Quedóse, pues, en el castillo, procu-
rando con su tacto hacerse grato á todos, y al cabo de
algún tiempo Huberto notó con sorpresa que Zedenka
consultaba con él acerca de sus cocimientos y reme-
dios, y que no desdeñó algunos consejos que el médico
judío se aventuró á dar.
La amante madre tuvo tiempo de hablar al corazón
de su querido hijo palabras de tierno y prudente con-
sejo. No quedó olvidado Huberto, ni Lucas, ni Karel;
ninguno, en una palabra. La señol'a se preocupaba de
las esperanzas y del porvenir de todos, como quien
tiene que dejar á medio leer una historia llena de in-
terés.
Un día dijo á Zedenka:
-No sé por qué, hija mía, no puedo leer la volun-
tad de Dios para contigo tan claramente como para los
demás.
-¿No puedes, madre querida? Pues á mí me parece
muy clara. La voluntad de Dios es que yo te prepare
ahora esta bebida y que tú la tomes.
Estaba preparando uu cordial.
La enferma lo tomó y prosiguió diciendo:-Me refe-
ría al porvenir, hija mía. Echada en mi cama, tengo vi-
siones de lo qne va á suceder. Creo que Dios me las
envía. Veo á Vaclav y á Huberto como buenos caballe-
ros de Dios peleando por su causa. Temo mucho que
la lucha será dura, porque una negra nube cubre el
país.
-¿Cómo lo sabes, madre querida?
-Por muchas señales; pero principalmente porque
tu padre no me habla ya de lo que pasa en la nación.
-Nunca fué hombre de muchas palabras.
A PUERTO SEGURO 271

-Es que piensa que ahora debo mirar solamente


hacia el país adonde voy. Pero dije mal cuando dije
que temía mucho, porque si bien veo lucha, veo también
victoria para ellos. «Ningún cabello de vuestra cabeza
caerá.» Es por ti por quien est"o y preocupada, Zedenka.
-¿Y no es para mí también esa promesa?
-Sí, al fin. Pero es el camino lo que está oscuro·
Una doncella no es lo mismo que un mancebo.
-Una doncella es la criada del Señor, como un
mancebo es su siervo.
Los ojos de la enferma miraron anhelantes á los de
su hija, en los que brillaba la juventud y la belleza.
- ¡Hija mía, ojalá padiera leer tu corazón!
Zedenka parecía evitar aquella mirada.
-Tengo á mi padre para quien vivir-dijo.
-No siempre, niña. Cuando llegue su hora, tendrás
que dejarle venir conmigo.
--1\Iadre, yo sé que Panna Oneska quiere dejarme
á su muerte sus libros y Ja casa en que vive. Puedo vi-
vir como ella para servir á Dios en la persona de los po-
bres. No atada con votos, ni como una beata, sino libre.
Al cabo de una pausa, la madre contestó:
-Bien; si Dios lo quiere para ti, bueno es, porque
su voluntad es siempre buena. Pero, según mis pensa-
mientos, no es eso lo mejor. Hija mía, muchas afliccio-
nes he sufrido; pero he experimentado goces aún mayo-
res, y no puedo desearte nada mejor en este mundo que
una vida como la mía.
Zedenka se ruborizó y quedóse callada un rato; des-
pués, tomando un cojín de seda que estaba cerca del
lecho, dijo:
-~fira, madre querida, el cojín que la reina bordó
para ti está muy estropeado. Voy á buscar una aguja
para r ecoserlo.
La Pani volvió la cabeza dando un suspiro. El co-
razón de su hija seguía siendo para ella una fuente se-
llada, tal vez porque era un corazón que no se compren-
día á sí mismo.
272 APLASTADO, PERO VENCEDOR

De sí misma no hablaba mucho la enferma. Acep-


taba agradecida los servicios de Stasek, y pasaba mu-
chos ratos en oración.
Un día preguntó á su esposo:
-Caballero mío, ¿piensas que hay un Purgatorio?
Chlum vaciló, y dijo al fio:
-No para los que son como tú eres, una santa; pero
puede ser que algunos lo necesiten. El Maestro Juan
creía en el Purgatorio.
- No en el P urgatorio, amado mío. El decía que
podemos creer ace1·ca d e muchas cosas; pero que no de-
bemos creer más que en Dios, Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Yo creo en el Padre que ama, el Hijo que redime
y el Espíritu que santifica. Lo demás no importa tanto.
Chlum murmuró algo acerca de o:las oraciones de los
fieles».
-Sí, ya sé que oraréis. Pero no os aflijáis más de lo
que no podáis evitar. Bastante afiicción tendréis sin
esto. Sé más de lo que piensas, Kepka. ¿Por qué no me
hablas de las noticias que llegan de Praga ó de otras
partes?
-Es porque ...
-¿Porque piensas que van á afligirme? Siempre
fuiste así. Quieres guardar para ti todas las ansiedades
y compartir conmigo sólo las alegrías. Kepka, yo no
voy al encuentro de un amor más pequeño que el tuyo.
-¡No lo quiera Dios!
-Hablamos del amor infinito, pero no lo compren-
demos. Pero el amor que experimentamos aquí puede
darnos una idea de aquel amor, que es mayor. l\1e bas-
ta saber que voy á Dios. Si El nos deja sufrir aquí, es
para que crezcamos á su imagen. Pero alli le veremos
como El es. ~o sufriendo, sino viéndole, es como sere-
mos semejan tes á El.
Después de estas conversaciones, la marea de la
vida, que parecía haber subido un poco, volvió á bajar.
Aumentó la debilidad y comenzaron los desvaríos de
la mente. En ellos hablaba á menudo acerca de su
A PUERTO SEGURO 273

amado pastor, ó le hablaba á él como si lo tuviera


presente. «Querido Maestro Juan-decía una vez,-os
ruego que oréis por mis hijos; pedid á Dios qne los haga
suyos y los guarde de este mundo malo. Nombradlo.s á
todos, á Juan, á. Vaclav. Dios guarda los nombres en
su libro. Querido Maestro, rogad sobre todo por mi se-
ñor y mi caballero, para que pueda renunciar á todo
por Dios y estar contento de hacerlo.•
Cb lum puso su mano sobre la mano calenturienta
de su esposa.
-Ya está contento-dijo dulcemente.-Pero, ¡ah,
Dios mío! Ella no me oye ahora.
-}iadre lo sabe, padre mío-dijo Zedenk:a.-Ella
nos dice que vivís vos más cerca de Dios que todos nos-
otros.
Así pasaron los días lentos, interminables, y llegó
aquel día que no se asemeja á ningún otro día, el día
que para algunos parece traer el fin de todo.
Desde el amanecer la moribunda yacía en una espe-
cie de estupor. Había recibido ya los «sacramentos de
la Iglesia•, que los piadosos hussitas conservaban en
aquel tiempo. Stasek estaba á su lado, haciendo ora-
ción de suando en cuando y repitiendo versículos de las
Escrituras. A intervalos parecía la enferma reconocer
á los que rodeaban su lecho y les sonreía, pero no
hacía esfuerzo ninguno para hablar.
Hacia el atardecer, un criado penetró en la estan-
cia é hizo señas á IInberto para que saliera un momen-
to. Huberto estuvo ausente algunos minutos. Cuando
volvió, se dirigió hacia su señor y le dijo:
-Ostrodek ha vuelto.
-Qne éntre-dijo Chlum, sin quitar la vista del
pálido rostro de su esposa.
Ostrodek entró en la cámara de muerte, con el traje
lleno del polvo del camino. Traía en los labios la con-
fesión del pródigo, pero la solemne escena que encon-
tró cerró sus labios, dejándole en reverente silendo.
-Acércate, Ostrodek-le dijo Chlum.
18
274 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-¡Ostrodek!-repitió una voz que n o esperaban oír


más. La moribunda abrió los ojos, como si recobrara el
sentido lentamente, y buscó el rostro del extraviado,
por cuyo regreso había orado tanto.
-¡ Ostrodek! ¡Bienvenido seas á casa ... á casal-
dijo.
La luz de sus ojos se apagó rápidamente. Un cam-
bio sutil pasó por todo su semblante; pero no hubo se-
ñales de sufrimiento.
In mantts tuas, Dómine, comenzó á recitar Stasek.
Antes de que terminara la breve oración, el alma ha -
bía volado á. la patria mejor.

CAPÍTULO XVI

Confidencias

En los tristes días que siguieron á la muerte de la


dama de Pihel, parecía que todos necesitaban á Ilu-
berto, de un modo ú otro.
Stasek, aunque hombre bueno y pastor fiel, care-
cía del dón de la simpatía. Como sacerdote que era,
no había conocido la dulzura de los lazos de la familia;
y no tenía tampoco la imaginación que ve lo invisible
y conoce lo desconocido. Pensaba que era un bien para
la Pani haber sido quitada de un mundo de tantas
aflicciones, y así lo dijo á su silencioso señor y á los
atribulados hijos. Así lo creían ellos también; pero
Chlum murmuraba á veces, dando un suspiro: «¡Oh, si
tuviera conmigo al Maestro Juan!•
.A. Iluberto fué á quien acudió Vaclav con su dolor
de niño, llorando amargamente y reprochándose (como
lo hacen los que menos motivo tienen para hacerlo)
de todas las faltas que había cometido contra la mejor
de las madres .
.A. Ilubcrto acudió también Ostrodek con su carga
de remordimiento.
CONFIDENCIAS 275

-Nunca pensé abandonar el servicio de mi sefior-


dijo,-pero no pude vencer mi sino.
Era al día siguiente del entierro de la Pani, y los
dos estaban solos en el gran salón, silencioso y desierto.
- Pero, ¿para qué ha sido hecho el hombre sino
para vencer su sino?- contestó Huberto.-Si hubieras
sido fiel á tu señor, y hubieras regresado en cuanto
terminaste el negocio á q ue te envió, todo hubiera ido
bien.
-¿Sabéisque mi señor me envió á Hussenech?
Huberto respondió afirmativamente.
-Tuve que ir á buscarle en el Sur-prosiguió Os-
trodek,- en la vecindad de Austi. Por todas aquellas
partes no se oía más que ruido de armas y preparati-
vos de guerra. Con todo, yo pensaba volver, palabra
de honor, Maestro Huberto; pensaba volver cuando
quiso mi suerte que cayer a entre una banda de cam-
pesinos; mozos robustos, armados con horquillas, en cu-
yos extremos habían puesto puntas de hierro. Había
con ellos dos ó tres hidalgos, y unos pocos arqueros y
piqueros debidamente armados. Pero, después de todo,
creo que las horquillas son lo mejor. Iban cantando can-
ciones guerreras y se dil'igían á un monasterio, nido de
buitres, donde, según me dijeron, los monjes habían
encerrado á algunos amigos de aquellos campesinos, y
los estaban atormentando. Dicidme, Maestro Huberto,
¿qué iba á hacer un hombre?... Pero, lo demás ya lo
saOéis. Si acabamos con los buitres y quemamos el ni-
do, respondan de ello los que encendieron la hoguera
de Constanza.
- Con eso nada tenían que ver los franciscanos de
San José, y aunque hubieran tenido ...
-Y si hubieran tenido, ¿pensáis que íbamos á de-
cirles: cAndad, y buscaos otro refugio, aves de mal
agüero»? No, por cierto. Fué muy otra la historia, y no
quedó uno de ellos para contarla. Pero, ya veis, Maes-
tl'O lluberto, que después de eso yo no podía volver á
Pihel. Se hubiera dicho que Kepka albergaba gente que
276 APLASTADO, PERO VENCEDOR

quemaba monasterios; más aún, que permitía á los su-


yos hacer tal cosa. Hasta el rey lo hubiera oído, y el
rey respeta á Kepka más que á muchos otros.
-¿Dónde has estado, pues? En Praga te busqué
por todas partes, sin poder hallarte.
-He estado en muchos lugares y con muchos hom-
bres. En Tabor, en Austi, en Pilsen, con Hussenech,
con Zdenko, con ... Pero, cuando oí en Praga, hace diez
días, que la Panni estaba á la muerte, no me detuve una
hora, como sabéis.
Después de una pausa, añadió con voz más suave:
-Maestro Huberto, os ruego que intercedáis por
mí con mi señor para que me perdone.
-Te ha perdonado ya, Ostrodek. Las últimas pala-
bras de nuestra amada señora te lo aseguran. Para ti
fueron sus últimas frases y su última mirada.
-Sí, para mí, tan indigno como soy.
Quedóse callado un momento, y sacando depués de
su jubón un guante de señora, gastado y ajado, dijo:
- Ayer me encontt•é este guante. ¿Oreéis que mi se-
ñor me permitirá conservarlo? Quisiera llevarlo siem-
pre en honor de la señora, porque era, como nuestra
Señora la Virgen, amable y bondadosa para todos, y
especialmente para mí, el hijo de un reo. También
Kepka ha sido bondadoso, y vos, Maestro Huberto,
queríais haber hecho de mí un buen caballero cristia-
no. Pero mi sino y el diablo han podido más. No tengo
más que ver una espada desenvainada y el color de la
sangre, cuando, ¡Dios me valga!, antes de darme cuen-
ta, ya estoy metido de hoz y coz en la pelea, con la
espada hecha trizas y el puño pegado á mi mano. No
soy dueño de mí mismo. Tengo que pelear y matar y
quemar. Es para lo que valgo, para lo que Dios me
ha hecho, si es que ha sido Dios quien me ha hecho.
No me habléis; es inútil. Ya sé lo que vais á decirme; y
me gustaría vivir de modo que pudiera agradaros, y
agradar á Kepka y á los demás; pero no puedo. Hay
una cosa más que quiero deciros, Maestro Huberto. Sé
CONFIDENCIAS 277

muy bien, como vos lo sabéis, que soy el último de


una raza maldita. ¿Qué hay para mí en el mundo, des-
pués de todo, sino guerra y sangre? El oro no lo estimo.
Podía haber cogido cuanto hubiera podido llevar de los
tesoros del monasterio. Otros goces, como el amor de
una mujer, no son para el hijo de Zul de Ostrodek . .A
esta conclusión llegué cuando estaba todavía aquí.
Nosotros los muchachos, Lucas, Karel y yo, adorába-
mos la tierra que pisaba Zedenka, y supongo que Lu-
cas y Karel siguen adorándola. Esto no tenía impor-
tancia para ellos, que eran niños; pero mi niñez acabó
para siempre cuando tenía yo siete años y di á mi pa-
dre el último beso en la cárcel. Sé que era yo el necio
más grande que ha pisado la tierra, que Panna Zeden-
ka estaba tan lejos de mi alcance como las estrellas del
cielo, pero no pude evitarlo: la amé. Y para un Ostro-
dek, el amor y el odio son amor y odio para toda la vi-
da. ¡No os riáis de mí, Maestro Huberto!
-No, querido muchacho; no, Dios me guarde.
-Nuestra raza, que acaba conmigo, fué siempre la
primera, en amor, como en la guerra. Pero, todo pasó
ya. Ella no lo sabrá nunca. Nadie lo sabrá más que vos.
Huberto tomó la mano de Ostrodek y se la estre-
chó fuertemente; pero la emoción le impidió hablar.
-Me hacéis daño-dijo Ostrodek sonriendo,-pero
me agrada. Ahora comprendéis. Nunca tendré una da-
ma viva por quien luchar y cuyo amor ganar, como
otros. Por tanto, si Kepka me permite conservar este
recuerdo de la señora muerta, lo llevaré con orgullo y
adoraré su memoria, y realizaré hazañas valerosas en
honor de ella mientras viva. Pero no me atrevo á pe-
dírselo, por lo menos todavía no, sino cuando sepa que
me ha perdonado.
-Te ha perdonado-volvió á decirle Huberto.-Tú
volverás á tus deberes, le servirás fielmente y apren-
derás á ser un buen caballero, como él lo es.
-El no quorrá. tenerme.
273 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-Si, él te dará. la bienvenida. ¿No te la dió nuestra


querida señora?
-Yo le acarrearía deshonra.
-¡Deshonra! ¿Y hablas de vivir para honor de tu
señora?
-Cuando llegue la hora de pelear, no deshonraré
á nadie, Maestro Huberto. ¡Si Kepka quisiera pelear!
Pero , puesto que no quiere, puede suceder que algún
día. caiga. yo en el lazo del diablo, como vosotros di-
ríais, y pierda el favor de mi señor para siempre. Pero
no es eso todo. Hay cosas que un hombre no puede so-
portar día tras día. Si la Panna se hubiera casado con
Hussenech y hubiera marchado al Sur, yo podría ha-
berme quedado con Kepka y con vos. Pero siendo las
cosas como son, conviene más que me vaya. Pero rogad
á. mi señor que me conceda primero su perdón y su
bendición.
-¿Y adónde piensas ir?
-Cuando estuve en Pilsen, tuve ocasión de hacer
un pequeño servicio al barón Juan de Trocsnov, cham-
berlán del rey, á quien llaman Ziska. Sin duda ha-
bréis oído hablar de él. ¿Le habéis visto alguna vez?
-No, que yo recuerde.
-Si le hubierais visto lo recordaríais. Un hombre
tuerto no se olvida fácilmente; y además, tiene una cara
qne no se parece á ninguna otra, con una nariz de
águila y la. cabeza completamente afeitada. ¿Oísteis lo
que pasó recientemente entre él y el rey Wenzeslao?
-No.
-El barón de Trocsnov estaba paseándose por el
patio del palacio, triste y meditabundo. Viólo el rey
desde una ventana, le llamó y le preguntó qué le pa-
saba. cEstoy pensando-dijo Ziska-en el Maestro
Juan Ilusa, y en el grave insulto que la nación ha re-
cibido por su muerte.» cNi vos ni yo podemos remediar-
lo-dijl) el rey;-pero si vos podéis hacer algo, tomad
á.uimo y vengad á vuestro compatriota.» Creo, Maestro
Iluberto, que si el Kaiser tratara de poner en vigor
CONFIDENCIAS 279

la Bula del Papa Martín sobre Bohemia, el mundo oiría


algo de Juan de Trocsnov.
-Creo que el Kaiser no se atreverá á tanto,-dijo
Huberto.
-Al menos, intenta persuadir ú obligar al rey
Wenzeslao á que lo haga. Wenzeslao tendrá que ceder
al fin á su hermano imperial, que es más fuerte; y
entonces, preparaos á ver hogueras y mártires.
-Ni el Rey ni el Kaiser pueden quemar á media
nación.
-¡Qué lo intenten!-dijo Ostrodek con una sonrisa
retadora.-Entretanto, este mismo señor de Trocsnov
me ha ofrecido las espuelas de plata, y pienso que á su
servicio no me perderé tan pronto como al servicio de
Kepka, aunque Dios sabe que amo á Kepka. Por lo
tanto, ¿queréis pedirle que me perdone y que me per-
mita marcharme?
En esto se acercó á los interlocutores el médico ju-
dío, que iba á partir de Pihel y venía á pedir á Hu-
berto recursos para el viaje.
Huberto, aunque participara de los prejuicios de su
época y mirara con cierto menosprecio al judío, le ha-
bía tratado con amabilidad, que el médico reconocía y
agradecía.
-Habéis sido bondadoso conmigo, Maestro IIuber-
to-dijo.-Por mi parte, creo que los hussitas son mejo-
res que los cristianos.
- ¡t.Iejores que los cristianos!-dijo Huberto.-No
procuramos ser más que buenos cristianos.
-Perdonad, señor escudero, si he dicho algún des-
propósito. No comprendo las religiones de los gentiles.
-No hay más que una religión, que yo sepa; la.
verdadera r eligión de nuestro Señor Jesucristo, en la
cual quisiera que vos creyerais también, Maestro Na-
thán.
-Para hablaros con franqueza, sellor escudero, he
pensado en ello últimamente, y con mucho detenimiento.
280 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Huberto dejó ver el placer que esta declaración le


causaba.
-Quisiera que leyerais nuestras Sagradas Escri-
turas-dijo.
-Las be leído- respondió el judío.-Vuestra cm;-
tumbre de rendir adoración á las imágenes es un gran
tropiezo para nosotros. Lo consideramos como una in-
fracción del segundo mandamiento que Dios dió á nues-
tros padres.
-No las adoramos-dijo Huberto.-El Maestro
Juan tenia buen cuidado de evitar equivocaciones en
este punto, y de enseñar á todos que Dios, y sólo Dios,
debe ser creírto, adorado y servido.
-He oído lo que vuestros sabios doctores dicen so-
bre el asunto, y en esto no hablo por mí sólo; porque
soy, para que sepáis la verdad, discípulo de Averroes.
-Pues no sé con eso que me de decís nada más
que antes, porque no sé nada de Averroes.
-Era un gran filósofo, señor escudero. Pero perdo-
nadme que os haya hablado de estas cosas que no sue-
len interesar á los gentileshombres. Con todo, como sé
que sois un buen escolar, desearía haceros una pregun-
ta, si no lo consideráis importuno.
-Decid.
-No veo en vuestras iglesias, entre las imágenes
que, digámoslo así, vene1·áis, la de vuestro fundador. Y
más aún, vuestra señora, que era muy devota, apenas
hablaba de él en los últimos días de su vida, si no me
equivoco. ¿Cómo es eso?
-¿Nuestro fundado?·~
-Naturalmente, el que quemaron en Constanza. Y
permitidme que os diga, Maestro Iluberto, que sé que
era un hombre bueno, injustamente muerto. lf'u6 por
envidia por lo que el concilio de sacerdotes lo entregó
(ya veis que he leido vuestras Escrituras). En dos luga-
res he estado que me han hecho pensar que la fe cris-
tiana tiene un poder desconocido todavía por mí: en
CONFIDENCIAS 281

el palacio de Baltasar Cossa y en la prisión de Juan


Hnss.
-Comprendo esto último; pero lo primero, no.
-Que la fe cristiana pueda sobrevivir á tales es-
cándalos, me parece tan extraño como que pueda suft·ir
tales aflicciones. Uno diría que una atmósfera de co-
rrupción tal la ahogaría y la haría perecer en el mun-
do; pero, mirad cómo brota otra vez en los corazones,
aquí y en todas partes, tan lozana como al principio.
-La fe tiene que sobrevivir- dijo Huberto,-por-
que viene de Dios.
-En un sentido, es cierto; pero no en el sentido
que pensáis. Porque es de la Naturaleza : y Naturaleza
es Dios, y Dios es Naturaleza. Por lo que estáis viendo
aquí, podéis comprender cómo surgió la fe cristiana. Su
F undador, á quien adoráis como Dios, fué un hombre
justo, que iba por todas partes haciendo bien, predican-
do la verdad, el amor y la misericordia . Era aborrecido,
como lo es siempre la luz por las tinieblas; y fué trai-
cionado y matado. Esto encendió más el amor hacia
El en los corazones de sus discípulos, los cuales pre-
dicaron su doctrina, guardaron un día solemne de fies-
ta en su honor y se llamaron por su nombre. Como
tenían un gran r ecuerdo, un gran amor y una gran
pasión que los animaba, crecieron y se hicieron fuertes,
y cambiaron la faz del mundo. Así es como brotan y
crecen las religiones nuevas . ¿Me comprendéis, Maestro
Huberto?
Huberto le comprendía lo bastante para horrori-
zarse ante la comparación que tales palabras apun-
taban.
-Pero Cristo resucitó al tercer día-dijo Huberto.
-Su espíritu se levantó, y vivió en sus discípulos.
¿No es Jo mismo que he oído cantar á algunos hussitas:
«Muet·to está; mas su espíritu vive
en el férvido amor que sentimos»?
-¡No! ¡no!-exclamó Huberto con apasionamiento,
dándose cuenta de la tendencia que u~vaba el judío.-
282 APLASTADO, PERO VENCEDOR

~o, no fué su espíritu solo; fué su cuerpo el que resu-


citó. Creo, Maestro Nathán, que estoy cometiendo u,n
pecado mortal al escucharos tales cosas.
-Perdonad- dijo el judio;-no ha sido mi ánimo
ofenderos. ¿Qué ganaría con ello? Vos y los demás de
esta casa me habéis mostrado más amabilidad de la
que nuestra raza suele recibir de los cristianos. Lo que
digo es por vía rle tesis para discutir, como decís en
las escuelas. Indudablemente, á medida que pasó el
tiempo, los discípulos de vuestro Cristo llegaron á
creer que su euerpo había resucitado.
-Pero, no es que lo llegaron á creer-respondió
Huberto.-Es que lo vieron, y lo vieron aquel mis-
mo día.
-Así os lo han enseñado. Todo depende de las
pruebas, y por mi parte confieso que no las he estu-
diado bastante; pero, entretanto, he visto lo que puede
hacer el sacrificio de un gran mártir, y el amor y leal-
tad de sus discípulos. Y me pregunto: ¿Hay aZgo más
que esto'
-Mucho más, mil veces más.
-Es natural que lo creáis así. En Constanza pen-
sasteis que el sol se oscurecía, y no quisisteis creerme
cuando os dije que era la tierra la que recibía la som-
bra. Yo sabía de antemano lo que iba á suceder, y
podía habéroslo anunciado.
-Dudo que tales conocimientos sean lícitos.
-Perfectamente lícitos, aun en opinión de vuestros
doctores. Hay un sacerdote en Praga, un buen hussita.,
el Maestro Christián Praschatic, que es muy instruido
en la ciencia de los cuerpos celestes. El puede prede-
cir eclipses, tanto de sol como de luna.
-Y vos, ¿podéis, Maestro Natháu?
-Yo puedo anunciarlos apoyándome en los cálcu-
los de los hombres sabios. En este momento r ecuerdo
una cosa que puedo deciros. Sabéis que el año siguien-
te al próximo tendrá un día más que éste.
Huberto pensó un momento.
CONFIDENCIAS 283

-Sí, será año bisiesto-dijo.


-Pues bien; dondequiera que estéis, la noche de
día 29 de Febrero mirad al cielo, y veréis obscurecerse
la luna como se obscureció el sol en Constanza; natu-
ralmente, si la noche está clara.
-Lo recordaré-dijo Huberto, que se inclinaba á.
creer, como su hermano Armando babia dicho, que el
médico judío era un maniático.
-Desearía-añadió Huberto-que cuando volváis
á Praga vayáis á oír predicar al Maestro Obristián.
·- No tendré ningún inconveniente-dijo el toleran-
te judío, que en el fondo era incrédulo.-Seguramen·
te le visitaré, porque quiero conversar con él sobre la
ciencia de la Astronomía, en la cual ambos estamos
interesados. Permaneceré algún tiempo en Praga, pero
no mucho, porque yo soy un vagabundo sobre la tie -
rra. Es la suerte de nuestra raza. Vos y vuestros amigo!!
me habéis tratado bondadosamente, Maestro Huberto,
y adondequiera que vaya, si tengo ocasión de pres·
tar un servicio á alguno de esta casa, lo haré de muy
buena voluntad .
-El mejor favor que podríais hacernos era darnos
1a satisfacción de oír que creíais en nuestro Señor Je·
sucristo. Oraremos por vos.
-Gracias por vuestra buena voluntad. Vuestra fe
no ea mala para esta vida ni para la hora de la muer-
te. Pero pensáis poseer toda la verdad cuando no tenéis
más que una parte. Bueno, Maestro, ¿queréis hablar
por mí á vuestro señor y arreglar las cosas para mi
marcha? Dadle, os ruego, mis g racias muy cordiales
por Jo generosamente que me ha tratado.
El sincero corazón de Huberto estaba turbado por
las palabras del judío. ¡Cómo se hubiera indignado el
Maestro Juan, pensaba él, si hubiera oído aquella com-
paración blasfema! Lo quo Huberto no comprendía, era
que el judío había cogido ol cabo de un argumento
que, sinceramente seguido, podría llevarle á los pies de
Cristo. Las comparaciones muestran diferencias tanto
284 APLASTADO, PE UO V ENCEDOR
como analogías¡ y hay una diferencia tan grande como
la que separa al cielo y la tierra entre el maestro más
sabio, el santo más grande, el mártir más heroico y
el Salvador quo fué crucificado en el Calvario. Otros
hombros han sido santos, han tenido discípulos, ha~
muerto por ellos. ¿Qué más ha hecho El, qué más es El,
que, después de siglos, hombres y mujeres que no le han
visto están prontos á morir por el amor suyo, y con su
nombre en los labios?
El pensamiento de Huberto pasó pronto de los argu-
mentos del judío á los intereses de Ostrodek. Sí¡ en vis-
ta de las circunstancias, era mejor que Ostrodek se
marchara. El hablaría con Kepka, y, sin revelar el se-
creto del pobre muchacho, justificaría su proceder. Por
su parte, le amaba, y a un le r espetaba más que nunca.
¡Le respetaba! .Al recordar la confesión que le había
hecho, un estremecimiento de dolor y de confusión sa-
cudió su espíritu. ¿Sería Ostrodek. más noble, más hono-
rable que él?
Hacía tres años que Huberto había puesto su pie
sobre la flor de un amor que comenzaba á brotar, y
pensó que la había tt·oncbado para siempre; pero des-
pués la había dejado levantar la cabeza y florecer de
nuevo. ¿Y ahora?
No era fácil para él eclipsarse, marcharse, como
lo era para Ostrodek. En Pihel todos lo necesitaban,
desde su amado señor hasta el último criado. Si había
alguna excepción, era la de la persona cuya mirada
más ligera tenía más poder sobre él que las palabras de
todos los demás. La Pan na, que tanto respeto le inspi-
ró al principio, había llegado á ser con él franca y
amigable. Pero últimamente, parecía haberse petrifica-
do otra vez. Primero por sus ansiedades y luego por su
dolor, se había hecho inaccesible. Un muro invisible,
como de cristal, parecía separarlos. Con todo, él no iba
á desertar de su puesto como un cobarde. Lo que esta-
ba bien en Ostrodek, estaría mal en él. El tenía que
hacer su tt·abajo donde estaba, soportar su suerte como
ESPUELAS DE PLATA OTRA VEZ 285

pudiera y confiar en Dios para lo demás. Como decía


el proverbio !rancés que había aprendido en su moce-
dad: Haz lo que debes, venga lo que quie1·a.

CAPITULO XVII

Espuelas de plata otra vez

Los tres años que precedieron á la muerte de su es-


posa no hubían sido desgraciados para el señor de Pihel.
Sus intereses temporales habían prosperado. Sus Esta-
dos contenían á la sazón más de treinta villas. Deseaba
siempre cumplir fielmente los deberes que tEmía para
con sus vasallos, lo cual era sumamente difícil por la
situación que atravesaba el país. La mayoría de su
gente eran hussitas, y tenía que protegerlos de los
vejámenes de sus vecinos papistas. Otros seguían más
ó menos adictos al antiguo orden de cosas. Para ins-
truir á éstos envió á Stasek y á otros fieles pastores;
pero no los obligó, como hacían otros barones hussitas,
á que aceptaran la comunión del Cáliz. A los que le in-
citaban á emplear medidas enérgicas, contestaba: cEl
Cáliz de Cristo es un dón; no parece propio imponer
sus dones á los que no los quieren.»
A pesar de su propósito de seguir el consejo del
Maestro Juan, de cservir á Dios tranquilamente en su
casa:., no pudo impedir que lo arrastrara el torbellino
de Jos negocios públicos y se vió obligado á menudo á
ir á la corte. Se puso al lado de su amigo Hussenech
cuando este barón se presentó á la cabeza de otros
nobles delante del rey, pidiendo para los hussitas liber-
tad de cultos y la devolución de las iglesias que les ha-
bían sido arrebatadas. Pero el rey Wenceslao contestó
iracundo á Hussenech y le desterró á sus Estados. No
extendió su enojo á Cblum, porque le respetaba pro-
fundamente, sabiendo que no tenía ambiciones perso-
nales. Chlum, que comprendía cuánto importaba con-
286 APLASTADO, PERO VENCEDOR

servar la influencia que gozaba sobre el carácter vaci-


lante del rey, se sometió á la penitencia de hacerle lar-
gas visitas en el castillo, donde se encerraba para no
ver las miserias de sus súbditos ni oír sus quejas. A
esta influencia de Chlum y de otros como él se debió,
sin duda, que Wenceslao rehusara por mucho tiempo
adoptar una actitud persecutoria hacia los hussitas.
Estos le creían no mal dispuesto hacia su causa. De la
reina sabían que era amiga de ellos, pero ella tenía
muy poca influencia sobre el rey .
Cuando su esposa murió, parecía que Chlum enve-
jeció diez años. Su cabello gris tornóse casi completa-
mente blanco. Pero eso fué todo. No se lamentaba ni
hablaba de su aflicción. Mandó decir las misas acos-
tumbradas, a unque nadie en la familia las creía nece-
sarias. Zedenka se aventuró á decirle~
-Padre querido, ¿qué necesidad hay de eso? Sabe-
mos que ella está con Cristo.
-El Maestro Juan no lo prohibió-contestó él.-Y,
ademái, ¿qué daño pueden hacerle?
Por lo demás, sufría, pero resignadamente; más aún,
conforme con la voluntad de Dios. Sabía que atravesa-
ba tiempos malos, y podía dar gracias á Dios de que
su amada estaba segara y libre de las calamidades que
se avecinaban.
No podría el vacilante Wenceslao continuar por
mucho tiempo protegiendo á sus súbditos hussitas,
aunque deseara hacerlo. Su hermano, el Kaiser Segis-
mundo, le urgía constantemente á que tomara medidas
decisivas contra ellos. Y si él rehusara, lo cual no era
probable, toda la fuerza de Germanía podía ser lanzada
contra el pequeño reino de Bohemia para poner en vi-
gor, con la punta de la espada, la Bula del Papa Martín
y el Decreto del Concilio. Esta era la amenaza do los
papistas, expresada á menudo con una palabra de te-
rrible alcance: la cruzada. Obscuros presagios se ocul-
taban tras una frase que se había generalizado mucho:
e Vosotros los hussitas sois tan malos como los albigen-
ESPUELAS DE PLATA OTRA VEZ !87

ses.» Había en Bohemia por aquel tiempo una colonia


de valdenses, que habían vivido en el país muchos años
sin ser molestados. Contaban aterradoras historias de
sus valles nativos, asolados por la furia de los emisa-
rios de la Iglesia: «Si quisieran hacer otro tanto con
nosotros-decía Vaclav,-en el nombre de Dios había-
mos de pelear, hasta la muerte, en defensa de nuestros
hogares.»
Chlum temía este espíritu belicoso, y lamentaba los
actos de violencia á que se entregaban algunas veces
los más turbulentos de sus compañeros en religión.
-¡.Ah, si tuviéramos al Maestro Juan!-exclamaba
entonces.-El conocía las señales de los tiempos, y sa-
bía lo que el pueblo de Dios debía hacer. El podía cal-
mar y guiar. Sin él, estamos como ovejas sin pastor.
El mismo deseo surgía en su alma al notar las hon-
das divergencias de opinión que veía en torno suyo.
Juan Cardinal, el Rector de la Universidad, y los de-
más cabezas del partido moderado, habían publicado
un manifiesto, condenando, aunque suavemente, á los
hussitas más avanzados que negaban la existencia del
purgatorio y rehusaban orar por los muertos, invocar
á los santos y practicar la confesión auricular. Chlum
aprobaba el manifiesto; pero tenía la sospecha de que
los miembros de su familia, Huberto, Zedenka y aun el
joven Vaclav, no eran del mismo modo de pensar. No
los censuraba por ello; pero se sentía más solo y aisla-
do. Hay dos maneras de seguir á un gran adalid. Po·
demos colocarnos en las mismas huellas que él dejó
marcadas al morir , manteniéndonos firmes en ellas
contra todo el mundo, 6 podemos tomarlas como punto
de partida y seguir valerosamente en el sendero que él
siguió hasta que también nosotros seamos llamados á
dejar la carrera. Chlum sentía del primer modo; Hu-
berto y los demás, del segundo.
En aquellos días, Chlum encontraba consuelo cum-
pliendo los últimos deseos expresados por su señora.
Habló á Peichler acerca de los desposorios de Fran-
2M APLASTADO, PERO VENCEDOR
tisek y Aninka. El burgomaestre, después de alguna.
resistencia, accedió, y la fiesta de los desposorios se
celebró en Pibe! cuando pasaron los primeros meses del
luto. Aninka continuó con Zedenka durante el tiempo
que había de pasar entre los desposorios y las bodas.
-Sería muy duro para ti quedarte sola tan pron-
to-dijo Chl um á su hija.
e Yo estoy siempre sola:., pensó Zedenka, aunque no
lo dijo. Por aquel tiempo hablaba poco. Su cat·ácter
ora fuerte, profundo y reservado. Aquella afliccióa ha-
bía penetrado hasta lo más hondo de su sér; al princi-
pio la había aturdido, después la había hecho sufrir
intensamente y, por último, casi la había petrificado.
Tenia roto el corazón.
A veces procuramos adormecer el dolor con el nar-
cótico de la actividad. La joven castellana de Pibe! es-
taba muy ocupada en aquellos días; sus debe1·es y
cuidados eran muchos y diversos. La vida recobraba
su curso ordinario. Ostrodek se marchó, llevando con-
sigo los buenos deseos de todos; pero Lucas y Vaclav
no volvieron por entonces á la. Universidad, y Huberto
se quedó con ellos en el castillo. Cblum sabia que ten-
dría que hacer pronto una visita á la Corte, pero no
podía dejar su familia en tal situación.
Zedenka lo comprendía, y pensó 4ue lo mejor sería
disolver la familia por algún tiempo. Ella iría á Pra-
ga, á pasar una temporada con Panna Oneska, lo cual
le sería agradable y provechoso.
Así lo propuso á su padre, pero éste le contestó:
-No, bija mía; no quiero que me dejes. Además,
¿qué vamos á hacer con los mucllachos? Llevarlos
á la Corte no conviene; y si los dejamos aquí, sin vi-
gilancia, estarán siempre asistiendo á reuniones y
asambleas por .todo el país. Ya Vaclav me ha pedido
licencia para ir á Tabor, donde algunos predican el fin
del mundo y otras doctrinas extravagantes. Vaclav oye
demasiado á Frantisek, que es un buen muchacho,
muy bueno; pero que siempre tiene alguna idea nueva
\ iv H Karel ::3audre ki d .. rmid~J un ol S ullh.l.
ESPUELAS DE PLATA OTRA VEZ 289

en la cabeza, y nadie sabe cuál será la siguiente. Es-


cribe una amable carta á Panna Oneska y envíale al-
gunos regalos. Tú sabes lo que le gustaría. Dile que la
visitarás en otra ocasión. Ahora no me puedo pasar
sin ti.
Zedenka sabía que su padre, al hablar de los rega-
los que gustarían á Panna Oneska, quería decir obje-
tos que hubieran pertenecido á la difunta sef!.ora, y
puso aparte un rosario de madera de olivo, traído de
Tierra Santa por un cruzado, y un Libro de Horas con
tapas de marfil labrado. Recordó también un cojín
bordado por la reina Sofía, que su madre había tenido
en gran estima, y que Panna Oneska apreciaría mucho
por lo mismo. Pero, aunque lo buscaron por todas las
habitaciones del castillo, no se encontró.
El día antes de la marcha de Vito á Praga, Huberto
entró en la antesala donde los muchachos solían jugar
y estudiar, y vió á Karel Sandre¡;ky, dormido en el
suelo, con la cabeza descansando en aquel mismo co-
jín. Despertándolo sin ninguna ceremonia, le preguntó
dónde lo había encontrado y por qué no lo había lle-
vado al momento á la Panna.
Karel, que era un muchacho delicado, se levantó
sorprendido, y, al darse cuenta de lo que Huberto de-
cía, levantó el cojín, lo miró despreciativamente y ex-
clamó:
-¿Este vejestorio?
- ¿No sabes-preguntó Huberto- que la Panna lo
ha buscado por todas partes? Es labor de la reina, y
nuestra amada scf!.ora lo tenía en mucho aprecio.
-Pues tenía muchos ott·os mejores que éste. Mirad,
M:aestt·o Huberto; la cola de este halcón bordado está
toda mancllada, y por el otro lado la seda se ha roto ...
mirad.-Y, volviendo el cojín, dejó ver un largo desga-
rrón que estaba en parte recosido y del cual pendfa to-
davía un cabo suelto.
-r,Cómo lo encontraste?
-No sé. Ha estado rodando por ahí mucho tiempo.
1~
290 APLASTADO, PERO VENCEDOR

¿Se enojará. mucho la Panna conmigo, Maestro Ru·


berto?
- No mucho; pero tenemos que llevárselo ahora
mismo.
-Maestro Huberto, decidle vos lo que ha pusado.
Así no se enojará. Ella os quiere mucho.
-¡Tonto! -dijo Huberto, marchándose.
Kat·el se echó á llorar.
-Pero, ¿qué te pasa?-preguntó, volviéndose de
nuevo al muchacho.
- Quo la Panna va á enojarse, y vos os habéis eno-
jado también . Pero he dicho la verdad. Preguntádselo
á Vaclav.
-No me he enojado contigo, niño. Solamente que
debías saber quo no se habla así de una dama. Lo más
que uno debe decir es: «Os trata muy cortésmente•, cos
tiene en alguna consideración, como escudero de su
seflor padre•, 6 algo así. Pero escucha, Karel: ¿Tú te
llamas hussita?
-Y lo soy-dijo el niflo, con una mirada viva.
-Pues los hussitas pueden llegar á morir por su
re, y tienen que aprender á ser valientes y no echarse
á llorar como infantitos por la menor cosa.
- No lloraré-dijo Karel, mordiéndose el labio.
-Muy bien. Vete ahora al prado, donde Lucas y
Vaclav están haciendo ejercicios. Cuando montes de un
salto, como ellos, sin tocar el estribo, te regalaré un par
de guantes. Dame ese cojín; yo se lo llevaré á la Panna.
Karel olvidó sus aflicciones viendo la destreza y
agilidad que Jos dos muchachos mayores demostra.ban
en sus ejercicios. Ambos los hacían bien; pero Vaclav
aventajaba á su compañero. Había un ejercicio que no
podían hacer sin que Iluberto estuviera. con 'ellos, y
estaban impacientes aquella. mañana por practicarlo.
¿Dónde estaba el Maestro Iluberto, que no venía á di-
rigirlos?
Karel dijo que entraría á buscarlo, y asilo hizo,
dirigiéndose hacia la sala donde solia estar la Panna
ESPUELAS DE PLATA OTRA VEZ 291

con sus doncellas. Pero al pasar por un corredor, la vió


sentada en el alféizar de una ventana con el cojín en las
•:
manos. Huberto estaba de pie junto á ella, pero al acer-
carse Karel se retiró un poco. Ambos parecían muy
pensativos, y la Panna tenía en su rostro señales de
haber llorado.
Y lo que era más extraño aún, el Maestro Huberto,
el valiente :Maestro Huberto, ¡tenía lágrimas en los ojos!
La Panna jugaba nerviosamente con el cabo suelto de
seda que colgaba del cojín.
eSe ha debido enojar mucho», pensó Karel; y diri·
giéndose á ella, dijo:
-Querida Panna, no os enojéis con el Maestro Hu-
berto. Fué todo culpa mía, y lo siento mucho.
El inocente ruego del muchacho, interrumpiendo
el íntimo y dulce coloquio en que Huberto y Zedenka
habían entrado insensiblemente, era una nota tan
inesperada, que la joven se echó á reír, acompañándo·
la Huberto.
La primera risa, después de una gran aflicción, es
muy significativa. Si aquellos cuya partida hemos llo-
rado pudieran oírla, recibirían una gran alegría. No
significa que los hayamos olvidado ó que nos sean me-
nos queridos, sino que hemos tomado de nuevo la vida,
no sólo con sus cuidados y tristezas, sino con sus goces
también, en todos los cuales el recuerdo de nuestros se-
res amados nos acompaña y bendice.
Algo así debió sentir Zedenka al extinguirse el eco
de aquella breve carcajada, y al mirar, á través de las
lágrimas que aún tenía en los ojos, aquel cojín en que
sus dedos habían trabajado junto al lecho de muerte de
su madre. Había dejado aquella labor sin terminar, y
la había olvidado; pero, ¡cuánto valor tenía ahora para
ella ! ¡Cómo le traía á la memoria la dulce voz de su
madre, que le había dicho: cNo puedo desearte suerte
más dichosa que la mía!»
Huberto, entretanto, se dirigió hacia la cámara don-
de se encontraba solo el señor del castillo, envuelto en
e
292 APASTADO, PERO VENCEDOR

un manto blanco, señal de profundo luto, y con la


mente llena de inquietantes pensamientos, porque cada
día traía nuevas pruebas del desasosiego en que se ha-
llaba el país.
Pero Huberto no se babia acercado nunca á él para
aumentar sus preocupaciones. Al reconocer sus pasos,
Chlum levantó la vista y sonrió.
-Señor caballero- preguntó Huberto,- ¿podéis
oírme algunas palabras?
-Todas las que quieras, hijo mío. ¿Qué ocurre, y ú.
quién le ocurre?-añadió observando la mirada pensa-
tiva y preocupada de su escudero.
-Nada, señor caballero, si no es cosa que me atañe
á mí.
-¿A ti? ¿En qué puedo ayudarte?
lluberto traía en la mano sus espuelas de plata, y
las puso sobre la mesa.
-¿Qué pasa? - preguntó Chlum, sorprendido.-
¿Has recibido algún llamamiento de tu tierra? Porque
creo que sólo por una razón así nos dejarías, Huberto.
-Señor mío, yo no os dejaría ...
-Vamos, ya comprendo. Piensas, con razón, que
ya es hora de que esas espuelas de plata se cambien
por otras de oro, y no ves probabilidad de que así su-
ceda siguiendo á mi servicio.
-Os aseguro, señor caballero, que no he pensado
en tal cosa. Pero, escuchadme, y si cuando os diga todo
lo que tengo en el corazón, me despedís para no ver
más vuestro rostro ni el de los vuestrGs, obedeceré sin
decir una palabra.
-Pero, ¿qué locma te ha dado, Huberto? Cual-
quiera diría que has cometido un crimen. Ya sabes que
te quiero bien, y creo que no puedes contarme nada
que me haga perderte el cariño que te tengo.
-Señor caballero, habláis noblemente, como siem-
pre. Yo también os amo, Dios lo sabe. Pero la verdad
es que amo á una persona muy cercana á vos más de
lo que conviene á mi propia tranquilidad. Ahora,
ESPUELAS DE PLATA OTRA VEZ 293

aefl.or caballero, ya os he dicho lo que tenía que de-


ciros.
Hubo un largo silencio, durante el cual Huberto
podía oír los latidos de su propio corazón. Por fin se
aventuró á decir:
-Perdonad mi presunción.
Chlum alargó la mano y dijo:
-No hay tal presunción. Somos de igual rango, y
si tú eres un expatl'iado, lo mismo podría haberme ocu-
rrido á mí. Pero hay otra cuestión: ¿Qué es lo mejor
para mi hija y para ti? ¿Sabe ella algo de esto, Hu-
berta?
-Sefl.ot· mio, hace un momento entramos, sin dar-
nos cuenta, en conversación acerca de nuestra amada
difunta sefl.ora. Y creo que la Panna sabe que yo daría
mi vida por consolarla en su dolor. Eso es todo.
-¿Eres tranco conmigo, Huberto?
Huberto afirmó con un movimiento de cabeza.
-Déjame que piense un momento. Soy de racioci-
nio lento, y ahora no tengo á nadie que me aconseje.
Huberto esperó pacientemente.
-¿Cuánto tiempo ha estado esto en tu corazón, Hu-
berto?-preguntó Cblum por fin.
-Empezó pronto ... muy poco después de mi llega-
da-contestó Roberto sencillamente;-pero cuando el
joven señor de Hussenech pasó por aquí, lo reprimí y
creí haberlo vencido, porque sabia los propósitos que
él tenía y sabía lo que yo era, un escudero sin dinero,
digno de acercarma á ella solamente para servirla.
Pero aquel amor uo quiso morir. Sin darme yo cuenta,
creció. Unas palabras oídas al azar me lo hicieron des-
cubrir, y ahora me temo que se lo he dejado descubrir
á ella. Señor caballero, ¿debo irme de aquí?
-Y ¿adónde irías?
-Tendría que encontrar otro servicio, aunque no
podría serme tan grato como éste.
-No te vayas, Huberto. Tú eres para mí como
un hijo. Hasta que sepamos lo que debemos hacer, tú
294 APLASTADO, PERO VENCEDOR

puedes venir conmigo á la corte, 6 Zedenka. puede ü· á


Praga á visitar á Panna Oneska. Toma tus espuelas,
hijo. La plata puede ser á veces mejor que el oro. Y
ruega á Dios que nos guíe á todos, porque bien lo ne-
cesitamos.
-¡Padrel-dijo Vaclav, entrando en nquel momen-
to.-Aqui está Frantisek, que trae terribles nuevas.
El anuncio no produjo el efecto que podía esperar-
se. La gente se babia ya acostumbrado en aquellos
días á «terribles nuevas».
-Oigámoslas- dijo Chlum.-Que pase.
Al punto entró en la cámara un apuesto mancebo,
vestido con traje de buen paño gris, y de cuyo ciRtu-
rón pendía una bolsa de cuero de tres picos, probable-
mente bien llena. Hizo una profunda reverencia al ca-
ballero , el cual le recibió muy amablemente.
A una pregunta de Cblum, el mancebo dijo:
-Esta mañana, señor caballero, hu. venido uno de
Praga y ha dicho á mi amo que se promulgaba un edicto
real, desterrando al :Maestro Juan Jessenech, y orde-
nando que todas las iglesias y escuelas de los queman-
tienen la comunión del Cáliz les sean quitadas y entre-
gadas á los papistas.
Aun el valeroso Chlum cambió de color al oírla no-
ticia.
-No puede ser-dijo.-El rey no se atreverá. De-
be ser alguna mentira de los papistas, Ifrantisek.
-Es cierto, y perdóname mi señor que lo diga. Nues-
tro hombre vió el edicto fijado en la puerta del Vysse-
rad, y lo leyó él mismo. Además, vió toda la ciudad
revuelta por este motivo.
-Pues no será más que papel perdido-exclamó
Vaclav.-El rey Wenzeslao no podrá cumplirlo. Debía
t~abcrlo, aunque es ...
-¡Silencio, Vaclavl ¡Es el reyl-le interrumpió
Chlum.
Frantisek dijo todo lo que sabía, que no era mucho
más. Cuando hubo terminado, Chlum le envió á Anin-
EL MOXTE TABOR 295
ka, encargándole que no la alarmara, ni tampoco á la
servidumbre.
Otra vez solo con Huberto, Cblum le puso la mano
sobre el hombro, y le dijo:
-Hijo mío, esto decide uua cuestión, al menos para
ti y para mi. Iremos á la corte para ver de persuadir
al rey con buenos consejos. En cuanto á. lo demás, la
Escritura dice: «El tiempo es corto.•
Huberto le miró con aire interrogativo.
-¿Te diré que esperes? No puedo decirte otra cosa,
Huberto. Dios nos mostrará su voluntad en todo, si es-
tamos dispuestos á verla. En cuanto á este asunto, ten-
go que consultar la voluntad de aquella á quien más
importa. Pero debemos asegurarnos de que ella misma
la sabe. Así que te pido que tengas paciencia y guardes
silencio¡ por lo menos, hasta que volvamos de la corte.
-Lo que mi señor pide de mí será fielmente cum-
plido-dijo Huberto inclinándose y besándole la mano.

CAPÍTULO XVIII

El Monte Tabor

Han pasado seis meses desde aquel edicto del rey


Wenzeslao, que despertó la alarma y la indignación de
los hussitas. Era entonces Noviembre y nos hallamos
ahora en Julio, y ya sabemos que la tierra presenta en
Julio un aspecto muy diferente al que presenta en No·
viembre. Pero hay en la mirada y en el porte de los
hombres de Bohemia y en el aspecto del país algo que
no se explicn pot· el cambio de estación. Si nos hubié·
ramos encontrado entre las gozosas y animadas compa-
ñías de peregrinos que llenaban los caminos de la Bohe-
mia meridional en el verano de 1419, apenas hubiéra-
mos podido creer que estábamos en un país sobre el
cual había rugido recientemente una fragorosa tempes-
296 APLASTADO, PERO VENCEDOR

tad, y que aun entonces estaba lleno de guerras y ru-


mores de guerras.
Jóvenes y viejos, ricos y pobres, hombres, muje-
res y niños, afluían como ríos humanos por todos lo~t
caminos y senderos hacia un solo punto.
La pintoresca colina conocida desde entonces en la
historia con el nombre de Monte Tabor se hallaba en
el centro del distrito donde más había predicado Juan
Huss durante su destierro de Praga. La vecina ciudad
de Austi contaba entre sus habitantes á los más fl.eles-
discipulos del reformador. Por toda la comarca a lrede-
dor la semilla de la enseñanza evangélica había produ-
cido abundante cosecha. Cuando el edicto del rey Wen-
zeslao expulsó de Praga y de otras ciudades del reino á
los predicadores hussitas, muchos de ellos encontraron
refugio en .Austi y en los lugares vecinos. Una multi-
tud de fieles de todas clases y condiciones acudía tam·
bién allá para oír el Evangelio y recibir la Comunión
del Cáliz. Grandes reuniones al aire libre iban hacién-
dose cada vez más frecuentes entre los bussitas. Los
jefes del partido decidieron escoger el Monte Tabor-
como escenario de la más grande é importante reunión
que se había celebrado basta entonces, y enviaron
mensajeros por todo el país convocando á todos los bue-
nos hussistas á una gran asamblea, puramente religio-
sa, que había de celebrarse en el Monte Tabor el 24 de-
Julio, día de Santa Magdalena.
El viaje era en sí una fiesta. Un cielo de azul inten-
so, salpicado de brillantes nubecillas, parecía bendecir
á los peregrinos. La tierra estaba. verde y esmaltada
de flores. Los pájaros cantaban en los árboles junto á
los caminos.
Pibe! contribuyó á la asamblea con una buena com-
paílía, á cuya cabezl\ iba Huberto. Junto á él cabalgaba
Vaclav, ya un mancebo de diez y seis años. Seguíanles
algunos hombres de armas, y algunos aldeanos de
Leitmeritz, que se habían puesto bajo su protección.
Chlum, cuya visita al rey había sido infructuosa,
EL MONTE TABOR 297

había ido á Melnik, un castillo que la reina había en-


comendado á su custodia. Hubiera querido llevarse
consigo á Huberto, poro prefirió que acompañara á
Vaclav, el cual estaba empeñado en ir al .Monte Ta-
bor, para que lo mantuviera dentro de los limite3 de
la discreción y de la templanza. Zedenka estaba en
Praga con Panna Oneska.
A medio día de camino del Tabor, la compaf!.ía de
Pihel alcanzó á otra pequeña banda, procedente de
una aldea. El pastor caminaba á la cabeza de sus feli-
greses, y había cedido su jaca á una pobre mujer can-
sada que llevaba en brazos un niño pequeilo, atado
sobre una almohada, á estilo bohemio. Iban jóvenes y
viejos, mujeres y niños. En medio del grupo había un
vagón, arrastrado por bueyes, donde llevaban provi-
siones, mantas y utensilios de cocina. En lo más alto
iban sentadas dos niñas rubias de seis ó siete años,
que reían y jugaban con las flores que sus compañeros
les arrojaban.
-¡Pára, Huberto!-exclamó Vaclav, cuando vió el
rostro del pastor.-Aquel sacerdote es Wenzeslao de
Arnostovich. Quiero hablarle.
-¿Qué Wenzeslao? Porque hay tantos ... No me re·
cuerdo de él.
-Mal te puedes recordar, hermano, si no lo hae
visto nunca. Pero yo Jo recordaré mientras viva. Fué el
que me dió la Comunión del Cáliz en casa de la madre
de Frantisek.
Diciendo esto, Vaclav se acercó al sacerdote.
-Dios os guarde, padre-dijo.-Os oí predicar hace
cuatro años en Leitmeritz, y espero oíros otra vez ma-
ñana.
A pesar del cambio operado en Vaclav desde que
era un niño de doce años, el pastor de Arnostovich
reconoció pronto en él nl fe1·viente muchacho cnya pie-
dad le había llamado tanto la atención entonces, y
do quien sabía era hijo de Chlum. Le preguntó por su
padre.
298 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-Mi padre está en Melnik-dijo Vnclav.-Creo que


~apera todavía convencer al rey de que es inútil querer
aplastarnos. Todo el país está con nosotros, 1tfaestro
Wenzeslao.
-Dios está con nosotros, lo cual es mejor aún-
dijo el pastor con reverencia.-Pero, deciume, ¿está
Frantisek en vuestra compañía?
-No; ¡pobre muchacho! Bien que lo siente; pero
su madro está muriéndose, y, además, no quiere enojar
demasiado á su amo, que es papist11. pestilente, porque
está prometido con su hija.
-¿Es así? Entonces, 6 61 ha cambiado mucho, 6 ella
es muy diferente de su padre. ¿Cuál es lo cierto?
-Lo último . Aninka es la doncella de honor de mi
hermana, y piensa como nosotros. Ahora está con mi
hermana en Praga.
-Praga. no ha. gozado -de tranquilidad desde que
fueron expulsados los sacerdotes bussistas. Yo quisiera
que nuestros amigos de allí recordaran que la ira del
hombre no obra la justicia de Dios.
-Cierto-dijo Vaclav;-pero hay una ira justa. Po-
demos vernos obligados á pelear.
-Vos, podréis. Pero, en cuanto á nosot1·os, las ar-
mas de nuestra milicia no son carnales. Y mejor es
que no lo sean. Es preferible sufrir á pelear.
-l\Ie extrañ11. que trai~áis niilos como estos en un
viaje así- dijo Vaclav, mirando á los pequeños que
iban en lo alto del carro, y habían interrumpido la con-
versación con sus alegres risotadas.
-¿Cómo podrían venir las madres, si ellos se que-
daban en casa? Aunque pequeños, saben adónde van, y
tion~n el corazón puesto en ello. Lo t•ecot·<.hu·án toda
su vida, y lo contarán á sus hijos, cuando nosotros
hayamos ya desaparecido. Cuando nos cansamos, ó hay
algún desorden, empezamos á cantar un himno, y con
vuestro permiso, Panetch, vamos á hacerlo ahora.
-Con todo mi corazón-dijo Vaclav.
El pnstor hizo silencio y comenzó un antiguo him-
EL MONTE TABOH. 299

no bohemio, en el cual tvdos se unieron, empezando


por las niñas que iban en el carro, cuyas voces, altas y .
cristalinas, subían al cielo.
Aunque 8e trabe contra. mi batalla,
Ningún temor teudré,
Pues Dios es quien pelea de mi parte,
Y no podré caer.

Vaclav unió su varonil voz baja á las voces de los


demás.
Porque coumig·o está quien mo redime,
Confiado siempre estoy;
Sus promesas son fit,les y seguras,
Bajo su amparo voy.
Una cosa. á mi Dios he demandado,
Y he querido buscar:
En su morada de ventura y dicha,
Uu sitio disfrutar.
Escúcharue, Señor, cuanto te ruega
Con ansia el corazón:
No apartes de tu siervo el rostro tuyo,
Ni olvides m aflicción.

No fué éste el último himno que cantaron en el ca-


mino, y al acercarse á su destino oían iguales ó pare-
cidos cánticos, que se elevaban de otras compañías de
peregrinos.
Por fin, el gentío se hizo tan denso, que los dos
grupos hubieron de separarse. Los hombres de Pihel
llegaron antes, pues iban todos á caballo.
-¿Qué haremos para encontrar alojamiento, maes-
tro Iluberto?-preguntó Vito.
-Tomaremos lo que haya- contestó Huberto.-
Nunca he visto tal gentío, ni aun en Constanza.
-Quisiel'a. encontrar una posada donde pudiéramos
alojarnos y dejar los caballos - prosiguió Vito.
- ¡Posada! - exclamó Huberto.-Supongoque muy
pocos de toda esta muchedumbre dormirán bajo techa-
300 APLASTADO, PERO VENCEDOR

do esta noche, y no seremos nosotros de ellos. Bien


hicimos en prevenirnos trayendo pan y carne en las
alforjas, y no nos faltarán arroyos donde apagar la sed.
No entraron en Austi porque sabían que la ciudad
estaba rebosando gente; y en el camino fueron muy
pocas las casas que vieron. Por fin llegaron á una gar-
ganta que daba acceso al monte Tabor, y que era, en
realioad, el único camino para llegar á él, porque todos
los demás lados estaban defendidos por escabrosos ba-
rrancos, en cuyas honduras corrían arroyos impetuosos.
Allí fueron recibidos por algunos habitantes del
lugar, si podían llamarse así Jos que vivían en tiendas
en el monte ó en los contornos. Estos saludaron á los
recién llegados como hermanos en el Señor, y se ofre-
cieron á buscarles un sitio á propósito para vivaquear
y á proporcionarles alimento.
IIuberto les dió las gracias; les dijo que llevaban
provisiones, pero que desearía le indicaran dónde po-
drían pasar la noche sin molestar á otros.
Fuet·on encaminados á un prado, en la vertiente
meridional de la montaña, donde acamparon, atando
los caballos á picas clavadas en el suelo. Después ce-
naron, hicieron sus oraciones, cantaron un himno y se
echaron á dormir sobre la hierba, envueltos en sus ca-
potes.
No !ué fácil conciliar el sueño. Continuamente es-
taban llegando al monte nuevos peregrinos que se iban
acomodando como podían. Sobre el ruido de las voces
y de las pisadas de hombres y cabalgaduras se elevaba
el del cántico de himnos que parecia subir de todos
los larlos de la montaña.
Por fin se quedó Huberto dormido; pero poco des-
pués fué despertado por el resoplido de un caballo que
a.ndabn comiendo hierba cerca de donde él dormía. Le-
vantóse y echó fuera al intruso para evitar r.ccidontes.
Después miró á su alrededor. Todos dormían. Sólo
rompí1m el silencio de la noche algunas lejanas voces
q•1e cantaban:
EL MONTE TABOR 301

Gloria á Dios, de quien provienen


Toda gracia y bendición.

Demasiado conmovido para poder dormir, se retiró


un poco de los demás y se arrodilló sobre la hierba.
Sentía á Dios muy cerca aquella noche. Dios era bue-
no; la tierra estaba llena de su gloria. Todas sus cria-
turas le alababan, el mundo, el firmamento, las estre-
llas; y ahora también los hombres estaban aprendiendo
á darle gracias y á honrar su santo nombre. Por todas
partes se predicaba su Palabra. Ciertamente se acer-
caba el día, prometido hace muchos siglos, en que la
tierra será llena del conocimiento de Dios, como las
aguas cubren la mar, en que todos los reinos de este
mundo llegarán á ser los reinos del Señor y de su Cristo.
Huberto nos relacionaba tan gloriosas promesab con
la paz que le rodeaba en aquellos momentos; pero es un
hecho que todas las bellas escenas de la Naturaleza con-
tienen un mensaje de consuelo para el corazón doliente
de la Humanidad.
Tal vez Huberto estaba más preparado para tales
influencias, porque otra voz en su corazón le susurraba
que había para él esperanza de alcanzar la dicha más
alta y brillante que el mundo puede dar. Desde donde
estaba ·podía ver á lo lejos las magníficas tiendas del
barón de Hussenetch, iluminadas por el resplandor de
las antorchas; pero ya no sentía envidia bacía el here-
dero del señor más poderoso de Bollemia. ¿Puede el
mismo b:en realizado producir alegría más radiante
que la que trae la esperanza cuando ilumina un corazón
que ama?
Corto so le hizo el tiempo que tardó en amanecer.
Pronto empezó el horizonte á sonrosarse y las avecillas
lanzaron sus primeros trinos. El sol se levantó, ilumi-
nando la hierba cuajada de rocío. Los compañeros de
Huberto empezaron á moverse. Se lavaron rápidamen-
te, hicieron sus oraciones y cantaron un himno¡ no
probaron bocado, porque todos pensaban comulgar.
302 APLASTADO, FERO VENCEDOR

Dirigiéndose á la gran meseta central, vieron que


las multitudes iban ya agrupándose alrededor de los
diferentes lugares donde los predicadores más renom-
brados iban á hablar. La muchedumbre era demasiado
grande para que un solo orador pudiera dirigirse á to-
dos; así que se distribuyó en varias congregaciones.
Había espacio para todos. Huberto y sus compañeros
se sintieron atraídos hacia una compañía marcial y
compacta que parecía realmente un ejército. Aunque
los hombres no llevaban traje guerrero, iban todos ar-
mados, y sobre ellos ondeaba una bandera, que se dis-
tinguía de todas las numerosas banderas y estandartes
que salpicaban el campo. Era negra y llevaba en el
centro, en rojo, el emblema del cáliz. La compa:!lía en-
tera estaba entonando un cántico marcial:

Soldados de Cl"isto,
ni combate volad,
la a vuda de Dios
siu cesar implorad;
quien ttene á su lado
al glorioso Señor,
eu dura pel en.
saldrá vencedor.

Cuando terminó el himno, un mancebo salió de las


filas, y viniendo al encuentro de lluberto, le echó los
brazos al cuello en estrecho abrazo. Era Ostrodek, que
había ya alcanzado toda su estatura, y había mejorado
notablemente en apariencia. Abrazó también á. Vaclav
y saludó á los demás muy cordialmente.
Huberto le preguntó dónde estaba y qué hacía, di-
l·igiendo al mismo tiempo una mirada interrogativa ha-
cia aquella marcial compa:!lía.
-Mi señor-contestó Ostrodek-ejercita á su gente
en los hábitos propios de los que han de servir en la
guerra. Pero, mirad, allá está Ziska mismo, junto á
aquel árbol.
Tiuberto vió un hombre de aspecto marcial, con un
EL MONTE TABOR 303

ojo cubierto por una venda; mas no pudo percibir más


á la distancia en que se encontraba.
-Vamos á oír un sermón-prosiguió Ostrodek.-
Quedaos aquí, Maestro Huberto, que no os pesará.
-¿Quién es el predicador?- preguntó Huberto.
-Martín, un sacerdote á quien llaman Loqui por su
elocuencia. Explica el Apocalipsis. y nos habla de la
batalla de Armagedón, del Gran Dragón y de la mujer
vestida de Sol.
A pesar do tan atractiva lista de temas, Huborto
declinó la mvitación, diciendo que deseaba oír á Wen-
zeslao, el amigo do Vaclav.
Ostrodek le propuso que volvieran después, á comer·
con la gente de Ziska.
-Ya sabéis donde hallarnos; junto á la bandera
del Cáliz. Somos los siervos de Dios y del Cáliz, Maes-
tro Huberto.
Como cada cual era libre de hacer lo que quisiera,
algunos de los hombres de Pihel se quedaron para oír
á Martín Loqui; pero lluberto, Vaclav y otros fueron
en busca de Wenzeslao.
Cruzando el campo con este objeto, Huberto oyó
algunas palabras de un anciano quo hablaba á una
numerosa compañía de aldeanos. Las palabras llama·
ron su atención, y se quedó allí, diciendo á Vaclav y á
sus compañeros que no le esperaran.
Lo que el anciano predicador, que no era un sacer-
dote, sino un aldeano, como sus oyentes, decía, era
esto :
-«Este mismo Jesús, que es tomado de vosotros
arriba, en el ciclo, así vendrá, como le habéis visto ir
al cielo.» ¿Sabéis esto, hermanos míos? ¿Lo creéis? Está
dicho en las Sagradas Escrituras, y no en un solo lu-
gar, sino en muchos y muy diferentes; más de los que
yo os puedo decir. ¿Sabéis que ha de venir un día que
empezará como todos los días, pero que no acabará
como ninguno de los días que ha habido desde el prin-
cipio del mundo? Aquel día. se abrirán los cielos, y
304 APLASTADO, PERO VENCEDOR

vendrá el Señor en las nubes de la gloria y todos sus


santos ángeles con El. ¡Sus santos ángeles! Y aun ha-
brá alrededor de El rostros más queridos que los de los
ángeles, porque .:traerá Dios con El á los que durmie-
ron en Jesús». Yo sé de uno, á lo menos, que segura·
mente vendrá con El aquel día. Todos le conocéis. Otra
vez le veremos, y oiremos su voz, y tocaremos sus ma-
nos, aunque los malvados lo quemaron, basta redu-
cirlo á. cenizas, en Constanza. ¿No nos alegraremos en·
toncas, hermanos?
Un estremecimiento de emoción corrió por todo
el auditorio.
-Pero, ¡mirad!-siguió diciendo el predicador.-
Os digo un misterio. No será esta la primera alegría.
No pensaremos en él, no le miraremos siquiera, al
principio. Amigos, hermanos; antes de mirar el rostro
de los seres queridos que Dios traerá con El, miraréis
el rostro de Aquel que murió por vosotros; besaréis sus
pies taladradós; tocaréis sus manos benditas, horada-
das por vosotros.
A vosotros los que así le amáis, os digo que le ve-
réis, ¡y pronto! Cuándo, no puedo decirlo. Tal vez hoy,
mientras estamos esperándole. Tal vez mañana. Tal
vez no será hasta dentro de algunos años. Puede ser
que se detenga basta qua su pueblo esté en gran ne-
cesidad y angusti!l., y sus enemigos prevalezcan contra
ellos. ¡Pero seguramente viene! ¡Viene! Y los que aman
su venida irán con El al banquete de las bodas del
Cordero, y se gozarán con El para siempre.
Mucho más dijo el anciano; pero para Huberto esto
era bastante. Su alma había cogido una verdad nue-
va. Toda su vida había r epetido las palabras del Cre-
do: e De donde ha de venir á juzgar á los vivos y á los
muertos.» Pero si pensó alguna voz en ella, la segunda
venida de Cristo fué siempre para. él un acontecimiento
vago y lejano, una de las e cuatro postrimerías•. Pero
que el Señor Jesucristo pudiera venir pronto, el día
menos pensado, y que su venida fuera un motivo de
EL MONTE TABOR 305

gozo para los que le amaban, era un pensamiento


nuevo y maravilloso que llenó todo su corazón, vivifi·
cando y fortaleciendo aquel amor personal hacia Cristo
que había sentido por primera vez en Constanza.
Antiguos pensamientos acudieron á su mente. Se
acordó de su hermano, de Constanza, del gran canci·
ller, del Concilio. Confiaba que Armando estaría bien
preparado para cuando el Rey viniera. ¿Y el canciller?
¿No era aquello lo que él había deseado y procurado,
aunque sin saberlo? ¿No babia trabajado con la espe-
ranza de que viniera el reino de la justicia y de la ver-
dad? Y éste era el reino de Cristo, que El iba á estable-
cer en el mundo cuando viniera. Cuando El viniera,
¿juzgaría á Juan Gerson por la parte que había toma-
do en la muerte de sus santos?
c.Aunque así fuera-pensó Huberto;-aunque el Se-
ñor lo matara con la espada que sale de su boca, Juan
Gerson moriría gozoso al ver que el Señor había veni-
do y que había ganado la victoria.,.
Por último, el predicador exhortó á sus oyentes á
que se acercaran á la mesa del Señor para participar
del pan y del vino, con lo cual se anunciaba la muerte
del Señor hasta que vuelva. .Así, por vez primera, se
dió cuenta Huberto de la esperanza que se proclama
en este rito sagrado. Casi en un rapto de emoción se
unió á la multitud que, arrodillada sobre la hierba, tué
recibiendo de mano de algunos pastoree desterrados
los símbolos del cuerpo y de la sangre del Señor.
Tan absorto estaba que, cuando terminado el acto
oyó á su lado la voz de Vaclav, le pareció despertar de
un sueño.
-¿Dónde has estado, Huberto?-preguntó el man -
cebo.-Yo he oído ya dos sermones y he comulgado.
He visto también al señor de Hussenetcb¡ y tú tienes
que ir á verle también. Klans ha regresado de Ingla·
terra, y tiene una carta para ti. Le he oído contar el
martirio de un gran hussita inglés (allá los llaman Lo-
20
~ APLASTADO, PERO VENCEDOR
Bardos), un caballero llamado Lord Cobham. Tienes
que oírle hablar de ello.
-Iré á verle. ¿Sabes de quién es la carta que trae
para mí?
-Dice que es del jefe de tu casa, y que en ella t e
pide vuelvas á Inglaterra, y él to dará una buena posi-
ción. A lo cual dij~ yo: «A mi padre no le agradará que
el Maestro Iluberto se vaya á Inglaterra, porque lo tie-
ne como á un hijo; y a<iemás, hay otra persona en nues-
tra familia á quien agradaría todavía menos.»
-¡Cómo te atreviste, Vaclav!
-Klaus se llenó de enojo; creo que hubiera que-
rido matarme allí mismo. Pero el señor de Hussenetch
tomó la cosa de muy diferente manera. Sonrió, y dijo
que tenía en alta estima á Kepka, y le deseaba á él y á
su casa toda felicidad y prosperidad. La verdad es,
hermano, que el señor de Hussenetch ha llegado á ser
el hombre más poderoso del reino, y me imagino que
no le disgusta que su hijo esté libre para buscar un en-
lace con alguna casa más elevada que la nuestra.
Comieron con los hombres de Ziska, y podían haber
comido en veinte sitios, porque reinaba en aquella
asamblea la más cordial é ilimitada hospitalidad. El
pan y la carne, el vino y la cerveza abundaban porto-
das partes; pero no hubo ni un solo caso de exceso. Ni
algaradas, ni desórdenes, ni pendencias, mancharon la
historia de aquel día. Aquella inmensa muchedumbre,
compuesta de gente de todas las clases y categorías, se
condujo de una manera soLria, ordenada, bondadosa y
cortés. Aldeanos de ropa raída podían haber dado lec-
ciones de buenos modales á los aristócratas de algunas
cortes de Europa.
Después de la comida, Huberto, acompañado por
Vito, :;e encaminó al campamento de Hussenetch. Al
pasar por los alegres grupos de gente, repartidos sobre
el césped, Vito dijo:
-Maestro Huberto, ¿no os recuerda esto una cosa
que se lee en los Santos Evangelios?
EL MONTE TABOR 307

-En verdad, no he pensado en ello.


-Yo sí, Maestro. lle parece que es como aquel
día en que la multitud se sentó sobre la hierba por
partidas de ciento y de cincuenta, y el Señor mismo les
dió de comer. Y creo, Maestro Huberto, que El está hoy
aquí.
-También yo lo creo. Para mí el monte Tabor ha
sido el Monte de la Transfiguración, donde he visto la
gloria del Señor.
Pronto llegaron al vistoso pabellón del poderoso
, barón, que era entonces el jefe reconocido de los hussi-
tas. Recibió á Huberto con una amabilidad un tanto to-
cada de condescendencia. Su hijo apenas podía ser cor-
tés al principio; pero se suavizó hablando de Inglate·
rra. Dió á Huberto la carta, que resultó ser del Conde
de Hertford, primo de su padre y cabeza de la familia.
El escudo de la casa, que Huberto tenía derecho á os-
tentar, aparecía en el sobre: seis leoncillos de oro sobre
campo azul.
-Me encargó os dijera de palabra- añadió el jo-
ven Hussenetch-lo que, sin duda, la carta contiene
ya: que si queréis volver á Inglaterra, él os protegerÁ.
y os pondrá en vías de alcanzar un honroso porvenir,
puesto que sois de su misma sangre, y además tenia
en mucho aprecio á vuestro padre.
El resto del largo día estival se pasó en conversa-
ciones fraternales, reuniones para la oración y cánticos
de himnos y salmos. Hacia el atardecer, Huberto se
encontró otra vez con Ostrodek, y juntos pasearon entre
la multitud. Huberto estaba cada vez más admirado
del cambio tan favorable que se había operado en Os-
trodek. La disciplina que había encontrado bajo las
órdenes de Ziska le había sido muy beneficiosa. Suco-
razón se había abierto también á influencias espiri-
tuales.
En el curso de sus paseos encontraron un grupo de
niños que cantaban con alegres voces:
3~ APLASTADO, PERO VENCEDOR
Al monte de Sióu alzo mis ojos,
De donde mi socorro viene presto.

Con una dulce expresión en sus fieros ojos negros,


Ostrodek dijo á Huberto:
-Creo que el Rey de Sión vendrá pronto á tomar
su reino, y entonces sus fieles soldados y siervos del
Cáliz estarán cerca de El.
Cuando terminó el salmo, los niños comenzaron á
dispersarse. IIuberto reconoció entre ellos á las dos
niñas rubias que había visto en lo alto del carro, en el
camino, y las llamó. Ellas vinieron muy contentas;
admiraron el traje y las armas de Huberto y Ostrodek,
y pronto se hicieron muy amigas de ellos. IIuberto
tomó una de ellas, sentándola sobre sus hombros, y Os-
trodek hizo lo mismo con la otra, y así pasearon con
ellas por el campo. Era aquel un día en que los hom-
bres fuertes se habían hecho como niños en sencillez
y dulzura.
El sol se ponía entre nubes de púrpura y oro. Una
manita regordeta señaló al poniente, por encima del
hombro de Huberto, y una vocecita infantil preguntó:
-¿Es aquello la gloria del Rey que viene de Sión?
-No, niña; todavía no. Aquélla será una gloria mu·
cho mayor. Ya la veremos. Tú, al menos, verás venir
al Rey.
Huberto pensaba que, por mucho que tardara, aque-
llas niílas vivirían seguramente para ver cumplida la
promesa de su venida.
Los siglos han pasado, y todavía esperamos su apa-
rición. Tanto tiempo ha esp~rado la Iglesia, que casi ha
olvidado que espera. De cuando en cuando, óyese, á
través de las edades, el grito: c¡He aquí el Esposo vie-
ne!,. Las almas fieles despiertan y se ponen en actitud
expectante; en sus rostros se refleja una gloria celes-
tial. Después la voz se apaga, y los que esperan se
duermen otra vez.
Pero el Rey ve, el Rey oye. Cada alma creyente
EL FIEL VITO 309

da testimonio de que ninguna cosa de las que el Se-


fior ha prometido ha fallado. El, que nunca desoye la
oración de un suplicante, ¿será insensible al clamor y
á la esperanza de toda su Iglesia? No. Todas las cosas
en el cielo y en la tierra dicen que no.
Y así nos unimos al gran coro que canta la Igle-
sia, y que de una manera inconsciente eleva también
toda la creación que sufre y gime: «¡Así sea, ven, Se-
ñor Jesús!:o

CAPITULO XIX

El fiel Vito

Pocos días después, Huberto y sus compañeros, de


regreso á Pihel, se acercaban á Praga. Al medio día
hicieron alto para comer en un ancho prado cruzado
por un arroyo. Tenían á la espalda un huerto cercado.
Otros peregrinos que r egresaban también de Tabor, y
entre los cuales había muchas mujeres y niños, escogie-
ron el mismo sitio para descansar y tomar alimento.
Después de la comida todos juntos cantaron un himno.
Mientras estaban ocupados en esto, Huberto y algu-
nos otros observaron á lo lejos el brillo de armaduras y
comprendieron que una compañía de gente armada
venía hacia ellos. Al principio no se alarmaron gran
cosa. Podrían ser hombres de Hussenetch 6 de Ziska.
Pero cuando se fueron acercando más se vió que no
traían trazas de amigos. Su traje y armas mostraban
que erau alemanes, sin duda, soldados mercenarios de
los enviados por el Rey Wenzeslao para forzat· á sus
súbditos hussitas. El sonido del cántico les había dado
á conocer que aquella compañía era de herejes bohe-
mios, y pensaron comenzar su campaña atacándolos.
Así lo hicieron, lanzándose hacia la inerme multitud al
310 APLASTADO, PERO VENCEDOR

grito de c¡Horejesl ¡Hussitas! ¡Bohemios! ¡Morid como


perros!»
Por unos instantes la multitud se quedó paralizada
de terror. Después a lgunos muchachos cogieron piedras
del arroyo y las arrojaron sobre los asaltantes, no sin
resultado. Algunos de los alemanes, que llevaban unas
pesadas armas nuevas, hiciet·on alto y se dispusieron á
usarlas.
Huberto corrió hacia la puerta del huerto, la abrió
con gmn esfuerzo y gritó á la gente:-¡ Adentro, si que-
réis salvar la vida!
No había tiempo que perder. Ilubo unas detonacio-
nes, una sucesión de fogonazos, una nube de humo, y
heridos por misteriosa acción, un hombre y un mu-
chacho Cttyeron sangrando en el suelo.
-¡Es el diablo! ¡Es el Dragón rojo que ha salido
del abismo!-gritó aterrada la multitud, corriendo á
refugiarse en el huerto.
Sólo los hombres de Pihel quedaron fuera.
-Ya he oído hablar de estas nuevas armas de fue-
go-dijo Iluberto.-A,·cabuces las llaman; pero no va-
len gran cosa; las buenas espadas son mejores. Vito,
Martín, Prokop, coged los heridos y metedlos allá. Y
tú, Vaclav, entra ahora mismo. Vito, dame tu pica.
Mientras hablaba sacó de la alforja una servilleta
blanca do damasco y la ató á la punta do la pica. Des-
pues montó en su caballo.
-Yo iré contigo- dijo Vaclav, que comprendió su
intento.
-No harás tal. Cuida de la gente ahí. Anímalos.
Diciendo esto, avanzó solo hacia el enemigo, lle-
vando la bandera de tregua. ¿Conocerían aquellos hom-
bres las leyes de la guerra civilizada? ¿Querrían ob-
servarlns?
Esto es lo que so preguntaban Vaclav, Vito y los
demás. Bien pronto salieron do dudas. IIuber·to volvía
gmpas á. su caballo y venía á galope hacia la puerta.
del huerto, seguido de una lluvia de flechas; porque al-
EL FIEL VITO 311

gunos de la banda llevaban ballestas y otros arca -


buces.
- ¿Cerramos la puerta?-gritó Vito.
-No. No podrá resistir. ¿Está ahí tu caballo?
-Sí, Maestro; y el del Panetch y el de Prokop.
-¡A montar, pues! ¡Y pronto, por esas vidasl-
sefialando al huerto.-Tres hombres montados pueden
defender la entrada contra esa canalla. ¡En el nombre
de Dios!
Fueron cuatro los que se colocaron delante de la en-
trada, firmes como rocas, contra el aluvión que avan-
zaba.
-Tú eres demasiado joven para esto, muchacho-
dijo Huberto á Vaclav.-Piensa en tu hermana.
-Ya pienso. También hay hermanas de otros mu-
chachos ahí dentro, Huberto. Además, soy hijo de
Kepka.
En la furiosa pelea que siguió, todo lo demás quedó
olvidado.
-¡ Ah!-gritó Huberto, al ver que los enemigos
arrojaban al suelo los ya inútiles arcabuces, para
echar mano de las espadas.-¡Las avispas han perdi-
do su aguijón l
Cuerpo á cuerpo y á brazo partido pelearon por
más de una hora. Los alemanes tenían la ventaja de su
inmensa superioridad n umérica; pero los bohemios iban
á caballo, tenían las espaldas protegidas y, lo que era
más importante, peleaban para salvar sus vidas y las
de la multitud que tenían tras sí.
Por fin, un grito de triunfo salió de cien gargantas
alemanas. Vaclav estaba desmontado. Un golpe de pica
le había matado el caballo. El muchacho Sd había pues-
to de pie al instante y luchaba contra una docena; un
momento después estaba otra vez caído. lluberto lo
vió y luchó desesperadamente para socorrerlo. Pero se
oponía á su paso una muralla de cabezas, brazos y
piernas, revueltos en agitada pelea. Vito, que estaba
más cerca de Vaclav, le vió también. Saltando de su ca-
312 APLASTADO, PERO VENCEDOR

bailo, y lanzándose sobre un gigantesco alemán, que


con el pie puesto sobre el muchacho, alzaba la espada
para darle el golpe mortal, le cortó la mano de un tajo
en la muñeca. Después ayudó á. Vaclav, que al momen-
to estaba peleando otra vez como un león.
-¡Bien hecho, fiel Vito!-gritó Huberto por enci-
ma del tumulto.
Vito lo oyó, y una sonrisa iluminó su rostro, al re-
cordar que así le había llamado el Maestro Juan. Pero
en aquel momento un alemán le atravesó el pecho con
su espada. Cayó sin dar un grito y con aquella sonrisa.
en los labios.
La pelea siguió con más furia. Vaclav saltó sobre
el caballo de Vito, y siguió luchando, acompa:l'!.ado de
Prokop y Huberto. Pero la desigualdad de fuerzas em-
pezaba á. dejarse sentir, y los tres valientes estaban ex-
haustos.
De pronto, algunos muchachos que, desde la cerca
del huerto, trataban de ayudar, lanzando piedras con-
tra los alemanes, gritaron:
-¡Que viene socorro! ¡Que viene socorro!
Jluberto levantó la vista. Se aproximaba una com-
pañía de hombres, sobre la cual flotaba una bandera.
negra con un cáliz rojo.
-¡Ziskal ¡Ziskal-gritó con todas las fuerzas que
le quedaban.- ¡Los siervos de Dios y del Cáliz!
El grito llegó a la muchedumbre refugiada en el
huerto y levantó aclamaciones de alegría.
-¡Gracias á Dios! ¡Estamos salvos!
Con muy diferente ánimo escucharon los alemanes
aquel grito. Vieron que aquel nombre de Ziska daba
nueva fortaleza á sus contrarios. Cansados y desalenta-
dos, no querían verse cogidos por un nuevo enemigo, y
al acercarse lvs recién venidos, cantando su himno de
batalla, se dispersaron sin orden ni concierto.
Después de todo, no era Ziska el que venía al frente
de aquella banda armada, sino un amigo suyo, un
sacerdote llamado Prokopio, de Kamenech, hombre
cSBOIM:. 313

alto y moreno, que, con la espada de dos filos en una


mano y el cáliz en la otra, parecía un enemigo formi-
dable. Después de felicitar á Huberto y á sus campa-
fieros por el valor que habían demostrado, propuso á
Huberto que se alistara á las órdenes de Ziska, el cual
le haría capitti.n.
Huberto respondió que no deseaba pelear y que
tenía que volver sin pérdida de tiempo á su señor, el
barón de Chlum.
-¡Joven!-lo dijo el caudillo hussita,-aunque no
queráis pelear, os obligarán á ello. Algún día pelearéis
bajo la bandera de Ziska y del Cáliz. Por ahora, id en
paz, y que Dios os acompaf!.e.
Huberto, Vaclav y sus acompañantes dieron gra-
cias á Dios por la victoria; pero al contemplar el ros-
tro de Vito, pensaron que les había costado muy cara.
Antes de reanudar el viaje, lo enterraron y can-
taron un himno de despedida sobre su tumba.
- Fué fiel hasta el fin-dijo Vaclav con lágrimas
en los ojos.-Ya habrá visto á su querido Maestro
Juan.
- Creo-replicó Huberto-que, pasado el momento
de la muerte, habrá levantado la mirada y habrá visto
á cJesús solo:..

CAPÍTULO XX

«Sboim»

Parecía como si aquel idilio (así lo han llamado aun


escritores que en nada simpatizaban con las ideas hus-
sitas), realizado en el Monte Tabor, babfa sido desig-
nado por la Providencia divina para fortalecer á los
que tan largas y duras pruebas iban á sufrir. Poco des-
pués, un sacerdote hussita fué muerto de una. pedrada
en las calles de Praga, en medio de una procesión.
814: APLASTADO, PERO VE~CEDOR

Aquello fué la gota que hizo rebosar el vaso. Prodújose


una revolución que tuvo por cabeza á Ziska. El débil y
malvado monarca, al oír las nuevas, sufrió tal acceso
de ira., que le acarreó un ataque de apoplejía, del cual
murió á las pocas semanas. Su muerte fuóln. señal para
nuevos tumultos. Por fin, se dió una encarnizada ba-
talla en las calles de Praga, entre la guarnición real y
el pueblo. Los hussitas obtuvieron un/\ completa victo-
ria, cuyo resultado fué una tregua ajustada sobre la
base de que los bussitas tuviemn libertad de cultos.
Pero la tregua se cumplió muy mal. Los papistas se
vanagloriaban de que el Kaiser vendría pronto con sus
ejércitos para acabar con los herej~s.
Durante el verano, Chlum había trasladado su fa-
milia y gran parte de la servidumbre de Pibel á Mel-
nik; allí fué también su bija, que volvía de Praga muy
interesada en la obra de Panna Oneska, y muy inclina-
da, al parecer, hacia aquella clase do vida.
El invierno se aprvximaba. Los vientos de Noviem-
bre silbaban entre los árboles, arrancando las pocas ho-
jas que quedaban, una noche en que la familia se ha-
llaba reunida en una sala ante la cllimenea donde ar-
dían algunos troncos.
El señor del castillo estaba sentado en un sillón,
con aire meditabundo. Zedenka tenía en la mano una
cítara. Aninka parecía tan pálida. y frágil como siem-
pre, pero su rostro se iluminaba á menudo con una
dulce sonrisa. Huberto estaba do pie al lado de Zeden-
ka, con quien había estado canta.n•lo.
Vaclav se había acercado á una mesa empotrada
en la pared, y pasaba las hojas de un voluminosG li-
bro á la luz de una tea que tenía en la mano.
-¡Cuidado, hijo mío, que caen chispasl-dijo el pa-
dre.-Vns á quemar la Biblia.
Que la Diblia bohemia se quemara se hubiera con-
siderado como una inmensa desgrttcia.
Vaclav volvió á reunirse con el grupo, diciendo:
¡Cuidado, hijo, que caen chispas!

«SBOnb 315

-Estaba buscando el lugar donde está escrito que


«al lugar que el árbol cayere, allí quedará».
-Está en el libro del Ecclesiastés-dijo Huberto.
-Dondequiera que esté- observó Chlum con algún
calor,-no creo que signifique que no pueda yo decir
nna oración por el alma de mi rey, á quien he servido
lealmente.
-Verdad que le habéis servido bien, padre mío-
dijo Zedenka,-y habéis procurado salvarle de sí
mismo.
-He procurado, y no lo he conseguido. Siempre ha
sido mi suerte fracasar. Y si dando mi vida hubiera
podido ... Pero Dios ama con un amor mucho mayor.
-Creo, señor caballero-dijo Huberto -que algu-
nas cosas son misterios de la fe, incomprensibles para
nosotros.
-.Así lo creo yo también; pero vosotros los jóvenes
queréis entenderlo todo . .Así es como habéis cambiado
tantas cosas que nuestros padres creían y practicaban.
-Deseamos creer y practicar todo lo que está en la
Palabra de Dios, y nada más-dijo V~clav.
-Lo sé, hijo mío. Pero, ¿qué necesidad había de
quitar de la capilla la imagen de la Virgen, lastimando
les sentimientos de la gente de Melnik, que no es como
la de Pihel?
-Querido padre, ¿no es idolatría arrodillarse ante
una imagen, ó adorar á una criatura? Y la bendita
Virgen es una criatura. No es Dios.
-Así lo dijo el Maestro Juan-añadió Zedenka.
-Sí, hija, recuerdo lo que dijo el Maestro Juan;
ojalá que la nueva generación lo recordara la mitad
que yo. Pero ahora no hacen caso do lo que dijo el
Maestro Juan, sino de lo que dice Martín Loqui, ó Juan
de Premonstrant, ó Korianda, ó algún otro predicador
nuevo. Frantisek me dijo el otro día, cuando nos visitó,
que no rezaría un Avemaria, aunque lo mataran. El
Maestro Juan oraba al Señor como si estuviera en su
presencia y le estuviera viendo; y, sin embargo, no
316 APLASTADO, PERO VENCEDOR

prohibió estas costumbres antiguas que hemos apren·


dido de nuestros padres .
.Al oír el nombre de Frantisek, .Aninka se ruborizó.
Con la cabezt\ baja, y dándole fuertes latidos el cora-
zón, dijo:
-Con la licencia de mi señor, Frantisek no quería
culpar á nadie. Sólo quiso decir que eso era contra
las Santas Escrituras y contra el segundo manda-
miento.
-~Sólo~-repitió Vaclav.-Pues no he oído decir
á nadie n ada tan fuerte, ni aun en el Tabor.
-Mi señor me perdone si be dicho a1go inconve-
niente-dijo Aninka.
-No, niña, no; no has dicho nada inconveniente.
Habla siempre en favor de tu prometido. Pero creo
que ha habido hombres sabios y santos en la Iglesia
antes de que tú, y yo, y Frantisek viniéramos al
mundo.
-Ciertamente, padre-dijo Vaclav; - pero Fran-
tisek y nosotros no hacemos más que cumplir el con -
sejo del Maestro Juan cuando dijo: o:Fiel cristiano,
busca la verdad, escucha la verdad, aprende la ver-
dad, abraza la verdad, defiende la verdad hasta la
muerte.»
-Me parece que será chasta la muerte»- dijo
Chlum,-si el Kaiser viene sobre nosotros con su
ejército.
-Puede ser, padre mío- dijo Zedenka,- que otro
Rey más fuerte venga antes.
-Puede ser-dijo Chlum con reverencia,- porque
para El todo es posible. Pero dudo mucho que el fin esté
tan próximo como vosotros pensáis.
-¡Señor caballero!-dijo Karel, entrando en la ha-
bitación.-En la antesala hay un buhonero alemán que
desea hablar con vos.
-Mala noche para andar viajando, ¡pobre hom-
bre! Di á los criados que le den de comer y beber.
-Ya le han dado. Llegó hace una hora.
cSBOIM• 317
-Bueno, pues entonces, que ense:ile su mercancía
á los muchachos y á las doncellas. Supongo que eso es
lo que quiere.
-No, señor caballero. Dice que tiene noticias que
daros muy privadamente. Dice que estuvo en Pihel hace
tiempo.
-¡Ah! Será Juan Kanfman. ¿No os acordáis de él,
padre?-dijo Vaclav.-Aquel á quien nuestros aldeanos
pegaron por haber hablado mal delllfaestro Juan.
-Sí que me acuerdo-dijo-Chlnm.
-Y yo-añadió Zedenka.,-porqne le curé de las
heridas.
Va.cla.v salió, y volvió al momento con el bubo-
nen>, que pronunció algunas palabras de gratitud por
la bondad con que le habían tratado hacía cuatro
años, y después dijo:
-Se:ilor caballero, vengo de Kuttenberg, y traigo
algunas alhajas de plata que ruego á vos y á la Panna
tengáis la bondad de examinar.
-Luego, luego. En la cara te conozco que traes
algo más importante que alhajas de plata. Si traes
nuevas ó mensajes, dilo. ·
-Señor caballero, ¿habéis oído cómo guardan. la
tregua en las cercanías de Kuttenberg?
-Sé cómo la guardan en otras partes, con gran
tristeza mía.
-Los clamores de nuestros hermanos encarcela-
dos, torturados y muertos de hambre, suenan en nues-
tros oídos día y noche-a:iladió Vaclav.
-Señor barón, así es como están tratando á vues-
tros vasallos sus vecinos papistas.
-¡En el nombre de Dios, decidnoslo que ocurre!
-Señor caballero, los hombres de vuestra aldea
de Janovich, cercana á Kuttenberg·, sufren una cruel
persecución por parte de sus vecinos . El se:ilor de Ro-
senbek ha apresado algunos de ellos y los ha echado
en sus calabozos por haber pedido la comunión del Cá-
liz. Pero los peores son los mineros de Knttenberg, sa-
318 APASTADO, PERO VENCEDOR

jones como yo, con vergüenza lo digo. A todo hussita


que pueden coger, lo arrojan en las simas de sus mi-
nas, después de un juicio rápido. Se dice que dos ó tres
de vuestros hombres, señor barón, han recibido seme-
jante muerte.
-¡Santo Dios/- exclamó Chlum. Grande tuvo que
ser su horror para arrancar de sus labios el sagrado
nombre.
-¿Cómo lo has sabido?-preguntó Huberto.
-De lo!> labios de un hombre de aquella aldea, á
quien encontré en Kolin, Pedro el herrero. Dice que
vuestro mayordomo Kralik ha abandonado por miedo
la comunión del Cáliz; y que vuestros campesinos no
saben adónde volverse. Allí no se hace ningún caso de
la tregua, y lo mismo sucede en todas partes, menos
donde los hussitas tienen bastante fuerza para defen-
derse, ó los barones están de su parte.
El buhonero prosiguió relatando algunos casos en
que la tregua había sido violada. Cuando contó todo
lo que sabía, y se retiró á descansar en un enarto que
se le babia preparado para que pasara la noche, Chlum,
Zedenka, Huberto y Vaclav se quedaron un rato calla-
dos, mirándose el uno al otro.
Por fin Chlum dijo como si hablara consigo mismo:
-Tengo que ir á ver lo que pasa á mi gente, que
están como ovejas sin pastor.
Zedenka y Vaclav se miraron consternados.
-Perdonadme, señor c~:~.ballero-dijo Huberto,-
per() eso no puede ser. Estáis atado aquí por cadena!!
más fuertes que el hierro, por el mandato de vuestra
soberana.
Así era, y Chlum tuvo que reconocerlo. Bajó la ca-
beza tristemente y permaneció callado.
Por fin Vaclav exclamó, dan(lo con el pie en el
suelo:
-¡Ya lo tengo! ¡Ya. lo tengo! Padre y seftor mío,
ya. sé lo que podemos hacer. Yo me disfrazaré con el
traje de este buhonero de modo que no habrá quien me
cSBOH.b 319

conozca aunque atraviese todo el país. Iré á Kutten-


berg, y averiguaré lo que baya de cierto, porque apues-
to un bolsillo de groscben á que las cosas no están tan
mal como ha dicho. Ese Pedro el herrero puede ser un
mentiroso. 1
-Tu plan es excelente, hijo mío; pero no para que
tú lo realices. ¿Te crees capaz de ello?
-Señor caballero-dijo Huberto, adelantándose,-
á mí también me parece excelente la idea de Vaclav.
Pero, puesto que soy mayor que él y conozco mejor la
lengua alemana, yo soy quien debe ir.
-No guardo á uno de mis hijos para poner en pe-
ligro á otro-contestó Chlum con emoción.
-El peligro es mny ligero-dijo Hnberto.-Yo
puedo fácilmente pasar por extranjero, puesto que en
realidad lo soy; y si me cogen 6 sospechan de mí,
puedo fingir indiferencia é ignorancia acerca de las
cosas del país. Señor caballero, ¿queréis darme algún
mensaje 6 señal para vuestro pueblo?
-Déjame que lo piense-dijo Chlum, llevándose la
mano á la cabeza.-Mañana ...
-Mañana tengo que partir. Conviene arreglar las
cosas esta noche con Juan. ¿1\fe dais vuestra licencia
para hablar con él y proponerle que me venda 6 me
preste su mercancía?
-Me haces mucha fuerza, Huberto. Bueno, no pue-
do decirte que no. Habla con Juan, si quieres.
Aquella noche, á hora muy avanzada, Huberto es-
taba en la biblioteca escribiendo una carta á su her-
mano .Armando, para dejarla al cuidado de Vaclav,
con el encargo de enviarla á su destino en el caso de
~ue él no vol viera de la propuesta expedición. La
carta respiraba confianza y valor; sólo una frase deja-
ba ver alguna melancolfa: cOfrece mis saludos á la
dama Jocelyne, que espero ha llegado ya á. ser una
hermana mía. Eres más afortunado que yo, Armando,
porque sabes que tn amor es correspondido. Yo tengo
esperanza, pero no seguridad.»
320 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Cerró y lacró la carta, la guardó en su jubón, y, co-


giendo el velón, se dirigió á su aposento.
En el camino, con gran sorpresa suya, se encontró
á la Panna, que salía de la capilla, con un libro en una
mano y un velón en la otra. Ella se sorprendió también
y dejó caer el libro al suelo.
Huberto lo recogió y se lo dió, notando al mismo
tiempo la intensa palidez de su rostro.
-¿Ocurre algo grave, Panna?-preguntó.
- :Uaestro Huberto, esa idea vuestra es demasiado
temeraria. He hablado con mi padre acerca de ello.
-Vuestro padre, Panna, es uno de los· siervos más
:fieles de Dios que hay en el mundo, tanto que reco-
mendó á su amigo más querido que tuviese valor para
morir por Dios. ¿Cómo va á impedit·me que yo vaya,
aunque sea tan bueno para mi que me llama hijo~
-Es fácil para vosotros, los que sois fuertes, que
podéis atreveros.
-Panna, lo que nos da fortaleza es el pensamiento
de los que quedan en casa acordándose de nosotros
y orando por nosotros. ¿Queréis acordaros de mí y orar
por mí cuando me vaya?
-Si... si. .. tiene que ser. Todos oraremos por vos,
Maestro lluberto.
-No como todos, sino como una ora por uno, Pan-
na. Ya sabéis lo que quiero decir.
-No es esta ocasión para palabras como estas.
-Lo sé, Panna, y ruego me perdonóia. Estoy dis-
puesto y contento con darlo todo sin pedir nada en
cambio. Pero una cosa quiero pedir para llevarla con-
migo en mi viaje y en los peligros que pueda encon-
trar: una palabra nada más. Si pensáis con alguna
bondad en este vuestro siervo, indigno como es, dadle
mati.ana al partir vuestro dulce adiós bohemio, cSboim•,
ve con Dios.
A la maiiana siguiente, un joven alto, con lamo-
chila de un buhonero á la espalda, salió por las puer-
tas del castillo. A su lado iba Vaclav, que quería acom-
LOS MINEROS DE KUTTENBERG 321

pa.tl.a.rle una. parte del camino. Muchas y cordiales fra•


ses de despedida oyó al partir; pero ninguna fué tan
preciosa para él como aquella palabra bohemia, pro-
nunciada con voz dulce: cSboim.»

CAPÍTULO XXI

Los mineros de Kuttenberg

No lejos de la ciudad de Kuttenberg, en la Bohemia


oriental, existía en los días en que tuvieron lugar los
acontecimientos de nuestra narración una pequeña po-
aada, conocida con el nombre de «El pico de plata».
Era á fines de Febrero. La puerta y las ventanas
sin cristales de la posada estaban cerradas. Nevaba co-
piosamente. Dentro ardía en el hogar un gran fuego de
troncos, y en un banco al lado descansaba perezosa-
mente un hombrecillo de insignificante apariencia y
pronunciados rasgos checos, echando de cuando en
cuando un trago de vino que tenía en un jarro.
En una artesa próxima á la pared dos mujeres lim-
piaban vasijas de estaño, haciéndolas brillar como si
fueran de plata. Una de ellas, aun que no vieja, tenia
el cabello gris y el rostro arrugado. Alta y fornida,
restregaba la vasija que tenía entre las manos con aire
de energía y determinación. La joven pelirroja que ea-
taba junto á ella, y que era una criada, imitaba la ac-
tividad de su señora.
En un rincón, y sobre un montón de paja, dormía
un muchacho , con la cara vendada y una manta echa-
da encima.
Tales eran los ocupantes humanos de la amplia pie-
za que constituía la planta baja de la casa; además de
ellos, una manada de gansos encontraba allí albergue
contra las inclemencias del tiempo.
Una ráfaga de viento abrió la puerta, dejando en-
21
322 APLASTADO, PERO VENCEDOR

trar un remolino de nieve. El hombrecillo se estreme-


ció, se arropó en su capote, y dijo secamente:
-Mujer, cierra la puerta.
-Levántate tú á cerrarla, holgazán-fué la. cor-
tés respuesta.-Estoy ocupada, y tú no estás haciendo
nada., como siempre.
El hombre miró á su mujer, después á la. puerta, y
después otra vez á su mujer. Claramente se dejaba. ver
que no acostumbraba á contradecir las órdenes de su
mujer, pero tampoco se daba gran prisa por obedecer-
las. "Mientras vacilaba, la joven fué á la. puerta y la.
cerró.
-¿Echo el cerrojo, señora?-preguntó.
-Echalo. En un día así, no es fácil que nadie
venga.
-Y me insultas porque no hago nada-gruñó el
dueño de la casa.-¿Qué va á hacer un hombre con se-
mejante nevada y sin luz bastante para ver los dedos
de la mano?
-Un hombre que es hombre, parte leña, ó remien-
da la albarda del burro, ó echa medias suelas á sus bo-
tas; cualquier cosa menos pasarse todo el santo día al
lado del fuego emborrachándose.
11 -¡Emborracharse! ¡Eso sí que es exagerar! Ya sa-
bes que hace seis meses que no se me ha visto borra-
cho. Y cuando ocurrió la última vez fué por culpa de
esos demonios de mineros, que ...
-Sí, en general, has sido sobrio, aunque no es gran
mérito tuyo-contestó ella, echando una significativa
mirada á un escobón que había en un rincón.
-No es fácil emborracharse con este agua de cas-
ta:í'l.as- murmuró el marido.
-¡Ah! T e gustaría tener la llave de la. despensa
donde están las bebidas fuertes, ¿eh? Entonces, á la.
primera ocasión en que vinieran los mineros, tendría·
mos aquí alguna muerte.
-¡Ojalá no hubieran cruzado el umbral esos mi-
neros!
LOS MINEROS DE KUTTENBERG 323

-¡Eso es! ¡Vaya unas palabras bien dichas por un


hombre que tiene que pagar un fuerte alquiler y man-
tenerse á si mismo, á su mujer y á un niño impedido!
¿De dónde íbamos á sacar el dinero, en estos tiempos
que corren? Los groschen no son malos, aunque ven-
gan de manos alemanas.
-¡De manos manchadas con buena sangre bo-
hemia!
-Eso no es cuenta tuya-replicó la mujer, vol-
viendo á su trabajo con mayor energia, como si viera
en la vasija manchas de sangre y quisiera quitarlas.
-U na cosa puedes hacer-añadió al cabo de un
rato:-coge en brazos á ese pobre niño, y llévalo á la
cama.
-¿Para qué molestarle, si está dormido?
-Siempre encuentras excusas para no hacer lo que
se te dice. No se despertará porque lo lleves.
-Gracias al cocimiento que le has dado de ador-
mideras. ¡Quiera Dios que no le hayas envenenado!
-¡No seas necio! ¿Iba yo á oirle llorar todo el día
con el dolor de muelas? Si tú fueras un hombre como
es debido, montarías mañana al muchacho en el burro
y lo llevarlas á la ciudad, para que el barbero le saca-
ra la muela.
-Con lo cual lloraría todavía más. ¡Escuchad, que
llaman á la puerta!
-No, es el viento. Sigue con lo que estás, María.
-Señora, sí que llaman. ¡Otro golpe!-dijo María,
corriendo á la puerta.
Cuando la abrió, entró un buhonero, con su saco á
la espalda, todo cubierto de nieve.
-¡Dios sea con todos!-dijo en alemán.
La casernle contestó en el mismo idioma, dándole la
bienvenida é invitándole á acercarse al fuego. Después,
dirigiéndose en checo á su marido, le mandó que ayu-
dara al toras tero á desatar la ' mochila y á quitarse el
capote.
-Hablo también checo-dijo el buhonero,-aun-
r::
1'
lri
¡,,
S24o APLASTADO, PERO VENCEDOR

que soy extranjero. Perdonad por traer toda esta nieve


y barro á una habitación tan limpi11..
Halagada por tal elogio, la dueña de la casa se
apresuró á preparar comida y cama para el recién lle-
gado. Mientras tanto el dueño cumplía lo que él creía
su parte de los deberes de la hospitalidad, echando más
troncos al fuego, invitando al huésped á que se sentara
y dándole conversación; pero el forastero, aunque cor-
tés y afable, aparecía reservado. Otra cosa, en un fo-
rastero y en aquellos días, hubiera sido imprudente.
De una cosa se podía hablar sin peligro: de las mer-
cancías que llevaba en su mochila. Est11.ba dispuesto á
enseñarlas, pero Melichia (que así se llamaba la dueña)
se opuso, diciendo:
-Cuando hayáis comido. ¿Bebéis vino, ó cerveza,
señor vendedor?
María dió un suspiro, porque estaba deseando ver
si podía comprar nn alfiler de pecho para ella y un par
de hebillas para su novio.
Mientras el buhonero remojaba su comida de ganso
ahumado y pan de centeno con trllgos de buen vino,
varias personas aporrearon la puerht. pidiendo entrada.
María les abrió en momento oportuno, porque de
haber tardado más hubieran sido capaces de forzar la
puerta. La habitación, aunque ampli11., se llenó en un
momento. Hombres de aspecto feroz, vestidos con bur-
dos trajes blancos, y con picos pendientes de sus cin-
turones de cuero, entraron, arrastrando consigo á unos
cuantos aldeanos, fuertemente atados.
Todo fué entonces barullo y confusión. Las mujeres
iban de un lado á otro sirviendo vino y cerveza. á los
recién llegados, tan r ápidamente como podían, más por
miedo que de buena voluntad.
El niño que dormía en el rincón, despertado por
el ruido, empezó á llorar; eu vista de lo cual, el padre
lo cogió en brazos y lo subió al piso de arriba.
El buhonero (en quien nuestros lectores habrán re-
conocido, sin duda, á Huberto Bohun) se retiró á un
LOS MINEROS DE KUTTENBERG 325

rincón y, colocándose en la sombra, observó con tris-


teza el grupo de cautivos. Era, pues, cierto lo que había
oído. Los mineros de Kuttenberg, hombres rudos y fie-
ros, acostumbrados á luchar contra las fuerzas de la
Naturaleza, hacían incursiones en las comarcas veci-
nas, apresando á todos los bussitas á quienes podían
eebar mano. ¿Qué botín traían aquel día de invierno?
Cinco personas, aldeanos todos, componían la par-
tida: un anciano de cabellos de plata, dos hombres jóve-
nes, y un muchacho y una niña de unos catorce ó quin-
ce años. Estos dos últimos sollozaban amargamente: la
niña, apoyando su cabeza en el hombro del muchacho;
los hombres jóvenes parecían adustos y enfurecidos; el
anciano, tranquilo y resignado.
Entretanto los min eros se disputaban los sitios más
próximos al fuego, y, después de sentarse lo mejor que
pudieron, empezaron á quejarse, en alemán, de su mala
suerte en haber conseguido tan escasa presa después
de un día dedicado á la caza de hussitas.
-Ninguno de ellos vale más de veinte groschen
-se decían unos á otl'os,-y no es fácil que el Muni-
cipio nos pague más que medio precio por la niña y el
niño.
En esto Huberto vió á María que llenaba una taza
de vino y, aprovechando un momento favorable, la lle-
vaba á la afligida niña; pero como la pobre tenía las
manos atadas, no podía tomarla, ni María detenerse á
dársela, porque media docena de rudas voces la llama-
ban á un tiempo.
Huberto se acercó, cogió la taza y dió de beber á
la niña todo lo que quiso; después dió de beber á su
hermano, sin que los mineros lo impidieran. Les impor-
taba poco lo que hicieran con sus presos, con tal de que
no se escaparan.
Uno de los jóvenes le dijo en checo:
-Maestro, vemos que tenéis un corazón compasivo.
¿Sabéis hablar alemán?
-Sí.
' 326 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-Entonces, por amor de Dios, decid á estos hom-


bres que mi compañero y yo no somos hussitas, sino
buenos católicos. Jamás hemos tomado el Cáliz, ni he-
mos hecho nada de lo que la Iglesia prohibe. Aborrece-
mos la herejía. Pero estos demonios blancos no entien -
den nna palabra de bohemio, 6, si la entienden, se ha-
cen sordos. El premio que el :Municipio (¡maldito sea!)
les da por cada hussita que cogen los ha convertido en
bandidos y asesinos.
-¿Qué piensan hacer con vosotros?
-Nos llevarán primero á la ciudad, A. la Casa de la
Villa, para recibir los ducados que han ganado; eso es
lo único que les interesa. Después (¡Dios nos socorra!)
nos arrastrarán á las horribles simas que han abierto
en las entra:ílas de la tierra. Por dichosos pueden tener-
se los que mueren al punto de ser despeñados. ~faes­
tro, si tenéis entrañas de misericordia, hablad en favor
nuestro. Decid que no somos hussitas.
-Haré todo lo que pueda-dijo Huberto tristemen-
te.-Y vos, padre-añadió dirigiéndose al anciano,-
¿sufris también por equivocación?
-No-contestó el anciano con calma.-Yo conocí
á mi Señor Jesucristo por la predicación del 1\faestro
Juan lluss, y soy llamado hussita, con razón. Estos son
mis nietos-añadió señalando á la niña y al niño-y
con ellos iré á la presencia de Dios.
-cSi sufrimos con El, también reinaremos con
Eh-dijo Iluberto conmovido y lleno de cariño hacia
aquel hermano en la fe.-¿Puedo hacer algo por vos,
padre?
-No mucho, pero os agradezco vuestra buena vo-
luntad. Sólo una cosa, si podéis. Nos han traído de mny
lejos, y quisiera. que pudiéramos descansar un poco an-
tes de que nos lleven más adelante. Los niños están
rendidos de cansancio.
-Hablaré á la dueña.
No era tan fácil hacerlo como decirlo; pero al fin
pudo conseguir la atención de la activa. posadera..
LOS MINEROS DE KUTTENBERG 327

-Sí, sí-dijo ésta¡-llevadlos al montón de paja


donde estaba mi hijo. Yo lo explicaré á los mineros.
Pero, maestro buhonero, ¿habéis visto á mi marido por
alguna parte?
-No, señora; desde que subió arriba con el niño
no lo be visto.
-Allá se quedó, probablemente. No he visto hom-
bre más inútil. Sería lo mismo tener por amo de la casa
un palo de escoba. ¿Queréis hacerme la merced, maes-
tro buhonero, de subir á llamarle? No es por el trabajo
que haga; pero, mirado bien, dos mujeres solas aquí
para servir á todos estos rufianes ...
-Haré lo que decís, señora-dijo Huberto.
Antes colocó á sus nuevos amigos en el lugar que
~e le había indicado y sacudió la paja para que des-
-cansaran más cómodamente. Melichia cumplió su pala-
bra. Dijo á los mineros que aquel buhonero era alemán,
-como ellos, y buen católico sin duda alguna¡ pero como
esos hombres que andan por el mundo suelen tener
buen corazón, se había compadecido de la niña y del
muchacho.
Entretanto Huberto, desapareció por la estrecha es-
-calera que llevaba al piso de encima. Pocos segundos
tardó en subirla, pero una multitud de pensamientos
cruzaron su mente en aquellos instantes. El grito de su
alma era: c¡Üh Dios, ayúdame á salvar á tus siervos!»
Pero ¿cómo podría hacerlo? Llevaba un puñalito escon -
dido en la ropa, pero ¿de qué serviría tal arma contra
tantos? ¿Y si cortaba la ligadura de los cautivos y les
decía que escaparan, quedándose él á la puerta para
oponerse á los miuaros hasta que su presa se hubiera
puesto fuera del alcance de sus manos? No. Eso era im-
posible. Abandonó la idea, no porque significaba para
-él una muerte segura, sino porque los mineros lo atro-
pellarían, y pasarían por encima de él en muy poco
tiempo. ¿Podría sobornar á los mineros con las mer·
cancías que llevaba en su saco? No; se reirían de él,
328 APLASTADO, PERO VENCEDOR

apoderándose de todo lo que llevaba, sin hacer el me-


nor caso de sus proposiciones.
Estos pensamientos habían cruzado su mente cuan·
do llegó á la habitación donde el muchacho dormia con
el rostro encendido y la respiración fatigosa. El padre,
arrodillado á su lado, lo miraba con inquietud.
Huberto le dió el recado de su mujer, pidiendole que
bajara á ayudarla.
-Estoy muy preocupado por el niño-dijo Ma·
teo.-Mi mujer, para quitarle el dolor, le ha dado un
cocimiento demasiado fuerte de adormideras.
-Durmiendo se le pasará el efecto-Elijo Huberto.-
Bajad y ayudad á vuestra mujer.
-Melichia. se basta y se sobra para servir á medio
mundo. Todo lo hace con doble fuerza que otros. ¡Hay
que verla con un palo en la mano! Hasta cuando hace
cocimientos ...-y echó una mirada al jarro, aún casi
lleno, que estaba encima del arca junto á la cama.
Huberto siguió con la vista la mirada de Mateo, y
una nueva idea puso en conmoción toda su alma. En
un momento hizo su plan.
-Escuchad, amigo-dijo poniendo la mano sobre
el hombro de Mateo-si me gano la amistad de los mi·
neros, convidándolos á beber en abundancia, me com-
prarán la mitad de mis mercancías y me pagarán bien,
porque es gente que tiene dinero. ¿Tenéis bebidas fuer-
tes en casa?
-Mi mujer las tiene; pero ella guarda la llave.
-Pedídsela, hombre. Decidle que la necesito.
-Es inútil. No me la dará á mí. Pedídsela voa
mismo.
-Muy bien-contestó Huberto, cogiendo el jarro
de las adormideras.
-¿Qué vais á hacer con eso?
-Ya se lo diré á vuestra mujer. Entretanto, id á
entretener á los huéspedes, y yo os recompensaré con la.
mejor bebida que habéis probado en vuestra vida..
Bajo el influjo de una fuerte emoción, la inteligen-
LOS MINEROS DE KUTTENBERG 329

cia obra con inconcebible rapidez. Antes do llegar á la


planta baja, ya tenía Huberto fijados en su mente to-
dos los detalles de su plan. Comunicó á la dueña las es-
peranzas que simulaba abrigar, y le dió á entender que
si hacía un buen negocio, cla casa» recibiría una par-
te de la ganancia. Pero era necesario l:lbrir los corazo-
nes y los bolsillos de los mineros. Para ello nada mejor
que la bebida. El había aprendido en París la receta de
cierta bebida deliciosa que hacía hablar hasta á los mu-
dos. Lo que hacía falta era bebidas fuertes y ciertos in-
gredientes que él ll evaba en su saco.
Al oil' mencionar las bebidas fuertes, Melichia vaciló.
-Vais á acalorar á los mineros, y nos querrán
matar-dijo.
-No hay cuidado, señora. Yo aguaré bastante la
bebida. Vuestra posada se va á. hacer famosa en todo
el país.
Al fin consiguió Huberto lo que quería. Los mineros
estaban bien dispuestos á. fraternizar con el que supo-
nían paisano suyo. Le convidaron á cenar con ellos, á.
lo cual Huberto contestó que había ya cenado, pero
que para corresponder i su amabilidad quería que be·
bieran con él después.
Mientras los mineros cenaban, Huberto se ocupaba
en misteriosas manipulaciones. Mezcló las bebidas fuer-
tes con miel y con Jo que él llamaba cespecias orienta-
les». Pero en lugar de agua, añadió subrepticiamente
todo el contenido del jano de adormideras. La mezcla
estaba dispuesta cuando los mineros daban fin á. su
cena, y fué recibida con grandes aclamaciones. Dulce.
aromática y, sobre todo, fuerte, no podía menos de agra-
dar á. los mineros en aquella tarde fría y borrascosa.
Huberto había penstH.lo administrar su bebida tam-
bién á. la gente de la posada, para que no le estorbaran
en sus piA.nes. Pero no fué Ucil hacerlo más que con
liaría. Melicbia, que no solía beber, no hizo más que
probl!!,rla, para ver cómo era; y en cuanto al pobre Ma-
3W APLASTADO, PERO VENCEDOR
teo, cuando se disponía á disfrutar de una copa, su es-
posa se la arrancó de la mano, diciendo:
-¡Ya beberás, cuando acaben los huéspedes, bruto!
Los mineros charlaron, bromearon y brindaron á. la
salud de todos sus amigos.
Huberto observaba alerta los efectos que la bebida
iba produciendo en ellos . .Algunos se rendían por com-
pleto á. su acción, y se echaban al suelo. Otros dormi-
taban sentados como estaban en varias posturas. María
dormía profundamente; y hasta Melichia, por lo mismo
que no estaba acostumbrada á beber, babiá. sentido los
efectos del sorbo que tomó, y, sentada en un rincón, no
se la sentía para nada. Huberto no se preocupó de Ma-
teo, á quien suponía dormido también.
¡Había llegado el momento de obrar! Huberto im-
ploró desde el fondo de su corazón el auxilio de Dios.
Después, quitándose las botas para no hacer ruido, fué
al rincón donde descansaban los cautivos. La nifla y el
muchacho dormían. El anciano tenía los ojos cerrados,
pero sus labios se movían como si estuviera orando. Los
dos hombres jóvenes estaban despiertos y observando
con extrañeza y asombro lo que ocurría.
-¡.Ahora, ó nuncal-les dijo Huberto en voz baja,
sacando su puñalito.- ¡Tenéis una ocasión de salvar
la viqal Padre, con vos empiezo-y cortó la cuerda que
ataba las manos del viejo.
-¡Despertad á vuestros nietos, sin ruido! Los mi-
neros duermen. Si Dios nos ayuda, podremos escapar.
¡Ahora, uno por uno! ¡Arrimados á la pared y buscan-
do la sombra!-murmuró Huberto cuando hubo soltado
las ataduras de todos.
No se oía más sonido que la respiración pesada de
los mineros. Guiados por Huberto, los cautivos se des-
lizaban silenciosamente junto á. la pared.
Ya habían pasado un rincón; ya estaban á. pocos
pasos de la puerta; tres pasos más, y se hallarían en
libertad.
LOS MINEROS DE KUTTENBERG 331

Aquellos tres pasos no los dieron. La puerta se abrió


de pronto, y un coro de voces rudas gritó:
-¡Pero estáis dormidos, ó muertos!
Eran más mineros, muchos más, que llenaron la ha-
bitación, casi pisando á sus dormidos compañeros.
Hnberto sintió entonces una angustia mortal. Com-
prendió que todo estaba perdido.
Uno de los jóvenes bohemios fné á dar un paso hacia.
la puerta, y la luz del fuego que ardía en la chimenea
dió sobre él, dejando ver un pedazo de cuerda que to-
davía le colgaba de la muñeca. Aquello bastó. Oyéron-
se unos alaridos, y un montón de mineros se lanzaron
sobre la pequeña compañia de fugi tivos, sujetando tam-
bién á Huberto. Los dos jóvenes lucharon desesperada-
mente; pero toda resistencia era inutil.
Entonces ocurrió una cosa extraña. Uno de los mi-
neros había puesto las manos con rudeza sobre la niña
é iba á atarla. La pobre dió un grito lastimero, y en
aquel momento alguien la arrancó de las manos del mi-
nero y dió á éste una cuchillada en la mano derecha.
Era Mateo, que había. visto más de lo que Huberto creía;
deseaba el bien de sus paisanos y le babia llegado al
alma su nueva captura .
:M:elicbia, que había despertado en esto, se horrorizó
al ver á su marido luchando con tres mineros enfureci-
dos. Pero ni los gritos, ni las protestas, ni los golpes
que la mujer dió sirvieron de nada. Mateo fué atado
como los demás, aunque dió á sus captores más trabajo
que todos los otros juntos.
Quedaba una remota esperanza de que los mineros
pelearan entre sí, disputándose la presa, como lo hi-
cieron , á gritos y á porrazos. Huberto intentó un últi·
roo esfuerzo para salvar su vida y la de sus compañe-
ros. Habló en secreto á un.o de los mineros más serenos,
diciéndole que no era lo que parecía, sino un escudero
de noble alcurnia, y que r ecompensaría generosamente
á los que le libertaran á él y á los demás cautivos.
Todo el consuelo que consiguió !ué que el minero le
332 APLASTADO, PERO VENCEDOR

exhortara IÍ. contar el cuento á los magistrados. Pero


eso de salvarlo la vida. á él 6 á ninguno de la maldita.
ralea, ¡nunca! Ellos eran buenos católicos y habían he-
cho voto á la. Bendita Virgen de no dejar escapar con
vida á ningún hussita que cayera en sus manos.
Huberto comprendió que no había remedio. Nada
quedaba por hacer, sino sufrir. No le esperaba lucha,
eino martirio. Su corazón dolorido no tenia ni lnerzas
11'! para orar. Pero Dios, ~a Vida de su vida, no estaba le-
1~ jos de él.
Cuando, poco después, el anciano dijo -con manse-
dumbre:
-c¡Hágase la voluntad de Dios!:o, Huberto Bohun
pudo responder con sinceridad:
-c¡Aménl»

CAPÍTULO XXII

El camino de la cruz

Dícese que en el centro del más furioso torbellino


hay uu punto donde reina absoluta calma. Así sucede
con los torbellinos de la vida. Hemos sufrido, sufrire-
mos por mucho tiempo después; pero en ciertos momen·
tos, en medio de la misma tribulación, no sufrimos. Pa-
rece que Dios envía á nuestros nervios una misericor-
diosa insensibilidad.
Una insensibilidad así se apoderó de Huborto cuan-
do, después de la sorpresa de su captura, se encontró
andando sobre la nieve, bien custodiado por los recién
llegados mineros. Huberto iba atado con Mateo; delan-
te de ellos iban los dos jóvenes; detrás el anciano con
sus nietos.
Era ya de noche; la borrasca había pasado, y la. luna.
llena se alzaba como reina absoluta del firmamento.
Huberto veía la luz de la luna y la nieve, y se daba.
EL CAMINO DE LA CRUZ

cuenta vagamente del brillo de la una y del frío que


daba la otra. Después notó que el capote que Melichia.
había echado sobre los hombros de su desgraciado ma-
rido se estaba cayendo. Aunque maniatado, consiguió
levantarlo con los dientes y ponérselo más seguro. Con
esto salió el pobre hombre del sopor en que parecía ha-
ber caído, y rompió á sollozar y á ·lamentarse. Toda su
queja era que los mineros no hubiesen querido escuchar
á Melichia, la cual hubiera podido demostrar cumplida-
mente que él no era hussita.
-Sí; pero disteis una cuchillada á aquel minero-
le dijo, volviendo la cabeza, uno de los jóvenes que ca-
minaban delante.
-¡Estaba loco! ¡Los santos saben que estaba loco!
Fué porque tocó á la niña, que se parece mucho á mi
Ofca. ¿Veis aquella iglesia? Allí, en el Camposanto de
al lado, está enterrada mi bija, y allí tenía yo ya pa-
gada mi sepultura. Pero ahora, ¡Dios me valga!, no me
enterrarán como á un cristiano, sino que me echarán en
un hoyo, como á un perro.
Después de llorar un rato, dijo, volviéndose á Hu-
berto:
-¿Creéis, maestro vendedor, que nos dejarán con-
fesar con un sacerdote?
· -Creo que no. Pero ¿qué importa? El mismo Señor
Jesucristo será nuestro Sacerdote.
-No os importará á vos, que, por lo visto, habéis
sido un santo. Pero yo soy un pecador, ¡Dios me per-
done! He sido borracho, holgazán, perezoso. He faltado
á misa y á la confesión; be pagado los diezmos con tri-
go malo;-y así fué recorriendo una larga lista de pe-
cados.
-También mis pecados han sido muchos. Pero Dios
es bueno, y El nos dice en las Santas Escrituras que
<caunque nuestros pecados fuesen como la grana, como
la nieve serán emblanquecidos•, como esta nieve que
pisamos, Mateo.
83! APLASTADO, PERO VENCEDOR

-Pero tenemos que confesar, hacer penitencia, re-


cibir la absolución del sacerdote.
-Sí, tenemos que confesar nuestros pecados á Dios,
y ser perdonados por el mejor Sacerdote, que es nues-
tro Señor Jesucristo.
-Pero ¿cómo? ¿Aquí en la nieve, con las manos
atadas y sin que esté presente ningún sacerdote?
-Escuchad, Mateo. Vuestro Sacerdote y el mío, el
Señor Jesucristo, está siempre presente. Está más cerca
que nosotros estamos el uno del otro. El os oirá, si le
pedís que os perdone y que quite todos vuestros peca-
dos. El murió por vos.
-¿Que El murió por mí?
-En la cruz. ¿No lo sabíais?
-¡Ah, sí; la cruz! ¿Tenéis alguna cruz?-gimió,
buscando en su angustia algún signo material en que
apoyarse.
-No hace falta que miréis una cruz. Basta con que
penséis en Aquel que murió en la cruz por vos, Mateo,
porque os ama. ¿No amábais vos á vuestra hija tanto
que arriesgasteis vuestra vida por otra niña, solamen-
te porque se parecía á ella? De una manera parecida,
pero mucho más, os ama el Señor. Decidle que estáis
pesaroso de vuestros pecados; perlidle de corazón que
os perdone, y El lo hará.
-Procuraré pedírselo-dijo el pobre Mateo, y em-
pezó á mascullar Padrenuestros y Avemarías.
-Pedídselo con vuestras propias palabras- le dijo
Huberto,-como querríais que vuestro niño os pidiera
perdón si os hubiera. ofendido.
-¡El niño! ¿Quién se cuidará de él ahora? La. madre
no tiene paciencia con él cuando sale llorando por esto
ó por aquello. En cuanto á lá casa y las tierras, Meli-
chia. puede arreglárselas mejor que yo. ¡Qué mujer tan
dispuesta! Y ¡qué orgulloso estaba yo cuando nos ca-
samos, hace diez y ocho años para S11.n Miguel! Hemos
tenido nuestras palabras de cuando en cuando, como
los demás cristianos. Pero siempre hemos sido fieles, y
EL CAMINO DE LA CRUZ 33ó

nos hemos querido como deben quererse marido y mu-


jer. Y ¡ya no la volveré á ver!
La sensibilidad renació ahora en el helado corazón
de Huberto, con un agudo dolor cansado por la envidia.
¡Envidiaba al pobre y grosero aldeano que tenía al la-
do! .Aquel hombre, tan pobre en otras cosas, había te-
nido la mayor riqueza que la vida puede dar. El, en
cambio, dejaba tras sí un corazón que nunca había
respondido al suyo, aunque sabía lo que éste sentía.
¿Habría quien llorara por él, como una doncella llo·
raría por Frantisek si éste se hallara en su lugar? .A pe-
sar de todo, el corazón le decía que sí.
Parecíale ver á Zedenka triste y pálida, con el co·
razón dolorido y los labios silenciosos, como después
de morir su madre. El sabía lo que haría ella. Perma-
necería al lado de su padre mientras éste viviera, y
después iría á vivir á Praga, en casa de Panna Oneska,
con las beatas, consagrándose á obras de caridad y de
misericordia. Ella no se casaría; de eso estaba seguro-
Huberto.
Tal vez la ola de la persecución llegaría hasta aquel
apacible retiro. Dios sabía los peligros y sufrimientos
que amenazaban á los que mantenían su verdad en Bo·
hernia. ¿No valía más morir que vivir en medio de tales
peligros? ¿No sería un bien para ambos que Zedenka
estuviera ahora á su lado, para morir de aquel modo?-
No, no. De todo corazón daba gracias á Dios de que
Zedenka no estuviera con él.
«Diez y ocho a:ílos», había dicho Mateo. Hacía más
de diez y ocho a:ílos que su madre había muerto, y que
á él, Hu berto, le habían enviado al monasterio de
Rouen. ¿Qué cosas sucederían antes de que pasaran
otros diez y ocho a:ílos? Una cosa creía segura: la veni-
da dd Seftor.
¿Por qué tardaba tanto? El Se:ílor podía venir á cual-
quier hora; aquella misma noche. ¿Qué lo impedía? Alzó
la vista al firmamento azul, y de sus labios surgió una
súplica ardiente: «¡Oh, si rompieras los cielos y deseen-
3~ APLASTADO, PERO VENCEDOR
dieras! ¡Oh, R'}y de gloria, nuestro Rey á. quien espe-
ramos, ven en nuestro socorro, sálvanos, porque tuyos
somos!•
El solemne silencio de los cielos pesaba sobre su
corazón como plomo. Por primera vez desde los días de
Constanza, le parecía que su oración no atravesaba la.
bóveda celeste, no llegaba al Trono de Dios. Una nube
de duda invadió su alma. ¿Estll.ría él, y los que sufrían
como él, perdiendo sus vidas para nada?
La parecía estar ya cayendo en el abismo, cayendo
y cayendo, sin encontrar nada á que agan·arse. El te·
rror se apoderó de él. ¿No estaba Dios u.llí? " e ¡Oh, Dios
-exclamó en voz alta, sin dat·se cuenta de ello-oh,
Dios, ¿por qué me abandonas?•
El eco de sns palabras le r ecordó que aquellas pala-
bras habínn sido pronunciadas por el Sonor J esucristo.
Ante sus ojos se alzó la cruz, con Cristo clavado en ella..
Aquella fné una agonía infinitamente mayot· que cual-
quiera otra. ¿Pudo sentirse Cristo desamparado? Debió
sentirse así, cuando lanzó aquel ~Tito en l1.1.s tinieblas.
e El lo ha surrido toJo. Ello sabe todo•-pensó Huber-
to.-cEI lo ha scúrido todo por mf, y ahot·a, ¡oh miste-
rio! lo sufre conmigo. El está aquí.•
Así vino Cristo á Huberto aquella noche; no como
e l Cristo victorioso, sino como el Cristo paciente, que
venía á compartir sn angustia y, compartiéndola, la.
transformtt.ba en gloria.
Cristo le había escogido para morir por El, como el
Maestro Juan había muerto en Constanza. Era una glo-
ria mayor que todas las que el mundo podía dar. Ya
no podría ganar nunca las espuelas ele oro de caballe-
ro. ¿Qué importaha, si Dios iba á cenir sus sienes con
una corona incorruptible?
-:\faestro vendedor-dijo Mateo, interrumpiendo
las meditaciones de Huberto-he ot·ado como me dijis-
teis, y creo que el buen Dios me ha oído. Me siento
consolado. Melicbia llevarli. adelante el negocio mejor
que yo.
EL CAMINO DE LA CRUZ 337

-Mirad, maestro-dijo uno de los dos jóvenes, vol-


viendo la cabeza,-ya se ve la ciudad; pronto llegare-
mos. Vos tenéis una buena lengua alemana. Hablad
como un hombre, por amor de Dios, y decid que no so-
mos hussistas.
-Haré todo lo 'q ue pueda, pero tengo muy pocas
esperanzas de conseguir nada.
Así llegaron á Kuttenberg. Serían poco más de las
ocho de la noche. La puerta de la ciudad se abrió á los
mineros, cuya misión era bi-en conocida, y éstos lleva-
ron á sus víctimas por las estrechas calles hasta la pla-
za del mercado, en el centro de la cual se alza ahora
una antigua y tosca estatua, que dicen representa al
santo patrón de Bohemia, San Juan Nepomuceno.
Después de llamar un rato á la puerta de un edifi-
cio que Huberto supuso sería la Casa Consistorial, fue-
ron admitidos algunos de los mineros con sus cautivos.
Estos se encontraron en una sala espaciosa, de paredes
cubiertas con tapices é iluminada con antorchas. En
una mesa se hallaban sentados tres hombres vestidos
con la!·gas túnicas y provistos de tinteros, plumas y
pergaminos.
Allí estuvieron esperando los presos un tiempo que
les pareció larguísimo. Por fin abrióse una puerta late-
ral y apareció un macero, detrás del cual entró un im-
portante personaje revestido de toga forrada de pieles
y con cadena de oro al cuello. Parecía muy malhumo-
rado; probablemente le habían hecho levantarse de la
mesa.
Los mineros se adelantaron, declararon y presenta-
ron sus cautivos. Entonces Huberto pidió permiso para
hablar.
- Hacedlo brevemente -dijo el magistrado. -Es
tarde, y vosotros los bohemios mentís como gitanos.
-Benigno señor-comenzó Huberto,-parece que
habéis olvidado la Tregua de Dios, hecha en Praga, por
la cual se dispone que nadie sea molestado por motivo
de religión.
22
838 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-Hay muchas leguas de Praga á K utten berg ,-dijo


uno de los magistrados riendo.
Pero el juez le echó una mirada severa, y dijo á. Hu-
berto:
-Si no hab6is oído que la tregua se ha roto, oídio
ahora. Los hombres no prohiben ya lo que Dios ordena:
la de:;trucción de sus enemigos. Si no tenéis más que
decir, más os vale rezar.
-Tengo más que decir, se:ilor consejero, si es este
vuestro tratamiento. De los siete que comparecemos
aquí esta noche, tres por lo menos no han recibido ja-
más la comunión del Cáliz, ni son hussitas. Sf está per-
mitido an·ancar á la gente de sus casas y condenarlos
y ejecutarlos sin darles lugar á defenderse, la vida de
un hombr·e no vale un groschen en todo el país.
Este alegato sirvió para que se hiciera un rápido
interrogatorio á Mateo y á los dos jóvenes, sirviendo
lluberto de intérprete. Pero los mineros, resueltos á. no
perder su r ecompensa, juraron que habían cogido á. los
dos hombres jóvenes en una reunión de hussitas; y en
cuanto á. Mateo, el hecho de haberles agredido con un
cuchillo fué fatal para él. Todos fueron condenados.
Entonces Huberto dijo:
-Señores, debéis oírnos una vez más, ya que den-
tro de poco nuestra voz se habrá callado para siempre.
No os molestaré mucho. En cuanto á mí, aunque visto
este traje, soy de noble cuna y sirvo como escudero al
caballero y barón Juan z Chlum, señor de Pihel. Con
todo, he puesto mi vida en peligro, y no me quejo de las
consecuenci11s. Muero de buen grado por mi fe y por
mi Dios. Lo único que pido es que se dé noticia á. mi
señor do lo que se ha hecho conmigo.
El juez oyó la historia, sin creer una sola. palabra.
de ella.
-¿Es eso todo lo que tenéis que decir, se:ilor escu-
dero ó buhonero? Iréis á. buscar vuestras espuelas á. la.
mina de donde sacaron la plata para hacerlas.
-Ilágase la voluntad de Dios. Pero os ruego con-
EL CAMINO DE LA CRUZ 339

sideréis el caso de este anciano y estos nidos. Tal vez


tenéis padres ancianos ó hijos peque:ilos á quienes
amáis. Por amor de ellos os ruego tengáis compasión de
estos inocentes, que no han hecho mal á nadie.
-No podemos estar aquí oyéndoos toda la noche
-dijo el magistrado con impaciencia.-Señor notario,
pagad á los mineros su dinero, y váyanse todos. Un du-
cado por cada hombre, medio ducado por el muchacho
y otro medio por la ni:ila, seis en todo.
ContósE.'I el dinero, y el notario, calándose los ante-
ojos, anotó la operación en el libro que tenía delante.
Parándose un momento, preguntó á su compañero:
·-¿A cuántos estamos?
-A veintinueve de Febrero, que este año es año
bisiesto-dijo el otro.
Al oír esto, Huberto se acordó del judío y del anun-
cio que le había hecho. Esta noche- pensó-es cuando
se obscurece la luna, según dijo él. Pero yo no lo veré,
si es que sucede. Cuando llegue la hora, no estaré ya en
este mundo.
Iban ya á salir, cuando el anciano dijo algunas pa-
labras en bohemio á Huberto. Este, volviéndose á los
jueces otra vez, dijo:
-Mi amigo aquí me pide que os diga en su nom-
bre y el de sus nietos, y yo también me adhiero á sus
palabras, que os perdona á los que nos habéis conde-
nado y á estos hombres que nos han apresado y que
nos van á matar; y pedimos á Dios que os perdone y
les perdone á ellos también.
Un minuto después emprendían el camino al lugar
de la ejecución.
CAPÍTULO XXIII

El eclipse de 1una

La triste comitiva caminaba lentamente. Los mine·


ros, descontentos, cansados y con el corazón tan duro
como el hierro de sus picos. Los presos, más ó menos
resignados con su suerte. Los más débiles apenas sen-
tían otra cosa que la fatiga. El viejo empezó á dar tro-
pezones, y uno de los mineros, que parecía más com-
pasivo que los demás, le desató las ligaduras de las
manos y le dió un garrote para que le sirviera de báculo.
El camino empezaba á subir, y de trecho en trecho
se encontraban grupos de chozas de mineros, enlama-
yor parte de las cuales reinaba el silencio. De algunas
salían sus habitantes á la puerta para saludar á los
compañeros é insultar á los infortunados cautivos.
El terreno se iba haciendo más desigual y escabro-
so. Estaba todo lleno de montículos de tierra, formados
por las excavaciones de las minas.
Un minero tocó á Huberto en el brazo, y le dijo:
-¿Veis aquel monte, amigo? Lo subiréis, pero no lo
bajaréis andando. Os ahorraremos ese trabajo. Allá está
la boca del hoyo.
-Cállate, y deja al joven que se ponga en paz con
Dios-le replicó el camarada, que parecía más com-
pasivo.
-Tengo paz con Dios por medio de nuestro Señor
Jesucristo-dijo Huberto con calma.
Y así era. Toda aquella noche sentía como si cami·
nara á su lado el Señor, llenando de paz su alma.
Dirigiéndose al minero más consid.;;rado, á quien
llamaban Max, le dijo:
EL ECLIPSE DE LUNA 341

-Creo baberos oído decir que pensáis casaros.


-Sí, por cierto. Estoy comprometido con una joven
de Cazlau, la joven más linda de toda la comarca. Pero,
¿qué os interesa eso, hussita?
- Mucho, porque sé que comprenderéis lo que sien-
to al acordarme de la doncella que yo amo. ¿Queréis
llevarle una prenda mía? Mi señor, el barón de Chlum,
os recompensará bien.
-Veremos. ¿Qué es ello?
-Debajo de mi jubón, al lado izquierdo, encontra-
réis un paquetito. No es más que un pedazo de encaje,
envuelto en papel y atado con seda. Por si alguien os
preguntara acerca del papel, os diré que lo que tiene
escrito son dos palabras en latín que quieren decir:
cVete pronto.»
-¿Son un amuleto?
-No; son solawente un escrito de un hombre á
quien amo.
- No tengo inconveniente en llevarlo á vuestros
amigos.
-Buscadlo vos mismo, porque yo tengo las manos
atadas. Llevadlo al caballero de Chlum, y decidle que
muero, no sólo con paz, sino con gozo indecible y lleno
de gloria.
Max se detuvo un momento y le miró asombrado.
Después empezó á r egistrarle, buscando la prenda.
- ¡Mal baya la dichosa prenda! No la encuentro. No
veo. ¿Qué le pasa á la luna?
-¿Qué le pasa á la luna?-repitieron otros mineros .
Huberto levantó la vista, como los demás. Una ex-
traña somb1·a invl).día el borde del astro de la noche.
Toda la comitiva se quedó parada, mirando hacia
arriba. A med ida que la sombra avanzaba, exclamacio-
nes de sorpresa pasaban de boca en boca. Todo lo que
les rodeaba se cubría de un tinte fúnebre. Cada uno,
al mirar á su compañero, creía ver pintado en la pali-
dez de su rostro un terror mayor aún que el suyo.
3~~ APLASTADO, PERO VENCEDOR

Mateo y los dos jóvenes bohemios empezaron á re-


zar en voz alta.
- ¡Callad, herejes! -gritó un minero.-Vosotros
sois la causa de estas seiíales.
-Que siempre anuncian calamidades-dijo otro.-
He oído decir á mi abuelo que estas sefl.ales vienen
siempre antes de una plaga.
-Dejaos de plagas-gritó un tercero.-Acabemos
de una vez.
-¡Bien dicbol-asintieron otros.-Lo mejor que
podemos hacer es servir á Dios y á nuestra. Señora,
dando á estos herejes lo que se merecen.
Pero, aunque querían disimularlo con risas y bra·
vatas, estaban aterrados, y su terror se traducía en
crueldad. Con aire decidido, reanudaron la marcha á
la fatal sima, arrastrando á sus cautivos.
-Pero, abuelo-dijo el nifl.o, -¿cómo no compren-
derán estos hombres que Dios está enojado por su cruel-
dad?
Aquellos hombres veían que Dios estaba enojado
por algo, pero pensaban que era por la herejía de sus
víctimas.
Por dos ó tres veces casi perdieron el senrlero, que
conocían palmo á palmo. Tan confundidos estaban. Por
fin, llegaron.
Al borde mismo de la mina había un montículo de
arcilla excavada. Subieron por él, y apareció ante sus
ojos la imponente sima, de una negrura atet'l'adora. La
luna estaba ya casi por completo eclipsad~t, pero las
estrellas brillaban y permitían ver la estrecha franja
de tierru. nevada quo los separaba del abismo.
De pronto, en el borde mismo do la sima se alzó una
figura blanca, quo después de temblar un poco, quedó
inmóvil como una columna de nieve que se destacara
sobre el fondo negro. Un grito salv!l.je rompió el silen-
li cio de la noche.
-¡El Día del Juicio! ¡El Día del Juiciol-cbilló una
voz nltraterrona.-¡ El Día del Señor grande y terrible!

1'
EL ECLIPSE DE LUNA 343

El sol se tornará en tinieblas y la luna en sangre, cuan-


do llegue aquel día grande y terrible. Dirán á los mon-
tes: e Caed sobre nosotros»¡ y á los peñascofl: cEscon·
dednos del rostt·o de Aquel que está sentado en el tro-
no, y de la ira del Cordero. Porque ol día de su ira ha
venido, y ¿quién podrá sufrirlo?» Habéis derramado la
sangre de los profetas y do los santos. Por lo tanto,
beberéis el cáliz de la ira de Dios, y el fuego de vues-
tro tormento subirá para siempre del abismo ... del abis-
mo ... del abismo sin fondo.
-¡Una bruja! ¡Un fantasma! ¡Un demonio! ¡Un
ángel de Dios!-gritaban los mineros.
Fuera ángel 6 demonio, bruja 6 fantasma, no esta-
ban dispuestos á. afrontar sus iras, y volvieron las es-
paldas para echar á correr.
Pero Max los detuvo, diciendo:
-No es ángel ni demonio, sino una mujer. Veréis
cómo la cojo.
Fué hacia la aparición, y en un momento la rodeó
con sus brazos. Los mineros vieron entonces que las
dos figuras forcejeaban al borde del abismo por un ins-
tante. Después, una de las dos figuras, dando un grito
de horror, desapareció para siempre en las tinieblas.
La columna blanca se irguió otra vez, exclamando
con voz aguda:
-¡Así perezcan tus enemigos, oh Dios! ¡Descien-
dan al abismo ... al abismo!
Nada pudo ya detener á los mineros. Echaron á co-
rrer como si todos los demonios, duendes y espíritus,
que su superstición imaginaba como pobladores de las
entrañas de la tierra, los persig uieran.
El pánico se comunicó á los cautivos. Mateo hubie-
ra echado también á correr, de no impedírselo Huber-
to, á quien estaba atado. Los dos jóvenes quisieron huir
también, pero tropezaron y cayeron. El anciano y sus
nietos fueron los únicos que no se movieron. Entretan-
to, la figura blanca desapareció como un sueño.
Por extraño que parezca, el primer pensamiento de
M.4 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Huberto !ué un pensamiento de compasión para la po-


bre doncella de Cazlau, que esperaría en vano la vuel-
ta de su prometido.
El pensamiento de que Dios los había salvado de la
muerte siguió inmediatamente, y se tradujo en acción.
-Padre, mirad-dijo,- Dios nos ha librado de ma-
nos de nuestros enemigos.
El anciano levantó la vista, sin creer lo que oía.
-Estamos prontos á morir por la !e-dijo.
-Lo sé, padre. Pero Dios quiere que vivamos por
ella. Pensad en estos niños, y ayudadme á salvaros.
-¡No les dejéis que nos tiren, abuelol-dijo la niña
con voz lastimera, sin darse cuenta todavía de lo ocu-
rrido.
-Padre-dijo Huberto,-cortad nuestras ligadu-
ras; pero pronto, porque esta obscuridad, como la anti·
gua columna de nube, es terror para ellos y salvación
para nosotros.
-No tenemos cuchillo.
-Sí lo tenemos. Meted la mano en la bota de mi
pie izquierdo, y encontraréis un cortaplumas. ¡Hom-
bres, ánimo, y volveréis á vuestras casas! ¡Mateo, acor-
daos de :Melichia y el niño!
El viejo, reanimado, cogió el cortaplumas y cortó
las ligaduras de Huberto, quien á su vez puso en liber-
tad á los otros.
Lo primero que hizo Mateo, al verso libre, fué coger
el capote que su mujer le había echado encima, y en-
volver con él á la pobre niña, que temblaba de !río.
-¿Dónde vivís?-preguntó Huberto á los dos jó-
venes.
-Allá enfrente-contestó uno, señalando hacia Ko-
lín.-Si no fuera por esta obscuridad, se podría ver des-
de aquí la torre de la iglesia.
-Dad gracias a Dios por esta obscuridad, y guiad-
nos hacia allá, si podéis. El eclipse está pasando y la
luz aumentará el peligro. ¿Estamos lejos?
-A unas dos leguas escasas. Decid, Maestro, ¿nos
EL ECLIPSE DE LUNA 34.5

hará algún mal el espíritu de la mina? Lo he visto des-


aparecer detrás de aquellos árboles.
-Señores-dijo Mateo,-no os burléis si os cuento
lo que oí decir en la ciudad la última vez que estuve
allá. Había un comerciante, llamado Schubart, alemán,
que era hussita, él y su llijo. Después de muchos inten-
tos para hacerlos buenos católicos, viendo que todo era
inútil, los entregaron á Jos mineros y fueron arrojados
á la mina. La pobre esposa y madre se volvió loca y
se escapó de su casa. ¿No es posible que haya venido
al sitio en que está pensando siempre? ¡Dios tenga mi-
sericordia de ella!
Pero los dos jóvenes casi pegaron á Mateo por hacer
semejante suposición; y el pobre posadero, acostumbra-
do á ser tachado de estúpido, se avergonzó de su idea y
se calló.
Cobrando nuevas !uerzas con la esperanza, los li-
bertados descendieron del monte y emprendieron su
marcha á través de la llanura.
-¿Qué oficio tenéis?- preguntó Huberto, después
de un largo silencio, á los jóvenes.
-Sacamos carbón de las entrañas de la tierra.
-¿Para qué?
-Para los mineros, principalmente. Ellos lo nece-
sitan para fundir el mineral.
-Es decir, que sin el carbón que les dais no po-
drían obtener su plata. Está bien. Decís que no sois
hussitas, pero sois bohemios. Supongo que no os gusta
que os traten como esta noche.
La respuesta fué decididamente n egativa.
-Entonces, amigos, el r emedio está en vuestras
manos. No dad más carbón á los mineros, mientras si-
gan a1-rojando hussitas á las minas.
- No somos bastante fuertes para eso-dijeron los
jóvenes, sacudiendo la cabeza.
- Amigos-dijo en esto Mateo,-ya estamos en el
camino que va á mi posada. Venid conmigo y desayu-
naos, antes de seguir la marcha.
346 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Los jóvenes rehusaron, temiendo ser cogidos de


nuevo. Por la misma razón, se deciuió que el anciano
y sus nietos se volvieran á su casa, acompañados por
aquéllos.
Huberto dijo que volvería á la posada con Mateo;
en parte, con la esperanza de recuperar su saco; pero
más aún, con el propósito de persu~~dü· á la posadera á
que dejaran aquella casa, por algún tiempo al menos,
para evitar la venganza de los mineros. Mateo no se
daba cuenta del peligro que corría siguiendo con la
posada.
Huberto se despidió del anciano y de sus nietos con
todo el afecto de un hermano. Se abrazaron y se besa·
ron llorando. No esperaban encontrarse otra voz en el
mundo, pero confiaban en que llegarían á reunirse con
gozo en la presencia del Señor.
Aún no se veía claro cuando Huberto y Mateo lla-
maron á la. puerta de la posada..
-¿Quién llama?-preguntó María, entreabl'iendo
cautelosamente la puerta.-¡Santo cielo! ¡Si es el amo,
-6 el espíritu del amo !
Al oír tal exclamación, Melichia corrió á la puerta,
desgreñada y con la ropa en desorden. En un instante
e l posadero quedó rodeado por los robustos brazos de
su esposa.
-Buona esposa- dijo Mateo, tan pronto como pudo
bablar¡-demos gracias á Dios. El nos ha librado de
nuestros enemigos por modio de la. luna, de un fantas-
ID!l. y de este valiente buhonero, que no perdió la sere-
nidad ni un instante. Es docir-añadió,-los demás
aseguran que fué un espíritu ó un ángel lo que se nos
apareció¡ y ¿cómo voy yo á saber más que ellos?
lluberto recibió también una calurosa biPn venida.
En poco estuvo que ~1elichia no lo abmzara. Pronto se
encendió el fuego, y los recién salvados fueron servi-
dos con lo mejor que había en la casa.
Melichia pararía dispuesta á ponm·se á los pies del
hombre á quien hasta entonces htt.bia dominado con
'1

EN LEITM'ERITZ OTRA VEZ 34.7

vara de hierro. ¿No era su chombre», el padre de sus


hijos, recobrado ahora por un verdadero milagro? Más
aúne había peleado con los mineros, había herido <tuno,
babia caído preso, por poco había sido muerto. Era un
bohemio leal, que había defendido á su patria contra
el extranjero. Merecía respeto y veneración, y beber lo 1,

que quisiera. ¿Queréis ahora un buen vaso de vino? 1

-No, mujer-dijo Mateo;-dame cerveza. Hice :


voto, á la boca de la sima, que, si volvía á casa en sal- j

vo, no beberítl. más que cerveza, y no mucha, para po-


der cuidar de ti, y del niño, y del negocio, y vivir como 1

1
debe vivir un cristiano.

CAPÍTULO XXIV
:
En Leitmeritz otra vez •

Era el día 1 de ~farzo del año 1420 cuando Huber-
to estaba en la pequeña posada, dando gracias á Dios
.
por su maravillosa liberación de manos de los mineros
de Kuttenberg.
Aquel mismo día se publicó la Bula de Martín V,
proclamando la cruzada contra Bohemia. El Papa lla- •i
maba á las armas á toda la cristiandad, para que
1
aplastara á la nación impía, por «rebelde contra la
Iglesia de Roma». El Papa, decía la Bula, cpot· la mi-
sericordia de Dios Todopoderoso y por la autoridad de
los santos apóstoles San Pedro y San Pablo, así como
por la potestad de atar y desatar que Dios le ha conce-
dido, otorga á todos los que entren en esta cruzada, y
aun á los que mueran en el camino, indulgencia plena- •
r ia de todos sus pect~.dos, si se arrepienten y confiesan;
y en la resurrección de los justos, la vida eterna. Aque-
llos que, no pudiendo ir en persona, contribuyeran á la
causa, enviando á otros y proveyéndoles de lo necesa-
rio, tendrán también indulgencia plenaria. Aun los que

1
3~ APLASTADO, PERO VENCEDOR
hubieren maltratado á los clérigos ó fueren culpables
de sacrilegio, pueden encontrar el camino al cielo pe-
leando contra los secuaces de Wicklif!e y Huss:o.
Tal llamamiento había sido esperado por mucho
tiempo, y !ué prontamente obedecido. Las huestes in-
vasoras penetraron en el país por el Norte, siendo la
ciudad de Leitmeritz y la región comarcana las prime-
ras en sufrir los horrores de la cruzada. A la cabeza.
del ejército cruzado iba el mismo emperador Segismun-
do. Los papistas estaban llenos de júbilo; los hussitas,
amedrentados y aterrados. ·
Entretanto, Huberto Bohun, que se había detenido
algún tiempo en la Bohemia oriental, consolando y ani-
mando á mucha gente atribulada, se encaminaba hacia
el Occidente. A su paso por Praga, encontró enferma
de muerte á la anciana amiga de Chlum y de su casa,
Panna Oneska.
-He dejado heredera de mi casa, y de todo lo que
contiene, á mi hija adoptiva, Zedenka-le dijo.-Pero
dudo mucho que mi testamento tenga valor alguno. He-
mos llegado á muy malos tiempos, .Maestro Huberto, y
no hay entre nosotros un profeta como Jeremías que
nos <liga que caún se comprarán casas y heredades"
en este país, que parece abandonado de Dios. En cuan -
to á mí, me voy en paz, para ser reunida con mis pa-
dres, como era mi deseo. A ellos pertenezco, y desde
que ellos partieron he sido una peregrina en la tien·a.
Ruego al Señor que preserve á sus escogidos en este
presente mundo malo; y pongo toda mi esperanza en
los méritos de su pasión y de su cruz, como me enseñó
mi padre, á quien veré pronto en la presencia de Dios.
Cuando murió y fué depositada en su última mora-
da terrestre, Huberto reanudó su viaje á Melnik. Pero,
al llegar allí, se encontró con que Chlum había renun-
ciado á su cargo, y había vuelto á Pihel. Prosiguió,
pues, su viaje, encaminándose á Leitmeritz.
Era el mes de Mayo, pero en el corazón de Huberto
no había entrado la alegría de la primavera. Le pare-
EN LEITMERITZ OTRA VEZ M9

cía como si los floridos campos presintieran las escenas


de que iban á ser teatro.
Llegó á Leitmeritz una tarde, al anochecer. Que-
riendo mudar de traje antes de presentarse en Pihel,
y seguro de encontrar una calurosa bienvenida en casa
de Frantisek, decidió pasar allí la noche. Las calles es-
taban llenas de cruzados, armados hasta los dientes.
Casi todas las casas estaban cerradas. Huberto se diri-
gió á la de Frantisek, y llamó á la puerta.
Después de algún tiempo, apareció Frantisek, y en-
treabriendo muy poco la puerta, preguntó quién lla-
maba y á qué venía.
-Soy Huberto Bohun, y vengo á pedir alojamiento
en casa de un amigo.
-¡El Maestro Huberto! ¡Querido :Maestro Huberto!
¡Dios os guardo, señor! ¡Bienvenido, bienvenido mil
veces! ¡Entrad, entrad!
Después de introducir al viajero y cerrar nueva-
mente la puerta, echando la barra, dijo:
-¡Aninka, querida, ven aquí!
Al llamamiento acudió la antigua doncella de ho-
nor, transformada ya en matrona, con su cofia blan-
ca, y un llavero pendiente del cinturón, la cual dió al
e buen Maestro Huberto» una cordial bienvenida.
-Ahora tendrán gozo en Pihel-dijo-y volverán
las rosas al rostro de mi amada señora.
Huberto pensó que las rosas hal>ían florecido tam-
bién maravillosamente en las mejillas de .Aninka.
Marido y mujer se desvivieron para cumplir los de-
beres de la hospitalidad. Le llevaron á un cuarto bien
amueblado, y le dieron agua para que se lavara, y des-
pués le pusieron delante lo mejor que tenían de comer
y beber. Ambos le servían asiduamente, como también
Ahlbeta, la vieja nodriza de Aninka, que vivía con ellos.
lluberto felicitó á sus amigos por su matrimonio,
del cual no había tenido noticia.
-Fué una de las buenas obras del noble Kepka, á
quien Dios recompense-dijo Frantisek.-Cuando estu-
850 APLASTADO, PERO VENCEDOR

vo aquí de paso para Pibe!, se detuvo tres días, y


arregló las cosas con el Maestro Peichler, para que se
celebrara la boda, diciendo que la Panna deseaba es-
tar presente.
Aprovechando un momento en que Aninka había
salido de la habitación, Frantisek añadió en voz baja:
-El Maestro Peichler no hubiera cedido si no hu-
biera sido por no perder la dote que Kepka. daba á.
Aninka; porque me aborrece en su corazón. Maestro
Huberto, á veces pienso si Jo que hemos hecho ha. es-
tado bien hecho.
-¿Bien hecho? ¿Qué cosa mejor puede hacerse en
este mundo que unir las manos, cuando ya se han uni-
do los corazones?
-No lo pensaba así San Pablo, y no eran los tiem-
pos en que él vivió peores que los nuestros. El Maestro
Peichler vendería su alma por dar gusto al Kaiser y á.
los cruzados.
-Pero si alguna cosa le puede contener, es el sa-
ber que su hija única está casada con un hussita.
Frantisek meneó la cabeza con aire de duda.. En
aquel momento entró Aninka con un plato preparado
por ella, que puso, sonriente, delante de Huberto.
Mientras hacía honor al trabajo culinario de Anin-
ka, Huberto preguntó á Frantisek si sabía por qué ha-
bía. dejado Kepka su cargo en Melnik.
-Había recibido de la reina las llaves de aquel
castillo, como sabéis, Maestro Huberto. ¿A quién iba á
entregarlas? ¿Al Kaiser y los cruzados, 6 á Zisca y la.
Liga?
-Darlas á los primeros, hubiera sido ponerlas en
manos de asesinos; y á los segundos no podía darlas sin
licencia de la reina. En grave aprieto ha debido encon-
trarse mi señor.
-Siempre hay un camino recto, y él lo encontró.
Puso las llaves en las reales manos de las cuales las ha-
bía recibido; manos bondadosas, Maestro Huberto, que
nos protegerían si pudieran, pero que tienen que es-
EN LEITMERITZ OTRA VEZ 351

trechar las manos ensangrentadas de nuestros enemi-


gos. No comprendo cómo Kepka no ve que Segismundo
ha perdido todo derecho á la corona de Bohemia. Yo
creí que el martirio cruel de Paul Krasa y de Nicolás
de Bethehem le habría abierto los ojos.
-¡ Abierto los ojos-exclamó Aninkal-¡Como si
los tuviera cerrarlos! Mi señor comprende las cosas
mejor que tú y que yo. Tal vez espera que Dios cam-
bie el corazón del Kaiser, valiéndose de la fe y de la.
paciencia de sus siervos martirizados.
-No; el Kaiser va de mal en peor-respondió Fran-
tisek.-Su primer pecado, al entregar a Ja muerte al
Maestro Juun, fué para él como volver las espaldas á
la luz. Desde entonces va á la ruina. Hay algunos que
dicen que es el jinete del caballo bermejo del Apoca-
lipsis, al c•1al fué dado poder de quitar la paz de la tie-
rra, y que se maten unos ñ. otros.
Entretanto, por cierta conversación á media voz
que sostenían Aninka y Alsbeta, Huberto comprendió
que hacían espechdes preparativos para darle aloja-
miento. No podía permitir que le cedieran el mejor dor-
mitorio de la casa, como estaba seguro intentaban, y
anunció su propósito de dormir en el banco de la sala,
envuelto en su capote.
P ero sus amigos no estaban dispuestos á consentir
tal cosa. P or fin, Huberto dijo:
-Lo que haré será esto. Iré al cGanso de Oro•,
donde se aloja Kepka cuando viene á la ciudad. Allí
encontraré cama seguramente, y mañana por la maña-
na volveré aquí para desayunarme con vosotros, antes
de ir á Pihel. Supongo que tú, Frantisek, podrás ayu-
darme á comprar alguna ropa para mudarme. No qui-
siera presentarme en Pihel de esta guisa.
-Pues yo os aconsejaría, Maestro Huberto, que
no cambiéis de traje basta que no os encontréis seguro
dentro del castillo. En estos tiempos, y con el país lleno.
de cruzados, mejor es ir como vos vais. Bueno, maes-
~52 APLASTADO, PERO VENCEDOR

tro, si queréis ir al cGanso de Oro•, tendré el honor de


acom pafl.nros.
Aninka quiso oponerse á este arreglo¡ pero, con
gran extrañeza, vió que su marido no la apoyó con bas-
tante insistencia.
Huberto se despidió de su amigo hasta el día si-
guiente á la. puerta. de la bospederÍt\. Cuando entró vió
que estaba llena de hombres al'mad.os que llevaban
cruces blancas en las mangas, y quo comían, bebían,
jugaban ó dormían, ocupando hasta el último rincón de
la casa.
Pero la posadera, al enterarse de quién era liuber-
to, le dijo en voz baja:
-Maestro, un fisico ha tomado el cuarto del tejado,
un sefl.or muy cortés y bien hablado, aunque el pobre
se empeña en no comer más que pan y vino, porque no
quiere probar las salchichas de la casa, que no las come
mejores el rey. Estoy segura que os permitirá. que dur-
máis con él.
-Se lo agradeceré mucho.
Huberto subió á la buhal'dilla y llamó á la puerta..
Una voz contestó: c¡Adelante!», y ¡cuál no sería. la
sorpresa de Huberto al encontrarse con su antiguo co-
nocido Solito!
Mutuas explicaciones vinieron tras los naturales
saludos. Huberto explicó por qué se hallaba disfrazado
de aquella manet·a, y el judío le comunicó que había
obtenido el puesto de médico del Kaiser, cosa que hala-
gaba su ambición y avaricia, aunque, por otra parte, le
preocupaba lo que veía y lo que temía habría de ver,
siguiendo al Kaiser en la campaña. Huberto contó á su
compañero lo sucedido la noche del veintinueve de Fe-
brero, y el salvamento que trajo el eclipse.
Ningún cristiano de aquella época y de su rango
hubiera compartido un lecho con un jurlío, y Huberto
tuvo que hacet·se no poca violencia para sacrificar sus
sentimientos por no herir la susceptibilidad de un hom-
bre á quien quería ganar á la fe de Cristo.

-
EN LEITMERITZ OTRA VEZ 353

Cuando despertó, el sol penetraba por el tragaluz


de la buhardilla. Bajó á la cocina y encontró una par-
tida de soldados que parecía volver de alguna expedi-
ción, porque estaban descargándose de sus armas, y pi-
diendo de comer á voces.
-¿Queréis desayunaros, Maestro?-preguntó la po-
sadera á Huberto, y al hacerlo, notó éste que la mujer
tenía los ojos enrojecidos de haber llorado.
-No, patrona. He prometido á Frantisek desayu-
narme con él.
-¡No os desayunaréis con Frantisek, hoy! ¡Dios
le socorra!-dijo la posadera en voz muy baja, acer-
cándose á Huberto.-Anot'.he, cuando todos dormíamos,
el burgomaestre sacó la guardia y los soldados, y co-
gió presos á veinticuatro buenos hussitas, uno de ellos
Frantisek. Los ha echado en un calabozo. Toda la ciu-
dad está consternada.
Una hora después bajaba el médico lentamente la
estrecha escalera, meditando muchas y muy diferentes
cosas: en la dificultad de llegar hasta el campamento
del Kaiser, en los honorarios que le ofrecerían, en la
extraíla aparición de Huberto Bohun, vestido de buho-
nero, y en ciertas disquisiciones filosóficas de su maes-
tro A verroes.
Al pie de la escalera se encontró con su compañero
de cuarto, que acababa de llegar, pálido y agitado.
-Señor médico-dijo,-¿queréis venir conmigo, por
amor de Dios, á asistir á una pobre joven, que sale de
un desmayo para caer en otro?
-Iré. Permitidme antes volver á mi cuarto en bus-
ca de las lancetas.
-Dejad las lancetas ahora. Si hacen falta, ya en-
viaréis á buscarlas.
-Sea; pero un médico tiene que ir provisto de sus
instrumentos para aterrar á los ignorantes.
-No falta terror en este caso. A la pobre joven, que
apenas lleva un mes de casada, le han arrebatado esta
23
354 APLASTADO, PERO VENCEDOR

noche á su marido para llevarlo á un calabozo, de don·


de probablemente no saldrá sino para morir.
-¡El cielo la socorra! Pues ¿qué ha hecho él?
-Solamente recibir la comunión del Cáliz y amar
la Palabra de Dios.
-¡Qué locura la de vosotros los cristianos! ¿Cuán-
do dejaréis de mataros unos á otros en el nombre de
Cristo? Estoy á vuestras órdenes, Maestro Huberto.
Cuando llegaron á la casa, la cámara de la enferma
estaba llena de vecinas que habían aplicado varios re-
medios caseros. Aninka había recobrado el conocimien-
to, y, sentada en la cama, se retorcía las manos con
lastimosos quejidos y lamentos.
Solito le puso la mano sobre la frente, la miró á los
ojos y le tomó el pulso.
-¿Está aquí su madre?-preguntó.
-Señor médico- dijo Als beta, acercándose.- Yo
soy su nodriza. Su madre murió cuando ella era muy
pequeña, y su padre, el burgomaestre, es el causante
de todo este mal.
-¿Cómo? ¿Su padre es el burgomaestre? Entonces,
en lugar de estar aquí llorando y gimiendo, debía le-
vantarse, ponerse el vestido más hermoso, peinarse bien
é ir á pedir de rodillas que perdonen la vida á suma-
rido. ¡Vamos, señora mía! ¡Sed mujer valerosa y sal-
varéis á vuestro esposo! Id á ver á vuestro padre, y
ablandadle el corazón con ruegos y lágrimas. Aseguro
que os ama, á pesar de todo. Padres be visto que no
querían á sus hijos, pero no he visto ninguno que no
quiera á una hija.
Aninka, ahogando un nuevo gemido, murmuró:
-El me quería hace muchos años.
-Por lo menos, os escuchará, y os dará permiso
para ver á vuestro marido en la prisión. Así podréis
rogarle, por el amor que os tiene, que haga lo que le
pidan, que se reconcilie con la Iglesia.
Aninka fijó sus ojos en el médico, y, con voz entre~
cortada dijo:
EN LEITMERITZ OTRA VEZ 355

-No ... puedo.


-Sí que podéis. Ya encontraréis fuerzas. Levan-
taos, y haced la prueba.
-Encontraré fuerzas ... para no decirle que niegue ...
-¡En el nombre de Dios!-dijo Solito á Huberto,-
¿qué fanatismo es este? ¿Dejará la esposa que el esposo
vaya á la muerte, aunque con ello se'Je rompa el cora-
zón, todo por ese Juan Huss, á quien tal vez no han
visto siquiera?
-¡No!, no por el Maestro Juan, sino por el Señor
Jesucristo, al cual, sin haberle visto, amamos-contes-
tó Aninka con emoción.
El médico quedó callado un momento. Después, vol-
viéndose á Huberto, le dijo:
-Muchas veces me he asombrado de la fuerza de
los fuertes; pero esta es una maravilla más grande: la
fuerza de los débíles. Mi ciencia no vale aquí de nada.
Procurad impulsarla á la acción. Que se levante, y que
coma. Que vaya á ver á su padre, y que procure con-
moverlo con toda la elocuencia de que sea capaz. Pro-
bablemente, no salvará á su marido; pero salvará su
propia vida y su juicio.
Algunas horas después, una dama velada, del bra -
zo de Huberto y seguida de Alsbeta, andaba con paso
tembloroso la corta distancia que separaba la morada
de Frantisek de la casa del burgomaestre. Pero en vano
había hecho Aninka tal esfuerzo. Su padre se negó á
recibirla.
Huberto escribió una esquela á Chlum, anunciándo-
le su regreso y dándole cuenta de la causa de su dete-
nimiento en Leitmeriz. No podía abandonar á Aninka,
la cual, en su aflicción, se confiaba en él como en un
fuerte apoyo.
Pasaron dos días. Al tercero, toda la ciudad estaba
en conmoción. Corría el rumor de que los presos iban
á ser juzgados y sentenciados. Huberto fué á ver á
Aninka, á quien Alsbeta había estado cuidando como
á una niña.
356 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-Tened valor-le dijo,-y veréis á vuestro marido


nna vez más. Tal vez podréis hablar al burgomaes-
tre.-No pudo decir cá vuestro padre•.
-Tengo valor-dijo Aninka. Parecía más frágil
que nunca, pero sus mejillas estaban encendidas y sus
ojos brillantes.
Alsbeta la vistió con especial cuidado. Cuando ya
estaba dispuesta para salir, se detuvo un momento,
como si pensara algo; cogió unas tijeras que había en
la mesa, y se las ató al cinturón.
La Sala Consistorial estaba llena de gente. Un fuer-
te destacamento de cruzados rodeaba. el estrado de los
jueces, que eran el burgomaestre y algunos consejeros.
Custodiados por los guardias de la ciudad compa-
recieron los presos, formando un lastimoso grupo de
hombres pálidos y demacrados. Habían estado sin ali-
mento desde que fueron cogidos presos. Parecían me-
dio muertos.
El juicio fué brevísimo. Lo único que se les pregun-
tó fué si J'f'nunciaban á la Comunión en ambas especies
y aprob1Lblln los actos del Concilio de Constanza.
A t~tl pregunta, los presos contestaron unánimes
con una soltt. palabra: ¡No!
Al punto, como si temiera cualquier dilación, el
burgomaestre pronunció sobre todos ellos la fatal sen-
tencia: ser arrojados al Elba, atados de pies y manos.
Un silencio sepulcral siguió á las terribles palabras.
Entretanto, Aninka, separándose de Huberto y Alsbeta,
se deslizó rápida y silenciosamente entre el gentío. Por
un impulso instintivo, todos le hicieron paso. Hasta los
cruzados abrieron sus filas. Por fin llegó al estrado del
tribunal, y, cayendo de rodillas á los pies de su padre,
clamó con las manos cruzadas y mirada angustiosa:
-¡Padre, misericordia! ¡En el nombre de Dios, te-
ned misericordia! ¡Si me amáis á mí, que soy vuestra
hija. única ... ; si amasteis á mi madre ... , tened misericor-
dia! ¡Perdonad la vida á mi marido!
Tal vez Peichler, aunque brutal y cruel, no era un
EN LEITMERITZ OTRA VEZ 357

monstruo sin entrañas. Tal vez su corazón se conmovió


al oír aquel grito. Pero los soldados y muchos burgue-
ses estaban presentes. No se atrevió á ceder. Si perdo-
naba á un hussita, tenía que perdonarlos á todos, ene-
mistándose con el Kaiser y convirtiéndose en el chaz-
merreir • de los cruzados.
-Levántate-dijo á su hija.-No sabes lo que pi-
des. Enjuga tus lágrimas; yo te encontraré otro marido
mejor.
-¡Padre!-dijo ella levantándose, con asombrosa
calma.-No me casaréis otra voz.
Dicho esto, se volvió y desapareció entre la multi-
tud quo seguía á los reos.
Huberto y Alsbeta siguieron también á la gente
hasta llegar á la ribera. A la orilla misma, rodeados por
hombres armados, un grupo de inconsolables mujeres
y niños daban á sus amados el último adiós. Los már-
tires exhortaban á sus amigos á que continuaran firmes
en la fe, oraban por sus enemigos y encomendaban sus
almas á Dios.
Bien pronto los verdugos pusieron fin á tal escena,
arrancando á los reos de los brazos que los sujetaban,
atándolos de pies y manos y metiéndolos en una barca.
La orilla del río, en un buen trecho, estaba guardada
por una línea de soldados. Huberto, que había perdido
de vista entre la muchedumbre á Aninka y á su nodri-
za, vió poco después con asombro que habían penetra-
do dentro de la línea de soldados. Cómo consiguieron
estar allí, cuando á todos los demá s se lo impedían, no
lo supo nunca.
Entretanto, la barca se deslizaba hacia el centro
del río y quedaba allí parada. Las víctimas fueron
arrojadas una por una, sin que se oyera otra cosa que
el ruido del agua al recibirlas. Pero cuando llegó el
turno á Frantisek, un grito desgarró los aires. Era Ala-
beta quien lo da.ba. Aninka se había arrojado al río. La
nodriza la miraba con los ojos aterrados y los brazos
extendidos. La joven desapareció, apareció otra vez,
'i

358 APLASTADO, PERO VENCEDOR

flotaba. Las aguas, menos despiadadas que los hombres,


la llevaban hacia el cuerpo atado de su marido. Se vie-
ron ... se reconocieron ... Aninka extendía los brazos ha-
cia él...
Los soldados quitaron á Alsbeta de aquel sitio, y no
pudo ver más.
,'i

11
CAP ÍTULO XXV

1.' «Para esto»

Al siguiente día, una compañía de jinetes se apro-


ximaba á Leitmeritz, por el camino que corría á lo lar-
go del río. Al frente iba el joven Vaclav, el Panetch de
Pihel, y á su lado cabalgaba una dama vestida de blan-
co, el color de luto. Lucas, el nuevo escudero, y Karel,
el paje, iban detrás. Los demás acompañantes eran de
rango inferior.
Ya cerca de la ciudad, vieron en la ribera una mul-
titud de gente aglomerada alrededor de algo que ellos
1: no podían distinguir.
-¿Voy á ver lo que pasa, Panetch?-preguntó Ka-
rel, adelantándose.
-Sí-contestó Vaclav.
Pero en aquel momento alguien vino del grupo al
li encuentro de ellos. Cuando se acercó lo bastante para
que pudieran reconocerlo, toda la partida lanzó una
exclamación de alegría; y, obedeciendo á un impulso
unánime, se apearon todos, menos Zedenka, para salu-
dar al Maestro Huberto y darle la más cordial bienve-
1·:
nida.
Pero Huberto estaba grave y triste al estrechar la
mano que le tendía Vaclav.
-Ven á ver á Zedenka-le dijo éste.
¡Cómo había sofiado Huberto la llegada de este mo-
mento! ¡Cómo lo había anhelado, á través de todos los
ll
lt
«PARA ESTO» 359

peligros que había corrido, cual anhela el oasis un via-


jero perdido en el desierto! Pero ¡cuán diferente era
aquel momento de como lo había soñado! Sus labios be-
saron la mano de Zodenka, sus ojos miraron á los ojos
de ella, pero al hacerlo, no era el amor, sino la muerte,
lo que embargaba su pensamiento.
-Panna-dijo,-todo terminó ya.
-Lo sabía-contestó Zedenka.- ¡Pobre y querido
Frantisek! ¿Ha muerto, pues, como un mártir?
-Sí; ha glorificado á Dios.
-¿Quemado vivo?-preguntó Vaclav.
-No; ahogado en el Elba.
-Llevadme á ver á la atribulada Aninka- dijo . 1

Zedenka.-He venido para consolarla y para llevárme- '¡


la á Pihel. En adelante será como una hermana mía.
-Panna, está consolada.
-¡Gracias á Dios! Pero una gran angustia aturde
al principio. Después vendrán los días terribles.
-Para ella no habrá días terribles.
-Tus palabras parecen indicar que la han matado
á ella también-dijo Vaclav.-Todo puede temerse de
los cruzados. Pero su padre ... su propio padre ... Habla,
Huberto; ¿qué ha sido de la pobre joven?
-Lo mejor que podía sucederle. Ella y Frantisek
están juntos.
-¡He de matar á ese monstruo de Peichler con
mis propias manos!-exclamó Vaclav.-¡Asesinar á su
misma bija!
-No fué eso, Vaclav. Fué que Aninka se arrojó al
río detrás de Frantisek.
- ¿Quería morir con él?
-Creo más bien que intentaba salvarle. Llevaba
unas tijeras, y consiguió soltarla las manos.
-Quería vivir ó morir con él-dijo Zedenka.
-Lo ha conseguido-continuó Huberto,- como lo
hemos visto hoy. Durante todo el día de ayer los sol-
dados vigilaron las riberas, no fuera que alguno de los
mártires, aunque atados de pies y manos, lograra ga-
360 APLASTADO, PERO VENCEDOR

uar la orilla y fuera salvado por sus amigos. Pero hoy


se nos ha dado permiso para buscar nuestros muertos
y darles sepultura. Panna, ¿tendréis valor para ver lo
que el río nos ha devuelto?
-Aninka muerta me es muy querida, como lo fué
en vida.
Huberto se acercó y la ayudó á apearse, dirigiéndo·
la después hacia el grupo que estaba en la ribera. Va-
clav los siguió con todos los demás, excepto dos ó tres
que se quedaron al cuidado de los caballos.
La multitud les abrió paso. En el centro, sobre la
hierba matizada de flores, yacían los que dormían el
sueño de la muerte. Manos carií'losas habían alisado los
desordenados cabellos, habían cubierto los rostros con
blancos pañuelos y habían arreglado los vestidos. Pero
no habían podido abrir las manos que la muerte había
dejado fuertemente estrechadas. Los dos yacían abra-
zados como si desafiaran á la tierra y al infierno á que
los separaran.
Zedenka contempló algún tiempo á los muertos,
principalmente á la joven á quien tanto babia querido.
La escena la babia dejado pálida como el mármol, pero
no hablaba ni lloraba. Los circunstantes guardaban
también silencio. Por fin, se at•rodilló en la hierba y
besó reverentemente la mano de Frantisek, •porque es
un mártir de Dios•, dijo. Después, tomando valor de su
gran amor, descubrió el rostro de Aninka, y la besó en
la boca. Pero al verla y tocarla, la fuente de sus lágri-
mas se desbordó. Por algunos minutos sollozó sin con-
tenerse. Después se levantó lentamente y dijo alargan·
do la mano:
-Hubcrto, llevadme de aquí.
Huberto le dió la mano y la sacó de entre la gente.
- Consolaos, Panna-le dijo, -ellos descansan
en paz.
- Sí-sollozó ella.-Nada puede ya separarlos.
Aquella noche algunos hombres devotos llevaron á
Jirantisek y Aninka á la sepultura y los pusieron en
«PARA ESTO• 361

una misma tumba. Entre los que asistieron al entierro


estaba el médico judío.
-Respeto á vuestros mártires, aunque no los com-
prendo-dijo á Huberto.-Reconozco que no es Juan
Huss el que ha hecho á estos mártireo; más probable es
que tanto Juan Huss como éstos deben su firmeza á la
misma causa. Cuál sea ésta, no lo sé. Adiós, Maestro
Huberto; me despido de vos, porque voy á ponerme á
las órdenes del Kaiser. Los cruzados me darán un sal-
voconducto para ir al campamento.
Entretanto, Zedenka trataba de consolar á la in-
consolable Alsbeta.
-Venid conmigo á Pibel, madre,-le decía.-Jun-
tas lloraremos á vuestra hija. Me ha sido muy querida.
Huberto se acercó y rogó á Zedenka le permitiera
retirarla de allí. Ella le dió la mano sencilla y confia-
damente. Habían dado algunos pasos en silencio cuan-
do Zedenka dijo como si hablara consigo misma:
-¡Gracias á Dios 1 Ellos están ya unidos para
siempre.
-¿Podéis dar gracias á Dios, Panna, de que ellos
se hayan amado, se hayan unido para esto?
-Sí; ellos le están dando gracias juntos ahora.
Al oír estas palabras, el valeroso corazón de Hu-
berto se estremeció emocionado.
-Panna-preguntó-¿mo daríais vos lo que Anin-
ka dió á Frantisek ... para acabar así?
Ella. tembló, pero no contestó.
-¿Lo haríais?- repitió Huberto tomando la mano
de Zedenka y mirándole á los ojos.-Bien sabéis que
mi corazón ha estado á vuestros pies estos largos años. •
Bien sabéis, además, que la muerte, que el martirio,
puede ser nuestra vocación. ¿Querríais aceptar mi amor
y darme el vuestro, aunque fuera para esto?
-Acepto y doy-contestó Zedenka en voz baja-
pa,·a esto y para el cielo que hay más allá.
r1

rr

CAPITULO XXVI

Un zueco pequeño

Llegó el estío. Kepka y su familia seguian viviendo


en Pihel, aunque Vaclav había rogado con lágrimas á
su padre que le permitiera incorporarse al ejército de
Zisca y de la Liga. Chlum no acababa de persuadirse
de que fuera lícito para él 6 los suyos tomar las armas
contra Segismundo, á quien miraba como su legítimo
soberano. Por otra parte, los excesos de algunos hussi-
tas del partido popular le alarmaban y disgustaban.
Por esta época había ya surgido entre los hussitas
la división entre exaltados y moderados, que aparece
en todos los grandes partidos. Los que se conformaban
:! con pedir la comunión en ambas especies y la predica-
ción de la Palabra de Dios, manteniendo la supremacía
de las Sagradas Escrituras como regla de fe, eran de-
nominados Utraquistas ó Calixtinos. Los que iban más
lejos, y rechazaban todas ó casi todas las innovaciones
romanistas, eran llamados Taboritas.
Los amigos de Chlum lo llamaban Calixtino, al
paso que su familia era bien conocida por sus simpatías
hacia los Taboritas.
! No por ser de los moderados le afligían menos las
1
noticias de robos, crueldades y violencias que llegaban
á sus oídos todos los días de las comarcas devastadas
por el ejército cruzado. Su espíritu estaba atormentado
por opuestos deberes y llamamientos.
Pero su perplejidad no implicaba apatía. Chlum en-
contraba bastante que hacer para mantener la paz en
su señorío y proteger á sus vasallos contra los ultrajes
de los cruzados. Pihel vino pronto á ser conocido como
UN ZUECO PEQU~O 363

un refugio para los perseguidos, y en poco tiempo se


llenó de fugitivos y de gente que había quedado sin
bogar. t
Huberto y Zedenka se desposaron formalmente, ;
aunque sin las fiestas acostumbradas en tales casos.
Unieron sus manos como lo hubieran hecho junto á una
tumba. Pero el amor y la fe encuentran el camino de .
la dicha aun á través del dolor. Zedenka confesó á Hu-
¡
berto que «DO le había parecido mah desde el día en
que hicieron juntos el viaje á Praga, y Huberto le dijo 1

qne la había amado desde el punto y hora en que la


vi6 por vez primera, aunque entonces no se hubiera
dado cuenta de ello.
El día 6 de Julio se celebró el aniversario del mar-
tirio de Juan Huss con cultos especiales, como era. ya.
costumbre entre los hussitas. Chlum lo celebrótambién
con una obra de misericordia. Habiendo encontrado en
el campo un fraile viejo y enfermo, que había quedado
sin albergue por haber sido destruido su convento, le
ayudó á levantarse y lo llevó á su castillo, donde fuá
asistido por Zedenka y sus doncellas. El fraile traía
calenturas, como otros fugitivos que habían buscado
refugio en Pibe!. El hambre y las penalidades ocasio-
nadas por la guerra habían producido numerosas en-
fermedades.
Al día siguiente hallábanse los moradores de Pibel
á la mesa, y estaban ya terminando su comida, cuan-
do oyeron el galopar de un caballo. La llegada de un
jinete en aquellos días hacía esperar notic.ias, y un
murmullo de expectación corrió por toda la compañía.
Un momento después entraba en la sala, con paso
decidido, Ostrodek. Con la cabeza descubierta, lleno de
polvo, se paró delante de todos, con los ojos llenos de
fuego y las mejillas enrojecidas.
Sin saludar á nadie, ni aun al barón, sacó de deba-
jo de su jubón nn zueco pequeño, como los que usaban
los niños aldeanos cuando no iban descalzos, y lo arro-
jó en la mesa.

.
364 APLASTADO, PERO VENCEDOR

-¡Noble Kepka, caballero y barón, mirad eso!


-dijo.-¡Hombres, que tenéis corazón de hombres,
mirad eso! ¡Mujeres, que enviáis á los hombres á la
guerra, mirad eso!
Chlum cogió el zueco y lo miró atentamente, sin
comprender lo que significaba. El zueco podía ser de
un niño de siete años.
Vaclav llenó una copa de vino, y la ofreció á Os-
trodek. Aunque sediento, no quiso éste probarla.
-Tomáis la copa de vino-dijo Ostrodek con fiera
mirada,-pero hoy os llamo á beber otra copa, la copa
del vino de la ira de Dios, la copa de sang1·e. N o tene-
mos que luchar con hombres, sino con demonios. Los
cruzados son las huestes de Apollyon, las langostas del
Apocalipsis, salidas del abismo sin fondo. ¿Es tiempo de
sentarse tranquilamente á la mesa, de comer y beber,
cnando en toda Bohemia están quemando á niños como
el que llevó este zueco?
-¿Qué? ¿Han quemado más aldeas con sus habi-
tantes?-preguntó Vaclav.
-Eso era bastante malo, pero se ha hecho otras
veces. Turcos, infieles y tártaros han hecho cosas se-
mejantes. Estaba reservado á los que se llaman solda-
dos de la cruz encender hogueras para quemar niños
de siete años.
-En el nombre de Dios, cálmate, hijo mío-dijo
Chlum,-y cuéntanos claramente lo ocurrido para que
entendamos. ¿Qué ha pasado?
Ostrodek hizo esfuerzos para dominarse y encontrar
palabras adecuadas. Dos veces empezó á hablar, y tuvo
que callarse como si le ahogaran las palabras. Por fin,
mirando á Huberto, dijo:
-Maestro IIuberto, ¿recordáis aquellos niños rubios
á quienes acariciamos en Tabor el año pasado? ¡.
-Sí-respondió Huberto.-El pastor Wenceslao los
había. llevado de su aldea.
-¡El pastor Wenceslao!-excla.mó Vaclav.-¡Con-
fío en Dios qne no habrá sufrido da1lo!
UN ZUECO PEQUEÑO 365
-¿Piensas que habrá sido difícil para él morir
como el Maestro Juan murió en Constanza?
Gritos de dolor surgieron de todos lados.
-¡Ay! ¡ay!-dijo Vaclav.-¡El santo varón de
Dios! El fué quien me dió por primera vez el Cáliz de
Cristo.
-¡Un santo varón era ciertamente!-dijo Chlum.-
Siempre modesto, tranquilo y prudente, sin caer en exa-
geraciones. No hizo más que predicar la Palabra de
Dios y dar á los fieles el Cáliz de Cristo.
-A costa de su vida-dijo Ostrodek.
- ¿Cómo fué?-preguntaron varias voces al mismo
tiempo.
-Mi señor Zisca- contestó Ostrodek-me había
enviado de Praga con una comisión especial, cuyo ob-
jeto no hace al caso. Baste decir que era secreta y pe-
ligrosa, y que para desempeñarla tuve que atravesar
un distrito ocupado por el grueso del ejército de los
cruzados. Me disfracé, y todo fué bien; creo que Dios
los cegó como al ejét·cito sirio que quería prender al
profeta Elíseo. Regresando de mi empresa, pasé por
Bystetich, donde estaba el Duque de Austria con sus
cruzados. Esto fué ayer por la mañana. Vi que los cru-
zados acarreaban haces de leña y preparaban una gran
hoguera. Pregunté qué significaba aquello, y me dije-
ron que el Pastor Wenceslao de Arnostovich y suco-
adjutor iban a ser quemados vivos por mantener la co-
munión en ambas especies. Me dijeron que se les había
maltratado, insultado y amenazado, pero en vano. Se-
guían firmes en su fe. No esperaba yo otra cosa de
ellos; pero tampoco esperaba lo que vi más tarde. Des-
pués de esperar largo tiempo vi que traían á los presos. "
Venía primero el pastor Wenzeslao, con el rostro baña-
do en sangre, porque uno de los cruzados (un caballero,
indigno de serlo) le había abofeteado con su guantele-
te. Le seguía su coadjutor. Venían después cuatro an-
cianos, campesinos, valerosos y tranquilos, como si fue-
ran á labrar sus campos. Después un muchacho de la
366 APLASTADO, PERO VENCEDOR

estatura de Karel cuando vino aquí, y, por último, los


dos niños que conocimos en Tabor. Los vi correr á dar
la mano á su pastor. Cuando todos llegaron á la pila de
leña, los cruzados les dijeron que abjuraran de la doc-
trina del Cáliz y se les perdonaría la vida. El pastor
contestó por todos: «¡Lejos esté de nosotros! Preferimos
sufrir, no una, sino cien muertes, antes que abjurar de
una doctrina tan clara del Evangelio.» Todos los demás
dijeron que querían morir con él.
Ostrodek se detuvo. En la sala podía haberse oído
el vueio de una mosca.
-Yo estaba tan cerca de la pila de leña como estoy
ele vos, Kepka-prosiguió Ostrodek-y entonces fué
cuando cogí esa prenda. Yo vi prender fuego á la leña ...
yo vi alzarse las llamas ... yo lo hubiera visto todo has-
ta el fin, si no hubiera sido por los niños que ...
-¿Lloraban?-dijo uno de los oyentes.
-¡Oantaban!-respondió Ostrodek levantando la
cabeza.-El pastor Wenzeslao los abrazó y estrechó
contra su corazón. Entonces, cuando las llamas se ele-
varon, todos cantaron un himno de alabanza á Dios.
Aquel canto infantil fué lo último Que oí al marcharme
de allí. Lo estoy oyendo todavía ... lo oiré mientras viva.
Casi todos los qaeestaban á la mesa lloraban. Ostro-
dek pasó su mirada por toda la compaflía y dijo:
-A vosotras, mujeres que lloráis, nada tengo que
decir. Pero á vosotros, homb1·es, digo que si después de
oír tales cosas permanecéis sentados y llorando, no sois
hombres. ¿llombres? Ni siquiera mujeres como las que
en nuestra sitiada ciudad de Praga cuidan de los heri-
dos y enfermos, ó pelean al lado de sus hijos y de sus
maridos en las murallas. Ni siquiera niños como los que
en medio del fuego cantaron himnos á Dios. Seréis como
las bestias brutas del campo á las cuales Dios ha nega-
do inteligencia para agruparse contra sus opresores.
Mereceréis ver vuestros hijos quemados en la hoguera
ante vuestros propios ojos, y vuestras mujeres y vues-
tras bijas ... ¡Ojala tuviera yo la lengua de los instruí-
EL ZUECO PEQUE&O 367

dos! Mis palabras están en la punta de mi espada, y


allí se harán sentir. Huberto, vos sois elocuente; ha-
blad por mi. Vaclav, tú me amabas en otro tiempo;
habla por mí. Pero no, no por mí; habla por ti mismo,
que ya eres hombre. ¡Reclama tu derecho de tomar
parte en la guerra de venganza, de libertad, de Dios!
Vaclav se levantó de su asiento, y, llegándose á su
padre, dobló una rodilla en tierra, y dijo:
-Padre, bendecid á vuestro hijo para que vaya
á esta guerra, porque es la guerra de Dios.
- ¡El noble Kepka mismo os llevará á la batalla!-
exclamó Ostrodek.-La espada que tan valerosamente
luchó contra turcos é italianos se esgrimirá ahora por
una causa más noble.
- Creo-dijo Chlum, hablando con voz débil y ha-
ciendo un esfuerzo,-que otro brazo habd. de ser el
que la empuñe ahora. Huberto, mi buen escudero; vé al
armario de roble que sabes, y trae mi armadura vene-
ciana.
Cuando Huberto salió de la sala para cumplir las
órdenes de su señor, Zedenka dijo algo al oído de su
padre, á lo cual éste respondió en voz alta:
-Cuando acabe esto.
Huberto apareció pronto trayendo una hermosa cota
de malla de artífice veneciano, tan fina y flexible como
un guante, y al mismo tiempo completamente invulne-
rable.
-Hijo mío-dijo Chlum á Vaclav,-te doy esta
armadura para que la lleves en esta guerra de liber-
tad. Sé un fiel siervo de Dios y del Cáliz.
-Padre y señor mío, ¿no queréis llevarla vos? •
-No ahora, hijo mío; te envío á ti en mi lugar.
-Señor caballero-preguntó Huberto,-¿armo á
Vaclav?
-No, nadie más que yo armará á mi hijo para esta
guerra. Zedenka hará el mismo servicio contigo. En
cuanto á vosotros, hijos míos-añadió levantándose y
dirigiéndose á los comensales de rango inferior,-los
368 APLASTADO, PERO VENCEDOR

que estáis á mi servicio ó vivís en mis tierras, os dejo


en libertad ahora. para seguir al Panetch y al Maestro
Huberto, si queréis hacerlo, y pelear bajo la bandera
del Cáliz por vuestra fe y vuestra patria. Si volvéis
con vida y honor, os daré la. bienvenida. y os restituiré
á vuestros cargos y tierras; si caéis, no faltará á vues-
tras madres, esposas, hermanas ó hijos protección mien-
tras Kepka. viva.; ó el Panetch, cuando sea señor en mi
lugar, hará todo lo que yo hubiera hecho.
Todos los hombres se levantaron exclamando:-¡Por
Dios y el Cáliz! ¡Lucharemos hasta la muerte por Dios
y el Cáliz!
Miflntras seguían las aclamaciones, Chlum se retiró
á otra habitación.
Zedenka. le siguió. Poco después volvió con expre-
sión de alarma., y dijo á Huberto:
-Mi padre está enrermo. Me temo que ha. cogido la
fiebre de aquel fraile. Pero no quiere cambiar su reso-
lución. Es su voluntad que tú, Vaclav y los demás, ex-
cepto los viejos y los muchachos, se preparen al punto
para. marchar con Üdtrodek á incorporarse al ejército
de Zisca.

CAPÍTULO XXVII

El día. de la batalla

La. fuerza. de voluntad sostuvo á Chlnm, á pesar de


su enfermedad, hasta qne hubo revestido á Vaclav con
su hermosa. cota. veneciana y le hubo puesto en la
mano la espada. de acero damasquino.
-Por venganza no des un solo golpe-le dijo.-Por
la fe, por la. libertad y por Dios, lucha hasta que bayas
vencido ó hayas caído.
'
La. cota. de malla caía holgada. sobre la espigada
figura. del mancebo; pero bajo ella latía. un corazón tan
valeroso como el del hombre más fuerte de Bohemia.

i
EL DÍA DE LA BATALLA 369

La armadura de Huberto, aunque menos costosa


que la de Vaclav, era de mucho valor. Siempre la babia
apreciado como el primer regalo que había recibido de
su sei'lor; y ahora la consideraba como un tesoro sin
precio, por habérsela ceñido tan cuidadosamente las
bellas manos de la doncella á quien amaba.
Arrogante era la compai'lía que salió por las puer-
tas del castillo de Pihel para incorporarse al ejército
del Cáliz. Además de los soldados de Kepka, casi todos
los fugitivos refugiados engrosaron las filas . Al pasar
por la aldea, la hueste se aumentó con una muchedum-
bre de campesinos, armados con sus formidables hor-
quillas 6 con hoces, y llenos de celo por la causa.
Todo el país que atravesaban estaba lleno de los
rumores de la gue!Ta. En el camino oyeron las nuevas
de una gran victoria alcanzada en el Tabor, donde las
flamantes cuestes que sitiaban cel monte de Dios• ha-
bían caído bajo las toscas armas de indisciplinados
campesinos.
Los mineros áe carbón se habían alzado también
contra sus opresores, y, armados con sus hachas, ha-
bían rendido una imponente fortaleza en el distrito de
Kuttenberg. Huberto se sonrió al oírlo, acordándose
de sus compañeros de infortunio en las minas.
Pero también oían noticias muy diferentes, que
caían sobre ellos sin cesar. Las huestes cruzadas arra-
saban el país á sangre y fuego. No mencionaremos las
más terribles atrocidades. Baste decir que la muerte en
la hoguera no era ya cosa reservada á herejes reconoci-
dos como tales. Era la suerte de todos los prisioneros,
hussitas 6 católicos. Implorar misericordia en lengua •
hohemia bastaba para que el suplicante fuera condena-
do á las llamas. La guerra se convertía en una guerra
de raza tanto como de religión.
Por fin se acercat·on á Praga los hombres de Pihel.
Al pasar cerca del Monasterio de Santa Cruz y de la
iglesia de S11.nta Valentina, vieron en las alturas el
vasto campamento del Kaiser y de los cruzados, y fue-
u
370 APLASTADO, PERO VENCEDOR

ron vistos también. Algunos cruzados que se encontra-


ban en el cerro más próximo les arrojaron piedras y
lanzaron gritos de ¡Herejes! ¡ hussitas !, imitando el
¡cuál ¡cuál de los gansos y el ladrido de los perros.
Sin embargo, no sufrieron ningún ataque serio.
Hábilmente guiados por Ostrodek, pasaron en salvo á
la vista de los cruzados, al monte Vitkov, del lado
oriental de la ciudad, sobre cuya cima flotaba la ban-
derll. negra con el cáliz rojo, la enseña de Zisca.
En aquella ocasión casi podía decirse de Praga que
era una ciudad sitiada y sitiadora á la vez. Porque
toda la. ciudad est!l.ba en manos de los hussitas, ex-
cepto la ciudadela del Vyssherad, cuyo gobernador,
Czenco, la sostenía bajo el poder del Kaiser; mientras
los de la ciudad, mandados por Zisca, trataban de to-
mar el Vyssherad, el vasto ejército de los cruzados
había reunido sus dispersas huestes, y dándoles cierta
apariencia de unidad, avanzaba cual inundación de-
vastadora, para hacer en la ciudad herética un escar-
miento tal, que hubiera de recordarse mientras existie-
ra el mundo.
Los habitantes sabían bien la suerte que les espe-
raba si los cruzados lograban entrar en la ciurlad. Todo
hombre capaz de tomar las armas se unía á las parti-
das que continuamente salían de la ciudad para hacer
escaramuzas, 6 vigil aba en las murallas. Las mujeres
retiraban á los heridos, con peligro de sus propias vi-
11
das, y á veces tomaban parte en la pelea, arrojando
1

:
piedras desde el muro. Los muchachos servían de escu-
1
chas y mensajeros, ó cogían caballos perdidos en el
campo y los traían á sus amigos. Los viejos y los niños
que no portian hacer otra cosa, llenaban las iglesias y
se pasaban los días enteros alzando sus apasionadas
súplicas al Dios de las batallas.
Lo primero que hicieron los hombres de Pihel cuan-
do llegaron á. Vitkov fué despojarse de sus armas y
armaduras, empuñar picos, palas y azadones, y cavar,
cavar, cavar, como si en ello les fuera la vida. Proba-
EL DíA DE LA BATALLA 371

blemente les iba la vida, y no sólo la de ellos, sino la


de los miles de indefensos habitantes de Praga. Zisca,
habiendo comprendido con su genio militar que aquel
monte era la llave de la ciudad, Jo est aba fortificando
á toda prisa. Estando aquel monte seguro, todo estaba
seguro. Perdido aquel monte, Praga quedaba á mereed
de las bordas salvajes. que no conocían la misericordia.
Las hombres de Pibe! que sobreviv ieron para recor-
dar los acontecimientos de aqUf~l los días penosos, ape-
nas sabían después cuánto tiempo pasaron cavando
fosos, acarreando tierra y amontonando piedras. Sólo
sabían que habí11n trab!ljado como locos, descansando
apenas para dormir, ó para comer apresuradamente
los alimentos que las mujeres les traían en cestas. Hn-
berto, Vaclav y Lucas dieron ejemplo de actividad in-
cansable. Ostrodek estaba ocupado en otros asuntos,
por hallarse a l servicio personal de Zisca.
Los trabajos de fortificación, ya casi terminados,
fueron interrumpidos por el sonido de las trompetas
y las voces de mando. Todos ttrrojllron pieos y palas
para empuñar espadas y lanzas. Huberto, Vaclav, y
los que teuían armadura defensiva, se apresuraron á
vestírsela con el auxilio de sus camamdas.
No había momento que perder. La flor de la caba-
llería cruzada, ocho Ulil jinetes mandados por el Duque
de Misnia, venía á galope sobre el monte Vitkov. En la
desesperada lucha que se entabló entonces, cuerpo á
cuerpo, cada hombre veía solamente á su antagonista,
y sólo sabía los tajos que su espada daba, los golpes
que paraba y devolvía, cómo el hombre que luchaba á
su lado caía pisoteado por un caballo, cómo el otro hun-
día su espada en el pecho de un enemigo. Pero cada
hombre sabía que peleabtt no sólo por su vida, sino por
las virlas de millares de hermanos suyos. No pudieran
haber peleado mejor, aunque hubieran sabido que aquel
ataque era parte de un plan de ~;~.salto general en el que
se decidía la suerte de Praga.
En las primeras horas de aquel terrible día, Hu-
372 APLASTADO, PERO VENCEDOR

harto estaba cerca de Zisca., que, apoyado en BU larga


espada de dos filos, inspeccionaba todo el campo con BU
ardiente mirada.
Fijándose en una torrecilla ó cobertizo de madera
de tosca construcción, dijo lacónicamente á Huberto:
-Inglés, defended aquello cuanto podáis.
Obedeciendo la orden, Huberto, con Vaclav y algu-
nos de sus hombres se lanzaron al cobertizo á tiempo
justo para resistir el choque del enemigo que avanzaba.
Estaban ya allí algunos aldeanos armados con picas, y
tres mujeres que habían ido á llevarles provisiones y
que peleaban con tanta bravura como los hombres,
arrojando piedras al enemigo desde una especie de
balcón.
Hora tras hora lucharon valerosamente, desespera-
damente, en medio de una lluvia de piedras, flechas,
dardos y tiros de los arcabuces. Carga tras carga de la
caballería sacudió el débil fortín hasta sus cimientos,
sin que se acobardaran los intrépidos corazones que lo
defendían.
Pero aquello no podía durar mucho. Una pansa y
cierto movimiento entre los cruzados anunciaba una
nueva forma de ataque. Con gnmdes aclamaciones tra-
jeron un pesado cañón primitivo y lo plantaron á poca
distancia de la pared, que ya estaba tambaleándose.
Algunos hablaron de rendirse. Aún estabttn con la pa-
labra en la boca cuando se oyó un cañonazo y se abrió
un boquete en el cobertizo. Pero una de las mujeres
gritó: e ¡Los cristianos no deben rendirse al Anticris-
to!» ... y lanzó una piedra al pecho del primer cruzado
que asomó por la brecha. Muy pronto cayó ella tam-
bién cubierta de heridas. Huberto entretanto vió un
solo camino para salvar la vida de los demás. Los for-
mó en apretado cuadro, con las dos mujeres que queda·
ban vivas en mE-dio, y les animó á luchar y abrirse ca-
mino á través de sus enemigos.
Estos, contentos con ganar el cobertizo y temiendo
la desesperada pelea de los hussitas, les cedieron paso,
EL DÍA DE LA BATALLA 373

y así pudieron los heroicos defensores llegar á reunir-


se con sus camaradas formando una compañía muy
mermada que, sin haber obtenido una victoria, babia
prestado á la causa un servicio incalculable, entrete-
niendo á una multitud de cruzados en un punto insig-
nificante durante la crisis de la batalla.
Sus amigos, que los daban por muertos, los recibie-
ron con aclamaciones de alegria. Juntos acudieron en
auxilio de Zisca, que precisamente en aquel momento
se veía en grave aprieto. Había perdido pie, y en poco
estuvo que los caballos de los cruzados no aplastaron
la más fuerte esperanza de los hussitas. Pero una vein-
tena de valerosos «hermanos» corrieron en su auxilio
y consiguieron ponerle en salvo.
E n aquel momento percibieron, entre la confusión
y el ruido de la batalla, un extraño sonido que venía
de la ciudad á sus pies. Todas las campanas de Praga
repicaban con fuerza; pero aún era más ensordecedor
el clamor que subía de miles y miles de gargantaR.
Cmzados y bussítas suspendieron la lucha para
escuchar y mirar. Desde las alturas de Vitkov veían
salir, por una puerta de la ciudad de Praga, una ex·
traña procesión. Iba delante un sacerdote con la bos·
tia; le seguían cincuenta arqueros, y venia detrás una
multitud de hombres del pueblo, armados de pioas y
horquillas. Marchaban cantando el himno de Zisca y
el Cáliz.

Por IR. causa de Dios, oh soldados,


Vuestras armas tomnd confiados,
Defendiendo la ley de l Señor.
Sostengamos su causa bendita,
Pues po1· ella quien firme milita
De la lucha saldrá vencedor.
El Señor á los suyos ordena
Que combatan cou freu&e serena
Por su causu, sin miedo á morir.
37( APLASTADO, PERO VENCEDOR

En la lucha., que al fit·l no intimida.,


Sólo puede perder,;e e:-:ta vida
Para luego por siempre vivir.
Cri!•to premi& el leal s&crificio
Que Ke ofrece en "u Sllnto Rea·viclo
Con mercl'd dA riqnez& si u par;
Al que muere por Él, galardona
Con fulgente preciosa coroua.,
Eu morada de eterno gozar.
Los que el Arco tendéis, y la espada.
Maufljll!s con la mRuo eKfo•·?.~tda,
Y IR horquilla sabéis f'mpnñar,
ResisLid cou vRloa· soHte11ido
Que bien pronto Vf'réiR contlflguido
Ese triunfo que Dios s11be dar.
No temáis del contrario la snña,
Q••e á los su' os J e~<ú,. acompaña,
Cu11ndo vau á cu111plir su d!'ber¡
Nn CAd&mO!l ni un pie de terreuo,
Y con ánimo siempre serPno,
Vencedores nos llemos de ver.

Era la hora de la liberación divina. Al ver venir


hacia ellos aquella procesión y al oír la música de
aquel Clinto solemne, un pánico invencible se apoderó
de los cruztt.dos. Pensaron que toda la ciudtt.d salía
contra ellos detrás de aquella extraña vang-uardia. Por
su parte, los cterensores de lu. altura de Vitkov, viendo
que sus enemigos vacilaban, alzaron ensordecedOI'&.B
achl.maciones de triunfo y los tttacaron con renova-
dos bríos, arrojcíndolos de hts trincheras donde habían
penetrado, mM tundo á muchos y despeñando á otros al
rondo del valle.
Antes de la puesta del sol estaba ganada la bata-
lla. Los bravos defensores de Vitkov (que desde en-
tonces recibió el nombre de Ziscaberg, monte de Zis-
EL DÍA DE LA BATALLA 375

ca), marcharon en triunfo á la ciudad para felicitar á


sus amigos y recibir las felicitaciones de ellos. Innece-
sario es decir que muchos no se encontraban en el nú-
mero de los vivos. Como dijo un gran caudillo, cuna
victoria es, después de una derrota, la cosa más triste
del mundo».
Nuestros amigos, sin embargo, estaban todos. Ha-
bían caído algunos hombres de Pihel, pero Ruberto
podía dar gracias á Dios de que las pérdidas no eran
mayores. Vaclav estaba sano y salvo. Lucas, herido,
pero no gravemente. Y el mismo Huberto, á pesar de
su arrojo, babia escapado sin otro daño que una corta-
da en la pierna izquierda que le habían dado por la
juntura de dos piezas de su armadura.
Estaba con sus amigos en la Plaza Mayor, oyendo
y comentando detalles de la batalla, cuando se abrió
paso dentro del grupo un muchacho bien vestido, que,
llegándose á él, dijo casi sin aliento:
-¡Por fin! ¡Maestro Huberto Bohun! Os he buscado
por todas partes. Os traigo un mensaje.
-¿Quién eres, y cómo me conoces? No recuerdo
haberte visto n1mca.
-Yo sí os be visto en Leitmeritz, cuando enterra-
ron á los ahogados en el río. Soy ayudante y discípulo
del gran físico Natban Solito, médico de su Imperial
Majestad.
-¿Y qué negocio te trae aquí?-exclamó Pro-
copio.-Anda y dile á tu amo que está al servicio
de un asesino.
-Y si no te vas pronto, te tiramos por la mura-
lla-dijo otro.
-Me iré cuando baya dado mi mensaje. Maestro
Huberto, mi amo me mandó os dijera que vuestro ami-
go Ostrodek ha caído prisionero, con otros diez, y los
cruzados los van á quemar á todos para vengarse de
la derrota que han sufrido.
La noticia provocó en el grupo exclamaciones de
rabia y horror. No habían echado en fa.lta á Ostrodek,
376 APLASTADO, PERO VENCEDOR

porque suponían que Zisca le habría encomendado al·


guna misión especial. Así había sucedido, efectivamen-
te, y aquella misión babia sido la causa de su captura.
Había, sin embargo, cierta improbabilidad en la his-
toria.
-Ostrodek no se deja coger prisionero con vida-
dijo Vaclav.
-Es que tenía el brazo derecho roto- replicó el
mensajero.
-No hl\y más que una cosa que hacer- dijo Hu-
berto, levantándose del poyete donde estaba sentado.-
Por mi parte al menos, no probaré bocado hasta que
no haya salvado á Ostrodek, ó morire en la demanda.
-Ni yo--dijo Vaclav, llevando la mano á la es-
pa.da.
Otros más prudentes los detuvieron.
- ¡Cuidado! -dijeron. - Puede ser todo ello una.
emboscada. ¿Quién nos asegura que ese muchachodice
la •erdad?
Aunque hablaban en checo, el muchacho judío, que
se babia criado en Praga, entendió lo que decían, y
aeereándose á Huberto, le dijo:
-ID maestro me dió una señal para demostrar que
e3 verdad lo que be contado.
-¿Cuál?
-El jura que esto es verdad por el testigo celcate
que eumplió tan exactamente lo anunciado aquella no-
che del afto bisiesto.
-Está ~]en. ¿Podrás encaminarmos sin equivocar·
te al litio donde queremos ir?
-Puedo y quiero, aunque ponga en ello la vicla.
-Sí-exclamó Vaclav,-d.irfgenos, muchacho. T<>·
DemOI que eaif'ar á Üotrodck.
-Oif teis, que no comeríais basta que lo hiclcrau~
--diJo uno de 1~ eircun tant< .-Os aconat•jo que co-
m~il. para. qne po!hHo hacerlo. De; otro modo, os dcsmn-
J'.&r& en e:t eamíoo.
El oonaejo era • .,.._ llnherto, Vaclav y los que

.~1
ESPUELAS DE ORO 377

se ofrecieron á acompa:llarles consintieron en detener-


se unos momentos para tomar algún alimento.
Así fué como aquella noche, en lugar de descanso,
los hombres de Pihel tuvieron una escaramuza y una
sorpresa.
Tales expediciones no eran raras, y en casi todos
los casos tenían buen éxito, por la gran extensión de
terreno ocupado por el ejército cruzado y por la desor-
ganización que en éste reinaba. Aquella noche era oca-
iión muy favorable para tal empresa, por la confusión
y desorden que habían invadido el campamento ene-
migo.

CAPÍTULO XX VIII

Espuelas de oro

Salía el sol sobre la ciudad de Praga cuando una


banda de jinetes entraba en el Aldstad y se encamina-
ba lentamente á la Plaza Mayor. A pesar de ser una
hora tan temprana, machos de los habitantes estaban
ya en la calle, y recibían á los jin etes con aclamacio-
nes de alegría, porque traían consigo diez de sus con-
ciudadanos, á quienes habían r escatado de una muerte
cruel. Los traían montados á la grupa de sus propios
caballos, y en un cab11llo aparte traían ignominiosa-
mente arados juntos dos prisioneros. Uno de ellos era
un fraile, á quien habían cogido acarreando leña para
la hoguera. El otro no era ni traite ni soldado, sino un
homb1·e pacifico, que los mismos expedicionarios no sa-
bían cómo había cafdo pJ'isionero en sus manos.
Por qué iban á paso lento y con tt·iste semblante,
á pesar del triunfo que habían a lcanzado, bion pronto
se comprondía al ver que Jlcvubnn en una camilln. he-
iba cou lanzas un hombre mttlherido. Ji~ra. Ostrodek
Antes de caer prlsilllonot·o tonfa ya un brazo roto,
y en el momento de ser rescatado por sus amigos, un
378 APLASTADO, PERO VENCEDOR

cruzado le dió una lanzada en el pecho. Huberto cabal-


gaba á su lado.
Algunos de la compañia preguntaron adónde lleva-
ban al herido.
-A casa de Wenzeslao, el copero-dijo Huberto.
Cuando llegaron á la puerta de la casa, el herido
dijo con voz débil:
-¡Parad!
-¿Qué quieres, qUArido amigo?-preguntó Huberto.
-Siempre be amado el aire libre. Que me dejen mo-
rir aquí, en el lugar clonde vi por primer11 vez á Ke!Jka.
Los deseos de un moribundo son más fuertes que
las órdenes de un monarca. Allí lo pusieron sobre un
lecho improvis11do ceo algunos capotes.
Entretanto. uno de los prisioneros. á quien sus guar-
dianes habían desatado tms de algun11s explicaciones
se acer<'ó al herido, diciendo:
-Yo soy un físico. ¿Se me permite prestar algún
auxilio?
Huberto, que hasta entonces no se babia fijado en
el prisionero, lanzó una exclamación de sorpresa.
-¡El Dr. Nathan Solito! ¡Y prisionero!
-¡De muy buen gr·ado!-murmuró el judío.
-Y bienve nido-replicó Huberto.-A vos debemos
los informes que dieron lugar á este rescl:lte.
El judío se arrodilló junto á Ostrodek y examinó su
herida.
-Que me traigan uno ó dos pañuelos de hilo.
-Es inútil- murmuró Ostrodek.-Me muero.
El médico no le contradijo.
-No os haré daño- dijo con amabilidad.- Sólo
quier·o contener un poco la Sil ngr·e.
-La lanza penetró mucho-murmuró Ostrodek.
Después de rebuscar entre 8tl ropa ensangrentada.,
encontró el guante de Pani Sofía y lo alurgó á Hu-
berto.
-Darllo á Kepka con mi acl:ltamiento. Va. teñido
en mi sangre. Ya sabía yo que no me quemaban-
ESPUELAS DE ORO 379

añadió sonriendo.-La muerte del Maestro Juan no es


para hombres como yo.
-Pero no por eso dejas de ser un mártir de Dios-
dijo Huberto.
-¡Un mártir! ¡Pensar que El me concede el favor
de morir por su causa, ya que no podia vivir... como
El quiere!
-Querido Ostrodek, ¿confías ahora en El? ¿Tienes
fe en El?
-No tengo la fe de los hombres buenos. Pero tengo
fe para saber que El me perdona ...
Faltóle la voz, y algunos creyeron que se moría.
Pero habiéndose logrado contener algo la hemorragia,
le dieron un poco de vino y se reanimó. Miró á su alre-
dedor, y dijo:
-Quisiera ver á mi señor una vez más.
Un mensajero partió á toda prisa al cuartel gene·
ral del caudillo bussita, y poco después apareció éste.
La compañia le abrió paso.
El héroe de los hussitas era un hombre de media·
na estatura, fornido, ancho de espaldas. Su cabeza
afeitada, sus largos bigotes, 111. cicatl"iz de la frente y
el fuego que brillaba en el único ojo que tenia sano,
le daba un aspecto imponente y terrible. Pero su voz
era suave al decir á Ostrodck:
-Habla, Ostrodek. ¿Qué puede hacer Zisca en fa·
vor del más valiente de sus soldados?
-Señor mio, escuchadme. En cierta ocasión me
prometisteis una gracia.
-Di.
-Dios os ha dado la victoria. Toda Praga ha sido
vuestro campo de batalla ... Por las leyes de la caba-
llería, el vencedor en el campo puede armar caballero ...
-Ya recuerdo bien-dijo Zisca.- Tú deseablls el
honor y el nombre de lu noble ca bailaría. Lo tendrás,
y bien ganado, Ostrodek. ¡Ojalá no llegara en hora
tan tardía!
Ostrodek sonrió y levantó la mano.
~ APLASTADO, P~RO 'VENCEDOR
-Deteneos, señor mfo. Es eierto que anhelaba ctt-
brir mi nombre con la glori!i de la caballería, para que
brillara de nuevo á los ojos de los hombres. Pero aque-
llo pasó. Zul de Ostrodek va adonde no se oirá ya su
nombre, porque cuando sea llamado, Cristo responderá
por él. Por lo tanto, si queréis concederme una última
gracia, dad el espaldarazo al Maestro Huberto Bohun,
el escudero de Kepka, que ha llevado á cabo muchas y
valerosas hazañas.
-Se hará., Ostrodek-dijo Zisca, no sin conmover-
se.-Bohun merece bien este honor por sus propios mé-
ritos, á los cuales se pueden añadir también los tuyos.
-Entonces, ha.cedlo ahora, os lo ruego. Me siento
desfll.llecer.
-Arrodillaos, Maestro Huberto Bohun.
Hubet·to obedeció. Zisca. le dió suavemente con la
espada en el hombro, diciéndole:
-Levantaos, caballero Huberto Bohuo.
-Las espuelas de oro-murmuró Ülitrodek, que ha-
bía observado la ceremonia con ~:~.tenta mirada.
Uno de los caballeros que se ballab11n presentes
mandó á su escudero que le quitara las suyas, y las
entregó á Zisca. Este, según la costumbre establecida,
las ató con sus propias manos á Jos talones de Huber-
to. Hecho esto, todos los circunstantes iban á lanzar
las acostumbradas aclamaciones.
-¡Silencio/-dijo Zisca.-Estamos en presencia de
la muerte.
Huberto se arrodilló otra vez al lado de Ostrodek.
-Hermano querido-murmuró,-piensa en el Se-
ñor Jesucristo.
-Querido Ostrodek-dijo Vaclav,-acuérdate que
mueres por El.
Ot~trodek hizo nn supremo esfuerzo para decir:
-Sólo me acuerdo de que El murió por mí.
Hubo una pausa. La. marea de la vida se retiraba
en el océ~A.no de la. eternidad.
EL DÍA DE LA VICTORIA 381

Cuando llegó el último momento, Ostrodek sonrió y


alzó la mano como si hiciese señas á alguien:
-Oigo á los niños que cantan-murmuró.
-Ya acabó-dijo Roberto con reverencia. Iba á
cerrarle los ojos, pPro cedió el puesto á Vaclav.
-El hijo de Kepka. á quien lo debe todo, es el lla-
mado á hacerlo-dijo Roberto.
-Una vez más-d ijo Vaclav, mientras le cerraba
los ojos,-mi madre le ha dado la bienvenida.
-¡Descanse en pazl-dijo Zisca.-No habrá hom-
bre más valiente bajo la bandera del Cáliz que Zul de
Ostrodek.
En esto su mirarla cayó sobre el inrortunado fraile,
y su rostro se alteró en un instante.
-Coged á ese truhán y meterilo en el calabozo más
hondo de la Casa del Concejo-dijo con voz de trueno.
Era rumor corriente que una cruel afrenta sufrida
hacía muchos años por una doncella hermana de Zisca
había dejado en el cor1:1zón de éste un odio implacable
contra sacerdotes y frailes.

CAPÍTULO XXIX

El día de la victoria

Sobre la tumba en que fué depositado el cadáver


de Ostrodek oyéronse, no lamentos y sollozos. sino acla-
macionPs de triunfo. Asi lo hubiera pedido él. La ciu-
dad, librada de un abrumadot· peligro y teiTor, parecía
loca de aiPgría. Las igh·sias apPnas podían contener
las muchedumbres que acudían á ellas para hacer re-
sonar sus bóvedas con los gloriosos acordes del Te
Deum. Desde la mai'lana h11sta la noche las calles esta-
ban llenas de procesiones de hombres, mojllres y niños,
que cantaban salmos é himnos de alabanza á Uios por
haberles salvado de las manos del enemigo. Los ami-
gos se abrazaban, llorando y riendo á la vez. Los pa-
382 APLASTADO, PERO VENCEDOR

dres levantaban en brazos á sus pequefl.uelos, y daban


gracias á Dios porque no habían de ser arrojados á las
llamas delante de sus ojos. Todas las campanas repi-
caban. Los ricos daban banquetes á los pobres; Jos po-
bres bendecían á los ricos. Dábanse al olvido enemis-
tades y diferencias; en aquel dja de júbilo todos eran
hermanos.
Lot1 hombres de Pihel recompensaron á Salomón el
judío, el muchacho del médico, llenándole la gorra de
monedas de plata.
lluberto preguntó á Solito qué podían hacer por él,
y si queda que le dieran un salvoconducto para volver
al campamento del Kaiser.
Natha.n Solito sacudió la cabeza.
-No me hubierais cogido prisionero si no hubiera
yo querido salir de allí. Os diré la verdad, caballero
Huberto. Las cosas que he visto en aquel campamento
no me han dejado deseos de vol ver á él. Cuando se
pierde el juicio, no se recobra con oro, suponiendo que
hubiera oro, lo cual dudo mocho. Así que me vuelvo á
mi gente en esta ciudad, y aquí me quedaré por algún
tiempo.
--Os debemos el rescate de nuestros amigos, y qui-
siéremos demostraros nuestra gratitud.
-Bueno fué para los otros diez que yo reconociera
á Ostrodek, por haberlo conocido en Piel. ¡Pobre man-
cebo! ¡Lástima que él haya sido la única víctima, des-
pués de todvl
-No, él es feliz ahora.
-Señor caballero, una cosa be de confesaros. El
nombre que pronunciaron sus labios moribundos no tie-
ne igual en la tierra.
-Es ol nombre al cual ha de doblarse toda ro-
dilla. Amigo mío, ¿no queréis reconocerle como Señor
vuestro?
-No, caballero Huberto; yo me quedo con mi pue-
blo, como todo hombre debe hacer. Esto es Jo que veo
claro, aunque otras muchas cosas son obscuras para mi.
EL DÍA DE LA VICTORIA. 383

-¿Y si yo os flijPra Jo que una vez me dijisteis vos


á mí, que la sombra está á vuestros pies y que arriba,
en el cielo, h~y luz? De todos modos, oraré por vues-
tra conversión.
-¿A quién? ¿A vuestro Cristo? No hagáis tal, buen
caballero.
-¿Por quó no? Según vuestras propias ideas, eso
no podría traeros mal ninguno, puesto que creéis que
Cristo murió y no ha vuelto á vivir.
-No estoy t~u seguro de eso-dijo el judío, sin po-
der evitarlo.-Parece que para aquella pobre joven de
Leitzmeritz, para los que fueron arrojados al rio y para
Ostrodek, El vive.
-Ciertamente que vive.
-Bien; hay mut:hos misterios. ¡Pasadlo bien, caba-
llero Huberto, y que el Dios de nuestros padres os ben-
diga!
Tres días después, las fiestas de la ciudad tuvieron
digno coronamiento en una grandiosa iluminación que
inundó do luz el cielo á media noche. Pero no fué cosa
ideada por los habitantes de la ciud11d. Et~tos la contem-
plaron desde las murallas, sobrecogidos de asombro.
El campamento imperial estaba ardiendo. Nadie supo,
ni se ha sabido después, quién arrojó la t ea que produjo
semejante incendio. No es extraño que de boca en boca
corriera esta fr1.1.se: e Esto es obr1.1. de Dios.»
Los hombres recordaron Jos días de la antigüedad:
las huestes de Senaquerib, heridas por el ángel del Se·
ñor; los carros y los cab1.1.llos de Faraón, sepultados en
las ondas del Mar Rojo.
Justo y apt·oviltdo era que Segiswundo y los cruza-
dos de Roma sufl'ieran el castigo divino por medio del
fuego, del mit~mo elemento que habían usado para sus
infernales crueldades, entregando á él hombres y mu-
jeres, ancianos y nii'los.
Una sola mancha empañó la gloria y el júbilo de
áqnel triunfo bohemio. Algunos de Jos más fieros y
exaltados taboritas de Zisca forzaron las puertas de la
384 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Casa del Concejo, donde estaban los prisioneros impe-


riales, y sacaron fuera á diez y seis cautivos, d. los cua-
les llevaron fuera de la ciudad y quemaron en una gran
hoguera, á la vista de sus compañeros cruzados, que
á tantos bohemios habían dado igual muerte. Era muy
natural y muy humano, aunque nosotros, después de
cinco siglos, lo miramos con dolor y quisiéramos que
no hubiera sucedido.
La contrariedad que Huberto experimentó por tan
lamentable. episodio se disipó en parte con la llegada
de buenas nuevas. Karel Sandresky en tró en Praga al
día siguiente, muy orgulloso de haber hel:ho el arries-
gado viaje. Traía la grata noticia de que Chlum esta-
ba tuera de peligro; a.rlemás. la P~tnna le había man-
dado saludara en su nombre á VMiav , y le había dado
e un recuerdo• para el Maestro Huberto, de cuya salud
y bienestar deseaba r ecibir noticias. El caballero Hu-
berto, en respuesta, se quitó las espuelas de oro, y en-
cargó á Karel las pusiera, en su nombre, á los pies de
la Panna, añadiendo que esperaba regresar pronto á
P ihel, puesto que la campaña parecía próxima. á su
término.
En esto, como en otras cosas, se cumplieron sus
esperanzas. Después de la derrota de Segismundo y
de la primera cruzada, el país descansó por un poco de
tiempo. Fué un momento de respiro, aunque corto é
interrumpido por contiendas y alarmas.
Con todo, aún en breves intervalos de sol cantan
las aves, levantan su cabeza las flores, sonríen los
cielos y se alegra la tierra. Durante aquellos días de
paz, Pihel fué teatro de fiestas nupcialf's. Celebráronse
con menos ruido y algazara de lo acostumbrado en
aquellos tiempos, pero brilló en ellas verdadero gozo
y fundadas esperanzas de duradera felicidad. Zedenka
recompensó la prolongada espora de Huberto, y Chlum
dió á los recién casados su castillo de Svatkov.
No tardaron en volver los días de lucha, y Huberto
tuvo que salir una vez más á pelear bajo las órdenes
..vuESTRO POBRE SIERVO GERSON• 385

de Zisca y la bandera del Cáliz, dejando á su joven es-


posa en Piel, con su padre.
Vaclav era su amado hermano de armas, que con
~1 salía y entraba y luchaba en cien batallas .
.Así pasaron los días y los años, con sus temores y
t~speranzas, sus alegrías y tristezas. Pero las esperan-
zas y alegrías eran más que los temores y tristezas.
Muy á menudo se acordó Zedenka de las palabras de
su querida madre: eNo puedo desearte suerte mejor en
t~ste mundo que una vida como la mía.»

CAPITULO XXX

uVuestro pobre siervo Gersonn

Han pasado nueve años, y otra vez hay paz por un


poco de tiempo en la ensangrentada y asolada Bohemia.
Sus valerosos hijos han echado fuera del país al ejérci-
to de la tercera y última cruzada; y ya se habla de
un gran Concilio, que habrá de celebrarse en Basilea,
dondes~ resolverá pacífica y amigablemente la cues-
tión del Cáliz . .Allá se presentarán los representantes
de Bohemia, no sólo con garantías de seguridad, sino
con honor, formando una arrogante compañía, cuya
pompa y fuerza contrastará notablemente con la hu-
mildad de aquel pobre sacerdote que, solo y encadena-
do, compareció ante sus jueces en Constanza.
El caballero Huberto Bohun aprovechó aquel inter-
valo de paz, para poner en ejecución un plan largo
tiempo acariciado. En la lejana Francia había dos hom-
bres, á quienes amaba profundamente, y cuyos rostros
deseaba volver á ver antes de morir: el caballero .Ar-
mando de Clairville, y el gran doctor Juan Gerson, en
otro tiempo Canciller de París. Para verlos, si era que
vivían, dejó su casa en Bohemia, y emprendió un lar-
go viaje á través de Alemania, acompañado de unos
pocos servidores.
26
386 APLASTADO, PERO VENCEDOR

Encontró primero á Armando. El encuentro fué muy


feliz para ambos hermanos. No entraremos aquí en de-
talles, porque nos llevarían muy lejos. Baste decir que,
por aquel entonces flotaba sobre los campos de Fran-
cia la bandera de Juana de Arco, y que entre sus más
fervientes y leales seguidores estaba el caballero de
Clairville. Armando tenía tanta fe en ..]a Joncella10,
'· como Huberto la había tenido en Juan Ilusa, cuando
lo conoció en Constanza, aunque de muy diferente ma-
nera. Lleno de entusiasmo, relató á Huberto las visio-
nes de «la doncella:., en las cuales Huberto no encon-
tró nada increíble, siempre que no contradijeran á la
Santa Escritura. Huberto tuvo el gozo de ver que su
hermano era un verdadero caballero, valeroso y leal,
siempre dispuesto á seguir el sendero del deber, sin re·
parar en peligros ni sacrificios. J ocelyne, que ya era
madre de tres apuestos muchachos y una bella niña, 1

1 no le disuadía de tan noble empeño.


Dejando á su hermano marchar en socorro de Or·
leans, Huberto prosiguió su viaje hacia Lyón, donde le
habían dicho vivía todavía el gran Dr. Gerson, aunque
retirado, y en compañía de su hermano, el Prior del
Convento de los Celestinos.
Llegó á Lyón una espléndida tarde de Julio, en 1492,
y se presentó al punto en la casa conventual. Reci-
bióle el Prior, muy cortésmente, y le dijo que su her-
mano se alojaba en una celda de los claustros de la 1

vecina iglesia de San Pablo, y que en aquel momento


estaría, probablemente, en la misma iglesia.
Huberto dejó á sus acompañantes y caballos en la
posada más próxima, y se didgió á la iglesia. No había
función religiosa, pero oyó voces que venían de una
capilla lateral, y, siguiendo la dirección del sonido, se
encontró con una capilla llena de niños y nit'ias, de to·
das las edades, desde catorce años para abajo. Todos
estaban repitiendo alguna cosa al unísono. Cuando ca-
llaron, hubo un momento de pausa, tras el cual se oyó
la voz atiplada de una niña de muy pocos años, que

l!
«VUESTRO POBRE SIERVO GERSON• 887

decía: cDejad á los niños venir á Mí, y no se lo impi-


dáis, porque de los tales es el Reino da los Cielos.•
Allá, en medio, estaba sentado el hombre que bus-
caba, el Canciller de Francia, el gran doctor de la Sor-
bona, la lumbrera del Concilio de Constanza. Tenía
sentada sobre sus rodillas á la pequeñuela, de rubios
cabellos, que acababa de recitar su lección. Los demás
niños y niñas estaban á su alrededor, muchos de ellos
mirando con ojos de admiración y cariño á la cara de
su maestro. ¡Qué expresión de cansancio había en
aquel rostro! ¡Cuán blanco y escaso el cabello! Los se-
senta y sois años que había vivido podían contarse
como los ochenta de aquellos cuya fortaleza, según el
Salmista, es molestia y trabajo. Pero la mirada era más
dnlce que en otro tiempo, y si las huellas del sufrimien-
to se habían ahondado, no era tan pronunciada, en
cambio, la expresión de lucha interior, de perplejidad
y de esfuerzo.
:Mientras Huberto permanecía oculto en la sombra,
Gerson habló á los niños, en lenguaje sencillo, del amor
de aquel bondadoso Salvador que los invitaba á acudir
á El.
-Y ahora, queridos míos-dijo, para terminar,-se
acabó nuestra lección de hoy. Id en paz á vuestras ca-
sas; pero antes arrodillaos, y rezad la oración, que
siempre hacéis, por mí.
Todos se arrodillaron, y, juntando las manos y al-
zando los ojos, repitieron la sencilla súplica, que El
les había enseñado: cDios mío, Creador mío, tened
piedad de vuestro pobre siervo Gerson.»
Iluberto no pudo contener las lágrimas. Afortuna-
damente, aún se detuvieron unos momentos para des-
pedirse. Cuando al fin se fueron todos, Gerson se le-
vantó, también para retirarse, pero tan lantamente,
con tanta debilidad, que Huberto temió que iba á caer-
se. Adelantóse, y haciendo una reverencia, le ofreció
el brazo. Cualquier extraño podía haber hecho lo mis-
388 APLASTADO, PERO VENCEDOR

mo, y como de un extraño recibió Gerson aquella cor-


tesía.
Juntos atravesaron lentamente la sombría iglesia,
y salieron al claustro. Hasta entonces Gerson, que se
apoyaba pesadamente en su compañero, no había ha-
blado, ni Huberto tampoco. Por fin, dijo Huberto:
-Estáis haciendo aquí una obra muy parecida á
las de Cristo, señor mío.
-Procuro llevar los pequeños á Cristo.
-El único en quien encontramos descanso para
nuestras almas.
-Ilabláis como si supierais algo de la vida espiri-
tual-dijo Gerson, mirando á Huberto con vivo inte-
rés.-Pero, perdonadme; no tengo el honor de conoce-
ros. Supongo sois extranjero.
-Mi señor solía repetir á menudo en tiempos pasa-
dos aquellas palabras: «Extranjero soy en la tierra•,
aplicándoselas á sí mismo, y diciendo que su propio
nombre, Gerson, significaba cextranjero aqub. Yo tam·
bién, aunque caballero y seglar, puedo repetir aquella
oración: cExtranjero soy en la tierra; no escondas de
mí tus mandamientos.»
-¿Cómo habéis llegado á saber tanto de mí, señor
caballero? Y sabiendo tanto, ¿cómo es que no sabéis que
nadie me llama ahora «Señor•? Las dignidades terre-
nas acabaron para mí. Aquí está mi celda. Entrad, os
ruego, y conversaremos un poco.
-Temo fatigaros, padre mío.
-Nadie me fatiga hablándome de nuestt·o bendito
Señor y de la vida divina que tenemos en El.
Iluberto entró en la estrecha celda, amueblada co-
mo la de un monje cualquíera, con un lecho humilde,
dos 6 tres sillas de madera, una mesa y un crucifijo.
Gerson invitó á su visitante á que tomara asiento, y
él se dejó caer cansadnmente sobre una silla. Pero la
alegría de haber encontrado alguien que simpatizara
con sus aspiraciones espirituales se sobreponía á su
sensación de fatiga corporal.
«VUESTRO POBRE SIERVO GERSON» 389

-.Aunque vuestro traje os declara caballero y sol-


dado, habláis como uno á quien Dios hubiera llamado
á la vida contemplativa-dijo.
-Tal vez es así, en cierto sentido.
-Bien; caun entre aquellos que son llamados hay
grados . .Algunos están llenos de ansiedad y temores,
mirando á Dios como á un Juez severísimo y á un
Dueño austero. Estos no desean tanto las recompensas
eternas como el escapar al eterno castigo, que aun los
perfectos pueden prudentemente temer» (1) .
.Al oír estas palabras, Huberto levantó los ojos y fijó
su vista en el rostro de Gerson. El, por lo menos, no te-
nía tal temor. Sabía en quién había creído. Pero no
habló. Gerson prosiguió:
-cEstos son los principiantes; hay una segunda
clase, que va más adelante. Los que la forman se lla-
man jornaleros, y buscan de Dios una recompensa á
sus servicios como de un SoberaEo muy generoso, ó
como del Padre de las misericordias y el Dios de toda
consolación. Dicen, con el pródigo: cPadre, he pecado
contra el cielo y contra Ti; hazme como á uno de tus
jornaleros.» Estos se portan bien como hijos, pero como
hijos que tienen conciencia de haber pecado.,.
Detúvose, y Huberto dijo:
-Pero el hijo pródigo, cuando vió el rostro de su
padre, no pudo decir, como había pensado: cHazme
como á uno de tus jornaleros.» No tuvo más que ha-
cer, sino recibir el beso de paz, la túnica, el anillo y
los zapatos.
La mirada de Gerson se iluminó. ¿Habría encontra-
do en este caballero extranjero uno de aquellos hom-
bres que conocen el secreto del Señor y á quienes El
ha revelado su pacto? Tales hombres no se encuentran
á menudo, ni aun en el claustro.
-Y teniendo esas cosas-prosiguió Gerson,-ya

(1) Las frases que se ponen entre comillas han sido toma-
das de las obras de Gerson.
300 APLASTADO, PERO VENCEDOR
podía. contarse entre los perfectos. cPorquo hay una
tercera. clase, menos numerosa, que no sirven á Dios á
la manera de los jornaleros. Olvidados de lo que sea
servicio y recompensa, y aun autoridad paternal, tra-
tan con Dios como amigo con amigo; no sólo esto, sino
que están unidos con El con intimidad más dulce to·
da vía, como la esposa con el esposo, y sua palabras son
éstas: e Yo soy de mi Amado, y mi Amado es mío.»
c¿A quién tengo yo en los cielos? Y fuera de Ti nada
deseo en la tierra.» cMi carne y mi corazón desfalle-
cen, pero la fortaleza de mi corazón y mi porción es
Dios para siempre.»
Al pronunciar estas palabras con voz que tembla-
ba por la fuerza del sentimiento, Huberto no pudo do-
minar su emoción.
Gerson lo notó y le miró con creciente interés.
-Vuestra voz y vuestro semblante me conmueven
de una manera extraña. Paréceme que os be conocido
hace muchos años. ¿Sois, por ventura, alguna persona
noble que me fuera conocida en el mundo, en mis días
de prosperidad, y que ahora busca satisfacción, como
yo la he buscado, en la vida contemplativa?
-Os fui conocido, padre mío, no como persona no-
ble, sino como un pobre y obscm:o muchacho á quien
salvasteis y protegisteis.
-¿A quien yo salvé?- repitió Gerson, sin com-
prender todavía, aunque comenzaba á vislumbrar al-
guna cosa.
-Cuya deuda pagasteis por él en la Sorbona.. ¡Pa-
dre mío, mi bienhechor! ¿No os acordáis de Huberto
Bohun?
-¡Huberto, á quien amé tanto! ¡Hubertol ¡mi hijo
Hubertoi-El anciano no pudo decir más, y se cubrió el
rostro con las manos.
Huberto temió haberse dado á conocer demasiado
pronto. Pero las grandes emociones son en la anciani-
dad más suaves que en la juventud.
cVUESTRO POBRE SIERVO GERSON• 1391

Gerson se rehizo y alargó su mano á Huberto, que


la besó reverentemente.
-Para esto he venido desde mi país adoptivo. An-
helaba ver otra vez la cara de mi padre.
- No creí que hubiera nadie que me amara tan-
to-dijo Gerson con voz temblorosa.-Huberto, no he
cesado de orar por ti desde aquellos días que estuvi-
mos en Constanza, días amargos, que han dejado tan
tristes recuerdos.-Después afl.adió, como si hablara
consigo mismo:-¿Quién puede decir: cSoy inocente y
puro:o? ¿Quién no temerá los juicios de Dios justiciero?
-No tienen por qué temer aquellos que han recibi-
do el beso de paz, el anillo y el ropaje blanco.
-El p1·incipal vestido-dijo Gerson corrigiendo la
frase.-El ropaje blanco tiene otro sentido. Es la ves-
tidura de los benditos mártires.
Al oír estas palabras, Huberto le miró fijamente
con expresión interrogativa. El anciano recibió aque-
lla mirada tranquilamente y la contestó con since-
ridad.
- «Aquel hombre-dijo Gerson!.-á quien dan muer-
te por odio á la justicia y á la verdad que él honra y
defiende, es digno á los ojos de Dios del nombre de
~ártir, cualquiera que sea el juicio de los hombres :o (1).
Era bastante. El corazón de Huberto quedaba satis-
fecho. Con aquellas palabras Juan Gerson canonizaba
á Juan Huss.
Hubo una prolongaba pausa, que Gerson rompió
por fin pidiendo á Huberto le contara la historia de su
vida desde que se habían separado en Constanza hacía
catorce años.
Huberto lo hizo brevemente, diciendo muy poco de
aquellas guerras de Bohemia en que había tenido tan
distinguida participación. Suponía que Gerson había
oído relatos exagerados é injustos de la violencia y

(1) No cabe duda de que Gerson, al usar estas palabras


bu notables, aludía al márti1· de Constauza.
S92 APLAST.t..DO, PERO VENCEDOR

crueldad de los hussitas, y que atribuiría todas las


desgracias que aquel país había sufrido á la herejía y
á los herejes. No era ocasión, ni tal vez valía la pena.
de demostrarle que los hussitns habían luchado en de-
fensa de sus vidaa.
Pero Gerson pasó por alto todas estas cosas, con
una tolerancia que asombró á Huberto. Parecía que no
se cuidaba de condenar ni aun á los herejes manifies-
tos. En cambio, preguntó á Huberto con vivo interés
acerca de su vida personal.
-Un hombre que permanece en el mundo, hace-
bien en casarse. ¿Estás casado?
-Sí, padre mío. Aquel buen ca"Lallero Juan de
Chlum, á quien visteis en Constanza, me dió el tesoro
más grande que un padre pudo tener, su hija Zedenka.
-Recuerdo al caballero de Chlum. ¿Vive todavía~
-No. Hace cinco años que el fiel caballero y leal
amigo se reunió con aquellos á quienes más amaba en
la presencia del Señor. Creo que la posteridad lo com-
parará con Jonatán, como ejemplo y espejo de amigos
leales.
-Tal vez tienes niños, que consuelen á tu señora
de la pérdida de su padre.
-Así es, padre mío. Tenemos dos hijos y una hijita.
-Háblame de ellos. Dime cómo se llaman, cuántos
ailos tienen... Quisiera acordarme de ellos en mis ora-
ciones.
-Juan, que lleva el nombre de su abuelo y del
mártir de Constanza, tiene ocho años. Dos años des-
pués nació su hermano, que llev11. un nombre que ama-
ré y honraré toda mi vida: Oharlie1· Gerson.
Gerson se conmovió profundamente, y sus ojos se
llenaron de lágrimas.
Cuando pudo hablar, dijo con labio tembloroso:
-¡Qué extrafl.o suena. el nombre: Charlier Gerson
Bohunl
- Sangre inglesa, nacionalidad bohemia y nombre
francés-dijo Huberto.-Así se unen en el reino de los

1
«VUESTRO POBRE SIERVO GERSON• 393

cielos el Oriente y el Occidente. Pero, padre mío, estáis


cansado. Debo dejaros para que procuréis el reposo que
veo que os hace falta.
-Vuelve mañana por la mañana. Quiero oír de ti
y decirte muchas cosas, hijo mío, Huberto. Mi hermano
el prior te alojará á ti y á tus acompañantes en el mo-
m~sterio. Dile que eres un antiguo amigo mío; más: dile
que eres un hijo mío.
-¿A qué hora podré veros, padre mío?
-Tan temprano como quieras. Por mucho quema-
drugues, no serás inoportuno. Duermo muy poco.
-Eso no es bueno, padre mio.
-Sí es bueno-respondió Gerson sonriendo.-En
esas horas de soledad y silencio converso con la sabi-
duría. Ella me visita de madrugada, y si estoy triste,
me consuela. Aquí tengo el fruto de mis soledades-
añadió, cogiendo un manuscrito que estaba en la mesa
y enseñándoselo á Huberto. Era un comentario sobre
el Cantar de los Cantares.-.Ayer lo terminé . .Ahora ya
puedo descansar como quien ha acabado su obra.
-Y espera su recompensa-añadió Huberto.
-Me preocupo ahora muy poco acerca del gozo, ó
del dolor, ó de la recompensa. cNo tengo pensamientos
sombríos ó inquietantes acerca de Dios, como de un
Juez que recompensa ó toma venganza. Lo que pienso
de El, es que El es completamente deseable, dulce y
benigno y en extremo digno de ser amado, aunque me
matara.» Sí, querido Huberto; mejor es que te vayas
ahora. Hasta mañana, ó, como dice este libro, cbasta
que apunte el día y huyan las sombras•.
Huberto volvió al día siguiente muy temprano y
llamó suavemente á la puerta de la celda. No obtuvo
respuesta, y esperó un rato, paseando por el claustro.
-He venido demasiado pronto-se dijo.
Volvió á llamar, y tampoco recibió respuesta.
-Estaba muy cansado anoche-pensó Huberto.-
Es bueno que descanse. Esperaré hasta el toque de mai-
tines.
i
1,


¡:
894 APLASTADO, PERO VENCEDOR
Cuando las campanas de San Pablo tocaban á mai-
tines, llamó otra vez. Esperando la respuesta estaba
cuando se le acercó un monje.
-¿Qué pasa, señor caballero?-le preguntó.
-El Canciller no ha despertado todavía. No quiero
molestarle.
-¿Que no ha despertado? Es muy extraño. Tendré
que llamarlo para maitines. No quiere faltar nunca.
El monje abrió la puerta y entró, seguido de Huber-
to. Todo estaba en silencio. En un reclinatorio se veía
una figura vestida de negro, con las manos entrelaza-
das, como si estuviera en oración. Pero Huberto com-
prendió al instante que las oraciones de Gerson habían
ya acabado para siempre.
Mientras permanecía silencioso é inmóvil junto al
muerto, el monje, aturdido, fué á llamar al prior y á.
la comunidad.
Muy pronto se vió la celda llena de afligidos mon-
jes con el prior á la cabeza.
Huberto se retiró al claustro, á solas con su dolor,
que era, sin embargo, un dolor mezclado con esperanza
y gozo. Las últimas palabras de Gerson volTían una y
otra vez á su pensamiento: cHasta que apunte el día y
huyan las sombras.»
En esto vino a su encuentro el prior, y habló con
l. él del difunto. Así llegó Huberto á saber muchas cosas
acerca de la humildad, abnegación y caridad que em-
bellecieron los últimos días del Canciller. El resto del
día lo pasó en soledad y oración.
Por la tarde fué otra vez a la iglesia de San Pablo.
En un túmulo, ante el altar mayor, con todo honor y
reverencia, habían depositado el cadávor. La luz de los
cirios iluminaba ons pálidas facciones. Los sacerdotes
cantaban responsos. Le habían vestido con el traje que
más amaba: no la túnica de Canciller, sino el sayal de
peregrino, con que salió de Constanza; le habían pues-
to en la mano el bordón de peregrino. Así, en la muerte,
CONCLUSIÓN 395

como en la vida, daba testimonio de que era extranjero


sobre la. tierra, y de que buscaba una patria mejor.
Huberto se acercó, y estuvo mirando largo tiempo
aquel rostro tan querido. En él no quedaba huella de
dolor, aflicción o perplejidad. En lugar de estas cosas,
se reflejaba una paz perfecta; más aún, esa expresión
de triunfo que contemplamos en el rostro de los que
mueren en el Señor, y que parece decirnos que poseen
un glorioso secreto. ¡Si pudieran hablar y decírnoslo!
Mientras Huberto miraba aquel rostro, un pensa-
miento vino á su mente. Sólo una vez había visto aque-
lla expresión de paz inefable en un rostro vivo, y ha-
bía sido en el rostro del hombre que compareció ante
sus enemigos en la Catedral de Constanza. Redimidos
por el mismo Salvador, purificados en la misma fuen-
te, partícipes del mismo gozo, mártir y perseguidor,
estaban ya juntos en la presencia de Dios.
Juan Charlier Gerson, uno de los más notables hijos
de Francia, y de la Iglesia, fué sepultado, según su
deseo, en la Iglesia de Saa Pablo, donde había dejado
un legado para que se repartiera pan y vino á los po-
bres, en su nombre, por muchos años. Alrededor de su
tumba pueden leerse todavía las palabras que él repe-
tía á menudo: «Arrepentíos y creed al Evangelio•; y
también su lema favorito: Swrsum corda, clevantad
los corazones».

CAPITULO XXXI

Conclusión, que pudiera ser principio de otras


historias.

El pequeño grupo de hombres y mujeres, cuya va-


ria suerte hemos venido siguiendo, se desvanece ante
nuestra vista. Las nit)blas del tiempo se interponen en-
tre ellos y nosotros. Desaparecen ante nuestros ojos,
dejándonos su historia á medio contar. En realidad, no
3~ APLASTADO, PERO VENCEDOR
hay historia que se complete en la tierra.. De la com-
pleja trama de las vidas humanas, sólo trechos breves,
pasajeros é incompletos, es lo que podemos percibir.
Una ojeada más, y terminamos.
Han pasado cerca de cincuenta años desde que fue-
ron arrojadas s.l Rhin las cenizas del mártir de Constan-
za.. Han sido años de terribles sufrimientos para. los
que reverenciaban su nombre y seguían su fe. Es cier-
to que por tres veces, con heroico valor, el pequeño
reino de Bohemia ha arrojado más allá de sus fronteras
las invasoras huestes de los cruzados; y que los solda-
dos y servidores del Cáliz han obtenido' cierta medida
de tolerancia en el Concilio de Basilea. Pero Roma con-
siguió por astucia, en la cual fué siempre maestra, lo
que las armas de sus guerreros no habían logrado por
la fuerza. Dividió á sus adversarios, y se sirvió del
partido moderado, los Calixtinos ó Ultraquistas, para
aplastar á los que habían ido más lejos en el camino
de la Reforma.. El fiero fanatismo engendrado por la
persecución, las ideaa extremas de una parte de los
Taboritas y los excesos que cometieron, contribuyeron,
no sólo á su destrucción, sino también á la de sus her-
manos más templados. El país fué de nuevo teatro de
matanzas y martirios; de nuevo se encendieron hogue-
ras y se perpetraron crueldades sin número.
En medio de la confusión de tan borrascosos días,
los que temían al Señor y se acordaban de su nombre
chablaron cada uno á su compañero». Los hombres que
habían bebido más abundantemente las enseñanzas de
Huss, escudriñaban las Escrituras con diligencia, oran-
do fervientemente para que Dios los guiara, y descu-
briendo cada vez más del pensamiento y la voluntad
de Dios. Al mismo tiempo atraían discípulos hacia ellos,
6 más bien hacia su Maestro. A pesar de las continuas
persecuciones, crecieron y se multiplicaron. Estos eRar-
manos:. (como ellos se llamaban unos á otros) se levan-
taron principalmente de entre los Taboritas, de los cua-
les recibieron las enseñanzas tradicionales de ilusa;
CONCLUSIÓN 397

pero tenían muy poco de común con los exaltados her-


manos del Cáliz que pelearon bajo Zisca y Procopio.
Eran cristianos pacíficos, llenos de amor, de benigni-
dad y de mansedumbre, que «hacían bien á todos y mal
á nadie•. Bendecían á los que los injuriaban, sufrían
pacientemente la persecución y rogaban por aquellos
que los difamaban. Irreprensibles y sencillos en medio
de una generación mala y perversa, aun sus adversa-
rios tuvieron que reconocer repetidas veces que a.que-
llos creyentes eran en verdad hijos de Dios.
Rorkyzana, arzobispo de Praga, los favoreció en se-
creto; y su sobrino Gregorio, humilde y santo varón de
Dios, fué el director más amado de aquella grey. El
consiguió de su tío un lugar de refugio para ellos, en
el distrito llamado Litiz. Allí procuraron llegar á saber
la voluntad de Dios, por medio de la oración y del es-
tudio de su Palabra. Por fin, vieron claramente que ha-
bía llegado la hora de separarse de una manera decisi-
va de la Iglesia corrompida de su tiempo, y determina-
ron organizar su propia comunión sobre una base sen-
cilla y primitiva. Pero no querían hacer nada locamen-
te¡ deseaban retener todo lo que fuera bueno, todo lo
que fuera apostólico, y aun todo lo que fuera inofensi-
vo en la constitución de la Iglesia que se veían obliga-
dos á abandonar. Así fué, que cierto día se reunieron
para elegir ancianos, pensando que uno ó dos de ellos
recibieran consagración episcopal por la imposición de
los que fueran competentes para otorgarla.
Alrededor de una mesa, en una sencilla sala, está
reunida una pequeña compaíiía de hombres, avanzados
en aíios casi todos ellos. Unos pocos son sacerdotes¡ los
demas, seglares de diferentes categorías sociales, inclu-
yendo algunos aldeanos, indoctos en la ciencia humana,
pero poderosos en las Escrituras. Entre aquellos hom-
bres vemos por última vez al buen caballero Huberto
Bohun, con la cabeza blanqueada por la nieve de más
de sesenta años de vida intensa, varia y laboriosa, pero
con el antiguo brillo en la mirada, suavizado y santi-
3~ APLASTADO, PERO VENCEDOR
ficado por una larga y estrecha comunión con Dios. A
su lado se sienta un joven, á quién adoptó y mantuvo
en la Universidad de Praga, el hijo de un tal Roberto,
de Constanza, que es ya un pastor fiel y predicador
elocuente. Los dos hijos del caballero Huberto, y su
amado hermano de armas, el barón Vaclav de Pihel,
están también en Litiz, aunque no toman parte en este
solemne acto de la recién nacida Iglesia.
Un nieto del caballero Huberto, apuesto muchacho,
llamado Prokop, entra en la sala, y á una señal del pre-
sidente de la asamblea, se acerca á una urna que está
en la mesa. Con aire de profundo respeto saca de elln.
un papelito doblado y lo da al presidente; después hace
lo mismo á cada uno de los presentes, los cuales reciben
sus papelitos con silencio solemne y elevando á Dios
sus corazones en oración. Tres de aquellos papeles lle-
van la palabra Est¡ los demás están en blanco. Los que
reciben aquellos serán los ancianos y, si Dios quiere,
los obispos de la Iglesia.
Huberto Bohun ha sacado papeleta en blanco. No
importa. Es un honor para él, aunque su nombre no pase
á la historia, haberse encontrado entre los fundadores
de la Iglesia de los Hermanos Unidos. Cuando los que
enseñan á justicia la multitud brillen como las estrellas
á perpetua eternidad, ninguna parte de la Iglesia de
Cristo dará contingente más glorioso que la amada
Iglesia de Unidad. En su país natal fué una Iglesia de
Mártires. Después de trescientos años de amor, servicio
y sufrimientos, echó un nuevo y vigoroso brote, que
bajo el nombre de Iglesia de los Hermanos Unidos de
Bohemia y Moravia} ha llegado á ser la Iglesia Misione-
ra por excelencia.
No hay mancha en la blanca bandera de La Uni-
dad. ~noca han hecho los Hermanos violencia á nadie,
ni aun en defensa propia. Aun aquellos que más abo-
rrecen sus principios han tenido que reconocer una y
otra vez que Dios estaba en verdad con ellos.
Y su obra no ha terminado aún en su propia amada
CONCLUSIÓN 399
Bohemia, ni por toda la. redondez de la tierra., donde
apenas hay país que no hayan pisado las plantas de
sus misioneros.
Habremos de leer la historia completa. del mundo á
la luz de la. eternidad si queremos saber todo lo que
Dios ha hecho, está haciendo y hará todavía mediante
el !ruto recogido de las cenizas del mártir de Constanza.
Bien podemos unirnos en espíritu á las Iglesias de los
Hermanos, en las palabras de oración y alabanza con
que termina su hermosa liturgia de Pascua:
cMantennos en eterna comunión con nuestros her-
manos y hermanas que han entrado en el gozo de su
Sefior, y con toda. la Iglesia. triunfante; y danos eterno
descanso con ellos en tu presencia.
»Gloria sea al que es la resurrección y la vida, que
fué muerto y he aquí que vive para siempre jamás; y
todo aquel que cree en El, aunque esté muerto, vivirá.
»Gloria á El en la Iglesia que le espera y en la que
ya está reunida con El, por los siglos de los siglos.
Amén. »

FIN
ÍNDICE

PARTE PRIMERA

En Oonstanza.
Capitulo&, Pá¡inu.

I. Dos arroyuelos que se separan. . . . . . . . . . . . 1


ll. Dos torrentes que se encuentran .... . ..... 7
III. Escudero y escolar. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16
IV. El gran canciller. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24
V. La historia de Roberto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 32
VI. El silencio de Armando ..... • ...... . , . . . . . 39
VII. San Miguel y el dragón.. . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
VIII. Roberto da nuevas noticias. . . . . . . . . . . . . . . 51
IX. Ante el Conclllo.......................... 58
X. Los barones de Bohemia.. . . . . . . . . . . . . . . . . 66
XI. El eclipse....... . ............. .. . . . . . . . . . 71
XII. Ante el Concilio otra vez. . . . . . . . . . . . . . . . . 7ó
Xlll. Los pensamientos de muchos corazones. ... 81
XIV. Un mes de paz........ .. . . ... . ........ . .. 94
XV. Un mes de lacha....... .. .. . ......... .... 106
XV l. «Menospreciando la vergüenza.:.. . . . . . . . . 111
XVII. Una vida salvada... . ... ........... ...... 120
XVIll. Coronado............. .. . . . . . . . . . . . . . . 126
XIX. A la puerta. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 182
XX. Lazos rotos........ ........ . ... . ......... !89
XXI. Por amor de los vivos y de los muertos. . . . 147
XXII. Dos arroyos que se separan.. . ............ ló8
402 ÍNDICE

P A RTE S EG UNDA

En Bohemia.
Capitulos. Páginas.

I. En Leitmeritz. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163
II. Esperando. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175
Il I. Espuelas de plata. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 185
IV. La nueva vida..... .. ..... .. .. . .... ... 189
V. Bajo la strperficie. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 197
VI. Una carrera arriesgada... . .. . . . . . . . . . . . . . 202
VIl. Rabstein. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 208
VIII. El viaje á Praga. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 213
IX. El cáliz de Cristo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 820
X. Una deuda pagada................. .. . ... 229
XI. El buen uso de la prosperidad. . . . . . . . . . . . 286
XII. Nuevas de Pedro.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 242
XIII. El despertar de Huberto. .. . . .. . .. . ... . ... 24.7
XIV. Tres años después . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 253
XV. A puerto seguro. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 267
XVI. Confidencias. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 274
XVII. Espuelas de plata ott·a vez. . . . . . . . . . . . . . . . 285
XVIII. El Monte Tabor. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 295
XIX. El fiel Vito.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 309
XX. cSboim.". . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 313
XXI. Los mineros de Kuttenberg . . . . . . • . . . . . . . 321
XXII. El camino de la cruz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 332
XXIII. El eclipse de luua. . . . . . . . . • . . . . . . . . . . . . . 34.0
XXIV. En Leitmeritz otra vez.... .. ..... ........ 317
XXV. e Para esto. ". . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3ó8
XXVI. Un zueco pequeño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 362
XXVII. El dla de la batalla. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 368
XXVIll. Espuelas de oro. .. .. .... ... .. . . . . . . . . . . 377
XXIX. El dla de la victoria . . . . . . . . . .. . . . . . . .. 381
XXX. «Vuestro pobre siervo Gerson.». . ......... 385
XXXL Conclusión... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 395
NARRACIONES
INTERESANTES

EN EL P Ais DEL SOL


Una encantadora historia, cuyo protagonista, un niño de
de las montañas de Hungría, llega, por la lectura de un Nuevo
Testamento, providencialmente hallado, á ser una luz bri-
llante para cuantos le rodean. Con tres ilustraciones de Mén-
dez Bringa. En rústica, una peseta.

LOS HERMANOS ESPAÑOLES


Por Débora Alcock. Interesantísima novela histórica, que
tiene por fondo el desarrollo de la Reforma religiosa en Es-
paña en el siglo xvt, ahogada en sangre y fuego por la Inqui-
sición. Cuatro preciosas ilustraciones en negro y una en tri-
color, del reputado artista Méndez Bringa. Más de 440 pági·
nas. En rústica, dos pesetas,· en cartoné, dos pesetas cincuenta
céntimos; en tela, magnífica encuadernación, con planchas do·
radas, tres pesetas cincuenta céntimos.

GLAUCIA, LA ESCLAVA GRIEGA


Las aventuras de una joven esclava ateniense y de su her-
mano, en los días del apóstol Pablo. Tres láminas en papel
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dos pesetas.

LA CRUZ Y LA CORONA
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hugonote en los tristes días de la Revocación del Edicto de
Nantes. Por Débora Alcock. Con ilustraciones. Rústica, se·
lenta y cinco céntimos; cartoné, una peseta .
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real de ideas y costumbres populares. y de los encontrados
senumientos de amor y de oposición que el Evangelio sus·
cita. Con ilustraciones y cubierta en colores. Rústica, sesen·
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