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El horror

A través de los siglos


Miguel Civeira

© Miguel Ángel Civeira González 2012

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CONTENIDO

VOLUMEN I: LA ANTINGÜEDAD 5
1.- El amanecer del hombre 6
2.- Pazuzu 10
3.- El sacerdote de Isis 15
4.- Mokèlé-Mbèmbé 25
5.- Fobos 33
6.- El Monte de los Cráneos 46

VOLUMEN II: LA EDAD DE LAS TINIEBLAS 48


7.- Loch Ness 49
8.- Gashadokuro 56
9.- Nicolò 61
10.- El Flautista de Hamelin 68
11.- Baba Yaga 78
12.- Meşterul Manole 85

VOLUMEN III: LA ERA DE LOS IMPERIOS 91


13.- La luz del día 92
14.- La mujer que llora 103
15.- Liérganes 116
16.- El diablo en Jersey 124
17.- Here there be monsters 131

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VOLUMEN IV: LA EDAD DE LA RAZÓN 143
18.- El sarcófago 144
19.- Springheeled Jack 147
20.- Samhain 160

VOLUMEN V: EL SIGLO XX 193


21.- Sahkil 194
22.- Gassmensch 204
23.- There are such things 214
24.- Atómico 238
25.- Nadie escuchará tus gritos 245
26.- El horror, el horror 251
27.- Thriller 261

VOLUMEN VI: EL FIN DE LOS TIEMPOS 285


28.- El hálito del desierto 286
29.- La Noche Infinita de Todos los Santos 296
30.- El Amanecer de la Muerte 310

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Volumen I
La Antigüedad

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EL AMANECER DEL HOMBRE

Europa, hace 20,000 años

Los supervivientes huyen.

Los demás han muerto, él está seguro. ¿Quedaría alguien más con vida?
Por muchas lunas se han empeñado en fugarse, siempre hacia el poniente, a
través de bosques oscuros y espesos, y praderas heladas, casi sin oportunidad
para descansar o tomar alimento, sin hallar jamás a otras gentes como ellos.
¿Serían, acaso, los últimos? Onerosa idea, le resulta insufrible y su sencilla
mente la combate cuando se le presenta.

No, debe quedar alguien más, alguien con quien refugiarse, alguien con
quien unir fuerzas. Es vital que así sea, pues su mujer, fuerte pero agotada, y
su hijo, una pequeña y débil criatura, no resistirán mucho más tiempo. No
pueden vivir huyendo. No pueden vivir siempre con el temor de que aquéllos
los alcancen.

Son crueles, piensa, se complacen en matar y en causar dolor… y


también son astutos, taimados, sigilosos… Podrían estar observándome desde
la espesura, desde lo alto de la colina, desde atrás de esa roca y no lo sabría
hasta que ya estuvieran sobre mí…

Ninguna de las bestias que por eras ha depredado a su gente es tan


terrible, tan sanguinaria como ellos, pues en sus seres existe una crueldad
innatural, un afán de exterminio, un estado constante de locura asesina.
Acosado por estos pensamientos y por recuerdos de los suplicios que su
propio pueblo sufrió a manos de los otros, él se ha vuelto temeroso de las
sombras, del crujir de la hojarasca, del ulular del viento; lo consume el miedo

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absoluto y perenne. Cada noche ha sido una pesadilla; cada momento de
reposo él se siente acechado. Sólo la esperanza de encontrarse con los suyos lo
alienta a seguir adelante.

Una tarde, hace apenas dos días, la familia se encontró a la orilla del
bosque que había estado atravesando por días. Hombre y mujer se quedaron
boquiabiertos al contemplar el espectáculo que se desplegaba frente a ellos.
Formas que no correspondían a nada que hubiesen visto o soñado se erigían
más allá de los árboles y proyectaban sombras frías y depresivas sobre ellos.
En su escaso vocabulario no existe palabra para ciudad. Movidos por un temor
reverencial e incomprensible, estuvieron a punto de volver sobre sus pasos,
pero el padre, después de ponderarlo unos segundos, consideró preferible
aventurarse a lo desconocido y no permitir que sus perseguidores les ganaran
terreno.

Así, avanzaron con cautela, rodeando los límites del vasto complejo de
estructuras ciclópeas, la mayoría de ellas derruidas y cubiertas por la
vegetación. Por fin superaron el extraño paisaje y, andados algunos pasos, el
padre dirigió una última mirada hacia atrás. En el umbral de un edificio
vislumbró a un hombre parecido a ningún otro. Pudo entender que era alto,
pálido y lampiño, que estaba desnudo y que sus ojos eran grandes, negros y
profundos… pero para el resto de sus atributos no tenía conceptos. En todo el
ser había una mezcolanza de sensaciones, entre las que predominaban un
profundo cansancio y una noción vaga de antigüedad inconcebible. El hombre
extraño le devolvió la mirada con indiferencia y se ocultó bajo las sombras del
edificio. Él no dijo nada de lo ocurrido a su mujer y continuaron la marcha.

La noche los encontró en una pradera agradable, donde soplaba una


cálida brisa. Recolectaron algunas bayas y encendieron una fogata. La madre
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y el niño se quedaron dormidos mientras el padre veló sin más protección que
la de su garrote. En su mente inquieta rondó lo que había visto esa tarde.
Pensó que quizá existen en el mundo cosas más grandes incluso que los seres
que lo persiguen. Además, habían pasado muchos días sin encontrar señales
de aquéllos; quizá por fin los había perdido. Esa noche se permitió dormir.

Lo despertaron los rayos del sol y la necesidad de seguir huyendo.


Levantó a su mujer e hijo y, tras un frugal desayuno, emprendieron la huida
siempre hacia el poniente. Pero ahora, en sus pasos apresurados había cierto
optimismo, una vaga esperanza que paliaba sus temores. Así pasó el día, la
tarde y llegó la noche, tranquila y cálida, como la anterior. Una vez más se dio
el lujo de descansar, pero en esta ocasión despertó más temprano, antes del
amanecer, instado por un presentimiento feliz, por la idea de que pronto
encontraría lo que buscaba. Con los primeros albores de la mañana reanudaron
la marcha.

El astro rey apenas se asomaba por el horizonte cuando llegaron a este


lugar, donde los tres se vieron frente a una extensión de vastedad jamás
imaginada. En su vocabulario no existe palabra para océano.

Ahora, el hombre lo contempla abrumado por su infinitud. Ha visto


lagos inmensos y ríos caudalosos, pero todos ellos fijados por límites
perceptibles. Ni siquiera el cielo, siempre enmarcado por las copas de árboles
o el perfil de las montañas, se había presentado ante él en tal extensión. Lo
que tiene frente a sí es ilimitado en todas sus dimensiones. Entonces, tras unos
momentos de contemplación absorta, comienza a llorar quedamente, pues
comprende que no ya hay dónde buscar, que él y su familia son los últimos de
su estirpe. Con suma lentitud, juntos se vuelven y dan la espalda al mar.

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De pronto un silbido agudo mutila el aire. El niño, con una saeta
clavada en el pecho, cae muerto de los brazos de su madre. Ella da un grito y
se inclina para recoger a su criatura, pero una segunda flecha sega su vida en
un instante. Todo ocurre demasiado rápido, sin que el padre pueda entenderlo;
desconcertado, dirige su mirada hacia el oriente.

Allí están ellos, a unos centenares de pasos, con el sol naciente y


victorioso resplandeciendo a sus espaldas. Más altos y erectos, menos
corpulentos y velludos, de cabezas más pequeñas, de ropas mejor elaboradas y
armas más sofisticadas, de miradas menos piadosas y sonrisas más crueles: los
otros hombres.

Embriagado de ira y de dolor, el padre se lanza sobre ellos blandiendo


en el aire su garrote. Un dardo silba y se encaja en su hombro, pero él sigue
corriendo; uno más se inserta en su pierna; una tercera y una cuarta flechas se
clavan en su pecho y en sus costillas. Él, débil y cansado, se deja caer por
tierra. Los otros hombres se le acercan y ríen al verlo vencido, agonizante.
Uno de ellos apoya la punta de una lanza sobre su pecho y, sin ceremonia
alguna, empuja con todas sus fuerzas a través del corazón.

Así muere el último de una raza milenaria y los otros, los nuevos, los
herederos, inician su lenta e inevitable expansión por la Tierra…

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PAZUZU

Sumeria, Siglo XL a.C.

Grande es la hija de An, que tortura a los niños;


su mano es una red, su abrazo es la muerte.
Ella es cruel, violenta, iracunda y predadora;
es una raptora, una ladrona, esta hija del Cielo.
Toca los vientres de las mujeres en labor de parto
y con tirones extrae a los bebés de las preñadas.
La hija de An es una de los dioses, es su hermana;
sin hijos propios en el vientre, sin leche en su seno,
su mente es la de una pantera y su voluntad la de un asno,
ruge como el león y aúlla como los chacales,
arrulla a las serpientes y simula amamantar a los cerdos.
Grande es la hija de An, que tortura a los niños;
grande y terrible es Dimme, en verdad.

Dimme no sigue los designios de los dioses,


por placer ejerce crueldad contra la raza de los hombres,
por propia locura y despecho se roba a los niños,
roe sus huesos y bebe su sangre para aplacar su sed.
Muchos antiguos Utukku causan males a la humanidad,
son terribles y aterradores; dolor y locura dejan a su paso,
pero tan sólo siguen los designios de los dioses
de voluntad inexorable y sabiduría incomprensible.
Dimme sólo conoce su propia maldad.

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Hermosa doncella es Lilith, la puta de Inanna,
que brinda placer impío a los hombres.
No apenas el cuerpo de un mancebo produce semen,
cuando Lilith se le aparece y le entrega su carne,
a cambio de la semilla de vida que siembra en su vientre,
donde engendra a los Edimmu, hijos del desierto.

Cabalga desnuda en los vástagos de Zu, hijo de Siris;


hermosos son sus pechos, torneadas son sus piernas,
amable es su rostro y dulce es su aliento.
Tan grande como su belleza es su maldad;
de los hombres dormidos engendra a los Edimmu,
mismos que después los atormentan y les traen desgracias.
¿Quién sabe si el demonio que aparezca junto a tu lecho
no será producto de tu propia semilla, engendrado en Lilith?

Muchos son los Utukku que atormentan a los hombres;


los malvados son llamados Edimmu y son hijos de Lilith.
Son criaturas del desierto que beben sangre,
como Allû, el apestado, y como Gallû, el que aúlla en el Infierno.

Odioso para hombres y dioses es el hijo de Lilith;


Allû es llamado en voz baja por sabios y magos.
Allû, el Utukku que asesina a los hombres,
el malvado que los viste de pústulas,
el hijo de Lilith, el portador de la lepra,
el engendro de la prostituta, que vaga por las llanuras.
Ronda las calles con forma de perro sarnoso
y en la noche entra por las ventanas de las casas
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para aterrorizar a hombres, mujeres y niños
que dormían en paz, con temor de los dioses.
Tú que duermes junto a una ventana,
teme de pronto volver la cara, abrir los ojos
¡y encontrarte con el abominable rostro de Allû!

Poderoso es el hijo Hanbi, rey de los demonios;


su diestra apunta al cielo, su vuelo porta dolor.
Él trae el viento del sur y del oeste,
trae la sequía y la plaga, dirige a los demonios,
lleva a los insectos a devorar las cosechas.
Su voluntad es viril, su furia la del perro,
vuela como el águila y atrapa a sus presas,
ataca como el escorpión y procrea como las víboras.
Viola a las vírgenes, las posee y las enloquece,
las somete a la voluntad de las Blasfemias.
Debilita y corrompe las almas de los hombres.
Es el portador de las desgracias, es sabio temerle.
Grande es el hijo de Hanbi, rey de los demonios,
grande, inmenso y potente es Pazuzu.

Pazuzu sigue los designios de los dioses,


es su hermano, su heraldo, su igual.
Por voluntad de los dioses trae la sequía;
la hambruna y la plaga vienen por orden suya.
Pero por puro placer personal corrompe doncellas,
las viola, las tortura, las conduce a la Blasfemia,
sólo para alimentar su deseo de dolor.

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Magno es el odio que tiene Pazuzu por Dimme,
grande es su poder contra Lilith y los Edimmu.
Las mujeres que no quieran ver perdidos a sus hijos,
para que sean pasto de la grande y odiosa hija de An,
deben encomendarse a Pazuzu, señor de los demonios.
Los hombres y mancebos que no quieran
copular inmundos con la puta de Inanna,
de naturaleza horrible cuan hermoso es su sexo,
y procrear demonios que lleguen a llamarlos “padre”,
deben someterse a la voluntad de Pazuzu, hijo de Hanbi.
Aquéllos que no deseen encontrarse con el apestado,
o con el que aúlla en la noche oscura, que oren,
que invoquen al gran Pazuzu, el dios demonio enloquecido.

Pazuzu viola a las mujeres, doncellas y casadas,


penetra sus cuerpos como las serpientes y las atormenta,
trastorna sus rostros y los deja putrefactos como la muerte.
Pazuzu se complace en causar dolor y espanto,
trae la hambruna y las plagas, pero sirve a los dioses;
destruye los hogares y mata a los hombres, pero obedece a los dioses.
Pazuzu es grande, Pazuzu es poderoso, debe ser honrado,
pues él es el único que aleja a Dimme, a Lilith y a los Edimmu,
pues él es tan terrible que los más malvados le temen.
Somos desdichados los mortales, pues debemos elegir,
escoger entre el dios demonio loco que trae la destrucción,
o sus enemigos, la que devora a los niños, la mujerzuela,
y los Edimmu, bebedores de sangre, amantes del desierto.

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Mas no tenemos opción, este mundo no es nuestro,
no es hogar de los hombres mortales,
sino campo de juegos para los dioses eternos,
que anunciaron “dejaré que los muertos asciendan
y devoren a los vivos y los superen en número”.

Éste es un mundo aterrador, pletórico de horrores;


en las casas, calles, llanuras, montañas y ríos,
no hay lugar donde el mal no habite,
y es sabio rodearnos de lo menos terrible.
Invoca, pues, a Pazuzu, cuando el mal llegue a tu puerta,
invócalo y ofrécele tu casa, tu persona y tu alma,
y cuando Pazuzu sea tu dueño, ten por segura una cosa:
ningún mal te atormentará ya jamás, ningún mal,
excepto aquéllos que Pazuzu disponga.

14
EL SACERDOTE DE ISIS

Egipto, siglo XIV a.C.

La fría oscuridad de grutas que surgen desde las entrañas del mundo; el
calor húmedo y envolvente de las selvas al sur; el aroma salado de los mares
al norte y al este; la arena áspera y ardiente llevada por el viento de los
desiertos circundantes; la dureza de las garras y colmillos de bestias ignotas; el
bronce helado golpeando su cuerpo; el sabor de la sangre mezclada con sudor;
el miedo… el miedo vivo y tangible ante lo que había visto y vivido; el viaje
de meses, a través de tierras extrañas, bajo soles diversos, siempre hacia el
norte, de vuelta al hogar… Todo estaba marcado en su espalda morena
surcada de cicatrices, en sus ojos oscuros y silenciosos, en su semblante
severo y poderoso. Pero, se preguntaba, ellos, sus jueces, sus carceleros, sus
verdugos ¿serían capaces de verlo?

Yo soy Arlhotep, Sumo Sacerdote del Templo Isis. Renuncié a las


riquezas y a los placeres mundanos; renuncié al poder y al amor. Consagré
mi vida a la Diosa Madre para hacer su voluntad por siempre.

Más golpes en la cara y en las costillas, más sudor y sangre, más frío y
metal. Y de nuevo preguntas estúpidas de hombres estúpidos, con el disco
dorado de Atón colgado al cuello, ansiosos por escuchar una mentira de
contrición. Pero Arlhotep, postrado frente a sus enemigos, sólo sabía
responder con la verdad.

La mía es una casta especial de hombres santos, siervos de Isis desde


tiempos anteriores a la construcción de las todopoderosas pirámides y de la
esfinge omnisciente. En el antiguo Templo de Isis sólo hay un sacerdote por
vez. Cada uno de ellos entrenó a un solo aprendiz para que ocupase su lugar
15
cuando el maestro muriese, y así se ha perpetuado la dinastía desde tiempos
que nadie recuerda, hasta mis años como servidor de la Diosa.

Arlhotep no ignoraba que los sacerdotes consagrados al culto de otros


dioses, y algunos de otras órdenes menos antiguas devotas de Isis, lo miraban
con suspicacia y recelo. Les ofendía el aura de santidad con la que se vestían
los siervos de Isis; les irritaban su secretismo y su independencia; les
atemorizaba la sospecha de que ellos practicasen auténticos milagros, y no
elaborados trucos como los de que ellos mismos se valían para impresionar a
la plebe. Pero el Templo de Isis era muy respetado por su antigüedad y nadie
se habría atrevido a desafiar el pacto que desde siglos remotos, a través de las
dinastías, sostuvo con la casa de los Faraones. Por eso, Arlhotep no alcanzaba
a comprender lo que había sucedido.

Los sacerdotes de Isis siempre fueron muy respetuosos y pacíficos;


nunca tenían conflictos con otras castas sacerdotales ni con los poderes
terrenos. Arlhotep sabía que los egipcios adoraban a dioses inexistentes, que
eran hipócritas o se engañaban a sí mismos, pero estaba consciente de que la
función de tales cultos era mantener el orden, y nunca interfería con ellos.
Arlhotep sólo se preocupaba por servir a Isis.

No puedo dejar de reconocer que en el mundo existen muchos dioses.


Muy pocos de ellos le son benévolos al género humano; otros tantos dan
beneficios sólo a sus fieles seguidores; muchos le son por completo hostiles a
cuanto existe en la Tierra. Pero para muchos más, la inmensa mayoría, la
raza humana y la vida misma les son del todo indiferentes. Isis es una de las
pocas diosas que ama a toda la humanidad.

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Arlhotep entendía bien que ninguno de los dioses era remotamente
parecido a las representaciones que los hombres hacían de ellos. No tenían
carácter femenino ni masculino, ni sus verdaderos nombres podían ser
expresados en lengua alguna inventada por los mortales. Los fieles de Isis la
llamaron así para poder comunicarse con ella y le atribuyeron una naturaleza
femenina en concordancia con su carácter amoroso, protector, maternal.

No puedo decir más. El conocimiento que me fue revelado a través de


los misterios de Isis podría trastornar la mente de hombres menos fuertes. No
pocos de mis antecesores fueron corrompidos o perdieron la razón por culpa
de estos secretos. En tales casos, el aprendiz tuvo que dar muerte al maestro.
Así sucedió con el sacerdote que me instruyó. Otros hombres y mujeres,
ajenos al culto de Isis, han intentado adquirir los poderes para luchar contra
la Blasfemia, pero de igual modo enloquecieron, provocaron mucho más daño
que bien y debieron ser eliminados.

-¿Así que confiesas que el culto estuvo lleno de hombres malvados y


perversos? ¿Confiesas haber asesinado a tu propio maestro y que esto era una
práctica común?

No entienden. Los deberes del sacerdote de Isis van mucho más allá de
la administración de los templos y el oficio de los ritos. Debe asegurarse de
fortalecer el culto de Isis para que su poder proteja a los hombres de la
Muerte. Debe combatir a quienes practican la Blasfemia, para no que no se
debilite el poder de la Diosa. Por largas temporadas abandoné el magno
Templo de Isis en Sebennitos y lo dejé al cuidado de mi joven aprendiz y de
las vírgenes que nos asisten. Viajé a rincones lejanos de Egipto, y más allá, en
una lucha sin fin contra lo que no debe de ser.

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-¡Falsas historias con las que has atemorizado a los incautos para
mantener tus privilegios! Abandonaste tu supuesto templo sagrado para visitar
lupanares y celebrar orgías en tierra extranjera. ¡Confiesa!

¡Yo viajé a la Hélade, donde diezmé a los vástagos de Licaón, una raza
de hombres que, en pacto con Fobos, tienen el poder de convertirse en bestias
caninas! ¡Yo conjuré a los Edimmu, hijos de Lilith, en los desiertos de
Mesopotamia! Los debilité de tal forma que tardarán muchos siglos en
recuperar su poder. ¡Yo vencí a los Abismales de Sicilia, hechiceros
infrahumanos que predican la Blasfemia! Los expulsé de sus asentamientos en
tierra y los envié a los abismos marinos de los que fueron escupidos.

Mi última misión me llevó a las selvas del sur, más allá del reino del
Punt, a combatir a la última población de los Arcanos, que hombres no son,
sino la raza más vieja de cuantas pueblan la tierra. Decenas de miles de años
antes de que los primeros hombres aparecieran, ellos levantaron prósperas e
inmensas ciudades, de las que no quedan sino ruinas, en las que hasta hace
poco aún merodeaban algunos individuos enloquecidos, acólitos de la
Muerte.

No. No llevo a cabo estas hazañas yo solo. Como sacerdote de Isis


tengo la facultad de convocar a un contingente de los mejores guerreros de
Egipto para acompañarme, y no estoy obligado a informar nada, ni siquiera
al Faraón. Siempre los escogí no sólo de entre los mejores combatientes, sino
de entre los más virtuosos, honestos y fieles a los dioses. Los armé con lanzas
y hachas de plata y los bendije en nombre de Isis, para que la benévola Diosa
los protegiese del mal.

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Con el amuleto de su deidad patrona colgado al cuello, ni Arlhotep ni
sus soldados tenían nada que temer contra los horrores que han infectado este
mundo. Pero el poder de Isis no interfiere con el orden natural de las cosas, y
nada puede hacer contra el odio, la codicia y la ceguera de los hombres
mortales.

-En misiones secretas cuya naturaleza nadie conoce arriesgaste muchas


veces las vidas de nuestros mejores guerreros. En tu última locura, los
sacrificaste a todos. De treinta guerreros que llevaste esta vez, ninguno volvió.

Era cierto. La expedición contra los Arcanos fue más terrible de lo que
Arlhotep había imaginado. Ninguno de los treinta guerreros que lo
acompañaron salió vivo de esa batalla. Solo, tras dos largos años de ausencia,
Arlhotep se vio obligado a regresar a Egipto. Cuando por fin alcanzó
Sebennitos, herido, hambriento y exhausto, las cosas habían cambiado por
completo. Del antiguo Templo de Isis no quedaban más que escombros. No
halló rastro del aprendiz ni de las vírgenes que servían en el templo. Indagó
entre los pobladores, pero nadie quiso dirigirle la palabra. Poco después, los
guardias lo encontraron, lo golpearon y lo llevaron prisionero hasta este lugar
oscuro en que ahora lo juzgaban, frente a ese advenedizo, ese hombre
barbado, vestido con las más finas ropas de los nobles egipcios, que portaba
un báculo de oro con el disco de Atón en la punta.

El nuevo sumo sacerdote de Atón escuchó en silencio la última


declaración de Arlhotep. Después, con una mirada, hizo que todos en la sala se
pusieran en movimiento. Los guardias levantaron al sacerdote de Isis y lo
condujeron por un largo pasillo hasta un lugar nuevo, un sitio iluminado por el
sol que resplandecía en los millares de objetos dorados que adornaban el

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lugar. En la cima una escalinata, tan alta como un hombre, el Faraón se
sentaba en su trono.

-¡Arlhotep!- habló el monarca –Sacerdote de Isis, ¿sabes ante quién te


presentas?

Yo sirvo a mi señor, el Faraón Amenhotep IV…

-¡Falso! Mi nombre es Akenatón, servidor del Dios único y verdadero.


Han terminado los días en que nuestro pueblo, ignorante y condenado,
idolatraba a los falsos dioses.

¿Los falsos dioses?

-Sí. El único Dios es Atón, el Sol, el Padre Celestial, Creador de todo lo


visible y de lo invisible…

¿Es verdad lo que estoy escuchando? ¡Nadie puede ser tan ingenuo
como para creer que existe solamente un dios!

-¡Blasfemas!

Su Alteza nunca ha enfrentado a una Blasfemia…

-¡Silencio!- ordenó el Faraón y Arlhotep recibió de un soldado un golpe


tal que lo hizo callar –Tú, Arlhotep, has sido especialmente necio y perjudicial
para nuestro pueblo, el elegido por Atón. Con el pretexto del culto a la falsa
diosa Isis has mantenido secretos y le has negado total obediencia a tu Faraón.
Con mentiras has enviado a valientes guerreros egipcios a los confines de la
Tierra para saciar tus ambiciones.

He servido siempre a la Diosa Madre y he hecho su voluntad en


beneficio de todas las gentes que habitan este reino y los demás…
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-¡Te aferras a tus falsedades! Pero te daré una oportunidad. Todos los
sacerdotes del reino han reconocido a Atón como el dios verdadero y ya se
están instruyendo en los misterios de su culto. Abraza tú también la verdadera
fe y serás perdonado, aquí y en la otra vida.

¿Atón? ¿Quién es éste a quien mi soberano ha decidido adorar tan de


súbito?

El Faraón hizo una seña con la mano, y el hombre barbado emergió


desde atrás del trono.

-Éste es Moisés. Es el sumo sacerdote de Atón. Él te enseñará todo lo


que debes saber sobre el dios verdadero.

Moisés le habló al postrado y sangrante Arlhotep: –Atón es el único


Dios, el Creador del mundo y de los hombres. Por muchos siglos la verdad ha
estado oculta, pero ahora él habla de nuevo a su pueblo, a sus creaciones, para
que conozcamos la verdad y cantemos los himnos de su gloria. ¡Atón me ha
hablado!- la voz del sacerdote retumbó en el salón y muchos de los presentes
se estremecieron -Se me presentó en el medio del desierto, como una zarza
que ardía sin quemarse jamás y me ordenó predicar a los hombres la verdad de
su Palabra. Su poder infinito me permite realizar milagros en su nombre.
¡Contemplad la magnificencia del dios verdadero!

Tras invocar el poder de Atón, Moisés levantó su cayado y golpeó el


suelo con él. De pronto, la vara se convirtió en un áspide. Pero entre las
exclamaciones de asombro y las alabanzas al dios verdadero, se escuchó la
leve risa de Arlhotep.

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¿Convertir palos en serpientes? ¿He allí el poder de Atón? Este simple
truco podría ser realizado por hechiceros nóveles… ¡No! ¡Que mi Faraón
escuche lo que debo decir! Este dios del que hablan no es más que otro de
esos advenedizos y ambiciosos. Conozco a los de su clase: es joven, casi
infantil, y caprichoso, sediento de adoración y sacrificios. Sólo un dios necio
sería tan arrogante como para negar la existencia de los otros. ¡Pero Atón es
débil, no podrá defenderlos! Si insisten en adorar a este único y egoísta dios,
se quedarán sin la protección de los dioses antiguos y poderosos que aún
guardan la Tierra… ¡Isis! ¡Sólo Isis tiene el poder y la voluntad de
salvaguardarnos de la Muerte!

-El dios verdadero triunfará sobre la muerte y nos llevará al Paraíso.-


anunció Moisés.

No hablo de la suspensión de la vida, no hablo de la muerte del cuerpo


físico. Estoy hablando de la Muerte absoluta…

Por orden de Moisés, un soldado golpeó el rostro de Arlhotep con la


empuñadura de su lanza.

-Ya que por lo visto te niegas a abandonar tus creencias blasfemas, serás
condenado a morir en vida y sin posibilidad de resurrección. ¡Llévenselo!

Con empujones y golpes, Arlhotep fue llevado a una cámara de


embalsamamiento, donde lo ataron a una mesa de disección.

¡Pueden matarme, pero no cometan la estupidez de acabar con el culto


de Isis! ¡Sólo ella puede protegernos! Si imponen el culto de este dios
vanidoso, la condenación más absoluta caerá sobre todos…

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-Oh, pero no vamos a matarte, Arlhotep.- dijo Moisés con una sonrisa –
Tu destino será mucho peor. Ya que te aferras a tu herejía, te sepultaremos
según tu arcaica costumbre. ¡Serás enterrado en vida! Sufrirás de un eterno
suplicio encerrado en ese sarcófago. La maldición de Atón te impedirá morir.
Tu alma estará encerrada en un cuerpo putrefacto por toda la eternidad.- y
arrancó el talismán de Isis del cuello de Arlhotep.

Trato de hablar, trato de gritar, pero gruesos vendajes sujetan mi boca.


Los embalsamadores, otrora sacerdotes de los antiguos dioses y ahora
lacayos de Atón, cubren mi cuerpo con aceites y esencias propias de nobles
difuntos. Quiero gritar cuando veo la daga. Hacen una incisión en mi
abdomen, mi carne se abre, pero la sangre apenas escurre. Por esa abertura
introducen pinzas frías y tiran de mis entrañas… Me retuerzo, pero estoy bien
sujeto. ¡El dolor, madre, el dolor! Jalan, siguen jalando; mis intestinos se
desprenden, los veo salir de mi cuerpo. Veo salir todos mis órganos, uno por
uno. Nunca acaba. ¿Por qué vivo? ¿Por qué puedo sentirlo todo? Ahora
fuerzan unas largas pinzas por mi nariz… Presionan… Tiran… Siento que
partirán mi cráneo desde adentro… Mi cerebro… puedo verlos, puedo
sentirlos extraer mi cerebro… Ya no soy… ¿Soy…? Soy Arlhotep… el Sumo
Sacerdote de Isis… Atón… la Muerte… el Amanecer de la Muerte… Todo mi
cuerpo… excepto mis ojos… envuelto en vendajes… estoy muerto… ¿estoy
muerto…? Estoy en un sarcófago… con la efigie de Anubis, el Chacal…
Tanto dolor… tanta hambre… Moisés… veo… tu rostro… frente a mí…

-La maldición de Atón no te dejará morir, Arlhotep. Recuerda eso.

Recuerdo… mente sin cerebro… alma en cuerpo muerto… mi cuerpo


momificado… mi alma se pudrirá en mi cuerpo… La oscuridad eterna se
cierra sobre mí… Arlhotep, Sumo Sacerdote de Isis… Consagrado para hacer
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su voluntad… su voluntad… por siempre… por siempre… siempre… siem…
ssssss…

El sarcófago fue enterrado en una cámara subterránea excavada bajo el


desierto. Los esclavos que la construyeron fueron muertos allí mismo, y los
soldados que dieron muerte a esos esclavos fueron asesinados en sus lechos a
los pocos días. El sitio en que yacía el Sumo Sacerdote de Isis fue olvidado
por siempre.

Pero los lacayos de Atón no pudieron disfrutar de una prolongada


victoria. Los sacerdotes de los antiguos dioses egipcios se rebelaron contra la
tiranía de Akenatón, unos por verdadera fidelidad a sus deidades, los más por
recuperar la posición privilegiada que les aseguraba el régimen politeísta.
Akenatón murió envenenado y los sacerdotes que se habían convertido
sinceramente al culto de Atón fueron exterminados. El siguiente soberano,
Tutankhamón, restituyó el culto a los antiguos dioses, que sobrevivió en
Egipto por muchos siglos más. Pero los secretos del verdadero culto de Isis se
perdieron para siempre y ya nadie llevó a cabo la misión de la Diosa Madre.
Se dice, además, que Moisés logró escapar junto con los esclavos hebreos y
que los instruyó en el culto de Atón.

Mientras, en su agonía eterna, Arlhotep sabía que en los rincones más


oscuros del mundo las Blasfemias recuperaban fuerzas y que en los confines
de la existencia la Muerte proseguía su avance.

24
MOKÈLÉ-MBÈMBÉ

Cuenca del Congo, Siglo X a.C.

Aprendan, jóvenes, de la historia que les cuenta este anciano junto al


fuego. Si son juiciosos, aprenderán de este relato una valiosa lección,
especialmente aquéllos que quieran ser grandes guerreros y cazadores cuyas
hazañas pervivan en la memoria de nuestra gente.

“El mundo está poblado de monstruos”, me dijo una vez el hombre


sabio de la tribu cuando yo era muy joven. En ese tiempo yo era un mozo
inquieto y curioso, con ansias de conocer las tierras más allá del bosque, las
montañas y el gran río que rodean nuestra aldea. Me entretenía escuchar
historias de viajeros que habían visto las inmensas aldeas de piedra hacia el
Oeste, donde se pone el sol, frente a la Gran Agua. Se decía que a no muchos
días de marcha hacia el Norte y el Este, había un sitio visitado por hombres de
una tierra lejana que venían en busca de las piedras brillantes y las llevaban a
su reino, en donde había tribus grandes y poderosas que construían montañas
de piedra, en una región llana en la que casi no se veían árboles, y más allá,
donde un jefe sabio y poderoso gobernaba en la opulencia.

Yo quería conocer todo eso, pero sentí que antes de estar listo para un
viaje tal, debía entrenarme para ser un gran cazador, un rastreador experto, un
guerrero que pudiera procurarse forma de subsistir durante muchos días en la
selva, listo para enfrentar todos sus peligros. Mi padre me enseñó lo básico,
pero yo no quería ser sólo un buen cazador, sino un guerrero extraordinario,
como los héroes cuyas historias se cuentan alrededor de la hoguera.

Para probar mi valía, decidí viajar al Sur, más allá de las tierras de los
pigmeos, donde se cuenta que viven los monstruos más terribles y espantosos.
25
“Más grandes que los elefantes y los hipopótamos, más feroces que los
leopardos y los leones”, me aseguró el hombre sabio, pero no supo decirme
más, porque él nunca los había visto, sino que había oído de ellos por los
pigmeos. Tales advertencias no me desanimaron, sino que me alentaron a
seguir con la empresa, de modo que una noche salí a hurtadillas de mi choza
armado con mi lanza y mi arco, y me dirigí hacia el sur.

Durante diez días de caminata no encontré nada que fuera digno de ser
narrado. Atravesé la selva cada vez más espesa, más verde, rebosante de vida
en todas las direcciones y tremenda por las noches. Me procuré comida
durante el día y dormí en los árboles después de la caída del sol. Maté a
algunas serpientes y una noche escuché el rumor apenas audible de un
leopardo que se abalanzó sobre alguna presa desconocida. Al onceno día de
marcha una voz repentina me obligó a detenerme bajo la amenaza de ser
atravesado por innumerables dardos: estaba rodeado por los pigmeos. Su
lengua no me era desconocida y pude darles a entender que venía en paz, en
una expedición de caza. No me dispararon, pero me desarmaron y me llevaron
preso a su aldea. Algunos de ellos se negaban a creer que alguien tan joven
como yo se aventurara tan lejos de su aldea y sin compañía. Ellos pensaban
que debía ser miembro de alguna partida de exploración que estuviera
acechando su aldea. No habría sido la primera vez que nuestra gente arrojara a
los pigmeos de sus tierras.

Así es, jóvenes. Nosotros, los bantúes, no somos la raza más antigua
junto al Río que se traga a todos los ríos. Los pigmeos estuvieron aquí mucho
tiempo antes que llegáramos. Después de que Bumba vomitara el mundo,
nuestra gente vivió más al norte por muchísimo tiempo antes de venir a las

26
cercanías del Río, no hace muchas generaciones. Esta misma jungla que nos
rodea fue alguna vez hogar de los pigmeos.

Ellos dictaminaron darme la muerte y yo, sin más opción, les revelé el
motivo real de mi expedición. Cuando escucharon que quería ver y
enfrentarme a los monstruos que viven al Sur, algunos se rieron, mientras
otros se estremecieron. El hijo del jefe me condujo entonces a una choza y allí
me mostró el horrible tesoro que guardaba con una mezcla de orgullo,
veneración y espanto. Se trataba del cráneo de uno de esos monstruos. Era
más grande que un hombre, ¡enorme! La cara era alargada, con un pico como
de águila, un enorme cuerno sobre la nariz y muchos más sobre la testa. Era
algo verdaderamente apabullante.

Los pigmeos me dijeron que pertenecía a Emela-Ntouka, el asesino de


elefantes. Lo había cazado un ancestro suyo, muchas generaciones antes. Fue
necesaria la fuerza de toda la tribu y se perdieron las vidas de muchos
guerreros para derrotarlo. El hijo del jefe me explicó que la ferocidad Emela-
Ntouka se comparaba con la del leopardo y que se había ganado su nombre
porque se decía que le habían visto matar elefantes. Mas había monstruos
mucho peores en las junglas del Sur, de los cuales el más terrible era Mokèlé-
Mbèmbé, el que detiene el curso de los ríos. Me dijo que era una locura
avanzar. Las demás bestias eran poderosas, sí, y vivían por largos años, pero
finalmente envejecían y morían. Se les podía matar. Mokèlé-Mbèmbé, en
cambio, era algo más.

“Mbwiri, que posee a los hombres y los enferma puede ser repelido con
bailes y cantos; Los Obambo que asustan en la oscuridad de la selva, también
pueden ser apaciguados con rituales. Pero no hay hombre vivo que sepa cómo

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aplacar a Mokèlé-Mbèmbé, el que detiene el curso de los ríos” me dijo, y
nunca olvidaré sus palabras.

El hijo del jefe me instó a volver a mi aldea y no seguir con una


búsqueda suicida, pero yo me mantuve firme y él no tuvo más remedio que
devolverme mis armas y dejarme partir hacia el Sur. Antes de marcharme
recibí del hijo del jefe una descripción de los monstruos que según las
historias de sus abuelos habitan esas tierras, además de este talismán protector,
que hasta hoy llevo puesto.

Anduve por el bosque durante otros diez días, siempre hacia el Sur,
hasta que emergí a un extenso claro. Ustedes saben cómo es la selva, siempre
llena de ruidos, sobre todo por las noches. Pero allí todo era silencioso. Como
las noches anteriores, dormí en la rama de un árbol. A media noche escuché
un rumor que me despertó sobresaltado y sentí que alguien me observaba.
Algo se movía en la copa del árbol, sobre mi cabeza. No pude verlo bien, pero
no parecía más grande que un mono, de modo que no me alarmé.

Al día siguiente reemprendí mi camino. Por momentos creí perderme en


la espesura y temí haberme quedado atrapado en parajes oscuros de selva
voraz, en los que, como en el claro de la noche anterior, reinaba el silencio. En
varias ocasiones me sentí observado y alguna vez me pareció ver, con el
rabillo del ojo, una figura pequeña y oscura que saltaba sobre los árboles.

Al atardecer llegué a la orilla de un arroyo, cuyas márgenes estaban


cubiertas por exuberante vegetación. Y, no lejos del arroyo, una gran fosa
hedionda se extendía por una larga distancia. Cientos, miles de huesos
enormes se encontraban desparramados y amontonados hasta los bordes de la
fosa. Huesos más altos que un hombre, y gigantescas púas y placas

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puntiagudas más filosas que cualquier lanza. Nubes de moscas revoloteaban
sobre la fosa y mareas de gusanos se retorcían entre los huesos. La peste que
manaba de aquel agujero era insoportable. Entonces creí escuchar un fuerte
sonido, como de chapoteo en el arroyo. Me volví y alcancé a ver una sombra
enorme que nadaba y se sumergía en las aguas turbias y oscuras. No quise ver
más, así que rodeé la fosa y me alejé de allí a toda prisa.

Poco después alcancé una llanura descubierta; calculé que debía


caminar por la mitad de un día antes de llegar al siguiente grupo de árboles.
Pero escuché una voz, apenas un susurro lejano, que me decía “vuelve”…
Miré hacia atrás y vi, posado en una roca, un pequeño lagarto. Su forma y su
tamaño correspondían con la sombra que antes había visto acechándome.
Recordé viejas historias sobre Obrigwabibika, los enanos mágicos que pueden
transformarse en lagartos y que cuidan las selvas y los ríos. Pero luego dudé
de haber oído lo que había oído, no le di importancia al asunto y emprendí mi
marcha a través de la llanura.

Cuando el sol alcanzó el cenit, encontré varios montones de piedras


muy extrañas, en las que estaban grabadas imágenes que yo no podía
comprender. Muchas de ellas mostraban monstruos horribles, que debían ser
gigantescos, pues sobrepasaban las copas de los árboles. Algunas más
mostraban hombres, y unas pocas, que me estremecieron, eran imágenes de
hombres que no eran hombres y que no podría empezar a describir.

Observaba estos montones de piedras cuando de pronto escuché un


chillido que me desgarró los oídos. Entonces, la luz del día se extinguió y el
aire se tornó frío, como si hubiera anochecido de pronto. Algo había cubierto
el sol. Por un instante fue como una noche inmediata se hubiera cernido sobre
mí. Después, la cosa o animal que voló sobre el mundo ya no estaba, ni había
29
señales de ella. Recordé entonces el nombre de Kongamato, el destructor de
botes, el monstruo volador de quien los pigmeos me habían hablado.

De pronto escuché otro rugido, sin duda de un depredador, y sentí sus


pisadas retumbantes acercándose a gran velocidad. Corrí sin mirar atrás. Sabía
que esa cosa estaba cada vez más cerca… me pareció que pude sentir su
aliento fétido en mi nuca. Entonces vi mi salvación: una pequeña abertura en
lo que parecía ser la ladera rocosa de una colina. Me apresuré hacia ella y me
deslicé adentro. Apenas estuve adentro cuando cesaron las pisadas y los
rugidos. Llegué a preguntarme si en realidad no habría imaginado todo eso.

Cuando estuve seguro de que lo que fuera esa cosa que me perseguía no
estaba ahí, salí de mi escondite y pude entonces darme cuenta de que no me
había metido en una gruta o madriguera. Era una especie de choza, grande,
más grande que la de los jefes más poderosos y ricos, armada con cientos de
piedras colosales, y cubierta de hierbas y tierra. Rodeé la choza, observando
sus cuatro paredes; en una vi más imágenes talladas de los hombres que no
eran hombres. Se les veía torturar y matar con deleite a monos de algún tipo
que nunca había visto. En la siguiente, hacían lo mismo con simios, y en otra,
con seres que no eran ni simios ni hombres, sino alguna cruza extraña y
horrible. En las imágenes que llenaban la última pared, los hombres que no
eran hombres alimentaban a sus colosales bestias con hombres verdaderos;
sentí repulsión y miedo.

Estaba observando los extraños grabados en la piedra, perdido en ellos,


sin memoria de los prodigios y horrores que había contemplado esa misma
tarde, cuando una voz me sobresaltó. “Has llegado a un lugar al que ningún
hombre debía llegar... ¡vuelve ahora!”. Pero, no sé por qué, continué hacia
adelante.
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La noche me alcanzó, y el lugar quedó inundado por los rugidos de
enormes bestias que combatían y hacían estremecerse a la tierra misma. No
me sentí seguro ni en las alturas de los árboles, y pasé la noche cubriéndome
los oídos, pues tales gritos me robaban el valor y el deseo de vivir. Al
amanecer continué la marcha y al mediodía me encontré con un gran brazo del
Río. El agua corría libre y veloz, y el murmullo del torrente alegró mi corazón.
Me di cuenta de lo agotado que estaba y me permití sentarme a descansar a la
orilla del Río dador de vida. Pues del Río viene la vida, jóvenes. Las plantas
crecen gracias a él, pues la lluvia es el agua que el Cielo le devuelve al Río.
Los animales se alimentan de las plantas, y nosotros devoramos a ambos. Al
matar obtenemos vida; al morir, la damos, pero al final, todo vuelve al Río.

Reflexionaba sobre todo esto que les digo cuando noté que el rumor del
agua ya no llegaba hasta mí. La corriente se había detenido. Pronto el caudal
comenzó a disminuir lentamente y me pareció que el agua se ponía roja. Pero
no era el agua, sino que en ella se reflejaba el cielo, que desde el horizonte
hacia el cenit había tomado el color de la sangre. No había viento, ni nubes, ni
un solo ruido. Sentí miedo como nunca antes lo había sentido, y me supe
inválido e indefenso como un bebé abandonado en medio de la jungla. No
podía moverme, ni respirar, ni pensar.

Pero con todo el temor que me invadía, algo me obligó, casi contra mi
voluntad, a volver lentamente la cabeza. Entonces lo vi. Mokèlé-Mbèmbé, el
que detiene el curso de los ríos. Lo último que escuché fueron mis propios
gritos de terror.

No sé qué pasó después. Cuando desperté, varios días después, me hallé


de nuevo en la aldea de los pigmeos. Me dijeron que me habían encontrado
inconsciente entre unos arbustos, no muy lejos de allí. El buen hijo del jefe me
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acogió y me instó a que contara mi aventura. Pero yo no quería recordar y
apenas hube recuperado mis fuerzas emprendí el camino de regreso a casa.

Después de esa experiencia me volví un muchacho tímido y enfermizo.


Envejecí prematuramente: no soy tan anciano como aparenta mi faz. Olvidé la
idea de volverme guerrero y me hice chamán, para aprender todos los conjuros
contra los demonios. Y los aprendí, pero aún ese conocimiento no consigue
brindarme sosiego. Nunca volví a alejarme de la aldea. Aún hoy le temo a la
selva durante las noches, todavía los ruidos nocturnos me sobresaltan y me
impiden conciliar el sueño. No me pregunten qué es lo que vi; tratar de
recordarlo es doloroso. Maldad, tinieblas… y muerte, es todo lo que puedo
decirles. Aprendan de mi historia, jóvenes cazadores, aspirantes a guerreros.
Yo fui afortunado, pues me ayudó algún espíritu bondadoso. Pero sea que
ustedes se pierdan por buscar la gloria en absurdas pruebas de valor. No sea
que se topen con Mokèlé-Mbèmbé y, como yo, abandonen por siempre toda
esperanza en la vida.

32


Atenas, finales del siglo V a.C.

Escenario

Una catacumba subterránea en Atenas. A la extrema derecha, un altar


construido con cráneos, flanqueado por trípodes que arden. En la pared del
fondo están encadenadas las mujeres del coro. Hay huesos y manchas de
sangre por todos lados. El miedo, denso, flota en el aire. Los personajes entran
y salen por la izquierda.

Personajes

ENCAPUCHADO, siervo de Fobos


EUTELPIS, hija de un rico ateniense
CORO de mujeres cautivas
DEIMOSKÓTONES, oficial espartano
Hoplitas espartanos

CORO.- ¡Dioses inmisericordes! ¿Por qué no se apiadan de mí? ¿Por qué


permanecen inactivos contemplando nuestro sufrimiento sin dar señal de su
existencia? Hemos estado cautivas muchos días y noches aquí, en la oscuridad
de estas mazmorras, hemos visto horrores insoportables. ¡Ah, si tan siquiera se
nos concediera la muerte!

Entra Eutelpis, como arrojada a la mazmorra; tiene huellas de golpes y


malos tratos, y solloza asustada.

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CORO.- ¿Qué es esto? ¿Una nueva víctima para el malvado que nos
tiene aprisionadas? ¡Pobre de ti, bella doncella! Aún en mi dolor me apiado de
ti, pues lo que he sufrido no se lo deseo a mortal alguno, ni siquiera a los
terribles espartanos que allanan nuestras tierras. Habla, ¿quién eres?

EUTELPIS.- Soy hija de un señor principal de esta ciudad. ¿Por qué me


encuentro aquí? No lo sé. Fui raptada por un captor desconocido cuyo rostro
nunca alcancé a ver, y ahora estoy aquí, en esta horrenda catacumba, y no sé
qué destino me aguarda. (Retrocede hacia la izquierda, descubre el macabro
altar y se sobresalta)

CORO.- ¡Pobre niña, dos veces desdichada! Creciste entre lujos y


comodidades e ignoras lo que es dolor y el miedo. ¡No hay peor forma de
conocerlos que en este lugar sin esperanzas!

EUTELPIS.- Decidme, mujeres, ¿qué lugar es éste? ¿Y quién os tiene tan


cautivas y maltratadas? Pues es evidente que no habéis visto la luz del sol ni
probado alimento en muchos días.

CORO.- Dices bien, pero la oscuridad y el hambre no son tan horribles


como lo que hay aquí. El hombre, si hombre es, que aquí nos tiene es tan cruel
y malvado como jamás se ha visto. ¡Es el agente del miedo, el sacerdote de
Fobos!

Se escucha el rugido indescriptible e innatural de un monstruo

EUTELPIS.- ¡Por Zeus! ¿Qué bestia tan horrible produce semejantes


gritos que me llenan de espanto?

CORO.- Son las criaturas que nuestro captor guarda en el calabozo detrás
de esta pared. Nunca las hemos visto, pero somos obligadas a escuchar sus

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detestables bramidos. Así vivimos, presas de ese hombre loco, no conocemos
más emoción que el miedo. Y de pronto llega sin avisar, no sabemos en qué
momento, y toma a alguna de nosotras para llevarla a la mazmorra. Ahí la
tortura de formas que no imaginamos y después las ofrece a los monstruos. Al
terminar, trae sus restos mutilados al altar de Fobos y los inmola para
satisfacer el hambre del terrible dios. ¡Y nosotras debemos escuchar los
alaridos de agonía de nuestras compañeras y observar los impíos sacramentos
de nuestro captor!

EUTELPIS.- ¿A cuántas ha matado ya?

CORO.- Los huesos que ves a tu alrededor dan cuenta de ello.

EUTELPIS.- ¡Ay, mísera de mí! ¡Padre, padre! ¿No pueden tu poder y tus
riquezas venir a salvarme? ¡Preferiría morir antes de ser sometida a los
tormentos de los que hablan estas mujeres! ¿No hay aquí filosa daga o tensa
cuerda con la que podamos piadosamente quitarnos la vida?

CORO.- En vano llamas a tu opulento padre, niña. Desgarradas están


nuestras gargantas de pedir salvación a los dioses, y si de ellos ya no
esperamos nada, de los mortales aún menos.

Se escuchan rugidos horribles, pero distintos a los primeros. Eutelpis se


cubre los oídos con la mano y se tira al piso, presa del terror.

CORO.- ¡Ay! ¡Ay! ¡Y con las manos encadenas ni siquiera podemos


cubrir nuestros oídos para no escuchar estas blasfemias! ¿Cuándo se nos
permitirá morir? ¿Cuándo acabará este horror?

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Entra el Encapuchado, cubierto de pies a cabeza con una túnica negra.
Su andar es desgarbado. En la mano derecha lleva una hoz ensangrentada y
en la izquierda una antorcha. Crece el miedo que reina en la atmósfera.

ENCAPUCHADO (Al Coro).- ¿Aún guardas esperanzas en la muerte?


Mujer simple, lo que aquí has vivido no es nada comparado con lo que te
aguarda después de la vida. (Se dirige a Eutelpis, que se incorpora). Y tú
joven aristócrata, prepara tu alma para sentir miedo como no creíste que
podías sentir, prepárate para dejar de lado todas tus esperanzas. ¡Pues están en
el templo de Fobos! (Dicho esto, deja la antorcha en un sostén de la pared y
la hoz sobre el altar).

EUTELPIS.- ¿Quién eres, hombre malvado? ¿Qué mal te hecho yo para


que me robes de la casa paterna y me traigas aquí para atormentar mi mente
con amenazas de suplicio y tortura?

ENCAPUCHADO.- Ningún mal me has hecho, joven doncella, pero eso no


importa. Las leyes de los hombres –que, por otro lado, nunca se cumplen-
dictan que se otorgue mal por mal y bien por bien. Las leyes de los dioses son
distintas y ellos no conocen mal ni bien.

EUTELPIS.- ¡Blasfemas! ¡Los dioses son justos y aman el bien!

ENCAPUCHADO.- No me aburras con tus ideas infantiles sobre la


divinidad. Y en cuanto a mí, soy un humilde siervo de Fobos. ¡Oh, Fobos, el
más grande entre los dioses! Tú todo lo mueves. Por miedo a sus enemigos los
hombres hacen la guerra, por miedo a la destrucción firman la paz. Por miedo
a las fieras y al clima construyeron sus primeras moradas. Por miedo al látigo
trabajan los esclavos. ¡La simple acción de vivir no es más que una respuesta
al miedo a la muerte!
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CORO.- ¡Hombre cruel y monstruoso! ¿Por qué trajiste a esta pobre
muchacha para hacerla sufrir? ¿No has arruinado ya bastantes vidas? ¿Cuándo
se saciará tu sed de sangre, de dolor y de gritos?

ENCAPUCHADO.- ¡Fobos nunca está satisfecho! Es mi deber como su fiel


sirviente sembrar miedo y cosecharlo. Y debo agregar que disfruto mucho de
mi oficio.

EUTELPIS.- ¡Cobarde! ¡De mujeres indefensas te aprovechas! ¿Qué


mérito hay en causarle temor al sexo débil? ¡Cobarde eres, te digo!

ENCAPUCHADO.- ¿Cobarde? ¡Cobarde fui! Viví y crecí con miedo. Era


un niño temeroso y un hombre sin temple. Temía a la oscuridad, a las bestias,
a las armas, a la furia de los hombres. Temía a la muerte y al dolor. Pero un
día, muchos años atrás, antes de que tú nacieras, la plaga azotó Atenas.
Vosotras sois muy jóvenes para recordar. La plaga era… ¡era hermosa!
¡Fiebres, dolores, hemorragias, diarreas, migrañas, pústulas! Todo eso sufría
cada uno de los enfermos. ¡Días gloriosos los de la plaga! Los hombres se
volvieron contra sus hermanos, se dedicaron a la obscenidad y a la perdición,
prodigaron su caudal y no pensaron en el futuro. El mismo Pericles falleció
por esta enfermedad y se acabó la era dorada de Atenas.

Yo mismo me vi enfermo y lleno de dolores y lesiones deformantes.


Supliqué a los dioses que me salvaran, o que aliviaran mi dolor
permitiéndome morir. Recé a Zeus, A Apolo, a Atenea, a Asclepio… Incluso
le rogué a dioses extranjeros, pero ninguno tuvo el poder o la voluntad de
responder. Entonces encontré a Fobos. ¡Oh, Fobos, grandioso! No es hijo de
Ares, dios pequeño, como dicen los poetas. Fobos es más antiguo que Zeus y
que Cronos y Urano, dioses ridículos y mezquinos, pues Fobos nació del Caos

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mismo. Él me salvó de la plaga y me hizo el honor de convertirme en su
siervo. A cambio, yo le proporciono el miedo de los mortales.

¿Cobarde me llamas? Sabe que en un principio rapté mujeres y niños


porque pensé que en ellos sería más fácil provocar el terror a través de la
tortura. Después pasé a atormentar valerosos varones, soldados, líderes y
piratas… Creí que habría gloria en observar la mirada de impotente espanto en
los ojos de un fiero guerrero. Pero me equivoqué. Es mucho más fácil quebrar
el espíritu de un hombre y hacer que se suma en el miedo sin esperanzas. Pero
la mujer… ¡Ah, la mujer es fuerte! Su alma no se quebranta con facilidad.
Soporta mejor el dolor y conserva la esperanza ante las mayores dificultades.
¡Y sus gritos son tan melodiosos, y su piel tan hermosa es más tentadora para
mutilar! Por eso volví a ellas, porque su miedo es más placentero para Fobos.

EUTELPIS.- ¿Qué dices? ¿Has torturado y matado a inocentes niños?

ENCAPUCHADO.- Por Fobos que sí, lo hice, y me complací en sus gritos


y expresiones de horror. Incluso logré que el miedo enloqueciera a ciertos
hombres y los hice matar a sus propios hijos. ¡Oh, qué deleite encontré en las
súplicas de los pequeños! “¡Padre, padre, no me mates!”, decían, pero sus
progenitores, con el juicio trastornado, aplastaron sus pequeños cráneos con
piedras y hundieron filosas hojas en sus carnes.

EUTELPIS.- ¡Hombre loco! ¡Hombre cruel! ¡Mil veces te maldigan los


dioses!

ENCAPUCHADO.- Niña tonta, hombre ya no soy. Y tus dioses nada


pueden contra Fobos, que vela por mí.

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Se escucha un nuevo bramido monstruoso. Las mujeres gritan y se
retuercen, pero el Encapuchado permanece impávido.

ENCAPUCHADO.- Escucha, hija de la aristocracia, el canto de los


monstruos de Fobos.

EUTELPIS.- ¿Qué seres horribles guardas en tu calabozo? ¿Son, acaso,


quimeras u otras bestias similares las que esperan alimentarse con nuestra
carne?

ENCAPUCHADO.- ¡Niña simple! ¿Crees que los monstruos que pueblan el


mundo son como los describen los poetas, con partes de animales pegadas
grotescamente unas sobre otras? ¿Te figuras que las criaturas que moraban el
Laberinto de Minos eran cosas tan simples como hombres con cabeza de toro?
Y no se alimentarán de tu carne, sino de todo lo que eres. ¡Ya llegarás a
conocer a estos engendros del miedo! Pero ahora, otra será la que llegue a su
destino.

El Encapuchado va hacia el altar y recoge su hoz. Después camina


hacia las cautivas y libera una cadena del extremo que está sujeto a la pared.
Tira de la cadena obligando a una de las mujeres a levantarse.

CORO.- ¿Qué haces? ¡No! ¡No te atrevas a separarnos! ¡Esto es impío y


blasfemo!

ENCAPUCHADO.- ¡A callar! Vamos.

Se va el Encapuchado llevando a rastras a su víctima y dándole de


golpes.

EUTELPIS.- ¡Por piedad! ¿Qué destino le aguarda?

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CORO.- Quisieran los dioses que no lo supiésemos ya…

Se escuchan alaridos de indescriptible dolor de la mujer, acompañados


de una orquesta de rugidos y aullidos de muchos monstruos ignotos. Las
mujeres del coro gritan de miedo y se retuercen encadenadas. Eutelpis se
arroja de nuevo al piso, cubriéndose los oídos y se queda temblando en
posición fetal. Cuando el abominable concierto se detiene, las mujeres y
Eutelpis recuperan relativa calma. Eutelpis se incorpora.

EUTELPIS.- ¡Y yo creí que el furioso asedio en que Esparta tiene a


nuestra patria era lo que había que temer! ¡Temía que al caer las defensas de
Atenas me viese yo prisionera y esclava de los lacedemonios y que mi padre
perdiera sus riquezas! Ahora se me presentan nuevos e insospechados
temores. No sé que es peor: el conocimiento del horrendo fin que tendrá mi
vida, o la tortura que ese malvado hace a nuestras almas y mentes al hacernos
esperar.

CORO.- Eso mismo me pregunto yo todos los días. ¿Será peor llegar al
suplicio de una vez o la agonía de la espera?

Entra el Encapuchado, bañado en sangre, cargando un montón de


jirones de carne y piel, con algunos huesos. Los pone en el altar de Fobos y
arroja algunos trozos de carne al fuego. El olor a carne quemada inunda el
área.

ENCAPUCHADO (Hacia Eutelpis).- Y ahora, hija del rico ateniense, que


has escuchado la clase de horrores que mi dios todopoderoso ha reservado
para ti, ven a encontrarte con tu destino. (La sujeta con violencia y entre
jalones y empujones se la lleva por la izquierda)

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EUTELPIS.- ¡No! ¡Dioses no! ¡Sálvenme! ¡Zeus, abáteme con tu rayo
para que perezca antes de ser sometida este suplicio! ¡No, por favor, no!
(Sigue gritando mientras desaparece de escena).

CORO.- ¡Demasiadas muertes, demasiadas torturas hemos escuchado!


¡Demasiadas amigas y amigos hemos visto partir! Tenemos esperanza en la
muerte, pero ¿y si ese hombre tiene razón y tras ella hay horrores más terribles
que los que hay en vida? Sería entonces dichoso quien permanezca en este
mundo soportando estos suplicios. Pero no. Ese hombre es malvado y busca
trastornar nuestro juicio y matar nuestras esperanzas. Tengamos fe en que aún
la morada de Hades guarda un lugar de paz…

Empieza de nuevo el concierto de sonidos monstruosos y de gritos de


dolor. Las mujeres del coro gimen y se retuercen. Estos abominables ruidos
duran por minutos interminables hasta que se detienen de golpe.

CORIFEO.- Muerto ha, sin duda, la pobre hija del rico ateniense.

Entra Eutelpis, herida y ensangrentada, caminando errática y


trastabillando. Sostiene en su mano la hoz sangrante del Encapuchado.

CORO.- ¿Pero cómo? ¿Te ha dejado vivir? ¿Es que piensa matarte de
poco en poco para prolongar tu agonía por más tiempo?

EUTELPIS.- No amigas, he sido yo quien lo ha herido.

CORO.- ¿Cómo? Habla, niña.

EUTELPIS.- Me condujo a un calabozo más horrible que éste, un sitio


oscuro e inmundo. Allí me ató a una mesa, en la que pretendía atormentarme
hasta causarme la muerte. La primera parte de su plan se vio cumplida, como

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seguramente habéis escuchado. Me cortó y me apuñaló con su hoz hasta que
quise morir mil veces. Pero este asesino no había atado bien mi diestra y
aprovechando un breve instante de distracción suya, liberé mi mano, tomé su
hoz y le di una estocada en el costado. El villano retrocedió por el dolor y yo
pude escapar.

CORO.- Pero, ¿y los monstruos que con nuestras compañeras ha


alimentado?

EUTELPIS.- No hay tales, sino máquinas. Máquinas activadas por la


fuerza de un arroyo subterráneo y que, con trompetas, tubos, timbales y otros
instrumentos que no puedo describir producen los rugidos odiosos que hemos
escuchado. Era justamente mientras ese villano se distrajo operando sus
máquinas que encontré oportunidad para herirlo y huir. No hay más monstruo
aquí que la locura y la maldad de las que son capaces los hombres.

CORO.- ¡Bendita seas, niña! ¡Ahora libéranos y escapemos juntas de


esta lúgubre prisión?

Eutelpis se doblega, gime de dolor, y se postra.

EUTELPIS.- No tengo fuerzas, ese hombre me ha matado… Pero ¿qué es


eso?

Se escucha un estruendo que proviene desde la superficie, gritos


enardecidos, estrépito del metal chocando y el rumor de muchos pasos.

CORO.- Suena como un ejército.

EUTELPIS.- ¡Tal debe ser! Es el ejército lacedemonio que entra en


nuestra ciudad. ¡Oigo sus pasos muy cerca! ¡Ah, valientes espartanos a los que

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antes temí más que al Hades, pero que ahora son la encarnación de la
esperanza! ¡Quieran los dioses que las tropas de Esparta encuentren esta
catacumba y vengan a liberarlas! ¡Ay, amigas! Muero ya, pero me voy con
dos dichas. Una, la de saber que no hay aquí más monstruos que ese hombre,
simple mortal al fin, al que pude herir. La otra, la esperanza de que pronto
seáis vosotras liberadas. ¡Adiós amigas, muero ya!

Eutelpis cae muerta al suelo. Entra el Encapuchado, sujetándose el


costado herido.

ENCAPUCHADO.- Estúpida niña. Me ha herido, pero no de muerte.


¡Ahora ustedes pagarán por su insolencia!

Entra Deimoskótones, general espartano, seguido por dos hoplitas.


Todos están completamente armados.

DEIMOSKÓTONES.- ¿Qué es esto? ¿Qué lugar es éste?

CORO.- Oh, valiente espartano, somos víctimas de este hombre cruel


que se ha complacido en torturarnos en cuerpo y alma para después darnos
muerte. Mira a esa niña que yace en el suelo, víctima de la maldad de este
asesino.

DEIMOSKÓTONES.- Vil gusano y no varón es quien ejerce violencia


contra mujeres indefensas. ¿Quién eres, villano?

ENCAPUCHADO.- ¿Quién soy? ¡Te mostraré!

El Encapuchado se coloca de frente a los espartanos y a las cautivas,


dando la espalda al auditorio, y se levanta la capucha.

ENCAPUCHADO.- Éste es el regalo de Fobos. ¡Contemplad!

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Las mujeres emiten los peores alaridos que se han escuchado;
Deimoskótones grita también y se cubre con su escudo; los dos hoplitas huyen
espantados. El Encapuchado se cubre de nuevo la cara.

CORO.- ¡No es posible! ¡No es posible! ¿Qué son esos rasgos


inhumanos? ¿Qué es esa mueca deforme que emula una sonrisa? ¡Miedo,
miedo, miedo! ¡Jamás podré sentir otra emoción!

DEIMOSKÓTONES.- ¡Eres un monstruo!

Deimoskótones atraviesa al encapuchado con su lanza y éste cae por


tierra, aunque aún vivo.

ENCAPUCHADO.- Puedes matar este cuerpo débil, espartano, pero no


puedes vencer a Fobos. He cultivado el miedo en estas mujeres, y el miedo
emana de ellas y contamina todo lo que se les acerca. ¡Ya nunca conocerás
otra emoción que el terror!

DEIMOSKÓTONES (agitado, tembloroso, resoplando y sudando frío).- Es


verdad. Tengo miedo. Me siento invadido por un terror que nunca había
experimentado. No es natural este sentimiento, como no es natural el rostro
que vi hace unos instantes. ¿De dónde viene el terror? ¿Cómo me libro de él?
(se vuelve hacia las mujeres del coro) ¡Ustedes! ¡Ustedes están contaminadas
con miedo! ¡Este terror ultraterreno emana de ustedes!

Enloquecido y desesperado, Deimoskótones con su lanza procede a


masacrar a las mujeres cautivas, que gritan aterradas y elevan súplicas
incoherentes, mientras el hierro brutal penetra sus cuerpos. Al final, queda
Deimoskótones bañado en sangre.

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DEIMOSKÓTONES (arroja a un lado sus armas y se sumerge en la
desesperación).- El temor no se va. No puedo respirar, no puedo vivir. ¡No
soporto este pánico que me embarga! ¡Piedad! ¡Piedad! (se va corriendo y
dando gritos lastimeros).

El Encapuchado, herido y sangrante, se arrastra por el suelo y, con voz


moribunda y entrecortada, se dirige al auditorio.

ENCAPUCHADO.- ¿Lo veis? El triunfo de Fobos es inevitable. Permití a


esas mujeres tener un instante de esperanza, para después redoblar sus miedos.
Es así como Fobos juega con los mortales. Y vosotros, ¡¿creéis poder evadir la
influencia omnipresente de Fobos?!

El Encapuchado ríe y su carcajada oscura y terrible se hace más


estruendosa conforme las llamas de antorchas y trípodes se extinguen y la
escena se oscurece. Fin.

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EL MONTE DE LOS CRÁNEOS

Judea, siglo I

¡Padre, tú que tienes el poder, sálvame! ¡Padre, tú que puedes, líbrame


de este destino! ¡Padre, si lo que quieres, puedes ahorrarme este suplicio!

¡Padre! ¿Qué es esto que jamás había experimentado? ¡El dolor, padre,
el dolor! ¡Mírame! Los clavos me atraviesan las manos y los pies, las espinas
laceran mi piel. Me azotaron, padre, me golpearon con látigos y con palos,
desgarraron mi carne con púas y garfios. ¡Y tú permaneciste observando sin
hacer nada! ¿Cómo puedes contemplar mi sufrimiento sin intervenir? ¿Con
esa misma indiferencia miras el dolor de todos los mortales?

Estoy muriendo, padre, y no quiero morir. ¡No quiero morir! ¡No quiero
este sacrificio! ¿Es en verdad necesario? ¿No te bastó con haber traicionado y
violado a mi madre? ¿Con esto volveré los corazones de los hombres hacia ti?
¿Con esto los salvaré de la Muerte? ¿Cómo puedo salvarlos de la Muerte,
padre, si no puedo salvarme yo mismo? ¿Tú podrás, padre? ¿Tú podrás
traerme de vuelta?

Oh… ¡No! ¿No te das cuenta? Mi vida y obras no han servido de nada,
la Muerte viene en camino… ¡Puedo sentirla apoderarse de mí! No podemos
vencerla. Pronto dejaré de existir. ¡La he visto! ¡No…! No puedo, padre, no
puedo. Oh, si supieras el tormento que vivo, si pudieras conocer el miedo que
me posee. ¡No veo esperanza, no veo salvación! ¿No lo entiendes, padre? ¡No
podemos vencer! Ese lugar que has creado para aprisionar a tus enemigos…
¡No podrá contenerla!

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Pero… tú ya lo sabías, ¿verdad? Oh… ahora lo entiendo. No te interesa
vencer a la Muerte, no te interesa recuperarme de su poder. Sólo me entregas
para saciar tu sed de sacrificios. Voy a morir, oh Padre, voy a morir. ¡Ya lo sé!
Siento el frío, el silencio y la oscuridad entrando por mis heridas. Moriré de
forma absoluta. Y entonces harás que los hombres digan mentiras, los harás
decir que hice milagros, que resucité a los difuntos, que yo mismo volví a la
vida después de morir. Ellos te adorarán por tales embustes, y mi cuerpo
mutilado permanecerá en una sepultura olvidada y sin nombre. ¡El dolor,
padre, el dolor! Si de todos modos me vas a sacrificar, ¿no podrías dejarme
morir ya?

Pero claro… Necesitas el sacrificio, necesitas el sufrimiento, necesitas


que todos miren este espectáculo de tortura y demencia. ¡No! ¡¿Cómo puedes
hacerme esto?! ¡Soy tu hijo! Soy tu hijo… una parte de tu ser encarnado. De
nada te sirve mi sufrir. No podemos vencer, padre, ¿no te das cuenta? Oh…
Oh, no… Ahora lo veo… Estás loco, estás loco. ¡Hombres, vean a mi padre!
¡Está loco, está loco! Ansía adoración y holocaustos. Promete su protección
sólo a quienes se someten a su voluntad. Para los demás, ¡la condenación
eterna, mientras él permanece sentado en su trono de cráneos y mártires hasta
el Amanecer de la Muerte! ¡Padre, detente, no sabes lo que haces!

Estoy muriendo, muero ya… No encuentro esperanza de descanso ni


sosiego… Todo lo que hay frente a mí es oscuridad y frío… Sé que estoy por
morir, es más de lo que puedo soportar… pero me obligas a mantenerme
despierto, me obligas a sentir, tal es tu maldición… No… Muero, muero ya…
¡Ah!… ¿Qué es eso? ¡No…! ¡NO! ¡¡El horror, el horror!!

¡Padre, padre! ¡¿Por qué me has abandonado?!

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Volumen II

La Edad de las Tinieblas

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LOCH NESS

Caledonia, siglo VI

“Nunca te internes solo en el bosque, pues es ahí donde vive la hermosa


gente, la antigua gente, y sobre ti puede caer toda su furia”, solía decirle su
madre, pero él lo olvidó. Se apartó de los otros niños y deambuló distraído
entre la húmeda espesura de árboles y arbustos. Perdido en sus divagaciones y
fantasías, vio de pronto frente a sí a un hermoso corcel de pelaje negro
reluciente. El animal le fascinó de tal manera que él no dudó en acercársele. El
caballo se mostró manso y se dejó acariciar por el muchacho, que al fin se
animó a subir a su lomo. Sería una gran sorpresa para todos en la aldea cuando
él llegara cabalgando ese animal tan magnífico.

Pero apenas el chico se asentó sobre el caballo, éste se encabritó y


emitió un bramido antinatural y espantoso que se escuchó incluso en la aldea.
El caballo echó a correr con todo y jinete, galopando más veloz que la muerte.
Trató de saltar y arrojarse desde el lomo de la bestia, pero algo incomprensible
lo mantenía sujeto, encadenado a la piel del monstruo; incapaz de desmontar,
el niño lloró, rezó y gritó por ayuda. El animal alcanzó la orilla del Lago y con
un solo salto inmisericorde se arrojó hacia las aguas y desapareció bajo la
superficie. Ahí, en esos abismos de obscuridad primigenia, el niño quiso sentir
que se ahogaba, pero la piedad de una agonía silente no le fue concedida, pues
decenas de fauces monstruosas lo mordieron y desgarraron su piel y
carcomieron su carne y bebieron su sangre. Y el agua del Lago, tranquila
como siempre, siguió reflejando el color del cielo.

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Por aquellos días llegó Colum Cille desde Irlanda, con la misión de
extender el Reino de Dios entre los pictos y los escotos de Caledonia. El rey
Bridei lo recibió con hospitalidad y le dio permiso de predicar en sus tierras.
Así llegó a una aldea, no muy lejos del Lago, donde sus habitantes escucharon
con atención e interés a la historia de las obras y milagros del Hijo de Dios y
de los santos varones que le siguieron, mas no estuvieron dispuestos a
renunciar al culto de sus propios dioses. Los pictos hablaron a Colum Cille de
la gente hermosa, la gente antigua, que habita y protege los bosques y las
montañas. El santo les explicó que no eran más que demonios de la corte de
Lucifer, pero ellos no quisieron creerlo. Los pictos le contaron de las selkies,
las mujeres-foca que atraen a los hombres con sus encantos y luego los
devoran en cuerpo y alma, y Colum Cille dijo que no eran más que sirenas,
presentes en todos los mares del mundo. Le hablaron de los kelpies, los
caballos acuáticos que raptan y se alimentan de las personas. El santo les dijo
que todos esos demonios se irían de sus tierras en cuanto abrazaran la Fe
verdadera.

Entonces los pictos decidieron darle a Colum Cille la oportunidad de


probar el poder de su Dios. Le contaron del monstruo que infestaba el Lago y
que había matado a muchos niños, mujeres y hombres de la tribu. “Es como
un kelpie, pero no es un kelpie común”. Algunos guerreros, unos pescadores y
un hombre sabio condujeron a Colum Cille y a sus seguidores frente al Lago,
al sitio en que el monstruo había sido avistado por última vez.

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“En ocasiones se ve su cabeza asomándose sobre el agua; otras veces se
puede distinguir su silueta nadando bajo la superficie”, le dijeron. “¿Desde
cuándo vive este monstruo en el Lago?”, preguntó el santo. “Desde antes que
tu Dios sembrara el Jardín del Edén”, contestó el sabio picto y Colum Cille
sintió un escalofrío.

El santo envió a uno de sus seguidores, Luigne moccu Min, a nadar en


el lago para atraer a la bestia. Así lo hizo el fiel converso, confiado de la
sabiduría y santidad de su maestro y del poder de su Dios. Se echó al agua
negra y helada, y estuvo nadando por un buen rato antes de que los hombres
en la orilla empezaran a gritarle y a hacerle señas. Luigne miró detrás suyo y
vio la cabeza del monstruo; era como la de un caballo, pero más larga, con la
piel negra, desnuda y lustrosa como la de una foca. Su elegante cuello equino
se balanceaba hacia adelante y atrás con cada movimiento que hacía su cuerpo
oculto bajo el agua. Luigne, presa del terror, comenzó a nadar lo más rápido
que pudo hacia la orilla. En tierra, Colum Cille se santiguó, se puso de
hinojos, juntó las manos y elevó los ojos al cielo: “Señor, detén a esta bestia
maligna”, y luego agregó, dirigiendo la mirada hacia el Lago “No sigas
adelante. No toques al hombre. Regresa enseguida”. Pero el monstruo siguió
nadando sin dar muestras de que la oración del santo lo hubiese afectado en lo
absoluto. Pronto alcanzó a Luigne, sujetó su pierna de una mordida y entre
gritos y pataleos lo arrastró hacia las profundidades, mientras la superficie
apenas burbujeaba de sangre.

Los hombres en tierra se volvieron en silencio hacia Colum Cille, a


quien dolía más la humillación que la muerte de su discípulo. Por primera vez
en la vida, el santo albergó dudas sobre el poder de su Dios. Pero de inmediato
recuperó su fe arrinconada y se convenció de que no había rezado con

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suficiente fortaleza. Resolvió enfrentarse al monstruo en su propio terreno.
Pidió una lancha y dos voluntarios. Nadie se ofreció. Él solo abordó el bote y
remó adentrándose en el Lago.

Se encontraba ya lejos de la ribera cuando vio que a su lado nadaban


otros mostrencos como el que había matado a Luigne. Decenas de ellos se
deslizaban con la cabeza sobresaliendo del agua y bufando vapor ardiente.
Colum Cille fingió ignorarlos. Cuando consideró que se había adentrado lo
suficiente, se puso en pie sobre la barca, levantó las manos al cielo y exclamó,
“Padre Todopoderoso, libra este Lago de tus enemigos y de los enemigos del
hombre, para que aquí, en tierra de paganos, se te adore como es debido”, tras
lo cual pronunció serie tras serie de padrenuestros, avemarías y demás
oraciones, algunas de ellas hoy olvidadas. Los monstruos acuáticos produjeron
un coro de chillidos agudos y dolorosos que hicieron al santo perder el
equilibrio y lo obligaron sentarse en el fondo de la embarcación; después, las
criaturas acuáticas se sumergieron.

Colum Cille pensó que había triunfado sobre los enemigos del Señor y
sonrió orgulloso. “Demos gracias al Señor”, gritó “¡Aleluya!”. Pero ningún
sonido le respondió. Por un instante, fue como si todo hubiese quedado en
quietud sepulcral. Nada se movía, nada emitía rumor alguno. El santo miró
hacia el agua; por un momento creyó que su vista lo engañaba, porque el
cambio era muy gradual, pero luego se convenció de que el Lago se estaba
tornando rojo. Entonces miró el cielo, que parecía cubrirse de sangre, y
entendió que el Lago reflejaba su color. Los monstruos volvieron a la
superficie y nadaron en círculos alrededor de la lancha. El agua comenzó a
borbotear y pronto el Lago estuvo en ebullición; la barca se sacudió
amenazando con arrojar a su tripulante. Entonces, de entre las aguas terribles e

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iracundas, surgió el verdadero Monstruo, gigantesco como el salón de un rey.
Era de color negro y parecía estar hecho de fango y cieno. El Monstruo
extendió sus alas, que cubrieron el horizonte y entonces Colum Cille no pudo
ver otra cosa sino la negrura profunda y fangosa del ser que tenía ante sí, y
mirarla era como quedarse ciego y perder el alma en la oscuridad. Del agua
emergieron esqueletos de los hombres, mujeres y niños devorados por el
Monstruo y sus vástagos, y estos espectros flotaron formando espirales a su
alrededor. El santo apenas pudo reunir la fuerza de voluntad para persignarse.

“Dominus reget me et nihil mihi deerit…”, rezó Colum Cille de rodillas,


mas el rezo fue interrumpido por el rugido del Monstruo, un bramido
abominable que hizo que el santo cayera de espaldas. Lo más atroz no era el
rugido que escuchaba con los oídos, sino el que escuchaba con la mente, pues
el Monstruo le hablaba directo a ella y le transmitía ideas de muerte, locura y
destrucción. Durante un instante interminable, Collum Cille perdió casi toda
su fe y esperanza, y le costó toda su fuerza de voluntad emitir las palabras
sagradas. “Dominus reget me et nihil mihi deerit, in loco pascuae ibi; me
conlocavit super aquam refectionis educavit me…” y de nuevo el Monstruo
rugió y esta vez Colum Cille pudo sentir en lo más profundo de su alma lo que
decía…

Muerte… Yo soy la Muerte… La Destrucción Absoluta… La Desolación


Infinita… El pasado y el fin. ¡YO SOY EL DRAGÓN!

El santo estalló en lágrimas como un niño aterrorizado, se llevó las


manos a la cabeza y suplicó misericordia. Mas la fe que aún guardaba en su
interior le permitió recuperar la compostura, se levantó de nuevo y le gritó al
Monstruo, “¡No te temo! ¡Mi Señor triunfa sobre la muerte! Dominus reget
me et nihil mihi deerit, in loco pascuae ibi; me conlocavit super aquam
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refectionis educavit me, animam meam convertit deduxit me super semitas
iustitiae propter nomen suum, nam et si ambulavero in medio umbrae
mortis…”. De nuevo el monstruo lo interrumpió con su bramido, aunque esta
vez Colum Cille no perdió su entereza y retomó su rezos “Pater Noster, qui es
in Caelis… sed libera nos a malo…” Los engendros en el agua y los espectros
en el aire se burlaron de sus ruegos con escandalosos craqueteos que
simulaban carcajadas y el Monstruo siguió emanando terror y desesperación.

El santo pensó en una alternativa final, en un último intento; colocó las


manos sobre la superficie del agua -pequeños monstruos emergieron y le
mordieron los dedos, pero él los ignoró- y rezó, confiado en el poder que su
Dios le había conferido “Exorcizo te, creatura aquæ, in nomine Dei Patris
omnipotentis, et in nomine Iesu Christi, Filii eius Domini nostri, et in virtute
Spiritus Sancti: ut fias aqua exorcizata ad effugandam omnem potestatem
inimici, et ipsum inimicum eradicare et explantare valeas cum angelis suis
apostaticis, per virtutem eiusdem Domini nostri Iesu Christi. Amén”.

Entonces se escuchó un trueno omnipresente, el Monstruo aulló y sus


vástagos soltaron los dedos del santo y se revolvieron entre chillidos, los
espectros se desvanecieron, el cielo se aclaró, el agua quedó en calma y las
criaturas se hundieron en ella. Y el Monstruo, antes de deshacerse en
montones de fango y cieno lacustre, emitió un último silbido de muerte y
desolación.

Colum Cille remó, exhausto como estaba, hasta la orilla, donde los
pictos lo recibieron con vítores y exclamaciones, y no pocos se postraron ante
él, le besaron los pies y le suplicaron que los bautizara. El sabio picto se
acercó al santo cristiano y le preguntó cómo había logrado derrotar al
Monstruo. “Bendije el agua del Lago. Ahora toda ella está purificada y servirá
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para bautizar a tu gente, buen hombre”, “Pero, otras aguas llegarán al Lago,
aguas del río y de la lluvia, aguas que no están benditas. ¿No es así?”, “Sí”,
respondió Colum Cille desconcertado, y añadió tras una pausa “Pero el
Monstruo ha sido derrotado”. “Por ahora”, agregó el sabio picto con una
sonrisa triste, se dio la vuelta y se colocó al final de la fila de los que
esperaban ser bautizados.

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がしゃどくろ

Honshu, siglo X

¡Huesos, huesos, huesos! ¡Huesos hasta donde la vista alcanza!


Osamentas de hombres, mujeres y niños esparcidas por todo el campo;
cráneos, costillas, mandíbulas, pelvis y fémures con marcas de violencia y
enfermedad; restos de los habitantes de Kondō, a los que él, Takeshi no
Miyamoto, había condenado a una muerte horrible y sin esperanzas. Huesos,
huesos y más huesos sobre una tierra árida y devastada era todo lo que se
presentaba ante sus ojos. Miyamoto contempló horrorizado el panorama que
tenía frente a sí, gritó con desesperación y se dejó caer sobre los huesos
polvosos que tapizaban el páramo.

Casi dos años antes Miyamoto, ebrio de ambición, se había unido a la


rebelión de Taira no Masakado contra el poder de Suzaku-teenō, el Emperador
que tenía su corte en Heian-kyō. Miyamoto era entonces el señor de Kondō,
una pequeña extensión de tierra en la que apenas se encontraban algunas
aldeas más o menos prósperas. Ah, pero él, Miyamoto, vivía en un suntuoso y
fortificado castillo desde donde disfrutaba de las riquezas que arrebataba a sus
gobernados. Cuando Masakado se levantó en armas, Miyamoto no le envío a
sus mejores samuráis, aquéllos que custodiaban su castillo, sino que reclutó
por fuerza a todo varón capaz de sostener una lanza y los mandó a engrosar las
filas del rebelde.

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Masakado se apoderó de Hitachi, Shimotsuke y Kōzuke y se declaró
Shinnō de las tierras conquistadas. Entonces Miyamoto, desde la opulencia de
su castillo se congratuló de su destino como gran shōgun del nuevo
Emperador. Pero Masakado fue derrotado y muerto en la batalla de Kojima y
entonces las fuerzas del Emperador Suzaku, al mando de Taira no Sadamori,
iniciaron una campaña de exterminio contra los aliados y seguidores del
rebelde. El perdón no llegó ni para aquéllos que se rendían y los samuráis más
honorables no tuvieron más remedio que recurrir al seppuku, el suicidio ritual,
por haber traicionado a su Emperador. Pero Miyamoto no era honorable. No
podía rendirse para soportar los suplicios que le esperaban ni tenía el corazón
para pensar siquiera en el seppuku. Por ello, Miyamoto se preparó para el
asedio.

Los guerreros que aún le eran fieles recorrieron las aldeas de Kondō y
recolectaron todos los víveres, animales, cosechas, leña, ropas, utensilios y
herramientas que pudieron y los llevaron al castillo, dejando a las viudas y a
los huérfanos condenados a morir de inanición. Viudas y huérfanos eran, pues
ninguno de los hombres de Kondō sobrevivió a las batallas contra las fuerzas
imperiales. No fueron Sadamori ni Fujiwara, grandes generales del ejército
imperial, los que dirigieron sus fuerzas contra el castillo de Miyamoto, pues
no lo consideraban más que una amenaza menor. Fue un pequeño ejército,
comandado por un capitán llamado Osamu no Miyazaki, el que asedió la
fortaleza.

Miyasaki ignoró los padecimientos de los pobres de Kondō. Su ejército


no se ocupó de saquear las aldeas, ni de violar a las doncellas, pero tampoco
escuchó las súplicas de las viudas y los huérfanos cuando el hambre cayó
sobre ellos. Mientras Miyasaki y su ejército permanecían día y noche

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alrededor del castillo, y mientras Miyamoto y sus samuráis se daban banquetes
en la comodidad y seguridad de la fortaleza, los habitantes de Kondō fueron
muriendo de hambre uno por uno. Si el ejército de Miyasaki hubiese prestado
atención a los asuntos de la moribunda plebe, habría escuchado historias
horripilantes de canibalismo: madres que se comieron a sus hijos muertos,
hijos que no esperaron a que sus debilitadas madres terminasen de morir para
empezar a mordisquear sus cuerpos y otros individuos más decentes que
prefirieron alimentarse de ratas e insectos que con mucho trabajo lograban
atrapar.

Pasaron muchos meses, casi un año completo, antes de que el hambre


alcanzara el castillo de Miyamoto. Algunos de sus guerreros desertaron y
fueron a suplicar a Miyasaki un poco misericordia y comida. No recibieron ni
una ni la otra, sino que fueron lapidados hasta morir, y entonces los que
quedaban en la fortaleza optaron por probar suerte con las armas. No pasó
mucho tiempo antes de que Miyasaki considerara que era momento de tomar
el castillo por asalto. Los pocos samuráis que quedaban estaban muy débiles
para luchar aunque, eso sí, lo hicieron con valentía. Miyasaki mismo apresó a
Miyamoto y lo condujo a empujones a las puertas del castillo, desde donde lo
arrojó a un charco de lodo.

Fue entonces que sucedió el prodigio. Un viento potente y polvoso, que


parecía provenir de todas partes y de ninguna, azotó la fortaleza y desde todos
los puntos cardinales llegaron rodando miles de huesos. Cráneos, mandíbulas,
dientes, costillas, falanges, vértebras, huesos de brazos y piernas rodaron por
el suelo y en unos instantes cubrieron toda la tierra alrededor del castillo.
Miyasaki interpretó el prodigio como un mensaje divino y ordenó que su
ejército marchara, dejando a Miyamoto abandonado entre los esqueletos.

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Ahora Miyamoto estaba allí, en una llanura de osamentas, llorando y
temblando de miedo. Miyasaki le había permitido conservar su katana, mas él
no tenía valor para darse la muerte. Pero algo más terrible que fenecer lo
aguardaba… El suelo vibró y con cada tremor los huesos chocaron entre sí
produciendo una música delirante y funesta. El cielo se oscureció de pronto,
como si nubes negras se hubieran congregado furiosas en un instante sobre la
cabeza de Miyamoto. El aire soplaba frío y nauseabundo y en él se escuchaban
voces, no risas ni lamentos, sino algún sonido enfermizo que por momentos
recordaba a unas y a otros. Y ante el terror de Miyamoto se alzó una montaña
de huesos que se apilaron unos sobre otros, como si esa marejada de
osamentas quisiera cobrar vida, forma y voluntad.

Entonces surgió Gashadokuro, gigantesco y espantoso, todo hecho de


huesos. De miles de huesos estaba formado su esqueleto, de cientos cráneos
estaba hecho su cráneo, con milares de dientes estaban construidas sus fauces.
Y su cara sin carne era una burla impía de la sonrisa humana, y sus brazos
terminados en garras se extendieron hacia el cielo en un remedo impío de
plegaria.

Miyamoto estaba demasiado horrorizado como para gritar o huir.


Gashadokuro lo miró con las cuencas vacías, emitió una carcajada hueca,
polvorienta y reseca, lo tomó con unas de sus gigantescas zarpas y lo colocó
frente a su boca descarnada. Entonces Gashadokuro succionó y Miyamoto
sintió cómo cada trozo de su ser era arrancado por un aliento inexistente. Los
ojos se salieron de sus cuencas, la sangre se secó en sus venas, su piel se
desgarró como harapos y sus nervios se le desprendieron y se fueron volando
hacia las mandíbulas vacías de Gashadokuro. Pero Miyamoto no murió ni aún
cuando sus órganos y vísceras le fueron arrancados, sino que estuvo vivo para

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saberse y sentirse como un esqueleto sin carne. Y entonces, el gigante lo dejó
caer y sus huesos se confundieron con los huesos de las cientos de víctimas de
su locura y ambición. Y Gashadokuro mismo se deshizo y se unió a aquellos
huesos, que se dispersaron por toda la comarca, y entre los que por siempre
permaneció atrapada la consciencia de Miyamoto, padeciendo tormentos
indecibles hasta el fin de los tiempos.

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NICOLÒ

Sicilia, siglo XII

La taberna era oscura, húmeda y maloliente, agradable para los rudos


marineros que la dotaban de artificial alegría con sus canciones, perjurios y
camorras. Afuera, el mar nocturno aullaba y salpicaba sobre el puerto con
hálito violento y chorros de tormenta, como el bramido iracundo de las miles y
millones de criaturas que lo habitan; la lluvia repiqueteaba en las paredes y las
ventanas, protestando colérica y amenazante. Dentro, los cinco capitanes que
compartían una mesa de honor no paraban de reír, cantar e injuriar. Conforme
la noche avanzó, las anécdotas jocosas y obscenas de alta mar y de puertos
lejanos cedieron poco a poco a las historias de sucesos extraños, inexplicables
y, algunos de ellos, inquietantes. Uno de aquellos lobos de mar, el mayor de
todos, con canas en las sienes y cicatrices que dejaron las batallas contra los
corsarios moriscos, habló:

-Yo era un joven marino cuando ocurrió lo que les voy a narrar. Mi
nave se encontraba a medio camino entre Sicilia y la Bahía de Nápoles,
cuando el vigía miró a lo lejos una figura que se nos acercaba a gran
velocidad. Por su forma de nadar y su tamaño, supuso que se trataba de un
delfín y al principio lo ignoró. Poco más tarde, dirigió de nuevo su mirada
hacia el misterioso nadador y notó que se les había acercado una distancia
nada despreciable. Un tiempo después, los privilegiados ojos de aquel
muchacho pudieron apreciar la figura marina con claridad y, para su asombro,
descubrió que se trataba de un hombre. “¡Hombre al agua!” gritó alarmado y
muchos de los marineros en cubierta corrimos a popa a ver al infortunado. “Ha
quedado muy atrás”, dijo el capitán, “No hay nada que podamos hacer por él”.
Pero el nadador se acercaba cada vez más, a pesar de que navegábamos a gran
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velocidad con el viento a nuestro favor. El primer oficial parecía conocerlo,
por lo menos de nombre, y ordenó que se bajara una escalera para que pudiera
subir. Se llamaba Nicolò y tenía fama de ser el mejor nadador del mundo.

-¡Ah!- exclamó un capitán más joven –He oído hablar de ese hombre.
Creí que era sólo un cuento. ¿Lo llegaste a ver de cerca?

-Sí.- contestó el hombre mayor -Le entregó un mensaje urgente al


capitán (nunca supe su contenido) y tras beber y comer un poco, se lanzó al
agua de nuevo y nadó de vuelta hasta Messina.

-¿Quieres decir que nadó desde Messina hasta alta mar y después de
regreso?- preguntó otro lobo de mar -¡Increíble!

-Pero tan cierto.- contestó el primero –Como que esta cicatriz me la hizo
la cimitarra de un moro y esta otra, los dientes de una puta.

Los capitanes echaron estruendosas carcajadas alcohólicas.

-Pero ¿cómo era este Nicolò?- insistió uno cuando pararon las risas.

-Nunca podría olvidarlo… Era un joven de unos veinte años, alto y


delgado, pero musculoso, con una fina cabellera rojiza y unos ojos…- el
maduro capitán pareció perderse en divagaciones –unos ojos profundos como
el mar.

-Yo serví en la nave de cierto capitán siciliano.- dijo otro de ellos –No
sé por qué lo había olvidado hasta ahora, pero me contó acerca de ese tal
Nicolò. Lo llamaban “el hombre pez”. Siendo un niño llegó con su madre, una
mujer hosca y solitaria, a vivir a Messina. El capitán me dijo que de niño vivía
no muy lejos de la casa de Nicolò y que se había hecho un buen amigo del

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muchacho. Me dijo que Nicolò amaba, sobre todas las cosas, nadar… y que
era el mejor nadador de todos. Su madre murió cuando él era un mancebo y
vivió desde entonces a base de atrapar langostas y encontrar perlas. Podía
aguantar la respiración más que ningún otro y nadar por horas y cubrir largas
distancias sin cansarse. Por eso, a veces lo contrataban para llevar mensajes de
un puerto a los barcos que ya habían zarpado.

-Yo nunca había oído el nombre Nicolò.- señaló otro de los juerguistas
–Pero sí escuché historias del famoso hombre-pez de Messina. Oí que era de
una familia de nobles caídos en desgracia… Que su padre era un noble de
Catania que atrapó a una sirena y se la llevó a su casa, donde la tuvo
escondida hasta que se le cayeron las escamas y reveló que debajo de ellas
tenía piernas de mujer… junto con todo lo que debía tener- el capitán añadió
un guiño ebrio y sus camaradas rieron. –Después se casó con ella y tuvieron a
un hijo, el hombre-pez de Messina. Debe ser el mismo del que estamos
hablando.

-¡Bah! ¡Ésa es una historia ridícula! Una verdadera estupidez.- exclamó


una voz aguardentosa, torpe, senil y atribulada, cuyo dueño era un anciano
harapiento y hediondo que con el mismo trabajo balbucía y cojeaba hacia la
mesa de los capitanes.

-¿Quién es este pordiosero?- demandó uno de ellos.

-Yo lo conozco- dijo otro –Es un pobre loquito que ronda estas tabernas
y cuenta sus historias a quien le invita una copa. Déjenlo sentarse, que nos
divertirá un rato.

-Mis capitanes,- dijo el viejo aceptando la generosa oferta de esos


caballeros -Los hombres se engañan al pensar que las sirenas son hermosas
63
doncellas. A lo largo de mis años como hombre de mar he visto cosas, tan
extrañas y aterradoras, que harían quedar lo que ustedes narran como simples
chisme de viejas. Existía otra historia, capitán, pero muy pocos se atrevían a
contarla y ya nadie la recuerda…- para aumentar la emoción, el viejo tomó un
largo trago de la copa de vino que le habían servido -Decían que la madre de
Nicolò era la hija de un noble de Catania que en una ocasión se paseaba por la
playa con su ama de compañía, cuando del mar salió un hombre monstruoso
cubierto de escamas. La dama de compañía salió huyendo, pero el monstruo
atrapó a la joven noble… y la violó allí mismo. Después regresó al mar y
nunca se le volvió a ver. De esa unión impía nació Nicolò. Para mí, ésa es la
verdad.

Los capitanes más jóvenes se burlaron sin tapujos de los delirios del
vago, pero el mayor de todos, dijo con seriedad:

-En realidad, esa historia tiene más sentido, según lo que yo sé.
También he viajado por este ancho mundo y he visto toda clase de cosas
extrañas… Por eso siempre he pensado que sólo los hombres más valientes
deben y pueden surcar los mares.

-¿Los valientes?- estalló el viejo -¡Los tontos, dirá, mi capitán! El mar


no es dominio del hombre. Hay cosas allí, bajo las negras aguas, cosas
antiguas y poderosas que se arrogan el imperio del océano. Cuando entendí
esta verdad, me retiré del mar y de las naves para siempre.

-¿Qué disparates dice este viejo?- exclamó un capitán –En cualquier


caso, ¿qué sabes tú de Nicolò.

-Yo estuve allí.- contestó sombrío entre sorbos de vino -La fama de
Nicolò se extendió por toda la costa siciliana hasta que llegó al interior, a la
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corte del rey Ruggiero. Éste viajó a Messina con la intención de conocer al
famoso nadador. Nicolò se presentó ante su majestad con las ropas más dignas
que su humilde condición le podía permitir, pero en seguida el rey pudo ver
que el joven era muy pobre. Su Majestad exigió ver una demostración de las
habilidades del joven. El rey navegó en su galera real hasta el punto
intermedio entre Messina y Reggio Calabria. Nicolò no tuvo problema alguno
en nadar hasta allí. Yo lo sé. Yo lo vi. Era entonces primer oficial de esa
galera. El rey ordenó a Nicolò que le trajera la perla más grande que pudiera
encontrar en esa zona. Y así lo hizo el joven: se sumergió por unos minutos y
después volvió, ¡sosteniendo en la mano una perla del tamaño de los cojones
de un buey! Entones, el rey sacó de su tesoro una copa de oro con joyas y
perlas incrustadas.

El vago apuró su copa de vino y el más viejo de los capitanes le sirvió


otra, con tal de escuchar la historia hasta el final.

-Recuerdo bien las palabras que el rey le dirigió a Nicoló: “Este cáliz es
más valioso que todas las perlas que has sacado a lo largo de tu vida. Si la
recuperas del fondo del mar, será tuya”. Nicolò aceptó el reto… ¡ingenuo!
Pues el rey puso una condición “No debes sacarla de cualquier lugar. La
arrojaré a Caribdis, y de ahí debes recuperarla”.

Los capitanes se estremecieron, tal como Nicolò y todos los presentes se


habían estremecido ante la petición del rey. El viejo continuó su historia.

-Después de pensarlo un momento, el nadador aceptó. La galera real


navegó hasta encontrarse a sólo unos centenares de pasos del terrible estrecho
donde se forman esos espantosos remolinos. Nuestro capitán no osó acercarse
más. Con ayuda de una pequeña catapulta los hombres del rey arrojaron la

65
copa hacia Caribdis. El cáliz cayó lejos del centro, pero la fuerza del remolino
no tardó en succionarla y hacerle desaparecer bajo la furiosa corriente. En
seguida, Nicolò se lanzó al agua y nadó hacia Caribdis.

De nuevo la copa se vació y de nuevo fue llenada.

-Pasó más de una hora, en que no perdimos de vista la superficie del


mar. Nicolò se apareció de pronto junto a la proa del barco, con la copa en la
mano; yo mismo fui de los que lo ayudaron a subir, pues el joven estaba
exhausto, trémulo y… aterrado. Apenas abordó la nave, jadeando se dejó caer
sobre cubierta. “Dime lo que has encontrado allí abajo” ordenó el rey. Y
recuerdo las palabras de Nicoló como si yo mismo hubiera visto lo que narró:
“Majestad, he visto cosas tan horribles que no me atrevo a describir. No
quiero… no puedo… Creo que mi amor por el mar… se ha desvanecido para
siempre”, pero el rey insistió y el muchacho no tuvo más remedio que
obedecer “Bajo el remolino hay un abismo tan profundo que nunca pude ver el
fondo. En él habitan monstruos marinos gigantescos, y en sus laderas hay
ciudades esculpidas en coral”. “¡Magnífico!” exclamó el rey “¡Mi reino tiene
ciudades submarinas!”. Y entonces Nicoló le contestó, muy serio “No
majestad, allí abajo ya no es su reino.” El rey se airó, pero al sencillo
muchacho no le importó y dijo “Esas ciudades son más viejas que los barcos
de los marineros griegos y fenicios que yacen en las arenas del fondo… Están
habitadas por hombres monstruosos, como demonios, que practican la brujería
y adoran… no sé a qué…” Éstas son palabras que nunca olvidaré: “Fue uno de
ellos quien me entregó la copa. Esa… cosa… me dijo… ¡En nombre del
Cielo! No quiero ni recordarlo”. Y quisiera olvidarlo yo también.

El viejo harapiento calló por más de un minuto, meciendo las heces de


vino en su copa.
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-¿Y bien?- preguntó el capitán más viejo -¿Qué sucedió?

El vago tardó antes de responder: -Nicolò fue llevado bajo cubierta,


donde pudo descansar por unas horas. Despertó agitado, gritando por causa de
horrorosas pesadillas sólo para encontrarse con que la galera real se hallaba
aún en alta mar. Sentí pena por él cando me ordenaron conducirlo de nuevo
ante la presencia del soberano. “Bien, Nicolò, confío en que ya has recuperado
tus fuerzas”, dijo el rey “¿Estás listo para una segunda visita?”. Y el pobre
muchacho palideció. Suplicó que no lo obligaran a volver “Majestad, allí
abajo vive un ser sin nombre… Ellos me han dicho cosas horribles. No con
palabras, sino con… la mente. Me reclaman, quieren que me quede a vivir con
ellos en ese mundo horrible. No, majestad, no puedo hacerlo”. Pero el rey le
dio a elegir entre dos opciones: bajar de nuevo y volver para ganarse un cofre
de monedas de oro, o ser quemado vivo por brujería.

-¡Pobre muchacho!- musitó el capitán más viejo.

-Nicolò consideró por un momento si era menos terrible enfrentarse a


los suplicios de un juicio por brujería o a los horrores que moraban en el
abismo, pero creo que finalmente vio en la bolsa de monedas la salida a su
onerosa pobreza y la posibilidad de un retiro tranquilo, lejos del mar… como
el que yo mismo he anhelado… Él sólo tendría que enfrentarse al abismo una
vez más. Decidido, Nicolò saltó del barco, nadó hacia Caribdis y se hundió en
al agua.- el anciano guardó un silencio largo y doloroso antes de concluir, -
Nunca más volvió a emerger.

El viejo ebrio terminó su última copa y se alejó de la mesa, dejando a


los cinco hombres pensativos y taciturnos. Ninguno lo admitió, pero esa
noche, en el viento fiero que viene del mar, creyeron escuchar voces…

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EL FLAUTISTA DE HAMELIN

Baja Sajonia, Principios del siglo XIII

Hans volvió con la niebla. Su mirar tenía el color de la helada y en sus


mejillas brillaba la escarcha. Era dos inviernos mayor que cuando había
partido; su cara y brazos estaban surcados por marcas de hierro candente. Pero
era Hans, y la gente de Hamelin lo reconoció y agradeció al cielo cuando se le
vio aparecer con andar perdido por el sendero que lleva hacia el pueblo.

Cuando Hilda supo del regreso de su hijo, corrió a su encuentro por las
calles lodosas de Hamelin. El muchacho no respondió a los llamados y no
reaccionó al abrazo de su madre. Inmóvil y frío, con la mirada naufragando en
el fango, exhaló un suspiro de vaho. Hilda condujo a Hans a su casa y el
muchacho, privado de voluntad, se dejó guiar.

Al llegar a casa, las hermanas y el hermano de Hans salieron a recibirlo.


Sólo el mayor, Freder, lo recordaba. Las niñas eran demasiado pequeñas para
evocar aquel otoño en que el Flautista, esgrimiendo una orden del Papa y otra
del Emperador, había llegado a Hamelin para llevarse a todos los varones
mayores de catorce años. Mas incluso para Freder, que tenía viva en la
memoria la imagen de su hermano mayor, esa criatura torpe y sin voluntad
resultaba extraña. Sólo Hilda reconocía en él a su hijo perdido.

Para Hamelin, pueblo de mujeres y niños, el regreso de Hans era un


milagro. Nunca antes había vuelto un niño de los que se había llevado el
Flautista. El retorno del mozo significaba esperanzas para las madres que aún
miraban hacia la niebla y esperaban ver surgir la silueta de sus muchachos y
para aquellas que temían escuchar de nuevo la música dulce de la flauta.

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A Hilda le bastaba con saber que su Hans había vuelto a casa. Su
corazón triste y exhausto no necesitaba más que ver al muchacho arropado en
su cama al caer la noche. La anciana dio un beso en la mejilla a su hijo y lo
dejó en una habitación para él solo, un lujo que pocos se podían dar en
Hamelin.

-Su hermano está muy cansado.- dijo Hilda a los niños, que se
asomaban curiosos a la pieza en la que Hans yacía –Necesita reposar. Recen y
agradezcan a Dios que esté de vuelta.

Por las noches, nadie salía de sus casas. Las ratas deambulaban voraces
por las callejuelas; el tapeteo de sus ágiles patitas y el arrastre de sus colas por
el lodo resonaban en las silenciosas tinieblas. En los hogares, las madres
rezaban y hacían rezar a sus hijos, “Dios mío, que acabe la guerra. Dios mío,
que vuelvan a casa.”, tras lo cual iban todos a sus camas.

Hilda y los niños dormían sueños supersticiosos de edades oscuras,


cuando un alarido quebró la noche. Las niñas lloraron aterradas al tiempo que
su madre corría hacia el cuarto de Hans, de donde provenían los gritos. Allí
estaba el muchacho, sentado en su cama, aullando de horror hacia el cielo,
temblando sudoroso, agitando los brazos para apartar alguna presencia
amenazante.

Hilda abrazó a su muchacho, pero él no le dio descanso a su garganta y


siguió combatiendo las sombras que lo acechaban entre sus párpados. La
anciana acariciaba los cabellos pajizos del hijo y llorando le decía:

-Dios mío, hijito, ¿qué te han hecho? ¿Qué te han hecho?

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Permaneció con él hasta que de forma súbita se calmó y se quedó
dormido.

Los alaridos nocturnos de Hans no se daban todas las noches, pero eran
frecuentes y nunca menos terribles. En poco tiempo Hilda se acostumbró a
pasar las noches en vela, primero esperando a que se presentara el episodio de
pánico y luego tratando de calmar a su hijo. Los niños se acostumbraron a
estos ataques y pronto aprendieron a evitar que los gritos y gemidos de su
hermano interrumpieran su sueño.

Durante el día, Hans deambulaba sin rumbo por la casa o se quedaba


quieto, de pie o sentado, mirando algún punto vacío. Sólo comía si se le daba
la sopa en la boca y se orinaba y defecaba en sí mismo. Entre las mujeres de
Hamelin hubo quien murmuró que habría sido mejor perder al hijo que
recuperarlo de esa manera, pero Hilda daba constantes muestras de
resignación y hasta gratitud.

Cierta vez, Hilda y sus hijas hacían las faenas del hogar, mientras Hans
permanecía recostado en su cama, mirando vacuo a través de la ventana. Hilda
entró al cuarto de Hans para revisarlo, y notó que algo se movía bajo la cobija
que cubría las piernas del muchacho. La mujer apartó las sábanas y encontró a
las ratas. Ratas negras, erizadas, de ojos rojos y agudos dientecillos. Decenas
de ellas, como una sola gran masa peluda y palpitante, royendo la carne y
huesos de su hijo, mientras él se mantenía pasivo e impávido, mirando el
fango más allá de la ventana. Las ratas volvieron sus diminutos ojos brillantes
y malévolos hacia Hilda y chillaron furiosas. La mujer, espantada, con una
escoba descargó golpes sobre la cama tratando de atinar a las bestezuelas. Las
ratas saltaron ágiles y escaparon por un agujero en la pared. Hilda creyó
escuchar que se reían.
70
La mujer se volvió hacia su hijo; en partes de sus piernas las ratas le
habían roído hasta la médula, pero Hans no mostraba señal de dolor, y muy
poca sangre brotaba de las heridas. Hilda se dejó quebrar, se derrumbó de
rodillas junto a su hijo y lloró de impotencia, espanto y desesperanza. A partir
de entonces la anciana dispuso que siempre alguno de los hermanos de Hans
permaneciera cerca de él para cuidarlo de las ratas.

Las piernas del muchacho habían quedado inservibles, gangrenadas y


despedían un olor putrefacto que a veces inundaba todo el pueblo, pero
milagrosamente la gangrena no había trepado más allá de sus muslos, y Hans
se mantuvo en su perenne condición de semivida. La vigilancia de Hilda evitó
que las ratas siempre acechantes se abalanzaran sobre Hans para terminar con
su festín. El muchacho, por su parte, siguió padeciendo ataques nocturnos.

***

Freder tenía un corazón gemelo en una joven llamada Lea. “Lea la


leona” le decía Freder por su fuerte temperamento y su poco usual fuerza de
voluntad. Al igual que Freder, Lea tenía trece años, y como él, había visto a
sus hermanos mayores ser llevados por el Flautista. A veces, cuando Lea
concluía las faenas hogareñas y Freder había terminado de ordeñar a la vaca y
alimentar a las gallinas, ambos subían a una colina que dominaba el pueblo y
permanecían horas hasta el anochecer, ya fuera conversando de infinitos
temas, o simplemente en silencio, observando el humo salir por las chimeneas
de Hamelin. Sus respectivas madres ya no los reprendían por perder el tiempo
de esa manera, conscientes que el dulce idilio de los niños podría ser roto en
cualquier momento por la música de una flauta.

71
Llegó el otoño y los bosques se volvieron rojos. No muchos años antes,
las madres de Hamelin prevenían a sus hijos sobre vagar en los linderos del
bosque, que por esas fechas se llenaban de brujas, fantasmas y demonios. Pero
ahora, nada importaba, cualquier miedo era insignificante comparado con la
abominación que cada año llegaba del sur. Ese otoño, sin embargo, no se
apareció el Flautista, y Lea y Freder pudieron disfrutar de sus correrías por las
colinas y bosques que rodeaban el pueblo.

Freder cumplió catorce años la primavera siguiente y algunos


muchachos más lo alcanzaron durante el verano. La angustia expectante de las
madres de Hamelin se hizo presente, y las miradas vigilaban el horizonte a la
espera de ver aparecer una silueta alta y oscura, y los oídos se mantenían
atentos a cada silbido del viento. Pero pasó el tiempo y no hubo señales del
Flautista. La gente de Hamelin empezó a recuperar la confianza en que el
horror había pasado, en que ya no se llevarían a más de sus hijos y en que
quizás, sólo quizás, algunos de ellos podrían volver a casa.

Volvió el otoño y Freder y Lea reanudaron sus correrías. Sentados en la


cima de la colina, mirando hacia el pueblo, se acurrucaron el uno junto al otro
y se hablaron en voz baja. Por primera vez en sus años de adolescencia
negada, Lea se permitió soñar con el futuro. Se volvió hacia Freder, admiró su
rostro y, entonces, sin esperar más, le asentó un beso en la mejilla. Luego se
puso de pie frente a su amigo y lo tomó de la mano.

-¿Quieres verme?- le preguntó en un susurro y el joven asintió perplejo.

Con lentitud y cautela, temblando un poco, con rubor y palidez


alternándose en su rostro, Lea comenzó a levantarse la falda, y Freder, con las

72
facciones heladas y los ojos abiertos de par en par, la contemplaba con
expectación.

Entonces sonó la música.

Primero leve, lejana, distante. Una música dulce y dolorosa de


insondable origen, de notas de miel, que se mecían como canción de cuna,
pero que eran etéreas, malignas, deformes. La música creció en los oídos de
Freder, y Lea, al ver su mirada, supo que él ya no era suyo. El muchacho se
levantó sin decir palabra y, sin volverse a ver su amiga, empezó a andar hacia
el pueblo. Lea no pudo detener a Freder, quien caminó llevado por una fuerza
que lo arrastraba hacia la música. Ella siguió a su amigo hasta la plaza del
pueblo, donde estaban reunidos otros seis muchachos de catorce años,
rodeados por madres y hermanas llorosas que les suplicaban no hacer caso de
la música. Y en medio de esos muchachos sin voluntad y con la mirada fría y
extraviada, estaba el Flautista.

Más alto que ningún hombre que cualquiera hubiese visto en Hamelin,
su cuerpo todo, a excepción de manos y cara, estaba cubierto por pesados
pliegues de una tela tan oscura que no reflejaba la luz. Quien miraba la túnica
del Flautista sentía perderse en un abismo. Cubría su cabeza con un gorro de
piel más negra que la de cualquier animal conocido. Su cara era larga,
inexpresiva y color de niebla. Sus labios, delgados y violáceos, se torcían de
pronto en ambiguos y crueles gestos. Entre las manos huesudas, casi
traslúcidas de palidez, sostenía su instrumento, dorado, largo, que brillaba no
por los reflejos del sol, sino por lo que parecía ser una luz propia. Lo guardó
entre los pliegues infinitos de su túnica y de ella extrajo dos folios enrollados,
una orden del Papa y otra del Emperador, que ordenaba que los niños de
Hamelin marcharan a la guerra.
73
Hilda llegó corriendo a la plaza y se echó a los pies de su hijo; le rogó
que no se marchara, que no la dejara, que ignorara la música del Flautista.
Pero Freder ya no era más Freder, sino un ser sin voluntad ni razón. Las
madres de Hamelin no pudieron impedir que los siete mancebos se formaran
en fila, ni que se fueran caminando al ritmo de la música, guiados por el
Flautista. La desesperación se apoderó del pueblo, y algunas madres
enloquecidas se arrojaron al lodo a gritar, retorcerse, a hacerse daño. Sólo
Hilda y Lea siguieron a la comitiva hacia el final del pueblo. Allí, el Flautista
se detuvo, le dirigió una mirada indiferente a la mujer y luego otra hacia a la
humilde y ruinosa casa de Hilda. Entonces dijo con voz de bronce:

-Te escapaste. Me olvidaba de ti.

Hilda recordó a su otro hijo y, olvidándose de Freder, emprendió a toda


prisa el camino de regreso a casa. Tropezó y cayó en el lodo dos veces antes
de llegar, y cuando por fin cruzó el umbral del cuarto de Hans, lo único que
encontró fue una vorágine de ratas, todas juntas como si fueran un solo
organismo monstruoso, chillando y contorsionándose sobre los huesos
carcomidos del pobre Hans. Hilda no soportó la impresión ni el dolor y, con
un grito, cayó inerte al suelo. Las ratas dejaron de roer los huesos descarnados
de Hans para darse un banquete con la madre.

***

Lea estaba determinada a seguir a la comitiva del Flautista hasta


encontrar una oportunidad de rescatar y recuperar a Freder. Así, siempre a una
centena de pasos detrás de ellos, Lea emprendió el mismo camino que el
Flautista y los muchachos. Junto con aquel contingente, Lea visitó varias
aldeas, de las que hurtaba víveres mientras el Flautista se robaba a los

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mancebos. La compañía pronto se convirtió en un pequeño ejército de niños
raptados y cuando atravesaban el descampado, Lea sobrevivía de los restos de
comida que dejaban atrás. Comía cuando ellos dormían y casi nunca se
permitía conciliar el sueño.

El extraño grupo y la joven que lo seguía atravesaron los bosques


rojizos del otoño y las antiguas selvas del sur, cuya edad se puede intuir en los
murmullos del viento y desde cuyas penumbras acechan criaturas anteriores al
tiempo de los hombres. Pasaron las noches en amplias llanuras, en las que la
luz de las estrellas era tan clara que parecían los ojos vigilantes de seres
insondables. Y así siguió Lea por más tiempo del que pudiera calcular,
caminando más distancia de la que podía concebir, hasta que llegaron frente al
desierto.

Allí las arenas guardaban secretos terribles de tiempos remotos y el


viento murmuraba historias de horror y locura. Ésta no era la tierra del señor
Jesucristo, sino de dioses y profetas locos, de espíritus poderosos y malignos
atrapados en botellas y de ciudades más antiguas que la memoria. El desierto
es el reloj de arena de dioses desconocidos.

A la orilla del desierto se detuvo el Flautista, oteó en la distancia y vio


una nube de arena en el horizonte. Sonrió. De entre los pliegues de su túnica
extrajo espadas, media centena, una para cada uno de los muchachos que lo
acompañaba. Repartió las armas y dio una orden simple a los jóvenes:

-Maten a tantos como puedan antes de morir.

Cuando la nube de polvo los alcanzó, Lea pudo ver al enemigo contra el
que se lanzaba a los mozos. Eran hombres horribles de piel oscura, peludos y
rabiosos como bestias, que embestían profiriendo gritos abismales. Montaban
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monstruosos caballos deformes y gibosos del color de la arena y blandían
espadas curvas y tridentes. Los muchachos del Flautista y el ejército enemigo
chocaron con gran estruendo y la nube los cubrió.

Lea esperó angustiada hasta que el polvo por fin se disipó y aparecieron
los cadáveres semienterrados en la arena; la joven se apresuró a internarse
entre los restos de la batalla: los muchachos del Flautista habían vencido.
Entre cuerpos desmembrados encontró a Freder, herido en una pierna, pero
vivo. Lo ayudó a incorporarse y, aprovechando la distracción de los
sobrevivientes, se lo llevó de ahí lo más rápido que pudo. No se quedaron para
atestiguar el momento en que el Flautista abrió su túnica y de ella surgió un
colosal torrente de ratas que devoraron a los muertos y a los heridos, hombres
y bestias por igual, mientras una docena de sobrevivientes miraba impasible.

Lea guió a un Freder lastimero y sin voluntad por senderos


desconocidos a través de antiguos bosques y selvas. No tenía ya la intención ni
la esperanza de encontrar la ruta de vuelta a Hamelin; sólo sabía que debía ir
hacia el norte, lo más lejos del Flautista, de su desierto y de su guerra.
Prosiguieron por varios días, sobreviviendo de las viandas que Lea robaba de
granjas y poblados. Pero la fatiga pronto alcanzó el ánimo de Lea, avejentó su
virginal figura y marchitó sus fuerzas, y una noche, recostada bajo un árbol, la
joven lloró de agotamiento y desesperanza, ante la mirada inexpresiva de
Freder.

Entonces ambos jóvenes escucharon la odiosa música. Freder se


incorporó y la siguió, y esta vez Lea, demasiado cansada para intentar
detenerlo, se limitó a caminar tras él. El Flautista y sus doce muchachos no
tardaron en encontrarlos.

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-Por favor.- suplicó Lea –Freder está herido, ya no le sirve de nada.

Los labios del Flautista se abrieron como fauces para dejar salir una
carcajada cavernosa y obscena.

-Niña tonta. Éstos son mis niños. Me pertenecen. Por siempre.

Entonces tocó su melodía y desde la primera nota los muchachos se


abalanzaron sobre Lea, y la sujetaron con fuerza y la golpearon y apretaron su
carne y arañaron su piel y arrancaron sus ropas. Lea gritó y suplicó piedad al
Flautista, imploró ayuda a su Freder, que contemplaba la escena, inmutable
como quien mira un espacio vacío. Los niños del Flautista tomaron a Lea con
violencia y profanaron su cuerpo y su boca. No demostraban placer alguno en
lo que hacían, sólo seguían la música del Flautista e ignoraban los alaridos de
dolor y de horror de la niña. Al final el Flautista cesó su música, y los niños
dejaron a Lea, violada y sangrando sobre la hierba.

El Flautista tocó una melodía distinta y una montaña cercana se abrió


dejando ver en su interior aquel lugar donde habitan las ratas retorciéndose en
un trono negro que preside la abominación infinita, plaga de ratas y rata ella
misma, rata y ratas desde todos los puntos de vista. El Flautista guió con sus
notas a los niños hacia aquel inframundo y la montaña se cerró tras ellos,
dejando fuera a Freder, que con mirada inerte miró a Lea agonizar y morir en
medio de dolores indescriptibles en un charco de sangre y semen. Cuando
todo hubo terminado, el joven, cojeando, siguió su camino.

77
БАБА-ЯГА

Tierras de Nóvgorod, Mediados del siglo XIII

Guyuk, jinete de las Hordas Azules de Batu Khan, cargaba en su


memoria la imagen de charcos viscosos de sangre, huesos y vísceras, únicos
restos del magno ejército que estuvo a punto sitiar a la Gran Nóvgorod. Ante
sus ojos rasgados permanecía imborrable el recuerdo de cientos de soldados y
caballos tártaros aniquilados. En sus oídos aún resonaban los alaridos que
emitieron sus desvalidos compañeros de armas. En su corazón latía el terror
perenne, sembrado allí por un estruendo que ningún hombre debería jamás
escuchar.

Lejos de su tropa y herido en un brazo, Guyuk caminaba a través de


senderos ásperos y oscurecidos por las sombras antinaturales de árboles
deformes. El tártaro podía sentir el hedor de pantanos cercanos, peste que se
agudizaba con la caída de una noche prematura. Conforme Guyuk se internaba
en el bosque, los cuervos bajaban de los árboles para beber del rastro de
sangre que el guerrero dejaba a su paso, y lo seguían con la esperanza de darse
un festín más opulento.

Cuando la noche se hubo cerrado sobre Guyuk, un cambio en la


dirección del viento le trajo el inconfundible olor a humo. A pesar de la
oscuridad que no le permitía ver ni siquiera las estrellas, Guyuk encontró su
camino entre zarzas y arbustos espinosos hasta que pudo divisar a lo lejos la
luz de una cabaña. Elevó rudas plegarias hacia Tengri, dios del cielo, y decidió
pedir alojo y comida en la casucha. Si el habitante de la cabaña no era dócil y
servicial, Guyuk tomaría lo que necesitaba por la fuerza, pues aún conservaba
su cimitarra.

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El guerrero aceleró el paso, pero apenas había avanzado un poco cuando
su pie izquierdo fue atrapado por la materia putrefacta y viscosa de un charco
pantanoso. El tártaro se sujetó con presteza a una rama para no ser succionado
hacia tumba tan indigna y con toda la fuerza que le permitió el brazo herido,
tiró para escapar de la trampa mortal. Con mucho esfuerzo logró librarse entre
el graznido de los cuervos que revoloteaban a su alrededor y lo invitaban a
dejarse vencer. Guyuk creyó escuchar risas confundidas con el chillido de las
aves.

Libre al fin, el tártaro reanudó su camino hacia la luz distante. Así llegó
a un claro donde se alzaba una empalizada más alta que un hombre. Cada uno
de los postes que la formaban estaba coronado por una bola de algún material
duro y quebradizo. Guyuk aguzó la vista para analizar el extraño muro, pero
retrocedió espantado al darse cuenta de que los postes estaban hechos de
huesos y que las esferas que los coronaban eran cráneos humanos.

Como guerrero de las huestes de Batu Khan, Guyuk había visto osarios
en muchas ocasiones, más de una vez conformado por las víctimas de su
propia espada. Alrededor de la tienda del Khan era común ver cráneos de
enemigos empalados en estacas. El mismo Guyuk había presenciado
empalamientos y otros suplicios menos misericordiosos. Pero por alguna
razón, la vista de esos huesos y cráneos llenaban al guerrero de miedo
inefable, de una extraña sensación de que aquello no debía de ser.

Un balido repentino lo sobresaltó. Miró a través un espacio que se abría


entre los huesos de la empalizada y se sobresaltó al ver decenas de pares de
ojos redondos, brillantes y rojizos. Eran cabras, cabras negras de mirada
bermeja, como Guyuk pudo reconocer tras recuperar la calma. Y detrás de
aquel cúmulo de sombras, vio el resplandor que lo había llevado hasta allí, en
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una cabaña sobre un pequeño montículo. El tártaro rodeó la empalizada en
busca de un acceso. Todo lo que encontró fue un tronco, un solo tronco entre
cientos de estacas de hueso. La punta del tronco era roma y sobre ella no había
cráneo ni ningún otro ornato. Guyuk trepó y se dejó caer del otro lado.

La casucha estaba ahora a sólo unos pasos y él pudo observarla bien; era
una cabaña de leños, no muy grande, con una chimenea de piedra de la que
salía un humo negro y espeso. Guyuk desenvainó su espada, se abrió paso
entre las cabras hasta la puerta de la cabaña y la abrió con una patada al
tiempo que exclama un grito de guerra. Dentro, no había más que una anciana
iluminada a medias por la luz de la hoguera.

-Hola, Guyuk.- saludó la vieja y sobre una mesa colocó un tazón de


leche hervida y un plato con patas de pollo cocidas.

Sin prestar atención al hecho de que la vieja conociera su nombre y le


hablara en su lengua, el tártaro guardó la espada y se lanzó sobre la leche y el
pollo. La figura deforme de la mujer se acercó cojeando al hambriento jinete y
entonces él pudo ver su cara arrugada y llena de úlceras y agujeros por los que
asomaban larvas de insectos. La vieja sonrió enseñando los pocos dientes
deformes y negros y dejó escapar una bocanada de aliento fétido. Guyuk se
echó hacia atrás de un salto y tuvo que reunir todas sus fuerzas para no
vomitar lo acababa de comer.

-No me temas.- dijo la anciana. –No te haré daño. Siéntate y termina de


comer.- Guyuk obedeció, pero ahora comía más despacio y de cuando en
cuando dirigía miradas suspicaces a su anfitriona.

-Ahora cuéntame.- dijo la vieja -¿Qué pasó en el Lago Brosno?

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Guyuk respondió más para sí mismo que para la vieja -El ejército de
Batu Khan acampaba a orillas del lago. ¡Estábamos listos para atacar
Nóvgorod! Pero cuando llevamos a nuestros caballos a beber, un monstruo
salió de las aguas… Un monstruo colosal… Sin forma… Su rugido era más
espantoso que el estruendo de cualquier batalla, y mataba con mayor crueldad
que los tigres de la estepa. Una de sus zarpas me alcanzó e hirió en el brazo.
El ejército fue desbaratado y en la huida me separé de mis compañeros…

-¡Y así se salvo Nóvgorod! Gracias al Dragón de Brosno. ¡Qué ironía!

-¿De qué hablas vieja? ¿Qué es lo que sabes de todo esto?

-Yo sé, mi joven guerrero, que la Muerte ha sembrado bestias en los


rincones más oscuros el mundo y que esas bestias acechan para cumplir Su
voluntad…

Guyuk reflexionó por unos instantes –Mi abuelo me habló alguna vez
de Allghoi Khorkoy, un monstruo que vive en el desierto de Gobi. Dicen que
es como un gusano enorme y color sangre, que escupe un veneno que quema y
corroe todo lo que toca. Mi abuelo dijo haberlo visto matar y devorar a toda
una caravana de camellos…

-Ahí lo tienes, valiente Guyuk.

Guyuk se levantó de golpe y llevó su mano a la empuñadura de su


espada –Eres una bruja, ¿verdad?

La mujer se rió a carcajadas y afuera las cabras la acompañaron con


balidos frenéticos; a Guyuk le pareció que el fuego de la hoguera se hizo más
bermejo y tembloroso cuando la vieja reía.

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-¿Bruja? Joven guerrero, tú no entenderías quién o qué soy. Pero te
puedo decir que soy la última que lucha por retrasar el advenimiento de la
Muerte. Hubo otros antes que yo; el más grande fue vencido hace milenios en
una tierra lejana, y ahora bajo la arena lleva una inexistencia miserable que no
es vida ni muerte… Escucha: el horror acecha en las profundidades del mar,
en los rincones más antiguos del mundo y también desde la oscuridad de las
estrellas.

-No entiendo.

-No tienes que entender.

La vieja le dio la espalda y caminó hacia el fondo de la cabaña. Guyuk,


sin quitar la mano de la empuñadura de su espada la siguió con la vista. La
mujer se inclinó sobre una canasta que estaba en el suelo y cuando se volvió
hacia Guyuk, el tártaro pudo ver que llevaba en los brazos a un hermoso niño
de unos cinco años, rubio, de cutis terso y sonrosado. El niño dormía el sueño
del inocente y en su bella faz se podía leer tranquilidad. El duro corazón del
guerrero se conmovió ante tal ternura. La bruja colocó al niño en un mortero
de piedra, grande como un perol, tomó en sus manos un enorme pilón de
madera, lo alzó sobre su cabeza y, antes de que Guyuk entendiera lo que
estaba pasando, lo dejó caer con fuerza sobre la cara del niño dormido.

-¡No!- exclamó el guerrero cuando se vio salpicado con la sangre y


sesos del pequeño -¡Maldita bruja!- y desenvainó su espada, pero una
debilidad repentina le impidió moverse y lo hizo desplomarse. Impotente,
Guyuk observó desde el suelo cómo la bruja molía y machacaba el cuerpecito
inocente de aquel bello niño.

82
Cuando terminó, la vieja vertió los restos del pequeño en el perol que
colgaba sobre la hoguera y una vez hecho esto se volvió hacia el joven
guerrero y le sonrió con la cara cubierta de sangre.

-¿Cuál es el problema, jinete tártaro? Tú has visto matar y has matado a


decenas de niños inocentes. Los has arrebatado de los senos que los
alimentaban y los has arrojado al suelo, para luego complacerte en los cuerpos
de sus horrorizadas madres y hermanas. ¿Por qué te espantas al ver a una vieja
preparar su cena?

Guyuk intentó hablar, pero de su boca sólo surgieron gemidos


lastimeros. La anciana se acercó a él y lo ayudó a sentarse.

-Hay destinos peores que fallecer, fiero Guyuk. Pero incluso los
infiernos más terribles son efímeros, pues los dioses que los crearon y los
mantienen serán derrotados o destruidos algún día. Incluso el reinado del
poderoso Tengri declinará. Hay demasiadas fuerzas en combate, Guyuk,
muchas de ellas verdaderamente horribles, tan espantosas que sería imposible,
incluso para mí, comprenderlas del todo… Algunas de ellas son las
Blasfemias, que violan el orden natural del mundo y ofenden a los pocos
dioses benévolos que aún lo guardan. Pero la única fuerza constante es la
Muerte, la Destrucción Absoluta, la Desolación Infinita. Y yo debo salvar a
cuantos niños me sea posible.

-¿Salvarlos?

-Sí, pues la Guerra se alimenta de los niños. Los llama y se apodera de


ellos. Los llama al desierto y a la selva y a los campos de lodo, y ellos no
pueden ignorar su llamado. Por eso yo debo salvarlos… Por eso debo salvarte,
hermoso Guyuk.
83
Entonces Guyuk se sintió cada vez más débil, pero con la debilidad
venía una extraña sensación de bienestar, de tranquilidad y seguridad; la
herida que le había hecho el monstruo ya no le dolía. La cabeza le daba
vueltas, pero lejos de causarle náuseas, el movimiento lo arrullaba. Miró a su
alrededor y le pareció que la cabaña, la mesa, los objetos y la misma vieja
bruja crecían. Miró sus manos y vio que no eran ya ásperas y callosas, sino
tersas y rechonchas; tocó su rostro y sintió que le faltaban las barbas.
Finalmente, se dejó caer sobrecogido por una necesidad irresistible de dormir.
Antes de cerrar los ojos por completo, vio a la vieja que le sonreía y antes de
perderse en el sueño sintió que ella lo cargaba en sus brazos.

-Ya, ya, pequeño Guyuk.- le susurró -Duerme, duerme en paz. Baba


Yaga te cuida.

84
MEŞTERUL MANOLE

Valaquia, principios del siglo XIV

La iglesia de Curtea de Argeş es más antigua de lo que dicen los


registros, como puede percibirse al penetrar en las penumbras de su nave, por
el color de la piedra y el olor a humedad. De ello pudo darse cuenta el
emisario del voivoda cuando visitó la iglesia. La verdadera historia de su
construcción la guardan las leyendas que cuentan los valacos más viejos, y no
había nadie más anciano que el decrépito sacristán. El emisario entró
acompañado de algunos soldados y varones principales; el viejo sacristán lo
esperó de pie junto a una pared en la que estaba tallada en bajorrelieve la
grotesca imagen del Dragón Balaur. Sin que fuera necesario preguntarle, el
anciano empezó a relatar la historia:

***

Nadie recuerda el año preciso de la construcción, pero su origen se


remonta a más de un siglo antes de que el Empalador cruzara el Danubio y
venciera a los turcos en sus tierras… En Valaquia gobernaba Negru Vodă, y
en ese entonces no había arquitecto más afamado que Manole, así que el
voivoda le encargó que construyera una iglesia y un monasterio en Curtea de
Argeş. Manole era un hombre orgulloso y altivo; había nacido en el seno de
una familia humilde y a fuerza de trabajos y sacrificios se había convertido en
el mejor arquitecto del país. Él y sus nueve aprendices presentaron al voivoda
un diseño imponente y majestuoso. El soberano lo aprobó y Manole puso
manos a la obra.

Cientos de siervos fueron puestos a trabajar en la construcción y se


trajeron toneladas de cantera desde lejanas canteras. Manole no temía usar el
85
látigo ni las amenazas de muerte y tortura para espolear a sus albañiles,
quienes mantenían la cabeza baja y las manos diligentes para no provocar la
crueldad de su amo. Él mismo no se esforzaba menos, pues permanecía en el
sitio de la construcción desde el amanecer hasta el crepúsculo, no sólo
supervisando, sino que trabajaba en la construcción con sus propias manos.

Una mañana, cuando Manole, sus aprendices y los siervos llegaron al


sitio de la obra, se encontraron con que muchos de los muros levantados se
habían venido abajo. El arquitecto ordenó de inmediato redoblar esfuerzos
para reconstruir lo perdido y al final de la jornada, el equipo logró cierto
avance. Pero a la mañana siguiente encontraron los muros derrumbados una
vez más. De nuevo el arquitecto y sus trabajadores repararon los daños y, para
encontrar al culpable, Manole ordenó a un albañil que se quedara a velar la
construcción toda la noche. Al otro día, la obra había sido desbaratada y el
velador había desaparecido. Nunca lo encontraron, a pesar de que Manole
puso un precio sobre su cabeza. El arquitecto decidió entonces dejar a toda
una patrulla de siervos al cuidado de la obra, pero al amanecer halló de nuevo
la construcción derrumbada y ni rastro de los guardias.

El pueblo comenzó a murmurar acerca de maldiciones, de la presencia


de los strigoi, que beben la sangre de los vivos, y de los vârcolaci, demonios
que se transforman en lobos para atacar a sus víctimas. Unos decían que los
şbolani, las ratas gigantes del infierno, roían los basamentos, y otros que los
antiguos brujos Solomonari, aprendices y adoradores del demonio Uniilă,
habían maldecido la construcción para evitar que una iglesia se alzara en sus
dominios. Manole, por supuesto, no creía en tales supercherías, y castigó con
dureza a quien se atreviera a mencionarlas en su presencia.

86
El arquitecto pidió al voivoda una guardia de diez hombres armados y
se comprometió a acompañarlos toda la noche para vigilar la construcción. El
príncipe consintió, pero también hizo a Manole una terrible advertencia: si no
completaba la iglesia a tiempo, condenaría a él y a sus aprendices a una
muerte lenta y dolorosa, a los horribles suplicios cuyas técnicas había
heredado de sus ancestros hunos, y arrojaría sus cuerpos al descampado,
negándoles cristiana sepultura para que fueran devorados por los cuervos.
Manole, temblando de miedo, no tuvo más remedio que jurar que llevaría a
cabo el proyecto y se preparó para montar guardia durante toda la noche.

Con el alba llegaron los nueve aprendices de Manole, y lo encontraron


entre las paredes derruidas de la iglesia, completamente solo, con el rostro
pálido y la mirada perdida. No había rastro alguno de los guardias armados.
Los aprendices se acercaron a Manole y le hablaron. El arquitecto tardó en
responder y sus palabras eran lentas y confusas. Cuando los aprendices le
preguntaron por el paradero de los guardias, Manole exclamó que era
momento de ponerse a trabajar de nuevo y ordenó espolear a los siervos para
que antes de la puesta del sol se hubiese levantado un muro.

No se sabe bien de qué habló Manole con sus aprendices. Se cuenta que
un albañil llegó a escuchar, por accidente, que el arquitecto les decía en
secreto, con voz trémula, temeroso de oídos humanos y de “otras voluntades”,
que conocía la forma de evitar que lo construido durante el día fuera destruido
por las noches: había que hacer un sacrificio humano. Tanto los aprendices
como el espía quedaron horrorizados por lo que decía su maestro y lo juzgaron
loco. Pero Manole les recordó la amenaza de Negru Vodă y les habló de la
infame crueldad de los príncipes hunos y los aprendices no pudieron más que
estar de acuerdo con el plan del arquitecto. Éste les dijo que para asegurar el

87
éxito del proyecto debían capturar a los primeros viajeros que pasaran por la
construcción y emparedarlos vivos en el muro que se estaba levantando. Ellos
consintieron. Se dice que el albañil trató de alertar a sus compañeros, pero
nadie le hizo caso. Otros dicen que murió esa misma tarde, cuando una piedra
cayó de forma de repentina sobre su cabeza.

Poco después se vio aparecer una carreta en la lejanía, que se acercaba


por el camino. Manole avisó a sus aprendices que estuvieran listos para
aprehender a los viajeros. Puede vuestra merced imaginar cuán grande fue el
espanto y la desesperación del arquitecto cuando vio que la carreta llevaba a
su mujer, Ana, y su hijo, Radu.

¡Manole se arrojó de rodillas y rogó al cielo que una tempestad o algún


otro prodigio impidieran la llegada de su familia hasta el sitio de la
construcción! Pero no hubo respuesta y el arquitecto observó en agonía el
lento avanzar del vehículo por el sendero. Al fin llegaron esposa e hijo,
sonrientes e ignorantes del destino que los aguardaba y saludaron con
amorosos gestos al hombre que habría de matarlos. Manole no se atrevió a
verlos a los ojos y ordenó a los aprendices que encadenaran a las víctimas para
proceder a emparedarlas. Ellos obedecieron reluctantes y repugnados, pero
teniendo siempre en mente la amenaza del voivoda, como una voz que les
susurraba todo el tiempo, cumplieron con las órdenes de su maestro. Ana,
forcejeó, gritó y suplicó que tan siquiera tuviera piedad de su hijo, pero el
pequeño Radu tuvo el mismo destino que su madre. Manole ignoró los gritos
de su mujer y los sollozos de su pequeño hijo, quien no comprendía lo que
estaba pasando. Los aprendices pusieron piedra tras piedra, hasta que las
víctimas quedaron fuera de la vista y sus gritos no se escucharon más…

***
88
El viejo sacristán terminó su relato; su dedo nudoso y amarillento
señalaba la efigie de Balaur en la pared. El emisario comprendió que ello
marcaba el sitio donde había sido sepultada la mujer y su hijo.

-¿Es verdad que tarde por la noche se escuchan los llantos de Ana y el
niño?- preguntó.

-Quizá vuestra merced quiera pasar la noche aquí para comprobarlo…-


fue la respuesta del anciano.

-¿Y qué pasó con Manole?

-La iglesia y el monasterio se completaron a tiempo. Manole y sus


aprendices fueron congratulados por Negru Vodă, quien estaba feliz y
sorprendido por la majestuosidad e imponencia del edificio. Para entonces el
voivoda, al igual que todo el país, conocía los detalles del sacrificio que se
había llevado a cabo para lograr semejante maravilla, pero decidió no hacer
nada al respecto. No obstante, ahora que la fama de Manole se extendía por
toda la región, Negru Vodă temía que el maestro arquitecto pudiera llegar a
construir un monumento igual o mejor para otro noble. Por ello, le preguntó a
Manole si sería capaz de repetir su gran obra y éste, lleno de soberbia,
respondió que sí, con lo que selló su destino.

-¿Fue ejecutado?

-Negru Vodă ordenó a sus soldados que forzaran a Manole y a sus


aprendices a subir al techo de la misma iglesia que ellos habían construido y
del que era imposible bajar sin escalera. Allí los abandonaron para que
murieran de hambre y por las inclemencias del tiempo, y ordenaron que
ninguno de los feligreses que asistía a misa se atreviera a prestarles auxilio o a

89
dar muestras de compasión. Manole no tardó en enloquecer por la culpa y el
dolor, y se arrojó al suelo. Dicen que sobrevivió tres días de horrible agonía,
tullido, maltrecho, con los huesos rotos y los órganos perforados, y que mucho
antes de morir las ratas y las aves ya comenzaban a roerlo. De los aprendices
se cuenta que murieron de hambre y sed entre aullidos espantosos y que sus
huesos se blanquearon sobre el techo de la iglesia.

Cuando el anciano terminó su historia, una carcajada cruel resonó por


toda la iglesia e hizo helar la sangre de todos los presentes. Uno de los
hombres que acompañaba al emisario salió de entre las sombras y se
descubrió como el voivoda reinante, Vlad el Empalador, aquél que sembró
bosques de cadáveres empalados; aquél cuyos ejércitos eran temidos hasta por
los inhumanos turcos; aquél que era apodado Hijo del Dragón; aquél que
extirpaba los senos de las madres y en ellos metía las cabezas de sus bebés
recién nacidos; aquél de quien unos decían que era de la raza de los strigoi, y
otros que compartía su cena con los vârcolaci. Ese día, poco antes de dar la
espalda a su fe y hacer de la sangre su alimento, visitó de incógnito la iglesia
de Curtea de Argeş, pues quería conocer la historia de Manole, su esposa Ana
y su hijo Radu. Y ahora, en la oscuridad de la iglesia, ante la figura temerosa
del sacristán y la efigie terrible de Balaur, Vlad el Empalador reía deleitado.

90
Volumen III

La Era de los Imperios

91
LA LUZ DEL DÍA
La Gran Chichimeca, Mediados del siglo XVI
De los más cien hombres que partieron conmigo, apenas quedamos
veintitrés, contando a los dos guías indios que se nos unieron en el camino.
Esta expedición en busca de la antigua Cíbola ha resultado un fracaso, aún
más, un desastre; ahora sólo nos importa sobrevivir. Hemos encontrado de
nuevo aquel río que, los indios aseguran, desemboca en un mar no muy lejos
de aquí. Espero que pronto alcancemos el océano y, siguiendo la costa,
arribemos a territorio civilizado.

He extraviado mi bitácora original en una de tantas escaramuzas contra


los indios de estas desoladas regiones, por lo que la narración detallada de
nuestra expedición se ha perdido. No tendría caso narrar de nuevo nuestro
sufrimiento en las tierras salvajes del Norte, donde hemos sido masacrados por
hordas de salvajes y diezmados por el hambre. Una atroz jaqueca febril, que
parece freír por dentro el cerebro de quienes la padecen, acabó con las vidas
de muchos mis hombres. Pobres infelices, el calor implacable y la
inmisericorde luz del desierto los atormentaba a tal grado que pedían la muerte
entre sollozos.

Quisiera, sin embargo, que hubiese quedado registro de las maravillas


que encontramos y de las hazañas valerosas de los hombres que me
acompañaron. Soy un hombre curioso y me mueven tanto el espíritu de
aventura y el hambre de novedad como la sed de riquezas. En mi bitácora
tomé nota de los caracteres de los territorios que hemos explorado, de los
diferentes pueblos indios que hemos conocido y de los diversos animales y
plantas que hemos visto. Todo ello se ha perdido para siempre.

92
Me limitaré, pues, a resumir el relato de nuestra malhadada expedición.
Partimos de la ciudad de Méjico en octubre del año pasado. Marchamos hacia
el norte hasta llegar a los lindes del desierto, siguiendo el mismo camino por
el que alguna vez pasara la expedición de Coronado. Nuestra intención era
viajar hacia el noroeste, en vez de seguir la ruta hacia el oriente que escogió el
conquistador. Marchamos siempre al margen del desierto, a lo largo de
llanuras más acogedoras hacia el este de aquél, sin atrevernos a penetrar en la
árida y luminosa extensión al poniente. Dos veces nos atacaron los indios que
moran estas praderas y en ambas ocasiones logramos repelerlos, pero con
graves pérdidas.

El desierto es inmenso, mucho más grande de lo que pensábamos, como


nos dimos cuenta tras días y días de marcha. La gran extensión del sur es más
bien rocosa, salpicada de riscos y peñones, pero el extremo norte es arenoso,
como dicen que son los desiertos de Arabia y del África. Norte y sur son
separados por un río débil y estrecho. El río quiebra hacia el norte, separando
así también el desierto arenoso de las llanuras. Fue a las orillas de este
riachuelo donde nos atacaron los monstruos. Emergieron inesperadamente de
la arena y saltaron sobre nosotros, matando de inmediato a muchos de mis
hombres. Eran dos dragones grandes cual caballos, de color negro con
manchas rojas; su cuerpo era más bien robusto y rechoncho, sus colas y
hocicos eran gruesos y redondeados. Se movían con lentitud y arrastraban sus
vientres, pero eran capaces de escupir veneno a gran distancia. El veneno
causa un dolor insufrible y paralizante, como pude ver en los infortunados que
fueron alcanzados por la maldita substancia. Disparamos a los monstruos con
nuestros arcabuces y ballestas, pero ni balas ni flechas penetraban su piel.

93
Mientras los dragones se daban un banquete con varios de nuestros hombres y
caballos, el resto emprendió la huida.

Encontramos refugio en el campamento de unos indios de la llanura que


temen y veneran a aquellos monstruos. Nos dijeron que la variedad gigante
fue muy común en otros tiempos, pero que ahora la mayoría son muy
pequeños, de uno o dos codos de longitud. No nos hemos vuelto a topar con
tales criaturas. Los indios, una tribu que vive en pabellones de cuero y usa
plumas en la cabeza, fueron amistosos, a condición de que prometiéramos
salir de sus tierras sin tardanza. Les expresamos, a través de nuestros
intérpretes, que nuestro destino estaba más al norte. Preguntamos por la
ciudad dorada de Cíbola, y nos hablaron de un antiguo lugar que se encuentra
en medio del desierto, del que sólo se sabe por leyendas muy antiguas. Nos
advirtieron que nos mantuviéramos alejados de ahí. Dejamos a los indios y
seguimos al norte.

No habíamos andado unas leguas cuando fuimos atacados por una tribu
enemiga de aquélla que nos había alojado. Después de un largo combate
logramos repelerlos, pero quedamos reducidos a treinta y dos hombres. Decidí
entonces abortar definitivamente la expedición y regresar por donde habíamos
venido. De nuevo nos encontramos a orillas del río y una vez más fuimos
atacados. Los indios eran muy numerosos y estaban bien armados, por lo que
decidimos retirarnos de la refriega. Estábamos rodeados por todos los flancos,
excepto por la retaguardia, que encaraba al desierto. Nos internamos en él y
aunque algunos de los indios nos persiguieron, no fue por mucho tiempo y
pronto regresaron por donde habían venido. En la refriega y la huída perdimos
a nueve hombres más y a los pocos caballos que nos quedaban. Después de
andar durante dos días por el desierto, volvimos a encontrar el riachuelo, y

94
decidimos seguir su cauce, en dirección al oeste, para así encontrar el mar. A
estos breves párrafos queda reducida la gran aventura de Pedro Hernández de
Torrecilla y ahora nos encontramos exhaustos, hambrientos y heridos. Sólo
nos queda encontrar la salida...

***

Hemos seguido el río por días y días y no parece llegar a ningún lado. Si
no supiera que es imposible, diría que hemos pasado por el mismo lugar
muchas veces, como si el río formase un anillo. Debemos aceptar que estamos
perdidos. Es una fortuna tener agua a nuestro alcance, pues sé que de lo
contrario habríamos perecido en poco tiempo, ya que el calor en este lugar es
tal que duele respirar y el sol abrasa la piel y la cuaja, dejándola dura y
cuarteada como cuero viejo. La saliva se vuelve lodo en nuestras bocas y
nuestros ojos sufren y lloran con el reflejo de este sol inmisericorde en la roca
y la arena. Las jaquecas, leves o insufribles, nos afectan a todos. Nuestro
Señor debió haber concebido este lugar como un sitio de castigo cuando lo
creó.

***

Hemos llegado al pie de una colina rocosa. Desde que la vimos a la


distancia, corrimos hacia ella, ansiosos por su sombra, pues junto al río no hay
nada que nos cubra de los azotes del sol, salvo algunos nopales y árboles de
muy escaso follaje. En cuanto alcanzamos la colina, nos acurrucamos,
agradecidos por el alivio que la sombra nos proporcionaba. La colina, como
dije, es completamente rocosa y no crece ni una brizna de hierba en toda su
superficie. Se levanta solitaria en medio de una planicie árida. Hemos
descubierto la entrada a una gruta y quizá la exploremos más tarde.

95
***

El Señor nos proteja: no cabe duda que estamos en territorio del


Maligno. Imaginad el vaho o vapor que parece emanar del suelo y nubla la
vista en los lugares más calientes. Se le ve en las llanuras muy yermas, pero
también en las calles empedradas de ciudades muy calurosas cuando las azota
el sol de medio día, o en los caminos que no gozan de la bendición de la
sombra. Es como humo transparente, como agua flotante que se interpone
entre el observador y lo que observa. Seguro lo habéis visto en alguna ocasión.
Dios nos guarde: justo así son los que nos persiguen.

Hace apenas unos momentos, dos de mis hombres fueron hacia el río en
busca de agua. Entre la colina y el río se extiende una explanada de rocas,
arena y matorrales que los hombres debían salvar. Ya venían de regreso
cuando vimos ese vapor moverse alrededor de ellos. Pensamos que era un
simple espejismo del desierto, hasta que vimos atónitos cómo esa cosa levantó
a uno de los hombres en el aire y lo hizo pedazos. Literalmente, le arrancó
trozos del cuerpo, algunos tan grandes como puñados y otros tan pequeños
como granos de arena. Deshizo por completo a aquel hombre, dejó su carne
tirada en el piso e hizo volar su sangre como llovizna llevada por el viento. El
otro hombre corrió despavorido, pero el monstruo lo alcanzó y lo despedazó
también. He estado en decenas de batallas y nunca había escuchado a un
hombre gritar así.

Los demás corrimos hacia la gruta y nos introdujimos en ella. El último


hombre en pasar por el estrecho agujero fue cogido del pie por uno de los
demonios y jalado hacia el exterior. Mis hombres huyeron internándose en la
cueva, pero yo me quedé junto a la entrada y pude atestiguar lo que hicieron
los demonios. El hombre estaba suspendido en el aire por las invisibles manos
96
de los monstruos, cuando la sangre de sus venas comenzó a salir y a rociar el
espacio como una nube bermeja, tal como si las criaturas la succionaran para
llenar sus vientres traslúcidos. El infeliz quedó hecho un cadáver seco en unos
instantes y su sangre se dispersó en el viento.

Entonces, no sé cómo, supe que me habían visto. Retrocedí hacia el


interior de la gruta y vi cómo uno de los demonios vertió su substancia en el
haz de luz que penetraba, como si fuese humo llenando una copa. Pero no
pasó de ahí, se quedó en el área iluminada y entonces salió de nuevo. Después
seguí el rastro de mis hombres y los encontré en una espaciosa galería, tan
grande como la nave principal de una catedral. En ella, pequeñas habitaciones
cuadradas habían sido construidas con ladrillos de adobe, como los edificios
indios que describen las crónicas de Coronado. Cada una era un poco más alta
que un hombre; el largo y la profundidad eran de la misma medida. Pregunté a
mis soldados dónde habían obtenido las antorchas con las que se iluminaban,
y me dijeron que las habían hallado allí mismo. Interrogué a nuestros indios
sobre el origen de tal lugar, y aseguraron que nunca habían oído hablar de esta
ciudad subterránea.

Acampamos en la caverna, en medio de esas abandonadas habitaciones.


La gruta se extiende mucho más allá de esta galería; quizá la explore más
tarde.

***

Llegada la noche me aventuré a asomarme fuera de la gruta. No vi


señales de los demonios. Ordené entonces a dos de mis hombres ir buscar
agua al río. Se mostraron reacios en un principio, pero me ofrecí a
acompañarlos. Fuimos y volvimos sin complicaciones y con nuestros cueros

97
repletos de agua. Mis hombre bebieron hasta saciarse y entonces una segunda
partida fue enviada al río. Esta vez no fue necesario que los acompañara y, al
igual que nosotros, la segunda partida volvió sin encontrarse con obstáculo
alguno. He decidido que, ya que hemos descansado todo el día, reanudemos
nuestro camino de inmediato.

***

He causado la muerte de más de mis soldados. Sólo quedamos seis


cristianos y los dos indios. Sucedió que estuvimos caminando toda la noche a
lo largo del río. No mucho después del alba, el sol se había convertido en
nuestro enemigo y torturador. Y con el sol, llegaron los demonios. Uno de mis
hombres fue arrebatado por ellos y despedazado en el aire. Vi cómo le
arrancaron la mandíbula, las orejas, los ojos y los dedos. Los demás
abandonamos la carga y corrimos de regreso hacia la colina. Pero por mucho
que corríamos esas cosas eran mucho más veloces. Sólo podíamos ganar un
poco de terreno cuando se detenían a matar a uno de los nuestros. Uno por
uno, tomaron a mis hombres y los descuartizaron inmisericordemente en el
aire, y tiñeron el viento con su sangre. Sólo nosotros seis y los indios
alcanzamos la gruta, pero no tenemos provisiones, ni agua. Fui el único que
conservó su carga, pues me aferro con devoción a este diario. Estamos
atrapados aquí y probablemente moriremos, pero si es así, no quiero que se
pierda la relación las últimas hazañas de Pedro Hernández de Torrecilla.
Seguiré escribiendo hasta el final.

***

Me aventuré a explorar las profundidades de la cueva, con la esperanza


de encontrar otra salida. La galería con las construcciones de adobe conduce, a

98
través de un amplio portal, a una bóveda mucho más grande, tan alta que una
torre de campanario podría construirse allí sin problemas, y tan espaciosa, que
una aldea entera cabría en ella. En medio de la bóveda se encuentra una
pirámide, como aquéllas del Méjico o del Yucatán, pero hecha de ladrillos de
adobe y no de piedra. Consta de varias escalinatas que culminan en una
plataforma en la que se ha erigido una choza construida con vigas de hueso y
recubrimiento de piel de zorros, liebres y otros animales. Subí las escaleras
hasta la choza, donde casi me hace caer del susto un viejo indio que ahí tiene
su morada. El indio se extrañó de encontrarse con nosotros tanto como
nosotros de toparnos con él.

A través de nuestros indios, que a grandes rasgos conocían su idioma, el


viejo nos contó que era el último de una raza que hacía cientos de años que
había ido a vivir al desierto, huyendo de las guerras. Su pueblo tenía leyendas
de una migración muy anterior, de miles de años atrás. Se decía que esa gente
había encontrado la abundancia en medio del desierto. Así, este pueblo más
joven decidió seguir el mismo camino. Pero en estas inhóspitas tierras fueron
atacados por los demonios, a los que el viejo llamaba “el hálito del desierto”, y
que diezmaron a su gente. Los supervivientes tuvieron que refugiarse en las
grutas bajo la colina. Días después siguieron su camino y al fin encontraron la
ciudad, construida con ladrillos de adobe y llena de edificios altísimos y
pirámides colosales. Pero estaba por completo abandonada y las arenas del
desierto cubrían sus calles. Allí fueron atacados de nuevo por los demonios y
tuvieron que refugiarse en almacenes subterráneos. Al anochecer abandonaron
la ciudad y regresaron a la colina. Al principio enviaron hombres para
contactar a sus tribus hermanas de las llanuras, pero los mensajeros nunca
regresaron. Al final se asentaron en las grutas y fundaron una pequeña aldea.

99
Era evidente que los demonios sólo se aparecían de día y que
necesitaban de la luz del sol, por lo que nunca se les veía durante la noche ni
osaban entrar en las cavernas. Los indios tuvieron que adoptar, entonces, una
vida nocturna. Tras el paso de varias generaciones, casi todos ellos se
volvieron ciegos. Los que nacían con vista eran elegidos para ser brujos, como
el mismo viejo que nos narraba esta historia. Después de muchos años de
prosperidad, los indios se vieron afectados por enfermedades y deformidades
que los llevaron a la decadencia, la locura y la lenta extinción. Él mismo
inhumó a los últimos sobrevivientes, y ahora aguardaba paciente la muerte
misericordiosa.

El viejo indio nos explicó que hay un laberinto de galerías y cámaras


debajo de la colina y que ahí construyeron una población muy próspera. No
podían practicar el cultivo del maíz, pero sí de hongos y tubérculos que
crecían en la oscuridad. Además, en una de las galerías más profundas había
acceso a un río subterráneo, del que se podían extraer peces y otras criaturas
acuáticas, y durante la noche podían salir a cazar liebres, aves u otros
animales, y recolectar frutos, hojas y jugo de los cactos.

Pregunté al viejo por una forma segura de salir del desierto y dijo que
no había manera porque los monstruos vigilaban constantemente los
alrededores de la colina. Había, sin embargo, una leve esperanza. Si
viajábamos a paso veloz durante toda la noche, al amanecer alcanzaríamos la
ciudad perdida. En ella podríamos resguardarnos en los almacenes
subterráneos durante el día y, cuando cayera la noche, seguir hacia el sur hasta
llegar al mar. Nada nos aseguraba que los demonios no nos seguirían hasta
allí, pero era más seguro que cruzar el desierto en cualquier otra dirección. He
decidido tomar esa ruta.

100
***

Ahora estoy en la ciudad perdida, escondido en un cuarto oscuro y sin


ventanas en uno de los monumentales edificios, ya que nos fue imposible
encontrar los almacenes subterráneos de los que hablaba el viejo indio. Él nos
abasteció con cueros llenos de agua y algunas raíces y setas. Antes de
despedirme del brujo, le ofrecí bautizarlo para salvar su alma, pero él quiso
morir protegido por sus falsos dioses. Que el Señor se apiade de él.

Apenas anocheció, salimos de la gruta a toda velocidad, en dirección


hacia el sur. La noche fue tranquila, pero el temor de que el día nos
sorprendiera en el camino nos impedía sosegarnos. Estaba despuntando el
alba, cuando a lo lejos distinguimos el perfil de la ciudad. Emprendimos la
carrera contra el sol, pero fuimos demasiado lentos. Cada paso que ganaba la
luz era un abismo de terror que se abría al oriente. Cuando los primeros rayos
luminosos nos alcanzaron, mis hombres comenzaron a morir. Los demonios
tomaron a cada uno de ellos en el aire y los destruyeron. A uno de mis
hombres lo deshicieron como si fuera de arena, a otro lo hundieron bajo las
rocas y a uno más lo despedazaron vivo.

Al final, sólo los dos indios y yo entramos en la ciudad. Es una visión


maravillosa y terrible. Está llena de edificios más altos que los campanarios de
las catedrales. Sus pirámides son titánicas, tanto o más grandes que las de
Méjico o las del Yucatán. Las paredes internas y externas de las torres están
cubiertas de grabados de monstruos y demonios, entre los que abundan los
dragones como aquéllos que nos atacaron junto al río. Una gran estatua de oro
que representa uno de esos dragones se alza en la cima de una pirámide
colosal en el centro de la ciudad. Sí, aquí hay oro. Hay oro por todas partes, en
joyas, vasijas e instrumentos desconocidos para mí. Las puertas de algunos
101
edificios están hechas del precioso metal. No me cabe duda, ésta es Cíbola, la
ciudad de oro, y yo la he encontrado; soy su descubridor, su conquistador…

Fuimos incapaces de encontrar los almacenes subterráneos y lo que


describo es apenas lo que pude ver en mi huída por la luminosa, cegadora y
sofocante ciudad. A uno de los indios lo atraparon los monstruos y lo azotaron
contra las paredes de los edificios hasta molerlo. Al otro lo atraparon poco
después y lo elevaron hasta la cima de la gran pirámide, le arrancaron el
corazón del pecho y lo hicieron rodar las escalinatas del maldito templo.
Apenas tuve tiempo de entrar en un edificio y ocultarme en la cámara oscura
en la que ahora me refugio. Estoy esperando la noche para poder escapar. Oh,
nunca había odiado tanto la luz del día como ahora…

Las criaturas están a fuera… las escucho rasgando la puerta del


cuarto… Ahora la golpean tratando de derribarla… Están susurrándome
algo… Me llaman… Oh Dios, Padre misericordioso, apiádate de mí…
Golpean… Me llaman… La tinta se acaba... La puerta de oro está cediendo…
La luz, la odiosa luz está penetrando… con ella, sus manos, sus garras… La
puerta cae… ¡Se hace la luz…!

102
LA MUJER QUE LLORA

Nueva España, finales del siglo XVI

El joven fray Bernal de Acevedo hizo el largo viaje desde Xochimilco


hasta Huejotzingo, en las vecindades de Puebla de los Ángeles, con la
intención de entrevistarse con fray Rodrigo de García. El anciano fraile se
había negado durante mucho tiempo a aceptar la visita de su joven
confraterno, pero un buen día Bernal recibió una misiva en la que fray
Rodrigo le concedía una entrevista en el convento franciscano de Huejotzingo.
Así, fray Bernal llegó a dicho convento justo cuando el sol alcanzaba el cenit,
y fray Rodrigo lo recibió en su propia celda, donde se sentaron en sendos
bancos incómodos frente a una austera y rústica mesa de leño.

-Te preguntarás porqué he decidido tan de súbito aceptar tu visita,


cuando en semanas anteriores me había rehusado enérgicamente a recibirte.-
decía el anciano mientras el joven asentía silenciosa y respetuosamente -Bien,
he optado hacerlo para salvar tu buen juicio, pues por tus misivas tengo la
sospecha de que está en peligro. Ahora, cuéntame todo lo que sucede en tu
pueblo.

Fray Bernal dudaba sobre cómo empezar –Veréis, padre… Como sabéis
los hermanos franciscanos tenemos por misión llevar la Palabra del Señor
entre los indios y mestizos de Xochimilco… En particular, yo estoy encargado
de un barrio en el que hay muchos de los últimos… mestizos, quiero decir. La
gran mayoría de ellos son niños, hijos bastardos de madres indias engañadas o
incluso violadas por soldados españoles. Mi trabajo es educar a los niños y a
sus madres para que no vuelvan a sus prácticas idólatras.

103
-Bien, bien. En tus misivas hablas de una dificultad para cumplir tu
misión y aunque sospecho en qué consiste, quiero que me lo digas tú mismo.

–Temo que no me creáis…

-Te prometo no dudar de tu honestidad.

Fary Bernal tomó un largo respiro -Una noche, hace ya varios meses,
después de visitar la vivienda de una pobre india, madre de cuatro hijos
mestizos, pasaba junto a uno de los canales, cuando sentí mucho frío
repentino. Me volví, miré a mi alrededor y entonces vi un resplandor azul
pálido que se asomaba detrás de una esquina. No supe porqué, pero me llené
de espanto y comencé a rezar a la Virgen y a los Apóstoles, pero pronto mi
temor se convirtió en tristeza… en una melancolía muy profunda, cuando
escuché un lamento. Doblando la esquina se apareció entonces el origen de
ese resplandor.- el joven fraile bajó la voz –Era una mujer muy bella, de
aspecto maternal y luminosa, pero muy triste, y venía clamando un llanto
lastimero que iba así…- Fray Bernal lo dudó un segundo antes de repetir las
palabras que había escuchado -¡No-cocone! ¡No-cocone!- el joven fraile se
estremeció mientras las pronunciaba -Y ese llanto me entristeció tanto, que me
llevé las manos a los oídos y salí corriendo de allí…

El fraile hizo una pausa y en su expresión se podían ver mezclados el


miedo y la tristeza más intensos. Era claro que el joven se abochornaba ante la
probabilidad de que su mayor no le creyera, pero también tenía miedo de algo
más

-Continúa.- ordenó fray Rodrigo.

104
-Al día siguiente reflexioné sobre lo que decía esa aparición y me di
cuenta que su lamento rezaba ¡Mis hijos! ¡Mis hijos! Pero, ¿qué era lo que
había visto esa noche? Al principio pensé que se trataba de un fantasma, pues
hay muchas historias en España de apariciones con forma de mujer que lloran
por sus hijos. Averigüé entre mis hermanos franciscanos si alguien podría
arrojar alguna luz sobre este extraño prodigio.

-Y permíteme adivinar lo que te dijeron nuestros hermanos.-


interrumpió fray Rodrigo –Te contaron la historia de una mujer india que fue
seducida por un soldado español en los días de la guerra contra los aztecas. El
español le prometió hacerla su esposa y llevarla a España cargada del oro que
obtuviera como botín de guerra, y ella, enamorada, permitió que aquel bruto
engendrase dos o tres hijos en ella. Pero poco después de la victoria del
ejército de Cortés, el soldado regresó a España, sin siquiera despedirse de su
mujer e hijos. Ella, loca de celos y desamor, no podía ver ya a los ojos verdes
de sus críos sin recordar la traición del vil soldado español, por lo que perpetró
el abominable crimen de dar muerte a sus propios hijos. Pero al instante se
arrepintió y salió a la calle dando gritos espantosos, llorando por sus hijos
muertos. ¡Ay, mis hijos! ¡Ay, mis hijos!, gritaba. Después de morir, la mujer
siguió vagando por las oscuras callejuelas de Xochimilco, llorando por sus
hijos.

-Ésa fue la historia que los frailes me contaron, es verdad.- dijo el joven
fraile -La mayoría de ellos la consideraba un cuento de indios y soldados
ignorantes, pero algunos se estremecieron cuando la mencioné. En fin,
pasaron algunas semanas y me olvidé de aquel espectro, pero una noche me lo
volví a topar. Me encontraba viajando por uno de los canales en una lancha
guiada por un indio remero, cuando vi surgir a la mujer de las aguas; ascendió

105
como un vapor luminoso, y quedose flotando sobre la cristalina superficie. El
remero y yo estábamos tan espantados que nos quedamos inmóviles cuando el
espectro inició su canto lastimero. Como la vez anterior, al oír el lamento de
esa aparición me llené de tristeza, de una tristeza tan profunda que olvidé lo
que era la felicidad y perdí toda esperanza de sentir alguna emoción que fuera
distinta a ese dolor agudo y sin límites del que mi alma era presa. Me dejé caer
en el fondo de la barca y lloré, lloré como un niño… No, como un niño no,
porque cuando un niño llora lo hace con la esperanza de que su madre venga a
consolarlo, pero yo, en esa tristeza tan absoluta incluso me olvidé de Dios…

Fray Bernal guardó silencio y suspiró como alguien que lleva un


enorme peso aplastando su alma. Fray Rodrigo colocó una mano paternal
sobre el hombro de su joven hermano y lo invitó a proseguir.

-No sé en qué momento la aparición se fue. Sólo recuerdo haberme


encontrado llorando y recuperar poco a poco la compostura. El indio remero
estaba tan triste y desolado como yo, con su cara morena empapada de
lágrimas y sus rasgos tiesos en una expresión de compungimiento. Cuando
logramos calmarnos, seguimos nuestra ruta por el canal, hasta llegar al muelle
que era nuestro destino. No dijimos palabra en todo el trayecto, pero al
desembarcar le pregunté al indio sobre lo que acabábamos de presenciar, y él
se negó por completo a decir nada al respecto y me advirtió que no debemos
hablar de cosas que espantan, porque ello las atrae…

-¡Y es sabio ese indio!- exclamó fray Rodrigo –Hay gran verdad en lo
que dice. Hablar, escribir o leer sobre las cosas oscuras de este mundo es
como invocarlas y provocar que sus sombras se congreguen a nuestro
alrededor. Ponemos en peligro la santidad de este convento al hablar de estos

106
temas, pero confío en que aquí el imperio de Dios es tal que ninguna fuerza
terrible debería ser capaz de penetrar… Pero continúa tu historia.

-Por las semanas siguientes estuve haciendo pesquisas entre los indios
más viejos para encontrar alguna información sobre esa mujer que llora. Ellos
me dijeron una historia muy diferente a la que cuentan los españoles. Me
aseguraron que la mujer que llora no es otra que Tonantzin, una diosa a quien
ellos consideran su madre. Según los indios, Tonantzin llora inconsolable
desde los días de Moctezuma por la derrota de sus hijos y su reducción a la
esclavitud y la servidumbre.

-¿Y tú qué opinas al respecto?

-Pienso que este espectro, sea lo que sea, es un peligro para españoles e
indios por igual. Muchos indios están convencidos de que esa aparición es la
diosa Tonantzin y mientras sea así, será difícil apartarlos de sus creencias
bárbaras y acercarlos a la luz del Señor.

-¿Pero qué piensas tú de esa mujer que llora?

-Veréis, padre, yo solía creer que el demonio no se le aparece a los


hombres ni posee sus cuerpos, sino que los tienta hacia el pecado y la maldad.
Yo pensaba que los indios, en su ignorancia y simpleza, adoraban a dioses
falsos e inexistentes, y no compartía la opinión de muchos religiosos que
creen que los indios adoran al diablo. Pero después de haber visto y oído esa
espeluznante aparición, no puedo más que pensar que el demonio se presenta
en la forma de la diosa para apartar a los indios del camino del Señor y
condenar así sus almas. Como el Maligno no puede provocar buenos
sentimientos en los hombres, terror y tristeza es lo que emana de esta
aparición. Por eso os escribí y os informé de este suceso antes que a nadie,
107
porque sé que vos y vuestro maestro fray Guillermo de Balbuena conjurasteis
al demonio que infestaba las ruinas del templo de Huichilobos.

-Y yo te respondí, una y otra vez, que lo mejor que podías hacer era
olvidarte por completo de este asunto y predicar la Palabra a los indios sin
pensar en esa mujer que llora ni en sus apariciones.

-Pero mientras ese demonio se aparezca a los indios y les haga creer que
es una diosa que los ama, será casi imposible convencerlos de que Dios es el
único y así salvar sus almas. Como siervo de Dios no puedo permitir, ni vos
podéis, que el demonio engañe de esa forma a estos pobres indios y los
condene al infierno. ¡La salvación de las almas de los nativos de esta tierra es
nuestra responsabilidad!

-Y es por esa determinación tuya que decidí al fin concederte esta


entrevista. Veo que estás decidido a luchar contra una fuerza que desconoces.
Permíteme, pues, explicarte su naturaleza. Quería salvarte de conocer los
horrores de los que he sido testigo, pero no me dejas más opción.

Fray Rodrigo se santiguó tres veces, rezó en murmullos varias


oraciones, y luego procedió a contar su historia.

***

Corría el año de 1523, si no me equivoco. En ese entonces yo era un


joven novicio que acompañaba y servía a fray Guillermo de Balbuena. Como
sabes, él era el más reputado exorcista de la Orden, habiendo conjurado a más
de una veintena de demonios que infestaban recintos o atormentaban a pobres
almas infelices. Por ello fue llamado a la Ciudad de México, para usar sus
conocimientos en contra de un demonio muy poderoso que acechaba entre las

108
ruinas de templo del tiránico Huitzilopochtli, como bien sabes. Las
autoridades españolas habían ordenado la destrucción del templo un par de
años antes, pues tenía la intención de usar sus piedras para construir la nueva
ciudad española. Pero aunque los esfuerzos de los trabajadores españoles y los
esclavos indios lograron convertir el magnífico templo en un montón de
piedras y escombros, una presencia terrible se hizo sentir desde el primer
golpe de mazo. Muchos hombres, españoles e indios, murieron de forma
inexplicable durante el largo proceso de desmantelamiento. El hombre que se
quedaba solo, o que tan siquiera se perdía de la vista de sus compañeros por
un instante, aparecía muerto, mutilado de forma impía y con horribles
expresiones de terror y sufrimiento.

Incluso después, cuando el templo fue reducido a ruinas, las muertes


continuaron y tanto indios como españoles se referían a ese lugar con temor y
reverencia. Los indios comentaban que su señor Huitzilopochtli vivía y estaba
enfurecido por los actos de profanación y sacrilegio que cometían los
españoles. Nosotros, por supuesto, estábamos convencidos de que un
demonio, enemigo de la nuestra misión evangelizadora, infestaba el templo
para mover a los pobres nativos hacia sus prácticas idólatras. Con esto en
mente se presentó fray Guillermo, con todo el poder de su admirable fe. Yo lo
acompañaba cargando un fardo con crucifijos, libros, reliquias y otros
instrumentos del bien. Sólo éramos él y yo, esa maldita tarde en la que
entramos en las ruinas del templo de Huitzilopochtli, el sediento de sangre.

Mi maestro entró por delante y yo, apenas puse un pie en las ruinas,
sentí el poder una voluntad antigua y violenta, y pensamientos de muerte y
destrucción llegaron a mi joven mente. Fray Guillermo colocó una de sus
gentiles manos sobre mi hombro y me dijo que buscara la calma que da el

109
pensar en Dios, porque era justamente mi desasosiego lo que el demonio
pretendía. Fray Guillermo procedió entonces a rociar el área con agua bendita,
pero en cuanto el líquido tocaba las rocas, se convertía en bermejas gotas
sangre que se escurrían por todas partes. Fray Guillermo rezó en latín, pero las
rocas rebotaban el eco en lengua mejicana, que yo no conocía y que me
parecía proferir odiosas blasfemias. Entonces mi maestro ordenó que rezara
junto con él, y rezamos y rezamos con todas nuestras fuerzas, pero yo sentía
que Dios no me escuchaba, porque se encontraba muy lejos, separado de
nosotros por barreras que el Maligno había levantado para proteger sus
dominios. Fray Guillermo sacó del fardo un crucifijo y ordenó a los demonios,
en nombre de Dios, que se alejaran de ese lugar y que dejaran de atormentar a
las pobres almas que allí moraban, tras lo cual procedió a sembrar el área con
hostias consagradas. Nos volvimos a arrodillar y rezamos, y entre cada
oración fray Guillermo ordenaba que los demonios se fueran, y así nos
mantuvimos firmes en nuestros puestos hasta que oscureció.

Pero cuando cayó la noche se escuchó un trueno espantoso y la tierra


tembló y las estrellas del cielo se oscurecieron, y entonces las rocas del templo
comenzaron a volar y a construir muros alrededor nuestro, hasta que nos
vimos encerrados en una cámara de piedra, frente al altar sangrante del terrible
Huitzilopchtli. No había puertas ni ventanas en esa cámara, oscura excepto por
una sola hoguera frente al altar. Yo podía oír con claridad el resonar de
cascabeles y el aliento de poderosos pulmones que soplaban a través de
enormes caracoles, y podía sentir el olor del copal quemándose y de la carne
chamuscada. Estaba aterrado, pero mi maestro me instó a tener calma pues lo
que veía no eran más que ilusiones creadas por el Maligno. Y entonces fray
Guillermo, con todas sus fuerzas, clamando con voz tal que impondría la

110
autoridad de Dios sobre cualquiera de sus enemigos, ordenó una vez más que
los demonios abandonaran el templo.

Pero las órdenes de fray Guillermo no fueron obedecidas, sino que una
voz potente y estruendosa se rió de ellas. Luego las paredes comenzaron a
chorrear sangre, y las hostias consagradas que aún estaban en el suelo se
convirtieron en corazones sangrantes, y el altar se alzó en una escalinata que
se extendía infinitamente hacia la oscuridad, desde la que rodaron decenas y
decenas de cuerpos mutilados. La sangre lo cubría todo y pronto nos vimos
rodeados por las entrañas de las miles de víctimas que los aztecas sacrificaron
a su abominable dios.

Sin embargo, fray Guillermo se mantuvo firme, aunque veía nuestros


pies sumergidos en un charco de sangre y yo estuviera temblando y llorando
de miedo. Me dijo repetidamente que me calmara y que mantuviera mi fe en el
triunfo final de Nuestro Señor. Sacó entonces del fardo un libro antiquísimo,
de tiempos romanos, que había sido utilizado, me dijo, por los primeros
discípulos de los apóstoles. Fray Guillermo abrió el libro y leyó en arameo
conjuros y oraciones que yo no entendí, porque no conocía tal lengua. Apenas
pronunció la primera palabra los truenos y temblores reiniciaron más furiosos
que antes, la lluvia de sangre se convirtió en tifón y los ríos de entrañas se
volvieron océanos, mas fray Guillermo no retrocedió, sino que se mantuvo
firme y siguió rezando con toda su fuerza y toda su fe. El horror de la escena
fue demasiado para mí y perdí el conocimiento.

Cuando desperté me encontraba otra vez en las ruinas del templo con
las estrellas brillando sobre mi cabeza y el frío viento nocturno soplando entre
las piedras. Me incorporé, miré a mi alrededor, y vi la figura de fray
Guillermo tendida en el piso. Corrí hacia él y me arrodillé a su lado, temiendo
111
que hubiese muerto, no por él, sino por el horror de verme solo en esa tierra
maldita. Pero fray Guillermo seguía vivo y me dijo con voz trémula y
agonizante que Hutzilopochtli aún vivía, pero que estaba muy débil y que era
mi deber rematarlo. Me instruyó para rezar todas las oraciones que supiera y
así lo hice, pero no sentía que tuviese ningún efecto. Sin embargo, al final se
dio en mí una extraña sensación, como si pasara de un lugar desconocido y
amenazante a uno familiar y acogedor. Un colibrí bajó del cielo, volando con
dificultad, como herido, cayó al suelo y se quedó inmóvil. Desconcertado, me
volví hacia mi maestro, quien me dijo con enigmáticas palabras que
Huitzilopochtli había muerto y que Dios había llegado para ocupar su sitio en
este lugar; entonces fray Guillermo expiró también.

Solo y desorientado, me quedé contemplando el cuerpo del que fuera un


gran hombre de Dios, hasta que escuché el lamento de la mujer que llora. Alcé
la mirada y allí estaba ella, resplandeciendo con un aura azulosa, llorando a
gritos lastimeros con la expresión más absoluta de congoja que yo hubiese
contemplado o podido imaginar. Su llanto me llenó de la tristeza que tú mismo
experimentaste, esa tristeza sin fin, que me hizo olvidar que existe cualquier
otra emoción y que me dejó sin esperanzas de volver a sentir alegría. No huí ni
pretendí evadirme del dolor que esa mujer me transmitía, sino que me quedé
escuchando sus lamentaciones y compartiendo su sufrimiento. Entonces
comprendí porqué llora esa mujer… Llora por sus hijos, no los indios, sino
toda la humanidad y aún más, todos los seres vivos de la creación, pues pronto
la Muerte caerá sobre ellos.

¿No lo entiendes? Yo tampoco comprendí en un principio. Verás, yo


acababa de presenciar la muerte de un dios. No de un demonio, no de uno de
los ángeles que se rebelaron contra el Señor. Yo presencié la muerte de

112
Huitzilopochtli, pues él estaba vivo y era tan real como Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo. Contemplé la muerte de un dios, algo que ningún mortal debía
presenciar… ¿Piensas que lo que digo es blasfemia y herejía? No. Yo le soy
fiel a Dios, pero he aprendido que su dominio es limitado y que en las tierras
en las que no se le conoce gobiernan los otros dioses. Dios nos ha
encomendado la tarea de expandir su imperio y llevarlo allí donde los otros
dioses tienen su trono.

Así es, hermano Bernal; existen y existieron miles de dioses. ¿En


cuántos dioses creen los hombres del mundo? Claro, muchos de ellos son en
realidad las mismas deidades adoradas bajo diferentes formas y nombres, y
otros tantos son invenciones de mentes con poca imaginación. Pero aún así,
¡cuántos son! Y ésos son sólo los dioses de la Tierra, que aún faltaría contar
los de las otras esferas… Existen legiones y legiones de dioses, muchos de
ellos terribles, crueles y absolutamente malvados.

Esta así llamada Nueva España es tierra de los otros dioses y el nuestro
aún tiene poca presencia y poder aquí. Mira las selvas y bosques que nos
rodean: en ellas habitan los chaneques, horribles enanos que espantan a los
viajeros para robarles el alma. En las cuevas y grutas, los nahuales aún usan el
poder de sus dioses para convertirse en bestias y acechar a sus enemigos.
Todavía hay lagos y cuerpos de agua en los que moran los ahuizotes, que
comen carne, pero que no son animales. Es por todo esto que tras la muerte de
Huitzilopochtli vine a encerrarme a este convento apenas se estableció, para
estar en un espacio en que Dios, y sólo Dios, tiene poder.

No entiendo, ni creo que tú puedas entender, cuáles fuerzas son


bondadosas y cuáles son malévolas. Yo sirvo a mi Dios y eso me basta. Lo
que sí comprendo es que hay una fuerza constante, y que esa fuerza es la
113
Muerte. No me refiero al fallecimiento, al abandono del cuerpo por el alma,
sino a la muerte absoluta, la extinción de todo cuanto es y existe. Y Tonantzin
alguna vez fue la esperanza contra ella, pero su poder se ha debilitado por
causa del avance de nuestro joven Dios sobre la tierra, y Tonantzin se ha
vuelto loca por la tristeza y la desesperación, porque sabe que ya nada ni nadie
podrá detener la llegada de la Muerte. Tonantzin… en otros tiempos y lugares
ha sido llamada con otros nombres... Tonantzin ama todo lo que existe, a
diferencia de nuestro Dios, que sólo ama a quienes lo aman. Y contra la
Muerte, nuestro Dios no tiene poder. Por eso Tonantzin llora por nosotros, sus
hijos, todas las noches y así será hasta que ella misma deje de existir.

***

Fray Rodrigo guardó silencio y fray Bernal lo miraba con una mezcla de
miedo y repulsión. Por fin el joven fraile se animó a hablar.

-Lo que habéis dicho es blasfemia, padre. Habéis permitido que vuestra
experiencia frente al demonio os trastornase el juicio. Sólo hay un Dios, y es
Nuestro Señor, quien triunfó contra la muerte y promete la vida eterna.

-La eternidad es algo relativo, hermano.

-No quiero escuchar más herejías.- dijo fray Bernal al tiempo que se
incorporaba de golpe -En este momento me vuelvo a Xochimilco. Si no puedo
contar con vuestra ayuda, yo mismo me enfrentaré al demonio que confunde
las almas de los indios.

-Tu lucha será inútil, joven fraile, no se puede ahuyentar a los otros
dioses tan fácilmente como se hace con los demonios. Se necesita un poder y
un rito especial, el mismo que usaron los primeros cristianos para despoblar la

114
tierra de ninfas y espíritus paganos, además de una fe inquebrantable en el
triunfo final del Señor. Pero si lo que quieres es agrandar el rebaño de Dios,
misión que comparto, hay otros métodos. Yo mismo sugerí al señor Obispo
que mandara a hacer una pintura en la que se conjuguen las imágenes de la
Virgen y de Tonantzin, e ir enseñando a los indios a adorar a la primera y
abandonar a la segunda. Tengo entendido que dicha pintura se está
elaborando, si es que no está completada ya.

Fray Bernal, que no quería escuchar ni una palabra más, atravesó la


celda con largos y furiosos pasos y ya estaba a punto de salir por la puerta
cuando la voz del viejo fraile lo detuvo.

-Sé que he servido bien a mi Dios y confío en haberme ganado el


Cielo.- dijo fray Rodrigo, exhausto –Pero, ¿qué será de mí, cuando Dios y su
Cielo no existan más?

115
LIÉRGANES

Cantabria, siglo XVII

María saboreó el agua de mar que inundaba sus fosas nasales,


arrastrada por la corriente que la sacudía y aporreaba contra los arrecifes.
Su piel se quemaba al contacto con las medusas y pececillos negros de dientes
filosos le mordían los dedos. Había dejado de luchar contra la oscuridad
profunda del océano y esperaba pronto morir ahogada cuando un rostro
luminiscente se apareció en el abismo. María dejó escapar burbujas de
alarido cuando la cosa blasfema que tenía frente a ella alargó una mano
escamada y membranosa, la sujetó del cabello, la atrajo hacia su cara
triangular y viscosa y encajó su boca llena de dientecillos afilados en los
labios de la joven. Ella cerró los ojos y gritó por dentro. Entonces sintió un
ardor que subía por su vientre.

Aquella noche de tormenta y viento ululante, María despertó por los


llantos de su bebé y pronto olvidó su pesadilla en la actividad de amamantar al
pequeño. Meses después, dio a luz a un segundo hijo, al que llamó Francisco.
Pasaron los años y otros dos varones llegaron a la familia, para orgullo de don
Francisco de la Vega, padre de los cuatro. Pero Francisco el padre murió
cuando aún era mozo el hijo que llevaba su nombre. Se ahogó en el Miera una
noche sin luna cuando salió de su casa por motivos desconocidos y sin avisar a
nadie.

El mayor de los hermanos murió poco después, en cama. Amaneció


cubierto de agua salada que le chorreaba por la boca y la nariz. Estaba inflado
como si se hubiese ahogado. La familia y los vecinos estaban tan asustados

116
como confundidos. El cura local practicó un torpe exorcismo del cadáver y se
le sepultó junto a su padre.

Sin más hombres que se hicieran cargo de la familia y siendo los hijos
menores aún muy niños, María decidió enviar al joven Francisco a aprender el
oficio de carpintero en Bilbao. Francisco era un muchacho serio, callado,
tranquilo y obediente. Jamás su ánimo sereno se turbaba por la cólera, el
miedo o la alegría. Apenas demostraba su contento con leves sonrisas y suaves
miradas. Cuando las faenas del hogar y del corral estaban terminadas,
Francisco no iba junto a los otros adolescentes a la taberna o al lupanar, sino
que se sentaba en el Puente Romano a la luz de la luna y veía discurrir las
aguas. Sólo demostraba entusiasmo cuando iba a nadar con sus hermanos al
río. Si le causó algún pesar el tener que alejarse de su familia, Francisco no lo
manifestó y obedeció diligente a su madre.

En la villa de Bilbao el mozo se convirtió en un hábil aprendiz de


carpintero que cumplía con precisión las órdenes de su maestro. En los trozos
de madera que sobraban de la construcción de los muebles, Francisco solía
tallar imágenes de peces, crustáceos, ballenas y delfines. Maese Lope le dijo
sonriendo una vez que si hubiese nacido en otro lugar quizá su futuro habría
estado en la ebanística y no en la humilde carpintería. Francisco sonrió y le
agradeció el cumplido a su maestro, pero agregó con humildad que a él le
gustaría más ser marinero o pescador.

En una ocasión, Maese Lope entró al cuarto de Francisco y encontró


una extraña colección de esculturas en madera, que representaban imágenes
monstruosas de criaturas marinas: peces con cuerpos diminutos y mandíbulas
enormes, serpientes marinas con garras en las aletas, bestias que el carpintero
sólo podía comparar con dragones, sapos bípedos con los cuerpos cubiertos de
117
espinas, cangrejos con rostros extrañamente humanos y un hombre alado de
cuya cabeza salía una maraña de tentáculos retorcidos… Y entre todos ellos
sobresalía la imagen de un ser batracio, giboso, pero erecto, con rostro
triangular y garras membranosas en vez de manos. Las figuras parecían tan
reales y tan vivas que Maese Lope sintió escalofríos. Estaba a punto de salir
de la habitación cuando se topó con Francisco.

Lo regañó por esas monstruosidades que había tallado. ¿Es que acaso
quería que lo acusaran de brujería o algo así? Le preguntó con énfasis por la
imagen del monstruo con cabeza triangular. Francisco sólo dijo que se trataba
del Obispo. Maese Lope, pensando que el joven había hecho una caricatura
del señor Obispo de Calahorra, se echó a reír, le dio al muchacho unas
palmadas en la espalda y le dijo que tenía mucho talento porque en verdad esa
cosa se parecía a su Eminencia. Pero luego le advirtió con severidad que no
volviera hacer imágenes por el estilo, a menos que quisiera que la Inquisición
cayera sobre él. Maese Lope echó las esculturas al fuego y Francisco obedeció
su mandato.

Al igual que en su natal Liérganes, Francisco era sereno, taciturno y


solitario, y casi nunca se unía a los otros muchachos de su edad, excepto para
ir de pesca o a nadar; entonces se volvía un mancebo alegre y vivaz, un
excelente compañero de juegos. Era el mejor nadador y un pescador singular.
Podía aguantar la respiración por muchos minutos y bucear en aguas
profundas. Podía nadar contra la corriente y atrapar peces con las manos
desnudas.

La víspera del día de San Juan, Francisco y otros muchachos fueron a


nadar a la Ría. Se desnudaron, dejaron sus ropas junto a la orilla y se lanzaron
al agua. Nadaron desde el medio día hasta el atardecer, momento en que todos
118
salieron del agua, excepto Francisco, quien se quedó chapoteando. Sus
compañeros lo urgieron a salir en vista de que ya estaba oscureciendo, pero él
sólo les dirigió una sonrisa y se dejó llevar por la corriente hasta perderse de
vista. Los muchachos no se preocuparon, sabían que Francisco era un
excelente nadador. Pero cuando pasaron las horas, decidieron ir a buscarlo;
quizá habría salido río abajo. Caminaron toda la noche hasta llegar a la
desembocadura sin encontrar rastros del muchacho. Pensaron que
probablemente ya había regresado al pueblo y fueron a buscarlo allí, pero
nadie lo había visto. Hicieron una búsqueda exhaustiva que duró toda la
noche, examinaron la Ría, la villa y sus alrededores, pero no pudieron
encontrar al mancebo y al final lo dieron por ahogado. Maese Lope fue el
encargado de viajar Liérganes para informarle a la familia. María lloró
desconsolada por su segundo hijo perdido.

Dos años más tarde, en la víspera de la fiesta de Santa Juliana, a las


afueras de Santillana del Mar, unos pastores encontraron a una muchacha
tirada e inconsciente cerca de la entrada de una gruta. El vientre de la moza
indicaba que ella estaba en los últimos días de su embarazo y los pastores
decidieron llevarla al Convento de San Idelfonso. Cuando la muchacha
recobró la consciencia, empezó a gritar y a convulsionarse. Las monjas
dominicas supusieron que estaba poseída y mandaron por un sacerdote para
que la exorcizara. El padre procedió con la sagrada liturgia para expulsar a los
demonios

Rociada con agua bendita y asediada con rezos en latín, la joven no


hacía más que retorcerse y babear. Al final, se quedó quieta, como exhausta y
murmuró una palabra que apenas pudo entender la monja que permanecía a su
lado: Liérganes. Entonces, un chorro de líquido salió disparado de entre las

119
piernas de la moza. Las monjas y el sacerdote supusieron que estaba a punto
de dar a luz y corrieron a prepararse para recibir al bebé. Pero de entre las
piernas de la joven no salió ningún niño, sino una anguila y después una
babosa, seguida de pulpos, calamares, medusas y demás criaturas viscosas que
emergían no paridas, sino vomitadas por el infortunado cuerpo. El horror que
sintieron las monjas fue tal que salieron huyendo de la habitación, dejando
solo al exorcista.

Cuando los seres del mar dejaron de salir, el sacerdote se atrevió a


acercarse a la muchacha. Había muerto. La enterraron en el cementerio e
incineraron a las criaturas, no sin que antes se hiciera un ritual para purificar
todo el convento, en especial el cuarto en el que había estado la joven.
Después mandaron a unos mensajeros hacia Liérganes, para obtener
información. Nadie en el pueblo había escuchado de una muchacha con las
señas dadas por los mensajeros y éstos tuvieron que regresar a Santillana en la
misma oscuridad en la que habían partido. Nunca se aclaró el misterio.

Tres años después de este incidente, unos pescadores de Bilbao se


encontraban en la desembocadura de la Ría, cuando vieron a lo lejos una
figura humana que los miraba. Pensando que se trataba de un nadador, lo
saludaron, pero la criatura se sumergió y no volvió a salir. Al día siguiente, los
pescadores lo encontraron de nuevo. El ser los observaba quieto y en silencio,
apenas manteniendo la cabeza por encima de la superficie. Cuando los
pescadores intentaron acercársele, desapareció bajo el agua. En una ocasión,
uno de los pescadores le arrojó un trozo de pan y la criatura se acercó a éste, lo
cogió con una mano, se lo llevó a la boca y luego se sumergió para no dejarse
ver por el resto del día. Entonces, los pescadores decidieron tenderle una
trampa; dejaron unos pedazos de pan flotando sobre el agua, y cuando la

120
criatura se acercó a comerlos, le arrojaron una red y la capturaron. El ser casi
no se resistió. Cuando lo sacaron del agua, vieron que era un joven de unos
veinte años, con el cuerpo lampiño, la piel amarillenta y el cabello rojizo muy
pálido. Además, una línea de escamas le recorría el espinazo. El muchacho no
hablaba y sólo emitía gemidos y gruñidos. Pensando que podría estar poseído,
los pescadores lo llevaron al convento de San Francisco.

Un exorcismo fue oficiado por don Domingo de la Cantolla, secretario


del Santo Oficio. Durante el proceso, el joven se mantuvo acostado en una
cama, quieto, silencioso y con la vista clavada en el techo. Al final, balbució
una palabra: Liérganes. Don Domingo envió a fray Juan Rosendo de San
Francisco a acompañar al joven hasta la aldea de Liérganes para obtener
mayor información.

El viaje transcurrió sin incidentes, y cuando llegaron a Liérganes y


empezaron a hacer averiguaciones en el pueblo, un local sugirió que el joven
podría tratarse de Francisco de la Vega, desaparecido cinco años atrás. Fray
Juan llevó al mancebo a la casa de la viuda María, quien en seguida reconoció
a su hijo perdido y se arrojó a sus brazos. El color de su cabello y el de su piel
habían cambiado, pero sin duda era su hijo. Francisco no se inmutó.

El joven volvió a vivir con su solitaria madre, pues los dos hermanos
menores vivían en otros pueblos ejerciendo diferentes oficios. Era, como
siempre había sido, un chico obediente y silencioso. Jamás hablaba; sólo sabía
decir tres palabras: pan, vino y tabaco, pero las pronunciaba arbitrariamente,
sin relación a los objetos. Andaba desnudo si no se le vestía y sólo salía de
casa para asistir a misa si se le llevaba. Comía con abundancia sólo si se le
ponían los alimentos enfrente y luego permanecía varios días sin probar
bocado.
121
Una vez una muchacha se acercó con curiosidad a la casa De la Vega y
Francisco se le tiró encima con evidentes intenciones de violarla. Fueron
necesarios cinco hombres para sujetar al joven. Aquel suceso extrañó
sobremanera a los lugareños, pues nunca antes, ni después, Francisco intentó
atacar a una mujer.

Los años pasaron con el ritmo de las mareas. En cierta ocasión llegó a
Liérganes uno de los hijos menores de María, para visitar a su madre y
hermano. Una mañana fue encontrado muerto en su cama, cubierto de agua
salada, como si se hubiese ahogado en el mar y después devuelto a su lecho.
No pasaron tres años antes de que el último hermano de Francisco sufriera su
propia tragedia. Una noche desapareció del pueblo en que vivía y su cadáver
fue hallado diez después, en Liérganes, en el fondo de un pozo que se creía
seco desde hacía varios años. María se quebró y se deshizo, pero se consoló
con la presencia de su único hijo. Los lugareños murmuraban inmisericordes
sobre María y su familia, y evitaban todo contacto con ellos. Las casas
cercanas a la De la Vega fueron abandonadas y María y Franciso se quedaron
cada vez más aislados del mundo.

Otros seis años pasaron. Llegó una furiosa tormenta que azotó toda la
región. Durante dos días las nubes oscuras no permitieron ver el sol y el cielo
se convirtió en una penumbra sin fin. Entonces, durante unas horas nocturnas
de calma chicha, Francisco salió de su casa, desnudo, y se encaminó con
dirección al río. María despertó sobresaltada, sin saber por qué, se asomó a la
calle y, al ver a su hijo, corrió para detenerlo. En cuanto la mujer, ahora
envejecida, alcanzó a Francisco, con la intención de hacerlo volver, un agudo
dolor en el vientre la doblegó. María abrió la boca de par en par, como si le
faltara el aire, y emitió sonidos guturales y entrecortados. De pronto vomitó

122
algo. Era un molusco vivo que se retorcía en agua salada sobre la hierba.
María no tuvo tiempo de horrorizarse o sentir asco, pues otra vez el impulso
de vomitar se apoderó de ella, y la hizo postrarse para expulsar de su boca más
criaturas babosas, que no le dieron la oportunidad ni de respirar. Un lugareño
observaba la escena a lo lejos, desde su ventana, sin atreverse a salir, cuando
las náuseas, calambres y espasmos se apoderaron de él y también empezó a
vomitar bestezuelas acuáticas. Su esposa, que dormía cerca de esa misma
ventana, despertó por los dolores de estómago y, antes aún de recuperar
consciencia, comenzó a vomitar y a vomitar… Esa noche, entre el aullido del
viento y el tronar de los relámpagos, todos los hombres y mujeres del pueblo
expulsaron viscosidades reptantes en una agonía indescriptible. Francisco,
sereno, llegó hasta el río y se lanzó a sus negras aguas para jamás volver a ser
visto.

123
EL DIABLO EN JERSEY

Nueva Jersey, Siglo XVIII

Han pasado ya muchos años y se sigue hablando del Diablo de Jersey en


los Yermos Pinares de esta colonia de Su Majestad. Todavía hay quien dice
encontrarse con sus ojos de azufre en la oscuridad del bosque y quien lo culpa
de la muerte de perros y ganado. Cuando desaparece un niño, en seguida se
murmura la presencia del Diablo. Lo cierto es que en algunas noches nubladas
y oscuras se escuchan extraños gritos en la espesura del impenetrable bosque.

No soy un hombre supersticioso y en un principio no creí en la historia


del espectro que supuestamente rondaba los despoblados y los caminos. Sin
embargo, los años pasan y las evidencias se acumulan, mientras mis creencias,
antes firmes, se sacuden con el peso de la edad y la amargura de la
experiencia. Lo más importante es que el tiempo sigue transcurriendo y nada
parece poner fin a ese horror que acecha entre las penumbras de los Yermos
Pinares. Hablaré de lo que sé y dejaré a un lector futuro, de un siglo quizá
menos inculto, tomar sus propias decisiones.

Sé que estos bosques son antiguos y tienen mala fama desde antes de
que llegara el hombre blanco a estas tierras. Los indios tiene desde hace siglos
un nombre para este sitio, “Popuessing”, que significa “lugar del dragón”. Los
exploradores suecos lo llamaban “Drake Kill”, o “arroyo del dragón”. Ignoro
por qué desde tan antiguo se le conoce a estos lares con tales nombres, dado
que la historia del Diablo de Jersey no comienza sino con los Leeds.

Me consta que Japhet Leeds llegó a los Yermos Pinares desde un lugar
que nunca mencionó. Muchos habitantes de estos inhóspitos sitios son
prófugos de la ley, bandidos, mercenarios y miembros de religiones o grupos
124
políticos perseguidos, por lo que nadie pregunta por el pasado de nadie. Sin
embargo, la llegada de Leed despertó curiosidad por su extraño aspecto y
porque su único equipaje era un poco de ropa y un montón de libros. Nadie
que yo conociera llegó a ver de cerca esos libros ni a averiguar su contenido,
pero hubo quien murmuró que Leeds practicaba la brujería y que por eso venía
huyendo de quién sabe dónde. Lo cierto es que Leeds fue un hombre honrado
y tranquilo que en muchos años nunca dio motivo de quejas a sus vecinos. Se
hizo de una cabaña derruida en el lindero del bosque, la reparó y vivió allí de
la leña, la caza y algunos cultivos.

El hombre prosperó alejado de los ebrios y los malandrines, por lo que


se ganó la mano de Deborah Smith, hija de otro próspero granjero. Sé a
ciencia cierta que Deborah dio a luz a doce hijos, lo que le ganó el apodo de
Madre Leeds. Lo sé porque yo bauticé a los doce niños. El último parto fue
difícil para la madre y me consta, como consta a la partera también, que ella
dijo, entre el delirio causado por la fiebre, que si tenía un hijo más sería el
demonio. Ignoramos sus palabras, pero siempre las tuve en mi memoria, en
especial cuando Madre Leeds quedó encinta por decimotercera ocasión.

Esta vez Japhet Leeds no permitió que nadie, sino la partera, estuviera
presente durante el parto. Es por ello que no se sabe con seguridad qué
ocurrió. Como la cabaña de Leeds estaba en el bosque, lejos de cualquier otra,
apenas algunos alcanzaron a escuchar gritos de dolor, que interpretaron como
los naturales gemidos de la madre dando a luz. Un grito, sin embargo, fue
escuchado por muchos, un grito de horror seguido de un chillido que algunos
describen como “innatural”. Los vecinos, con ánimos de ayudar o con simple
curiosidad, llegaron cuan rápido pudieron a la granja de los Leeds, derribaron
la puerta de la casa y se toparon con una escena por demás aterradora. Madre

125
Leeds yacía muerta en su cama con sangre chorreándole de entre las piernas,
mientras que la partera estaba tirada en el suelo; su cuerpo había sido mutilado
de forma indescriptible. No había señales de Japhet Leeds ni del recién nacido,
pero un rastro de sangre llegaba hasta la chimenea e incluso subía por ella.
Esto me consta, pues estuve allí. Esa misma noche, varios vecinos vieron algo
que pasó volando junto al campanario de la iglesia, y algunos más dicen haber
escuchado un chillido ultraterreno. Así empezó la historia del Diablo de
Jersey.

Los doce niños Leeds se mudaron con sus abuelos, la madre fue
sepultada y en el pueblo no se supo más de Japhet. Cerca de un mes después
comenzaron los avistamientos. De noche o de día, cazadores y viajeros decían
haber visto a un monstruo en la espesura del bosque. Los testigos, hasta la
fecha, no se ponen de acuerdo sobre la apariencia de este demonio. Todos
dicen que tiene una cabeza alargada y gruesa, y un par de ojos rojos y
brillantes en los que, dicen, asoman la maldad y la locura, además de un par de
patas deformes que algunos describen como pezuñas y otros como zarpas de
lagarto. En efecto, se han encontrado, y yo mismo he observado, huellas de
cascos en lugares inaccesibles para hombres y animales. Por supuesto, un
punto de acuerdo entre todos los testimonios es que el monstruo tiene alas y
vuela.

Luego iniciaron las muertes. Primero morían sólo animales chicos,


gallinas, ovejas, perros… Después empezaron a encontrarse los cadáveres de
vacas y caballos. Finalmente, niños y muchachas, y aún hombres adultos,
comenzaron a desaparecer. Algunos cuerpos fueron hallados, siempre con
mutilaciones espantosas. La gente se volvió temerosa; toda desaparición o
muerte de persona o animal era atribuida al Diablo de Jersey. Yo creía, sin

126
embargo, que detrás de la mayoría de las muertes debían estar los lobos y los
bandidos. Pero hubo algunas muertes, con rasgos tan grotescos, que no pude
evitar estremecerme.

Pero, de haber en realidad un emisario del maligno en estas tierras,


¿cuál es su intención? El demonio, siempre he pensado, no se le aparece al
hombre para espantarlo, sino que busca tentar su alma hacia el pecado. La
aparición de Satán o uno de sus sirvientes asustaría tanto a una comunidad que
todos se volverían hacia la fe del Señor, como de hecho ha sucedido en los
últimos años, en los que cada vez más feligreses asisten a mi parroquia.
¿Acaso quiere asustarnos? Es verdad, el Diablo de Jersey ha causado muchas
muertes, pero no más, estoy seguro, que la violencia habitual de esta región
tan apartada. Además esta criatura, si es real, sólo merodea por los bosques y
los caminos, y rara vez se deja ver cerca de las aldeas. ¿Por qué entonces nos
produce tanto miedo? Pues el miedo flota sobre nuestra población como la
neblina y nunca nos deja libres de su influencia. Quizás lo que aquí sucede no
tiene nada que ver con Dios o el demonio.

Cinco años llevaba el Diablo de Jersey aterrorizando esta comunidad


cuando los habitantes me pidieron que conjurara al demonio. No creo en
exorcismos ni en ninguna de esas supersticiones papistas, y traté de
explicárselo a mis feligreses, pero ellos no escucharon razones. Por tanto,
efectué una misa especial. Los habitantes de los Yermos Pinares no tenían
noción de cómo es un ritual de exorcismo, así que me limité a presidir una
serie de rezos para tranquilizarlos.

Esa misma noche, ocurrió algo terrible: la pequeña hija del granjero
Jabediah Williams desapareció y se encontraron huellas de cascos cerca de su
casa. Como en ocasiones anteriores, formé una partida de búsqueda para dar
127
con la niña, pero el fracaso de expediciones anteriores y el miedo que tenía la
gente por el Diablo de Jersey provocó que muy pocos voluntarios se nos
unieran. Sólo el granjero Williams, su hermano Jerome, algunos vecinos y yo
nos adentramos en el bosque. Jamás podré olvidar esa noche.

Había una luna llena bermeja y unas cuantas nubes negras que no
alcanzaban a oscurecer la noche. Llevábamos antorchas y algunos de nosotros
estaban armados con tridentes. Jebediah y Jerome Williams portaban sendos
mosquetes. Nos separamos en grupos y parejas para registrar el área y así nos
introdujimos en ese bosque antiguo y salvaje en el que la vegetación crece
retorcida y con violencia. El hermano del granjero y yo seguimos el curso de
un riachuelo hasta llegar al pie de una colina. Entonces lo vi. En la cima,
recortado contra la luz de la luna estaba… esa cosa. Era grande como un
hombre, pero su postura no erguida, sino inclinada hacia adelante. Tenía un
par de grandes alas membranosas que salían de su espalda. Estaba parado
sobre sus dos patas traseras, grandes y gruesas, y sus patas delanteras eran más
pequeñas y terminaban en garras. Tenía una larga cola puntiaguda que se
mecía y torcía como la de una víbora. Su cabeza era alargada y gruesa como la
de un caballo y había algo espantosamente reptil en la criatura. Williams y yo
nos quedamos atónitos y aterrados ante tal visión, pero yo logré controlar el
miedo y le ordené a mi compañero que abriera fuego contra el monstruo.
Williams apuntó, pero el disparo nunca sonó.

El golpe de un hacha cayó sobre la cabeza de Williams, tumbó al


desdichado y regó de rojo y marrón todo al alrededor. Un hombre apareció de
entre las sombras y atacó a Wiliams con más y más golpes furiosos de hacha.
Retrocedí espantado, pero no tuve fuerzas para salir huyendo; tropecé y caí de
espaldas. Cuando el hombre terminó de mutilar el cadáver de Jerome

128
Williams, se volvió hacia mí, y con el resplandor de mi antorcha reconocí a
Japhet Leeds. Estaba desnudo, con el pelo, las barbas y las uñas largas,
cubierto de lodo, pero supe que era él y estuve seguro cuando me habló.

-¿Quieres matar a mi hijo?

Entonces alzó el hacha en el aire y yo ya estaba rezando mis oraciones


cuando se escuchó el tronar de un mosquete. Leeds cayó al suelo, sin vida.
Acto seguido, la cosa que estaba en la cima de la colina emitió un chillido
aberrante, un sonido que nunca quiero escuchar otra vez en la vida, y
emprendió el vuelo. Instantes después se me unieron Jebediah Williams, que
había hecho el disparo contra Leeds, y sus compañeros. El buen granjero no
tuvo oportunidad de llorar a su hermano muerto, porque yo sugerí que de
inmediato subiéramos a la colina y así lo hicimos. Allí encontramos a la
pequeña niña Williams, aún viva y por lo visto ilesa, y la llevamos a su casa.

A la mañana siguiente volvimos a buscar los cadáveres de Jerome


Williams y de Japhet Leeds; sólo el primero fue encontrado. La niña Williams
por su parte, nunca volvió a ser la misma; nunca hablaba y le tenía pavor a los
exteriores y a la noche. Murió antes de cumplir los diez años.

Bien, eso es todo lo que sé, lo que puedo asegurar. Han pasado veinte
años desde el nacimiento del último hijo de Madre Leeds y aunque tras la
muerte de Japhet ha habido menos asesinatos y desapariciones, éstos todavía
se presentan de vez en vez, así como aún aparecen animales muertos y
mutilados. A veces llega algún forastero que nunca había oído la historia y
cuenta en la taberna o en la posada que ha visto a un extraño monstruo en el
camino. Muchos dicen que han abierto fuego contra la figura voladora y que

129
no le han causado el mínimo daño. Nadie sabe cómo librarse de él y hay quien
murmura que el monstruo secuestra mujeres para engendrar en ellas su prole.

Nunca podré estar seguro de qué es el Diablo de Jersey, ni si es real,


pero sé lo que vi, lo que presencié y lo que sentí, y que constantemente revivo
en mis pesadillas. De algo estoy seguro, mucho después de que yo muera y de
que muchas generaciones pasen a la historia, sea lo que sea que ronda por los
Yermos Pinares, hombre, bestia, monstruo o demonio, este Diablo de Jersey
seguirá sembrando el terror.

130
HERE THERE BE MONSTERS

Pacífico Sur, finales del Siglo XVIII

Diario del doctor James Hopkins a bordo del HMS Australia

15 de abril

Hoy inicia el viaje por el que he esperado mi vida entera. Parto a bordo
del HMS Australia, bajo el comando del capitán Francis Moorcock, en busca
de la legendaria Terra Australis Incognita, que ni el osado James Cook pudo
encontrar. Viajo en esta sloop-of-war como cirujano de profesión y naturalista
de afición. Estoy sumamente emocionado al pensar lo que tengo por delante:
nuevas tierras llenas de especies desconocidas y pueblos salvajes aún sin
documentar. No muchos hombres pueden ser los primeros en explorar
regiones desconocidas de los misteriosos Mares del Sur.

5 de octubre

Hemos llegado a las costas de Tahití, donde pasaremos unos días


reabasteciendo nuestra nave. El capitán ha dado permiso a los marineros para
que visiten las aldeas y se diviertan. Tahití es un paraíso terrenal de hermosas
playas y sol vivificante. Los nativos que la habitan son gente noble y pacífica,
de fácil trato para los europeos. Pero mucho ya se ha dicho de esta isla. La
verdadera aventura se encuentra mucho más al sur.

131
23 de octubre

Esta mañana divisamos tierra. Por un momento el capitán pensó que se


trataba de la Terra Australis, pero al aproximarnos más nos quedó claro que se
trataba de una isla. No la hemos circunnavegado, pero no parece ser muy
grande. La costa suroeste, que es la que tenemos frente a nosotros, debe medir
unas cuarenta millas de cabo a rabo. Una pequeña y estrecha península
sobresale del cuerpo de la isla y se interna en el mar por lo que calculo deben
ser unas tres millas. Aclaro que éstos son cálculos hechos a simple vista y que
podrían estar equivocados.

Nos hemos estacionado frente a la isla a una distancia prudente, pues


hemos visto, a través de los catalejos, que está habitada. El capitán Moorcock
ha tenido experiencias desagradables con los salvajes de los Mares del Sur y
no quiere arriesgar la tripulación. Tendré que conformarme con observar la
isla desde lejos, lo cual no resulta fácil, ya que por la mañana y por la tarde
una densa neblina la rodea. Sólo tenemos el cielo despejado durante las horas
del medio día.

La costa peninsular parece ser la única en la que un desembarco podría


ser viable. Sus playas son suaves, de arena negra, de evidente origen
volcánico, como debe serlo toda la isla. Varias formaciones rocosas de gran
tamaño y con forma de picos emergen del agua alrededor del cuerpo principal
de la isla, lo que haría difícil la navegación por esa zona. La isla,
naturalmente, ha sido bautizada como Moorcock Island.

132
24 de octubre

He pasado el día observando la isla. Sin duda los nativos han notado
nuestra presencia, porque están muy inquietos. Han tenido hogueras
encendidas y han estado tocando sus tambores todo el día. He hecho un
descubrimiento asombroso: los nativos viven entre las ruinas de lo que debió
haber sido una ciudad gigantesca construida con piedra. La arquitectura
asemeja en proporciones y formas a las del antiguo Egipto o de Babilonia,
pero con un estilo muy particular. Entre los edificios se cuentan torres y
caseríos, así como plataformas de lo que debieron haber sido monumentos
colosales. Una enorme muralla de piedra separa la península del resto de la
isla. ¿Qué pueblo habría sido capaz de construir tales maravillas en esta región
incivilizada del mundo? El capitán es de la opinión de que los ancestros de los
nativos fueron los arquitectos y que, tras largos años, su pueblo entró en
decadencia, dando como resultado la partida de salvajes incivilizados que
ahora pueblan Moorcock Island. Pero yo me resisto a creer que un pueblo
capaz de construir maravillas ésas pudiera degenerar en una tribu salvaje y
primitiva.

Mis observaciones en cuanto a la naturaleza isla son las siguientes.


Presenta una vegetación tropical exuberante y espesa, que forma una tupida
selva detrás de la muralla de piedra. No he visto ninguna bestia terrestre en la
península y los nativos no parecen poseer ningún tipo de animal domesticado,
ni cosechas, aunque vi un campo de lo que parecen árboles frutales cerca de su
aldea. Su alimentación parece basarse casi por completo en la pesca, pues los
vemos dedicar largas horas del día a esta actividad. Por cierto, el agua aquí es
límpida y transparente, lo que permite ver la gran variedad de peces que
pueblan estos mares. Hay una notable abundancia de tiburones y mantarrayas,

133
y variedades de peces que en otras regiones son pequeños, aquí son dos o tres
veces más grandes. También hay muchos pulpos, medusas, anémonas,
cangrejos y otros invertebrados. Creo haber descubierto nuevas especies.

En cuanto a la vida animal en la isla lo único que he visto y de lo que


puedo dar noticia es de lo que me pareció un ave enorme sobrevolando las
copas de los árboles selváticos. Pero luego de observar bien al animal, llegué a
conclusión de que debía tratarse de un murciélago o, quizá, un reptil volador
desconocido. Espero con ansiedad a que el capitán se resuelva a desembarcar
para conocer mejor la naturaleza de este lugar ignoto.

25 de octubre

Esta mañana tuvimos un fiero combate con los salvajes que habitan la
isla. Fuimos atacados durante la noche por una flotilla compuesta de grandes
canoas de guerra. Aprovecharon las nieblas para asaltarnos con flechas
incendiarias. Sus números se contaban en cientos, pero no estaban preparados
para enfrentarse a nuestras armas de fuego. Aquí debo reconocer la
inteligencia y prudencia del capitán Moorcock, quien nos ordenó a todos estar
alerta ante la violencia con la que los nativos percudían sus tambores. En
verdad, el sonido de sus percusiones y gritos, evidentemente parte de un ritual
de guerra, era tal como para horrorizar a un hombre civilizado. Acompañaban
sus tambores con un grito rítmico y profundamente extraño que sonaba algo
así como gong o hong. De cualquier forma, los nativos nos sorprendieron,
pero no nos encontraron inermes ni indefensos.

En cuando las primeras flechas cayeron sobre el HMS Australia, el


capitán ordenó a todos preparar sus mosquetes y disparar los cañones. Así,
134
hundimos muchas canoas antes siquiera que alcanzaran la nave. Muchos
salvajes, sin embargo, lograron abordar y ahí los marinos tuvieron que
defenderse con bayoneta y espada. Pero el capitán había apostado hombres
sobre el castillo de proa, listos para disparar sobre los nativos en cuando
pusieran un pie sobre cubierta. Al mismo tiempo, ordenó levar anclas, levar
velas y dirigir la nave lo más lejos posible de la isla, para así privar a los
salvajes a bordo de la esperanza de recibir ayuda de su gente. Después de un
largo combate logramos repeler a los atacantes. Yo me refugié en la cabina del
capitán durante la escaramuza, pero él me relató que fue en extremo violenta;
veintiún de nuestros murieron en la refriega. Estos salvajes son un pueblo en
particular vicioso y maligno.

26 de octubre

Nos hemos alejado de la isla y estamos fuera del alcance de los salvajes.
Cualquier intento de desembarcar en Moorcock Island está por completo
descartado. No obstante, he convencido al capitán de que circunnaveguemos
la isla para observar lo más que se pueda de ella.

Mientras tanto, me he dedicado a estudiar el cuerpo de uno de los


salvajes que murieron en la batalla. Son una raza única en el mundo. Su piel
lampiña es de un tono tan oscuro que casi parece negro. No había visto piel
tan oscura ni en los nativos de África. Pero estos hombres no tienen rasgos
africanoides. Son dolicocéfalos y tienen narices aguileñas, frentes amplias y
labios delgados. Su complexión es delgada, pero muscular y su estatura es
como la un europeo mediterráneo. Tienen cabellos negros rizados que arreglan
en trenzas y ojos con un iris tan oscuro que se confunde con la pupila. La piel

135
de las palmas de sus manos, las plantas de sus pies y sus labios es apenas más
clara que la del resto de su cuerpo. Sus uñas no son transparentes, sino de un
color negro sólido. Sus dientes, lo más sorprendente de todo, son negros como
ébano lustroso. El capitán, en una actitud por demás decepcionante, me ha
impedido hacerle una disección para conocer sus órganos internos, alegando
que sería una actitud poco cristiana. Pero he aprovechado la herida de bala que
tiene en el pecho para “asomarme” al interior del salvaje. Extraje fragmentos
de costillas y del esternón que rompió la bala. Los huesos de este salvaje son,
lo aseguro, completamente negros.

27 de octubre

Hemos anclado frente a la costa noreste de la isla, es decir, en el


extremo opuesto al de la península que habitan los nativos. Entre nosotros y la
isla se alzan picachos rocosos que hacen imposible desembarcar de este lado.
Me limitaré entonces, a describir lo que he visto desde aquí.

Moorcock Island están cubierta de una densa selva, con árboles


inmensos. Hay algunas colinas, entre la que destaca una que se yergue hacia el
centro de la isla. Es evidente que la antigua civilización que la pobló alguna
vez se extendía por toda su geografía, pues he visto las ruinas de murallas y
torres ciclópeas que se elevan sobre las copas de los árboles más altos. Me
embarqué en una lancha para acercarme lo más posible a la isla, pero los
marineros que me acompañaban no quisieron acercarse mucho a los picos
rocosos, a pesar de que el mar estaba tranquilo. Pude ver, no obstante, que
muchas rocas, pertenecientes a antiguos edificios, pueblan el fondo de las
aguas poco profundas cercanas a Moorcok Island.

136
Ordené a un marino que bajara al fondo para obtener una estatuilla que
sobresalía del fondo arenoso. El marino se sumergió y fue atacado por un
pececillo desconocido, que resultó ser mortalmente venenoso. El pobre infeliz
empezó a sufrir convulsiones en cuanto regresó a la lancha, y su cuerpo de
hinchó y se cubrió de ronchas al instante. Murió antes de que lográramos
regresar a la nave. Pero su muerte no fue en vano, logró recuperar la estatuilla.
Está tallada en una piedra verde desconocida, de unas quince pulgadas de
altura y cinco de ancho, y representa a lo que debió ser un dios zoomorfo que
adoraba la antigua raza de Moorcock Island. El ídolo tiene forma de un
batracio bípedo y jorobado, con garras en las manos y el dorso cubierto de
espinas. Su cabeza tiene forma triangular, y su boca tiene labios gruesos que
dejan entrever una hilera de dientecillos filosos. Nunca había visto un ídolo
tan excepcional ni tan magistralmente detallado.

Extrañas bestias vagan por esta isla. He vuelto a ver más ejemplares de
esos animales voladores que describí con anterioridad. Ahora estoy seguro de
que se trata de reptiles, parecidos (y perdóneseme la falta de rigor científico al
decirlo) a dragones. También vimos otro animal prodigioso. Pasó nadando por
debajo del HMS Australia y lo pudimos observar detenidamente a través de
las aguas cristalinas de este mar austral. Era como un lagarto, más grande que
una lancha, que nadaba atrapando peces y otros animales marinos con las
fauces abiertas. No vimos de dónde surgió, pero nadó hasta la orilla y al llegar
a ella ¡se paró sobre sus patas traseras!, tras lo cual se internó corriendo en la
selva. ¿Es posible que los mitos de los dragones se basen en bestias como las
que hemos visto? Los marineros ignorantes, desde luego, están asustados y
quieren alejarse lo más pronto posible de esta isla. El capitán, de nuevo
decepcionante, les ha prometido que mañana partiremos.

137
28 de octubre

Ya ha quedado fuera de vista, para mi pesar, esa maravillosa isla y


navegamos con dirección al sur en busca de la Terra Australis. Por fortuna, he
podido hacerme con algunos raros especímenes de nuevas variedades de
lepidópteros y coleópteros que volaron hasta el barco. De cualquier modo,
espero poder regresar algún día a este extraño e inaudito lugar, con un ejército
bien armado que pueda reducir a esos viciosos salvajes para así poder estudiar
a gusto la naturaleza y arqueología tan particular de Moorcock Island. Sin
embargo, estoy seguro de que maravillas aún más extrañas nos esperan al sur.
Produce un entusiasmo indescriptible el aventurarse en regiones a las que
ningún hombre civilizado ha llegado, estas zonas que los antiguos mapas de
ignorantes cartógrafos marcaban con la leyenda Aquí habrá monstruos.

31 de octubre

Escribo estas líneas con desesperación y desesperanza. Desde el día 29


y hasta hace apenas unas horas fuimos azotados por una terrible tormenta. Los
mástiles han sido derribados por la furia del viento y del agua. Nunca había
escuchado truenos tan absolutos ni había visto relámpagos tan cegadores. La
mayor parte de la tripulación ha muerto, incluido el capitán, quien fue arrojado
al mar por una ola. El HMS Australia está en pésimas condiciones y el agua se
está filtrando. Estamos yendo a la deriva. Las brújulas enloquecieron y ya no
funcionan, sino que las agujas giran frenéticas sin detenerse. Perdimos muchos
víveres en la tempestad. Los supersticiosos marineros me odian y culpan por
las desgracias. Me han obligado a deshacerme del extraño ídolo que encontré
138
en la isla. ¡Insensatos! No saben que el conocimiento vale más que unas tristes
vidas humanas.

El cielo amaneció rojo y sin nubes. El mar, tranquilo como una laguna,
refleja el color del cielo. Los marinos dicen que estamos cerca de los confines
del mundo. Su ignorancia y superstición me exasperan. Sin duda el fenómeno
puede ser explicado por la latitud y el clima en los que nos encontramos.

1 de noviembre

¡Los prodigios nunca cesan! Desde la muerte del capitán, Gibson, el


primer oficial, quedó al mando. Hace unos momentos estaba sobre cubierta
dándonos instrucciones sobre el racionamiento de la comida cuando de pronto
surgió del mar un tentáculo gigantesco, que lo atrapó y se lo llevó bajo al mar.
El pobre hombre gritaba y pataleaba por su vida, pero no pudo hacer nada.
¿Será éste el fabuloso pulpo gigante del que hablan las leyendas? Los
marineros, por supuesto, hablan de demonios, pero yo estoy seguro de que la
criatura que se llevó a Gibson es pertenece al mundo natural, si bien es
extraordinaria.

No hay viento y el agua está tranquila. Vamos flotando lentamente a la


deriva. Nos queda poco alimento, pero hay agua suficiente. El cielo y el mar
siguen de color rojizo.

139
2 de noviembre

Al atardecer estábamos tratando de pescar cuando fuimos atacados un


grupo de extrañas criaturas. Eran peces monstruosos, grandes como perros,
con fauces desproporcionadamente grandes para sus cuerpos. Movían sus
aletas como alas de insecto y como tales zumbaban. Volaron sobre el barco y
se lanzaron sobre los marineros. Les arrancaban grandes trozos de carne y
luego regresaban al mar. Mataron e hirieron a muchos. Los que pudimos nos
refugiamos bajo cubierta, donde el agua nos llegaba hasta las rodillas. Ahí
abajo, en la oscuridad, oímos cómo los monstruos zumbaban y gruñían y los
miserables que se quedaron arriba daban horrorosos alaridos mientras los
devoraban vivos.

De pronto, el aullido de dolor de uno de nuestros hombres se unió a los


alaridos de los que estaban sobre cubierta. Una cosa en el agua lo había
mordido. Después de él otros fueron mordidos y en seguida empezaron a
convulsionarse y a hincharse como globos. El resto de nosotros prefirió
enfrentarse a las criaturas de arriba que a la bestia desconocida que nadaba por
allí, y subimos. Decidimos refugiarnos en la cabina del capitán, pero en el
camino dos hombres fueron alcanzados por los peces voladores. Será mejor
quedarnos en la cabina mientras podamos. Los marineros aseguran que ya no
estamos en el mundo y que después de esa tormenta hemos pasado al Infierno.

3 de noviembre

¡El horror! ¡El horror indescriptible! Anoche nos atrevimos a salir de la


cabina para verificar nuestra posición, pero en el cielo negro rojizo no
brillaban estrellas. Fue cuando esas cosas subieron al barco. Hombres
140
monstruosos con escamas de pez, manos palmeadas y garras en los dedos
abordaron el HMS Australia. Junto a ellos iban unas monstruosas criaturas
diminutas, como mantarrayas bípedas que avanzaban dando saltos como
ranas. Atacaron a los hombres, pero no me quedé a ver qué sucedía. Me
encerré en la cabina del capitán y monté una barricada frente la puerta. ¡Los
alaridos de dolor y espanto que emitieron esos pobres hombres…! Lo más
espantoso de todo fue cuando vi, entre todos esos monstruos, una figura
enfermizamente familiar: ¡se trataba del ser representado en el ídolo que
encontramos en Moorcock Island!

Estuve toda la noche pertrechado en la cabina, con el mosquete


apuntando hacia la puerta, esperando que en cualquier momento entraran los
monstruos a enfrentarse conmigo. He rezado por primera vez en años. Ahora
es de día, y creo que las bestias marinas han abandonado la nave. Dios,
quisiera llegar a tierra.

5 de noviembre

Ironía del destino, el viento me ha traído de nuevo a Moorcock Island…


Ese nombre es absurdo: no podemos llegar y ponerle nombres a cosas que
existían mucho antes de nosotros. La isla no tiene nombre… Divago. El barco
encalló en un banco de arena cercano a la península que habitan los salvajes.
Me decidí a salir de la cabina hace unos minutos y observé la costa. El cielo y
el mar seguían rojos y los nativos encendieron hogueras y empezaron a tocar
sus infernales tambores. Y de entre las ruinas más allá de la selva, provenían
luces, que no parecían estar generadas por fuego… De pronto escuché un
ruido detrás de mí y vi que dos lagartos marinos, como los que anteriormente

141
había visto, estaban trepando por la borda con la clara intención de abordar la
nave. Aterrado, corrí a refugiarme en la cabina. Uno de los lagartos me
persiguió, pero logré escabullirme por la puerta antes de que me alcanzara.

Aquí he estado desde entonces. Ya es de noche y la música demencial


de los aborígenes ha alcanzado niveles orgiásticos. Lo peor es ese abominable
grito, hong o gong... No cabe duda, los salvajes se acercan en sus canoas, pues
el ruido de los tambores se oye más próximo. Tong… bong… ¿Qué es lo que
dicen? Venderé cara la vida; no les será fácil capturarme…

Dios, ese rugido… ¿Qué es eso? ¿Qué es lo que están invocando esos
salvajes? Ahí estuvo de nuevo… Proviene de la isla, pero se oye tan claro
como si estuviera aquí cerca. Los nativos lo festejan… Debe ser una criatura
inmensa. Es indescriptible. Ese rugido… lo captan mis oídos… pero lo
percibe mejor mi mente… ¿Estoy enloqueciendo? Dios mío… Me está
hablando… Muerte… él es la muerte… La destrucción… el fin… No… No
puedo pensar… Pues llegará el día en que los monstruos caminen sobre la
Tierra y las ciudades del hombre perezcan bajo sus pasos… No sé lo que
escribo… No puedo pensar… Mi mente ya no es mía…

Kong

Kong

Kong

142
Volumen IV

La Edad de la Razón

143
EL SARCÓFAGO

París, principios del siglo XIX

El sarcófago había sido encontrado por el equipo científico que


acompañó a Napoleón en su expedición militar a Egipto y fue llevado a París
cuando las tropas francesas se vieron obligadas a retirarse. Costó un enorme
esfuerzo para su descubridor, el orientalista Jean de Toussaint, llevarlo a
Francia después de la derrota en Egipto, sobre todo cuando los británicos
reclamaban como propiedad de la Corona todos los descubrimientos franceses
en este país. De cualquier modo, el sarcófago llegó a París y fue alojado en el
Musée du Louvre. Toussaint, sin embargo, murió a las pocas semanas, víctima
de unas fiebres contraídas en África y el sarcófago se quedó embodegado por
varios años, sin que nadie le prestara atención.

Jacques Cartier, un joven arqueólogo, aprendiz no muy brillante de


Silvestre de Sacy, redescubrió el sarcófago por casualidad cuando hacía
inventario en las bodegas del entonces rebautizado Musée Napoléon. Cartier
mantuvo su descubrimiento en secreto y sólo se lo reveló a un amigo suyo, de
nombre Philippe de Passant, un joven revoltoso y en absoluto carente de toda
seriedad. Cartier, deseoso de impresionar a su amigo, lo invitó una noche a
develar los secretos del recién descubierto sarcófago.

Se reunieron en el museo muy tarde en la noche, cuando ya casi nadie


quedaba en él. Con la autoridad que le daba conocer al director Vivant, Cartier
entró sin dificultades acompañado de su amigo, para después dirigirse a la
cámara en la que guardaba su tesoro. Allí, con mucha ceremonia y pompa,
ante la expresión divertida de Passant, Cartier abrió el sarcófago.

144
Dentro estaba una momia casi deshecha. Jirones de tela y carne seca
colgaban de sus miembros, retorcidos de forma tal que daba testimonio de
inefable agonía.

Espantado por esta visión, Cartier se echó para atrás ahogando un grito.
Passant, en cambio, se rió de la reacción de su amigo. La parecía
singularmente cómico que un hombre como Cartier, acostumbrado a tratar con
momias, se horrorizase ante la visión de este triste cadáver.

-Parecería que se retorció en su encierro.- observó Cartier –Como si lo


hubiesen enterrado vivo.

Passant se acercó a la momia hasta casi tocarla con la nariz. Luego se


volvió hacia Cartier le dijo, riendo:

-¿Enterrado vivo? Es como si tu amiguito aún estuviera con vida…

En ese momento, los músculos resecos de la momia se tensaron y ésta


se sacudió de pies a cabeza con un ligero espasmo. Passant no pudo evitar
emitir un chillido y dio un salto hacia atrás. Él y Cartier se quedaron por
largos segundos mirando de fijo a la momia inmóvil. De pronto Passant se
echó a reír.

-¡Vaya susto! Este amigo tuyo es en verdad divertido. ¿Qué crees que
haya causado esos espasmos?

-No lo sé.- respondió Cartier, aún sobresaltado –Quizá fue debido a la


acción del oxígeno en su carne deshidratada…

Passant se acercó de nuevo a la momia y le dijo -¿Qué pasa, amiguito?


¿El aire está muy frío para ti…?

145
Con un silbido, el cadáver se arrojó veloz sobre Passant y lo sujetó del
cuello con sus manos secas y quebradizas. La momia abrió una boca llena de
dientes amarillentos y deformes y le dio una gran mordida al joven en la
coronilla. Passant gritó y suplicó ayuda de su amigo, pero éste se quedó
inmóvil viendo cómo todo sucedía. Por más que su víctima forcejeaba, la
momia no la dejaba escapar y seguía infligiéndole mordidas por todas partes,
hasta que una de ellas desgarró la garganta de Passant y éste cayó
desangrándose al suelo. Ante la mirada atónita de Cartier, la momia procedió a
devorar a su víctima.

Sería imposible decir cuánto tiempo pasó Cartier observando a la


momia arrancar grandes trozos de carne del cuerpo de Passant y llevárselos a
la boca. Por minutos delirantes escuchó el desgarre de los tejidos de su joven
amigo y el masticar del cadáver momificado que se deleitaba con ellos. De
pronto, la momia se detuvo y se incorporó; miró a su alrededor como quien
despierta de un largo sueño. Entonces dijo algo en su antigua lengua egipcia,
que Cartier no comprendió, y salió caminando de la cámara, sólo para caer
convertida en polvo cuando apenas había dado unos pasos.

A la mañana siguiente, los trabajadores del museo encontraron un


sarcófago vacío, un cadáver parcialmente devorado, un montón de polvo y
vendajes desgarrados, y al joven Jacques Cartier, acurrucado en un rincón
carcajeándose y repitiendo una misma frase sin sentido:

-Atón está muriendo… Atón está muriendo… ¡Y Arlhotep se fue a dar


un paseo!

146
SPRINGHEELED JACK

Londres, década de 1830

Noche prematura. Niebla espesa. Silenciosos relámpagos. Truenos


lejanos. En las afueras de la ciudad.

El mayordomo tomó la capa y el sombrero de míster Peabody y lo


condujo al salón de fumar donde ya lo esperaban otros ilustres personajes.

-Buenas noches. Les ruego disculpen mi retraso.- Peabody había llegado


siete minutos tarde.

En el salón de fumar estaban sentados en sendos poltrones Lord


Pennyworth, el noble joven y romántico; míster Waterstone, el comerciante
que había viajado por todo el mundo, y el doctor Van Hausen, que se
calificaba a sí mismo como librepensador.

-Adelante, Peabody.- dijo Pennyworth –Sir Richard aún no se presenta.

Afuera de la mansión de sir Richard Ferguson una tormenta azotaba los


caminos que bajaban hacia Londres. La oscuridad del cielo sólo era
interrumpida por eventuales relámpagos.

-Los espíritus están inquietos.- dijo Pennyworth con una lánguida


sonrisa. –Siempre lo están en estas noches de tormenta.

Waterstone asintió con la cabeza y Van Hausen bufó con fastidio.


Peabody se sentó en un sillón y pidió una taza de té al mayordomo. Unos
segundos más tarde se apareció sir Richard en el umbral del salón.

147
-Buenas noches, caballeros. Les ruego que disculpen mi tardanza.- pero
sus invitados sabían que al excéntrico caballero le gustaba hacerse esperar y
amaba la teatralidad.

-¿Cuál será el tema de nuestra tertulia, sir Richard?- preguntó el médico.

-Me alegra que pregunte, doctor.- dijo el aludido tomando asiento en un


cómodo sillón -El nuestra tertulia versará en torno a una serie de sucesos que
han estado perturbando las nebulosas calles de nuestra ciudad por los últimos
meses. Un fenómeno que combina el misterio con el terror y que quizá no esté
exento de implicaciones políticas. Me refiero al fenómeno de Springheeled
Jack. ¿Realidad o fantasía? ¿Natural o sobrenatural? ¿Qué opinan ustedes,
queridos amigos?

-¡Bah!- exclamó Van Hausen –¿Qué hay que decir? No se trata nada
más que de un caso de locura masiva. Todas esas “apariciones” y “ataques” no
son más que las ilusiones de mentes vulgares y confundidas.

-Yo no estaría tan seguro, mi querido doctor.- dijo lord Pennyworth –


Una o dos personas pueden alucinar. ¿Pero tantas y en tantos lugares? No lo
creo.

-Quiero hacer hincapié en lo que usted mencionaba, sir Richard, en


cuanto a las implicaciones políticas.- mencionó Peabody –En verdad creo que
las hay.

-En lo personal,- acotó Waterstone –He visto muchos sucesos raros en


mi vida, y creo que sería ingenuo descartar de antemano cualquier posibilidad.

-¡Oh, por favor!- espetó el médico.

148
-Caballeros, veo que todos se apresuran a opinar. Pero ¿conocen de
verdad todo lo que hay que saber referente al fenómeno de Springheeled Jack?

-Admito que no.- dijo Van Hausen –No suelo ocuparme en


averiguaciones de este tipo.

-Debo decir que yo sólo he escuchado rumores muy difusos. No tengo


noticia de todos y cada uno de los… avistamientos.- confesó Peabody.

-Yo no presto atención a lo que dicen los diarios.- dijo Pennyworth con
orgullo –Prefiero escuchar las historias que cuenta la gente humilde, cuyas
ideas no han sido contaminadas por los dogmas del racionalismo.

-En lo particular,- dijo el comerciante -he tratado de mantenerme


ignorante en lo posible de este asunto. En la India atestigüé algunas cosas
horrorosas y no quiero que este tipo de preocupaciones me acosen en mi
querida Inglaterra.

-Muy bien, caballeros.- dijo sir Richard tomando una copa de brandy
que le sirvió el mayordomo –Me tomaré entonces la libertad de informarles
puntualmente acerca de todo lo concerniente al caso de Springheeled Jack. –
sir Richard se colocó sus espejuelos, abrió frente a sí un cuaderno de notas y
comenzó a narrar, echando ocasionales vistazos a las páginas manuscritas…

***

La primera noticia que tengo sobre Springheeled Jack la encontré entre


los diarios de mediados del año pasado. Una nota reporta sobre un hombre de
negocios que caminaba por la calle casi a media noche, cuando vio una
sombra atravesar la avenida a gran velocidad para luego dar un salto imposible
sobre la barda de un cementerio y perderse en la oscuridad. A este reporte

149
siguen otros similares. En todos ellos, pobladores de Londres de todas las
clases sociales y edades declaran haber visto una figura correr a gran
velocidad y dar saltos imposibles para una criatura humana.

Guardo en mi hemeroteca privada un testimonio especial que quiero


compartir con ustedes. En él se dice que el reverendo Emil Shepherd estaba de
rodillas orando en su habitación cuando sintió un extraño escalofrío. Levantó
la mirada hacia la ventana y distinguió, de pie sobre el tejado de la casa
vecina, una silueta humana recortada contra la luz de la luna llena. El
reverendo se puso de pie y caminó hasta la ventana, extrañado por la presencia
de una persona en un sitio tan peligroso. Abrió la ventana y se asomó para
llamar a aquel hombre, ¿un deshollinador o un albañil, quizás? Pero en cuanto
el reverendo pronunció las primeras palabras, el ser en el tejado se volvió y
corrió hacia él a toda velocidad emitiendo un chillido que el religioso calificó
de “infernal”. Shepherd, espantado, se metió en la habitación y con rapidez
cerró la ventana. La criatura chocó contra el vidrio y luego dio un salto
impresionante. El reverendo escuchó los pasos del ser corriendo sobre el
tejado de su propia habitación hasta que no se oyó más. Quizá la criatura dio
otro salto y siguió sus correrías por los tejados, ¿quién lo sabe? Lo importante
es que cuando la cosa se impactó contra el vidrio, el reverendo pudo verlo por
un segundo: describe que toda su cara, de tamaño humano, estaba ocupada por
una boca inmensa y monstruosa, llena de dientes torcidos y aserrados. El resto
de su cuerpo, dijo Shepherd, parecía ser humano.

Reproduzco esta descripción porque es única y significativa. No hay


ninguna otra descripción de Springheeled Jack que suene siquiera similar. Por
favor, querido doctor, no me interrumpa, ya podrá usted dar su punto de vista
escéptico sobre el caso. Como decía, ya para entonces se le había dado aquel

150
epíteto a nuestro fantasmal personaje. El origen del mote, proviene, como
sabréis de la sugerencia que hizo algún periodista de que Jack podría tratarse
de un simple mortal que se las ingenió para montar resortes en los tacones de
sus botas, lo cual explica su antinatural capacidad para dar saltos.

Entiendo que usted es de esta opinión, míster Peabody, pero muchos


testimonios contradicen tal teoría. De cualquier forma, hasta antes de octubre
del año pasado, sólo había habido avistamientos de Springheeled Jack, nunca
ataques. Eso cambió el día 31 del citado mes.

Una jovencita de nombre Mary Stevens, iba en dirección a la casa en la


que trabajaba como sirvienta, después de visitar a sus padres. Según dijo la
muchacha, estaba caminando por la calle cuando escuchó una serie carcajadas
enloquecidas cuyo origen no pudo dilucidar. Miss Stevens aceleró el paso,
pero una figura saltó desde la oscuridad de un callejón y la sujetó con manos
poderosas y frías como tenazas de metal. Miss Stevens describe a su atacante
como un hombre alto, anormalmente pálido, envuelto en una capa negra y
raída, con un sombrero de copa sobre su oblonga cabeza y cuyos ojos
brillaban de color rojo. El hombre se reía como un degenerado y sujetaba a la
chica con fuerza; entonces procedió a arrancarle la ropa con sus garras
mientras le besaba y mordía la cara. Los gritos de Miss Stevens terminaron
por atraer a un grupo de hombres, ante la vista de los cuales, el atacante dio un
salto y desapareció. De inmediato los vecinos del lugar se organizaron en una
partida de búsqueda y registraron cada callejón de las cercanías con la
intención de darle caza al misterioso agresor, pero no pudieron encontrar nada.

A la media noche siguiente, en las cercanías de la casa donde trabajaba


miss Stevens, un cochero circulaba por la calle cuando vio que una figura
aterrizó, quién sabe desde dónde, en medio del camino. El caballo se asustó
151
tanto que el cochero perdió el control y el carruaje se volcó, patinó y fue a
estrellarse contra una barda. La figura dio otro salto y desapareció de la
escena, dejando al caballo muerto por desangramiento y al cochero
gravemente herido. Éste dice que jamás olvidará las carcajadas demoniacas
del ser que se le atravesó.

Ahora, ustedes recordarán la asamblea popular a la que convocó nuestro


Alcalde, sir John Cowan, en enero de este año. Pues bien, en esta sesión se dio
a conocer que un ciudadano anónimo había escrito una carta al Alcalde
denunciando a un bromista desconocido. La carta del ciudadano anónimo
reporta que dicho “bromista” se le había aparecido a sus víctimas usando tres
disfraces distintos: el de un fantasma, el de un demonio, y el de… ¡un oso! De
sus dos primeros disfraces, dice que los ha usado para asustar a señoritas de tal
forma que dos de ellas perdieron por completo la razón. Sobre el tercer disfraz
del bromista, cuenta de un jardinero que podaba el césped de su amo al
anochecer cuando de pronto fue atacado por un oso negro que había salido de
la nada. El jardinero huyó y se escondió dentro de la casa. Más tarde,
acompañado por otros sirvientes, registró el lugar y no encontraron rastro del
oso.

Ahora bien, comprendo que uno pueda disfrazarse a la perfección de


diablo o de espectro; lo hemos visto en el teatro. Y que una aparición
repentina y bien planificada podría espantar al más valiente de los hombres,
no digamos ya a señoritas nerviosas. Pero ¿qué disfraz de oso puede ser tan
excelente que logre engañar y asustar a un hombre adulto? Todo es muy
extraño y sin embargo, no encuentro aquí relación directa con Springheeled
Jack. Oh, por favor, señor Peabody, le ruego me permita terminar de hablar
antes de expresar sus opiniones.

152
También en enero de este año, un deshollinador dijo haber visto… algo.
Se encontraba dicho trabajador en el tejado de una casa cuando vio a un ser
acuclillado en una chimenea lejana. La criatura estaba cubierta de la cabeza
hasta las rodillas con manto negro que cuidaba de mantener cerrado con una
de sus manos. Pero las piernas desnudas de la criatura eran velludas y tenían
una forma de lo más extraña: las rodillas eran gruesas y estaban ligeramente
dobladas, y los tobillos eran anormalmente largos. El deshollinador, que había
sido marinero y estado en Australia, comparó las patas del ser con las de un
canguro. La criatura se volvió hacia el buen hombre y profirió una carcajada
espantosa. El susto hizo que el deshollinador cayera del tejado hasta un balcón
que por suerte sólo estaba unos pies más abajo. Tirado de espaldas, el testigo
pudo ver que la criatura pasaba por encima de él dando salto y que se perdía
en la oscuridad de un callejón aledaño.

El fenómeno toma tintes más extraños con lo que sucedió el siguiente


mes. La noche del diecinueve de febrero, la joven Jane Alsop se encontraba en
la casa paterna cuando escuchó un silbato de policía seguido de una voz
varonil que clamó “¡Ayuda! ¡He atrapado a Springheeled Jack y necesito
ayuda!”. Miss Alsop abrió la puerta de la casa y enseguida una silueta oscura
cayó sobre ella. Se trataba de un hombre con la cara pálida y la expresión tiesa
e inexpresiva, vestido con ropa delgada y ajustada, que miss Alsop describió
como “aceitosa”. Sus manos estaban enguantadas, pero en los dedos estaban
colocados conos filosos de metal, a manera de dedales, que el atacante usó
como garras para abrir la ropa de la joven. Los gritos de miss Alsop atrajeron
a sus familiares, ante los cuales huyó el misterioso agresor dando saltos
imposibles y profiriendo carcajadas diabólicas.

153
Otros reportes aseguran que Springheeled Jack no parecía un ser
humano, ni nada parecido, sino que lo describen como una sombra
encapuchada, apenas con sustancia material, que salta por los callejones y las
azoteas chillando de forma sobrenatural. Tengo el testimonio de un marinero
quien, junto con su camarada, escuchó el chillido y vio a la criatura
columpiándose de cornisa a cornisa. El marinero asegura que su camarada
perdió la razón después de escuchar el chillido.

Pero la mayoría describe a Springheeled Jack como un hombre, con un


aspecto caballeresco incluso, y hay quien afirma que el ser se comunica en
perfecto inglés. Algunos testigos aseguran que Jack tiene patas de macho
cabrío. Sumados a estos testimonios hay varios reportes de gente que ha visto
osos negros, panteras y caballos negros con los ojos flameantes corriendo a
gran velocidad por la calles del centro de Londres a media noche, aunque no
estoy seguro de cómo o si estas historias se relacionan con Springheeled Jack.

Éstos son los principales testimonios y si nos quedáramos sólo con ellos
pensaríamos que podría tratarse de un bromista, muy pesado pero inofensivo,
cuya única intención es causar pánico. Los reportes que les presenté hablan de
gente que vio a este… diablo, o como quieran llamarle. Es decir, son relatos
de gente que ha sobrevivido a los encuentros con Springheeled Jack. Pero me
pregunté ¿y si alguien se ha topado con este demonio y no ha vivido para
contarlo? Entonces empecé a investigar.

A lo largo y ancho de Londres ha habido una serie de homicidios


extraños en los que nadie parece haber reparado. Cuerpos decapitados de por
lo menos dos hombres han sido hallados flotando en el Támesis. Nueve
jovencitas fueron encontradas horriblemente violadas y sus cadáveres
muestran las huellas de cuchillos… o garras. Una señorita cuya identidad no
154
ha podido ser averiguada fue encontrada con vida y desnuda ante una iglesia.
La joven presentaba indescriptibles heridas y, según un examen médico, había
sido brutalmente violada. La señorita no pudo dar testimonio porque había
perdido la razón y no hablaba.

Dos niños pequeños de un orfanato amanecieron muertos sin que se


supiera que estaban enfermos. Ambos tenían marcas en el cuello como si los
hubieran sujetado con fuerza, pero esa presión no parecía haber sido suficiente
para haberlos estrangulado. Es como si su atacante sólo los hubiera sostenido
del cuello mientras les hacía… algo más. Otros niños han sido encontrados en
condiciones similares en toda la ciudad. Siempre se trata de niños varones en
perfecto estado de salud que amanecen muertos sin señal de quién o qué les
hizo daño, más que unas marcas leves en el cuello. Como estos niños, al igual
que las señoritas violadas y asesinadas, pertenecían a las clases bajas, no se
han hecho averiguaciones al respecto. Por cierto, estas muertes ocurrieron en
zonas en las que Springheeled Jack había sido visto en días anteriores o
posteriores. Pero parece que soy el único que ha hecho la conexión.

Caballeros, les dejo las evidencias, los relatos, las historias. Somos
hombres educados y creo que podremos, con el uso de nuestra capacidad de
raciocinio, encontrar la explicación de este extraño fenómeno que aterroriza a
nuestra ciudad.

***

Sir Richard calló y por unos instantes los únicos sonidos que se
escucharon en el salón fueron el aullar del viento y el repiqueteo de la lluvia.

-No es bueno hablar de cosas macabras.- dijo míster Waterstone –


Hablar de ellas las despierta y las atrae.
155
-Tiene usted razón.- añadió Lord Pennyworth –Es bien sabido que
hablar de fantasmas o leer sobre ellos en las situaciones propicias puede
provocar que se le aparezcan a uno. Existe un castillo en Irlanda que… bueno,
ya les contaré en otra ocasión. Volvamos al tema de Springheeled Jack. ¿Qué
opina usted, mi querido doctor?

Van Hausen tenía el seño fruncido y la expresión fatigada –Todo este


asunto no es más que un caso de alucinaciones en masa; locura colectiva, eso
es todo. Ocurre un suceso extraño y de inmediato la imaginación le da
interpretaciones irracionales. Después, todo suceso mal entendido es visto a
través del cristal del mito que el primer suceso generó. Usted mismo, sir
Richard, reconoce que en este caso hay una multitud de sucesos tan
disímbolos que no se entiende cómo podrían estar relacionados, además de las
tan diferentes y disparatadas descripciones que se han hecho de Springheeled
Jack. ¿Cuál de todas es la correcta? ¿Cuál es la relación entre tantos extraños
sucesos? La respuesta a ambas preguntas es: ¡ninguna! Es la imaginación de la
gente la que trata de relacionar todo lo que capta con sus propias
supersticiones, en este caso, el demonio saltarín.

-¿Y cómo explica usted los asesinatos?- preguntó sir Richard.

-Es simple. Londres está lleno de criminales. Asesinatos y violaciones


se cometen todos los días. Como la gente ignorante tiene en la cabeza que el
tal Springfield Jack merodea las calles, enseguida piensa que cualquier suceso
tiene que ver con él.

-Ése es el punto de vista escéptico. ¿Usted qué opina, Peabody?

-Bueno, yo no subestimaría tanto a los londinenses como el buen doctor.


No creo que tantas personas hayan alucinado más o menos el mismo asunto.
156
En lo personal pienso que este Springheeled Jack es una persona de carne y
hueso, un bromista con algo de experiencia de trucos teatrales. Mis sospechas
se dirigen hacia el Marqués de Waterford, amigo suyo, Lord Pennyworth,
según tengo entendido.

-Lo he tratado, sí, pero lo considero un tipo grosero y vulgar. No es mi


amigo.

-En efecto, el Marqués ha tenido problemas antes por sus actos


descarriados de vandalismo, borrachería y bromas muy pesadas, y es bien
sabido que ha intentado forzar a dos damas de la sociedad a sostener
relaciones licenciosas con él. También he escuchado rumores de que ha
llegado a violar a jovencitas que se ponen a su servicio y que a partir de hace
dos años escoge a las sirvientas de sus palacios entre lo más bajos lupanares
de Dublín. Creo que el Marqués de Waterford es quien, disfrazado como
Springheeled Jack, se ha divertido aterrorizando a los londinenses y atacando
a las señoritas.

-¿Y cómo explica usted los asesinatos?- inquirió Lord Pennyworth –El
Marqués es sin duda un individuo depravado, pero no lo creo capaz de
cometer esos brutales crímenes que se le atribuyen a Springheeled Jack.

-Yo tampoco.- aceptó míster Peabody –En este punto concuerdo con el
doctor. Unos asesinatos han ocurrido, como ocurren siempre, quizá con más
intensidad, y da la casualidad que se dieron en la misma época en la que el
bromista hacía de las suyas. La gente, asustada y supersticiosa, relaciona una
cosa con la otra, aunque no estén conectadas de forma alguna.

Lord Pennyworth dio entonces su parecer –Las explicaciones del doctor


y de míster Peabody son intrigantes. Sin embargo, yo tengo la firme creencia
157
de que este fenómeno no se puede explicar con razonamientos fríos y
estáticos. Creo que en el caso del llamado Springheeled Jack nos enfrentamos
a un ser de otras esferas… ¡No se ría, mi buen doctor! Pienso que seres
semihumanos provenientes de otros planetas podrían tener las características
que se le atribuyen a Jack: ojos brillantes, piel pálida, dedos como garras. Su
capacidad innatural para dar saltos impresionantes podría ser el resultado del
efecto que la poca gravedad de la tierra tiene sobre él. Y en cuanto a los
asesinatos, es posible que esta criatura sea antropófaga o que se alimente de la
energía vital de sus víctimas, como hizo con esos niños.- después, milord
añadió con una sonrisa de satisfacción -¿Qué les parece? Original, ¿no?

-¡Todos están equivocados!- exclamó de pronto míster Waterstone para


sorpresa de sus contertulios, pero de inmediato, más tranquilo, se disculpó. –
Por favor, dispénsenme. Me he dejado llevar. Pero en verdad creo que ustedes
no ven más allá. Yo he viajado por África y la India y en mis años mozos serví
en el ejército de Su Majestad en América. He visto alrededor del mundo cosas
muy extrañas. ¡Ritos demoniacos perpetrados por tribus perdidas, ruinas de
ciudades tan antiguas que no deberían existir, libros con saberes prohibidos
que enloquecerían al más cuerdo de los hombres con sólo leerlos! Este
Springheeled Jack pertenece a esta clase fenómenos sobrenaturales y
espantosos. Su naturaleza es desconocida y la cantidad de datos tan
contradictorios sobre él es un claro indicio de que no podemos comprenderla.
Cada quien lo ve como su limitado cerebro puede entenderlo…

-Por favor, míster Waterstone.- intervino Van Hausen -¡Eso es ridículo!

-No. Les parece ridículo porque son hijos de la Ilustración, porque no


han constatado que en lugares a los que no llega la razón suceden cosas

158
monstruosas. Oh, si hubiesen visto lo que yo he visto. ¡Lo que no desearía
volver a ver…!

-Por favor, amigo Waterstone, contrólese.- exigió sir Richard con


firmeza.

-Oh.- suspiró Waterstone mientras se limpiaba el sudor de la frente –Les


ruego indulgencia. Pero deben entender… No, lo mejor no será hablar más de
esta cuestión.

***

En efecto, no se habló más del asunto por esa noche. Los caballeros
discutieron, distraídos y sin interés, otros temas y tópicos. Pasada la media
noche, la tormenta dio lugar a un denso mar de niebla y un potente frío se
apoderó del salón. Llegó el momento en que los contertulios de sir Richard
comenzaron a despedirse y uno tras otro abandonaron la mansión. Míster
Peabody fue el último en despedirse.

-Ha sido una velada placentera, sir Richard, como siempre.

-Hasta luego, mi buen amigo, descanse.

Ligeramente adormilado, Peabody observaba el camino a través de la


ventana de su carruaje. Un bostezo le hizo casi cerrar los ojos, justo en el
momento en que creyó ver algo allí afuera. Peabody aguzó la vista y se
concentró en las tinieblas. Algo cayó de pronto a unas yardas frente a su
ventana, causándole un sobresalto, y de forma igualmente repentina remontó
las alturas. Peabody creyó escuchar que a lo lejos alguien o algo se reía…

159
SAMHAIN

Nueva Inglaterra, década de 1880

Tienes miedo. Estás aterrado. No puedes respirar. Huyes a toda la


velocidad que permite tu cuerpo infantil. Pero no es suficiente; las piernas te
pesan y tus lentas zancadas no cubren la distancia que deberían con la
rapidez que necesitas. El maíz devora todas las dimensiones; no puedes ver
más allá de los altos tallos y las mazorcas; estás casi ciego de verde y sepia.
Sientes la cosa que te persigue detrás de ti, puedes percibir su aliento fétido
sobre tu hombro. No quieres volverte para ver. Todo está tan oscuro. No
sabes hacia dónde correr. Los tallos de maíz de súbito se transforman en
llamas ardientes. Estás atrapado, quieres escapar, pero no hay hacia dónde.
Corres, es todo lo que puedes hacer, pero el calor te asfixia y las llamas te
laceran. Escuchas los pasos, lentos, pero constantes, como de botas
caminando sobre duela. Es absurdo, estás en el campo y lo sabes bien. Tu
deseo es encontrar una salida antes de morir abrasado. Tu deseo es morir
abrasado antes de que te encuentre esa cosa. Súbitamente llegas a un claro
circular donde lo único que crece es un poste al que está clavado un
espantapájaros. Lo miras, le temes. Temes su desgarbo y su expresión
inhumana. ¿Quién puede culparte? Eres sólo un niño pequeño e indefenso en
medio de la noche, perdido en un laberinto incomprensible. Pero por más
grotesco que sea el espantajo, no es como esa maldita cosa que está detrás de
ti. Detrás de ti. Entonces te percatas de su presencia. No quieres volverte,
pero una fuerza desconocida te obliga a hacerlo. Y allí está, frente a ti, con su
elegante traje oscuro de siglos pasados y su larga capa negra, y la hoz filosa
que brilla a la luz de una luna bermeja, y la linterna que ilumina su rostro

160
deforme, su mirada vacía y esa horrible mueca que emula una sonrisa. Lo ves
alzar la mano que porta la hoz, ves el filo caer sobre ti. Gritas.

Desperté jadeando, boca abajo, casi ahogándome en mi propia saliva y


sudor. Otra maldita pesadilla sobre el hombre con cabeza de calabaza. Me
incorporé y permanecí sentado en la cama. Una parte de mí, la más optimista,
agradecía que sólo se hubiese tratado de un sueño. Molly seguía dormida. Para
entonces debía haberse habituado a mis terrores nocturnos. Me levanté, salí
del cuarto y caminé hacia la habitación que teníamos acondicionada como
estudio y biblioteca. Me senté frente a la mesa, remojé la pluma en el tintero y
comencé a escribir.

A veces, cuando escribía cuentos de horror, sobre todo durante las


noches, mi mente sugería entidades que me observaban desde la ventana o
desde el umbral de la puerta. En ocasiones la idea de estar siendo observado y
de que si me volvía encontraría de frente a una presencia espantosa me
obsesionaba a tal grado que no podía pensar, ni siquiera moverme. Me costaba
un esfuerzo enorme dominar el pavor y seguir con mi trabajo. Aquella noche
me sucedió en dos o tres ocasiones. Había logrado escribir de corrido por unos
minutos cuando escuché unos pasos suaves sobre la duela. Me volví
sobresaltado. Era ella.

-¡Dios!- exclamé –Molly, casi me matas.

-¿Estás escribiendo?- fue toda su respuesta, adormilada y ojerosa.

-Sí.

-¿Tuviste una pesadilla?

-Así es.

161
-¿La calabaza?

-La calabaza.

-En serio, Michael, ¿no crees que un hombre con cabeza de calabaza es
más bien una imagen chusca que aterradora?

-Desde luego. Pero en el sueño la mente y las emociones funcionan de


forma distinta y lo que en un estado de conciencia perfectamente lúcido no me
provocaría más que curiosidad, en la embriaguez onírica me produce terror.

Molly bostezó largamente -¿No puedes venir a la cama? Debes


descansar… mañana tienes esa cita con John Stevenson.

-Debo aprovechar el estado de ánimo en el que me dejó la pesadilla…


Además, podré dormir en el tren durante todo el trayecto hasta Boston.

-¿Y qué escribes?

-No sé, aún no decido qué giro dará el cuento.

-¿Por qué no haces un cuento sobre la calabaza?

-Porque un cuento de terror sobre un hombre con cabeza de calabaza


sería ridículo, ¿no crees?

-¿Y por qué le tienes tanto miedo?

-Verás, en la ficción es mucho más difícil provocar terror que en la


realidad. Hay cosas que darían miedo en la vida real pero que si tan sólo las
leyeras en un relato no producirían el mismo efecto. Te pondré un ejemplo: si
yo escribiera un cuento sobre una ardilla gigante que habla, no le daría miedo
a nadie, sería un relato chusco, satírico. Pero si en este momento, por esa

162
puerta que está detrás de ti entrara una ardilla gigante y te dijera “Buenas
noches, madame”, ¿acaso no te espantarías y huirías aterrada? Incluso si te
dijeras a ti misma que tal ser no podría existir y que debe tratarse solamente de
una alucinación, el darte cuenta de que estás perdiendo la cordura a tal nivel
que ves ardillas parlantes te llenaría de espanto. Y es que nuestra razón es lo
que le da orden al mundo que nos rodea. La locura, el ya no saber qué es real y
qué no lo es, se presentaría como el horror supremo…

-Pero a la calabaza no la ves en vida real tampoco…

-De cierta forma, sí.

-Estás teorizando mucho y yo sólo te hice una pregunta. Me voy a


dormir. Buenas noches.

-Buenas noches, querida.

Después de escribir y desechar varias páginas me resigné a que no


podría llevar ese cuento en una dirección que me satisficiera. Descarté el opio.
Lié un cigarrillo y salí a fumar al pórtico. Frente a mí, al otro lado del camino,
se extendía un vasto maizal que, bajo la luz de la luna creciente, casi llena,
brillaba con un resplandor azuloso y espectral. No muy lejos un
espantapájaros se balanceaba con el viento. Más allá, al oeste, se veían aún
algunas luces de granjas lejanas y al este se alcanzaba a apreciar la silueta
oscura de All Saints Hill.

Mi pueblo natal… Fundado por inmigrantes irlandeses en el siglo


dieciocho, creció abruptamente con la llegada de parias que huían de las
revueltas y motines de Nueva York en tiempos de la Guerra Civil. Era un
pueblo bastante anodino, lleno de gente simplona y estrecha de miras, aunque,

163
eso sí, muy alegre y amistosa. Molly se desempeñaba como maestra de la
escuela elemental, mientras que yo poco contribuía a la economía familiar con
mis escasas ganancias como escritor y corrector de textos. Mi especialidad
eran los cuentos macabros y mi anhelo era convertirme en un gran escritor
como Poe o Maupassant, pero agobiado por la necesidad de dinero y el
cinismo de los editores, aún me encontraba bastante lejos de lograr mis
objetivos. Quizá, pensaba, al día siguiente conseguiría que John Stevenson
accediera a publicar un libro en el que estaba trabajando y en el que fincaba
mis esperanzas de fama y prestigio literario. En realidad, me era imperativo
que así pasara, pues Molly y yo teníamos deudas y problemas económicos
prácticamente desde que nos casamos. Di unas cuantas fumadas más, arrojé el
cigarro al suelo, lo apagué con la punta de mi pantufla y me fui a dormir.

En una casa vieja y oscura, tapizada de hojas secas, una


ventana recibe los golpes suaves, monótonos, de una rama marchita
mecida por el viento. El ruido despierta al viejo señor O’Reilly, que se
ve obligado a descender a la planta baja, con sólo una débil vela que
ilumina su camino, para asegurarse de que nada turbe el sueño de su
esposa enferma. Pronto identifica la rama y la ventana y se promete a
sí mismo que al día siguiente la cortará, pues esta noche ya no hay
nada qué hacer. Está listo para volver a su cama y encontrar refugio
del frío nocturno, cuando escucha otro ruido, sin duda distinto al que
produce la rama. Camina hacia la puerta de entrada y el sonido se
escucha más fuerte y más claro, como si alguien llamara con
suavidad. El viejo O’Reilly duda, ¿ha escuchado bien? Quizá sea otra
rama. Pero los golpes se presentan decisivos y sonoros detrás de la
puerta; sin duda alguien llama. Quita entonces las aldabas y un

164
empujón violento abre la puerta de par en par. Antes de que el viejo
pueda recuperar el equilibrio, la hoz cae sobre él. La señora O’Reilly
tarda en despertarse, a pesar de los rumores de golpes y de los gritos
ahogados en sangre. Se sienta en la cama y llama a su esposo con un
susurro seco y enfermizo. Por toda respuesta obtiene los pasos de
unas botas pesadas sobre el piso de madera. La puerta de la
habitación se abre y la vieja se ve obligada a cubrirse los ojos para
protegerse de la brillante luz de la linterna. Ni siquiera tiene tiempo de
gritar.

Estás perdido en un bosque marchito cuyo suelo está cubierto por una
densa hojarasca otoñal que cruje bajo tus pasos. Una luna sangrienta chorrea
luz escarlata sobre el bosque. Árboles podridos llenos de alimañas te miran
desde todas las direcciones con gestos detestables. No sabes hacia dónde
huir. La espesura de las ramas secas y espinosas te impide respirar. Quieres
gritar, pero ningún sonido emerge de tu boca. De pronto tropiezas con una
raíz nudosa y áspera, caes de bruces y te cubres de raspones y cortadas.
Entonces sientes detrás de ti la presencia del ser que te aterra, del dueño de
tus pesadillas. Levantas el rostro y ves su silueta recortada contra la luz de la
luna. Te toma de los cabellos y te levanta en el aire; te eleva hasta la altura
de su faz deforme y te permite asomarte al vacío absoluto de sus ojos.
Entonces, con su hoz, hace un corte lento a lo largo de tu cara.

Me despertó el empleado del ferrocarril. Me dijo que había estado


gritando en mis sueños y me informó que pronto llegaríamos a Boston. En los
pocos minutos antes de la llegada del tren a la estación, permanecí pensativo,
meditando sobre la pesadilla que acababa de sufrir. Había tenido ese tipo de
sueños desde que era muy niño, ligeramente distintos entre sí, aunque siempre

165
conmigo huyendo aterrorizado y la calabaza persiguiéndome de cerca. El
hombre con cabeza de calabaza nunca antes me había atrapado, ni mucho
menos herido. Este último cambio me inquietaba en extremo y me asustaba la
idea de que así pudieran ser mis sueños siguientes.

Al llegar a la estación tomé un coche que me llevó hasta las oficinas de


Stevenson & Company, Publishers, donde el secretario me hizo esperar más
de una hora antes de que Stevenson se dignara a recibirme.

-¡Sullivan!- exclamó con afectada alegría –Pasa, pasa. Sabes que


siempre eres bienvenido. ¿Cómo estuvo el viaje? No muy cansado, espero.

-Nada fuera de lo común… ¿Leíste el libro?

-Oh, sí, sí. Muy bueno, Sullivan, en verdad muy bueno. Aterrador.
Aunque más bien extraño. Nunca había leído nada igual…

-¿Crees que podría ser publicado?

-Te seré sincero, Sullivan: no creo que el público americano esté listo
para un libro como el que propones.

La noticia me derribó emocionalmente, aunque de cierta forma ya me la


esperaba -¿Por qué? ¿Qué tiene de malo?

-¿Malo? Oh, no. No tiene nada de malo. Es un buen libro. Todo lo que
escribes es muy bueno… Sólo que tiene algunos detalles… que quizá
podríamos corregir.

-¿Por ejemplo?

-Bueno, en primer lugar está el título: El horror a través de los siglos…


Suena… demasiado académico. Deberías pensar en algo más llamativo… qué
166
se yo… Galería de espantos, Cuentos de miedo, La zona del crepúsculo… No
sé, algo por el estilo...

-Pero el título da la idea de lo que es el libro en sí: una colección de


relatos de horror desde tiempos antiguos hasta la actualidad…

-Sí, sí… Eso es otra cosa… Cuentos de brujas y demonios en la época


antigua no asustan a nadie. Lo que le da miedo a la gente es la posibilidad de
encontrarse con esos espantos hoy. A nadie importa lo que temían los antiguos
griegos. Y otra cosa: todo esto es muy extraño… por ejemplo, este cuento de
El Flautista de Hamelin… es ¡demasiado raro! No entendí exactamente qué
era este tipo. ¿Es una especie de brujo o demonio?

-Yo… no lo sé.

-Sullivan, tú sabes bien lo que quiere la gente: brujas, fantasmas,


vampiros… No quieren estas criaturas extrañas de orígenes poco claros… ¿De
dónde sacas estas cosas?

-Algunos cuentos son reinterpretaciones de mitos y leyendas. Otros… la


mayoría… bueno, los saqué de mis pesadillas.

-Oh, vaya. Y luego estas cosas tan… no me malinterpretes, tú sabes que


yo no soy ningún fanático religioso, pero muchas personas podrían pensar que
planteas algunas cosas un poco… blasfemas… Como este cuento del
hechicero egipcio o aquél de los sacerdotes españoles en México… ¡No
esperarás que el público acepte esto!

-No es mi intención ofender a nadie. Es sólo ficción… No pretendo…


Es decir… ¡Yo mismo soy católico! Creo que buscaba la idea más aterradora

167
que pudiera imaginar, y para mí fue la posibilidad de que hubiera una fuerza
destructora tan terrible que ni Dios mismo pudiera contra ella…

-Vamos, yo no tengo nada contra eso… De cierta forma es buena idea…


Je, je. Incluso me hiciste sentir un escalofrío… Pero no creo que el público lo
acepte muy bien. Finalmente, está el asunto de la extensión del libro. Son…
unos quince cuentos. ¡Es larguísimo!

-Vamos, Stevenson, hay libros que tienen veinte o más cuentos… ¡Y


Varney el vampiro tiene como ochocientas páginas!

-Sí, pero nosotros nunca publicamos libros tan extensos… Además


Varney se publicó serializado… Y todos estos cuentos son inéditos. Mira,
Sullivan, eres un buen escritor y a los lectores les gustan los cuentos que has
publicado en la Boston Monthly.

-En realidad, no estoy muy contento con ese trabajo. Son mis textos más
convencionales y menos imaginativos…

-Pero son los más exitosos… Lo que deberías hacer es escoger ocho o
diez cuentos de aquéllos, los que más te gusten. Revísalos, corrígelos,
actualízalos y forma un libro con ellos. Mete dos o tres inéditos y cuando
tengas todo listo, tráemelo. No te prometo que se publicaría pronto, pero te
aseguro que se pondrá en lista de espera para ser publicado un día de éstos.

Quería decirle más, quería comentarle que en realidad tenía planeado


que el libro consistiera en treinta cuentos, que la historia del horror abarcaría
el futuro, sobre el cual había tenido pesadillas; que era un libro diferente,
porque todos los cuentos estaban conectados entre sí por una constante,
aunque yo mismo no sabía cuál era; que tenía la necesidad imperiosa de

168
terminar y publicar ese libro porque, por primera vez en mi vida, había
logrado escribir algo que de verdad me asustaba. Empero, me di cuenta de que
no valía la pena intentarlo. Me despedí de Stevenson y salí de su oficina.

-¡Michael! ¡Michael Sullivan!- escuché que alguien me gritaba cuando


salí a la calle; me volví y vi acercárseme a hombre que me parecía familiar,
pero que no reconocía del todo –Michael, soy Jefferson, primo de Molly,
¿recuerdas?

-Ah, sí… qué tal.- le respondí secamente.

-Molly me telegrafeó para decirme que estarías aquí hoy y me


encomendó que te encontrara.

-¿Ah, sí?

-Sí. Me dijo que estás buscando empleo y justamente tenemos un puesto


administrativo en la fábrica de máquinas de coser que te vendría muy bien…

Sentí que la cabeza me ardía color rojo, los ojos se me vaciaban y los
músculos del rostro se me contraían en una sonrisa furiosa –Molly te informó
mal. No estoy buscando empleo. Muchas gracias.- me di la media vuelta y me
alejé de ese lugar, dejando a Jefferson perplejo, ofendido y parado en medio
de la acera como un idiota.

Durante todo el viaje de regreso a All Saints Hill no encontré sosiego.


Me sentía furioso por la estrechez de miras de Stevenson y la intromisión de
Molly en mis asuntos. Por lo que duró el trayecto me mantuve rígido como
cadáver, pensando en la forma en la que imprecaría a mi esposa. Estaba más
molesto de lo que jamás me había sentido en toda la vida y no entendía

169
exactamente el porqué. Para distraerme, hojeé un libro extraño que quién sabe
dónde había conseguido y cuyo autor no recuerdo:

El impacto de lo espectral y lo macabro es


generalmente pequeño, ya que exige del lector cierto
grado de imaginación, así como la capacidad de
despegarse del día a día cotidiano. Son relativamente
escasos los que están libres de las cadenas de la
rutina ordinaria y son capaces de responder al
reclamo de lo ajeno; de forma que los relatos sobre
sucesos y sentimientos ordinarios, o las comunes
variantes de tales sucesos y sentimientos, siempre
serán más del gusto de la mayoría. Pero lo sensible
nos acompaña siempre, y hay veces que una curiosa
ráfaga de fantasía invade una oscura esquina de la
mente más prosaica, de forma que ningún proceso de
racionalización puede anular del todo el escalofrío
que produce el susurro en el rincón de la chimenea o
en el bosque solitario.

Maldito Stevenson, pobre idiota. Y tú, Jefferson, quédate con tu empleo


normal y estúpido. Y Molly… Cuando al fin llegué a casa, la encontré en la
sala tomando una taza de té.

-¡¿Le dijiste a tu primo Jefferson que necesitaba trabajo?!- le espeté sin


siquiera decirle un saludo previo.

-Pues sí… ¿Lo viste?

170
-Para tu información no necesito empleo. Ya tengo uno. ¡Soy escritor!

-Pero Michael, necesitamos el dinero y Jefferson de seguro te habría


dado esa posición. Además, eres inteligente y no dudo que lo habrías hecho
bien.

-¿Y cuándo se supone que escribiría, eh? ¿En mis descansos después de
revisar máquinas de coser?

-Podrías escribir en tus ratos libres…

-¡Soy un escritor, maldita sea! ¡Los escritores no creamos en los “ratos


libres”! ¿Acaso los médicos curan en sus ratos libres? No, ¿verdad?

-¡Bien, por lo menos a los médicos sí les pagan! ¡Por lo menos los
médicos pueden pagar sus deudas y sus esposas no tienen que estar regateando
a todo el mundo y pidiendo prórrogas para los pagos!

Emití un grito inarticulado, di un fuerte pisotón y arrojé mi maletín al


piso. Luego me di la media vuelta y me alejé de la casa lo más a prisa que
pude. No sentía ningún deseo de estar cerca de Molly.

Estuve caminando por el campo, sumido en mis pensamientos. Me


molestaba perder el tiempo, pensaba que en ese momento podía estar en mi
estudio escribiendo, pero no quería volver con mi esposa. Entonces me
enojaba más y más con ella. Sin darme cuenta, me interné en un bosquecillo y
vagabundeé por allí hasta el atardecer. Para entonces no estaba molesto, sino
que sentía una leve e indefinible tristeza. Estaba pensando en volver con
Molly y pedirle disculpas por mi actitud, e incluso consideraba la opción de
aceptar ese puesto en la fábrica de máquinas de coser. La luz dorada del

171
crepúsculo me sacó de mis cavilaciones y me hizo percatarme del lugar en el
que me encontraba.

El bosque era otoñal y oscuro, no tan espectral, abigarrado y gótico


como aquél con el que había soñado esa misma mañana, pero no por ello
menos imponente y sugestivo. La tristeza que antes fue enojo se transformó de
forma gradual en inquietud, y ésta a su vez se tornó en miedo. Sentía la
necesidad apremiante, vital, de escapar de aquel sitio. Tenía la sensación de
que algo horrible me acechaba detrás de los árboles. En un principio traté de
mantener la calma y volver sobre mis pasos con entereza, pero al no encontrar
la salida del bosque desesperé. Conforme la luz del sol se difuminaba en la
oscuridad de la noche ascendente, mis pasos se hicieron más veloces, torpes y
desesperados. Sentía que algo, una presencia inexplicable, me estaba dando
caza. El miedo se convirtió en terror y éste se transformó en pánico. Mi
corazón enloquecido bombeaba sangre helada y mis pulmones en vano
trataban de captar algo de oxígeno en una atmósfera en la que sólo se
respiraba pavor.

No sé cómo encontré la salida, pero cuando lo hice me encaminé directo


a casa sin darme la oportunidad de emitir un suspiro de alivio. Al no encontrar
a Molly, me dirigí a la recámara, me recosté y de inmediato caí dormido.

El viajero no lo ve venir. Solitario, por un camino oscuro apenas


rozado por la luz espectral de una luna casi llena, no tiene, sin
embargo, tiempo ni cabeza para pensar en espectros. Su mente, en
cambio, está llena de cálculos y cifras, de deudas y cobranzas. Ha
visto las luces del pueblo en la distancia y ha ordenado al cochero que
se apresure. Su mente está tan absorta en unos documentos relativos
a una hipoteca que tarda en darse cuenta de que el carruaje se ha
172
detenido. Está a punto de llamar al cochero, cuando éste se estrella
contra su ventana con un gesto deformado por el miedo y el dolor. El
hombre del carruaje salta hacia atrás por el susto. Así como ha
aparecido, el pobre sirviente de pronto se esfuma. El patrón,
resoplando, con gesto tembloroso, aproxima su rostro a la ventanilla.
Con gran estruendo, en un instante una mano enguantada atraviesa el
vidrio, aferra al mercader de los cabellos y tira de ellos hasta hacer
que su cabeza se asome entre trozos de cristal filoso que rasgan su
cuello. El rollizo caballero no puede ni empezar a imaginar lo que
sucede cuando cae la hoz sobre su garganta.

Molly fue quien me despertó. Era ya de madrugada y yo sentía haber


dormido como un tronco.

-¿Dónde has estado?- preguntó.

-Fui a dar una caminata por ahí. No estuve fuera mucho tiempo.
Regresé a casa y me quedé dormido. ¿Qué hora es?- entonces noté que Molly
estaba vestida de negro -¿Qué pasa?

-Cuando llegaste al medio día estabas tan furioso que ni siquiera me


diste la oportunidad de decírtelo. Mataron a los O’Reilly.

-¡¿Qué?!

-Los encontraron hoy en la mañana. Yo no los vi, pero escuché que


habían sido horriblemente mutilados.

-Pero… ¿quién?

173
-No se sabe. El comisario y los alguaciles están totalmente
desconcertados… Por la brutalidad de los asesinatos muchos dicen que debió
haber sido obra de algún indio loco.

-Dios mío… ¿Y qué ha sucedido hasta ahora?

-He estado día y noche en el pueblo, en casa de los O’Reilly, en


Iglesia… Es una locura. No te imaginas el estado de… no sé… Hay en el
pueblo un sentimiento muy extraño, agitación e irrealidad y… miedo.

-¿Miedo?

-Sí, claro. Como te puedes imaginar, la gente está muy asustada.

-Desde luego, es lo más natural… ¿Pero qué pasará ahora?

-Van a enterrar a los O’Reilly, por eso vine a buscarte. ¿Vendrás,


verdad? Sé que los viejos no te eran muy simpáticos, pero todo el pueblo
estará ahí.

-Iré, iré. Sólo déjame prepararme.

El polvo al polvo, las cenizas a las cenizas y todo eso. El funeral y el


entierro me parecieron irreales, como si no estuviera presenciándolos, sino
viéndolos a través del velo del sueño o de una narración hacía mucho
olvidada. No podía asimilar la idea de que los O’Reilly estuvieran muertos y
me parecía aún más increíble que en All Saints Hill se hubiese llevado a cabo
un homicidio tan brutal, en apariencia digno de los que estaban ocurriendo en
Londres por esas fechas. La ceremonia transcurrió y se desvaneció como una
bocanada de opio. Molly y yo volvimos a casa; estaba exhausto y sólo quería
dormir.

174
Las lápidas y las cruces de hierro que brotan del suelo te cortan las
rodillas desnudas, sin importar lo lento y cuidadoso de tus pasos. Donde antes
estaba tu calle con tu casa y las de tus vecinos y familiares ahora se
encuentra un cementerio oscuro y antiguo, pululado por sombras amorfas que
proyecta la luz anaranjada de una luna perversa. Todo lo que conoces, todo
lo que amas y en lo que confías ha desaparecido. Buscas aún con un poco de
esperanza y mucho temor un elemento familiar en este escenario, pero sólo te
topas con una silueta alta y desgarbada que camina hacia a ti con sonoros
pasos de madera. La luz de su linterna le ilumina el rostro y él te sujeta del
cuello y lo aprieta con fuerza. Tu garganta colapsa bajo la presión que ejerce
su mano enguantada y sabes que vas a morir. Entonces te suelta y caes al
suelo, tosiendo y convulsionándote. Él eleva su hoz en el aire y con un golpe
la hunde en tu abdomen. El metal se abre paso entre tu carne y tus entrañas, y
sientes que tu sangre tibia baña la mano de tu asesino. Aún vivo, lo escuchas
reír.

Desperté llorando en silencio. Ni siquiera gemí ni me moví


bruscamente. El miedo era tanto que ya nada podía hacer. Tras varios minutos
de mirar la oscuridad con ojos irracionales e instintivos, logré recobrar la
calma y el aliento. Poco después reuní la voluntad para levantarme de la cama.
Me sobresalté al ver mi propio reflejo en el gran espejo de la pared. Estúpido
espejo, reliquia de los ancestros de Molly. Odiaba los espejos: para mí eran
como ventanas desde las que nos miran seres horrendos que tratan de
parecerse a nosotros.

Caminé hasta mi estudio. Saqué de un cajón una pequeña cantidad de


opio y me dispuse a fumarlo, pues no había lo hecho desde hacía algún
tiempo. Sabía que las consecuencias podían ser desastrosas; es indescriptible

175
la manera en la que el opio transforma lo imaginado en sensorial y lo sensorial
en conceptual, y al fumarlo me exponía a que las pesadillas que me acosaban
se tornaran reales ante mí. Pero no había estado tan asustado desde no
recordaba cuándo y quizás el opio me ayudaría a elevar esa experiencia
emocional al máximo.

No obstante, las palabras no fluyeron o lo hicieron torpemente. En


busca de una dirección, releí por enésima vez algunos pasajes de The
Philosophy of Composition del magnífico Edgar Allan Poe:

Entre todos los temas melancólicos, ¿cuál lo es más,


según lo entiende universalmente la humanidad?
Respuesta inevitable: ¡la muerte! Y, ¿cuándo ese
asunto, el más triste de todos, resulta ser también
el más poético? Según lo ya explicado con bastante
amplitud, la respuesta puede colegirse fácilmente:
cuando se alíe íntimamente con la belleza. Luego la
muerte de una mujer hermosa es, sin disputa de
ninguna clase, el tema más poético del mundo.

Entonces se fijó en mi mente una idea que consideré muy buena si


lograba relacionarla con mi alterado estado de ánimo. Narcotizado, me
entregué a la escritura de fragmentos sin sentido ni coherencia, carentes de
cualquier calidad narrativa, pues sólo con ideas no se puede hacer literatura y
las palabras seguían sin fluir como yo quería. Dejé de intentarlo y por primera
vez, ante esos fragmentos y rodeado del miedo transformado en denso humo,
me percaté de que mi mediocridad como escritor jamás me permitiría captar
en papel el grado supino que el miedo, la más intensa de cuantas emociones

176
conozco, alcazaba en mí. Sólo entonces me di cuenta de que, por primera vez,
la calabaza me había matado. Me reí como estúpido y volví a la cama.

Al día siguiente el pueblo se enteró del asesinato del señor McCall y su


cochero. Los encontraron tirados en medio de la carretera, junto a la hoguera
que había sido el carruaje. No sé bien los detalles… de hecho no logro
recordar ni siquiera quién me dio la noticia, pero sí retengo la impresión que
me causó. Primero todo me fue inexplicablemente indiferente y tardé en
percatarme de lo que las palabras “han asesinado a McCall” implicaban.
Después, como de golpe, me llegó el significado del hecho, y la idea del
homicidio se fijó en mí, causándome un terror inefable que me postró e
impidió levantarme por casi una hora. Al final, pude ver las cosas con frialdad
y sólo me quedó una sensación de extrañeza a causa de mis reacciones
anteriores.

-¿Qué me está pasando?- le comenté a Molly esa noche, mientras


estábamos sentados en el pórtico mirando los campos de maíz –Paso del
miedo a la indiferencia y… ¡qué es eso!

-¿Qué?- dijo ella.

-En el sembradío. Vi a una figura moverse. Un hombre encapotado,


creo…

-No hay nadie por allí… Excepto ese espantapájaros.

En efecto, no muy lejos se podía distinguir la silueta de un


espantapájaros, apenas mecido en su poste por una leve brisa.

177
-No.- dije –Lo que yo vi estaba del otro lado…- y entonces sentí ese
miedo inexplicable otra vez –Vámonos, Molly. Vamos adentro de la casa. Por
favor, no te entretengas, necesito entrar ya.

Entramos, cerramos todas las puertas y ventanas con todas las aldabas y
cerrojos que había, pero aún así el miedo no se iba.

-Por todos los cielos, Michael, estás pálido y sudando frío…

No respondí. Me metí en la cama y que cubrí con las sábanas como el


niño que teme al coco.

-Abrázame, Molly, por favor, sólo abrázame. Tengo mucho miedo.

Esta noche está inquieto, tiene sed. La sangre en su hoz no lo


satisface. Pero ha decidido tener paciencia y esperar antes de colectar
el sacrificio. Recorre el sembradío, el bosque y el cementerio. Desde
lo alto de la colina mira hacia el pueblo. Ríe.

-Tú y yo tenemos algo en común.- me dijo el viejo Ralph Petersen


cuando me visitó al día siguiente –Queremos hacer una literatura de horror
que se aleje de las malditas Dime Novels y se acerque más a la literatura seria.
Poe lo hizo, Maupassant y Ambrose Bierce lo están haciendo. Pero nos
enfrentamos a un problema por partida doble: por un lado, el público iletrado
preferirá siempre el sensacionalismo barato y fácil de digerir de los Penny
Dreadfuls y será incapaz de comprender cualquier intento de calidad literaria,
no digamos ya de erudición, en un cuento del que ellos suponen su única
finalidad debería ser causar un poco de miedo, cuando no un morbo insano.
Por otro lado, los lectores cultos siempre estarán demasiado ocupados
denostando el carácter fantástico de nuestros textos como para notar sus

178
méritos artísticos. Por mucho que se cacaree sobre Maupassant estos días, te
puedo asegurar que en cien años se leerá Pierre et Jean en las universidades y
ya nadie se acordará de L’Horla.

-No lo dudo.- dije por toda respuesta a su larga disertación.

-Tu libro es bueno, Michael. Muy bueno. Pero entiendo la posición de


Stevenson: quizá no sea de agrado para el gran público. ¿Sabes? Por
momentos me causó miedo verdadero. Existen pocos textos que lo han
logrado. No hablo del leve temor que se siente al dejarse sumergir en la
atmósfera del relato, sino un miedo intelectual y a la vez metafísico que se
experimenta incluso después de haber terminado de leer. La nuit de
Maupassant, por ejemplo, es uno de esos cuentos… Pero tú bien sabes que yo
no leo literatura gótica con la intención de sentir miedo, sino de gozar
estéticamente con sus imágenes y símbolos… En fin, una debilidad noto en tu
libro, y es cuando describes escenas de muerte, asesinatos y tortura. Siento
que en ellas te has dejado influir mucho por la literatura sensacionalista de la
que tratamos de alejarnos.

-Es cierto.- respondí –Traté de completar el horror en los conceptos con


el horror en cuanto a imágenes. Quizá mucha gente no pueda entender porqué
una idea es aterradora, pero sentirán algo de miedo al imaginarse en una
situación de tortura.

-¿Qué te da miedo, Michael?- preguntó de golpe.

Vacilé unos segundos antes de responder –Perder la razón, Ralph. Eso


me asusta. No saber más qué sueño y qué es realidad. No saber si mi mente
consciente controla mis acciones o si actúo en contra de mis pensamientos
racionales. Me asusta no poder entender ya el mundo.
179
-Oh, ¿y acaso lo entiendes?

-Entiendo las leyes de la naturaleza y conocerlas me da seguridad. Por


eso en mis cuentos la suspensión de esas leyes es el elemento principal.

-¿Sabes, Michael? Eres demasiado racionalista para un irlandés católico


que escribe cuentos de terror, y ése es quizá tu defecto. Tus peores miedos son
la pérdida de la racionalidad y el sufrimiento físico, porque no concibes otros
elementos de tu ser más que el cuerpo y la mente. Pero piensa que en este
mundo la mayor parte de la gente es muy supersticiosa y le teme a los
rincones oscuros. Para llegar a esas personas necesitas entender que ellos
tienen miedo de cosas para las que tú ni siquiera tienes un nombre.

Reflexioné un momento –A veces… A veces sólo tengo miedo. Es un


miedo irracional, primitivo, supersticioso, que llega a mí y de pronto se va.

-Bien. Aprovéchalo, Michael, aprovéchalo. Úsalo para tu obra… Por


ejemplo, estos asesinatos que han estado ocurriendo. ¡En un pueblo tan
pequeño y tranquilo! Es un excelente material, deberías tomar nota de ello.

-No sé si sea ético hacerlo. Conocía a las víctimas, soy vecino de sus
familiares.- dije, aunque en verdad el consejo de Petersen me inspiró a
después escribir estas líneas, y si no lo hice antes fue porque al principio di
muy poca importancia a los crímenes.

-En fin, es tarde y debo viajar a Boston para tomar un tren hasta
Providence. Me espera una larga tarde… Por cierto, creo que no te lo dije,
pero la próxima semana habrá una conferencia en la sede de la Sociedad
Histórica de Nueva Inglaterra sobre los orígenes de la celebración de All
Hallows Evening.

180
-¡Bah! Hay pocos en Nueva Inglaterra que saben tanto sobre Halloween
como yo. Bien podría hablar a todos esos pedantes de la Sociedad sobre
Samhain, el festival de las cosechas de los antiguos celtas. Se celebraba el 31
de octubre y se creía que durante unos días la barrera que divide este mundo
del más allá quedaba diluida y los espíritus venían a convivir con los vivos.-
comencé a hablar como si me encontrara dando una conferencia -Con la
llegada del cristianismo todo cambió. Los antiguos ritos paganos se
convirtieron en los aquelarres de las brujas y los demonios. Disfrazado de
adoración a los santos y a los fieles difuntos, Samhain pudo sobrevivir. Lo
mismo le pasó a la Walpurgisnacht germana; era un festival de la primavera
en el que se encendían hogueras para aplacar a los espíritus del caos. La
cristiandad la convirtió en la fiesta de Santa Walpurga. En todo el mundo
pagano hay festivales de cambio de estación en los que se recuerda a los
muertos y se conjura a las fuerzas del Más Allá. En un principio la cristiandad
los quiso tachar de demoniacos, pero al final terminó absorbiéndolos. Claro,
eso no evitó que durante muchos años persistieran historias de aquelarres y
orgías el 30 de abril o el 31 de octubre. De hecho, como tú bien sabes, en
nuestra querida Nueva Inglaterra aún hay rumores de horribles rituales que se
llevan a cabo por esas fechas en las colinas y barrancos más apartados. Pero,
desde luego, a mí no me invitan a impartir conferencias porque no obtuve mis
conocimientos en Harvard, sino en las bibliotecas públicas de Boston…

-En esta conferencia se hablará del origen de los Jack O’Lantern…

-Sobre ello podría dictar conferencias también.

-Seguro que sí, pero además el conferencista, un muchachito de apellido


Carter, o algo así, hablará sobre los recientes descubrimientos en cuanto al
culto de Fobos.
181
-¿El culto de Fobos?

-¡Ajá!, de eso no sabes mucho, ¿eh? Es algo totalmente nuevo y no sé


bien de qué va este asunto, pero creo que es de una secta en la antigua Grecia
que adoraba a Fobos, el dios del miedo. No sé qué relación tenga con
Halloween o Samhain, pero Carter ha prometido revelar información nueva e
importantísima.

-De todos modos no puedo ir…- dije –No puedo darme el lujo de pagar
un pasaje hasta Boston a menos que sea estrictamente necesario.

-De acuerdo. Yo asistiré y luego te contaré.

Nos despedimos y Petersen se fue en el carruaje que lo esperaba afuera


de mi casa. Él tenía la suerte de ser heredero y vivir de las rentas, lo que le
permitía dedicarse de tiempo completo a las letras. Yo, por mi parte, tenía que
emprender mi camino a la oficina del difunto señor McCall.

Halloween… había olvidado lo próxima que estaba esta fiesta, pero es


que en aquellos días tenía cada vez menos noción del tiempo y de las fechas.
En All Saints Hill era una celebración importante y Molly, como maestra de la
escuela, estaba involucrada en la organización del evento. Creo que por eso se
ausentaba tan seguido de casa, pero no estoy seguro. Sucedía que
repentinamente, incluso a mitad del día, me quedaba dormido y sufría
espantosas visiones sobre monstruos, demonios y otras cosas que no podía
nombrar. Estaba tan absorbido por la escritura que no me daba cuenta de lo
que sucedía fuera de mis pesadillas y mis páginas…

Pero estaba hablando sobre McCall… El hombre murió, ¿saben? ¿Por


qué fui a su oficina? Ah, sí, Molly me envió a ver no sé qué documentos. Pero

182
pronto me aburrí de esperar en la fila de los deudores y me volví a casa para
dormir una siesta.

La casa es oscura, de sombras largas, frías y resecas. Caminas con


lentitud y escuchas tus propios pasos sobre la duela. Atraviesas el pasillo
asfixiante y llegas hasta una cámara enorme, cuyas paredes se han perdido en
la oscuridad. Allí está él, dándote la espalda, mirando un ventanal lloroso.
Cuentas tus jadeos y oras porque no se vuelva. Cuando reúnes valor te echas
a correr lejos de esa recámara. Pero no importa cuánto corras, no llegas al
final del corredor y los pasos leñosos detrás de ti se acercan cada vez más
hasta que sientes el abrazo mortal de una sola mano enguantada, que te
obliga a voltearte. Entonces ves a tu madre. No estás ya en la casa de largas
sombras, sino en un prado, y tu madre, tan bella y tan joven, te sonríe
rodeada de esmeralda y por todas partes hay hombres, mujeres y niños
alegres que juegan, ríen, corren y bailan al son de la alegre música de
flautas y violines. Te permites sonreír y estar tranquilo. Pero la música de
pronto se convierte en un himno siniestro y monótono y los danzantes se
contorsionan en el suelo con espasmos y vomitan sangre, y allí donde estaba
el rostro de tu madre te miran los ojos vacíos y la mueca deforme de la
calabaza. Todos los invitados a la fiesta se arrancan las cabezas con sus
propias manos y en su lugar crecen calabazas con ojos triangulares y dientes
puntiagudos. Y todos se te acercan ejecutando la Danza Macabra y te sujetan
con sus hoces para inmovilizarte. Entonces comienzan a devorarte…

Me despertó el sonido de mis propios gritos. Estaba en un vagón de


tren. ¿Qué hacía allí? Miré la pila de objetos colocados en el asiento adjunto;
eran un montón de libros y otros papales. Los revisé. Unos eran libros de
mitología, otros de demonología y algunos más de contenido antropológico.

183
También estaban ahí algunas láminas con reproducciones de pinturas de Füssli
y de Goya. Todo tenía que ver con la muerte, el miedo y el Más Allá. Me
parece que traté de explicarme a mí mismo que había viajado a Boston con la
intención de obtener material para mi libro. Después de una relectura del
manuscrito había decidido tratar de interconectar las diversas historias de
terror con la creación de una mitología coherente. Pero pensé que
probablemente era muy racionalista ese propósito, y después se me ocurrió
que quizás la lógica y la razón no eran más que mitologías con cierta
coherencia interna que nos sirven para darle sentido a un universo caótico e
inaprehensible.

Abrí uno de los libros, del británico Charles Lamb, titulado Witches and
Other Night Fears y leí el siguiente pasaje:

Gorgonas, Hidras y Quimeras –las terroríficas


historias de Celen y las Arpías- pueden reproducirse
a sí mismas dentro del cerebro de los supersticiosos…
pero eso se debe a que ya estaban allí. Son
transcripciones, tipos… los arquetipos están en
nuestro interior y son eternos. ¿Podría, de otra
manera, afectarnos el relato de algo que sabemos
conscientemente que es falso? ¿Es que tenemos terror
hacia tales objetos por su capacidad de infligirnos
daño corporal? ¡No, ni mucho menos! Tales terrores
están en nosotros desde hace mucho. Son anteriores a
nuestro cuerpo… o ajenos al cuerpo, que es lo mismo.
Esta clase de miedo es puramente espiritual, su
fuerza es proporcional a su inexistencia terrena y se
184
manifiesta sobre todo en el periodo de nuestra
inocente infancia…

No guardo recuerdos de cómo llegué a casa esa tarde. Tan sólo tengo la
imagen de Molly preguntándome furiosa a dónde me había ido para después
señalar preocupada que me veía demacrado.

-Son esos cuentos… ¡y el opio!- dijo, mientras me ponía unas


compresas frías en la frente.

-Esos cuentos son todo lo que soy.- respondí.

-Estás delirando. No lo soporto. Debes descansar de la escritura y dejar


el opio de una buena vez.

Pero estaba casi seguro de no haber fumado opio en días y, después de


un momento de silencio, respondí –Cuando era un niño amaba la fiesta de
Halloween. Mi madre también. Me contaba las leyendas de Jack O’Lantern,
del Diablo de Jersey y de Sleepy Hollow, mientras me maquillaba la cara con
talco para que saliera a pedir golosinas. Pero cuando mi padre murió y mi
madre se volvió a casar… Mi padrastro era un pastor protestante, ¿sabes?
Consideraba que mi madre y yo éramos pobres almas enajenadas por la
idolatría pagana del papismo. Era un hombre muy severo y empeoró cuando
mamá murió. Me decía que Halloween era una fiesta pagana y que las
calabazas talladas eran formas de adoración al demonio. Me decía que, si
insistía en tener amuletos con huesitos y dejar ofrendas a las ánimas, Jack
O’Lantern vendría por mí, con su hoz que arranca las almas de sus cuerpos, y
su linterna que alumbra el camino al Infierno.

185
Molly me dirigió una mirada llena de misericordia. -No eres más que un
niño asustado, Michael.- me dijo y me acarició el cabello –Toda tu vida has
tenido miedo. Por eso escribes cuentos de horror, para ser tú quien controle al
miedo y no viceversa.

Creo que entonces reí, pero tal vez sólo tosí –¿Ahora eres alienista?

-Sólo duérmete. Estaré junto a ti para que no temas a las pesadillas.

Está impaciente. Espera la oportunidad, el carnaval, la fiesta de


máscaras, la orgía de la noche de terror. Espera la llegada de
Samhain para ofrecer su último sacrificio. Sólo para entretenerse mata
en el sendero a un vagabundo cuyo cuerpo nadie jamás encontrará.

Pero no se quedó conmigo todo el tiempo; en la mañana debió


marcharse a la escuela. Me encontró después del mediodía, sentado al borde
de la cama, observando el vacío. Antes de que Molly pudiera señalar lo
terrible de mi aspecto, murmuré:

-He visto el Amanecer de la Muerte.

-¿Qué?

-Es peor que cualquier otra cosa que hubiese soñado. No puedo empezar
a describirlo, pero debo… debo intentarlo… ¿Recuerdas la Épica de
Gilgamesh? No… supongo que nunca lo has leído… Los antiguos pueblos de
Mesopotamía... sabían cosas. Conocían a Pazuzu y a Lilith y a otros
demonios… Hay una parte del poema que dice Dejaré que los muertos
asciendan y devoren a los vivos; los muertos superarán en número a los
vivos…

186
-Michael…

-¿No lo ves? Isis aceptó hacer un trato con Atón para enfrentarse juntos
a la Muerte. Pero Atón traicionó a Isis y la violó; de esa unión nació un hijo
que Atón después sacrificó en la cruz… Todo para apaciguar a la Muerte…
Pero la Muerte no puede ser apaciguada

-Michael, me asustas. Por favor, no sigas hablando así.

-Molly… ¿Y si tales cosas existen?

-¿Cuáles cosas?

-Un escritor galés dice que todas las leyendas de criaturas fantásticas,
hadas, minotauros, vampiros y hombres lobo, hablan en realidad de cosas tan
horribles que no podríamos ni siquiera clasificar, pero a las que hemos dado
un sustantivo y una descripción que más o menos se acomoda a lo que
nuestros cerebros pueden concebir…

-Necesitas despejarte,- dijo Molly –necesitas salir, distraerte y no pensar


más en esas cosas. Te prepararé un té y al caer la tarde iremos a la celebración
de Halloween. ¿Qué te parece?

-No. No quiero ir.

-Michael, necesitas ver algo de colorido y estar en un lugar alegre.


Además, es tu cumpleaños…

Me quedé anonadado con esa información; había olvidado por completo


mi cumpleaños.

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-Es cierto,- dije al fin –debo salir a divertirme. ¡Sí!- exclamé con súbito
entusiasmo -¡Vamos! ¡Vamos a jugar con los niños y a comer manzanas
acarameladas y pasteles de calabaza!

Molly empezó a reír conmigo –Mañana nos preocuparemos por las


cuentas y los doctores, hoy podemos divertirnos como chicuelos.

Oh, Halloween, magnífica fiesta en la que nos vestimos como seres del
Más Allá para expresar el terror que les tenemos; nos disfrazamos como
fantasmas para que cuando ellos pasen por nuestras casas en la noche se
confundan y no quieran hacernos daño. El pueblo estaba decorado de muchos
colores, una banda local tocaba música alegre, las amas de casa repartían
trozos de pastel de calabaza a los invitados y los niños, vestidos de negro y
con caras blancas, pasaban de casa en casa para pedir golosinas. Sonreí como
ellos y hasta en mi caminar me dejé llevar por la música.

Pero de pronto, en medio de la algarabía, me poseyó el miedo. En cada


persona vi a un asesino delirante y en cada rostro una monstruosidad
hambrienta, y las calabazas me miraban con apetito y la música trataba de
enloquecerme. Mucho antes de que supiera de dónde venían los alaridos,
estaba gritando.

La cordura cayó sobre mí de golpe como un aire frío; me descubrí en


medio de la plaza, las manos de Molly en mis hombros y la mitad del pueblo
mirando hacia mí con espanto.

-Michael, ¿qué te pasa?

-Me siento muy mal, Molly. Vamos a casa, por favor. Déjame ir a casa.

188
-Te acompañaré. Pero es mi deber estar aquí. Estoy comprometida a
cuidar de los niños.

Me llevó a casa, me preparó un té, me acostó en la cama y me puso una


compresa fría en la frente.

-¿Conoces la leyenda de Jack O’Lantern?- le pregunté mientras me


atendía.

-No.

-Jack era un irlandés borracho y pendenciero, perezoso y timador, que


se pasaba la vida embaucando a los demás y acostándose con las mujeres de
sus vecinos. Llegó el día en que debía morir y el demonio lo visitó. Jack le
pidió a Satanás que antes de llevárselo al Infierno le dejara cometer un pecado
más. El Príncipe de las Tinieblas aceptó. Jack quería vengarse de un esposo
cornudo que lo había herido en una pelea de cantina, pero no tenía un arma
adecuada. El diablo, divertido, acordó convertirse en una hoz para que Jack
lograra su propósito. Pero Jack guardó la hoz en una bolsa, en la que también
había un crucifijo, robado, por supuesto. El poder de la sagrada figura privó al
demonio de todas sus fuerzas, y ya no podía volverse a transformar. Jack
entonces hizo un pacto con él; le dijo al demonio que lo liberaría si éste
prometía concederle a Jack la vida eterna. El diablo no tuvo más remedio que
aceptar. Pero Jack no contaba con la astucia del viejo Satán, y cuándo éste se
vio liberado, le arrancó la cabeza al timador. Le había prometido que viviría
por siempre, pero no en qué condiciones. Entonces Jack tomó una calabaza
tallada y la colocó sobre su cuello. Desde esa noche anda por los caminos
solitarios en busca de otra cabeza.

189
Molly no dijo nada. Me acarició el cabello como solía hacerlo y apagó
las velas. Creo que se quedó a mi lado hasta que estuve dormido.

La Calabaza ha despertado, ésta es su noche, ésta es su fiesta.


Ha llegado Samhain. Su hoz está afilada y sedienta. Su linterna
ilumina los caminos a través de bosques y sembradíos. Los centinelas
dispuestos por el comisario para salvaguardar la paz no ven venir el
filo y apenas lo sienten deslizarse por sus gargantas. Un granero se
incendia; un molino le sigue. El viento trae al pueblo el olor a humo y a
animales achicharrados. Las casas más alejadas del centro son las
primeras en prender fuego. Alguien grita por un auxilio que nunca
llega. Algunos hombres corren hacia el humo para encontrarse con la
hoz. Algunas mujeres corren en busca de sus hijos, pero encuentran el
fuego. Algunos niños son acuchillados y otros calcinados, pero todos
se unen a los fieles difuntos a quienes momentos antes festejaban.
Hay gritos y carreras, y la hoz de la calabaza baila extática y silba
enardecida entre jirones de ropa y carne y su cara bermeja se baña en
sangre y bebe el horror de sus víctimas a través de sus ojos vacíos.
Muchos logran escapar con vida, pero por hoy la hoz está satisfecha.
Ya puede iniciar su nueva vida.

Me encontré sentado en mi estudio garabateando la descripción de una


matanza. No sabía cómo había llegado allí, pero noté que aquellos libros que
había traído en el tren estaban tirados, muchos de ellos deshojados, por todo el
cuarto y me pareció que había estado reflexionando sobre su contenido. En
efecto, me puse a pensar en las fiestas de los muertos, en Samhain, en All
Hallows Evening, en Walpurgisnacht, en Pálení Čarodějnic, en el Sabbath de
las Brujas y en el Hanal Pixán de los mayas; pensé en los ritos funerarios de

190
los egipcios, en los sacrificios de los druidas y de los aztecas, en las masacres
del Empalador, en los crímenes del Destripador, y en los cultos de Kali, de
Mictlantecutli y de Fobos; pensé en las leyendas de monstruos marinos y en
los raptos de la Tylwyth Teg, en las quemas de brujas, en los exorcismos y en
las gárgolas de las catedrales; pensé en las historias de fantasmas y en las
sombras que se asoman por tu ventana cuando duermes y que acechan desde
tu armario o bajo tu cama; pensé en las pesadillas de Füssli, en las brujas de
Goya, en la Danza Macabra de Saint-Saëns, en el Sueño de una noche de
Sabbath de Berlioz y en la Noche en la árida montaña de Mussorgsky; pensé
en los cuentos de Poe, en los Hawthorne, en los de Maupassant, en los de
Bierce, en los de Gautier y en los de Le Fanu, en Varney el Vampiro, en el
Frankenstein de Mary Shelley y en el Jeckyll & Hyde de Stevenson; recordé
mis propios cuentos y mis pesadillas y el Amanecer de la Muerte… Y
abrumado de nombres, sombras, ideas y conceptos, comenzó a perfilarse ante
mí una realidad insoportable.

Cuando escuché los pasos apresurados de Molly me sentí aliviado, pero


pronto el alivio se transformó en terror cuando mi esposa abrió la puerta y
entró gritando mi nombre. Y la ves correr hacia ti con la hoz en alto. Escuché
los pasos lentos y poderosos sobre la duela y grité a Molly que se alejara.
Pero ella no retrocede y la calabaza prepara su hoz. Grité, grité más
aterrado de lo que había estado en mi vida, por primera vez consciente del
poder que tiene el miedo. Tu mente está embriagada de miedo. Quiere correr
hacia su esposa, pero el horror lo sujeta de los cabellos. Oyes sus pasos,
y miras su capa negra ondeando al viento que entra por la ventana. ¡Molly,
no! Miras de frente al ser que siempre has temido. La mujer no se da
cuenta del instante en que la mano enguantada se apodera de su

191
cuello. ¡Toda la monstruosidad! ¡Todo el horror! ¡Toda la muerte confluyeron
en ese momento! La más antigua y poderosa emoción de la
humanidad es el miedo. El miedo lo es todo, es todo lo que conoces, es
todo lo que existe en tu ser. Pero, ¿cómo explicar lo que me
ocurre? ¿Cómo hacer comprender el hecho de que pueda
contarlo? No sé, ya no lo sé. Sólo sé que sucede. Helo
aquí. ¡Que empiece el carnaval de la hoz! Me obligó a ver cómo sucedía
todo. Sientes la cuchilla penetrar su cuerpo y sientes el calor de su sangre que
se derrama por tu brazo. Cogí al pobre animal por la garganta
y, deliberadamente, le vacié un ojo. Pero yo la amaba. Y ella en
verdad lo amaba. Por ello, impotente, te echas a gritar y a llorar. Oh,
Molly… Pero eso no lo deja ir. Y no te soltará jamás.

Debí desmayarme como último acto piadoso de mi locura.

Desperté por completo cuerdo, no sé con exactitud cuánto tiempo


después, y caminé lentamente por la casa, escuchando los golpes de mis botas
sobre el piso de madera. Encontré el cuerpo de Molly y lo miré con desinterés;
junto a ella estaba una calabaza destrozada. Me acomodé la capa y me miré en
el gran espejo de la pared.

Sonreí al comprender que nunca más tendría miedo.

192
Volumen V

El Siglo XX

193
SAHKIL

Yucatán, principios del siglo XX

La verdad es que era valiente el patrón. Hombre como pocos, para


enfrentar lo de este mundo y lo del otro. Así de valiente. Eso es porque era
hombre del campo, no como esos otros que tienen sus casas en Mérida y
na’más visitan la hacienda de vez en cuando. No, el patrón ahí se crió, entre
los caballos, los henequenes y las desfibradoras, no como esos señoritos de la
ciudad. Era tan hombre, si no es que más, como su padre, a quien la muerte se
llevó joven.

Había de tener veinte años, a lo mucho, cuando el patrón heredó la


hacienda. Y en seguida puso en todos en orden. El patrón no permitía la
flojera, ni que los capataces fuéramos blandos con los peones. Y si alguna vez
se le fue la mano y mató a uno que otro indio a palos, es porque se lo
buscaban. Pues el patrón ahí estaba en los henequenales, vigilando que se
hiciera bien el trabajo, ahí con nosotros los capataces, aguantando el sol y el
calor, y dándole duro a los indios pa’ que trabajaran.

Sí, era un hombre valiente. Nunca le vi una mueca de dolor ni de


cansancio, menos de miedo. Ni cuando Alvarado lo mandó a colgar mostró
temor. Furia, quizás, coraje, pero no temor. Y era un hombre justo, les digo,
nunca azotaba a quien no se lo merecía. Además, acabó con los rateros. La
hacienda de Sahkil estaba a medio camino entre dos pueblos: Eknicté y
Oxbalam. Y en los dos acabó con los rateros. ¡Cuidadito el que quisiera robar
en alguno de los pueblos! Si desaparecía algo, el patrón buscaba y buscaba
hasta que aparecía el culpable y luego lo colgaba de un árbol y dejaba el
cuerpo hasta que se pudriera, pa’ que todos aprendieran. Y no sólo a los

194
rateros, a las adúlteras también y a los que se robaban a las muchachas. Y
prohibió los duelos a machetazos. “Aquí la única justicia soy yo”, decía el
patrón. Ya no hay hombres de su temple…

¿Qué? ¿Lo del otro mundo? Pos porque es verdad. El patrón se las vio
con las cosas del más allá. ¡No es cuento! Miren, una vez el patrón andaba de
noche, en su caballo, paseando por el monte, como le gustaba hacer a veces. Y
según me contó, que vio a la Xtabay. ¡De veras! Ahí la vio, me la describió
con pelos y señales: una mujer muy guapa, morena, con cara de india bonita,
de larga cabellera negra. Estaba apoyada en una ceiba. El patrón la miró un
momento y luego siguió su camino, tal cual como venía. No se quedó ahí
como hubiera hecho un pendejo, pero tampoco se fue corriendo, como hubiera
hecho un cobarde.

¡Es verdad! No me crean. ¿Qué? Aquí el huachito no sabe quién es la


Xtabay. Ja, ja, ja, ja. Pos ahí si te la encuentras me avisas, ¿eh? Es una mujer
guapa como princesa, que seduce a los hombres y luego los mata. Pos no sé,
unos dicen que se los come, otros que se los lleva al infierno. Pero el patrón ni
cayó en su trampa, ni tuvo miedo. Sólo siguió su camino, como quien no le da
importancia a la cosa.

¿No me creen? Pos sepan que ésa no fue la única vez que el patrón se
encontró con cosas d’esas. Miren, esto no lo he contado nunca, porque el
patrón me dijo que no lo hiciera. Pero ya descansa en paz el patrón y los otros
que la vivieron, también ya pasaron a mejor vida. La cosa estuvo así…

Ah, pero tengo que empezar con otra historia. Fíjense que mi
compadre… ‘pérense… mi compadre, Fulgencio Canché, que era carpintero
en Ekcnicté y que en paz descanse, enviudó y sólo le quedaba la hija, que

195
tendría unos quince años. Un día se me acercó y me dijo, Compadre que no sé
qué y que no sé cuánto y que mucha discreción, y yo le dije que vamos al
grano, compadre, y que me dice:

-Pos fíjese, compadre que está pasando algo muy raro. Ya van varias
mañanas en que me encuentro con que m’ija aparece desnuda y tirada, como
desmayada, en el patio de atrás.

-No me diga, compadre. Eso me huele muy mal.- le dije.

-Pos sí. Y cuando le pregunto qué ha pasado, ella no recuerda nada.


Dice que sólo se va a dormir y que de repente amanece en el patio. Me quise
quedar vigilando varias noches, pero siempre, a eso de las doce, me quedo
dormido sin remedio,- y aquí bajó la voz –como si me estuvieran haciendo
brujería.

Ustedes saben que yo no le tengo miedo a ningún vivo. A cualquiera


que se me ponga en frente me le planto, como quiera, con machete o con
pistola. Pero de cosas de brujos y de muertos, ahí sí no me meto. Pero como
yo quería mucho a mi compadre y a mi ahijada, le dije:

-Mire, compadre, aquí hay gato encerrado. Yo lo voy a acompañar a


montar guardia esta noche hasta que averigüemos qué pasa.

Y lo hicimos. Mi compadre Fulgencio se quedó despierto toda la noche


dentro de su casa, mientras yo me escondí detrás de la albarrada del patio.
Estaba agachado, con la carabina lista, y ya cabeceaba de sueño, cuando a eso
de la medianoche, escuché un ruido, como de algo muy pesado que
arrastraban por la hierba. Me alcé y sentí cómo se me fue el color de la cara
cuando vi que un gato, sí, un chingado gato negro, venía arrastrando a mi

196
ahijada, desnuda, de los pelos. Les confieso a ustedes que me dio miedo, pero
aquí quién me dice que no le hubiera dado miedo ver algo así. A ver, ¿quién
me reta? ‘Ta bueno.

Como les decía, vi al gato que con el hocico traía a la niña del pelo y la
asentó en medio del patio. Entonces el gato, óiganme, el gato se metió entre
las piernas de la niña y… pos… la violó. ¡¿Quién se rió?! ¿Hay alguien aquí
que me diga mentiroso? ¡Que lo sostenga con la pistola! ‘Ta bueno, me calmo.
Pero créanme, esto pasó como lo cuento, por ésta se los juro.

Vi como el chingado gato estaba violando a mi ahijada, y ahí más que


miedo tuve coraje. Así que me olvidé de pendejadas, agarré mi carabina y salí
de atrás de la albarrada gritando:

-¡Compadre! ¡Compadre!

Y que salió mi compadre con la fusca en mano mirando para todas


partes sin saber ni qué ni cómo; se conocía que se había quedado dormido y
mis gritos lo despabilaron. El gato, apenas oyó mis gritos y vio salir el
compadre, pegó un brinco y se escapó por la calle. Yo lo seguí y le disparé dos
veces, pero no le pegué, y se me perdió entre las sombras.

Cuando regresé a la casa, me encontré a mi compadre que ya había


metido a su hija y la tenía acostada en una hamaca, todavía dormida la
chiquita. Vi que la cara de mi compadre estaba pálida del susto. Me dijo que
no sabía qué hacer y yo le prometí que vigilaría con él ahí todas las noches,
sin falta.

Ahí me quedé, en el patio de mi compadre, sentado en una silla todas


las noches de la semana siguiente, con mi carabina preparada. Pero la última

197
noche no pude aguantar el sueño y me quedé dormido. A la mañana siguiente,
la niña había desaparecido. No sabíamos cómo, porque las puertas de la casa
estaban cerradas y trancadas. Nadie pudo haber entrado y si ella hubiera
salido, aunque hubiera estado dormido, seguro que la habría escuchado.

Mi compadre y yo estuvimos buscando a la niña por todas partes, por el


pueblo, por el monte, por las aldeas cercanas. Nada. Le pedimos ayuda al
patrón; no le contamos toda la historia pa’ que no creyera que estábamos
locos, pero le dijimos que alguien se había robado a mi ahijada. El patrón nos
prestó a cinco de sus hombres para la búsqueda. Pero nunca la encontramos, ni
rastro de ella, ni naiden que pudiera decirnos algo.

A las dos semanas los hombres del patrón se regresaron pa’ la hacienda;
a los seis meses dejamos de buscar. Mi compadre Fulgencio se enfermó y
murió poco después, yo creo que de pena. Los demás nos olvidamos del
asunto.

¿Qué? Ahorita van a ver qué tiene que ver el patrón con todo esto. Un
año después de que desapareció mi ahijada, había un eclipse de luna. Me
acuerdo bien porque como siempre salieron los indios de sus casas con
cacerolas y palos, y todo lo que tuvieran para hacer ruido y se pusieron a gritar
para espantar al monstruo que se come a la luna. Bueno, la verdad es que yo
también me puse a gritar y a hacer escándalo. Pos porque cuando vi la luna,
me di cuenta de que lo que la cubría no era una sombra redonda como la que
se nota cuando está en menguante, sino que de verdad parecía la silueta de un
monstruo, con garras y dientes afilados…

Pero voy al grano. Esto que les voy a decir me lo contó el patrón,
porque a mí me tenía en mucha estima. Me dijo que esa misma noche del

198
eclipse de luna andaba paseando en su caballo por el monte, como le gustaba.
En el momento en que la noche se puso oscura porque desapareció la luna,
escuchó el llanto de un bebé. Se extrañó y dirigió al caballo hacia donde venía
el llanto, se apeó y empezó a buscar entre los matorrales. Ahí encontró un
bebé chiquitito, envuelto en una tilma, como las que usan los indios. Cargó al
bebé y se volvió a subir al caballo.

Iba a trote con el bebé en un brazo cuando escuchó un gruñido, como de


animal. El caballo se puso nervioso, pero el patrón lo obligó a seguir andando.
Escuchó otro gruñido, esta vez más cerca. Miró a su alrededor y vio que de
entre los matorrales lo estaban mirando un par de ojitos rojos y brillantes. De
pronto, el patrón sintió como si el bebé pesara cada vez más. Lo miró y vio
que sus ojos brillaban de color rojo y que sonreía. De la impresión, el patrón
tiró al niño al suelo, y me dijo que sonó como si una piedra, o algo muy
pesado, hubiese caído sobre la tierra.

Entonces, un perro grande y negro salió ladrando de entre los matorrales


y atacó al caballo, que se encabritó, tiró al jinete y se fue galopando
despavorido. El patrón cayó de boca en la tierra y se golpeó la rodilla con una
piedra, pero rápido se levantó y sacó su pistola. Vio entonces que el perro se
alejaba por el monte con el niño en el hocico. Esto me lo contó el patrón al día
siguiente. No había miedo en su voz, estaba más bien intrigado,
desconcertado, si quieren, pero miedo no tenía.

Pasó el tiempo y ya no hablamos más del asunto. Pero un día llegó un


hombre de Oxbalam, que quería ver al patrón. Había estado yendo varios días
seguidos, pero los capataces no le habían dejado entrar. Al fin, cuando pudo
hablar con él le contó que ya iban varias noches en las que saqueaban el
panteón, y que a la mañana siguiente encontraban las tumbas vacías.
199
-¿Y qué chingados quieren que haga yo?- dijo el patrón –Monten
guardia en el panteón y ya está. Hasta ustedes podrían hacerlo.

-Es que, patrón, -dijo el hombre de Oxbalam en un susurro –nadie se


atreve a salir de sus casas en las noches, porque… dicen que es un monstruo o
un brujo el que se lleva las tumbas.

-¡Monstruos a mí!- vociferó el patrón -¡Si serán pendejos! Esta misma


noche yo mismo voy a estar ahí haciendo guardia pa’ que vean cómo me
chingo a su monstruo.

Dicho y hecho, esa misma noche el patrón, otros cuatro hombres y yo,
todos armados, nos apostamos alrededor del cementerio. Éste estaba bardeado
por una albarrada muy alta y la única forma de entrar era través de una gran
reja de hierro en la parte de adelante. Cuando cayó la noche, los pueblerinos se
metieron en sus casas. Recuerdo que una vieja llegó y nos dio la bendición
antes de irse a guardar a su chocita.

A eso de la media noche escuchamos un ruido, como el galopar de un


caballo. La noche estaba completamente oscura, pues no había luna, pero yo
pude ver desde donde estaba que una masa de oscuridad se distinguía de las
penumbras que la rodeaban. La cosa ésa llegó hasta la reja del panteón, y
entonces la pude ver. Era un toro enorme, alto como una casa y largo como
dos caballos puestos uno detrás del otro. Era más negro que la noche y sus
ojos brillaban rojos de fuego. El toro empujó la reja con sus cuernos y ésta se
abrió de par en par, así de fácil, como si no tuviera candado. Luego entró en el
panteón. Trepé la albarrada y me asomé para ver lo que hacía allí dentro.
Entonces vi, se los juro por ésta, cómo el toro escarbaba con su pata en una
tumba y luego metía el hocico y se comía al muerto, con todo y huesos, como

200
si los chupara. Ahí sí lo confieso, tuve miedo. Pensé que ese toro debía ser el
mismo diablo, y ¿qué podían hacer seis mortales contra Satanás?

Miré a mi lado y vi que el patrón estaba trepado junto a mí, con los ojos
muy abiertos. Entonces le noté una mirada de decisión, apuntó con su rifle y le
disparó al toro. El bramido que pegó el animal debió haberse escuchado por
todo el pueblo. Del puro susto me caí de la albarrada. El patrón gritó:

-¡A ver, culeros! A esta cosa le duelen las balas. ¡A darle, pues! Y le
pegó otro disparo a la bestia.

En ese momento salimos todos con nuestras armas y le empezamos a


disparar al toro, que se dio la vuelta y salió corriendo del panteón. El patrón lo
persiguió a pie y le siguió disparando hasta que el animal estuvo demasiado
lejos. Alcancé al patrón, que se había quedado parado viendo hacia el camino
por donde había desaparecido el toro. Se inclinó y tocó algo que estaba en la
tierra. Era sangre. El patrón sonrió.

-Lo lastimamos.- dijo el patrón cuando los demás hombres nos


alcanzaron. -¿Qué esperan? ¡A sus caballos! Vamos a seguir a esa cosa hasta
que la hayamos matado.

Y así lo hicimos, seguimos el rastro de sangre. Salía del pueblo por el


camino a Sahkil y luego torcía en dirección a los henequenales. Los
atravesamos siguiendo el rastro hasta un monte sin cultivar. Nos detuvimos
frente a la selva; sabíamos que los caballos no podrían andar entre tantos
árboles y maleza, y nos parecía una locura meternos allí, donde no había ni
siquiera un sendero qué seguir; además había tigres y otros animales. Y
algunos decían que en medio de la selva había ruinas muy antiguas, más viejas
que cualquier otra, en donde se reunían los brujos mayas para hablar con sus
201
dioses. Pero el patrón nos ordenó que nos bajáramos de los caballos, que
armáramos unas antorchas y que siguiéramos. Nadie se atrevió a decir que no,
pero uno de nosotros dijo:

-Hay que ponernos las camisas al revés, con los botones en la espalda,
para que no nos pierdan los aluxes.

-Hagan lo que quieran.- dijo el patrón –Pero apúrense.

Y nos internamos en la selva. Pronto estábamos rodeados de árboles


altos y siniestros; nosotros teníamos miedo, pero el patrón continuaba con el
mismo paso veloz, siguiendo la sangre del toro. A veces perdía el rastro, pero
no tardaba mucho en volver a encontrarlo, quién sabe cómo, porque estaba
más oscuro que dentro de una gruta, y más allá de lo que iluminaban las
antorchas no se alcanzaba a ver nada más que unos puntitos brillantes, como
ojos, que nos veían a través del follaje. Me dije que debían ser monos o
tecolotes, o algún otro animal, pero la idea no me sosegaba.

De pronto sentí un golpe en la cabeza, como si me hubieran arrojado


una piedrita. Luego todos sentimos que nos estaban lloviendo guijarros y
escuchamos susurros que venían de todas partes y que blasfemaban y nos
insultaban.

-Ay, patrón.- dijo el mismo de antes –Son los aluxes, los señores del
monte.

-¿Ah, sí?- dijo el patrón sacando su pistola y pegó dos tiros al aire. -¡No
sean cobardes! ¿Ellos tienen piedritas? Pos yo tengo balas.- y al instante se
detuvieron las pedradas.

202
Y seguimos así por horas y horas, hasta que el sol comenzó a alumbrar
entre las copas de los árboles. Fue entonces que vimos un resplandor en lo
profundo de la selva y nos dirigimos hacia él. En medio de un claro había una
choza maya y el rastro de sangre seguía hasta ella. El patrón entró en la choza
con la pistola en mano, y nosotros cinco lo seguimos.

Esto fue lo que vimos en la choza. Al centro, estaba una mesa de


madera, el único mueble en toda la casa, y sobre la mesa, una canasta con un
bebé. Tirado en el piso estaba el cadáver de un muchacho joven, indio, fuerte,
guapo, con varios agujeros de bala en el cuerpo. Arrodillada junto a él estaba
una muchacha, que no era otra que mi ahijada, la hija de mi compadre
Fulgencio. La niña no dejaba de llorar y de acariciar el cabello del joven.
Atrás, afuera, ardía una gran hoguera.

El patrón apuntó su revólver a la cabeza de la muchachita y le disparó.


Cayó muerta enseguida. Con la misma agarró al bebé de una pierna y lo arrojó
a la fogata.

Lo único que le pido a Dios es no tener jamás que volver a escuchar un


sonido como el que hizo esa cosa cuando se quemaba.

203
GASSMENSCH

Frente occidental, 1917

Me detengo exhausto ante un charco en la tierra, seducido por el agua


sucia y lodosa que mi boca y mi garganta desean como al manantial más
exquisito. Con ansiedad sumerjo la mano y llevo el agua hasta mis labios,
tratando de ignorar el olor y el sabor a podredumbre. Bebo hasta quedar
satisfecho.

Me siento en el fango y trato de serenarme. Contemplo el panorama que


me rodea y no veo señales de la cosa que me persigue. Suspiro. Estoy lejos de
las trincheras, de las barracas y de los alambres de púas. Todo a mi alrededor es
un infinito desierto de lodo. Me siento como el último hombre en un mundo
muerto.

Mis manos se resisten a soltar el rifle, pues éste se ha adherido a mis


dedos anquilosados. Con esfuerzo y dolor abro la mano y dejo el arma a un lado.
No está cargada, y aún si lo estuviera no me serviría de nada, pero tenerla cerca
me hace sentir menos desvalido. Me descuelgo la mochila de los hombros y la
abro en busca de comida. Encuentro un trozo de salchichón ennegrecido y
rancio que devoro con desesperación. En las últimas horas sólo había pensado en
huir y no me había tomado tiempo para revisar el contenido de mi mochila. Hay
algo más aquí... es mi diario. Abro el cuaderno y leo notas que escribí hace
apenas unos días, pero me parecen escritas por otra persona en una época muy
lejana.

204
17 de Noviembre

Hoy escuché a dos capitanes hablar acerca de lo que uno de ellos había
oído decir a un teniente y a un coronel. Dijeron que habían muerto algunos
soldados en una barraca de la que se encargaba el teniente antes de ser
transferido. Los soldados parecían haber sido envenenados con gas, pero era
muy extraño porque no había habido ataques enemigos, además de que el
veneno no había afectado a los demás soldados, a pesar de que todos dormían
en un mismo espacio reducido.

Más tarde, Franz me dijo...

Sollozo cuando leo el nombre de mi amigo y camarada, sabiendo que


nunca lo volveré a ver. Sigo leyendo, sin saber bien por qué lo hago.

Más tarde, Franz me dijo que había escuchado rumores acerca de un


soldado que se había vuelto loco y había gaseado a sus propios compañeros
mientras dormían.

Miro en derredor y busco señales de vida, pero sólo está el desierto de


lodo hasta donde la vista alcanza. El cielo es casi del mismo color grisáceo que
la tierra y ambos se confunden en el horizonte. El viento helado me trae el olor
de cadáveres podridos. Los escalofríos de miedo se confunden con los que me
causa la helada y con el temblor del hambre y el cansancio.

Continúo leyendo mi diario y como en las notas del dieciocho de


noviembre no encuentro nada que se refiera a esa cosa, paso a las del día
siguiente.

205
19 de Noviembre

Hoy conocí a un soldado, llamado Peters, que vino transferido desde el


Hormiguero. Me dijo que ya habían abandonado ese puesto y que lo habían
dejado a los franceses. Según Peters, los oficiales temían que hubiera una
epidemia en ese lugar, porque muchos soldados aparecían muertos con los
rostros deformados y los cuerpos contraídos, como si hubieran sido
envenenados con gas. Pero Peters nos dijo a mí y a Franz que el verdadero
culpable tras la muerte de los soldados había sido un demente que entraba en
las barracas durante las noches y que gaseaba a los soldados mientras
dormían.

El frío atraviesa mi ropa, mi piel y mis huesos. El silencio a mi alrededor


es absoluto, ahora ni siquiera hay viento. El mismo sonido de mi respiración me
pone nervioso. No puedo evitar el sentirme acechado.

21 de Noviembre

Anoche hubo un ataque. Los franceses, que ya han asegurado su posición


en el Hormiguero, asaltaron nuestra trinchera y estuvimos toda la noche
combatiendo. Logramos repeler el ataque, pero muchos murieron, Gunthersen
entre ellos. Sin embargo, murieron muchos más franceses y los oficiales
festejaron esa noche, como si hubieran ganado una gran victoria. Los soldados
nos fuimos a dormir en cuanto pudimos.

Franz dijo que durante la batalla vio una figura alta y oscura caminar de
un lado a otro en medio del fuego cruzado. Peters dijo haber escuchado a
varios oficiales decir que muchos soldados tanto nuestros como franceses

206
fueron encontrados con las señales de haber sido envenenados con gas. Pero
estamos seguros de que ni los franceses ni nosotros usamos gas durante la
refriega. Peters asegura que el gaseador misterioso es el responsable.

22 de Noviembre

Hay miedo en la trinchera; varios soldados murieron anoche.


Amanecieron con los músculos contraídos, con el gesto retorcido, como si
hubieran sido gaseados. Después de todo lo que me han contado los últimos
días, también tengo miedo.

Yo conocía a uno de los que murieron. Era un jovencito a quien


llamábamos Maus. Nos ordenaron incinerar todos los cuerpos y yo mismo me
encargué del suyo.

Dejo de leer y trato de recordar a Maus. Cuando lo conocí era un


muchacho alegre, pero en las últimas semanas parecía estar invadido por la
desesperanza. Se veía demacrado, flaco y ojeroso, con la mirada perdida, y ya
casi nunca hablaba.

23 de Noviembre

He oído a varios soldados hablar acerca de un hombre altísimo, que


camina por las trincheras durante la noche, todo vestido de negro, con una
gabardina larga que le llega hasta los talones. Los que lo han visto creen que es
él quien está matando a los soldados. Nadie lo ha visto durante el día. Lo
llaman Gassmensch. Me dijeron que cuando este personaje se encuentra cerca,

207
se siente un olor dulce y penetrante, que creen que es el gas con el que mata a
sus víctimas.

24 de Noviembre

Anoche pasó algo muy extraño y aterrador. Estaba recostado en mi litera,


con los ojos cerrados pero sin dormir -ya casi nunca lo hago-, cuando sentí un
olor muy dulce e intenso. Me invadió el terror y no me atreví a abrir los ojos.
Sentí una presencia y escuché los ecos de una respiración pesada y cortante,
que se acercaba poco a poco hasta que se detuvo a mi lado. Por largos
segundos escuché junto a mí la respiración resonante de este ser. Recé todas las
oraciones que me vinieron a la mente y cuando esa cosa se marchó, seguí
rezando. Wilmer, que dormía en la cama bajo la mía, amaneció muerto. Estoy
seguro de que Gassmensch estuvo en nuestra barraca. Estamos todos muy
nerviosos y los oficiales no dicen nada.

26 de Noviembre

Antenoche vi por fin a Gassmensch. Yo estaba en la trinchera haciendo la


guardia cuando sentí el mismo olor dulce de la noche anterior. Me puse alerta y
miré en todas direcciones. Y lo vi: era una figura humana, muy alta, vestida
toda de negro y traía una capa o una gabardina negra y larga que le daba el
aspecto de una sombra ondulante que se deslizaba por la trinchera. Me quedé
congelado de terror, pero él pasó junto a mí como si no me viera. Entonces lo
pude ver de cerca. Sus manos eran muy extrañas, parecían estar cubiertas de
cuero negro y brillante y sus dedos remataban en puntas, como si tuviera

208
garras. Usaba una máscara antigás que le daba el aspecto de una cosa inerte.
Su respiración se podía oír detrás de la máscara, pesada y cortante, como la
que había escuchado la noche anterior.

Sólo cuando Gassmensch se hubo alejado unos cuantos metros,


reaccioné. Tomé mi fusil, apunté e hice tres disparos. La criatura -pues ahora
estoy seguro de que no se trata de un ser humano- se tambaleó un momento,
pero luego recobró su postura mecánica y siguió caminando. Estoy seguro de
haberle dado por lo menos con uno de los tiros, porque pude ver el agujero que
dejó la bala en su espalda. De ese agujero comenzó a brotar una nube de humo
negro y espeso. Al verlo, corrí aterrado en la dirección opuesta hasta llegar a
mi barraca.

Ayer estuve arrestado todo el día por relatar mi encuentro con


Gassmensch a los soldados. El teniente Brem dijo que mi historia era un cuento
para justificar el hecho de que hubiese abandonado mi puesto y que no hacía
más que cundir el pánico entre mis compañeros. Hasta hoy en la mañana me
dejaron salir. Entonces me enteré de que varios soldados habían muerto las
noches de ayer y de antier.

Aquí termina mi diario; las últimas líneas fueron escritas con prisa. Cierro
el cuaderno con un suspiro desesperanzado y lo guardo de regreso en la mochila.
Por alguna razón siento que si sobrevivo debo contar esta historia, que el mundo
debe saber lo que sucedió... lo que está sucediendo.

Había dejado de escribir porque a la mañana siguiente emprendimos la


carrera Franz, Peters y yo. Franz fue el primero en levantarse, nos despertó a
sacudidas y nos dijo temblando que no había nadie con vida en los alrededores.
Salimos de nuestro dormitorio. En las barracas decenas de soldados estaban

209
muertos en sus camas, con los rostros contraídos en gestos grotescos,
inhumanos. Por los pasillos de la trinchera muchos otros cuerpos estaban medio
hundidos en el lodo. Lo único vivo eran las ratas que roían los cadáveres. Todo
apestaba a podrido.

Como no encontramos a los oficiales ni a muchos de nuestros conocidos,


dedujimos que habían huido. Recogimos nuestras cosas y todas las municiones
que encontramos y nos lanzamos a campo abierto. Todo el día lo pasamos
corriendo por el páramo fangoso. Por ningún lado veíamos señal de los nuestros
ni de los franceses.

La primera noche acampamos junto a una trinchera que encontramos


abandonada. Con trozos de madera podrida encendimos una fogata. Franz
entonces nos dijo que creía saber la razón por la cual Gassmensch nunca
aparecía durante el día. Nos explicó que los gases venenosos son diferentes;
algunos no se evaporan si hace mucho frío y no llegan a ningún lado, otros se
evaporan demasiado rápido con el calor y se disuelven en el aire. Franz creía que
Gassmensch se habría evaporado si salía durante el día. Esa noche nadie durmió.

Ahora tengo mucho frío. Miro hacia el cielo y me doy cuenta de que el sol
ya comienza a ponerse. Me aterra saber que se acerca la noche, pero no tengo
energías para seguir corriendo y además en este paisaje en el que todo es fango,
no sabría hacia dónde huir sin regresar por donde vine. Busco en derredor algo
con lo que pueda hacer una fogata, pero sé que no hay nada en este gigantesco
lodazal. Miro mi mochila. Lo pondero por largos minutos antes de prenderle
fuego con todo y mi diario adentro.

La segunda noche, mis compañeros y yo estábamos sentados alrededor de


una hoguera que habíamos encendido con la ropa que le arrancamos a los

210
cadáveres. Franz nos contó otra de sus teorías sobre Gassmensch. Según él, se
trataba de un soldado que debía haber sobrevivido a un ataque con gas y se había
convertido en monstruo. Le pregunté por qué creía que Gassmensch mataba a
unos soldados y a otros los dejaba vivir. No supo darme una respuesta. Entonces
yo sugerí que quizá se trataba de un arma diseñada por los franceses, o por los
rusos. Peters negó con la cabeza y aseguró que Gassmensch era el demonio.

Me volví para ver a Peters. No había dicho una palabra hasta entonces. Se
veía en verdad exhausto; su rostro estaba pálido y demacrado y su mirada se
perdía en la hoguera. Yo empezaba a sentir sueño, cabeceaba. Cerré los ojos por
un momento y, de pronto, escuché un sonido lejano, susurrante. Abrí los ojos. El
rumor se oía cada vez más cerca, proveniente de la oscuridad. De entre las
sombras vi aparecer al monstruo caminando lento y mecánico hacia nosotros.

Grité y mis compañeros reaccionaron. Tomamos nuestras armas y


logramos poner la fogata entre Gassmensch y nosotros. Estábamos tan cerca de
la criatura que podía ver el fuego reflejado en los lentes de su máscara antigás.
Disparamos los tres al mismo tiempo, seguros de nuestro tino. El monstruo se
tambaleó con cada disparo, pero después recuperó el equilibrio y siguió
avanzando hacia nosotros. Volvimos a cargar y disparamos otra ráfaga, sin
darnos cuenta de que por cada agujero que nuestras balas hacían en su gabardina
brotaba humo negro y espeso. Peters fue el primero en notarlo y nos advirtió a
gritos, pero no evitó inhalar el gas. Abandonamos la idea de enfrentar a
Gassmensch y huimos del lugar.

Corrimos todo lo que pudimos. Yo iba ayudando a Peters, a quien costaba


cada vez más trabajo mantenerse en pie. Finalmente, no pudo más y cayó al
lodo, convulsionándose y gimiendo. Apretaba los dientes y babeaba y se arañaba
la cara y sus ojos sangraban. Franz y yo lo contemplamos con una mezcla de
211
horror y compasión hasta que dejó de moverse. Abandonamos su cadáver medio
hundido en el fango y seguimos caminando hasta el amanecer.

Cuando salió el sol ya habíamos entrado a esta tierra de nadie en la que


me encuentro ahora. Franz y yo nos dejamos caer sobre el lodo y nos echamos a
dormir.

La lluvia me despertó a medio día. Las gotas de agua fresca cayendo


suavemente sobre mi piel fueron lo único saludable que me he tocado desde que
llegué al frente. Franz y yo llenamos nuestras cantimploras y me sentí
revitalizado. Proseguimos nuestra huida más allá de la caída de la noche, sin
dirección y sin mirar atrás. Cuando nos deteníamos era más por cansancio que
por sentirnos a salvo.

Franz se comportaba cada vez más huraño, incluso agresivo. Después de


nuestro encuentro con Gassmensch yo era el único que había conservado su
fusil. Franz comenzó a interrogarme; me preguntaba por qué aún tenía mi arma
cuando ambos sabíamos que las balas no le hacían daño al monstruo. Yo no
respondía, sólo seguía caminando. Después de eso, ya no nos hablamos, sólo
caminábamos el uno junto al otro, casi sin siquiera voltear a vernos. Así
avanzamos toda la noche.

Faltaba poco para el amanecer y aún no veíamos el final del desierto


lodoso. Franz, sediento, sacó su cantimplora y empezó a beber, pero durante un
instante de torpeza, dejó caer el recipiente. Miramos abstraídos cómo el vital
líquido se perdía absorbido por el lodo. Franz enloqueció. Tomó un puñal que
traía colgado de su cinturón y se lanzó contra mí, rugiendo como un salvaje y
exigiendo que le diera mi agua. Yo trataba de esquivarlo, pero una de sus
estocadas dio justo en mi cantimplora y abrió una fisura por la cual se salió toda

212
el agua. Al ver esto, Franz se desquició por completo; se abalanzó sobre mí y
ambos caímos al fango. Perdí mi fusil. Franz trató de apuñalarme, pero mordí su
mano y le hice soltar el arma. Lo empujé y lo hice caer de espaldas. Ya no me
contenía; me puse encima de Franz y empecé a golpearlo con todas mis fuerzas.

De pronto sentí el penetrante olor de Gassmensch. Me puse de pie y Franz


hizo lo mismo. Estábamos alerta; yo recogí mi fusil y Franz esgrimió su
cuchillo. Miramos a nuestro alrededor, pero no podíamos ver al monstruo. De
pronto, se apareció detrás de Franz, lo sujetó con sus brazos y juntos se
desvanecieron en una nube de gas negro. Salí corriendo para no presenciar un
final que ya imaginaba.

Entre caminata y carrera, huí sin cesar durante dos días hasta que, vencido
por la fatiga, me detuve frente a este charco. Estoy agotado. El sol se ha puesto
ya. No hay luna y el frío me tortura. Me levanto y empiezo a caminar sin rumbo.
Si sigo andando es casi por inercia. Estoy perdido, no hay hacia dónde ir. Todo
aquí es lodo, frío y muerte. Me dejo caer. Entre el olor fétido del lodazal puedo
sentir el dulce aroma de Gassmensch. Me levanto y sigo caminando sin mirar
atrás. Siento su pesado y cortante respirar detrás de mí. Sigo caminando, quizá si
lo ignoro se vaya.

Pero sigue detrás de mí. De alguna forma, siempre ha estado allí. Siempre
ha estado caminando detrás de cada uno de nosotros, sólo hace falta volverse
para verlo. Y lo hago, me vuelvo. Veo mi rostro pálido y marchito reflejado en
los lentes de su máscara antigás. Ahora lo entiendo, Gassmensch no mata
hombres al azar. No es un monstruo, ni un demonio, ni un arma secreta. Ahora
sé quién es Gassmensch. Me acerco a él y dejo que comparta su veneno
conmigo.

213
THERE ARE SUCH THINGS

Los Ángeles, década de 1930

-Es usted un hombre sabio, profesor,- dijo el Barón –para alguien que
sólo ha vivido una vida.

El sexagenario profesor Von Solan había fortificado su estudio al cubrir


las paredes con crucifijos y guirnaldas de ajo. En la mano izquierda sostenía
una botella con agua bendita y en la derecha un revólver que acababa de
disparar una fallida bala de plata. El Barón, de pie en el umbral de la puerta de
vidrio que daba al jardín, lo miraba con todo el fulgor sobrenatural de sus ojos
no-muertos y le sonreía con toda la malignidad de un ser sin alma.

-Su trampa casi funciona, profesor. Piense en la ironía: yo soy mucho


más viejo que usted, pero su avanzada edad le impidió manejar el arma con
precisión. Deduzco que ésa su única bala, pues de lo contrario ya habría
disparado una segunda.

-Mi hija…- balbució el profesor y el Barón emitió una estruendosa


carcajada.

-La bella Nina ya es una de nosotros. Mi sangre corre por sus venas y
pronto despertará a una nueva vida.

-Maldito sea, Barón. ¡Lo perseguiré! ¡Lo encontraré aunque se esconda


en el fin del mundo y entonces clavaré una estaca en su horrendo corazón con
mis propias manos!

214
-Hasta entonces, profesor. Y si le sirve de consuelo, sepa que en
quinientos años no encontré un rival tan formidable como usted.- y dicho esto,
el Barón se desvaneció en una nube de humo.

El profesor cayó de rodillas y, desesperado y furibundo, exclamó con


todas sus fuerzas hacia el cielo -¡¡¡MALDITOOO!!!

-¡Y corten!- ordenó el director.

-¡Bravo!- gritó alguien y los actores y miembros del equipo de


producción llenaron el set con sus aplausos. Con esa escena el rodaje de La
amenaza del vampiro quedaba concluido. Roman Blasko, quien interpretaba al
Barón, y Edward Van Tassel, que hacía el papel de profesor Von Solan, se
estrecharon las manos e intercambiaron felicitaciones. Un exclusivo club
nocturno estaba preparado para recibir en una alegre fiesta a todos los que
participaron en la producción del filme, pero Van Tassel, tras excusarse y
despedirse cordialmente de sus compañeros, se fue directo a su elegante, pero
sobria y solitaria residencia en Sunset Boulevard. Allí, después de dar las
buenas noches a su chofer, y de mandar a dormir a su ama de llaves, Van
Tassel subió las escaleras que llevaban al segundo piso, entró en su habitación,
preparó una dosis de morfina, se recostó en su sillón favorito, y se inyectó. La
droga era lo único que acallaba las voces y censuraba las pesadillas.

Al día siguiente, Van Tassel ordenó a su chofer que lo llevara a dar su


paseo dominical por Silver Lake. La rutina era importante para Van Tassel:
era racional y predecible, cualidades a las que el actor se aferraba como vitales
para su salud emocional. Cada domingo paseaba por ese barrio y gustaba de
visitar una tienda para comprar cierta marca de tabaco que sólo vendían en esa
parte de la ciudad. A la entrada del establecimiento siempre lo recibía Eddie,

215
el ayudante del tendero, un muchachito de trece años que pasaba más tiempo
leyendo revistas de historietas y libros pulp que siendo útil. Eddie era,
también, el único admirador al que Van Tassel podía soportar.

-Buenos días, señor Van Tassel. ¿Cómo va el rodaje de La Amenaza del


Vampiro?

-Ayer terminamos, Eddie. Pronto la podrás ver en el cine. ¿Qué estás


leyendo ahora, muchacho?

-Es un autor de Rhode Island. Escribe cuentos de terror increíbles.


Cosas como nunca había leído antes, señor Van Tassel. Éste es el décimo
cuento suyo que leo; es verdaderamente aterrador. De verdad hace sentir a uno
que es acechado por fuerzas inexplicables y malignas. Me ha causado
pesadillas toda la semana… si gusta, se lo puedo prestar.

-Ya veremos, Eddie.- dijo el actor y se introdujo en la tienda en busca


del tabaco.

A medio día, Van Tassel almorzó en un restaurante de Echo Park y en la


tarde visitó a un viejo amigo suyo, el actor retirado Robert Benson, que vivía
en un asilo de ancianos en el que sus hijos lo habían dejado después de que él
los heredara en vida.

-¿Sigues teniendo problemas para dormir, Edward?

-Me temo que sí, viejo amigo. Son esas malditas pesadillas.

216
-Deberías tomarte unas vacaciones. Vete a un lugar donde no se puedan
encontrar casas embrujadas ni noches de luna llena.- Benson dejó escapar una
risita entre los dientes.

-Te burlas de mí, pero tienes razón. Ya es hora de que deje atrás esa
basura de películas. Si no puedo volver a hacer teatro, por lo menos podré
disfrutar de un digno retiro.

-No sé de qué te quejas. Esas películas por lo menos te han dejado una
casa y una buena posición. Mírame, yo tengo suerte si mis hijos me mandan
un pastel de frutas en Navidad…

Benson y Van Tassel jugaron tres partidas de ajedrez antes de que la


enfermera anunciara que había terminado la hora de las visitas. Entonces Van
Tassel ordenó a su chofer que lo llevara a cierto club en el que él y otros
caballeros de su estilo podían disfrutar de la compañía de apuestos y gallardos
jóvenes, en su mayoría extranjeros. Ya era tarde en la noche cuando volvió a
su casa.

Intentó leer un rato, pero un mismo pensamiento lo acosaba: de haber


seguido en el teatro, ¿habría tenido una carrera más digna, aunque menos
lucrativa? Desde su punto de vista, en Hollywood no había prestigio, ni la
posibilidad de alcanzar la fama de los grandes artistas, mucho menos en el
género de terror en el que había sido encasillado y con el que sólo podría
aspirar a la admiración de gente inculta y sin gusto.

Le vino a la memoria el momento en que aceptó el papel del profesor


Von Solan en El Vampiro, la primera de la larga serie de películas de horror
que produciría Cosmopolitan Studios. En ese entonces Van Tassel pensaba
que era un trabajo indigno, pero necesario para reunir el dinero suficiente y
217
pagar las deudas que le había dejado la Gran Depresión. Creyó que sólo una
vez tendría que participar en un proyecto así y que después podría seguir
haciendo teatro. Convencido de haber hecho un bodrio cinematográfico, el
veterano actor no se imaginó el éxito que tendría El Vampiro. Cuando los
estudios lo llamaron para contratarlo por los siguientes años, Van Tassel
estaba realmente sorprendido. Pero el dinero le hizo tomar la decisión final.
Por un jugoso sueldo, el actor participaría en las películas que los estudios le
ordenaran e interpretaría el papel que le fuera indicado. Así, en siete años
había participado en ocho películas de horror para Cosmopolitan Studios.
Cuatro de ellas eran de la serie de El Vampiro, en las que interpretó siempre al
experto en lo sobrenatural, el profesor Von Solan. En las demás, interpretó
papeles prácticamente idénticos: el profesor Miller, egiptólogo, en El
Sarcófago; el doctor Goldmann, anatomista, en El Monstruo, y el doctor
Siodmack, psiquiatra, en El Hombre-Bestia. En una más, El Hombre sin
Rostro, Van Tassel tuvo la “oportunidad” de interpretar a un monstruo, el
doctor Reins, científico loco que se transforma en el personaje epónimo.

Aunque estaba lejos de tener la popularidad de sus coestrellas, con estas


películas Van Tassel había ganado fama entre un público al que consideraba
ignaro y le disgustaba encontrarse enlistado entre los íconos del cine de
horror. Para atraer al público, los Cosmopolitan Studios habían creado para
sus estrellas biografías extraordinarias. Del veterano actor se dijo había nacido
en Holanda, donde había pasado la mayor parte de su vida convirtiéndose en
experto en ciencias ocultas. En realidad, el origen de Van Tassel se encontraba
en Nueva York, en el infame pueblo de Sleepy Hollow. Ahora, para el colmo,
Cosmopolitan Studios tenía un nuevo proyecto: en caso de que La Amenaza
del Vampiro resultara un éxito, se realizaría una cinta en la que Von Solan se

218
enfrentaría a los tres grandes monstruos. Roman Blasko, el noble vampiro;
Basilius Pratt, el monstruo de la película del mismo nombre y el hechicero
egipcio Arlhotep en El Sarcófago; y Creighton Talbot Jr., protagonista de El
Hombre-Bestia, estelarizarían juntos La Casa de los Monstruos, una película
que pretendía ser la obra maestra del género. A Van Tassel le repugnaba la
idea.

Entonces, como casi todas las noches, empezó a escuchar murmullos,


como de risas en la lejanía. La posibilidad de estar perdiendo la razón lo
atormentaba y, para poder conciliar el sueño, se inyectó una dosis de morfina.
Justo antes de que la droga le hiciera efecto, le pareció escuchar un aullido
lejano.

La semana siguiente fue rutinaria y aburrida, como debía serlo. Cada


dos días, Van Tassel visitaba a Robert Benson y se sentaba a jugar ajedrez con
él hasta que la enfermera anunciaba el fin del horario de visitas. Casi diario, el
actor ordenaba a su chofer que diera vueltas por algunos de los barrios más
afectados por la crisis económica, para recordarse a sí mismo que su propia
situación podría carecer de prestigio y elegancia, pero que aún era
privilegiada. Unas tres veces por semana iba al teatro, cada dos o tres días
visitaba el club de caballeros y cada domingo iba a Silver Lake a comprar
tabaco en la tienda de abarrotes.

-Buenos días, señor Van Tassel, ¿qué hay de nuevo?

-Buenos días, Eddie. Nada hay.

219
-Señor Van Tassel, escuché unos rumores de que la próxima película
será en color. ¿Usted cree que sea verdad?

-Sólo eso me faltaba.

-No creo que las películas de horror deban ser coloreadas, señor Van
Tassel. Creo que el blanco y negro forma parte muy importante de su estilo,
porque hace que esos castillos y esos cementerios parezcan imponentes, y le
da personalidad a las sombras ¿no lo cree usted?

-Caray, Eddie, no lo sé.

Al caer la noche, ya de regreso en su casa, Van Tassel recibió una


llamada de su agente. La producción de La Casa de los Monstruos se
adelantaría. Los trabajos de preproducción comenzarían apenas La Amenaza
del Vampiro estuviera terminada.

-¿No es sensacional, Edward?

-Sí, es maravilloso.

Tras colgar el teléfono y despedir a sus sirvientes Van Tassel miró a su


alrededor. La sala de la casa estaba oscura y silenciosa, y largas sombras se
proyectaban en el suelo y las paredes.

-Es como esas casonas de las películas.- se dijo en voz alta, pero de
inmediato desechó la idea como absurda. Subió a su habitación, se apoltronó
en su sillón y trató de leer la última obra de George Bernard Shaw, mas los
susurros lo interrumpieron. Con un vago temor creciendo en su seno, se
inyectó una dosis de morfina. Esta vez no bastó para aplacar las pesadillas.

220
Van Tassel se encontró en un cementerio junto a las ruinas de un
inmenso castillo gótico. Las lápidas proyectaban sombras alargadas y los
crucifijos se recortaban filosos contra la luna llena. El chillido de los
murciélagos y el eventual ulular de un búho poblaban la noche. Todo estaba
en blanco y negro. Van Tassel caminó sin rumbo entre las lápidas, en busca de
la salida de ese escenario. Sabía que existía un mundo luminoso lejos de las
sombras, las ruinas y los fantasmas: un mundo real. Pero entonces un
pensamiento le producía escalofríos, ¿y si esto era todo el mundo? ¿Y si éste
era el mundo real? El aullido de un lobo a lo lejos llenaba al actor de un miedo
insufrible, producto de la sensación de estar siendo acechado. Van Tassel echó
a correr, consciente de que algo lo perseguía. Tropezó y cayó de bruces sobre
una pila de huesos que susurraban risas. Nadando entre las osamentas, Van
Tassel no podía levantarse y con trabajo pudo volverse sobre su espalda.
Entonces vio al monstruo. Era el vampiro de poderes imbatibles, o el ser
creado con cadáveres, o la bestia humana feroz y hambrienta, de pie frente a
él, que estiraba una de sus zarpas para atraparlo… En ese momento despertó.

Las pesadillas eran siempre más o menos las mismas. Habían


comenzado cuando terminó la filmación de El Vampiro y lo atormentaban
desde entonces. Van Tassel miró el reloj y vio que era aún de madrugada;
resolvió aumentar su dosis de morfina para poder dormir de nuevo. A la
mañana siguiente el actor se sentía muy cansado como para hacer su paseo
matutino, así que, de manera inusual, aún se encontraba en su casa pasado el
medio día, cuando la policía llegó a su puerta.

221
-Detective Sam Lance, LAPD.- se presentó con voz nasal un caballero
alto y delgado, parco de rostro, con ligero aliento a alcohol y un cigarrillo en
la boca -¿Puedo hablar con usted?-

-Desde luego.- dijo Van Tassel visiblemente alterado, e invitó al


detective y los dos gendarmes a pasar y sentarse en la sala. -¿Gustan café o té?

-Café para mí, señor Van Tassel.- pidió el detective y encendió un


cigarrillo –Sin más rodeos, caballero, debo decirle que Roman Blasko fue
asesinado ayer por la noche.

-¿Qué? ¿Cómo?

-Es lo más extraño, señor. Alguien le clavó una estaca en el corazón


mientras dormía.

-¡Dios mío!- exclamó el actor horrorizado -¿Tienen idea de quién fue?

-Para eso estamos aquí…

-¡Detective!- se sobresaltó el actor -No sugerirá que yo…

-No, no señor Van Tassel. Sólo queremos información. Discúlpeme si le


di a entender otra cosa.- Lance hablaba con sarcasmo y sin la intención de
ocultarlo -Usted hizo cuatro películas con Blasko, ¿no es cierto?

-Sí…

-¿Sabe usted si el señor Blasko tenía enemigos?

222
-¿Blasko? No. Era un hombre muy carismático que agradaba a todo el
mundo. No puedo imaginar que alguien quisiera hacerle daño de una forma
tan abominable. ¿Tienen alguna pista?

-¿Cuándo fue la última vez que habló con Blasko?- inquirió el detective
ignorando la pregunta de Van Tassel.

-La noche en que terminamos el rodaje de la última película. No lo he


vuelto a ver desde entonces.

-¿Dónde estaba usted ayer a media noche?

Van Tassel dirigió una mirada de indignación al detective –En mi casa.


A esta edad, el sueño de apodera de uno muy temprano.

-Tengo entendido que los Cosmopolitan Studios planeaban hacer una


película con usted, Blasko, Pratt y Talbot. ¿Estoy en lo correcto?

-Así es.

-Y tengo entendido que usted, a pesar de haber ganado miles de dólares


con las películas de horror, las odia. ¿No es cierto?

-¿Qué? ¡¿Quién le dijo tal cosa?!- exclamó Van Tassel recordando a


todos aquellos a quienes había osado confesar la repugnancia secreta que le
causaban las películas de horror.

-Eso no importa. ¿Usted odia esas películas o no?

-¡¿Y cómo no hacerlo?!- explotó el veterano actor -Yo me entrené en


los escenarios para representar a Shakespeare, no para cazar espantos…- Van
Tassel vio que Lance lo miraba con suspicacia. -Ahora, caballeros, si no
tienen más que averiguar, les pediré que se retiren de mi casa.
223
-De acuerdo, señor Van Tassel, muchas gracias por su cooperación. Lo
visitaré en caso de necesitar información adicional. Buenas tardes.

Los policías dejaron al actor con una mezcla de confusión, temor y


fastidio. Para recuperar el equilibrio de su ánimo, Van Tassel no pudo hacer
más que seguir con su rutina semanal. A lo largo de los días siguientes, el
asesinato de Blasko fue un tema principal en diarios, revistas y programas de
radio, pero Van Tassel puso todo su esfuerzo en ignorarlo. En las visitas que
hizo a Benson durante esa semana, le pidió a su amigo no hablar del tema.
Una mañana recibió la llamada de su agente, que le dijo que la muerte de
Blasko había generado mucha expectación respecto a la próxima película. Los
Cosmopolitan Studios manejaron muy bien el asunto de la muerte de Blasko y
habían hecho circular el rumor de que el actor húngaro era en verdad un
vampiro. Por si fuera poco, habían encontrado a un joven actor, Richmond
Reeds, para sustituir a Blasko en La Casa de los Monstruos, proyecto que
seguía en pie.

-Es perfecto, ¿verdad, Edward?

-Sí, es maravilloso.

Llegó el domingo y Van Tassel fue a dar un paseo por Silver Lake,
donde, como siempre, visitó la tienda de abarrotes en la que compraba su
tabaco favorito.

-Increíble lo de Roman Blasko, ¿verdad, señor Van Tassel?

-Sí, Eddie. Es una tragedia. Era un buen hombre.- dijo el actor con
sinceridad.

224
-¿Usted sabe algo de lo que pasó?

-Sé tanto como tú, Eddie.

-¿Es verdad que Roman Blasko era un vampiro, señor?

-No digas tonterías, Eddie. Deberías dejar de ver tantas películas de


espantos. Y ciertamente deberías leer buenos libros en vez de esa basura. ¿Qué
estás leyendo ahora?

-El horror a través de los siglos. Es increíble. El hombre que lo escribió


se volvió loco y mató a su esposa, y a mucha gente más. ¡Sus cuentos de terror
abarcan desde la antigüedad hasta el futuro! Es un libro muy difícil de
conseguir…

-Muy bien, Eddie. Pues diviértete.- dijo el actor y entró en la tienda.

El resto del domingo fue saludablemente rutinario, hasta que cayó la


noche y Van Tassel visitó el club que tanto apreciaba. Dos amigos suyos,
clientes frecuentes del lugar, le recomendaron un espectáculo nuevo y
fascinante que sólo se realizaba en una sala privada y exclusiva. Entre todos
pagaron una de esas salas, una pequeña habitación en la que apenas cabían las
tres sillas. Un vidrio separaba la sala de un reducido escenario. Tras unos
minutos de espera, los caballeros vieron salir a escena a un joven de unos
veinte años, alto, delgado y guapo, de cabellos dorados y ojos azules, que
estaba completamente desnudo.

-Es hermoso, ¿verdad?- dijo uno de los caballeros.

-Parece asustado.- señaló Van Tassel con preocupación.

225
-Es parte del acto.

Entonces un hombre que aparentaba unos vigorosos cuarenta años salió


al escenario. Tenía el cabello y los ojos negros, y un cuerpo envidiable para
cualquier edad. Al igual que el muchacho, estaba desnudo.

-Amo a este hombre.- dijo un caballero -He tratado que me den su


nombre y que me contacten con él, pero sólo hace estos espectáculos privados.

El hombre en el escenario tomó al jovencito de los hombros y lo miró


con una fuerza que Van Tassel nunca había visto en los ojos de un ser
humano. El joven temblaba y sudaba frío ante esa mirada. De pronto, el
hombre abrió la boca y dejó ver dos largos y filosos colmillos, blancos como
el marfil. El muchacho pareció espantado frente a esta visión y trató de
zafarse, pero el hombre lo sujetó con fuerza y mordió su cuello. Mientras
succionaba la sangre de su víctima, una potente erección creció entre sus
piernas.

Van Tassel se levantó de golpe y salió disparado de la sala. Estaba


agitado, sudoroso y sentía náuseas. Uno de sus amigos lo alcanzó y lo animó a
tranquilizarse.

-Es sólo un espectáculo, Van Tassel. Aunque ciertamente es mucho más


perturbador que esas películas que haces, amigo mío.

-Se veía tan real…

226
-Lo sé. Es impresionante. Y para hacerlo más realista siempre usan a un
muchacho diferente. ¡Oh, si pudiera acercarme a ese ejemplar de hombre…!
Pero, Van Tassel, te ves terrible. Deberías ir a descansar

-Sí… creo que lo haré.- y ya nunca volvió a entrar a ese club.

Esa noche, Van Tassel aumentó su dosis de morfina, pero eso no pudo
disipar las pesadillas, que fueron más terribles y reales que nunca. Al medio
día siguiente recibió la visita del detective Lance y sus gendarmes.

-Basilius Pratt fue asesinado anoche.- dijo Lance sin más preámbulos -
Lo drogaron, ataron a una mesa, le abrieron la cabeza y le sacaron el cerebro.

-¡Santo Dios! Pero, ¿por qué viene a mi casa, detective? Yo sólo soy un
viejo y no he visto a Pratt desde que trabajamos juntos en El Sarcófago.

-No es nada personal, señor Van Tassel. Visito a todos los conocidos
del actor y su casa es de las primeras en mi camino. Tenemos la sospecha de
que el asesino de Pratt es el mismo que mató a Blasko.

-Pues puede estar seguro de que yo no sé nada al respecto.

-Bien, entonces nos retiramos.- ya estaba Lance en la puerta cuando de


pronto se volvió hacia Van Tassel y le dijo en un murmullo amenazador –Sé
del lugar que visita todas las semanas.- y bruscamente lo tomó del brazo y le
arremangó la camisa, revelando las cicatrices que habían dejado las
inyecciones. -Usted es un viejo cochino, Van Tassel, y no me gustan los viejos
cochinos. Lo tengo muy bien vigilado.- Lance aporreó la puerta al salir y Van
Tassel se quedó gimoteando en el suelo.

227
La semana siguiente fue, para el alivio de Van Tassel, rutinaria y
monótona, excepto por las noticias del asesinato de Pratt que acaparaban los
medios de comunicación. El actor no pudo dar crédito cuando su agente lo
llamó el martes para decirle que la producción de La Casa de los Monstruos
seguía en pie. Para olvidarse del asunto, el miércoles visitó uno de los barrios
pobres por los que solía pasear. Mientras paseaba, Van Tassel pensó, por un
instante, que quizá la pobreza no era lo más horrible que habitaba el mundo.

-Debo irme de este lugar, Rogers.- le dijo a su chofer mientras


esperaban a que el semáforo marcara luz verde. –Ya no soporto esta vida…

De pronto un golpe en su ventanilla lo sobresaltó. Miró y vio a un


hombre monstruosamente deforme que lo miraba a través del cristal. Era alto,
su palidez rayaba en lo verduzco, y tenía la cara llena de cicatrices, como de
suturas. El hombre emitió un gruñido, dio un manotazo al aire y se fue
caminando con torpeza e irregularidad.

-Dios mío, Rogers, ¿viste a ese hombre?

-¿Cuál hombre señor?

-Ése. ¡El que estuvo aquí junto al auto!

-Disculpe, señor, creo que me distraje.- dijo el chofer poniendo en


marcha el vehículo, pues el semáforo marcaba verde.

-Creo que me estoy volviendo loco.- susurró el viejo para sí mismo.

Todas las noches de esa semana estuvieron infestadas por pesadillas en


la que Van Tassel se sentía perseguido, cazado. No eran las imágenes de
monstruos lo que más lo torturaba, sino la sensación dominante de terror

228
pánico con la que despertaba cada madrugada. Aumentó sus dosis de morfina
y la noche del sábado pudo dormir sin problemas.

El domingo hizo su acostumbrado paseo por Silver Lake y se detuvo en


la tienda de abarrotes. Saludó a Eddie, que estaba sentado junto a la puerta,
con la mirada clavada en un libro. Como el muchacho no devolvió el saludo,
Van Tassel lo repitió. Eddie levantó la mirada y el actor pudo notar que estaba
demacrado y que le temblaban las manos.

-¡Hola, señor Van Tassel! Dígame, ¿usted peleó en la Gran Guerra?

-Fui a Europa, pero nunca vi combate. ¿Por qué?

-¿Alguna vez oyó usted algo acerca de el Hombre de Gas?

-No que yo recuerde… Espera, me parece recordar… Sí, escuché algo a


los franceses. Era una especie de fantasma, pero no recuerdo con exactitud.
¿Por qué preguntas, Eddie?

-Este libro cuenta historias de terror de todas las épocas. Y el cuento


dedicado a 1917 habla del Hombre de Gas…

-Mira, Eddie, te voy a ser sincero. No me gustan los cuentos de horror.


Ni las películas de monstruos, ni ninguna de estas tonterías. Si fuera por mí,
estaría en obras de Bertolt Brecht, no en esa basura de Hollywood que tanto te
gusta…

-Pero señor, Van Tassel, usted no entiende.- dijo el muchacho


ignorando lo que el actor le acababa le decir –Este libro fue escrito a finales
del siglo pasado. ¿Cómo podría saber el autor que años más tarde habría una
guerra y una leyenda sobre un hombre de gas?

229
Van Tassel no supo que responder y, sin decir palabra, entró en la tienda
a buscar el tabaco. Esa noche se desató una violenta tempestad y Van Tassel
tuvo problemas para conciliar el sueño, incluso con la morfina. Despertó en la
madrugada y creyó oír, entre el retumbar de los truenos, los gritos aterrados de
una mujer y las carcajadas demenciales de un hombre. El actor llamó a sus
criados y les ordenó registrar los alrededores de la casa, pero no encontraron
nada. Rogers dijo a su amo que nadie había escuchado nada y sugirió que
quizás el veterano actor había escuchado esos gritos en sus pesadillas.

Al día siguiente, Van Tassel supo que Lisa Lancaster, la actriz


protagonista de La Mujer del Monstruo, había sido asesinada. Sólo los
tabloides más sensacionalistas daban detalles del asunto: Lancaster había sido
destazada y le habían cortado las extremidades y la cabeza. Encontraron su
cuerpo en un viejo molino a las afueras de la ciudad. Van Tassel no participó
en La Mujer del Monstruo y nunca conoció a Lancaster, pero tenía el
presentimiento de que el detective Lance iría a visitarlo. Eso nunca pasó, pero
sin saber por qué, tal omisión lo preocupaba. Más tarde recibió la llamada de
su agente, quien le informó que los estudios estaban preocupados por sus
estrellas y que contratarían seguridad para ellas. Eso, desde luego, no incluía a
Van Tassel, por lo que le recomendó que cargara con una pistola.

Las noches de esa semana fueron de horribles pesadillas que no dejaron


dormir al viejo actor. Aumentó sus dosis de morfina hasta triplicarlas, pero
apenas logró dormir bien la noche del sábado. El domingo por la mañana se
preparó para seguir con su rutina, a la que se aferraba como a un recurso
esencial para su cordura. Visitó la tienda de abarrotes de siempre y, al notar la
ausencia de Eddie, preguntó por él al tendero.

230
-Ay, señor Van Tassel, ¡el pobre Eddie! Se ha vuelto completamente
loco.

-¿Cómo dice?

-Sí, señor. Se la pasa temblando de miedo y mira todo con terror como
si viera fantasmas. Balbuce cosas extrañas sobre monstruos, muertos vivientes
y el fin del mundo. Y repite una frase extraña que no tiene sentido… Algo
sobre el Amanecer de la Muerte. Si me preguntan, yo diría que lo que le causó
su enfermedad fueron todos esos libros y películas de espantos.

-Dios…- susurró el actor, mientras la culpa lo invadía. ¿Habrían sido


sus películas en parte responsables por la locura del muchacho? –Bien, sólo
nos queda esperar que se recupere…

-Dudo mucho que eso pase, señor. Él niño está completamente


destruido.

Van Tassel sintió que las fuerzas lo abandonaban y tuvo que apoyarse
en el mostrador. Entonces vio allí el libro que Eddie estaba leyendo la semana
anterior. Como si nada, el actor pidió tabaco y mientras el tendero iba a
buscarlo, tomó el libro y lo guardó en el bolsillo de su saco. Después de haber
recibido y pagado el tabaco, salió a toda prisa de la tienda. Una vez en su auto,
sacó el libro y lo observó con detenimiento. No sabía qué lo había impulsado a
tomarlo, pero sentía que no podía deshacerse de él.

-¡Mira nada más!- le dijo Robert Benson echando un vistazo al


periódico -Ese loco de Cooper enviará una expedición y un equipo de
filmación al Pacífico Sur en busca de una isla misteriosa… cito “mencionada

231
en un manuscrito hallado en una botella y que data del siglo XVIII”. ¡Ja!
Increíble. ¿Alguna vez trabajaste con Cooper, Edward? ¿Edward?

-¿Qué? Ah, no. No con Cooper.

-¿Qué pasa, Edward?- Benson dobló el diario y lo asentó sobre la mesa


-Estás muy distraído y tembloroso. Se diría que temes que alguien te esté
persiguiendo. ¿Es por eso del Cazador de Monstruos?

-¿El qué?

-El asesino de las estrellas de películas de horror. ¿Crees que podría


estar tras de ti?

-No, no lo creo. Y todos modos ahora cargo siempre una pistola…


Robert, he estado pensado en todas esas películas de horror, y en toda la
literatura de monstruos y me preguntaba, ¿y si hay tales cosas?

-¿Cómo vampiros y hombres lobo?

-O cosas peores…

-Debes estar bromeando, Edward.

-Sí, supongo. Pero… He visto algunas cosas en los últimos días.... No


sé, Robert. Creo que me estoy volviendo loco. Ya no sé lo que sueño y lo que
vivo, lo que imagino y lo que es. Escucho gritos y carcajadas incluso cuando
estoy despierto…- el hombre parecía a punto de quebrarse -Tengo miedo,
amigo. Tengo mucho miedo todo el tiempo y ya no soporto vivir así…
¿¡Robert?!

Benson había caído de su silla y estaba tirado en el piso


convulsionándose y escupiendo espuma por la boca. Van Tassel vio en los
232
ojos de su amigo una mirada salvaje y feroz que sólo había conocido en sus
pesadillas. Sintió que Benson, entre sus convulsiones, lo miraba como un
depredador a su presa. No puso soportarlo y salió corriendo del asilo, mientras
los enfermeros sujetaban a su amigo y le inyectaban tranquilizantes.

Cuando Van Tassel llegó a su casa, la cena le esperaba servida en la


mesa. Se sentó a comer en soledad, dirigiendo eventuales y rápidas miradas al
ventanal que daba al patio. Apenas había terminado de comer cuando escuchó
extraños sonidos, como de fuertes pisadas sobre el césped, y un ligero
gruñido. Van Tassel tomó su arma y, lleno de miedo, pero movido por
impulsos desconocidos, abrió la puerta del patio. De frente a él, a unos metros
de distancia, vio una silueta voluminosa que se recortaba contra la luna llena.
Van Tassel tenía al alcance de su mano un interruptor que habría encendido la
luz del patio, pero no se atrevió a moverlo. La masa oscura se acercó a él con
lentitud y, cuando quedó levemente iluminada por la tenue luz que salía de la
casa, Van Tassel pudo ver a un lobo abominable, grande como un oso, y con
un par de ojos insanamente humanos que lo miraban inyectados de sangre.

Van Tassel pegó un grito y se metió en su casa lo más rápido que pudo.
Sus criados atendieron a su llamado y enseguida salieron a revisar los
alrededores de la casa. No encontraron nada, ni una huella. Rogers le dijo a su
patrón que seguramente lo había espantado algún perro callejero. Van Tassel
aceptó la explicación y se retiró a su alcoba. Estaba a punto de administrarse
una dosis de morfina cuando recordó el libro de Eddie. Lo sacó de su bolsillo
y lo miró con detenimiento. El horror a través de los siglos. Lo abrió y
comenzó a leer. Esta vez las voces no interrumpieron su lectura.

Conforme leía, su intelecto le explicaba que el libro era poco


imaginativo y con una prosa torpe, un simple entretenimiento para
233
adolescentes incultos; pero por dentro lo invadía el miedo. Estuvo leyendo
hasta muy entrada la noche, hasta que llegó a un cuento titulado There are
such things. Y leyó con horror y desconcierto lo que había hecho en las
últimas semanas, y lo que había pensado y dicho. Y se leyó a sí mismo
leyendo El horror a través de los siglos y luego cómo llegaba hasta el cuento
There are such things, y se leyó leyendo que se leía, y leyó el horror que
estaba sintiendo en ese momento. Leyó estas líneas que estás leyendo ahora y
te leyó a ti leyendo estas líneas.

Pero la idea de quedarse atrapado en un ciclo interminable de paradojas


fue demasiado intolerable y Van Tassel arrojó el libro lejos de sí. Lo estuvo
mirando con terror por varios minutos antes de decidirse a prenderle fuego.
Después se encerró en su habitación, se inyectó una triple dosis de morfina y
se quedó dormido. Las pesadillas lo acosaron toda la noche.

Durante el transcurso de la mañana siguiente, casi esperaba que el


detective Lance se le apareciera con la noticia de que otra estrella de cine
había sido asesinada, pero no fue así. Ese día fue tranquilo y predecible, como
a Van Tassel le gustaba que transcurrieran los días. Pero la rutina no bastó
para que el veterano actor se sosegara y olvidara los horrores del mes anterior.
Estaba cansado, pálido y tembloroso. Sudaba frío y constantemente miraba
sobre su hombro, como si temiera que un rostro lívido fuera a aparecerse
detrás suyo. El miedo se había vuelto la emoción dominante en su vida.
Consideraba la opción de visitar a un médico, pero no se animaba a confesar a
un extraño su adicción a la morfina, ni mucho menos los absurdos temores de
los que era presa. Al medio día reunió el valor para llamar por teléfono al asilo
de Benson. Le dijeron que se encontraba bien, pero que necesitaba descansar.
Había tenido un ataque de epilepsia.

234
-No sabía que era epiléptico.- dijo Van Tassel.

-Nosotros tampoco.

-Dígame una cosa. ¿En algún momento Robert salió del asilo? ¿Se les
perdió de vista por algún momento?

-No, desde luego que no.

-Gracias.

Por la noche pidió a Rogers que lo llevara a dar un paseo por la ciudad.
El recorrido sin rumbo lo condujo hasta el club.

-Déjame aquí Rogers. Regresa en media hora.- Van Tassel bajó del auto
y se paró frente a la entrada del club, dudando si entrar o no. Quizá si entraba
y comprobaba de una vez por todas y sin lugar a dudas que lo que había visto
unas semanas antes había sido sólo un espectáculo con humo y espejos, podría
convencerse a sí mismo de que lo horrores recientes eran igualmente ilusorios

-¡Van Tassel! ¡Sabía que lo encontraría aquí!- el detective Lance se


acercaba caminando por la acera, seguido por tres gendarmes –Balearon a
Talbot, ¿sabía eso?

-¿Qué?

–Le metieron tres balas. Tres balas de plata. ¿Sabe algo de eso?

-Yo no...

235
Lance sujetó con suma brusquedad el brazo del sexagenario –Talbot
logró llegar vivo al hospital, pero luego murió desangrado. Antes de expirar,
sin embargo, recuperó la consciencia por un momento y dijo “Van Tassel”.
¿Cómo explica eso, señor?

-Yo no sé nada. ¡Esto es una locura!

-¡Está arrestado, maldito pervertido!

-¡No!

Van Tassel se escurrió de manos del detective, sacó su pistola y abrió


fuego dos veces. Una de las balas hirió a un gendarme y, aprovechando la
confusión, el actor echó a correr por la calle.

-¡Maldición!- exclamó el detective, desenfundando su arma y


preparándose para abrir fuego sobre Van Tassel. –Carter, quédate a cuidar a
Jones y pide una ambulancia. ¡Stevenson, sígueme!

-¡Espere, señor!- gritó un policía desde una patrulla que en ese


momento se detuvo junto a la escena –Van Tassel es inocente. El inspector
Atwill acaba de atrapar al verdadero asesino. ¡Ya lo confesó todo!

-¿Qué? ¿Quién es, sargento?

-Jason Piccoulas, el maquillista de Cosmopolitan Studios.

-¡¿Qué?! ¿Y por qué demonios Talbot mencionó a Van Tassel?

-Porque Van Tassel era el siguiente en la lista de Piccoulas y supongo


que Talbot quería advertirnos. ¡Ese lunático estaba resuelto a acabar con todos
los monstruos que había creado!

236
-¡Con un demonio! Bien, sargento, de todos modos tenemos que
encontrar a Van Tassel. Desesperado y armado como está podría cometer una
locura. ¡Vamos!

Van Tassel huyó sin dirección por las calles y callejuelas del vecindario.
En cada sombra veía un vampiro sediento de sangre; en cada esquina
imaginaba a un monstruo hecho con cadáveres; cada persona en su camino
podía convertirse en hombre lobo. El miedo, el miedo conquistador y
triunfante, era la única emoción que el actor conocía. No supo cómo se metió
en un teatro en el que se proyectaba El Vampiro, y no se dio cuenta de que
salió frente a la pantalla en el mismo momento en el que acababa la película y
se encendían las luces. El público, compuesto por aficionados al cine de
monstruos que asistían a ese homenaje a Roman Blasko, reconoció en seguida
al actor y lo ovacionó de pie. Van Tassel, confundido por los aplausos que le
recordaban los buenos tiempos en el escenario, cobró esa lucidez que
proporciona la locura, se arregló el saco, se alisó el cabello, saludó a su
público y dio un breve discurso.

-Esperen sólo un momento, damas y caballeros. Unas palabras antes de


que se marchen. Espero que los recuerdos de lo que acaban de atestiguar no
les causen pesadillas, así que sólo diré unas palabras para que se sientan
seguros. Cuando lleguen a sus respectivas casas y las luces estén apagadas, y
tengan miedo de mirar detrás de las cortinas y encontrarse con un rostro lívido
y espectral que los observa a través de la ventana… bien, sólo recuperen la
compostura y recuerden… Tales cosas existen.

Dicho esto, apuntó el revólver a su sien y tiró del gatillo.

237
大怪獣

Tokyo, década de 1950

No eran las explosiones ni el estruendo de los edificios que se


derrumbaban. Tampoco los disparos ni el silbar de los misiles cortando el aire.
Ni siquiera las pisadas sísmicas o el temblor que subía por los pies y trepaba
por la médula. No. Lo peor era el rugido, ese sonido ultramundano, como el
chillar de un ave de rapiña o el bramar de un cerdo, o algo más, mezclado con
otros sonidos, indescriptible, que el oído y el cerebro humano no podrían
identificar. Ese rugido no sólo era captado por los oídos de los habitantes de
Tokyo, sino por sus mentes. Más allá del terror instintivo y primario que se
apoderaba de las personas, había un horror, más sutil pero más mucho terrible,
que llegaba a la mente y nublaba la razón, como si la cosa allá afuera pudiera
transmitir sus pensamientos, no como palabras, sino como ideas, de muerte,
destrucción y desolación infinitas. El rugido no sólo causaba miedo, sino que
sembraba el terror directo en sus almas.

Después de la primera explosión, la familia Tanaka salió de su casa


junto con algunos vecinos curiosos para ver qué sucedía. Hiroko, la madre,
con el pequeño Yukio en brazos, y Akane, la hija preadolescente, se pararon
en medio de la calle y fijaron su vista en los lejanos edificios del centro de la
ciudad. Un rascacielos se había caído y permanecía inclinado sobre otro
edificio que parecía a punto de desplomarse a su vez. Una humareda negra
delataba la presencia de un gran incendio y el sonido de un golpe lejano,
pesado y constante llenaba el aire.

Más curiosos que asustados, los vecinos se preguntaban qué habría


pasado y hacían conjeturas. Entonces, no supieron cómo, hubo otra explosión

238
y un segundo edificio se desplomó en la lejanía. Una de las vecinas gritó
aterrada, ¡Hay algo ahí, una cosa pasó detrás de los edificios! Luego se
escucharon más explosiones y se vio salir más humo. Se oyeron lejanos gritos
de multitudes. Al minuto siguiente, escombros salieron volando y cayeron a
cientos de metros de su punto de origen. Fue en ese momento cuando se
escuchó el primer rugido. Hombres y mujeres se llevaron las manos a los
oídos y chillaron horrorizados; algunos se arrojaron al suelo en posición fetal
gritando y lloriqueando ¡No, no, no!, y hubo quien se desmayó. Uno de los
vecinos se echó a reír histérico y ya no recobró la razón. El pequeño Yukio
empezó a llorar de forma incontrolable y ya no pudieron calmarlo. La familia
Tanaka se refugió en su casa para ya no salir.

La gente había escuchado historias extrañas desde hacía algunos años,


desde el final de la guerra. Testimonios de personas que habían visto una cosa
salir arrastrándose de entre las ruinas de Hiroshima; historias de pescadores
que decían haber visto algo en el agua; reportes de embarcaciones
desaparecidas; el relato del cuidador de un faro que, enloquecido, apuntó un
revólver a sus oídos y, después de proclamar que no quería volver a escuchar
eso, abrió fuego. Pero ninguna historia, ningún antecedente habría podido
preparar a los pobladores de Tokyo para algo así.

Akane encendió la radio. Las noticias eran confusas y la señal se perdía


a menudo. Alcanzaron a escuchar reportes de lo que estaba sucediendo en el
centro: incendios, edificios derrumbándose, cientos de muertes, gente
huyendo, atropellándose para escapar, la promesa de una pronta intervención
del ejército y la repetición de una palabra, atómico. La transmisión se
interrumpió y por unos minutos los Tanaka escucharon atentos a la estática.
Cuando la señal regresó, se oyó la voz de alguien que no parecía ser reportero,

239
sino un funcionario, o quizás un militar, que se dirigía al público, Hace unos
minutos… salió de la bahía de Tokio… destrucción… el ejército está en
camino… permanezcan en sus casas… Atómico… Atómico…, y la transmisión
se perdió una vez más.

El bebé no dejaba de llorar; parecía sufrir algún dolor pues retorcía sus
manitas y miraba desesperado a su madre. Akane prendió una varita de
incienso y se arrodilló para rezar, mientras Hiroko trataba en vano de arrullar
al niño. Cuando se consumió el incienso, la muchacha se levantó y miró por la
ventana. El sol estaba por ocultarse y el cielo de Tokyo se había tornado rojo.
Los pasos lo dominaban todo. Dos hombres pasaron corriendo. Entonces se
oyó el rumor de helicópteros y más en la lejanía sonaron disparos de
ametralladora. Akane sonrió.

Yoshiki, el padre, que trabajaba en una oficina en el centro, llegó al


atardecer. Madre e hija corrieron hacia él y lo abrazaron. Yoshiki apenas
reaccionó. Se sentó en el suelo de la estancia con la espalda apoyada en la
pared y la vista clavada en el suelo, Tanta gente, tanta gente, todos muertos…
al mismo tiempo… Atómico…, murmuraba. Hiroko miró a su esposo y notó
leves quemaduras en su rostro y en sus brazos. Después dirigió la mirada a
Yukio y notó que el bebé también tenía quemaduras. Mandó a la hija por unos
ungüentos, sólo para sentir que había un problema que se podía resolver.

Cuando se escucharon los aviones pasar por encima del suburbio,


Hiroko y Akane sintieron un poco de alivio, y cuando silbaron los primeros
misiles, no pudieron evitar contagiarse de cierto entusiasmo. Pero los aviones
cayeron y los misiles no hicieron daño. A partir de entonces los disparos y la
esperanza que provocaban en quien los oía se hicieron cada vez menos
frecuentes.
240
Se escuchó una gran explosión y luego el rugido, que invadió sus
mentes, y trastornó sus emociones. El niño lloró más fuerte y Yoshiki se
arrojó al piso, gritando y contorsionándose de pánico. Muerte… escucharon
los Tanaka en la profundidad de sus consciencias, Yo soy la Muerte… Pasaron
varios minutos de silencio y de nuevo se escucharon los pasos y los
derrumbes. Hubo una lejana ráfaga de ametralladora que no duró mucho y
unas explosiones pequeñas. Un rugido más grabó ideas de locura y
desesperación en Akane. Las pisadas parecían acercarse. Y el bebé lloraba.

Yo lo vi…, dijo de pronto Yoshiki que no había pronunciado palabra, El


fuego… Atómico…, Akane vio que su padre estaba pálido y parecía adelgazar;
quiso hacérselo ver a Hiroko, pero ella estaba ocupada tratando de calmar a
Yukio. De pronto la madre gritó horrorizada y Akane corrió hacia ella, Mira a
tu hermanito, míralo… Unos bulbos le habían brotado en su cara y cuerpo,
como unos tubérculos que crecían de su carne. Mi bebé, mi bebé…

Yoshiki hacía caso omiso de lo que sucedía con su familia. Acurrucado


en un rincón, se limitaba a taparse los oídos con las manos y a mirar fijamente
al vacío. Akane lo miró, parecía más flaco a cada minuto, le sangraba la nariz
y se le estaba cayendo el cabello. De pronto, Yoshiki sufrió unos espasmos de
dolor y vomitó. Se quedó ahí, en el rincón, en un charco de vómito y sangre.

Hiroko no prestaba atención al drama de Yoshiki, sólo miraba su bebé y


lo abrazaba contra su cuerpo. Yukio lloraba inconsolable mientras bulbos
carnosos le crecían a cada minuto y sus quemaduras se hacían más severas sin
importar cuánto ungüento le aplicara Hiroko. Akane miró a su familia sin
saber qué hacer ni qué esperar. Aún se sentían las pisadas.

241
A media noche, la siguiente vez que Yoshiki vomitó, escupió sus
propios dientes. Para entonces, había quedado pálido, casi traslúcido, chupado
hasta los huesos y calvo excepto por unos cuantos cabellos delgados colgando
del pellejo de su cabeza. Hiroko seguía con el bebé en brazos; un apéndice
extraño y retorcido le estaba creciendo como un gusano en el dorso de la
mano. Unos minutos más tarde el apéndice se había convertido en un pequeño
dedo nudoso y deforme. El horror de Hiroko rivalizaba con su amor maternal.

De pronto se oyó una fuerte explosión que hizo que retumbaran las
casas y se cuartearan algunos cristales. Hubo rugido débil, apagado, menos
terrible e invasivo que los anteriores. Después de eso, reinó el silencio. A los
pocos minutos, la radio transmitió confusos e interrumpido mensajes a los que
sólo Akane prestó atención: Tokyo... Se ha confirmado la muerte del
Emperador… El ejército… Los muertos… Atómico… Ataque aéreo…
Atómico… Base militar en el Ártico… Los americanos están en camino…
Testigos han declarado… La Unión Soviética… Todos los testimonios
coinciden… Atómico… Millones de muertos… Hibakusha…, después
parpadearon las luces, se cortó la electricidad y no se oyó más.

El resplandor de los incendios lejanos se sumó a las llamas de las velas


que encendió Akane, y el aire se tornó rojo. El llanto de Yukio había
decrecido hasta convertirse en el leve gemido de una respiración dificultosa.
Le habían crecido dedos como ramitas que salían de sus manos y de sus pies,
la mandíbula le colgaba, le sangraban los oídos y sus ojos habían quedado
completamente blancos, pero estaba quieto y callado en los brazos de Hiroko,
quien acariciaba su cabecita cubierta de bulbos, sin prestar atención a nada
más. Akane miró hacia donde estaba su padre, calvo, desdentado, pálido y

242
huesudo, contraído y convulsionándose sobre sus propias excrecencias. La
niña no lo soportó más y se echó a llorar en un rincón.

Entonces se escucharon de nuevo las pisadas. Cada vez se oían más y


más cerca, haciendo vibrar las construcciones. Aquello estaba corriendo y
corría hacia aquí. Akane, desesperada, se acercó a su madre, trató de tomarla
del brazo, pero ella la apartó, absorta como estaba en su bebé. Se dirigió hacia
el padre, pero al ver que la piel y pedazos de carne se le desprendían
putrefactos, no quiso acercársele. Las pisadas se oían más cerca, acompañadas
por el estruendo de casas que se derrumbaban. Sonó un rugido al que Yoshiki
respondió con un grito histérico y Yukio con un último gemido. Los pasos de
la cosa se hicieron más lentos, como si se detuviera sobre el suburbio. Las
velas se apagaron y la casa quedó en la total oscuridad.

Está aquí, sobre nosotros, pensó Akane. Y entonces el ser comenzó su


orgía de destrucción, explosiones, derrumbes, escombros y vehículos que
salían volando y caían por todas partes alrededor de la casa Tanaka. Y los
vecinos gritando como si fueran torturados. Y un calor repentino y creciente
que inflamó el aire y lastimaba los pulmones y los ojos, y parecía derretir la
misma piel. Y las pisadas, que estaban tan cerca y eran tan absolutas que era
imposible saber de qué dirección provenían. Y Yoshiki, sin nariz y sin orejas,
vomitando sus entrañas en un rincón. Y Hiroko arrullando a una masa de
pólipos y huesos torcidos que antes era su bebé. Y el calor insoportable, y la
lluvia ácida, y la nube radiactiva. Y el rugido neural, último y triunfante de la
bestia que resonó en la mente de Akane como un susurro terrible, Yo soy la
Muerte, la Destrucción Absoluta, la Desolación Infinita, el futuro y el fin, ¡YO
SOY EL ÁTOMO!

243
Entonces Akane corrió al cuarto de sus padres y tomó la katana de su
abuelo, el que había muerto en Iwo Jima. Regresó a la estancia y le dio un
golpe certero y compasivo a su padre. Después se volvió hacia Hiroko, le
arrebató la cosa que tenía en los brazos y la estrelló con fuerza contra el suelo.
Antes de que la madre pudiera reaccionar, Akane le encajó la katana en el
pecho.

Ahora Akane estaba sola, el calor seguía ascendiendo, el aire se tornó


rojo y a la chica le era imposible mantener los ojos abiertos o respirar. Trataba
de concentrarse para encontrar una forma rápida e indolora de quitarse la vida,
pero no fue necesario; una pisada súbita y misericordiosa acabó con todo.

244
NADIE ESCUCHARÁ TUS GRITOS

Órbita baja de la Tierra, década de 1960

El cosmonauta Fyodr Yurchenko se preguntaba en qué momento le


sería concedido morir. El oxígeno que aún le quedaba en el traje espacial se
acabaría rápido, en unos minutos cuando mucho, y Yurchenko, flotando en la
órbita de la Tierra, alejado de su cápsula espacial por un estúpido accidente,
esperaba que sus propias emanaciones de dióxido de carbono lo adormecieran
para morir sin dolor. Los lentos giros y revoluciones que daba su cuerpo lo
colocaron de frente a la Tierra y Yurchenko quiso que sus últimos
pensamientos encerraran profundidad y filosofía, aunque nunca fueran
conocidos por otro ser humano, de modo que, dando la cara al planeta que le
diera la vida, reflexionó sobre su propia pequeñez e insignificancia en el
mundo, y de la pequeñez e insignificancia de su mundo en el cosmos. De
pronto notó que, contrario a lo que esperaba, se alejaba de la Tierra y se iba
flotando hacia la inmensidad del espacio y entonces se refugió en la idea de
que llegaría más lejos que ningún otro hombre; quizás su cuerpo caería en la
Luna, o quizá en Marte, y futuros exploradores del espacio encontrarían sus
restos décadas más tarde. Yurchenko, rodeado por el silencio absoluto, se
quedó tranquilo y esperó con resignación su final.

Pero súbitamente se sintió atraído, como succionado hacia el vacío por


una fuerza invisible, y el cosmonauta se encontró viajando cada vez más
rápido, cada vez más lejos de la Tierra. Emociones desagradables, presididas
por el miedo, se apoderaron de su mente mientras veía el resplandor azul de su
planeta perderse en la oscuridad del infinito.

245
Infinito… La mente de Yurchenko se remontó muchos años atrás,
cuando aún iniciaba su entrenamiento y conoció al brillante profesor Vasily
Makarov, prominente colaborador del programa espacial. Yurchenko hizo
amistad con el excéntrico científico y se habituó a visitarlo en su estudio para
sostener largas y agradables conversaciones con él. Así fue hasta que el
profesor enloqueció.

-No podemos concebir el infinito,- le dijo Makarov uno de aquellos días


tempranos –porque somos seres finitos con mentes y conciencias limitadas.
Podemos imaginar un límite que se prolonga de forma indefinida, siempre
sumar un número a la enorme cantidad que imaginamos, pero no podemos
concebir la infinidad. El concepto de infinidad incluso choca con nuestras
nociones de lógica. Es igual con la eternidad. Podemos imaginarnos
inmortales, porque podemos pensar en una indefinida prolongación de nuestra
existencia, un día más, un año más, una vida más. No podemos imaginar
nuestra propia inexistencia porque siempre hemos existido. Pero tampoco
podemos imaginar la eternidad. Simplemente no estamos hechos para hacerlo.

Era un retazo de infinidad lo que el cosmonauta captaba con los


sentidos y con la conciencia, allí en el silencio vacuo del espacio. Pero en su
mente no había silencio, sino murmullos, zumbidos y aullidos que se hacían
cada vez más fuertes revelando a Yurchenko la realidad de miles y millones
de voluntades desconocidas que lo observaban y jugaban con su cordura desde
los rincones de la existencia. Mientras viajaba a velocidades incalculables a
través de infinitos años-luz, destellos de colores incomprensibles brillaron
frente a él y su mente captó formas de criaturas predadoras que vagaban en el
vacío. Mientras más crecía su espanto, más aborrecibles eran las percepciones
que le llegaban. Entonces pudo ver el horror que acecha desde la oscuridad de

246
las estrellas, el horror del que le había hablado el enloquecido Makarov y que
le hizo desear más que nunca estar muerto.

Yurchenko recordó que, hacia el final, la cordura de Makarov ya se


ponía en duda y aquel eminente científico que alguna vez fuera cercano
colaborador del mismo Tsiolkovskii y la envidia de los americanos, era
calumniado por hombres ignorantes que no merecían llamarse sus colegas.

-Hay mucho más en el universo de lo que conocemos burda y


pretenciosamente como “realidad”. La ciencia y la razón no bastan para captar
las cosas sublimes de la existencia. El hombre que busca el conocimiento de lo
que se esconde tras las apariencias debe reunir todas las formas de saber
humano: ciencias naturales, sociales y exactas, religión, teología y mitología,
filosofía y lógica, ocultismo y magia, música y poesía, y formas de
conocimiento que han sido olvidadas o que no se han descubierto aún. Pero
incluso así sería insuficiente, pues aún el saber y la inteligencia reunidas de
toda la humanidad en todos los tiempos no podría más que asomarse a un
retazo de la totalidad del cosmos. He probado formas exóticas de meditación,
ascetismo y misticismo… incluso he probado distintas sustancias enteogénicas
que diversos pueblos de mundo tienen como sagradas, todo para librarme de
los limitantes esquemas mentales que me alejan del conocimiento… ¡Y creo
que he visto algo terrible!

Por un instante el movimiento de Yurchenko se detuvo, los estímulos


sensoriales y mentales se apagaron y el cosmonauta se encontró flotando con
lentitud y suavidad en el vacío, rodeado de oscuridad y silencio. Yurchenko no
podía ver nada en aquella negrura; no llegaba hasta sus ojos ni siquiera la
débil luz de alguna estrella lejana. Sólo escuchaba su respiración agitada y los
latidos aterrados de su corazón. Pero en esa oscuridad y silencio no había
247
tranquilidad y reposo, sino que de allí emanaban terribles sensaciones de
horror y maldad. Esas emanaciones se hacían más fuertes a cada momento y
de golpe el cosmonauta se vio sacudido y arrojado hacia la oscuridad con la
misma fuerza y velocidad que antes.

Con la mente invadida por sensaciones omnidireccionales de


sufrimiento, terror, y agonía, Yurchenko intuyó que atravesaba infinidades de
infiernos cósmicos, inconcebibles para la mente humana, y supo que la
crueldad del hombre, que él mismo había experimentado en las migraciones
forzosas de Stalin y la invasión de las huestes de Hitler, era insignificante ante
la maldad de las entidades que moran los confines de la existencia. Yurchenko
sintió el dolor y el espanto de millones de conciencias atrapadas en esa
oscuridad tortuosa e insondable. Deseó con todas sus fuerzas morir, pero no
rezó, pues si algún resto de creencia en un ser supremo y benévolo se había
salvado de ser eliminado por la ciencia y el comunismo, fue destruido por la
contemplación de esas abominaciones cuya existencia ningún dios amoroso
permitiría. Ya se lo había dicho Makarov cuando la locura asomaba a sus ojos.

-La oscuridad que sirve de telón de fondo a los astros no es materia


oscura, ni antimateria, ni vacío en el que se pierde la luz. ¡Es maldad! ¡La
maldad pura! ¡El universo está rodeado por maldad infinita y cada vez que
miramos al cielo nocturno vemos esa maldad acechándonos más allá de la
estrellas!

Por eras viajó Yurchenko en ese océano etéreo de malevolencia y


sufrimiento, con el anhelo de la inexistencia a cada instante, mas llegó el
momento en que traspasó esa región del universo y arribó a una nueva zona.
Allí el cosmonauta fue testigo de una realidad demasiado grande para ser
aprehensible. Los conceptos con los que el hombre interpreta su entorno no
248
tenían cabida en ese lugar. Tamaño, sustancia, dimensiones, olores, sonidos,
colores, velocidad, lógica, cantidad, tiempo, espacio, energía, materia... no
tenían sentido allí. Los conceptos binarios con los que la humanidad cataloga
su conocimiento del mundo, oscuro y claro, abstracto y definido, material y
etéreo, realidad y ficción, belleza y fealdad, individuo y colectividad, amor y
odio, dolor y placer, pecado y santidad, bien y mal… nada de ello tenía
significado ante lo que Yurchenko contemplaba, no con los ojos, sino con lo
más profundo de su ser. Allí sintió el poder de entidades que jugaban con él y
con otros seres menos insignificantes. Pero en esas entidades alcanzó a
percibir un temor perenne y se llenó de espanto al imaginar a qué cosa podrían
temer tales seres.

De pronto hubo un instante más de soledad y silencio y todas estas


percepciones quedaron lejos de su alcance. Yurchenko se dio cuenta de que
tenía los ojos cerrados y tras reunir fuerzas, los abrió. Se encontraba de nuevo
en la órbita terrestre, flotando y girando con lentitud en el vacío. Frente a él, la
Tierra resplandecía de azul. Yurchenko no sabía qué pensar. ¿Había alucinado
debido a la falta de oxígeno? El recuerdo de las sensaciones que había tenido
en su odiosa travesía era demasiado vívido para sospechar de un sueño o
ilusión. Recordó entonces lo que le había dicho un enloquecido Makarov,
antes de que se lo llevaran preso a un gulag por declaraciones que revelaban
un espíritu de traición a la Madre Rusia.

-No debes ir, Fyodr, no debes salir jamás de este planeta– dijo Makarov
–No se supone que un ser tan frágil como el hombre abandone la Tierra. Allá
afuera hay horrores inefables que algún día caerán sobre nosotros, ¿para qué
precipitarnos hacia ellos? ¡Oh, y estamos atrapados en esta roca! ¡No podemos
huir de ella! Pero qué… no, no… da igual. Tiempo y espacio son conceptos

249
infantiles mantenidos por una raza ignorante y supersticiosa. Cada punto del
universo contiene al universo en su totalidad y la maldad que creí en el confín
del cosmos está en todas partes. Da igual, Fyodr, todo da igual.

El cosmonauta pensaba en esto y aguardaba la muerte misericordiosa


cuando escuchó una Voz en su mente, una Voz que le recordó en un instante
todas las cosas abominables que había presenciado. Entonces Yurchenko giró
sin voluntad, dando la espalda a la Tierra y la cara al vacío y miró al Ser del
que provenía la Voz, una Criatura ajena a todo lo posible, hecha de oscuridad
y desolación. Yurchenko quiso gritar, dejar salir un gemido que aliviara en
parte el espanto y el dolor del que sufría… Pero no pudo.

-Ni si quiera te molestes.- dijo la Voz –En el espacio nadie escuchará


tus gritos.

250
EL HORROR, EL HORROR

Vietnam, década de 1970

Estoy enloqueciendo. Si alguien me preguntara (¿y quién lo haría?) qué


de lo tengo frente a mis ojos es real y qué se presenta solamente como sueños
febriles, no sabría ni cómo empezar a responderle ¿Pero qué sueños? ¿A qué
llamar sueños? Hay cosas que veo cuando estoy despierto y a veces creo que
vivo más cuando estoy dormido que durante la vigilia… De hecho, ahora no
sé si he estado durmiendo en lo absoluto. ¿Y si estoy dormido ahora? ¿Y si
todo esto no es más que una horrible pesadilla? Quisiera creerlo y la verdad es
que no recuerdo lo que he vivido, en qué orden lo viví, o si todas mis
memorias no son más alucinaciones y pesadillas. ¿Es esto la locura? Siempre
pensé que de toparme con una alucinación estaría consciente de su falsedad.
Pensé que aun si mis sentidos me dijeran con certeza que algo innatural se
encuentre frente a mí, mi mente racional sabría cuando algo fuera lógicamente
imposible. Pero no es así. He visto… algunas… muy extrañas… no lo sé…
¿cosas? de las que una parte de mí, moribunda ya, afónica y lejana, me dice
que no pueden ser verdad… pero otras (me siento fragmentado en miles de
yos diversos, desconocidos e incompatibles) dudan de las categorías de lógica,
razón o posibilidad. Por lo demás, el miedo no me deja pensar…

Llegué al ‘Nam hace casi un año… ¿O no? No lo sé, a veces siento que
he estado aquí toda mi existencia y que mi vida anterior son recuerdos
ficticios… Tengo grabada en mi mente la aterradora y desgarbada imagen de
un emisario del Tío Sam viniendo por mí y por los otros muchachos con una
orden del Presidente en una mano y un billete de dólar en la otra, elevándolos
ante la incrédula muchedumbre como símbolos sagrados de un culto
minoritario y ridículo… Mis recuerdos anteriores a este suceso son nebulosos.
251
Ahora que lo pienso, la verdad no sé si eso de verdad lo recuerdo o se me
acaba de ocurrir… Sí, ahora pienso que lo imaginé y que luego imaginé que lo
recordaba… ¿O no? ¿Siempre ha estado ahí? ¿Es parte de mí y de quién soy
ahora? Pero de una cosa estoy seguro: me duele, me duele mucho y muy
adentro. Me duele tanto y tan profundo que no sé ni cómo expresarlo. Quisiera
llorar. Ya no puedo llorar, ya no sé cómo. Pero para expresarlo no bastarían
mis lágrimas. Si lloráramos… si lloráramos juntos, todas las personas del
mundo, todos los que han existido y muerto, todos los que nacerán y
morirán… tal vez así podríamos realmente desahogar como humanidad todo
lo que ha significado esta guerra… Es curioso, pero aunque veces siento que
todo está abominablemente mal en este jodido mundo, otras veces tengo la
certeza de que no podría ser de otra manera ni aunque todo el universo
volviera a nacer infinitas veces.

Muerte… he visto la Muerte… la Desolación Infinita, el presente y el


fin. Muerte y dolor y desesperación y locura y selvas ardiendo y ríos ardiendo
y gente ardiendo… Tanto dolor, ¿es posible? ¿O es que estoy recordando
cómo me contaban los pastores que era el infierno? Comunistas de mierda, si
alguien merece el infierno… Pero también he visto a mis compañeros de
pelotón violar mujeres, golpear ancianos, matar niños y quemar aldeas enteras.
Por Dios, creo que yo también lo he hecho. No estoy seguro… creo que lo
disfruté… No por la lujuria, no porque fuera placentero, sino porque al hacerlo
complacía a esa cosa que se despertaba en mí cada vez que empezaba a
escuchar disparos en la selva y veía a mis amigos caer muertos a mi alrededor.

Las armas me pesan y me obligan a doblegarme. ¿Ante qué Dios me


estoy postrando? ¿Son esos disparos? Las explosiones me llenan de miedo y
me siento como niño. En realidad, todo me produce miedo ahora. El crujido de

252
una rama, el chillido de los insectos, el rumor del agua, el viento entre el
follaje, las gotas de sangre cayendo sobre la hojarasca, el tronar de los huesos,
el sonido flácido de la carne aún caliente cuando es rebanada… Escucho
susurros siempre en derredor, provenientes de la espesura vegetal que nos
envuelve por todas partes, al este, al oeste, al norte, al sur, al cielo y al
infierno… Escucho el batir de grandes alas de cuero por las noches. Sé que
hay monstruos aquí.

¿O no? No lo sé. Quizá los únicos monstruos somos nosotros. Por


momentos no puedo creer que hayamos sido capaces de hacer lo que hicimos.
No digo “nosotros”, como Estados Unidos, sino “nosotros” como especie,
como cosa que existe y vive y piensa. ¿Qué fue lo que salió tan mal con todos
nosotros? Al principio, cuando recordaba el olor de la carne quemada por el
napalm, quería morir, para alejarme de todos mis recuerdos y antes de ser
arrojado a la condenación eterna gritarle a Dios que me arrepentía de haber
nacido humano… No tardé en dejar de creer en Dios, y encontré alivio en la
idea de que al dejar de existir por completo se acabaría el horror. Pero ya no sé
si en la muerte podría hallar la paz de la inexistencia.

Mi pelotón y yo nos internamos en la selva en una misión de


reconocimiento. Fuimos atacados por Charlie, nos dispersamos y nos
perdimos. La selva es una perversión mórbida de la naturaleza, es la demencia
hecha vida, que crece y se retuerce como los pensamientos perversos y las
obsesiones. Mis sentidos quedan apabullados por su densidad de visiones y
sonidos. La selva te ahoga y te aplasta, te confunde y enloquece. Aquí no hay
sólo tres dimensiones, sino múltiples, más de las que mis órganos sensoriales
o mi mente pueden comprender… Todos me observan, todo el tiempo… y me
susurran, me llaman… Pero no, eso no es posible, son sólo plantas y animales

253
en un medio exuberante, pero natural, ¿no es eso? Soy yo el que la percibe así,
porque estoy enloqueciendo… Sí, esto debe ser la locura. No olvides que es
sólo eso, locura. No importa lo que vea y lo que piense. No es real, es sólo que
estoy jodidamente lunático. Quizá ya pronto vendrán a rescatarme. Quizá ya
estoy en casa, pero quedé tan jodido que me metieron a un manicomio y ahora
mismo estoy con una camisa de fuerza en un cuarto acolchonado alucinando
estas mierdas… Pero ¿y si no? ¿Y si aún estoy cuerdo y lo que captan mis ojos
y oídos es verdad? No lo sé, quizá el mundo enloqueció conmigo.

Al ataque de Charlie sobrevivimos Martin, Tom, Vance, Larry, Bob, el


sargento y yo. Vi morir a muchos de nosotros esa noche. No sé qué fue de los
demás, pero nosotros emprendimos la huída y nos internamos en esta selva
infernal, esta selva azul y de pesadilla en la que seguimos ahora… Aquí fue
donde nos encontramos con los monstruos.

Tom ya me había hablado de la Mujer Alada. La primera noche después


del ataque acampamos en un claro en la selva y Tom, junto con Martin,
montaron guardia. A la mañana siguiente Martin había desaparecido y Tom se
había vuelto loco. Lo encontramos sentado en el suelo con una sonrisa
estúpida de oreja a oreja y la mirada perdida en la vorágine vegetal.

No supo decirnos nada de Martin, pero nos aseguró que la Mujer Alada
lo había visitado la noche anterior. Ni los gritos ni amenazas del sargento
lograron sacarle más información. Concluimos que Tom se había vuelto loco.
Tratamos de llevarlo con nosotros, pero él resistió; quería estar allí por si la
Mujer Alada volvía a aparecerse. De modo que lo dejamos allí, solo,
abandonado, en la selva llena de alimañas y enemigos. Aún me parece ver su
sonrisa entre la maleza… Ahí está otra vez. He aprendido que lo mejor es no
hacerle caso… Si me la quedo mirando mucho tiempo, a veces empieza a
254
reírse y siento la risa de todo el bosque en mis espaldas… Pero no, otra vez es
sólo una ilusión… No hay nada de eso aquí.

Después de vagar durante días… ¿O no fue así? No recuerdo que


hubiesen pasado varias noches, pero sí tengo la sensación de estuvimos
andando por demasiadas horas como para que haya transcurrido solamente un
día. Podría haber sido una semana en la que no se hubiera puesto el sol… o
que no hubiera salido. Quizá sí anocheció, pero no lo recuerdo. Quizá no es
importante. El caso es que llegamos a unas ruinas. Eran un par de edificios no
muy altos, derruidos y devorados por la selva y rodeados de grandes colinas.
Algo había de maligno en ese lugar. Había visto antes ruinas de los antiguos
reinos de Indochina, pero no eran, ni de lejos, parecidas a lo que habíamos
encontrado. En realidad, estas ruinas eran algo que ninguno de nosotros
hubiese visto o imaginado. Sus proporciones eran demasiado innaturales; su
geometría misma no parecía humana. Ahora las recuerdo… no, soy incapaz de
recordarlas, si apenas fue capaz de observarlas sin enloquecer… no estaban
hechas para ser percibidas con sentidos humanos… Lo que recuerdo no es
cómo eran, sino lo que sentí cuando las encontramos.

Larry sugirió que bajo las colinas que rodeaban ese lugar debía haber
otras ruinas enterradas por el paso de los siglos. El buen Larry era un tipo muy
listo, que siempre nos ilustraba con sus conocimientos. Veía una planta o un
insecto y él se ponía a recitarnos todo lo que sabía sobre ellos, aunque no le
prestásemos atención. Supongo que de esa forma Larry se aferraba a la
cordura y podía recordar que existía un mundo lejos de esta selva y de esta
guerra, un mundo de civilización, ciencia y cultura, en el que la razón y salud
mental aún tenía algún valor.

255
Larry se encontraba especulando en voz alta sobre el probable origen de
aquellas ruinas cuando noté un extraño sonido. No… no era un sonido… Por
el contrario, percibí un extraño silencio, anómalo en la siempre ruidosa selva.
Los sonidos del viento, del agua y de las criaturas vivas se atenuaron hasta
desaparecer. Creo que mis compañeros lo notaron porque tomaron sus armas y
se pusieron alerta, escrutando a nuestro alrededor. Escuché unos pasos secos,
como de pies descalzos que caminaban sobre un suelo de roca. Entonces, de
entre las ruinas, surgió un monstruo.

Tenía forma humana, pero no era un hombre. Era muy alto, estaba
completamente desnudo, su rostro carecía de rasgos y sus ojos eran grandes,
blancos y vacíos, y en todo él se percibía una inefable antigüedad y una… una
nada tan absoluta que podía tragárselo todo. Nos quedamos estupefactos por
unos segundos, hasta que el sargento abrió fuego.

Lo imitamos; vertimos decenas de balas en el cuerpo de la criatura. Vi


con claridad cuando los proyectiles entraron en su carne. El monstruo cayó de
espaldas y pusimos alto al fuego. Pero no apenas nos hubimos acercado a
comprobar que el ser hubiese muerto cuando de nuevo se levantó, con
lentitud, estirando los brazos hacia nosotros y gimiendo leve y lastimeramente.
El sargento disparó una ráfaga de ametralladora en la cabeza del monstruo y
éste se quedó quieto, tendido sobre el suelo de piedra de las ruinas. Nos
quedamos observando el cadáver de la criatura durante unos instantes, hasta
que fuimos interrumpidos por un grito de dolor.

Otro monstruo se había aparecido detrás de Larry y le había mordido el


hombro. Uno monstruo más llegó casi enseguida, tomó a Larry del brazo y
comenzó a arrancarle la carne a mordidas. Otras dos criaturas se acercaban
con lentitud desde el este. Abrimos fuego contra todos ellos, sin importar que
256
nuestras balas perforaran a Larry, como de hecho lo hicieron. Pero los
monstruos ignoraron las balas y siguieron devorando el cuerpo acribillado de
nuestro amigo. Persuadidos de que nada podíamos hacer por nuestro amigo o
contra las criaturas que de él se alimentaban, Vance, Bob y yo emprendimos
una huída cobarde y desesperada.

Cuando hube avanzado unas yardas, volví la mirada hacia las ruinas y vi
que el sargento se había quedado allí. No sé cómo reuní valor para regresar;
quizá tenía más miedo de verme sin él del que tenía de acercarme de nuevo a
esos monstruos. Pero el sargento no tenía miedo. Estaba de pie, a unos pasos
de los cuatro monstruos que se daban un festín con el cuerpo de Larry. Los
observaba con detenimiento, como estudiándolos. Me acerqué a él y puse una
mano sobre su hombro, como para llamarlo e instarlo a que nos largáramos de
allí. Él me dirigió una mirada paternal, tomó una granada de las que llevaba
colgadas en el cinto, le quitó el seguro y la arrojó con suavidad en medio de
las criaturas. Me sujetó del brazo y caminó con prisa, pero sin correr, en la
dirección hacia que la había huido Vance. A los pocos segundos estalló la
granada y, al volver la vista atrás, pude apreciar cómo los trozos de las
criaturas volaron por todas partes. “Huele a victoria”, me dijo el sargento con
una extraña sonrisa.

Pero ¿en qué estoy pensando? ¿Monstruos? Carajo, estoy enloqueciendo


de verdad… Lo mejor es reír… ¡Qué va a decir mi madre cuando me vea todo
jodido del cerebro? Concéntrate… La razón me dice que debió ser un mal
sueño. Es la maldita guerra y la mil veces maldita selva, que están
trastornando mi mente. ¿Cómo murió Larry en verdad? Debían ser unos
malditos Vietcongs… sí… monstruos amarillos… eso eran. Mi locura me
hace recordar monstruos en donde sólo hubo un combate… Pero ¿no es eso

257
suficientemente terrible? No hay aquí más monstruos que la humanidad,
monstruosa en todas sus razas y todas sus edades. Cruel, absurdamente
cruel… Todos somos hijos del fratricidio, ¿no es así? Todos los que estamos
vivos ahora es porque algún ancestro de cada uno de nosotros mató a alguien
más, quizá hace mil años en una cruzada medieval, o hace diez mil en luchas
tribales, o hace dos millones de años cuando éramos un motón de simios
dementes que se asesinaban todo el tiempo los unos a los otros… No
necesitamos de monstruos para sentirnos aterrados de vivir en este mundo, en
el que todo aquél que nos rodea puede ser un caníbal… Quizá todos debemos
morir, quizá el sargento tenía razón…

El sargento… Desapareció a la noche siguiente. Dijo que él se quedaría


en vela montando guardia y cuando desperté por la mañana ya no estaba.
Seguimos sin él, sin dirección en el espantoso laberinto de esta selva. Los días
eran eternos y sofocantes, las noches eran de una oscuridad insondable… ¿En
realidad pasaron varios días y noches? No sé, pero estoy seguro de que nos
picaron toda clase de insectos. Y una noche, Bob apareció muerto.
Despertamos y lo encontramos clavado a un árbol; su abdomen había sido
abierto y sus intestinos colgaban por fuera. No recuerdo si vomité, o es que el
recuerdo me hace vomitar ahora… Vance y yo huimos de ese lugar.

Para entonces él se había vuelto realmente loco. Ya no hablaba, sino


que se movía apenas por inercia. Su cara era inexpresiva y cuando vio el
cadáver mutilado de Bob no reaccionó de forma alguna. Se la pasaba
murmurando cosas ininteligibles y tarareando por lo bajo canciones de The
Doors. Era como si estuviese drogado con ácido; lo sé porque yo mismo he
usado LSD y he visto a gente hacerlo… mucho tiempo atrás, en días felices de

258
música y poesía y colores y chicas y amor… antes de que el Tío Sam viniera
por mí… Pero en realidad no sé si eso alguna vez pasó.

No podía confiar en que Vance se mantuviera lo suficientemente


sensato como para montar guardia. Temía que se fuera deambulando por allí y
me dejara solo a merced de… lo que sea que hubiera en la selva. De modo que
esa noche yo monté guardia, si bien Vance no se durmió, sino que se quedó
sentado en el suelo, murmurando canciones. No me había tocado montar
guardia desde el ataque que acabó con mi pelotón. Era algo tan solitario, como
caer por un agujero negro, lentamente… En la quietud y oscuridad mi mente
divagaba y poblaba la selva con horrores y me hacía brincar de la paranoia al
pánico. Me debatía entre sueños, recuerdos y pesadillas, incapaz de identificar
cuál era cuál. De súbito noté que el canturreo de Vance se había detenido. Fue
como despertar. Lo llamé, pero no esperé a recibir respuesta, sino que me
apresuré hacia donde el sitio en el que había dejado a mi compañero, oculto en
la oscuridad. Encendí un fósforo, nuestra única fuente de luz en estas noches
absolutas. El resplandor del fuego me mostró al sargento, agachado sobre el
cuerpo de Vance y destazándolo con su cuchillo.

Grité, no recuerdo qué, pero la reacción del sargento fue inmediata. Se


abalanzó sobre mí blandiendo y cuchillo antes de que pudiera usar mi arma.
Caímos al suelo y combatimos con furia. Recuerdo haberle preguntado con
sollozos aterrados por qué hacía eso, por qué había asesinado a Bob y a
Vance, por qué me atacaba ahora. Él sólo respondió que nuestro episodio en
las ruinas, que el combate contra Charlie, que la guerra, que la existencia
misma de la raza humana le había demostrado que sólo había una verdad. El
horror, el horror, repitió y dijo palabras confusas e inconexas acerca de servir
a la Muerte. Entonces cayó en una especie de éxtasis mientras hablaba de su

259
misión purificadora, de la salvación que había en el dolor, de la derrota de la
cordura y el abrazo de la demencia como única fuente de libertad. Aproveché
y ese instante de distracción, le arrebaté el cuchillo y le di un empujón. El
sargento cayó al suelo, y de un salto me coloqué sobre de él… Entonces lo
apuñalé y lo apuñalé y lo apuñale, mientras jadeaba, lloraba, reía y vociferaba.
Desde muy lejos pude oírlo suspirar en mi oído… el horror, el horror.
Entonces expiró.

Pude ver esto porque en los últimos minutos había amanecido. Al


amanecer, la selva se torna de un color azul monótono que da la impresión de
estar en una película vieja o en una historieta. El único otro color era el rojo de
la sangre del sargento y de Vance derramándose generosamente sobre la
hojarasca. Contemplaba este cuadro, sin contrición ni arrepentimiento, cuando
algo de lo que hay dentro de mí me hizo notar que estaba completamente solo.

Y estoy solo. Soy el último hombre en la Tierra. Todo lo que queda


además de mí está muerto. Soy la única cosa que respira. El mundo ha muerto,
ya nada existe, sólo estoy flotando en el vacío alucinando todo esto. Ahora me
río, me río a carcajadas y éstas resuenan por toda la selva, como si todos los
árboles y enredaderas se burlaran de mí, cuando lo que único que quisiera es
llorar, como podía hacerlo antaño, y no escuchar más que mi propio llanto.
Entonces la veo, de pie frente a mí, la Mujer Alada de Vietnam. Ahora sé que
en realidad no estoy loco.

Es en verdad hermosa, deseable, tentadora… y terrible. Al verla


encuentro en mí sentimientos que creí olvidados hacía mucho. Hay algo de
misericordioso que acompaña el miedo que me causa su imagen. Algo en sus
ojos… Sé que no está allí, que no podría existir. Pero no me importa. Me
acerco a ella y dejo que envuelva en su abrazo.
260
THRILLER

Nueva Inglaterra, década de 1980

Por la carretera casi abandonada que atraviesa un bosque otoñal bajo la


luz dorada de un crepúsculo de octubre, se desliza una camioneta no muy
nueva, aunque cuidada con el esmero del adolescente que por vez primera
posee un vehículo propio. Dentro del automóvil viajan seis jóvenes, casi
adultos, que cantan, ríen, charlan y beben ilegalmente. Tres chicos y tres
chicas emocionados por el fin de semana que pasarán lejos de casa, el último
que podrán disfrutar juntos antes de partir hacia la Universidad.

El más entusiasmado es Freddy, fanático de las películas de horror y de


todo lo macabro, un muchacho bromista que no se toma nada en serio y a
quien sus profesores han augurado un brillante futuro como conserje. Él y su
novia Nancy, que no se queda detrás cuando de meterse en problemas se trata,
son los cerebros detrás de esta expedición. Luego está Jason, el taciturno y
rudo jugador de hockey. Le aburren los parloteos de Freddy sobre películas de
horror y heavy metal; él prefiere hablar de chicas, deportes, autos y cerveza.
Su novia Laurie, con cola de caballo y fleco de lado, es perfecta para él. Al
volante va Ash, el mejor amigo de Freddy y Jason desde antes de la pubertad.
Ash es un tipo tranquilo y de buen humor. En el asiento del copiloto va su
novia Sidney, una chica muy inteligente y estudiosa.

Su destino es una cabaña en medio del mismo bosque indómito que un


siglo antes fuera una vasta extensión de sembradíos. Freddy supo de su
existencia por un pariente que se dedica a la restauración de edificios
históricos y quien le dio la noticia de que pronto esa cabaña sería restaurada y
habilitada como parador turístico. Freddy decidió que era imperativo pasar el

261
fin de semana de Halloween en la cabaña antes de que el gobierno se
apropiara de ella.

Levantando una espiral de hojas secas, la camioneta atraviesa


velozmente el camino sin que sus ocupantes noten la presencia de un letrero
decimonónico, medio oculto por la hierba, que anuncia el nombre del pueblo
que alguna vez se asentó por ahí: All Saints Hill.

Por fin, después de atravesar tramos cada vez más agrestes y


descuidados, la camioneta se estaciona sobre la hojarasca frente a una cabaña
ruinosa color de lodo. Freddy es el primero en bajar.

-¡Ahí la tienen! ¡La casa de Michael Sullivan! ¡La casa donde vivía el
loco que ocasionó la Matanza de Halloween hace cien años!

-No entiendo qué tenía de interesante ese tipo.- declara Jason,


desperezándose y estirando las piernas al bajar del vehículo.

-Ya te dije: era un escritor de cuentos de miedo que un buen día se


volvió loco y le prendió fuego al pueblo. Y eso sucedió esta misma noche…
¡hace exactamente cien años!

-¿Eran buenos sus cuentos?- pregunta el buen Ash, sólo para fingir
interés en las pasiones de su amigo.

-¿Qué no ponen atención a lo que les digo?- exclama Freddy llevándose


las manos a la frente en gesto de desesperación con sus legos camaradas -
¡Nunca he leído a Sullivan! Su único libro no se publicó durante su vida y
apenas existe una oscura edición de por allá de 1920. ¡Es inconseguible!

-Ya, ya.- le dice Ash –No te alebrestes. ¿Y cuál es el plan?

262
-Primero, entremos a la cabaña.

Los seis jóvenes se acercan a la vetusta y ruinosa estructura rebosante


de polvo y telarañas.

-La puerta es nueva.- señala Sidney.

-Sí.- dice Freddy –Mandaron a renovar la puerta y todos los cerrojos


para evitar saqueos. Pero mi primo me dio esto.

Freddy saca triunfalmente una llave de su bolsillo, y con toda pompa y


ceremonia abre la puerta de par en par.

-Damas y caballeros, ¡la casa de Michael Sullivan!

-Esto es una mierda.- murmura Jason por lo bajo, pero no lo suficiente


para que Freddy no lo escuche.

-¡Está todo sucio!- exclama Laurie -¿Dónde vamos a dormir?

-Para eso están las bolsas de dormir, chica lista.- dice Nancy y Laurie le
dirige una mirada de “muérete, perra”.

-Pero mira esto, ¡el sitio está cubierto de polvo!- insiste Laurie.

-Será divertido.- dice Ash, conciliador.

-¡Será el mejor Halloween de nuestras vidas!- corrige Freddy.

-Bien…- concede Laurie –Supongo que Jason y yo podemos dormir en


el coche…

-Oh, no, no, no, no, no.-exclama Freddy.

-¿Qué?

263
-Ésa es la cuarta regla para sobrevivir en una película de terror: nunca te
quedes con tu pareja solo en un coche estacionado, de noche, mucho menos en
el despoblado.

-Ésta no es una película de terror.- dice Ash.

-¿Cómo sabes?- insinúa Freddy con misterio en la voz.

-Deja de decir idioteces.- advierte Jason irritado.

-Es en serio.- insiste Freddy –Los protagonistas de una cinta de terror


nunca saben que están en una hasta que sin querer despiertan a un muerto que
los mata a todos.

-Pero las películas duran sólo dos horas y nuestras vidas han durado…
pues… toda la vida.- señala Ash.

-No seas ingenuo, Ash.- replica Freddy –Cuando empieza el film cada
personaje tiene recuerdos de toda una existencia. Y de pronto ¡Son
sacrificadas en una orgía de sangre y cuchilladas! ¡Muajaja!.

-Eso es algo cruel, ¿no?- dice Sidney pensativa –Crear a un personaje y


dotarlo de un pasado en el que ha vivido y amado, sentido y pensado, sólo
para ser víctima de un loco con un hacha. Todo lo que era una persona se
pierde porque un escritor o director quiere mucha sangre. El acto de la
creación artística es bastante cruel.

-Pues sí.- dice Nancy sombríamente –Pero de la misma forma Dios es


cruel.

-¡No digas esas cosas!- suplica Laurie.

264
-De todos modos el verdadero villano no es el autor.- observa Freddy –
sino el público que está ávido de sangre y dispuesto a observar como un ser,
como tú dices, con pensamientos, sentimientos y recuerdos, es borrado de la
existencia.

-¡Ya no hablen de eso, me da escalofríos!- suplica Laurie.

-Bueno, de todos modos los personajes de películas de terror no son


muy profundos que digamos.- observa Sidney.

-Oh, los slashers sí que lo son.- apunta Freddy.

-¿Qué es un slasher?- pregunta Ash.

-Es un asesino enmascarado que mata gente con un objeto


punzocortante.- explica Nancy -Como los de las películas de terror de hoy en
día.

-Ah… ésas no me gustan mucho.- comenta Ash –A mí me gustan más


las que están en blanco y negro, como aquéllas en las que salía Edward Van
Tassel…

-Bueno, basta de decir estupideces.- ordena Jason -Ya está


anocheciendo y yo todavía estoy sobrio. Ash, ayúdame a bajar las cervezas del
auto. Y tú, Freddy, ve preparando la hierba.

-¡A la orden, capitán!- contestan los aludidos al unísono.

Dicho y hecho, en poco tiempo se instalan dentro de la cabaña con


nevera, bolsas de dormir, algunas linternas y una radiograbadora de pilas con
una cinta de Mötley Crüe, propiedad de Jason.

265
-Cuando acabe eso… ¿podemos poner a Cindy Lauper?- pide Laurie,
pero nadie le hace caso y Jason le calla la boca con un beso de lengua
profunda.

Freddy, Nancy, Ash y Sidney dejan a los tórtolos fajando en la sala de


estar y se adentran, precedidos por los haces de un par de linternas, en los
pasillos húmedos y mohosos de lo que fuera la residencia Sullivan. Freddy y
Nancy no pueden reprimir la emoción que los embarga por estar en esa Meca
de la literatura de horror, mientras que Ash y Sidney sólo se divierten con el
entusiasmo de sus amigos. El cuarteto entra, casi por casualidad, en la
biblioteca de Michael Sullivan.

-¡Wow!- exclama Freddy -¡Mira todos estos libros! Poe, Maupassant,


Bierce, Walpole, Le Fanu, Gautier, Bram Stocker… Incluso hay de HP
Lovecraft y Clark Ashton Smith, que vivieron tiempo después de Sullivan…
¡Qué raro! Sólo le faltan libros de Stephen King. Me pregunto… ¡Oh, sí! ¡Oh,
sí! ¡Aquí está! El horror a través de los siglos del mismísimo Michael
Sullivan.

Freddy abre el reseco y amarillento volumen con euforia tal que casi lo
deshoja por completo. Él y Nancy se apretujan a la luz de su lámpara para
echar unos vistazos a las polvorientas páginas que componen el mítico libro de
cuentos.

-¿Qué es tan especial acerca de ese libro?- pregunta Ash.

-Dicen que todos los que lo han leído enloquecieron…- responde Nancy
sin quitar la mirada de las palabras de un cuento titulado Samhain.

266
-Y que Sullivan predijo cosas bien locochonas, como la Primera Guerra
Mundial y la Bomba Atómica.- añade Freddy.

-¿De verdad?- dice Sidney con escepticismo.

-Eso tratamos de encontrar.- replica Nancy.

Freddy, impaciente, se aparta del libro y de la luz para explorar otros


volúmenes, más viejos y extraños, en un anaquel adjunto. –Increíble, está
lleno de libros prohibidos… Liber Eibonis, Cultes des Goules,
Unaussprechlichen Kulten, Malleus Maleficarum, De Vermis Mysteriis…
¡Wow! ¡El mismísimo Necronomicon! Oh, y no sólo eso, ¡también está el
Necronomicon Ex-Mortis!

-¿Que no son el mismo?- pregunta Nancy.

-Me decepcionas, querida. El Necronomicon es el libro de los dioses


primigenios escrito por el loco Abdul Alhazred, mientras que el
Necronomicon Ex-Mortis es un libro sumerio de invocación a Pazuzu y otros
demonios, y está escrito con sangre y encuadernado con piel humana…

-¡Delicioso!- opina Nancy.

-Veamos… qué más hay… ¡Oh! ¡Oh, vaya! ¡Mira esto, mi amor: The
Infinite Night of All Hallows Evening! ¡Este lugar es increíble! ¡Woha!

-¿Y qué hay con ese libro?

-No sé mucho de él. Sólo he oído que sirve para convocar la Noche de
Brujas Infinita.- Freddy abre el libro mientras Nancy deja el suyo y corre a
leer por encima del hombro de su novio -Veamos… ¿Hey, qué es esto? Es…
¿latín?

267
-Déjame ver.- pide Sidney y le echó un vistazo –No… es una especie de
pseudolatín…

-¿Puedes leerlo?

-Claro…- y empezó.

Obscuritas cadet in terram,


hora media noctis circa est,
criature reptant in desideratum sanguis
per aterrare vicinarium vester.

Et meretrix reperitur
sine anima per demittire
debet committere Canem Inferni
et esse puter in cadaverem.

Peste abominabilis in aerem est,


func quaranta mille annis,
et atrix Ghûli da omnis tumbam
admovent per consignare fatum tuom.

Et etiamsi pugnas per esse vivus,


corpus tuo incipit tremare,
enim nihil semplicis mortalis resister potet
Malum Thrillerum.

268
Cuando Sidney termina de leer, los cuatro muchachos guardan un
silencio seco y frío. El aire pasa con un silbido espectral y la madera de la
vieja casa cruje y rechina.

-Uy…- musita Nancy –Sentí un escalofrío.

-Mejor vamos con Jason y Laurie.- sugiere Ash –Antes de que llenen el
suelo con secreciones sexuales.

-Sí.- acepta Freddy –Ya revisaré estos libros mañana en la mañana.

Ellos no lo saben, pero allá afuera el frío de la noche arrecia, la luna


enrojece, la tierra tiembla con sutileza y un humor ectoplásmico emana de las
grietas del suelo. Más lejos, en un huerto de calabazas que se mantiene con
vida muchos años después de haber sido abandonado por la mano del hombre,
las parras de estos vegetales se agitan y estremecen. Jack O’Lantern está por
despertar.

Los cuatro amigos encuentran a Jason y a Laurie casi desnudos, uno


sobre el otro, confundidos en abrazos y jadeos.

-¡Hey!- dice Feddy sin intentar contener una carcajada -¡No enfrente de
los niños!

-¡Mierda!- exclama Jason -¿No nos puedes dejar en paz?

-Mejor vámonos a la camioneta.- dice Laurie cubriéndose los senos con


la chaqueta de su novio.

-¡Regla número uno para sobrevivir a las películas de horror!- les grita
Freddy mientras Jason y Laurie salen de la casa llevando sus ropas en
montones para tapar sus desnudeces -¡No tengas sexo!

269
Cuando la efusiva pareja se ha marchado, los restantes cuatro se sientan
en círculo y se disponen a disfrutar de la música, la cerveza y la marihuana.

-Ya dijiste dos reglas para sobrevivir las películas de horror.- recapitula
Ash -¿Cuáles son la segunda y la tercera?

-La segunda es nunca beber alcohol y menos usar drogas.- ilustra


Freddy.

-Buuuu.- abuchea Nancy.

-La tercera es nunca quedarse solo, menos en un lugar oscuro y


tenebroso, como un bosque, y mucho menos decir “Volveré pronto”, porque
entonces nunca volverás.- concluye Freddy.

-Entonces las películas de horror son muy mojigatas.- reflexiona Sidney


–Se la pasan diciéndonos a los jóvenes que no cojamos, que no bebamos, que
no fumemos hierba, porque si lo hacemos un asesino enmascarado nos matará
a todos…

-Por el contrario, mi amiga.- interrumpe Freddy emocionado –Las


películas de horror nos entienden, porque saben que lo que queremos es coger,
beber y fumar hierba. El asesino representa la tiranía del adulto represor. El
mensaje es muy claro: sólo un psicópata asesino podría creer que coger, beber
y fumar son cosas que merecen el castigo de la muerte.

-Realmente te gustan mucho esas películas, ¿verdad?- dice Sidney.

-Uy, no lo conoces.- comenta Ash.

270
-Sí, me encantan. Un día quisiera llegar a ser como George Romero, o
Wes Craven, o John Carpenter, o Tobe Hooper, o Sam Raimi, o John Landis,
o Tom Savini…

-Sí, sí.- dice Sidney con impaciencia –Ya entendimos el punto.

A unos metros del pórtico de la cabaña, los vidrios de la camioneta se


encuentran por completo empañados. Dentro del vehículo, Jason y Laurie
deshacen el nudo gordiano que formaban sus cuerpos.

-Otra vez terminaste muy pronto…- reprocha Laurie mientras se


abotona la blusa a toda prisa.

-Ay, cariño. Es que eres demasiado hermosa y ardiente… Deberías


tomarlo como un halago.

-Ajá.- musita ella con desinterés.

Un silencio embarazoso cae sobre la aún agitada pareja. Laurie había


terminado de ponerse la falda mientras Jason aún continuaba desnudo y
recostado en el asiento trasero del auto.

-Regresemos a la cabaña.- sugiere Laurie.

-No.- dice Jason –Aquí estamos mejor.

-Yo quiero volver.

-Bueno, ve y tráeme una cerveza y un porro…

La ventanilla estalla con la penetración de una mano enguantada,


vidrios salen volando en todas las direcciones, Laurie pega un alarido al sentir
pequeños fragmentos que cortan su epidermis y Jason no tiene tiempo de

271
moverse para evitar que estocada tras estocada de una hoz filosa abran su piel
y hagan borbotar su sangre. Laurie observa cómo una mano sujeta a su novio
del cuello, mientras la otra lo acuchilla con el ritmo extático de la hoz,
violadora de carnes e intestinos. No se le ocurre hacer otra cosa más que
gritar, pero como Jason no puede moverse, ni gemir, ni respirar bajo el filo
curveado, Laurie resuelve salir del coche y huir del lugar. Podría correr hacia
la cabaña, pero para no dejar pasar el cliché, en cambio huye hacia el campo.

Por el bosque otoñal, áspero y filoso, Laurie corre tan rápido como le
permiten sus pies descalzos. Las ramas puntiagudas le arrancan jirones de ropa
y dejan su piel a merced de la luna escarlata, pero Laurie no aminora la
velocidad de escape pues escucha los pasos firmes, pesados y lentos del
asesino que camina detrás de ella, cada vez más cercanos. Como era de
esperarse, Laurie tropieza con una raíz nudosa y cae de bruces al suelo. Al
incorporarse y mirar a su alrededor, se percata de estar en el huerto de
calabazas.

Con un estallido de velocidad imperceptible, cuatro parras retorcidas


salen disparadas desde la tierra, sujetan los brazos y piernas de la chica, y la
hacen caer de espaldas. Laurie grita. Parras se enredan en su cuerpo, le
arrancan la ropa y cortan su piel. Un zumbido agudo y reverberante abarrota el
aire. Laurie grita. Las parras separan lentamente las piernas de la chica contra
todo su esfuerzo y toda su voluntad. Unas ramitas juegan con sus senos, los
aprietan y respingan sus pezones. Laurie grita. Las piernas están abiertas de
par en par. Una rama se dirige con toda violencia entre sus muslos. El huerto
de calabazas se riega con sangre y con la humedad aún presente en la
entrepierna de la joven. Laurie gime.

272
-No, no, no.- insiste Freddy –Las mejores películas de terror no son las
que muestran más sangre y muertos o monstruos feos… Es decir, no son las
que tienen sólo eso. Tampoco son las que asustan mucho al público con un
“buh” sorpresivo acompañado de música estridente. ¡Cualquier idiota puede
hacer eso! Las mejores películas de terror son las que te dejan con una idea en
la cabeza, una idea aterradora en la que te quedas pensando incluso después de
salir del cine…

En ese momento se escuchan rasguños en la puerta de salida. Todos se


sobresaltan, especialmente Ash. Después de un breve escalofrío colectivo,
Freddy ríe una bocanada de marihuana y grita a quien esté afuera:

-¡Jason, ya deja de joder!

Hay un breve silencio y de nuevo el murmullo de arañazos débiles,


suplicantes, atraviesa la madera de la puerta. Freddy se levanta y coge la
perilla.

-Prepárense, chicos. El idiota de Jason nos querrá gastar una broma


pesada.

Entonces abre la puerta de golpe y hacia dentro cae Laurie, con el


cuerpo casi desnudo cubierto de raspones y hematomas. Las chicas saltan
hacia atrás y Ash deja escapar un agudo grito de espanto. Freddy se asoma
hacia afuera y mira en todas direcciones antes de dar un portazo supersticioso.
Sidney se apresura a atender a Laurie.

-¡Laurie, por Dios! ¿Qué te pasó?- le pregunta, pero la chica herida


responde sólo con murmullos ininteligibles.

-¿Qué dice?- pregunta Nancy.

273
-No sé.- responde Sidney perpleja –Laurie… ¿Jason te hizo esto?- pero
Laurie no contesta –Nancy, ayúdame a levantarla. Tenemos que revisar sus
heridas y ponerle ropa decente.

-Mejor no traten de moverla; nosotros nos iremos a otro lado.- sugiere


Ash –Es más, vamos afuera, Freddy, a buscar a Jason.

-No creo que lo encontremos…- insinúa Freddy, estupefacto.

-Vamos.- insiste Ash.

A regañadientes, o con los dientes castañeteando, que para efectos


prácticos es lo mismo, Freddy accede a salir de la casa en compañía de Ash.
Ambos se sorprenden al ver la zona cubierta por una densa neblina que les
impide dar con la camioneta. Cuando por fin la hallan, no encuentran en ella
más que salpicaduras de sangre en todas direcciones y vidrios rotos en el
asiento trasero.

-¿Es ésta una de tus bromas, Fred?

-Te juro por Dios que no.

-¿Cómo pudo pasar todo esto sin que oyéramos nada?

Ambos creen escuchar susurros que provienen de la espesura, pero


ninguno se atreve a confesarlo.

-Mejor regresemos a la cabaña.- sugiere Ash.

-S-sí. Vamos.

Se escucha un grito que proviene justo del lugar que Ash y Freddy hasta
hace medio segundo consideraban un refugio de los temores que rondan la

274
noche. Ambos muchachos vacilan unos segundos, pero Ash es el primero en
tomar la resolución de correr a toda prisa de vuelta a la cabaña. Freddy lo
sigue sólo un paso atrás, mas cuando llegan a la puerta la encuentran cerrada e
irreductible a todos sus esfuerzos. Adentro proliferan los gritos.

-¡Sidney! ¡Sidney!- grita Ash temiendo por su chica.

-¡Nancy! ¡¿Qué está pasando allá?!- vocifera Freddy, pero de adentro


sólo surgen algunos gritos y jadeos, ruidos como de una lucha, un portazo, el
rumor de algo pesado que se arrastra y, finalmente, silencio.

-¡Hay que derribar la puerta, Freddy! ¡A las tres! Una, dos… ¡tres!

Como si nunca hubiese estado asegurada, la puerta cede bajo los


esforzados hombros de los muchachos, que caen de bruces al suelo. En cuanto
levantan la mirada ven a Sidney sentada y resoplando sobre una arcaica y
pesada credenza y más al fondo, arrinconada, Nancy, que no deja de sujetarse
una mano por la que se desliza un delicado chorrito de sangre. Freddy se pone
de pie en seguida y corre hacia su novia, mientras Ash se acerca tremolante a
la suya y al mueble que le sirve como asiento.

-¿Qué diablos pasó?- preguntan los dos jóvenes casi al unísono.

-Laurie… ¡se volvió loca…!- empieza a explicar Sidney.

-¡Me mordió! ¡La maldita perra me mordió el dedo!- interrumpe Nancy,


ahora más furibunda que asustada.

-¿Qué?- balbucen Ash y Freddy atolondrados.

-Estábamos ayudando a Laurie a incorporarse y vestirse- relata Sidney –


cuando súbitamente cayó al suelo como si se hubiera desmayado. Nos

275
acercamos a ella y de pronto despertó y nos atacó. Mordió a Nancy en el
dedo…

-¡Casi me lo arranca! ¡Perra!

-No la podíamos controlar.- continúa Sidney –¡Era como si quisiera


comernos! Nos costó mucho trabajo, pero al final logramos hacerla caer por
un escotillón que encontramos en el piso y sobre el que puse esta cosa…

-¿Pero por qué cerraron la puerta?- inquiere Ash.

-¿Qué? Nosotras ni nos acercamos a ella.

Después de un instante de silencio, Freddy, pálido y tembloroso, toma


la palabra.

-Bien, ya sé qué hacer para ayudar a Laurie…- dice y desaparece en la


oscuridad de la casa, para reaparecer instantes más tarde con un gran trozo de
leña –Okey, quiten ese armatoste y abran la escotilla…

-¿Estás loco?- exclama Sidney -¡No sabes el trabajo que nos costó meter
a Laurie allí!

-No te preocupes, todo va a salir bien…

Ash y Sidney arriman el mueble, mientras Freddy y Nancy los


observan, uno con el garrote en la mano y la otra presionando su herida. El
escotillón queda al descubierto y los cuatro jóvenes lo miran de fijo y a la
expectativa.

-¿Y ahora?- pregunta Ash.

276
-¿Laurie?- llama Sidney, pero nadie responde; de abajo de la puerta sólo
llega silencio -¿Laurie?- repite su amiga y se acerca al escotillón.

Todo pasa en un parpadeo; el escotillón salta y de él emerge Laurie


lívida y cadavérica, siseando como gato y extendiendo los brazos hacia
Sidney, que pega un grito y se echa para atrás; Freddy no pierde el tiempo y
en cuanto aparece la cabeza de Laurie descarga sobre ella un golpe
contundente… y luego otro, y otro y otro, hasta que el cuerpo sin fuerzas de
Laurie cae de nuevo por la escotilla, dejando tras de sí un charco de sangre y
sesos digno de los ochentas.

-¡¿Pero qué carajo?!- exclama Ash.

-¡¿Te has vuelto loco?!- vocifera Sidney.

-Confíen en mí.- pide Freddy sin dar explicaciones y se acerca,


amoroso, hacia Nancy –Ahora, cariño, escúchame bien, yo te amo y sólo
quiero lo mejor para ti.- Nancy sólo asiente con la cabeza –Necesito que
entiendas lo que voy a decirte… Tenemos que cortarte la mano…

-¡¿Qué?!- grita Nancy de un empujón aparta a su novio, y corre a buscar


refugio entre Ash y Sidney.

-¡Estás loco, Freddy!- le espeta Sidney.

-¡Mataste a Laurie!- aúlla Ash como si acabara de darse cuenta.

-No, no. Escuchen… Debe confiar en mí.- suplica Freddy.

-Deja ese palo…- le pide Nancy.

-Mira Freddy.- dice Sidney tratando de aparentar calma y cordura –


Mejor tú quédate aquí. Nosotros nos vamos al auto…
277
-¡No estoy loco, maldita sea! Escuchen, he visto miles de películas de
horror, es como si toda mi vida me hubiese estado preparando para este
momento. Creo saber qué es lo que está pasando y tengo una explicación muy
razonable para todo esto. Y lo que pasa es que… ¿Por qué me miran así?

En su excitación Freddy no ha escuchado los pasos lentos y ominosos


que se acercan. Sus compañeros se quedan atónitos e inmóviles cuando ven
aparecer una figura detrás de él. Es un hombre engalanado con un elegante
traje del siglo diecisiete, que porta en una mano una hoz y en la otra una
linterna. Es un hombre con cabeza de calabaza. Es Jack O’Lantern.

Freddy se voltea y alcanza a decir –Oh, mierda.

Jack O’Lantern levanta en el aire la linterna y la deja caer con toda su


fuerza sobre Freddy, que al instante queda envuelto en llamas rojas y
rugientes. Freddy grita como jamás creyó que gritaría en su vida y, consumido
por el dolor y el fuego, se arroja por una ventana para perderse en la noche.

-¡¡¡Freddy!!!- exclama Nancy y quiere correr hacia él, pero sus amigos,
tan aterrados como ella, pero menos perturbados, la sujetan de los brazos y la
arrastran fuera de la casa.

Los tres jóvenes corren hacia la camioneta y se suben a empujones. Ash


se sienta en el asiento del conductor, Sidney se queda atrás con una Nancy
destrozada en llanto.

-¿Dónde están las llaves?- pregunta Ash desesperado.

Afuera del vehículo, Jack O’Lantern se acerca lenta, pero


constantemente; su capa ondea con el viento, sus botas levantan las hojas

278
secas con cada paso y su hoz hace acrobacias entre sus manos, como si
saboreara el miedo en el aire.

-¡Las encontré!- exclama el buen Ash, triunfante, pero el sentimiento de


gozo se esfuma cuando el vehículo no enciende –Mierda, mierda, mierda.

La hoz de Jack O’Lantern entra por la ventana rota. Nancy y Ash gritan.
Sidney ordena –Vámonos, vámonos.- y todos se arrastran hasta el extremo
opuesto del auto y escapan por allí.

Los tres adolescentes huyen hacia el único lugar posible, el bosque.


Corren a toda velocidad sin mirar atrás. Las ramas de los árboles hacen
estragos en los atuendos de Sidney y Nancy y los reducen a jirones, pero no
más de lo que sería conveniente. Después de un tiempo literalmente sin
medida, ven en la distancia una luz solitaria y resuelven seguirla. Exhaustos y
sin aliento, llegan hasta una cabaña junto a un muelle en un lago.

-¿Qué es este lugar?- pregunta Ash.

-Parece ser una especie de campamento…- señala Sidney.

-¿Creen que ya estemos lejos de esa cosa?- inquiere Ash en busca de


una respuesta esperanzadora, pero Nancy está muy débil para contestar y
Sidney simplemente no tiene ganas.

-Veamos si hay alguien.- dice Ash.

Los tres chicos rodean la casa hasta encontrar una puerta. Está cerrada.
Ash la empuja con todas sus fuerzas. No cede.

-Vamos chicas, ayúdenme.

-No puedo… me siento muy débil…- gime Nancy.


279
-¡Yo te ayudo!- se ofrece Sidney.

La puerta se abre y revela un cuchitril oscuro repleto de trastes


herrumbrosos. Ash y Sidney entran con cautela, seguidos por Nancy.

-¡Cuidado!- advierte Sidney; Ash había estado a punto de caer por una
trampa en el suelo.

-Eso estuvo cerca… ¿Y ahora qué hacemos?

La habitación se oscurece; algo bloquea la luz sanguínea de la luna


llena. Los chicos se vuelven y ven al hombre con cabeza de calabaza en el
umbral de la puerta.

-¡Corran!- ordena Ash y las chicas no dudan en obedecerlo.

Nuestro valiente pero tembloroso héroe se planta frente al asesino,


blandiendo sobre su cabeza una barra de hierro oxidada que ha cogido de
improviso. Con un rápido movimiento de la hoz, Jack O’Lantern corta de tajo
la mano de Ash y éste, más perplejo e incrédulo que adolorido, pierde el
equilibrio y con un grito estúpido cae dentro de la sima de la que momentos
antes lo había salvado su novia.

-¡¡Ash!!- exclama ella, que desde el otro extremo de la cabaña se había


volteado a ver el desarrollo de la lucha titánica entre su campeón y el asesino
enmascarado.

-¡Vamos!- la insta Nancy, a quien, viéndose privada de su galán, poco le


importa el destino que sufran los de otras -¡Quita las barras de esta ventana!
Yo ya no tengo fuerzas.

280
Sidney, con lágrimas mugrientas que se mezclan con el sudor de su
cara, abre, casi de forma automática, la ventana y antes de que Jack O’Lantern
se aproxime, las dos jóvenes escapan de allí.

Ahora se encuentran frente al muelle. No hay a dónde correr. Miran en


derredor, confusas, desamparadas, sin saber qué hacer. Cuando escuchan
pasos que se acercan, ambas corren en direcciones opuestas, y cada una, al
doblar sendas esquinas de la cabaña, se topa con alguien diferente. Sidney se
encuentra con el asesino, que se acerca a ella con el andar seguro y prepotente
de quien tiene una hoz y una cabeza de calabaza. Pero de pronto un hombre
llega desde las sombras blandiendo un machete y embiste a Jack O’Lantern
con todas sus fuerzas. La hoja del arma atraviesa el vientre del asesino y sale
por su espalda. El hombre con cabeza de calabaza cae al suelo, y el otro,
victorioso, se vuelve hacia Sidney. Es Jason, vestido con no más que un
pantalón harapiento.

-¡Jason!- exclama Sidney alegre para luego horrorizarse al notar las


múltiples cortadas que cubren el pecho de su amigo -¿Qué te pasó? ¿Cómo
llegaste hasta aquí?

-Ya habrá tiempo para explicaciones. Vamos, hay una lancha de motor
amarrada en el muelle y creo que tiene combustible.

Los dos jóvenes caminan a toda prisa hasta toparse con Nancy, quien
después de haber encontrado a Jason había permanecido sentada junto al
muelle.

-¡Vamos!- ordena Jason y Sidney trata de ayudar a su casi moribunda


amiga a levantarse, pero ésta no tiene ya más fuerzas y se desvanece.

281
-¡Debemos llevarla!- ruge Sidney.

-¡No hay tiempo, vamos!- casi a rastras, Jason lleva a Sidney hasta la
lancha -¿Sabes manejar esta cosa?- le pregunta, pero ella, sobrecogida por los
horrores de esta noche de serie B, no puede reunir la cordura suficiente para
responder

-¡Contesta, mujer!- insiste Jason.

Sidney levanta la mirada, abre los ojos de par en par y emite un alarido -
¡Jason, detrás de ti!

El aludido se vuelve y ve, de pie sobre el muelle, a Jack O’Lantern, aún


con el machete atravesado en el torso. El asesino coge el arma por la
empuñadura y la extrae de entre sus carnes con lentitud exquisita, como si
quisiera que sus víctimas disfrutaran del sonido que produce el metal al pasar
por sus entrañas no-muertas. Luego, con la destreza de un cirujano y la
velocidad de un espadachín experto, decapita limpiamente a Jason antes de
que éste pueda siquiera decir una palabrota. El cuerpo y la cabeza de la joven
promesa del hockey caen por lados opuestos del muelle.

Entonces Jack O’Lantern vuelve su atención hacia Sidney que,


agazapada en el fondo de la lancha, espera a que el asesino acabe con ella ya
sea con hoz o con machete. Pero él quiere disfrutar el momento, y camina con
toda la lentitud posible para hacer resonar los tacones de sus botas sobre la
madera y así deleitarse con el horror de su pobre víctima. Tras largos
segundos cuya única función es aumentar el suspenso, Jack O’Lantern llega
hasta Sidney, levanta la hoz en el aire y…

282
Ruge un motor de gasolina a y el brazo asesino cae cercenado al agua.
Jack O’Lantern se voltea y Ash, con una motosierra adherida en el muñón de
la mano perdida, le corta el otro brazo. Desarmado, Jack O’Lantern no puede
evitar que Ash, furioso, rebane también su cabeza vegetal. No contento con
haber desmembrado y decapitado al monstruo, Ash, en estado berserker
totalmente contrario a su naturaleza, se complace en reducir el cuerpo del
asesino a trozos diminutos e irreconocibles.

-¡Muere! ¡Muérete, maldito hijo de puta!- brama Ash y sus gritos se


confunden con el rugido de su motosierra.

Una vez que su afán carnicero está satisfecho, Ash apaga el motor y se
ocupa de Sidney, la ayuda a salir del bote y le da un beso en la frente.

-¿Ha acabado todo?- pregunta ella.

-No lo sé.- responde Ash –Pero mejor nos alejamos de este lugar.

La joven pareja atraviesa el muelle, mientras un sol trémulo y medroso


comienza a asomarse en el horizonte más allá del lago.

-Vamos a casa…- dice Ash.

Pero en eso, Nancy aparece de la nada, lívida y cadavérica, siseando y


abriendo la mandíbula como el depredador que se lanza sobre una presa. Ash
hace una maniobra y la motosierra, que ahora es una parte más de su cuerpo,
decapita a la otrora amiga y compañera de estudios.

-Vaya.- dice Ash, con una sonrisa –Me estoy volviendo bueno con esto.
–el joven se da el lujo de resoplar y dar un suspiro de alivio; con el brazo sano

283
atrae a su novia hacia sí y proclama triunfalmente bajo la luz del sol matutino
–Creo que ahora sí ya terminó todo.

-No lo sé…- dice Sidney, dubitativa –Siento que aún hay algo más
aquí.- Sidney otea en todas direcciones, –Siento una presencia… Algo muy
perverso y degenerado que nos observa…- se detiene, reflexiona… y entonces
te ve –Claro, eres tú, ¿no es cierto?- te impreca –¡Tú eres la causa de este
horror! ¡Maldito enfermo!

Pues en efecto eres tú, lector, el culpable de toda esta abominación de


bajo presupuesto; tú que buscas entretener tus horas ociosas con el horror y el
sufrimiento de personajes inocentes que ningún daño te han hecho; y Sidney,
furiosa e impotente, te reprocha -¡¡¿TE ESTÁS DIVIRTIENDO, CABRÓN?!!
¡¡¿TE ESTÁS DIVIRTIENDO?!!

284
Volumen VI

El Fin de los Tiempos

285
EL HÁLITO DEL DESIERTO

Norte de México, principios del Siglo XXI

Después de muchos años por fin pude hacer realidad el sueño de tener
mi propio negocio. Era un restaurante-bar familiar de mariscos, muy bonito,
con techo de palma, sillas de plástico y mesas de latón. Siempre había música
viva y mandé poner televisores para que mis clientes no se perdieran los
partidos de futbol. Yo mismo era el chef y disfrutaba mucho mi trabajo.
Construí el restaurante en la misma calle que mi casa, para poder estar cerca
de mi esposa y mis hijos mientras trabajaba.

Una noche, dos semanas después de haber abierto mi negocio, me


levantaron. Como siempre, me despedí de los empleados que se habían
quedado a limpiar y salí del restaurante con la intención de caminar hasta la
casa. No había andado un par de metros cuando sentí un fuerte golpe en la
cabeza y todo se puso negro. Cuando recuperé la conciencia estaba atado de
manos, amordazado y encapuchado. Por el movimiento supe que estaba en
algún vehículo que viajaba a gran velocidad. Empecé a rezar en mi mente.

De pronto el vehículo se detuvo, oí que se abrió la portezuela y fui


jalado con violencia fuera del vehículo y después arrojado al suelo. Me golpeé
la cara contra una piedra y la sangre manó de mi mejilla. Hacía mucho frío.
Entonces me quitaron la capucha. Tirado boca abajo y amarrado, lo único que
podía ver eran pies calzados con botas vaqueras que iban y venían frente a mí.
Miré hacia mi derecha y vi a otro hombre igualmente atado y amordazado. A
mi izquierda había uno más. Alguien me dio una patada en las costillas; chillé
bajo la mordaza.

286
-Quédense quietos.- dijo alguien y a la orden siguió una retahíla de
insultos.

Nos tuvieron así, echados en el suelo por no sé cuánto tiempo. Yo


estaba seguro de que moriría y no dejaba de sufrir por mi esposa y mis hijos.
Trataba de rezar, pero el miedo no me dejaba. El viento ululaba frío y a lo
lejos escuché el aullido de un coyote. Estaba en el desierto.

-Al que se mueva me lo chingo.- dijo una voz seguida por una ráfaga de
disparos que hizo que el alma se me encogiera. El hombre de mi izquierda
estaba llorando. Alguien se rió a carcajadas.

-A ver, a ver. ¿Qué tenemos aquí?- se oyó una voz con autoridad.

-Éstos son los nuevos. Y ése de ahí es el pendejo que no pagó y fue con
los policías.

-Pos les vamos a dar una calentadita.

-¡Jálenle, pendejos! ¡Levántense!

Me jalaron del cabello y como pude, me puse de rodillas. A todos nos


pusieron de rodillas. No cabía duda, estábamos en el desierto. Los matorrales
y las rocas se extendían en todas las direcciones. No se veían construcciones a
la redonda y no tenía idea de a cuánta distancia estábamos de la ciudad. Estaba
amaneciendo.

-Miren, hijos de la chingada.- dijo un tipo altísimo, moreno, fornido,


quijadón y bigotudo, que usaba lentes oscuros y sombrero tejano –Así van a
estar las cosas. Ustedes nos van a pagar una cuota mensual. Si no, pos se los
carga la chingada. ¿Entienden?

287
Asentimos. Debo admitir que sentí alivio: no me iban a matar. Ya había
escuchado que en otras ciudades los narcos hacían esto de levantar a las
personas por unas horas y luego dejarlas libres. Sólo debía esperar a que
acabara la pesadilla. El hombre del sombrero dio una orden y los demás
trajeron y asentaron frente a nosotros a un individuo regordete. Le habían
atado las manos detrás de la espalda con un alambre de púas y estaba cubierto
de moretones y cortadas.

-Este pinche culero no pagó y nos quiso acusar con la tira. Ahorita lo
vamos a usar de ejemplo, pa’ que vean lo que les va a pasar si no pagan.

Entonces acostaron al pobre hombre, lo sujetaron entre dos de los


narcos y un tercero se apareció con una segueta. Pensé “Virgen santa, no.” El
narco agarró los cabellos del hombre, colocó el filo de la segueta sobre su
cuello y empezó a serruchar. No quise ver.

-¡Abre los ojos, pendejo, o te chingo aquí mismo!- me dijo alguien y me


dio un culatazo en la cabeza.

Tuve que verlo todo. La mordaza del pobre hombre no alcanzó a cubrir
un grito de horror y agonía. La sangre salió con tanta fuerza que nos cubrió a
todos. “Ya que se muera”, suplicaba en mi mente. Pero no se moría. Entonces
la segueta llegó al hueso y pude escucharlo; juraría que podía hasta oler el
hueso siendo serruchado. El hombre a mi izquierda se vomitó y la mordaza
contuvo el vómito dentro de su boca. El narco terminó de serruchar, levantó la
cabeza del muerto para que todos la viéramos y luego la arrojó hacia mí. La
cabeza me golpeó con fuerza en el estómago para luego caer al suelo y rodar
por la arena. Luego me empujaron y quedé de nuevo tumbado boca abajo.

-¿Ya nos los llevamos?


288
-No, déjalos así. Que les dé un poco el solecito.- y se rió.

Y así nos tuvieron tirados en el polvo hasta bien avanzada la mañana. El


sol me quemaba como si hubieran puesto fuego sobre mi piel. La sed era
insoportable. No veía final para esta pesadilla. Alguien dijo con voz menos
amenazante que las que había escuchado hasta el momento:

-Ya, tranquilos. Si hacen lo que se les dice, no les va a pasar nada. A


ver, tú eres el de la farmacia. Vas a dar tres mil varos. Tú, el del lote de autos,
diez mil. Tú, el del restaurante, cinco mil…- y dejé de escuchar.

Al poco rato me volvieron a poner la capucha y me subieron al


vehículo. No sé cuánto tiempo estuvo en movimiento, pero cuando finalmente
se detuvo, me cortaron las amarras, me quitaron la capucha y me sacaron a
golpes del auto. Por fin lo pude ver, era una camioneta negra con vidrios
polarizados. Me bajaron en una calle desconocida para mí y así, todo
golpeado, tuve que buscar la forma de regresar a mi casa. Por fin llegué y me
sentí a salvo. Mi esposa estaba muerta en vida por la preocupación. Cuando le
conté lo que había pasado se echó a llorar. Convenimos no decir nada a los
niños.

Al mes exacto de lo sucedido dos pistoleros llegaron al restaurante a


cobrar, a pleno día, sin importarles quién los viera. En cuanto entraron, todos
mis clientes se quedaron mirando hacia abajo. Les pagué el dinero que tenía
separado desde el día en que me levantaron. En cuanto se fueron me metí al
baño y me puse a llorar.

Al día siguiente hubo una balacera frente a la escuela de mis hijos.


Murieron cinco soldados y arrestaron a dos narcos. Cuando llegué a casa el
Presidente estaba en televisión anunciando lo bien que iba la guerra contra el
289
crimen organizado. Dos días después apareció muerto un comandante de la
policía; había sido torturado y quemado vivo.

Las historias de terror se multiplicaron en cuestión de días. Un taxista se


atrevió a sonar el claxon a una camioneta que se le había atravesado; de las
ventanillas se asomaron los cañones de unas ametralladoras y el taxista murió
bajo una lluvia de balas. Una noche, un grupo de soldados del ejército
mexicano entró a un campus universitario siguiendo la pista de unos hombres
armados; en la oscuridad, mataron a unos estudiantes de posgrado que se
habían quedado trabajando hasta tarde. Un campamento de scouts fue asaltado
por tipos armados; todas las mujeres, adolescentes o niñas, fueron violadas.
Un grupo de soldados abrió fuego contra un vehículo que se había pasado un
retén; al hacerlo, mataron a una familia de seis.

Pasaron algunos meses, y llegó de nuevo el momento de pagar mi cuota


y los dos pistoleros visitaron mi restaurante. Después de haberles pagado,
como ya me había habituado a hacer, y mientras uno de ellos contaba el
dinero, el otro me dijo:

-Mira, a partir del próximo mes va a ser diferente. Aparte de los cinco
que ya nos das, nos vas a comprar diez mil de coca, así que ve juntando la lana
de una vez. Luego tú ve qué haces con la coca, si la tiras o la vendes. Lo que
decidas es muy tu pedo. Pero nos vas a estar comprando los diez mil cada
mes. La puedes vender al precio que quieras, puedes hasta recuperar tu lana y
ganar más. Por mí, puede vender la droga aquí en tu restaurante. Puedes
vender a todas horas, puedes vender a los morritos… la policía no te va a
molestar, eso te lo aseguramos nosotros. ¿Entendiste? Bien, nos vemos en un
mes.

290
No tuve más remedio que aceptar. Cuando volví a casa, le conté a mi
esposa. Después de un rato de temeroso silencio, dijo:

-Bueno, al menos si vendes la droga a buen precio puedes sacar buen


dinero.

Esa misma noche el Gobernador anunció en televisión que el ejército


estaría patrullando la ciudad para cuidar a la ciudadanía de la amenaza del
crimen organizado. Para ello, se instalarían más retenes y se daría a las fuerzas
armadas la facultad de realizar cateos en casas particulares sin necesidad de
una orden judicial. Unos días más tarde, la ciudad estaba inundada de
militares, como otras ciudades ya lo estaban desde hacía tiempo. En una
ocasión me detuve en un retén para que los soldados registraran mi auto en
busca de armas o drogas. Lo que encontraron fue una revista de sátira política
que leía mi hijo adolescente.

-Mire lo que encontré sargento.- dijo un soldado extendiendo la revista


a su superior.

-Ajá. ¿Conque revoltoso, eh?- dijo el sargento, que hasta entonces había
sido muy amable, y me dio un cachazo en la frente con tanta fuerza que caí
sangrando al suelo.

-Levántate, pendejo.- dijo un soldado al tiempo que me jalaba de los


cabellos.

-Ya.- ordenó el sargento –A ver si ahora vas cuidando lo que lees.


Lárgate.

Subí a mi auto y volví a mi casa. No dije nada a mi familia. La noche


siguiente, alguien llamó a mi puerta y me apresuré a abrir. Eran unos soldados

291
que venían a catear mi casa. Ni caso tenía pedirles explicaciones, nada más
entraron y empezaron a revolverlo todo. Abrieron todas las gavetas y los
armarios y vaciaron todos los cajones. Manosearon a mi esposa y se llevaron
todas las alhajas y objetos de valor que pudieron cargar. Cuando se fueron mi
esposa se echó a llorar histérica en medio del tiradero que habían dejado.

-El próximo mes esos…- aquí cambió los gritos por susurros –Esos
tipos te van a dar los paquetes… ¿Qué vamos a hacer con estos cateos? Si no
nos matan los narcos, nos matan los soldados.

-No se puede vivir así. Tenemos que irnos.

-¿A dónde? ¿Y con qué dinero?

-Ya nos arreglaremos. No vale la pena vivir así… Nos iremos lo más
lejos posible. Tú tienes una prima que vive en Yucatán, ¿no?

-Sí, pero hace años que no le hablo. No sé ni dónde está su casa, ni


cómo contactarla, o si todavía vive allí.

-No importa. Lo puedes averiguar con tu familia, alguien debe saber.


Quiero que mañana o a más tardar pasado mañana tú y los niños se vayan de
aquí. Yo me quedo a vender el restaurante y la casa, y cuando los haya
vendido, los alcanzo.

Lo hicimos según el plan. Mi esposa contactó a su prima y a los tres


días se fueron al sur con todo lo que pudieron llevar. Ahora sólo quedaba
vender el restaurante y la casa. Tenía dinero suficiente para pagar a los narcos
dos meses más, así que me mantuve relativamente tranquilo. Pero una noche,
al salir del restaurante, me levantaron otra vez. En esta ocasión no me
golpearon hasta dejarme inconsciente; querían que estuviera muy despierto.

292
Me golpearon en las costillas y en los riñones, me amordazaron y
encapucharon y me amarraron las manos con un alambre. Durante las horas
que me tuvieron dando vueltas en su vehículo, me hicieron varias cortaduras
con algún filo delgado y me dieron choques eléctricos con un aparato que
nunca vi. Cuando el vehículo se detuvo, me arrojaron fuera de él y me dejaron
tirado boca arriba sobre la arena. Supe que estaba de nuevo en el desierto y
que iba a morir. Luego se dedicaron a darme de patadas. Nunca había sentido
un dolor tan fuerte como cuando se me rompieron las costillas.

Sentí el frío nocturno del desierto y cómo dio lugar a una brisa calurosa
cuando amaneció. Pronto el calor se volvió insoportable y el sol, incluso a
través de la capucha negra, me abrasaba la piel. Le pedía a Dios que me dejara
morir antes de que me serrucharan la garganta. Después de un rato escuché
llegar un vehículo que se detuvo muy cerca de mí.

-Y ahora, ¿qué tenemos aquí?

-Éste es el pendejo que se quería pelar. Estos dos son nuevos.

-Muy bien. Agárrenme a este cabrón. Ahorita lo vamos a usar de


ejemplo.

Me agarraron de los pelos y me obligaron a ponerme de rodillas. Me


quitaron la capucha y vi a los dos pobres diablos arrodillados frente.

-A ver, a ver.- dijo el bigotudo de sombrero -¿Conque te querías


escapar, pendejo? ¡Pues ni madres! ¡Del Infierno nadie se pela! A ver… ¿qué
vamos a hacer contigo?

Creí que estaba a punto de desmayarme, porque frente a mis ojos todo
se puso nublado, como si estuviera viendo a través de un cristal húmedo.

293
Luego pensé que debía ser el vaho del desierto. Pero vi que ese vapor invisible
tenía forma, una figura imposible de describir. Frente a mis ojos, esa nube de
distorsión rodeó al hombre del sombrero y lo levantó en el aire.

El narco pegó un chillido agudo cuando esa cosa le arrancó los dedos
uno por uno. La sangre salió a chorros y cubrió el aire como aerosol rojo.
Después de los dedos, el hombre del sombrero perdió los dientes y los ojos.
Con mucho esfuerzo me puse de pie. El resto de los presentes, narcos y
víctimas, miraban inmóviles la escena. Cuando el monstruo dejó caer el
cuerpo sin vida del hombre del sombrero, se fue sobre los otros tres. Uno de
ellos le disparó a la cosa transparente, pero las balas la atravesaron y en
cambio le dieron a uno de sus compañeros. El monstruo agarró al de la pistola
y lo estrujó y aplastó hasta convertirlo en una masa informe que chorreaba
líquidos marrones. El sicario que quedaba había echado a correr, pero esa cosa
lo alcanzó pronto. No me quedé para ver qué sucedía y corrí hacia el lado
contrario.

Llevaba un rato corriendo cuando escuché un alarido; el monstruo debía


estar matando a los hombres amarrados. Seguí corriendo a la vez que rezaba,
no sé por cuánto tiempo. Cuando no pude correr más, troté, y después seguí
andando con tambaleos. La debilidad me hizo tropezar y caí entre unos
matorrales, para encontrarme con la cara a sólo unos centímetros de un dragón
de Gila. Temí que este lagarto venenoso me rematara, pero la bestezuela me
ignoró y siguió su camino arrastrándose por la arena. Con muchísimo esfuerzo
me puse de pie y seguí caminando. No pude dar muchos pasos antes de caer
una vez más. Quería morir cuanto antes, no podía soportar ya el dolor, ni el
calor, ni la luz, ni la sed, ni el miedo. Frente a mis ojos vi la ondulación, la
cosa transparente, y cerré los ojos para enfrentar mi destino.

294
Pero nada pasó. Abrí los ojos y la distorsión seguía frente a mí. Era sólo
el hálito del desierto. Sentí una mano cálida en mi hombro y frente a mí
apareció un venerable rostro de bronce surcado por numerosas y sabias
arrugas. Era un viejo indio que me ayudó a levantarme y me llevó a su pueblo.
Al fin estaba a salvo.

295
LA NOCHE INFINITA DE TODOS LOS SANTOS

Aquí, ahora.

Jorge Luisiano Bojórquez, reconocido profesor


retirado de la Universidad de Todos los Santos, fue
hallado muerto en su casa la noche de antier,
aparentemente víctima de un homicidio. Se le
encontró reclinado sobre su escritorio, ya sin vida,
y con herida en el pecho, en apariencia producto de
un arma punzocortante. La policía declaró que no se
ha localizado el arma ni se han detenido a
sospechosos.

Conocidos del fallecido indicaron que desde su


retiro el profesor y bibliotecario se había
convertido en un recluso y aún más desde que quedara
ciego, aproximadamente un año atrás. Bojórquez
habitaba en una vivienda modesta, repleta de libros
de pared a pared y de piso a techo, y tenía poco
contacto con el mundo exterior. Vivía de su pensión
y, hasta antes de la ceguera, de eventuales encargos
que le hacían instituciones e investigadores, cuando
se trataba de encontrar información difícil o
documentos raros.

En el escritorio sobre el que estaba el cuerpo


del profesor se encontraron varias hojas de papel
manuscritas y un cuaderno en el que Bojórquez

296
evidentemente estaba escribiendo algo cuando ocurrió
su deceso. Según Eloy Cáceres, colega de Bojórquez,
éste trabajaba desde hacía tiempo en la traducción
de un volumen conocido como The Infinite Night of
All Hallows Evening, título en extremo raro y
difícil de encontrar, y que el difunto había
adquirido un par de años atrás. El volumen en
cuestión no fue hallado en la vivienda del
académico.

La policía, con auxilio de Cáceres y otros


expertos, analizó los papeles y el cuaderno en busca
de pistas, pero no pudieron hallar nada concluyente.
Las notas en los papeles eran dispersas, inconexas y
del todo carentes de sentido. En el cuaderno se
pudieron encontrar lo que deben ser extractos
traducidos del libro, intercalado con notas del
propio Bojórquez y, lo más extraño, fragmentos de lo
que parece ser un texto de creación literaria, cuya
relación con el resto de los materiales no ha podido
ser dilucidada. Además, el cuaderno quedó manchado
con la sangre del difunto, por lo que la mayor parte
de su contenido resulta ilegible.

Para interés de esta gaceta universitaria, a


continuación se transcriben textualmente los pasajes
rescatados del cuaderno de Jorge Luisiano Bojórquez,
es decir, aquéllos que aún eran legibles:

297
Dioses, ángeles, demonios, espíritus, fantasmas,

hadas, duendes, monstruos, dragones… Ésos son los

nombres, los conceptos y las imágenes con que hemos

revestido ciertas ideas captadas vaga e intuitivamente

con nuestra conciencia colectiva, la inteligencia de

nuestra especie… Ideas, o más bien nociones de seres,

entidades, fuerzas cuya naturaleza escapa a nuestra

comprensión.

¿Y por qué habríamos de comprenderlas? Nuestra

inteligencia está determinada por nuestra naturaleza

animal, orgánica, material y tridimensional. Nuestra

inteligencia evolucionó lo mejor que pudo a partir de

orígenes muy humildes. Pero más importante que ello,

se desarrolló como una ventaja evolutiva que nos

permitiera, como especie, sobrevivir y adaptarnos. No se

supone que pueda ser capaz de penetrar los misterios

del universo. ¿Por qué habría de desarrollar esa

capacidad un simio que desciende de un lagarto que

desciende de un pez que desciende de un gusano que

desciende de una molécula que por puro azar un buen

día pudo replicarse a sí misma?

298
Y sin embargo, por azares de la evolución nos

hicimos capaces de captar, apenas de intuir, ciertas

nociones extrañas y lejanas que se relacionan con la

realidad multiversal del cosmos y del caos, y para

pretender que las entendemos con nuestra mente

animal, las revestimos con nombres y conceptos que se

ajustan a lo que podemos imaginar. Pero la realidad

está muy lejos de nuestra comprensión.

Regresas a casa con el ánimo inquieto, asustada por los recuerdos,


temerosa de las pesadillas que te pueda deparar la noche. ¿Por qué tenías que
escuchar esas historias de espanto? Sabes muy bien que siempre te alteran, te
dejan alerta, con una sensación de agujero negro en el estómago y de gusanos
reptantes en la espalda. Estúpidas historias de fantasmas y embrujos y
apariciones dizque reales que cuentan otros niños. Como esas historias de
rostros que de pronto se asoman las ventanas de casas vacías cuando los niños
caminan por calles solitarias. O esa anécdota de la niña que leía un libro ya
muy tarde por la noche (una noche como ésta), cuando de pronto sintió un
aliento helado en nuca, se volvió y vio de frente a sí una cara pálida y severa.
Ella gritó, cerró los ojos y, cuando los volvió a abrir, ya no había nada, pero
por una semana entera no pudo dormir en su cuarto. O el relato de aquel otro
niño, que por quedarse viendo televisión, se metió a bañar después de la media
noche y, mientras se lavaba el cabello, escuchó unas carcajadas que venían
detrás de la cortina de baño. ¿No dicen que quedarse despierto y solo a
deshoras es la peor de las ideas? También a los adultos les pasan esta clase de
cosas, como al papá de una amiga, que un día, al abrir su armario, vio algo

299
dentro, que nunca supo describir, en esa misma casa donde las cosas siempre
cambian de lugar cuando no las miran y en la que, por alguna razón, el gato
tiene pavor de entrar a la cocina.

En esto vas pensando conforme pasas por el pórtico, atraviesas la sala


de estar, subes la escalera, caminas por el pasillo y llegas a tu cuarto, ese lugar
oscuro y aislado en el que tienes que pasar sola todas las noches. ¿Y si al abrir
la puerta encuentras una sombra sentada en tu cama? ¿Y si al abrir tu armario
algo te salta encima? ¡Bah, tonterías! Nunca te ha pasado algo así, ¿por qué
habría de ocurrirte justo esta noche? Entonces recuerdas lo que dijo ese otro
niño, que cuando hablas de estas cosas, o lees sobre ellas o siquiera piensas en
ellas, es como invocarlas, llamarlas, y mientras más presentes estén en tu
mente, más cerca están de ti, rondándote. Por ello, haces todo lo posible por
borrar esas historias de tus recuerdos. Pero no puedes. Vas al cuarto de mamá
y te quedas ahí platicando sobre banalidades, sólo para hacer tiempo antes de
tener que enclaustrarte en tu propia habitación. Pasa media hora y entonces
ella te envía a tu recámara. No quieres ir, de modo que bajas con el pretexto de
servirte un vaso con agua. Pero allí, abajo, en una cocina envuelta en tinieblas,
sientes miedo de nuevo. Caminas tensa, sin mirar atrás, con los brazos y las
piernas tiesos, como engarrotados. Llegas al pie de la escalera. No quieres
voltear hacia atrás. Te echas a correr. Sientes que algo te persigue. No mires
atrás. Corres más a prisa. ¡Te va alcanzar! Llegas arriba, miras la escalera. No
hay más que oscuridad… Estúpidas historias de ese niño estúpido.

El poder de las Blasfemias estriba en su capacidad de romper el


orden establecido por el Demiurgo, que retirado desde hace eones, como
primer motor cósmico se limitó a darle orden al universo y a dejarlo tal
cual, funcionando como un mecanismo de relojería, perfecto, perfecto,
300
predecible por toda la eternidad, una maquinaria en la que no tiene
cabida nada que no sea medible, que no sea cuantificable, que no se ajuste
a un plan ideado por el Pensamiento puro, por la Razón pura para la
existencia total del tiempo y del espacio, hasta que por las propias leyes
que lo forman se enfríe, colapse, estalle de nuevo una y otra vez en un
ciclo interminable, todo natural, tan natural…

Pero el Demiurgo, en su fantasía de racionalidad, ha expulsado a


los más oscuros rincones de su mente a aquellos elementos que en tiempos
anteriores al tiempo lo hicieron crear un Caos (no un cosmos) sin reglas,
ni límites, sino por pura improvisación y capricho, y esos elementos que
son tan de sí como sí mismo, están ahí, acechando, listos para regresar
con toda su fuerza, para pesar de este mundo creado con leyes arbitrarias
de la lógica y la física.

Pues el Demiurgo sueña que es racional y benévolo, pero en


realidad ésas son sólo sus fantasías, y él está loco, tan loco como el que
hombre que se cree lobo, o más loco aún, porque hombre y lobo son
animales y más cercanos el uno al otro en su naturaleza, de lo que la
cordura, la racionalidad y la benevolencia podrían estar del verdadero ser
del Demiurgo.

Entras a tu cuarto; mientras está la luz prendida, es ese lugar de juegos


donde aún convives con tus muñecas y ositos de felpa. Te pones la pijama.
Cuando apagas la luz esa misma recámara se convierte en un lugar
amenazador, lleno de sombras altas, angulares y retorcidas que te miran desde
todas las esquinas. Cierras la cortina sin mirar fuera por la ventana, temerosa
301
de que alguien o algo te esté observando a través de ella. Cuando te volteas
hacia tu cama, te sobresaltas y casi pegas un grito. Es ese estúpido cuadro de
un payaso que tu tío te regaló el día de tu cumpleaños y que mamá te obligó a
poner para no quedar mal. Lo odias. Ojalá de te dejaran poner afiches de
personajes de animé, pero mamá cree que esas cosas son malas influencias
para ti. Pero bueno, tienes un bonito retrato de un arcángel sobre tu cama, y
eso te hace sentir segura. Tu cama… No quieres acercarte a ella. Presientes
que si pones un pie a su lado una mano, una garra, saldrá debajo de ella y te
sujetará del tobillo y de sólo pensarlo puedes sentirla sujetándote fría, velluda
y escamosa… Pero no quieres permanecer un segundo más fuera de la
seguridad de las sábanas, así que de un salto te metes y te cubres de pies a
cabeza.

No puedes dormir. Hace calor. Sientes una presencia que te observa


desde la orilla del colchón. Necesitas aire. Temes descubrir tu cara y encontrar
algo observándote a los ojos. ¡Qué diablos! Piensas. Ya tienes diez años, no
deberías temer estas cosas. Te quitas la sábana de encima. Por un instante ves
un par un par de lucecillas rojas al otro lado de la habitación. Son como ojos.
Parpadeas y ya no están. Tu mente busca explicaciones lógicas. No las halla y
se pierde en una marisma de pensamientos supersticiosos. Quieres apagarlos,
pues tienes miedo de invocar no sabes qué. Cierras los ojos y te ocultas de
nuevo; qué importa el calor.

Por milenios tendimos a creer que la mente de los

dioses era similar a la nuestra y que estaría

dominada por las mismas pasiones y los mismos

caprichos. Con el paso de los siglos empezamos a

302
concebir que debían ser mejores que nosotros, más

inteligentes, más sabios, más bondadosos y compasivos.

Pero la idea era la misma: que los seres que dan orden

al universo tienen mentes que de alguna manera se

encuentran en la misma línea que las nuestras. Y eso

es un error, porque nuestra mente es el producto del

azar y está contenida en el soporte orgánico, material

y tridimensional que es nuestro cerebro. Pero las

mentes (y aún este nombre es inadecuado) de esas

fuerzas no están contenidas por estas limitaciones ni

han sido marcadas por nuestro sendero evolutivo, por

lo que no tienen que ser parecidas a las nuestras. Lo

único que puedo concluir es que con nuestros cerebros

animales, ni siquiera nos es posible concebirlas.

Entonces, tenemos un universo poblado por tales

fuerzas que nos rodean y que habitan cada rincón de

la existencia, pero a las cuales no podemos percibir

porque no evolucionamos para ello, y con mente,

naturaleza y moral que no podemos imaginar, que

existen ignoradas e ignorantes de nosotros. La única

forma de percibirlos es regresando a los estados más

puros de la conciencia, como las de los pueblos

303
primitivos para quienes el contacto con dioses y

espíritus era cosa de todos los días, o seguir el camino

de Vasily Makarov, cuyos diarios he estudiado, y

perseguir el conocimiento absoluto por todos los medios

posibles. Tal es mi objetivo.

Estás casi quedándote dormida cuando escuchas un crujido. Abres los


ojos bajo la sábana y ves la negrura que se ha arropado junto contigo. Quizá
escuchaste ese ruido en sueños… No, ahí está otra vez. Y ahora el rumor de
algo que se arrastra. Parece venir del interior de tu cuarto, pero eso no es
posible. No lo soportas más. Te descubres. Todo en tu cuarto parece estar en
quietud y no se escuchan más sonidos. Pero una oteada a la oscuridad revela el
extraño territorio en que tu alcoba se convierte por las noches. Ves siluetas de
lo que sabes que deben ser muebles, percheros, montones de ropa y juguetes,
pero en su lugar percibes sombras deformes y retorcidas de criaturas
monstruosas congeladas en danzas blasfemas y que se arrastran hacia ti con
lentitud precisa, imperceptible y constante.

Quieres gritar, llamar a mamá, pero no te atreves. Te aterra la idea de


que tus gritos puedan despertar a esos seres y hacer que se abalancen sobre ti.
Temes que al llegar ella y encender la luz, las criaturas se revelen ante tus ojos
en toda su monstruosidad. Temblando, intentas rezar, pero las palabras de la
oración no vienen a tu mente. Buscas inspirarte y miras hacia arriba de la
cabecera de tu cama para ver el cuadro del arcángel. En su lugar está el
payaso, risueño. En tu mente reverbera una carcajada y las siguientes palabras
recorren tu espinazo: ¿no deberías estar ya dormida? Entonces gritas con
todas tus fuerzas.

304
Los libros prohibidos serán leídos en voz alta, se romperán las
barreras entre este mundo y la infinidad de mundos, la criatura creará y
se olvidará de su creador, y el hombre redescubrirá los pensamientos más
oscuros y caóticos del Demiurgo, del hacedor de universos, y los llamará
con júbilo a reconstruir la realidad a la imagen de su mente enferma.
Entonces las Blasfemias habrán triunfado y llegará la Noche Infinita de
Todos los Santos, una orgía de horror y dolor tan sublimes que será el
mayor placer que haya podido concebir la realidad para nuestra
mezquina y efímera especie, placer del que gozarán sólo los elegidos, los
llamados, éxtasis tan intenso que hará que el instante que existamos
justo antes de la aniquilación valga toda una eternidad.

Mamá entra corriendo a tu cuarto y enciende la luz. Por un instante


crees que los muebles no están en el mismo lugar que antes y que de cualquier
forma su ubicación no corresponde con las sombras que viste hace un
momento, pero pronto desechas la idea. Mamá llega a tu lado y te pregunta
qué sucede. Le explicas lo que pasó esa noche, lo de las historias de miedo en
la fiesta de tu amiga, lo de los terrores nocturnos, lo de las sombras… Ella te
sonríe condescendiente y te asegura que no hay nada que temer. Para
demostrártelo abre el armario y expone el desorden que tienes ahí. Corre las
cortinas y te muestra el jardín iluminado por la clara luz de la luna. Se asoma
bajo tu cama… Justo en el segundo en que te das cuenta de que el payaso aún
está en lugar del arcángel, mirándote con su sonrisa perversa, algo sujeta a tu
madre del cuello y la arrastra, entre gritos, gemidos y pataleos, a ese horrible
reino bajo la cama.

305
Logré provocarme la ceguera y la sordera.

También apagué mi sentido del gusto y del olfato. Si el

tacto no me fuera absolutamente necesario para

escribir, habría buscado la forma de renunciar a él

también. He pasado una vida de estudio y he llegado

al final. Los sentidos ya nada tienen que enseñarme;

ni siquiera me sirven como canal para conocer las

ideas de otros hombres. Debo buscar el conocimiento

en la soledad de mi mente.

Sin imágenes, sin sonidos, sin olores ni sabores,

poco a poco voy liberando mi conciencia de conceptos

que nuestra mente animal desarrolló para clasificar y

medir el mundo material que habitaba. Poco a poco,

en la quietud de mi propio yo, de mi verdadera

esencia, se abre un vórtice hacia el mundo real…

Despiertas. Tu cuarto está iluminado por la luz de un amanecer fresco y


nublado. Ya no tienes miedo. En su lugar, sientes indiferencia hacia todo lo
que ves. Tu habitación está como debe estar. Te asomas por la ventana y
agradeces la llegada del día. Estás contenta, porque además es sábado, y
observas el jardín ponderando la idea de salir a jugar. Entonces notas algo allá
afuera, tendido detrás de un arbusto. Con la retirada del miedo ha llegado la
curiosidad y decides ir abajo para investigar.

306
Sales de la alcoba, caminas por el pasillo, pasas frente al cuarto de
mamá y escuchas la televisión encendida con las noticias matutinas, bajas la
escalera, atraviesas la sala de estar, llegas a la cocina y sales por la puerta que
da al jardín. Estás descalza y en pijama, pero el rocío del pasto en las plantas
de tus pies y el aire fresco de la mañana se sienten bien. Caminas por el jardín
y disfrutas tales sensaciones. Llegas al arbusto y te asomas detrás de él.

Están aquí. Puedo percibirlos, tengo comunicación

con ellos. ¡Hay tantos! Pero claro, no están sujetos por

las limitaciones del espacio físico. Todo está en todas

partes. ¡Y son tan diversos! Los hay que existen sin

pensamiento, sólo como una cascada de emociones con

un flujo que jamás se detiene. Los hay idiotas, los hay

locos. Los hay en un estado de embriaguez perenne. Los

hay equivalentes a lobos o a tigres. Y muchos de ellos

nos odian.

Nos odian porque somos materia que cobró vida, y

desarrollamos algo parecido a una mente, algo

parecido a un alma que es capaz de sobrevivir y sin un

soporte material… Vagar sin mente, sólo como un

simulacro de mente, de personalidad y de consciencia,

confundidos, aterrados y furiosos, en el peor de los

destinos… Nos odian porque a pesar de nuestro origen

grosero pudimos atisbarlos y anhelar comprenderlos,


307
porque sentimos y pensamos, a ellos, que son puro

sentimiento y pensamiento.

No todos nos odian. Para la mayoría somos

indiferentes. Algunos incluso nos aman, o desesperados

de amor nos ofrecen recompensas a cambio de nuestra

devoción. Algunos son incluso verdaderamente

hermosos. Ahora los veo y los escucho…

Oh, Dios. Están llorando. ¿No los oyes llorar? Y

piden perdón suplicantes… Pero no piden perdón a

nosotros, sino a todo… A todo lo que existe, a todo lo

que dejará de existir, a lo que nunca podrá existir…

Están muriendo… están muriendo a nuestro

alrededor… Caen como lluvia entre nosotros… Ha

llegado la Noche. Sólo nos queda esperar el

Amanecer… ¿No los oyes, en verdad no puedes oírlos?

¿Es que acaso no los escuchas caer?

Ves, tirado en la hierba, a un hermoso hombre de piel azul brillante y


grandes ojos grises y cristalinos que miran vacíos hacia el cielo. No es como
siempre te lo habían descrito. La bella crin luminosa que crece en su cabeza
no está hecha de cabello. Sus alas maltrechas, que se extienden por el pasto,
no están cubiertas de plumas. Su bello rostro no tiene rasgos que puedas
llamar humanos. No sientes miedo, sino que te embarga una profunda tristeza.

308
Empiezas a llorar en silencio. Él se percata de tu presencia y te habla,
entrecortado y con gemidos, en un idioma que no conoces, pero que entiendes
a la perfección.

-Lo siento… Ya viene… No pudimos detenerla… Perdónennos…


Perdónennos

Escuchas una serie de gemidos lastimeros y miras a tu alrededor.


Decenas de hombres alados agonizan por todo el jardín y en el patio vecino y
en la calle. Decenas más siguen cayendo. Y, no estás segura de cómo lo sabes,
pero te percatas de que el hombre alado a tus pies acaba de morir. No puedes
dejar de llorar.

309
EL AMANECER DE LA MUERTE

El mundo, mañana

Los muertos caminan.

Lívidos, con los ojos blancos y vacíos, inundan las calles y edificios con
ansiosa lentitud. Torpes, ciegos y silenciosos, apenas emiten el susurro de un
gemido o un leve siseo, apenas se mueven más que para desplazarse y comer.
Devoran a los vivos, pero no se alimentan de ellos. No digieren. La carne que
se tragan se acumula en sus estómagos hasta que revientan y ellos siguen su
andar con vísceras propias y de extraños colgándoles de sus abdómenes
abiertos. Su sangre no se coagula, sino que chorrea libre como un líquido
inerte. Y ellos no se pudren. No, la putrefacción es señal y esperanza de nueva
vida, de carne muerta que seres microscópicos transforman en nutrientes que
vuelven a la tierra. Pero en ellos ya nada está vivo, las moscas no revolotean a
su alrededor, los gusanos no se crían en su carne, las bacterias no transforman
su ser. La hierba que pisan se marchita al instante, los árboles perecen a su
alrededor y las aves y las bestias caen muertas a la tierra seca y polvorienta. El
aire se torna frío, aunque hace semanas que ya no sopla el viento, y no aparece
una sola nube en el perpetuo crepúsculo.

Ahora están solos, padre, madre y un pequeño niño de un año que ella
lleva en brazos. Son una joven pareja que apenas dos años antes habían
iniciado una vida pródiga en promesas de dicha futura. Todo pasó muy rápido.
Han estado huyendo de un lado al otro de la ciudad durante días enteros. Han
visto a la gente morir y han visto a los muertos levantarse y caminar
hambrientos. Leyeron los primeros diarios que anunciaron el comienzo de la
plaga y presenciaron los intentos de contención y cuarentena. Atestiguaron

310
cómo sus familiares, amigos y vecinos se contagiaban uno a uno. Observaron
con incredulidad cómo el número de los vivos era sobrepasado por el de los
muertos. Y ahora, en un atardecer rojizo de otoño, buscan un nuevo refugio.

Él va siempre delante, con su rifle preparado (tarde descubrió que puede


inhabilitar a los muertos con un disparo en la cabeza). La esposa lo sigue,
siempre sujetando al niño con fuerza contra su seno. El padre se adelanta,
dobla una esquina, se asegura de que la vía esté libre y hace una señal para
que ella lo alcance. Avanzan así por muchas calles fangosas y sucias,
flanqueadas por edificios derruidos, algunos de ellos incendiándose.
Atraviesan jardines secos llenos de cadáveres de gente y animales que yacen
ahí tirados, sin emitir olor alguno. Lo único que se mueve aquí son los
muertos. Hombre y mujer han aprendido a ignorar estos espectáculos y, con
cautela, siguen hasta llegar al estacionamiento de un centro comercial.

El hombre opina que podría ser buena idea refugiarse allí; podría haber
alimentos, agua, municiones, herramientas, medicinas. Los vidrios son
antibalas, y dentro habrá toda clase de cosas para hacer barricadas. El
problema será entrar. Al recorrer con la vista la fachada del edificio en busca
de un acceso, ve un grupo de tres muertos que caminan desgarbados hacia él.
Podría dispararles (se ha vuelto bueno con el arma) pero el ruido atraería a
más de ellos. En cambio, corre hasta darles alcance y, tomando ventaja de la
lentitud con que ellos se mueven, logra destrozar sus cabezas a culatazos.

La mujer siempre padece en silencio cuando ve a su esposo aventurarse


de esa forma contra el peligro. Sabe que una mordida, por más leve que sea,
basta para infectar un cuerpo sano y convertirlo en un cadáver ambulante en
cuestión de horas. Pero entiende también que es sólo en esos momentos,
cuando él arremete contra esas cosas, que puede desahogar toda su furia, toda
311
su impotencia. Segundos después, lo ve volver con lágrimas de rabia en los
ojos.

Él le explica que deberán bajar al estacionamiento subterráneo; quizá


allí encuentren una forma de entrada. Ella se aterra ante la idea de bajar a un
sitio oscuro que podría estar infestado de esas cosas. Él insiste y finalmente la
convence. Bajan por una rampa para automóviles.

Abajo se iluminan mediante una linterna con escasa batería. En la


oscuridad y el encierro no escuchan más que su propia respiración y una
gotera perdida en algún lugar de ese laberinto. Caminan lo más sigilosamente
posible. Llegan hasta una entrada bloqueada por una cortina de hierro; el
hombre la examina, trata de levantarla, pero está muy bien sujeta por dentro,
seguramente con alguna cadena o candado. Él pondera la situación cuando un
grito explota detrás suyo.

Voltea y ve a su esposa forcejeando con un muerto que trata de morder


al niño. El hombre grita furioso, apunta su arma y en un instante despacha a la
amenaza. Pero el disparo atrae a más merodeadores y pronto se ve rodeado de
muertos que caminan. La mujer y el hijo se ponen entre el padre y la cortina
de hierro, mientras él se prepara para el sitio. Dispara a los muertos más
lejanos y descalabra a los que se acercan.

-¡Malditos, malditos sean, váyanse al infierno!- exclama y deja salir


todo su odio y toda su desesperanza en cada golpe que da. Tras unos minutos,
logra derrotarlos a todos.

Entonces se escucha un rumor tras la cortina y ésta se abre con lentitud,


para que la luz de la linterna deje ver a un hombre demacrado, sucio y
maloliente, que sostiene un gran machete.
312
-¿Han venido a rescatarme?

-No…- responde el padre. –Estamos buscando refugio… Mi mujer e


hijo…

-¡Aquí no hay lugar ni provisiones! ¡Váyanse a otra parte!- vocifera el


desconocido.

-Por favor, señor, tiene todo el lugar para usted. Nosotros sólo somos
tres…

-¡Que no! ¡Márchense!

El padre intenta dar un paso dentro, pero el extraño lo amenaza con el


machete y repite la orden -¡Váyanse ya!

El padre retrocede y contempla, con cólera contenida, cómo la cortina


comienza a descender poco a poco; a sus espaldas, la mujer solloza y se aferra
al niño con todo su dolor.

-¡Señor!- dice él de pronto y el hombre del machete se detiene.


Entonces el padre apunta con el arma y dispara. El desconocido cae muerto
con una bala en la cabeza. Sin decir palabra, la familia entra.

Debe tratarse de algún acceso para carga y empleados, pues tras la


puerta hay un corredor gris y sucio que asciende entre niveles ocultos al
público comprador. El padre cierra y asegura la cortina de hierro, y junto a los
suyos se aventura por el pasillo. Después de recorrer laberínticos niveles salen
al área conocida, atractiva, del centro comercial. Allí exploran un poco y, tras
asegurarse de que no hay peligro, eligen acampar en la que fuera la tienda
departamental más cara y lujosa de la ciudad. Escogen un área en el tercer

313
piso, desde donde a través de un inmenso ventanal se puede dominar gran
parte de los alrededores. Y lo que la familia ve desde allí es cada calle, cada
azotea, cada patio, cada jardín, plagado de muertos.

El padre va en busca de víveres, pero no halla nada más que unas


frazadas para cubrir al niño de este frío cada vez más intenso. Vuelve al lado
de su familia e invita a su esposa a dormir, mientras él monta guardia. Así, se
queda mirando por el cristal hacia la tierra poblada por los muertos. Tras unos
minutos, prefiere dirigir su mirada al cielo y ve ponerse el sol en un horizonte
sin nubes. Mira aparecer las estrellas, más pálidas que nunca y luego le parece
que se apagan, que se extinguen, una por una, hasta la más brillante y la más
lejana, hasta que sobre el mundo no queda más una gran negritud vacía y
homogénea.

El aire se torna más frío y hiere su nariz y sus pulmones. Piensa en su


hijo y en el daño que el clima y la falta de alimentos pueden causarle. Espera
encontrar pronto a otras personas, a otro grupo de sobrevivientes, que los
lleven a un lugar seguro. Pero hace semanas que no ve a otro ser vivo. ¿Serán
ellos, acaso, los últimos? La idea lo abruma y por un momento casi lo quiebra.
Pero no. Debe haber alguien más, en algún lugar del mundo, no muy lejos, que
sobreviva. Él tiene que resistir y proteger a su familia hasta que estén a salvo.
Por ellos debía seguir entero y con vida.

A mitad de la noche escucha los sollozos de su mujer que abraza al bebé


inmóvil. Déjala que se desahogue, piensa, por lo menos el pequeño está
durmiendo. Durante unos minutos él mismo se queda dormido, hasta que lo
despierta la luz del alba. Es un amanecer trémulo, medroso, con un sol pálido
y frío que se debilita, se consume, con cada segundo, con cada rayo que arroja
impotente al vacío. El padre se vuelve hacia su familia y encuentra a su esposa
314
sentada, con los ojos rojos, muy abiertos, abrazando el montón de frazadas en
las que está envuelto el niño.

-¿Qué pasa?- pregunta, pero ella no responde y él con un vuelco en el


corazón se aproxima hacia el bulto que ella sostiene y aparta las sábanas.

–No.- murmura entrecortado y lloroso cuando ve a su hijo pálido, con


los ojos blancos y vacíos, que le sisea con la boca abierta y voraz, y que
extiende hacia él sus brazos hambrientos y demenciales.

Entonces el padre, abatido, cae de rodillas.

-Fue en el estacionamiento. Esa cosa… alcanzó a morderlo.- explica


ella.

Él se incorpora poco a poco y toma el rifle entre sus manos.

-¿Vas a matar a nuestro bebé?- le pregunta ella mirándolo fijamente con


sus grandes ojos demacrados.

-No… No puedo.- dice él bajando el arma -Debemos… debemos dejarlo


e irnos…

-¿Abandonarás a nuestro hijo?

-¡Entiéndelo, esa cosa no es nuestro hijo!- y con un gemido se deja caer


de nuevo.

Tras unos segundos alza la mirada y la deja fija en los ojos de su esposa,
que se vuelven más serenos y comprensivos. Él ni siquiera lo ve venir cuando
ella mete su dedo en la boca del niño y éste le da fuerte mordisco que destroza
su carne y derrama su sangre.

315
El padre con las pocas fuerzas que le quedan, emite un grito inarticulado
de furia, dolor y derrota, pero ella, sin más temor, sin más dolor, le mira con
determinación y posa en su hombro una mano.

Él, furioso, aparta esa mano con violencia y de un salto se pone de pie.
Toma el rifle, apunta al niño muerto y a la mujer condenada… amartilla…
pero no dispara. Con lentitud deja caer el arma. Dirige una mirada triste,
perdida, a su familia.

Y estira la mano hacia ellos.

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