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viernes, 17 de enero de 2014

C.G. Jung - Henry Corbin, encuentros y desencuentros


La obra de Henry Corbin penetró en mi vida en 1996 con la lectura de su monografía sobre la
imaginación creadora de Ibn Arabi. Desde entonces le he leído a lo largo de los años y más de
media docena de sus libros ocupan un lugar destacado en la sección islámica de mi biblioteca. La
primera vez que leí algo sobre Jung, en cambio, se remonta a mucho más atrás en el tiempo,
quizás hacia 1978 y más de sesenta libros -suyos y de junguianos y discípulas junguianas- fui
leyendo en los veinticinco años siguientes sin parar. Así que, el encontrarme con este texto de
Henry Corbin sobre el Círculo Eranos (que aparece en varios capítulos de mi ensayo novelado "El
enigma de la tradición hiperbórea de los celtíberos de Numancia") ha sido una grata sorpresa
porque hasta ahora no había tenido en mis manos su libro El Imam Oculto, traducido por Agustín
López y María Tabuyo y editado por editorial Losada, cuya compra y lectura recomendamos.

C.G. Jung y Henry Corbin conversando en el Círculo Eranos

Fue en Teherán, en la primavera de 1954, donde recibí la noticia de que la Sección de Ciencias
Religiosas me llamaba a suceder a Louis Massignon en la dirección de los estudios islámicos. El
querido Massignon no era ajeno a esta elección. Yo conocía sus intereses y, fueran cuales fueran
nuestras diferencias de pensamiento, me consideraba el más cercano a él para prolongar la
dirección que él había dado a las investigaciones, si no en cuanto a su contenido, al menos en
cuanto a su sentido y su espíritu. Pero en el intervalo, exactamente en la primavera de 1949, yo
había recibido otro llamamiento cuyas consecuencias se hicieron sentir desde entonces en el
programa y el ritmo de mis investigaciones.

Me refiero a la invitación que me envió Olga Fröbe-Kapteyn para participar en el círculo Eranos
que ella había fundado en 1932, en Ascona (en el Tessin, junto al Lago Mayor); antes recordaba el
papel que en esa iniciativa había desempeñado la inspiración de Rudolf Otto. Esta participación
debía traducirse en dos conferencias de una hora cada una, en el mes de agosto de 1949. No
sospechaba que esta participación iba a repetirse durante más de un cuarto de siglo. He
testimoniado en un breve texto que se reproduce en este volumen lo que constituye el espíritu y
la realidad única de Eranos.

Sin duda lo que el círculo Eranos ha podido aportar a cada uno de los aproximadamente 150
conferenciantes que allí se sucedieron desde hace casi medio siglo, varía, necesariamente, de
forma considerable en cada caso. Están aquellos que no hicieron más que pasar por allí, un año o
dos, sin más, porque un indicio indefinible, misterioso, advertía que ni su naturaleza ni su
comportamiento lograrían armonizarse con una finalidad en sí misma difícilmente definible. En
cambio, estuvo el pequeño grupo de los que de año en año se convirtieron, sin haberlo
premeditado en absoluto, en el sostén del concepto de Eranos.

En cuanto a la función decisiva que Eranos haya cumplido para estos últimos, fue, ante todo,
además de adiestrarles en el dominio de su especialidad, la de llevarles a una libertad espiritual
integral. Cada cual descubría poco a poco y dejaba hablar a lo más recóndito de sí mismo. Toda
ortodoxia eclesiástica, académica o universitaria, de cualquier tipo, es completamente al círculo .
Este aprendizaje para ser abierta e íntegramente uno mismo se convierte en una costumbre que
no se pierde ya, por peligroso que tuviera que ser a veces en su rareza. Las conferencias de cada
sesión se publican en un grueso volumen en tres idiomas. La colección alcanzará en 1978 su
volumen 45, y constituye una verdadera enciclopedia para uso de los investigadores en las ciencias
de los símbolos. Cada uno de esos volúmenes ha representado para los participantes algo así
como un laboratorio, donde se tanteaba el primer ensayo de una investigación nueva. Para casi
todos, esos ensayos se han transformado en libros.

Ese espíritu de Eranos era alimentado y fortalecido por los intercambios de ideas entre quienes
componían el círculo, simbolizado por nuestra Mesa Redonda bajo el cedro, y por las amistades
que allí se entablaron en el curso de los años. Rudolf Otto, que había ayudado a Olga Fröbe-
Kapteyn a definir su concepción, no vino jamás.

En cambio, Carl Gustav Jung fue durante años algo así como el genio tutelar, esbozando sus libros
en conferencias que atraían a un numeroso auditorio de Zúrich. Las entrevistas con C.G. Jung eran
algo inolvidable. Tuvimos largas conversaciones en Ascona, en Küssnacht, en Bollingen, en su
torreón, al que me llevaba mi amigo Carl-Alfred Meier.

¿Qué decir de aquellas conversaciones sobre las que no querría dejar planear ninguna
ambigüedad? Yo era un metafísico, no un psicólogo. Jung era un psicólogo, no un metafísico,
aunque con frecuencia se haya codeado con la metafísica. Nuestra formación y nuestros objetivos
respectivos eran muy diferentes, y sin embargo nos entendíamos en el diálogo, hasta el punto de
que cuando apareció su Respuesta a Job, que fue destrozado ferozmente desde todos los lados
confesionales, yo quise dar una interpretación leal de su trabajo en un largo artículo que me valió
su amistad. Este artículo hacía de él, en alguna forma, un intérprete de la Sofía y de la sofiología.
¿Me atreveré a decir que la enseñanza y la conversación de Jung podía aportar a todo metafísico,
a todo teólogo, un don inapreciable, a condición de separarse de ellas en el momento oportuno?
Pienso en el precepto de André Gide: "Ahora, Nathanaël, tira mi libro ...".

Jung entre E. Newman y Mircea Eliade en el Círculo Eranos

Jung se defendía con fuerza y humor de ser "junguiano". Yo mismo fui amigo de Jung, pero jamás
fui "junguiano". Lo preciso porque, para muchos lectores superficiales o ingenuos, basta que uno
se refiera varias veces a un autor para que hagan de él uno de sus adeptos.
Lo que sorprendía de entrada a un filósofo en el psicólogo Jung era el rigor con el que él hablaba
del alma y de la realidad del alma, su insurrección contra la disolución del alma a la que conducían
alegremente el psicoanálisis de Freud, los laboratorios de psicología y tantas otras invenciones en
las que tan fértil es nuestro mundo agnóstico.

¿No es sintomático que de términos técnicos de Jung como "inconsciente colectivo" o "proceso
de individuación", en Francia parezca a menudo no retenerse más que el primero, y eso para
poner el acento en la palabra "colectivo"? Es de temer que el malentendido, completo o
incompleto, se prolongue.

Esta reserva expresa nos pone en condiciones de valorar lo que Jung fue el primero en discernir y
expresar mediante los conceptos Animus y Anima, aunque, desgraciadamente, el uso que de ellos
se hizo después se pareciera demasiado al de un pequeño aparato automático que se aplica, valga
o no valga, a cualquier caso. Pero la vía en la que nos ponía Jung era la del descubrimiento del
Imago interior. Reconocer en un rostro los rasgos y el brillo de esta Imago es entonces no agitarse
más en una vana búsqueda exterior de lo inaccesible, sino comprender que esa Imago está en
primer lugar presente en sí mismo, y que esta presencia interior la que me permite reconocerla en
el exterior.

Más tarde, yo debía ser absorbido, y lo sigo estando, por la metafísica de la Imaginación activa (la
"Imaginación agente") y lo que mis filósofos iraníes me llevaron a denominar, para diferenciarlo
del puro imaginario, mundo imaginal, mundo de las formas imaginales (mundus imaginalis,
equivalente literal del árabe 'âlam al-mithâl). Pero tenía que constatar esto. Todo lo que el
psicólogo enuncia sobre la Imago adquiere, para el metafísico, un sentido metafísico. Todo lo que
éste enuncia es interpretado por el psicólogo en términos de psicología. De ahí todos los
malentendidos posibles. Por eso decía anteriormente que después de habernos informado uno a
otro, había que aceptar la separación inevitable en el momento necesario.

Y esto vale para todas las admirables investigaciones a las que procedió C.G. Jung. Sus trabajos
sobre alquimia están basados en una documentación inmensa, y todo investigador en alquimia
debe leerlos y beber en ellos. De esas investigaciones, Jung deducía la idea de un "mundo de
cuerpos sutiles". La intuición era profundamente justa. Ese mundo de los cuerpos sutiles ha sido
definido y situado con rigor por los teósofos tradicionales del islam: el mundo intermedio donde
los espíritus se corporifican y los cuerpos se espiritualizan. Es, precisamente, el mundus imaginalis,
el mundo del Alma, el Malakût, primer mundo del Ángel.

Desgraciadamente, sea cual sea su voluntad restauradora del Alma y del mundo del Alma, le falta
todavía al psicólogo occidental disponer de esos cimientos o de ese marco metafísico que asegure
ontológicamente la función de ese mundo mediador, que preserva lo imaginal de los desórdenes y
las divagaciones de lo imaginario, de la alucinación y la locura. Ha sido por eso por lo que yo he
debido diferenciar radicalmente lo imaginal y lo imaginario. Pero dado que esta diferenciación
radical y decisiva apenas se ha admitido todavía normalmente, evito hablar, ante un psicólogo, del
Ángel y de la angelología que han ocupado un lugar tan grande en mis investigaciones.
Compárese la interpretación de las visiones de los profetas por un cabalista o por el ta'wîl de la
gnosis chiita, con el análisis que de ellas ofrece un psicólogo. Hay todavía una "profunda brecha"
entre ambas. La pérdida de lo imaginal en Occidente nos remite a toda la corriente surgida de
Descartes y Mersenne oponiéndose a los platónicos de Cambridge y a todo lo que representan J.
Boehme, Swedenborg, Oetinger. Es todo un "combate por el Alma del mundo" el que debemos
librar. La psicología junguiana puede preparar oportunamente el terreno del combate, pero la
conclusión victoriosa del combate depende de otras armas que las de la psicología.

Acabo de insistir sobre el caso y la obra considerable de C.G. Jung porque la simpatía que hubo
entre nosotros no es un misterio, pero también quiero despejar toda ambigüedad que haría de mí
el psicólogo que no soy, o me haría sospechoso de un "psicologismo" que siempre he combatido.

Dicho esto, las sesiones de Eranos fueron ocasión de muchos encuentros memorables y
duraderos: Adolf Portmann, el maestro en ciencias de la Naturaleza según el espíritu de Goethe;
Gerhard van der Leeuw, el gran fenomenólogo neerlandés de la res religiosa; D.T. Suzuki, el
maestro de budismo zen; Victor Zuckerkandl, incomparable fenomenólogo del discurso musical;
Ernst Benz, a quien ningún movimiento religioso de ayer o de hoy le es extraño; los amigos Mircea
Eliade, Gilbert Durand, James Hillman, ¿cómo nombrarlos a todos? Que lo sea en cualquier caso,
en un lugar privilegiado, mi amigo Gerschom Scholem, a quien los estudios de la Cábala le deben
una renovación total. Su obra monumental es para nosotros una mina inagotable. Mejor dicho,
nos hace escuchar un imperativo al que ya no nos podemos sustraer, a saber, que a partir de
ahora, no podemos desunir ya una de otra las formas del esoterismo en las tres grandes
"religiones del Libro".

Y en este mismo libro del Imam Oculto, encuentro estos otros párrafos sobre Jung

(...) Con signos, con "hierofanías" y teofanías, no se hace Historia. O más bien, el sujeto que es a la
vez el órgano y el lugar de la historia es la individualidad psicoespiritual concreta. La única
"causalidad histórica" son las relaciones de voluntad entre los sujetos agentes. Los "hechos" son
cada vez una creación nueva: hay discontinuidad entre ellos. De ahí que percibir sus conexiones no
sea formular leyes ni deducir causas, sino comprender un sentido, interpretar signos, una
estructura de conjunto. Por otra parte, sería conveniente que estuviera en el centro de este libro
el planteamiento de C.G. Jung sobre la sincronicidad, pues está en el centro de una nueva
problemática del tiempo. Percibir una causalidad en los "hechos" separándolos de las personas es
hacer posible, sin duda, una filosofía de la Historia, es afirmar dogmáticamente ese sentido
racional de la Historia sobre el que nuestros contemporáneos han construido toda una mitología.
Pero eso es entonces reducir el tiempo real al tiempo físico abstracto, esencialmente cuantitativo,
al de la objetividad de los calendarios profanos de los que han desaparecido los signos que daban
una cualificación sacral a cada presente.

(...)

Ha pasado el tiempo. Yo ignoraba entonces, que durante diez años permanecería fijado en
investigaciones y meditaciones sobre esta tierra de Irán, el país "color de cielo", con el leitmotiv
que tan justamente habían enunciado las conversaciones con Rudolf Otto trazando la curva de mi
destino personal. Si es cierto que éste se mide para cada uno en el campo de visión que le fue
abierto, debería dejar que las altas montañas de Irán dijeran cómo conservan la presencia latente
de las teofanías dispensadas a Zaratustra, la visión de los Arcángeles de luz que domina la filosofía
iraní desde Avicena y Sohravardî pasando por sus continuadores; la huella invisible de los pasos
del Arcángel Rafael enviado por el joven Tobías hasta esa Raghes cuyo paisaje dibuja su línea de
creta en el cielo sutil. Como si, a través de las recurrencias de sus visiones, de Zaratustra a
Sohravardî, su resurrector, de Mani a los gnósticos del islam chiita, el alma de Irán hubiera estado
siempre tras las huellas de aquella a la que su antigua cosmogonía llama la Fravarti -y a la que los
Fieles de Amor llamaban Madonna Intelligenza o Sofía-, aquélla que el "Parsifal" de los Hechos de
Tomás alcanza en el límite de un Oriente celestial que tipifica la "montaña del Señor", la montaña
que, al este, emerge de las aguas de un lago místico. Irán permite dar un nombre a esta búsqueda:
la Fravarti, el Ángel, pues no hay nombre que haga transparentarse mejor el prodigio de luz, sin el
que no queda más que lo Incognoscible, lo Innombrado; pero él te anuncia a ti mismo tal como
fuiste, amado y guiado desde el origen de los orígenes.

¿Era necesario que esas cosas fuesen formuladas? Pero, ¿se las formularía a menos que hubiera
una solicitación acuciante, y se cedería a ésta a menos que permitiera una total libertad para la
verdad, libertad para decirlo todo? Sin Eranos, el esfuerzo se habría visto aplazado, habría pasado
la hora en que todo eso fuera formulable. Y he aquí, pues, la segunda cita con el destino, el otro
punto decisivo de la curva, puesto que fue Rudolf Otto quien propuso el nombre de lo que iba a
ser Eranos. Y es "en Eranos" donde el peregrino venido de Irán debía conocer a aquél que por su
"Respuesta a Job" le hizo comprender la respuesta que él traía en sí mismo desde Irán. El camino
hacia la eterna Sofía. Que a C.G. Jung le sean dadas las gracias por ello.
Angel Almazán en 19:59

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Angel Almazán

Ángel Almazán de Gracia es periodista y escritor.También es webmaster del periódico y revista


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