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Cuerpos

Cuerpos Plegables
E
ste libro explora la atracción de
los ‘Siglos de oro’ por lo monstruoso.

Plegables
Varios trabajos recientes ya han
arrojado luz sobre la abundante representación
de cuerpos excesivos que afloran en los siglos
XVI y XVI y que parecen, acaso, reflejar el
lenguaje inflado y deformado a través del
cual son descritos en la literatura de la época.
Sin obviar sus logros, el libro intenta ir más
allá para mostrar que lo más sorprendente
de la monstruosidad en este periodo no es la Anatomías de la excepción en España
manera en que representa un exceso barroco,

en America Latina (Siglos XVI–XVIII)


Anatomías de la excepción en España y
sino la forma en que el exceso mismo está y en America Latina (Siglos XVI–XVIII)
estructurado en una imagen dual. Muchos
de estos ‘monstruos’ (hermafroditas, bicéfalos
o licántropos) ostentan un diseño geminado VÍCTOR PUEYO
que permanece, de hecho, inexplicado.
¿Qué explica tal anomalía? ¿Cómo contribuirá
esta excepción a modelar la imagen misma
de lo normal? ¿Qué tiene que ver con la
configuración del nuevo cuerpo político a
través del cual las relaciones sociales iban a
ser imaginadas, a partir de entonces, en el
mundo occidental?
VÍCTOR M. PUEYO es profesor titular en
el Departamento de Español y Portugués de
Temple University.

VÍCTOR PUEYO
Cubierta: Siamesas de Villa del Campo (1687). “Relación
verdadera y copia de un maravilloso portento que la Magestad
de Dios N. Señor ha obrado con una niña monstruosa.” En
Henry Ettinghausen. Noticias del siglo XVII: Relaciones españolas
de sucesos naturales y sobrenaturales. Barcelona: Puvill, 1995.
Cortesía de Puvill Libros.
DISEÑO: SIMON LOXLEY

An imprint of Boydell & Brewer Ltd


PO Box 9, Woodbridge IP12 3DF (GB) and
668 Mt Hope Ave, Rochester NY 14620–2731 (US)
Colección Támesis
SERIE A: MONOGRAFÍAS, 364

CUERPOS PLEGABLES
Tamesis

Founding Editors
†J. E. Varey
†Alan Deyermond

General Editor
Stephen M. Hart

Series Editor of Fuentes para la historia del teatro en España


Charles Davis

Advisory Board
Rolena Adorno
John Beverley
Efraín Kristal
Jo Labanyi
Alison Sinclair
Isabel Torres
Julian Weiss
VICTOR PUEYO

CUERPOS PLEGABLES

ANATOMÍAS DE LA EXCEPCIÓN EN ESPAÑA


Y EN AMÉRICA LATINA (SIGLOS XVI-XVIII)

TAMESIS
© Victor Pueyo 2016

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the author of this work has been asserted in accordance with
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First published 2016


Tamesis, Woodbridge

ISBN 978 1 85566 290 2

Tamesis is an imprint of Boydell & Brewer Ltd


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Índice

Lista de ilustraciones vii

Agradecimientos x

Introducción 1

1. Cuerpos bicéfalos – De María Ortegón a Benito Jerónimo Feijóo. 13


Verticalidad y asimetría: el monstruo plegado 15
Cómo imaginar una formación social: el monstruo desplegado 21
Apuntalando el temblor: el monstruo bicípite de Lima 31
Pleroma y Kenoma: nación, cuerpo y constitucionalidad 45

2. Cuerpos birraciales – De los cinocéfalos de Colón a las fábulas de


53
Samaniego.
Homo marinus: de tritones y hombres 56
Homo sylvestris: la anomalía salvaje 67
Fábulas constitucionales: cuando los animales hablen 76

3. Cuerpos bisexuados – De Brígida del Río a Dulcinea del Toboso. 87


El tercer sexo: morfobiología del hermafrodita 91
De afuera a adentro: soma androothé 91
De afuera a afuera: hermaphrodités 100
Legalidad y anomia hermafrodita. Notas sobre el nacimiento 114
del género sexual.
El hermafrodita y la ley/el hermafrodita como ley. 114
El género de lo irrepresentable: para leer a Dulcinea 135

4. Cuerpos bilocados – De la Dama Azul a Sor Juana Inés de la Cruz 147


Geografías de la excepción/cartografías del milagro: mujeres 153
bilocadas en el siglo XVII.
vi ÍNDICE

Agencias ingrávidas: mística y picaresca 164


El mediador evanescente: hacia Descartes. 175

Conclusiones 185

Bibliografía 195

Indice alfabético 213


Lista de ilustraciones

1. Siameses nacidos en Tortosa en 1634. En Relación verdadera 14


de un parto monstruoso nacido en la ciudad de Tortosa de una
pobre muger. Valencia: Miguel Sorolla, 1634. Biblioteca Nacional
de España. Cortesía de la Biblioteca Nacional de España.

2. Gemelos invertidos de Francisco Núñez de Coria. Libro 17


intitulado del parto humano, en el cual se contienen remedios
muy útiles y usuales para en parto dificultoso de las mujeres.
Alcalá de Henares: Juan Gracián, 1580. Biblioteca de la
Universidad Complutense de Madrid. Biblioteca Histórica de la
Universidad Complutense de Madrid. BH MED 1930.

3. Siamesas de Villa del Campo (1687). “Relación verdadera y copia 26


de un maravilloso portento que la Magestad de Dios N. Señor
ha obrado con una niña monstruosa.” En Henry Ettinghausen.
Noticias del siglo XVII: Relaciones españolas de sucesos
naturales y sobrenaturales. Barcelona: Puvill, 1995.
Cortesía de Puvill Libros.

4. Monstruo de Lima en los Desvíos de la naturaleza. Joseph de 34


Rivilla Bonet y Pueyo. Desvíos de la naturaleza o tratado del
origen de los monstruos. A que va añadido un compendio de
curaciones quirúrgicas en monstruosos accidentes. Lima: Joseph
de Contreras y Alvarado, 1695.
Courtesy US National Library of Medicine.

5. Monstruo de Medina Sidonia. Juan de Nájera. Disertación 49


curiosa o discurso phísico-moral sobre el monstruo de dos
cabezas, quatro brazos y dos piernas, que en la ciudad de
Medina Sidonia dio a luz Juana González. Sevilla: s.n.,1736.
Biblioteca Capitular Colombina. Sevilla. Signatura: 25315(25).
viii LISTA DE ILUSTRACIONES

6. El niño Juan de Acosta. Relación verdadera de un monstruoso 66


niño que en la ciudad de Lisboa nació. Barcelona: Esteve
Lliberós, 1628.
CRAI Biblioteca de Reserva. Universitat de Barcelona.

7. Hombre-pez aparecido en la villa de Rota. Relación y pintura 67


verdadera, de un prodigioso monstruo, en forma de pez, que se
ha aparecido en la Villa de Rota. Valencia: Francisco Ciprés,
1669.
Ms. 700.82 (Biblioteca Històrica. Universitat de València)

8. Antonietta González retratada por Lavinia Fontana (1595). 72


Lavinia Fontana: Retrato de Antonietta González. Óleo sobre
lienzo. Musée du Château, Blois.
© Château royal de Blois. Photo: F. Lauginie.

9. Francisco de Goya. Capricho 40: “¿De qué mal morirá?” (1799). 83


Aguafuerte. Colección Plácido Arango. Museo del Prado,
Madrid.
© Museo Nacional del Prado.

10. Juan Sánchez Cotán: Brígida del Río, la barbuda de Peñaranda 88


(1590). Óleo sobre lienzo. Colección Real. Museo del Prado,
Madrid.
© Museo Nacional del Prado.

11. Hermafrodita nacido en Madrid. “Relación verdadera y caso 102


prodigioso y raro que ha ocurrido en esta Corte el día catorce
de mayo de este año de 1688.” En Henry Ettinghausen. Noticias
del siglo XVII: Relaciones españolas de sucesos naturales y
sobrenaturales. Barcelona: Puvill, 1995.
Cortesía de Puvill Libros.

12. José Ribera: Magdalena Ventura con su marido (1631). Óleo 108
sobre lienzo. Hospital de Tavera, Toledo.
Hospital Tavera, Toledo. Fundación Casa Ducal de Medinaceli.

13. José Ribera. Santa María Egipcíaca en éxtasis (c.1640). Óleo 111
sobre lienzo.
Colección Pérez Simón (México).
LISTA DE ILUSTRACIONES ix

14. “Hermaphroditicum pedibus aquilinum.” Ulisse Aldrovandi. 118


Monstruorum Historia cum paralipomenis historiae omnium
animalium. Bolonia: Tebaldini, 1642.
Universiteitsbiliotheek Gent (Belgium).

15. Dulcinea andrógina de Andreas Bretschneider. Tobias Hübner. 140


Cartel, Auffzuge, Vers and Abrisse… Leipzig: Henning, 1614.
Herzog August Bibliothek Wolfenbüttel: 441.17 Hist. (1).

El autor y los editores agradecen a todas las instituciones y personas


mencionadas el permiso de reproducción de los materiales de los que son
titulares. Se ha hecho todo lo posible por contactar con dichas instituciones y
personas; no obstante, quisiera expresar mis disculpas por cualquier omisión.
La editorial las enmendará gustosamente en las siguientes ediciones, si las
hubiere.
Agradecimientos

Nunca he agradecido nada por escrito, pero es un verdadero placer poder hacerlo.
Agradezco a la Universidad de Temple (Filadelfia) el apoyo financiero y
académico brindado, sin el cual este proyecto habría sido irrealizable; a Tamesis
el trato recibido y a mis compañeros, excompañeros y estudiantes su infinita
paciencia. Agradezco a todas las instituciones y bibliotecas que tuvieron la
bondad de abrirme sus puertas para husmear sus fondos, casi siempre sin suerte;
a cada uno de los conserjes y ujieres de cada uno de los museos que visité;1 a
esos sacrificados bibliotecarios que se dedican a digitalizar libros de otro modo
inaccesibles y cuyos dedos, oportunamente inmortalizados sobre la copia, nos
recuerdan que detrás de todo trabajo intelectual hay un trabajo manual anónimo,
cómplice y a menudo desinteresado. Agradezco a mis colegas del círculo de
Filadelfia (ustedes, los “tempranillos”), sus doctos consejos y su lectura de
partes, extensas en algunos casos, del manuscrito: Jesús Botello (University of
Delaware), Marina Brownlee (Princeton University), Israel Burshatin (Haverford
College), Gloria Hernández (West Chester University), Chad Leahy (University
of Denver), María Cristina Quintero (Bryn Mawr College), Jorge Téllez
(University of Pennsylvania), Felipe Valencia (Utah State University) y Sonia
Velázquez (Indiana University). Gracias también a Rocío Quispe-Agnoli
(Michigan State University), Joan Cammarata (Manhattan College), Kathrin
Theumer (Franklin & Marshall College) y María Mercedes Carrión (Emory
University) por cometer la amable temeridad de invitarme a sus paneles en
MLA y NeMLA, donde pude poner a prueba tres de los cuatro capítulos del
libro. Gracias a Javier Gómez Gil, por su inestimable (y muy estimada) ayuda
con los textos en latín. Y, en fin, gracias a Diego Simeone por volver a hacer
los domingos tolerables, al transporte público y a sus trabajadores, a todos los
amigos y compañeros de Stony Brook que me alojaron en sus casas cuando me
convertí en un sin techo, poco después de estallar la recesión de 2008; a Ricky,
camarero malayo del restaurante Penang; a Isabel Lozano Renieblas (Dartmouth

1 Mi reconocimiento especial a la Colección Pérez Simón en México, a la que pertenece


la obra Santa María Egipcíaca en éxtasis de Ribera y con cuya fundación no conseguí ponerme
en contacto para solicitar su permiso de reproducción.
AGRADECIMIENTOS xi

College), Luis Beltrán (Universidad de Zaragoza) y Harry Weiner (Stony Brook


University) por su permanente aliento a través de los años; a Juan Escourido
(University of Pennsylvania) por estar ahí cuando me dio un ataque al corazón
y a Ana Fernández Cebrián (Princeton University) por eso mismo y por todo
lo demás. No quiero dejar de acordarme de los ladrones que se llevaron la
computadora donde guardaba archivos que nunca pude recuperar y que contenían
el germen, seguramente nefasto, de lo que después sería este libro. Un abrazo
a ellos también, por obligarme a reescribirlos, por terminar de decidir los
detalles. No existe ningún género de trabajo que no sea colectivo, que no esté
imbricado en una red de personas que acaso no se conocen, pero que se necesitan
y se corresponden, porque sus actos describen un mismo itinerario: el itinerario
de lo común.
Introducción

Este libro quiere explorar la fascinación por la monstruosidad en los siglos XVI
y XVII. Quiere hacerlo, además, de una manera diferente. Su propósito es
aplicar un tour de force a un argumento foucaultiano. Cuando se trata de
describir el proceso de formación del sujeto moderno, lo importante no es
mostrar cómo los cuerpos son disciplinados por el poder a través de los diversos
dispositivos e instituciones que lo administran, sino examinar cómo las
condiciones imaginarias en que se inscriben estos cuerpos modelan, mucho
antes, los mecanismos de disciplina que después se imprimen sobre ellos,
clasificándolos, censándolos o sometiéndolos a un régimen discursivo concreto.
Si sirve ahora una aclaración muy gráfica que tiene que ver con el tropo central
de este volumen, el poder solo pliega los cuerpos que ya presentan, de antemano,
una distribución simétrica de sus contornos, de sus formas, de sus vacíos y
oquedades. Mi objetivo es explicar el proceso simbólico que conduce, en la
transición al modo de producción capitalista, a este particular reparto de lo
sensible por el cual los cuerpos maravillosos exhiben un diseño – hasta donde
es posible constatar – necesariamente dual.
Fue quizá Michel Foucault el primero en advertir la frecuencia con que
cierta configuración geminada del cuerpo adquiría un relieve inédito entre
finales del siglo XV y mediados del XVIII. Lo hizo en una de sus lecciones
celebradas en el Collège de France (el 22 de enero de 1975) y recogidas después
en Les Anormaux. Al tratar de remitir la genealogía del individuo desviado
a la figura jurídica del monstruo, Foucault nos brindaba una inolvidable
definición de lo monstruoso. El monstruo presupone para Foucault la mezcla
de dos reinos, el reino animal y el reino humano. En su cópula imposible se
cifra el tabú de una doble transgresión: la transgresión de la ley civil y la
transgresión de la ley divina de la que la ley civil extrae sus fundamentos
“legales”. Según Foucault, el monstruo, en tanto excepción, no solo resulta
ilegible con respecto a la ley, sino que también constituye aquello cuya exclusión
permite fundar la ley misma, definir la normalidad de lo legal. Tres son sus
posibles variaciones. Foucault las ordena con respecto a tres edades: en la
Edad Media, el monstruo geminado que prevalece es la mezcla entre el hombre
y la bestia (el licántropo, el hombre con cabeza de pájaro o de pez, etc.); en
2 VICTOR PUEYO

el Renacimiento – entre el siglo XVI y principios del XVII – predomina la


obsesión por los hermanos siameses o monstruos de dos cabezas; finalmente,
en la Edad Clásica, que comprendería para Foucault desde mediados del siglo
XVII hasta casi el XIX, el monstruo que se privilegia es el monstruo doblemente
sexuado, el monstruo hermafrodita.
Podría parecer a primera vista que el influjo magnético de estas tres épocas
predeterminadas como totalidades históricas estructura la clasificación de
Foucault y, hasta cierto punto, así es. El impulso tomado por el Foucault de las
“epistemes” seguía todavía vivo en la obra del pensador francés a mediados
de los años setenta. Esta triple clasificación obedece, sin embargo, a una
motivación ulterior: la necesidad de diferenciar tres formaciones discursivas
con arreglo a la manera en que conocimiento y poder están íntimamente
entretejidos en las prácticas de discurso, tal y como se define su interacción
en la Arqueología del saber. Si el poder precisa “realizarse” (en el argot kantiano
que subyace a esta problematización) en formas del saber que se asocian
automáticamente a dominios disciplinarios específicos, no es difícil entender
que la teratología, la obstetricia (como subdominio de la filosofía natural) y la
anatomía médico-legal bien podrían jugar el papel de estas tres disciplinas a
la hora de modelar las distintas representaciones del monstruo, como también
a la hora de valorar sus resultados.
Al leer por vez primera este texto de Foucault, tiempo después de comenzada
mi investigación, pensé que el panorama que proponía podría haber servido de
pauta y de esqueleto para organizar eficazmente los capítulos de un libro que
todavía no había sido escrito. La evidencia empírica desmentía a cada paso, no
obstante, esta distribución sucesiva de los distintos tipos de monstruos geminados,
cuestionando también la aplicabilidad del modelo arqueológico en que descansaba.
Entre finales del siglo XVI y principios del XVII, los monstruos siameses
conviven con los hermafroditas y éstos con los monstruos que habitan el
interregno entre el reino animal y el reino de lo humano. Unos y otros se
entrecruzan y se solapan, se mezclan y confunden en su ya de por sí abigarrada
fisonomía. Esto sucede a la par que la filosofía natural no ha logrado emanciparse
de la teología, ni la medicina – lo que ahora entendemos por medicina – de la
filosofía natural. Su omnipresencia, por lo que concierne al caso español, es
invaluable. El monstruo de doble cuerpo inunda el imaginario del Imperio y
sus aledaños en semejante medida, me atrevería a notar, a como la configuración
multitudinaria o “en enjambre” de los cuerpos en la llamada cultura de masas
contemporánea domina la despensa de imágenes del capitalismo global.
Por supuesto, la atracción que el monstruo, ostento, portento o maravilla de
la naturaleza ejerce sobre el inconsciente ideológico español en el transcurso
de estos dos siglos es mucho más amplia que la que proyecta la figura del
monstruo geminado. Tratados de medicina, compendios jurídicos, relaciones
INTRODUCCIÓN 3

de sucesos y textos literarios se entregan compulsivamente a la recopilación de


casos excepcionales muy variopintos que tienen lugar dentro y fuera de la
península, cuando no a su examen, a su comentario o a su reglamentación.
Existe ya, a este respecto, una ingente bibliografía que se ha ocupado de los
monstruos en el contexto hispánico y que lo ha hecho en su valiosa e irrenunciable
generalidad. A la hora de ordenar semejante maraña de cuerpos, sin embargo,
el investigador no puede sino corroborar la constancia de este patrón morfológico
que se repite y que vertebra el propio corpus de datos – corpus de cuerpos – de
una manera muy especial, postulándose como una especie de a priori que
justifica su recopilación y que se instituye como su insólita razón de ser. La
frecuente disposición geminada de estas excepciones alcanza, además, múltiples
desarrollos que no necesariamente coinciden con la estructura de aquella triple
clasificación de Foucault: nacimientos de niños siameses, juicios a adultos con
dos sexos, monjas que se bilocan, cuerpos adosados, especímenes divididos en
su especie por la mitad (centauros, sirenas, tritones, etc.) a los que se concede
una inquietante carta de naturaleza y, en suma, cuerpos con miembros repetidos
y reflejados en la pantalla de su propia anatomía como en un espejo. Cuanto
más se amplía esta nómina, más obvia resulta la imposibilidad de escalonar sus
diferencias, de introducir cortes epistémicos entre sus junturas. Antes bien, lo
que el relativo carácter generalizado de este escenario parece exigir es una
metodología que desborde el ámbito de las formaciones discursivas y que
exponga las condiciones estructurales de la secuencia histórica en que se larvan
estas excepciones, en que germinan y terminan desplegándose.
La cronología de Foucault no proveía, ciertamente, este marco metodológico.
De hecho, el panorama se complicaba todavía más si considerábamos que la
cuestión del monstruo geminado se ubicaba en el centro del propio proyecto
filosófico de Foucault y no en sus márgenes; especialmente, en lo que concierne
a uno de sus problemas medulares: el problema de la subjetivación.
Un breve excurso teórico será necesario aquí. Recuérdese que, para Foucault,
el sujeto no precede al poder decir ni al poder ver: procede del encuentro de
un poder decir y un poder ver específicos, que confluyen en una norma de
representación. Pero, a la manera kantiana, la verdad (la verdad de las cosas
y la verdad del sujeto) se resistía a coincidir con esta norma y ocupaba un
espacio intermedio entre el saber y el ser, entre el lenguaje y las cosas existentes.
Este espacio es un abismo que el lenguaje no puede franquear. Lo único que
puede traducir el ser al saber, y el saber al ser, es el poder. Foucault entiende
la relación entre el lenguaje y las cosas como potencia: la potencia del lenguaje
de adaptarse a las cosas y la potencia de las cosas de someterse al lenguaje.
Ahora bien, si esto era cierto, y si toda relación del ser con el lenguaje era
una relación entre el ser/poder y el saber/poder, esto significaba que la verdad
debía tener una posición al mismo tiempo exterior e interior con respecto a
4 VICTOR PUEYO

él. De ahí que Foucault identifique la verdad o el ser-sí-mismo con la resistencia,


a la vez dependiente de y contraria al poder; y de ahí que coloque cada uno
de estos monstruos geminados dentro de una coyuntura epistémica diferente
y al mismo tiempo sugiera que cada uno de ellos constituye una excepción
con respecto a ella. Cuando, en el modelo disciplinario, el poder se cierne
sobre la vida para atraparla, para abducirla, la vida se revela como resistencia
al poder, como resto inherente a todo poder ejercido, poder constituido y
poder constituyente. La imagen del monstruo geminado era, pues, la imagen
bifronte del poder y de aquello que ejerce de límite con respecto a él, la imagen
misma de la verdad. Esa imagen que Gilles Deleuze, partiendo de la misma
problemática nietzscheana que Foucault, caracterizaba como un pliegue, una
doblez del afuera hacia el adentro, o (como Deleuze lo pone) hacia el afuera
del adentro, resultado de plegar el poder sobre sí mismo. El pliegue sería la
manera en que una fuerza es afectada en su acto de afectar a otra. Como
resultado de su efecto “envolvente”, surgirían las condiciones de reflexividad
que hacían posible – por fin – pensar el sujeto y no simplemente la “sujeción”
a una identidad fija e inconmovible.
El planteamiento de Foucault/Deleuze es así de, digamos, abstracto, pero
no resulta difícil referirlo a casos históricos específicos. Pensemos, por lo que
toca a la transición al modo de producción capitalista, en la paradójica situación
de las prostitutas a finales del siglo XV, donde la única vía de emancipación
con respecto al derecho de señorío sobre el cuerpo es ejercer el señorío del
propio cuerpo, términos en los que todavía describen su venalidad La Celestina
de Fernando de Rojas o La Lozana andaluza de Francisco Delicado; o pensemos,
sin más, en lo que significa para Étienne de la Boétie el ejercicio de la
“servidumbre voluntaria” (valga el oxímoron) en la Francia del siglo XVI.
Ahora bien, Deleuze formula el pliegue como un proceso universal e inacabado
que, además, debe renovarse constantemente para ser efectivo. En ningún
momento identifica este proceso con un proceso inmanente al devenir histórico.
Todo lo más, caracteriza el Barroco como un tipo de pliegue particular: el
pliegue barroco. Esta tensión (la tensión entre el pliegue como condición
universal de la subjetivación y el pliegue como producto de un cierto momento
histórico) es una tensión que Deleuze no parece resolver, pero cuya latencia
misma resultaba ineludible. Pues invitaba, no en vano, a abordar la cuestión
del Barroco desde un prisma diferente; no como un “movimiento artístico”
(¿hacia dónde?) o como una “hegemonía cultural” (¿de qué?), sino como la
fase de un proceso de subjetivación que encontraba su correlato objetivo en
esta curiosa afluencia de cuerpos plegados, replegados y desplegados que nos
ocupa ahora. De lo que se trataba, entonces, era de averiguar qué particularidad
encarnaban, qué dibujo trazaban aquellos cuerpos para que su pliegue pudiera
dar lugar, con el tiempo, a un cierto tipo de sujeto.
INTRODUCCIÓN 5

El presente trabajo se compromete a acometer esta investigación. Es cierto


que la existencia de estos monstruos geminados no puede ser considerada per
se, sino dentro del marco general que impone la ecuación entre monstruosidad
y exceso, especialmente desde finales del siglo XVI. Bajo las coordenadas de
un aristotelismo todavía dominante en el nivel epistemológico, la monstruosidad
se interpretaba como un exceso de materia con respecto a la forma sustancial
que esculpía la silueta de los cuerpos. Así sucede en los Desvíos de la naturaleza
o tratado del origen de los monstruos (1695), tratado peruano firmado por
Joseph de Rivilla Bonet y Pueyo que, refiriéndose a la naturaleza de los
“ostentos” (monstruos capaces de anticipar un hecho catastrófico), afirma que
“ostento es el que nace con monstruosidad de miembros dentro de la especie
humana” (fol. 3v). En esta definición, como en otras a lo largo del texto, la
palabra monstruosidad equivale a exceso o desmesura en el número. Son
monstruos los que consisten en la suma de diversas especies, pero también
“los que dentro de una sola nacen con forma excesiva de miembros” (fol. 9r).
El autor del enigmático tratado no descubre nada nuevo: ni las relaciones de
sucesos ni libros de curiosidades como los de Ambroise Paré (1573) en Francia
o Ulisse Aldrovandi (1642) en Italia habían dejado de registrar la inverosímil
existencia de seres con miembros múltiples: hidras, cefalópodos humanos y
no humanos, hombres y mujeres con varias piernas o varios brazos. El bilbaíno
Pedro de Andrada recoge, en una noticia de 1613, el nacimiento de un niño
“con treinta y tres ojos naturales y perfectos, en orden y compás divididos por
todo su cuerpo, el cual vivió treinta y tres días y habló tres veces palabras de
mucho ejemplo” (fol.1). Los avistamientos de cíclopes y gigantes que yacen
esparcidos por relaciones y misceláneas, como el famoso monstruo de Polonia
o como la giganta Eugenia Martínez Vallejo, doblemente retratada por Juan
Carreño de Miranda en 1680, responden, asimismo, a esta lógica del exceso,
conditio sine qua non del monstruo a ambos lados del Atlántico.
Pero si el exceso que frecuentemente se vincula al Barroco constituye, por
lo general, el criterio y denominador común de lo monstruoso, lo que nos
preocupará en adelante (y lo que delimita en gran parte un espacio por explorar)
no es tanto el exceso mismo como su frecuente distribución simétrica. Este
equilibrio – o desequilibrio – en la superficie de cuerpos provistos de una doble
articulación es aquello que permanece inexplicado por la coartada del exceso.
Su estudio nos brinda una magnífica oportunidad de complicar y completar la
concepción tradicional del Barroco como exceso (exceso de significado, exceso
significante), de otorgarle nuevos perfiles epistemológicos. Los mencionados
Desvíos de la naturaleza, por ejemplo, se presentan de manera explícita como
un tratado general sobre el origen de los monstruos, pero arrancan, en realidad,
de un estudio de caso: el del nacimiento de un niño de dos cabezas en la ciudad
de Lima apenas unos meses antes de la publicación del opúsculo, el 30 de
6 VICTOR PUEYO

noviembre de 1694. En éste, como en otros muchos ejemplos, el gobierno secreto


de una doble facies, su capacidad de seleccionar o incluso de producir los casos
que después se someten a escrutinio, se legislan o se castigan, confiere validez
a la pregunta básica de este trabajo: ¿cómo puede explicarse la sobreabundancia
de cuerpos geminados en el tránsito hacia los modos de producción económicos
y simbólicos que hoy consideramos modernos? ¿En qué medida preludian, si
no terminan de configurar, los moldes imaginarios que con el tiempo albergarán
al sujeto de esa supuesta modernidad?
Como corresponde a un estudio que trata de descifrar el misterio de cierta
simetría, quiero proponer una estructura plegable. De sus cuatro largos capítulos,
los dos primeros están conectados entre sí, al igual que los dos últimos. Cada
una de estas dos partes mantiene, asimismo, una unidad orgánica, aunque todos
los capítulos se pueden leer por separado. Este plan recoge, por lo demás, los
ámbitos discursivos que parecían deducirse del texto de Foucault (la teratología,
la obstetricia y la medicina legal) y añade uno nuevo que Foucault tal vez prefirió
omitir: la mística.
En el primer capítulo discutiré el inusitado interés que despertaba entre los
físicos de la España de los Austrias el nacimiento de niños “bicípites” o, lo que
es lo mismo en la jerga médica de la época, de niños con dos cabezas. A través
de ese ángulo oblicuo e imprevisto que proyecta la excepción, el médico, el
teólogo y el jurista (con frecuencia la misma persona) habrán de dar nombre a
un evento que alteraba las coordenadas ontológicas de lo entonces posible: la
existencia de dos almas en un mismo cuerpo. Tendrán que hacerlo literalmente,
ya que si el recién nacido, siempre al borde de la muerte, debe ser bautizado
ipso facto, es necesario decidir de inmediato si hay que administrarle una o dos
veces el sacramento del bautismo. En este pliegue entre la vida y la muerte, la
duda engendra una serie de preguntas: ¿dónde reside el alma, en la cabeza o en
el corazón? En el primero de los casos, ¿se ramifica el alma a través del sistema
nervioso? ¿Bastaría entonces con bautizar, por ejemplo, un pie que sobresale
del bajo vientre materno durante el parto o sigue siendo necesario verter el agua
sobre la cabeza (sobre cada una de las cabezas, en este caso)? De la exitosa
traducción castellana de las Historias prodigiosas de Pierre Boaistuau (llevada
a cabo por Andrea Pescioni en 1601) a la Curiosa y oculta filosofía de Juan
Eusebio Nieremberg (1649), de los mencionados Desvíos de la naturaleza a la
correspondencia del Padre Benito Jerónimo Feijóo, todas estas preguntas
disponen los términos de un debate ideológico que precisa del escenario de la
excepción para desarrollarse con propiedad . Destaca entre todas ellas la duda
sobre la posición relativa de los dos siameses. Dentro de un orden simbólico en
el que lo político toma la forma de un cuerpo (el corpus mysticum del estado
absolutista) y en el que las ciencias naturales son, en consecuencia, inseparables
de las ciencias políticas, la colocación de los huéspedes de ese cuerpo es la clave
INTRODUCCIÓN 7

de una alegoría que se antoja vital para comprender la constitución simbólica


del sujeto de las formaciones sociales capitalistas. El paso de una relación de
subordinación o relación vertical entre los habitantes del cuerpo político a una
relación propiamente horizontal es precisamente lo que permite pensarlos como
los “socios” de esas formaciones sociales que de otro modo habría que dar por
supuestas. Se tomará como ejemplo, a este efecto, el caso de la compleja
formación social del virreinato del Perú a finales del siglo XVII, para compararla
después con la muy diferente gestación del cuerpo político metropolitano que
Feijóo disecciona en la anatomía de otro monstruo: el monstruo borbónico
nacido en Medina Sidonia a principios del siglo XVIII y todavía, de diferentes
maneras, vivo en la actualidad.
El segundo capítulo se adentrará en el estudio de los monstruos propiamente
híbridos: aquellos que constan de una mitad animal y una mitad humana. El
viaje nos llevará de los tardíos bestiarios medievales a la obsesión por los
cinocéfalos u hombres perro que los Diarios de Cristóbal Colón exportan a
América, para desembocar en otros textos fundamentales como la Historia
general y natural de las Indias de Gonzalo Fernández de Oviedo (primera parte,
1535) o la Historia general de las cosas de Nueva España de Bernardino de
Sahagún (1540-1585). Los bestiarios (manuales, en realidad, de teratología
monstruosa) sobreviven camuflados en los libros de medicina de los siglos XVI
y XVII y en una prolífica y promiscua literatura que circula en pliegos sueltos
y que condensa los paradigmas existentes en cuerpos individuales con nombres
y apellidos, verdaderos memes de la época. Muchos de estos casos se exhibirán
en las ferias cortesanas cuanto menos hasta bien entrado el siglo XVII. Se
abordarán algunos bien conocidos, como el de la familia de licántropos canarios
de Pedro González o el del niño molusco Juan de Acosta. Será, sin embargo,
la relativa afluencia de monstruos marinos en los compendios teratológicos de
la transición lo que definitivamente reclamará la atención de este capítulo. Estos
monstruos traducen ansiedades ultramarinas que revelan la dificultad de
simbolizar al “otro” indígena de las colonias. Cuando hablamos de monstruos
híbridos o cripto-zoológicos no debe pasarse por alto, de hecho, el subtexto de
raza que tarde o temprano acaba por asomar su hocico tanto en los relatos
españoles como en las crónicas americanas. Están en juego los límites raciales
de ese sujeto político en ciernes, terminus ad quem de un proceso civilizador
en el que el ciudadano se define negativamente con respecto a la exclusión del
otro animal. En consecuencia, es de suma importancia comprender cómo el
derecho europeo legisla a través de diversas herramientas simbólicas la
monstruosidad del otro americano, pero lo es casi todavía más aislar esa fase
en su desarrollo por la cual la noción misma de ciudadanía – también en Europa
– se apuntala sobre un evento de barbarie que coincide con la exclusión inclusiva
del monstruo. En medio de todo este proceso aparece, como si se tratara de un
8 VICTOR PUEYO

melancólico eslabón perdido, la secuencia horizontal del hombre-monstruo que


desfila por la literatura de cordel española y cuya contraparte en América es
un cuerpo mestizo. El mejor testimonio de su deriva irresuelta es, tal vez, la
sintomática copia de fábulas de animales que florecerán alrededor de las cartas
magnas tanto en la península como en los virreinatos y que se erigirán, a la
postre, en verdaderas ficciones constitucionales.
El tercer capítulo versa sobre seres bisexuados. Los relatos sobre hermafroditas
se multiplican paralelamente a como lo hacen los de monstruos bicéfalos o los
de monstruos (como los llama Foucault) “birreinales”. Dos tendencias conviven
por lo que se refiere a la representación del cuerpo hermafrodita. La primera,
de origen galénico, concierne a todos aquellos sucesos en los que el hermafroditismo
se presenta como una condición latente. El patrón suele ser siempre el mismo.
Una mujer de aspecto o hábitos varoniles levanta sospechas entre sus convecinos
o – frecuentemente se trata de una monja – correligionarias. Se produce algún
hecho insólito por el cual un miembro viril emerge en el lugar que debería
habitar su vagina. A veces, incluso, emerge de la propia vagina. La mujer es
examinada y el médico o las comadronas dictaminan su cambio de sexo. A este
patrón responden las noticias históricas, harto difundidas durante el siglo XVII,
de María Pacheco y Magdalena Muñoz, pero también relatos literarios como
la poco conocida novela El andrógino de Francisco Lugo Dávila o algunas
versiones novelescas y dramáticas de las peripecias de Catalina de Erauso, la
famosa monja alférez que se fugó de un convento donostiarra para convertirse
en soldado de fortuna. Es, empero, una segunda tendencia, la tendencia a
considerar la perfecta disposición simétrica de genitales masculinos y femeninos
en un mismo cuerpo, la que ofrece un nuevo escenario de indecisión jurídica a
nuestra discusión. Según la ley vigente, el beneficiario de esta doble condición
debía juramentar su adhesión a uno de los dos aparatos genitales de su cuerpo,
so pena de muerte en caso de infringir su propia voluntad con el uso de los
genitales opuestos. A través de un minucioso examen de las fuentes de ese
género híbrido que fue, durante el siglo XVII, el de la medicina judiciaria, se
plantea la siguiente paradoja: el intento de proscribir el pecado de la sodomía,
del que el hermafrodita era siempre sospechoso, posibilita y valida al final el
acto mismo que quiere evitar, permitiendo la unión homosexual de hermafroditas
que, en las pautas mismas de esa ley, elegirían cada uno el sexo contrario para
poder contraer matrimonio. Acaso por motivos puramente filológicos, la mayoría
de estas fuentes médico-jurídicas (que están en latín y que nunca fueron
traducidas a una lengua vernácula, aunque sí repetidamente reeditadas) han
permanecido hasta ahora en una razonable penumbra. Entre muchas otras, se
cuentan la Disputatio de vera humani partus naturalis et legitimi designatione
(1628) de Alfonso Carranza, las Resolutiones medicae de Gaspar Bravo de
Sobremonte (1649) o el Tractatus de re criminali del jurista valenciano Lorenzo
INTRODUCCIÓN 9

Mateu y Sanz (1677). El examen de estos textos, en buena medida sobreseídos


hasta la fecha, revela un significativo enclave de coincidencia entre la prohibición
y la legitimación de lo prohibido que recomienda, acaso, una revisión de los
fundamentos de nuestra moderna noción de género. Aceptaremos este reto con
Don Quijote como telón de fondo y destino final de nuestras reflexiones.
El cuarto y último capítulo tiene que ver con la bilocación del cuerpo completo,
con su desdoblamiento en dos cuerpos que ocupan simultáneamente espacios
diferentes. Su emblema es sor María de Ágreda, que a principios del siglo XVII
revela a su confesor Juan de Torrecilla haberse bilocado a tierras del actual
Nuevo México para evangelizar a la por entonces desconocida tribu de los
jumanos. Sorprendentemente, el testimonio del Memorial de Alonso de Benavides
(1630), misionero a la sazón por aquellos lares, confirma la versión de la monja,
que continúa recluida en su monasterio de la localidad soriana de Ágreda. El
clérigo franciscano insiste en que una delegación de la mencionada tribu se
había acercado voluntariamente a la misión portando crucifijos. Obedecían los
indígenas, o decían obedecer, a una hermana vestida de azul, que se les había
aparecido en cuerpo presente y les había aconsejado exigir a los franciscanos
su bautismo. La popularidad de la monja, confidente, corresponsal y consejera
de Felipe IV tras la desaparición del conde-duque de Olivares, ha hecho aparecer
este evento como un evento aislado. Nada, sin embargo, dista más de la realidad.
La bilocación era un recurso frecuente, una estrategia de desubicación constante
practicada por monjes y monjas de la época para desafiar los muros físicos e
ideológicos de la clausura. Destacan en España religiosas como Luisa de Carrión,
María de León Bello o la capuchina murciana Úrsula Micaela Morata. En el
virreinato del Perú tenemos a sor Ana de los Ángeles y San Martín de Porres,
primer santo de raza negra en América, mientras que en Colombia destaca la
figura de Jerónima Nava Saavedra. La relevancia de esta práctica de la bilocación
estriba en su manera de cifrar los fundamentos imaginarios de un acto que,
desde su confusa y permanente exposición a la jurisdicción penal, debería ser
considerado como un acto político. Por lo que a sor María de Ágreda se refiere,
la monja se enfrentaría en dos ocasiones a sendos procesos con la Santa
Inquisición, el último en 1650. En ambos la excepción legal se refugia en la
casuística del milagro. Ante el reto de conquistar un lugar de enunciación propio,
ante la dificultad – o la imposibilidad – de representar cierta separación entre
la esfera pública y la esfera privada, el discurso de la mística provee una insólita
solución de compromiso: representarlas como dos cuerpos diferentes. Como si
se tratara de un intento de prolongar el periplo trasatlántico que María de Ágreda
emprende a principios del siglo XVII, esta práctica se contagiará a la cultura
conventual de la Nueva España hasta encarnarse en el Primero Sueño de Sor
Juana Inés de la Cruz. La historia de este trayecto es una historia todavía por
contar, de la que este capítulo aspira a ser apenas su primer bosquejo.
10 VICTOR PUEYO

En el presente estado de cosas, sigue ganando terreno dentro de las


humanidades la tendencia (implícita o explícita, en la práctica o en la teoría)
de poner en cuarentena el momento político que engrasa y cancela toda formación
social, de identificar la estructura del acontecimiento que impulsa o depone
cualquier atisbo de cambio. Foucault creyó, como es sabido, que la política
consistía en desenmascarar las dinámicas de poder que subyacían a instituciones,
disciplinas o prácticas supuestamente neutrales. El poder se infiltraba
subrepticiamente en la vida cotidiana, habilitando a su vez islas de resistencia
que ocupaban esa intersección entre biología y política llamada por Foucault
biopolítica. Pero con el paso de los años, y a medida que el neoliberalismo
consolidaba su hegemonía, hemos podido comprobar que las resistencias que
surgían en esa zona de contacto eran asimiladas cada vez con más facilidad
por el poder que inicialmente las había producido y que ahora, de repente,
requería de ellas para reproducirse, casi como si fuera un virus. De ahí el
pronóstico de un foucaultiano como Giorgio Agamben, para quien existe una
tendencia histórica por la cual los contornos de la vida biológica se pliegan cada
vez más a los de la vida política hasta fundirse con ellos. Tendremos tiempo de
evaluar sus tesis en el cuerpo del presente estudio. El hecho es que a aquella
concepción de lo político como elemento interior de un engranaje de poder,
como resistencia que lo afirma y lo contrarresta, empieza a oponérsele otra que
entiende la política no como una fuerza negativa que regula el todo, sino como
el negativo del todo mismo. Para Jacques Rancière, sin ir más lejos, la política
es un corte, un evento que interrumpe y reorganiza el marco de lo sensible; la
política es lo contrario de este orden constituido al que el filósofo francés llama
policía. Esta manera de entender el evento político tiene, a mi entender, una
repercusión fundamental. De acuerdo con su planteamiento básico, el evento
político no sería la imagen invertida de una fuerza configurada a partir de la
ideología dominante. Muy al revés, su relativa exterioridad con respecto a ella
invita a pensar que este evento político debería tener su propia forma, por más
que el todo que fragmentaba y volvía a organizar estuviera, como lo estaba,
ideológicamente constituido. Mi objetivo, al estudiar la anatomía de un cuerpo
que se duplica sin explicación aparente, no era otro que el de aislar en el plano
imaginario esa forma de lo político, representar la imagen misma de la ruptura;
capturar, en definitiva, el nexo fantasma entre el corpus estamental y la sociedad
civil, eje intermedio entre el súbdito (desmembrado de un cuerpo) y el ciudadano
(miembro de un entramado societario) que los une y al mismo tiempo los separa
como si fuese su bisectriz.
Este libro pretende, desde luego, tomarle el pulso teórico a la disciplina e
incorporar las aportaciones de autores como Jacques Rancière o Giorgio
Agamben al campo de los “siglos de oro” hispánicos, pero también señalar sus
límites, someterlas al desafío de su propia historicidad. Las anatomías de formas
INTRODUCCIÓN 11

geminadas que proliferan en el presente intervalo histórico permiten entender


hasta qué punto ese momento político es el resultado de exacerbar los contornos
simbólicos de cuerpos ya imaginados, de plegarlos sobre sus propias costuras;
de desafiar (y en ese sentido ratificar) su inevitable constitución ideológica.
Asimismo, entre las ambiciones de este libro está también la de producir lecturas
transversales de una serie de clásicos literarios solo aparentemente dispersos
(Colón, Santa Teresa, Mateo Alemán, Cervantes, sor Juana, Peralta Barnuevo
o Feijóo) que quedan, en virtud de esta aproximación, vinculados a una secreta
y con suerte fecunda genealogía. Por el camino, sin embargo, será inevitable
preguntarse por la relación existente entre esta atracción que ejercen los cuerpos
geminados y ciertos patrones estructurales constitutivos de las formaciones
sociales de los primeros modos de producción capitalistas, tanto si hablamos
de la subjetividad política (y su estricta división de lo público y lo privado)
como si nos referimos a la división de poderes que se establece en el marco
estatutario del estado moderno.
Resulta ocioso indagar si la emergencia de los fenómenos que a continuación
presentaré son causa o efecto de toda esa serie de dislocaciones que hoy
constituyen el lexema de lo cotidiano. Obviamente, las dos cosas son ciertas en
diferentes niveles de causalidad, pues en ningún caso (ni siquiera en el caso de
que estuviéramos hablando de una mera homología) las preguntas que se
desprenden de ella dejarían de ser igualmente decisivas, igual de devastadoramente
cruciales. Si, como sugieren las habituales alegorías que afloran en los tratados
de medicina, los bicéfalos recién nacidos auguran un cisma o división de poderes
dentro del cuerpo político, ¿cómo puede la naturalización de la bicefalia promover
y normalizar esta duplicidad? ¿En qué medida las clases mestizas de las colonias
son excluidas de una incipiente agenda nacional en base a la existencia de
taxonomías médicas que avalan la existencia de monstruos mitad humanos y
mitad bestias? ¿Qué papel desempeñó la legislación del hermafroditismo y su
puesta en práctica en el progresivo desarrollo de la subjetivación del género
sexual? ¿Por qué tantas mujeres religiosas comienzan, desde principios del siglo
XVII, a fantasear con la idea de la bilocación, aun a riesgo de exponerse a graves
acusaciones que las abocarán, no pocas veces, a peliagudos procesos
inquisitoriales? Son preguntas furtivas, incluso peregrinas, que aparecerían
como caprichosamente elegidas si no fuera porque todas ellas convergen, antes
o después, en la silueta de un cuerpo geminado. Que su respuesta sea o no
satisfactoria depende, con absoluta certeza, de nuestra capacidad para reconocer
el lugar que esta corporalidad ocupa en un largo camino de disociación y
consolidación de instancias simbólicas que culminará con la emergencia del
sujeto moderno. En buena medida, este libro no habría podido concebirse sin
una hipótesis de partida que luego se vería refrendada – al lector le corresponde
juzgar si con mayor, menor o ningún éxito – por la evidencia recogida después.
12 VICTOR PUEYO

Se trata de la hipótesis de que en el origen de la noción de sujeto no hay una


subjetividad previamente latente, ni un a priori trascendental; ni siquiera esa
vaga imagen lumínica que traduce a términos espirituales lo que hasta entonces
no era más que la sospecha de su existencia. En el origen histórico del sujeto
hay, por el contrario, un cuerpo, un cuerpo doblemente constituido. Lo que
sigue a continuación es el intento de llevar a cabo su autopsia.
1

Cuerpos bicéfalos

De María Ortegón a Benito Jerónimo Feijóo

El jesuita español Juan Eusebio Nieremberg refiere en su Curiosa y oculta


filosofía (1643) el parto en Génova de dos hermanos siameses, fechado el doce
de marzo de 1617. El hermano principal (pues esta es la jerarquía que se establece
entre ellos) tiene en el momento en que Nieremberg escribe doce años y se
comporta como cualquier otro niño de su edad: “habla, y trata a los que ve, y
juega, y se entretiene, y hace todas las demás acciones humanas propias de los
de sus años, como si no tuviera embarazo alguno” (fol. 63).1 El hecho, sin
embargo, es que sí está embarazado. De su tórax cuelga otro cuerpo ligeramente
mayor, aunque deforme: el de su hermano siamés. Tiene tres dedos en cada
mano, un pie y algunos dientes crecidos en la parte superior de la boca, con los
que aprieta cuando le dan algo que morder. Tal es su deformidad, que muchos
médicos que lo observaron contemplaron la posibilidad de que este segundo
hermano careciera de alma. No es, ni mucho menos, el único caso de bicefalia
del que Nieremberg da cuenta. A continuación, cita algunos ejemplos que no
pasará a detallar: en Lovaina (1536), en París (1560) y en Portugal (1628, esto
es, solo un año antes) habían nacido niños de similares características, cuya
noticia se confunde, previsiblemente, con testimonios de San Gerónimo y San
Agustín. Destaca, entre todos ellos, el parto de María Ortegón, natural de
Tortosa, sucedido el seis de marzo de 1634:

Ahora recientemente en Tortosa, del Reino de Aragón, una mujer que se


llama María Ortegón parió a dos muchachos pegados o aplastados, de
manera que hacían un monstruo muy notable. Tenía en las espaldas dos

1 Esta apreciación permite ponerle fecha a la redacción del enigmático tratado, partiendo
de las numerosas referencias que en las literaturas vernáculas europeas confirman la fecha de
nacimiento de este monstruo genovés. Si el monstruo tenía doce años en 1629 en este momento
y el autor alude poco después el nacimiento de la niña de Tortosa (1634) como reciente, eso debería
significar que el autor preparó el manuscrito en este intervalo de 1629-1634. Sobre el monstruo
de Génova, véase Bondeson (vii-xxvi), Pender (157-161) y Del Río Parra (Una era 100-114).
14 VICTOR PUEYO

espinazos y, de la izquierda, le salía una mano, que tenía forma de dos manos
pegadas con ocho dedos. En el remate inferior del espinazo izquierdo le
salía un pedacillo de carne. Tenía también dos secesos para los excrementos
y tenía delante, en la parte natural, sexo de mujer. (fol. 73)

Figura 1. Siameses nacidos en Tortosa en 1634.

Nieremberg debió de leer una relación de sucesos que llevaba circulando


profusamente durante la última década. Publicada en Madrid ese mismo año,
relataba cómo María Ortegón u Ortego, de la Almunia de doña Godina (provincia
de Zaragoza), había acudido con su marido Juan al Hospital de Santa Cruz de
Tortosa preñada de ocho meses.2 Allí había sido asistida en el parto de una
criatura con dos cabezas, tres piernas y un sexo cuanto menos ambiguo, pues
a la vagina, que “parecía ser de perra vuelta del revés”, se le sumaba ese apéndice
de carne que notaba Nieremberg y que tenía el tamaño de “un grano de almendra
no muy grande” (fol. 2). El manuscrito, ilegible en algunos tramos, añade a la
descripción del galeno una ilustración también dividida en dos partes, en la que
se muestra a la niña recién nacida (María Juana es su nombre) de frente y de
espaldas (figura 1). En ambos casos, y como si de una tosca alegoría jánica se
tratara, una de las caras mira hacia arriba con gesto sereno, apacible, los ojos

2 La relación está incluida en Ettinghausen (37-38).


MONSTRUOS BICÍPITES: DEL CUERPO MÍSTICO AL CONTRATO SOCIAL 15

bien abiertos y la frente erguida; la otra, mientras tanto, exhibe un gesto


compungido, tiene la cabeza ligeramente inclinada, los ojos entrecerrados y
mira al suelo.

Verticalidad y asimetría: el monstruo plegado


Esta distribución asimétrica de los gemelos no es en modo alguno excepcional.
Antes bien, se repite en los tratados médicos, compendios de curiosidades y
relaciones de sucesos que registran nacimientos de niños bicéfalos entre mediados
del siglo XVI y principios del siglo XVII y que son, por lo demás, sorprendentemente
abundantes. Su recurrencia parece demandar una interpretación que estos
opúsculos y crónicas se resisten a brindarnos. El cordobés Juan Rufo, dueño
de una tintorería, galán y con el tiempo cronista de don Juan de Austria, ensaya
algo parecido en sus Seiscientas apotegmas (1597), colección de epigramas y
breviario de costumbres de la España finisecular que nos deja esta lectura de
otro misterioso parto bicéfalo:

Nacieron dos hermanos de un mismo parto, y aunque suelen estos mellizos


parecerse infinito, eran aquellos diferentes en extremo, porque el uno era
ingenioso y el otro material: sanguino el uno y el otro melancólico. Y la
misma desigualdad corría en los talles, costumbres y profesión. Visto
lo cual, dijo: “que no eran dos, sino uno mismo”. Preguntado por qué,
respondió: “Porque el uno es el cuerpo y el otro el alma.” (53)

Lejos de explicar el problema, Rufo lo desplaza al terreno de la ontología


médica hipocrática y aristotélica, convirtiéndolo, respectivamente, o bien en
un desequilibrio de humores (“sanguino el uno y el otro melancólico”) o bien
en un desequilibrio de sustancia (“el uno es el cuerpo, y el otro el alma”).3
Francisco Núñez, médico y poeta toledano, expresa en su Libro intitulado del
parto humano (1580) este carácter unitario de los dos gemelos con una apropiada
metáfora: “algunas veces acaece que dos yemas estén en una cáscara, y ansí

3 Algo, por lo demás, perfectamente normal en lo que respecta al tráfico simbólico en la


transición al modo de producción capitalista, donde la cuestión de la naturaleza del ser sigue
vinculándose a la problemática feudal del cuerpo providencialmente determinado por sus fluidos
constitutivos, ya hablemos de los humores hipocráticos o de la sangre interpretada como ousía
a través de las corrientes del aristotelismo escolástico medieval. Los tratados médicos
cronológicamente aledaños así lo recogen. En el contexto del parto, el Libro intitulado del parto
humano de Francisco Núñez (1580) combina en todo momento las dos líneas teóricas. Véanse
también la Corónica e historia general del hombre (1598) de Sánchez Valdés de la Plata (fols.
97r-99r) o los Tratados de medicina, cirugía y anatomía (1605) de Andrés de León (fols. 91v-93r),
por citar algunos casos importantes. Para examinar la filiación feudal de los discursos aristotélicos
e hipocráticos, me remito al libro fundamental de Rodríguez Gómez (Teoría 334-335).
16 VICTOR PUEYO

pienso que se debe entender […] si lo que [se] pare es monstruo, como escribe
Euchario Rhodion que acaeció en Vuendenberga, a donde dice haber nacido un
cuerpo con dos cabezas” (fol. 14v).4 Núñez se refiere a la localidad de Württemberg
(suroeste de Alemania) y al Der Rosengarten del médico germano Eucharius
Rösslin. En su traducción inglesa de 1540 (recientemente editada bajo el suntuoso
título de The Birth of Mankind: Otherwise Named, The Women’s Book), Rösslin
recomienda especial precaución si el feto: “hath but one body and two heads,
as appeared in the 17th of the birth figures, such as of late was seen in the
dominion of Württemberg” (100). Las ilustraciones de Rösslin, muchas de las
cuales están reproducidas tal cual en el Libro de Núñez, conservan la misma
distribución desigual de los gemelos, siameses o no, en cualquiera de sus
posiciones uterinas concebibles. En la ilustración del monstruo de Württemberg
una cabeza sonríe y la otra hace una mueca de disgusto. En otra ilustración,
que Núñez toma prestada y que reproduzco aquí por constituir una variante
diferente de la misma jerarquía oposicional, los gemelos separados aparecen
en posición invertida: el que nace bien (de cabeza) tiene los ojos abiertos y el
que nace mal (por los pies) los tiene cerrados (figura 2).
Pocos años después, el francés Pierre Boaistuau narraba un ejemplo muy
similar en sus Histoires prodigieuses, que habían tenido una respetable difusión
en España a partir de la traducción de Andrea Pescioni en 1603. El “monstruo”,
nacido en Beaumont hacia 1571, tenía “dos cuerpos, el uno de ellos tan perfecto
y cumplido cuanto una criatura humana lo puede tener. Y el otro cuerpo, que
es de otro niño, está conjunto y pegado con él por la parte delantera del pecho
y vientre” (fol. 292r y v). De nuevo, el segundo cuerpo, más pequeño esta vez,
es una excrecencia que sobresale del primero; de nuevo, también, las funciones
biológicas que se le atribuyen son vicarias: su único movimiento es cierto
resuello apagado, apenas el eco de un corto latido que se produce en el interior
del cuerpo principal, como si el segundo cuerpo fuera un mero tambor o caja
de resonancia. Finalmente, y para regresar al caso que nos ocupaba al comienzo,
Nieremberg cita al cirujano real Ambroise Paré, tan leído, probablemente, como
su compatriota Boaistuau, pero mucho más respetado que él en los magros
círculos médicos e intelectuales de la corte española:

También Ambrosio Paredo dice que él abrió a un monstruo de dos cuerpos


y cabezas, y cuatro piernas, pero que tenía un solo corazón. Gemma Friso
[se refiere a Cornelio Gemma y al famoso caso del monstruo de Lovaina,
mencionado antes] también vio en Lovaina, año de mil quinientos y treinta

4 Núñez es el autor del poema épico sobre Bernardo del Carpio La Lyra Heroica, dividido
en 14 libros y prologado por Juan López de Hoyos. También escribe el misógino Tractado del
uso de las mujeres, delirante manual de uso del sexo femenino publicado en 1572.
MONSTRUOS BICÍPITES: DEL CUERPO MÍSTICO AL CONTRATO SOCIAL 17

y seis, a dos niños trabados por el vientre y pecho, con distintas cabezas,
brazos y manos, que como eran de dos fueron cuatro. Pero abiertos se halló
que no tenían sino un corazón. (fol. 73)

Figura 2. Gemelos invertidos de Francisco Núñez (fol. 39r).

Un solo corazón o, mejor dicho, dos corazones aplastados el uno contra el


otro, encontraron también los forenses en el cadáver de María Juana, la hija
de María Ortegón. Que ambos hermanos o hermanas compartieran un mismo
corazón no era, de hecho, algo casual.5 Dentro de esta distribución asimétrica
de los cuerpos siameses, era lógico pensar que si solo uno de los cuerpos tenía
alma, ésta habría de encontrarse en un lugar que no se diera por duplicado.
De otro modo, habría que suponer que dos almas convivían dentro del mismo
cuerpo, lo que conllevaba, como veremos más adelante, un serio obstáculo
teórico. Entre los “asientos” que solían barajarse (el corazón y el cerebro, con
mucha menor frecuencia el hígado), el segundo solía copar la preferencia de

5 Sólo cinco años después, en 1639, los Avisos de José Pellicer rememoraban un caso
idéntico: “En el Condado de Aviñón, en Francia, se dice por cierto que una labradora parió un
monstruo con dos cabezas que se besaban una a otra y un solo cuerpo. Bautizáronle y murió
luego. Abriéronle y le hallaron sólo un corazón” (62).
18 VICTOR PUEYO

los filósofos naturales ya desde finales del siglo XVI.6 A grandes rasgos, esta
elección era una elección entre el corpus aristotélico y el corpus platónico.
Por un lado, los partidarios del corazón se parapetaban en la autoridad de
Aristóteles, que en su Del sentido y lo sensible (capítulo II) establecía que el
cerebro es solamente una especie de “refrigerador” de aquellas pasiones que
el corazón produce en caliente y distribuye por el cuerpo a través de la sangre
(21);7 por el otro, existía una corriente platónica, que impulsará Galeno y que
arrancaba del Timeo, según la cual el alma racional reside en la “médula
cerebro”, aproximadamente ese lugar que Descartes llamará poco después
– aunque en un contexto distinto – la “glándula pineal” (235). La ubicación
del alma (racional e inmortal) en la mitad superior del cuerpo procuraba,
como es sabido, toda una serie de símiles que el humanismo explotaría para
promocionar la dignidad del hombre, apoyándose en el tópico platónico
(también recurrente en el Timeo y en el Filebo) de que la cabeza era a lo bajo
corporal lo que el cielo a la tierra.8 Esta oposición entre el corazón como
depósito y surtidor de sangre y la cabeza como “centro de mando” que refleja
el orden superior del cosmos constituía, a la postre, el eje rector de un debate
entre el viejo escolasticismo aristotélico y los vestigios de un platonismo
erasmista o reformista (también “aristotelizado”, en cualquier caso) que
palidecía ya a finales del siglo XVI, pero que todavía tendría que dar sus
últimos coletazos.9

6 Contra esta creciente tendencia, el aristotelismo sustancialista más conservador refutaba


la primacía del cerebro con el hallazgo de supuestos seres sexticípites o incluso hepticípites,
como el famoso monstruo de Cerdeña del que se hacen eco numerosas relaciones de sucesos a
mediados del siglo XVII. En su Physica curiosa, el jesuita Gaspar Schott habla, por ejemplo, de
un remarcable hombre hidra (579). La preferencia sobre el cerebro, no obstante, ya se manifestaba
en la Silva de varia lección del erasmista Pedro Mexía (1540) y se consolidaría con el advenimiento
de la ideología clásica (“ilustrada”) en obras como la Institutio Physica Curiosa de Peter Wolfart
(1712) mucho antes de llegar a España con Feijóo.
7 En su De partibus animalium (libro III, cap. 3), Aristóteles ya notaba que el corazón es
el asiento de toda sensación, lo que lo convertía en su centro, ya que los animales solo poseen
alma sensitiva (Historia 125). En el caso de los seres humanos, cuyas afecciones sí conciernen
al alma racional, queda claro que es el corazón el que se conmueve cuando el alma resulta afectada
(Acerca del alma 111).
8 Puesto “que en el intelecto tenemos el rey de cielo y tierra” (Timeo 53). Ver Rico. El símil
alcanza hasta Sánchez Valdés de la Plata (fol. 218).
9 Para rastrear los orígenes del debate entre los dos órganos en la Edad Media, acúdase al
artículo de Le Goff. Sin duda, la sombra de este debate es alargada. Todavía Inocencio María
Riesco Le-Grand, en el capítulo V (“De los monstruos”) de su Tratado de embriología sagrada
(1848), se hace eco de él: “Se ha observado en la mayor parte de los monstruos de dos cabezas
que no tienen más que un corazón, aun cuando por los afectos encontrados se ha presumido que
tenían dos almas, lo que prueba que el alma no reside en el corazón” (146). El texto aparece
citado también en el capítulo XIV del tratado de Luis Büchner Fuerza y materia. Estudios
populares de historia y filosofía naturales (1855), titulado “Asiento del alma” (140-154). Son, en
todo caso, intervenciones residuales en una polémica clausurada.
MONSTRUOS BICÍPITES: DEL CUERPO MÍSTICO AL CONTRATO SOCIAL 19

El bautismo era el acto improrrogable que llevaba este debate a la práctica.


A la hora de evaluar los artefactos discursivos que intervienen en la configuración
histórica del sujeto, el primer sacramento suele pasar sorprendentemente
desapercibido. Convendría, sin embargo, no subestimar un ritual que supone
la primera y en muchos casos la última exposición del cuerpo al lenguaje en la
cronología de una vida, teniendo en cuenta que la tasa de mortandad infantil
durante el parto rondaba el veinticinco por ciento en el siglo XVII.10 La precaria
presencia de una criatura de dos cabezas incrementaba la urgencia del bautismo,
pero también, y sobre todo, instauraba una duda razonable sobre el número de
veces que se había de administrar: una vez, si era uno el cerebro o el corazón;
dos, si eran dos los asientos del alma. Con el monstruo todavía vivo, y ante la
imposibilidad de diluir esta duda mediante una autopsia, la decisión había de
tomarse in situ para impedir que el alma del inocente pudiera recalar en el
purgatorio. Las dos opciones eran conflictivas. Si verter el agua una sola vez
podía privar a una de las almas del sacramento, hacerlo dos veces amenazaba
con acarrear su nulidad por inadecuación al cuerpo bautizado.
El dilema tendrá que dirimirse en el territorio del lenguaje, pues desde el
principio no había sido otra cosa, ciertamente, que un problema de lenguaje;
un problema que no tenía que ver tanto con la existencia física de un cuerpo
doble como con su constitución simbólica e incluso, cabría decir, con su estatuto
ontológico, con la propia configuración del cuerpo como lenguaje. Una
interrupción en la manera de concebir el cuerpo implicaba directamente una
fractura del orden simbólico en el que las cosas se aparecían como lógicas.
Benito Jerónimo Feijóo parece advertir perfectamente este hecho en su
“Monstruo bicípite”, traviesa respuesta a una consulta epistolar de Luis de la
Serna sobre un niño siamés nacido en Medina Sidonia en 1736.11 Después la
estudiaremos en profundidad, pero valga ahora un breve anticipo. Oponiéndose
a la sabiduría médica convencional de la época, Feijóo defenderá que el bautismo
de un pie que asoma por el bajo vientre materno no garantiza técnicamente la
salvación del recién nacido, por más que ese pie permanezca atado al cerebro
a través del cableado de los nervios o al corazón a través del tendido vascular
de las venas y arterias que atraviesan el cuerpo. Su razonamiento apela a un
defecto de forma. Podría argumentarse que las pías intenciones del sacerdote
oficiante, confiando en que quedaran bautizadas cuantas almas pudiera contener
el cuerpo del monstruo, bastarían para avalar el éxito del bautismo. Pero Feijóo
nota que poco importará la intención del ministro si, al final, la fórmula que

10 Ver López Cerezo (54).


11 El texto sería recogido en sus Cartas eruditas y curiosas y enmendado en una nota a la
“Paradoja decimocuarta. Deben ser bautizados debajo de condición los hijos de madre humana
y bruto masculino” en sus Paradojas políticas y morales (Obras 297).
20 VICTOR PUEYO

la materializa es ego te baptizo y no ego vos baptizo. El primer enunciado


produciría una incompatibilidad entre el significante y el referente en el caso
de que el cuerpo albergara dos almas, es decir, en el caso de que ese pie que
se bautizaba estuviera atado por los tendones y los nervios a sendas almas
cerebrales, pues Feijóo ubica el alma en el cerebro. Lo mismo sucedería,
además, en el supuesto contrario: que la fórmula utilizada fuera la segunda
(forma plural) y el cuerpo solo albergara un ánima en su seno. En el caso
concreto del monstruo de Medina Sidonia, la fórmula singular habría resultado
en el fracaso del bautismo de dos individuos. “Fue inválida la forma y a ninguno
bautizó”, sentencia Feijóo (482). De este modo, la excepcionalidad del cuerpo
bicípite provocaba el colapso del sacramento en sus propios términos, lo hacía
inconsumable dentro de su propia lógica ritual. Escapar a esta aporía requería
un protocolo de emergencia y como tal, sin duda, se había implementado en
los casos que se documentan a lo largo del siglo XVII. En los dos casos
paradigmáticos con los que hemos comenzado, el problema se emplazaba a la
secuencia inmediatamente posterior del ritual: el momento de nombrar al
monstruo, el momento de producir un predicado nominal (“tú eres”) que diera
nombre al sujeto.12
Por lo que respecta al caso concreto del monstruo de Génova narrado por
Nieremberg, la cuestión se resuelve mediante una ingeniosa y calculada solución
de compromiso: al niño que nace “completo” se le da el nombre de Lázaro
(Lázaro Coloreto o Colloredo) y al que surge de su pecho como su apéndice o
su prolongación se le llama Juan Bautista (fols. 63-64). La decisión hay que
entenderla en su alusión a una doble economía del signo. Funciona como la
cruz cristiana que se coloca en la sepultura de un cuerpo anónimo e irreconocible
y que designa una doble presencia: la presencia del ritual y la presencia del
alma enterrada. Llamar al hermano excesivo Juan Bautista, es decir, asignarle
un nombre y el nombre del acto mismo por el cual el bautismo se lleva a cabo,
era tal vez la única manera de salvarlo sin arriesgar conjeturas (conjeturas
sobre su sexualidad, sobre su forma o sobre su mera existencia separada) cuya
inexactitud pudiera hacer peligrar la validez del sacramento. Este último, a fin
de cuentas, siempre era cierto. Se trata también de la solución barroca por
excelencia: cuando existe un elemento excesivo que las redes del lenguaje no
pueden capturar, las redes del lenguaje mismas se convierten en el referente
de su propia tentativa de asignar significado. El resultado es un cuerpo que a
pesar de no coincidir totalmente con el lenguaje que trata de aprehenderlo (y

12 Sobre la casuística del bautismo en particular y las summae de casos de conciencia en


general, pueden consultarse los trabajos recientes de Del Río Parra (“Bautismos con nieve” y
Cartografías 70-94) por lo que respecta al siglo XVII. En su contexto europeo, y con mayor
atención al siglo XVIII, destaca el de Patrick Tort. Sobre el texto de Feijóo, ver Read (92).
MONSTRUOS BICÍPITES: DEL CUERPO MÍSTICO AL CONTRATO SOCIAL 21

al que sigue excediendo) queda de esta manera nombrado en el interior de su


umbral de representación, contenido en la materialidad misma de esas redes
o sustituido por ellas.
Pero esta solución no pasaba de ser una solución ad hoc. Más interesante era,
sin duda, la que se aplicaba al caso de María Juana, la niña bicípite que María
Ortegón y Juan Xinto concibieron en Tortosa; una solución que se extendería a
muchos más casos a lo largo del siglo XVII y que es, por tanto, la que nos interesa
ahora. El problema de la bicefalia se resolvía aquí aplicando el paradigma que
estructuraba la posición vertical de las almas dentro del cuerpo en un eje
sintagmático horizontalmente dispuesto. Este enclave de simbolización horizontal,
esta promesa de sutura, se lograba dándole dos nombres a un cuerpo dividido
en lugar de nombrarlos por separado. María Juana es María y es Juana al mismo
tiempo que es María Juana. Naturalmente, ya no hay lugar en este sintagma para
un cuerpo completo, cuya representación cede a la lógica suplementaria del
cuerpo doble: el cuerpo “primario” no estará terminado sin su necesario apéndice,
sin la interiorización de ese otro cuerpo siamés que lo cancela y lo completa en
su seno. Dentro del cuerpo de María Juana, tanto María como Juana podían
considerarse bautizadas sin necesidad de someterse a un segundo ritual, como
si el acto mismo del bautismo garantizara su equidistancia.
Naturalmente, esta distribución horizontal de los gemelos hace aflorar otras
cuestiones colaterales. Llama la atención, por ejemplo, que María Juana adopte
el nombre de su madre y el de su padre. El hecho podría atribuirse, en principio,
a la mecánica vascular del linaje de una criatura cuyo centro es el corazón, ese
único corazón que transporta la sangre de ambos progenitores a través de un
menudo circuito de venas y arterias y la distribuye por todo el cuerpo. Nada
puede objetarse a un hecho, por lo demás, casi trivial. Pero no es menos cierto
que semejante decisión (fundir el nombre del padre y de la madre) contribuía
también a resolver aquella duda que surgía en torno al sexo del monstruo bicípite,
nombrándolo como mujer dentro de un régimen de representación ideológicamente
tolerable. No entraré ahora en la dimensión de género que esta especie de
representación desplegada del cuerpo conlleva a principios y mediados del siglo,
pues el capítulo tercero está dedicado exclusivamente a esta cuestión. Lo que
quiero destacar ahora es la existencia de un cuerpo en nudo que se desprende
de ella y que constituye, a grandes rasgos, el objeto de este libro en su conjunto.
En el transcurso del presente capítulo mostraré cómo su disposición horizontal
y simétrica sustituiría paulatinamente al reparto asimétrico y vertical del cuerpo
geminado a medida que nos adentramos en el siglo XVII. Lo haré, además,
guiado por la convicción de que el examen de estos casos excepcionales revela
los contornos ocultos de un cuerpo mucho mayor: el cuerpo político de las
primeras formaciones sociales netamente capitalistas en España y América
Latina. En su problemática manera de concebir las excepciones estaba cifrada,
22 VICTOR PUEYO

al fin y al cabo, la anatomía de sus reglas, la historia de sus diferencias, la


crónica de sus semejanzas y sus especificidades.

Cómo imaginar una formación social: el monstruo desplegado


El proceso de constitución de este cuerpo en nudo es un proceso lento y complejo
a ambos lados del Atlántico. En el capítulo once del libro sexto (llamado “Libro
de los depósitos”) de la Historia general y natural de las Indias, Gonzalo
Fernández de Oviedo recoge la primera noticia de criaturas bicípites en América,
si excluimos aquellas que pertenecen al acervo precolombino y que merecen,
en justicia, un capítulo o incluso un libro aparte.13 Según el testimonio de
Fernández de Oviedo, dos niñas pegadas por el abdomen, hijas de Melchora y
Juan López Ballestero, nacieron en Santo Domingo el diez de julio de 1533.
Tomaban también el nombre de sus padres (Juana y Melchora), pero fueron
bautizadas por separado. En su doble bautizo se advierte esa suerte de
desequilibrio interno por el que una es la gemela principal y la otra constituye
esa especie de resto excesivo o de negativo complementario con respecto a su
hermana. Lo que las diferencia es precisamente aquello que las vincula, siempre
en una posición de mutua exclusividad: “la una lloraba y la otra callaba” […];
“dormía la una y la otra estaba despierta” (172). Esta discordia naturalis
estructura desde dentro los casos de bicefalia que se observan hasta finales del
siglo XVI. Por un lado establece, como veíamos, un régimen de dependencia
cerrado: la separación de los siameses no es más que una manera de subrayar
que uno de ellos difiere y depende del otro. Por otro lado, además, esta distribución
vertical de los siameses proyecta una interpretación también vertical o anagógica:
la alegoría como lectura dislocada que se produce en dos tiempos. En efecto,
el nacimiento del monstruo bicípite suele presagiar catástrofes naturales, plagas
o incluso eventos históricos notables que tienen lugar en una temporalidad
postergada. Así era todavía a finales del XVI y así lo puede atestiguar el propio
Boaistuau en su interpretación del mencionado monstruo de Beaumont, que
trae a la memoria del médico francés otro fenómeno de dos cabezas lejano en
el tiempo:

En tiempo del Emperador Constancio, hijo del grande Constantino, nació


un niño que tenía dos rostros, y duplicadas órdenes de dientes, y cuatro
ojos, y las orejas muy pequeñas, y tenía barbas. Y dice que fue presagio de
la mudada del estado en el gobierno público. (fol. 294r)

13 Se recuerda con frecuencia el octavo presagio de la llegada de Hernán Cortés, que se


describe como un monstruo “de dos cabezas pero un solo cuerpo” (León Portilla 8). Sobre el
caso mesoamericano en general, véase Few (208-209) y Gruzinski (27-28).
MONSTRUOS BICÍPITES: DEL CUERPO MÍSTICO AL CONTRATO SOCIAL 23

Se trata de una típica alegoría sobre el doble régimen del poder en el


constantinismo cristiano. Recuérdese que, donde el paulismo bajomedieval
presentaba una naturaleza corrompida (y de entrada alejada, por tanto, de la
mano de la Iglesia), el constantinismo sacralizaba la naturaleza y asfaltaba el
camino para el establecimiento de dos poderes, el religioso y el secular.14 La
llegada al poder de Juliano el Apóstata en el 361 d.C., renegando del cristianismo,
hacía peligrar este doble orden. De acuerdo con este contexto, el nacimiento
del monstruo:

Denotaba que en el Imperio había de haber dos Monarcas, que el rostro


duplicado, los cuatros ojos, dos bocas y dos lenguas, no significaban otra cosa
si no es la autoridad de dos en un mismo principado, y que las dos órdenes
de dientes significaban aquella sangrienta guerra que hubo entre los dos
príncipes que compitieron, que se despedazaron a semejanza de dos jabalíes,
y que el tener barbas no se puede atribuir sino a los engaños y malicias de
aquel que por su autoridad se enseñoreó del Imperio. (fol. 294r y v)

Así, si el ascenso al trono de Roma por parte de ese príncipe usurpador


(Juliano el Apóstata) estaba ya cifrado en el nacimiento de un monstruo de dos
cabezas, el “monstruo” presente de Beaumont también debía leerse (y se leía)
en clave alegórica de prodigio:

Lo que a mí me parece que significa es el imperio y autoridad de nuestro


único Rey poderoso y grande monarca, Carlos IX […]; y, si es lícito pasar
más adelante, digo que es presagio del Reino de nuestro señor Jesucristo
y de la autoridad que su Iglesia tiene sobre todas las del universo, de que
él es cabeza y gobierno soberano, a cuyo imperio todo lo demás se abate
y rinde. La cual Iglesia tiene dos cuerpos, de los cuales el uno es vivo,
perfecto, verdadero y divino, que es el del mismo Jesucristo nuestro Dios. Y
el otro está como muerto, imperfecto y tullido: es el hombre, que es mortal
y caduco. (fol. 295r)

El emblema no quiere dejar cabos sueltos. La cabeza es el Monarca/Dios


y su tronco es la Iglesia dividida en dos cuerpos, el cuerpo corruptible de los
hombres y el cuerpo eterno de Dios, al que se supedita. El texto de Boaistuau

14 Compárese con Rodríguez Gómez, que divide la matriz ideológica feudal en:
Lo que podríamos denominar “constantinismo” y “paulismo” bajomedievales: el primero
suponiendo la idea de la Naturaleza sacralizada (a pesar de la “caída”) y por tanto de la
necesidad lógica de los “dos poderes” (el Papado y el Imperio); el segundo suponiendo la
idea de la Naturaleza irremisiblemente corrompida, y por tanto suprimiendo cualquier
corporalidad posible, cualquier poder orgánico para la Iglesia. Lutero se mueve obviamente
en el horizonte inscrito en esta última perspectiva. (Teoría 245)
24 VICTOR PUEYO

nos pone ante un claro ejemplo de la famosa doctrina teológico-política del


doble cuerpo del rey que Ernst Kantorowicz puso de manifiesto en su no
menos conocida obra Los dos cuerpos del rey. Es cierto que la noción del
doble cuerpo del rey, tal y como Kantorowicz la introdujo en los años cincuenta,
concierne estrictamente al paradigma inglés, donde existió tempranamente
una división propia entre el rey en el parlamento y el rey fuera de él. Pero hay
que recordar que el cuerpo político cuya cabeza es el monarca no era más que
una traducción en el marco de la teoría del estado del corpus mysticum cuya
cabeza es Cristo, su cuerpo es la Iglesia y sus extremidades y partes bajas el
pueblo (Dos cuerpos 50-51). Subsumido en el corpus mysticum tridentino o
no, el doble cuerpo del rey sigue funcionando en el siglo XVII como aquella
ficción jurídica según la cual el rey puede actuar alternativamente como
hombre o como rey. De este modo, el cuerpo mortal se diferencia de un cuerpo
invisible pero jurídicamente habilitado, del que, sin embargo, no se puede
separar: “Los dos cuerpos del rey forman, por tanto, una unidad indivisible,
conteniéndose cada uno en el otro. No obstante, es indudable la superioridad
del cuerpo político sobre el cuerpo natural” (43).
Solo en base a esta última afirmación se puede entender que Fray Juan de
Santa María los identifique constantemente al enumerar las virtudes de Felipe
II en su Tratado de república y policía christiana (1617), señalando que el
monarca es, simultáneamente, corazón y cabeza: “ánima y corazón del reino
[…], cuerpo místico de quien también él es cabeza; y la dependencia que tienen
de la cabeza los miembros en el cuerpo humano, esa misma, o poca menos,
tienen los vasallos de sus reyes, y si ella está sana y buena, lo están todos sus
miembros” (fols. 195v-196r). Las mismas palabras podrían haber sido suscritas
por el Gracián de El político acerca de Fernando el Católico o por el Quevedo
de la Política de Dios en lo que respecta a Felipe IV. El cuerpo del rey coincide
con el cuerpo de la república y al mismo tiempo lo excede, se extiende y se
superpone a él.15 No podemos esperar una separación total de los dos cuerpos
del rey mientras no se produzca una separación clara de poderes en el nivel
político, lo que tampoco sucederá hasta que los nuevos modos de producción
mercantiles no segreguen una división igualmente explícita entre el cuerpo
privado y la persona pública del monarca. En el decurso de este largo proceso
de disociación aparece, sin embargo, un eslabón intermedio que, si bien sigue

15 De ahí la continua tensión que se observa entre la preocupación por la vulnerabilidad


del cuerpo del rey en Santa María o en Saavedra Fajardo y su aparente desidentificación del
cuerpo humano (cuerpo de la república y cuerpo de los repúblicos) en Quevedo, que no dudará
en recordarnos que el cuerpo del rey no puede ser sustituido por el de sus súbditos (García Bryce
45). No se trata tanto de una contradicción entre estos autores que, en efecto, tienen un recorrido
ideológico paralelo, como de la constatación de que ese cuerpo místico seguía teniendo a mediados
de siglo un carácter irremisiblemente duplicado.
MONSTRUOS BICÍPITES: DEL CUERPO MÍSTICO AL CONTRATO SOCIAL 25

presentando el cuerpo monstruoso como una instancia geminada, carece en


principio de su vocación de trascendencia. Esto no significa que no pueda dar
lugar a una interpretación alegórica (como a menudo seguirá sucediendo), sino,
simplemente, que este escalonamiento de niveles que implica la alegoría no se
refleja en la fisonomía del monstruo. Como nota Elena del Río, la lectura
alegórica que con frecuencia se desprendía de estos cuerpos para pensar el
cuerpo político cedería, conforme avanzara el siglo XVII, a un creciente interés
por el cuerpo en tanto signo de sí mismo, natura naturans sobre natura naturata:
“lo monstruoso, lo diferente y lo deforme documentan la curiosidad del siglo
XVII por la excepcional cualidad de lo humano. Lo prodigioso no es un mal
que está por venir, sino la inagotable diversidad que produce la naturaleza”
(Una era 113).16
En este punto, el monstruo, aplastado sobre una superficie lisa y homogénea,
comparece cada vez más bajo la forma de la yuxtaposición de dos cuerpos
que simplemente convergen sin necesariamente oponerse jerárquicamente.
Lejos de anunciar o señalar (ostendere) un acontecimiento exterior, el ostento
monstruoso u ostento que muestra algo diferente se convierte en el objeto
del anuncio mismo, en un portento de la naturaleza. De ello existe robusta
evidencia en las relaciones de sucesos que circulan en pliegos sueltos por
aquellos años y que son, por lo general, las fuentes en que se basan estudios
médicos y testimonios literarios. Un pliego fechado el dieciocho de abril de
1687 informaba del nacimiento en Villa del Campo del “maravilloso portento”
de un niña “con dos cuerpos, aunque están en uno, dos cabezas, cuatro
brazos y tres piernas” (fol. 1).17 La relación, que viene acompañada de un
torpe pero divertido retrato, brinda un homenaje a las anatomías asimétricas
de sus predecesoras (figura 3).
Una de las cabezas, se nos asegura, tenía dientes, mientras que a la otra
todavía no le habían salido. El diseño general de este cuerpo geminado, sin
embargo, es el diseño de dos cuerpos pegados y desplegados sobre una bisectriz
que dibuja dos mitades homólogas. Esta bisectriz sigue el trazo del conducto
traqueal y los pulmones por arriba y la tercera pierna que los culmina por abajo.
A cada uno de los lados de esta línea imaginaria, pero visiblemente marcada,
se observa un corazón, una cabeza, una pierna y dos brazos extendidos en la
misma posición. A diferencia del monstruo de Paré, con dos cabezas y un
corazón, o del monstruo de Boaistuau, con dos corazones y una cabeza, aquí

16 La tesis de la sustitución de la lectura de los signos premonitorios por una lectura literal
o biologicista del cuerpo es, por lo demás, una tesis mayoritariamente aceptada. Ver, por ejemplo,
Park y Daston (23-46); Shildrick (20) o Katritzky (193).
17 El pliego (número XLVII) está incluido y comentado en la recopilación de relaciones de
sucesos de Ettinghausen (40-41).
26 VICTOR PUEYO

Figura 3. Siamesas de Villa del Campo (1687).

las apariencias no engañan: todo está doblemente repetido. La niña, que murió
a las seis horas, fue embalsamada y transportada a la Corte para que Carlos II
pudiera admirarla. Era solo la primera posta de una larga peregrinación por
“las casas de los grandes y títulos de esta corte” que Francisco García y María
Martínez, labradores pobres y padres de la criatura, emprenderían para buscar
el socorro de su liberalidad en forma de limosnas. Podría decirse que el carácter
sagrado del cuerpo monstruoso había devenido en mercancía, pero es mucho
más exacto considerar que la mercancía consistía precisamente en una disposición
inmanente – y desde el punto de vista gráfico, horizontal – de aquello que hacía
del cuerpo un cuerpo sagrado, como se verá en el próximo capítulo.
Sea como fuere, la misma distribución horizontal se aprecia en una noticia
que llegaba desde allende los mares y que databa del doce de agosto de 1675.
Se encuentra en la Recordación florida de Antonio de Fuentes y Guzmán,
crónica monumental de la Guatemala de finales de siglo. El capítulo sexto del
libro decimotercero se hace cargo “De un singular y admirable monstruo que
nació de una india, natural y vecina del pueblo de Santo Domingo Sinacao”
(98). Fuentes y Guzmán lo describe así:

De un solo vientre nacían dos distintos perfectos cuerpos separados y


desunidos en la pluralidad de sus troncos, cada uno dellos con dos cumplidos
brazos y perfectas manos, dos rostros agradables y de una similitud igual y
parecida en el todo, dos piernas proporcionadas a la competente edad de su
oriente, y sobre la parte que hace la cintura otra pernezuela muy corta, aunque
también acompañada como las otras de su pie y dedos correspondientes. (98)
MONSTRUOS BICÍPITES: DEL CUERPO MÍSTICO AL CONTRATO SOCIAL 27

Martha Few considera a este monstruo como ejemplo de cierto tipo de


“monstruo natural” (212) que había surgido en las colonias para expresar un
creciente clima de perplejidad hacia lo desviado. Nora Jaffary irá todavía más
allá. Al analizar los testimonios sobre varios monstruos bicípites publicados en
la Gazeta de México a finales del siglo XVIII, Jaffary detecta en ellos la
emergencia de un patriotismo criollo que apela constantemente al imaginario
de la abundancia americana. De acuerdo con este imaginario, la excepcionalidad
americana se cifraba en la excepcionalidad de las maravillas que como tierra
de prodigios era capaz de alumbrar: “The Gazeta’s authors […] celebrated the
births as evidence of New Spain’s prodigious fertility, a perspective that reflected
both the particularized manner in which the Enlightenment developed in Mexico
and Mexico’s late-colonial development of “creole patriotism” (180).18 No sería
en absoluto descabellado hacer una lectura en los mismos términos del monstruo
de la Recordación florida. Su cuerpo doble, su carácter “agradable” y “la
competente edad de su oriente” son rasgos que recuerdan a la manera en que
los autores de la Gazeta de México describirían años más tarde a aquellos
bicípites americanos de la Nueva España. Esta lectura, si bien interesante,
resultaría en cualquier caso incompleta. Lo que sobresale en la descripción del
monstruo de la Recordación florida no es ese exceso que expone la desordenada
feracidad (natural y moral, de monstruos y de ingenios intelectuales) del mundo
americano. El énfasis recae, por el contrario, en el cuidadoso equilibrio que
exhibe la fisonomía de la criatura excepcional. Una criatura que consta de dos
“perfectos” – y por tanto acabados – “cuerpos separados y desunidos”, “con
dos cumplidos brazos y perfectas manos”, “dos rostros agradables y de una
similitud igual y parecida en el todo”, “dos piernas proporcionadas […] y otra
pernezuela muy corta”, con su “pie y dedos correspondientes” (98). La ansiedad
de la simetría acaba penetrando su descripción a través de fórmulas bimembres
que parecen devolvernos a la cuestión fundamental del lenguaje como territorio
en que se desenvuelve y fermenta el monstruo. Lo hace, además, para confirmar
que esta recurrente simetría que con-forma su anatomía no es solamente una
retórica excesiva, ni siquiera otra “retórica política” del exceso, comoquiera
que estemos dispuestos a entender una expresión a todas luces redundante, sino
la forma misma de lo político en que el cuerpo de las colonias se va a desplegar.
El cuerpo desplegado de la Recordación florida se definía al final, no en vano,
como “un monstruo natural, disforme y admirable en la formación de su cuerpo,

18 Jaffary discute, entre otros, el nacimiento de una niña bicípite nacida en Santa Catarina
Quiane (diócesis de Oaxaca) el catorce de junio de 1741 (195); el de dos niñas unidas por el pecho
desde la clavícula hasta el ombligo, hijas de Mónica Josefa Nataren (197); y el del monstruo
bicéfalo que Rafaela Cortés parió en Guanajuato en 1785 (179). En todos ellos destaca, como ya
ocurría en la Recordación florida, su valoración como seres perfectos y acabados en sí mismos.
28 VICTOR PUEYO

de figura hermosa y perfectamente humana en la perfección y simetría fisonómica”


de sus miembros (97-98).
Y es que si el orden jurídico de la “república y policía christiana” de Santa
María es persistentemente imaginado como un cuerpo, su potencial disolución
(id est, la disolución del cuerpo orgánico del estado absolutista) solo podrá
concebirse lógicamente a partir de una distribución alternativa de sus órganos.
Para el Jacques Rancière del Desacuerdo, este momento político, que se opone
a la policía o estado de cosas ya existente, implica siempre una reorganización
perceptual del régimen de visibilidad que le es propio (13-60). La política como
ruptura del horizonte normativo no consiste, contiende Rancière, en la repentina
inversión de oposiciones que reformula una jerarquía, pero tampoco es un vacío
en lo simbólico que equivaldría, desde el punto de vista de la cuestión de la
soberanía, al asesinato o deposición del rey.19 Para Rancière, el momento político
implica una distribución horizontal de aquellos elementos que, ordenados,
componían el estado de cosas de un régimen policial y conlleva, por lo tanto,
una alteración en la distribución de lo sensible. Esta dispositio horizontal es lo
que trato de identificar, por lo que respecta al lapso que se abre a principios del
siglo XVII, con la eclosión de un cuerpo en nudo, de un cuerpo que nace ya
amarrado a sí mismo allí donde todavía no hay sujeto.20 En un momento de,
digamos, “cambio” histórico, el vacío imposible de lo simbólico viene a ser
rellenado por lo que Rancière llama, en la Tesis quinta de sus “Diez tesis sobre
política”, el “doble cuerpo del pueblo”:

The void emerged via the dis-incorporation of the king’s two bodies, human
and divine […] When the symbolic collapses to produce a disembodied
social presence, this originary link is said to involve an original temptation to
create an imaginary re-construction of a glorious body of the people […] The
people’s two bodies are not a modern consequence of the act of sacrificing
the sovereign body, but instead a given of politics itself. (Dissensus 34)

19 Cuyo camino inverso y no obstante homólogo es el que habría intentado transitar el


católico Guy Fawkes en la conspiración de la pólvora de 1605, volando las torres del parlamento
británico para regresar simbólicamente al cuerpo doble del rey (en este caso de la reina, Elizabeth
Stuart), que integraría en una unidad jerarquizada la representatividad religiosa y la
representatividad civil.
20 Me refiero, obviamente, al sujeto sensu stricto, sujeto moderno o sujeto burgués configurado
simbólicamente a partir de una división tajante entre su faceta pública y su faceta privada, tanto
si se trata de la teorización kantiana de un adentro (fenómeno) separado de un afuera (noúmeno),
como si hablamos de la distinción que ya hacía Berkeley entre las cosas (“things”) y su esse est
percipi o del “haz de sensaciones” que componen el teatro vacío de la conciencia frente a las
sensaciones mismas en Hume. Para un análisis riguroso de la noción de sujeto tal y como concierne
al caso hispánico, véase Rodríguez Gómez (Teoría 5-26).
MONSTRUOS BICÍPITES: DEL CUERPO MÍSTICO AL CONTRATO SOCIAL 29

Cuando Rancière se refiere al doble cuerpo del pueblo, alude, por supuesto,
no al conjunto de los miembros del cuerpo político considerado como un todo,
sino al resto exclusivo (la parte que no tiene parte) que permite pensar la
democracia como el estado de hecho hipotético en el que el ciudadano tendría
un cierto carácter bifronte, gobernado y gobernador de su gobierno, parte que
se identifica con el todo y todo que se identifica con la parte en peligro de
exclusión. Este cuerpo desdoblado al que Rancière otorga el estatus de “nexo
originario” (“originary link”) no es un momento ya moderno; es la forma
misma de lo político que permite enunciar la modernidad. De su disociación
se deduce la distinción neta entre lo público y lo privado como esferas separadas
y, no obstante, dimensiones integrales de un mismo sujeto. A partir de ahí (y
no antes) podremos hablar de la eclosión de una “literatura del doble” – de
Diderot a Stevenson, pasando por Poe –, pero también de la emergencia de esa
manida psicomaquia “romántica” que presentaría al individuo como una
querella no resuelta entre la cabeza y el corazón o la razón (pública) y los
“sentimientos” (privados), donde el debate sobre los dos asientos del alma
quedaba relegado a la constatación de un doble asiento permanente en cuyo
pliegue se instalaría el sujeto.21 Estos monstruos no son, pues, todavía
propiamente los sujetos a los que dan lugar. Su fisonomía pertenece a un
dominio mucho más ambivalente, si no directamente liminal. La excepción
del cuerpo doble es, de acuerdo a la problemática de Rancière, un momento
posibilitador de lo subjetivo en que se anudan las funciones de la llamada
modernidad, pero también su necesario afuera.
Tal ambivalencia explica acaso las aparentes dificultades que plantea aquella
tesis según la cual la lectura alegórica de los cuerpos en nudo (como la de otros
monstruos) desaparecería entrado el siglo XVII en favor de su carácter inmanente
de maravilla. Si la tesis es perfectamente consistente con una gran cantidad de
ejemplos, no es difícil, en efecto, encontrar excepciones que parecen
desacreditarla.22 Hay que hacer aquí, en este sentido, una importante

21 Naturalmente, existe toda una variada tradición de “desdoblamientos” en las literaturas


vernáculas del XVI-XVII: desde el tópico del muerto que asiste a su propio entierro, sellado en
la leyenda de Lisardo y reproducido por Antonio de Torquemada y Cristóbal Bravo, hasta la
lógica del falso doppelgänger, presente en obras como El rey por semejanza, atribuida a Lope
(y Juan Grajales). Ninguna de estas manifestaciones, sin embargo, responde a la motivación que
articula la figura del doble a partir del XVIII: la necesidad de mostrar la coexistencia de una
esfera pública y una esfera privada (un Jekyll y un Hyde) en un mismo sujeto. Poco que ver,
ciertamente, con la aparente división del conglomerado cuerpo-alma en el ciclo lisárdico, donde
la anagnórisis asegura precisamente su reintegración. Y mucho menos todavía con la situación
que nos presenta El rey por semejanza, donde el rey y el impostor usufructuario de los regios
privilegios no son ni siquiera el mismo personaje.
22 Véase, sin ir más lejos, el rápido repaso que hace Del Río Parra al “monstruo político”
del siglo XVII en el ámbito hispánico (Una era 153-155).
30 VICTOR PUEYO

puntualización. La producción del monstruo como “forma de lo que no tiene


forma” (tal y como se considerará, a partir del próximo capítulo, desde Giorgio
Agamben) solo hace superflua la producción de narrativas en torno a su existencia
en la medida en que ella misma es ya de antemano una narrativa, como lo es
cualquier manifestación de lo corporal en esta coyuntura histórica. Aquí el
término “alegoría” puede resultar equívoco. El cuerpo humano no es solamente
una metáfora del cuerpo político en el momento que nos ocupa, como querría,
por ejemplo, el empirismo de Le Goff (12-20); es su molde imaginario propio,
su único cauce legítimo de simbolización. Imaginar las relaciones productivas
reales como las relaciones que se establecen entre los miembros (cabeza, tórax,
extremidades) de un cuerpo orgánico estamental es tan natural al siglo XVII
como lo es imaginarlas bajo la forma del contrato que firman libremente dos
socios a partir del siglo XVIII.
Me refiero, naturalmente, al desarrollo de la problemática contractualista (de
Hobbes a Rousseau, pasando por Locke) que teoriza, dentro del inconsciente
ideológico burgués, la existencia de esa sociedad formada por socios que reemplaza
al cuerpo formado por miembros del estado absolutista. Así pues, la noción de
“cuerpo político” no solamente equivale a un concepto, el de sociedad, que
permanece todavía ausente de los manuales de teología política (y de filosofía
natural) de la época; también debería ser, lógicamente, su condición de posibilidad.
De otro modo nos arriesgaríamos a pensar la sociedad desde un vacío en lo
simbólico, como, de hecho, hace sin mayor pudor la problemática contractualista
burguesa y pequeñoburguesa al recurrir a la ficción del estado inicial de naturaleza
(inicialmente malo o inicialmente bueno) que el contrato viene a mejorar o a
corromper.23 El cuerpo geminado se perfila, partiendo de esta premisa, como el
único enclave desde el que resultaría posible deducir la existencia de dos socios
capaces de fundar la sociedad que los define a posteriori como tales. Esa sociedad
permite articular la división de poderes en el nivel político, imaginándola (y así
lo hará Hobbes) como el contrato que el monarca firma con su pueblo, pero
también producir una fractura entre lo público y lo privado basada en la disociación
de aquellos miembros que ya aparecen, en virtud de su distribución simétrica,
como disociables. Antes, sin embargo, es preciso explicar (literalmente: desplegar)
ese momento intermedio que hacía posible pensarlos socialmente. Observemos
ahora un ejemplo práctico en los Desvíos de la naturaleza. Tratado del origen
de los monstruos, texto peruano de finales del siglo XVII que ilustra un instante

23 Dependiendo, obviamente, de si hablamos de la problematización hobbesiana, que


presupone un estado de naturaleza “malo” (homo homini lupus) y que considera al sujeto como
algo inherente a los términos del contrato que lo cancela, o si hablamos de la caracterización
rousseauniana del buen salvaje en una naturaleza esencialmente buena, donde el sujeto es exterior
al contrato (por más que se sigue definiendo negativamente con respecto a él). Para una crítica
“dura” del ideologema del contrato social, ver Althusser (63-109).
MONSTRUOS BICÍPITES: DEL CUERPO MÍSTICO AL CONTRATO SOCIAL 31

temprano en el desarrollo de las formaciones sociales andinas a su entrada en


la última fase del periodo colonial.24

Apuntalando el temblor: el monstruo bicípite de Lima


El treinta de noviembre de 1694 nacía en Lima un monstruo bicípite, hijo de
una vecina de la ciudad de nombre Teresa Girón. Los Desvíos de la naturaleza
fueron publicados en la imprenta real de la capital peruana al año siguiente con
el fin de conmemorar este parto e incluían, en su apéndice, un compendio de
soluciones quirúrgicas para otros “monstruosos accidentes”. Firma el tratado
el cirujano aragonés Joseph de Rivilla Bonet y Pueyo, médico de cámara y
facultado en el Hospital Real de Mujeres de la Caridad de Zaragoza, aunque
muy posiblemente fuera obra, como se ha apuntado muchas veces, del letrado
limeño Pedro de Peralta y Barnuevo, que además habría participado en la
autopsia.25 Redactado o no a cuatro manos, se trata, en apariencia, de otro
manual de obstetricia organicista en la línea teórica del aristotelismo más
convencional. Una mirada atenta revela, sin embargo, importantes desviaciones
con respecto a su norma, las mismas acaso que su propio título promete.
El tratado arranca con una definición de la palabra ‘monstruo’ que destaca
por su desafiante simplicidad. Monstruo es “todo aquel compuesto animado
en cuya producción no espontánea falta más o menos enormemente a su
acostumbrado orden la Naturaleza” (fol. 11r). Si su segunda parte alude al
tópico carácter excesivo del monstruo americano (“falta” no significa,
obviamente, ‘carece de’, sino ‘viola’, ‘excede’ o ‘transgrede’ el orden natural
de las cosas), la primera parte de la definición resulta mucho más interesante.
El monstruo es antes que nada un “compuesto animado”, una mezcla de dos
simientes distintas y, a pesar de ello, enteramente compatibles. A diferencia
de otras obras que basan la definición del monstruo en un simple criterio de
deformidad, toda la argumentación del Tratado se desprenderá de este corolario
de hibridez. Lo que Rivilla Bonet y Peralta Barnuevo están planteando, de
hecho, no es solo la interpretación de lo monstruoso como mezcla, sino el

24 Desde el principio, el corporativismo estamental había sido trasplantado y naturalizado


en las colonias. Así, Juan de Solórzano Pereira, jurista y oidor de la Real Audiencia de Lima,
podrá decir en su Política indiana (libro II, cap. 6): “Porque según la doctrina de Platón, Aristóteles,
Plutarco y los que siguen, de todos estos oficios hace la República un cuerpo compuesto de
muchos hombres, como de muchos miembros que se ayudan y sobrellevan unos a otros; entre
los cuales, a los pastores, labradores y otros oficios mecánicos unos llaman pies y otros brazos,
otros dedos de la misma república” (232).
25 Para más discusión sobre el problema de la autoría, que no puede tratarse aquí en extenso,
véanse los trabajos de Fernando Bouza y José Luis Betrán (33-43); Alan Martín Pisconte (165-
186); Ruth Hill (147-191) y Mariselle Meléndez (127-171).
32 VICTOR PUEYO

estatuto natural de la excepción que resulta de ella. Pero, ¿qué es lo que está
mezclado en esta mezcla? Existen serias restricciones al respecto. No todas
las variedades de mezcla que definen al monstruo como compuesto son
igualmente legítimas en los Desvíos de la naturaleza. Rivilla Bonet/Peralta
Barnuevo niega la posibilidad de una mezcla entre simientes de diferentes
especies, entre los “hombres” y los “brutos”. En principio, esto es simplemente
una constatación de la poca credibilidad que otorga a aquellas criaturas
mitológicas que, como los centauros o los sátiros, suponen un híbrido ente
bestias y seres humanos. Poco después, sin embargo, al aclarar que también
entre los animales se producen mezclas de diferentes especies (e.g., la mula)
sin que por ello los consideremos monstruos, emplea la palabra “mestizo” para
referirse a este tipo de espécimen mezclado aunque no monstruoso:

Ni son monstruos, aunque así lo dictase la suma diferencia de ellas,


enseñándonos la experiencia que, no pudiéndola haber mayor que la que
se conoce entre el más noble y el más bajo de los cuadrúpedos domésticos,
como son el caballo y el asno, se ve proceder de su mezcla un tercer género,
el más usual de los brutos de que se sirve el hombre, a quienes ninguno ha
soñado llamar monstruos. Lo mismo se manifiesta en los hipotauros, otros
brutos mestizos, aunque menos acostumbrados, que produce la unión de
caballo y toro. (fol. 13v)

Fueran lo que fueran los monstruos, fuera cual fuera ese estado de excepción
que permitían describir, estaba claro que su censo excluía a los ejemplares
mestizos, es decir, a ese “tercer género” de individuos (ni humanos ni
monstruos) que resultaba de la mezcla entre brutos y seres racionales. Tal vez
por esta razón, el hijo de una negra bozal llamada Mariana (suceso ocurrido
en Lima en enero de 1791 y recogido en el Mercurio peruano ese mismo año)
no nace bicéfalo, sino acéfalo. Su existencia reta los argumentos de aquellos
que ubicaban la residencia del alma en el cerebro, para entonces ya plenamente
respaldados por el cartesianismo. El Mercurio espeta desafiante: “díganos los
sectarios de Cartesio [obviamente, Descartes] y demás filósofos que suponen
el celebro seno del alma, ¿dónde residió ésta desde el instante en que se animó
el feto?” (fol. 8). No se ofrecen muchas más explicaciones en esta breve noticia,
pero resulta significativo que el hijo de esta esclava, Mariana, tenga dos sexos,
es decir, que su duplicación solo se aplique a las partes bajas.26
Por contraposición a estas criaturas, los monstruos criollos a los que los
Desvíos otorgan carta de naturaleza son exclusivamente monstruos compuestos
de dos idénticas semillas. También su génesis es compuesta. El monstruo

26 Nieremberg ya recogía, entre otros, el parto de una niña acéfala en Villafranca de Vizcaya
(fol. 79). De cualquier modo, estos casos son muy inusuales.
MONSTRUOS BICÍPITES: DEL CUERPO MÍSTICO AL CONTRATO SOCIAL 33

bicéfalo de 1694 se explica con arreglo a dos tipos de causas: superiores e


inferiores o, lo que es lo mismo, teleológicas y mecánicas. Las superiores, que
se subdividen a su vez en divinas y celestes, dominan sobre las inferiores o
materiales, reproduciendo el modelo aristotélico/ptolemaico y su división entre
el mundo supralunar y el mundo sublunar (fols. 34-47). Así, al tiempo que las
causas celestes reservaban un lugar privilegiado a la influencia de los astros,
las causas divinas seguían contemplando el diseño providencial (bajo las formas
del castigo y del presagio) como causa finalis del nacimiento del monstruo.
Este hecho demuestra, ciertamente, que la lectura providencial de los cuerpos
gozaba todavía a finales de siglo de una salud razonable en el virreinato, al
igual que la lectura de otras excepciones que interrumpían o violaban las leyes
de la naturaleza, como son las catástrofes naturales. El autor de los Desvíos
recuerda que, por más que podamos responsabilizar a la naturaleza de terremotos
y tempestades, “es necesario recurrir a [su] Autor para que la entrene” (fol.
40v). Es decir, a Dios, entrenador de la catástrofe. El nacimiento del monstruo
bicípite de Lima generará, en consecuencia, una lectura coherente con ese
diseño providencial que abarca excepciones naturales y humanas. En este caso,
el monstruo es un jeroglífico divino que es preciso descifrar:

El monstruo nacido a treinta de noviembre del año […] pasado de noventa


y cuatro en Lima no hay duda estaba tan lejos de ser fatal cuanto su
jeroglífico es feliz, siendo el salir abrazados los gemelos señal de unión,
paz y amor, y el abrazo símbolo en todas naciones de amistad. De que no
incongruamente pudiera, cuando ya no hubiésemos experimentado sin
predicciones esta dicha, atribuirle a la singular unión a que con el feliz
Gobierno del Excelentísimo Señor Conde de la Monclova se restituyeron
las jurisdicciones, y al afecto sagrado con que su Excelencia venera la
Iglesia. Pero donde tenemos los sucesos, no necesitamos los anuncios.
(fol. 38r)

La expresión “jeroglífico feliz” confirma que el portento halaga el gusto de


ese patriotismo criollo con que Nora Jaffary identificaba la celebración del
monstruo en las colonias (184). Pero su cuerpo en nudo (figura 4) es algo más
que un estado de ánimo; es un jeroglífico que está cifrando, por el camino,
todo un proyecto de nación. El proyecto se deja comparar, además, con su
modelo metropolitano. El abrazo entre los dos gemelos desarticula, según lo
visto, el régimen de asimetría piramidal que el estado absolutista necesitaba
para sancionar sus jerarquías dentro de un corpus mysticum. En esta
representación peruana, la cabeza que lo corona (la de Carlos II) se antoja
innecesaria para ordenar una estructura del cuerpo político virreinal que se
sostiene por sí misma gracias a la disposición yuxtapuesta de sus dos poderes
(la Iglesia y el Estado, el Estado y la Iglesia). Este equilibrio de poderes que
34 VICTOR PUEYO

Figura 4. Monstruo de Lima en los Desvíos de la naturaleza


(1695)

representa el monstruo se había hecho explícito ya en la aprobación del Dr.


Francisco de Vargas Machuca, “catedrático del arte de curar” en la Universidad
de San Marcos y médico de cámara del arzobispo Melchor de Liñán y Cisneros,
al que la aprobación va dirigida. Nacido bajo el signo de géminis y apadrinado
por Neptuno, “protector de los américos puertos”, el hijo de Teresa Girón se
presentaba para Vargas Machuca como “vaticinado hyeroglífico de unión y
felicidades […], que verse dos corazones y dos cabezas unidas en un cuerpo
no puede dejar de ser horóscopo de felicidades afianzadas de una unión” (s.p.).
Esta unión es la “estrecha unión entre dos Padres […], como lo testifica el
excelso nombre de ambas excelencias, Melchor” (s.p.). El catedrático se refiere,
naturalmente, a la doble autoridad ejercida por el virrey Melchor de Portocarrero
(conde de la Monclova) y por el mencionado Melchor de Liñán, arzobispo
además de ex-virrey y rector general del Real Hospital de San Bartolomé de
MONSTRUOS BICÍPITES: DEL CUERPO MÍSTICO AL CONTRATO SOCIAL 35

Lima.27 A la protección de estos dos melchores encomienda el médico la


seguridad del virreinato contra “aquellas borrascas que perturban [las]
felicidades de los gobiernos” (s.p.). Con todo, y más allá del hecho evidente de
que esta alianza sería, a la larga, fundamental a la hora de apuntalar un futuro
estado bicéfalo, hay toda una maraña referencial que queda por aclarar en la
interpretación del monstruo bicípite de Lima y que constituye el cogollo de
este jeroglífico feliz. ¿A qué se refiere su autor con un abrazo de amistad entre
las naciones? ¿Qué tipo de jurisdicciones fueron “restituidas”? ¿Qué sucesos
eran tan palmarios que hacían redundantes los anuncios? Y, sobre todo, ¿qué
sellaba ese abrazo entre el poder político secular y su contraparte religiosa?
¿A qué tipo de ciudadano quería dar a luz?
Un terremoto – una larga y penosa sucesión de réplicas sísmicas, en realidad
– había sacudido la ciudad de Lima del veinte de octubre al dos de diciembre
de 1687. Sus secuelas estaban todavía muy frescas en la memoria de los limeños.
Como recuerda Aldana Rivera, el primer anuncio del terremoto había sido la
noticia, aparecida ese mismo mes de julio, de una virgen que sudaba (sudor, no
sangre) en el monasterio de una pedanía costeña; algo sin duda extraño, pues
aunque el verano estaba siendo caluroso, todo el mundo sabe que las vírgenes
no acostumbran a sudar, mucho menos todavía las de madera (172). Después
había temblado el suelo, los techos se habían derrumbado, los limeños se habían
dado a la confesión masiva y Melchor de Navarra, virrey desde 1681, había
huido en un carromato. La ciudad quedó casi totalmente destruida por el
terremoto. Apenas había sobrevivido, como ya ocurriera tras el seísmo de 1655,
la pared de adobe sobre la que un esclavo angoleño había pintado años atrás la
imagen de un Cristo tostado, a partir de entonces conocida como el “Señor de
los Milagros” o “Señor de los Temblores” y venerada por la población afroperuana
de la ciudad.28
Lo peor habían sido, pese a todo, sus consecuencias en las áreas rurales. El
terremoto terminó devastando las cosechas de trigo que constituían la piedra
angular de la economía peruana, todavía eminentemente agropecuaria. De
acuerdo con una bizarra explicación aristotélica, el temblor habría liberado

27 Doble autoridad que debe oponerse, en su diseño simbólico, a la doble autoridad ejercida
por el monarca y su virrey. La relación entre ambos es una relación claramente asimétrica. El
rey es rey y virrey al mismo tiempo, mientras que el virrey puede representar al rey, pero nunca
lo puede sustituir. Lo pone claramente el jurista jesuita Francisco Suárez en su De Legibus: “ni
el rey ni la reina pueden desentenderse de tal responsabilidad ni pasársela a otro. Ni siquiera por
lo que se refiere a su ejercicio o administración, como si no continuara en su persona el poder
de soberanía y el deber de gobernar” (mi traducción 11). Es por ello, tal vez, que Suárez rechaza
la posibilidad de un estado bicéfalo como “monstruo político” imposible de gobernar (9).
28 Sobre el Señor de los Temblores y su ascendiente en la tradición de una santidad de la
catástrofe latinoamericana, véase Prien (237-238).
36 VICTOR PUEYO

ciertas emanaciones interiores (hálitos sulfúrico-nitrosos) de la tierra que habrían


enrarecido el clima y que finalmente habrían afectado a la producción de este
cereal (Aldana Rivera 173).29 Si bien ésta no era la verdadera causa, que haríamos
mejor en buscar en la destrucción de los canales de irrigación y en la merma
de mano de obra, el mito caló tan hondo que los gobernantes decidieron importar
el trigo de Chile y apostar por el cultivo de caña de azúcar y alfalfa. Esto no
solo ocurre en el “norte chico”, valle al norte de Lima donde se localizaba gran
parte de la producción de trigo, sino también en otras áreas del virreinato. Al
parecer, el clima de la costa peruana era más propicio para el cultivo de azúcar
que para el cultivo del trigo y la demanda de azúcar (y por tanto su precio) no
había hecho sino incrementarse en la región andina, por no hablar de México
y la vieja España. Además, las haciendas particulares habían registrado grandes
plusvalías en la década de 1680 que acabarían favoreciendo la exportación de
azúcar a Chile. De esta manera, el terremoto propició la reorientación de las
tierras a un cultivo mucho más rentable desde el punto de vista del mercado
internacional, el del azúcar, produciendo directamente el auge de la agricultura
comercial y revitalizando indirectamente los vínculos comerciales y políticos
entre Lima y la Capitanía de Chile. A la luz o a la sombra de las secuelas de un
desastre es preciso, tal vez, interpretar ese optimista “abrazo de naciones” que
el monstruo de Lima viene a hacer visible en un clima de reconstrucción y de
modernización económica en el Virreinato del Perú.30
Este clima de reconstrucción había puesto en marcha toda una oleada de
reformas y obras públicas que se gestionaba desde las instituciones virreinales
(el Cabildo y el Tribunal del Consulado) a través un discurso del resurgimiento.
Su práctica efectiva había coincidido con la toma de posesión de Melchor
Portocarrero tras la marcha definitiva del anterior virrey, Melchor de Navarra,
en 1691. Tal discurso sucesorio no solo se escenificaba en la oportunista, pero
sin duda necesaria, reconstrucción de la ciudad; tenía un impacto estratégico
en la reorganización del cuerpo político del virreinato, que se encontraba también
fracturado. Una provisión con fecha del veinte de febrero de 1684 y firmada
por Melchor de Navarra había ahondado en esta fractura. En realidad, la provisión

29 El aristotelismo seguiría dominando el campo de unas ciencias naturales que son, en no


pocos casos, las ciencias de una naturaleza de la excepción. Significativamente, el “sismólogo”
español Francisco Nifo hablará en su Explicación física y moral de las causas, señales y diferencias
de los terremotos (1755) de los temblores y erupciones volcánicas como de partos de la tierra
que emulan los partos humanos y que explotan “hallando embarazada la salida en los poros que
cerró lluvia condensada” (fol. 13). También se refiere a ellos como desconocidos “insultos” de
la tierra (fol. 7) y “melancólicas casualidades” (fols. 23-24).
30 Sobre el conflicto económico del trigo tras el terremoto puede verse Flores Galindo (22-
29), Pérez-Mallaína y, en general, Ramírez y Ramos. Charles Walker, en su obra Shaky Colonialism,
ha estudiado la manera en que las catástrofes naturales impactan en la reorganización del cuerpo
político colonial a propósito del terremoto de Lima de 1746 (1-20).
MONSTRUOS BICÍPITES: DEL CUERPO MÍSTICO AL CONTRATO SOCIAL 37

solo pretendía aliviar a los indígenas explotados en las mitas de los impuestos
opresivos que tributaban a la Iglesia, pero su aparición fue interpretada por
muchos (élites criollas y alto clero en particular) como un gesto de soberbia
absolutista; Melchor de Navarra, duque de la Palata, había sido no en vano un
consejero cercano a Carlos II durante la primera etapa de su reinado. Para salir
al paso de las críticas, el virrey dicta a Juan Luis López, gobernador de
Huancavelica, un extenso documento bajo el título de Discurso jurídico,
histórico-político, en defensa de la Jurisdicción Real, que se emite en 1685.31
En este documento, el virrey defiende la provisión enumerando algunas de las
disposiciones que habían entrado en vigor el año anterior:

Que los corregidores no consientan que los curas ocupen y se apoderen de los
bienes de los indios que mueren, sino que queden para sus hijos y herederos.
Que no permitan que les lleven derechos de bautismos, casamientos ni
entierros […] Que no los ocupen sin pagarles su trabajo. Que no se pague
sínodo a los curas que no tuvieren presentación real y canónica institución.
(fol.7)

La Iglesia temía por la invasión de sus jurisdicciones y la posibilidad de que


peligrara su inmunidad frente a las decisiones del poder legislativo civil. En este
clima de confrontación, la tentativa de Melchor de Navarra de regular el trabajo
bajo la jurisdicción de los curatos destapaba una aguerrida pugna entre dos
modelos de anatomía colonial: por un lado, el de Melchor de Navarra, en el que
el virrey es el brazo extendido del rey en las colonias (el “brazo seglar”); por
otro, un modelo simétrico en el que el cuerpo civil y el cuerpo religioso coparticipan
en las competencias gubernamentales y, sin embargo, permanecen separados.
Melchor de Navarra, consciente de esta situación, trata de limar asperezas con
el arzobispado reconociendo que “la Iglesia y la República son un solo cuerpo
místico con dos cabezas principales para su gobierno […] Una, la Sagrada
autoridad del Pontífice; y la otra, la Suprema Magestad de los Reyes” (fol. 10).
Ambas cabezas “han acostumbrado siempre con mutuos auxilios [a] ayudarse
y favorecerse la una a la otra en el cumplimiento de su obligación […]”, dado
que “ninguna de las dos potestades depende de la otra en lo que conviene a su
ministerio” (fol. 11). Es a esta específica relación solidaria entre las distintas
cabezas del cuerpo de un estado bicéfalo a lo que Melchor de Navarra llama
“sociedad”, concretamente “mutua sociedad y correspondencia” (fol. 17) entre
las partes del todo virreinal. Solo en este contexto restringido (el de una sociedad
de cuerpos siameses) emerge la palabra sociedad en el lenguaje político del

31 Y del que existe una versión ampliada el mismo año bajo el título Discurso legal, theológico-
práctico en defensa de la provisión y ordenanza de gobierno del 20 de febrero de 1684.
38 VICTOR PUEYO

virreinato. El virrey le otorga un matiz favorable: cuatro ojos ven mejor que dos
y garantizan una “duplicada virtud” en el juicio (fol. 11). Pero a la hora de la
verdad, “como la Iglesia esté en la República y no al contrario la República en
la Iglesia” (fol. 10), la cabeza que gobierna el cuerpo político es para Melchor de
Navarra la cabeza del príncipe, de la misma manera en que Cristo culmina el
esquema piramidal del cuerpo místico que lo comprende y que lo legitima en
última instancia. Es normal, en este sentido, que el estado se inmiscuya en
asuntos que competen a la Iglesia. Navarra se queja de “la desproporción que en
sí encierra afirmar que, porque subsidiariamente se encargue el estado secular
de velar sobre algunos hechos particulares de los ministros eclesiásticos, se
descomponga (como se dice) la organización del cuerpo de la Iglesia” (fol.17).
El hecho, sin embargo, es que sus palabras no contemplan el caso contrario, que
la Iglesia pueda eventualmente legislar asuntos de interés civil.
Ese régimen de competencia compartida de las atribuciones religiosas y
seculares pertenece al giro proto-nacional, por así llamarlo, que se deduce de
la descomposición del cuerpo político imperial en las colonias. Por lo que
respecta al proyecto de una formación social peruana, uno de sus momentos
álgidos coincide con la llegada al poder de Melchor de Portocarrero. Entre 1690
y 1692, el nuevo virrey promulgaría una serie de edictos y despachos que
exoneraban a un buen número de curatos de su aportación a la mita y que venían
acompañados de un paquete de medidas para agilizar el cobro de los diezmos
por parte de la Iglesia.32 Su mandato incorporaría, además, guiños al estamento
religioso en forma de reformas legales y fiscales destinadas, por ejemplo, a
paliar la despoblación de los repartimientos sin mermar la cuantía de la “congrua”,
la renta mínima que percibía el cura a cargo de cada curato o jurisdicción
espiritual.33 Es por ello que la descripción del monstruo bicéfalo de 1694 en los
Desvíos recurría a una socorrida litote gongorina para atribuir “no
incongruamente” la “singular unión” de las provincias del alma a la conciliadora
gestión del virrey. Y es por ello que su autor afirmaba que con el “Conde de la
Monclova se restituyeron las jurisdicciones, y al afecto sagrado con que su
Excelencia venera la Iglesia” (fol. 38r).
Pero nada contribuyó más a consolidar los cimientos de esta sociedad que
el clima de piedad desatado tras el maremoto/terremoto de 1687. Portocarrero

32 Entre ellos los importantes documentos de 1692 relativos a la nueva regulación del trabajo
en las mitas de Potosí, que se conservan en la John Carter Library. Melchor de Navarra había
dejado a su sucesor una extensa relación manuscrita del estado de las cosas en el virreinato. Se
conserva una copia, a la que he podido acceder, en la Biblioteca de Castilla-La Mancha/BPE en
Toledo (signatura Ms. 49). 
33 De todo ello se hacen eco los Anales de la Catedral de Lima (168-171). Para comprender
mejor la naturaleza de las decisiones que adoptó la Junta de 1691 con respecto a la gestión de los
repartimientos, véase González Casasnovas (255 y siguientes).
MONSTRUOS BICÍPITES: DEL CUERPO MÍSTICO AL CONTRATO SOCIAL 39

se consagrará durante su mandato a fortalecer los vínculos entre la Iglesia y el


estado favoreciendo la reconstrucción de numerosos monasterios y beaterios
destruidos por el seísmo, dentro de una política de obras públicas que alcanzaría
su cénit, finalmente, con la construcción del nuevo muelle en el Puerto del
Callao y la remodelación del Hospital Real de Pobres Negros (el Hospital de
San Bartolomé de Lima). Esto sucede aquel mismo año de 1694 en que Peralta
Barnuevo redacta la autopsia del monstruo en los Desvíos de la naturaleza.
Vargas Machuca escribirá pocas semanas después una Oración panegírica en
aplauso al esfuerzo institucional y Manuel de Herla, rector del Real Colegio de
San Martín, recopilará otra colección de poemas en reconocimiento a la
reconstrucción del Puerto de Callao. Junto con él, el muro del “Señor de los
temblores”, que el duque de la Palata había proyectado derribar, se convierte
en el mejor epítome y en el emblema vivo del nuevo destino que su sucesor
Portocarrero quería imprimir al virreinato.34
Este destino se caracterizaba por situar lo natural y lo sobrenatural, lo civil
y lo sagrado, en un mismo plano de contigüidad. El monstruo, como signo
sobrenatural (“jeroglífico feliz”), no anticipaba un futuro dichoso: convivía con
él (“donde tenemos los sucesos, no necesitamos los anuncios”); era al mismo
tiempo el anuncio y el suceso. Su carácter bicéfalo consiste precisamente en
esta relación suplementaria que se establece entre la narrativa providencial y
la fisonomía humana del monstruo: la primera no precede y justifica a posteriori
a la segunda, sino que la completa como parte inseparable de ella. Las alusiones
a la catástrofe de 1687 que recorren los Desvíos de la naturaleza se hacen
transparentes aquí.35 Al igual que la excepción humana, la excepción natural
del terremoto había intervenido en la reconstrucción como suplemento del orden
natural, como suceso que completa y al mismo tiempo sustituye a su anuncio,
instalando una correlación entre la excepción y la norma que daba cuerpo a la
naturaleza americana. Por supuesto, las catástrofes seguían siendo catástrofes
naturales, en tanto tenían lugar en la naturaleza. Pero resulta muy dudoso que
mostraran ya el mismo tipo de relación con “la naturalidad” de que hacían gala
en Europa, a tenor de las diferencias que se observan en la exégesis del desastre.
En Europa, el terremoto que asoló Lisboa en 1755 es leído como una catástrofe
que interrumpe las narrativas vigentes de progreso. Para Voltaire, en su “Poème
sur le désastre de Lisbonne”, el terremoto refuta con su mera existencia el mejor

34 Según un informe del Cabildo Secular de Lima del año 1718, Monclova habría mandado
reforzar el cajón de mampostería que se hizo para proteger la imagen después del terremoto. Ver
Vargas Ugarte (30).
35 Veladas o no, estas alusiones infestan el subtexto de lo que se presume un tratado
teratológico: “y de todas cuantas aves de lino y cedro [velas y madera: barcos] llegaron a sus
playas abatiendo el vuelo para descansar en su muelle” (fol. 28). En ocasiones se solapan con las
alusiones a otro evento disruptivo: la piratería.
40 VICTOR PUEYO

de los mundos posibles de Leibniz (“Philosophes trompes qui criez: tout est
bien”); revela la presencia soterrada de un mundo malo, ese mundo “otro” que
supone el negativo de la razón iluminista y que Hegel identificará con América.

Cent mille infortunés que la terre dévore,


Qui, sanglants, déchirés, et palpitants encore,
Enterrés sous leurs toits, terminent sans secours
Dans l’horreur des tourments leurs lamenta-
bles jours!
(vv. 34-37)36

El terremoto produce una falla, establece un desequilibrio que opone la luz


del día a las profundidades de la tierra. Descrito como un eructo o “ventosidad
seca” (fol. 19) de la tierra en la Explicación physica y moral de los terremotos
(1755) del español Francisco Nifo, este temblor inestable es el otro oculto de la
civilización, el estado de excepción o sinrazón que la civilización debe cancelar
para pensarse como racional.37 La catástrofe natural encarna en la Ilustración
europea el “documento de barbarie” que era, para el Walter Benjamin de la séptima
tesis sobre filosofía de la historia, interior al evento civilizador, pero también una
manera de construir cierto tipo de naturalidad basada en su permanente exposición
a las excepciones aleatorias que constituían su afuera (182).
En América, en cambio, podría decirse que las excepciones no interrumpen
el orden natural del mundo civilizado; tienden, por el contrario, a participar en
su constitución imaginaria coincidiendo simétricamente con aquellas reglas
que transgreden. A partir de estas interrupciones se pueden pensar ciertos
patrones de regularidad, esbozos de una comunidad imaginada americana cuyos
antagonismos se someten a un minucioso balance normalizador. Valga como
ejemplo la Lima fundada o Conquista del Perú, poema épico escrito por el
propio Peralta Barnuevo y publicado en 1732. Allí, la fundación de la ciudad
queda enmarcada por el terremoto que había azotado Concepción dos años
antes y sirve, según Paul Firbas, para “consolidar los lazos entre zonas andinas
muy distantes, unidas por el ritmo de los sismos; abrir una escena para el elogio
del gobernante o dignatario, y la política criolla; y reconstruir la plenitud de la
caridad y la piedad católicas” (15). En efecto, como nota Firbas (y como ya se
vio a propósito del terremoto de Lima), los seísmos pueden conectar la ciudad

36 Del texto original publicado en París en 1756 (52-53).


37 Algo poco sorprendente: “la tierra siendo un cuerpo continuo” (fol. 8), las cuevas poros
y sus montañas tumores (fol. 23). La Explicación Physica y moral es una de las múltiples réplicas
literarias del terremoto que agitaron la península ese año. Sobre la “recepción” del terremoto de
1755 en España puede consultarse el artículo de Crespo Solana.
MONSTRUOS BICÍPITES: DEL CUERPO MÍSTICO AL CONTRATO SOCIAL 41

letrada con la periferia, Lima con la costa y el agro chileno; contribuyen a


producir los contornos de una nueva territorialidad bajo la consigna “existe
como un todo lo que se reconstruye como un todo”. Pero más allá de una cuestión
geográfica o incluso institucional, lo que el evento de la catástrofe permite
pensar es esa forma política que somete los antagonismos (territoriales,
ideológicos o raciales) a un todo reordenado. El poema la describe lo mejor que
puede. Después de imaginar Chile como un “hermoso cielo de fecundidades”
y como un “piélago […] de tierra” sobre el que “bajeles de edificios” (las ciudades)
flotan a la deriva; después de ponderar las dimensiones de un suceso/anuncio
terrible y sin embargo necesario (“nuncio será, mas favorable”) para que los
bajeles se encuentren, Peralta Barnuevo pasa a interpretar el terremoto de la
siguiente manera:

Así a Chile este mal el cielo quiso


pesar al otro lado de la libra,
y porque entienda bien que no es Paraíso
tal vez con el Abismo lo equilibra.
Así le da con Lima hado indiviso,
cuando con el rigor el favor les vibra,
y así debe si enmienda otras desgracias
poner este trabajo entre sus gracias. (28-29)38

El terremoto de 1730 sume a los territorios del virreinato en un “hado


indiviso”, otorgándoles unidad y coherencia de manera semejante a como los
huracanes rubricaban la geografía del caribe bajo el signo imaginario de la
catástrofe. El desastre es un clima compartido, un territorio común (un manera,
incluso, de territorializar lo común), pero su efectividad depende de una suerte
de equilibrio previo. En un fiel de la balanza, el Paraíso – esa naturaleza americana
pródiga e idílica – se ve compensado por su mitad gemela, el Abismo del desastre
natural al que continúa permanentemente sometida “al otro lado de la libra”.
Ambas mitades son igual de necesarias, comprometidas como están en la sutura
de un cuerpo humano y un cuerpo divino (la jurisdicción administrativa y la
jurisdicción religiosa, la narrativa del progreso y la narrativa de la caridad
católica) en el cuerpo político geminado de las colonias. Por supuesto, Portocarrero
no había inaugurado nada al operar esta sutura. Antes que él, la doble función
que supone un cuerpo político geminado había sido ejercida por el mencionado
arzobispo-virrey de Lima, Melchor de Liñán y Cisneros, entre mediados de
1678 y finales de 1681. Melchor de Navarra había abierto un hiato absolutista

38 Cito de la edición de Paul Firbas, incluida en el trabajo citado (34-35).


42 VICTOR PUEYO

que la llegada de Portocarrero y Lasso parecía devolver a su estado original.


Con la muerte de Carlos II, se abría una etapa nueva en el gobierno del virreinato,
si bien cuanto menos incierta. La irrupción de los Borbones podía suponer la
restauración del cuerpo orgánico imperial a través de los impulsos centralizadores
de sus políticas públicas afrancesadas, pero también podía ofrecer un renovado
margen de autonomía a esos organismos que permitían centralizar la gestión
del poder a través del tejido vascular y neuronal del Imperio.
El propio virrey Portocarrero organiza un florilegio de poemas con motivo
de las exequias del rey muerto, transcrito por Joseph de Buendía y barrocamente
titulado Parentación real al soberano nombre y memoria del católico rey de
las Españas y emperador de las Indias. En el pórtico a este certamen, Portocarrero
señala que la “real vida” del cuerpo monárquico debería servir de generosa
sombrilla a “el comercio de una vida política sociable debajo de una corona”.
A continuación, pasa a encomiar el modelo de cuerpo político del estado
absolutista que representaba la figura de Carlos II en términos tan ambiguos
como estos: “en el cuerpo político de una monarquía se corresponden con virtud
simpática los vasallos con su rey, como los miembros con su cabeza” (fols. 2v-
3r). De acuerdo a la típica figura jerarquizada de un doble cuerpo post-tridentino,
el Rey es al mismo tiempo esa cabeza que corona el corpus mysticum y el
corazón que anima el (y anida en) cuerpo humano. Algo, no obstante, difiere
de esta típica estampa: la relación entre los miembros y el cuerpo no es una
relación jerárquica, sino una relación regulada por cierta correspondencia
simpática. Todas las cosas reaccionan al latido de esta falacia patética: cuando
el rey muere, las piedras se enternecen “en líquidos sudores”, los relojes de
Segovia pierden la noción del tiempo… (fol. 2v). El dilema se plantea en la
necesidad de clarificar cómo es posible que los súbditos de la zona tórrida
sientan el deceso del monarca con el mismo fervor simpático que sus súbditos
peninsulares. Y la respuesta a este dilema es la fe. Los súbditos americanos
suplen con un exceso de pródiga devoción lo que la distancia hace parecer
pequeño. En un alarde de esta retórica compensatoria, Portocarrero no deja de
enfatizar durante todo el prefacio a la Parentación real la excelsitud de Carlos
II como gobernante cristiano, de quien luego aclarará que fue “quien más
defendió los sagrados fueros de inmunidad” (fol. 77r). Intentaba así, quién lo
duda, alinearse con su figura y contra las políticas públicas desarrolladas por
su predecesor en el cargo. Pero este no era su principal objetivo. Al elaborar
esta pintura de Carlos II, lo que Portocarrero pretende es sugerir un relato
fundacional de la ciudad de Lima basado en un repentino doble linaje real. Por
un lado, la ciudad fue fundada bajo la égida de Carlos I, que sometió a los
pueblos indígenas por medio de las armas; por otro, fue pacificada y evangelizada
(o así conviene imaginarlo ahora) por Carlos II, “pues si necesitó para su
conquista de un Carlos guerrero, para su conservación le fue necesario otro
MONSTRUOS BICÍPITES: DEL CUERPO MÍSTICO AL CONTRATO SOCIAL 43

Carlos pacífico, orlándose las tres coronas de esta ciudad de los imperiales
laureles como insignias de la guerra y de las regias olivas como frutos de la
paz” (fol. 6v). Un escudo de armas de la ciudad grabado en el túmulo del monarca
resume la leyenda con el siguiente lema:

Carlos Quinto me fundó;


Carlos Segundo me honra.
El Primero me dio nombre,
buena estrella y tres coronas.
Y un virrey me dio el segundo
que me funda, me honra y me corona.
(fol. 44r).

Como si de otro súbito monstruo bicéfalo se tratara, como si los dos


“melchores” buscaran (y hubieran encontrado) su acomodo dentro del cuerpo
político absolutista, el Carlos de la política imperial y el Carlos de la fe cristiana
se yuxtaponen también sin aparente contradicción. El mito fundacional, producido
ex profeso sobre la base de esta doble genealogía, establece un espacio de
indiferenciación que se prolonga en el equilibrio de dos competencias
irreconciliables y, sin embargo, condenadas a funcionar cada una como el espejo
de la otra. En el nivel político estas dos cabezas corresponden, obviamente, a
los dos cabildos (de capitulum, “aquello que tiene forma de cabeza”) de la ciudad
virreinal: el cabildo secular o civil y el cabildo religioso, cuyas atribuciones se
verían, efectivamente, mermadas por las reformas de la monarquía borbónica
ya a principios del siglo XVIII. Que las élites virreinales reservaron a su
contraparte religiosa una cuota de poder equivalente es un hecho obvio y, por
lo demás, suficientemente estudiado. Respetando ese balance de fuerzas, las
autoridades locales conseguían producir un escenario de gobernabilidad que
duplicaba y al mismo tiempo sustituía la estructura política de la metrópoli, a
la que representaba “en suspensión”. Pero la lectura del nivel político de esa
“vida política sociable” que se estaba gestando bajo la corona en los virreinatos
resulta insuficiente si no es acompañada por una lectura de su nivel ideológico.
Hay que pensar qué tipo de subjetividad (y de eventual modelo de ciudadanía)
podía desprenderse del cuerpo político geminado de los virreinatos. Se puede
establecer, desde luego, una analogía clara: la relación que el virrey guardaba
con el monarca, ejerciendo al mismo tiempo como su delegado y su sustituto,
es homologable a la relación que el monstruoso ciudadano de esta república
bicéfala mantenía con respecto al súbdito indígena al que representa y al mismo
tiempo acaba excluyendo. El monstruo criollo de Rivilla Bonet/Peralta Barnuevo,
recordemos, solo podía ser engendrado por individuos de la misma especie, lo
que excluía directamente a los mestizos y a los animales. Ahora bien, esta
44 VICTOR PUEYO

exclusión, a diferencia del caso europeo, tenía su razón de ser en la mezcla


“inclusiva” a la que daba lugar con la celebración de ese monstruo criollo que
interioriza la otredad al mismo tiempo que la desplaza hacia afuera. A partir
de esta doble representación del otro por parte de las élites criollas (dentro de
un cuerpo doble legítimo y fuera de él), podía mantenerse intacta la división
efectiva del virreinato en dos repúblicas separadas.
Prueba de que así seguiría siendo es la carta intempestiva que Francisco de
la Mata Linares envía al Mercurio peruano tan tarde como el veinte de abril
de 1794. Matalinares, que había participado en el Motín de Esquilache, afirmaba
que urgía “formar un solo e indistinto cuerpo de la Nación” (fol. 258), aboliendo
las “líneas de división que forman dos repúblicas distintas […] en un mismo
estado” (fol. 260). Para Matalinares, en efecto, el Perú nunca había dejado de
ser un monstruo político de dos cabezas que debía ser unificado y homologado
en una nación moderna. Estas sugerencias para la gobernabilidad del Perú, que
fueron, por supuesto, desoídas y “refutadas” por los editores de la revista,
reflejaban los conflictos propios de una doble república (república de españoles
y república de indios) en un gobierno en sí mismo bicéfalo. Nos ocuparemos
de esto en el próximo capítulo. Por ahora, basta consignar que las dificultades
que presenta esta sociedad política indiana considerada “de abajo a arriba” (de
los súbditos a las instituciones) no pueden resolverse sin una lectura de su
composición ideológica “de arriba a abajo”; es decir, del organigrama institucional
a los súbditos que se someten a esas instituciones. Ambos, el virreinato y sus
habitantes ideales, compartían, de hecho, un mismo diseño simbólico que se
retroalimentaba. Si el virreinato peruano podía jactarse de ser “cabeza de este
nuevo mundo”, tal y como hacía el propio duque de la Palata en su defensa de
la provisión (Discurso jurídico fol. 4), tal cosa solo era posible en la medida en
que Lima entraba a integrar una estructura política “desintegrada” de la metrópoli
en un nivel jurisdiccional inmediatamente superior. Su mejor imagen es este
monstruo de dos cabezas constituido por el Virreinato del Perú y por el Virreinato
de la Nueva España, en cuyo cuerpo abrazado se anudan el nivel político y el
nivel ideológico de las futuras formaciones sociales americanas. El propio Conde
de la Monclova sería el último gobernante bicéfalo de este cuerpo político
supranacional o, por lo menos, el último en promocionar de virrey mexicano a
virrey peruano, gracias al levantamiento por parte de Carlos II del veto al
sistema de promoción de virreyes que había sido suspendido desde la deposición
de Alba de Liste en 1653 (Rubio Mañé 156). Comprender la diferente especificidad
de las formaciones sociales españolas y latinoamericanas pasa, tal vez, por
auscultar los distintos modelos de corporalidad que conciernen a su fase
embrionaria: por un lado, el cuerpo político kenomático (la excepción del cuerpo
bicéfalo normalizada en América); por otro, el cuerpo político pleromático –
quebrado, asimétrico, sanguíneo – en el corazón de la metrópoli.
MONSTRUOS BICÍPITES: DEL CUERPO MÍSTICO AL CONTRATO SOCIAL 45

Pleroma y Kenoma: nación, cuerpo y constitucionalidad


Volvemos, para terminar, a la península ibérica y volvemos al caso con el que
habíamos comenzado. Allí nos encontramos, en plena vorágine de las reformas
borbónicas, a Benito Jerónimo Feijóo inmerso en la disputa de un nuevo parto
maravilloso. Recordemos sus detalles más relevantes. Corría el año 1736. Una
mujer, de nombre Juana González, había dado a luz a un niño siamés en Medina
Sidonia el veintinueve de febrero de un año bisiesto. El capellán que asiste el
parto acierta a bautizar el pie derecho del infante, que es el primer miembro en
manifestarse, pero el niño nace muerto y el debate sobre la validez del sacramento
no tarda en asomar la cabeza. ¿Habían sido bautizados los dos hermanos, solo
uno de ellos, o tal vez ninguno de los dos? Naturalmente, la respuesta a esta
pregunta depende directamente de la estructura de la anatomía interior y exterior
del monstruo. Juan de Nájera, examinador sinodal del arzobispado de Sevilla,
ofrece la siguiente descripción en su Disertación curiosa o discurso físico-
moral, publicada en diciembre de ese mismo año:

Tenía dos cabezas perfectas, distintas y aun distantes, colocadas lateralmente


una con otra. Tenía cuatro brazos, pero los dos del lado por donde se
contemplaban pegados los tenía unidos en uno hasta el codo, desde donde
se apartaban en dos distintos y enteros. El pecho y vientre era uno mismo,
aunque más ancho, que lo debiera ser uno solo (y aun se halló también un
solo corazón después de abierto); los muslos y las piernas era solos dos, pero
tan conformes a todo el cuerpo que no daban indicio a ser más del uno que
del otro. (fol. 2r)

Feijóo recibe una consulta epistolar de Luis de la Serna sobre el caso cuya
respuesta se imprime casi inmediatamente después en Cádiz y en Lisboa, para
quedar recogida más tarde en sus Cartas eruditas y curiosas.39 Nada más
comenzar este primer capítulo, veíamos cómo Feijóo consideraba que el bautismo
del monstruo había resultado nulo en razón de la incompatibilidad del lenguaje
sacramental con cierta incertidumbre latente en torno al número de almas que
podrían habitar un cuerpo de dos cabezas. Ahora, como colofón, merece la pena
examinar la anatomía de ese cuerpo excepcional que Feijóo estaba vislumbrando
y cuya existencia misma amenazaba los límites del lenguaje en que todavía
estaba obligado a desenvolverse. Este cuerpo es para Feijóo un cuerpo donde
perfectamente pueden caber dos almas que, unidas por el tronco de la médula
espinal, descienden a través del sistema nervioso para animar los miembros

39 Estos datos nos los proporciona el propio Feijóo en la mencionada enmienda (ver nota
10) a la “Paradoja decimocuarta” (Obras 297).
46 VICTOR PUEYO

inferiores. Con el fin de soportar empíricamente su argumentación, Feijóo aduce


un caso relatado por Gaspar de los Reyes, cirujano que ejerció en el Hospital
de San Juan de Montesclaros de Veracruz hasta su muerte en 1669 (Rodríguez-
Sala 399). El monstruo bicípite en cuestión habría nacido en Northumberland,
condado de la Inglaterra medieval en su frontera con Escocia, levantando una
gran expectación. Cuando los médicos, intrigados, procedieron a punzar sus
piernas, “ambas cabezas, caras y lenguas manifestaban sentir el dolor, pero no
sucedía esto en las partes o miembros en que estaban separadas las dos almas;
esto es, si herían una cabeza, sólo esta se quejaba, no la compañera” (482). Las
dos cabezas “compañeras” comparten el gobierno de los miembros al tiempo
que mantienen una cuota de autonomía la una sobre la otra, lo que prueba, para
Feijóo, que el alma racional reside en la cabeza. El corazón ocupa un segundo
plano. Feijóo toma de Gaspar de los Reyes un segundo testimonio que da cuenta
de ello. Esta vez se trata de un pasaje de la Historia natural y moral de las
Indias de José de Acosta (concretamente en el libro quinto, capítulo veintidós):
“A un hombre a quien los indios, sacrificándole a sus ídolos, arrancaron el
corazón, después de caer, despojado de él, por casi treinta escalones con voz
clara pronunció estas palabras: Oh, nobles, ¿por qué me matáis?” (484).40
Dando crédito a estos autores, Feijóo camina hacia Descartes, pero lo hace
todavía, inevitablemente, dentro de los límites cautelares de ese organicismo
aristotélico cuya expresión política era el corporativismo estamental. La primacía
del cerebro solo se podía entender dentro del marco de ese cuerpo político. Así,
Feijóo afirma: “Como en el cuerpo político del estado, cuando hay guerras civiles,
unos reconocen un príncipe, otros otro; así en el cuerpo humano, divididos los
filósofos, unos pretenden el principado de él para el corazón, otros para la cabeza”
(483). En su interior, todos los miembros son “como súbditos del celebro, y éste
es quien absolutamente domina en la pequeña república del cuerpo animal, sin
que el corazón pueda pretender más que ser su primer ministro” (484). Al apostar,
sin embargo, por el cerebro sobre el corazón como parte principal o príncipe del
organismo, Feijóo sabía muy bien lo que su intervención en esta polémica
implicaba y lo que esta polémica misma, por tanto, estaba encapsulando. El
enclave del cuerpo bicéfalo era un enclave de indeterminación en virtud del cual
el cuerpo orgánico mismo (como unidad estructurada alrededor de esa parte
principal) resultaba difícilmente pensable. De ahí que la toma de partido del
benedictino desate una llamativa acritud, ridícula si la interpretamos como una

40 Feijóo está siguiendo, casi con absoluta seguridad, las quaestiones 31 y 32 del tratado
titulado Elysius jucundarum quaetionum campus y publicado en Frankfurt en 1670 (fols. 366-
382). “Ut narrat Josephus Acosta, Indi suis Diis sacrificantes cor extraxerunt, ac eo evulso
postquam corpus per triginta fere scalas decidit, clare fertur dixisse: O nobilis quare me
occiditis?” (fol. 376). Se hace eco del pasaje también la Historia de la vida del hombre de
Lorenzo Hervás (243).
MONSTRUOS BICÍPITES: DEL CUERPO MÍSTICO AL CONTRATO SOCIAL 47

mera querella médico-escolástica, comprensible si consideramos que aceptar la


duplicidad de poderes en el cuerpo del súbdito borbónico insinuaba, evidentemente,
legitimar su equivalencia en el cuerpo político del estado absolutista.
Ya vimos cómo esta posibilidad era adoptada en América para rellenar un
vacío de derecho (kenoma) a partir de la disposición horizontal de las instituciones
civiles y religiosas. La metrópoli, en cambio, emprendería un camino diferente.
Donde los virreinatos decidieron perpetuar ese cuerpo kenomático que suturaba
tensiones jurisdiccionales en torno a diferentes espacios sin legislar, las
autoridades peninsulares apostaron por reintegrar la incipiente división entre
las instituciones civiles y eclesiásticas en un cuerpo pleromático que volvía a
fundirlas en una estructura vertical.
Los términos pleroma y kenoma provienen de la tradición gnóstica. Valentín
entiende por pleroma la totalidad de los poderes divinos en un solo cuerpo,
mientras que el kenoma vendría a ser el cuerpo mismo vacío de la sustancia
divina. Para Pablo de Tarso, el pleroma es la Iglesia como cuerpo de Cristo.41
Giorgio Agamben propone un uso desviado de la dicotomía gnóstica. El estado
pleromático es el estado plenipotenciario, en cuyo interior todavía no se ha
producido una división de poderes. El estado kenomático se identifica, mientras
tanto, con el estado de excepción o con el vacío de derecho (30-31). Naturalmente,
hablamos del cuerpo pleromático a un nivel imaginario, “abstracto”, pero sus
consecuencias se hacen visibles en múltiples ámbitos “concretos”. Piénsese,
por ejemplo, en el ámbito territorial y en lo que supondría la reincorporación
de las fracturas regionales en el pleroma borbónico con los Decretos de Nueva
Planta, a propósito de lo que Ricard García Cárcel ha llamado el “triunfo de la
España vertical sobre la España horizontal de los Austrias” (114). Evidentemente,
las reformas borbónicas tenían de afrancesadas lo que el absolutismo monárquico
de Luis XIV tenía de francés y conllevaron, en realidad, una centralización/
castellanización de las instituciones. Renunciaban, eso sí, a algunos de los
aspectos más “progresistas” de la monarquía de los Austrias en términos
administrativos, empezando por su régimen polisinodal (según el cual diferentes
consejos especializados tomaban decisiones que el rey confirmaba o sancionaba),
que es sacrificado en favor de una mayor concentración de poder en la figura
del monarca. En este contexto, el sueño bicameral de Feijóo estaba completamente
fuera de lugar y es por eso, quizá, y a pesar de lo aparentemente anecdótico de
ese examen del monstruo bicípite, que el texto de Feijóo es recibido con particular
virulencia por alguien como Juan de Nájera.
La respuesta de Nájera a Feijóo en la mencionada Disertación curiosa ilustra
el regreso al pleroma absolutista al tiempo que expone sus condiciones simbólicas

41 Ver Schaff (773-776).


48 VICTOR PUEYO

y sus mimbres discursivos. Como si de un bucle melancólico se tratara, Nájera


regresa de nuevo a Aristóteles en su interpretación del monstruo de Medina
Sidonia y lo hace para volver a otorgar primacía al corazón:

Y digo que el monstruo de Medina tenía un cuerpo total simpliciter tal,


pero duplicado secundumquid y en partes; porque tomándose la unidad
simpliciter del cuerpo humano del corazón y no de la cabeza, según
Aristóteles, Alberto Magno y otros, y habiendo un solo corazón, aunque
dos cabezas, tendría una sola alma.” (fol. 6)

Así, partiendo de la centralidad del corazón como residencia del alma, Nájera
opera la “destrucción de dos para producir uno” que precisaba el éxito del
bautismo (fol. 12). Un ordinario ego te baptizo habría bastado, arguye, para salvar
a la única alma presente en el único corazón de un cuerpo doble. Este corazón,
fábrica y motor de la esencia sanguínea, revela además hasta qué punto la
restauración del cuerpo pleromático implicaba, ante todo, un giro sustancialista
desde el punto de vista ideológico, es decir, una recuperación de las formas
sustanciales del linaje. Nájera niega que dos formas sustanciales puedan cohabitar
en un único cuerpo. Solo los animales nacen, a este efecto, con dos corazones,
y esto se debe a que las almas de los animales son divisibles (fol. 11). El análisis
de Nájera es, por supuesto, mucho más complicado. Pero es la ilustración que
lo acompaña la que mejor perfila su posición. Se trata, me atrevería a decir, del
mejor emblema (y uno de los más tempranos) de ese cuerpo político borbónico
que acabaría triunfando en la península y que se prolongaría después bajo el
atuendo de un contrato societario (figura 5). El retrato del monstruo muestra un
cuerpo crecido y casi dividido simétricamente en dos mitades. Su bisectriz la
marca, por un lado, la juntura que se produce a la altura del codo entre los dos
brazos y, por el otro, el vértice delineado por las piernas y localizado en la zona
del perineo. A cada uno de los lados se reparten un pezón, un brazo, una pierna
y una cabeza. El diseño del niño recuerda de hecho, a simple vista, al diseño de
los cuerpos equilibrados que llevaban habitando la biblioteca de curiosidades
médicas desde mediados de siglo en España y en la América española.
Una mirada más atenta revela, sin embargo, la profunda asimetría que
ordena la composición del monstruo de Medina Sidonia. Aunque de manera
más sutil que en otras ocasiones, las dos caras del monstruo se disponen de
manera complementaria: una despierta y con gesto tranquilo, la otra con los
párpados entrecerrados y la boca ligeramente abierta, como si exhalara un
suspiro. El cuerpo no se basta a sí mismo para sustituir a las señales; por el
contrario, entraña un doble criptograma que hay que descifrar, contiene signos
que su fisonomía nos invita y casi nos obliga a leer. En particular, encarna
dos signos: por un lado, la cruz (X) cristiana que dibujan las dos aspas oblicuas
MONSTRUOS BICÍPITES: DEL CUERPO MÍSTICO AL CONTRATO SOCIAL 49

Figura 5. Monstruo de Medina Sidonia. Juan de Nájera. Disertación curiosa (1736).


50 VICTOR PUEYO

compuestas por cada una de las piernas, cuello y cabeza que se atraviesan en
el ombligo; por otro, la “y” pitagórica (Y) y por tanto laica que forman los
dos antebrazos incrustados en ese brazo común y que se hunde en el tronco
del monstruo.42 Estas dos mitades asimétricas no se miran la una en la otra;
se estructuran a partir de un eje vertical que las atraviesa subrayando su
diferencia jerárquica, subordinando el cuerpo civil al cuerpo sagrado en el
seno de esa unidad irregular que es el corpus mysticum. La clave de su diseño
no es, pues, el rostro, ni siquiera la disposición de dos cabezas que están ahí
la una junto a la otra como podrían no estar. Un típico gastrocéfalo (monstruo
acéfalo con la cara impresa en el pecho) se asoma al fondo para recordarnos
este hecho, para aclararnos que la cabeza es prescindible porque el alma reside
en el corazón. En su centro exacto, la clave del retrato es el tronco en que este
órgano se aloja, eje central en que se anuda y unifica la doble condición del
engendro. Si, de acuerdo con Nájera, solo los animales tienen dos corazones,
en el caso de los humanos es preciso aceptar como hipótesis de su especificidad
“la hipótesis primera de ser el tronco propiamente uno” (fol. 9). Una hipótesis
que, ciertamente, parece remedar en su anatomía al cuerpo político de aquella
España vertical que García Cárcel describe como una “España centralizada,
articulada en torno a un eje central que ha sido siempre Castilla, vertebrada
desde una espina dorsal y con un concepto de una identidad española
homogeneizada e «intensiva»” (114).
Todo lo demás, a partir de aquí, remite a una historia bien conocida. El cuerpo
pleromático de esta España vertical seguirá modelando cualquier expectativa
sobre la estructura política del estado durante lo que quedaba del siglo XVIII.
Todavía en 1812, las Cortes de Cádiz producían un texto significativamente
laxo en cuanto a la división de poderes. El poder legislativo recae en las Cortes,
pero el rey conserva en todo momento su derecho de sanción (artículo 142).
Bajo la fórmula de una “monarquía moderada”, la figura del monarca aglutinaba
funciones tanto legislativas como ejecutivas. Si comparamos esta carta magna
(constitución también, no hay que olvidarlo, de los territorios americanos del
hemisferio sur) con la Constitución política del Perú de 1823, las diferencias
son obscenamente evidentes. Sobre el papel, esa Constitución que nunca llegó
a aplicarse también concibe la república como un cuerpo orgánico: “Todas las
provincias del Perú, reunidas en un solo cuerpo, forman la nación peruana”
(artículo 1). Imaginada sobre el patrón simbólico de la excepción kenomática,
este cuerpo era, empero, un cuerpo claramente desintegrado, en cuya anatomía
la división entre el poder legislativo y el poder ejecutivo resulta explícitamente
formulada (artículo 29). En la Constitución peruana, el poder legislativo reside

42 Sobre la persistencia de este doble diseño, véase el análisis del monstruo de Rávena en
el capítulo 3.
MONSTRUOS BICÍPITES: DEL CUERPO MÍSTICO AL CONTRATO SOCIAL 51

en el Congreso de representantes elegidos por las provincias, pero dependiente


de la sanción del Senado (capítulos IV y V), manteniendo una nítida escisión
entre dos cámaras separadas y al mismo tiempo equilibradas en sus atribuciones.
¿Es esta separación un efecto del cuerpo político desintegrado de los virreinatos?
¿Qué tipo de contrato social podía emanar de la ficción de una doble soberanía,
del equilibrio entre la letra de la ley y la caligrafía de lo sagrado?
Entender estas fracturas entre el cuerpo político de la metrópolis y el estado
nación americano, entre el pleroma español y el kenoma de las colonias, incumbe
al estudio de una genealogía de la excepción que permanece a grandes rasgos
inexplorada. En el prólogo a la edición de 1829 de la Historia de la monja alférez,
novela escrita en plena vorágine de los procesos de independencia, su editor,
Joaquín María de Ferrer, nos anima a emprender este camino: “Si los que acusan
a la naturaleza de uniformidad o monotonía en su acción la estudiasen en sus
portentos, sin necesidad de apelar a las esfinges y los hipogrifos […], hallarían
que aquella ha consignado en sus obras la prueba de lo contrario” (5). El emblema
elegido para certificar la normalidad de la anormalidad es, cómo no, un monstruo
de dos cabezas:

Y si el orden físico de la naturaleza se presta a estas observaciones, ¿qué


diremos del orden moral en que las anomalías, los prodigios son tan
multiplicados que más de una vez parecen hacer equívoca y dudosa la regla
general? Para cada monstruo de dos cabezas que la naturaleza ha producido,
¡cuántos millares de fenómenos análogos no presenta la historia moral del
hombre! (8)

La historia moral de estas excepciones es, sin duda, la historia de sus


ciudadanos, la historia de una ciudadanía anómala modelada sobre una “equívoca
y dudosa regla general”. El siguiente capítulo tratará de acometerla, aunque
para ello sea necesario recurrir (contra la recomendación de Ferrer) al estudio
de sus esfinges y sus hipogrifos, de sus monstruosidades.
2

Cuerpos birraciales

De los cinocéfalos de Colón a las fábulas de Samaniego

El capítulo anterior estudiaba la disposición geminada de los monstruos siameses


como diseño imaginario a partir del cual era posible una lectura de la separación
de poderes en el cuerpo político. De esta república de la excepción cuyo ciudadano
es el monstruo quedaban excluidos, sin embargo, aquellos seres que provenían
de dos especies distintas. Los Desvíos de la naturaleza los llamaban “brutos
mestizos” (fol. 13v) y no los consideraban monstruos legítimos por no ser
excepcionales al orden de la naturaleza. Su autor cuenta a la mula (mezcla de
asno y de caballo) entre ellos, pero también al hipotauro (mitad caballo y mitad
toro) y a otros vástagos como el misterioso híbrido de caballo y ciervo que su
propietario, un ricohombre francés, entregó al rey de Francia “por la singular
e incomparable ligereza de que era dotado” (fol. 14r). En la Historia y magia
natural o ciencia de la filosofía oculta (1692), texto delirante publicado en la
península tres años antes que los Desvíos, el jesuita y escritor gaditano Hernando
Castrillo ampliaba la nómina a las siguientes especies:

Las acémilas, que vimos en España; y en África la carasa, que según los
africanos dicen es como un becerro de cuello largo, como una lanza, de
pecho resplandeciente en el color, de pies cortos y manos largas, orejas de
cabra, pelo de buey; de gracioso andar y no se espanta de nada. También el
leontomigo, que procede de perra y de león; la crocuta, de hiena y de leona;
el musino, de cabra y de carnero […]. Pertenecen a este orden los bueyes con
clines [sic] de caballo que se crían en la Persia y los bueyes con giba, como
camellos que se acomodan a la carga; y el unicornio, que parece resultó de
caballo y ciervo, pues tanto se parece en las acciones a los dos. (fol. 44)1

1 Y la lista continúa: “el leopardo, de leona y pardo y el lince del lobo y del ciervo, como
dice Pereyra; y el tirio de cabrón y oveja” (fol. 44). La Curiosa y oculta filosofía de Nieremberg
añade nombres a este borgiano zoológico:
Como la crocuta, del perro y del lobo; el leontomigo, de león y perro; el lumar, de caballo
y toro; el mulo ligero del onagro y del asno ordinario; el musmón o umbro, de cabra y
54 VICTOR PUEYO

Estos cruces, habituales en la fauna animal, no lo eran tanto entre los seres
humanos. Ya a principios del siglo XVII, la mayor parte de los autores que se
desenvuelven en el incierto y pantanoso dominio de la teología médica rechazaba
la existencia de híbridos absolutos entre humanos y animales. Lo hacían siguiendo
el parecer de Aristóteles, que en su De generatione animalium (libro II, capítulo
quinto y libro IV, capítulo cuarto) niega la mezcla entre diferentes especies en
base a los diferentes periodos de gestación que les son propios (769b 25). Solo
en casos muy puntuales, cuando las especies exhiben cierta compatibilidad en
sus plazos (digamos una perra y un zorro), parece admitir Aristóteles la
posibilidad de un cruce entre dos especies. Aun así, siempre hablaremos de una
mezcla inestable. El primer parto mostrará cierto acoplamiento, cierta
compenetración, pero a medida que una generación dé paso a otra, el resultado
de la mezcla se asemejará cada vez más a la madre hasta coincidir con ella, ya
que en el animal predomina la materia y es la madre la que aporta la materia
frente al padre, que le insufla su alma o (como Aristóteles la llama) su forma
sustancial (738b 30). La opinión era comúnmente sustentada por facultados y
físicos a mediados del siglo XVI. Resuena todavía, por ejemplo, en el Libro de
la anotomía [sic] del hombre de Bernardo Montaña (1551). En este diálogo
renacentista de temática médica, su protagonista, el Marqués de Mondéjar,
inquiere al Doctor sobre “la causa porque cuando se juntan una hembra y un
macho de diferentes especies, como una raposa y perro, ordinariamente lo que
nace en cuanto a la especie paresce a la madre y en cuanto a la figura paresce
al padre” (fol. 89). La respuesta del Doctor se desvía un tanto del texto aristotélico,
que también tomaba al can y a la zorra como ejemplos, pero sigue identificando
a la hembra con la materia y al macho con la forma: “El espíritu vital que está
encerrado en la simiente del macho es muy puro y tiene mayor fuerza que el
espíritu que lleva la sangre arterial, y basta siempre para figurar la materia
según su naturaleza, mas no basta darle la forma que desea” (fol. 89).
La posibilidad de partos humanos mixtos es mucho más compleja, porque
estos tienen un periodo de gestación y patrones de desarrollo muy específicos.
A este hecho se refiere el autor de los Desvíos de la naturaleza cuando, haciendo
suyo un pasaje del De rerum natura de Lucrecio, afirma: “si el caballo florece
a los tres años y entonces el hombre está en mantillas y cuando éste a los veinte
es joven, aquél ya muere, ¿cómo se podrán creer los centauros ni los demás
mixtos?” (fol. 19r). Rivilla Bonet/Peralta Barnuevo no cree, con todo, que los
partos mixtos sean imposibles. Al contrario: defiende que el periodo de gestación

carnero; el ciniro, de cabrón y oveja; la híbrida, del jabalí y el puerco; el thoe, de[l] lobo
[y] la pantera, el teocrono, del gavilán y águila; el rhinobato, de la squatina y la raya pez.
(fols. 84-85)
Véase también Fuentelapeña (652) y Rivilla Bonet (fols.15v-16v).
ESTADO DE NATURALEZA Y CONSTITUCIÓN ANIMAL 55

de un centauro, tanto como su desarrollo, no sucedería ni en el tiempo del ser


humano ni en el tiempo del caballo, sino en un “tercer tiempo” correspondiente
al “tercer género” al que el centauro pertenecería. Para el autor del tratado, la
“conmixtión” de sustancias no atenta, por tanto, contra ninguna ley médica.
Aunque nunca se hayan visto salir conmixtiones “con miembros propios de
cada especie […], no se debe negar la posibilidad de tales monstruos como los
centauros y los [otros monstruos] que se han referido” (fol. 26). Estos otros
monstruos son los sátiros, tritones y sirenas que desfilan por los relatos mitológicos
de la Antigüedad y cuya existencia tampoco se atreve a descartar.2 Rivilla
Bonet/Peralta Barnuevo nos invita, ciertamente, a distinguir los monstruos
alegóricos – aquellos que ahora llamaríamos ficticios o literarios – de los
monstruos “realmente existentes”. A la primera categoría pertenecen desde el
océano de Góngora en las Soledades (“centauro ya espumoso el océano / medio
mar, medio ría / dos veces huella la campaña al día”) al minotauro de Virgilio;
y a la segunda podrían adscribirse, entre otras muchas, las “mezclas fabulosas
de pece y de hombre […] que han aparecido en ciertas playas, hablando y
haciendo la señal de la cruz” (29v), especies de un sorprendente fabulario náutico
a las que nos referiremos con detalle más adelante.
Pero lo que centra la atención del tratado no es la mera existencia de monstruos
mestizos en la raza humana (que se deja cautamente entre paréntesis), sino su
hipotética capacidad de hablar y razonar. Lo que su autor pretende poner en duda
es que estos monstruos mixtos, de confirmarse su existencia, pudieran albergar
un alma racional. La argumentación de Rivilla Bonet/Peralta Barnuevo sigue de
cerca también en este punto a Aristóteles. Si la producción de un monstruo racional
consistía en la unión de la semilla paterna (la forma en acto) y la materia femenina
(forma en potencia cuyo ser es ser-fecundada), se sigue de ello que esta unión no
podría tener lugar en los monstruos híbridos, ya que la materia receptiva de una
hembra animal no tiene la facultad de devenir forma. Admitir la existencia de un
alma racional en los monstruos híbridos sería, en este sentido, tanto como reconocer
que el hombre puede reproducirse por sí mismo sin la participación de una materia
femenina configurada para su reproducción (31v).3 Incapaz de asignarle un alma

2 Como no la descartan del todo el escéptico Carranza, que en su De partu (1629) debate
si los sátiros y centauros podrían ser tal vez ilusiones demoníacas (fol. 650) o Fortunio Liceti,
que en su De monstrorum caussis (1616) otorga credibilidad al amancebamiento de un simio y
una mujer lusitana desterrada en una isla desierta (fol. 217). Francisco Torreblanca, por su parte,
niega la veracidad de centauros, hipocentauros y onocentauros (seres con ancas de asno y cabeza
de persona), pero el hecho de que dedique todo un capítulo de su Daemonologia a refutarla
demuestra el interés que todavía suscitaba la posibilidad de su existencia (fols. 299-301).
3 En otras palabras: la hipótesis de un monstruo de dos especies con un alma racional es
equivalente a la hipótesis del monstruo de dos sexos o monstruo hermafrodita. Este problema
se analizará por extenso en el tercer capítulo.
56 VICTOR PUEYO

racional, Rivilla Bonet/Peralta Barnuevo define el alma de estos “brutos mestizos”


como un “compuesto material” al que también llama “alma tercera, por no ir
animada” (32r). El propósito del presente capítulo es ofrecer una radiografía de
esta tercera alma – ni animal ni humana – tal y como se nos insinúa en testimonios
científicos, relaciones de sucesos y obras literarias entre los siglos XVI y XVII.
Después, desde el enfoque privilegiado que nos brinda su presencia liminal, será
posible, con suerte, leer la fábula dieciochesca de otra manera; leerla, por fin, en
los términos que su necesidad histórica hace ineludibles.

Homo marinus: de tritones y hombres


La literatura relacionada con la fusión o confusión de diferentes especies excedía
el ámbito de lo estrictamente médico a principios del siglo XVI. Concernía a un
paisaje imaginario mucho más amplio. Esta fauna imaginaria inundaba los bestiarios
y libros de caballerías medievales, que la ubicaban en una geografía convenientemente
remota y verosímilmente difusa.4 La llegada de los españoles a América conllevaría
la naturalización del monstruo híbrido en tierras americanas, que coincidía,
puntualmente, con el momento inaugural mismo de las crónicas europeas del
“Nuevo Mundo”. La carta escrita por Cristóbal Colón al consejero real Luis de
Santángel (1493) contiene las primeras noticias del primer viaje a tierras americanas.
Lo importante de esta carta, como nota Palencia-Roth, no es lo que Colón dice
que ha encontrado, sino aquello que le sorprende no encontrar (39):

En estas islas fasta aquí no he hallado ombres monstrudos, como muchos


pensavan, mas antes es toda gente de muy lindo acatamiento, ni son negros
como en Guinea, salvo con sus cabellos corredíos […] Así que monstrudos
no he hallado ni noticia, salvo de una isla que es Carib, la segunda a la
entrada de las Indias, que es poblada de una iente que tienen en todas las
islas por muy ferozes, los cualles comen carne umana. (Colón 144-145)

El almirante se refiere, como se recordará, a los “Caniba o Canima”, de cuya


belicosidad había sido prevenido por los indígenas americanos el veintiséis de
noviembre de 1492. Persuadido de estar pisando tierras asiáticas, seducido,
quizá, por una fácil homología, Colón confundirá a estos indios caribes con los
súbditos del Gran Khan, emperador mongol de quien sabía por su lectura de
los Viajes de Marco Polo y con quien, sin duda, aspiraba a sellar suculentos
acuerdos comerciales en nombre de la Corona:

4 Sobre los monstruos híbridos en la novela de caballerías, puede acudirse en general a


Marín Pina, Pinet y López-Ríos. A propósito de la geografía nebulosa del monstruo medieval,
véase especialmente el reciente artículo de Van Duzer (389-417).
ESTADO DE NATURALEZA Y CONSTITUCIÓN ANIMAL 57

Toda la gente que hasta oy a hallado diz que tiene grandísimo temor de los
de Caniba o Canima [sc. can], y dizen que biven en esta isla de Bohío, la cual
debe de ser muy grande, según le pareçe, y cree que van a tomar a aquellos
a sus tierras y casas, como sean muy cobardes y no saben de armas; […] los
cuales diz que después que le vieron tomar la buelta d’esta tierra no podían
hablar, temiendo que los avían de comer, y no les podía quitar el temor, y
dezían que no tenían sino un ojo y la cara de perro; y creía el Almirante que
mentían, y sentía el Almirante que devían de ser del señorío del Gran Can
que los captibavan. (Colón 53)

Como ya se ha notado en muchas ocasiones, el texto revela en cualquier caso


un desplazamiento mucho más sutil que el que se deriva de la identificación entre
el Caribe y un Oriente imaginado: la supuesta identificación, puesta en boca de
los indígenas, de los súbditos del Gran Can con esos monstruos caninos con
“cara” u “hoçicos de perros” que se alimentaban de hombres y de los que ya
hacía mención el Diario en su entrada del cuatro de noviembre de aquel mismo
año (Colón 51).5 Naturalmente, detrás de esta identificación yace un supuesto:
el de la existencia de hombres con cabeza de perro, que a Colón – ávido lector
de Mandeville y de Plinio el viejo – no podría habérsele escapado. La inclusión
de los cinocéfalos entre las razas monstruosas de la tierra se remontaba a Ctenesias
de Cnido (400 a.C.) y llegaría a las bibliotecas del Imperio filtrada a través de la
Historia naturalis de Plinio (libros VI y VII) y de la Ciudad de Dios de San
Agustín (capítulo 8, libro XVI). Dos lugares solían postularse como el origen
de estas razas monstruosas. Por un lado, se consideraban descendientes de Cam,
hijo mediano de Noé que había recalado en África y cuya desobediencia tras el
diluvio había sido castigada con una estirpe maldita de monstruos. Por otro, la
franja septentrional de la India era también pródiga en maravillas que, como
Colón mismo se apresura a mostrar, no excluían a los cinocéfalos.6
Pero la lectura de Colón (indígenas = cinocéfalos) dista mucho de estar exenta
de ambigüedades. Al situarlos en lo que él supone esa región, Colón atribuye
a los indígenas una codificación del espacio americano que él mismo desecha
como falsa (“creía el Almirante que mentían”). Reacio a reconocer la insuficiencia
del código, incapaz de desentrañar, por medio de él, las indicaciones de los
indígenas, Colón elige representarlas a partir de ese dispositivo del código que
constituye un agujero en el código mismo: el monstruo. El monstruo es al mismo
tiempo un signo que permite leer el mundo americano y la marca de su ilegibilidad,

5 Sobre las dimensiones políticas, ideológicas y/o epistemológicas de este desplazamiento,


véase Jáuregui, Keegan y el volumen Hulme.
6 Véase Friedman (7-10). En el lejano oriente situaba las razas monstruosas el Liber de
monstruosis hominibus orientis de Tomás de Cantimpré (concretamente en el libro III de su De
natura rerum).
58 VICTOR PUEYO

un signo que contribuye a aprehender la comunicación de los indios y a mostrarla


como incomprensible. Es precisamente esta paradoja la que mejor permite
entender la primera secuencia de simbolización de un desencuentro que se abre
con la transformación de los “caribes” en cinocéfalos. Evidentemente, tal
transformación implicaba la lectura del cuerpo indígena bajo los términos del
archivo europeo (de Plinio a San Agustín, de Mandeville a Pierre D’Ailly), pero
catalogarlo como monstruoso significaba, al mismo tiempo, declarar su
ilegibilidad dentro de él. En otras palabras: para codificar la naturaleza americana
primero había que producir su vacío, imaginarla como una materia bruta ilegible,
como un súbito estado de naturaleza que aguarda su cifrado.
Esta problemática atraviesa la temprana caracterización del otro americano en
cualquiera de sus muchos frentes. Si el signo del enemigo se podía inscribir sobre
el hueco del monstruo (el caníbal pensado sobre el can), el del vasallo se imprimía
sobre la figura del cordero manso y de ahí – fundamentalmente – la visión colombina
del indígena como una bestia inocente, de intenciones puras y hábitos serviles,
etc. (Colón 80). Son dos caminos solo aparentemente opuestos que revelan la
figuración de un mismo margen de ilegibilidad/legibilidad. En ambos casos, en el
de ese garabato que es el monstruo y en el de la caligrafía dócil en que se inscribe
el buen salvaje o bestia mansa, el proceso de simbolización se construye sobre la
base de una vida pura, sobre la hipótesis de un estado animal exterior al lenguaje.
Un afuera, claro, relativo: lo ilegible solo es ilegible dentro de un lenguaje; aquí,
el lenguaje de esa ideología feudalizante a través de cuyos poros seguían respirando
las instituciones del estado español. Dentro de este lenguaje, la bestia servil es el
siervo pegado a la tierra, siervo nacido-para-ser-bestia según su linaje o forma
sustancial. Pero el monstruo se caracteriza precisamente por su deformidad, por
su carecer de forma. De ahí que su lectura sea siempre una lectura llena de
interferencias, la lectura de un animal en potencia de devenir hombre o de un
hombre en potencia de devenir animal. Así, nos encontraremos en adelante, por
un lado, a Juan López de Palacios (autor del famoso “requerimiento”) hablando
de la necesidad de sujetar las “bárbaras islas oceánicas” (3) o a Tomás Ortiz tildando
a sus habitantes de “bestias brutas” y de gente “cocida en vicios y bestialidades”
(Mártir 610). En el flanco opuesto, el discurso lascasista mostrará otra tematización
de ese estado de naturaleza al insistir en la calidad de sus “ovejas mansas” y plantear
alrededor de ellas el conocido – y nunca suficientemente estudiado – panorama
de la Conquista como estado de excepción animal:

Entraron los españoles desde luego que las conocieron como lobos y tigres y
leones crudelísimos de muchos días hambrientos. Y otra cosa no han hecho de
cuarenta años a esta parte, hasta hoy, y hoy en día lo hacen, sino despedazallas,
matallas, angustiallas, afligillas y destruillas por las estrañas y varias y nunca
otras tales ni leídas ni oídas maneras de crueldad. (Brevísima 43)
ESTADO DE NATURALEZA Y CONSTITUCIÓN ANIMAL 59

El debate vallisoletano entre Las Casas y Sepúlveda giraba, no hay que


olvidarlo, en torno a la posibilidad de reconocer un alma racional e inmortal a
los habitantes de las nuevas colonias (Apologética historia, capítulos 23-39).
Allí se trataba de dilucidar si el alma racional (nous) sustituía al alma sensitiva
(psyché) que los indígenas ya tenían como animales o si, por el contrario, como
defendía Sepúlveda en su Democrates alter, ésta prevalecía sobre la primera.
Era exactamente, y no por casualidad, el mismo debate que surgía a propósito
de las criaturas mixtas en el contexto de los tratados teo-teratológicos que se
venían examinando arriba. El propio Bartolomé de las Casas tanteará en no
pocas ocasiones la posibilidad de una “tercera alma” entendida como el resultado
de la superposición o el pliegue entre el alma racional y el alma sensitiva. Fruto
de esta tentativa es el constante estigma de bestialidad que aplica sobre los
españoles con obvios motivos dentro de su agenda (si los españoles son bestias,
las bestias pueden ser españolas), por no hablar de la curiosa y estratégica
obcecación del dominico en atribuir al alma racional cualidades sensitivas:
“nuestra potencia racional es ávida y hambrienta y nunca se harta de saber
verdades” (Apologética 641). Este pliegue entre razón y volición era, en el fondo,
perfectamente lógico dentro del lenguaje aristotélico en que el debate se libraba,
ya que el alma racional se subsumía prima facie en el alma sensitiva de los
hombres. La palabra animal deriva de la palabra anima o alma y significa “lo
que está vivo”. Aristóteles es claro al notar que lo animado se extiende a “todos
aquellos seres que se alimentan de manera continuada”, de entre los cuales,
ciertamente, no cabría excluir al hombre (De anima 413a 20-30). El ser vivo o
vida del hombre en cuanto tal cobra un protagonismo singular al postularse
como el habitante natural de ese estado de naturaleza que el “descubrimiento”
había destapado a la mirada académica de la metrópoli y cuyo estatuto jurídico
se negociaba en las reales audiencias, caso por caso a veces, sobre la base de
un estruendoso vacío legal.7
El evento americano debe ser evaluado, pues, con arreglo al doble itinerario
que describe. Al hecho obvio de que las ideologías emergentes y remanentes
en Europa modelaron un panorama imaginario heterogéneo en las colonias,
borrando o fagocitando los usos simbólicos autóctonos, hay que añadir el efecto
boomerang que este borrado provocó sobre el viejo continente. El proceso de
civilización del indígena americano llevaba aparejado un proceso paralelo de
naturalización del ciudadano europeo a través de su inevitable circunscripción
a esa “vida animal” que el escenario americano ponía en el centro del debate

7 La nueva legalidad se seguía esculpiendo a golpes, casi sobre la marcha, como sugieren las
palabras del propio Las Casas en los Tratados de 1552: “Docta y santamente lo hicieron los religiosos
de la orden de Santo Domingo […] concertándose todos a una de no absolver a español que tuviese
indios por esclavos, sin que primero los llevase a examinar ante la Real Audiencia” (271).
60 VICTOR PUEYO

político, jurídico y teológico. Casi siempre se obvia, o directamente se ignora,


que el concepto mismo de “estado de naturaleza” está modelado a partir de la
experiencia americana. Es así ya desde el Leviatán de Hobbes. Cuando Hobbes
tiene que proponer un escenario empírico de “guerra todos contra todos”,
confiesa no tener ningún ejemplo a mano, pero afirma que en todo caso la vida
salvaje de los nativos americanos nos ayuda a entender cómo podría haber sido:

Acaso podría pensarse que nunca existió un tiempo o condición en que


se diera una guerra semejante y, en efecto, yo creo que nunca sucedió
generalmente así, en el mundo entero; pero existen varios lugares donde
viven ahora de ese modo. Los pueblos salvajes en varias comarcas de
América, si se exceptúa el régimen de varias familias cuya concordia
depende de su concupiscencia natural, carecen de gobierno en absoluto, y
viven actualmente en ese estado bestial al que me he referido. (109)

Tal naturalización del vivir americano acompañará al triunfo de la noción


de naturaleza humana, piedra angular de la economía simbólica del mercantilismo
en buena parte de Europa desde principios del siglo XVI. A ello contribuiría,
ciertamente, la inusitada repercusión de los textos de Las Casas y su papel en
la proliferación de una “leyenda negra” en toda Europa.8
La leyenda negra proveía, de hecho, la narrativa que conseguía integrar esa
“vida en cuanto tal” en una teleología de la civilización. Incorporar ese estado
de excepción, ese escenario primitivo o hiato histórico que la Conquista había
abierto, era la condición necesaria para alcanzar un estadio de bienaventuranza
mundial que ahora podía cifrarse en su superación. Pero semejante incorporación
requería, qué duda cabe, la gestión de un cuerpo, en este caso de un cuerpo
salvaje. Es de mi interés notar que la imagen de este estado de excepción persistiría
en el imaginario de la España de transición bajo la forma de un cuerpo mixto
que encarna, acaso, esa “alma tercera” de los Desvíos de la naturaleza. Su apogeo
es relativamente breve, pero su huella es fecunda y duradera. Antes de que pasara
a disponer los contornos imaginarios de la problemática contractualista
(ocasionando el inevitable relato ilustrado de la expulsión del “hombre salvaje”
u “hombre en estado de naturaleza”), la incorporación de este estado de excepción
espolearía una conspicua fascinación por los monstruos híbridos que no se
disolvería hasta al menos finales del siglo XVII.
Cronistas de Indias como Bernardino de Sahagún o Pedro de Cieza y médicos
como el sevillano Nicolás Monardes participarían de esta deriva, difundiendo
por el viejo continente nuevas especies descubiertas cuya anatomía expondrían

8 Sopesada por Julián Juderías y, más modernamente, por Roberto Fernández Retamar
(56-73) y, en general, por Castro.
ESTADO DE NATURALEZA Y CONSTITUCIÓN ANIMAL 61

a la caprichosa imaginación de sus lectores. Algunos de estos especímenes


pertenecen al acervo mitológico de la Antigüedad clásica (centauros, sirenas y
sátiros) y otros proceden de los bestiarios medievales. Los cinocéfalos, sin ir
más lejos, se vuelcan sobre el archivo literario peninsular desde muy temprano.
Además de aparecer en la mencionada Apologética historia sumaria (1527-1550),
hacen acto de presencia en los Coloquios de Palatino y Pinciano de Juan del
Arce (1550), en los Diálogos familiares de Juan de Pineda (1589) o en la República
literaria de Diego de Saavedra Fajardo (1613), por poner algunos ejemplos. En
el León prodigioso de Cosme Gómez de Tejada oímos gritar tierra con alegres
voces a “un brumete cinocéfalo” (fol. 339v) y en El día de fiesta por la tarde
de Juan de Zabaleta (1660), el pobre cinocéfalo, humanizado, falto de luz a la
luz de una luna menguante, no puede abastecerse de sustento y “padece hambre,
y con ella grandes descomodidades” (362).
Pero el gusto por las criaturas de un archivo ya existente es relativamente
excepcional. En la mayoría de los casos, los monstruos son figuraciones de
nuevo cuño, invenciones inesperadas que se caracterizan por presentar partes
humanas y animales cosidas en un mismo cuerpo de manera aleatoria, como
si los dos reinos que representan se debatieran en la frontera indecisa (y todavía
no definitivamente clausurada) que separa al hombre y al animal. El investigador
se sorprenderá ante la gran abundancia de casos en los que esta frontera es la
frontera que separa el reino terrestre del reino de los mares.9 La propia línea
del océano subraya este límite interno, que una legión de hombres-pez, niños
con escamas y otros teriántropos del medio acuoso se empeñan en hacer
permeable. Todos delatan, tal vez, aquellas ansiedades ultramarinas de las que
su existencia misma no puede disociarse.
El caso más conocido es el del peje Nicolao, protagonista o secundario en
un buen número de noticias y textos literarios españoles desde finales del siglo
XVI.10 Aunque las fuentes difieren en cuanto al lugar de nacimiento de este
“racional anfibio” (como lo llamará Feijóo), todos coinciden en encarecer sus
proezas natatorias y piscatorias. El primer testimonio en España, adaptación
de una leyenda italiana según Caro Baroja (140), parece ser la Silva de varia
lección de Pedro Mejía (1540), a la que se suma su reescritura en el Jardín de
flores curiosas de Torquemada (1570) y una mención – apenas un breve cameo
– en la primera parte del Quijote.11 Una relación de sucesos escrita en verso y

9 Alguien como Nieremberg, no particularmente crédulo en lo que se refiere a la veracidad


de las criaturas mitológicas, admite la existencia de “monstruos marinos con forma humana, de
que está poblado el océano” (fol. 295r).
10 Sobre el peje Nicolao hablan Caro Baroja (125-143), Salamanca Ballesteros (72-75) y
López Gutiérrez (245-250).
11 “Ha de saber nadar, como dicen que nadaba el peje Nicolás o Nicolao”, dice don Quijote
en casa del Caballero del Verde Gabán (496). La Segunda parte del Lazarillo de 1555 registra la
62 VICTOR PUEYO

publicada en Barcelona en 1608 nos brinda quizá la versión más detallada de


su biografía. Nace en Rota (Cádiz) como un niño normal, pero a los diez años
había tomado tal afición a bañarse que rehusaba salir del agua. El padre,
disgustado, lo maldice deseando que muriera si abandonaba el líquido elemento.
Es entonces cuando, súbitamente, se produce la transformación:

Apenas la maldición
cabó de echarle el padre
cuando al hijo el medio cuerpo
vio de pescado espantable.
Sumergiose en las cavernas
de aquellas profundidades
y año y día se pasó
que dél ningún rastro saben.
(fol. 1v)

Para el capuchino Antonio de Fuentelapeña, quien lo califica en su Ente


dilucidado de “tritón”, el niño habría sido visto en el “océano gaditano” (337),
pero no indica que hubiera nacido allí. Posteriormente, el peje Nicolao tendería
a identificarse con un vecino de Liérganes (Cantabria) nacido en 1660 y
llamado Francisco de la Vega Casar, que en todo caso habría sido avistado o
pescado en Rota.12 El patrón se reproduce en muchas otras relaciones que
hablan de hombres pez o peces “monstrudos” capturados en lugares tan
variopintos como Polonia o la Toscana. Del primero de ellos hablan dos
relaciones impresas en Sevilla en 1624 y otra en Lima al año siguiente.13 La
relación limeña es la que con más detalle describe su fisonomía, concebida
como alegoría de un peligro latente o sumergido muy específico: el islam.
Tiene “pies de ave y animal terrestre y cuerpo de pescado” (fol. 3) y “vense
en el monstruo dos estandartes y en medio una alabarda con estas letras:
F.R.P.A.D.I.H.” (fol. 2). El mensaje abreviado,“Fides-Religio-Pugnent-Arabes-
Deus-Indicat-Hostes”, es un aviso del peligro que comporta una pujante armada
árabe contra la religión cristiana, “representado todo en el tiro de artillería
que está plantado en lo alto del lomo” del animal (fol. 2). Este tipo de lectura
providencialista – la admonición que emerge de las profundidades del mar

alusión oblicua a la leyenda a propósito de una metamorfosis: la transformación de Lázaro en


atún para ingresar en aquella “corte atunesca” sumergida en las profundidades del mar. Véase
la edición de Piñero (44-45).
12 La fuente suele ser el “Examen filosófico de un peregrino suceso de estos tiempos” de
Benito Feijóo, ensayo sobre el “anfibio de Liérganes” incluido en su Teatro crítico (Obras 326
y siguientes).
13 Las dos relaciones sevillanas fueron impresas respectivamente por Simón Fajardo y por
Juan Serrano de Vargas. La relación limeña es recogida en el compendio de Ettinghausen (s.p.).
ESTADO DE NATURALEZA Y CONSTITUCIÓN ANIMAL 63

– no es una lectura aislada. Forma parte de la lógica constitutiva de los muchos


ejemplares marinos que inundaban las páginas de los tratados teratológicos
y los libros de zoología de la época. Algunas de las ilustraciones del De
piscibus (1613) de Ulisse Aldrovandi pueden en justicia competir a este respecto
con las de su Monstrorum historia (1642), y otro tanto podría decirse de
repertorios de fauna marina más tempranos, y menos “naturalistas”, como el
De aquatilibus de Pierre Belon (1553) o el De piscibus de Guillaume Rondelet
(1554). Los muestrarios suelen incluir relatos alegorizantes en la línea de las
relaciones del monstruo polaco. El De piscibus de Rondelet se hacía eco, no
en vano, de sendas noticias sobre un pez monje y un pez obispo aparecidos
respectivamente en las playas de Dinamarca y de Polonia (fols. 492 y 494),
donde la coincidencia geográfica sugiere que pudieron servir de inspiración
para las relaciones sevillanas.14 Fuentelapeña, siguiendo a Rondelet, las
reproduce en su Ente dilucidado (344) y Aldrovandi hace lo propio con las
ilustraciones de los monstruos eclesiásticos en su mencionada Monstrorum
historia (fols. 28 y 358). El fraile español describe al pez fraile con estas
palabras: “tenía el rostro de hombre, la cabeza lisa y sin pelo, como raída a
navaja; en los hombros tenía una cubierta a manera de capilla de fraile y en
lugar de brazos dos largas aletas que parecían mangas” (344). Del pez obispo
simplemente añade: “El año de 1531 se cogió un pescado que tenía forma de
obispo con su mitra, su roquete y guantes, de tal suerte que Mayolo le llama
hombre marino” (344).
Este hombre marino u homo marinus (como lo llamará también después el
anatomista danés Caspar Bartholin)15 convive con los viejos relatos de sirenas,
nereidas y tritones extraídos del fabulario clásico. Imposible no recordar, a
tenor de su brumosa escenografía septentrional, a aquel “náufrago” que emerge
de las profundidades del capítulo quince en el segundo libro del Persiles
cervantino (242). Se trata, en realidad, de un monstruo marino “con un cuello
como de serpiente terrible” que azota a la embarcación de Periandro y engulle
a uno de sus tripulantes. A diferencia de otros monstruos marinos reconocibles
que intervienen en el Persiles, como la rémora y el barnaclas, la identidad del
náufrago suscita una incógnita. Si el humanista sueco Olao u Olav Magno,
autor de la famosa Carta marina de 1539, lo identifica con el fisíter, Isabel
Lozano se inclina más en su lectura del pasaje por la opinión de De Lollis.

14 La ilustración del piscis monachi es comentada también en el primer libro de la obra


mencionada de Belon (fol. 39).
15 Y como recuerda Agamben, para quien la sirena (clasificada junto a focas y leones de
mar en la Ichthiologia de Peter Artedi) expone una “zona de indiferencia” con respecto a lo que
significa pensarse como humano (Abierto 55). También Torquemada refiere, en su Jardín de
flores curiosas, la existencia de una estirpe gallega de tritones “que llaman los marinos”,
descendientes de una mujer que resultó preñada por un hombre pez (666).
64 VICTOR PUEYO

Argumenta, con él, que se trata de un monstruo híbrido de serpiente noruega


y fisíter, producto en todo caso de la imaginación de Cervantes y de su particular
concepción del espacio (148-152). Lozano apunta aquí a un problema específico
del monstruo a principios del XVII: su recursividad. El monstruo híbrido,
compuesto de dos o más especies, tiende a hibridizarse, a seguir mezclándose
con otros. Pero si el náufrago responde a esta tendencia hibridizadora, resta
todavía determinar por qué Periandro llama náufrago a esta criatura marina.
Como Lozano admite, “la acepción de la voz náufrago aplicada a un pez no se
conoce que esté documentada con anterioridad al Persiles” (150). De lo que no
cabe duda, sin embargo, es de que sí se aplica a un ser humano que ha naufragado
y de que llamarlo así comporta, siquiera a un nivel retórico elemental, una
personificación del monstruo marino que estaba lejos de ser ocasional en el
contexto de la literatura teratológica del momento.
Lo que diferencia a este homo marinus del monstruo del bestiario medieval
es, de hecho, su ubicación en esa geografía fluida, ese espacio proliferante en
el que los hombres y las mujeres circulan y a veces naufragan. Un espacio que
resultaría incomprensible, por descontado, sin el marco de expectativas
geográficas, comerciales y políticas abierto por el éxito de las empresas
trasatlánticas. El monstruo medieval pertenecía de facto a una cartografía
providencial en la que todo tenía ya su lugar y los monstruos, en su manera de
señalar lo ilocalizable, también tenían el suyo. Este lugar, el lugar de los naufragi
grandissimi del texto que acompaña a la Carta marina de Magno, era el no-
lugar de los confines de la tierra, aquello que resultaba ilegible o irreconocible
en el lenguaje de lo conocido. Los monstruos que lo pueblan rellenan ese espacio
vacío que el horror vacui de la ideología feudal – tierra de nadie – hacía
intolerable, como intolerable o violento era cualquier suerte de movimiento en
su interior. Por contraste, los monstruos de las relaciones de sucesos que jalonan
el paso a la “edad moderna” se comportan como una mercancía y circulan,
como ellas mismas, por un espacio libre de aranceles. De ahí su doble faceta
de maravilla y correo de la maravilla, de mensaje y mensajero de lejanas nuevas.
El peje Nicolao de la citada relación de 1608 es “maravilla tan grande” que
congrega a pescadores y marinos de la región y de otras regiones, pero al mismo
tiempo es el emisario de un mundo maravilloso del que solo él, nativo de ese
mundo, puede dar parte:

Dixo lindas maravillas


de los secretos hondables
y los pasos peligrosos
declaró a los mareantes
(fol. 2r)
ESTADO DE NATURALEZA Y CONSTITUCIÓN ANIMAL 65

Se trata, por supuesto, de la doble cara de una misma moneda: como toda
mercancía, la maravilla, llegada o no de tierras exóticas, reúne un valor de uso
y un valor de cambio, si bien con una ligera especificidad. El valor de uso y
valor de cambio se disuelven por lo que concierne a la maravilla en una misma
corporalidad espectacular. Cuando el monstruo deviene mercancía, la etimología
de la palabra monstruo (de monstrare, “mostrar”) adquiere un peculiar volumen
ontológico, de acuerdo al cual el ser del monstruo coincide con su ser visto, con
su mostrarse o ser consumido con la mirada. Podría decirse, en ese sentido,
que el monstruo propone un primer tipo de fetiche sin más valor de uso que su
valor de cambio, cuyo único ser es el decir o mostrar y cuyo único decir o
mostrar es su propio ser monstruoso. En virtud de esta carga de inherencia, y
al igual que sucedía con los monstruos bicéfalos, los cuerpos híbridos circularían
por ferias cortesanas y domicilios particulares durante todo el siglo XVII.16 La
existencia de este mercado de la excepción confiere un sentido histórico a la
curiosidad de los marineros que, en la relación del peje Nicolao, “de mil leguas
venían/a sólo verle y hablarle” (fol. 2r). Pero si es cierto que el ser de esta primera
mercancía parlante es inseparable de su estar en movimiento, no lo es menos
que el espacio vacío que precisa para hacerlo tampoco puede separarse del
paulatino vaciamiento que sufre el monstruo y que se consuma a medida que
el monstruo se convierte en un signo de sí mismo.
Un claro ejemplo de ello es el del famoso niño molusco o niño cubierto de
conchas Juan de Acosta. Los dos pliegos que recogen su nacimiento en 1628
(figura 6) y 1658 muestran cómo se venía gestando el progresivo desprendimiento
de la maravilla con respecto al modelo “trascendente” de la teratoscopia o
lectura de los signos providenciales. Mientras que el Juan de Acosta de 1628
es retratado con gesto mustio y una “santa cruz de carne y colorada” estampada
en el pecho (fol. 2), el de 1658 es un monstruo sonriente, una pequeña cláusula
de inmanencia en la que los signos – las conchas de carne que lo revisten como
si fuera un armadillo – forman parte de su cuerpo y, sin embargo, no coinciden
plenamente con él. Nieremberg nos recuerda que, después de bautizado y muerto,
el arzobispo de Portugal ordenó desenterrarlo. Al tirar de su mano para sacarlo
de la tumba, “el que lo hizo se salió con la manopla entera, como si le hubiera
quitado un guante, quedándose el niño con la mano formada y limpia que tenía
debajo de las láminas” (fol. 86).17 En efecto, la narrativa providencial que
constituía “desde dentro” al monstruo organicista se puede separar de él y se
separa ahora como si fuera una funda.

16 Del Río Parra ya se ha ocupado de este asunto (Una era 117-130).


17 Del Río Parra compara también los dos pliegos (Una era 174-175). Refiere, además, la
narración de otro niño cubierto de escamas en los Casos prodigiosos de Juan de Piña.
66 VICTOR PUEYO

Figura 6. Juan de Acosta (1628).

Menos conocidos son otros ejemplos, como el del hombre pez capturado
por unos pescadores que faenaban cerca de la costa de Rota (Cádiz) el dos de
mayo de 1669. Por el escenario en que acontece, parece ser otro episodio del
ciclo del peje Nicolao, aunque la fisonomía misma del monstruo recuerda
mucho más al monstruo polaco que exhibía la relación Limeña de 1625. Creo
que en este punto está justificado decir que es una suerte de permutación entre
ambas, pero la historia nos depara, de cualquier modo, algunas novedades. Se
trata esta vez de un monstruo que aglutina al menos tres especies (figura 7).
La relación lo describe así:

La forma era de pez y la medida tres cuartas escasas de largo. El rostro, con
distintas facciones y con las orejas bien formadas, era de hombre; el labio
inferior, extendido en forma de oçico, era de cochino, al cual, en disforme
similitud, se le ajustaba la inferior parte. El pecho, armado con espesas púas
de erizo. Lo demás del cuerpo, impenetrable y áspero. (fol. 2)18

18 El animal trae reminiscencias del porcus marinus que ilustraba los límites del Océano
Índico en mapas medievales como el mapa “Genovés” de 1457. Véase Van Duzer (419-420). El
porcus marinus seguiría apareciendo en los compendios europeos del siglo XVI. Como ejemplo,
puede verse el “porco marino” en el citado De aquatilibus de Pierre Bellon (fol. 64).
ESTADO DE NATURALEZA Y CONSTITUCIÓN ANIMAL 67

Completan el emblema dos cañones, una enseña y tres monedas incrustadas


entre sus escamas. Las monedas sugieren ojos de buey, en un símil (entre el
barco y el animal acuático) que, si lo aceptamos, nos permitir entender la
maravilla en sus coordenadas trasatlánticas propias, como ya había hecho
Góngora en las Soledades: “Más armas introdujo este marino / monstruo,
escamado de robustas hayas” (I, 374-375). La particularidad de este monstruo
es lo que las enseñas y las piezas de artillería no dicen esta vez. Unas letras
labradas en su torso parecen descifrar su enigma, como lo hacían en el caso del
pez capturado en Polonia, pero ahora – la relación lo deja bien claro – estas
letras “no se pueden leer” (fol. 2). A diferencia de otras relaciones pasadas, pero
también todavía de algunas contemporáneas, no hay ningún subtexto alegórico
a la vista. Los signos que hacían legible el mundo, con respecto a los cuales las
cosas corpóreas no eran sino apariencias o manifestaciones efímeras de una
verdad escrita, aparecen ahora emborronados para dar paso a un cuerpo ilegible,
a un cuerpo que no se puede entender dentro del lenguaje. Este cuerpo es, sin
embargo, la condición de posibilidad de otro lenguaje que está por venir y que
depende de su exclusión, de la cancelación del estado de excepción que supone
su existencia.

Figura 7. Hombre-pez aparecido en la villa de Rota (1669)

Homo sylvestris: la anomalía salvaje.


La disposición geminada de la excepción (ni animal ni persona, ni alma sensitiva
ni alma racional, sino ambas) precisaba de una noción aglomerante de “vida”
que pudiera superponer sus partes gemelas. En Lo abierto: el hombre y el
animal, Giorgio Agamben identifica esa “alma tercera” con la noción de “potencia
68 VICTOR PUEYO

nutritiva del alma” que Aristóteles esboza en su De anima. Esta potencia es


aquello en virtud de lo cual es posible distinguir lo vivo de lo no vivo en plantas,
animales y, claro está, en seres humanos. Se trata de la vida vegetativa o vida
orgánica “que establece el oscuro fondo sobre el que destaca la vida de los
animales superiores” (27). La respiración, la circulación de la sangre y las
constantes vitales definen una serie de funciones ciegas y desprovistas de
conciencia que conviven con otra vida: la que el animal entabla al relacionarse
con el mundo exterior, interactuando con otros animales y con el medio. En
ambos sentidos, explica Agamben, un animal está “vivo”, pero si estas dos vidas
se solapan en el caso de los animales no racionales (fundiéndose en la dinámica
envolvente de los procesos de generación y regeneración de la naturaleza), los
racionales se distinguen por su capacidad de disociarlas. La vida desnuda o
vida animal acompaña a la vida racional o social de los seres humanos sin
coincidir nunca plenamente con ella. Su deslinde explica que pueda apreciarse
a menudo un conflicto en torno a situaciones (el aborto, la eutanasia, los derechos
de los animales, etc.) que presuponen la existencia jurídica de una vida humana
“no racional” más allá de la vida humana racional.
Representantes de la teología escolástica como Guillermo de París o el propio
Santo Tomás debatían ardientemente la fisiología del bienaventurado, poniendo
en cuestión la identidad del cuerpo recién difunto con el cuerpo que resucitaría
tras el Apocalipsis. Un resto humano y sin embargo irrecuperable dificultaba
esta ecuación. Desde la extremidad del ladrón al que se castiga cortándole una
mano (¿resucitaría con el cuerpo entero o con el cuerpo amputado?) hasta el
último detritus alojado en los intestinos del muerto, cualquier residuo de materia
que no fuera susceptible de redención dibujaba (tanto para la escatología mística
medieval como, todavía, para el Quevedo de Los sueños) los problemáticos
contornos de una vida animal que se resistía a coincidir con el cuerpo del
hombre, pero que era, no obstante, humana (31-36).19
Agamben identifica esta vida animal con el concepto de la nuda vida (“vida
desnuda”) que había desarrollado unos años antes en Homo sacer. Al hacerlo,
pretende prolongar e invertir un clásico argumento foucaultiano. Según el Foucault
de La voluntad de saber, como se recordará, el estado comienza en el siglo XVII
a incluir entre sus competencias el cuidado de la vida, consagrándose a la
producción y administración de políticas destinadas al control de los cuerpos.
Para Foucault, este gesto supone la normalización y medicalización de todo

19 En “El sueño del Juicio Final”, el pastelero rinde cuentas ante el diablo cuando, de repente,
se oyen unos gritos: “Tales voces como venían tras de un malaventurado pastelero no se oyeron
jamás, de hombres hechos cuartos, y pidiéndole que declarase en qué les había acomodado sus
carnes, confesó que en los pasteles, y mandaron que les fuesen restituidos sus miembros de
cualquier estómago en que se hallasen” (116-117). Los pasteleros eran entonces, como se sabe,
sospechosos de preparar sus pasteles con carne humana.
ESTADO DE NATURALEZA Y CONSTITUCIÓN ANIMAL 69

aquello que antes carecía de un lugar propio en el ámbito de lo normal y gozaba,


por tanto, del aura de su propia especificidad. La vida del cuerpo caerá entonces
en el dominio de la patología clínica y de la psicología: “desde el momento en
que se vuelve cosa médica o medicalizable, es en tanto lesión, disfunción o
síntoma como hay que ir a sorprenderla en el fondo del organismo o en la superficie
de la piel o entre todos los signos del comportamiento” (Voluntad 28). Agamben
difiere de Foucault precisamente en su concepción de esa criatura monstruosa,
vida desnuda o vida sin politizar (es decir, vida no adaptada a una polis o estado
de civilización). Lo que para Foucault es una vida secuestrada, un cuerpo anómalo
desposeído, expulsado o sometido a reglas, para Agamben es la condición de
posibilidad misma del reglamento al que se somete. Agamben caracteriza así la
exclusión de la vida desnuda como una exclusión inclusiva, que en el acto de
sacrificar lo diferente produce diferencia (Homo sacer 15-16). La figura jurídica
del homo sacer es el paradigma de esta brecha que se produce entre la anomia
(vacío legal) y la ley. El homo sacer es una oscura figura del derecho romano
encargada de designar al chivo expiatorio que no puede ser sacrificado con
arreglo a la ley, pero que tampoco puede, en consecuencia, ampararse en ella.
Agamben vincula a este resorte jurídico la paradoja de la soberanía de Carl
Schmidt, donde el soberano lo es solamente en función de su doble vivir dentro
y fuera de la ley. La inviolabilidad del soberano reside, de hecho, en su capacidad
de encarnar la imagen de una vida sujeta a la ley (que le otorga sus privilegios)
y al mismo tiempo exterior a ella, en la misma exacta medida en que la vida
animal no puede ser castigada o reparada de acuerdo a la legalidad humana.
Ahora bien, si en el capítulo anterior teníamos que hablar de este doble cuerpo
en términos de soberanía política, ahora hay que hacerlo en términos de producción
ideológica, esto es (y por lo que concierne a ese estadio liminal que caracteriza
la transición a la economía simbólica capitalista), en términos de producción de
subjetividad. La hipótesis de Agamben exige pensar la existencia de un eslabón
intermedio que represente la vida desnuda en el estado de excepción una vez que
este estado de excepción ha irrumpido para desplazar las certezas del feudalismo,
pero antes, en todo caso, de que resultara naturalizado para dar a luz al “hombre
natural” nacido de su seno. Se trata, indiscutiblemente, de la intrincada posibilidad
de una “tercera alma”, aplicada a la criatura que comparte las atribuciones del
alma apetitiva de los animales y el alma inmortal de los seres racionales.
Edward Tyson consideraba en su Homo sylvestris (1699) al pigmeo, al sátiro
y al cinocéfalo como ejemplos de este eslabón perdido entre el mono y el hombre.20

20 Agamben, comentando este texto, nota cómo este “animal intermedio” ocupa una posición
“simétricamente opuesta al ángel”, en un cuadrado semiótico en el que el monstruo media entre
el hombre y el animal del mismo modo que el ángel lo hace entre Dios y los hombres (Abierto
39). Dedico a la función mediadora del ángel el cuarto capítulo de este libro.
70 VICTOR PUEYO

No era una excepción en un momento en que la mitología y la anatomía comparada


caminaban cogidas de la mano, como sugiere la tendencia generalizada a clasificar
al hombre entre los antropomorha (y por tanto entre los centauros y sátiros de la
antigüedad) que arranca de John Bulwer y que alcanzaría al “científico” Linneo.21
Pero la manifestación más notoria de este habitante del estado de excepción es el
hombre salvaje en toda su agreste variedad: licántropo, sátiro caprino, salvaje
enamorado o simple y llanamente hombre hirsuto, el homo sylvestris se deja ver
en los textos áureos a los dos lados de esa frontera titubeante que separa al hombre
y al animal. El Systema de Linneo todavía recogería en 1758 los casos recientes
de diferentes niños lobo que Agamben recuerda: “el joven de Hanover (1724), los
dos pueri pyreinaici (1719), la puella transisalana (1717), la puella campanica
(1731)” (Abierto 44). Linneo no hacía, en todo caso, sino prolongar la vigencia de
una larga genealogía de textos y criaturas salvajes que, amén de guarecerse bajo
el mito de las “razas monstruosas” medievales, conocieron una difusión sin
precedentes a partir de mediados del siglo XVI. Trazar el itinerario de esta
genealogía en Europa conllevaría una tarea titánica que excede con mucho el
enfoque de este capítulo, pero que de llevarse a cabo tendría sus hitos más
sobresalientes en el Prodigiorum ac ostentorum chronicon de Conrad Lycosthenes
(1557) y en la Anthropometamorphosis de John Bulwer (1653).
Ciertamente, resulta complicado determinar los motivos exactos de esta
tendencia y nada de lo que pueda decirse a propósito de una nueva irrupción
de los monstruos velludos en el trascurso del siglo XVI podrá nunca exceder
los límites de una hipótesis. Un hecho, sin embargo, parece claro: el precoz
ejercicio de antropología comparada que Bulwer lleva a cabo no sería posible
sin las constantes referencias a la naturaleza americana como eje de referencia
de las “naciones bárbaras” desperdigadas por el globo. Así, al considerar las
pinturas ancestrales de las tribus africanas, Bulwer nos recordará que en cualquier
caso: “this hither world hath anciently been as much deformed and savage as
any of the Indians and may come about to the same point of cuticular bravery”
(466). En efecto, las crónicas de Indias habían suministrado a las imprentas del
viejo mundo una ingente cantidad de relatos que describían (y que por supuesto
idealizaban) los pormenores de la vida natural de los indígenas. De una manera
casi protocolaria, estos relatos incluían la narración de partos monstruosos
cuyos actores generantes eran una mujer indígena y un animal. Los casos
saltaban fácilmente después a los tratados médicos encargados de describir la
anatomía de los súbditos del Imperio a ambos lados del océano. Los Desvíos

21 La controversia se mantiene todavía en la edición de 1756, que clasifica a los hombres


junto a los simios y al perezoso como anthropomorpha, en el orden de los cuadrúpedos (fols.
3-4). En ediciones sucesivas, concretamente a partir de la décima (Estocolmo 1758), el término
Quadrupedia es sustituido por Mammalia, y Anthropomorpha por Primates.
ESTADO DE NATURALEZA Y CONSTITUCIÓN ANIMAL 71

de la naturaleza recuerdan cómo Pedro de Cieza habla, en su Historia peruana,


“de los indios de la montaña en estos Andes, que mezclados a los simios
ordinariamente procrean monstruos con la cabeza y partes de la generación
humana y lo demás semejante a aquellos animales, como también de cierta
india que parió de un perro tres monstruos” (fol. 84). La Corónica moralizada
del orden de San Agustín en el Perú de Antonio de la Calancha (1639) refiere
un caso semejante:

Habrá 41 años que sucedió en este Trugillo haber quemado a una india
porque, habiendo parido tres perrillos sin más semejanza humana que no
tener mucho pelo en los rostros y ser los brazos en forma humana, la india
confesó su delito de haberse mezclado con un perro (498).

Que la distribución de los papeles en la generación fuera esta (macho animal


y hembra humana) y no la contraria se debía, como se explicó, a la necesidad
de alimentar la polémica desatada por la supuesta existencia de animales no
racionales con aspecto humano en América. No podía ser de otro modo, dado
que la esencia racional se transmitía por la vía paterna. Ya discutimos lo que
esta polémica significaba en el contexto del debate Las Casas-Sepúlveda. La
imagen del salvaje con apariencia humana planteaba, sin embargo, la posibilidad
de una imagen inversa: el hombre racional con apariencia salvaje. Mientras
este animal con rostro lampiño y brazos humanos nacía en el Perú, un hombre
con el rostro bestializado atraía la atención de sus contemporáneos en el
continente europeo. Se trataba del licántropo canario Petrus Gonzalvus o Pedro
González, nacido en Tenerife en 1556, cuya residencia en la corte de Margarita
de Parma se documenta hacia finales de siglo. González tuvo cuatro hijos, dos
de los cuales al menos habían heredado de él la enfermedad congénita que
ahora llamamos hipertricosis. Su hija Antonieta González sería retratada por
Lavinia Fontana en 1594 (figura 8) y su otro hijo, Zaquías, perpetuaría su
peluda estirpe desde el palacio del cardenal Odoardo Farnese en Roma, como
recuerda Del Río (“Una era” 71-72).
Padre e hijo son, además, retratados juntos en un grabado al comienzo de la
Monstrorum historia de Aldrovandi. Antonietta hace acto de presencia
inmediatamente después, etiquetada como puella pilosa en una doble ilustración
que nos muestra a la muchacha a los ocho y a los doce años de edad. Aldrovandi,
sin embargo, está lejos de querer hacer de ella o de la familia González un caso
singular. Su rostro, cubierto de pelo desde la frente hasta más abajo de la nariz
(“erat facies puellae una cum fronte pilosa, praeter nares”), allana el camino
para presentar un tipo mixto al que Aldrovandi se refiere como hombre silvestre:
“visi sunt sylvestres homines tam in Orientali, quam in Occidentali plaga, sive
in regione America egredientes ex materna alvo candidi, nitidi, et leves veluti
72 VICTOR PUEYO

Figura 8. Antonietta González retratada por Lavinia Fontana.

nostrates infantes” (fol. 18).22 La cita de Aldrovandi diluye cualquier posible


anfibología al respecto. Los hombres silvestres han sido vistos en oriente y en
occidente, como también en América, pero al margen de cualquier especulación

22 Se vieron hombres salvajes, tanto en plaga oriental como occidental y americana, que
salían del vientre materno tan cándidos, limpios y leves como nuestros infantes.
ESTADO DE NATURALEZA Y CONSTITUCIÓN ANIMAL 73

sobre su posible origen, no se puede ocultar que son una “plaga”. Modelada
sobre la imagen de una vida desnuda, esta plaga iba a saturar, en efecto, el
imaginario de la metrópoli y de las colonias a partir de una doble imagen: la
del racional-salvaje y la del salvaje-racional. En ambos casos se trata de una
imagen geminada u horizontalmente dispuesta que se sitúa en el umbral de
indistinción entre el animal y el hombre y, consiguientemente, entre la barbarie
(feudal) y la civilización (moderna o capitalista).
Pero la integración de esta vida desnuda en la esfera política acusa un itinerario
diferente en América y en Europa. Mientras que en Europa el homo sylvestris
es aquello que debe ser proscrito para alcanzar un auto-proclamado estado de
civilización (el hobbesiano homo homini lupus cuya extirpación del estado de
naturaleza da lugar al paradójico hombre natural de Rousseau), en América
puede observarse una secuencia invertida de este proceso. La incorporación
del estado de excepción en Europa es lo que Agamben denomina una exclusión
inclusiva: el animal que libra una “guerra de todos contra todos” es expulsado
para instalar el contrato social en su lugar. El resultado es un sujeto diferente
que excluye lo diferente del sujeto (el monstruo, lo deforme – sin forma – o lo
caótico en su estado natural). El panorama que presenta el caso de las tardías
formaciones virreinales puede definirse, en cambio, como una inclusión exclusiva.
La inclusión exclusiva es la operación biopolítica que tiene lugar cuando el
estado de excepción ya coincide de antemano con la norma; en este caso, con
la norma colonial. El salvaje que lo habita es expulsado para volver a ser restituido
después en tanto resto político de su eliminación. A tal efecto, esta inclusión
exclusiva puede contemplarse como una prolongación de la forma horizontal
del hombre-monstruo (homo marinus u homo sylvestris) que caracteriza la fase
liminal del estado de excepción y que explica, grosso modo, la proliferación de
cuerpos híbridos en la literatura médica y jurídica de este siglo.
Es fácil encontrar ejemplos de su impacto en el archivo literario de la península.
Sin salir del Persiles cervantino, podríamos aludir a la isla lobuna y a los licántropos
(y licántropas) que Antonio y Rutilio dicen que han visto en ella (Lozano 167-171),
o a la sentencia del Momus de León Battista Alberti que Lope repite en su frugal
Arcadia: “Guárdate del animal hombre, que tiene el pensamiento en lo más
escondido del corazón” (114-115). Su relato es, en cualquier caso, el relato de su
expulsión. Como nota Lozano, “el siglo XVI, en especial en Europa, fue notable
por la abundancia de casos de transformaciones lupinas, y los numerosos procesos
que tuvieron lugar, todos ellos culminados con condenas explícitas y categóricas,
prueban la generalización de tal creencia” (167). La desaparición del homo sylvestris
solo será precedida por la transformación del monstruo en objeto de feria o
mercancía, emblema de ese racional-salvaje que después se constituirá en la norma
civilizatoria. El hombre de aspecto selvático – el hombre natural, el que habita la
naturaleza humana – encuentra, sin embargo, su imagen invertida en América
74 VICTOR PUEYO

(el salvaje-racional) y es por eso que quiero oponer ahora el singular destino del
homo sylvestris europeo, imagen de un sacrificio de lo diferente que produce
diferencia, al homo marinus que ocupa un lugar central en los textos criollos
escritos al otro lado del Atlántico. Esta diferencia se hace particularmente nítida
en el campo literario. Mientras Góngora repele los ataques de Lope o de Jáuregui
contra la monstruosidad de su poesía (su poesía, contienden, viola las leyes del
lenguaje de la misma manera que el monstruo viola las leyes de la naturaleza),
los apologetas de Góngora en América enarbolan con orgullo la bandera de la
monstruosidad.23 El cuzqueño Juan de Espinosa Medrano comienza su Apologético
en favor de don Luis de Góngora con palabras que implican una defensa de su
propia defensa, es decir, de la propia legitimidad de su palabra como escritor que
escribe desde el hemisferio austral:

¿Pero qué puede haber de bueno en las Indias? ¿Qué puede haber que contente
a los Europeos que desta suerte dudan? Sátiros nos juzgan, tritones nos
presumen, que brutos de alma; en vano se alientan a desmentirnos máscaras
de humanidad. Perdono lo que me cabe; no me atrevo al desengaño. (13)

La ambivalencia de esta humanidad considerada como máscara no hace sino


evidenciar el problema de fondo que se oculta tras su aparente rechazo: al negar
la inferioridad intelectual que desde la metrópoli se atribuye a los letrados
americanos como sátiros o tritones, Espinosa Medrano está – siquiera fugazmente
– identificándose como uno de ellos. A ello contribuye, sin duda, su carácter
mestizo o impuro, ese “tercer género” que Espinosa no se esfuerza en disimular,
dándose de nuevo por aludido cuando Faria e Souza – detractor portugués de
Góngora – tilda a sus seguidores de “sátiros y jumentos de la morisma” (181).
El cuzqueño responde así a estos cargos:

Mahoma por la largura del apetito y por lo licencioso de la sensualidad


bestial, le siguen hombres ignorantes, brutos, ciegos, bárbaros, selváticos
y bestiales; pero a Góngora, que no escribió para todos […] penétranle los
discretos, sondéanle los eruditos y apláudenle los doctos. Pues de aclamar
bárbaros y de clasificar doctos, véase la diferencia que hay. (182)

Las palabras de Espinosa Medrano pueden llamar a equívoco. Es cierto,


como advierte John Beverley, que su discurso civilizador (el que opone los
doctos a los bárbaros, el del organicismo escolástico europeo tout court) está
preñado de un momento irreversible de barbarie (133-135). A través de su lente

23 Ver Pueyo Zoco (Góngora 20-53 y “Gongorismo” 92-115).


ESTADO DE NATURALEZA Y CONSTITUCIÓN ANIMAL 75

teñida de sangre, las masas indígenas de las que el letrado peruano trata de
distinguirse por medio del lenguaje aparecen como “hombres ignorantes, brutos,
ciegos, bárbaros, selváticos y bestiales”. Sin embargo, el caso de las colonias
se diferencia del metropolitano por la doble posición relativa de este ideologema
de “lo animal” con respecto al proceso civilizador, de acuerdo con la cual lo
excluyente permanece como parte de lo excluido y lo restituido coincide con
lo que se cancela. El hablante letrado de las colonias se define, simultáneamente,
como un hombre con respecto a las clases subalternas indígenas y como un
animal con respecto a las élites estamentales peninsulares.
Sin dejar a Espinosa Medrano, un momento paradigmático a propósito de
este segundo escenario se encuentra en uno de los sermones (“Dulce cosa es
el reinar”) de su Novena maravilla. El sermón se construye sobre los célebres
versículos del Génesis (I: 26-28) Faciamus hominem ad imaginem et similitudinem
nostram. Et praesit piscibus maris, volatilibus coeli, bestiis universaeque terrae
[Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza y que gobierne sobre los
peces del mar, las aves del cielo y las bestias de la tierra]. Para el Lunarejo, los
hombres solo tienen potestad sobre los peces (primer eslabón del reino animal)
en la medida en que no incumplan ningún mandato de Dios. De hacerlo, la
rebelión de los peces sería legítima y episodios como el episodio bíblico de
Jonás, devorado por una ballena tras desobedecer al padre, podrían y deberían
repetirse: “habrá bruto, que aunque le mate el hombre, le negará la sujeción por
no rendirla a dueño tan pérfido, a señor tan desleal: Ipsa conteret caput tuum
[Ella misma trituraría tu cabeza]” (191). Espinosa Medrano quiere subrayar
que, dentro de esa cadena del ser agustiniana, los peces solo le deben pleitesía
a Dios en última instancia. El resultado de aplicar esta tesis es un homo marinus
(hecho o “feto marino”, como traduce Espinosa Medrano) que establece una
doble relación con la creación: se relaciona con los hombres como animal y con
Dios como hombre. El animal queda así fuera y dentro de los límites reservados
al poder soberano, es el sujeto y el objeto de su jurisdicción. Más allá de la toma
de partido de Espinosa Medrano a favor de ese “vulgo escamoso”, más allá de
la manera en que insinúa pertenecer, como mestizo que es, a esa “muda república
de [los] peces” (190), lo que este sermón encierra es una auténtica teología del
poder soberano que refleja y al mismo tiempo invierte la problemática
contractualista del proceso civilizador europeo.24

24 Lo hace, además, rellenando el estado de naturaleza por un locus amoenus feudalizado


y sustituyendo el estado de guerra hobbesiano por un régimen señorial. Esto no significa que las
relaciones de producción no estuvieran sometidas a una ideología feudal en la península – antes
bien todo lo contrario –, sino, simplemente, que la doble relación colonial señor/siervo u hombre/
bestia (el señor sigue siendo siervo de otro señor y el hombre bestia de otro hombre) provoca un
pliegue en el binomio humano-animal que marca la posterior especificidad de las formaciones
sociales latinoamericanas.
76 VICTOR PUEYO

El cuerpo bestializado del pueblo es, pues, antes que un residuo ocasional,
un elemento constitutivo del cuerpo político de las colonias. Su anatomía puede
proporcionar una perspectiva aventajada sobre un cúmulo de rasgos que ahora
se consideran específicos de las formaciones sociales latinoamericanas. Sin ir
más lejos, la perpetuación del modelo simétrico que rige la representación del
cuerpo en América Latina, con su consiguiente disposición geminada de lo
público/privado en el par humano/animal, arroja nueva luz sobre ese extraño
fenómeno que es el llamado populismo latinoamericano. Cuando describimos
en términos foucaultianos el proceso de modernización en América Latina, nos
referimos con frecuencia al proyecto de disciplinar el cuerpo, de erradicar la
barbarie, de domesticar e higienizar al otro; en una palabra: al proyecto de
excluirlo como tal. Agamben abre una vía diferente al conseguir mostrar que
este mecanismo de exclusión permanece incompleto si se omite su revés
dialéctico, esto es, el proceso por el cual la imagen del cuerpo disciplinado
tiende a coincidir cada vez más con la norma del cuerpo político con respecto
al cual se definía como excepción. En Europa (y hablar de Europa así es, desde
luego, una generalización intencionada, pero tal vez necesaria), el resultado de
este proceso parece ser el hombre natural cuyo estado de naturaleza se interrumpe
para dar paso al “sujeto libre”, al sujeto que entra libre y “naturalmente” a
relacionarse con otros sujetos en el mercado a través de la forma contrato. La
expulsión del hombre en estado de naturaleza da lugar a la naturalización del
hombre como tal. En los virreinatos, en cambio, ese cuerpo doblemente imaginado
dentro de un orden simbólico colonial-feudal (hombre con respecto a los animales,
animal con respecto a Dios) produce una imagen geminada del hombre-animal
que poco a poco va ocupando el lugar central de lo político a través de
configuraciones tan diversas como pueden ser el populismo nacionalista o el
socialismo indigenista. Piénsese, por ejemplo, en lo que significa la exclusión
del gaucho – claro ejemplo de hombre salvaje – del proyecto de la nación
argentina a condición de convertirse en su emblema, en un elemento en que se
cifra la argentinidad (de José Hernández a Borges, pasando por Javier de Viana).
Este cuerpo en nudo es sin duda la imagen de una contradicción todavía irresuelta
a finales del siglo XVIII/principios del siglo XIX, como muestran las copiosas
fábulas que describen y enmarcan (a veces literalmente) los procesos constituyentes
de los diferentes estados modernos.

Fábulas constitucionales: cuando los animales hablen


No es preciso recordar que las últimas décadas del siglo XVIII suponen un
“regreso” de la fábula en su vertiente clásica o esópica: un tipo de fábula
protagonizada por animales y de explícito calado moral que viene a escenificar
la intervención de una razón universal en dilemas comunes de la vida práctica.
ESTADO DE NATURALEZA Y CONSTITUCIÓN ANIMAL 77

Las Fábulas de Samaniego (1781–1784) y de Iriarte (1782) se escriben


prácticamente a la par, en medio de una enconada polémica a propósito de quién
había sido el pionero en fabular en castellano, mientras que la publicación del
polémico apólogo de Ibáñez de la Rentería “El raposo” en el Diario de Madrid
data de 1788.25 Por los mismos años, Kant venía elaborando el concepto de
imperativo categórico, que dará a conocer con la publicación de la Fundamentación
de la metafísica de las costumbres en 1785. Sugerir que las obras de aquellos
autores se inspiran de algún modo en el imperativo kantiano es, además de
improbable, una perfecta trivialidad: existía ya una fabulística moderna antes
de Kant que arrancaba de La Fontaine y que alcanzaba al propio Feijóo, por no
hablar de las fábulas y apólogos que, si bien esporádicos, aparecían intercalados
en diversas obras del siglo XVII.26
Parecería justo, con todo, afirmar que estas fábulas dieciochescas llevan a
la práctica la estructura de aquella ética formal moderna o burguesa (por
oposición a una ética del contenido) a la que Kant dará su más acabada expresión
teórica. Por supuesto, la moraleja es un elemento de contenido, pero no se deduce
de un prontuario de reglas previas o de un conjunto de leyes. Para que la fábula
sea una fábula, la lección que ofrece debe extraerse del acto concreto (el “obrar”
kantiano) que describe la historia, elevado a norma con un carácter universal.
Tampoco sus personajes están, a priori, “socialmente marcados”. Los animales
que participan en estas fábulas no representan, como animales que son, las
diferencias estamentales que representarían si fueran personas, ni tienen por
qué guardar las reglas del decoro que otorgarían un contenido constante e
inevitable a sus actos. No ocurren en ningún lugar ni en ningún momento
concreto. Son, hasta donde pueden serlo, fábulas de nadie y fábulas de cualquiera,
fábulas que pueden representar a cualquier súbdito a través de ese no-lugar de
lo público (equivalente al escenario en el drama neoclásico) que es la razón de
estado. Hasta aquí lo que, a grandes rasgos, pensaba y seguiría pensando la
ilustración sobre un género típicamente ilustrado como la fábula.27
Aparentemente, pues, estos animales que “hablan” la razón no forman parte
ya del interregno que ocupaba el monstruo híbrido. De acuerdo con el mito
ilustrado en el que la praxis didáctica de la fábula inevitablemente se inscribe,

25 Sobre la polémica puede verse la introducción de Martínez Mata y Magallón a Los literatos
en cuaresma (19-20) y Talavera Cuesta (59-63).
26 Ver Pedraza y Rodríguez (404). Una excepción puede ser el Fabulario de Sebastián Mey
(1613), pero éste no incluye fábulas originales. Todas están tomadas del mundo clásico.
27 En la “Advertencia” de Ibáñez de la Rentería a su primer volumen de Fábulas, la fábula
es útil para “las gentes de todas las edades, clases y condiciones” (V), mientras que las Fábulas
originales en verso castellano de Ramón de Pisón y Vargas se abren con una similar admonición:
“A ninguno difama la censura / en siendo general; y a quien le toca, / que procure enmendarse
y punto en boca” (2).
78 VICTOR PUEYO

cancelado el estado de excepción en que el hombre se define provisionalmente


como salvaje, los animales que hablan como personas no serían ni más ni menos
que personas camufladas en la piel de animales. Los errores de los “brutos”
solo pueden ser educativos, al fin y al cabo, en la medida en que pueden ser
cometidos por seres racionales. Así lo cree Juan Pablo Forner en Los gramáticos.
Historia chinesca, complemento de su libelo El Asno erudito con el que este
crítico volvía a arremeter contra las fábulas de Iriarte: “la regla fundamental
[de las fábulas] es que nunca se atribuyan a los brutos ni a los insensibles, si se
quiere, acciones o razonamientos que no puedan tener lugar entre los hombres”
(Talavera Cuesta 62).
Una cuestión fundamental, sin embargo, sigue en el aire: si Forner tiene
razón y los animales sustituyen a los hombres, si verdaderamente valen por y
para cualquiera y comparecen en su lugar, ¿por qué aplicar esta sustitución en
primera instancia? ¿Por qué las fábulas no podían ser simplemente “fábulas
racionales” – como llama el preceptista Juan Cayetano Losada a las fábulas en
que solo intervienen hombres – en lugar de “fábulas morales” o “mixtas”, que
emplean animales (68-69)? ¿Para qué los animales? O, dicho de otro modo,
¿por qué regresan con tanta fuerza las fábulas esópicas a finales del siglo
dieciocho y principios del XIX en el ámbito hispanohablante?28
Ciertamente, habría que empezar por notar el error de Forner. Recordemos
que Forner había arremetido contra Iriarte, en primer lugar, por considerar que
sus fábulas contenían una alusión a su persona y a otros personajes cercanos
de la vida intelectual madrileña. De ahí que pague a Iriarte con la misma moneda
en el Asno erudito, identificándole con “don Jumento”, protagonista de la fábula
y epítome de “esa casta de maestros que nada enseñan” – ética formal – y que
son los fabulistas (63). Iriarte contestaría en clave de sorna con su Para casos
tales suelen tener los maestros oficiales, texto en el que se autoelogia bajo el
pseudónimo de Eleuterio Geta y en el que afirma con rotundidad que, por su
naturaleza, una fábula no puede estar nunca escrita contra una persona particular,
“sino en general contra todas a quien coja el carro” (5). Como nota Talavera
Cuesta, lo fundamental aquí es que “la fábula no debe ser mero disfraz de
personas o hechos particulares, sino que ha de tener aplicación particular”
(Talavera Cuesta 347). En otras palabras: la fábula no se refiere a nada en
particular, sino (y de ahí su carácter problemático) a lo particular en general.29

28 Tanto fue así, que un periodista de nombre Sancho Azpeitia escribirá en El Correo de
Madrid: “No parece sino que la joroba de Esopo ha esperado a reventar en nuestra nación y en
nuestro siglo, y que de ella ha salido una camada de Esopillos para llenarnos de apólogos y no
dejar que corra sentencia moral política ni literaria que no tenga su fábula al canto” (Palacios 85).
29 La fábula se inscribe así en el horizonte fichteano que Novalis resumirá con esta fórmula:
“Lo universal sólo puede ser expresado mediante lo particular en general y lo particular en
general sólo mediante lo individual” (105).
ESTADO DE NATURALEZA Y CONSTITUCIÓN ANIMAL 79

Lo mismo podríamos decir de sus personajes: no representan – a pesar del


resquemor de Forner – a ninguna persona en particular o persona privada, sino
a la persona en general, a la cualidad misma de ser persona. La vida animal
acude para simbolizar esta paradoja de “lo particular en general” como signo
de lo común a toda particularidad, como potencialidad “vacía” de la vida o
biología más elemental de lo humano; una vida, la vida de la fábula, a la que la
razón hace hablar desde una posición externa a ella (la moraleja), del mismo
modo en que el despotismo ilustrado piensa la razón – su razón – como exterior
a aquellos individuos a los que tutela y representa. Iriarte es claro al respecto.
A esta vida “no pensante” de la fauna animal que participa en las fábulas no
podemos atribuirle los pensamientos y los razonamientos que atribuiríamos a
una persona racional. Podemos tolerar, arguye, la impropiedad de que hablen
los brutos, pero no cabe poner en su boca razonamientos complejos o científicos.
Estos se reservan para el espacio de la “adfabulación” o moraleja, el alma
racional de la fábula, donde emerge de nuevo la voz del autor para infundir de
sentido humano el cuerpo del relato (30). La ecuación que iguala la fábula
animal con el cuerpo y su moraleja con el alma no era, de hecho, extraña a la
preceptiva iluminista. En su aprobación a la edición española de las Fábulas
latinas de Fedro (1733), el doctor Blas Antonio de Nassarre y Feriz hacía la
siguiente puntualización sobre el género: “el apólogo se compone de dos partes,
que se pueden llamar alma y cuerpo; el cuerpo es la Fábula, y el alma la
moralidad” (s.p.). El cuerpo animal (cuerpo per se, cuerpo sin alma racional)
desempeña en el siglo XVIII, pues, la función de escenificar o poner sobre el
tablado del mundo la intervención de una razón pública que lo anima y lo
universaliza, que lo hace humano. La razón es a la animalidad, en estas fábulas
ilustradas, lo que la moraleja al cuerpo del relato.30
Aquí reside, tal vez, el sentido del animal parlante o antropomorfizante en
ese sintomático regreso a Esopo de finales de siglo: la representación del hombre
universal (el “sujeto”) exige, todavía entonces, la representación simultánea y
discontinua, tête-à-tête, de su particularidad animal. No se trata solamente, por
tanto, de que el estado de naturaleza en el que se desenvuelve la fábula suspenda
las leyes del decoro humano, abriendo la puerta a la “liberalización” del
comportamiento de sus personajes (cualquiera puede ser una rata, cualquiera
puede ser un mono, ergo, todos somos cualquiera). Para que tal cosa sea posible,
esta ausencia del decoro humano debe fundarse, además, sobre otro decoro que

30 Esta analogía resultará crucial por lo que respecta a cierta concepción organicista de las
fábulas (relatos falsos, relatos sin sustancia) que llega hasta Mayáns y Siscar en su edición de la
Censura de historias fabulosas de Nicolás Antonio, como nos recuerda Calvo Carilla: “La
innovación de los hombres del XVIII consistió en servirse de ellas cambiando, no el cuerpo o
narracioncilla (Mayáns), sino, como quería La Fontaine, el alma” (97). Sobre la relación entre
la fábula y la animalidad monstruosa, véase Palacios Fernández y Calvo Carilla (88-90).
80 VICTOR PUEYO

rige el estado de naturaleza, un decoro animal. La lógica implícita a la fábula


se revela con claridad aquí: para dotar al sujeto de su idiosincrásica cuota de
representatividad, es necesario que la ley civil se funde en la ley natural, que
la moraleja salga de los comportamientos que son propios de los animales. La
cigarra hace lo que es propio de una cigarra y la hormiga lo que es propio de
una hormiga. El burro es cobarde y la rana saltarina. A veces, por supuesto, los
papeles pueden invertirse. En la Fábula XII de Samaniego, el ratón se ve
capturado en las garras del león, a lo que:

Pide perdón llorando su insolencia


Al oír implorar la real clemencia
Responde el rey en majestuoso tono
(No dijera más Tito): Te perdono.
(121)

Las tornas se vuelven cuando el león cae atrapado en una red y el ratón lo
libera, pero hay que notar que, al hacerlo, no se libera él mismo de su papel: lo
hace royendo la red como ratón, sirviendo al rey león como su súbdito. Las
fábulas “neoclásicas” nos muestran, en realidad, que ese estado de naturaleza
necesario para el establecimiento de “lo social” no es un momento crudo alojado
en un paréntesis al margen de lo simbólico; el estado de excepción también está
sujeto a reglas, también exhibe una férrea distribución de papeles que precede
al contrato y que lo configura: la magnanimidad sigue siendo el atributo del
rey y la obediencia el de su súbdito, el buey sigue tirando de los arados y el
burro sigue amarrado a una rueda. En este particular estado de naturaleza que
refleja la fábula dieciochesca, el hombre es un lobo para el hombre solo en la
misma medida en que el gato es un gato para el ratón y el ratón es un ratón para
el gato. El orden natural, parecen decirnos estas fábulas, es simplemente el
orden dado por la naturalidad de unas relaciones de producción específicas; al
cancelarse, este resto animal que lo habita (la barbarie que se pretendía “civilizar”)
se incorpora a las nuevas relaciones productivas bajo la forma de una nueva
expectativa de modernización. Esta expectativa tiene, en todo caso, una
peculiaridad por lo que respecta a España y sus colonias. Me refiero a la aparición
de una fábula de animales “auto-consciente”, una fábula de animales que parece
narrar el fracaso de este proyecto ilustrado y que lo hace en su hábitat jurídico
más propio: la inserción de la animalidad del Antiguo Régimen en un proceso
constituyente – en una ringlera de procesos constituyentes – que tiene lugar a
principios del siglo XIX con la independencia de las colonias.
Si la constitución de un estado-nación es el acto jurídico destinado a plasmar
el proyecto civilizador de sus élites, la fábula es la ficción constitucional por
antonomasia, su verdadero telos narrativo. Esto resulta particularmente notorio
ESTADO DE NATURALEZA Y CONSTITUCIÓN ANIMAL 81

en el ámbito hispánico. Diseminadas en prensa y marcadas por una persistente


impronta satírica, las fábulas de animales florecieron alrededor de la composición
y recepción de las distintas cartas magnas emitidas durante las primeras décadas
del siglo en la Península y en América. Allí actúan como el soporte narrativo
del nuevo contrato social. Muchas de las publicaciones periódicas que las recogen
se empapan de su espíritu y adoptan nombres de animales, como la Abeja
poblana en México o la Abeja republicana en Perú, fundada por el miembro
del congreso constituyente José Faustino Sánchez Carrión en 1822, un año
después de que el país andino declarara su independencia. Otras, como la Lira
argentina (1824), simplemente incluyen pequeñas fábulas o apólogos políticos
que aportan un testimonio privilegiado acerca de la cultura constitucional que
venía germinando en las colonias.31 Todas estas declaraciones se inspiraban en
la Constitución de Cádiz de 1812, constitución (recordemos) de España y de
todos los pueblos de América en cuya redacción participarían también
representantes de latitudes americanas.
El hecho es que ese año de 1812, el periodista anónimo F.P.U. había comenzado
a publicar en el Diario Mercantil de Cádiz una serie de cincuenta fábulas que
reflexionaban sobre las posibilidades, riesgos y consecuencias de un escenario
constitucionalista.32 La serie comienza con “El borrico engañado” el 23 de
octubre de 1812 y concluye el 7 de octubre de 1813 con “El buey oficioso”. El
misterioso F.P.U., siempre escéptico sobre las posibilidades de consumación
del ideario iluminista, aborda sus contradicciones en el contexto de los conflictos
surgidos al calor de la Revolución de 1808: la tensión entre serviles y liberales
(“Los animales discordes”), entre despotismo ilustrado y liberalismo (“El macho
liberal”) o entre representación parlamentaria e interés particular (“El asno
hambriento”). Pero el motivo recurrente de estas fábulas es, sin duda, el fracaso
del contrato, la imposibilidad de suprimir un estado de naturaleza atravesado
por jerarquías insalvables, por diferencias imposibles de reconciliar. Dentro de
la colección, “El león disfrazado” funciona acaso como fábula maestra que
permite descifrar todas las demás y descifrarse a sí misma (93). En medio de
un plácido y felino reinado, el rey león decide decretar la igualdad de todos los
animales. La decisión es acogida con gran entusiasmo entre sus vasallos, pero

31 Así como la Lira argentina contiene una pequeña “Fabulilla” fechada en 1813 (Rosemberg
81-82), La Abeja republicana reserva un espacio, por ejemplo, a la fábula de “La zorra y las
gallinas”, alegoría política en la que una zorra astuta (el ex-ministro Bernardo Monteagudo) se
ofrece para proteger a las gallinas (el pueblo limeño) de otra zorra que acecha el corral y que
estaría representando al virrey. La falsa zorra “redentora” devora seis gallinas cada noche
aprovechando la confusión, hasta que es descubierta y expulsada por las gallinas reunidas en
asamblea (Tauro 271-276).
32 Las fábulas han sido rescatadas y editadas recientemente por Durán López. Para una
panorámica general sobre estas fábulas, véase el artículo del mismo autor (“Las colaboraciones”).
82 VICTOR PUEYO

el león no sabe si atribuir esta alegría al decreto en sí mismo o al hecho de que


sea él (y no otro) quien lo haya decretado. Para salir de dudas, procede a
disfrazarse de asno y celebrar en público su recién decretada igualdad con el
resto de animales de la corte. El león vestido de asno es, previsiblemente,
linchado por una multitud furiosa, corroborando las sospechas del rey: el pueblo
español responde mejor a la autoridad que a la razón y solo está dispuesto a
aceptar la libertad cuando le viene impuesta.
Más allá de la confirmación de una tesis que el autor persigue casi a tientas
(el liberalismo no puede triunfar en una España ideológicamente feudal), el
apólogo de F.P.U. revela el fundamento oculto del fabulario ilustrado español:
el estado de naturaleza que describe el fabulista es en realidad un “reino animal”
cuya excepcionalidad está ya regulada (de rex, regis) bajo la forma de una
monarquía. Todo proyecto de modernización que pase por su incorporación
supondrá – parece intuir F.P.U. – la regeneración de ese estado natural bajo otra
forma política adulterada: la forma contrato. Las fábulas muestran, de manera
recurrente, cómo la suspensión del estado de naturaleza implica la naturalización
de las lógicas señoriales que el contrato, lejos de eliminar, acaba civilizando o
aclimatando, haciéndolas aparecer como “naturales”.33 En ese sentido, lo más
significativo de estas fábulas españolas no es la manera en que incorporan a una
bestia humanizada, refinada por el tamiz de la moraleja, sino el modo en que
descubren su sórdido y persistente reverso: el hombre-bestia que representa el
resto de lo que no ha podido ser incorporado. Este hombre-bestia se convierte
así en el emblema de una ilustración deficitaria que porta consigo su residuo
animal, haciéndolo visible. Al fondo siempre, la imagen del soberano disfrazado
de asno de las fábulas gaditanas, como la del Asno erudito de Forner, inevitablemente
recuerdan a muchos de los caprichos de Goya, pero especialmente al número
cuarenta (figura 9). El aguafuerte muestra a un hombre enfermo, diríamos en
trance agónico, que está siendo atendido por lo que parece un asno con bata de
doctor. El título (“¿De qué mal morirá?”) enuncia la duda que planea sobre el
paciente: fenecerá seguro, pero no sabemos – como si de un amargo chiste
goyesco se tratara, pareado incluido – si lo matará la enfermedad o el burro.34
La particular forma imaginaria del “reino animal” que presenta el fabulario
de Cádiz se reproduce en América en textos como “Los animales en cortes”
(1820) del mexicano Luis Mendizábal, erróneamente atribuido a Rafael García

33 Es la queja constante de F.P.U. en fábulas como “El burro precavido” (“viose el burro
hecho rey”), “El lobo hipócrita” (“Y resolviose con sumiso trato / hacer de mojigato, / y fingirse
devoto y compasivo”) o “El escarabajo vicioso”, donde un escarabajo servil sigue desempeñando
su “asqueroso trabajo” después de ser liberado de él, ya que el oficio ya no es para este insecto
empleo, “sino vicio” (108-110).
34 El motivo del hombre-asno es un motivo recurrente en los caprichos. Véase el 37 (“¿Si
sabrá más el discípulo?”), el 39 (“Hasta su abuelo”) o el 41 (“Ni más ni menos”).
ESTADO DE NATURALEZA Y CONSTITUCIÓN ANIMAL 83

Figura 9. Capricho 40 de Goya: “¿De qué mal morirá?”

Goyena en la Colección completa de las fábulas póstumas de este autor (1836).35


La fábula repite la premisa de “El león disfrazado”, solo que ahora son los
animales americanos los que exigen al rey un decreto de igualdad obligándole
a convocar cortes. En el congreso, sin embargo, cada uno de ellos se dedica a
ensalzar sus virtudes particulares:

35 El texto que manejo está incluido, de hecho, en las Fábulas y poesías varias de García
Goyena. Sobre esta confusión, ver Henríquez Ureña (203-204).
84 VICTOR PUEYO

De valor militar habló el caballo,


De vigilancia el gallo.
Alaba el perro su lealtad constante.
La castidad ensalza el elefante,
Y aun el asno, atenido a su experiencia,
Encomia la virtud de la paciencia
Contra el ocio perora
La hormiga afanadora […]
Y hasta un lobo, político aunque lobo,
Dijo mil maravillas contra el robo.
(Goyena 172)

Cuando el gallo propone igualar todas estas virtudes, la propuesta es celebrada


con júbilo por todos los animales. No es hasta que el ratón mira a los ojos al
gato que se descubre que algo está mal. “Vuestro decreto es vano aunque prolijo”
– espeta – “pues mi señor el gato aun uñas tiene / y predominio sobre mí
mantiene” (Goyena 174). En este estado de naturaleza que el contrato no puede
domar, cada animal que tiene predominio sobre otro es el señor y cada animal
dominado su siervo. Nuevamente, la ley civil debe basarse en la ley natural,
pero este “iusnaturalismo” pequeñoburgués (el que va de Kant a Rousseau y
de Rousseau a Agamben) no consigue esconder que la ley natural no es otra
cosa que la naturalización de las relaciones de producción feudalizantes que
todavía rigen la diferencia entre los hombres y los animales en la América
colonial. La sentencia que cierra la fábula deja claro que la persistencia de estas
relaciones hace de las demandas de igualdad un ejercicio fútil de ese vano
decreto. “Ningún legislador aunque profundo / podrá igualar el mundo” (Goyena
175). Por lo menos, mientras persevere una herencia económica – las uñas del
gato – cuya legitimidad el contrato solo se atreve a ratificar.
Pero el ejemplo más notorio de la exclusión del animal americano es el que
nos brinda el guatemalteco Rafael García Goyena en Los animales congregados
en cortes, texto incluido en sus Fábulas y poesías varias (1825) con el que a
veces se confunde el de Mendizábal. García Goyena es mucho más preciso en
su diagnóstico. A diferencia de las fábulas peninsulares de F.P.U. o de las fábulas
neocoloniales de Mendizábal, la fábula de García Goyena no refleja la concepción
de la monarquía española como un “reino animal” escalonado en diferentes
especies. El escalonamiento que aquí se vislumbra es un desnivel entre el reino
animal y el reino de los hombres. Podría objetarse que también Samaniego e
Iriarte (como F.P.U.) insertan al hombre en sus fábulas, sea como un animal
más o como alguien investido de una mayor jerarquía en el agreste organigrama
de las bestias. Pero la división entre bestias y animales es mucho más tajante
en la fábula de García Goyena, en la medida en que es una división estrictamente
política desde el planteamiento de su conflicto inicial. El león, “monarca bruto”
ESTADO DE NATURALEZA Y CONSTITUCIÓN ANIMAL 85

de la fauna animal, cae en una emboscada y es secuestrado por los hombres.


Rápidamente cunde la indignación, el reino se levanta en masa y los animales
– un diputado por cada raza – deciden congregarse en cortes para debatir el
protocolo de una respuesta contra el “tirano bruticida” (161). Los animales
identifican la liberación del rey con la libertad del reino animal, pero a la hora
de la verdad todas las demandas son demandas particulares: el tigre quiere
pasearse libremente por la calle, el lobo “dejar la oscura gruta” y la zorra anhela
la muerte del mastín, cuya lealtad al hombre considera un imperdonable acto
de alevosía (162). Los intereses enfrentados dan lugar a una gran algarabía que
el autor (una voz más entre la muchedumbre) intenta disipar con su intervención,
pero en el acto de hacerlo es denunciado como vocero de la raza opresora. En
ese momento, acorralado por una melée de fieras iracundas, sorprendido por
su propia humanidad, el fabulista despierta del sueño.
El sueño, por supuesto, se hará realidad. El once de diciembre de ese mismo
1825, los animales congregados en cortes promulgarán la primera constitución
política del estado de Guatemala, supeditada al marco federativo de la constitución
de los estados centroamericanos del veintidós de noviembre de 1824. Pero García
Goyena se muestra escéptico sobre el destino que aguardaba a esta carta magna
y, con ella, al optimismo iluminista que celebraba la libertad de los guatemaltecos.
¿Quiénes son, después de todo, los animales de su fábula? Animales con respecto
a los hombres europeos, hombres con respecto a los animales americanos, los
firmantes del contrato (y los sujetos a los que este contrato otorga derechos y
deberes) surgen como el fruto de un cruce de especies que los sitúa dentro y
fuera de él, a ambos lados de un relato – el relato fabuloso de la modernidad
– que emerge de su exclusión inclusiva.
3

Cuerpos bisexuados

De Brígida del Río a Dulcinea del Toboso

“La barba distingue en lo exterior el hombre de la muger, porque a la muger


no le salen barbas, y si algunas las tienen, son de condición singular, como en
nuestros tiempos hemos visto la barbuda de Peñaranda y otras algunas; por
éstas dixo el proverbio: A la muger barbuda, de lejos [se] la saluda” (Covarrubias,
Tesoro 193). ¿A qué “condición singular” se refiere Covarrubias? El caso que
cita el lexicógrafo es el de Brígida del Río, célebre dama de entretenimiento
en la corte de los Austrias retratada por el pintor de bodegones Juan Sánchez
Cotán hacia 1590 (figura 10).1 Su rostro llevaba ofreciéndose a los curiosos de
la corte durante toda la última década, en la que el consumo de la excepción
se había convertido en uno de los baluartes del ocio nobiliario. Ante nuestros
ojos, y mediada la ventaja que otorga cierta perspectiva histórica, el caso de
la barbuda Brígida del Río es apenas otro caso médico de hirsutismo, como el
que probablemente aquejó a Magdalena Ventura, velluda napolitana pintada
por Ribera años más tarde y, en todo caso, no tan ostensible como la hipertricosis
de que hacía gala Antonietta González, hija del notorio licántropo canario
Pedro González y objeto de otro famoso retrato facturado por Lavinia Fontana

1 Exactamente siete años antes de su muerte. Moriría con las barbas puestas. De ello da fe
Nicolás de la Cruz y Bahamonde en su Viage de España, Francia e Italia (tomo undécimo), en
el que asegura que Brígida del Río fue “con grandes barbas enterrada en la parroquia de S.
Bartolomé en 1597” (525). Su fama, pasto de todo tipo de tabloides, recorre también multitud de
textos literarios. Guzmán de Alfarache afirma en la novela de Mateo Alemán: “Híceme pupilo,
teniendo por mejor tropellar con el qué dirán de ver un jayán como yo, con tantas barbas como
la mujer de Peñaranda, metido entre muchachos” (544). En El donado hablador de Jerónimo de
Alcalá se alude a ella como María de Peñaranda (25). Aparece, asimismo, en el Entremés de la
bota (vv.148-149) de Agustín de Moreto (686) y en el Plenipapelier, otro entremés de Francisco
de Avellaneda que eleva a Brígida a la categoría de arquetipo de la virilidad femenina: “Digo
que vuesa merced debe venir por línea recta de la barbuda de Peñaranda” (205). Calderón escribe
un Entremés de la Barbuda dividido en dos partes y Covarrubias le dedica uno de sus Emblemas
morales en 1610. Jerónimo de Huerta también la menciona en su traducción de la Historia
naturalis de Plinio, dejando constancia de que tenía “la voz gruesa y la barba tan larga y tan
crecida que la cubría el pecho” (fol. 20v).
88 VICTOR PUEYO

Figura 10. Juan Sánchez Cotán. Brígida del Río (1590).


LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 89

en 1595.2 Hay que notar, sin embargo, que estas anomalías – el hirsutismo
entre ellas – no ordenaban la distribución de sexos en simples términos de
presencia/ausencia (hombre/mujer). Identificaban en sí mismas un eje de
simultaneidades hoy perdido. Al afirmar que la barba de Brígida del Río solo
es un significante que “distingue en lo exterior” su sexualidad, Covarrubias
parece insinuar un conflicto implícito entre este significante y su eventual
correspondencia con un significado ‘interior’. Ese conflicto irresuelto es,
precisamente, el conflicto en cuyo dominio se definen lugares, geografías
humanas donde aquella diferencia queda en suspenso y pasa a considerarse
una “condición singular” de otro tipo de territorialidad: la del hermafrodita.
Covarrubias mismo, sin ir más lejos, elige a Brígida del Río como objeto de
uno de sus celebrados Emblemas morales:

Soy hic, & haec, & hoc. Yo me declaro:


Soy varón, soy muger, soy un tercero,
Que no es uno ni otro, ni está claro
Qual destas cosas sea. Soy terrero
De los que como a monstro horrendo y raro
Me tienen por siniestro y mal agüero
Advierta cada qual que me ha mirado,
Que es otro yo, si vive afeminado.
(Emblemas 64)

El emblema muestra a Brígida recortada sobre el fondo de un paisaje natural


y bajo la consigna Neutrumque et Utrumque, que identifica a la barbuda de
Peñaranda como hermafrodita de acuerdo con el conocido verso del mito
ovidiano. “Ninguno y ambos”: algo parecido a lo que parecía decirnos el cuerpo
de Brígida desde el fondo del retrato de Sánchez Cotán; lo que reflejaba, en
un golpe visual, el agudo contraste entre su espesa barba y su mirada esquiva,
entre las manos hombrunas y su tímida manera de anudarse sobre unas caderas
que se adivinan, bajo la caída del vestido, clamorosamente fértiles. Covarrubias
apunta “que suele nacer una criatura con ambos sexos, a la cual llamamos
andrógino, que vale tanto como varón y mujer” (Emblemas 64). Su parquedad
al considerar habitual el nacimiento de un hermafrodita apenas puede resultar
sorprendente. Durante finales del siglo XVI, pero sobre todo a partir del XVII,
las anatomías de cuerpos hermafroditas proliferaron en los libros de medicina,

2 Ver cap. 2, figura 3. Sobre la intersección del hirsutismo y el sexo en la temprana


modernidad española, puede consultarse el artículo de Buezo (161-176) y Pedraza. Johnston
estudia el fetiche ideológico de la barba en la Inglaterra isabelina en base a lo que llama “beard
value” (159-251). En general, la barba se vincula a las propiedades calientes y secas de los humores
masculinos. Así en Sánchez Valdés de la Plata, “De la propiedad de la barba” (fol. 104v).
90 VICTOR PUEYO

compendios y misceláneas de la época, para penetrar después los límites de


ese conglomerado de discursos que, ya por entonces, podremos empezar a
llamar literarios.
Fue Foucault el primero en notar este hecho, aunque lo hiciera al precio de
retrasar su aparición hasta mediados del siglo XVII: “En todo caso, es
característico que, en los asuntos jurídicos, médicos y religiosos de fines del
siglo XVI y comienzos del XVII, los hermanos siameses constituyan el tema
más frecuente. Pero, en la edad clásica, creo que lo que se privilegia es un tercer
tipo de monstruosidad: los hermafroditas” (Anormales 72-73). Si bien es cierto
que la evidencia desmiente parcialmente este supuesto – en el entorno hispánico
e incluso en el ámbito europeo existe una considerable concentración de noticias
de hermafroditas antes de ese periodo que Foucault denomina “época clásica”3
–, el planteamiento de Foucault sigue conservando una asombrosa vigencia,
incluso en los a veces titubeantes términos que establece su proyecto de una
genealogía histórica. Sigue resultando crucial, cuanto menos, comprender qué
significa la emergencia del hermafroditismo como nudo de una serie de
preocupaciones (económicas, políticas, ideológicas) que, en efecto, se prolongarán
a lo largo del proceso de transición al modo de producción capitalista y que
desembocarán, como discutiré, en el nacimiento del género sexual. Por supuesto,
al hablar de hermafroditismo no estoy pensando tanto en la existencia objetiva
de personas dotadas de una doble genitalidad como en toda esa plétora de
historias, relaciones de sucesos, exámenes médicos, disquisiciones jurídicas,
diatribas poéticas y novelas amorosas que fueron concebidas a partir de una
particular conceptualización del genus hermafrodita durante los siglos XVI y
XVII. Desde las noticias conventuales de María Muñoz y María Pacheco hasta
la sexualidad en fuga de la monja alférez Catalina de Erauso o de la mulata
Elena de Céspedes; desde la poesía satírica de ese “poeta hermafrodita” que es
Góngora hasta la producción de novelas como El andrógino de Francisco Lugo
Dávila o piezas como La gran sultana de Cervantes; desde las mujeres barbudas
de las ferias cortesanas y los pintores de cámara hasta las anomalías médicas
recopiladas por Antonio Fuentelapeña, Juan Eusebio Nieremberg o Blas Álvarez
de Miraval, la pregunta que permite agrupar todos estos casos es la misma:
¿qué significa su irrupción en el intervalo histórico en que finalmente se
despliegan? ¿Por qué es, en definitiva, tan importante determinar el sexo de un

3 Desde mediados del siglo XVII hasta el siglo XIX, desde Descartes hasta Kant (Palabras
7). La existencia misma de los libros de Long (en el contexto francófono) y de Gilbert (en el
anglófono) demuestra acaso lo exagerado de esta asunción. Foucault reconoce una atención
específica al hermafrodita en la episteme renacentista, donde se presentaría poco menos que
como asexuado o indiferenciado en base a la lógica de la semejanza operativa en esta episteme.
Para una crítica del optimismo que supone considerar este estado de indiferenciación (“the happy
limbo of non-identity”) como una norma, véase Gilbert (3).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 91

hermafrodita, determinarlo como sexo hermafrodita, pensarlo como “lo”


hermafrodita? Trataré de responder a estas preguntas distinguiendo las dos
variedades que presenta en cuanto a su morfología biológica: el soma androothé
o cuerpo androginizado, depositario de una doble sexualidad in fieri, y el
hermaphrodités o hermafrodita propiamente dicho, donde la hibridez no se
manifiesta como un proceso en desarrollo, sino como su confusa y a menudo
indiferente consumación.

El tercer sexo: morfobiología del hermafrodita


De afuera a adentro: soma androothé.
Existen razones sólidas para considerar que el hermafroditismo hacía las veces
de un “tercer sexo” todavía bien entrado el siglo XVII. Las teorías medievales
de la generación, de marcado pedigrí aristotélico e hipocrático, habían sobrevivido
gracias a su reciclaje en el corporativismo estamental que sustentaba la unidad
del estado español. Donde el corpus mysticum pos-tridentino identificaba la
posición de sus miembros (cabeza, tronco y extremidades) de acuerdo a una
jerarquía de sangre, la anatomía médica coetánea predecía el sexo del feto en
función de otra compleja jerarquía de fluidos, la que se establecía entre los
humores masculinos y los femeninos. Estos fluidos, en constante estado de
pendencia, perseguían su lugar natural en una de las tres cavidades de la matriz.
La cavidad derecha era la cavidad masculina; si el líquido ganador en esa guerra
de fluidos era el masculino, el niño tendría características viriles (hombre-
hombre), mientras que, de suceder lo contrario, saldría afeminado (hombre-
mujer). En la cavidad izquierda, correspondiente al sexo femenino, si el fluido
que predominaba era el femenino, el resultado era una mujer (mujer-mujer); si,
por el contrario, predominaba el masculino, se trataría de una mujer hombruna
(mujer-hombre). El hermafrodita “puro” se deduce, dentro de este planteamiento,
de postular una tercera cavidad central que actúa como depósito de los fluidos
“equilibrados”.4 El monje capuchino Antonio de Fuentelapeña, en su Ente
dilucidado, resume así este equilibrio:

Si la materia de los genitales de ambos padres, o generantes, es abundante


y de igual eficacia, de tal suerte que ninguna puede vencer y consumir a
la otra, en tal caso necesariamente se conservará la forma de uno y otro
generante y saldrá el generado con hermafrodítico sexo. (181)

4 Véase, por ejemplo, el Libro intitulado del parto humano de Francisco Núñez (1580):
“Por la mayor parte, el varón está situado en la parte derecha de la matriz y la hembra en la
izquierda” (fol. 85v). Acerca de la existencia de este tercer habitáculo, véase Vázquez García y
Moreno (Sexo y Razón 188), Jacquart y Thomasset (141) y Long (61).
92 VICTOR PUEYO

Dentro de esta batalla campal de fluidos, el hermafrodita compartía con


la mujer y con el hombre afeminado una cierta temperatura.5 La semilla
viril, por su propia naturaleza cálida y seca, cedía a las propiedades femeninas
(frías y húmedas), ya fuera debido a circunstancias naturales (el clima, la
alimentación, etc.) o a otros motivos peregrinos, como el hecho de que la
mujer ocupara una posición superior durante el coito o como los pensamientos
que pasaran por su cabeza al consumarlo.6 Pero mujer, afeminado y
hermafrodita se originaban en lugares diferentes. La primera era resultado
de semillas masculinas que se habían enfriado y humedecido en la cavidad
izquierda o siniestra de la matriz, es decir, la femenina. Como recuerda
Kathleen Long: “Science justified the association of the feminine with evil,
since everything on the left side was considered to be bad” (61). Su contraparte,
el hombre afeminado, era la consecuencia de un enfriamiento en la cavidad
opuesta. El hermafrodita detentaría un carácter intermedio con respecto a
ambos. Los hombres afeminados y los hermafroditas tenían, en este sentido,
una explicación biológica diferente, por más que la lengua coloquial de la
época los asimilara reservando el término “hermafrodito” en masculino para
aludir a las personas que hoy llamaríamos homosexuales. En cualquier caso,
y fuera cual fuera el habitáculo de su cocción, lo hermafrodítico siempre
tiende a vincularse a una virtud defectiva de la semilla paterna; es decir, a
un semen ya feminizado. Juan Huarte de San Juan, por ejemplo, explica en
su Examen de ingenios para las ciencias la abundancia de hermafroditas
entre los escitas por el temple frío y húmedo de su semen, que achaca a causas
naturales:

La región que los escitas habitaban, dice Hipócrates que está debajo del
Septentrión, fría y húmida sobremanera, donde, por las muchas nieblas, por
maravilla se descubre el sol. Andan los hombres ricos siempre a caballo,
no hacen ejercicio ninguno, comen y beben más de lo que su calor natural
puede gastar; todo lo cual hace la simiente fría y húmida. (336)

5 Utilizaré en adelante el artículo gramatical masculino para referirme al hermafrodita,


en detrimento del femenino (la hermafrodita) y el neutro (“lo” hermafrodita), que sugiere de
manera innecesaria su cosificación. Considero que la desconexión entre el artículo masculino y
el sustantivo femenino en la expresión “el hermafrodita” ya incorpora una dosis difícilmente
superable de ambigüedad.
6 La imaginativa era una cualidad fundamentalmente femenina. En su Conservación de
la salud de 1599, por ejemplo, el médico Blas Álvarez de Miraval, que se apoya en el libro VI
de la Metafísica de Aristóteles, recomienda a los progenitores “que al tiempo del engendrar los
hijos no tengan el ánimo divertido en otras cosas, ni estén tristes ni melancólicos” (fol.142). Ver
también Sánchez Valdés de la Plata (fol. 5r). Para seguir explorando esta cuestión, acúdase el
artículo de González Rovira.
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 93

La borrosa frontera que dividía a mujeres y hermafroditas era una cuestión


de grado antes que de especie o, por mejor decirlo, de grados, pues su diferente
estatuto de imperfección (la mujer era solo la realización de un feto en
incompleto estado de cocción, un hombre “sin hacer”) dependía de la mayor
o menor cantidad de calor que hubieran recibido en la cocina del útero materno.
De hecho, la ausencia de dos aparatos genitales en un cuerpo no bastaba ni
mucho menos para descartar un posible diagnóstico de hermafroditismo, pues
el hermafroditismo era, en no pocas ocasiones y como nos recordaba
Covarrubias arriba, una condición latente.7 Así lo atestigua el propio
Fuentelapeña en su duda XV (“si podrá el hombre concebir de sí mismo”):

Para inteligencia de esta duda, es necesario suponer que no sólo hay


andróginos o hermafroditas descubiertos y manifiestos, sino que también
los hay ocultos. Esto es, que no sólo hay personas en quien[es] exteriormente
se hallan los dos sexos, sino que las hay también que teniendo descubierto el
sexo masculino, interiormente tienen el femíneo oculto, de modo que siendo
en lo que se ve sólo varones, en lo que no se ve son también hembras, y en
uno y en otro son hermafroditas. (229-230)

Tirando de este hilo, Fuentelapeña llega a asegurar que aquellos hombres que
son mujeres por dentro evacúan su periodo menstrual por el orificio de la orina,
excepto, lógicamente, cuando están embarazados. Relata a este efecto el parto
inverosímil de Luis Roosel, al que le fue detectado en 1354 un bulto en el muslo
inicialmente confundido con un tumor. A su progresivo crecimiento asistieron
él y los admirados médicos, hasta que el dolor se hizo insoportable y un infante
brotó de su pierna. No es, por cierto, el único ejemplo disponible de hombre
parturiento, la forma predominante que adopta un (por lo demás extraño)
“hermafrodita interiormente femenino” en el imaginario español de la época.
Sherry Velasco ha examinado este escenario, proponiendo que la fascinación
que despertaba el hombre encinto obedecía a la fantasía masculina de la apropiación
de las funciones reproductivas como elemento de reproducción social. Esta
fantasía traduciría, según Velasco, la necesidad de liberar la ansiedad desatada
por la pujante autonomía que las mujeres estaban adquiriendo en el concierto
de la vida pública.8 Tan atractivo como pueda perfilarse, sin embargo, el
acontecimiento de un hombre deviniendo mujer resultaba anómalo. El caso más

7 Las fuentes de este teorema suelen ser Avicena y Plinio. Así en Sánchez Valdés de la
Plata (fols. 17-18r).
8 Sobre el embarazo masculino, véase Velasco (Male Delivery 28-50). Destacan en la literatura
española piezas dramáticas como El parto de Juan Rana o relaciones de sucesos en verso como la
que firma Pedro Manchego en 1606 acerca del monstruo engendrado por un hombre que responde
al significativo (y rabelaisiano) nombre de Hernando de la Haba (Male Delivery 149-154).
94 VICTOR PUEYO

frecuente durante el siglo XVII es el contrario, el de individuos con apariencia


femínea que esconden dentro de sí la latencia de su propia masculinidad:9

Las fuerzas de la naturaleza, por ser flacas y débiles en los niños, no todas
las veces pueden arrojar afuera el miembro viril, que es el más perfecto y al
que aspira, hasta que después, con alguna o con algún notable incremento
de calor y vigorosidad, prorrumpe en él. (242)

Se trata de un supuesto, en realidad, poco extraordinario. Las fronteras entre


los sexos eran especialmente tibias conforme la sabiduría convencional de la
época. Prevalecía con mucha frecuencia, como Thomas Laqueur rememora, el
parecer de Galeno, que estimaba que los genitales femeninos eran en realidad el
resultado de plegar o “aplastar” los genitales masculinos hacia adentro: el pene
era la vagina, el escroto, el útero y los testículos correspondían a los ovarios. Su
definición de la vagina como pene “no nacido” sugería que la mujer era un hombre
invertido o introvertido, literalmente vertido hacia adentro y, en todo caso,
imposibilitado por sí mismo para desarrollar su plenitud genital (Laqueur 26-29).
El miembro viril permanecería agazapado en el interior del cuerpo femenino a
la espera de que un efluvio de calor o un movimiento brusco desatascaran su
irrupción. Esta violencia o causa agente no dependía, además, de un azar, sino
que era reclamada desde adentro por esa condición de potencia que el sexo
femenino detentaba con respecto al sexo masculino considerado como acto.
Es exactamente lo que le sucederá, según una conocida relación de sucesos
de 1617, a la monja profesa María (Magdalena) Muñoz. Su relato es uno de
tantos que narran la transmutación de monjas españolas en hombres durante
el siglo XVII, mucho más común, por lo demás, de lo que su aparente
extravagancia pudiera hacer presagiar.10 María Muñoz, natural de la villa de
Sabiote, había ingresado doce años antes en el convento dominico de la Coronada
(Úbeda). La monja no había tardado en mostrar los signos de un habitus sexual11

9 Así lo reconoce el autor del Ente dilucidado (244).


10 María es en realidad más conocida por el nombre de Magdalena e incluso por el nombre
que adoptará cuando se corrobore su cambio de sexo, Gaspar. El jurista cordobés Francisco de
Torreblanca, autor del influyente Epitome delictorum, llama “Magdalena” a María Muñoz (fol.
211). Otros documentos confirman este nombre de pila, como la carta que el prior dominico del
monasterio envía al abad de San Salvador en Granada, o como la crónica que otro fraile dominico,
Antonio de Lorea, dedica a Magdalena/Gaspar. Estas y otras fuentes son comentadas en Soyer
(55-57), mientras que una lectura de la relación de 1617 está disponible en Morel D’Arleux (268),
que también refiere el caso de “María la Bailaora”, transexual andaluza combatiente en la Batalla
de Lepanto y posteriormente miembra – miembro – del tercio de Lope de Figueroa (267).
11 El hábito religioso, como el sexual, es un habitus también en el sentido que Pierre Bourdieu
otorgaba a este término: una norma que se inscribe sobre el cuerpo y que genera disposiciones
y aspiraciones que solo después coinciden con el deseo (52-65).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 95

inequívocamente masculino. Su fuerza inusitada, su porte viril y su manejo


del estoque y del arcabuz le granjean rápidamente fama de “muger varonil”
(fol. 2).12 Ante el alboroto suscitado por ciertos rumores, la priora ordena
examinar el sexo de María Muñoz y verifica que, en efecto, María no tiene
miembro masculino. De repente, el relato se entretiene en la narración de varias
travesuras lésbicas, apenas levemente insinuadas: cuenta cómo las novicias
visitaban a María de noche y “la descubrían para satisfacerse, porque sus
fuerzas y ánimo y las propiedades y condiciones eran de varón” (fol. 2). El
misterio se resuelve cuando la propia María Muñoz confiesa al narrador de la
relación que es un hombre. Durante toda su vida había carecido de genitales
masculinos. En su lugar tenía un agujerillo del tamaño de un piñón que ella
identificaba con su vagina. Solo ocho o nueve días atrás, al descargar cien
fanegas de trigo que habían llegado al convento y por culpa de un sobreesfuerzo,
había emergido de aquel mismo agujero una formidable “naturaleza de hombre”,
que había permanecido sepultada en su carne hasta entonces y que María se
había apresurado a ocultar (fol. 3). “De donde coligimos [reza el texto] que
aquel agujero era la raíz de la misma vía de hombre para despedir la orina [i.e.,
la uretra] a falta del miembro principal que se le quedó por falta de virtud
expulsiva en lo interior” (fol. 3).
No era, como decía, una situación tan rara. Solo cinco años antes, las
Disquisitionum magicarum de Martín del Río (1612) se habían hecho eco del
extraordinario caso de otra María, María Pacheco, ya referido por Amado
Lusitano y Antonio de Torquemada:13

En la portuguesa ciudad de Ezgueira, a nueve leguas de Coimbra, vivía un


noble que tenía una hija llamada María Pacheco. Llegada a la pubertad, en
vez de flujo menstrual le brotó un miembro viril, que no se sabe bien si lo
llevaba allí escondido, o si le nació de alguna otra manera. De esta suerte,
la muchacha cobró aspecto de mancebo adolescente. Como cuadraba
a su sexo, se vistió de hombre y se empezó a llamar Manuel Pacheco.
Embarcándose pasó a las Indias, donde por sus hazañas cobró fama de
valiente soldado, y también hizo fortuna. De vuelta a su patria, casó con
ricahembra. Amado nada dice de que tuviesen descendencia, pero sí que

12 La relación está recogida en el excelente compendio de Ettinghausen (sin página).


13 Ver Torquemada (672). Como es habitual en el texto de Torquemada, que luego se abordará,
muchos otros ejemplos se suceden sin mayor orden ni explicación, entre los que destaca el de
una “mujer llamada Emilia, que estaba casada con uno que se llamaba Antonio Spensa, ciudadano
ebulano, [y que] después de estar con su marido doce años, volviéndose hombre se casó con otra
mujer y tuvo hijos della” (671). Torquemada no revela su fuente, pero mi apuesta sería la Chronica
de Eusebio de Cesárea (fol. 153v.), que gozaba de una fluida circulación a partir de la edición de
Heinrich Peters en Basilea (1549). Georg Sandys incorporaría la anécdota a sus famosos
comentarios a las Metamorfosis de Ovidio. Ver Leibacher-Ouvrard (23-24).
96 VICTOR PUEYO

fue siempre imberbe, y de rasgos un tanto afeminados: indicios estos de


virilidad imperfecta. (392-393)14

El testimonio recuerda poderosamente en algunos detalles (y especialmente


en su deriva trasatlántica) al de la mucho más famosa Catalina de Erauso, la
monja alférez, sobre la que existe una abundante bibliografía a raíz de la novela
basada en un supuesto relato autobiográfico perdido, editado y publicado en
1829. Un obra que, por cierto, y en lo que guarda de vestigio de un suceso
auténtico que conmocionó a la prole cortesana de principios del XVII, muy
pocas veces se encuadra en sus auténticas coordenadas imaginarias (las que
trato de delinear aquí): Catalina de Erauso, la monja travestida que cruza el
océano para ejercer como mercenario del imperio, que regresa a Roma bendecida
por una bula papal y convertida en leyenda, es presentada por una gran parte
de la crítica como una mujer disfrazada de hombre que, en efecto, subvierte su
“rol” de género, inserta la ambigüedad en sus intersticios, transgrede sus límites
mediante una continua performance de la que al final resulta indisociable, etc.;
pero esa versión nostálgica de la historia, re-imaginada a principios del siglo
XIX a partir de parámetros de género modernos que después confunde o
transgrede, es solo el eco apagado, un palimpsesto deslavazado y acaso burlón
de lo que sin duda fue originalmente entendido como un fenómeno de
hermafroditismo, donde la cuestión del género sexual resulta informulable por
estar, como si dijéramos, aplastada en el cuerpo plegado del hermafrodita.15
Pero tal vez sea necesario un ejemplo más para apuntalar este primer modelo
de hermafrodita que el padre Martín del Río llama soma androothé (391), el
que se desenvuelve en una secuencia discontinua, el que depende de un desengaño
o una fractura para hacerse visible. Una larga novela corta (de alrededor de
ochenta páginas) como es El andrógino de Francisco Lugo y Dávila puede servir
a este propósito. La obra, publicada en 1622, tiene la virtud de dotar de un marco

14 Cito de la edición española a cargo de Jesús Moya (1991), con prólogo de Caro Baroja.
Existe una traducción al inglés de P.G. Maxwell-Stuart bajo el título de Investigations into
Magic (2000).
15 El supuesto hermafrodita, como horizonte de expectativas todavía vigente en la España
de los Habsburgo, suele disolverse en una lectura constructivista del género de Catalina de Erauso
que enfatiza el travestismo como estrategia, auto-escritura o subversión de una “identidad”
masculina (ver Kark y Pancrazio), pero que subestima la cobertura que este supuesto hermafrodita
presta a su ejecución. Creo que solo así se entiende la persistencia del oxímoron “monja alférez”
como sintagma denominador, sobre todo desde la representación de la comedia de Juan Pérez
de Montalván en 1626. Por su tercera jornada pululan términos que son, como mínimo, familiares
a la lógica hermafrodita, como “monstruo”, “prodigio” (99) o “mujer prodigiosa” (89), si no
indisociables de ella. El mejor y más completo trabajo es el de Velasco, que disecciona las tres
relaciones de sucesos del siglo XVII sobre la monja – las dos primeras de 1625 y la tercera,
póstuma, de 1653 –, además de otros documentos relevantes (Lieutenant Nun 51-60).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 97

narrativo a toda la problemática médica del hermafrodita. Dos jóvenes nobles


de Zaragoza, Ricardo y Laura, se aman en secreto desde la infancia, pero son
separados a los quince años para prevenir un posible matrimonio que no colma
las aspiraciones económicas de los padres de Ricardo. Laura es obligada a
casarse con un pariente rico y anciano, Solier, de quien pronto sabremos que
guarda la castidad de su esposa con el mismo celo con que guarda su dinero.
Solier encierra a Laura en una fortaleza que se divide en tres estancias
interconectadas. La primera, el zaguán, la vigila un sacerdote – lugarteniente
de Solier – llamado Burgos, que solo tendría acceso al resto de la casa por una
especie de ventanuco. A continuación, en una sala intermedia, viven encerrados
tres niños de hasta ocho años, que ignoran que son guardianes y que, por lo
tanto, son incapaces de mentir. Esta sala intermedia solo se comunicaría con
la casa, a su vez, por un torno a través del cual circulan los alimentos y la ropa
en ambos sentidos. Finalmente, la casa propiamente dicha solo está habitada
por varias esclavas y por el propio Solier, que tendría la única llave maestra de
todas las puertas de la casa (aunque no hay puertas que comuniquen la casa con
el exterior). En esta casa-embudo, un despensero entregaría los alimentos y
otros útiles al clérigo; éste, por el ventanuco, se los haría llegar a los niños y
los niños, entonces, los filtrarían a través del torno a las esclavas que viven
dentro de la casa. Enfrentado al desafío de esta celda, impenetrable como la
sexualidad de su propia moradora, Ricardo decide disfrazarse de una mujer
(Bernardina) que huye del agravio, ganarse la confianza de la criada de Solier
y, por fin, mediante una serie de tretas que no excluyen la seducción del viejo,
conseguir asilo en su casa-fortaleza y acceder a Laura. Lo que Ricardo-Bernardina
no podía imaginar es que Solier se enamoraría de ella – de Bernardina – e
intentaría violarla. Cuando el viejo irrumpe en su habitación y levanta las
sábanas, se ve sorprendido por la silueta del miembro erecto de Ricardo, que a
la sazón estaba pensando en Laura. Ricardo no tiene otra escapatoria que fingirse
hermafrodita. Explica a Solier que al llegar a la casa era hembra, pero que solo
tres días atrás había empezado a notar algunos de los cambios que finalmente
desembocarían en la erupción de una protuberante masculinidad. Solier, que
necesita creer a Ricardo para salvaguardar la suya (se había enamorado, no en
vano, de un hombre), decide acudir a un catedrático de medicina para utilizar
su opinión como respaldo.
El catedrático Salt no solo corrobora la veracidad del suceso, refrendado por
múltiples autoridades, sino que dicta, además, una clase magistral sobre el
particular que Lugo y Dávila transcribe íntegramente, en un abrupto desenlace
que desvela la presencia tácita del discurso médico-académico como marco
invisible y límite terminal de todo el relato. El hermafroditismo es, en esta clase
magistral, una sombrilla epistemológica bajo la que pueden cobijarse
comportamientos preñados de ansiedades todavía irrepresentables. Para el
98 VICTOR PUEYO

doctor Salt “los hermafroditos, como tienen de entrambos sexos, cuando prevalece
el uno […] se encubre el otro, y así unas veces son tenidos por mujeres y otras
veces por hombres” (267). Toda una coartada para el viejo. ¿Cómo podría Solier
haber distinguido lo que, por su doble arquitectura, no era sino un cuerpo de
sexo cambiante? ¿Cómo podía tacharse de anómala una conducta que estaba,
como si dijéramos, encriptada en el cuerpo de otro? Alcalá Galán nota, a este
respecto, que “a Lugo y Dávila se le olvida el explicarnos cómo entraba y salía
Solier de su propia casa ya que, al parecer, no había puertas entre unas estancias
y otras” (112). La observación no parece impertinente. Solier es, al fin y al cabo,
prisionero de su propia jaula de castidad, por lo que cabría preguntarse – como
hace Alcalá Galán – si esta prisión inexpugnable no es una metáfora de oscuros
deseos homoeróticos apenas sugeridos por el texto. Si esto es así, en todo caso,
solo lo es en la medida en que estos deseos se guarecen bajo la excusa de una
anomalía perfectamente aceptable y científicamente legítima: la teoría del sexo
latente, una especie de momento previo a la consideración de lo “homoerótico”
como tal, que lo hace inexpresable y que al mismo tiempo constituye el
fundamento imaginario de su expresión.
La lección magistral de Salt muestra, tanto como cualquiera de los ejemplos
anteriores, que el supuesto monosexual que había dominado la medicina durante
la Baja Edad Media seguía operativo en la práctica todavía a principios del siglo
XVII. El horizonte teórico aristotélico que inspiraba la medicina de la época
privilegiaba la existencia de un solo género: el masculino. “Lo” femenino era
el ámbito de su realización defectiva. Dentro de la teoría hilemórfica, la diferencia
de sexos no atañe a la forma (en que reside la sustancia), sino a la materia, en
este caso a la materia genital.16 No existe, por tanto, una diferencia sustancial
entre hombres y mujeres, sino una diferencia en cuanto al grado de perfección
en que se manifiesta esa misma sustancia; la mujer no es perfecta (del latín
perficio: “acabar”) porque no está acabada: le falta ese suplemento de materia,
el pene, que completa y al mismo tiempo cancela el sexo femenino. Aristóteles,
de manera antológica, llega a definir a la mujer como un varón mutilado:

Pues igual que de seres mutilados unas veces nacen individuos mutilados y
otras no, de la misma forma de una hembra unas veces nace una hembra y
otras nace un macho. Y es que la hembra es como un macho mutilado, y las
menstruaciones son esperma, aunque no puro, pues no les falta más que una
cosa, el principio del alma. (GA 737a, 25)

16 Metafisica 1058b, 23-24: “Macho y hembra son, a su vez, afecciones propias del animal,
pero no en cuanto a la entidad, sino que radican en la materia y en el cuerpo, y por eso mismo
el esperma llega a ser hembra o macho al ser afectado por cierta afección” (421). El texto más
amplio dedicado a la diferencia sexual abarca desde 1058a, 30 a 1058b, 26 (418-421).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 99

Blas Álvarez de Miraval, en su Conservación de la salud de 1597, recoge el


testigo para afirmar que “la hembra es como varón manco y menoscabado” (fol.
285v), donde decir “menoscabado” es tanto como decir “menos acabado”. Incluso
un científico tan minucioso como el Bernardino Montaña del Libro de la
anathomía del hombre (1551) tendrá que recurrir a este para-lenguaje aristotélico
de la carencia cuando describa la anatomía de la mujer:

Es de notar que la muger es diferente del varón, fundamentalmente en


cuanto el calor de la muger es menos poderoso que el calor del varón, y por
esta razón no pudo naturaleza echar fuera del vientre los miembros de la
generación como el varón, el qual por la fuerza de su calor pudo echarlos
fuera. (fol. 61r)

La relación entre los dos sexos dentro de este paradigma es una relación de
contrariedad y no de contradicción. Cuando Fuentelapeña afirmaba, en el texto
anteriormente citado, que el miembro viril “es el más perfecto y al que aspira”
el sexo femenino, lo que presupone esta afirmación no es una relación privativa
y sistemática entre ambos, sino cierto amago de coexistencia inclusiva: dentro
del mismo modelo de sustancia, el hombre es una mujer, aunque completa, al
menos en la misma exacta medida en que la mujer es un hombre incompleto.
Ambos sexos son momentos de un mismo proceso de desarrollo cuya
consumación se identifica, de hecho, con la masculinidad y con la presencia.
Laqueur lo expresa de esta manera: “Though Aristotle certainly regarded
male and female bodies as specifically adapted to their particular roles, he did
not regard these adaptations as the signs of sexual opposition” (29).17 Así, si
la mujer es un defecto o exceso de materia con respecto a la misma forma, el
acento de una posible diferencia sexual no podía recaer en la oposición forma/
materia, sino en una dicotomía que tratara – por así decirlo – de ordenar y
definir lo contingente: la dicotomía potencia-impotencia. Pues si el nacimiento
de una mujer depende de un déficit contingente de calor, afirmará Aristóteles,
“la hembra es hembra por una cierta impotencia (adynamia tini): por no ser
capaz de cocer esperma a partir del alimento en su último estadio” (GA 728a,
18). Tal “impotencia” o incapacidad se postulaba al final como el verdadero
territorio común del cuerpo femenino y el cuerpo hermafrodita, cuyo carácter
frío y húmedo definía el espacio de una ausencia que al mismo tiempo, y
paradójicamente, contenía lo ausente.
En esta coyuntura teórica, lo que el hermafroditismo significaba para la
lógica de la transición al modo de producción capitalista no era, pues, la

17 De obligada referencia es el repaso que Laqueur hace de las diferentes teorías del sexo
único (25-64).
100 VICTOR PUEYO

ruptura con un régimen de género dicotómico, que en rigor no existía tal y


como lo conocemos ahora, sino, antes bien, el establecimiento de sus condiciones
de posibilidad. La figura del hermafrodita consigue desplegar las contradicciones
inherentes a la lógica “suplementaria” de la teoría aristotélica del sexo único.
Lo hace, como señala Kathleen Long, a través de la mutua contradicción en
que entran la definición de hombre y la definición de mujer:

To some extent, one definition calls the other into question; if a


hermaphrodite is a semimar or semivir, that is, his effeminacy is expressed
only as a lack, then a hermaphrodite containing both male and female
characteristics seems to be a logical impossibility (since feminity is only a
lack of masculinity). The hermaphrodite as half-man and the hermaphrodite
as dual-sexed cannot coexist in the same epistemological system. (52)

En otras palabras: si el afeminado (y todo hermafrodita como medio-mujer


cae bajo este registro de manera automática) es “medio-hombre”, eso significa
que es un hombre incompleto. ¿Pero cómo puede reconciliarse este hecho
con la presencia simultánea de genitales masculinos? ¿No completan estos
y a la vez cancelan el carácter precario de lo femenino? Y si esto es así,
¿cómo decir entonces que hay tal cosa como un elemento femenino en el
hermafrodita, si la única marca distintiva de lo femenino es la ausencia de
genitales masculinos?

De afuera a afuera: hermaphrodités.


Quizá la última paradoja que plantea la gramática de la excepción en el siglo
XVII sea el hecho de que la obsesión por el hermafrodita surgiera, en su
origen, de la necesidad de restaurar el convaleciente orden simbólico estamental
frente a los envites de una incipiente burguesía. El aparato semiótico de la
hidalguía no era tan caro, en efecto, que no se pudiera comprar. En un mundo
en el que la movilidad social dependía fuertemente de la gestión de las
apariencias, el hecho de que las nuevas clases emergentes pudieran camuflarse
entre las viejas oligarquías (vestirse, gastar, gesticular como ellas) constituía
un grave peligro para el status quo, que solo tendría, a la postre, una solución:
hacer el linaje más visible, reflotar la verdad sustancial de la sangre hacia
afuera. Este programa ideológico aflora, como sabemos, en muchos de los
textos que ahora llamamos barrocos. Su objetivo es mostrar cómo esta verdad
se traduce en las apariencias, bien a través de la súbita revelación de un engaño
(e.g., los descosidos en las ropas del pícaro y la manera en que la piel emerge
de entre las costuras para denunciar al falso hidalgo), bien a través de la
erupción de un elemento material que, por así decirlo, se apresta a encarnar
esa verdad sustancial en el dominio de lo visible (en los dramas de capa y
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 101

espada, la sangría que subraya el carácter trágico de la muerte de un personaje


que es – tiene que ser – noble).18
La verdad del sexo no era una excepción. Todas las historias referidas de monjas
nacidas a una nueva genitalidad servían al propósito de restaurar y validar las
apariencias. De esta manera, si la monja hablaba como un hombre, miraba como
un hombre y se comportaba como un hombre, parecía solo cuestión de tiempo
que su masculinidad se abriera paso para constatar que, en efecto, se trataba de
un hombre. La paradoja estriba en que la denuncia de la falsedad de las apariencias
(la falsedad de “lo material”) implicaba en muchos otros textos su corrección en
el ámbito de la materia, produciendo una imagen geminada de lo verdadero y lo
falso, lo completo y lo incompleto, lo precario y lo perfecto. En términos generales,
esta imagen se hace nítida en el tipo literario del honrado campesino e incluso
del falso doppelgänger, el personaje humilde que en la comedia lopesca se revela,
siquiera por un momento y sin perder su aspecto mundano, como un personaje
dotado de inesperadas cualidades regias (véase cap. 1, nota 21). Lo mismo sucede
en el plano de la genitalidad. Un cada vez más amenazado sustancialismo de
extracción estamental vuelca la forma sobre la materia, despliega sobre un cuerpo
literal lo que en su matriz teórica existe como pura latencia (la mujer es un hombre
mutilado; el hombre es una mujer cuya prótesis genital completa y cancela su
imperfección) y el resultado de esta operación es el hermafrodita propiamente
dicho: una entidad que distribuye en un eje horizontal aquellos atributos genitales
que antes permanecían verticalmente dispuestos de acuerdo con la escala rectora
perfección/imperfección. Esta nueva “distribución de lo sensible”, para utilizar
la expresión de Jacques Rancière, establece un plano continuo que permite la
visualización discreta de dos campos de genitalidad y que actúa, en el agonizante
imaginario del imperio español, como conditio sine qua non de su separación en
cuanto “géneros diferenciados”.19
El nuevo reordenamiento de lo sensible que conlleva producir al hermafrodita
explica fenómenos que de otro modo solo podríamos atribuir a la arbitrariedad
de un capricho hermenéutico, como el que refleja la noticia del siguiente suceso
acaecido en Madrid el catorce de mayo de 1688. Esta relación informa del
nacimiento de una criatura monstruosa que “sacó dos naturalezas, de niño y
niña; la de niña, en la parte común, y la de niño en mitad de la frente” (fol. 1).20
La parte común es, por supuesto, la parte en la que comúnmente se suele encontrar
y se encuentra la vagina, pero su presencia no excluye (ni parece hacer redundante)

18 Es la problemática que Juan Carlos Rodríguez asocia a la necesidad de “salvar las


apariencias” (sozein ta fainomena) (Teoría 61-66).
19 Una versión abreviada y transparente del concepto de “distribución de lo sensible” puede
ser encontrada en Rancière (Desacuerdo 12-20).
20 También recogida en la colección de Ettinghausen (sin página).
102 VICTOR PUEYO

el pene que se ubica en el rostro vacío del monstruo; un monstruo que no tiene
nariz ni ojos, aunque la ilustración sugiere, de una manera tremendamente
gráfica, que los testículos sustituyen a los ojos y el pene a la nariz (figura 11).

Figura 11. Hermafrodita nacido en Madrid en 1688.

El pene ya no está en lugar de la vagina: coexiste con ella siquiera de una


manera caótica, como si todavía estuviera buscando su lugar o como si, en
efecto, careciera de él. Los miembros del cuerpo aparecen movidos de lugar,
multiplicados, intercambiados en sus funciones. El monstruo tiene seis dedos
en cada mano “y en una oreja, dos agujeros, por donde resollaba” (fol. 1). Parece
atisbarse, incluso, una segunda cara en el extraño diseño de su torso, donde los
pechos, inusitadamente prominentes, evocan párpados cerrados, el vello pectoral
perfila una nariz y el ombligo se dibuja como una boca que exhala su aliento
durante el sueño. La representación de este prodigio recuerda a otros fenómenos
cripto-anatómicos mucho más memorables o, al menos, mucho más recordados,
como el famoso hermafrodita de Rávena de cuya existencia se hacía eco Mateo
Alemán al comienzo del Guzmán de Alfarache, todavía en 1599:

El año de mil quinientos y doce, en Rávena, poco antes que fuese saqueada,
hubo en Italia crueles guerras, y en esta ciudad nació un monstruo muy extraño,
que puso grandísima admiración. Tenía de la cintura para arriba todo su cuerpo,
cabeza y rostro de criatura humana, pero un cuerno en la frente. Faltábanle los
brazos, y diole naturaleza por ellos en su lugar dos alas de murciélago. Tenía en
el pecho figurado la Y pitagórica, y en el estómago, hacia el vientre, una cruz
bien formada. Era hermafrodito y muy formados los dos naturales sexos. No
tenía más que un muslo y en él una pierna con su pie de milano y las garras de
la misma forma. En el ñudo de la rodilla tenía un ojo solo. (84)21

21 La primera referencia al monstruo de Rávena en España data de 1513. Lo había descrito


Andrés Bernáldez en su Historia de los reyes católicos Don Fernando y Doña Isabel (372-373).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 103

Las inscripciones en el pecho del monstruo (de nuevo, la Y pitagórica secular


y la X que representa la persistencia de la piedad cristiana) señalan a un régimen
de lectura binario que se traduce en la coexistencia de signos corporales y signos
escriturarios, pero la interpretación del monstruo sucumbe, por decirlo de algún
modo, a una constante alegórica por la que cada elemento tiene un lugar exacto
en una narrativa moral que Mateo Alemán se apresura a desglosar:

El cuerno significaba orgullo y ambición; las alas, inconstancia y ligereza;


falta de brazos, falta de buenas obras; el pie de ave de rapiña, robos, usuras
y avaricias; el ojo en la rodilla, afición a las vanidades y cosas mundanas; los
dos sexos, sodomía y bestial bruteza; en todos los cuales vicios abundaba
por entonces toda Italia, por lo cual Dios la castigaba con aquel azote de
guerras y disensiones. (84)

Que el monstruo de Rávena interpreta los intereses expansionistas de la


entente franco-ferraresa como epítome de la Europa protestante, la de los
“robos, usuras y avaricias”, es tan obvio como que este régimen de lectura
alegórica estaba supeditado a la lógica de la realización corporal de la escritura
divina que la Contrarreforma se había impuesto como una tarea prioritaria.
Pero lo que ahora nos importa es la arquitectura imaginaria del monstruo. Su
interés reside precisamente en cierto desfase, cierto carácter obsoleto. Si lo
comparamos con el monstruo de Madrid nacido en 1688 (según la mencionada
relación), es fácil observar cómo este tampoco desborda por completo el cauce
alegórico. Las “atroces y espantosas señales” (fol. 2) que despliegan los miembros
del recién nacido hermafrodita son interpretadas como signos de un pecado
venial cometido por sus padres, Miguel Díez y Antonia Isidra, también naturales
de la villa de Madrid. Se vislumbra al fondo, incluso, la ansiedad desatada por
la nula descendencia de Carlos II, que acabará por dar al traste con la dinastía
de los Habsburgo y que venía provocando, durante aquellos años, todo un
reflujo imaginario del aborto, la infertilidad, los partos múltiples y los
nacimientos monstruosos.22
Esta narrativa que interpreta las señales no se suma en el monstruo de
Madrid, sin embargo, y a diferencia de lo que ocurre con el monstruo de
Rávena, a la descripción de su fisonomía. Las señales simplemente están ahí.
Si funcionan como tales (y su vocación prodigiosa parece innegable), no hay
nada en ellas que parezca orientar una interpretación específica. Su referente

22 Lo que hace la cabeza afecta al resto del cuerpo y las malas lenguas aseguraban que el
Rey usaba de medios dudosos (magia y hechizos) para procurarse descendencia. Véase Reina
Ruíz (98). Vega Ramos ha dedicado un estudio completo a la persistencia de esta lectura alegórica
en España.
104 VICTOR PUEYO

parece haber sido postergado, si no plegado sobre el propio signo. Como


consecuencia, estas señales mudas descubren de golpe en la carne del niño
una anatomía de contornos completamente literales, donde el cuerpo
doblemente sexuado, considerado como monstruo o como anomalía, demanda
ahora desde su particular condición ontológica una coartada de normalización
disociadora, una nueva praxis de regulación. El hermafrodita, en tanto lectura
horizontal de una serie de supuestos destinados a ordenar el mundo
verticalmente, produce un ámbito de indeterminación en cuyo interior la
propia epistemología dominante no puede sino colapsar.23 Hay que notar que
esta segunda especie de hermafrodita que estamos presentando es un efecto
de esta epistemología predominantemente aristotélica (sigue siendo, en este
sentido, un ser humano sin terminar, una potencia o impotencia “pura”), pero
también la causa de su quiebra, el espacio en el que entra en contradicción
consigo misma: el lugar en el que la potencia coincide con su acto. Una
tendencia pujante de la medicina europea al otro lado de los Pirineos era, ya
a principios del siglo XVII, la de negar la similitud entre los genitales
masculinos y femeninos. Así lo hace André du Laurens en su Historia
anatomica humani corporis partes (1605):

Nulla enim cervici cum virili pene, nulla uteri cum scroto intercedit
similitudo: neque testium eadem est structura, figura, magnitudo, neque
spermaticorum vasorum similis distributio infertioque. Non ergo ea ratione
differre marem a foemina existimandum, quod foemina mas sit imperfectu.
(fol.517)24

La posición de Du Laurens tiene seguidores en España, como los médicos


Gaspar Bravo de Sobremonte y Alfonso de Carranza. El primero, en sus
Resolutiones Medicae (1649), se preocupa por la validez del criterio de similitud
para catalogar las partes del cuerpo y acaba negando (siguiendo al propio Du
Laurens y a Johannes Varandeus, entre otros) que las partes del cuerpo puedan
dividirse entre partes similares y partes disímiles: “Membra […] non potest
dividi in partes similares & disimilares” (fol. 93).25

23 Epistemología que, recordemos, arrancaba de la teología escolástica y sus “incrustaciones”


en el derecho canónico medieval. Baldo, máxima autoridad legal del siglo XIV, recurría a la
máxima latina “la causa mayor absorbe a la menor” para explicar el predominio de un sexo sobre
otro en una res mixta o cuerpo doblemente sexuado. Ver Kantorowicz (44).
24 Pues no existe ninguna semejanza entre el cuello del útero y el miembro viril, ninguna
entre el útero y el escroto; ni es la misma la estructura, la forma, el tamaño de las glándulas,
ni semejante la distribución y la colocación de los conductos de fluido. Por lo tanto, no se debe
pensar que el varón se diferencia de la hembra por la razón de que la hembra es un varón
imperfecto.
25 Cito de la tercera edición de 1662. La primera es de 1649 y la segunda de 1654.
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 105

En el momento en el que las partes del cuerpo ya no se puedan catalogar


en base a su similitud, resultará muy complicado defender que los órganos
femeninos son los mismos que los masculinos, solo que aplastados o
incompletos. Antes bien, este nuevo punto de partida parece llevar a la
conclusión de que los órganos masculinos y femeninos son en sí mismos
diferentes y deben ser considerados en su especificidad como tales. Su
simultaneidad ya no impone ningún obstáculo. Ello le permite a Carranza
distinguir, en un capítulo de su Disputatio de vera humani partus naturalis
et legitimi designatione (1628) dedicado a la monstruosidad (“De monstrosis
et prodigiosis partionibus”), entre cuatro tipos de hermafroditas. El primero
es el hermafrodita hombre, que tiene el sexo acabado y operativo (“qui virilem
sexum perfectum & potentem habet”), pero cuya vagina y demás órganos
femeninos, de haberlos, no son aptos para la procreación; el segundo es el
hermafrodita mujer, que tiene vulva y produce flujo menstrual, pero cuyo
pene es impotente y no viene acompañado de testículos y escroto; el tercero
es, naturalmente, el hermafrodita que tiene una “imagen expresa” de ambos
sexos, pero que no puede concebir con ninguno de ellos; y el cuarto – y caso
que ahora debería ocuparnos – es el hermafrodita pleno: aquél que no solo
tiene los órganos de reproducción que corresponden a ambos sexos, sino que
posee también sus respectivas virtudes generativas:

Quarta demun eorum est, qui utroque sexu valent, marisque & feminae
munera potenter obeunt, quod utraque genitalia ómnibus numeris (ad
generationem necessariis) completa & perfecta habent: imo & mammam
dextram mari, sinistram feminae similem. (fol.600)26

El propio Martín del Río confiesa haber llegado a las mismas conclusiones
que De Laurens antes de incluso de haberlo leído: “Aunque esto lo escribí
hace muchos años, ha sido en éste de 1606 cuando he dado con la Historia
anatómica de Andrés de Lorenzo, una obra muy cuidada, comprobando para
mi gran satisfacción que la opinión de tan doctísimo médico coincide con la
mía” (395). No era, sin duda, solo un asunto de fuentes, sino algo que afectaba
a la producción de un nuevo itinerario de lo sensible. Por supuesto, la vieja
problemática de la similitud y los “cambios de sexo” persevera; un rápido
vistazo a cualquiera de los textos citados bastaría para constatar que la medicina

26 Finalmente el cuarto tipo es el de los que tienen capacidad en los dos sexos, los que
responden con posibilidad a los deberes del varón y de la hembra, porque tienen ambos aparatos
reproductivos completos y acabados en su cantidad mínima (la necesaria para la reproducción);
y es más, la mama derecha es semejante al varón y la izquierda a la hembra. Por supuesto, esta
cuádruple clasificación ya estaba en Ambroise Paré (37-38), en Gaspar Bauhin (fols. 34-35) y
volverá a aparecer en la Monstrorum historia de Aldrovandi (fol. 41).
106 VICTOR PUEYO

española de principios del XVII distaba mucho de haber superado el


aristotelismo/galenismo teórico del que, en realidad, nunca había dejado de
proceder. Ahora, sin embargo, se ve obligado a convivir con un nuevo tipo
de hermafrodita: aquel que opone a la dicotomía incompleto/completo una
versión doblemente conclusa de sí mismo, distinguiéndose no como una
anomalía con respecto a la lógica de la actualización, sino como un fenómeno
“lógico” dentro de su condición anómala, dentro de su propia monstruosidad.
Si la similitudo (ese aire de familia) justificaba la concepción del hermafrodita
como naturaleza diferida de acuerdo a un supuesto monosexual, su deposición
permitía afirmar que la coexistencia de los genitales no funcionaba según una
ley teleológica, sino que era el resultado de un capricho de la naturaleza que
exigía ser catalogado como monstruo, examinado en su especificidad,
considerado en su organización sintagmática.27
La diferencia con respecto al anterior paradigma (con el que no dejará de
coexistir durante mucho tiempo) es obvia: donde antes el hermafroditismo se
confundía con la condición femenina, ahora tiende a postularse como una
propiedad inmanente al hermafrodita. Son los hermafroditas, según Du
Laurens, los que cambian de sexo en tanto hermafroditas, punto de partida,
potencia devenida acto y no resultado de una serie de latencias establecidas
por la prognosis, decididas de antemano por un deber ser constitutivo. La
palabra que Du Laurens trata de desterrar es la palabra ‘imbecilidad’
(‘imbecilitas’) en su sentido etimológico de carencia (en este caso, carencia
de calor) o debilidad (fols. 516-517). La causa del hermafroditismo no es la
imbecilidad de lo femenino, sino esa doble presencia que impone – causa sui
– lo abigarrado de su forma. Rebecca Wilkin lo expone en estos términos:
“from the beginning, he argues, these individuals, present a mix of incompatible
features; they are hermaphrodites” (137).

27 Ante la eclosión de este hermafrodita desplegado, médicos y juristas tendrían que elegir
entre dos opciones: a) negar la existencia de aquellos especímenes de los que ofrecen pruebas,
reales o fingidas, las relaciones de sucesos, autopsias y veredictos de otros colegas, como hace el
francés Jean Riolan en su influyente Discourse sur les hermafrodits (1614); b) catalogarlo como
monstruo, maravilla o curiosidad, opción escogida por la mayoría de los autores españoles, pero
también por aquellos que escriben fuera del ámbito hispanohablante (Gaspar Bauhin, Ulisse
Aldrovandi, etc.), como el título del tratado de Riolan (escrito “contre l’opinion commune”) se
esfuerza en constatar. Son de esta opinión común Alfonso Carranza o Pedro García Carrero, médico
personal de Felipe II, que deja muy claro este punto en la Disputatio 73 de sus tempranas (y muy
voluminosas) Disputationes medicae super libros galeni de 1605 (fol. 1179 y siguientes). El más
temprano exponente de la doctrina anti-galénica del “monstruo” hermafrodita podría ser otro
médico de la corte de Felipe II, Luis de Mercado, en su De Mulierum Affectionibus (1579). Cobra
relevancia aquí la distinción de Park y Daston entre una “literatura de prodigios”, difundida más
o menos hasta 1570 con un propósito moral, y una “literatura de maravillas” de extracción secular
destinada al entretenimiento, que comenzaría a circular a partir de 1550. Esta literatura de maravillas
sería la que considerara al monstruo como objeto praeter naturam (“Unnatural” 36-37).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 107

Desde el principio, también, Estebanía se presenta como una mezcla de


Esteban y Estefanía en una fascinante y temprana relación de sucesos
española, transcrita por Carmelo Viñas y Ramón Mey. Nacido/nacida en la
villa de Valdaracete (Madrid), llama muy pronto la atención de sus paisanos
por correr, bregar y tirar la barra como un hombre a pesar de su aspecto
netamente femenino. Así, es trasladada a Granada para someterse a un
examen ginecológico y las matronas y parteras que la examinan dictaminan
que Estebanía es hermafrodita. El narrador no renuncia a mantener el tono
ambiguo, tenso, con que ha comenzado su relación: si al principio se refería
a Estebanía en femenino, ahora nos recuerda que Esteban era “hombre de
mediana estatura, claro de gesto, sin barba e recio de miembros” (Viñas y
Mey 631). 28 Sus gestas, no menos que sus gestos o que su apostura,
sorprenderán en adelante a propios y extraños. El narrador ensalza en
repetidas ocasiones el hábil manejo del estoque que granjeará a Esteban,
alias Estebanía, la admiración de los súbditos de Carlos V como reputado
maestro de esgrima. Es, tal vez, un recuerdo del solapamiento de ambos
modelos de hermafrodita, el diferido y el diferente, el trascendido y el
inmanente, en un solo relato: como en la relación de María Muñoz o en la
de María la Bailaora (ver nota 11), la espada prorrumpe como falo, completando
un cuerpo de otra manera desintegrado en lo simbólico, dotándolo de
verticalidad. Pero el relato mismo nunca abandona, a pesar de ello, ese plano
contiguo de la suma: “Y lo que más fue notable de esta mujer hombre fue
que en el tiempo de su muerte, llevándola a enterrar siendo viuda su madre
e su mujer, en su entierro la una lloraba diciendo ¡ay hija!, e la otra decía
¡ay marido mío!” (Viñas y Mey 631).29
El caso ya referido de Magdalena Ventura, en lo que tiene de celebración
de lo yuxtapuesto, de explosión sintagmática de contrarios, es un caso tal
vez demasiado obvio, pero no por ello menos reseñable. Habría que preguntarse
hasta qué punto el gesto impenetrable de Magdalena Ventura no resalta otra
vez la existencia de una costra, la costra de carne que envuelve a la giganta
Eugenia o el caparazón de Juan de Acosta, el “niño molusco” de 1688 al que
nos referíamos en el capítulo anterior. Recuérdese que el hermafrodita de la
relación madrileña publicada ese mismo año carecía de rostro – de ojos y de
nariz – y permanecía recubierto en su lugar de una gruesa capa de carne que
obstruía los orificios de entrada y de salida, que cancelaba la diferencia entre
el adentro y el afuera. Esta costra es la mayor garantía de horizontalidad que

28 María de Zayas, quizá inspirándose en este caso, recoge la alternancia Esteban/Estefanía


en una de las novellas (“Amar sólo por vencer”) de sus Novelas ejemplares y amorosas. Ver
Vollendorf (62-64), Velasco (Lesbians 153-161) y Gossy (19-28).
29 Debo el conocimiento de esta relación al citado artículo de Mercedes Galán (107).
108 VICTOR PUEYO

Figura 12. José Ribera: Magdalena Ventura con su marido (1631)

el imaginario contrarreformista de la restauración de las apariencias es capaz


de proveer. Su diseño, al igual que el diseño de la casa de Solier, es el diseño
de la mónada de Leibniz. Como recuerda Gilles Deleuze: “Las mónadas no
tienen ventanas por las que algo pueda entrar o salir de ellas, no tienen
agujeros ni puertas” (41). Para Deleuze, el adentro y el afuera están volcados
sobre la superficie de la mónada como si fuera la superficie de un lienzo. Si
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 109

la función representativa del cuadro “renacentista” motiva la profusión de


ventanas, de escotillas, de aperturas de un tema hacia su afuera, el cuadro
“barroco” – según Deleuze – resuelve esta diferencia en un pliegue que se
reproduce dentro del cuadro mismo en formas variadas (los pliegues de los
vestidos y de la piel, las ondulaciones y rizos de telones, cortinas y tapices
al fondo del lienzo, etc.). Deleuze recuerda la obra del Tintoretto o el Entierro
del conde de Orgaz de El Greco, donde la escena del mundo supra-terreno
y la escena terrena del sepelio están divididas por una línea horizontal sobre
la que ambas parecen destinadas a plegarse, pero que actúa al mismo tiempo
como el eje que posibilita su separación en dos planos.30 Mientras que el
imaginario platónico refleja otra cosa distinta del cuadro, el cuadro
estrictamente organicista se centra en la representación de su propia superficie,
una superficie, como diría Deleuze, “tabulada”. Desde el punto de vista de
la arquitectura, sucede lo mismo: el adentro del edificio incluye una
representación del afuera en los cielos pintados en trompe-l’oeil sobre sus
bóvedas, al mismo tiempo que la fachada presenta agujeros, entradas y salidas
que deben entenderse no como accesos al interior, sino como elementos
suntuarios que realzan su “ser fachada” mismo.
¿Podemos seguir aquí a Deleuze (y a Leibniz) en su descripción del Barroco
como mónada? ¿Puede su caracterización del pliegue despejar la doble
incógnita genital que plantea la ecuación hermafrodita en el siglo XVII? El
problema que nos encontraríamos al intentarlo reside en el efecto de
achatamiento que esta caracterización produce sobre el concepto mismo de
“lo barroco”, igualando causas y efectos, resortes y movimientos, normas y
excepciones. La noción de pliegue tiende, de hecho, a replegar dos tipos de
gestos que no son en absoluto reversibles, ni mucho menos equivalentes: la
contracción y el despliegue. Ambos gestos constituyen fases distintas de un
mismo proceso histórico. El primero de ellos opera según la pareja contraer/
dilatar y sigue anclado en una teleología de la trascendencia. Lo que emerge
precisa todavía agujeros, conductos por los que la sustancia fluye y se revela,
incluso una trastienda o cámara oscura donde pueda cocinarse el revelado.
Es propiamente la metáfora deleuziana de la “casa barroca” con dos pisos
(el alma y el cuerpo, el mundo de los sentidos y el ático del espíritu), la lógica
del escalonamiento en la pintura alegórica del siglo XVII, ya sea de tema
religioso o de tema mitológico. El modelo de hermafrodita que corresponde

30 Deleuze también podría haber recordado, en el ámbito hispánico, El nacimiento de la


Virgen (1660), el Sueño patricio (1665) o El Martirio de San Andrés (1675) de Murillo, la Apoteosis
de Santo Tomás de Aquino de Zurbarán (1631), El árbol de la vida de Ignacio de Ries (1653) o
el propio anónimo novohispano Traslado de las monjas dominicas a su nuevo convento de
Valladolid ya en 1738, por mencionar algunos casos notables.
110 VICTOR PUEYO

al movimiento de contracción/dilatación es el que venía dado por la particular


anatomía de Magdalena Muñoz. El sexo de Magdalena Muñoz (ese pequeño
orificio almendrado por el que se despereza su masculinidad) no es tanto un
conducto que comunica la sexualidad privada con la esfera pública como el
registro de un aplastamiento – la inscripción de signos sobre una tabla – que
aspira al relieve.
Este momento no debe confundirse con la cristalización (también barroca,
en esos términos) de la potencia y su disposición contigua con respecto al
acto que impone el despliegue. El despliegue es un evento que tenderá a ganar
mayor notoriedad a principios de este siglo XVII, a medida que el legado
imaginario de la Contrarreforma comience a prestarse a una lectura mecanicista/
naturalista del cuerpo. Si la agenda tridentina exige, en el terreno simbólico,
que todo adquiera su volumen dentro de ese cuerpo orgánico estamental (el
culto en el icono, la verdad en el vestido, la fe en las obras, el pecado en el
castigo de la carne), no pasará mucho tiempo antes de que este cuerpo resultante
pueda examinarse en su corporalidad, como un engranaje o como un aparato
cuyas partes están interrelacionadas. La medicina juega un papel fundamental
en este proceso. De ahí la abundancia de tratados médicos que tienen que ver
con las partes del cuerpo desde principios de siglo, donde el interés por las
partes ya no reside en su capacidad de representar el todo inherente a cada
una de ellas, sino en su autonomía como tales. Esta lectura precisa modelos
que puedan dar cuenta de todos los casos anatómicos posibles. El hermafrodita
“desplegado” es, en cuanto a la anatomía genital, su paradigma, la excepción
funcionando como norma que aglutina todas las posibilidades (incluida ella
misma). Lo que el cuerpo del hermafrodita desplegado muestra es la coexistencia
de dos genitalidades en un mismo escenario. En este cuerpo, por ejemplo el
cuerpo de Magdalena Ventura, las líneas del pliegue resultan invisibles (figura
12). Son en este sentido la marca misma de su irreversibilidad. El pecho no
está escondido debajo de la ropa: ya ha aflorado y se presenta en toda su
arrogante complicidad con la barba. El pecho mismo es un pecho peludo,
hirsuto, al tiempo que la barba resulta feminizada por la proximidad metonímica
del seno lactario. Es el mutuo contagio entre las partes lo que hace imposible
su repliegue, marcando un punto de no retorno. Casi en la misma medida, la
presencia de Magdalena feminiza por contacto (como si formara una sola
entidad con él) a su marido, que completa y refuerza la distribución horizontal
de la composición pictórica.
En otro óleo de Ribera, el que representa el éxtasis de Santa María Egipcíaca,
el cuerpo de la mujer, masculinizado por los estragos de una insaciable
penitencia, presenta una cabeza dividida entre la luz y la sombra, pero también
entre la larga cabellera negra por un lado y el pelo corto y gris por el otro,
sumada a la ambigua complexión de sus rasgos faciales, finos, femeninos y,
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 111

al mismo tiempo, descaradamente viriles (figura 13).31 Donde a un barroco


de la ausencia le correspondía la sustitución metafórica y la reposición del
significante elidido, al barroco de la presencia le concierne la metonimia, esa
concatenación de lo contiguo que, si bien no consigue dar al traste con la
hegemonía de la semejanza, sí establece un punto intermedio en que la
semejanza aparece sometida al régimen de lo que se puede enumerar .

Figura 13. José Ribera. Santa María Egipcíaca en éxtasis (c.1640)

31 Sobre las transformaciones de Santa María Egipcíaca (y particularmente sobre la conflación


de lo sagrado y lo secular) consúltese la tesis doctoral inédita de Velázquez. Debo el conocimiento
de este óleo a una conferencia que la autora dictó en Temple University el 18 de abril de 2013
(“Neither Venus nor Venerable Transvestite: The Inconsumable Beauty of Ribera’s Saint Mary
of Egypt”).
112 VICTOR PUEYO

Lo mismo sucede con la escritura. Es muy importante notar que la escritura


no ha desaparecido: el cuerpo del hermafrodita de Ribera todavía no es un
cuerpo literal (el cuerpo de un sujeto) en la medida en que sigue sujeto a
cláusulas, a elementos deícticos que nunca dejan de sugerir la huella de un
emblema latente. Sin embargo, hay una diferencia con respecto a sus antecesores.
La escritura formaba una parte esencial del hermafrodita plegado en dos
tiempos; imprimía significantes sobre su cuerpo (la cruz en el pecho del
hermafrodita de Rávena o de Juan de Acosta) que permitían recuperar y
restablecer el sentido providencial del pliegue. En el retrato de Magdalena
Ventura, como ya sucediera en el de Antonietta González (véase cap. 2, figura
3), esta escritura ha sido arrumbada a una esquina, relegada a una posición
puramente testimonial que no encuentra su intersección con el cuerpo del
hermafrodita. Solo, acaso, lo traduce a sí mismo. En esa esquina inferior
derecha del retrato, se encuentran, en efecto, las tablas que describen el
fenómeno como un “milagro de la naturaleza” (“naturae miraculum”) y que
aportan todos los datos biográficos necesarios para su contextualización: que
Magdalena tenía cincuenta y dos años, pero la barba no había empezado a
crecerle hasta que no cumplió los treinta y siete; que estaba casada; que era
la madre de tres hijos y que el retrato fue pintado por la mano de José de
Ribera (“Hosephus de Ribera”) en 1631, entre otros varios detalles biográficos
(figura 4). La escritura, en este como en otros ejemplos, ha sufrido un
desplazamiento en sus funciones. De eje constitutivo y cifra de los cuerpos
pasa a erigirse en el comentario que los explica – que, literalmente, los despliega
– y los completa como prodigios.
No sorprende que estas dos posibles disposiciones de la “forma hermafrodita”
confluyan, en la problemática planteada por Le pli, bajo la misma categoría
del pliegue. La insistencia de Deleuze en destacar la asimetría (la disposición
escalonada de lo diferente) como “rasgo” constitutivo de aquello que se pliega
obedece a la primacía que Deleuze otorga a la diferencia como principio
rector del pliegue. Por esta razón, Deleuze afirma: “lo que hará posible la
armonía es, en primer lugar, la distinción de dos pisos, en la medida en que
resuelve la tensión o distribuye la escisión” (43). No en balde, esa “distinción”
está regulando ya a priori la distribución de lo plegado, a través de lo que
Deleuze llama, a continuación, un “régimen diferente”: “el mundo con dos
pisos solamente, separados por el pliegue que actúa de los dos lados según
un régimen diferente, es la aportación barroca por excelencia. Expresa, ya
lo veremos, la transformación del cosmos en mundus” (44). El mundo, la
historia, su grosera y necesaria materialidad están ahí en el texto de Deleuze.
Pero al final del camino, y sea lo que sea lo que pliega los cuerpos y las cosas
en el Barroco, Deleuze recurre a Heidegger para explicar este pliegue no
como una contradicción surgida de la materialidad de procesos históricos
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 113

específicos, sino como la actualización de esta Diferencia que precedía al y


producía el pliegue:

La escisión del interior y del exterior remite, pues, a la distinción de los dos
pisos, pero ésta remite al Pliegue que se actualiza en los pliegues íntimos
que el alma encierra en el piso de arriba, y que se efectúa en los repliegues
que la materia hace nacer los unos de los otros, siempre en el exterior, en el
piso de abajo. Así pues, el pliegue ideal es el Zwiefalt, pliegue que diferencia
y se diferencia. Cuando Heidegger invoca el Zwiefalt como diferenciante
de la diferencia, quiere decir ante todo que la diferenciación no remite a un
indiferenciado previo, sino a una Diferencia que no cesa de desplegarse y
replegarse en cada uno de los dos lados, y que no despliega uno sin replegar
el otro, en una coextensividad del desvelamiento y del velamiento del Ser,
de la presencia y de la retirada del ente. (44-45)

Deleuze ontologiza la diferencia: antes de cualquier cosa solo hay diferencia;


antes de la diferencia, no hay nada. El pliegue sería en el siglo XVII la “expresión”
barroca de esa diferencia primitiva y líquida que precede a la identidad, con
respecto a la cual la identidad, regida por oposiciones, es una forma
“territorializada” de diferencia. De este modo, lo que el origami ontológico de
Deleuze supone es una defensa de lo plegado como continuo frente a lo
discontinuo como secuencia que ya incluye una oposición entre el lleno y el
vacío. El pliegue sería esa especie de tropo que en el Barroco expresa la dinámica
de producción de diferencia por repetición y no por oposición. Deleuze, sin
duda atento a posibles cargos de idealismo, se aleja de otros géneros de causalidad
expresiva (como la hegeliana, donde cada época es la expresión o encarnación
parcial de un Espíritu) e imagina la relación entre los segmentos del pliegue
como una relación de expresividades o “interexpresividad”:

La mónada es el libro o el gabinete de lectura. Lo visible y lo legible, lo


exterior y lo interior, la fachada y la cámara, no son, sin embargo, dos
mundos, pues lo visible tiene su lectura (como el diario en Mallarmé), y lo
legible tiene su teatro (su teatro de lectura en Leibniz como en Mallarmé).
Las combinaciones de visible y de legible constituyen los “emblemas” o las
alegorías tan del gusto barroco. Siempre nos vemos remitidos a un nuevo
tipo de correspondencia o de expresión mutua, “interexpresión”, pliegue
según pliegue. (46)

Al identificar de esta manera el pliegue con la diferencia en tanto “correspondencia


mutua” o “interexpresión” de lo legible y lo visible, Deleuze deja de explicar, sin
embargo, el despliegue como momento barroco (más allá del emblema) en que
lo legible se ha disuelto en lo visible, en el que ambos comparten ese espacio
114 VICTOR PUEYO

común que los hace indisociables. Hay, en este sentido, una política de lo que se
resiste a ser doblado en el hermafrodita, una imagen de lo igualitario que tampoco
puede producir identidad, porque los miembros que componen su confusa simetría
no están separados por ninguna línea de puntos.
En la noción del pliegue, por el contrario, parece quedar clausurada la
diferencia entre el momento político (la violencia que fuerza un nuevo reparto
de lo sensible) y el cierre policial (la estructura de lo sensible tal y como existe).32
El primero implica la coexistencia, siquiera precaria, de dos sexos en un mismo
cuerpo; el segundo implica la dependencia o de uno de ellos con respecto al
otro y viceversa. El pliegue, por así decirlo, también los convierte en una
expresión mutua, clausurando su diferencia en un cul-de-sac ideológico que se
sustenta sobre la conflación de dos regímenes de visibilidad dentro del llamado
Barroco. Ambos son modelos de cuerpos plegados, pero aquello que se pliega
(y que se plegará) en ellos no es lo mismo. Lo que trataré de mostrar no es, de
este modo, cómo el nacimiento del género se produjo en virtud de la
universalización o reparto simétrico de una cuota de diferencia, sino más bien
cómo la diferencia – y en este caso la diferencia de género – surgió de la
normalización y disgregación de un escenario de igualdad, de la incorporación
y ordenamiento de una excepción política configurada bajo un régimen de
simetría. Esta excepción es el hermafrodita.

Legalidad y anomia hermafrodita. Notas sobre el nacimiento del género


sexual.
El hermafrodita y la ley/el hermafrodita como ley.
El estatuto de excepcionalidad que atesora el hermafrodita puede constatarse
en su particular situación con respecto a la ley. El hermafrodita que nos ocupa
ahora (el que preocupa a todos estos autores) es aquel que no puede aspirar al
reconocimiento público como hermafrodita, pero que tampoco puede ser
castigado en cuanto tal. La función de prodigio, ostento, portento o agüero que
justificaba su castigo – su capacidad deíctica – se había debilitado de manera
notable y, sin embargo, no lo suficiente como para permitir que el hombre-mujer
que emergía de su agotamiento adquiriera carta de naturaleza. El resultado es
una condición singular. Desde el punto de vista jurídico, el monstruo de principios
de siglo es una criatura marcada por la impronta de un doble rechazo: carece
de un lugar específico en el censo de la civitas dei, pero tampoco puede reclamar
su ciudadanía en el reino de los hombres. Se incrusta, por tanto, en un doble
eje de exclusión, exclusión del ius divinum y exclusión del ius humanum, del

32 Ver Rancière (Desacuerdo 13-60).


LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 115

primado ideológico de la lectura y del primado ideológico de lo visible: de la


palabra escrita y de la imagen. Naturalmente, esta condición de doble exterioridad
es al mismo tiempo una doble inscripción en la ideología y una doble sujeción
a la ley, fuera de la cual el hermafrodita, como constructo imaginario, no puede
existir ni existirá en la práctica. Queda muy lejos de mi intención, en este
sentido, restar importancia a la severidad del castigo (divino y humano, civil e
inquisitorial) que confronta el hermafrodita en el siglo XVII, mucho menos
relativizar la obvia marginación a la que se ve sometido, especialmente cuando
su figura jurídica se solapa, como frecuentemente sucede, con la del “sodomita”
u homosexual.33 Tampoco quiero menoscabar su dependencia del orden de la
escritura divina. En efecto, en múltiples ocasiones el cuerpo andrógino se
presenta como un error gramatical con respecto a la norma del lenguaje, que
se corrige atribuyéndole un valor de presagio. El modelo de esta concepción
del hermafrodita puede remontarse al testimonio de Tito Livio, que en el libro
treinta y uno de su Ab urbe condita (Historia de Roma desde su fundación)
refiere el siguiente suceso:

También se informó de numerosos nacimientos monstruosos de animales


entre los sabinos: nació un niño que no se sabía si era hombre o mujer; se
descubrió otro caso similar, donde el muchacho tenía ya dieciséis años; en
Frosinone, nació un cordero con cabeza como de cerdo; en Sinuesa, apareció
un cerdo con cabeza humana y en las tierras públicas de la Lucania, apareció
un potro con cinco patas. Todo esto se consideró como productos horribles y
monstruosos de una naturaleza que viciaba las especies; los hermafroditas
fueron considerados como presagios especialmente maléficos y se ordenó
que se les arrojara de inmediato al mar. (112)

El castigo al se sometía al hermafrodita es, aquí, correlativo a su interioridad


con respecto a un ius divinum a partir de cuya vigencia se define como excepción;
lo que tiene una doble lectura, porque si el hermafrodita se define de acuerdo
a la ley, también la ley se funda en la proscripción de sus excepciones. Esta
sanción del hermafrodita en cuanto multa o castigo actuaba como sanción en
su sentido propio de afirmar o confirmar la posición de un individuo con respecto
a la ley, en este caso a la ley sexual. El sacrificio del hermafrodita se producía,
de hecho, en virtud de su capacidad de alterar como “falso paradigma” el destino
de una comunidad, suscitando una cadena de errores (deformaciones físicas,
terremotos, sequías, etc.) que resultaban de la violación del logos que su irrupción

33 Se trata de la a mi juicio acertada crítica que Ruth Gilbert hace del planteamiento de
Foucault, crítica que en última instancia debería cuestionar – como en efecto lo hace, aunque de
una manera muy tímida – la dicotomía ars erotica/scientia sexualis introducida en Historia de
la sexualidad (140).
116 VICTOR PUEYO

misma suponía. Su eliminación solo podía tener, de este modo, un sentido


purificador. En su estudio clásico, Marie Delcourt documenta un buen número
de ejemplos en los que el hermafrodita es desterrado, ahogado, sacrificado o
abandonado a su suerte: “Diodorus of Sicily tells how at the beginning of the
Civil War, about 90 B.C., a woman in the neighborhood of Rome became a man;
the husband laid her case before the Senate, and on the advice of the haruspices
the woman was burnt alive” (45).
El hermafrodita tiene desde muy temprano este carácter público y civilizador
que lo convierte en un elemento punible y al mismo tiempo necesario, incluso
se diría que, en cuanto tal, necesariamente punible. Difícil es no mencionar
aquí, por lo que atañe a lo discutido en el capítulo anterior, el particular estatuto
compartido entre el hermafrodita y el indígena del Nuevo Mundo (dentro y
fuera de la ley, fundador de la ley y excepción con respecto a ella). Este estatuto
compartido motiva el repentino hallazgo de hermafroditas americanos cuyo
mejor epítome bien podría ser el gigante hermafrodita encontrado en las costas
de Brasil al que Aldrovandi se refiere como “monstrum hermaphroditicum
pedibus aquilinum” o “monstruo hermafrodita con pies de águila” (fol. 572).34
En su ilustración (figura 14), la bestialización del indígena conlleva una
dislocación de su aparato genital. Mitad animal y mitad humano, el monstruo
refrenda una persistente analogía entre la fusión de dos mundos y la (con)fusión
de dos sexos, de la que resulta otra versión de ese hermafrodita puro o desplegado.
Sus senos femeninos y su miembro viril aleatoriamente dispuestos no consiguen
ocultar cierta precaria jerarquía: el pene se sitúa debajo del ombligo (en la parte
humana) y la vagina, apenas una hendidura, debajo del pene (en la parte animal).
Pero, de manera mucho más crucial por lo que toca a su relación con la ley, la
maravilla del mar de Aldrovandi es una imagen muerta, una imagen de la
muerte. Es capturado en el tiempo también liminal de su agonía, con los ojos
cerrados, la lengua afuera y los brazos en alto, señalado por dos flechas – dos
flechas y dos “naturas” – que atraviesan su torso. Como en el caso del hermafrodita
que se sitúa en el instante de la fundación de la ley sexual, su mera existencia
animalizada (cordero con cabeza de cerdo, cerdo con cabeza humana, potro
con cinco patas) es una existencia para ser sacrificada.
El sacrificio del hermafrodita había seguido siendo, no en balde, una práctica
consuetudinaria. A pesar de que el derecho romano ya prohibía su exterminio
en la era cristiana, la legalidad feudal lo resucita durante la Edad Media, en la

34 También en la América imaginaria de Miguel Rojas-Mix (103). La fascinación que ejerce


lo hermafrodita sobre el imaginario novomundista europeo no es baladí y merecería un capítulo
aparte, que fuera desde Bartolomé de las Casas y su descripción de la bisexualidad entre los
mexicas hasta la existencia de divinidades precolombinas como Chuqui Chinchay, pasando por
las crónicas de Gonzalo Fernández de Oviedo o por los hermafroditas de la Florida imaginados
por Cornelius de Pauw.
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 117

que existe robusta evidencia de este castigo sancionador.35 Es, por supuesto,
imposible fijar una cronología donde lo que predomina es un desfase sistémico,
pero sabemos que hasta aproximadamente mediados-finales del siglo XVI
todavía se contemplaba el sacrificio como respuesta a ese crimen consistente
en ser hermafrodita. El propio Foucault refiere el tardío proceso (1599) a Antide
Collas, hermafrodita condenado a la hoguera en la localidad francesa de Dôle:

Tras visitarlo, los médicos concluyeron que, en efecto, ese individuo poseía
los dos sexos, pero que sólo podía poseerlos porque había tenido relaciones
sexuales con Satán y a raíz de ellas había sumado un segundo sexo al
primitivo. Sometido al tormento, el hermafrodita confesó efectivamente
haber tenido relaciones con Satán y fue quemado vivo. (Anormales 73)

Podría argüirse, a la luz de este ejemplo, que el hermafrodita Antide Collas


había sido castigado por pactar con el diablo y no por “ser” hermafrodita, pero
lo que trato de aclarar aquí es precisamente la inexistencia de una división
tajante entre el orden de lo visible y el orden de la lectura, entre el cuerpo literal
y ese significado trascendente que se le asigna y que súbitamente se postula
como su origen. No habría, de hecho, un “ser” hermafrodita sin esa infracción
previa de la ley divina que conlleva una deformación fisiológica, una alteración
de su constitución humana. La carga de significado que cataloga esta fisiología
como culpable no es, de este modo, un elemento excesivo que se superpone
sobre el cuerpo: es el principio mismo del cuerpo doble en un modelo anatómico
vertical cuya jerarquía se lee de arriba a abajo y de abajo a arriba, del cielo al
cuerpo y del cuerpo al cielo.
En estas coordenadas verticales seguirá moviéndose gran parte de la literatura
sobre el hermafroditismo en el siglo XVII, como parece reconocer el citado
hermafrodita de Covarrubias (“como a monstro horrendo y raro / Me tienen
por siniestro y mal agüero”) o como lo confirma, muchos años después, el
nacimiento del hijo de Miguel Díez y Antonia Isidra, también portador de
anuncios ominosos y emblema de un pecado impronunciable. La supervivencia
de este contenido moral o trascendente asignado al cuerpo hermafrodita registrará
en España si cabe con mayor intensidad, en base a las inercias ideológicas de
una sociedad neo-estamental que funciona “de memoria”. Contribuiría a ello,

35 A través, por supuesto, de su categorización como sodomita. El Fuero Juzgo todavía


mantenía la pena de castración por comisión del llamado pecado nefando y el Fuero Real de
1255 exigía que los condenados fueran colgados de las piernas hasta desangrarse tras haber
sufrido dicha amputación genital. Las Siete Partidas añadían la lapidación al catálogo de
tormentos reservados a sodomitas y “horadados” en general, aunque la hoguera seguía siendo
el medio de ejecución más frecuente. Ver Soyer 29-30. Sobre la cuestión del lesbianismo, véase
Velasco (Lesbians).
118 VICTOR PUEYO

Figura 14. Aldrovandi: “Hermaphroditicum pedibus aquilinum.”


Monstruorum Historia (1642).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 119

en la práctica, el hecho de que el hermafrodita cayera en la misma categoría


penal que el imputado por sodomía, a pesar de que en el caso del primero el
“delito” fuera virtualmente inseparable de su cuerpo (¿de qué manera podía
una relación sexual hermafrodita dejar de ser, en algún punto, una relación
homosexual?). La legislación contra el delito de sodomía apenas se había relajado
en los dos siglos ulteriores. En un decreto real emitido el veintidós de agosto
de 1497, los Reyes Católicos habían sustituido la lapidación por la hoguera y
habían ampliado la jurisdicción de la Iglesia en los procesos a presuntos
sodomitas. Un informe del papa Clemente VII fechado en 1524 reforzaría la
intromisión de los tribunales inquisitoriales en Aragón, mientras que la llegada
al trono de Felipe II terminaría por sentar las bases de una legislación
especialmente laxa y al mismo tiempo brutal en Castilla, donde la sodomía
seguía sujeta a la autoridad secular. Los decretos de 1592 reducían a uno el
número de testigos necesarios para incriminar a un sodomita, al tiempo que la
hoguera se imponía como método de sumaria ejecución en toda la península.
Queda constancia documental de numerosos holocaustos auspiciados por los
aparatos del estado durante aquellas décadas, de los que los hermafroditas
difícilmente podrían haber quedado exentos. Quince hombres fueron ejecutados
en Sevilla en 1588 y otros doce los acompañarían en las hogueras de Zaragoza
(1572) y Valencia (1625), según los datos recogidos en el trabajo de Monter
(287-290). La realidad penal, como la otra, no había cambiado tanto en la España
del XVII ni cambiaría en las décadas subsiguientes.36
Esto no significa, sin embargo, que en el transcurso del siglo no hubiera
progresado una tendencia que había surgido mucho antes de lo que el propio
Foucault supuso hace años, cuando localizaba su eclosión “en todo caso a partir
del siglo XVII” (Anormales 73). Se trata de la tendencia a eximir al hermafrodita
de un castigo vinculado a su naturaleza, de apartarlo o de suprimir su existencia
por el mero hecho de ser hermafrodita. En su lugar, se impone una norma penal
por la cual solo es susceptible de castigo la desviación con respecto al papel
(masculino o femenino) por el que el hermafrodita había sido obligado a
decantarse una vez confirmado que su cuerpo podía catalogarse como neutro.
Esta norma implica una separación parcial del diagnóstico médico y del proceso
judicial. Lo que se penaliza ahora no es, técnicamente, la comisión del acto
sodomita, sino el perjurio de acuerdo con el juramento de no cometerlo. El
ejemplo que mejor atestigua esta separación es el que recoge Antonio de
Torquemada en su Jardín de flores curiosas, cuya primera edición salmantina
es de 1570, aunque probablemente llevaba terminado desde 1568. Torquemada,

36 Sobre la represión de la homosexualidad en los siglos XVI y XVII remito al lector a los
trabajos de Carrasco, Bennassar, Kamen, Monter y Pérez Escohotado. Ver también especialmente
Velasco (Male Delivery 112-119) y Soyer (17-50).
120 VICTOR PUEYO

que admite la existencia de seres de “dos naturas”, relata el caso de un hermafrodita


burgalés que presentaba un equilibrio aparente y casi inédito entre ambas:

Y así, a lo que he oído, en Burgos dieron a escoger a una que usase de la


natura que quisiese y no de la otra, so pena de muerte; y ella escogió la
de mujer. Y después se averiguó usar secretamente la de hombre y hacer
grandes maleficios debajo de esta cautela, y fue quemada por ello. (635-636)

A continuación, Torquemada (quien, por si fuera necesario aclararlo, no tiene


ninguna filiación directa con el famoso inquisidor) relata un caso similar acaecido
en Sevilla, en el que la interesada también eligió el sexo femenino y también
fue pasto de las llamas por desacatar su propia elección (636). Nótese que el
testimonio de Torquemada no implica que el hermafrodita no fuera el objeto
de posibles, y más que probables, actos de violencia en su contra, sino que un
nuevo tipo de violencia – también institucionalizada – se estaba gestando sobre
la base de la aceptación de su estatuto de excepcionalidad. Tal estatuto descansaba,
en efecto, sobre la convergencia en el hermafrodita de un doble régimen de
exclusión (exclusión de la ley divina del presagio y exclusión de la ley humana
del contrato); el hermafrodita de principios de siglo es ese signo errante, ese
significante “suelto” que ya no puede encontrar su correspondencia en un evento
sobrenatural, pero que tampoco puede identificarse consigo mismo en virtud
de la norma jurídica que establece, ahora, una correspondencia unívoca y
convencional entre el individuo y su sexo.
Por supuesto, la necesidad de someter la sexualidad del hermafrodita a
criterios normativos, de privilegiar lo masculino o lo femenino en un cuerpo
doblemente sexuado, ya existía en el derecho romano y, por ende, en la legalidad
feudal, pero se formulaba en claros términos de inherencia. En las Partidas de
Alfonso X, por ejemplo, se puede leer:

Hermaphrodita en latín tanto quiere decir en romance como aquél que ha


natura de varón et de mujer; et este atal dezimos que si tira más a natura
de muger que de varón, non puede seer testigo en el testamento, mas si
se acostare más a natura de varón, entonce bien podrie seer testigo en
testamento, et en todas las otras mandas que home ficiese. (12)

Ambroise Paré mismo nos recuerda, a propósito de los hermafroditas, que:


“Las leyes antiguas y modernas les hicieron – y les hacen aún – elegir qué sexo
desean utilizar, con prohibición, so pena de perder la vida, de utilizar aquel que
no hubieran escogido, debido a los inconvenientes que de ello pudieran resultar”
(38). Lo importante aquí desde un punto de vista histórico es, por supuesto,
bajo qué condiciones se producía esta “decisión”, cuál era su mecánica exacta.
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 121

A este respecto, la diferencia entre la entrada al orden simbólico masculino del


hermafrodita medieval y la del hermafrodita de Torquemada debería estar clara:
el primero adquiere su habitus masculino a través del examen de una inclinación
(“si tira más a”, “si se acostare más a”) corporal, de la preferencia de su cuerpo
por otro cuerpo, por uno u otro aparato de órganos sexuales. Para el sustancialismo
feudal, siempre hay una naturaleza que predomina, siempre hay una lectura en
juego de las señales que el libro del cuerpo exhibe y que es posible descifrar
en su composición inmanente. Al final, son las comadronas y los médicos los
que se hacen cargo de esta “decisión” que el cuerpo – en vez de su dueño – ha
tomado. Así sucede todavía en el ya citado De Hermaphroditorum
monstrosorumque partuum natura de Bauhin, a pesar de la supuesta mirada
científica del autor o, precisamente, gracias a ella.37 Y así seguirá sucediendo,
mayoritariamente, en los tratados médico-jurídicos que se escribirán en España
y en el resto de Europa en el transcurso del siglo XVII. En el caso de los
hermafroditas de Burgos y de Sevilla, en cambio, se omite la mediación del
examen. La identificación de su identidad sexual está separada de su cuerpo:
coincide con una decisión arbitraria tomada en razón de una doble naturaleza
en aparente equilibrio. A partir de esa decisión, se establecen una serie de
rutinas (lingüísticas, jurídicas, indumentarias) que definen un nuevo ámbito de
convencionalidad. Esas rutinas se ponen en funcionamiento de inmediato.
Cuando la protagonista del episodio burgalés elige, por ejemplo, identificarse
con su sexo femenino, el propio Torquemada afirma que fue “quemada” – y no
“quemado” – por no actuar en consonancia con esta elección, es decir, por tener
relaciones sexuales con otra mujer. Tanto la decisión como el castigo ratifican
una elección sexual que solo se puede entender, ahora, en el interior de este

37 Bauhin defiende, en principio, la elección voluntaria de sexo: “Itaque legibus […] ut


Hermaphroditii sexu eligant […] jurare debent” (fol. 39). Y así los hermafroditas que elijan sexo
deben jurar(lo). Ahora bien, cuando se trata de especificar en qué contexto se produciría esta
elección, descubrimos que su validez está supeditada a un examen médico. El juramento
compulsaría la supervisión de un experto, que evalúa el cuerpo así:

Nam si vulva, sic ad amussim omnibus suis dimensionibus exacta & pervia sit, ut virile
membrum admittere possit: si menses illac profluant: si capilli promissi sint, tenues hac
molles, si facies foeminea, si vox subtilis, si mammae mulieribus similes sunt, si denique
ad illam totius corporis effoeminati mollitiem, animi quoque fracti & timidi parem
conditiorem additam habeant, & caeteras actiones mulieribus similes, foeminei sexus
potentiores, & plane foeminae judicantur (fol. 41). Pues si la vulva es con detalle tan
exacta en todas sus dimensiones y tan accesible que pueda acoger el miembro viril, si
baja la menstruación por ella, si [a los examinados les] han crecido vellos finos y suaves,
si el aspecto de la cara es femenino, si la voz es aguda, si los pechos son semejantes a
los de las mujeres, si – finalmente – tienen un carácter dirigido a la suavidad de cualquier
cuerpo afeminado y paralelo al de un espíritu frágil y tímido, y el conjunto de sus acciones
es semejante al de las mujeres, son las marcas del sexo femenino las que prevalecen y
son considerados [estos pacientes] directamente hembras.
122 VICTOR PUEYO

nuevo escenario de convencionalidad, gracias a la posición central que ambos


adquieren como elementos sancionadores de una sexualidad imaginada.
Así lo corroboran los compendios de derecho escritos en España por aquellos
años y, sobre todo, en adelante. El Tractatus de re criminali del jurista valenciano
Lorenzo Mateu y Sanz (1677) provee un completo estado de la cuestión sobre
la legalidad criminal en España a mediados de siglo, acompañado de un sumario
que recoge “controversias” y casos dudosos. La Controversia XLVIII se titula
“De duobus hermaphroditis matrimonio copulatis, simulque in utero gestantibus,
ex reciproco usu utriusque sexus, & an hoc imputari possit in crimen” (fols.
377-393).38 En su desarrollo se dejan tomar el pulso algunas de las polémicas
que tradicionalmente conciernen al estatuto jurídico del hermafrodita: el consenso
en torno a la naturalidad de su existencia, la noción de que el hermafrodita es
en sí mismo perfecto y, sin embargo, irregular (por lo que le está vedado el
ingreso en monasterios), o la creciente diferenciación entre el hermafrodita
hombre (“hermaphroditus vir”) y la hermafrodita mujer (“hermaphoditus
foemina”), con el conflictivo y muchas veces impredecible desafío que impone
su concordancia gramatical. Pero el rasgo más prominente de este tratado al
respecto es, tal vez, su énfasis en la relación entre el castigo y el perjurio. El
hermafrodita solo puede ser castigado cuando infringe la propia elección que,
por su condición indefinible e indefinida, ha sido forzado a tomar:

Doctores memorati, numero vigésimo secundo, non indicunt poenam


capitalem ex solo abusu alterius sexus, sed ratione perjuri, & quia contra
naturam peccat hermaphroditus, qui utroque sexu utitur in Venereis, cum
ipsa natura hoc detestari videtur, ita ut species Sodomiae censeatur. Sed
si aequa trutina omnia pensemus, imbecilitas huius argumenti apparebit.
Quoad perjurium fateor libenter, quod si hermaphroditus juraverit se altero
sexu non uti, poena perjurii si utatur, tenebitur. At haec, de iure civil non
est capitalis, sed mitior. (fol. 385) El subrayado es mío.39

Menor (“mitior”) porque lo que se castiga es, ahora, el perjurio y no el acto


sodomita. Este vuelco sobre el foco de lo punible es sintomático a propósito de
la creciente porción de responsabilidad que se atribuye a la decisión del

38 Cito de la edición de 1686.


39 Los Doctores mencionados en el número vigesimosegundo no señalan castigo capital
porque sea sólo uso ilícito de ambos sexos, sino por razón de perjurio, y porque peca contra
natura el hermafrodita que en las relaciones sexuales usa uno y otro sexo, cuando parece que
la propia naturaleza detesta esto, de tal manera que puede valorarse como una forma de sodomía.
Pero si consideramos todo esto en su justa medida, se mostrará la debilidad de este argumento.
En cierta medida estoy dispuesto a reconocer perjurio porque, si el hermafrodita juró que él no
se serviría del otro sexo, será convicto de pena de perjurio si se sirviese. Pero esta pena según
el derecho civil no es capital, sino menor.
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 123

hermafrodita. Mateu y Sanz cita a médicos y teólogos como Francisco de


Torreblanca o el propio Alfonso Carranza; podría haberse apoyado en otros,
como Tomás Sánchez o Martín Azpilcueta, cuyos planteamientos no distaban
mucho de los de Mateu y Sanz a la hora de establecer la necesidad de esta
decisión libre y convencional que funda, al mismo tiempo, la norma y su
infracción, la libertad civil y la penalización de lo incivil.40 Es cierto que la
facultad de elegir sexo estaba restringida a los hermafroditas que pertenecían
a aquella cuarta categoría cuya doble sexualidad “perfecta” no podía dilucidarse
en términos médicos, como nos recuerda Carranza.41 Y es cierto que no pocas
voces discordantes seguían vinculando la libre elección del sexo a la comisión
del llamado pecado nefando. Paolo Zacchia, médico italiano que conocía el
trabajo de Carranza, recomienda en sus Cuestiones médico-legales conceder
una venia al criterio de los legisladores para que dictaminen qué aparatos
genitales son más aptos para la reproducción. El hermafrodita debería respetar
este dictamen en la elección de su sexo, “nam si irrito utantur, graviter pecant,
Sodomiae peccatum” (fol. 498) (pues si hacen uso de uno estéril, están cometiendo
un severo pecado, entregándose al pecado de sodomía).
Había, pues, restricciones, pero la autonomía que Mateu y Sanz atribuye a
la decisión del hermafrodita durante toda esta sección de su importante tratado
formaba parte de una tendencia imparable. A pesar de que el papel activo del
hermafrodita ya aparecía consignado en esa “ley severa de la antigüedad” que
mencionaba Carranza, la evidencia documental muestra que su importancia es
mayor cuanto más nos adentramos en el siglo XVII y mucho más notoria cuando
lo hacemos a través de textos jurídicos que cuando lo hacemos desde textos
propiamente médicos. El hecho de que este papel estuviera, en principio,
reservado a los hermafroditas, tampoco parece constituir un obstáculo serio.
Si, como hoy sabemos, la existencia de este tipo cuarto de hermafrodita es más
que improbable (estaríamos hablando en realidad de malformaciones extremas

40 El jesuita cordobés Tomás Sánchez dedica una disputa a la cuestión del matrimonio
hermafrodita en su Disputationum de sancto matrimonii sacramento (tomo II). Es cierto, como
destaca Soyer, que Sánchez subraya que el hermafrodita deberá elegir marido o mujer de acuerdo
a su sexo predominante, que debe ser determinado por un sexador facultado (52). Pero luego
admite que el sexo predominante podría ser ninguno y ambos y que, en esa situación, el interesado
– o interesada –debería elegir: “Quando autem neuter sexus prevalet, sed uterque est aequalis,
tunc aeque vira ac femina iudicandus est. Cum null ratio urgeat, cur potius huius sexus quam
illius censeatur. Quare potest tunc eligere sexum, quo uti malit” (fol. 381). Pero cuando ni un
sexo ni otro es dominante, sino que ambos son equivalentes, entonces debe ser considerado por
igual hombre y mujer, dado que ninguna razón exige que se le considere más de este sexo que
de aquél. Así puede en esta ocasión elegir el sexo del que quiera hacer uso.
41 “In hos severa admoda lege antiquitus cautum erat […] ut quem malint sexum elegant”
(fol. 600). En lo que respecta a éstos, con una ley severa se había dispuesto, tiempo ha, en la
Antigüedad, […] que eligiesen el sexo que prefiriesen.
124 VICTOR PUEYO

o de algún tipo de disgenesia gonadal), resulta razonable pensar que esta norma
que no se aplicaba sobre nada podía extenderse en realidad a casi todo. Aún
más: en muchos casos sería, lógicamente, esa decisión la que modelara el cuerpo
y no el cuerpo el que validara la decisión. La única condición parecía ser su
carácter autónomo e inviolable. Nadie lo dice tan claramente como Mateu y
Sanz: “hermaphroditii in utroque sexu perfecti eligere sexum debent, et jurare
alio non abuti” (fol. 378). Los hermafroditas que estén definidos en ambos sexos
deben elegir un sexo y jurar no hacer uso ilícito del otro. La obligación de elegir
libremente (“eligere debent”) marca, a través de esta fórmula paradójica, la
entrada en escena de otro tipo de necesidad que tiene su fundamento último en
el libre arbitrio, un tipo de necesidad que ya incorpora la contingencia. Su
modus operandi es el siguiente: la contingencia de la decisión se produce en
base a la necesidad de una condición (la condición hermafrodita) en la misma
medida en que la necesidad del castigo responde a una decisión contingente.
Esta necesidad – que ya no está inscrita en el cuerpo a modo de “tendencia
hacia”, impetus o desequilibrio inherente a su constitución – es fundamental,
porque coincidirá a grandes rasgos con lo que ahora llamamos género cuando
su deber elegir sea históricamente interiorizado.
A partir de la decisión del hermafrodita se establece su primera premisa: no
es suficiente con tener un sexo, hay que identificarse con él, hay que producirlo
como enclave de una subjetividad donde el sujeto se define, naturalmente, como
el resultado de identificar el libre albedrío con el objeto “cuerpo”; con un cuerpo
que, de repente, se vuelve “propio” en virtud de esta elección. El género, como
horizonte de sentido que produce un cierto tipo de sociabilidad sexual, no radica,
por tanto, en la determinación médica del sexo à la Foucault (¿no es una tautología
pensar que se puede determinar la verdad del sexo en razón de criterios
previamente normativos, previamente “verdaderos”?); surge, por el contrario,
de una decisión que ya se presenta a sí misma como investida de legitimidad y
que es capaz, por tanto, de definir qué es legal y qué no lo es, qué es punible y
qué no. Partiendo de ella, el género no es un mero clasificador; es, además, un
mecanismo de interpelación destinado a producir una respuesta positiva propia
que actúa como cemento histórico entre lo necesario y lo contingente.
El despliegue del hermafrodita en los siglos XVI y XVII no constituye
solamente un repertorio de casos más o menos curiosos sobre el que el crítico
contemporáneo puede hacer valoraciones éticas desde su cómoda atalaya liberal;
ofrece, asimismo, una radiografía imaginaria de los criterios de adecuación de
este acto, que constituye en sí misma una hipótesis de género. La controversia
en torno al hermafrodita, en su recurso a la convencionalidad, en toda su
abigarrada densidad casuística, provee el marco propio de esta convergencia
entre una decisión libre y sus determinaciones en que se cifra la moderna noción
de género. El matrimonio de dos hermafroditas, tratado por Mateu y Sanz en
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 125

la mencionada controversia XLVIII (fol. 377 y siguientes), es su paradigma. Lo


que esta hipotética unión plantea es, en última instancia, la posibilidad de un
matrimonio en cruz, en el que la libre elección de los cónyuges (su identificación
con un sexo) depende en todo momento de un régimen de complementariedad
que califica esta elección libre como necesaria. Si un hermafrodita (mitad
hombre y mitad mujer) contraía nupcias con un hombre, el matrimonio no dejaba
de ser, al menos parcialmente, un matrimonio de personas del mismo sexo;
mientras que si lo hacía con una mujer, la mitad femenina del hermafrodita
seguía incurriendo en el mismo género de “desviación” al emparejarse con la
otra mitad femenina. Ante esta disyuntiva, la única solución posible es obvia:
permitir que los hermafroditas se casaran entre sí significaría posibilitar que
la parte masculina del hermafrodita A convergiese con la parte femenina del
hermafrodita B, de manera que la parte masculina del hermafrodita B pudiera,
y debiera, complementar la parte femenina del hermafrodita A. Por descontado,
y para salvar ambigüedades, este tipo de matrimonio en cruz debía someterse
a una condición: los contrayentes debían elegir primero su sexo, de manera que
en ningún caso un hermafrodita que se declarara, por ejemplo, hombre, pudiera
unirse en matrimonio a otro hermafrodita que hubiera declarado también su
masculinidad. Pero esta elección es “automática” en la medida en que depende
del pliegue de dos mitades simétricamente dispuestas, organizadas, por así
decirlo, en un nudo. El médico y matemático Andrés Dávila, en un texto-respuesta
de 1687 al antes discutido Ente dilucidado de Fuentelapeña, lo confirmaba de
esta manera: “Se infiere con evidencia que los hermafroditas o andróginos no
podrán contraer matrimonio entre sí por dos títulos o respetos correspondientes
a los sexos, sino por uno solo, eligiendo uno el un sexo y el otro el contrario”
(fol. 88). Elegir “por un solo título” – elegir la opción misma, elegir lo que la
opción del otro hace elegible – es tal vez la cláusula que mejor resume esta
situación paradójica en cuyo interior se oficia la sutura entre la libertad sexual
y la determinación de sus límites, entre lo prohibido y lo normativo. Lo que la
ley quiere evitar es, después de todo, aquello que acaba posibilitando: el
matrimonio entre dos personas del mismo sexo.
Un ejemplo bien documentado de su éxito, si bien con algunas interesantes
variaciones, es el caso de Elena/Eleno de Céspedes.42 Hija bastarda de un
hacendado granadino y de su esclava africana, Elena es identificada como
hembra al nacer. Pasan los años, Elena queda embarazada y, según ella misma,
con el sobreesfuerzo del parto un pene brota inopinadamente de entre sus ingles.
Hasta aquí el relato más o menos tópico del falso cuerpo femenino (soma

42 De Elena de Céspedes se habían hecho eco, entre otros, Fuentelapeña (244-245) y Jerónimo
de Huerta (fol. 20v). Son imprescindibles los trabajos de Burshatin y de Maganto Pavón. Ver
también Barbazza (17-40), Vollendorf (11-31) y Soyer (57-67).
126 VICTOR PUEYO

androothé) que alcanza su perfección a través de una súbita violencia correctora.


Este relato, no obstante, se complica cuando Elena, que entretanto se ha hecho
cirujana, decide contraer matrimonio con una mujer. Corre el año 1586. El
vicario de Madrid solicita un examen genital de urgencia, encargado al afamado
Francisco Díaz de Alcalá, urólogo de Felipe II, que confirma la presencia de
un miembro masculino. Gracias a este certificado médico, Elena adopta sexo
masculino y el matrimonio con María del Caño (pues así se llama, como si de
un pésimo chiste urológico se tratara, la prometida de Eleno) se lleva finalmente
a cabo. Ambos se trasladan a vivir a Yepes, en la actual provincia de Toledo.
La voz corre con rapidez, sin embargo, y el matrimonio no deja de levantar
sospechas hasta que termina suscitando la denuncia de un antiguo conocido
ante el Gobernador y Justicia Mayor en junio de 1587. Un tribunal civil ordena
un nuevo reconocimiento mucho más exhaustivo en Ocaña y esta vez el mulato
Eleno no consigue evitar que una turba de cirujanos y matronas designados
para la ocasión dictamine que, en efecto, es una mujer. Testifica Inés Gómez
de la Peña, comadre y vecina de la villa:

Que la dicha Elena de Céspedes acusada en este proceso, la cual [la] testigo
ha visto y mirado juntamente con Mari Gómez e Isabel Martínez, que la
dicha es mujer e tiene natura de mujer y se le metió por ella una vela dentro
e por cantidad por dicha natura, […] la cual entró premiosa […] También le
vio las tetas y es tan gorda que tiene los pechos grandes conforme al cuerpo,
y pezones, los cuales tiene sino de mujer, y tiene el pecho desbaratado en
alguna manera. (“La intervención” 878)43

El propio Francisco Díaz vuelve a examinar a Elena en compañía del médico


de Yepes y ambos llegan a la misma conclusión:

Mirándola muy particularmente la natura y las demás partes circunvecinas


de mujer, dicen que la dicha Elena de Céspedes nació y es mujer y que
como tal tiene todas las señales de mujer y que nunca [h]a sido hermafrodito
ni en buena medicina puede ser que lo [h]aya sido, ni tenido miembro de
hombre y así les parece que todos los actos que como hombre dice que hizo,
fue con algunos artificios como otras burladoras han hecho con baldreses
y otras cosas como se han visto y que es embuste y no cosa natural. (“La
intervención” 883)

Elena es acusada de bigamia en 1588. Había cohabitado con un hombre


mientras había sido mujer y con una mujer mientras había sido hombre. Se le

43 De la transcripción publicada por Emilio Maganto Pavón en los Archivos Españoles


de Urología.
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 127

condena, tras recibir doscientos azotes, a trabajar gratis durante diez años en
la enfermería de un hospital. En el hospital podrá seguir explotando las argucias
de cirujana que, sin duda, le habían permitido camuflar su vagina y engañar a
los médicos con esos “baldreses” (rudimentarios dildos de la época) que
consiguieron emular el bulboso tacto de un pene. Lo interesante de este episodio
no es, en cualquier caso, la ingeniería disciplinaria del proceso, sino el hecho
de que Elena de Céspedes intentara eludirlo acogiéndose a esa especie de limbo
jurídico que era, todavía entonces, la figura legal del hermafrodita. Al verse
acorralada, Elena/Eleno admite que no era hombre, sino que tenía y siempre
había tenido dos naturalezas. Arguye que cuando la excitación sexual no lo
empujaba hacia afuera, el pequeño miembro viril, de apenas medio pulgar de
longitud, permanecía agazapado tras el pellejo por el que originalmente había
salido. Elena/Eleno sabía lo que hacía. Desde ese espacio de indeterminación
que es el hermafroditismo podría haber esquivado la acusación de bigamia; no
fue hasta el parto, después de todo, que ese hermafroditismo latente (y de todo
punto ignorado) se había hecho manifiesto. Había parido su propio pene. Poco
habría importado, en buena lógica, que hasta ese momento y como mujer hubiera
mantenido relaciones con un hombre. Una vez hermafrodita, a nadie debería
haberle extrañado, además, que desde su nueva condición eligiera ser hombre
para casarse con María del Caño.44 Lamentablemente para Eleno, el examen
médico no validó su supuesta condición “neutra” y, convertida de nuevo en
Elena, hubo de aceptar el castigo sin poder acogerse a este supuesto. Pero la
posibilidad de una coartada existía y Elena trataría de agarrarse a ella como se
agarra un gato a las cortinas del salón. Lo haría, además, con relativo éxito. A
pesar de la sentencia, sobre el cuerpo de Elena/Eleno seguía pesando la sospecha
popular de una doble sexualidad. Israel Burshatin subraya que es el evento del
castigo el que al final disciplinará el cuerpo de Elena de Céspedes, confinándolo
a la esfera de lo femenino. Los inquisidores que redactan los términos del castigo
incluyen en su escenificación un pregón que acompaña a los doscientos azotes.
El pregón reza así:

Esta es la justicia que manda hacer el Santo Officio de la Inquisición de


Toledo a esta mujer, porque siendo casada engañó a otra mujer y se casó
con ella. So pena de su culpa la mandan açotar por ello y se recluya en un
hospital por diez años para que sirva en él. Quien tal haze que así lo pague.
(“Interrogating” 14-15)

44 Aunque sí disponemos de evidencia documental de lo contrario: un hombre – un sacerdote,


de nombre Juan Díaz Donoso – que había tratado de acogerse al supuesto hermafrodita para
cambiarse al sexo femenino hacia 1634. El caso es discutido por Soyer (67-93).
128 VICTOR PUEYO

La abyección del ritual “reterritorializa” el cuerpo de Eleno interpelándolo


como mujer e inscribiéndolo, inmediatamente, en el censo de lo femenino:
“Having rejected Eleno’s reading of his own anatomy as a phallicized body, the
pregón interpellates woman: This woman. The act of naming asserts feminity
against the grain of prior readings of Eleno as somebody who had two sexes”
(“Interrogating” 15). Burshatin nos recuerda, con Judith Butler, que la feminidad
es “la cita forzada de una norma” (“the forcible citation of a norm”), donde la
mujer es el falo y el hombre tiene falo.45 Repetir es producir una identidad con
algo que todavía no existe y, en este sentido, la humillación pública del
hermafrodita se convierte en el mejor recordatorio y refuerzo de la norma, si
no en su mecanismo posibilitador: no puede tener falo aquello que es falo, que
es carne y que sangra como tal. Esto lleva a Burshatin a concluir que “the
restoration of phallic authority requires the iteration of the norm – gender (the
sexed position) is assumed through the abjection of homosexuality”
(“Interrogating” 16).
Ciertamente, la sanción negativa (el ritual del castigo, el examen médico o
la confesión) funcionaba, al igual que la sanción afirmativa (la firma, el juramento,
el voto matrimonial), como límite institucional en que el hermafrodita encontraba
su desaparición. Interpretar una palinodia ante un tribunal, no menos que
heredar, casarse o ser bautizado son momentos de la vida civil en los que la
indefinición que supone el hermafrodita “horizontalmente dispuesto” deviene
normalizada, como muestra toda la evidencia disponible y como se apresura a
ratificar, una vez más, la penitencia de Elena de Céspedes. Pero quizá se haya
hecho demasiado énfasis en esta vía negativa, cercana a considerarse como la
única que explicaba la emergencia histórica del género heteronormativo. En
buena medida, la responsabilidad de que así fuera corresponde a Michel Foucault
y a su poderoso ascendiente sobre los estudios de género contemporáneos,
particularmente desde la publicación del Gender Trouble de Judith Butler en
1990. La problemática foucaultiana vertebra a la sazón, de manera implícita o
explícita, la mayoría de los trabajos que atañen a esta cuestión hermafrodita,
como los de Vázquez y Moreno, Ruth Gilbert o Kathleen Long.46
Foucault, como se recordará, se interesa por esa “cacería de la identidad”
que tiene lugar cuando la ecuación entre el sexo y la verdad traduce, a partir
del siglo XVIII, una identificación mucho más general entre la política y las
formas de vida. La aborda de lleno en su prólogo a la autobiografía sentimental

45 Ver Butler (Cuerpos 33-39). La idea de la inexistencia de la mujer (su coincidencia con
el deseo-falo) está desarrollada a lo largo del Seminario 18 de Lacan.
46 Destaca, dentro de su orientación genealógica, el trabajo de Vázquez y Moreno (Sexo y
razón), que se extiende hasta el siglo XX. Para seguir este proceso de “medicalización de la
carne” en España, sígase 32-48.
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 129

de Herculine Barbin, llamada Alexina B., prototipo de la hermafrodita


decimonónica sometida a criterios de verdad, sexuada y representada como
mujer por la “episteme moderna” del siglo XIX (Herculine 16). Vázquez y
Moreno, siguiendo a Foucault, explican la “expulsión” del hermafrodita del
jardín de las especies como el resultado de un largo “proceso de rarefacción”
que arrancaría ya en el siglo XVII y que culminaría entrado el XVIII, cuando
las tecnologías del saber/poder identificarán al hermafrodita con el error en su
intento de aislar un “sexo verdadero”. El hermafrodita se ve entonces recluido
en una categoría médica de cuarentena, la categoría del “pseudo-hermafrodita”
o “sexo falso”, que delata “el rechazo generalizado a admitir la existencia de
este personaje, convertido en producto de la superstición del vulgo, error
levantado por la ignorancia contra el conocimiento racional de la Naturaleza”
(“Un solo sexo” 105).
Es cierto que el ámbito español, por sus particulares condiciones estructurales,
presenta obstáculos serios a esta narrativa. No solo acumula una cierta demora
con respecto a la consolidación de una episteme propiamente racionalista en el
siglo XVII, sino que, además, exhibe sus grietas con particular crudeza todavía
a finales del siglo siguiente, cuando esta episteme ya habría sentado los cimientos
del positivismo en toda Europa. Casos como el de la intersexual sor Fernanda
Fernández, recluida en un monasterio capuchino y súbitamente nacida a otro
sexo a los treinta y dos años (fue un estornudo, esta vez, lo que detonó la erupción
de su masculinidad), solo confirman la brecha existente entre el discurso de las
disciplinas teóricas (médicas, jurídicas, teológicas) y la práctica cotidiana de
su realización en el entramado ideológico inherente a las complejas formaciones
sociales de la transición al capitalismo. Fernanda Fernández es, en efecto,
finalmente catalogada como hombre, custodiada bajo llave y obligada a abandonar
el hábito tan pronto como un oportuno examen médico confirmara su presunto
sexo, lo que ocurrirá el veintiuno de enero de 1792. Esta decisión se toma en
base a un supuesto hermafrodita que activa esta decisión y que la inyecta de
múltiples potencias: Fernanda Fernández, según el informe de la comadrona,
tiene los genitales femeninos y los genitales masculinos montados, aunque
permanecen, si la expresión puede valer, mutuamente incompletos:

Descubríanse baxo la región hipogástrica dos labios unidos en la parte


superior al monte de Venus, y en la inferior al perineo, formando la rima
mayor. Separados los labios no se encontraron ninfas ni clítoris; pero en el
sitio que debía ocupar éste, se manifestó el conducto urinario, por donde
salía ese líquido. Dos líneas más abaxo no se halló el orificio externo de la
vagina, y en su lugar estaba un perfecto pene demarcado su balano en la parte
superior por una línea membranosa, que lo circunscribía, y terminaba con el
uréter por donde deponía mensualmente desde los 14 a los 15 años una corta
130 VICTOR PUEYO

cantidad de sangre, expeliendo también por el mismo conducto un líquido


seminal, cuando experimentaba alguna erección o estímulos venéreos. El
pene carecía de prepucio; cuando se observó tendría pulgada y media de
longitud, y en su erección aseguró llegar a tres pulgadas. En la base de ese
miembro se encontraron dos eminencias colaterales redondas y pequeñas en
forma de testículos, cubiertos por la misma túnica que interiormente cubre
las partes carnosas de los labios. (30)

Menstruación y erección, labios y eminencias colaterales. Ninfas que no


aparecen. El testimonio es, para más señas, transcrito del archivo curial de
Granada por el doctor Tomás Romay Chacón el ocho de mayo de 1813 bajo el
título “Descripción de un hermafrodita”. Invita, desde luego, a considerar que
la figura del hermafrodita perseveró en el imaginario de la península y las
colonias durante mucho más tiempo del que habitualmente se supone, siquiera
como la huella traumática de algo que, a pesar de su irreprimible latencia,
permanecía inexplicado. Representarlo como tal (un cuerpo indeciso, una
superficie con dos sexos contiguos) formaba parte, no obstante, de una costumbre
en desuso. Continúan ofreciéndose, si bien de manera cada vez más intermitente,
relatos que como este recuerdan a las viejas relaciones de sucesos, pero su
existencia no altera el hecho fácilmente contrastable de que el hermafrodita
había sido relegado ya a un caso clínico, antecedente y premisa de lo desviado,
biología propia de lo fuera-de-la-ley que, como resalta Foucault, permite pensar
y tratar como a un cuerpo a todo aquel que excede sus límites, producir al
criminal (Anormales 61-82).
Creo, sin embargo, que es posible e incluso necesario complicar esta
problemática foucaultiana del biopoder tal y como afecta al relato del “nacimiento”
del género sexual y, particularmente, en lo que concierne a la productividad
histórica de esta excepción, la excepción hermafrodita. Para Foucault, la expulsión
del hermafrodita delimita los contornos del género, estableciendo la posición
de un “otro de la razón” en cuyo sacrificio se cifra la ley. Pero la ley nunca
coincide con la excepción: ambas se repelen, se excluyen mutuamente. Se
descartan la una a la otra. Falta en este relato, a mi juicio, lo más importante:
cómo la excepción constituye la norma misma; cómo, en el acto de posibilitarla,
le da forma, le imprime potencias que explican el funcionamiento del particular
régimen de exclusividad que esta excepción pone en juego. Falta una descripción
del momento exacto en el que la excepción y la ley “se tocan”.
La crítica de Giorgio Agamben es, por descontado, el punto de partida
obvio para empezar a superar ese melancólico impasse al que parece abocarnos
la problemática del “secuestro” o la “expulsión” definitiva del tercer sexo en
su versión más radicalmente foucaultiana. Agamben, como recordábamos
en el capítulo segundo, distingue en Homo sacer entre la “nuda vida” – la
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 131

vida en crudo que Aristóteles identifica con la palabra griega zōé – y la vida
politizada, que corresponde al vocablo bīos: una vida cualificada, una cierta
manera de vivir en la polis. Para Agamben “el ingreso de la zōé en la esfera
de la polis, la politización de la nuda vida como tal, constituye el acontecimiento
decisivo de la modernidad, que marca una transformación radical de las
categorías político-filosóficas del pensamiento clásico” (Homo 12). Piénsese
de nuevo, si la fotografía de fondo resulta de alguna utilidad, en la prominencia
de la temática contractualista desde mediados del siglo XVII hasta finales
del XVIII, donde el proyecto civilizador se expresa en los capciosos términos
de una integración de la “vida salvaje” del estado de naturaleza en el marco
político del contrato social. En buena medida, se trata de un cambio equivalente
a lo que el Foucault de La voluntad de saber describe como paso del “Estado
territorial” al “Estado de población”, el proceso por el cual las funciones
básicas de la vida misma (la alimentación, el sexo y la higiene) empiezan a
convertirse en una prioridad jurisdiccional del estado: “Durante milenios el
hombre siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente y además
capaz de una existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya
política está puesta en entredicho su vida de ser viviente” (La voluntad 173).
Existe, sin embargo, una diferencia importante entre el acercamiento de
Foucault y el de Agamben al problema de las distintas lógicas que intervienen
en la administración del poder: mientras que en Foucault conviven dos
acepciones efectivas de las tecnologías del poder, una vertical o propiamente
política (la violencia ejercida por el estado soberano) y otra horizontal o
ideológica (la subjetivación de los mecanismos de poder, su conversión en
“formas de vida”), para Agamben estas dos vertientes convergen en la medida
en que la producción imaginaria de un cuerpo político está en la base de la
noción misma de soberanía. No hay soberanía (y por tanto, no hay mecanismos
totalizadores de poder que se objetiven en la ley, en la etiqueta, en las
convenciones, usos y costumbres) sin la excepción biopolítica previa de un
cuerpo soberano (“nuda vida”), de una figura que representa la ley – y que
en este sentido es “sagrada” –, pero que no está regulada por ella. Su
eliminación no puede estar sujeta a la ley, porque supondría la eliminación
de la ley misma, de aquello que hace que la ley sea “legal”. Agamben ilustra
esta paradoja de la soberanía en una oscura figura del derecho romano, el
homo sacer. El homo sacer es aquel “hombre sagrado” que no puede ser
sacrificado, pero cuya eliminación no está penalizada por la ley, dejando
abierta la posibilidad de que pueda asesinado por cualquiera que, de hecho,
quiera o pueda impunemente hacerlo.
Ciertamente, no debemos entender ahora el homo sacer como otra cosa
que como una metáfora de ese paradójico estatus de la soberanía política que
Agamben caracteriza como una “exclusión inclusiva” y que viene a significar
132 VICTOR PUEYO

que lo que garantiza la soberanía es precisamente aquello que queda fuera de


ella (Homo 15). En el caso del absolutismo monárquico, por lo que toca a los
siglos XVI y XVII en general, la paradoja de la soberanía consiste en la
inviolabilidad de la figura del soberano, que encarna lo universal de la ley
sobre la base del vacío legal que supone su no sujeción a ella. Pero la presencia
de esa “exclusión inclusiva” de una nuda vida no es menos evidente cuando
se refiere a las modernas democracias representativas liberales: el estado de
derecho de la ciudadanía se funda en la renuncia al ejercicio propio del lenguaje
por parte del ciudadano, encarnada en el momento en que delega su voz en
un representante político. La ley se modela en nombre de la ciudadanía (en
este caso, evidentemente, el ciudadano es el soberano) a condición de que el
ciudadano quede excluido de su participación directa en la elaboración de la
ley. Nótese que la paradoja de la soberanía implica una coincidencia virtualmente
plena entre la excepción y la norma, dado que solo es soberano (el monarca,
el dictador) aquel sobre el que la soberanía no se aplica, de semejante manera
a como solo es demócrata aquel que sustenta su pertenencia a un estado de
derecho en la renuncia voluntaria al derecho de formular, o transformar, las
reglas del juego democrático. Según Agamben, el presente modelo de
democracia liberal-capitalista se sumerge de nuevo, poco a poco y en virtud
de su propia exclusión constitutiva, en esa peligrosa zona de indiferenciación
que comparte con los viejos modelos de estado totalitario y que es, en definitiva,
su punto de partida:

La tesis foucaultiana debe, pues, ser corregida o, cuando menos,


completada, en el sentido de que lo que caracteriza a la política moderna
no es la inclusión de la zōé en la polis, en sí misma antiquísima, ni el
simple hecho de que la vida como tal se convierta en objeto eminente de
los cálculos y de las previsiones del poder estatal: lo decisivo es, más bien,
el hecho de que, en paralelo al proceso en virtud del cual la excepción
se convierte en regla, el espacio de la nuda vida que estaba situado
originariamente al margen del orden jurídico, va coincidiendo de manera
progresiva con el espacio político, de forma que exclusión e inclusión,
externo e interno, bīos y zōé, derecho y hecho, entran en una zona de
irreductible indiferenciación. (Homo 17)

El ejemplo favorito de Agamben es Auschwitz. El horizonte político, ahora


único e irrenunciable, de la democracia liberal (consistente en el respeto a los
derechos humanos, la solidaridad entre los pueblos; en el hecho palpable de
que “nuestra política no conoce otro valor que la vida”), solo empieza a ser
concebido, en la práctica, tras la experiencia legisladora del campo de
concentración. Dicha experiencia modela una nueva imagen del ciudadano
global sobre la base de la exclusión inclusiva de esa “nuda vida” (la vida
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 133

inocente, infantil y pre-política) ataviada con un pijama de rayas: “lo que los
campos de concentración habían enseñado de verdad a sus moradores era
precisamente que el poner en entredicho la cualidad de hombre provoca una
reacción cuasi biológica de pertenencia a la especie humana” (Homo 18). Para
Agamben, si la política es cada vez más inseparable de una manera de vivir
concreta es solamente porque la vida es el arché o principio de lo político. Lo
mismo sucede con el sexo. Es casi imposible omitir, en este punto, que si ningún
proceso de codificación consigue solidificar sus “valores” sin sacrificar una
imagen cruda de sí mismo, esta nuda vida es, por lo que se refiere al discurso
del género, la posibilidad del hermafrodita. Allí también convergen la excepción
y la norma. La exclusión del hermafrodita sobre la base del veto a la sodomía,
con la necesidad consiguiente de someterlo a elegir su sexualidad, coincidirá
cada vez más nítidamente con su inclusión en un orden basado en la libre
opcionalidad, que refleja una consecuencia ya contemplada en el desarrollo de
la prohibición original: la consecución efectiva de aquello mismo que se prohíbe,
la transformación de la excepción en norma.
No se trata, por tanto, de que el hermafrodita sea capturado, sometido,
catalogado, socializado, sometido a una sexualidad normativa, etc. Hay que
invertir este planteamiento vertical, centrado en la primacía ontológica de una
diferencia previa (el hermafrodita como sujeto “diferente”, con un género
“propio”, etc.). Es más bien el hermafrodita (la zona de indiferenciación entre
lo público y lo privado, lo masculino y lo femenino, lo necesario y lo contingente
en que el hermafrodita existe) el que marca las fronteras de la sociabilidad, del
género como manera de catalogar; el que paradójicamente establece los
parámetros de la sexualidad normativa con su excepción inclusiva. En otras
palabras: el hermafrodita es, en efecto, cooptado, politizado, secuestrado en las
categorías del género; pero al consumarse este secuestro, lo que antes permanecía
en la periferia de la ley (en calidad de excepción, como pasto de la casuística
legal) poco a poco irá coincidiendo con su centro. De ahí se puede deducir el
estatuto plegable del hermafrodita, su existencia precaria, siempre pendiente
de una forzosa decisión – elegir genitales –, como paradigma de aquello que
después, en las formaciones sociales netamente capitalistas, llamaremos género:
la bisexualidad como opción, el cuerpo ambiguo como horizonte y como latencia,
elegir o actuar el sexo como manera de tener sexo, de ser sexo. Si para Judith
Butler, como señalamos arriba, el género es la repetición de una norma, ¿no es
este repliegue del hermafrodita, que lo fragmenta en dos mitades (su decisión
de actuar un sexualidad, su decisión de coincidir con ella) el gesto histórico
fundacional que la performance del género repite, la norma que forzosamente
sigue citando? ¿Es este proceso de “estilización repetida del cuerpo” (El género
98) un acto que subvierte el género o la afirmación misma de su lógica constitutiva,
tal y como se consolida en los siglos XVI y XVII a través de la sutura entre el
134 VICTOR PUEYO

deber ser y el libre albedrío, la norma y su excepción, en la figura del


hermafrodita?47
Dentro de las coordenadas teóricas de Homo sacer, la capacidad de decidir
sobre el sexo, patrimonio de ese estado de excepción que representa el
hermafrodita, se aparece como el momento matriz de una larga cadena de
acontecimientos a través de los cuales la noción género resulta aprehensible:
primero, produciendo un sistema binario como resultado inmediato de esa
elección; después, y en virtud del despliegue progresivo de ese régimen de
opcionalidad originalmente inscrito en (y posibilitado por) el cuerpo hermafrodita,
produciendo su fragmentación. En consecuencia, la indiferenciación, lejos de
ser una vía de escape con respecto al género, correspondería en el esquema de
Agamben a su destino final, al cumplimiento efectivo de una teleología declarada
en su génesis. Sobre el género pesaría, de acuerdo con esta hipótesis, la misma
aporía que lastra a las democracias liberales de occidente en la actualidad:
“aventurar la libertad y la felicidad de los hombres en el lugar mismo – la “nuda
vida” – que sellaba su servidumbre” (Homo 18). El gesto emancipador que trata
de subvertir los patrones de género (su viaje a la diferencia) es el eco rezagado
de aquel acto que los constituye, la historia vicaria de una (ex)pulsión que
necesita ser actualizada: el destierro de lo indiferente.
El planteamiento de Agamben no está exento, por supuesto, de múltiples
dificultades, empezando por la más obvia: ¿Qué es la “nuda vida”? ¿De qué
hablamos cuando hablamos de una vida desnuda? Desde el punto de vista
epistemológico, se trata de un concepto que permite operar “a la hegeliana”
(nuda vida/negación de su pureza/coincidencia de esta negación con el núcleo
duro de la nuda vida), donde la inversión de la tesis es más bien una especie de
puesta en cuarentena que no transforma, sino que, por el contrario, universaliza
el término positivo dado. Su efectividad dialéctica es evidente. El estatuto
ontológico de esta nuda vida ofrece, sin embargo, muchas más dudas. Parece
siempre al borde de convertirse en el síntoma de aquello cuya existencia misma
denuncia: la prueba palpable de que “nuestra política no conoce otro valor que
la vida”. Una vida, en efecto, desnuda, pero precisamente, por su apelación a
cierta pureza original, mucho más sintomática del carácter post-político de la
“vida” tras la llamada “muerte de las ideologías” que cualquier otra. En este
sentido, el concepto mismo de nuda vida corre el riesgo de aparecer como una
imagen borrosa (y algunos dirán que demasiado abstracta) de una realidad

47 En cierto modo, la hipótesis que resulta de aplicar el giro de Agamben a la problemática


de género contemporánea, dominada por el constructivismo, constituye una respuesta a la
pregunta radical que Butler plantea en Cuerpos que importan: “Si el género es la significación
social que asume el sexo dentro de una cultura dada […], ¿qué queda pues del sexo, si es que
queda algo, una vez que ha asumido su carácter social como género?” (22-23).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 135

históricamente irrecuperable, que en su intento de aprehender la esencia de “los


que no tienen voz” carece de otro contenido específico que el de su propia
estructura referencial. Las preguntas, sin embargo, se siguen agolpando aquí.
¿Cómo puede identificarse una vida desnuda? ¿Cuál es su arquitectura visible,
su constitución básica? ¿De qué lenguajes está hecha la vida de los que no tienen
lenguaje?

El género de lo irrepresentable: para leer a Dulcinea.


Cualquiera que sea la respuesta a estas preguntas, es evidente que no conviene
caer en la tentación de sustentarla en los límites nocionales de la categoría del
“sujeto”. Existe, como vimos, sobrada evidencia acerca de cómo no hay un
“sujeto hermafrodita” en el que un individuo pueda residir y actuar, mucho
menos existir legalmente, durante los siglos XVI y XVII. El hermafroditismo
constituía, en todo caso, un valor refugio, una condición transitoria que el
individuo (o habría que decir, el “dividuo”) en cuestión siempre estaba al borde
de ser forzado a abandonar. En este sentido, si el género consistiera en la
identificación de un sujeto con una serie de presuposiciones relacionadas, en
mayor o menor medida, con su aparato genital, deberíamos considerar al
hermafrodita no como una anomalía de género, sino como su verdadera condición
de posibilidad. No solo porque la identificación de un sujeto con su sexo que
requiere el género resulta conflictiva en un cuerpo doblemente sexuado, sino
sobre todo porque el momento en que finalmente se produce coincide con el
momento en que esta identificación deviene normativa. “Yo, Elena de Céspedes”
(letanía que Eleno se vería obligado/obligada a repetir en su descargo) es un
enunciado complejo: por un lado, supone la iteración del femenino gramatical,
que dota al sexo de nombre propio (yo soy Elena y no Eleno). Por otro, el “yo
femenino” que resulta de esta iteración solo es posible dentro de otra estructura
subyacente: la que establece la propiedad del yo como dispositivo posibilitador
del enunciado (Elena es yo). Atrapado en el embrión de esta estructura,
transmutado en un fetiche, el sexo pasa a convertirse también en un enclave de
ese campo simbólico de lo privado que las formaciones sociales mercantiles
habían hecho pensable como territorio exclusivo del yo. Ahora se puede – y se
debe – poseer un cuerpo y un sexo propio, de la misma manera en que uno/una
puede y debe poseer su fuerza de trabajo para venderla “libremente” en el
mercado. Ciertamente, el yo sexuado emerge “de las relaciones de género
mismas”, como Butler nota (Cuerpos 25), pero no estará de más completar esta
aseveración con una puntualización de orden histórico que Butler soslaya: tal
cosa solo sucede cuando estas relaciones están ya subjetivizadas; cuando Elena
de Céspedes, al decirse a sí misma como mujer, se ve obligada por el lenguaje
en que lo hace a plantear tal condición femenina dentro de la sustantividad
radical de su yo. Precisamente porque el género es al mismo tiempo “social y
136 VICTOR PUEYO

subjetivo” (“both social and subjective”), nos recordaba Teresa de Lauretis (3),
resulta arriesgado hablar de género antes de que las formaciones sociales
mercantiles empezaran a segregar su noción del sujeto privado, es decir, antes
de que el sexo pudiera considerarse como algo propio del sujeto sensu stricto.
No por casualidad, esta palabra (la palabra “género”) no hace apenas acto
de presencia en los textos médicos ni jurídicos de la época, cifrados como están
todavía en la jerga de un aristotelismo medieval.48 Tampoco en los literarios.
Cuando Quevedo maldice en su España defendida la manera en que los hombres
asumen “las galas” de las mujeres, deplora de manera muy explícita que esta
afición al travestismo torne borrosas las fronteras entre ambos: “Al fin hacen
dudoso el sexo, lo cual ha dado ocasión a nuevas pragmáticas, por haber
introducido vicios desconocidos de naturaleza” (124). François Soyer traduce
al inglés: “The end result is that their gender is uncertain and [this practice has
caused to appear] previously unknown vices, which has been the grounds for
the promulgation of new laws” (19). La palabra de Quevedo es, no obstante,
“sexo” y no “género” (“gender”). Entiendo que Quevedo se refiere con “sexo”
a aquello a lo que indudablemente nos referiríamos ahora como “género”, pero
precisamente por esta razón es importante preguntarse por qué es necesario
traducir el sexo a términos de género para hacerlo ideológicamente procesable.
Sería absurdo negar, a tal efecto, que siempre hubo una vinculación de los
agentes sociales con ciertos roles, normas de conducta y códigos penales
relacionados con la sexualidad. Pero dar por buena la existencia de una norma
de género sexual anterior a la existencia de la imagen hegemónica de un sujeto
libre que se identifica “libremente” con su sexualidad es, al menos, tan
comprometido como admitir el régimen de un género humano en la economía
simbólica del feudalismo, donde la diferencia estamental entre laboratores,
oratores y bellatores depende precisamente de su ausencia.
A principios del siglo XVII el hermafroditismo es el resultado de una
subjetividad en ciernes que aparece, ante nuestros ojos, como el espejismo de
una subjetividad fragmentada, aunque solo sea porque se faja en el encuentro,
la lucha y la mutua imbricación de dos discursos ideológicos contrapuestos: el

48 Naturalmente, aparece con distintos significados circunvecinos: el género como categoría


que engloba y encajona especies, el género como especie misma (esta confusión es muy interesante,
por ejemplo, en Covarrubias) y, cómo no, el género sexual propiamente dicho. Pero el género
sexual se refiere todavía al género de los sexos y no al género de los sujetos. En este sentido,
género y sexo son, a grandes rasgos, vocablos sinónimos todavía en el siglo XVII. Lo que el
autor de la época no entendería es la existencia de un concepto de género separado del concepto
de sexo, el género “en sí” o el “en sí” del género en expresiones como “violencia de género”
(violencia ejercida en razón del género, pero de ninguno en particular) o “discriminación por
género” (donde el género, más allá de ser un clasificador o discriminador, se convierte en la
razón universal de aquello que no se puede discriminar).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 137

del humanismo mercantilista y el del organicismo post-tridentino, a grandes


rasgos el discurso “renacentista” y el discurso “barroco”. Por eso prefiero hablar
de una vida en nudo antes que de una vida nuda. La posibilidad de pensar en
momentos de indeterminación que están ya determinados es, cuanto menos,
tan verosímil como la de imaginar una “vida desnuda” que precede a estas
determinaciones, si no mucho más fácil de justificar teóricamente. Pero este
nudo simbólico precisa tal vez de un ejemplo concreto que lo haga visible en
la práctica. Su imagen más acabada – o más inacabada, por lo que hace al caso
– es la de Dulcinea del Toboso.
Si nos preguntamos cuál es el género de la musa de Don Quijote, la respuesta,
recordará el lector, variará de acuerdo a la mirada de quien nos brinda su
descripción. Desde el punto de vista del hidalgo:

Su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la Mancha; su


calidad por lo menos ha de ser de princesa, pues es reina y señora mía; su
hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos
los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus
damas: que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del
cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes,
alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve,
y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según
yo pienso y entiendo, que solo la discreta consideración puede encarecerlas,
y no compararlas. (141)

Sancho, sin embargo, ve algo distinto. En el famoso episodio de Sierra Morena


(I, 25), Don Quijote asigna a su escudero la misión de llevar una carta a Dulcinea
que levante testimonio de las penitencias a las que se está sometiendo por ella.
Resignado, Sancho acepta la tarea, pero recuerda a Don Quijote que debería
conocer la identidad de Dulcinea (hasta entonces secreta ) para poder satisfacerla
con éxito. Al descubrir que la amada del hidalgo es, en realidad, una lugareña
conocida como Aldonza Lorenzo, Sancho exclama:

Bien la conozco —dijo Sancho—, y sé decir que tira tan bien una barra
como el más forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive el Dador, que es moza
de chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba
del lodo a cualquier caballero andante o por andar que la tuviere por señora!
¡Oh hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz! Sé decir que se puso un día
encima del campanario del aldea a llamar unos zagales suyos que andaban
en un barbecho de su padre, y, aunque estaban de allí más de media legua,
así la oyeron como si estuvieran al pie de la torre. Y lo mejor que tiene es
que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana: con todos se
burla y de todo hace mueca y donaire. Ahora digo, señor Caballero de la
Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras
138 VICTOR PUEYO

por ella, sino que con justo título puede desesperarse y ahorcarse, que nadie
habrá que lo sepa que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que le
lleve el diablo. Y querría ya verme en camino, solo por vella, que ha muchos
días que no la veo y debe de estar ya trocada, porque gasta mucho la faz de
las mujeres andar siempre al campo, al sol y al aire. (283-284)

La pregunta por el género de la dama es, obviamente, la pregunta por la


autenticidad de su rostro. ¿Cuál de las dos versiones es la versión auténtica, la
descripción petrarquista de esa doncella zurcida a partir de retazos de símiles
poéticos (la Dulcinea “femenina”) o la mujer hombruna a cuyos rústicos encantos
parece rendirse Sancho Panza (la Aldonza Lorenzo “masculina”)?49 En efecto,
podría afirmarse que Dulcinea es una idealización de la labriega real, Aldonza,
pero esto sería tanto como mantener que Aldonza es la inversión deformada y
carnavalesca de la Dulcinea original. Ambas cosas, por lo demás, son igualmente
ciertas. Salir de este atolladero no reviste poca dificultad. Tradicionalmente, la
crítica tiende a partir de la oposición entre lo empírico y lo trascendental para
posteriormente identificar a la Aldonza de Sancho (lo empírico) con la realidad
y a la Dulcinea de Don Quijote (lo trascendental) con el sueño caballeresco del
hidalgo. Así, Augustin Redondo no duda en afirmar que una dama “de carne y
hueso”, propietaria de una “terrena feminidad”, sirve como soporte a la
imaginación del caballero andante para imaginar a Dulcinea (“Los amores”
227). Redondo, que hace un esmerado trabajo de fuentes en la reconstrucción
del retrato carnavalesco de Aldonza, no parece poner en entredicho que este
retrato se corresponda con un supuesto original. La caracterización grotesca
de la campesina es, en efecto, la arcilla discursiva con la que se modela una
cierta – y por lo demás novedosa – literalidad, pero el crítico francés no distingue
entre esta literalidad y su carácter discursivo.
Roberto González Echevarría, por su parte, imprime un giro kantiano a
esta lectura. Para Echevarría, Aldonza Lorenzo es “el objeto puro, asexuado
del deseo” que Dulcinea (la ley) reprime, haciéndolo virtualmente inaccesible.
Echevarría aduce que el derecho de pernada ya no se aplicaba a principios
del siglo XVII. De haber querido tomar el amor de Aldonza por la fuerza,
Alonso Quijano habría tenido que asumir una serie de riesgos: “Such a case
would have ended in a settlement in which Alonso would have been forced
either to marry Aldonza or to improve her dowry to make her marriageable

49 Recuérdese que la novela de Cervantes abunda en episodios de travestismo, en una u otra


dirección. Asumen la apariencia del sexo opuesto Dorotea (I, 28); Claudia Jerónima (I, 60); una
joven en la ínsula Barataria (II, 49); Ana Félix (II, 63); el cura (I, 28); el paje del prócer haciendo
de Dulcinea (II, 35); el mayordomo del duque en su papel de “dueña dolorida” y sus doce doncellas
(II, 36-38); don Gaspar Gregorio (II, 63) y el hermano de la mencionada joven en la ínsula
Barataria (II, 49). Ver Redondo (En busca 126).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 139

despite her lack of virginity” (43). Convertirla en Dulcinea, arguye Echevarría,


equivale a producir una barrera imaginaria que suprima o desplace el deseo,
que eluda o aleje la fascinación por la crudeza de un cuerpo que cancela la
diferencia con su mera presencia indecisa. Esta metamorfosis (de la mujer
viril y rozagante a dama imaginada) es un efecto de la misma Ley que produce
a Don Quijote. No en vano, Alonso Quijano se podía convertir en don Quijote
a través y solo a través de la aceptación y el cumplimiento de las reglas que
le imponía su vasallaje amoroso con respecto a Dulcinea. Esta lectura de
Echevarría, que pasa de puntillas por el Freud de la sublimación, es mucho
más completa y refinada que la de Redondo, más sugestiva, sin duda, pero se
queda muy corta en el desarrollo de su implícita vocación psicoanalítica. No
resuelve la paradoja de que sea precisamente la ambigua representación de
esas primitivas fuerzas del deseo (“primal forces of desire” 43) lo que Aldonza
Lorenzo encarna en Don Quijote. Difícilmente podremos identificar a la
campesina con lo inexpresable, lo reprimido (el Id o lo Real en Lacan) cuando
lo que se supone imposible de representar o simbolizar es exactamente aquello
que está representado o simbolizado. Todavía se podría decir más a este
respecto: ninguna representación de la dama del hidalgo es más eficiente, más
detallada, más sinceramente brutal que la representación de Aldonza Lorenzo,
siquiera como parodia de una (ma)lograda descriptio puellae en los labios de
Sancho. Durante todo este capítulo, por lo demás, he mostrado cómo la
representación de esta fuerza ambigua distaba mucho de ser inusual, sustentada
como lo estaba en el hechizo que el cuerpo hermafrodita seguía ejerciendo
como paradigma de una sexualidad posible.
El mejor ejemplo de este hechizo en Don Quijote es, seguramente, la primera
ilustración conocida de los personajes de la novela de Cervantes. Se trata de un
grabado de Andreas Bretschneider con fecha de 1613 e incluido en la miscelánea
de Tobias Hübner, Cartel, Auffzuge, Vers and Abrisse, publicada en Leipzig en
1614. El grabado (figura 15) nos muestra un desfile carnavalesco de los principales
protagonistas de Don Quijote, acompañado de algunas glosas en prosa y verso
(fols. 25-40).50 Encabeza la procesión un enano a caballo con un cornetín. Le
siguen el cura portando un molino y el barbero, que levanta un enorme tonel.
Después, por este orden, “la sin vor [sin par] Dulcinea”, Don Quijote, Sancho
Panza, “la linda Maritornes” y un carro que transporta lo que semeja una réplica
de la posada/castillo de la novela, con otro enano encaramado a su torre. Que

50 El primero en llamar la atención sobre este grabado fue Anthony G. Lo Ré en una nota
publicada en la revista Cervantes. Su lectura (el semblante lánguido y cabizbajo de Don Quijote
en el grabado demuestra que la novela fue recibida como algo más que una obra de burlas) obvia,
por lo demás, que esta seriedad es inherente a la lógica misma del carnaval, a la ambivalencia
jánica e indecisa de un “semblante”.
140
VICTOR PUEYO

Figura 15. Dulcinea andrógina de Andreas Bretschneider (1614).


LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 141

Dulcinea sea tópicamente la sin par Dulcinea puede leerse de dos maneras
distintas: por un lado, está claro que subraya el hecho irónico de que Aldonza
Lorenzo es una mujer común, una más como cualquier otra o incluso la más
común de todas (y de ahí que no tenga par). Por otro lado, si algo caracteriza
su existencia en la novela es que sí lo tiene: Dulcinea es el par de Aldonza
Lorenzo y viceversa. Lo normal habría sido encontrarlas desfilando por separado
y, sin embargo, lo que nos confía esta primera representación alemana del elenco
de la novela es una imagen sintética de ellas: una Dulcinea considerablemente
virilizada a la par que una Aldonza dulcificada por las galas de una dama de
corte, ambas reunidas en un mismo cuerpo. Su aspecto, como el de Maritornes,
no difiere en absoluto del prototipo de maravilla hermafrodita que constituían
Brígida del Río o Magdalena Ventura; antes bien, exhibe orgullosa todos sus
rasgos constitutivos. A la luz de esta ilustración, cabe aventurar que el problema
no es que exista una esencia indeterminada, espacio de anomia o vida desnuda
que no puede ser traducida a la representación por el nivel simbólico del lenguaje;
el problema es, más bien, que hay dos niveles simbólicos entrecruzados, dos
canales ideológicos a través de los cuales la dama de Don Quijote/Alonso Quijano
está siendo representada de manera alterna (a veces Aldonza, otras Dulcinea)
y cuyo cruce hipotético es el cuerpo hermafrodita. Esta imagen funciona como
una especie de expectativa que rara vez se realiza plenamente, pero que se
insinúa de manera fugaz en ilustraciones tan explícitas como esta.
Los dos canales que la conforman deberían ser fácilmente identificables para
el lector de la época e incluso para el lector contemporáneo. Por un lado, Dulcinea
“sale” directamente de la descomposición del código petrarquista, que había
sido ciertamente no solo un código poético, sino también una manera de ameritar
la capacidad letrada de los administradores, burócratas, juristas, legisladores,
corregidores del nuevo aparato público del estado absolutista. El ejercicio de
las letras, como es sabido, era uno de las pocas vías disponibles para escalar
peldaños en el organigrama estamental de la España de los Habsburgo. Por eso
Sancho quiere ser político, gobernador de una ínsula, cortesano parvenu;
miembro de ese estado hipertrofiado que a duras penas trataba de adaptarse a
lo que Immanuel Wallerstein llamó, hace tiempo, “mercado-mundo”.51 Pero
sobre todo y ante todo es un código, una norma, horma o forma como la que
Aristóteles identifica con lo fálico-masculino. En este sentido, el resultado de
“arrancar” de cuajo este código es el burócrata ignorante en política (Sancho,
que se comunica a base de eructos y toscos refranes) y la dama grotesca, material,
deforme en poesía (Aldonza Lorenzo). El lenguaje en que está escrita Dulcinea

51 “Posteriormente se han podido cerrar esos Estados, pero sólo de una manera efímera,
porque en verdad el mercado ha sido siempre y desde el principio el mercado de toda la economía-
mundo en su conjunto […] desde el siglo XVI hasta hoy” (233-234).
142 VICTOR PUEYO

es un lenguaje que acompañaba y daba forma, además, a un proyecto nacional


que Cervantes no podía sino considerar agotado. Cuando este lenguaje falta,
sin embargo, lo que queda no es el vacío de lo irrepresentable, sino otro lenguaje
que rápidamente acude a codificarlo; en este caso, el lenguaje que – a falta de
mejor nombre – solemos llamar “barroco”.
Si este lenguaje es o no el lenguaje de la decepción ante el fracaso de este
proyecto es algo que solo incumbe a la retórica sentimental de una historiografía
caduca. Lo importante es que la Aldonza Lorenzo que nos brinda Cervantes
no es la versión desencarnada de un deseo puro y asexuado, sino, antes bien,
lo contrario: su carne. Aldonza está representada como la materia que en el
hilemorfismo aristotélico se había venido identificando con lo femenino y que
se corresponde, grosso modo, con el mórbido existir de la dama barroca.
Cuando aparece, se trata una y otra vez de esa mujer cuyo cuerpo es carne,
cuya alma es carne: la venus barroca de Rubens, la monstrua Eugenia de Juan
Carreño de Miranda, vestida con su propio cuerpo. Incluso la Maritornes de
Don Quijote pertenece, en justicia, a esta nómina de mujeres carnavalescas.
En todas ellas se pueden leen las huellas del discurso post-tridentino, donde
la dama inflada o reducida a mero cuerpo se presenta como el significante de
una ausencia, la del cuerpo femenino mismo como apariencia (cuerpo falso,
carne, corteza) que esconde una apremiante masculinidad. Antes que explicarla
como imagen mítica de lo indiferenciado o alegoría del deseo “en crudo” (lo
Real inexpresable de Lacan que la Ley reprime y simboliza), habría que
reconocer primero que Aldonza Lorenzo representa también a esa criatura
precaria y heterónoma que es en el siglo XVII español, antes que una mujer,
el emblema de su propia inexistencia. Al hacerlo, sin embargo, la pregunta
inicial sigue sin contestar: si Aldonza Lorenzo también es, tanto como Dulcinea,
un “ideal” de mujer, ¿cuál es el género de la amada de Don Quijote? ¿Cuál es
su realidad sexual?
Regresemos al momento en que emergía la descripción de Sancho. Se
trataba del capítulo veinticinco de la primera parte. Don Quijote había decidido
hacer penitencia en honor a su amada imitando al Beltenebros del Amadís de
Gaula. La penitencia, sin embargo, carece de sentido si Dulcinea no tiene
constancia de que Don Quijote se la está dedicando. Sancho es el encargado
de llevar una carta que así lo atestigüe a una mujer que, por lo demás, no
existe. A sabiendas de la dificultad que entraña esta empresa, Don Quijote le
ofrece tres pollinos como recompensa por el servicio, para lo cual accede a
firmar una libranza, dirigida a su sobrina, a cuyo cargo Sancho podrá hacer
efectivo el pago. El momento de estampar la firma, sin embargo, resulta
inexplicablemente embarazoso. La carta de amor a Dulcinea no supone mayor
contratiempo, porque, según el hidalgo, nunca se vio que los caballeros
andantes firmaran las cartas que escriben a sus dueñas. En cualquier caso,
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 143

acaba firmando como “El Caballero de la Triste Figura”. En cambio, cuando


tiene que hacer lo mismo con la libranza, Don Quijote reacciona así:

—Buena está —dijo Sancho—, fírmela vuestra merced.


—No es menester firmarla —dijo don Quijote—, sino solamente poner mi
rúbrica, que es lo mesmo que firma, y para tres asnos, y aun para trecientos,
fuera bastante. (287)

¿Por qué iba a negarse a firmar el caballero, cuando ya lo había hecho con
la carta de amor que acompañaba a la libranza? La respuesta de Gonzalo Torrente
Ballester es aguda. Una carta de amor es perfectamente inocua, pero:

Un documento comercial, letra de cambio o carta de pago, es de las cosas


más serias y reales, aunque abstractas, que existen: efectivo si se cumplen
en él ciertos requisitos, inútil y sin valor en caso contrario. Uno de los
requisitos sine qua non es la firma ¿Con qué nombre va a firmar don Quijote
“la prima de pollinos”? ¿Como “el Caballero de la Triste Figura”, al modo de
la destinada a Dulcinea o, por lo menos, como “don Quijote de la Mancha”?
No, porque en ninguno de los dos casos tendrá valor el documento, ya que
el uno y otro nombres son entes ficticios y el «librador» lo sabe. ¿Signará
entonces como “Alonso Quijano”, propietario de los pollinos, única firma
que confiere al documento la totalidad de sus efectos? Si lo hace reconoce
implícitamente que no es don Quijote ni el Caballero de la Triste Figura
más que a modo de juego; y, al hacerlo, destruirá con los dos trozos de su
nombre, ante el único testigo que le importa, toda la máquina fantástica que
ha urdido, así como todo su pasado y todo su futuro. (122-123)

El episodio deja en el aire toda certeza sobre la locura y la cordura del hidalgo
y suspende, de paso, la oposición entre Don Quijote y Alonso Quijano. Un
garabato – la rúbrica – es la solución de compromiso que mantiene la tensión
entre ambas polaridades. Es, ciertamente, la misma tensión que hace hablar al
narrador Cide Hamete Benengeli, en tantas ocasiones, como si fuera el narrador
de una novela de caballerías, o la que impide discernir las líneas del rostro
(emborronadas, confusas) de la musa de la primera novela moderna. Este
garabato es lo Real, la maraña en que se enredan las anatomías superpuestas
de Dulcinea y Aldonza, su convivencia en un régimen binario de incertidumbre.
De acuerdo con los modelos que provee el discurso médico-jurídico del siglo
XVII, resulta crucial entonces distinguir entre la representación de una mujer
hombruna (el hermafrodita plegado) y la presentación de lo indecidible en tanto
potencia monstruosa (el hermafrodita desplegado), en tanto excepción destinada
a producir un nuevo marco de referencialidad. Si la primera es Aldonza Lorenzo,
la segunda es su disposición geminada en las figuras de Aldonza y Dulcinea,
144 VICTOR PUEYO

donde la dificultad de postular un cuerpo auténtico coincide con nuestra


incapacidad para decidir sobre la verdad de su sexo. No cuesta admitir que
ambas lógicas se ajustan a una descripción barroca del cuerpo. La noción de
barroco como ámbito jurisdiccional de la “cultura de una época” se revela, no
obstante, insuficiente para revelar el alcance de las formas que le son propias.
Solo puede, acaso, aplastar los matices de la imagen, desfigurar la diferencia
existente entre su momento policial y su momento político, entre su carácter
de síntoma y la reorganización del síntoma en un nudo de posibilidades que
desafían cualquier estatuto de determinación.
La lógica de la vida en nudo es la lógica biopolítica de la contradicción entre
dos ideologías a principios del siglo XVII. Su doble valencia sexual concierne
a la dificultad que plantea la separación de lo público y lo privado en su seno.
En ausencia de espacios y formas de vida privadas, la emancipación de lo
privado (en este caso, de la sexualidad privada) se contiene en los límites de un
sexo-otro que habita el sexo, facilitando una instancia de mediación que resiste
a las tendencias modernizadoras, pero que al mismo tiempo las hace posibles
en su formato actual: el hermafrodita. Era su propia forma geminada, su propio
carácter disociable, lo que permitía pensar la sociabilidad como un pacto bilateral
entre dos socios (y no, por ejemplo, como una multitud de lazos multidireccionales
que se entrecruzan para conformar una comunidad). No es nada que deba
extrañarnos, por las razones ya explicadas en los anteriores capítulos. La
producción de una subjetividad plena pasaba por un proceso de fragmentación
de realidades que no eran todavía, naturalmente, subjetivas, puesto que no eran
todavía separables de una casuística del cuerpo. El supuesto hermafrodita es
otro ejemplo de este proceso, quizá uno de los más aterradoramente nítidos.
Significativamente, la indecisión como posibilidad inscrita en el cuerpo
hermafrodita, como planteamiento de una sexualidad común, es atacada desde
todos los frentes.52 El hecho de que así sea muestra a las claras que el
corporativismo estamental no iba a ser capaz de pensar la subjetividad más allá
de los contornos estrictamente corporales que había hecho suyos. El sujeto era,
tal vez, un mal menor de cara a solucionar el conflicto que suponía la presencia
de cuerpos equidistantes dentro de un cuerpo que pertenece a todos ellos por
igual. Su irrupción es la secuencia de cierre de una escena que no podía continuar.
Como la escena que describe el baño de Dorotea en el capítulo veintiocho de
la primera parte de Don Quijote, el tiempo del hermafrodita transcurre en una

52 Mientras Quevedo insiste en caracterizar a su enemigo Góngora (el poeta del hipérbaton,
el poeta invertido) como poeta hermafrodita, Cascales valora así en sus Tablas poéticas de 1617
el género mixto de la tragicomedia: “ni son comedias, ni sombra de ellas. Son unos hermafroditos,
unos monstruos de la poesía […]. Son Tragedias dobles, que es tanto como decir malas Tragedias,
y aun este nombre les doy de mala gana, porque tienen muy poco de sujeto trágico con que se
ha de mover a misericordia y miedo” (194).
LA INVENCIÓN DEL GÉNERO 145

especie de indecisión posibilitadora. Dorotea había huido de la casa paterna


disfrazada de mancebo. Ese disfraz (que poco a poco irá adhiriéndose a su piel,
confundiéndose con ella) consigue engañar al cura, al barbero y a Cardenio.
Ocultos tras unas peñas, los voyeurs la observan en silencio mientras se baña.
El narrador describe sus miembros blancos, sus pies y sus manos, sus cabellos.
¿Qué hacen los tres hombres escondidos? ¿En términos de qué podemos explicar
su fascinación? Hay una especie de silencio, un instante congelado en la escritura.
Solo Cardenio consigue susurrar al oído del cura que, sin duda, debe de tratarse
de un ángel.53 Pero esta situación no puede prolongarse y Dorotea rompe el
hechizo agitando su larga cabellera, revelándose como la mujer que ninguno
de ellos había acertado a desear. Los papeles han sido repartidos, las cartas
entregadas. Todos celebran, ahora sí, la belleza de Dorotea. De ese momento
en que se diluye una tensa y ambigua fantasía erótica surge el género.

53 “Esta, ya que no es Luscinda, no es persona humana, sino divina” (318). No tiene demasiado
sentido que diga que no es Luscinda (su amada, supuestamente incomparable) si lo que quiere
implicar no es que se podría comparar a ella de ser una mujer. Redondo secunda esta lectura:
“Se crea una tensión erótica difícilmente aguantable porque además parece como si dichos
mirones estuvieran contemplando un esbozo de la corporeidad del andrógino primitivo” (En
busca 127).
4

Cuerpos bilocados

De la Dama Azul a Sor Juana Inés de la Cruz

María Coronel (después conocida como María de Jesús de Ágreda) nace en 1602
en el seno de una familia noble venida a menos, de conspicua vocación religiosa
y, muy probablemente, de origen converso.1 De su infancia suele recordarse la
fuerte impresión que le produjo el estreno de una comedia de Lope de Vega, que
habría tenido lugar tras la procesión de Corpus Christi en Ágreda y que su propio
padre, Francisco Coronel, habría comisionado para el consistorio. Corría el año
1609 y esta obra profética era El Nuevo Mundo descubierto por Cristóbal Colón.2
La infancia de María transcurrirá con normalidad en adelante hasta que, pocos
años más tarde, contemple un giro drástico. Su madre, Catalina de Arana, decide
acometer la empresa – según ella revelada – de fundar un convento concepcionista
en la propia localidad de Ágreda. Allí ingresaría en 1618 junto con sus dos hijas
y otras monjas, descalzas y calzadas, de la orden carmelita. La vocación de María
era, ciertamente, una vocación heredada, pero esto no impidió que se manifestara
en tempranas “exterioridades”. Al contrario; incluso antes de tomar el hábito,
María ya sufría los primeros raptos y las primeras tribulaciones místicas.
Sobresalen, entre ellos, los ejercicios de levitación que le llevarían a escribir el
Tratado de la redondez de la tierra, verdadero atlas visual de los cuatro continentes
conocidos, cuyos valles, montañas y razas monstruosas son descritos por la joven
desde un firmamento hasta el que dice haberse elevado en sueños.3 Tenía quince

1 Ver Colahan (The Visions 34-41). Sobre la biografía de la monja, me remito a Kendrick a
y Fedewa. Pueden consultarse también los trabajos de Pierotti, Suárez Fernández, Fernández Gracia,
Ferrús Antón y los artículos de Hickerson, Donahue, Morte Acín, Kate Risse y Rima de Vallbona.
2 Peña García (293).
3 El Tratado fue declarado apócrifo por la Sagrada Congregación de la Romana y Universal
Inquisición (hoy Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe) el 20 de marzo de 1762. Es
improbable que lo sea. Colahan lo traduce junto con otro texto de polémica atribución, el Tratado
de la mapa y discreción breve de los orbes celestiales desde el cielo Impírico hasta el centro de
tierra (The Visions 47-91); Mónica Díaz y Grady Wray están preparando una edición crítica de
estos textos. Sobre el último y sobre el problema de la autoría de los textos dudosos en general,
véase también Marco Frontelo (651-652).
148 VICTOR PUEYO

años y este era su primer viaje a América sin salir del convento, pero no sería
ni mucho menos el último.
Poco después, María Coronel revelará a su confesor, Juan de Torrecilla,
que podía dar gran detalle de la vida salvaje, f lora y fauna de las regiones
que hoy conocemos como Nuevo México, Texas y Arizona. Allí llevaba
desplazándose, no en vano, desde 1620, en viajes sucesivos durante los
que había podido aproximarse a los indígenas y llamarlos por el camino
de la fe. Lo había hecho, otra vez, sin salir del convento. Rápidamente el
rumor sobre este hecho extraordinario se extiende (la discreción no debía
de estar entre las mejores virtudes del padre Torrecilla) hasta alcanzar en
1622 los oídos del ministro general de la Orden de San Francisco, Bernardino
de Siena, que andaba por casualidad de visita en Ágreda. La reacción
tardaría en producirse. Hasta 1626 no llegará una carta con matasellos de
Madrid a las manos del arzobispo de México, Francisco de Manso y Zúñiga.
Trae noticias de la monja, cuya historia debió de fascinar a Manso. Tanto
fue así que el arzobispo enviaría inmediatamente una expedición de treinta
frailes en busca de todas aquellas tribus indígenas con las que sor María
de Jesús podría haber entrado en contacto. La tentativa de seguirle el rastro
en América a una monja que, de hecho, seguía encerrada en su convento
de Soria podría parecer en sí misma bizarra, pero se vería superada por
los acontecimientos cuando, de repente, un nuevo testimonio entrara en
escena. El testimonio llegaba desde Nuevo México. Fray Alonso de
Benavides, misionero instalado junto al lecho del Río Grande desde finales
de 1625, relata en su Memorial de 1630 que una delegación de la tribu de
los indios jumanos, oriundos de la moderna Texas, se había aproximado
en 1629 a su misión de San Antonio de Isleta, cercana a Albuquerque,
portando crucifijos y exigiendo su bautismo. No era la primera vez que la
visitaban; en varias otras ocasiones habían intentado que los franciscanos
enviaran a un fraile a su asentamiento con la excusa de vender pieles de
búfalo. En todas ellas habían recibido un no por respuesta. Pero esta vez
sucedió algo inesperado:

Antes que [se] fuesen, preguntando a los indios que nos dijesen la causa
por que con tanto afecto nos pedían el bautismo y religiosos que los fuese
a dotrinar, respondieron que una mujer como aquélla que allí teníamos
pintada (que era un retrato de la Madre Luisa de Carrión) les predicaba a
cada uno dellos en su lengua que viniesen a llamar a los padres para que los
enseñasen y bautizasen, y que no fuesen perezosos; y que la mujer que les
predicaba estaba vestida ni más ni menos como la que allí estaba pintada,
pero que el rostro no era como aquél, sino que era moça y hermosa. Y
siempre que venían indios de nuevo de aquellas naciones, mirando el retrato
y confiriéndolo entre sí, decían que el vestido era el mismo, pero que el
EL CUERPO GEMINADO EN LAS VIDAS SANTAS 149

rostro no, porque el de la mujer que les predicaba era de moça y hermosa.
(158-159)4

Manso había encontrado por fin a su monja capaz de bilocarse en dos


cuerpos. Es cierto que el relato de Alonso de Benavides es un relato
sospechoso de manipulación.5 Benavides era, sin duda, un hombre ambicioso.
En su hoja de méritos personal, un milagro habría contribuido a acercarle
a ese futuro arzobispado de Nuevo México del que se sentía legítimo acreedor.
Nunca lo consiguió, pero Benavides no escatimaría esfuerzos para publicitar
su labor pastoral y la de la Custodia de Nuevo México. Con este fin escribió
el Memorial de 1630, un texto netamente propagandístico dirigido a Felipe
IV y al Consejo de Indias; y con ese fin, también, lo revisó y modificó en
1634, exagerando algunos detalles y aclarando otros, como que ya estaba
al tanto de la supuesta bilocación de sor María de Jesús antes de interrogar
a los jumanos y antes, por tanto, de que admitieran que la religiosa había
intercedido en su conversión (138).6 Si alguien pudo reprocharle esta
significativa omisión o si fue el propio Benavides quien prefirió presentarse
como el inductor de todo este entramado, es algo que carece de verdadera
importancia. Por más que su intervención fuera determinante, el interés
personal de Benavides no era sino parte de un tejido de fuerzas mayor que
lo incluía y lo excedía, que lo impulsaba y que finalmente lo desposeía de
nuevo. Lo que para muchos colonos protestantes del norte de América era
una transacción individual (“finders keepers”), en el Imperio español tenía
que pasar por una serie de complicados tamices institucionales, incrustarse
en estructuras burocráticas existentes, rellenar los huecos de un abigarrado

4 Cito de la edición de Hodge y Lummis (traducción de Edward Ayer), que es la única que
reproduce el Memorial original en castellano y en formato facsimilar. La paginación corresponde
a los folios 86 y 87 del texto. Otras ediciones críticas, siempre traducidas al inglés, son la de
Lynch (traducción de Peter Forrestal) y la más reciente de Morrow (traducida por él mismo).
5 El fraile portugués debía de saber de antemano de las supuestas visitas de la monja a
Nuevo México, porque los treinta frailes que se habían desplazado desde España a la capital
azteca en 1627 habían llegado a San Antonio de Isleta, acompañados por Esteban de Perea, ese
mismo año de 1629. No es extraño que alguno de estos frailes hablara con Benavides y le explicara
su propósito, que no era otro que verificar que sor María Jesús se había aparecido corporalmente
en algún lugar cercano. A partir de una serie de descripciones peregrinas y sin apenas conocer
la geografía de la región – no hubo colonias al norte de México hasta 1598 – los treinta frailes
se habían aventurado en la busca de tribus acaso imaginadas por la monja (chillescas, guismanes,
aburcos), hasta que finalmente habían dado con la misión de Benavides. Semejante viaje exigía,
después de todo, algún tipo de resultado. Si este entendimiento se produjo, Benavides habría
podido manejar el testimonio de los jumanos a placer, cumpliendo los designios de una monja
que, encerrada a miles de leguas de distancia, ignoraba que el milagro se había consumado.
Véase Kendrick (31) y Colahan (The Visions 102 y siguientes).
6 Utilizo la edición del Memorial revisado de Hodge, Hammond y Rey.
150 VICTOR PUEYO

mapa jurisdiccional. En medio de este cruce de vectores, pero también bajo el


fuego amigo de una encarnizada competencia entre órdenes religiosas, la
producción del milagro se había convertido en un asunto de la orden franciscana.
No por casualidad, fue el propio Bernardino de Siena, su ministro general, el
que exhortó a Benavides a que viajara a Ágreda, en compañía del también
prelado Sebastián Marcilla y del confesor Francisco Andrés de la Torre, para
entrevistarse con sor María de Jesús, lo que sucedió en abril de 1631. Sor María
se mostró remisa al principio. Habían pasado ocho años desde que las supuestas
bilocaciones tuvieran lugar y conocía de sobra los riesgos que entrañaba arrogarse
poderes sobrenaturales ante el Santo Oficio. Terminó sucumbiendo, sin embargo,
a las preguntas capciosas de su entrevistador, atrapada en una red de insinuaciones
que daban forma, acaso, a sus más secretos deseos.7 Su versión inicial de lo
sucedido se parece demasiado a la versión que Benavides habría deseado escuchar,
como Benavides mismo confirma a sus compañeros de la Custodia de Nuevo
México en una carta fechada pocos días después y que luego aparecería reproducida
en la biografía del también misionero y divulgador franciscano Junípero Serra:

Me dijo esta bendita madre que había asistido conmigo al Bautismo de los
Pizos y me conoció ser el mismo que allí vio. Asimismo asistió al padre
Fray Cristóbal Quirós a unos bautismos, dando las señas verdaderas de su
persona y rostro, hasta decir que, aunque era viejo, no se le echaban de ver
las canas, que era carilargo y colorado de rostro; y que una vez estando
el padre bautizando en su Iglesia, iban entrando muchos Indios y se iban
amontonando a la puerta y que ella por sus mismas manos los iba empujando
y acomodando en sus lugares para que no se estorbasen; y que ellos veían a
quién los empujaba y se reían cuando no veían quién lo hacía. (Palou 334)

La carta incluye otros datos fantasiosos, como la certera descripción del


“capitán tuerto”, que encabezaba la delegación de los indígenas a San Antonio
de Isleta, o como los pormenores del martirio al que la propia sor María habría
sido sometida en el reino de Titlas o Texas, mientras trataba de evangelizar a
sus traviesos nativos. A modo de acta notarial de la entrevista, una carta que
encarecía la labor de la Custodia de la Conversión de San Pablo en Nuevo
México fue firmada por la monja. Con el tiempo sería esta firma la que

7 Es imposible saber hasta qué punto la religiosa se “dejó llevar” por los cantos de sirena
de una cuanto menos navegable agenda franciscana. Algunos críticos como Kessell le reservan
un papel más activo en la gestión del milagro, basándose en lo mucho que el empujón
publicitario habría ayudado a recaudar fondos para ese refugio de clausura del que ya era
abadesa: “Was fray Alonso leading the witness, or did the youthful abbess go along willingly?
His story, after all, lent priestly validation to her earlier experiences, and the publicity was
good for fundraising” (127).
EL CUERPO GEMINADO EN LAS VIDAS SANTAS 151

“incriminaría” a Sor María de Ágreda en un caso que no pasaría desapercibido


al Santo Oficio. En abril de 1635 un tribunal favorable, que incluía a los propios
Marcilla y De la Torre, exonera a la religiosa fallando que Benavides había
obrado en todo momento por su cuenta. Sospechaban, o querían sospechar, que
sor María de Jesús había firmado un papel en blanco. Pero trece años después,
en 1648 y bajo el auspicio del implacable Diego de Arce, se reabre el proceso,
esta vez a cuenta de la implicación de sor María de Jesús en una presunta
conspiración del duque de Híjar contra el rey.8 En esta ocasión, el interrogatorio
se prolongará durante diez días y fructificará en una carta que sor María remite
a Pedro Manero, nuevo ministro general de la orden. En este informe, sor María
desmiente las exageraciones de Benavides (San Miguel y San Francisco nunca,
arguye, la llevaron físicamente en volandas a tierras americanas), pero no niega
en ningún momento haber experimentado visiones, haber interactuado con los
indígenas del Nuevo Mundo o haberles ofrendado un rosario que, misteriosamente,
había desaparecido del convento.
Sor María no tenía ninguna necesidad de ocultar estas exterioridades, como
gustaba de llamarlas, más allá de lo estrictamente necesario. Al fin y al cabo,
gozaba del favor de un valedor muy especial. Tras la celebración del primer
amago de proceso en 1635, el propio Felipe IV se había interesado por su
desenlace y, poco después, de camino al frente de Francia, había visitado a la
religiosa en Ágreda. Este vis-à-vis marcaría el punto de partida de una relación
epistolar que se prolongaría durante décadas, relación por la cual sor María de
Jesús ejercería en lo sucesivo como guía espiritual, asesora política e incluso
consejera militar del monarca desde el anonimato del convento. Resulta
comprensible, pues, que el nuevo proceso fuera abortado en sus prolegómenos
por falta de pruebas; mucho más teniendo en cuenta que, mientras el proceso
avanzaba, la monja estaba narrando su transcurso en secretas, cautelosas
misivas al rey, cartas que, por descontado, nunca verían la luz. En cualquier
caso, si la vista no tuvo mayores consecuencias, el interés por las bilocaciones
de sor María de Jesús de Ágreda no se extinguiría, ni mucho menos, aquí. En
fecha tan lejana como el 12 de abril de 1746, un documento firmado en el
Presidio de San Felipe por Fray Carlos Delgado recoge el testimonio de varios
padres jesuitas que afirmaban haber visto a sor María merodeando por las
vertientes del Moqui (actual noreste de Arizona), repartiendo rosarios y crucifijos
entre los indígenas de la comarca y vestida con el mismo sayal azul que había
vestido más de un siglo atrás. Es solo, por lo demás, un ejemplo de esa larga

8 Por el mero hecho de contestarle a una carta negándole su apoyo. Para una exploración
más extensiva de este proceso, consúltese Colahan (“María de Jesús” 161-170), Fedewa (167-195)
y, como fuente “primaria” en general, el volumen de Royo, que tuvo tiempo de resumir el
contenido del interrogatorio en 1914, antes de que el informe se evaporara misteriosamente.
152 VICTOR PUEYO

estela de avistamientos que la figura de sor María de Ágreda dejó tras de sí


como su más reconocible legado.9
Hasta aquí la radiografía histórica de un caso “típico” de bilocación. La
pregunta, en este punto, resulta obvia: ¿es el caso de María Coronel una excepción
en el archivo de la vida española, conventual o no, de principios y mediados
del siglo XVII? La respuesta es tajantemente negativa. Si algo sorprende acerca
del relato de María es, de hecho, el habitual tratamiento monográfico que se le
concede en base a su supuesta excepcionalidad. Una simple cala en el archivo
muestra que la tendencia de las religiosas a “bilocarse” no era extraña al
imaginario europeo de los siglos XVI y XVII. Desde San Francisco de Asís o
San Antonio de Padua hasta referentes más cercanos en el tiempo como el
navarro San Francisco Javier, apóstol de Indias, la bilocación nutría con frecuencia
el repertorio de milagros del corpus cristiano. Lo hacía como un fenómeno
mixto, si no predominantemente masculino. Todavía a principios del siglo XVII
destaca el monje italiano Giuseppe di Cupertino, que no solo se bilocaba dentro
y fuera de las paredes de su celda, sino que acostumbraba, según es fama, a
interrumpir por sorpresa los cantos del coro monasterial con sus frecuentes
vuelos y levitaciones (San José de Cupertino es hoy día en Italia el patrón de
los astronautas y los pasajeros aéreos).10 A partir de ese siglo, sin embargo, lo
que la evidencia refleja es que los casos de bilocación se multiplican
exponencialmente y que lo hacen, sobre todo, entre las religiosas de clausura.
El duque de Maura llegaría a notar que “pululaban […] en monasterios y
conventos monjas histéricas, monomaníacas y aun esquizofrénicas, que, de
buena o de mala fe (pues de todo hubo) se decían depositarias de secretos
celestiales” (82-83). Su comentario es tan desafortunado como puede serlo, pero
cometeríamos un error si nos dejáramos llamar a escándalo por su paternalismo
y no nos lo tomáramos completamente en serio. Si bien es improbable que un
brote masivo de esquizofrenia en los cuadros conventuales de la España
finisecular fuera la causa, el hecho es que muchas siervas de Dios empezarían
a desdoblarse al entrar el nuevo siglo y lo seguirían haciendo a partir de ese
momento. Luisa de Carrión, María de León Bello, Ana de los Ángeles o Úrsula

9 El documento fue rescatado y reproducido por Rima de Vallbona en 1988 (162). Los
moqui, también conocidos como hopi, son una de las tribus en cuya busca parten los padres
comandados por Perea. La primera misión no fue establecida, de hecho, hasta su llegada en 1629.
Era un pueblo particularmente hostil y reacio a la cristianización. En 1680 se rebelarán contra
los cuatro frailes franciscanos que creían estar evangelizándolos y les darán muerte, al tiempo
que prenden fuego a la misión. Irónicamente, o no, la palabra “moqui” significaba en su propia
lengua aborigen ‘muertos’. Ver Lynch (32). Sobre el legado de Sor María de Ágreda después de
su muerte en 1665, véase Fedewa (239-273) y el artículo de Barr.
10 Sobre el santo italiano, puede consultarse el monumental tratado de teología mística de
Royo (849), así como la obra clásica de Ribet (191 y siguientes).
EL CUERPO GEMINADO EN LAS VIDAS SANTAS 153

Morata son solo algunos de los nombres que nos recuerdan que la bilocación,
lejos de pertenecer al dominio de lo paranormal, constituye un fenómeno cuya
profunda y contradictoria normalidad todavía aguarda un relato. El objetivo de
las páginas que siguen es paliar en lo posible esta carencia, ofreciendo ese relato
que consiga explicar por qué tantas monjas reclusas deciden, en plena coyuntura
histórica de transición, tener dos cuerpos: probar a bilocarse.

Geografías de la excepción/cartografías del milagro: mujeres bilocadas


en el siglo XVII.
Sor Luisa de Carrión es quizá la más importante de ellas. Benavides nunca
habría podido constatar el paso de María de Ágreda por Nuevo México de no
haber sido por su inesperada intervención en la narrativa del milagro. Es suyo
ese retrato en el que, siempre según el fraile, los jumanos identifican a la
misteriosa dama azul. Pero no es tan extraño que los indígenas confundieran
a las dos monjas; el propio Benavides, no sabemos si voluntariamente, también
había sido presa de esta confusión. Hasta que no llegara a Madrid y se entrevistara
con Bernardino de Siena, Benavides no habría conseguido convencerse de que
la monja que estaba obrando aquellos milagros no era, en realidad, sor Luisa
de la Ascensión (Fedewa 58-60). Algo que, ciertamente, no debería sorprendernos.
A principios del siglo XVII, Luisa Colmenares era el epítome de toda una
corriente de espiritualidad alumbrada que arrancaba de Teresa de Jesús y en
cuyo espejo María de Ágreda nunca dejaría de mirarse.11 Sor María de Jesús,
en realidad, caminaba sobre sus huellas, seguía el eco de sus pasos envenenados.
Es cierto que los rumores que llegaban desde España hablaban de una mujer
más joven que Luisa de Carrión (igual que ella aunque más “moça y hermosa”,
habrían dicho los jumanos al ver el retrato de la monja). Esto, de cualquier modo,
no habría bastado para descartar a sor Luisa, que además de tener el don de la
bilocación era conocida por su capacidad de asumir la apariencia de una mujer
más joven. Todavía el historiador Hubert Bancroft se referiría a la monja en el
siglo XIX como “an old nun of Carrión, Spain, who had the power of becoming
young and beautiful, and of transporting herself in a state of trance to any part
of the world where were souls to be saved” (163). Su fama, por lo demás, la
precedía; se había extendido por el ancho de las colonias tan rápido como lo
haría después la de su sucesora María de Jesús y lo había hecho por las mismas
inverosímiles razones. Ambas monjas eran tenidas por vehículos de evangelización,
por emisarias destinadas a reconocer un terreno extraño y a dotarlo de esa
promisoria familiaridad que, de repente, lo hacía más cercano y abarcable;

11 Remito al lector al reciente libro de Márquez de la Plata (21-78).


154 VICTOR PUEYO

producían sobre el mapa, así, un pliegue que servía para amortiguar la ansiedad
del espacio vacío que mediaba entre dos territorios remotos.12
Los paralelismos entre las dos monjas son precisos, medidos, exageradamente
simétricos incluso para ser deliberados. Como María de Jesús, Luisa de Carrión
había adquirido notoriedad haciendo gala de sus arrobamientos místicos, entre
los que destacaba su capacidad de estar en dos lugares al mismo tiempo; como
ella, gozaba del favor del rey (en este caso, de Felipe III), cuya confianza se
había sabido ganar con sabios consejos; y como ella, también, había padecido
el acoso de la autoridad inquisitorial, sometiéndose a un tortuoso proceso del
que finalmente había salido indemne.
Este proceso tuvo, como no podía ser de otro modo, un detonante político.
También había lucha de clases dentro del convento. Desde que fuera nombrada
abadesa del de Carrión en 1609, Luisa Colmenares había tratado de implementar
la estricta observancia del dogma de Santa Clara, que aconsejaba guardar voto
de igualdad en sus cenobios. Las religiosas que provenían de la alta nobleza
seguían siendo nobles en la calle, pero perdían automáticamente sus privilegios
y prebendas dentro del convento.13 Entre ellas se encontraban Inés Manrique
de Lara, nieta del arzobispo de Burgos, y Jerónima de Osorio, emparentada con
una familia de similar abolengo. Según relata al inquisidor general otra hermana,
de nombre María Gallo, “la Madre Luisa había cortado las escandalosas libertades
que se habían tomado [algunas monjas], pues trataban con hombres
deshonestamente y los metían a dormir en el convento en diversas noches y
tiempos” (fol. 635).14 Dándose por aludidas, Manrique y Osorio reaccionaron
denunciando a la madre abadesa por fingimiento y fraude en sus exhibiciones
de piedad. La delirante biografía de la monja que el Padre Domingo Aspe había
redactado, y que Luisa de Carrión – como María de Ágreda después – había
cometido el error de firmar, servía en bandeja de plata a sus detractoras el primer
cargo de sustancia de un largo y tórrido proceso, titulado “Del sustento y comida
de Sor Luisa, según lo que consta de testigos” (fol. 2v).15 Aspes había tenido la
osadía de declarar que la hermana clarisa se alimentaba solamente del vapor
de la olla en que hacía la comida y que la primera leche que había mamado era

12 Hasta tal punto era así, que mientras los hechos relatados con sor María de Jesús sucedían
en Nuevo México, al otro lado del mapa, en la costa pacífica, Francisco de Ortega pertrechaba
el barco que habría de partir de San Pedro hacia California el veintisiete de febrero de 1632. Se
trataba de una empresa poco prometedora, que, de hecho, ya se había frustrado en varias ocasiones,
pero que ahora iba a saldarse con éxito. Ese barco que suturaría las dos Américas por el poniente
tenía un nombre: era el Madre Luisa de la Ascensión. Ver Bancroft 170-171.
13 Márquez de la Plata 27-73.
14 A.H.N. Inquisición. Legajo 37, caja II.
15 Todos estos datos pueden extraerse de un valioso documento (sin lugar ni fecha de
publicación) titulado Relación de la causa de sor Luisa de la Ascensión, monja del convento de
Santa Clara de Carrión. Las actas del proceso permanecen en el Archivo de Simancas.
EL CUERPO GEMINADO EN LAS VIDAS SANTAS 155

la de la Virgen María (60).16 Los testigos, claro está, negaban la mayor. Si sor
Luisa sobrevivía a pan y agua tantas jornadas, argüían, no era porque Dios
obrara en su favor (asistiéndola en el milagro de la inedia), sino porque la monja
vulneraba los términos de la penitencia introduciendo comida en su celda. No
la habían visto comer, pero habían hallado en ella buenos trozos de tocino,
restos de bizcocho e incluso algunas “reliquias de vaca”.
A pesar del malestar de Felipe III, quien sí intercedió en el proceso, el Santo
Oficio no depuso su inquisitio contra sor Luisa y el litigio continuaría hasta que
se dictara su absolución definitiva en 1640.17 Para entonces, la religiosa ya
llevaba cuatro años muerta, pero este hecho no hizo sino impulsar una campaña
por la restauración de su buen nombre.18 De 1643 data el Memorial informativo
en defensa de Sor Luisa de la Ascensión, de fray Pedro de Balbás. En el punto
50 de este apologético, titulado “De los aparecimientos de Sor Luisa”, Balbás
enumera algunas de las 233 bilocaciones que se le atribuyen. Sor Luisa se habría
aparecido:

A un cautivo que quería renegar; a una mujer de parto, no de su marido;


a dos religiosos de su orden; a uno en peligro de mar y a otro de tierra, y
que apareció en las Indias a navegantes en peligro; a dos amancebados que
se quemaban en la casa a que se puso fuego; en Roma a quebrar un vaso
de veneno que estaba [preparado] para el Papa; en Asís a ver el cuerpo de
San Francisco; en Flandes a los católicos contra los herejes enemigos del
Imperio y de aquellos estados; en el Japón al martirio de fray Antonio de
Santa Marta; en Alemania al Emperador cuando la batalla contra el Palatino
y los herejes de Praga; al Rey Felipe III y la Reina doña Margarita en sus
muertes; a librar las flotas en el mar; a la muerte de la señora Infanta de
Flandes. (153r)

¿Qué tipo de “aparecimientos” podían ser estos de Sor Luisa de Carrión? El


apologeta se remite para explicarlo al manual de ortodoxia espiritual De vita
spirituali del jesuita Diego Álvarez Paz. Álvarez Paz divide los posibles
aparecimientos en tres tipos: corporales, imaginarios e intelectuales.19 Los

16 Cito de Serrano y Sanz.


17 Sobre el proceso de sor Luisa puede acudirse también al volumen de Fraile Miguélez
(que además contiene una extensa semblanza) y al artículo de García Barriuso (1104-1106).
18 Prueba del ascendiente que Luisa Colmenares tenía sobre la vida pública española es que
su obituario fue publicado en la Gaçeta y nuevas de la Corte de España desde el año 1600 de
Gerónimo Gascón de Torquemada: “este día 29 de otubre murió en Valladolid la Madre Luisa
de Carrión; álo (sic) sentido mucho en toda España” (397). También registra su muerte un paquete
de legajos conservado en la Biblioteca Nacional bajo la signatura H 69.176 y titulado “Relación
de las cosas más particulares sucedidas en España, Italia, Francia, Alemania y otras partes desde
febrero de 1636 hasta abril de 1637”.
19 La clasificación está desarrollada en el libro IV del tratado (fols. 96r-98r).
156 VICTOR PUEYO

aparecimientos imaginarios son lo que nosotros llamaríamos visiones o


alucinaciones (en el sueño o en la vigilia); los aparecimientos intelectuales se
parecen a ellos, pero se aprehenden por medio del encadenamiento de razones
y son igualmente incorpóreos. Los que lleva a cabo sor Luisa deberían calificarse
como aparecimientos corporales, ya que fueron corroborados ocularmente por
una serie de testigos:

Léase el dicho duque de Sessar, a quien en Madrid apareció y libró de siete


hombres que le dieron de estocadas. Y el de una mujer casada amancebada,
a quien apareció y estorbó el desesperar. Y el de doña María Osorio, mujer
de don Pedro de Ávila, en la calle de la Encomienda en Madrid, a quien
hizo otro aparecimiento raro. Y las monjas de Santa Clara de Carrión y
Fray Francisco García, su confesor, y otros de Carrión [vieron] otros muchos
aparecimientos que les hizo la madre Luisa en Carrión, cuando estaba ella
en Valladolid en las Agustinas. (fol. 158r y v)

Balbás es deliberadamente ambiguo con respecto a la veracidad de estas


bilocaciones y prefiere dejar en suspenso la cuestión de su naturaleza, admitiendo
que bien podrían haber sido, después de todo, visiones imaginarias o intelectuales.
La bilocación o aparición corporal planteaba, de hecho, un grave dilema. Si el
nacimiento de niños bicípites conllevaba (como veíamos en el primer capítulo)
la dificultad de pensar la convivencia de dos almas en un solo cuerpo, la
problemática mística de la bilocación imponía, por su parte, el desafío contrario:
el de aceptar la posibilidad de dos cuerpos habitados por una sola alma. ¿Cómo
era posible, en definitiva, que la misma alma animara dos cuerpos separados
al mismo tiempo?
La solución era simple de acuerdo con los tratados de espiritualidad de la
época. El segundo cuerpo no es el cuerpo de la persona que se desdobla, sino
un vehículo, una imagen hecha de aire o de tierra que algún ángel o santo habita
en nombre de su beneficiario. El Memorial informativo es claro al respecto:
“estos cuerpos en que Dios, los Ángeles y Santos aparecen no son verdaderos
cuerpos de hombres, sino fabricados del aire o tierra u otra materia acomodada,
y pintados con colores parecidos a los que se ven en los verdaderos cuerpos”
(153v). Lo que hace todavía impensable la escisión de un cuerpo en dos cuerpos,
lo que impide que estos cuerpos puedan considerarse “verdaderos”, es la
imposibilidad de concebir un cuerpo vacío, de imaginarlo sin alma. Se precisa
algún tipo de mediador que haga de ocupante, de pasajero. Pedro de Balbás es
tajante en este punto: la bilocación “no se puede verificar sin aparecimiento
corporal en cuerpo aéreo formado por el Ángel que apareciese en su figura y
formase su voz” (fol. 158v). Algo que, ciertamente, ya había quedado claro
durante el proceso. El Memorial informativo respondía también en este punto
EL CUERPO GEMINADO EN LAS VIDAS SANTAS 157

al texto de la acusación y lo hacía escrupulosamente. La Relación de la causa


de Sor Luisa de la Ascensión refleja cómo el tribunal alude a un relato contenido
en el capítulo XXXII de la tercera parte de su Vida. Allí, la monja afirmaba
haberse bilocado para advertir al Emperador (¿Fernando II de Habsburgo?) de
una conjura que un noble neerlandés estaba urdiendo en su contra. Cuando el
inquisidor general interroga a la monja en Valladolid sobre la autenticidad de
este suceso, sor Luisa se defiende aduciendo “que es así lo que […] se refiere,
excepto en cuanto se dice que ella apareció al Emperador, porque ella no ha
sabido [de] tal aparecimiento” (142v). Sor Luisa no niega haber informado al
Rey de una traición inminente, solo niega haber estado presente cuando lo hizo.
Este hecho se produjo “por medio de su Ángel de la guarda”, que actuó, debemos
suponer, encarnado de algún modo en ella (142v). El recurso es el mismo que
María de Jesús de Ágreda, acorralada por la Inquisición, había interpuesto ante
los incrédulos inquisidores. En su respuesta al padre Manero se había asegurado
de aclarar que no era ella, sino en todo caso un ángel que habría asumido su
forma, quien se había aparecido ante los indios jumanos para consumar su
evangelización: “El modo al que yo más me arrimo y que más cierto me parece
fue aparecer un Ángel allá en mi figura, y predicarlos, y catequizarlos, y
mostrarme acá el señor lo que pasaba para el efecto de la oración” (179r).20
Pero la bilocación del cuerpo no era un fenómeno exclusivo de la metrópoli.
Como corresponde a unas décadas en que el imperio vive su etapa de máxima
expansión territorial, los episodios místicos que implican desplazamientos en el
espacio tienen un carácter inevitablemente trasatlántico.21 El que se inicia en
Carrión, pasa por Ágreda y recala en Texas y Nuevo México termina, de hecho,
en la noble ciudad de Lima. Desde allí, un fraile mulato se estaba transportando
a lugares tan distintos, distantes e inverosímiles como China, Filipinas y Japón.
Esto es, al menos, lo que supone su hagiógrafo del siglo XVIII Jaime Barón,
autor del Compendio de la prodigiosa vida de fray Martín de Porres.22 Se trata
de un humilde siervo del monasterio de Santo Domingo de Guzmán de aquella
ciudad conocido hoy, entre otras cosas, por ser el primer santo de raza negra
americano. Entre las especulaciones que surten de incertidumbre la vida de este
monje, destaca una que también pende de un hilo intercontinental. Según el
testimonio recogido en su Vida admirable, biografía posterior redactada por

20 Cito del Tratado de su vida, MS 153 de la Biblioteca Nacional.


21 Sobre la gestión del espacio místico en los virreinatos ver Lavrin (145-175), Kirk (17-50)
y particularmente las observaciones de Ibsen sobre la teatralización de la clausura (97-120). Para
una panorámica histórica, veáse Schlau (Spanish American).
22 Jaime Barón atribuye estas visitas a un simple caso de agilidad, lo que en principio no
implicaría un desdoblamiento corporal (27). El Proceso de beatificación es algo más ambiguo
al respecto. Nos cuenta que Martín de Porres “iba al Japón los más días en espíritu”, insinuando
por tanto que en otras ocasiones lo hacía corporalmente (227).
158 VICTOR PUEYO

José Manuel Valdés, ciertos poderes le habrían sido otorgados por las cuentas
de un rosario que había llegado de España y que pertenecía a “una religiosa
llamada la madre Luisa de Carrión” (140). Si recordamos el testimonio de la
propia sor María a propósito de su encuentro con Benavides, la monja también
regresaba de uno de sus viajes sin un rosario que había desaparecido del convento
en Ágreda y cuya extraviada materialidad probaría que se había desplazado
corporalmente a América. No queda claro si por el poder que le confería este
objeto, a Martín de Porres se le atribuyen, como a sus contemporáneas peninsulares,
varias escapadas de este jaez, la mayoría de ellas para atender enfermos en el
cercano Convento del Santo Rosario de Lima (Compendio 46-47).
Su caso no difiere en lo sustancial de otros menos conocidos que se producirán
bajo parecidas circunstancias en América. Duplicarse de este modo formaba
parte ya, a mediados del siglo XVII, de un habitus extendido en conventos y
monasterios a ambos lado del océano.23 El destino variaba, por supuesto,
dependiendo del lugar de origen. Las monjas españolas se bilocaban al Nuevo
Mundo, mientras que las monjas americanas, a falta de almas puras que redimir
en la metrópoli, preferían hacerlo, por lo general, a un lugar exótico como el
Lejano Oriente.
Jerónima Nava y Saavedra, clarisa nacida en la Nueva Granada en 1669,
entrega a su confesor Juan de Olmos y Zapiaín unos “papeles” que este prologaría
y titularía como la Vida de la madre Jerónima del Espíritu Santo. Entre estos
legajos, destaca cierta visión que Jerónima experimenta una tarde en el coro.
La monja narra cómo Jesucristo (no sabemos si en guisa de jardinero) entra en
su jardín interior para hacer labores de horticultura. Como los muros de este
particular locus amoenus están algo maltrechos, le pide que los apuntale, a lo
que Jesucristo accede con agrado. Apenas da por terminada la tarea con un
cómico “ortuz conclusus” (el latín de oído de doña Jerónima es hilarante), el
jardinero parece invitar a Jerónima a dar un paseo: “Y estaba también como
con deseo de yrme algún sitio a divertirme; pero había de ser yendo conmigo
el Señor. Y me desía: <<¿dónde quieres que te llebe?>>” (83). Naturalmente, el
verbo “divertirse” retiene ese doble significado de “disfrutar” y “bifurcarse”
que Jerónima hace efectivo de inmediato, en cuanto advierte que el Señor la ha
transportado nada menos que a Asia:

Me paresió que me vi en una parte mui distante y remota, en la qual avía


grande espesura de árboles hermosísimos, pero sin fruto ninguno. Y me

23 E incluso en medio de él. Amaro Rodríguez, corsario nacido en 1678, aseguraba haber
sido socorrido y salvado de un naufragio por una monja que no había abandonado su convento
de Santo Domingo de la Laguna (Tenerife). A esta monja canaria, María de León Bello, también
se le atribuye el don de la bilocación. Véase Miguens Narváiz (272-274).
EL CUERPO GEMINADO EN LAS VIDAS SANTAS 159

desía: “ésta es la Asia”. Y me dava a entender que allí avía pocos que le
conosiesen; y que pidiera por ellos que nesesitavan de gran lus. (83)24

Pero más allá de lo pintoresco de la situación y de su peregrina ortografía,


lo relevante de esta experiencia mística es que un “tercero” vuelve a postularse
como su condición de posibilidad (“había de ser yendo conmigo el Señor”).
Este acompañante o mediador contribuye a hacer posible la transición entre
los dos lugares. Es exactamente lo que nos encontramos al regresar de Perú
y Colombia, de nuevo, a la península ibérica. Allí, en la costa del Levante, se
encontraba la ahora beata Inés de Benigànim (1625-1696). En su biografía de
la monja Viviendo con los ángeles. Vida de la Beata Inés de Benigànim, Ángel
Peña nos recuerda oportunamente que la bilocación es posible solo cuando el
individuo bilocado se presenta “en uno de los lugares […] con cuerpo aparente
o un ángel toma su figura” (40). Aporta, además, el siguiente relato sobre la
religiosa:

Su ángel custodio la llevaba a lugares distintos, incluso lejanos del convento,


para ayudar a los necesitados o asistir a los agonizantes. En sus viajes de
bilocación se transformaba a veces en pastorcito, anciano, luz o peregrina
para que no la reconociesen. Monseñor Antonio Ferrer, obispo de Segorbe
y que un tiempo fue confesor de la Madre Inés, tuvo en una ocasión el
atrevimiento de pasar el río de Algemesí, creyéndolo fácil y con poca agua.
Pero ya dentro de él, se percató de que arrastraba mucha agua y pasó un
momento de mucho peligro, creyendo perder la vida. Entonces se acordó
de la promesa de la Madre Inés de llamarlo interiormente cuando tuviera
alguna necesidad y salió libre de aquel peligro. Cuatro meses más tarde fue
a visitarla al convento y ella le recordó el peligro pasado y las circunstancias
del día, hora y lugar con los más menudos detalles que acompañaron el
suceso. (40)

El que ahora acude al rescate es un ángel custodio que ofrece su “figura”


para que la Madre Inés pueda bilocarse y ayudar al obispo a vadear el río. Cierta
imagen auxiliar del cuerpo aspira aquí a sortear un obstáculo (en el fondo
imaginario) que de otro modo habría resultado insalvable para el aristotelismo
cristiano dominante: la imposibilidad de que el alma pudiera liberarse del cuerpo
y correr suelta por el mundo o, a la inversa, de que un cuerpo vacío pudiera
moverse libremente más allá de la circunscripción espacial que le imponía su
alma. En medio de cierta geografía del milagro, según la cual los cuerpos
atraviesan montañas y saltan de un continente a otro, el recurso a la mediación

24 Para Arenal y Schlau, la monja imita la movilidad de sor María de Jesús de Ágreda (14).
160 VICTOR PUEYO

angélica o divina pone remedio teológico a una nueva y cada vez más desafiante
necesidad: la necesidad de recortar las distancias en un mundo “globalizado”.
Solo en base a esta necesidad el sentido de la bilocación como práctica
evangelizadora e incluso como práctica reguladora de tensiones y contradicciones
en el nivel simbólico se torna más o menos obvio. El mercantilismo había
inyectado en el mundo grandes extensiones de espacio vacío por el que los
cuerpos circulaban como circulaban las mercancías o navegaban los barcos,
vastos territorios que ni los aparatos estatales ni los aparatos de la curia
eclesiástica podían abarcar. Con su movimiento constante, estos cuerpos
desestabilizan la concepción (aristotélica y después agustiniana) de un cosmos
perfectamente integrado por una concatenación de lugares naturales en esa
larga gradación ontológica que es la scala naturae o cadena del ser.25
Naturalmente, la condición que impone esta cadena para la preservación
del orden cosmológico es que nada se mueva de su sitio, pero siempre, claro
está, existe la posibilidad de que esto suceda. Negarla significaría negar el libre
albedrío, lo que suponía un problema teológico todavía mucho mayor. De ahí
que la solución escotista de la mediación divina ad extra, recomendada en el
Capítulo General de Toledo de 1633, se plantee como una solución necesaria
ante el riesgo de desbaratamiento que supone una posible interrupción de esa
comunicación vertical.26 El mediador divino vendría a rellenar esos huecos
que dejan los cuerpos que se mueven o a devolverlos a su lugar natural. Si
imaginamos esta cadena del ser como una cremallera, el mediador es ese agente
que tiene la misión de abrocharla. También es posible imaginarla – quizá de
manera más significativa – como un rosario cuyas cuentas son cuerpos que
permanecen apretados y que, al ir pasando, regresan a su lugar natural. Cada
hueco está ocupado por un cuerpo destinado al mismo tiempo a ocupar ese
lugar y a mediar entre otros dos, a definirlos con su presencia. En términos
ideológicos, el éxito del escotismo en el siglo XVII puede evaluarse como un
efecto directo del intervencionismo político de las monarquías autoritarias en
el discurso de la teología franciscana, pero sobre todo como una respuesta a
ese horror vacui que el propio proceso de acumulación primitiva venía generando

25 Ver Marco Frontelo (657-662) y Solaguren (LXII-LXIII). La propia sor María de Ágreda
había dejado claro en el Tratado de la mapa que la disposición natural de los elementos es “estar
unos encima de otros” y que todos tienen un principio intrínseco de movimiento que los devuelve
a su lugar natural (Marco Frontelo 658). En la Mística Ciudad de Dios añadirá que el conocimiento
de las criaturas mortales es un conocimiento gradativo (“de una cosa a conocer otra”) que consiste
en seguir los peldaños de esta scala naturae en orden (31). Significativamente, la relación de
Jiménez Samaniego refiere cómo la monja comenzó y no terminó en su juventud “un tratado que
llamó Escala” (52).
26 El escotismo, plasmado en la fórmula summun bonum summe difussivum, es explícito en
la propia Mística ciudad de Dios. Dios tiene una inclinación comunicativa y en base a ella se
comunica constantemente con sus criaturas mediante la gracia (32-33).
EL CUERPO GEMINADO EN LAS VIDAS SANTAS 161

desde la Conquista. El descubrimiento de nuevos territorios, la apertura de


nuevas rutas comerciales, el continuo desplazamiento de capitales y personas
(y la consiguiente compraventa de vocaciones, señoríos, encomiendas y esclavos
que comportaba) estaban alterando un espacio sacralizado que requería de
parches continuos, de aparatosas reparaciones efectuadas sobre la marcha. Al
aplicarse así, a golpe de gracia divina, la teología mística confrontaba las
contradicciones de una geografía de la excepción, llena de huecos o lugares
todavía sin mapear, de la única manera que podía hacerlo: interponiendo cierta
cartografía del milagro cuya estrategia pasaba por soldar los extremos, producir
enlaces, bilocar cuerpos.27
En el horizonte se avistaba ya la amenaza del espacio vacío de Newton,
contra el que la doctrina franciscana, y la católica en general, trataban de
vacunarse. Pero la solución provisional que casi sin querer proponía (la bilocación
de los cuerpos) solo desplazaba el problema para formularlo, simplemente, en
otra problemática teórica: donde antes esperaban las bruscas extensiones de
espacio vacío ahora había que enfrentarse al peligro de la extensión pura del
cuerpo lleno y, con ella, al mismísimo Santo Tomás. Es por ello que las
bilocaciones que observamos ponen gran cuidado en respetar al máximo los
límites de la ortodoxia tomista. Solo dentro de estos límites, el milagro podía
considerarse un milagro y no una apostasía, que de concernir a una mujer se
aparecía, además, como doblemente peligrosa. Para el Santo Tomás de las
Quaestiones disputatae, la bilocación entendida en términos absolutos es una
imposibilidad.28 Aceptarla supondría una ruptura de la circunscripción del
atributo de extensión a un lugar natural determinado: estar y no estar por entero
en un lugar, ser “individuo y dividido” al mismo tiempo (Royo Marín 851).
Habría llevado a romper de cuajo, por tanto, con un fundamento ontológico
básico del aristotelismo cristiano: que el alma circunscribe y determina la
ubicación del cuerpo, que lo amarra localiter a una sustancia puesta-ahí por
Dios. Cuando las hermanas que se bilocan afirman haber estado corpóreamente
en otro lugar, lo hacen teniendo en cuenta esta restricción y postulando un
cuerpo mediador a través del cual se realizan las potencias del alma sensitiva.
Para asistir a la justificación teórica de una multiplicación circunscriptiva, es
decir, a la justificación de una auténtica bilocación, habría que esperar en Europa
a Leibniz y en España, probablemente, a Jaume Balmes. Claro que cuando
hablamos de Leibniz de lo que realmente estamos hablando no es de las
bilocaciones de un cuerpo, sino de superposiciones del mismo cuerpo en un

27 Para evaluar el impacto del escotismo en la doctrina franciscana, es recomendable el


trabajo de Riquelme Oliva.
28 “Potentiae sentitivae non remanent in anima separata”. Las potencias sensitivas no
permanecen en el alma separada (fol. 185).
162 VICTOR PUEYO

espacio curvilíneo y multidimensional. En la tercera carta de su correspondencia


con Clarke, portavoz de Newton, Leibniz afirmaba que el espacio, como la
materia y el movimiento, es una entidad fenoménica: depende de la interactividad
de esos cuerpos que lo demarcan, que lo identifican en su interrelación. No es
el espacio el que contiene los cuerpos, sino los cuerpos los que establecen la
circunscripción del espacio, que se define como una suma de sitios previamente
ocupados.29 Lo que Leibniz no va a aceptar es la existencia de ese espacio vacío
previo, ese telón de fondo objetivo con relación al cual esos lugares serían
“distintos”, pero sí va a aceptar la existencia del cuerpo como tal.
Bajo estos supuestos podría debatirse si la bilocación tendría o no cabida
en el sistema de Leibniz. De acuerdo con el principio de identidad de los
indiscernibles, si el espacio y el tiempo son predicados de los cuerpos, dos
cuerpos que se suponen cualitativamente idénticos deberían compartir también
su identidad más allá del sitio en el que tuvieran lugar, aproximadamente en
la misma medida en que dos sucesos que fueran cualitativamente iguales
deberían ser el mismo suceso al margen de en qué momento histórico sucedieran.
Pero si esta identidad existiera, por otro lado, eso debería significar también
que los dos cuerpos están de hecho en el mismo sitio al mismo tiempo.30 Tal
duda, de cualquier modo, no se podría haber planteado todavía entre las monjas
españolas y americanas que decían bilocarse durante el siglo XVII. Sus viajes
sucedían en un espacio definido por coordenadas todavía netamente tomistas.
Este espacio se puede describir metodológicamente por su doble oposición,
por un lado, al espacio de Newton y Clarke (que nos llevará a las posiciones
del empirismo británico) y, por otro, al espacio de Leibniz, que conducirá al
idealismo alemán de Kant.
En esa primera oposición, lo que distingue al inconsciente tomista de Luisa
de Carrión o María de Ágreda de Newton y Clarke es su incapacidad de dar
cuenta del espacio vacío. Es cierto que los británicos no dispensan totalmente
la intervención de una mano divina; para Newton, Dios actúa sobre el mundo
como el alma actúa sobre el cuerpo, dándole un impulso (la mano que hace
girar el globo terráqueo) que ha de renovar periódicamente para compensar su
efecto de desgaste, el inevitable deterioro de la máquina (Leibniz y Clarke 22-
23). Esta relación entre el afuera (Dios) y el adentro (Mundo) en la metafísica
newtoniana se reproduce de nuevo en su física, bajo la forma de la dicotomía
entre el vacío y los átomos. Pues, aunque la mano de Dios todavía resulte visible,
Newton sí acepta la existencia de un espacio vacío y homogéneo en el que estos
cuerpos siguen moviéndose una vez la mano se ha retirado. De ahí que formule
la ley de la inercia para explicar este fenómeno, que defienda un movimiento

29 “Space is nothing else, but that order or relation; and it is nothing at all without bodies” (26).
30 Compárese con la quinta carta a Clarke (55-96).
EL CUERPO GEMINADO EN LAS VIDAS SANTAS 163

“sin manos”; y de ahí que pueda, finalmente, formular la ley de la gravedad. El


reloj sigue funcionando después de que Dios le haya dejado de dar cuerda
(Leibniz y Clarke 14). Las monjas de clausura que se bilocan en España durante
el siglo XVII no circulan, sin embargo, por esta autopista libre de escollos y de
peajes en que el movimiento se explica en relación con el vacío. Por el contrario,
cada vez que algo se mueve – cada vez que ellas lo hacen – la mano de Dios
está interviniendo, lo que, como vimos, implica siempre un juicio sobre la
autenticidad de esta intervención. Afortunadamente para ellas, por lo que toca
a su relación con el Santo Oficio, los hilos de esta relación mediada son casi
siempre muy visibles, como también lo son las manos de sus titiriteros (Benavides,
Aspe, Olmos, etc.).
Con respecto al segundo corte, lo que distingue la mecánica de la bilocación
en nuestras religiosas de la noción de movimiento en Leibniz no es la
incapacidad de concebir el espacio vacío, sino la de pensar el cuerpo, vacío
o lleno de sí mismo: el cuerpo en cuanto tal. Leibniz constituye, a este respecto,
una versión exacerbada del sustancialismo tomista en un sentido restringido.
Como Santo Tomás, Leibniz no admite esa cierta autonomía del vacío con
respecto a lo lleno que Newton atribuye al espacio, de ahí que no sea posible
hablar de inercia. Una solución para esquivar este problema podría haber sido
volver al aristotelismo cristiano. Recordemos que para Aristóteles todo
movimiento presupone la acción continuada de una fuerza. El aristotelismo
cristiano, sobre todo a partir de Filópono, venía a complementar esta teoría
con la noción de impetus, según la cual la razón de que los cuerpos sigan
moviéndose cuando desaparece el motor que los empuja es que el motor les
imprime una inclinación hacia el movimiento que se vuelve consustancial a
ese cuerpo. Leibniz, sin embargo, no elige este camino. Para no regresar a
Aristóteles y con el fin de seguir negando, al mismo tiempo, la existencia de
un espacio vacío a priori, Leibniz decide negar también la diferencia entre
Dios y el Mundo. En este caso, la mano de Dios tampoco ha desaparecido
completamente, pero Leibniz hace que se confunda con el objeto sobre el que
se posa. En la medida en que Dios está continuamente rellenando el vacío del
mundo, Dios coincide con el mundo, es el alma del mundo, y el vacío (ese
telón de fondo sobre el que suceden o se suceden las cosas) resulta otra vez
impensable como tal.31 Lo que queda en su lugar es el cuerpo que lo ocupa y
que es ocupado, al mismo tiempo, por Dios.
Como ya mostrara Donald Rutherford, Leibniz entronca a través de esta
problemática de la ocupación del cuerpo con toda una tradición mística y
neoplatónica que va de Jacob Boehme a Valentin Weigel (22-46). Su “panteísmo”,

31 “He will be comprehended under the nature of things; that is, he will be the soul of the
world” (Leibniz and Clarke 20).
164 VICTOR PUEYO

como el de Spinoza, se divisaba, no obstante, todavía lejano en una España


aferrada al horizonte del pensamiento tomista, si bien moderado, en el ámbito
franciscano, por Duns Escoto y San Buenaventura. Para Leibniz, la cadena del
ser coincidiría con el Ser mismo, presente en cada uno de sus eslabones; en la
narrativa que proyecta sor María de Jesús de Ágreda, en cambio, esa presencia
divina se intuye a cada paso conectando desde afuera los eslabones que
intervienen en esa elaborada cadena, rellenando sus vacíos; una cadena que va
de María Coronel al Padre Torrecilla, del Padre Torrecilla a Bernardino de
Siena, de Bernardino de Siena a Francisco Manso, de Francisco Manso a Esteban
de Perea y de Perea (y los suyos) a Alonso de Benavides, para terminar de nuevo
en María Coronel. Es posible recorrer esta cadena sin interrupción como si
fuera el puente que une España con la Nueva España y México con el Nuevo
México. Una presencia mediadora, según el propio relato de la monja, acudirá
prontamente a rellenar sus eventuales agujeros, produciendo apariciones,
seleccionando a los testigos, colocando las piezas en el tablero con su mano
sabia. Esta presencia que media entre el Dios y el mundo, entre el alma y el
cuerpo, entre la esfera pública y la esfera privada, sigue siendo el punto de
apoyo sobre el que pivota el movimiento de los cuerpos femeninos por ese
mundo lleno de cosas por el que todavía es imposible echar a andar. Su
desaparición solo tendrá lugar cuando caigan definitivamente los muros que
separan lo divino de lo humano, cuando se vuelvan definitivamente transparentes.
Pero lejos de ser demolidos, los muros de los conventos seguían robusteciéndose
en la península ibérica y lo hacían con particular convicción. Se construían
nuevas paredes y se afianzaban las viejas, se incentivaban las vocaciones y se
intensificaba el rigor de la observancia. Era la famosa Contrarreforma.

Agencias ingrávidas: mística y picaresca


El Concilio de Trento había promulgado en su última sesión el decreto de
enclaustramiento que una bula papal (la Circa pastoralis de 1566) extendería a
las comunidades religiosas terciarias. Quedaban, de este modo, recluidas intramuros
todas aquellas mujeres que habían asumido votos sencillos para poder ejercer
otras actividades (maestras, enfermeras) y que se unían ahora a las monjas profesas
que ya vivían en el interior de los conventos. Al reducir la movilidad de las
religiosas, la Contrarreforma no hacía, sin embargo, sino asegurarles el acceso a
un número de recursos que ninguna pragmática ni ningún edicto se habían
preocupado antes de poner a su disposición.32 Hablamos, por supuesto, de aquellos
recursos librescos y materiales constitutivos, en general, del hábitat de clausura

32 Ver Vollendorf (“Transatlantic Ties” 83).


EL CUERPO GEMINADO EN LAS VIDAS SANTAS 165

de estas mujeres, pero también de los mecanismos discursivos que se deducían


de su propia condena a la contemplación. Entre estos mecanismos habilitadores,
originalmente destinados a preservar la disciplina conventual, hay que destacar,
por supuesto, la confesión. Lisa Vollendorf apunta a esta clave cuando afirma:
“The Counter-Reformation also brought renewed emphasis on the practice of
confession, which in turn led to more spiritual autobiographies presenting intimate
details of religious women’s lives” (“Transatlantic Ties” 83).
Teresa de Ávila y el Libro de su Vida (1565) asfaltan el camino que otras
devotas seguirían en las décadas subsiguientes.33 Todas ellas establecen una
relación con la palabra privada (y con la palabra escrita) que arranca de formas
y estrategias confesionales, mientras que muchas otras seguirán sus pasos
trasvasando estos patrones a la literatura secular o, mejor dicho, produciendo
una literatura secular femenina que se desprende de su más inmediata negación.
Como Alison Weber clarificó a propósito de Teresa de Ávila, el Libro de su vida
y otros relatos semejantes de vidas claustrales no pueden considerarse
autobiografías, porque responden a un mandato previo – un punto de apoyo
exterior – que las pone en movimiento de manera explícita.34 Tanto si se leen
como confesiones (desde el punto de vista del campo discursivo religioso) como
si son leídas como apologías (desde el campo discursivo jurídico-legal), estas
vidas claustrales exponen lo que Weber denominará el doble régimen (“double-
bind”) de la palabra femenina: la ilusión de poder elegir entre dos opciones que
se excluyen mutuamente en diferentes niveles (ideo)lógicos. En el caso de Santa
Teresa, como en tantos otros, este doble anclaje de la palabra es el “poder hablar
subordinado al silencio”. ¿Cómo podía Santa Teresa defender su humildad si la
humidad era un estado que solo se podía defender callando y cómo podía callar
cuando tenía que defenderse de los cargos que se le imputaban por haber hablado?
Recuérdese que las “exterioridades” de Teresa de Jesús habían acarreado
polémica ya antes de la aparición del Libro, razón por la cual la Inquisición lo
retuvo durante trece años.35 El reto al que se enfrenta la religiosa al escribir es,
según Weber, producir un lenguaje que participe de las prerrogativas del silencio:
“to elaborate a rhetoric that can give a voice to silent virtue” (48).

33 Vollendorf nos proporciona un esmerado compendio en el que figuran, entre otras muchas,
su correligionaria Ana de San Bartolomé y su sobrina Beatriz de Jesús, pasando por la propia María
Jesús de Ágreda o por Marcela de San Félix, hija de Lope de Vega (“Transatlantic Ties” 85-91).
34 Ya desde el prólogo: “Quisiera yo que, como me han mandado y dado larga licencia para
que escriba el modo de oración y las mercedes que el Señor me ha hecho, me la dieran para que
muy por menudo y con claridad dijera mis grandes pecados y ruin vida” (33). El subrayado es
mío. Ver también Myers (39-47) y para el caso novohispano Franco (3-55) y Lavrin (314-319).
35 Véase Llamas Martínez (12-13). Sobre la situación general de las mujeres frente a la
Inquisición, me remito a la excelente obra de Vollendorf, que provee una bibliografía actualizada
(Lives of Women).
166 VICTOR PUEYO

El dispositivo narrativo de la confesión provee, pues, un ejemplo inmejorable


a propósito de esta paradoja de la palabra cautiva o palabra que solo se puede
liberar en virtud de su carácter previamente usufructuario. Creo, no obstante,
que no basta con reconocer que los géneros confesionales comportan una
“retórica” o un “paradigma” que informará después otro tipo de relatos, ficticios
o no, narrados en primera persona, al igual que tampoco sería suficiente con
postular que es el modelo o “archivo” jurídico el que prestará sus contornos a
la novela picaresca en la España del siglo XVI, como defendió Roberto González
Echevarría.36 Es necesario, además, comprender la lógica que subyace a su
estructura común como discursos mediados. Pues resulta hasta cierto punto
obvio que esta lógica, tanto si hablamos de la mediación de un confesor como
si pensamos en la mediación del juez al que se dirige el caso picaresco, no era
exclusiva ni de los discursos confesionales ni de los jurídico-legales. Afectaba
a la manera en que se construía cualquier tipo de “exterioridad”, cualquier
discurso articulado de “adentro a afuera”, incluyendo, naturalmente, las
exterioridades místicas como la bilocación.
En el caso de sor María de Jesús, la lógica de la publicación de la palabra
privada no funcionaba de manera diferente a como funcionaba la lógica de la
bilocación del alma – lo privado – en un cuerpo público o cuerpo otro. Si la
intercesión del confesor, Juan de Torrecilla, es imprescindible para que sus
palabras lleguen a Nuevo México en forma de discurso escrito (esa carta que
cae en las manos del arzobispo Manso y Zúñiga), no es menos cierto que la
mediación fantasmal de otro agente es igualmente necesaria para que este
discurso tome cuerpo ante los ojos de Alonso de Benavides. Lo que articula
esta transacción en el nivel de las prácticas discursivas lo hace también, pues,
en el nivel de su contenido simbólico: en ambos casos se trata de un proceso
de disociación del adentro y del afuera cuyo marco de referencia es el progresivo
resquebrajamiento de ese corpus mysticum bajo el que seguían organizándose
simultáneamente las políticas del cuerpo y de la palabra.
Si esto es así, y si la conflictiva disociación cuerpo/alma concierne tanto al
modo de circulación de las prácticas discursivas como a su objeto mismo, puede
que no sea muy aventurado ampliar el foco y pensar el contenido de esas vidas
conventuales más allá de su envoltura en el discurso de la mística. Este drama de
la fractura entre cuerpo y alma venía representándose, no en vano, dentro de una
variada y mucho más amplia gama de discursos desde principios del siglo XVI.
Su vocación era, o pugnaba por ser, la de narrar el desalojo de un espacio privado
en cualquiera de sus múltiples formas: la confesión de un pecado, la revelación
de una verdad, la metamorfosis del alma en otro cuerpo o su emancipación con

36 Ver González Echevarría (8-10).


EL CUERPO GEMINADO EN LAS VIDAS SANTAS 167

respecto a él. Nuevamente, tal cosa no significa que el discurso de la mística


proveyera per se un modelo para la emergencia de la “esfera privada” en esta
coyuntura histórica; significa algo, en realidad, mucho más simple: que la
representación de la esfera privada se deducía de una quiebra de oposiciones ya
existentes en el repertorio del imaginario tardo-feudal que hasta entonces había
dominado Europa. A través de una lectura cristiana del hilemorfismo aristotélico,
según la cual la forma es el alma y el cuerpo es la materia, este repertorio había
sentado un modelo de sustancia que constituiría el trasfondo sobre el que el
inconsciente mercantilista iba a imaginar su ruptura separando cuerpo y alma.37
En los capítulos anteriores nos referíamos a esta división tal y como aparecía
configurada por los pliegues del cuerpo, donde la todavía imperfecta separación
entre materia y forma se presentaba como una anomalía: cuerpos bicéfalos,
hermafroditas y otras monstruosidades daban fe de ello. Pero los ejemplos de
este fenómeno no pueden restringirse al ámbito de lo monstruoso. De la
dislocación de esa oposición cuerpo-alma salía el “espíritu desnudo” del Soneto
IV de Garcilaso, que abandonaba el cuerpo del poeta en forma de lágrimas o
suspiros para correr al encuentro de la amada, de manera semejante a como el
alma abandonaba la casa del cuerpo en la Noche oscura de San Juan de la Cruz.38
Antes, León Hebreo en sus Diálogos de amor (1532) y Luis Vives en su De
anima et vita (1538) teorizaban las consecuencias que albergaba la emancipación
de los espíritus vivos con respecto a la corteza del cuerpo. También lo hacía a
su manera el Crótalon de Cristóbal de Villalón en una vena, la vena lucianesca,
que podría aportar otra camada de textos para ilustrar esta problemática. En
todos ellos, podría argüirse, el “alma” en que residen las potencias del yo (todavía
concebidas, incluso en los textos más rabiosamente platónicos, como esas
potencias del alma aristotélicas) experimenta una transición conflictiva cuando
trata de mostrarse a la intemperie. Si la precondición del sujeto moderno es su
capacidad de representar la compatibilidad de una verdad privada y una verdad
pública, los discursos que atestiguan el primer impacto del mercantilismo en
España se muestran particularmente impotentes a la hora de llevar a buen puerto
esta representación. La disposición horizontal del adentro y del afuera es siempre
conflictiva, incluso a menudo violenta en estos textos. Los “espíritus vivos y
encendidos” que anidan en el alma de Garcilaso “revientan por salir por do no
hay salida” en el Soneto VIII (50); y esos mismos espíritus se presentan, en el
mencionado Soneto IV, como parte de una disyuntiva que nos invita a elegir
entre el alma o el cuerpo (“desnudo espíritu o hombre en carne y hueso”), como
si ambos hombres – el que está desnudo y el que está vestido con su propia
carne – no pudieran aparecer en escena simultáneamente (46).

37 Ver Rodríguez Gómez (Teoría 31-58).


38 Uso las ediciones de Rivers (43) y Blecua (245).
168 VICTOR PUEYO

La liberación de esa esfera privada requería, en efecto, un elemento mediador


que los conectara y los separara sin conflicto, que dispusiera sucesivamente en
el cuerpo del texto la verdad sobre el hombre público y la verdad sobre el hombre
privado, incluso cuando estas verdades dijeran cosas diferentes acerca del mismo
hombre o de la misma mujer. Lázaro de Tormes – quizá por ser nadie – consigue
realizar ejemplarmente esta sutura y lo hace con cada uno de sus amos y consigo
mismo. Al final de la novela, la verdad vivida y la verdad escrita, la vergüenza
sufrida y la dignidad pregonada, consiguen convivir en un relato ideológicamente
habitable. Pero no es el único ejemplo de conciliación mediada entre los extremos
de una doble verdad. Entre finales del siglo XV y principios del XVII, multitud
de relatos exponen en un primer plano el elemento de enganche que permite su
yuxtaposición, ya hablemos de esa celestina que vincula los espacios privados
de la casa solariega y los espacios públicos del hampa o del pícaro que en el
Guzmán de Alfarache presenta su historia como la alternancia de la misma
vida, ahora vivida y después leída y comentada en clave tridentina. Un nutrido
elenco de mediadores (medianeras, pícaros, prostitutas y bufones) se apodera
del tramo imaginario que comprende el declive del modo de producción feudal
y el amanecer del primer mercantilismo en España.
Bajtín los llama “terceros” y los relaciona con la relativa exterioridad histórica
que caracteriza el imaginario carnavalesco: “Su existencia es reflejo de alguna
otra existencia; es, además, un reflejo indirecto. Son los comediantes de la vida,
su existencia coincide con su papel, y no existen fuera de ese papel” (Teoría y
estética 311). Terceros son en buena ley todos aquellos personajes que no tienen
vida privada, pero a través de cuya mirada la vida privada aparece en su estado
más íntimo, en su formato más descarnado. Aunque Celestina no se enamora,
en su presencia asistimos a una de las primeras escenas de alcoba que el corpus
literario español nos iba a deparar: el encuentro entre Pármeno y Areúsa. Por
lo que respecta al propio Lázaro de Tormes, el pícaro carece de autonomía (sirve
“de amo en amo”), pero desde su perspectiva inocua vemos por primera vez
las paredes desnudas de la casa del escudero y su inevitable verdad privada
deviene pública.
Es Fredric Jameson, en todo caso, quien mejor teoriza el papel del tercero
en la problemática transicional que nos ocupa. Para Jameson, este “mediador
evanescente” (“vanishing mediator”) es “a catalytic agent which permits an
exchange of energies between two otherwise mutually exclusive terms” (78).
Jameson trata con ello de traducir a términos concretos el abstracto proceso
de la inversión hegeliana dentro de una concepción dialéctica de la historia.
El mediador evanescente no debe entenderse, a este efecto, como una figura
redentora surgida de la nada para anular el desfase existente entre cierta
concepción feudal y cierta concepción netamente mercantilista del mundo,
sino como ese momento de indiferenciación real, de mutuo solapamiento que
EL CUERPO GEMINADO EN LAS VIDAS SANTAS 169

se produce entre una lectura feudal del evento mercantil y una lectura mercantil
del evento sagrado.39
Pero si el mediador evanescente recibe este nombre es precisamente porque
desaparecerá tan pronto como haya cumplido la misión histórica que estaba
llamado a desempeñar.40 La transformación del pícaro en sujeto de la experiencia
o de la razón (de Scarron a Defoe y Lesage) marca el instante de su desvanecimiento
en buena parte de la “picaresca” europea. Estos elementos de mediación
permanecerán, sin embargo, cristalizados en España en base al impacto
petrificador que la contrarreforma tiene sobre el nivel político de las relaciones
sociales, tanto dentro como fuera de las instituciones religiosas. Donde la
reforma protestante recomienda una lectura transparente de los textos y de los
cuerpos, la contrarreforma multiplica las mediaciones. La confesión, la tortura,
la escritura (los textos sagrados) o el icono son algunas de sus formas más
recurrentes, como corresponde al énfasis que el concilio otorga a las obras
frente a la fe: las obras pueden ser confesadas, comentadas, sancionadas y
castigadas, mediadas y arbitradas; la fe, no. El icono, a este respecto, es la
encarnación de una fe que adquiere su relieve en el cuerpo, pero que no es el
objeto de la fe, sino un elemento “de enganche”, de la misma manera en que el
santo media en la consecución del milagro sin ser en absoluto su agente inmediato.
Es esta transición entre lo público y lo privado, siempre de antemano intercedida,
lo que prolonga la continuidad de aquellos mediadores que habían protagonizado
la primera etapa de la transición. Así reflotan, a principios del XVII, algunas
de sus figuras más reconocibles: el pícaro barroco, el peregrino ambulante, la
mujer pública o el bufón de corte. Pero lo hacen recorriendo el mismo camino
en la dirección inversa: el elemento de enganche que en el Lazarillo de Tormes
conseguía tender puentes entre los diferentes espacios, ahora sirve para ejecutar
su soldadura. Si Lázaro llevaba la calle a las miserias íntimas del cura, el
escudero o el buldero, desvelándolas, Guzmán devolvía la miseria a la calle, el
pícaro a su “lugar natural”, exponiendo un desastre cuyo adentro, a fin de
cuentas, ya se veía desde afuera (en una cicatriz, tal vez, o en los denodados
jirones de su ropa). Allí mismo, en la calle, la agenda de la Contrarreforma
encontraba la satisfacción de sus premisas más elementales, que se dejaban
entender también de adentro a afuera y de afuera a adentro, del templo a la calle
y de la calle al templo, como si ambos espacios hubieran también de plegarse
el uno sobre el otro para consumar la letra pequeña de su programa.

39 El criado en los nuevos burgos depende al mismo tiempo de un salario y de los viejos
lazos de vasallaje, hasta el punto de que una vieja prostituta como Celestina puede ser señora de
sus criadas y al mismo tiempo criada de aquellos a los que trata con la deferencia de señores sin
que esto suponga una contradicción. Para un análisis más exhaustivo de la constitución simbólica
de estas figuras transicionales de mediación en España, ver Pueyo (“Sobre la categoría”).
40 Compárese con Jameson (78-79).
170 VICTOR PUEYO

Entre la “vida y no milagros” de Estebanillo González y los milagros de las


vidas de estas religiosas, como entre la picaresca y la mística en general, hay,
sin duda, concomitancias cuyo alcance todavía no ha sido suficientemente puesto
de manifiesto.41 Su punto de convergencia es este regreso al cuerpo, aunque no
como cuerpo privado, sino como lugar en que se vuelven a anudar la vida
privada y la vida pública, como foco de su repliegue en el imaginario de la
España post-tridentina. La vida de Beatriz de Jesús, la vida de la madre Jerónima
del Espíritu Santo o la de Josefa del Castillo son, al igual que la Vida de Lázaro,
un género específico que se desarrolla a la vez intra y extramuros. Este género,
diferente de la autobiografía, es el género de la vida. El matiz no es irrelevante;
para que el sujeto nos contara su autobiografía tenía que ser distinto de ella,
tener una vida como quien tiene un cuerpo o una casa; ser, en definitiva, un
sujeto “libre”. La vida que nos narraban los relatos conventuales de los siglos
XVI y XVII era, en cambio, una vida que estaba, por así decirlo, viva, que
coincidía con las funciones vitales del cuerpo, con su manera de circular por
el mundo, de acarrear su desgaste y de sufrir sus golpes y contusiones. Es la
misma vida del cuerpo que la novela picaresca nos venía contando en toda su
famélica y desgarrada trayectoria callejera, solo que en el interior del convento
el hambre y los golpes son reemplazados por el ayuno y el cilicio. Ambos
subrayan con sus mortificantes secuelas esa corporalidad mediadora que la
Contrarreforma había hecho necesaria y que ahora servía para elaborar una
vida que aparece como servicio y un servicio que aparece como vida.42 En un
artículo reciente sobre María de Ágreda, Beatriz Ferrús Antón explica en qué
consisten estas vidas sin sujeto:

En estos textos no podemos esperar la aparición de un ‘yo sujeto’, que


ejerce el poder de la autorreflexividad propio de la autobiografía. ¿Qué se
esconde, por tanto, en unos textos que dicen ‘yo’ antes del advenimiento de
la subjetividad moderna? La respuesta es clara: un cuerpo, cuerpo-yo, que
articula el relato y lo ensarta. (“Mayor gloria” 36)

En ausencia de esa posición “autorreflexiva”, que supondría un no milagroso


estar en dos lugares al mismo tiempo, lo que ordena la vida conventual es el
cuerpo-yo que germina, se desarrolla, sangra o palpita precipitadamente mientras
aguarda la inminencia del milagro. Hasta entonces, la vida en nudo que nos

41 De “vida y no milagros” la califica el narrador de la Vida y hechos de Estebanillo González


(7). Sobre la relación entre la picaresca y el proto-sujeto, es de obligada referencia La literatura
del pobre de Juan Carlos Rodríguez, cuyos presupuestos no puedo discutir aquí por motivos de
espacio.
42 En sentido paralelo a como lo hacía en la novela picaresca, aunque allí fuera el servicio
a un amo o a la corte, y no a Dios mismo, el que la hacía tangible.
EL CUERPO GEMINADO EN LAS VIDAS SANTAS 171

presenta este cuerpo-yo se desenvuelve en un mundo cuyos contornos también


son materiales. Hay un aspecto concerniente a este paralelismo entre la novela
picaresca secular y los relatos de vidas santas que no puede pasar desapercibido:
su carácter “costumbrista”. Las vidas santas (las vidas que después leeremos
como vidas de santas, cuando ambos términos puedan considerarse en su
irremediable discontinuidad subjetiva) no son relatos etéreos; no transcurren
en un tiempo absoluto ni en un decorado de vagos y pudibundos contornos
celestiales. Son relatos que suceden en un reconocible ambiente doméstico en
que el adentro se antoja indiscernible del afuera. El milagro acecha solamente
en sus rincones más prosaicos, más auténticamente pedestres: de la cocina al
refectorio, del claustro a la celda y al jardín, la manufactura de estas vidas es
una ventana abierta a toda una galería de interiores en la que los detalles
cotidianos adquieren un relieve sobrenatural. Michel de Certeau ya nos ponía
sobre aviso ante lo que llamaba el “pathos del detalle”: “El discurso místico
transforma el detalle en mito; se aferra a él, lo exagera, lo multiplica, lo diviniza,
hace de él su propia historicidad” (20). Si el cuerpo es la casa del alma, parece
recordarnos De Certeau, es normal, al fin y al cabo, que los desvelos del cuerpo-
yo monástico tengan este intenso sabor a domesticidad. “¿Qué mal es que
escriban las mujeres cosas caseras?”, pregunta Justa, una de las monjas carmelitas
de Ávila en ese curioso diálogo renacentista de ambiente sacro que es el Libro
de recreaciones de María de San José de 1585.43 La resaca de esta mística de
andar por casa alcanzará a la Nueva España de finales de siglo, desde donde
sor Juana Inés de la Cruz podrá mofarse de su propia tradición para decir en su
Respuesta a Sor Filotea aquello de que “si Aristóteles hubiera guisado, mucho
más hubiera escrito” (74). Pero este adagio es, antes que un chascarrillo, el parto
de un legado largamente digerido. Observemos si no un fragmento cualquiera
de la Vida prodigiosa de Sor Beatriz María de Jesús, que llegaría a ser abadesa
de las madres clarisas en la ciudad de Granada y que fue considerada en su
tiempo como la sucesora natural de María de Jesús de Ágreda:44

El martes veinte y uno de julio [de 1665] estaba sor Beatriz fregando en la
cocina, muy gustosa de emplearse en aquel humilde ministerio. Aparecióse
el infante Jesús Niño hermosísimo y le decía: Beatriz, ¿quieres que te ayude
a fregar? Recelosa la Sierva de Dios de algún engaño del enemigo, procuraba
divertirse, aplicándose con mayor conato a su tarea […]. Permanecía la
visión, y rindiéndose ya el espíritu a su interior impulso, que lo arrebataba,
decía la afortunada Novicia: “Señor, dejadme ahora fregar, que tiempo

43 En Arenal y Schlau (81). Las autoras recogen, además, el texto íntegro (80-108).
44 Beatriz entra en el convento el cinco de mayo de 1665, un día después de la muerte de la
monja soriana. De ella toma el nombre religioso que añade a Beatriz, como se puede leer en el
texto. Ese mismo día se observan misteriosos fenómenos en el cielo de Granada (fol. 136).
172 VICTOR PUEYO

habrá después para que nos veamos”. Venció el ímpetu del amor y quedó
absorta con el estropajo en la mano, uniéndose el Alma con su Soberano
Dueño. (145-146)

Este encuentro entre la rutina y la excepción, entre el estropajo y la hipóstasis,


ejemplifica cierto costumbrismo místico (en realidad, una mística de la costumbre)
muy habitual en la narración de estas vidas santas. Pero el encuentro como tal
tiene poco de esporádico; al contrario: es un escenario típico del evento milagroso.
Cuando el alma se separa del cuerpo buscando a su “Soberano Dueño”, como
cuando Lázaro abandona el campo para buscar a su amo por las calles de Toledo,
aquello que se separa nunca lo hace completamente. Tiene que dejar una huella.
Se puede sacar al pícaro del mundo feudal, pero no se puede sacar el mundo
feudal del pícaro (que siempre será el hijo de la molinera) y, asimismo, se puede
extraer el alma del cuerpo, pero a condición de que esta extracción siga
manifestándose corporalmente, mostrándose como ilusoria, dejando sus señales
en la carne. El propio cuerpo debe ser, en una palabra, testigo del milagro. Así
como el pícaro, obedeciendo a un impetus misterioso, va rebotando por el mundo
hasta ser devuelto a su lugar natural, la religiosa que avanza en su camino de
perfección tiene que regresar constantemente al cuerpo a fin de constatar,
paradójicamente, su separación con respecto a él.
Este gesto es el gesto al que las monjas se refieren cuando hablan de sus
exterioridades místicas, los fenómenos corporales que hacen palpable el milagro
y que alguien puede o no testificar. En ausencia de ese testigo, la disciplina
impuesta sobre el cuerpo funciona como su subrayado. La insistencia en la
mortificación es, por este motivo, más ostensible en la mística española que en
la mucho más platónica y “espiritual” mística europea, hecho que corrobora la
división entre la cultura monacal del sur y del norte de Europa (particularmente
entre los años veinte y treinta ) que ya estableciera Stephen Haliczer a propósito
del misticismo femenino español del XVI y el XVII (9). Solo así se explica,
también, la aparición en España de volúmenes tan significativos como la Escala
mística de siete grados de mortificación de Diego de Cisneros (1629), que nos
recuerda que las llagas en la carne son deseables en tanto constituyen puertas
para acceder a Dios (fol. 3r)
Pero semejante carácter corporal, en ocasiones casi costumbrista, que nos
brinda el imaginario de la restauración de las mediaciones, no solo aclara el
énfasis en la disciplina que el caso español presenta en comparación con otras
tradiciones místicas; permite argumentar, también, su preferencia por la
bilocación frente a variantes más intangibles de lo sobrenatural. Si la soberanía
del alma es todavía una quimera (el alma no puede aparecer “suelta”,
“emancipada”); si decir el adentro sigue constituyendo, en la práctica, una
incongruencia, la única posibilidad de hacerlo sin peligro inquisitorial parecía
EL CUERPO GEMINADO EN LAS VIDAS SANTAS 173

pasar por duplicar el cuerpo, por hacerse visible a los ojos de un testigo. La
tentativa de otorgar al alma un estatuto sólido respondía a las restricciones que
el propio clima ideológico de la Contrarreforma imponía al ámbito de la
representación. Esto no significa que el alma solo pudiera separarse bajo la
forma de otro cuerpo, pero la posibilidad de que así fuera, de que el cuerpo
mismo pudiera ser visto, tocado o testificado, vacunaba a las religiosas contra
toda sospecha de una espiritualidad libre, incorpórea, no mediada por las
instituciones ni por sus normas; una espiritualidad privada y, como tal, herética.
Con el fin de esquivar esta sospecha, las monjas que dicen haberse bilocado se
abastecen de tantos testigos como puedan ser necesarios. Había sido así desde
las tempranas bilocaciones de Santa Teresa de Jesús, quien, si bien no es la
primera monja en bilocarse, sí se postula como el antecedente de muchas que
lo harán después siguiendo su estela.45 Las actas de los Procesos de beatificación
y canonización, publicadas por Silverio de Santa Teresa en 1931, recogen al
menos cuatro episodios de bilocación vinculados a la monja abulense. Dos de
ellos cuentan con un mismo testigo de excepción: su correligionaria Ana de
Agustín. En una de las ocasiones, Teresa, que se encuentra a treinta leguas de
distancia, se le aparece en su casa para instarle a desistir de su propósito de
mudarse. En otra de ellas:

Estando esta testigo de sacristana en Malagón y estando un día durmiendo


en su cama, la despertó la Madre Teresa de Jesús y le dijo: “Vete y pon luz
delante del Santísimo Sacramento”. Y esta testigo se levantó y fue al coro a
encender la lámpara, y encendida, vio allí a la dicha Madre Teresa de Jesús y
se admiró, porque no estaba allí en dicho convento, sino en Ávila, a muchas
leguas de allí, de Malagón; y esta testigo presumió que por su poca devoción
la Madre Teresa le hacía este favor para moverla a devoción; y cuando esta
testigo quiso hablar, no vio ninguna cosa y desapareció. (239)

En ambas destaca la figura del testigo, verdadero garante y facilitador de un


evento que su mirada torna milagroso. Sin alejarnos de Teresa, su prominencia
se aprecia en el mencionado Libro de recreaciones. En su “Segunda recreación”,
Gracia (pseudónimo de la propia autora, María de San José) nos permite asistir
desde la piel del voyeur claustral a lo que bien podría ser uno de estos accesos
de arrobamiento de Santa Teresa: “La mirábamos algunas veces por entre la

45 Con permiso, naturalmente, de la propia Sor María Jesús de Ágreda, que la reemplazará
después en este ministerio. Famosa en su momento por ostentar el don de la bilocación había
sido Magdalena de la Cruz, monja cordobesa de la orden franciscana acusada de tener tratos con
el diablo. En este caso, se trataría de una bilocación preternatural, ya que había sido instigada
por el diablo. La carta de Luis de Zapata que relata el proceso y posterior condena está incluida
en el volumen de Imirizaldu (31-35). Ver también Ahlgren (383) y Weber (44).
174 VICTOR PUEYO

puerta de su celda, donde se encerraba, y la veíamos arrebatada, y yo, con mis


propios ojos, la vi algunas veces, de donde salía con mucha disimulación” (85).
Este testigo ocular es un requisito indispensable para poder hablar de bilocación,
tanto si se trata del testigo que presencia el fantasma producido por esa presencia
angélica mediadora (imagen ad quem) como si se trata del residuo corporal (el
cuerpo a quo) que la persona bilocada deja tras de sí en su monasterio o
convento.46 De otro modo, la presencia del cuerpo en un lugar alejado podría
ser explicada como un simple caso de agilidad (desplazamiento rápido), mucho
más fácil de justificar, por lo demás, que la bilocación, pues la agilidad, a
diferencia de esta, no presupone una división entre el cuerpo y el alma. No en
vano, la función que desempeña la tercería en la bilocación es una función
doblemente habilitadora: el tercero hace visible el cuerpo de aquel que se biloca,
pero se hace visible a sí mismo también a través de su mirada y viceversa.
Cuando el testigo actúa como pantalla que dota de visibilidad a la monja, la
monja se convierte en alguien que puede ver, hablar y, cómo no, testificar también
la existencia del testigo.47
Así le sucede a la beata Ana de los Ángeles. Nacida en Arequipa hacia 1602,
al igual que sor María de Ágreda, Ana de los Ángeles y Monteagudo destaca,
como ella, por sus frecuentes accesos de bilocación, en los que aprovecha para
realizar diversas obras pías: ayuda a los indígenas, consigue encontrar rebaños
perdidos e incluso cierta vez rescata de morir ahogado al obispo Antonio de
León.48 También participa en el rescate devocionario de la ciudad de Arequipa
pocos años antes de morir, a tenor del pánico desatado por la erupción del volcán
Misti en 1677. La anécdota queda referida en su Causa de beatificación:

El vecindario de esta ciudad, azuzado por el miedo, movióse a pública


penitencia y así veíase a muchas personas practicando en público actos
de extraordinaria devoción. El señor Venegas Córdoba había salido una

46 La frecuente elección de la bilocación en su lugar no deja de ser sintomática de la necesidad


de buscar la mediación de ese tercero, tanto desde el punto de vista de la explicación teológica
(en la forma del fantasma) como desde el punto de vista de su posibilidad empírica (en la figura
del testigo que verifica su aparición).
47 Bajtín enunciará el principio dialógico, en su crítica a Saussure, de una manera muy
parecida: “Cuando tales momentos [los del hablante y oyente “ideales”] se presentan como la
totalidad real de la comunicación discursiva, se convierten en una ficción científica. En efecto,
el oyente, al percibir y comprender el significado (lingüístico) del discurso, simultáneamente
toma con respecto a éste una activa postura de respuesta: está o no está de acuerdo con el discurso
(total o parcialmente), lo completa, lo aplica, se prepara para una acción, etc.; y la postura de
respuesta del oyente está en formación a lo largo de todo el proceso de audición y comprensión
desde el principio, a veces a partir de las primeras palabras del hablante” (Estética 254).
48 El hecho, que data de 1682, aparece relatado en su Positio super virtutibus (351). El testigo
en este caso es Marcos de Molina, clérigo que se hallaba en ese momento, a la sazón, de visita
pastoral en Arequipa.
EL CUERPO GEMINADO EN LAS VIDAS SANTAS 175

noche con su cruz a cuestas por las calles de Arequipa. Al día siguiente,
siendo aún temprano, lo mandó llamar la reverenda Madre y lo felicitó por
la buena acción que había practicado. Admirado del caso, la sierva de Dios
repuso que ella lo había contemplado en espíritu, llevando su cruz por tales
y tales calles. De allí para adelante, el señor Venegas hablaba de la Madre
Monteagudo como de una verdadera santa. (94)

La noticia ilustra ese particular doble dispositivo de agencia que plantea la


bilocación entre finales del siglo XVI y principios del XVIII. Tal dispositivo
consta de dos pasos. En primer lugar, el agente consigue habitar los mecanismos
reguladores/mediadores que en un principio perseguían su sujeción a la ortodoxia
tridentina, convirtiendo el obstáculo en un resorte posibilitador, la mordaza en
un púlpito. El confesor, el sacerdote y el testigo pasan de ser canales supresores
en los que se delega o diluye la voz a convertirse en sus instrumentos de
amplificación, de manera análoga a como el ritual de la mortificación mística
traducía el noli me tangere de la contrarreforma – su tocar “mediado” – a una
oda salvaje a la corporalidad. En segundo lugar, y una vez conquistado ese
protagonismo, la mujer que se biloca no desecha la oportunidad de presentarse
como testigo dentro del relato, como garante última de su propia verdad (siempre
y cuando, claro está, esta verdad coincida con el testimonio del testigo que en
primer lugar la había hecho visible). Ante la inexistencia de un marco
epistemológico que la garantice (newtoniano o leibniziano), se construye, así,
lo que a todas luces parecía una paradoja insalvable: una perspectiva sin espacio
vacío y sin sujeto, una especie de agencia sin gravedad. Solo cierto marco de
interdependencia la hace súbitamente posible, cierto juego de cajas chinas donde
el efecto de perspectiva es el resultado de la relación entre testigos que se ven
mutuamente, que se controlan y que definen en su intersección el ámbito de
una mirada propia. Este tipo de mediación mediada, en virtud de la cual el
sujeto del enunciado deviene finalmente sujeto de la enunciación, es el artificio
definitivo al que nos enfrenta la cadena de bilocaciones que se han presentado
en las páginas anteriores. Su mejor ejemplo es, tal vez, la Mística ciudad de
Dios de María de Jesús de Ágreda. Volvemos con ella al comienzo.

El mediador evanescente: hacia Descartes.


La Mística ciudad de Dios fue comenzada en 1637, acabada antes de 1643 y
arrojada a las llamas no mucho después, probablemente por miedo a la
Inquisición.49 Solo sobrevivió una copia del manuscrito que había sido “trasladada”

49 El título completo de la obra es Mística ciudad de Dios, milagro de su omnipotencia y


abismo de la gracia. Historia divina y vida de la Virgen Madre de Dios, Reina y Señora nuestra,
176 VICTOR PUEYO

y enviada a Felipe IV con anterioridad, a fin de ponerlo a buen recaudo.50


Después, alentada por sus confesores, Sor María de Jesús reemprendió su
escritura y la obra sería finalmente ampliada y publicada en 1670. Voluminosa,
brillante, todavía inexplicablemente huérfana de una edición crítica, la Mística
ciudad de Dios constituye el hito más importante de la mística española del
siglo XVII.51
No es, contra lo que pudiera parecer, un tratado de mariología, ni una summa
teológica empotrada en el cuerpo de un evangelio. Por más que el texto defienda
con fervor el dogma de la Inmaculada Concepción, por más que lo haga con
polémicos y a menudo refinados argumentos escotistas (recuérdese que el
inmaculismo no fue aceptado por la Iglesia hasta entrado el siglo XIX), el libro
es, por encima de todo, lo que su propio nombre indica: una “vida”.52 María de
Ágreda transcribe la biografía íntima de la Virgen María, la vida que la virgen
misma le va dictando en sucesivos raptos salpicados de interpolaciones
doctrinales. La propia María (de Ágreda) expone en la introducción de la obra
el pacto al que ha llegado con la Virgen para convertirse en su médium y su
interlocutora: “Hija mía, consuélate y no turbe tu corazón el trabajo, prepárate
para él, que yo seré tu Madre y Prelada a quien obedecerás y también lo seré
de tus súbditas y supliré tus faltas, y tú serás mi agente por quien obraré la
voluntad de mi hijo y mi Dios” (9). La Virgen se presenta como mediadora de
la gracia de su hijo, mientras que sor María de Ágreda accede a ser su “agente”
a condición de que aquella “supla sus faltas”. Estas faltas son, entre otras, las
lagunas narrativas que cabría esperar de un texto tan difícil de acometer como
es la biografía de la madre de Dios. El argumento que los defensores de la monja
esgrimirán en favor del carácter revelado de esta biografía es precisamente la
abundancia de pequeños y detallados relatos, comentarios o improvisados

María santísima, restauradora de la culpa de Eva y medianera de la gracia, dictada y manifestada


en estos últimos siglos por la misma Señora a su esclava sor María de Jesús, abadesa indigna
de este convento de la Inmaculada Concepción de la villa de Ágreda para nueva luz del mundo,
alegría de la Iglesia católica y confianza de los mortales.
50 El propio Felipe IV hablaría de esta primera redacción de la obra en sus cartas escritas
el 9 de marzo de 1644, el 5 de agosto de 1646, el 21 de septiembre de 1646 y el 1 de octubre de
1646. La Venerable lo haría en su respuesta al monarca del 5 de octubre de 1646. Muchas otras
alusiones, veladas o no, se podrían extraer de esta correspondencia. Miguel de Escartín, obispo
de Tarazona, explica en su aprobación que sor María había quemado el manuscrito en un arrebato
de humildad contra el parecer de su confesor principal, que en ese momento se hallaba ausente
(cito de la edición de 1684, folio sin número). La propia autora reconoce en sendas introducciones
a la primera y segunda parte que la versión que nos presenta es una reescritura del original y
que dio a las llamas el primer manuscrito, mal aconsejada por el demonio (14 y 339-340).
51 Hay que dar crédito al extraordinario trabajo de Celestino Solaguren, cuya edición, crítica
o no, sigo aquí.
52 Sobre la doctrina mariológica de la Mística ciudad de Dios, ver la edición de Solaguren
(LVI-LXXXVII).
EL CUERPO GEMINADO EN LAS VIDAS SANTAS 177

midrashim que no figuran en los textos canónicos y que sirven de puente entre
los diferentes hitos de la vida de la Virgen. Al introducirlos, María de Ágreda
retoma con frecuencia la tradición “costumbrista” de las narrativas conventuales.
Desde el principio resulta evidente que el texto solo va a imponer el modelo de
la vida mariana en la medida en que esta vida ya está imaginada a partir de la
falsilla literaria de las vidas conventuales. Los diferentes quehaceres que
enhebran los hechos de la Virgen nos regalan por el camino frescos de una
inusitada domesticidad. Entre píldora y píldora catecumenal, vemos a María
tejiendo lino y lana “con el consejo de sus manos” (324), orando por su hijo en
maratonianas sesiones de nueve horas (370) o preparándole la comida a San
Juan (1396).
Minucias como estas confieren, por supuesto, una innegable plasticidad al
relato biográfico, rellenando los espacios vacíos que se elidían entre milagro
y milagro, entre hito e hito conocido de una vida previamente dada “en
esquema”. Su relleno mismo, sin embargo, es menos relevante que lo que
rellena, que el hecho de que se reconozca – de una manera innovadora por
cuanto atañe a la literatura doctrinaria – la existencia de huecos en la narración.
Estos huecos no son todavía páginas en blanco que el lector puede o no escribir,
como en el Tristram Shandy de Sterne, o geografías inéditas que un personaje
se atreve a hacer suyas, como en el Robinson Crusoe de Defoe. Esto no
significa, sin embargo, que no señalen a esa misma cara oculta, desconocida,
privada o hurtada a la vista que constituye el dorso y la esencia de cada “vida”.
Significa solamente que, a diferencia del caso inglés, donde Locke ya teoriza
el blanco antes de terminar el siglo XVII, estos espacios deben manifestarse
en la España post-tridentina como “llenos”, remitiéndose a una escritura
revelada en los cuerpos, que los cuerpos transportan y hacen visible, pero
que preexiste a ellos.
El verbo, como María de Ágreda no ceja de repetir, debe ser “humanado”,
tomar carne;53 y era este un imperativo en cuyo cumplimiento la Virgen misma
jugaba un papel esencial. Siguiendo el tópico de la encarnación como desposorio
de Dios con el mundo, desarrollado en el capítulo séptimo del tercer libro, la
Virgen no solo era la madre, sino también la sustancia ontológicamente intermedia
en esa cadena que conectaba al Verbo hipostasiado con los hombres. Según
María de Ágreda, además, la Virgen no solo es el recipiente o tabernáculo
pasivo de Dios, sino también una negociadora activa que con su perfección
puede “obligar al Padre Eterno [a] que envíe al Cordero” (78). Sobra resaltar el
paralelismo que esta lectura sugiere: María de Nazareth en el plano del contenido
hace lo que María de Ágreda en el plano de la diégesis: servir de intermediaria.

53 María es “Madre conveniente y digna para que el verbo se humanase” (91).


178 VICTOR PUEYO

El mensaje que la Virgen le está revelando (su propia vida privada, pero también
su propia palabra: la obra misma) no resultaría audible sin un mensajero que la
difundiera, sin un vehículo que la transmitiera in corpore. Sor María de Ágreda
se convierte, así, en su evangelista, en su corresponsal, pero también en una
especie de doble o de imago que da cuerpo al verbo – en este caso el de María
de Nazareth – ante los ojos del lector.
La problemática que subyace a la bilocación no se limita a condicionar una
facultad de desplazamiento; penetra también el ámbito del decir, libera en él
un lugar de enunciación de otro modo vedado. La misma fórmula que hacía
funcionar la bilocación se aplica aquí, no en vano, sobre un sorprendente resorte
narrativo. Solo cambia la distribución de los papeles, que se organiza en la
Mística ciudad de manera inversa: donde el ángel mediador venía a manifestar
el cuerpo de la monja bilocada en un lugar distante, ahora es la monja misma
la que actúa como anfitrión, fantasma o cuerpo vacío que se deja poseer para
que el verbo se haga manifiesto. Lo que nos presenta esta situación es un
“desdoblamiento” efectivo entre María (de Ágreda) y María (de Nazareth) que
el propio texto, lejos de disimular, pone de relieve cada vez que tiene la ocasión
de hacerlo. Durante el mencionado capítulo séptimo del tercer libro, se celebran
las bodas de Dios con el Mundo. El día séptimo de los fastos sucede lo siguiente:

A la misma hora que en los pasados he dicho, fue llamada y elevada en


espíritu la divina Señora, pero con una diferencia de los días precedentes;
porque en éste fue llevada corporalmente por mano de sus santos ángeles
al cielo empíreo, quedando en su lugar uno de ellos que la representase
en cuerpo aparente. Puesta en aquel supremo cielo, vio la divinidad con
abstractiva visión como otros días. (375)

El viaje recuerda a la antes citada relación de sor María de Jesús, donde la


propia monja admitía que su bilocación a Nuevo México habría sido imposible
sin la asistencia de un ángel custodio. Y todavía evoca con mucha más claridad,
si cabe, el relato de Alonso de Benavides a propósito de este viaje, según el cual
los ángeles de San Miguel y San Francisco habrían acompañado a sor María
personalmente de la mano.54 Lo que llama más la atención, de cualquier modo,
es el énfasis en la corporalidad de este breve viaje a los cielos. Habría sido
mucho más predecible, y casi más lógico, que la Virgen se hubiera elevado
solamente en espíritu. Como en los casos de bilocación considerados, además,
la imagen generada por un ángel reemplaza el “cuerpo aparente” de la monja
o cuerpo a quo para que pueda seguir siendo testificado. ¿Simple casualidad?
El siguiente ejemplo es todavía mucho más nítido. Entrado el sexto libro y con

54 Sobre la función mediadora de los ángeles en sor María de Ágreda, ver Torres Olleta.
EL CUERPO GEMINADO EN LAS VIDAS SANTAS 179

Jesús ya muerto, María de Nazareth reza por él en el cenáculo mientras su hijo


asciende a los cielos. Al mismo tiempo que lo hace, sin embargo, María le
acompaña y se eleva a los cielos con él. La explicación de este milagro es, cuanto
menos, curiosa:

Obró el poder divino por milagroso y admirable modo que María santísima
estuviese en dos partes, quedando con los hijos de la Iglesia, siguiéndoles
al cenáculo […] y subiendo en compañía del Redentor del mundo, y en su
mismo trono, a los cielos, donde estuvo tres días con el más perfecto uso
de las potencias y sentidos, y al mismo tiempo en el cenáculo con menos
ejercicio de ellos. (1097)

Kate Risse acierta al notar que la expresión de María de Ágreda resulta


anómala: “She does not say that the Virgin rose in body and soul, or that the
Virgin experienced an intellectual, abstract vision, as she describes in other
scenes in the book. Nor do the body and soul separate in Neoplatonic fashion.
The Virgin is simply in two places at once” (s.p.).55 Pero los paralelismos entre
ambas Marías no acaban aquí, ni se limitan, me atrevería a notar, a la constatación
de una facultad bilocadora común. El discurso de María de Nazareth se mira
en el de María de Ágreda como en un espejo y al revés: si María de Nazareth
es (según reza el título de la obra) “medianera de la gracia”, María de Ágreda
también lo es en la medida en que ejerce como su traductora. En no pocas
ocasiones, y particularmente en el primer capítulo, ambas voces en primera
persona se van turnando sin solución de continuidad. El nivel diegético no hace
sino confundir sus discursos, trenzados en un “yo” cuyo referente es a menudo
ambiguo, si no directamente indiscernible. A duras penas el lector intentará
distinguirlas; María, la madre de Dios, se comporta en los inicios de su vida
como si viviera en un convento, adopta el tono sumiso y auto-inculpatorio
característico de la retórica de la humilitas en las “vidas” religiosas del XVI y
del XVII. En una singular vuelta de tuerca, el ejemplo como paradigma parece
confundirse con el ejemplo en tanto concreción de ese paradigma que lo
suplementa y lo completa, mostrando a las claras que sin ese suplemento el
ejemplo no podría ser ejemplo de nada, que no hay tal cosa como un ejemplo
intransitivo. María de Ágreda no podría seguir el ejemplo (como regla) de María
de Nazareth si la regla no tuviera su ejemplo (como manifestación de esa regla)
en María de Ágreda.

55 Risse insiste en señalar que la bilocación proporciona un campo de acción propicio a la


agencia femenina que es perfectamente compatible con el elogio del recogimiento monasterial:
“Her skills in the Cenacle are limited, while the Virgin who rises with Christ, to sit at the throne
with God as judge and advisor, enjoys el más perfecto uso de las potencias y sentidos, y al mismo
tiempo en el cenáculo con menos ejercicio de ella” (s.p.).
180 VICTOR PUEYO

El ejemplo y aquello que lo ejemplifica alcanzan en el discurso – ese continuum


en primera persona cantado a dos voces – su grado máximo de horizontalidad y,
con él, su específica morfología política. La misma, a grandes rasgos, que habíamos
estudiado en los casos médicos de “monstruos” desplegados. En esta ocasión, si
el ejemplo se puede convertir en su propia regla es en virtud de esa especie de
disposición continua de dos niveles de discurso: el hagiográfico como vida de
otro y la vida conventual como ámbito privilegiado de la vida propia. Llegados
a este punto, la incertidumbre sobre el objeto de esa oblicua biografía que es la
Mística ciudad de Dios se pronuncia, si cabe, un poco más. La duda que nos asalta
es, naturalmente, la duda que sor María necesita perpetuar: de quién es la vida
que se nos está contando. ¿Es la Virgen María la que narra sus peripecias por
boca de María Jesús de Ágreda o es María Jesús de Ágreda la que escribe su
autobiografía camuflada en el cuerpo de la Virgen? ¿Quién escribe la vida de
quién? ¿Hay otra escritura propia para una monja de clausura del siglo XVII que
aquella consistente en escribir la autobiografía de otro? No es necesario responder
a estas preguntas. La propia María de Ágreda se encarga sutilmente de hacerlo
en la introducción a la primera parte, cuando increpa así a la Virgen:

Hablad, Señora, que vuestra sierva oye, hablad y engrandeced al Altísimo


por las obras poderosas y maravillosas que obró su diestra en vuestra
profundísima humildad: derívense de sus manos, hechas a torno, llenas de
jacintos, en las vuestras y de ellas a vuestros devotos y siervos, para que los
ángeles le bendigan, los justos le magnifiquen, los pecadores le busquen y
para que tengan todos ejemplar de suma santidad y pureza y, con la gracia
de vuestro santísimo Hijo, tenga yo este espejo y eficaz arancel por donde
pueda componer mi vida. (13. El subrayado es mío)

El espejo y el arancel, lo que produce el ejemplo y lo que se retiene de él,


son mecanismos de mediación que intervienen respectivamente en el nivel
imaginario y en el nivel político, en el arte barroco y en la burocracia estatutaria
del absolutismo español, pero también metáforas que permiten entender el papel
del mediador evanescente en un complejo proceso de transición a las nuevas
formaciones sociales. A falta de un espacio privado como tal, este agente
ingrávido debe convertirse primero en el espejo de su propia vida y, después,
aprovechar el doble estatuto resultante (su estar afuera y adentro, su ser espejo
y reflejo) para afirmarlo como su propia ley. La ley del mediador evanescente
es la ley de una figura que ya no está ahí, pero que permanece cristalizada en
una estructura constitutiva del nivel simbólico de las formaciones sociales del
mundo capitalista: la estructura de lo público/privado.
Entretanto, y hasta que se diluyera definitivamente como un azucarillo en
la nueva ideología mercantilista, su existencia durante los siglos XVI y XVII
EL CUERPO GEMINADO EN LAS VIDAS SANTAS 181

marcaría los límites y posibilidades de lo que ahora llamamos agencia política.


La política – como habilitación del poder hacer y del poder decir – no pasaba
aquí por subvertir las jerarquías existentes, sino por producir su duplicado, por
asumir un doble papel con respecto a su posición alterna. Por lo que se refiere
a la oposición alma-cuerpo (o forma-materia), la monja que se biloca es
alternativamente carne rellena de una mediación angélica y pasajera de excepción
en el cuerpo de un ángel; por lo que se refiere a su palabra escrita, la monja es
corresponsal y autora del mensaje, en ese punto de intersección en el que el
mediador coincide con lo mediado. En todos los casos, esta política del pliegue
no puede llevarse a cabo sin la línea tangencial, exterior y al mismo tiempo
interior a aquello que atraviesa, que supone la intervención del tercero.
De ahí que no deba banalizarse la tendencia de actores históricos como sor
María de Jesús a duplicarse a través de un estratégico recurso a la mediación,
de un ejercicio de “tercería”. Las bilocaciones de sor María pueden ser fácilmente
arrumbadas al museo de las curiosidades, confinadas al eco de una retórica que
solo concierne a los límites de la clausura. Pero son una muestra, en realidad,
de un fenómeno mucho más amplio. La coreografía de movimientos que en el
convento adoptan una forma sobrenatural (raptos, arrobos, levitaciones), fuera
de él podría contemplarse como la base misma de un método científico. El
cogito cartesiano, sin ir más lejos, solo podía presentar el yo como una certidumbre
al precio de desplazarlo primero y de separarlo de sí después, de bilocarlo.56
Descartes procede con audacia aquí: su “pienso, luego existo” (contra lo que
habría sido la formulación sustancialista: “existo, luego pienso”) es el resultado
de poner en duda el “yo soy”, de moverlo al lugar del consecuente e incluso de
suspenderlo provisionalmente. Esta duda tiene varios frentes, pero el momento
crucial del Discurso del método es quizá aquel en que Descartes nota que
incluso si todo fuera falso, el yo que lo piensa existiría por el hecho de pensar
que lo es:

Advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso,
era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que
esta verdad: «yo pienso, luego soy», era tan firme y segura que las más
extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla,
juzgué que podía recibirla sin escrúpulo como el primer principio de la
filosofía que andaba buscando. Examiné después atentamente lo que yo era,

56 Si el uso de esta palabra puede parecer exagerado (y por supuesto que ahora supone una
licencia), solo hay que observar el lenguaje con el que Descartes intenta en el Discurso descartar
las certidumbres de la experiencia a través de la dialéctica del sueño: “Tenemos motivo bastante
para no estar enteramente seguros de ellas, cuando hemos advertido que de la misma manera
podríamos, estando dormidos, imaginar que tenemos otro cuerpo, y que vemos otros astros, y
otra tierra, sin que ello sea así” (67). Sigo la edición bilingüe de Caimi.
182 VICTOR PUEYO

y viendo que podía fingir que no tenía cuerpo alguno y que no había mundo
ni lugar alguno en el que yo me encontrase, pero que no podía fingir por ello
que yo no fuese, sino al contrario, por lo mismo que pensaba en dudar de
la verdad de las otras cosas, se seguía muy cierta y evidentemente que yo
era. (58-59)

Dicho de otro modo: para formular el cogito ergo sum (“pienso, luego existo”),
Descartes tiene que deducirlo primero de una cláusula oculta del tipo “yo pienso
que no existo”, de acuerdo con la cual la certeza sobre la existencia del yo se
basaría en su capacidad o incapacidad de pensarse como inexistente. Lo que el
cogito estaba diciendo, por tanto, no era exactamente “pienso luego existo”,
sino más bien “soy pensado (por mí mismo) luego existo”. Algo, en apariencia,
perfectamente razonable. El carácter lógico o racional de este ejercicio de auto-
referencialidad reposaba, sin embargo, sobre una paradoja que queda sepultada
por el enunciado y que no debería ser subestimada: si el pensamiento es lo
mismo que la existencia, cuando pienso que no existo, ¿quién es ese yo inexistente
que como objeto del pensamiento me permite pensar? Tanto en el caso de la
monja como en el del filósofo, la posición de este agente fantasma que piensa
u observa, que se desplaza y al mismo tiempo permanece en su lugar, que existe,
en definitiva, entre paréntesis, se antoja completamente necesaria. Claro que
por lo que respecta a Descartes ese mediador aparece en calidad de una huella,
pero esa huella solo podía indicar que alguien había pasado por allí. Su mediación,
ese puente invisible que se tiende entre dos posturas alejadas e irreconciliables,
constituye la ortopedia que el sujeto necesita antes de echar a andar “por sí
mismo”, los andamios que el edificio precisa para sostenerse en pie y que se
retirarán cuando el edificio esté finalmente terminado. Cuando esto suceda,
aparecerá el cuerpo definido (en las Meditaciones) como extensión pura o res
extensa, de la que el alma inextensa o res cogitans puede y debe separarse antes
de la muerte.57 Y cuando esta alma convertida en el yo pueda hablar de sí misma,
verse a sí misma como quien ve un cuerpo reflejado en el espejo, aparecerá por
fin el género de la autobiografía. Mientras tanto, el cuerpo continuaría
coincidiendo con la escritura, relegado a esa oscura condición de “cadáver con
alma” que sor Juana Inés de la Cruz le atribuye en su Primero sueño:

El alma, pues, suspensa


del exterior gobierno – en que ocupada
en material empleo,
o bien o mal da el día por gastado –,
solamente dispensa,

57 Meditaciones VI (66).
EL CUERPO GEMINADO EN LAS VIDAS SANTAS 183

remota, si del todo separada


no, a los de muerte temporal opresos
lánguidos miembros, sosegados huesos,
los gajes del calor vegetativo,
el cuerpo siendo, en sosegada calma,
un cadáver con alma,
muerto a la vida y a la muerte vivo. (46)58

En los versos inmediatamente posteriores, sor Juana se apresura a insuflar


aliento a ese cadáver, a desenterrarlo de la fosa tomista en la que permanecía
sepultado.59 Nos explica, entre otras cosas, que el cuerpo es un “reloj humano”,
que funciona “con arterial concierto” durante el sueño y que sigue desempeñando
sus tareas corporales una vez que el alma lo ha abandonado para elevarse a los
cielos (46). Nada nuevo, por supuesto. También las criaturas podían moverse y
respirar por sí mismas a pesar de no tener alma, lo que había llevado a Descartes
a afirmar que los animales no eran, en realidad, otra cosa que máquinas.60 En
esta, como en otras ocasiones, sor Juana parece debatirse entre el tomismo y
un mecanicismo cartesiano de baja intensidad, entre el cuerpo tensado por las
cuerdas del alma y el cuerpo regulado por leyes de la mecánica. En buena
medida, es la diferencia entre el cuerpo diurno y el cuerpo nocturno, entre la
vigilia y el sueño; pero al final del día – o, en este caso, de la noche – el alma
nunca habrá llegado a separarse totalmente del cuerpo. Un hilo fino y, sin
embargo, irrompible – ese cordón umbilical a través del cual el alma suministra
el “calor vegetativo” al cuerpo – sigue conectándolos; todo lo más, el alma
estaba “suspensa” y “remota”, alejada de su embarcadero, pero “del todo separada
/ no”, como subraya el poema con un requiebro gongorino. De ahí que el cuerpo
dormido sea un cadáver, pero siempre un cadáver con alma. La “corporal
cadena” del ser que la transmite no se ha roto, por más que sor Juana haya
escalado por ella y, en su intento de ascender a los cielos, la haya estirado hasta
poner a prueba su elasticidad (50). Sor Juana conocía muy bien la obra de María
de Jesús de Ágreda, cuya Mística ciudad de Dios reposaba sobre los anaqueles
de su celda en el convento mexicano. Sus armas, sin embargo, eran otras. La
monja novohispana, a diferencia de la española, no opta por separar el cuerpo
del alma en el espacio. La única separación que nos presentaba el Primero sueño
era la separación entre las funciones vegetativas del cuerpo y las funciones
intelectivas del alma, perfectamente tolerable dentro de la ortodoxia tomista,

58 Cito de la edición de Elena del Río Parra.


59 Para una lectura exhaustiva de este pasaje en el contexto de sus fundamentos tomistas,
véase Soriano Vallès (137-145). El autor rebate con éxito la manera en que Octavio Paz
sobredimensiona el fondo de armario neoplatónico del poema.
60 Discurso (97).
184 VICTOR PUEYO

si no abiertamente recomendada por ella. Al identificarse con las segundas, al


hacer de su “vuelo intelectual” el territorio mismo de una agencia ingrávida,
sor Juana acometía una estrategia alternativa a la bilocación que consistía en
hacerse tangible a través de la densidad de la palabra. El poema mismo es el
cuerpo-otro en el que se nos presenta. Políticas del cuerpo o políticas del lenguaje
como corporalidad subrogada, bilocación o vuelo del intelecto más allá de los
dominios de un cuerpo silente, en ambos casos la política se reducía a lo mismo:
un ejercicio de duplicación cuidadosamente mediado. En manos de sor María,
una aparición; en manos de sor Juana, un poema. En su oscuridad, en su
exuberante y a menudo sinuosa dificultad culterana, sor Juana busca a tientas
los contornos de esa res cogitans a la que supone recubierta de una materia
excelsa, llena de entrantes y salientes, de perfiles difuminados por la penumbra.
Claro que para buscarse en la oscuridad necesitaba la noche y, más concretamente,
el escenario propiciatorio del sueño. Pero que recurriera finalmente al sueño y
no al reflejo es una circunstancia que solo concierne a la manera de multiplicar
la necesaria mediación de una imagen. Lo que parecía claro es que el cuerpo
que buscaba (el suyo, el que alguna vez había aspirado a tener) no estaba ahí
para ser poseído: había que imaginarlo, había que soñarlo primero.
Conclusiones

Es fácil obviar que en el origen de nuestras sociedades modernas (en el origen


de las prácticas contractuales en las que se incrusta nuestra subjetividad) no
había “otra” sociedad, sino un cuerpo. El primer tratado clásico sobre el contrato
social, el Leviathan de Thomas Hobbes, nos lo recuerda con su inolvidable y
ciertamente olvidada portada. La ilustración, a cargo de Abraham Bosse, muestra
a un gigantesco soberano oteando desde las regias alturas la faz medieval de
la civitas. En una mano blande una espada y en la otra un crosier; el emblema
simboliza, naturalmente, la doble autoridad civil y religiosa reunida en la figura
del monarca, que expone a las claras el compromiso de Hobbes con la ecclesia
anglicana. Nada resulta más reseñable, sin embargo, que el minucioso diseño
en mise en abyme de la anatomía del rey. Lo que a primera vista parece un
cuerpo escamoso (como el cuerpo de Leviatán, el monstruo marino bíblico con
el que se identifica), no es en realidad sino la imagen de un cuerpo lleno de
cuerpos. El cuerpo del soberano está compuesto de los cuerpos de sus súbditos,
que de espaldas a nosotros, tocados con un sombrero, lo miran en actitud
reverencial. Ciertamente, no es necesario decir que la orientación de su mirada
representa la cesión de una libertad que no es totalmente suya. Esto se ha
discutido ya en innumerables ocasiones: el súbdito solo puede ser totalmente
libre en la medida en que otorga la soberanía libremente al estado. Hobbes llama
a esta transacción contrato social.
Menos se ha hablado, en cambio, de la manera en que este contrato se
representa en la práctica (pictórica, gráfica, narrativa). En la práctica, este
equilibrio se construye en el interior de un cuerpo. Recordemos que el título
completo del tratado es Leviathan, or the Matter, Forme and Power of a Common
Wealth. Dentro de la teoría hilemórfica de Aristóteles, modelo hegemónico de
substancia todavía a mediados del XVII, la forma es la que define los contornos
de la materia, la que le inyecta su ser. En ese sentido, es lógico que el rey sea
la forma de la masa servil, el todo con respecto a las partes y el perímetro con
respecto a la comunidad a la que circunda, como lógico es, también, que ocupe
una posición perpendicular a ella. Pero hay algo que le diferencia de cualquier
modelo de Pantocrátor o deus observante, un particular régimen de
complementariedad entre materia y forma que no está avalado por el organicismo
186 VICTOR PUEYO

aristotélico. En un cuerpo lleno de cuerpos, no habría contorno si no hubiera


relleno y viceversa. La forma del soberano depende tanto de la materia como
la materia de su forma y esto es lo que produce, en términos de su mecánica
representacional, el equilibrio inherente al contrato. Fuera de este marco
jurisdiccional, el de un cuerpo que se subsume en otro cuerpo, el de una multitud
en estado (biológico) de “guerra todos contra todos” que se transmuta en el
estado (político) de un cuerpo común, el contrato social habría sido tal vez
imposible de imaginar.
En el fondo, claro está, esto había sido así desde el principio. Desde el principio
(desde que el siervo feudal se emancipara de su sujeción a la tierra), los hombres
que erraban por las ciudades europeas de finales del siglo XV y principios del
XVI no habían tenido otra cosa a su disposición que un cuerpo – su cuerpo, su
fuerza de trabajo – para venderlo en el mercado. Y es evidente que a partir de
ahí entraban, o creían entrar, en una economía societaria de la que todos éramos
socios, es decir, en la que todos estábamos virtualmente sujetos al contrato que
hacía posible tal sociedad. Lo que resulta menos obvio es que el “sujeto” que,
en efecto, emergía de estas relaciones contractuales no lo hacía en un mundo
simbólicamente configurado ya como una sociedad. La palabra sociedad no
aparecerá por ningún sitio en los textos del XVI y el XVII, o no lo hará, al
menos, con el sentido que ahora le otorgamos. Afloraría mucho después, cuando
la problemática contractualista iniciada por Hobbes hubiera producido una
narrativa vinculante de lo social. Mientras tanto, todo lo que podremos decir
sin temor a equivocarnos es que el sujeto se configura socialmente en el seno
imaginario de un cuerpo. Este cuerpo es, como pudimos ver, el corpus mysticum
del estado absolutista, el mundo concebido como un organismo cuyos miembros
cumplen funciones específicas con respecto a un todo jerárquicamente ordenado.
Solo en un escenario en el que las relaciones de producción adoptan la forma
de relaciones entre los miembros de un mismo cuerpo, el acto simbólico de la
decapitación (pongamos, la de Luis XVI) adquiere un relieve pleno, como,
efectivamente, hará cuando ese cuerpo se enfrente a su desaparición a partir
de 1789. Y solo en ese escenario, en efecto, había tenido sentido que los achaques
del cuerpo político español fueran combatidos con implacables sangrías
demográficas: la primera, como es sabido, en 1492, con la expulsión de los
judíos; la segunda, en 1609, con la de los moriscos. Por descontado, la terapia
de este cuerpo enfermo, consistente en desalojar el organismo de humores
impuros, responde a la obsesión de la ideología feudal por la sangre y al estatuto
mismo de la sangre como noción-eje de la lógica estamental. Pero esta obsesión
resultaría inexplicable, a su vez, sin ese marco de normatividad que ofrece el
cuerpo como locus imaginario dentro del cual se envuelven y desenvuelven las
relaciones que ahora llamamos sociales. El cuerpo no es, por tanto, una metáfora
de la sociedad: es la literalidad misma en que se expresan las relaciones de
CONCLUSIONES 187

producción antes de constituirse como relaciones sociales, antes de hacerse


brutalmente comprensibles como tales.
Seguir suponiendo, en este sentido, que cualquier totalidad histórica se
corresponde por defecto con una totalidad social conlleva desfigurar las
condiciones imaginarias del periodo de transición al capitalismo, someterlas a
su corsé simbólico, aceptar – e imponer – la patente de corso de la modernidad.
Con ello se priva al imaginario transicional de una serie de relieves (membrudos
y tumefactos a veces, lánguidos y exangües otras) necesarios para comprender
el verdadero desarrollo de una corporalidad histórica que excede y contiene los
límites de lo social. De la aplicación de este “sociologismo” resulta siempre un
parecido achatamiento, tanto si hablamos de la “vida social” de Braudel como
si nos referimos a la “totalidad social” marxiana, al “espacio social” de Bourdieu
o a las mucho más complejas “formaciones sociales” de Althusser. En estas
últimas, por poner un ejemplo, la totalidad histórica, estructurada a partir de
la interacción entre sus tres niveles (económico, político e ideológico), es la
misma totalidad “social” tanto si se aplica a las sociedades modernas de la
Inglaterra victoriana como si se refiere a la situación de los siervos de la gleba
en la Francia o en la España medieval. Aquí, como en otros lugares, lo social
en sí parece instituirse en una especie de grado cero de lo político. De las
veintitrés sociedades de Toynbee (que Curtius, para terminar de arreglarlo,
llamará “culturas”) a nuestra absurda tendencia a hablar de “sociedades
prehistóricas”, o de la “sociabilidad” de Hannah Arendt, que implícitamente
confina el vivir político a un vivir en sociedad, a expresiones tan abstrusas
como la de Rancière al imaginar este grado cero como una “presencia social
desencarnada” (“disembodied social presence”), todas estas perífrasis solo
confieren validez a la sospecha que se cierne sobre la enorme dependencia que
la filosofía política todavía muestra con respecto a la ideología del contrato y
a la potencia fundacional de sus términos.
Por supuesto, solemos aceptar que el mercantilismo reemplaza al feudalismo
y, con ello, un modelo de estado societario sustituye a un modelo de estado
corporativista, como el sujeto sustituye al manus, mano de obra o fuerza de
trabajo manual y el capital al caput o cabeza del cuerpo orgánico. Pero al final
del día, lo que realmente se está planteando con este “desplazar”, “reemplazar”
o “sustituir” es el mero relevo de una sociedad por otra, es decir, de una cadena
de formaciones sociales “distintivas” separadas por cortes discretos en una
línea continua, la línea continua de “lo social”. Lo que intentaba empezar a
proponer este libro (y se trata de una larga empresa) es el relevo mismo del mito
positivista de lo social. Esta empresa implicaba, ciertamente, alcanzar una
comprensión más compleja a propósito de cómo los modos de producción
simbólicos se relacionan entre sí, incluso si esto suponía aceptar que el evento
transformador tiene un carácter exterior y al mismo tiempo interior a estos
188 VICTOR PUEYO

modos de producción; incluso si esto suponía regresar a la ideología para


identificar sus excepciones, sus desfases y sus fisuras. En la presente problemática,
la realidad nos encontraba en esta emboscada: saliera de donde saliera el sujeto
moderno, el contrato y sus cláusulas de rescisión, el cuerpo había sido su molde
imaginario previo, su condición de posibilidad. Comprender la llamada
“transición a la modernidad” implicaba, pues, diseccionar el momento en el
que la sociedad había surgido de un cuerpo, precisamente para entender cómo
era posible, e incluso inevitable, regresar a él.
Y a tal fin emprendíamos el análisis de cuatro escenarios concretos. Cuatro
momentos en los que ese cuerpo comenzaba a desintegrarse, produciendo
imágenes de lo monstruoso que tendían a adoptar una inquietante forma
geminada. La primera de ellas incumbía a los niños siameses, entonces conocidos
como monstruos bicípites. Al investigar el diseño anatómico de estos “monstruos”,
llamaba la atención la coexistencia de dos modelos: el primero, un modelo
escalonado en el que la mitad racional del cuerpo dominaba sobre la mitad
vegetativa y pasional; el segundo, un modelo equilibrado en el que cada cuerpo
era un reflejo simétrico del otro, su espejo y su contrapeso. Este segundo modelo
se impondría progresivamente sobre el primero a medida que la literatura médica
(inicialmente producida fuera de España) fijara su objeto en el cuerpo secular
del mercantilismo: el cuerpo que se compraba y que se vendía, el cuerpo literal
o intrascendente cuyo destino y cuya razón de ser misma era su contingencia
dentro del mercado-mundo. No por casualidad, estos cuerpos monstruosos,
despojados ya de una significación trascendente, circulaban por las ferias y
cenáculos cortesanos en calidad de mercancías. Mi interés, sin embargo, no era
observar cómo las condiciones materiales del primer capitalismo habían alterado
la manera en que el siglo XVII entendía el cuerpo (algo directamente evidente),
sino evaluar lo que la configuración específica de ese cuerpo, en tanto paradigma
imaginario de las formaciones tardo-feudales o absolutistas, podía decirnos
sobre el proceso de transición a las “sociedades” modernas.
Este segundo modelo de corporalidad “en equilibrio”, verdadero epítome
del declive del paradigma pre-societario, no era ni el modelo corporativista
feudal basado en la división jerárquica entre un orden superior y un orden
inferior (el cielo y la tierra, la torre del homenaje y las tierras sobre las que se
erige) ni aquel consistente en el pliegue del yo público y del yo privado en un
mismo individuo, donde la imagen del cuerpo ya habría sido reemplazada por
la del sujeto. Me atrevía a llamar a este cuerpo “cuerpo en nudo”, por su
capacidad de encarnar la coexistencia no exclusiva de dos regímenes de
visibilidad que permanecían, por así decirlo, entrelazados. Superar el marco
imaginario del cuerpo significaba, precisamente, disponer horizontalmente
aquellas funciones que hacían del cuerpo un todo organizado. El resultado era
un cuerpo compuesto de dos cuerpos. Las dos cabezas del monstruo bicéfalo
CONCLUSIONES 189

no constituían, en este sentido, la representación alegórica de una separación


de poderes todavía inexistente (según la ecuación cuerpo bicéfalo/estado
bicameral), sino antes bien su requisito previo, su marco rudimentario de
legibilidad. Esta cuestión exige, de cualquier modo, manejarse con máxima
cautela. En el caso de la América colonial, por ejemplo, los dos poderes – el
civil y el religioso – se mantenían separados en virtud de su equidistancia con
respecto al poder político centralizado que emanaba de la metrópoli. Ahora
bien, esto no significaba que la manera en que las formaciones sociales
latinoamericanas iban a perpetuar este cuerpo bicéfalo en equilibrio supusiera
una especie de atajo a la llamada “modernidad”. Es cierto que la forma contrato
sobre la que se asienta el modo de producción capitalista exige la ficción de
una simetría de iure entre dos sujetos, el contratante y el contratado. Pero la
posición simétrica del cuerpo bicéfalo en América no prefiguraba exactamente
el tipo de reparto de papeles que establece el constructo simbólico contrato.
Antes bien, traducía sus términos a un doble pacto que los ciudadanos contraían
con la república y con Dios. Y de ahí, naturalmente, el carácter jánico de su
composición ideológica; de ahí que, mientras que en España Ribadeneira,
Quevedo o Gracián criticaban abiertamente la doctrina de la doble razón de
estado (razón “hipócrita”) de Maquiavelo y Bodino, juristas como Juan Blázquez
o Antonio de Monroy defendieran en América la existencia de una razón de
estado católica paralela a la razón de estado civil, la primera simbolizada por
el papado y la segunda por un reticente Felipe V que ponía en peligro esta
correlación de fuerzas.
Si su existencia hubiera podido explicarse como el objeto de una serie de
“metáforas” acuñadas por los politólogos de la época, el alcance del cuerpo
geminado no habría sobrepasado el marco de la teoría del estado. Nada, sin
embargo, está más lejos de ser cierto. Este “cuerpo en nudo” penetraba
constantemente otros ámbitos del discurso y de la vida diaria, modelaba otras
inercias, presentaba otros enclaves en los que se hacía súbitamente visible.
La cuestión de la raza era uno de ellos. Cierto tipo de nudo representado por
la aleación de dos especies (generalmente, la especie humana y una especie
animal) parece consustancial al periodo de transición al modo de producción
capitalista.
Durante el siglo XVI, y alentada por los debates en torno al estatuto civil
de los indígenas, surgía la figura indiferenciada del hombre-bestia, del hombre
(y la mujer) en su puro estado animal. Prueba de la necesidad de aislar este
cuerpo fronterizo es el hecho de que la medicina judiciaria diera crédito a la
hipotética existencia de criaturas nacidas de diferentes especies y le atribuyera,
además, una esencia distintiva, una “tercera alma”. Esta tercera alma coincidiría,
a grandes rasgos, con una vida animal no incorporada al estado de naturaleza.
Comprendo los progresos que la filosofía y las ciencias sociales han obrado
190 VICTOR PUEYO

en los últimos años para comprender esta vida animal. Más modesto, más
apegado, acaso, a la evidencia histórica que al púlpito de la metafísica, el
objetivo de este segundo capítulo no era, sin embargo, desarrollar una ontología
de lo humano a través del estudio arqueológico de la oposición vida animal/
vida política (como hace Agamben en Lo animal) o de una deconstrucción ad
hoc de “lo natural” y “lo cultural” (como intenta el último Derrida en La bestia
y el soberano). Intentaba, simplemente, explicar la configuración específica
de un nuevo y pujante bestiario de curiosidades que explota en la bisagra de
los siglos XVI y XVII. Y lo que revelaba este análisis era la imposibilidad de
definir su anatomía a partir de una instancia previamente dada y ontologizada,
de un “en sí” que atraviesa la historia, more hegeliano, sin pertenecer nunca
totalmente a ella, tanto si se trataba de la “vida desnuda” de Agamben como
si se refería a esa unidad indiferenciada que desafía la lógica oposicional, ese
uno-habitado-por-el-otro que hace imposible hablar en toda ley, para Jacques
Derrida, de “lo Animal”. El cuerpo en nudo objeto de nuestro estudio no era
un cuerpo dado, sino el resultado de un intercambio de valencias ideológicas
que se permutaban para construir un escenario de transición coherente con las
transformaciones que se estaban produciendo en el nivel de los modos de
producción. ¿Qué significa, en concreto, un “intercambio de valencias
ideológicas”? Pongamos como ejemplo la manera en que la transición piensa
la ética. En ese mundo que se está cociendo tras el desplome del feudalismo,
el mal ya no puede atribuirse a la agencia del diablo o “siervo rebelde”. Pertenece
a la agencia “libre” del nuevo ciudadano. La pregunta era: ¿de qué manera el
libre ejercicio de la razón podría dar lugar a un acto moralmente erróneo? La
respuesta, para Kant o para Voltaire, es clara: habrá que cargar este margen
de error en la cuenta de un déficit de razón, de un elemento de animalidad que
subsiste entre todos aquellos seres que ya son racionales. Pero este animal no
es ya la bestia de carga del feudalismo ni – todavía – el “hombre natural” de
Rousseau. Es un monstruo híbrido que recoge a ambos en una tensión
mutuamente afirmativa. No creo que sea una exageración llamar monstruo a
este elemento de enganche e identificarlo con el cuerpo en nudo que hemos
venido describiendo. Hobbes no duda en hacerlo cuando se refiere al estado
civil como artefacto que surge para domesticar al lobo-hombre del estado de
naturaleza, pero que al mismo tiempo lo incluye, pues la naturaleza animal,
como la naturaleza de su soberano, es la única que puede sustraerse a la ley.
El Leviatán es este monstruo artificial del estado, mediador entre Dios (el
señor) y el hombre natural (o ciudadano “libre”). En todo caso el monstruo,
como garante imaginario de la república, ya estaba en el centauro de Maquiavelo,
mitad animal político, mitad empatía humana, o incluso en el no menos
maquiavélico “natura omnia regit” que llevó a Francis Bacon a interesarse por
las anomalías monstruosas.
CONCLUSIONES 191

El estudio del cuerpo en nudo en el escenario del sexo servía para evaluar
otro de sus rasgos constitutivos: la producción del sujeto monádico o indivisible
(el “individuo”) a partir de un supuesto de divisibilidad. Su mejor emblema
era, naturalmente, el cuerpo hermafrodita y su relación con el género sexual.
Tal estudio mostraba que el habitual análisis del hermafroditismo como
representación subversiva de un régimen de género dicotómico carece de
fundamento, especialmente si nos comprometemos a ser rigurosos con la
vulgata médica dominante en los siglos XVI y XVII, época en la que el
hermafrodita alcanza su máxima expresión. Este régimen de género dicotómico
no existía a principios del siglo XVII tal y como lo conocemos ahora. Es solo
a partir del exacerbamiento de las contradicciones que subyacen al modelo
monosexual galénico y aristotélico que se llega a esa ecuación anatómica
consistente en un cuerpo doblemente sexuado, de cuya disolución surgirá, por
fin, el moderno régimen dicotómico de género. No me importaba recurrir a
metáforas corporales (e.g., el “nacimiento” del género sexual) para describir
este complicado proceso, ya que solo estas metáforas eran consecuentes con
la manera en que la lógica del género se había desgajado de un cuerpo. Exploraba
así, en este tercer capítulo, los senderos jurídicos y médicos a través de los
cuales el hermafroditismo, lejos de instituirse en una excepción, se convertía
en el verdadero paradigma habilitador de la noción de género y de su dinámica
inherentemente fragmentadora, individualizante. Con ello, no quería implicar
que el género sexual tuviera “sus orígenes” en el cuerpo hermafrodita (¿cómo
podrían ser de antemano suyos?), sino algo en el fondo más complejo: el cuerpo
hermafrodita representa la existencia de un momento bisagra en el que la forma
contrato resulta indiscernible del cuerpo en el que permanece incrustada. La
performance del género (el género como actuación) comporta siempre un gesto
afirmativo, una decisión; pero cada vez que se produce, este cuerpo indiferente
que le sirve de patrón es a la vez fugazmente recuperado y destruido, invocado
y destituido. Indudablemente, desde esta perspectiva el cuerpo hermafrodita
se identificaría mejor con la desaparición definitiva del género (con su disolución
en un cuerpo único y polivalente) que con su identidad misma, pero lo que
sucede, en realidad, es que ambos hechos están, como había tratado de explicar,
íntimamente conectados.
Ese mismo momento bisagra se ponía en juego en los múltiples relatos de
bilocación que inundaban la literatura conventual hasta finales del siglo
XVII. La premisa básica que trataba de desglosar era nuevamente la misma:
ante la imposibilidad de manifestar lo privado en la esfera pública (y de
constatar, de esta manera, su separación), la criatura que trata de hablar, de
expresarse, de conquistar la tribuna de su propia voz, delega esa voz que no
puede disociar de su cuerpo en otro cuerpo alternativo, un cuerpo fantasmal
que no es el suyo, pero que de alguna manera refleja su presencia en otro
192 VICTOR PUEYO

lugar. Examinando detenidamente los diferentes casos de bilocación que


presenta el archivo, mi objetivo era mostrar que la producción de un cuerpo
geminado no es exclusiva del campo discursivo de la anomalía médica, sino
que abarcaba una mayor generalidad de contextos, tratándose, como se
trataba, de una precondición esencial para la formulación del supuesto sujeto
libre. Y era así tanto cuando se trataba de la problemática cartesiana de la
comunicación de las sustancias (y su distinción entre extensión y pensamiento)
como cuando incumbía a la problemática de la multiplicidad a partir de la
mónada en Leibniz o a la cuestión de la simetría entre la sustancia y los
modos o afecciones de la sustancia en Spinoza. Todas estas coyunturas
teóricas parecen encarnarse con claridad en la oscura figura teológica del
fantasma mediador, que me he permitido identificar, provisionalmente, con
una configuración específica de lo que Fredric Jameson llamaba “vanishing
mediator” o “mediador evanescente”. Un cuerpo doble o cuerpo extra cuya
presencia, lejos de ser un capricho dialéctico, reclama su importancia a la
hora de explicar la de ese súbito intruso, testigo u objeto del testimonio, que
puebla la literatura celestinesca, picaresca, menipea, la literatura de lenocinio
y de los bajos fondos y su procesión de cuerpos que circulan a la deriva en
las ciudades europeas tras el declive de la economía simbólica feudal.
Eran, por supuesto, diferentes temáticas, diferentes anatomías, diferentes
problemas también. El examen de toda esta variada gama de casos iluminaba,
sin embargo, la misma zona de sombra y, con ella, una misma preocupación
común. Esta preocupación tenía que ver con el horizonte de expectativas que
la tensión entre cuerpo y sujeto aquí diseccionada parecía proyectar hacia el
futuro. El neoliberalismo ha terminado por consolidar el progresivo
desmoronamiento del modelo societario en muchos de sus otrora más sólidos
bastiones: el descrédito de la democracia representativa, el debilitamiento de
los estados nación, la precariedad del contrato laboral y del contrato matrimonial
y la depauperación de las cartas constitucionales, sometidas a poderes terceros,
son solo algunos de sus efectos. Contra este panorama, se percibe ya la emergencia
de una configuración alternativa de lo social que rebasa los términos clásicos
de las sociedades modernas. Las demandas colectivas de democracia directa,
la configuración multitudinaria de los nuevos movimientos sociales, la
organización asamblearia de sus diversos elementos, el crowdfunding y el
filesharing, los debates en torno a la renta básica y al bio-salario; todos estos
elementos dibujan, o parecen querer dibujar, los contornos de un cuerpo político
que ya no se estructura a partir de la lógica sustitutiva de la representación y
que prefiere hacerlo, en cambio, a través de pares – peer to peer – ordenados
conforme a múltiples simetrías. Un cuerpo que contiene la potencia de una
suma de cuerpos o suma de voluntades donde la multiplicidad parece, no
obstante, sujeta a una unidad de contenido, llámese inteligencia colectiva,
CONCLUSIONES 193

ciudadanía en red o gobierno de todos. Todas estas tendencias conjugadas


demandan una hipótesis cuya postulación, por ahora, solo es prudente arriesgar
bajo la forma de un interrogante: ¿Vivimos todavía en sociedades? ¿No es la
extinción de la forma contrato la fantasía terminal del neoliberalismo? ¿Estamos
asistiendo a la disolución de la economía societaria en un cuerpo colectivo que
se revela, bruscamente ahora, como su embrión y su modelo, como su secreto
mejor guardado? Y lo más importante: ¿Estamos preparados para afrontar el
reto de volver a ordenar su caótica anatomía, de producir y preservar el equilibrio
de sus miembros?
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Índice alfabético

los números de página en negrita se refieren a las ilustraciones


Lo abierto: el hombre y el animal Alcalá Galán, Mercedes  97
(Agamben) 67–9 Alcalá Yáñez y Rivera, Jerónimo  87 n.1
acéfalo  32, 50 Aldana Rivera, Susana  35
Acosta, José de  46 Aldrovandi, Ulysse  63, 71–3, 116, 118
Acosta, Juan de (niño molusco)  65, 66 alegoría  25, 29–30, 62, 81 n31, 113
afuera-adentro, binomio Alemán, Mateo  87 n.1, 102–3
costumbrismo y  171 Alfonso X el Sabio  120
discurso místico  166 alma
disposición horizontal  167 animales  48, 59
espejo y  180 bilocación y  156–7
metafísica newtoniana  162 convertido al yo  181
Agamben, Giorgio disociación del cuerpo  166–7
ángel 69n.20 doble cuerpo y  13, 19–22
animal intermedio  69n.20 forma y  167
crítica de Foucault  69, 130–5 humano-bestia y  55–6
democracia y exclusión  132–3 indígena 59
estado pleromático  30, 47 moraleja en las fábulas  79
exclusión inclusiva  7, 69, 73, 85, Newton sobre  162
131–2 número de  6, 13, 15, 19–32, 45, 47–50
mecanismo de exclusión  76 potencia del yo  167
nuda vida  67–9 potencia nutritiva  67–8
pliegue biopolítico  10 racional 59
vida animal/vida política  190 sensitiva  59, 161
vida desnuda  190 Sor Juana Inés de la Cruz  182–3
zona de indiferencia  63n.15 tercera  56, 59, 60, 67–8, 69
agencia  175, 181 ubicación del cuerpo  161
Ágreda, María de Jesús de ubicación en el cuerpo  17–18, 29, 32,
biografía 147–50 46, 48–50
cadena del ser  160 n.25, 164 alma-cuerpo, oposición
desdoblamiento 9 bilocación  156, 159, 161, 162–4,
doble de María de Nazareth  177–9 166–7, 171–4
Felipe IV y  151 Meditaciones 181
Mística ciudad de Dios 175–80 separación incompleta  183
orden franciscana  149–50 Álvarez de Miraval, Blas  90, 92 n.6, 99
Santo Oficio  150–1 Alvarez Paz, Diego  155–6
Sor Juana Inés de la Cruz y  183 América imaginaria (Rojas-Mix)  116
Agustín, San  57 n.34
214 ÍNDICE ALFABÉTICO

anatomía colonial  37–8 véase también corazón/cerebro,


andrógino  89, 93 oposición de; forma-materia,
El andrógino (Lugo y Dávila)  8, 90, binomio
96–8 Arqueología del Saber (Foucault)  2–3
ángeles  69 n.20, 145, 156, 157, 159, 174, asimetría
178, 181 alma y  17–18
Ángeles y Monteagudo, Ana de los  9, Deleuze, Gilles  112
152, 174 doble autoridad y  35n.27
animal estado absolutista  33
alma y  48, 59 gemelos siameses  14–17, 21, 48
Derrida, Jacques  190 monstruo plegado  15, 21
hablante 77–9 El asno erudito (Forner)  78, 82
ideologema de lo  75 Aspe, Domingo  154–5
poder soberano y  75 Auschwitz 132
reino 1–2 ausencia-presencia, oposición  99,
sustancialismo aristotélico y  54–5 111–12, 142
véase también hibridez; humano-ani- autobiografía  165, 170, 180, 182
mal, oposición Avellaneda, Francisco de  87 n.1
Los animales congregados en cortes Ávila, Teresa de  165
(García Goyena)  84–5
anomia 69 Bajtín, Mijaíl  168, 174 n.47
Los anormales (Foucault)  1, 90 Balbás, Pedro de  155–6
Anthropometamorphosis (Bulwer) 70 Balmes, Jaume  161
antropología comparada  70 barba  89 n.2
antropomorpha 70 barbarie  7, 73, 74–5
aparecimientos, tipos de  155–6 barbuda 87
apariencias 100–1 Baroja, Caro  61
Apologético en favor de don Luis de Barón, Jaime  157
Góngora (Espinosa Medrano)  74 barroco
árabe 62 apariencia 100
La Arcadia (Lope de Vega)  73 como mónada  109
aristotelismo cuerpo  142, 144
animado 59 Deleuze, Gilles  4, 112
causas de monstruosidad  33 engaño 100–1
ciencias naturales  36n.29 exceso y  5–6
corazón y alma  46 lenguage de  141–2
corazón-cerebro, oposición  18, 48 pliegue 109
cristiano  161, 163, 167 pliegue y  112–13
desequilibrio 15–16 regímenes de visibilidad  112, 114
género sexual  98–9, 136 Bauhin, Gaspard  121
hermafroditas 91–2 bautismo
híbridos  54, 55 doble cuerpo  19–22
humores del cuerpo  91–3 indígenas 150
modelos de hermafrodita  104 número de almas  45, 47–8
obstetricia 31 Bello, María de León  9, 152, 158 n.23
potencia nutritiva del alma  68 Belon, Pierre  63, 66n.18
razón/volición 59 Benavides, Alonso de  9, 148, 149, 153,
zoé-polis 131 166
ÍNDICE ALFABÉTICO 215

Benigànim, Inés  159 Bravo, Cristóbal  29n.21


Benjamin, Walter  40 Bravo de Sobremonte, Gaspar  8, 104
La bestia y el soberano (Derrida) 190 Bretschneider, Andreas  139, 140, 141
bestialidad española  59 Brevísima relación de la destrucción de las
bestiarios  7, 61, 190 Indias (Las Casas)  58–60
Beverley, John  74–5 Büchner, Luis  18n.9
bicéfalo Buendía, Joseph de  42
causas divinas  33 Bulwer, John  70
como maravilla  25 Burshatin, Israel  128
cuerpo político virreinal  37–8, 42–3 Butler, Judith  128, 134 n.47, 135–6
de Lima  5–6
emblema de excepción  51 cabeza
en América  22 corona y  33–4
foucauldiano 2 cuerpo político  38
María Juana  21–2 rey como  24, 103
sexo 21 véase también corazón/cerebro,
véase también bautismo; corazón/ oposición
cerebro, oposición de; gemelos cadena del ser  160, 164, 183
siameses Calancha, Antonio de la  71
bicéfalo político  44, 46–7 Calderón de la Barca, Pedro  87 n.1
bicípite. Véase bicéfalo; gemelos siameses Carlos I  42
bilocación  9, 174 n.46 Carlos II  26, 33–4, 37, 42–3, 44, 103
agencia y  175 carnavalesco  138, 139, 166
a América  148, 153–4 Carranza, Alfonso  8, 55n.2, 104–5, 106
a Asia  157–8 n.27
como práctica evangelizadora  148, Carrión, Luisa de
153–4 aparecimientos 155–6
corporalidad y  172 bilocaciones  9, 153–4
cuerpo vacío y  156–7 Felipe III  154–5
de María de Nazareth  178–9 Inquisición y  154–5
del yo  181 retrato de  148–9, 153
diablo y  173 n.45 San Martín de Porres y  158
división alma-cuerpo  156, 159, 161, Carta marina (Magno)  63–4
162–4, 166–7, 171–4 Cartas eruditas y curiosas (Feijóo) 45
espacio y  159–62 cartas magnas  81, 85
lugar de enunciación  177–8 Las Casas, Bartolomé de  58–60, 116 n.34
mediación fantasmal  156–7, 158, 159, Cascales, Francisco  144 n.52
161, 174 n.46, 178–9 Castrillo, Hernando  53–4
milagros y  152 catástrofes naturales
sospecha de herejía  172–3 en América  40
testigos  164, 172–4 en Europa  39–40
biopolítica  10, 73, 131, 144 erupción volcánica  174–5
The Birth of Mankind: Otherwise Named, monstruos portentos  22, 33
The Women’s Book (Rösslin) 16 monstruosidad y  39
bisexuado. Véase hermafrodita terremotos  35–6, 38–9, 40, 41
Boaistuau, Pierre  6, 16, 22–3, 25 y el otro  40
Boétie, Étienne de la  4 Celestina  168, 169 n.39
Bosse, Abraham  185 La Celestina (Rojas)  4
216 ÍNDICE ALFABÉTICO

Certeau, Michel de  171 teología del poder soberano y  75


Cervantes Saavedra, Miguel de  9, 63, 64, convencionalidad  121, 122, 124
73, 90 corazón 46
Céspedes, Elena/Eleno de  125–6 corazón/cerebro, oposición
Cieza, Pedro de  60–1, 71 alma y  17–18, 29, 46
cinocéfalos  57, 61, 69–70 aristotelismo sustancialista  18 n.6
circulación de cuerpos  64–5, 160–1, 164, bicéfalos y  21–2
192 individuo moderno  29
Ciudad de Dios (San Agustín)  57 jerarquía y  50
ciudadanía Nájera, Juan de  48–50
agencia libre  190 ubicación del alma  48–50
antecedentes 9 Coronel, María  148
del virreinato  43 Corónica moralizada del orden de San
europea 59–60 Agustín en el Perú (Calancha) 71
excepción y  51, 53 corporalidad
exclusión inclusiva  132 de la bilocación  178–9
hermafrodita y  114 de la palabra  183
noción de  7 discurso de la medicina y  110
civilización 73–5 espectáculo y  65
Clarke, Samuel  162 estamental 144
clausura 164–5 histórica 187
Colección completa de las fábulas kenoma 44
(Goyena/Mendizábal) 82–4 mediadora 170
Colmenares, Luisa  153–5 mortificación y  175
Colón, Cristóbal  56–7 pleroma 44
Compendio de la prodigiosa vida de fray corporativismo estamental  31n.24, 46, 91,
Martín de Porres (Barón) 157–8 144, 186
compuesto  31, 32, 56 corpus  9, 18
confesión 165–6 corpus mysticum  6, 24, 33, 42, 50, 91,
Conquista 56–61 166, 186
Conservación de la salud (Álvarez de Cortés, Hernán  22n.13
Miraval) 99 costumbrismo  171, 172, 176
constantinismo 23 Covarrubias, Sebastián de  87, 89, 93, 117
Constitución de 1812 (España)  81 Crótalon (Villalón) 167
Constitución de 1823 (Perú)  50–1 Cruz y Bahamonde, Nicolás de la  87
Constitución de 1825 (Guatemala)  85 cuadros barrocos  109–10
contracción-dilatación, binomio  109–10 cuerpo
Contrarreforma  103, 164, 169, 172–3 andrógino  91, 115
contrato social bestializado  75, 76
concepto de sociedad  30 disciplinado  1–3, 76
equilibrio del  186 disociación de alma de  166–7
estado de excepción  60, 73 escritura 182–3
estado de naturaleza y  80, 131 escritura y  112–14
fracaso del  81–2 España como  186
ideologema del  187 expresión de relaciones de producción
ideología del  185 186–7
independencia americana  81 falso 125–6
sujeto europeo  76 feudal 15n
ÍNDICE ALFABÉTICO 217

fluidos constitutivos del  15 n.3 De Laurens, André  105–6


Leibniz 163 De legibus (Suárez)  35n.27
mestizo 8 De monstrorum causis (Liceti) 55n.2
místico 38 De mulierum affectionibus (Mercado)  106
ocupación del  163–4 n.27
orgánico estamental  110 De partibus animalium (Aristóte-
orgánico imperial  42 les) 18n.7
salvaje 60 De partu (Carranza)  55n.2
tierra como  36n.29, 40n.37 De piscibus (Aldrovandi) 63
vacío  156, 159, 163, 178 De rerum natura (Lucrecio) 54
cuerpo en nudo  21, 28, 29, 33, 125, De vita spirituali (Álvarez Paz)  155–6
188–91 del Rio, Brígida  87, 88
cuerpo político del Rio, Martín  96, 105
bestializado 76 Del Río Parra, Elena  25, 29n.22
bicípite  37–8, 47 Del sentido y lo sensible (Aristóteles)  18
borbónico 48 Deleuze, Gilles  4, 108–13
concepto de sociedad  30 Delicado, Francisco  4
contrato social y  30 Demócrates segundo o De las justas causas
cuerpo del rey y  24, 42, 131, 185 de la guerra contra los indios (Sepúlve-
de las colonias  28–9, 31n.24, 38 da) 59
del virreinato  36 derecho
del pueblo  29 canónico 104
desdoblado 29 del virreinato  37
eje de relación  6–7 español  4, 122
español 50 europeo 7
estado absolutista  30, 42 romano  69, 116–17, 120, 131
expulsiones del  186 vacío de  47
geminado  23–4, 41–2 Derrida, Jacques  190
primeras formaciones capitalistas y El desacuerdo (Rancière) 28
21–2 Descartes, René  18, 32, 181, 183
reorganización del  28–9 desdoblamientos  9, 29, 152, 156, 157
virreinal  33–4, 36 n.22, 178
cuerpo-otro 183 desequilibrio  5, 15–16, 22, 40, 124
Cuerpos que importan (Butler) 135–6 despliegue  109–10, 112–13, 116, 119,
cuerpo-yo 170–1 143, 180
Curiosa y oculta filosofía (Nieremberg) 6, Desvíos de la naturaleza o tratado del
13, 53–4n.1 origen de los monstruos (Rivilla
Bonet)  5, 6, 30–4, 38–9, 53, 56, 60,
Daemonologia (Torreblanca) 55n.2 70–1
De anima (Aristóteles)  59, 68 Diálogos de amor (Hebreo) 167
De anima y vita (Vives) 167 Diarios (Colón)  7
De aquatilibus (Belon)  63, 66n.18 Díaz de Alcalá, Francisco  126
De generatione animalium (Aristóte- diferencia  50, 69, 74, 89, 109, 114
les) 54 Dios 162
De hermafroditorum monstrosorumque disciplina  1, 2, 10, 76, 172
partuum natura (Bauhin)  121 Discourse sur les hermafrodits
de la Cruz, Juana Inés  9, 165, 171, 183 (Riolan)  106 n.27
de la Cruz, San Juan  167 Discurso del método (Descartes)  181–2
218 ÍNDICE ALFABÉTICO

Discurso jurídico, histórico-político, en Erauso, Catalina de  8, 96, 96 n.15


defensa de la Jurisdicción Real escotismo  160, 161 n.27, 176
(Navarra) 37–8 escritura  103, 112–14
discursos mediados  166 esencia racional  55, 71
Disertación curiosa o discurso físico-moral espacio  64, 65, 69, 160–3, 166–7
sobre el monstruo (Nájera)  45, 47–50 espejo 183
Disputatio de vera humani partus naturalis Espinosa Medrano, Juan de  74–5
et legitimi disignatione (Carranza)  8, espíritu emancipado  167
104–5 estado político
Disputationes medicae super libros galeni absolutista  6, 28, 33–4, 42, 141, 186
(García Carrero)  106 n.27 bicéfalo  35, 35n.27, 37–8
distinción 112 español 91
distribución de lo sensible  101 kenomático 47
doble, literatura del  29 monstruo híbrido  190
doble autoridad  34, 35n.27, 37–8, 50–1, pleromático  47, 47–50
185 societario  10, 48, 187, 188, 192
doble cuerpo  2–3, 4, 5–6, 23, 24, 28–9, 69 estado-nación 80–2
doble diseño  1, 25–6, 48 eventos transformadores  59, 187–8
doble república  44 Examen de ingenios para las ciencias
doble verdad  166–8 (Huarte) 92
doble vivir  69 examinaciones médicas  34–5, 78, 95, 97,
domesticidad  171–2, 176 107, 121, 129
Don Quijote de la Mancha (Cervantes) 9, excepción
61, 137–44, 138–40, 141–2, 142–3, biopolítica 131
144–5 cancelada en las fábulas  77–8
El donado hablador (Alcalá)  87 n.1 consumo de la  87
Los dos cuerpos del rey (Kantorowicz) 24 disposición geminada  67
Dulcinea del Toboso/Aldonza Lorenzo emblemas de  51, 75–6
137–41 fase liminal  73
Foucault, Michel  4
emblemas  51, 76, 82, 112, 142 geografía de la  161
Emblemas morales (Covarrubias)  87 n.1, incorporación de la  60
89 kenomática  47, 50–1
encarnación 176 legal 9
El ente dilucidado (Fuentelapeña)  62, 63, lenguaje y  67
91 mercado de la  65
Entremeses varios (Avellaneda)  87 n.1 mestizo 31–2
episteme  2–3, 129 normal colonial y  73
Epitome delictorum (Torreblanca)  94 n. normalizada 44
10 productividad de la  130
equilibrio reglas  80, 82
cuerpos equilibrados  48 república de la  53
de contrato social  185 terremotos 39
de poderes  33–4, 37–8 vida desnuda como  69
en gemelos siameses  26–9 exceso  1, 5–6, 20–1, 27, 31, 99
en hermafroditas  120, 121, 123, 123 exclusión
n.40 americana  43–4, 84–5
y hermafroditas  91 constitutiva 132
ÍNDICE ALFABÉTICO 219

de la ley divina  120 ars erotica/scientia sexualis 115


doble  114–15, 120 n.33
inclusiva  7, 44, 69, 73, 114–15, 131–2 biopolítica 9
norma y  1 clasificacion de monstruos  2–5, 90
Explicación física y moral de las causas, control del cuerpo  68–9
señales y diferencias de los terremotos disciplina 1
(Nifo)  36n.29, 40 discurso médico del sexo  124
exterioridad doble  114–15 hermafroditas  2, 90, 117, 129
exterior-interior, oposición  89, 93 historicidad  1–2, 119
kantiano  2, 3, 28 n.20
fabulario clásico  63 modernización 76
Fábulas (Samaniego)  77, 80 sanción negativa  128–9
fábulas dieciochescas  76–85 subjetivación 3–4
Fábulas latinas 79 tecnologías del poder  131
falsedad 100–1 vida desnuda  68–9
Fedro 79 Fuentelapeña, Antonio de  62, 63, 90,
Feijóo, Padre Benito Jerónimo  6–7, 91, 93, 99
18n.6, 19–20, 45–6, 47, 61, 77 Fuentes y Guzmán, Antonio de  26–7
Felipe II  106 n.27, 119, 126 Fuerza y materia (Büchner) 18n.9
Felipe III  155 Fundamentación para una metafísica de
Felipe IV  9, 24, 149, 176 las costumbres (Kant)  77
ferias cortesanas  7, 65, 73, 87, 90
Fernández, Fernanda  129–30 Galeno
Fernández de Oviedo, Gonzalo., 7, 22 anatomía genital  94
Fernando el Católico  24 hermafrodita latente  8
Ferrer, Joaquín María de  51 medicina española  106
Ferrús Antón, Beatriz  170 modelo monosexual  191
Few, Martha  27 ubicación de alma  18
ficciones constitucionales  8 García Cárcel, Ricard  47
Filebo (Platón) 18 García Carrero, Pedro  106 n.27
Filópono 163 García Goyena, Rafael  82–3
Firbas, Paul  40–1 gastrocéfalo 50
fluidos constitutivos  15 n.3, 91–2 gemelos siameses
forma-materia, binomio de Génova  13, 20, 45
bilocación y  181 de Medina Sidonia  48–50, 49
complementariedad 185–6 de Northumberland  46
Dulcinea del Toboso/Aldonza Lorenzo asimetría y  14–17
141–2 bautismo 17–22
epistemología aristotélica  5, 185 carácter unitario  15–16
esencia racional  71 como jeroglífico  33, 34, 39
exceso de materia  5 desequilibrio 15–16
forma paterna  54, 55, 71 desplegados  25, 27, 30
género sexual y  98 doble diseño  1, 25–6, 48, 50
hermafroditas latentes y  101 equilibrio 26–8
materia femenina  54, 55, 71, 142 exceso  20–1, 22
separación incompleta  167 Foucault, Michel  90
Forner, Juan Pablo  78–9 horizontalidad  21–2, 25–6
Foucault, Michel invertidos  16, 17i
220 ÍNDICE ALFABÉTICO

número de almas  13, 15, 19–22, 45, desplegado  105–6, 110, 143
48–50 despliegue  100, 106 n.27, 110, 116, 143
simetría  25–7, 48–50 discurso médico-jurídico  143
de Tortosa  13–14 doble rechazo jurídico  114–15
verticalidad 22 emergencia de  90
de Villa del Campo  25–6 en el imaginario americano  116 n.34
y doble autoridad  34 equilibrado  120, 123
véase también bicéfalo; corazón/ escritura y  112–14
cerebro, oposición estatuto legal  120–4, 126–7
Gender Trouble (Butler)  128 estudios foucauldianos  128
género sexual Fernanda Fernández  129–30
discurso médico del sexo y  124 Foucault, Michel  2, 90, 117, 129
elección del sexo  8, 119–25, 128, 134 homosexualidad y  8, 92, 115, 117 n35,
emergencia histórica  128–9, 130 119, 122
en textos médico-jurídicos  136 indígenas y  116
interpelación  124, 128 latente  8, 93–4, 127, 129–30
nacimiento del  114 lectura vertical del  105, 107
norma y  128 ley 114–99
régimen dicotómico  100 matrimonio  123 n.40, 124–8
sexo y  135 modelos de  96, 99, 104, 107
sujeto y  135, 136 n.48 morfobiología medieval  91–3
teoría aristotélica  98–9 Muñoz, Magdalena  8, 110
genitales  14, 93, 94–6, 98–9, 100–1, Pacheco, María  8
104–5 pliegue  100, 109, 143
Gilbert, Ruth  115 n.33 régimen de simetría  114
gnosticismo 47 sacrificio del  115–16
Góngora, Luis de  74, 90, 144 n.52 simetría  114, 125
González, Antonietta  72, 87, 112 similitud 106
González, Pedro  71, 87 subjetividad y  135–7
González Echevarría, Roberto  138, 166 teoría aristotélica del sexo y  100
Goya, Francisco de  82, 83 tragicomedia como  144 n.52
Gracián, Baltasar  24 hermafroditas 117
Los gramáticos (Forner)  78 hibridez  31–3, 54–6, 61–7, 70–1
La gran sultana (Cervantes) 90 hidalguía 100
Guzmán de Alfarache (Alemán)  87 n.1, hilemorfismo. Véase aristotelismo
102–3 Hipócrates 92
hirsutismo 87–9
habitus  94, 121, 158 Histoires prodigieuses (Boaistuau)  16
hablar-silencio, oposición  165 Historia anatomica (De Laurens)  106
Haliczer, Stephen  172 Historia de Guatemala o recordación florida
Hebreo, León  167 (Fuentes y Guzmán)  26–7
Hegel, Friedrich  40 Historia de la monja alférez (Ferrer) 51
hegelianismo  113, 134, 168, 190 Historia de la sexualidad (Foucault)  115
hermafrodita n.33
binomio exterior-interior  89 Historia de Roma desde su fundación
binomio público-privado  144 (Livio) 115
como condición de posibilidad  135 Historia general de las cosas de Nueva
cripto-anatómico 101–2 España (Sahagún)  7
ÍNDICE ALFABÉTICO 221

Historia general y natural de las Indias Ibáñez de la Rentería, José Agustín  77–8
(Fernández de Oviedo)  7, 22 identidad
Historia natural y moral de las Indias antecedentes 112
(Acosta) 46 cuerpo e  68
Historia naturalis (Plinio)  57, 87 n.1 Dulcinea del Toboso/Aldonza Lorenzo
Historia peruana (Cieza) 71 137–41
Historia y magia natural o ciencia de la española 50
filosofía oculta (Castrillo) 53–4 hermafrodita  96 n.15, 121, 128, 191
Historias prodigiosas (Boaistuau)  6 precedentes de  113–14
historicidad 10 reflexividad  4
Hobbes, Thomas  60, 73, 185 ilegibilidad
hombre marino  55, 61–7 de las Américas  57–8
hombre natural Foucault, Michel  1
racional-salvaje (europeo)  73 mar 64
Rousseau, Jean-Jacques  73 monstruo 67
salvaje-racional 73 monstruo polaco  67
salvaje-racional (americano)  73–4 imaginario
hombre salvaje  30 n.23, 58, 60, 67, 70–6 americano  27, 116 n.34
hombre-bestia  1, 7–8, 61, 71, 82, 84–5 contrarreformista 110
hombres embarazados  93 disciplina y  1
hombres-perros  57, 71 platónico 109
hombres-pez  55, 61–7 imperativo categórico  77
homo marinus  74, 75 impetus 163
Homo sacer (Agamben)  68, 69, 130–5 impureza  74, 186
homo sylvestris  67, 70, 71–3 inclusión exclusiva  73
homosexualidad  8, 92, 115, 117 n35, 119, independencia americana  51, 81
122 indiferenciación  90 n.3, 132, 134, 168–9,
horizontalidad 191
autobiografía de otro  180 indígenas
binomio afuera-adentro  167 alma animal  59
composición pictórica  111 bestialización 116
cuerpo político bicéfalo  47 como bestia  58
del hermafrodita  128 como buen salvaje  58
doble imagen y  73 como monstruos  57
e imaginario contrarreformista  107–8 cuerpo ilegible  57–8
española  47, 50 cuerpo bestializado  75
gemelos siameses  21–2, 25–6 estado de excepción  58–60
hermafrodita y  101 estado de naturaleza  58–60
hombre-monstruo  8, 73 estatuto jurídico  59
monstruos desplegados  180 hibridez 70–1
Rancière, Jacques  28 hibridez y  43
horror vacui 160–1 monjas bilocadas e  148, 151, 155
Huarte de San Juan, Juan  92 otro 7
huecos  58, 160, 161, 176 partos monstruosos  70
Huerta, Jerónimo Gómez de la  87 n.1 Thomas Hobbes  60
humano-animal, binomio  54–6, 58, 73, vida natural  70
75–6, 79 individuo
bicéfalo e  20
222 ÍNDICE ALFABÉTICO

bilocación e  161 natural feudal  84


hermafrodita  120, 135 leyenda negra  58–61
monstruoso 1 libre albedrío  160
pliegue del yo  188 Libro de la anathomía del hombre
pliegue e  29 (Montaña)  54, 99
sujeto monádico  191 Libro de recreaciones (San José)  171,
tercer género  32 173
Inquisición Libro de su vida (Ávila) 165
Ágreda, María de Jesús de  9, 147 n.3, Libro intitulado del parto humano (Núñez)
150–1, 157, 175 15–16, 91
Colmenares, Luisa  154–5, 157 licántropos  70, 71–3, 82, 87, 112
hermafroditas e  127 Liceti, Fortunio  55n.2
mediadoras divinas  163 Lima (el Perú)
Teresa de Jesús  165 bilocaciónes en  157
Institutio Physica Curiosa mito fundacional  42–3
(Wolfart) 18n.6 monstruo de  5–6, 31, 33–5
Iriarte, Tomás de  77, 78, 84 reconstrucción 38–40
terremotos 35–6
Jaffary, Nora  27, 33 Lima fundada o Conquista del Perú 40
Jameson, Fredric  168 Liñan y Cisneros, Melchor de  34, 41
Jardín de flores curiosas (Torquemada) Linneo 70
61, 119–20 La literatura del pobre  170 n.41
Juliano el Apóstata  23 Livio, Tito  115
jumanos  9, 148, 149, 153, 157 Loas, entremeses y bailes (Moreto)  87 n.1
jurídico, campo  165 Long, Kathleen  92, 100
Lope de Vega, Félix  73, 147
Kant, Immanuel  77, 84, 90 n.3, 162, 190 López, Juan Luis  37
Kantorowicz, Ernst  24 López de Palacios, Juan  58
kenoma  47, 50–1 La Lozana andaluza (Delicado) 4
Kessell, John  150 Lozano Renieblas, Isabel  63–4, 73
Lugo y Dávila, Francisco  8, 97
Lacan, Jacques  128 n.46, 139, 142 Lycosthenes, Conrad  70
Laqueur, Thomas  99
Lauretis, Teresa de  136 Madrid, monstruo de  101–2, 103, 107
Lazarillo de Tormes  61–2n.11, 168–9, Magno, Olav  63–4
172 Manso y Zúñiga, Francisco de  148
Le Goff, Jacques  30 mar  61, 63, 64
lectura de cuerpos  57–8, 102–5, 110, 115, maravilla
117, 128, 169 cuerpos dobles  1
legibilidad  57–8, 67, 113, 189 espacio vacío y  64
Leibniz, Gottfried  40, 108–9, 161–4 literatura de  106 n.27
lenguaje  3, 19, 58 simetría y  25–7, 45
Leviatán (Hobbes)  60, 185 teratoscopia trascendente  65
ley María Egipcíaca, Santa  110, 111
anomia y  69 Martín de Porres, San  9, 157–8
civil/natural  80, 84 masculinidad  94–5, 121
divina 1 masculino 98
hermafrodita 114–99 Matalinares, Francisco  44
ÍNDICE ALFABÉTICO 223

materia. Véase forma-materia, binomio mestizos  8, 32, 43–4, 53, 56, 74


Mateu y Sanz, Lorenzo  8–9, 122, 124–5 Metafísica (Aristóteles)  92 n.6, 98 n16
mecanicismo cartesiano  183 metamorfosis 61–2n.11
mediación metrópoli  7, 47, 51, 59, 74
de bilocación  156–7, 158, 174 n.46 Mexía, Pedro  18n.6, 61
de doble verdad  168 mezcla  1, 31–2, 53, 54, 59
de duplicación  183 milagros  152, 161, 171, 172
Contrarreforma en España y  169 mística  6, 9, 147, 163–4, 171, 172
corporal 170 Mística ciudad de Dios (Ágreda)  160
Descartes, René  181 n.25, 175–80, 183
de discursos  166 modernidad  27, 130–5
divina  160, 161–2 modernización  76, 82
de imagen  184 mónada  108–9, 112, 191
mecanismos de  180 Monardes, Nicolás  60–1
mediada 175 Monclova, conde de la. Véase Portocarrero
mediador Lasso de la Vega, Melchor
cadena del ser y  164 monja alférez  96 n.15
de bilocación  159 monjas
evanescente  168–9, 175, 180, 192 Ágreda, María de Jesús de  9, 147–-9,
Virgen María como  176 147–51, 151, 160 n.25, 164, 173
medicina, discurso de la n.45, 175–80, 183
aristotélico 105–6 Ángeles y Monteagudo , Ana de los  9,
en El andrógino 97 152, 174–5
medicalización del cuerpo  68–9 apariencias de  155
medicalización en España  128 n.46 autobiografía 165–7
monstruos desplegados  180 bilocación mediada  163, 174 n.46,
proceso judicial y  119–21 181, 191–2
y biopoder  130 Carrión, Luisa de  9, 152, 153–7
véase también aristotelismo; Galeno clausura  9, 18 n.9, 157 n.21, 164–5,
medicina galénica  8, 18, 94, 106, 191 181
médico-legal, discurso de  2, 6, 8, 121–3, de la Cruz, Juana Inés  9, 165, 171,
126 183
Meditaciones (Descartes) 182 hermafroditas  90, 94–6, 100–1
Memorial (Benavides) 9 Inquisición  9, 127, 147 n.3, 150–1,
Memorial informativo en defensa de Sor 152, 154–5, 157, 163, 165, 175
Luisa de la Ascensión (Balbás) 156–7 Nava y Saavedra, Jerónima  9, 158–9,
Mendizábal, Luis  82–4 183
Mercado, Luis  106 n.27 relatos de vidas santas  170–2
mercado-mundo 141 Teresa de Ávila  165
mercantilismo Teresa de Jesús, Santa  173–4
circulación y  160 travestidas 96
cuerpo del rey  24 voz  156, 175, 191–2
cuerpo monstruoso y  26, 64–5 véase también bilocación; mediador
cuerpo y alma  167 Monstrorum historia (Aldrovandi) 63,
espacio vacío y  160 71–3
humanismo 137 monstruo
naturaleza humana y  60 de Beaumont  16, 22–3
sujeto moderno  167 de Lima  31–5
224 ÍNDICE ALFABÉTICO

de Madrid  107 separación de materia y forma  167


alegórico 55 Montalván, Juan Pérez de  96 n.15
canino 57 Montaña, Bernardo  54
colonial 27 Montaña de Monserrate, Bernardo  99
como fetiche  65 Morata, Úrsula Micaela  9
como mercancía  64, 73 Moreto, Agustín  87 n.1
como narrativa  30 morfobiología medieval  91–3
como signo  25, 33, 35, 39, 57–8, 62–3 mortificación  172
con costra  107 Motín de Esquilache  44
criollos  32, 33, 43–4 mujeres, morfobiología medieval
definición  31 de  91–3, 98–9, 101, 143
discurso del  2, 6
eclesiástico 63 Nájera, Juan de  45, 47, 49i
figura jurídica  1 Nassarre y Ferriz, Blas Antonio  79
geminado 2–4 naturaleza, estado de
híbrido  7, 64 americana  59–60 , 70
ilegible  1, 67 ciudadano europeo  59–60
ilocalizable 64 contrato social y  80
lectura del  102–3 en las fábulas  79–80
de Lima  5–6 monstruosidad y  25
maravilloso  25–7, 29, 64–6 náufrago 63–4
marinos  7, 61–7, 185 Nava y Saavedra, Jerónima  9, 158–9, 183
medieval 64 Navarra, Melchor de  35, 36–8, 41–2
natural 27 Newton, Isaac  152
niño molusco  7, 65, 66 Nieremberg, Juan Eusebio  6, 13, 14–15,
objeto de feria  7, 65, 73 20, 53–4n.1, 61n.9, 65, 90
organicista 65 Nifo, Francisco  36n.29, 40
orígenes  55, 61 niño molusco  7
polaco  63, 66–7 Noche oscura 167
político 29n.22 norma
racional 55 duplicidad 11
de Rávena  102–3, 112 emblema de  51
vaciamiento del  65 excepción y  39, 130
velludo  70, 107 exclusión y  1
“Monstruo bicípite” (Feijóo)  19–20 Foucault, Michel  3
monstruosidad inclusión exclusiva  73
abundancia americana y  27 jurídica 119–20
causas 33 prohibición y  125
compuesto animado  31–2 Rancière, Jacques  28
discursos de la  2, 6 refuerzo de la  128
exceso y  1, 5, 31 sanción y  128
letrados criollos  74 normalidad
mestizaje y  32 contradictoria 153
mirada y  65 de la anormalidad  51
naturaleza y  25 Novalis 78n.29
orígenes 60–1 Novena maravilla (Espinosa Medrano)  75
pecado y  103, 117 nudo. Véase cuerpo en nudo
producción de la  30 Nuevo México  9, 148–50, 153, 154, 157,
ÍNDICE ALFABÉTICO 225

164, 166, 178 pez eclesiástico  63


El nuevo mundo descubierto por Cristóbal Physica curiosa (Schott) 18n.6
Colón 147 picaresca  166, 168–72
Núñez de Coria, Francisco  15–16, 17 pigmeo 69–70
Platón  18, 167, 172, 179, 183 n.59
obstetricia  2, 6, 31 pleroma  47, 50–1
Orang-outang, sive homo sylvestris pliegue
(Tyson) 69–70 de almas  59
orden franciscana  149–50, 161 barroco 4
organicismo  31, 46, 65, 74, 79, 109, 137, binomio forma-materia y  167
185 cerebro/corazón 29
Ortegón, María  13–14, 21–2 cuadro barroco y  109
Ortiz, Tomás  58 Deleuze, Gilles  4, 109–12
ostentos 25 diferencia y  112–13, 114
otro espacio vacío y  153–4
colonial 7 hermafrodita  100, 109, 143
cuerpo-otro  166, 184, 190, 191 humano-animal 75n.24
de la razón  144 papel del tercero  181
doble representación  44. poder y  4
islam 62 razón/volición 59
modernización del  144 simetría y  1
mundo 40 sujeto y  4
vida del  184 Plinio  57, 87 n.1
“Poème sure le désastre de Lisbonne”
Pablo de Tarso  47 (Voltaire) 39–40
Pacheco, Maria  8 poesía monstruosa  71, 74
Palencia-Roth, Michael  56 Política de Dios, gobierno de Cristo
Para casos tales suelen tener los maestros (Quevedo) 24
oficiales (Iriarte) 77–8 Política indiana (Solórzano y
Paré, Ambroise  14–15, 25 Pereira) 31n.24
Parentación real al soberano (Portocarrero) El político (Gracián) 24
42 porcus marinus 66n.18
Partidas (Alfonso X el Sabio)  120 portentos  25, 33, 35, 39, 62–3
partos monstruosos Portocarrero Lasso de la Vega, Melchor
de la tierra  36n.29 34, 38–9, 42–3, 44
del pene  127 presagios  22, 33, 115, 117, 120
gemelos siameses  13, 14, 31, 45 Primero Sueño (de la Cruz)  9, 183–4
hermafroditas  93, 115 Procesos de beatificación y canonización
mixtos 54 173
mujeres indígenas  70 prodigio  23, 25, 27, 51, 96 n.15, 102,
tratados médicos  15–16 112, 114
patriotismo criollo  27 Prodigiorum ac ostentorum chronicon
paulismo bajomedieval  23 (Lycosthenes) 70
pecado  103, 117, 122 prodigios, literatura de  106 n.27
peje Nicolao  61–2, 64 público-privado, binomio
Peña, Ángel  159 figura del hermafrodita  144
Peralta y Barnuevo, Pedro de  31, 39, figura del doble  29n.21
40–1, 43, 54–5, 158 imaginario tardo-feudal y  166–7
226 ÍNDICE ALFABÉTICO

mediación  168, 169, 180 Rivilla Bonet y Pueyo, Joseph  5, 31–3,


populismo latinoamericano y  76 43, 54–6
publicación 166 Rodríguez, Juan Carlos  170 n.41
repliegue 170 Rojas, Fernando de  4
sexo y  144 Rojas-Mix, Miguel  116 n.34
socios 30 Rösslin, Eucharius  16
Rufo, Juan  14–15
Quaestiones disputatae (Aquino)  161 Rutherford, Donald  163
Quevedo, Francisco de  24, 68, 136, 144
n.52 Saavedra Fajardo, Diego de  24n.15
saber/poder 3
Rancière, Jacques  10, 28, 101 sacrificio  115–17
Rávena, monstruo de  102–3 Sahagún, Bernardino de  7, 60–1
raza  7, 85, 189 salvaje  30 n.23, 58, 60, 67, 70–6
véase también indígenas Samaniego, Félix María  77, 80, 84, 160
Redondo, Augustin  138 n.25
reformas borbónicas  45, 47 San José, María de  171, 173
reino animal Sánchez, Tomás  123 n.40
en las fábulas constitucionales  82–5 Sánchez Carrión, José Faustino  81
interregno 2 Sánchez Cotán, Juan  87, 88, 89
Relación de la causa de Sor Luisa de la Sánchez Valdés de la Plata, Juan  89 n.2
Ascensión 157 sangre  100, 186
relatos conventuales  170, 176 Santa María, Juan de  24
religioso, campo  165 sátiro  69–70, 74
república Schott, Gaspar  18n.6
como cuerpo compuesto  31n.24 Seiscientas apotegmas (Rufo)  15
como cuerpo orgánico  50–1 semejanza  90 n.3, 112
de la excepción  54 separación incompleta  172
Resoluciones medicae (Bravo de Sobre- Sepúlveda, Juan Ginés de  59
monte) 8 Serna, Luis de la  19, 45
Respuesta a Sor Filotea (Cruz)  171, 172 ser/poder 3
resurgimiento, discurso del (Lima)  36 Serra, Junípero  150
retratos sexo
Carrión, Luisa de  148, 153 ambiguo  137–8, 143
cuerpos imprimidos  112 binomio público-privado  133, 144
del Río, Brígida  87, 88 e identificación  124
Dulcinea del Toboso/Aldonza Lorenzo eje de simultaneidades  89
137–8, 140 elección del  8, 119–25, 128
escritura desplazada  112 examinaciones médicas  95, 97, 107,
González, Antonietta  71, 72, 87, 112 121, 126–7, 129
Revolución de 1808, 81 falso 129
rey  24, 42, 103, 131, 185 fronteras entre  93–4
El rey por semejanza (Lope) 29n.21 latente  97, 100–1
Reyes, Gaspar de los  46 lectura de cuerpos  103, 104, 110, 115,
Ribera, José  110, 112 117, 121
Riesco Le-Grand, Inocencio María  18n.9 morfobiología medieval  91–2
Riolan, Jean  106 teoría aristotélica  100
Risse, Kate  179 véase también género sexual
ÍNDICE ALFABÉTICO 227

Shaky Colonialism (Walker) 36n.30 substancia. Véase forma-materia, binomio


Siena, Bernardino de  148, 150, 153 sueño  156, 181 n.56, 183, 183–4
signo suelto  120 Los sueños (Quevedo) 68
Silva de varia lección (Mexía)  18n.6, 61 sujeto
simetría antecedentes 28
contrato social  189 autobiografía y  170, 182
cuerpo geminado  21 bautismo y  20
cuerpo político virreinal  37–8 cuerpo y  186
excepciones en América y  40 democracia y  29
gemelos siameses  25–9, 48, 188–9 exclusión del monstruo  73
hermafrodita  8, 114, 125 formación social capitalista  6–7
modelo del cuerpo  76 moderno  1, 28 n.20, 167, 188
monstruo de Medina Sidonia  48 monádico 191
monstruos maravillosos  25–7, 29 pliegue y  4
múltiple 192 raza y  7
pliegue y  1 sustancialismo. Véase aristotelismo;
Spinoza 192 corazón/cerebro, oposición de;
sirenas  55, 61, 63, 63n.15 forma-materia, binomio
soberano
cuerpo político  24, 42, 103, 131, 185 Tablas poéticas (Cascales)  144 n.52
exclusión inclusiva  131–2 Talavera Cuesta, Santiago  78
social 187–8 teología
sociedad, concepto de  37–8, 185, 186, del poder soberano  75
188 médica 54
sociologismo 187 política 30
socios  7, 30, 144, 186 vida animal  68
Soledades (Góngora) 67 teratología  2, 6, 7
Solórzano y Pereira, Juan de  31n.24 teratoscopia 65
soma androothé  91, 96, 125–6 tercer género  32, 55, 74
Suárez, Francisco  35n.27 tercer sexo  91, 130–5
súbdito tercera alma  59, 60, 69
borbónico 47 tercería 181
ciudadano y  10 véase también mediador
cuerpo como  46 Teresa de Jesús, Santa  173
cuerpo del  24 terremotos  35–6, 38–9, 40–1
cuerpo del rey y  185 Tesoro de la lengua castellana o española
en las fábulas constitucionales  77, 80 (Covarrubias) 87
Matalinares, Francisco  44–6 testigos  164, 172–5
Portocarrero, Melchor  42–4 Timeo (Platón)  18
subjetivación Tomás, Santo  68, 109 n.30, 161, 163
Foucault, Michel  3–4 tomismo  161–4, 183
pliegue y  4 Torquemada, Antonio de  29n.21, 61,
subjetividad 63n.15, 95 n.13, 119–20, 121
antecedentes  11, 12, 69, 170 Torreblanca, Francisco de  55n.2, 94
del virreinato  43 n.10
género sexual y  135–7 Torrecilla, Juan de  9, 148, 166
hermafroditas y  124, 136, 144 Los trabajos de Persiles y Sigismunda
producción de la  69, 144 (Cervantes)  63–4, 73–4
228 ÍNDICE ALFABÉTICO

Tractatus de re criminali (Mateu y Sanz) hermafrodita y  101, 104, 107, 117,


8–9 133
tragicomedia  144 n.52 jerarquía y  50
transexuales  94 n.10 lectura del hermafrodita  107
transmutaciones sexuales  94–8, 105–6, tecnologías del poder  131
126–7 Viage de España, Francia e Italia (Cruz y
Tratado de embriología sagrada (Riesco Bahamonde)  87 n.1
Le-Grand) 18n.7 vida
Tratado de la redondez de la tierra animal  59, 68–9, 79, 189, 190
(Ágreda) 147 desnuda  68–9, 73, 134–5, 137, 141,
Tratado de república y policía christiana 190
para reyes y príncipes (Santa María) en nudo  137, 144, 170–1
24 racional 68
travestismo  96, 136, 138 n.49 Vida admirable del bienaventurado San
tritones  53, 56, 62, 63, 74 Martín de Porres (Valdés)  157–8
Tyson, Edward  69 Vida de la madre Jerónima del Espíritu
Santo 158
vacío Vida prodigiosa de Sor Beatriz María de
bilocación y  163, 164, 175 Jesús 171–2
cuerpo  156, 159, 163, 178 vida santa, género de la  170–4, 176–7
espacio  64, 65, 69, 160–3 Vida y hechos de Estebanillo
legal  59, 69, 132 González 170
naturaleza americana como  58 Villalón, Cristóbal de  167
pliegue y  113 Virgen María  176
Vargas Machuca, Francisco de  33–4, 39 Virreinato de la Nueva España  44
Vega, Garcilaso de la  167 Virreinato del Perú  9, 33–4, 35–8, 42–4
Velasco, Sherry  93, 96 n.15 visibilidad  28, 112, 114, 115, 117, 172–3,
Ventura, Magdalena  107, 108, 110, 112 174
verticalidad Vives, Luis  167
asimetría y  15 Viviendo con los ángeles (Peña)  159
cadena del ser  160 Voltaire 39–41
composición pictórica  50 La voluntad de saber (Foucault)  68–9
cuerpo político pleromático  47
de comunicación  160 Walker, Charles  36n.29, 36n.30
en el cuerpo político  7 Wallerstein, Immanuel  141
España y  50 Weber, Alison  165
gemelos siameses y  21–2, 50 Wolfart, Peter  18n.6
Cuerpos

Cuerpos Plegables
E
ste libro explora la atracción de
los ‘Siglos de oro’ por lo monstruoso.

Plegables
Varios trabajos recientes ya han
arrojado luz sobre la abundante representación
de cuerpos excesivos que afloran en los siglos
XVI y XVI y que parecen, acaso, reflejar el
lenguaje inflado y deformado a través del
cual son descritos en la literatura de la época.
Sin obviar sus logros, el libro intenta ir más
allá para mostrar que lo más sorprendente
de la monstruosidad en este periodo no es la Anatomías de la excepción en España
manera en que representa un exceso barroco,

en America Latina (Siglos XVI–XVIII)


Anatomías de la excepción en España y
sino la forma en que el exceso mismo está y en America Latina (Siglos XVI–XVIII)
estructurado en una imagen dual. Muchos
de estos ‘monstruos’ (hermafroditas, bicéfalos
o licántropos) ostentan un diseño geminado VÍCTOR PUEYO
que permanece, de hecho, inexplicado.
¿Qué explica tal anomalía? ¿Cómo contribuirá
esta excepción a modelar la imagen misma
de lo normal? ¿Qué tiene que ver con la
configuración del nuevo cuerpo político a
través del cual las relaciones sociales iban a
ser imaginadas, a partir de entonces, en el
mundo occidental?
VÍCTOR M. PUEYO es profesor titular en
el Departamento de Español y Portugués de
Temple University.

VÍCTOR PUEYO
Cubierta: Siamesas de Villa del Campo (1687). “Relación
verdadera y copia de un maravilloso portento que la Magestad
de Dios N. Señor ha obrado con una niña monstruosa.” En
Henry Ettinghausen. Noticias del siglo XVII: Relaciones españolas
de sucesos naturales y sobrenaturales. Barcelona: Puvill, 1995.
Cortesía de Puvill Libros.
DISEÑO: SIMON LOXLEY

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