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Fernando Chueca Goitia

John Ruskin, un mito olvidado

Pocos hombres ejercieron una influencia más decisiva en las artes de su época que Ruskin,
Pugin y Morris, que vivieron y lucharon juntos, aunque sus personalidades fueran tan
diferentes. Pero de los tres, Ruskin alcanzó en su tiempo una dimensión más universal que
los otros dos, aunque la crítica posterior haya señalado las muchas flaquezas del autor de Las
siete lámparas de la arquitectura y su magisterio modernamente se haya empañado un poco,
mientras que la figura de William Morris ha crecido entre los historiadores del arte
moderno.

La arquitectura, como el arte en general, se convirtió para estos hombres y para los que
formaban la Cambridge Camden Society en un movimiento ético y religioso que, a la vez, era
alimentado por las frustraciones de una conciencia culpable ante las iniquidades de la
explotación humana en los primeros tiempos de la revolución industrial.

Como ha dicho oportunamente Reginald Turnor, mientras Pugin quería cambiar la


arquitectura y la religión, que él había fundido en su sentimiento, Ruskin deseaba cambiar la
vida, pues no podía disfrutar de su inclinación por las artes mientras la mayoría de los
hombres sufrían en las degradantes condiciones impuestas por tan ilustrada época como la
suya. Pugin consideraba que los hombres virtuosos —así pensaba que eran los de la Edad
Media— producían un arte valioso, mientras Ruskin opinaba, más radicalmente, que un arte
vicioso producía hombres de mala condición.

Sus teorías, expuestas principalmente en sus dos obras capitales, Las siete lámparas de
la arquitectura (1848) y Las piedras de Venecia (1852), son hoy insostenibles, pero en su
época produjeron una gran impresión por su vehemencia y por su magnífica y sonora prosa.

En el comienzo mismo de Las siete lámparas... se dice: «La arquitectura es el arte de


disponer y de decorar los edificios elevados por el hombre, cualquiera que sea su destino, de
manera que su aspecto contribuya a la salud, a la fuerza y al placer del espíritu.»

Cuenta y Razón, núm. 17 Mayo-Junio 1984

Niega que la arquitectura tenga algo que ver con la utilidad: «Reservemos —dice— el
nombre de arquitectura para aquel arte que, comprendiendo y admitiendo como condiciones
de su funcionamiento las exigencias y necesidades corrientes del edificio, impone a su forma
ciertos caracteres venerables y bellos, aunque inútiles desde otros puntos de vista» (Las siete
lámparas de la arquitectura, edición de la España Moderna, págs. 1 y 2),

Yo pondría el énfasis en la palabra venerable, pues para Ruskin todo aquello que no es
venerable no se eleva a la categoría de arte y no es venerable sino aquello que tiene un fondo
moral. Con ese enfoque condena Ruskin el Renacimiento, porque considera que en su
naturaleza moral es un arte corrompido. Es el arte que expresa el orgullo de los papas y la
ostentación de los príncipes.

En Las piedras de Venecia nos dice que el Renacimiento es pagano por sus orígenes,
orgulloso e impío: «... una arquitectura inventada al parecer para convertir en plagiarios a
sus arquitectos (se refiere a la obediencia a Vitrubio y a los órdenes grecorromanos), esclavos
a sus constructores y sibaritas a sus habitantes; una arquitectura en la que todo lujo tiene
cabida y toda insolencia se ampara; lo primero que tenemos que hacer es destruirla y
después sacudirnos su polvo de nuestros pies.» Estas y otras tiradas de parecido tono
profético fueron las que le proporcionaron en su época un poder que ahora no
imaginamos.

En el mismo sentido moral pretende denunciar todo aquello que en construcción resulta
falso o enmascarador: el pintar los materiales para simular algo que no son; el aceptar los
ornamentos fabricados por medio de máquinas, lo que supone una suplantación de la mano
del hombre y, por lo tanto, un error moral.

Ya que los venerables edificios de la Antigüedad han sido construidos de arcilla, piedra
y madera, el abandono de estos materiales (en sí venerables) supone el abandono de los
principios del arte.

Todas estas ideas empiezan a poner de manifiesto la repugnancia de los Victorianos a la


invasión de la mecanización, que les ahoga con sus productos falsos y sus ersatz, y su deseo de
volver a los tiempos ingenuos de la artesanía. En esta línea progresará luego Morris, con un
temperamento más moderno, que le llevará a convertirle en un pionero del racionalismo
futuro. Pero a Morris le dejaremos para más adelante.

Ruskin, con su teoría de los materiales venerables, se encuentra ante un grave dilema.
¿Cómo aceptar el uso del hierro —material moderno—, que se va imponiendo y que es una
de las conquistas de su propia época? Más o menos busca líneas de repliegue para superar el
dilema. Acepta, por ejemplo, las cadenas de hierro que utilizó Brunelleschi para zunchar la
cúpula de Florencia o las grapas de hierro de la flecha de la catedral de Salisbury; cree
resolver sus contradicciones aceptando el hierro como una prudente ortopedia y lanza su
axioma de que los metales deben usarse como cemento y no como soporte. En seguida apela
a una metáfora moralista: el hierro es como el vino, que un hombre puede usar en momentos
de enfermedad, pero no como alimento (pág. 43).

De todas maneras, no se salvaba el principal escollo, la utilización del hierro como


soporte, que va a producir esas magníficas y sorprendentes estructuras como el Cristal Palace
de Paxton (1851), desafío violento a estas teorías ruskinianas. Por eso, intuyéndolo, se atreve
a contradecirse, presumiendo que en un futuro próximo podrá desarrollarse un nuevo sistema
de leyes arquitectónicas enteramente adaptado a la construcción metálica.

No debemos olvidar que todos los teóricos de la arquitectura han sentido la necesidad de
establecer sus leyes con un soporte racional. Los hombres del Renacimiento creyeron que
la suma razón estaba en la cultura clásica de Grecia y Roma, y esto fue la base de su
pensamiento humanista en filosofía, literatura y arte. En el neoclasicismo vemos, y ya nos
hemos ocupado suficientemente de ello, un nuevo rebrote de racionalismo de carácter
especialmente lingüístico. Se explica entonces todo el lenguaje arquitectónico buscando la
razón de sus leyes gramaticales.

Los románticos, como Ruskin, no olvidemos que son racionalistas, aunque de otra manera
y mientras unos veían la racionalidad del lenguaje arquitectónico en la articulación de la
columna y el dintel otros la ven en el juego sabio de contrafuertes y arbotantes. En
grandísima parte, la vuelta al gótico del siglo xix se basa en criterios racionalistas, y Viollet-
le-Duc no se cansa de decir que la arquitectura gótica, constructivamente hablando, es la más
racional que nunca ha existido.

No olvidemos tampoco que los neoclásicos eran también unos románticos que creían en
el sentimiento y en la naturaleza, hasta el punto que podemos muy bien acusar el parentesco
de algunas observaciones de BouHeé sobre la arquitectura en relación con las estaciones del
año y en relación con la luz y las sombras con otras de Ruskin de tono parecido.

«... La arquitectura—ese arte magníficamente humano— debe mostrar una expresión


análoga de las penas y cóleras de la vida, de sus dolores y de su misterio. A ello no llegará
sino por el vigor o difusión de la sombra. El procedimiento de Rembrandt, si es falso en
pintura (curiosa observación, obligada en un prerrafaelista), es todo nobleza en arquitectura.
No creo que un edificio haya tenido jamás verdadera grandeza, a menos que se mezclen en
su superficie poderosas masas de sombra, vigorosas y profundas. También debe ser uno de los
primeros hábitos de un joven arquitecto abarcar en su concepción no sólo el dibujo en el
miserable esqueleto de sus líneas, sino muy principalmente los efectos de la sombra,
previendo cómo se destacará su obra cuando el alba la ilumine o la abandone el crepúsculo,
cuando sus piedras estén caldeadas y fríos sus ángulos, cuando sobre las unas se calienten
los lagartos y en las otras construyan las aves. Que dibuje con la sensación del calor y del
frío...» (pág. 87), y así continúa para explicar lo que es el dibujo majestuoso.

Y en otro lugar: Un arquitecto no debe vivir en la ciudad, como tampoco un pintor.


«Enviadle a nuestras montañas; que aprenda en ellas lo que la naturaleza tiene para sus
arbotantes, lo que tiene por cúpula. Había un algo en el viejo poder de la arquitectura que
tenía más que ver con el ermitaño que con el ciudadano.» En ese párrafo, en ese torrente
que son Las siete lámparas... existen perlas escondidas que se mezclan con extrañas
ingenuidades y no pocas falacias. Por ejemplo, en su capítulo dedicado a la lámpara de la
belleza mantiene teorías peregrinas. Lo bello es lo que la naturaleza presenta más
frecuentemente. Por lo tanto, la greca griega no puede ser bella porque en la naturaleza
sólo se da en los cristales de bismuto y éstos sólo se producen artificialmente. Sin embargo,
los ornamentos lombardos de la catedral de Pisa pueden aceptarse porque son la imagen de
un cristal de sal, y la sal es mucho más común que el bismuto.

En medio de no pocas ingenuidades no faltan las observaciones que obedecen a una


mentalidad típica del momento, como el desdén por las recetas numéricas para orientarse en
el mar sin orillas de las proporciones. Las proporciones son tan infinitas como la melodía en
la música, y querer enseñar a un arquitecto la belleza de las proporciones es como querer
enseñar a componer calculando las relaciones matemáticas de las notas de la Adelaida de
Beethoven o el Réquiem de Mozart. El hombre que tenga vista e inteligencia creará bellas
proporciones y no podrá hacerlas de otro modo; mas no podrá decirnos de qué manera,
como Wordsworth no podrá enseñarnos a escribir un soneto o Walter Scott a trazar el plan
de una novela.

Dicho esto, Ruskin establece una ley general para ordenar las proporciones: «Tener un
gran motivo y muchos otros pequeños, o bien tener un motivo principal y muchos otros
inferiores, y ligarlos después bien.» La proporción es un juego de contrastes y de
desigualdades. «Desembarazaos de la igualdad, dejádsela a los niños y a sus castillos de
naipes; las leyes de la naturaleza de la razón y del hombre se levantan contra ellas, en arte
como en política. Yo no conozco en Italia más que una torre absolutamente fea, y es
porque está dividida en partes verticales iguales: la Torre de Pisa.»

Como sería inagotable hacer un comentario de todas las ideas de Ruskin vamos a apuntar
muy brevemente algunas otras, por lo que tienen de indicativas para la arquitectura de su
época: «No puedo, de ninguna manera, concebir la arquitectura sin color.» «No es signo de
estancamiento en un arte que imite o tome prestado, mas sí lo será el imitar sin
discernimiento o tomar sin gran cuidado.» «No hay más que dos grandes conquistadores del
olvido de los hombres: la poesía y la arquitectura. Esta última implica en cierto modo a la
primera y es en realidad más potente.» «En los edificios públicos, la intención histórica debía
ser aún más definida. Una de las ventajas de la arquitectura gótica —uso la palabra gótica en
su acepción general en tanto que opuesta a clásica— es la de administrar una riqueza de
anales sin límites. La mímica y multiplicidad de sus decoradores esculturales permiten
expresar, simbólica o literalmente, lo que es digno de ser conocido de los sentimientos o
de los altos hechos nacionales.» Ruskin piensa en el Palacio Ducal de Venecia; yo pienso
en el Parlamento de Londres.

«La mayor gloria de un edificio no depende, en efecto, ni de su piedra ni de su oro. Su


gloria toda está en su edad en esa sensación profunda de expresión, de vigilancia grave, de
simpatía misteriosa, de aprobación o de crítica que para nosotros se desprende de sus muros,
largamente bañados por las olas rápidas de la humanidad. En su testimonio de durabilidad
ante los hombres, en su contraste tranquilo con el carácter transitorio de las cosas, en la
fuerza, que en medio de la marcha de las estaciones y del tiempo, y de la decadencia y
nacimiento de las dinastías, y de las modificaciones de la faz de la tierra o de las orillas del
mar, conserva imperecedera la belleza de sus formas esculpidas, y une unos siglos olvidados
con otros: en todo esto se va concentrando la emoción de las naciones. En la pátina dorada
de los años es donde hemos de buscar la verdadera luz, el color y el mérito de la
arquitectura. Sólo cuando un edificio ha revestido este carácter, cuando se le ha confiado la
fama de los hombres y la santificación de sus hazañas, cuando sus muros han sido testigos de
nuestros sufrimientos y sus pilares han surgido de las sombras de la muerte, su existencia,
más duradera que los objetos naturales del mundo que le rodea, se ve por completo dotada
de lengua y vida.»

Este último párrafo pone de manifiesto varias cosas que entran de lleno dentro del análisis
de la época que estudiamos. En primer lugar, la historicidad bajo la cual se percibe el
fenómeno artístico. En épocas anteriores, el arte se valoraba por sus perfecciones estéticas
con arreglo a diversos criterios, ideologías o preceptivas. Una obra de Praxiteles o de Rafael
era excelente porque había alcanzado una especie de perfección intemporal. Ahora se añade
un nuevo valor, el del paso del tiempo, el de su condición de ser obra histórica por encima o
al margen de sus perfecciones. Nunca se ha hecho una mejor apología que ésta de Ruskin
de la arquitectura histórica, y esto va a repercutir fenomenalmente en los años inmediatos.
Ruskin lo va a decir claramente: «Un edificio no se puede contemplar en todo su esplendor
hasta que no han pasado sobre él cuatro o cinco siglos.»

Por lo tanto, hay que construir con vistas a la perduración y, lo que es más importante,
debe construirse teniendo presentes los probables efectos del tiempo. Piénsese la distancia
enorme que separa estos conceptos de la mentalidad de hoy cuando sólo pensamos en
construir para satisfacer las necesidades utilitarias del momento. Por el camino señalado por
Ruskin se podía llegar a acelerar artificialmente el paso del tiempo, que es lo que hacían
las escuelas llamadas vagamente pintorescas. Sobre el concepto de pintoresquismo (lo que es
digno de ser pintado), Ruskin se alarga en disquisiciones no poco alambicadas, pero siempre
curiosas. Algunos consideran que la caducidad potencia el pintoresquismo, y, por lo tanto, al
concebir el edificio presienten cuál será su futuro aspecto ruinoso; la ruina viene a ser algo
así como la culminación de lo pintoresco, por eso excitan tan intensamente los sentimientos
románticos.

Aquí Ruskin llega a un tema sumamente delicado: el de la restauración de los viejos


edificios. Es un tema que está en la atmósfera de esta época historicista. Desde el punto y
hora que los hombres han comprendido la lección de la historia y que han comenzado a amar
los viejos edificios por el mismo hecho de ser viejos, el problema de su restauración se
convierte en un problema candente, que desde entonces está en pie.

Pero Ruskin se levanta airado y condena la restauración mutiladora, la que amenaza a


tantos edificios, la que llevará un Viollet-le-Duc a sus últimas consecuencias, hasta el punto de
no saber, hoy, si le debemos gratitud o rencor. Para Ruskin, lo que constituye la vida, el
alma de un edificio, jamás se puede restituir; hacen falta los brazos y los ojos de los artistas
que lo crearon. «¿Qué imitación puede hacerse de unas superficies de las que ha desaparecido
una media pulgada de espesor? Todo el acabado de la obra estaba en esa media pulgada
desaparecida.»

Ya se dan cuenta de algo que nosotros estamos hoy mismo sufriendo. Algo tremendo
que consiste en descuidar los edificios para luego restaurarlos. «Tened cuidado con vuestras
construcciones —dice— y no tendréis luego el cuidado de repararlas.» Algo que no
deberíamos olvidar. Algunas hojas de plomo colocadas en tiempo oportuno sobre el techo o
sobre las cornisas, algunos conductos limpiados de broza, pueden salvar un edificio.

Para Ruskin, lo importante es conservar. No tenemos derecho a tocar ningún


monumento del pasado. No nos pertenecen. Pertenecen en parte a los que los construyeron
y en parte a las generaciones que han de venir detrás. Toda una doctrina expuesta en unas
páginas admirables que nos gustaría glosar si el espacio no nos faltara.

La última de las lámparas con que intenta alumbrar la arquitectura es la de la


obediencia. ¿Qué quiere decir que la arquitectura tiene que ser obediente? Pues algo que
todos sabemos: que tiene que tener leyes sobre el capricho particular, y que si estas leyes
derivan de un espíritu nacional, tanto mejor. Ruskin quiere que, lo mismo que su país habla
únicamente en la lengua de Shakespeare, tenga una arquitectura inglesa. Pero después de
justas observaciones cae en la puerilidad de considerar que el estilo que deben adoptar las
islas puede ser uno de estos cuatro: 1.°, el románico toscano; 2.°, el gótico primario de las
repúblicas de Italia occidental; 3.°, el gótico veneciano en su más cumplido desarrollo, y 4.°,
el Early decorated inglés. Dándose cuenta de sus anteriores afirmaciones nacionalistas, tiene
que conceder que lo más cuerdo debería ser adoptar la última solución. Aparte de lo pueril
que esto resulte, nos sirve para saber adonde iban las preferencias de Ruskin: el románico
toscano de Pisa o Florencia y el gótico de las repúblicas italianas, simbolizado en el
Campanile de Giotto, el amadísimo gótico de Venecia y su Palacio de los Dux. Desde luego
nada del condenado e impío Renacimiento, ni menos del barroco, que en aquellas edades
sólo tomarlo en cuenta hubiera sido como pactar con el demonio.

Es evidente que las preferencias de este hombre, tan vehementemente expresadas,


hicieron mella en los arquitectos de su tiempo que cultivaron los estilos que él amó, aunque
no le obedecieron del todo, pues en la barahúnda del eclecticismo no faltaron los que
cultivaron los estilos clásicos, más o menos italianizados.

John Ruskin nació en Londres en 1819, hijo de padres adinerados que le permitieron
tener una esmerada educación en Oxford. En 1837 publicó su primer trabajo: La poesía de
la arquitectura. Su fama comenzó con la aparición de su primer volumen de Modern
Painters, en 1843. Esta obra la terminó en 1860, al publicar el quinto volumen. En 1840
comenzó sus viajes por Francia e Italia, que le habían de llevar a la publicación de sus dos
obras más densas de doctrina: The Seven Lamps (1848) y The Stones of Venice (1852).
Como crítico de arte, se sintió frecuentemente atraído por Turner y se convirtió en el
mentor de la escuela prerrafaelista.

En 1864 heredó la gran fortuna de su padre y fundó el St. George Guild, una
comunidad informada por un vagoroso comunismo agrario. Su vida de moralista y
reformador social no obtuvo el reconocimiento que alcanzó su obra de crítico de arte y
tampoco logró como hijo ni como marido la serenidad y la calma que exigía su vida de
escritor. Desde 1869 explica como profesor de arte en Oxford, donde a veces es atacado
duramente hasta el punto de tener que abandonar la enseñanza. En 1878 sufre un ataque de
locura. Muere en Brant Wood en 1900. Después de estar apartado de toda actividad, a su
muerte se vuelve a despertar el interés por esta singular colegio de Oxford lleva su
nombre.

Aquel típico representante de la sociedad victoriana, estremecida por las conquistas de la


técnica, llevaba dentro de sí el morbo de la amargura y se sentía solidario de las clases
humildes, embrutecidas por un trabajo carente de horizontes espirituales, a las que quería
liberar de su esclavitud por la vía de la religión, de la artesanía y de un cierto socialismo
utópico. Hubiera deseado que los trabajadores en lugar de acarrear tierras, fundir raíles y
construir locomotoras hubieran levantado catedrales, animados por el soplo del arte.
F. Ch. G.*

1911. Arquitecto. De las Reales Academias de Bellas Artes y de la Historia.

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