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Pocos hombres ejercieron una influencia más decisiva en las artes de su época que Ruskin,
Pugin y Morris, que vivieron y lucharon juntos, aunque sus personalidades fueran tan
diferentes. Pero de los tres, Ruskin alcanzó en su tiempo una dimensión más universal que
los otros dos, aunque la crítica posterior haya señalado las muchas flaquezas del autor de Las
siete lámparas de la arquitectura y su magisterio modernamente se haya empañado un poco,
mientras que la figura de William Morris ha crecido entre los historiadores del arte
moderno.
La arquitectura, como el arte en general, se convirtió para estos hombres y para los que
formaban la Cambridge Camden Society en un movimiento ético y religioso que, a la vez, era
alimentado por las frustraciones de una conciencia culpable ante las iniquidades de la
explotación humana en los primeros tiempos de la revolución industrial.
Sus teorías, expuestas principalmente en sus dos obras capitales, Las siete lámparas de
la arquitectura (1848) y Las piedras de Venecia (1852), son hoy insostenibles, pero en su
época produjeron una gran impresión por su vehemencia y por su magnífica y sonora prosa.
Niega que la arquitectura tenga algo que ver con la utilidad: «Reservemos —dice— el
nombre de arquitectura para aquel arte que, comprendiendo y admitiendo como condiciones
de su funcionamiento las exigencias y necesidades corrientes del edificio, impone a su forma
ciertos caracteres venerables y bellos, aunque inútiles desde otros puntos de vista» (Las siete
lámparas de la arquitectura, edición de la España Moderna, págs. 1 y 2),
Yo pondría el énfasis en la palabra venerable, pues para Ruskin todo aquello que no es
venerable no se eleva a la categoría de arte y no es venerable sino aquello que tiene un fondo
moral. Con ese enfoque condena Ruskin el Renacimiento, porque considera que en su
naturaleza moral es un arte corrompido. Es el arte que expresa el orgullo de los papas y la
ostentación de los príncipes.
En Las piedras de Venecia nos dice que el Renacimiento es pagano por sus orígenes,
orgulloso e impío: «... una arquitectura inventada al parecer para convertir en plagiarios a
sus arquitectos (se refiere a la obediencia a Vitrubio y a los órdenes grecorromanos), esclavos
a sus constructores y sibaritas a sus habitantes; una arquitectura en la que todo lujo tiene
cabida y toda insolencia se ampara; lo primero que tenemos que hacer es destruirla y
después sacudirnos su polvo de nuestros pies.» Estas y otras tiradas de parecido tono
profético fueron las que le proporcionaron en su época un poder que ahora no
imaginamos.
En el mismo sentido moral pretende denunciar todo aquello que en construcción resulta
falso o enmascarador: el pintar los materiales para simular algo que no son; el aceptar los
ornamentos fabricados por medio de máquinas, lo que supone una suplantación de la mano
del hombre y, por lo tanto, un error moral.
Ya que los venerables edificios de la Antigüedad han sido construidos de arcilla, piedra
y madera, el abandono de estos materiales (en sí venerables) supone el abandono de los
principios del arte.
Ruskin, con su teoría de los materiales venerables, se encuentra ante un grave dilema.
¿Cómo aceptar el uso del hierro —material moderno—, que se va imponiendo y que es una
de las conquistas de su propia época? Más o menos busca líneas de repliegue para superar el
dilema. Acepta, por ejemplo, las cadenas de hierro que utilizó Brunelleschi para zunchar la
cúpula de Florencia o las grapas de hierro de la flecha de la catedral de Salisbury; cree
resolver sus contradicciones aceptando el hierro como una prudente ortopedia y lanza su
axioma de que los metales deben usarse como cemento y no como soporte. En seguida apela
a una metáfora moralista: el hierro es como el vino, que un hombre puede usar en momentos
de enfermedad, pero no como alimento (pág. 43).
No debemos olvidar que todos los teóricos de la arquitectura han sentido la necesidad de
establecer sus leyes con un soporte racional. Los hombres del Renacimiento creyeron que
la suma razón estaba en la cultura clásica de Grecia y Roma, y esto fue la base de su
pensamiento humanista en filosofía, literatura y arte. En el neoclasicismo vemos, y ya nos
hemos ocupado suficientemente de ello, un nuevo rebrote de racionalismo de carácter
especialmente lingüístico. Se explica entonces todo el lenguaje arquitectónico buscando la
razón de sus leyes gramaticales.
Los románticos, como Ruskin, no olvidemos que son racionalistas, aunque de otra manera
y mientras unos veían la racionalidad del lenguaje arquitectónico en la articulación de la
columna y el dintel otros la ven en el juego sabio de contrafuertes y arbotantes. En
grandísima parte, la vuelta al gótico del siglo xix se basa en criterios racionalistas, y Viollet-
le-Duc no se cansa de decir que la arquitectura gótica, constructivamente hablando, es la más
racional que nunca ha existido.
No olvidemos tampoco que los neoclásicos eran también unos románticos que creían en
el sentimiento y en la naturaleza, hasta el punto que podemos muy bien acusar el parentesco
de algunas observaciones de BouHeé sobre la arquitectura en relación con las estaciones del
año y en relación con la luz y las sombras con otras de Ruskin de tono parecido.
Dicho esto, Ruskin establece una ley general para ordenar las proporciones: «Tener un
gran motivo y muchos otros pequeños, o bien tener un motivo principal y muchos otros
inferiores, y ligarlos después bien.» La proporción es un juego de contrastes y de
desigualdades. «Desembarazaos de la igualdad, dejádsela a los niños y a sus castillos de
naipes; las leyes de la naturaleza de la razón y del hombre se levantan contra ellas, en arte
como en política. Yo no conozco en Italia más que una torre absolutamente fea, y es
porque está dividida en partes verticales iguales: la Torre de Pisa.»
Como sería inagotable hacer un comentario de todas las ideas de Ruskin vamos a apuntar
muy brevemente algunas otras, por lo que tienen de indicativas para la arquitectura de su
época: «No puedo, de ninguna manera, concebir la arquitectura sin color.» «No es signo de
estancamiento en un arte que imite o tome prestado, mas sí lo será el imitar sin
discernimiento o tomar sin gran cuidado.» «No hay más que dos grandes conquistadores del
olvido de los hombres: la poesía y la arquitectura. Esta última implica en cierto modo a la
primera y es en realidad más potente.» «En los edificios públicos, la intención histórica debía
ser aún más definida. Una de las ventajas de la arquitectura gótica —uso la palabra gótica en
su acepción general en tanto que opuesta a clásica— es la de administrar una riqueza de
anales sin límites. La mímica y multiplicidad de sus decoradores esculturales permiten
expresar, simbólica o literalmente, lo que es digno de ser conocido de los sentimientos o
de los altos hechos nacionales.» Ruskin piensa en el Palacio Ducal de Venecia; yo pienso
en el Parlamento de Londres.
Este último párrafo pone de manifiesto varias cosas que entran de lleno dentro del análisis
de la época que estudiamos. En primer lugar, la historicidad bajo la cual se percibe el
fenómeno artístico. En épocas anteriores, el arte se valoraba por sus perfecciones estéticas
con arreglo a diversos criterios, ideologías o preceptivas. Una obra de Praxiteles o de Rafael
era excelente porque había alcanzado una especie de perfección intemporal. Ahora se añade
un nuevo valor, el del paso del tiempo, el de su condición de ser obra histórica por encima o
al margen de sus perfecciones. Nunca se ha hecho una mejor apología que ésta de Ruskin
de la arquitectura histórica, y esto va a repercutir fenomenalmente en los años inmediatos.
Ruskin lo va a decir claramente: «Un edificio no se puede contemplar en todo su esplendor
hasta que no han pasado sobre él cuatro o cinco siglos.»
Por lo tanto, hay que construir con vistas a la perduración y, lo que es más importante,
debe construirse teniendo presentes los probables efectos del tiempo. Piénsese la distancia
enorme que separa estos conceptos de la mentalidad de hoy cuando sólo pensamos en
construir para satisfacer las necesidades utilitarias del momento. Por el camino señalado por
Ruskin se podía llegar a acelerar artificialmente el paso del tiempo, que es lo que hacían
las escuelas llamadas vagamente pintorescas. Sobre el concepto de pintoresquismo (lo que es
digno de ser pintado), Ruskin se alarga en disquisiciones no poco alambicadas, pero siempre
curiosas. Algunos consideran que la caducidad potencia el pintoresquismo, y, por lo tanto, al
concebir el edificio presienten cuál será su futuro aspecto ruinoso; la ruina viene a ser algo
así como la culminación de lo pintoresco, por eso excitan tan intensamente los sentimientos
románticos.
Ya se dan cuenta de algo que nosotros estamos hoy mismo sufriendo. Algo tremendo
que consiste en descuidar los edificios para luego restaurarlos. «Tened cuidado con vuestras
construcciones —dice— y no tendréis luego el cuidado de repararlas.» Algo que no
deberíamos olvidar. Algunas hojas de plomo colocadas en tiempo oportuno sobre el techo o
sobre las cornisas, algunos conductos limpiados de broza, pueden salvar un edificio.
John Ruskin nació en Londres en 1819, hijo de padres adinerados que le permitieron
tener una esmerada educación en Oxford. En 1837 publicó su primer trabajo: La poesía de
la arquitectura. Su fama comenzó con la aparición de su primer volumen de Modern
Painters, en 1843. Esta obra la terminó en 1860, al publicar el quinto volumen. En 1840
comenzó sus viajes por Francia e Italia, que le habían de llevar a la publicación de sus dos
obras más densas de doctrina: The Seven Lamps (1848) y The Stones of Venice (1852).
Como crítico de arte, se sintió frecuentemente atraído por Turner y se convirtió en el
mentor de la escuela prerrafaelista.
En 1864 heredó la gran fortuna de su padre y fundó el St. George Guild, una
comunidad informada por un vagoroso comunismo agrario. Su vida de moralista y
reformador social no obtuvo el reconocimiento que alcanzó su obra de crítico de arte y
tampoco logró como hijo ni como marido la serenidad y la calma que exigía su vida de
escritor. Desde 1869 explica como profesor de arte en Oxford, donde a veces es atacado
duramente hasta el punto de tener que abandonar la enseñanza. En 1878 sufre un ataque de
locura. Muere en Brant Wood en 1900. Después de estar apartado de toda actividad, a su
muerte se vuelve a despertar el interés por esta singular colegio de Oxford lleva su
nombre.