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Hace ya varios años que vengo escribiendo un artículo en cuatro partes, al comienzo de cada
año, para Field Newspaper Syndicate; y en 1980, pensando en la aproximación del año
1984, FNS me pidió que hiciera una crítica exhaustiva de la novela de George Orwell 1984.
Yo era renuente. No recordaba casi nada del libro, y eso dile… pero Denison Demac, la
encantadora joven que es mi contacto en el FNS, me envió simplemente un ejemplar y me
dijo: “Léalo”.
De modo que lo leí, y quedé absolutamente pasmado por lo que leí. Me pregunto cuántos de
los que hablan con tanta soltura sobre la novela la habrán leído alguna vez, y si lo hicieron,
qué será lo que recuerdan.
Sentí que tendría que escribir la crítica, aunque más no fuera para explicarle a la gente cómo
son en verdad las cosas. (Lo siento, me encanta mostrarle a la gente cómo son en verdad las
cosas.)
PRÓLOGO 46
(1984)
A. Cómo fue escrito 1984
En 1949 se publicó un libro titulado 1984. Había sido escrito por Eric Arthur Blair bajo el
seudónimo de George Orwell.
El libro intentaba mostrar cómo sería la vida en un mundo dominado por el mal, donde los
gobernantes se mantuvieran en el poder empleando la fuerza bruta, deformando la verdad,
reescribiendo permanentemente la historia, hipnotizando al pueblo.
Este mundo fue situado sólo treinta y cinco años después de la época en que se escribió el
libro, de modo que aun los lectores que ya estuvieran en la mitad de sus vidas en aquel
momento todavía podían vivir para verlo.
Yo, por ejemplo, era ya un hombre casado cuando apareció el libro, y ya estamos sin
embargo a menos de cuatro años de aquel año (porque “1984” quedó asociado al temor a
causa del libro de Orwell), y es muy probable que yo viva para verlo.
En este capítulo, analizaré el libro, pero antes: ¿Quién era Blair/Orwell y por qué fue escrito
el libro?
Blair nació en 1903 como caballero británico. Su padre trabajaba en la administración
pública de la India, y él también llevó la vida de un funcionario imperial británico. Fue a
Eton, desempeñó cargos en Burna, etcétera.
Pero le faltaba dinero para ser un caballero inglés a carta cabal. Y además, no quería pasarse
el tiempo en trabajos de oficina, quería ser escritor. En tercer lugar, se sentía culpable por
pertenecer a la clase alta.
Y entonces hizo a fines de la década del veinte lo que muchos jóvenes norteamericanos
acomodados hicieron en la década del sesenta. Dicho brevemente, se convirtió en lo que
nosotros habríamos llamado un “hippie”. Vivió en los barrios bajos de Londres y París, se
vinculó y se identificó con sus habitantes y sus vagabundos, y se las ingenió para
tranquilizar su conciencia y juntar, al mismo tiempo, material para sus primeros libros.
También viró hacia la izquierda y se hizo socialista, y luchó junto a los leales en la Guerra de
España. Allí se enredó en las luchas sectarias entre las distintas facciones izquierdistas, y
dado que creía en una forma inglesa del socialismo propia de un caballero, se encontró
fatalmente del lado de los perdedores. En contra de él estaban los apasionados anarquistas,
sindicalistas y comunistas españoles que lamentaban amargamente que las necesidades de
la lucha contra los fascistas de Franco les impidieran combatirse unos a otros con toda
libertad. Los comunistas, que eran los que mejor organizados estaban, ganaron y Orwell
tuvo que abandonar España, porque estaba convencido de que si no lo hacía lo matarían.
De allí en más, y hasta el final de su vida, libró una guerra literaria privada contra los
comunistas, decidido a ganar en palabras la batalla que había perdido en los hechos.
Durante la Segunda Guerra Mundial, en la cual fue excluido del servicio militar, estuvo
vinculado al ala izquierda del Partido Laborista británico, pero no simpatizó mucho con sus
posiciones, porque aun esa versión fútil del socialismo le parecía demasiado bien
organizada.
Terminó de escribir Animal Farm en 1944 y tuvo dificultades para encontrar un editor, dado
que no era un momento particularmente indicado para irritar a los soviets. Pero tan pronto
como la guerra terminó la Unión Soviética pasó a ser un blanco permitido y Animal Farm
fue publicado. Fue recibido con ovaciones, y Orwell devino suficientemente próspero para
retirarse y consagrarse a su obra maestra, 1984.
El libro describe a la sociedad como una vasta extensión a escala mundial de la Rusia
stalinista de los años treinta, con todo el veneno de un sectario rival de izquierda. Las otras
formas de totalitarismo desempeñan un papel menor. Hay una o dos alusiones a los nazis y
a la Inquisición. Al comienzo mismo, se alude una o dos veces a los judíos como si éstos
fueran a ser perseguidos, pero esto se diluye enseguida como si Orwell no quisiera que los
lectores confundan a los villanos con los nazis.
Es una pintura del stalinismo y sólo del stalinismo.
Por el tiempo en que apareció el libro, en 1949, la Guerra Fría estaba en su apogeo. El libro
se hizo muy popular a causa de esto. En Occidente, era casi una cuestión de patriotismo
comprarlo y hablar acerca de él, y quizá hasta leer algunas de sus partes, aunque mi opinión
es que fueron más los que lo compraron y hablaron acerca de él que los que lo leyeron,
porque es un libro terriblemente aburrido, didáctico, repetitivo y casi estático.
Al comienzo se hizo más popular entre la gente que se inclinaba por el bando más
conservador del espectro político, pues estaba claro que era antisoviético, y la pintura de la
vida que proyectaba en el Londres de 1984 se parecía mucho a la imagen que los
conservadores se hacían de la vida en el Moscú de 1949. Durante la era de McCarthy en los
Estados Unidos, 1984 se volvió cada vez más popular entre los que se inclinaban por el
bando liberal del espectro político, pues a éstos les parecía que los Estados Unidos de
comienzos de la década del cincuenta estaban marchando hacia el control del pensamiento y
que todas las perversidades que Orwell había imaginado se estaban acercando a nosotros.
Así, en un apéndice a la edición publicada en 1961 por New American Library, el
psicoanalista y filósofo liberal Erich Fromm concluye como sigue:
“Los libros como los de Orwell son severas advertencias, y sería lamentable que el lector
interpretara presuntuosamente a 1984 como otra descripción más de la barbarie stalinista, y
no viera que también está dirigida a nosotros.”
Pero aun dejando de lado al stalinismo y al macartismo, cada vez más norteamericanos
estaban dándose cuenta de cómo crecía el gobierno, cómo aumentaban los impuestos, cómo
las reglas y regulaciones penetraban cada vez más en los negocios y hasta en la vida
corriente, cómo las informaciones sobre cada faceta de la vida privada ingresaban no sólo en
los archivos de las oficinas del gobierno sino también en aquellos de los sistemas privados
de crédito.
El propio Orwell no vivió para ver el éxito que alcanzó su libro. No fue testigo de cómo él
mismo convirtió al 1984 en un año que obsesionaría a toda una generación de
norteamericanos. Orwell murió de tuberculosis en un hospital de Londres en enero de 1950,
apenas unos meses después de que el libro fue publicado, a la edad de cuarenta y seis años.
El conocimiento que tenía de que su muerte era inminente pudo haber influido en el tono
encarnizado del libro.
Orwell imagina que Gran Bretaña pasó por una revolución similar a la de Rusia y por todos
los períodos de desarrollo por los que pasó la Unión Soviética. No se le ocurre casi ninguna
variación sobre el tema. La Unión Soviética pasó por una serie de purgas en la década del
treinta, y el Ingsoc (“Socialismo Inglés”) pasó también por una serie de purgas en la década
del cincuenta.
La gran contribución de Orwell a la tecnología del futuro es que los televisores funcionan en
los dos sentidos, y los que están obligados a oír y ver la pantalla de televisión pueden a su
vez ser vistos y oídos y están bajo vigilancia constante, aun cuando duermen o están en el
baño. De ahí la frase “El Gran Hermano está vigilándote”.
Éste es un método terriblemente ineficaz para controlar a todo el mundo. Que una persona
esté vigilada todo el tiempo supone que otra persona la esté vigilando todo el tiempo (al
menos en la sociedad orwelliana), y muy de cerca, ya que en esa sociedad el arte de
interpretar los gestos y las expresiones faciales está muy desarrollado.
Una persona no puede vigilar atentamente a más de una persona, y sólo puede hacerlo
durante un período de tiempo relativamente corto hasta que su atención se distraiga. En
resumen, creo que harían falta cinco personas para vigilar a una sola persona. Y además, los
que vigilan deben también ser vigilados, porque nadie está por encima de toda sospecha en
el mundo orwelliano. Por consiguiente, el sistema de opresión por medio de la televisión de
doble sentido no puede funcionar.
El propio Orwell se da cuenta de esto, y por eso limita los alcances de la vigilancia a los
miembros del Partido. Los “proles” (el proletariado), hacia los cuales Orwell siente un
desprecio de aristócrata inglés que no puede ocultar, casi no son controlados, porque se los
considera subhumanos. (En algún punto del libro, dice que todo prole que muestra tener
alguna capacidad es matado: un trato calcado de aquel que los espartanos daban a sus ilotas
hace dos mil quinientos años.)
Además hay un sistema de espías voluntarios en el que los niños delatan a sus padres, y los
vecinos se delatan entre sí. Esto jamás podría funcionar bien, porque finalmente todo el
mundo delataría a todo el mundo y el sistema tendría que ser abandonado.
Orwell fue incapaz de imaginar computadoras o robots, si no habría puesto a todo el mundo
bajo vigilancia artificial. Nuestras propias computadoras hacen hasta cierto punto eso en las
oficinas de recaudación de impuestos, en los archivos de créditos, etc.; pero esto no nos
acerca a 1984, excepto para las imaginaciones febriles. Computadoras y despotismo no van
necesariamente de la mano. Muchas dictaduras funcionaron lo más bien sin computadoras
(piénsese en los nazis) y las naciones del mundo que tienen hoy más información
almacenada en computadoras son también las menos despóticas de todas.
Orwell no tiene la capacidad de ver (o inventar) pequeños cambios. A su héroe le resulta
difícil en su mundo de 1984 conseguir cordones para los zapatos u hojas de afeitar. A mí me
pasaría lo mismo, en este mundo real de la década del ochenta, porque hay demasiada gente
que usa zapatos sin cordones y afeitadoras eléctricas.
Además, Orwell tenía la fijación tecnofóbica de que cada avance tecnológico era un desliz
cuesta abajo. Así, para escribir, su héroe: “puso una pluma en el portaplumas y la chupó
para sacarle la grasa”. Esto lo hizo porque: “sintió que el bello y cremoso papel merecía ser
escrito con una verdadera pluma en vez de ser raspado con un lápiz a tinta”.
Debemos suponer que el “lápiz a tinta” es el bolígrafo que estaba empezando a usarse en la
época en que se escribía 1984. Esto significa que para Orwell una verdadera pluma “escribe”
mientras que un bolígrafo “raspa”. Pero esto es precisamente lo opuesto de la verdad. Si
usted tiene suficiente edad para acordarse de las plumas de acero, recordará que raspaban
terriblemente, y usted sabe que los bolígrafos no lo hacen.
Esto no es ciencia ficción, sino una nostalgia deformada de un pasado que nunca existió. Me
sorprende que Orwell se haya detenido en la pluma de acero y no haya hecho escribir a
Winston con una hermosa pluma de ganso.
Tampoco tuvo Orwell una visión particularmente acertada de los aspectos estrictamente
sociales del futuro que estaba prediciendo, con el resultado de que el mundo orwellaino de
1984 parece increíblemente anticuado comparado con el mundo real de la década del
ochenta.
Orwell no imagina nuevos vicios, por ejemplo. Sus personajes son todos esclavos del gin y
adictos al tabaco, y parte del horror del cuadro que pinta del 1984 es su descripción
elocuente de la baja calidad del gin y el tabaco.
No prevé nuevas drogas ni la marihuana ni los alucinógenos sintéticos. Nadie pretende que
un escritor de ciencia ficción sea exacto y preciso en sus predicciones, pero, sin duda, uno
espera que invente algunas diferencias.
En su desesperación (o su ira), Orwell olvida las virtudes de los seres humanos. Todos sus
personajes son, de un modo u otro, débiles o sádicos o ruines o estúpidos o repelentes.
Quizá la mayoría de la gente es así, o quizá Orwell nos quiere mostrar cómo será todo el
mundo bajo el despotismo, pero a mí me parece que aun bajo el peor de los despotismos
siempre ha habido hasta ahora hombres y mujeres valientes que se opusieron a los déspotas
hasta la muerte y cuyas historias son llamas luminosas en medio de la oscuridad general. Y
aunque más no fuera porque en 1984 no hay el menor indicio de esto, su mundo no se
parece al mundo real de los años ochenta.
Tampoco previó ninguna diferencia en el rol del hombre y la mujer ni un debilitamiento del
estereotipo femenino de 1949. Sólo hay dos personajes femeninos de importancia. Uno es
una mujer “prole” robusta y estúpida que se lo pasa lavando y cantando una canción popular
con una letra como las que eran comunes en los años treinta y cuarenta (canción ante cuya
“pésima calidad” tiembla quisquillosamente, en una alegre falta de anticipación de rock
duro).
El otro es la heroína, Julia, que es promiscua sexualmente (pero por lo menos es arrastrada
a actitudes de coraje por su interés por el sexo) y tonta. Cuando Winston, el héroe, le lee el
capítulo dentro de un libro que explica la naturaleza del mundo orwelliano, reacciona
quedándose dormida, pero dado que el tratado que Winston le lee es pasmosamente
soporífero, esto puede ser una indicación de la sensatez de Julia en vez de lo contrario.
En suma, si 1984 tiene que ser considerada como una obra de ciencia ficción, entonces es de
muy mala ciencia ficción.
C. El Gobierno de 1984
1984 es una descripción de un gobierno todopoderoso, y ha ayudado a que la idea de un
“gran gobierno” resulte terrible.
Tenemos que recordar, sin embargo, que en el mundo de fines de la década del cuarenta,
que fue cuando Orwell escribió el libro, había habido, y todavía había, grandes gobiernos
con verdaderos tiranos: individuos cuyos meros deseos, por más injustos, crueles o
perversos que fueran, eran ley. Y lo que es más, parecía que esos tiranos sólo podían ser
destituidos por una fuerza exterior.
Benito Mussolini, después de veintiún años de reinado absoluto sobre Italia, fue derribado,
pero esto sólo fue posible porque su país estaba sufriendo una derrota militar.
Adolf Hitler de Alemania, un tirano mucho más poderoso y brutal, gobernó con mano de
hierro durante doce años, pero ni siquiera la derrota militar pudo por sí misma posibilitar
su derrocamiento. A pesar de que el área sobre la cual gobernaba se achicaba cada vez más,
y aun cuando los ejércitos imponentes de sus adversarios lo encerraban desde el este y el
oeste, siguió siendo siempre un tirano absoluto sobre el área que le iba quedando; aun
cuando ésta quedó reducida al bunker donde se suicidó. Hasta que se destituyó a sí mismo
nadie se atrevió a destituirlo. (Es cierto que hubo complots contra él, pero siempre
fracasaron, y muchas veces por caprichos del destino que aparentemente sólo podían
explicarse suponiendo que alguien allá abajo lo quería.)
Pero Orwell no tenía tiempo para Mussolini ni para Hitler. Su enemigo era Stalin, y en el
tiempo en que 1984 fue publicado, Stalin había gobernado la Unión Soviética durante
veinticinco años en un abrazo de oso capaz de quebrarle a uno las costillas, había
sobrevivido a una guerra en la que su país sufrió enormes pérdidas y sin embargo era
entonces más poderoso que nunca. A Orwell le debe de haber parecido que ni el tiempo ni la
fortuna podían desplazar a Stalin, y que éste viviría eternamente incrementando cada vez
más su poder. Y así fue como describió al Gran Hermano.
Pero las cosas no ocurrieron así, por supuesto. Orwell no vivió lo suficiente para verlo pero
Stalin murió sólo tres años después de que 1984 fue publicado, y no había pasado mucho
tiempo después de esto cuando ya su régimen era denunciado como una tiranía por —¡a que
no adivina!— los dirigentes soviéticos.
La Unión Soviética sigue siendo la Unión Soviética, pero ya no es stalinista, y los enemigos
del estado ya no son liquidados (Orwell usa “vaporizados” en vez de esta palabra, siendo
estos pequeños cambios los únicos que él puede imaginar) con el mismo desenfreno.
Por otra parte, Mao Tse-Tung murió en China, y aunque él mismo no fue denunciado
abiertamente, sus colaboradores más estrechos fueron rápidamente condenados como “la
Banda de los Cuatro”, y aunque China sigue siendo China, ya no es maoísta. Franco murió
en su cama, hasta su último aliento siguió siendo el líder incuestionado que había sido
durante casi cuarenta años; pero inmediatamente después de su muerte el fascismo
retrocedió en España, como lo había hecho en Portugal después de la muerte de Salazar.
En suma, los Grandes Hermanos mueren, o al menos lo han hecho hasta ahora, y cuando
mueren, el gobierno siempre se torna más blando.
Esto no significa que no puedan surgir nuevos tiranos, pero ellos también morirán. Por lo
menos en la década del ochenta del mundo real, tenemos la certeza de que lo harán; el Gran
Hermano inmortal no es todavía una amenaza real.
En realidad, los gobiernos de los años ochenta parecen peligrosamente débiles. El avance de
la tecnología ha puesto armas poderosas —explosivos, ametralladoras, autos veloces— en las
manos de terroristas urbanos que pueden raptar, asaltar, matar y tomar rehenes con
impunidad mientras los gobiernos contemplan impotentemente.
Además de la inmortalidad del Gran Hermano, Orwell presenta otras dos maneras de
mantener una dictadura eterna.
Primero: ofrezca algo o a alguien para odiar. En el mundo orwelliano, Emmanuel Goldstein
era el objeto de un odio orquestado a través de dramatizaciones de masas robotizadas.
Esto no es nada nuevo, por supuesto. Todas las naciones del mundo han utilizado a varios
de sus vecinos como objeto de odio. Esto es tan fácil de lograr y actúa tanto como una
segunda naturaleza de la humanidad que uno se pregunta por qué tiene que haber
campañas de odio organizadas en el mundo orwelliano.
No hace falta ningún astuto movimiento psicológico de masas para hacer que los árabes
odien a los israelíes, y los griegos a los turcos, y los católicos irlandeses a los protestantes
irlandeses, y viceversa respectivamente. Es cierto que los nazis organizaron delirantes
mítines de masas que parecían entusiasmar a todos los participantes, pero esto no tuvo
ningún efecto permanente. Una vez que la guerra entró en suelo alemán, los alemanes se
rindieron tan mansamente como si nunca hubiesen gritado ¡Sieg Heil! en sus vidas.
Segundo: reescriba la historia. Casi todos los individuos, entre los pocos que podemos
encontrar en 1984, se dedican a reescribir la historia, a cambiar las estadísticas, a
recomponer los diarios… como si alguien se preocupara en prestar atención al pasado.
Esta preocupación orwelliana por los detalles nimios de la “prueba histórica” es típica del
sectario político que siempre está citando lo que se ha dicho o hecho en el pasado para
probar algo o alguien que está del otro lado y que se las pasa citando algo que ha sido dicho
o hecho en el pasado para probar lo contrario.
Como todo político sabe, las pruebas jamás son necesarias. Basta hacer una aseveración
—cualquier aseveración— con suficiente energía para que un público la crea. Nadie quiere
confrontar la mentira con los hechos, y quien lo haga no creerá que los hechos sean
verdaderos. ¿Usted cree que el pueblo alemán en 1939 fingía que creía que los polacos lo
habían atacado y habían así iniciado la Segunda Guerra Mundial? ¡No es así! Puesto que a
los alemanes les decían que eso había ocurrido así, ellos lo creían tan seriamente como usted
y yo creemos que fueron ellos los que atacaron a los polacos.
Es cierto que los soviéticos publican cada tanto una nueva edición de su Enciclopedia en la
cual algunos políticos que habían merecido largas notas biográficas en las ediciones
anteriores son eliminados de golpe, y esto es sin duda el origen de la idea orwelliana, pero
las posibilidades de que esto sea llevado tan lejos como en 1984 me parecen nulas; no
porque esté más allá de la maldad humana, sino porque sería totalmente innecesario.
Eurasia, desde luego, es la Unión Soviética, que, según supone Orwell, habrá absorbido a
todo el continente europeo. Por lo tanto, Eurasia incluye toda Europa, más Siberia, y el 95%
de su población es europea, cualquiera sea el criterio que se tome. Sin embargo, Orwell
describe a los eurasianos como “hombres fornidos con rostros asiáticos inexpresivos”. Dado
que Orwell todavía vive en una época en que “europeo” y “asiático” son equivalentes a
“héroe” y “villano”, le es imposible vituperar a la Unión Soviética con la energía apropiada si
ella no es presentada como “asiática”. Esto puede ponerse bajo la rúbrica de lo que el
Newspeak orwelliano llama “doble-pensar”, algo en lo que Orwell, como todo ser humano,
se destaca.
Es posible, desde luego, que Orwell no esté pensando en Eurasia ni en la Unión Soviética,
sino en su gran bête noire, Stalin. Stalin era georgiano, y Georgia, que queda al sur del
Cáucaso, es parte de Asia, según un criterio estrictamente geográfico.
Orwell no previó ninguno de los cambios económicos significativos que tuvieron lugar
después de la Segunda Guerra Mundial. No previó el rol del petróleo, o su disponibilidad
decreciente, o el aumento constante de su precio, o el poder creciente de las naciones que lo
controlan. No recuerdo que mencione la palabra “petróleo”.
Pero quizá podamos reconocer la presciencia orwelliana también aquí, si sustituimos
“guerra” por “Guerra Fría”. Hubo, efectivamente, una guerra fría más o menos continua que
sirvió para mantener elevado el índice de ocupación y resolver algunos problemas
económicos a corto plazo (al precio de incrementar aquellos que son a largo plazo). Y esta
guerra fría es suficiente para disminuir las riquezas.
Además, las alianzas cambiaron tal como lo previó Orwell, y con sorprendente rapidez.
Cuando los Estados Unidos eran todopoderosos, la Unión Soviética y China expresaban a
gritos su oposición a los norteamericanos y mantenían una especie de alianza. Cuando el
poder de los Estados Unidos disminuyó, la Unión Soviética y China se separaron, y durante
cierto tiempo, cada una de las potencias repartió sus insultos con ecuanimidad entre las
otras dos. Luego, cuando la Unión Soviética comenzó a parecer particularmente poderosa,
surgió una especie de alianza entre los Estados Unidos y China, pues ambos cooperaban en
denostar a la Unión Soviética, y cada cual hablaba con suavidad del otro.
En 1984, cada cambio en las alianzas implicaba una orgía de reescritura de la historia. En la
vida real, tal insensatez es innecesaria. El público cambia de bando muy fácilmente, sin
preocuparse en lo más mínimo por el pasado. Por ejemplo, en la década del cincuenta, los
japoneses se habían transformado de villanos infames en amigos, mientras que los chinos lo
estaban haciendo en la dirección contraria sin que nadie se tomara la molestia de borrar
Pearl Harbor. ¡Pero, caramba, si a nadie le importaba!
Las tres grandes potencias de Orwell se abstienen voluntariamente de usar bombas
nucleares, y, efectivamente, esas bombas no han sido usadas en ninguna guerra desde 1945.
Pero esto último pudo haberse debido a que los Estados Unidos y la Unión Soviética, las
únicas dos potencias con grandes arsenales nucleares, evitaron entrar en guerra entre sí. Si
hubiese guerra de verdad, es extremadamente improbable que ninguno de los dos bandos se
sienta finalmente obligado a apretar el botón. En este punto, quizás Orwell se quede corto
respecto de la realidad.
Sin embargo, Londres sufre de vez en cuando un ataque con misiles que se parecen a los V-1
y V-2 de 1944, y está en ruinas estilo 1945. Orwell no puede mostrar un 1984 muy diferente
de 1944 en este punto.
De hecho, Orwell deja en claro que en 1984 el comunismo universal de las tres
superpotencias ya ha ahogado a la ciencia y la ha reducido a la inutilidad excepto en las
áreas exigidas para la guerra. No cabe duda de que los países prefieren invertir en la ciencia
cuando hay claras aplicaciones bélicas en perspectiva, pero lamentablemente no hay manera
de separar la guerra de la paz en lo que se refiere a las aplicaciones.
La ciencia es una unidad, y todo lo que hay en ella puede ser aplicado a la guerra y la
destrucción. Y por eso la ciencia no ha sido destruida sino que sigue desarrollándose, no
sólo en los Estados Unidos, en Europa Occidental y en Japón, sino también en la Unión
Soviética y en China. Los avances de la ciencia son demasiado numerosos para ser
enumerados, pero basta con pensar en los rayos láser y en las computadoras como “armas
de guerra” con infinitas aplicaciones pacíficas.
Resumiendo, entonces: en 1984, a mi juicio, George Orwell se ocupó en librar una guerra
privada con el stalinismo antes que en pronosticar el futuro. No tenía el don del escritor de
ciencia ficción que prevé un futuro plausible; y, en los hechos reales, el mundo de 1980 no
tiene, en la mayoría de los casos, la menor relación con el de 1984.
El mundo puede volverse comunista, si no en 1984, al menos mucho más tarde; o puede ser
testigo de la destrucción de la civilización. Si esto ocurre, sin embargo, ocurrirá de un modo
completamente diferente del que se muestra en 1984, y si tratamos de impedirlo
imaginando que 1984 es correcto, estaremos defendiéndonos contra una dirección de
ataque equivocada, y perderemos.
Isaac Asimov