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Samuel Taylor Coleridge (21 de octubre de 1772-25 de julio de 1834).

Fue un poeta,
crítico y filósofo británico. Hijo de un pastor anglicano y huérfano desde su niñez.
Gran entusiasta de la Revolución francesa en sus comienzos, luego toma cierta
distancia de la misma.
En 1798 publica Baladas líricas en colaboración con William Wordsworth, obra
fundamental de romanticismo inglés.
Biografía literaria (1817) es su obra fundamental en prosa, y es de gran importancia
ya que aporta nuevos conceptos y criterios para la crítica literaria, como la distinción
entre la imaginación primaria y la secundaria, por un lado, y la fantasía, por otro.
EL capítulo 11 pretende “dirigir una afectuosa exhortación a los jóvenes hombres de
letras” (Coleridge, 1817, p.308) basado, según dice, en su propia experiencia. En este
sentido, toca un tema que generó un gran debata en esa época. Es el de la
profesionalización de la escritura ligado al ingreso de la obra literaria al mercado, con
sus leyes de oferta y demanda como lo hacen el resto de los bienes en la economía
capitalista, como así también el posicionamiento y el rol que el escritor debe tomar
frente a esta situación.
El capítulo está atravesado por la idea de que el escritor no debe encarar la literatura
como un negocio, sino que la obra de arte, literaria en este caso, debe seguir sus
propias leyes de producción y distribución, ya que “el dinero y la reputación más
inmediata constituyen sólo un fin arbitrario y accidental de la labor literaria”
(Coleridge, 1817, p.308)
En este contexto, propone un consejo al escritor: “! no seas sólo hombre de letras! Que
la literatura constituya un honorable añadido a tu escudo de armas, pero que no sea el
blasón mismo.” (Coleridge, 1817, p.316) Es decir que el escritor debería seguir otra
profesión como medio de subsistencia y no pensar a la literatura “como negocio”, ya
que las necesidades de subsistencia, según esta visión, no pueden ponerse al mismo
plano que lo artístico literario. Un buen escritor necesita del ocio: “tres horas de ocio,
sin la molestia de ninguna preocupación ajena a la tarea, bastarán en literatura para
obtener un producto mucho más genial que tres semanas de trabajo obligatorio”
(Coleridge, 1817, p.308).
Pero no sólo ocio, también se necesita del genio. Y aquí aparecen dos esferas: la de lo
mundano y la del arte. A la primera pertenece la noción de talento, que debe aplicarse
a una profesión que cubra las necesidades básicas; es el mundo del trabajo y la familia.
El genio es lo necesario para el arte, que viene acompañado de la virtud. Esta esfera
pertenece a la de la elección libre, alejada de las preocupaciones personales (es decir
más cerca de Lo universal). La esfera de lo mundano no necesariamente tiene que
interrumpir a la del genio, ya que trabajo cotidiano en algún oficio ajeno a la literatura,
proporcionaría un dominio que la compañía familiar no supondría una interrupción,
sino una bella compañía. (Aunque proponga que la palabra adecuada entonces no es la
de “retirarse” hacia la literatura, siguen existiendo condiciones muy particulares para
su producción).
Hay una categoría que pone en relación estas dos esferas, y es la de la Iglesia. La
Iglesia protestante, que “proporciona a todo hombre de genio y saber una profesión
en la que puede confiar razonablemente en que logrará hacer compatibles los
proyectos literarios con el cumplimiento de los deberes profesionales” (Coleridge,
1817, p.311). El hombre de la Iglesia se encontraría en contacto con el mundo de los
granjeros y el de la aristocracia, es decir que está “en un estrecho vínculo con lo que lo
rodea” (lo cotidiano), pero no deja de ser un hombre con acceso a los libros y al ocio.
Dice que “a duras penas hay algún área del conocimiento humano sin influencia en las
verdades críticas, históricas, filosóficas y morales por las que el estudioso no se
interese en tanto clérigo”, y es por ello que “aprende a administrar su genio de un
modo más prudente y eficaz” (Coleridge, 1817, p.315).
Párrafo aparte merece la visión de la mujer (la mujer del genio dentro de la
concepción protestante), reducida a bella compañera del escritor cuyo virtuosismo
depende del quedarse en la casa.
En cualquier caso, sea clérigo o no, el escritor necesita otra profesión para subsistir,
porque si es un “mero” hombre de letras, su vida depende exclusivamente de la venta
de sus escritos para cubrir las necesidades básicas de su vida, por lo que necesitará
enviar al editor periódicamente escritos, sin la posibilidad de darles el tiempo mental
necesario para que tomen la forma adecuada.

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