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Las guerras no tienen justificación en nuestra naturaleza

La historia de la Humanidad es la historia de sus logros y avances, pero


también, en gran medida, la de las guerras, los conflictos y las disputas que han
jalonado su curso y han dejado un reguero de desgracia a su paso. Echando la
vista atrás, parece imposible encontrar una época en la que el ser humano no
haya luchado contra sus semejantes por poder, recursos o ideologías. Es algo
que, aún hoy, sigue sucediendo. ¿Se trata, por tanto, de una tendencia que está
inscrita en nuestros genes, en nuestra naturaleza, y es inevitable? ¿O es, más
bien, algo adquirido, cultural, y que podemos manejar, hasta, tal vez, lograr
eliminarlo? Apoyándome en las obras de dos antropólogos, Nuestra especie, de
Marvin Harris, y Uso y abuso de la Biología, de Marshall Sahlins, expondré ambas
posturas y ofreceré diversos argumentos en un intento de llegar a la conclusión de
que, como reza el título, las guerras no tienen justificación en nuestra naturaleza.
En primer lugar, consideremos el supuesto de que tenemos una agresividad
innata, inscrita en nuestro ADN, que nos condiciona y predispone a la competición
y el conflicto. Desde esta perspectiva, la tendencia a la lucha sería algo ineludible,
ya que formaría parte de nuestros instintos de supervivencia, que nos inclinarían a
responder de forma agresiva ante ciertas situaciones extremas, en un esfuerzo por
sobrevivir. Esta predisposición innata empujaría al ser humano, de forma
implacable, hacia el conflicto, con independencia de las formas culturales que éste
adoptara en cada caso, y sin que pudiera hacerse nada por evitarlo. Se trataría de
una tendencia arraigada en la parte más animal del hombre que, por más que
intentáramos controlar, seguiría impulsándonos de forma inconsciente.
Esta teoría es defendida por corrientes actuales como la sociobiología o la
etología, para las que la naturaleza biológica del ser humano es todo lo que le
hace ser como es. Según éstas, nuestro comportamiento agresivo y sus
manifestaciones sociales están determinados por los genes y los instintos que
estos controlan. Aunque se trata de ciencias relativamente modernas, sus ideas
pueden rastrearse hasta Hobbes, quien, en su análisis de la naturaleza humana,
allá por el siglo XVII, sugería que los comportamientos agresivos eran un lastre
ineludible de la condición humana.

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Ahora bien, en el ser humano, la cultura es algo tan importante como la
naturaleza, y no puede obviarse sin más. Ambas, naturaleza y cultura, son
componentes esenciales. Sin embargo, al igual que existen posiciones naturalistas
extremas, también las hay culturalistas. Recordemos que, en contraposición a las
ideas de Hobbes, Rousseau, en el siglo XVIII, subrayaba la bondad natural del
hombre y consideraba que ésta era corrompida por la civilización, verdadera
responsable del desarrollo de conductas agresivas en el ser humano. En sus
posiciones encontramos el precedente de todas las teorías posteriores que
conciben el conflicto y la guerra como resultados del ambiente y las circunstancias
sociales y culturales.
En este ensayo, defenderemos una posición intermedia, que reconoce que
tanto la naturaleza como la cultura cumplen su función en la conformación del ser
humano. Naturaleza y cultura deben analizarse en conjunto y no por separado
para comprender qué es lo que nos hace ser como somos.
Volviendo ahora a considerar el punto de vista naturalista, aunque aceptemos
que hay un cierto instinto de agresividad en el ser humano, cabe preguntarse si
realmente es esto todo lo que nos conduce al conflicto. ¿Hacemos la guerra por
nuestra agresividad innata? Pensemos en un soldado actual enviado al frente de
batalla. ¿Realmente está allí porque es agresivo? Dicho de otra forma, ¿es su
agresividad lo que le lleva a luchar? En realidad, sus motivaciones podrían ser
totalmente diferentes. Puede que esté allí por patriotismo, por la defensa de unos
determinados ideales, por ganar reconocimiento y honor o, simplemente, por
dinero. Es cierto que el entrenamiento militar se basa en potenciar un
comportamiento agresivo, que el soldado podrá desplegar en la batalla, pero no es
la agresividad lo que le mueve, en un primer momento, a ir a la guerra. Más aún,
una vez que el soldado esté en el campo de batalla, ¿será realmente agresivo? No
tiene por qué. Es probable que antes sienta miedo o compasión, u otras
emociones no relacionadas con la agresividad. De hecho, hoy en día, cuando las
guerras se libran sin ver siquiera al enemigo, ¿de qué sirve ser agresivo? Un
ejemplo muy claro de cómo la guerra puede estar totalmente desligada de la
agresividad es el de un piloto de un bombardero. Mientras él hace los cálculos

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para acertar el blanco, debe mantener la mente fría y estar sereno y concentrado.
Si se encontrara dominado por un sentimiento de agresividad, perdería su
efectividad y podría llegar a errar. En realidad, este factor es determinante, pues
las guerras no son relaciones entre individuos, sino entre Estados, y no vence
aquél con soldados más agresivos, sino el que alcanza un mayor desarrollo
tecnológico y militar (es fácilmente demostrable: las guerras siempre traen consigo
importantes avances tecnológicos, como la aviación en la Gran Guerra o la
energía nuclear en la Segunda Guerra Mundial).
Retomando la idea de la que partimos, es en la asociación entre agresividad y
guerra donde se halla el verdadero problema en la argumentación de la
sociobiología. Y se trata, además, de una idea muy arraigada en nuestras propias
concepciones sobre la naturaleza y la cultura humanas: relacionamos una
conducta cultural (como es la guerra) con las disposiciones innatas del ser
humano (en este caso la agresividad) que, creemos, están a la base de aquella
conducta, cuando, en realidad, la una no tiene por qué ser la expresión de la otra.
Precisamente, esta asociación es algo simbólico, que, al igual que sucede con el
lenguaje, se distribuye de forma arbitraria y puede variar de unas culturas a otras.
En cada lengua, se designan los objetos con unas palabras determinadas,
distintas de las empleadas en otras lenguas. Estas relaciones de significación son
totalmente aleatorias y cada lengua constituye un sistema simbólico diferente de
los demás. Por lo tanto, la asociación entre la realidad y la palabra es puramente
convencional y depende de cada cultura. Algo semejante sucede, en nuestro caso,
entre la agresividad y la guerra. Las conductas agresivas no se dan solo en la
guerra, pues pueden estar presentes en otros muchos ámbitos y, a su vez, la
guerra no tiene por qué ser la manifestación de la agresividad. La asociación tan
estrecha que hacemos entre ambas es, por tanto, meramente cultural.
Ya se han considerado las distintas motivaciones que pueden llevar a un
hombre a la guerra y, como hemos visto, la agresividad no tiene por qué ser una
de ellas. Sin embargo, lo fundamental es que no son esas motivaciones
individuales las que provocan la guerra, por lo que, aún en el caso de que fuera la
agresividad lo que moviera a cada soldado a luchar, ese no sería el verdadero

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motivo por el que la guerra tiene lugar. Como ya hemos dicho, las guerras no son
relaciones entre los individuos, sino entre los diferentes Estados. Las razones por
las que ocurren no deben buscarse, por tanto, a nivel individual, sino a nivel social.
La guerra sucede como resultado de la presión demográfica. Cuando los
humanos se agrupaban en aldeas y bandas, compitiendo entre sí por los recursos,
ésta era la solución más empleada en las situaciones de carestía. Permitía
apoderarse de los recursos del otro, aumentar el territorio y, en definitiva, disminuir
la presión demográfica que había desencadenado el conflicto, al tener, además,
como consecuencia, la muerte de algunos miembros de la aldea. Como se
observa, el hecho de que exista la guerra es esencialmente cultural y se relaciona
directamente con la competencia por los recursos. Ha sido la solución más
empleada a lo largo del tiempo, porque, a pesar de todas sus desventajas, era
deseable a someter a los a los miembros del grupo al hambre o impedir el
crecimiento de la población por medio del aborto o el infanticidio. En la actualidad,
sigue usándose, pues es un mecanismo firmemente arraigado en nuestra cultura,
aunque no tiene su justificación en la naturaleza humana.
Recapitulando, podemos llegar a la siguiente conclusión: Si bien es posible que
exista una agresividad innata en el ser humano, como parte de sus instintos de
supervivencia, no tiene su expresión cultural en las guerras, que son fruto de todo
tipo de presiones demográficas. Por lo tanto, no hay una inevitabilidad en las
guerras, no están justificadas por un ser humano naturalmente violento, sino que
son fruto de las tensiones culturales y sociales de cada momento. A pesar de
tener este conocimiento en nuestras manos, siguen existiendo enfrentamientos.
Tal vez la causa sea que, escudándonos en argumentos naturalistas, evitamos
reconocer nuestra verdadera responsabilidad. Pero debemos aspirar a
comprender, de una vez por todas, que no estamos predispuestos a la guerra, que
está a nuestro alcance encontrar otras formas de solucionar los conflictos y que
podemos conseguir, si nos lo proponemos, que las guerras lleguen a ser algo del
pasado.

ARYA

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