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Este acaudalado minero tenía siete hijos varones, laboriosos y fuertes que le
ayudaban en el trabajo de sus minas y, una sola hija mujer cuya llegada al
mundo le había costado la vida a su esposa. Si los siete varones eran su
orgullo por el generoso brazo que aportaban en la explotación de los
yacimientos, era la niña la luz de sus ojos y alegría de su corazón. Ella era
intensamente rubia, como si las hebras de su cabello fueran de oro
reluciente; su risa argentina tintineaba en la ranchería minera a toda hora.
Nunca estaba quieta. Desde las primeras horas del alba sus pasos menudos
resonaban en la estancia en el diario trajín de la labor hogareña. Preparaba
reconfortantes desayunos para que su padre y sus hermanos iniciaran con
gran brío la diaria labor minera. Durante el día, en tanto el fogón sazonaba
locros sabrosos y frituras crepitantes, ella tejía bufandas, chompas, guantes y
medias; lavaba y planchaba la ropa de la familia; limpiaba la casa con una
meticulosidad extraordinaria; preparaba riquísimos dulces con frutas y
chancacas huanuqueñas; bordaba primorosos manteles que eran
impresionante estallido de flores y mariposas multicolores. Lo dicho. Era la
reina del hogar y el contento de su padre.
Así fueron transcurriendo los inviernos con sus crueles ramalazos de rayos y
truenos; con la silenciosa cobertura de nívea suavidad; con sus granizadas y
trombas de agua; pasaron los veranos con los cielos abiertos en cuyo azul
majestuoso el sol lucía imponente en el día y los luceros parpadeaban
luminiscencias extrañas y distantes por las noches; con las minúsculas
esquirlas de la escarcha que en un santiamén convertían en carámbanos
colgantes las aguas de las goteras; con la amaneciente opacidad de los
relentes.
Entretanto, el viejo minero, alarmado por el ruido que habían originado sus
hijos, salió al patio y llamó a grandes voces. Nadie contestó. Temeroso de
que pudiera sucederle alguna desgracia a su engreída, subió a grandes
trancos las escaleras que conducían a la alcoba de su hija; llamó con los
nudillos, después a grandes voces y al no encontrar respuesta alguna, echó la
puerta abajo. Lo que vieron sus ojos lo dejaron petrificado. Incapaz de
hilvanar sus ideas sólo atinó a contemplar el macabro espectáculo. ¡Su hija
estaba sin cabeza!. Más allá, sobre su cama, la vieja mujer yacía como
muerta, pálida y sin respiración. Un grito de horror retumbó en la estancia y
el añoso minero rodó inconsciente por los suelos.
Tras haberle embadurnado la cara, las manos, los pies y el pecho a la posesa,
tratando de purificarla, el sacerdote procedió al trazo del círculo mágico con
yeso alrededor de la vieja mujer, guiado por el libro de los exorcismos. Su
voz retumbó en el ámbito cuando dijo:
— ¡Cierra a esta mujer en el círculo, en el gran círculo de yeso. La puerta
con cierre a la derecha y a la izquierda… ¡Ciérrala!.. ¡Las malas artes sean
conjuradas con todo lo que haya de mal!…
Sólo de esta manera nuestro pueblo minero pudo librarse del anticristo que
finalmente se llevó consigo el cuerpo de su sirvienta a las sombras del
infierno.