Sunteți pe pagina 1din 7

Pontificia Universidad Javeriana

Facultad de Filosofía
Profesor: Guillermo Zapata
Cesar Felipe Vargas Villabona
Seminario: Ricoeur. Memoria, Historia, Hermenéutica
27/09/2018

Los límites de la disciplina histórica


Habiendo terminado su disertación acerca de la epistemología de la historia, en la que discutía
la naturaleza escrituraria y los diferentes cuestionamientos que suscitaban la forma histórica
de representación de los hechos pasados, donde la historiografía podría lindar con lo
ficcional; Ricoeur pasa ahora a las fase hermenéutico-ontológica de la condición histórica.
Aquí se preguntará por las condiciones de posibilidad del discurso o la representación
histórica a través de esta pregunta: ¿qué es comprender según el modo histórico? En la
primera sección de esta fase de su reflexión, llamada “La filosofía crítica de la historia”,
Ricoeur se interesa por la autopercepción que tiene la historia sobre sí misma por medio de
las categorías temporales de la historia, las cuales dan cuanta de una determinada experiencia
del tiempo.
Es puntalmente la experiencia histórica de la modernidad la que da pie a Ricoeur para pensar
el papel crítico de la filosofía, la cual debe, en un sentido kantiano, ponerle límites a lo que
Nietzsche llama la “cultura de la historia”. Este ejercicio limitador no solo vale para la
precepción y valoración histórica que tiene una época sobre sí misma, y que repercute en los
presupuestos que la disciplina de la historia asume como propios en una época dada (limites
internos); sino también sobre el papel mismo que tiene el historiador como agente, al
interpretar y considerar los acontecimientos de la historia reciente, de la que él hace parte. El
presente texto hará una reconstrucción sucinta de dicha discusión.

La “historia misma” como fenómeno de la modernidad


Koselleck, citado por Ricoeur, se preocupa por las categorías metahistóricas que hacen
posible entender el “tiempo de la historia”, es decir la demarcación epocal con la cual trabaja
la disciplina histórica. Sin embargo, el sintagma “tiempo de la historia” ya esconde un
presupuesto, pues “en efecto, tratándose de los contenidos de la historia, basta un sistema
fiable de datación; en cuanto a los ritmos temporales de los conjuntos delimitados por el
discurso histórico, se destacan sobre el fondo de un «tiempo de la historia» que marca y
señala la historia pura y simple, la historia a secas” (Ricoeur. 2003, p. 395. Cursivas mías).
Es la idea de una historia o de un mismo flujo histórico lo que hace problemática esta
presuposición.
Ricoeur llama a este presupuesto historia como singular colectivo. Esto quiere decir que
todos los acontecimientos se desarrollan dentro de una misma concepción histórica que, a su
vez, se ve seccionada por tiempos o periodos históricos que marcan los cambios del mismo.
“Hay tiempo de la historia en la medida en que hay una historia única” (Ricoeur. 2003, p.
397). Es esta metacategoria directora la que rige todo un funcionamiento lingüístico que

1
efectúa una experiencia temporal o epocal, más allá de espacio epistemológico. Con esta
concepción de historia como singular común se configura una autentica relación con el
mundo, donde la multiplicidad de memorias colectivas o historias particulares se ven
subsumidas por la experiencia de un sentirse parte de un flujo histórico lineal y único. Esto
es precisamente lo que caracteriza a la concepción moderna de la historia.
Mediante el discurso de la historia, la modernidad se va dando forma como sujeto de sí
misma, como artificie del propio discurso que la posiciona como la época más importante de
su propia narrativa. Esta concepción de historia como colectivo singular, que reúne las
historias especiales en un concepto común, surge de la contaminación de los conceptos
Geschichte, entendido como conjunto de acontecimientos, e Historie, en cuanto
conocimiento, relato y ciencia histórica. Dicha contaminación hace que la Geschichte
absorba a la Historie, es decir que el conjunto de los acontecimientos se sustancializen como
parte de un todo coherente, dando lugar al concepto de “historia en cuanto tal” (Geschichte
selber).
Es propio de la experiencia histórica de la modernidad postular una univocidad del
movimiento histórico, ya sea como el deber ser de una historia cosmopolita que nos lleve a
la paz perpetua al estilo kantiano; ya sea como idea determinante que postula de entrada la
existencia de una historia universal al modo hegeliano. El movimiento de la historia que se
engendra a sí misma, y el historiador que dan cuenta de ese movimiento, tienen una condición
particular en términos epocales que permea el discurso histórico. Para cierta concepción de
la modernidad, hay una noción religiosa de la historia secularizada que se entiende a sí misma
como desarrollo del espíritu en el seno de la humanidad. Aquí entonces aparece una
significación antropológica, que postula a la humanidad como único sujeto de la historia que
busca su autorrealización. La humanidad como proyecto futuro es la idea universalizante que
moviliza a la experiencia moderna a postular una única historia que se mueve en esa
dirección, a la vez que tiene como su ultimo estadio la misma época moderna.
Un rasgo característico de la experiencia moderna de la historia es lo que Ricoeur llama un
topos del progreso y una concepción de lo nuevo. Ver la historia progresivamente es la forma
en como la modernidad se autoafirma como último estadio de la historia, pues ella se define
a sí misma como lo nuevo en contraposición al pasado, al cual solo mira como historia muerta
o transitoria. Sin embargo, hay que tener en cuenta que cierto tipo de pensamiento moderno
sí reivindica la historia pasada como modelo político y social de la humanidad (lo podemos
ver en pensadores como Rousseau). Ricoeur más bien parece atacar un cierto tipo de
pensamiento derivado de la modernidad: el positivismo como el paroxismo del culto a la
razón y a la linealidad histórica, que tiene en Auguste Comte su mayor representante. “El
carácter lineal prevalece definitivamente con la idea de progreso, que merece el calificativo
de topos en cuanto que en este «lugar común» se sella la alianza de lo moderno y de lo nuevo
frente a la vetustez de la tradición” (Ricoeur. 2003, p. 411).
Y es que la modernidad genera una experiencia del tiempo acelerada que disocia la
dimensión de la espera con respecto a la experiencia presente, puesto que se actualiza
constantemente aglutinando una serie de acontecimientos en un mismo lapso de tiempo. Esta

2
disociación o distanciamiento del pasado, señala con preocupación Ricoeur, “tiende a anular
el sentimiento de deuda de los contemporáneos respecto a los predecesores (…); [aun] peor
los mismos contemporáneos pertenecientes a varias generaciones que viven simultáneamente
sufren la prueba de la no-contemporaneidad de lo contemporáneo” (2003, p. 403). En efecto,
esto tiene implicaciones antropológicas y ontológicas importantes, pues una de los mayores
y más auténticos productos de la modernidad es el individuo como sujeto autónomo e
independiente, quien es portador de novedad y por ello es un ser diferenciado de los demás.
Ser moderno y sentirse parte de la modernidad es entonces, un criterio de distinción respecto
a aquellos contemporáneos que están retrasados, que son meros rezagos de tiempos muertos.
Esto, como se verá más adelante, tiene implicaciones políticas.
Al no reconocer su deuda con el pasado, el pensamiento y la experiencia moderna más
irreflexiva se erige como omniciente y omnitemporal. Es desde el presente moderno que todo
lo pasado y porvenir cobra sentido y es juzgado: toda la tradición es un simple medio, o más
aun, un obstáculo que la modernidad tiene que romper o revolucionar; todo futuro es ya en
sí y para sí mismo, moderno. No hay un más allá de la modernidad, pues todo tiempo nuevo
es afirmación de ella misma. Sin embargo, pensadores postkantianos como Herder señalan
la relatividad de los valores y la autopercepción que cada tiempo histórico tiene sobre sí:
“«todos los siglos y todos los pueblos tiene su belleza, nosotros tenemos inevitablemente la
nuestra»” (Herder en Ricoeur. 2003, 413). En ese sentido, hubo varias modernidades antes
de “nuestra modernidad”, no obstante, es la idea de ruptura y de la autenticidad de un sujeto
que hace la historia lo que es inédito a otras formaciones socio-históricas.
Para Ricoeur, es allí, en la idea de ruptura o revolución, donde se gesta el cuestionamiento
sobre la noción de historia universal. Es en la misma temporalización de la marcha histórica
donde la unidad de la historia se fractura y así surge la pregunta “¿puede engendrar la unidad
de la historia aquello mismo que la rompe?” (2003, p. 403). Se cae en una paradoja, puesto
que la fuerza de la novedad, fuente de creación y de ruptura, tendría que ser a su vez que
integrar, en un gran relato, la multiplicidad de efectos que una ruptura supone. Lo que se ha
llamado como postmodernismo, y en particular Lyotard, señalan esta crisis de los grandes
relatos de la modernidad que se caen por su propio peso, al relativizar los supuestos
universalizantes que toman la parte por el todo, la modernidad por la historia de los pueblos.
Además de esto, historiadores como Chales Taylor señalan que los mismos productos
intrínsecos de la modernidad generan a su vez malestares: el individualismo, por ejemplo, se
ve preso de una pérdida de sentido o de horizonte moral, dando como resultado la
imposibilidad del individuo de relacionarse con otros; pero también se señala el dominio de
la tecnología y de la razón instrumental sobre la libertad, y el despotismo suave de los
Estados, que si bien no se explican en el texto de Ricoeur, se puede llegar a pensar en la
biopolitica foucaultina como expresión de dicho despotismo.
No obstante, Ricoeur ve en la deriva posmoderna un peligro de la relativización y de la
sospecha que puede paralizar cualquier propuesta positiva en torno a establecer unos criterios
de verdad histórica. El mismo pensamiento moderno permite relativizar lo que antes se
pensaba inmutable, y a partir de allí proponer un perspectivismo que puede derivar en un
escepticismo también irreflexivo. En efecto, hay una imposibilidad de establecer una historia
3
en sí misma, y esto también se ve reflejado en la imposibilidad de establecer un concepto
cerrado de determinado tiempo histórico o experiencia del presente. Y sin embargo, es desde
este presente, como centro vacío impensable de toda caracterización univoca, donde nos
vemos avocados a pensar, juzgar y valorar la multiplicidad de relatos que fueron y que serán.

El juez y el historiador: el ciudadano activo como tercero imparcial


Si bien parece imposible caracterizar una época y una experiencia histórica precisa, los
acontecimientos efectivos del presente siempre nos obligan a disponernos y posicionarnos de
alguna forma que no terminamos de comprender. Es trabajo tanto del historiador como del
juez es emitir un juicio o una valoración respecto a los hechos partiendo de la virtualidad
impersonal de una neutralidad imposible. Su ser histórico y moral deben ser puestos en
suspenso, y abstraer de allí su razón más equilibrada, al menos en principio, porque tanto al
juez como a historiador se le exigirá llegar a una conclusión. Pero de nuevo, son los
acontecimientos en su urgencia los que ponen los límites que la epistemología por sí sola no
podría establecer. Ricoeur siempre trae a la Shoah como el caso limite que puso, y aun pone,
en tensión el ejercicio del historiador que intenta pesar la historia reciente.
Si bien, tanto el historiador como el juez se apoyan en el testimonio y en los archivos, el
campo de acción del juez es intensivo y el del historiado es extensivo. Esto en virtud de que
en un juicio se hace hablar, en la mayoría de los casos, a los actores implicados y hay una
representación y reconstrucción directa de la los hechos en donde los mismos implicados
buscan defenderse. El juez, como el historiador, debe sopesar su sentencia con base a las
pruebas y argumentos de cada una de las partes, pero su veredicto siempre será sobre
individuos concretos y por tanto su juicio es cerrado. “Los jueces saben que lo importante no
es castigar, sino pronunciar una palabra de justicia. Pero esta palabra cierra el debate,
«detiene» la controversia. Esta coerción depende de la breve finalidad del proceso criminal:
juzgar ahora, definitivamente” (Ricoeur. 2003, p. 430).
Por su parte lo historiadores hacen juicios extensivos y abiertos sobre los hechos a considerar,
pues no juzgan a un individuo en particular, sino a unos acontecimientos que implicaron a
varios actores de forma amplia. Por supuesto, el historiador no tiene el peso de generar una
sentencia efectiva que lleve a alguien a la cárcel, sino que sus juicios son abiertos a la
controversia, la corrección y reevaluación. “El historiador reabre estos circuitos que el juez
cierra tras haberlos abierto preventivamente. El circuito de las acciones de las que los autores
individuales son considerados responsables solo pueden inscribirse dentro del campo de la
historia episódica” (Ricoeur, 2003, p. 427). A los historiadores solo les interesan los efectos
colectivos que provocan las acciones individuales.
Sin embargo, las cosas se complican cuando se dan los llamados “juicios históricos”, como
los que se dieron en torno a la Shoah. El holocausto judío, como también se le llama, se da
en un momento sumamente sensible de la historia de occidente, donde todas las formas de
pensamiento se sintieron interpeladas, puesto que estos hechos pusieron en crisis la razón
instrumental que soportaba el imaginario moderno. Tanto los jueces como los historiadores
se vieron implicados en discusiones que hicieron que cada disciplina se saliera de sus límites.

4
Tanto la historia como la jurisprudencia fueron las encargadas de reconstruir estos hechos
excepcionales para poder entender dicho fenómeno. Si un autor como Mark Osiel se pregunta
por el impacto que tuvieron en la memoria colectiva los juicios a los nazis, y en qué medida
estos juicios aportaban realmente a una compresión histórica de los hechos; Ricoeur se
pregunta en qué medida la argumentación historiográfica puede legítimamente contribuir a
la formulación de una sentencia penal que inculpe a los grandes criminales del siglo XX y
así alimentar un dissensus de vocación educativa (2003, p. 432).
El punto de discusión entre Osiel y Ricoeur gira entorno a ese dissesus educativo. Para Osiel
en tratamiento jurídico de hechos históricos limita y restringe la discusión amplia que debe
haber en una sociedad democrática liberal, la cual queda revestida de la estructura cerrada y
concluyente de las sentencias. Pero por otro lado, formular un juicio histórico muy abierto
que dé lugar a un disenso educativo sin sentencia generaría un efecto adverso, pues habría
una discusión sin cierre que podría justificar los crímenes cometidos. En esta difícil situación
puso los hechos de la Shoah al ejercicio histórico, debido a que la incomparabilidad del
acontecimiento hacia que todo intento de comprensión y revisión fuera interpretado como
una justificación de los actos de los nazis. Se somete al ejercicio de la historia a la lógica de
explicación-exculpación, donde la singularidad histórica se confunde con la singularidad
moral de los hechos.
En esto se vieron envueltos varios historiadores alemanes en torno al debate del revisionismo,
como Ernts Nolte. Si bien el discurso de este historiador no es negacionista, pues no duda de
los crímenes de lesa humanidad cometidos por el fascismo alemán, Nolte teme que la Shoah
se mistifique de tal manera que esto no permita al historiador desarrollar su ejercicio de forma
cabal. “Lo que preocupa, pues, a Nolte es la amenaza para la investigación de un relato
elevado al rango de ideología fundadora, convirtiéndose lo negativo en leyenda o mito”
(Ricouer. 2003, 434). Y es que la aparente excepcionalidad de la Shoah puede opacar otro
tipo de acontecimientos similares que también deben ser estudiados, y que por supuesto
tienen igual importancia en cuanto a los llamados “crímenes contra la humanidad”. Nolte
propone una ampliación de perspectiva, una comparación con otros hechos, y el
establecimiento de una causalidad de lo acontecimientos. En efecto, esto se ve como algo
polémico, pues la ampliación del marco histórico reduce la excepcionalidad del hecho
particular a investigar, y por supuesto las víctimas de los crímenes se ven vulneradas
moralmente. No obstante, esta ampliación lo que permite es establecer precisamente las
diferencias y las cosas comunes que hay entre dos fenómenos cobijados por un mismo marco
conceptual (totalitarismo en este caso, según Hannah Arent), lo cual lleva a formular
preguntas como: ¿cuáles fueron las respectivas intenciones y lógicas que impulsaron al
gobierno soviético stalinista ha instituir los gulag, y cuáles fueron para el caso particular de
los campos de concentración nazis?
Nolte así abre así una crisis entre el juicio histórico y el juicio moral. Ricoeur propone tres
tesis para someter a revisión la noción de singularidad que permitirá ver al fenómeno nazi
desde un marco histórico amplio sin que haya un detrimento en su singularidad moral. La
primera tesis consiste en diferenciar la singularidad histórica y singularidad moral, que está
marcada, en el caso de la Shoah, por “el exceso de maldad” o lo injustificable y
5
particularmente inhumano de los crímenes del nacional socialismo, debido a toda la
racionalidad manifestada en una industria de la muerte. En efecto, la reconstrucción histórica
permite valorar moralmente los hechos, pero el juicio histórico no se reduce a una valoración
moral.
La segunda tesis afirma que cualquier acontecimiento histórico es singular. Sin embargo, su
implicación moral proviene de la imputación de la acción a agentes individualizados o a
instituciones marcadas con un nombre propio. La escuela intensionalista, en cuanto a los
sucesos del holocausto, fija su atención en sujetos concretos que dirigieron todos los
crímenes. Por el contrario, la escuela funcionalista pone el énfasis en el accionar de las
instituciones y de la población en general como agentes principales de los crímenes. Este
último enfoque está más expuesto a interpretaciones exculpatorias, pues los individuos
particulares pueden desmarcarse de la identificación general que abre una consideración de
este tipo de agentes, aludiendo a la no pertenencia a dicha institución o pueblo, y así ignorar
toda responsabilidad. El punto que señala Ricoeur aquí es que si la singularidad histórica se
dedica a señalar a los culpables, quedan dos opciones: o sumirse en la melancolía de la
brutalidad de los hechos del pasado, o “la reacción audaz de la responsabilidad cívica: « ¿qué
hacer para que semejantes cosas no se reproduzcan nunca?»” (2003, p. 438). En este punto
la historia se abre e impulsa a la política, pues es desde el presente que se genera una promesa
de no volver a repetir lo horrores del pasado.
La tercera tesis se enfoca en la importancia de la comparación. De nuevo, no se trata de
quedarnos pasmados frente a una presunta inconmensurabilidad de los acontecimientos
terribles, sino de establecer realmente sus móviles, y las diversas manifestaciones en las que
se efectúa los crimines contra la humanidad. Si realmente la Shoah es inconmensurable a otro
tipo de crímenes perpetuados por los Estados, esto solo podrá afirmarse después de un
ejercicio de comparación que revele su singularidad.
Para Ricoeur, lo que une los dos sentidos de singularidad (el histórico y el moral) es la idea
de la ejemplaridad de lo singular: “esta idea se forma en el recorrido de la recepción al plano
de la memoria histórica” (2003, p. 440). Hay de nuevo, un retorno a la memoria en la
argumentación de Ricoeur, esta vez para señalar precisamente la responsabilidad civil de los
ciudadanos y el papel que ellos juegan en el debate entre historiadores y jueces. Es en el
plano de la memoria histórica donde se juega ese disenso educativo, que señalaba Osiel, en
el cual, más allá del veredicto de un juez o del análisis de un historiador, el ciudadano se
posiciona como un tercero imparcial que debe mirar la ejemplaridad de los sucesos para
asimilarlos en su propia vida y pactar una promesa de no repetición de lo inhumano, y así
escapar del fetichismo de la víctima que se sume en la melancolía a la vez que usa esta
etiqueta como símbolo de superioridad moral (cfr. Todorov. 2002). “Solo la convicción del
ciudadano justifica, en última instancia, la equidad del procedimiento penal en el recinto
tribunal y la honestidad intelectual del historiador en los archivos. Y es la misma convicción
la que, en última instancia, permite retrospectivamente calificar lo inhumano como contrario
absoluto de los valores «liberales»” (Ricoeur. 2003, p. 441).

6
***
Es entonces la ciudadanía, y en particular las victimas de crímenes de lesa humanidad, el
motor político-social que impulsa toda investigación histórica. Cómo se establezca una
verdad en el ejercicio histórico depende mucho de las luchas de los pueblos que reclaman
justicia, verdad y reparación por medio de la memoria. Por supuesto, esto no es un
movimiento unilateral, sino una dinámica dialéctica de la construcción de la verdad histórica,
en donde el historiador, como ciudadano, ofrece una interpretación de los hechos que a su
vez debe ser debatida públicamente, generando procesos de memoria histórica que se inserten
en las memorias colectivas e individuales de las personas pertenecientes a una comunidad.
La reflexión en torno a la “historia en sí misma” y a las diferencias entre el oficio del juez y
el historiador se conectan íntimamente con el contexto latinoamericano y con el colombiano
en particular. La concepción de una historia universal ha sido una de las principales razones
que explica las empresas colonialistas y extractivitas por parte de Europa occidental hacia
América Latina, no solo a nivel histórico, sino a nivel epistemológico y económico. Sigue
sobreviviendo una idea lineal en la historia cuando se hablan de pueblos subdesarrollados;
sigue sobreviviendo una fe a priori del progreso cuando este se usa como medio de persuasión
y de intervención económica para justificar la explotación salvaje de recursos naturales, en
detrimento de las historias y tradiciones de otros pueblos. Continúa una concepción unilateral
de la historia cuando los Estados se apropian de las historias particulares para crear un gran
relato de nación, unificado y oficial.
Por otro lado, sucesos como la Shoah no solo son singularidades ejemplares que activan
nuestro juicio moral y nuestra postura política de no repetición. En otro plano de discusión,
habría que ver, como el mismo Ricoeur lo dice, los usos y abusos de la memoria histórica.
Con esto me refiero al uso político que se le puede dar a relatos como los del holocausto para,
a su vez, justificar otro tipo de atentados contra la humanidad, y la invisibilización de otros
conflictos singulares y ejemplares. Una filosofía critica habría entonces de establecer y
pensar qué tipo de verdad y de periodización histórica, y qué tipo de discurso y política
permea entonces al ejercicio de la historia. Para esto, no solo hace falta establecer los límites
de cada disciplina, sino precisamente estar atentos a los movimientos donde esos límites se
vuelven difusos.
Bibliografía
• Ricoeur, P. (2003) La memoria, la historia, el olvido. Madrid: Ed. Trotta.
• Todorov, T. (2002) “Controlar la memoria” en Memoria del mal, tentación del bien.
Barcelona: Ed. Peninsula.

S-ar putea să vă placă și