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Micaela Cuesta
FSOC/UBA/Becaria CONICET
micaelacuesta@yahoo.com.ar
Resumen:
El origen del drama barroco alemán (1925) es la tesis que Walter Benjamin
presentó para su habilitación como docente (Habilitationsschrift) pero que, no
redundando en un cargo fue, sin más, rechazada. La presente obra suele ser
caracterizada como un estudio correspondiente al campo de la teoría del arte o la crítica
estética. Sin embargo, consideramos que leída a la luz de su “Introducción. Algunas
cuestiones preliminares de crítica del conocimiento” lo que allí encuentra lugar es
portador de un exceso: epistemológico, político, histórico. Hacia estos buscaremos
dirigir nuestros interrogantes con el objeto de reflexionar en torno a la verdad como
problema.
Abstract:
1
Artículo publicado Revista Observaciones Filosóficas N° 8 Año 2009, 1°semestre 2009. Pontificia
Universidad Católica de Valparaíso, Chile. http://www.observacionesfilosoficas.net/.
http://www.observacionesfilosoficas.net/elorigendeldramabarroc.htm
Consideraciones preliminares
Quisiera iniciar este artículo con una cita de Benjamin que ilustra el espíritu y el
destino de la presente obra. Dice así:
“Una hermosa criatura duerme tras el seto de espinas de las páginas que van a continuación. / Que
ningún príncipe afortunado se le acerque revestido de la cegadora armadura de la ciencia. Pues ella
morderá al dar el beso de compromiso / Para despertarla, el autor se ha reservado más bien el papel del
cocinero mayor. Ya hace mucho tiempo que se espera el bofetón estridente que ha de resonar a través de
los corredores de la ciencia / Entonces se despertará también esta pobre verdad que se ha pinchado con la
anacrónica rueca cuando, desobedeciendo, se proponía tejerse una toga de profesor en el cuarto de los
trastos” (Benjamin, 1990: 234).
2
Lacan, J., “La ciencia y la verdad” en Escritos 2. Siglo XXI, México, 1984. P. 845.
a Benjamin, esto es, atender el reclamo de la verdad, dejarnos incomodar e interrumpir
por su manifestación, no buscando alisar ni reducir sus asperezas3.
En segundo lugar, en lo que concierne a la ley de su forma, el conocimiento,
definido como haber y por tanto como cosa que se posee, ha renunciado -asegura
Benjamin- a la exposición de la verdad. Esta última -la verdad- no puede ser entendida
como el punto de llegada de un proceso engendrado en la conciencia, ella, por el
contrario -como señalábamos hace unos instantes- se manifiesta. Escapa a toda
interrogación para ofrecerse a la contemplación y no ya a la operación del método cuyo
fiel es el concepto. En el conocimiento, el objeto es “casi” engendrado en la conciencia,
por lo tanto, se correlaciona interiormente con ella, se termina postulando su
identificación plena. Otra cosa sucede en la verdad, en ella “la unidad es una
determinación absolutamente libre de mediaciones y directa. En cuanto que directa, es
peculiar de esta determinación el no prestarse a ser interrogada” (Benjamin, 1990: 12).
En este sentido es que Benjamin afirma que la verdad se encuentra fuera del alcance de
toda pregunta. No siendo una respuesta a una pregunta, la verdad habla, se manifiesta.
La filosofía que de este modo entienda a la verdad -ahora sin comillas- ha de oír el
ritmo de su forma, obedecer a los movimientos que le dicte el modo adecuado de
exponerla. En otra época -asevera Benjamin- este proceder recibió el nombre de
tratado. Una de sus características es la alusión a elementos teológicos, sin los cuales, la
verdad no sería posible, al menos, si le otorgamos a ella una dimensión trascendental.
Otro de sus rasgos distintivos es el rodeo, es decir, la suspensión del curso
ininterrumpido de la intención. A este respecto dice el autor del Trauerspiel: “Tenaz
comienza el pensamiento siempre de nuevo, minuciosamente regresa a la cosa misma.
Este incesante tomar aliento constituye el más auténtico modo de existencia de la
contemplación” (Benjamin, 1990: 10). En su inacabable volver sobre las cosas, en su
incansable detenerse para retomarlas con mayor fuerza, se comunican o entrelazan el
tratado -una de las formas de la exposición- y la contemplación de la verdad.
Benjamin propone una segunda analogía para aproximarnos al tratado y también a la
contemplación: el mosaico. Tanto uno como otro, está compuesto por fragmentos
aislados y heterogéneos entre sí, mas la distancia que separa su contigüidad lejos de
disolver el sentido, lo resalta con mayor y potente fuerza. Las tres figuras, aluden a lo
trascendental, ya sea de una imagen sagrada, ya sea, en rigor, de la verdad.
3
Retomaremos en las páginas que siguen esta cuestión.
La relación, por un lado, entre la labor microscópica del detalle y, por otro, la
dimensión del todo así conformado, dan testimonio de cómo el contenido de verdad
sólo permite ser aprehendido en la retención de aquellas nimiedades aparentemente
opuestas, heterogéneas, presentes en determinada facticidad.
Continuando con otro paralelismo, el autor de El Origen del drama barroco, afirma
que el filósofo se sitúa en la bisagra entre el investigador y el artista, encontrándose al
mismo tiempo por encima de ambos. Y ello en la medida en que su tarea consiste en
realizar una descripción del mundo de las ideas de modo tal que, el mundo empírico se
adentre en él y se disuelva en su interior. Comparte, pues, con el investigador su interés
e inclinación por la extinción de la mera empiria, en tanto tiene en común con el artista
el cuidado y la preocupación por el modo de la exposición.
El ser de la verdad -no intencionado, que se manifiesta o irrumpe, distinto por tanto
del conocimiento- pertenece al orden de las ideas. Ahora bien, ¿en qué consiste este
mundo de las ideas?
La verdad así mentada, no es bajo ningún punto, la misma que impera en la lógica
de los sistemas filosóficos. No sólo porque en éstos últimos la verdad que se pretende al
final del recorrido está siempre ya supuesta en el punto de partida (e sistema la
anticipa), sino también, porque allí la única vinculación posible con la noción de verdad,
se identifica con el recurso a un proceso deductivo carente de lagunas. El impulso de
estos sistemas está signado por una compulsión enciclopedista, que se cree susceptible
de agotar sus propias exigencias de exhaustividad. Sin embargo, quienes llevan adelante
estas convicciones proceden ante la incoherencia metodológica entre las distintas
disciplinas, como si se tratara de un mero error accidental.
Al fundar la validez del sistema en la consecución y acumulación de una verdad
tenida por unitaria y sin fisuras, olvidan que su validación está sujeta -sostiene
Benjamin- a la constitución del mundo de las ideas. No es intentando ocultar las
lagunas, o huecos del pensamiento como ha de construirse la validez de una “verdad”,
por el contrario, tanto la estructuración de los sistemas, cuanto la significación de las
denominaciones de las disciplinas, no adquieren valor por sí mismas sino sólo “como
monumentos de una estructura discontinua del mundo de las ideas” (Benjamin, 1990:
15). Pensar es, para Benjamin, pensar siendo intervenido y pensar intermitencias. En
este sentido, es preciso señalar que los fenómenos no ingresan al mundo de las ideas in
toto, como si ostentasen una entidad plena, integrable en su redondeada completitud. A
fin de participar en la idea, los fenómenos han de dividirse, de disolver su aparente
unidad, para poder conformar una genuina unidad, es decir, una verdad configurada por
y en la idea.
En esta labor, los conceptos asumen un nuevo y muy distinto rol. No son ya
operadores de la mutilación de lo que en el fenómeno existe de singular y único, sino
rescatadores de aquellos elementos que siendo objeto de una amenaza que liquide su
valor semántico, pueden ser integrados y salvados en la idea4. Esta función de salvataje
se complementa con otra tarea, de igual o mayor envergadura, nos referimos a la
exposición de las ideas. “Pues las ideas no se manifiestas en sí mismas, sino sólo y
exclusivamente a través de una ordenación, en el concepto, de elementos pertenecientes
al orden de las cosas” (Benjamin, 1990: 16). De lo que se trata es de órdenes
discontinuos y heterogéneos, en otras palabras, el concepto que revive en la
configuración de la idea no agota la complejidad de la realidad que se busca conceptuar.
No existe, de este modo, una identidad entre pensamiento y cosa, entre concepto y ser.
La relación entre realidad y concepto, en todo caso, es una relación de alusión, que
remitiendo a un contenido verdadero, procura, al mismo tiempo, mantener las tensiones,
iluminar los huecos o blancos del pensamiento sin sucumbir a la tentación de ocultarlos
o suturarlos.
4
A este respecto Habermas afirma que la crítica del arte en Benajamin se relaciona con sus objetos de
forma conservadora, pues: “su objetivo es ciertamente la «mortificación de las obras» (…), pero la crítica
ejerce en la obra de arte una mortificación tan sólo para trasladar del medio de lo bello al medio de lo
verdadero lo digno de ser sabido –y de esta forma ponerlo a salvo” C.f., Habermas, J., “Walter Benjamin”
en Perfiles filosófico-políticos. Turus, España, 2000. P. 305.
inventariar, sino hacerles justicia del único modo posible: usándolos”. Walter
Benjamin (Benjamin, Convulto N: 125).
“Para todo aquello que va más allá del mundo de los sentidos,
no podemos acudir al lenguaje más que en forma puramente alusiva”.
Franz Kafka (Kafka, 1983: 1478).
5
Benjamin, confirma esta sospecha en una de sus correspondencias, donde se lee que el “Prefacio” que
estamos analizando es: “una especie de segundo refrito (…) del antiguo trabajo sobre el lenguaje…
disfrazado como doctrina de las ideas”. C.f., Bernd, W., Walter Benjamin. Una biografía. Trad. Aberto L.
Bixio. Gedisa, Barcelona, 1990. P. 85.
6
En el texto de Adorno El ensayo como forma (1954-8) aparece al lado de la noción de constelación la
de campo de fuerzas. Tanto la idea de constelación como la de campo de fuerzas, son dos metáforas
utilizadas por Adorno para significar, en un caso, un conjunto de elementos cambiantes que se resisten a
ser reducidos a un común denominador, núcleo central u origen generador; la segunda, remite a la
interrelación entre las atracciones y repulsiones que tienen lugar en las estructuras dinámicas de
fenómenos complejos. Allí podemos leer: “En el ensayo se reúnen en un todo legible elementos discretos,
separados y contrapuestos; no es el ensayo andamiaje ni construcción. Pero, como configuraciones, los
elementos cristalizan por su movimiento. La configuración es un campo de fuerzas, como, en general,
bajo la mirada del ensayo toda formación espiritual tiene que convertirse en un campo de fuerzas”. C.f.,
fenomenalidad, y donde reside esta fuerza es el ser del nombre, que determina a su vez,
el modo en que las ideas son dadas.
En este punto, hemos de tener presente que las ideas sólo se nos brindan en aquella
percepción primordial donde la palabra es aún nominativa y no ya meramente
cognoscitiva7. “La idea es algo de naturaleza lingüística: se trata de ese aspecto de la
esencia de la palabra en que ésta es símbolo” (Benjamin, 1990: 19).
Las palabras, desintegradas en la percepción empírica, poseen dos dimensiones: una
simbólica (más o menos oculta); y “un significado abiertamente profano”. En relación a
esto último, en el capítulo titulado Alegoría y Trauerspiel Benjamin afirma que el
Romanticismo desarrolló la noción que estableciera el Clasicismo sobre el «símbolo».
Su uso da cuenta -a ojos del autor- de la impotencia crítica filosófica del Romanticismo,
incapaz de hacerle justicia tanto a la forma como al contenido estético en virtud del
carácter adialéctico de su perspectiva. Esto sucede cuando la «manifestación» de una
«idea» es definida como «símbolo» -tal como hicieron el Clasicismo y el
Romanticismo- eliminando con ello la unidad entre objeto sensible y suprasensible
propio del símbolo teológico y reduciéndolo a una mera cuestión de relación entre lo
que se manifiesta y la esencia. Paralelamente a este concepto profano de «símbolo» del
clasicismo se construye su respuesta especulativa, esto es, el concepto de lo alegórico.
Pero lo alegórico concebido como el telón de fondo, oscuro, sobre el cual destaca el
mundo del símbolo. De este modo, símbolo y alegoría constituían para el período dos
formas de expresión en disputa, en donde la segunda -la alegoría- era negativamente
valorada o llanamente desestimada. Pues, por un lado, se asociaba la «idea» al
«símbolo», y por otro, al «concepto» con la «alegoría». Y, en la medida en que el arte -
se aducía- no trata de conceptos, la alegoría, luego, habría de permanecer extraña a su
campo. Erigiéndose en contra de estas interpretaciones, Benjamin produce su crítica
Adorno, T. W., “El ensayo como forma” en Revista Pensamiento de los confines, número 1, segundo
semestre de 1998. Universidad de Buenos Aires, Diótima, Buenos Aires, 1998. Pp. 247-259.
7
En su artículo sobre “El lenguaje…” leemos: “El nombre no sólo es la proclamación última, es además
la llamada propia del lenguaje. Es así, que en el nombre aparece la ley del ser del lenguaje, según la cual
resulta igual hablarse a sí mismo como dirigirse con el habla a todo lo demás. El lenguaje, y en él una
entidad espiritual, sólo se expresa puramente cuando habla en el nombre, es decir, en el nombramiento
universal”. Recordemos que la operación de Benjamin es doble, por un lado, se esfuerza en mostrar que
tanto la concepción mística como la burguesa comparten el mismo presupuesto de identidad y
unilateralidad, en segundo lugar establece la diferencia radical y discontinuidad entre lenguaje divino y
lenguaje “profano” humano. C.f., Benjamin, W., “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los
humanos” en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV. Trad. Roberto Blatt.
Taurus, España, 1991. P. 63. Las cursivas son nuestras.
mediante el extrañamiento de los polos mineralizados idea-símbolo, concepto-alegoría y
la puesta en suspenso de la evidencia respecto de su mutua remisión.
Benjamin afirma el carácter expresivo de la alegoría. Ella es expresión -afirma- “de
igual manera que lo es el lenguaje y hasta la escritura” (Benjamin, 1990: 155). En este
marco, la alegoría es pensada en términos de “historia primordial del significar”, cuyo
impulso se encuentra -tal como lo demostrara Giehlow- en el esfuerzo humanista por
descifrar jeroglíficos.
En la alegoría -sostiene Benjamin- la naturaleza se ofrece como “paisaje primordial
petrificado” y es esta misma percepción primordial la que el filósofo ha de intentar
salvar en la configuración de la idea8.
La contemplación es el lugar donde “la idea se libera en cuanto palabra que reclama
de nuevo su derecho a nombrar” (Benjamin, 1990: 19). Y esta actitud no es propia de
Platón sino de Adán -padre de los hombres y de la filosofía.
El estado adánico, paradisíaco, es el estado en donde prevalece el carácter
nominativo y no meramente comunicativo del lenguaje. Es el lugar en el que la palabra
es médium y no ya, vacuo medio instrumental puesto al servicio de la comunicación
exterior de conciencias plenas.
En este sentido, la contemplación filosófica ha de ser capaz, por un lado, de
reconocer que las ideas tal como se daban inintencionalmente en la nominación adánica
no nos son accesibles ya en nuestra condición de seres caídos; por otro lado, intentar a
sabiendas de que va a fracasa restaurar aquella percepción primordial de la palabra.
Palabras que son, a su vez, finitas “(…) por eso la filosofía a lo largo de la historia
(…) ha venido a ser con razón una lucha por la exposición de unas pocas palabras,
siempre las mismas: las ideas” (Benjamin, 1990: 19). De allí lo problemático que resulta
en filosofía la constante introducción de neologismos9. Pues: “Tales terminologías
8
Volveremos en los siguientes apartados sobre este punto.
9
Adorno, problematiza también este punto. Se resiste a las definiciones cerradas o definitivas que reifican
o anquilosan los objetos, pero también se resiste a la producción constante de neologismos, pues la lógica
que subyace es la misma: la desestimación de la realidad histórica. Habría que comprender a las palabras,
en este marco de la relación entre el concepto y el objeto como cicatrices históricas. Teniendo también en
cuenta que los conceptos nunca podrán abrazar la significación de sus objetos aunque no puedan más que
intentarlo. Aguilera, A. en su “Introducción: Lógica de la descomposición”, se refiere a ello en ocasión de
explicitar el principio de no identidad lógica que subyace a la posición adorniana (no hay concepto sin
objeto, pero el objeto es siempre más que su concepto) dice: “Se trata de reavivar la vida coagulada en las
palabras, no de inventar neologismos, se trata de comprenderlas como cicatrices históricas”. Aguilera,
A.: “Introducción: Lógica de la descomposición” en Adorno, T. W.: Actualidad de la filosofía. Paidos,
Barcelona, 1991. Pp. 49-50.
[neologismos] carecen de la objetividad que la historia ha conferido a las principales
expresiones de la contemplación histórica” (Benjamin, 1990: 19).
Estas expresiones -ideas- son inaccesibles a las meras palabras, se hallan en un
completo aislamiento respecto a ellas, su ley es la que prescribe la autonomía e
intangibilidad de las esencias, tanto en relación a los fenómenos, como -y
principalmente- en su relación recíproca. La existencia y armonía del mundo inteligible
“depende de la distancia insalvable que separa a las esencias puras” (Benjamin, 1990:
19). Esto es, depende de su discontinuidad.
Las esencias son discontinuas, su vida es distinta a la de los objetos y sus
propiedades, su multiplicidad concreta es finita, pues su número es limitado. Los
primeros románticos ignoraron esta discontinua finitud, en ellos la verdad asumió el
carácter de una conciencia reflexiva y no el suyo propio, es decir, su genuino carácter
lingüístico.
La marca de discontinuidad que porta la idea nos conduce a otro punto neurálgico
del desarrollo benjaminiano: su concepción del origen. Establece Benjamin una primera
distinción entre génesis y origen, dos categorías íntimamente vinculadas a la Historia.
El acento recae sobre la imposibilidad de asistir al origen. No existe en Benjamin nada
aproximado a una identidad plena del origen consigo mismo. Subtiende a esta no
contemporaneidad del origen consigo mismo, la afirmación de la inexistencia de una
posible coincidencia, identidad o plenitud de un fenómeno o un ser consigo mismo.
Recurriendo a las propias palabras de Benjamin, leemos:
“El origen aún siendo una categoría plenamente histórica no tiene nada que ver con la génesis. Por
«origen» no se entiende el llegar a ser de lo que ha surgido, sino lo que está surgiendo del llegar a ser y
del pasar (…). Su ritmo [el de lo originario] se revela solamente a un enfoque doble que lo reconoce
como restauración, como rehabilitación, por un lado y justamente debido a ello, como algo imperfecto y
sin terminar, por otro” (Benjamin, 1990: 28-29).
El origen se localiza así en el flujo del devenir como aquello que fagocita el material
de su génesis. Él consiste siempre en su prehistoria y posthistoria, más nunca se
muestra en su evidencia fáctica, en su presencia pura y plena.
Esta discontinuidad, esta intermitencia ofrecida por las imágenes benjamininanas,
nos habla -siguiendo a Sazbón- de las condiciones de recuperación del significado: “el
hecho de que todo acceso a una verdad esencial debe atender a ‘lo que emerge del llegar
a ser y de la desaparición’, de la ‘discontinuidad’ propia de las esencias, del ‘ritmo
irregular’ y el ‘perpetuo recomienzo’ de la tensión del conocer. Sólo mediante accesos
intermitentes lo valioso -perdido, olvidado o reprimido- se manifiesta como poder de
iluminación y permite llegar a su verdad” (Sazbón, 2002: 185).
Si no hay plenitud, si está vedada para nosotros -los caídos, los mortales- toda
posibilidad de perfección, ¿en qué consistiría la tarea de salvación de aquellos
elementos que componen los fenómenos y que reclaman ser integrados en la idea?
Intentaremos dar respuesta a éste interrogante, realizando un sintético recorrido sobre
los modos insuficientes -a criterio de Benjamín- a partir de los cuales la filosofía del
arte interpretó sus objetos.
“Ni la crítica, ni los criterios determinantes de una terminología (…) pueden constituirse mediante la
aplicación del criterio externo de la comparación, sino de un modo inmanente, gracias al despliegue del
lenguaje formal de la obra en la que se exterioriza su contenido en detrimento de su efecto. Además
precisamente las obras significativas se encuentran fuera de los límites del género en la medida en que el
género se manifiesta en ellas, no como algo absolutamente nuevo sino como ideal por alcanzar. Una obra
importante, o funda el género o lo supera; y, cuando es perfecta, consigue las dos cosas al mismo tiempo”
(Benjamín, 1990: 27).
Contemplación y redención
Sólo la contemplación se detiene y pone en juego lo que las obras de artes tienen de
más minúsculo y nimio. Ella se sumerge en lo mas profundo de los fenómenos, pero no
para reducirlos a objetos sino para que puedan ser salvados a través de la manifestación
de la idea.
En esta tarea el valor de la autenticidad -marca del origen de los fenómenos- se
constituye simultáneamente como descubrimiento y reconocimiento. Ambos pueden
tener lugar en aquello que los fenómenos poseen de más singular y excéntrico, sea en
las investigaciones mas torpes y precarias como en las manifestaciones de un período de
decadencia. Aquí, la idea acoge la serie de manifestaciones históricas pero no para
extraer de ellas lo que tienen de común o general. La relación de lo singular con la idea
promueve la salvación de lo que no era, es decir, lo restituye a una totalidad –mas no a
una cualquiera. Otra distinta es la relación entre lo singular y el concepto, no hay aquí
posibilidad de salvación alguna, pues lo singular permanece siendo lo que era, es decir,
pura singularidad.
Benjamin declara: “La historia filosófica, en cuanto ciencia del origen, es la forma
que, a partir de la separación de los extremos y de los aparentes excesos de la evolución,
hace surgir la configuración de la idea como una totalidad caracterizada por la
posibilidad de la coexistencia de tales opuestos” (Benjamin, 1990: 30). La restitución de
una singularidad en una totalidad no significa su disolución. Tampoco presupone a esta
totalidad como una plenitud de sentido o coherencia. Por el contrario, la totalidad así
concebida está tensionada, es portadora de múltiples excesos, es una totalidad no
clausurada ni muchos menos armónica.
Por su parte, esta “historia filosófica como ciencia del origen” no es pura, sino
natural -adelanta el autor- en señal de su salvación. La vida de las obras y formas no
teñida por la vida humana es una vida natural. “Una vez que éste ser redimido se
determina en la idea, la presencia de la pre y pos historia impropiamente dicha (…) se
convierte en virtual. Ya no es pragmáticamente real, sino que, en tanto que historia
natural, hay que leerla en su estado de perfección y reposo que es el de la esencia”
(Benjamín, 1990: 30).
Con historia natural alude Benjamin a las manifestaciones del espíritu objetivo, es
decir, a los elementos de la cultura que avejentados y fosilizados, son testigos del retiro,
en ellos, de la vida. Según Theodor Adorno, lo que atrae a Benjamín “(…) no es sólo
contemplar vida fosilizada -y despertarla como en la alegoría- sino también considerar
cosa viva haciéndola presentarse como pasada, «prehistórica», para que entregue
prontamente su significación” (Adorno, 1962: 249).
Entrega que se despliega no ya en la vida sino en la sobrevida, sea como prehistoria
o como posthistoria. No otra cosa nos sugiere el filósofo alemán en “La tarea del
traductor” cuando explicita que la traducción nada agrega a la vida de la obra, sino que
se desarrolla en su posvida, en su sobrervivencia10. Así como la comunicabilidad
pertenece al ser (ser es ser llamado en su concepción del lenguaje), del mismo modo, la
10
Ver: Benjamin, W., “La tarea del traductor” en Ensayos escogidos. Trad. Héctor Murena, Editorial
Coyoacán, México, 2001.
traducción pertenece al original, su traducibilidad es la necesidad del original de
exteriorizar su significación en cuanto vida o su vida en cuanto significación.
La posvida que nada significa para la vida del original es, sin embargo, el
espacio en el que únicamente puede desenvolverse su significación y ello en virtud de
su precariedad: “Así como las manifestaciones de la vida están íntimamente
relacionadas con todo ser vivo, aunque no representen nada para éste, también la
traducción brota del original, pero no tanto de su vida como de su «supervivencia»”
(Benjamín, 2001: 78).
Debemos entender esta ley de traducibilidad en términos de ley de significación,
de auxilio para su despliegue. Para que esta ley de significación y auxilio advenga es
preciso suponer previamente la muerte.
Este paso queda establecido -como bien señala Pablo Oyarzún- en un pasaje del
libro que estamos analizando. Reproducimos aquí los extractos más elocuentes: “Todo
lo que la historia desde el principio tiene de intempestivo, de doloroso, de fallido, se
plasma en un rostro; o, mejor dicho: en una calavera (…). A mayor significación, mayor
sujeción a la muerte, pues es la muerte la que excava mas profundamente la abrupta
línea de demarcación entre la physis y la significación” (Benjamín, 1990: 159).
Bajo este primado la significación debe pensarse como, en primer lugar, rescate del
ser que se quiebra, y en segundo lugar, como la aceptación de su propia fragilidad.
La muerte constituye la condición de posibilidad de la significación, condición que
está a su vez temporizada en sí misma: “en la sazón de la muerte surge asimismo la
significación. Esta sazón, ese tiempo, es la instauración de la historia como despliegue -
(...)- de la significación en el seno del devenir natural, signado por su destino
cadente”(Oyarzún, 2001: 185).
Debe restablecerse el devenir de los fenómenos en su ser. Pues el ser no se satisface
en el fenómeno si no absorbe también toda su historia. Esta profundización histórica no
conoce límites por principio -afirma Benjamin- procurando la totalidad de la idea. Pero
la estructura de la idea, no es la de una redondeada cerrazón que todo lo abarca, ella,
antes bien, “plasmada por el contraste de su inalienable aislamiento con la totalidad, es
monadológica (…). La idea es una mónada” (Benjamín, 1990: 31). ¿Qué se quiere decir
cuando se afirma que la idea es una mónada? En principio que “cada idea contiene la
imagen del mundo. Y su exposición impone como tarea nada menos que dibujar esta
imagen abreviada del mundo” (Benjamin, 1990: 31). Significa detenerse en aquellos
fenómenos que se presentan como cerrados, lisos, armoniosos, en suma, no
contradictorios, y hacerlos estallar. Desatar las contradicciones y tensiones que en él
anidan, hacerlos hablar. Habría que penetrar tan a fondo el universo de lo real de modo
que se revelase esta “interpretación objetiva” del mundo.
Reflexiones finales
Otro modo de la crítica, otra forma de la verdad es posible. Y a la luz de este texto
la manera alegórica de interpretar se presenta como una de sus figuras privilegiadas.
Pero, para aproximarnos al sentido que en este complejo texto tiene la alegoría es
preciso marcar una diferencia más respecto del «símbolo». Benjamin sugiere que “La
relación entre el símbolo y la alegoría se puede definir y formular persuasivamente a la
luz de la decisiva categoría del tiempo” (Benjamin, 1990: 159).
Encontramos algunos elementos para reflexionar en torno a esta diferencia en un
ensayo del autor titulado “Drama (Trauerspiel) y Tragedia”. Allí Benjamin insiste en
que el contraste entre ambas manifestaciones estéticas estriba en su “diferente posición
ante la noción de tiempo: histórico” (Benjamin, 2002: 136). La tragedia se caracteriza
por la concepción de un tiempo pleno -dice Benjamin; y si en ella el héroe muere, pues
a nadie se le permite vivir en un tiempo tal, la muerte, sin embargo, es el ingreso en la
inmortalidad, de ahí su ironía. Por el contrario, al drama (Trauerspiel) lo rige una ley
que se limita -afirma Benjamin- a la existencia terrenal. En él la muerte no está como en
la tragedia sobredeterminada, tampoco representa el acceso a la inmortalidad, la muerte
en el drama (Trauerspiel) “sin la certeza de una vida más alta y sin ironía constituye la
transformación de la vida εις ἂλλο γένος”11 (Benjamin, 2002: 137). El hecho de la
11
La traducción del griego es “al otro género”. Una frase del estudio sobre el Trauerspiel puede echar luz
al respecto. Dice: “Contemplado desde el lado de la muerte, la vida consiste en la producción de
cadáveres”. La muerte no es la que da sentido, retrospectivamente, a la vida, aquella que “justifica” su
existir y devenir a la manera de Hegel. Desde el punto de vista de la muerte, la vida sólo consiste en la
producción de muerte -dice Benjamin- de cadáveres a la espera no de un sentido para ingresar en la
inmortalidad, sino de su significación relacionada ahora con la eternidad. C.f., Benjamin, W., Op. Cit. p.
214. Inmortalidad y eternidad no significan lo mismo. Su diferencia está sugerida en el “Fragmento
teológio-político”. En él se oponen dos nociones referidas a la muerte: una corresponde a la “resitutio in
integrum religioso-espiritual” bajo el concepto de inmortalidad; la otra alude a la mundanidad que bajo el
concepto de eternidad remite a la caducidad: “y el ritmo de esta mundanidad eternamente caduca, caduca
en su totalidad, en su totalidad espacial, pero caduca también en su totalidad temporal, el ritmo de la
naturaleza mesiánica, es la felicidad. Pues mesiánica es la naturaleza en virtud de su eterna y total
caducidad”. Ver: Benjamin, W., “Fragmento teológico-político” en La dialéctica en suspenso,
Traducción, introducción y notas Pablo Oyarzún Robles, Santiago de Chile, ARCIS/LOM, s/f. P. 182.
muerte cobra, de este modo, otro sentido, ella temporiza la vida, en cierta forma le es
inmanente, no dotando a la vida de un sentido retrospectivo, inscribe en lo que es su
fragilidad y caducidad.
Así, “El tiempo dramático es un tiempo no colmado y sin embargo finito, tiempo no
individual pero carente a la vez de universalidad histórica (…) La universalidad de su
tiempo no es mítica, sino espectral” (Benjamin, 2002: 137). Lo profano, lo espectral, lo
caduco impregnan todos los recorridos de El origen del drama barroco.
Recordemos que en la muerte, historia natural e historia humana se interceptan, y
que, en el estudio sobre el Trauerspiel, la alegoría es la forma que expresa este
encuentro irresuelto e irresoluble. Pablo Oyarzún remite a una cita de Eric Santner para
dar cuenta de esta tensión: “la historia natural nace de las posibilidades duales de que la
vida pueda persistir más allá de la muerte de las formas simbólicas que les dieron
significado y de que las formas simbólicas puedan persistir más allá de la muerte de la
forma de vida que les dio vitalidad humana”12 .
Como afirmábamos unas páginas más arriba, en la alegoría la naturaleza se ofrece
como “paisaje primordial petrificado”, la historia se inscribe en términos de naturaleza
caduca, de ahí la ruina como figura suya. La ruina es la fisonomía alegórica que
cristaliza la relación entre naturaleza e historia. La esencia de la ruina se aproxima a la
definición de Santner que nos proporcionaba Oyarzún, pues en su inexpresividad y
resistencia radical a toda simbolización, no obstante, la reclama. Así como la ruina, la
calavera -también inexpresiva e inorgánica- “la más sujeta a la naturaleza” -dice
Benjamin- señala plenamente como enigma tanto la condición de la vida humana como
la historicidad biográfica individual. La calavera es la retirada de la vida y en su
condición de naturaleza muerta, caída, se erige en objeto de alegoresis.
En ello consiste el núcleo de la visión alegórica y en ello reside también la
exposición barroca y secular de la historia, en tanto historia del sufrimiento del mundo.
Sufrimiento que deviene significativo tan solo en la etapa de su decadencia. En este
sentido es que debemos interpretar lo que afirma Benjamin cuando escribe: “la
alegorización de la physis no puede llevarse a cabo con la suficiente energía más que
gracias al cadáver. Y los personajes del Trauerspiel mueren porque sólo así, en cuanto
cadáveres, pueden ser admitidos en la patria alegórica. Perecen no para acceder a la
inmortalidad, sino para acceder a la condición de cadáveres” (Benjamin, 1990: 214).
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Oyarzún R., P., “Introducción” en Benjamin, W., El Narrador. Introducción, traducción, índice y notas
de Pablo Oyarzún R., Metales Pesados, Santiago de Chile, 2008. P. 37.
Pero, la caducidad no aparece tanto representada alegóricamente, cuanto “significando
ella misma, ofrecida en cuanto alegoría: en cuanto la alegoría de la resurrección”
(Benjamin, 1990: 230).
Para concluir, en el reconocimiento de la discontinuidad, de la distancia e
inconmensurabilidad que separa al lenguaje divino del profano, a la inmanencia de la
trascendencia, a la idea del fenómeno, al conocimiento de la verdad, entre otros, puede
leerse el principio crítico de no identidad entre realidad y concepto como un
cuestionamiento a las pretensiones de una ratio autónoma (idealista) que en su
enseñorarse del dominio del concepto sobre lo real, no advierte que este dominio -como
luego explicitará Adorno- cabalga, ni más ni menos, que sobre la violencia y dominio
efectivo en la (extensa) realidad. En este marco, lo que un pensamiento crítico reclama
no es “un desvelamiento que anula el secreto, sino una revelación que le hace justicia” a
la frágil y cadente singularidad (Benjamin, 1990: 13).
Referencias bibliográficas