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Si

lo quieto es posesión, el movimiento es esperanza. Y esperanza de


posesión plena donde no existirá ni lo mío ni lo tuyo. Porque allí no habrá
sueños. Allí nadie impondrá su nombre a los demás ni al paisaje, porque
cada uno tendrá su propio nombre y todos seremos para todos, justamente
por ser auténticamente nosotros mismos.

Mamerto Menapace

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Mamerto Menapace

Madera Verde
ePUB v1.0
Wolfman2408 26.07.12

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Título original: Madera Verde
Mamerto Menapace, Septiembre de 1982.
Diseño/retoque portada: Wolfman2408

Editor original: Wolfman2408 (v1.0)


ePub base v2.0

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Carta de presentación
Mis queridos jóvenes:

Quisiera comenzar este librito contándoles un sucedido. No es un cuento. Me lo


contó un entrerriano amigo y le supo suceder a él en persona, allá por los tiempos en
que era gurí y todavía vivía su Tata.
Una mañana Cancio sintió que su Tata lo llamaba. Para allá fue y se paso a sus
órdenes. Evidentemente el Tata andaba preocupado y con algo urgente que
encomendarle. Porque sin darle ningún tipo de explicación ni de por qué,
simplemente le ordenó que preparara el caballo a fin de pegarse un galope hasta la
casa de un pariente al que tenía que llevarle un parte.
Cancio era pequeño. Para subir al caballo tenía todavía que recurrir a las
consabidas tretas de todos los gurises, arrimando el montado a la tranquera o al
alambrado. Pero esta vez no necesitaba hacerlo, porque lo ayudaría su Tata. Por eso
llevó el caballo hasta el centro del patio y aguardó allí.
Sin explicaciones el Tata le levantó la camisita y le añudó por debajo de la ropa y
sobre su cuerpo un largo pañuelo doblado cuidadosamente, que a juzgar por el bulto
que formaba, debía contener una carta y algo más. Las órdenes que acompañaron el
gesto fueron breves y perentorias:
—No te entretengás en el camino. No te quedés a conversar con nadie. Andá
hasta la casa del tío y entregale esto. Y me traés lo que él te ponga en el pañuelo. No
lo desatés ni lo digás a nadie. Sobre todo tené cuidado con los otros chicos que salen
de la escuela.
Y allá fue el gurisito Cancio, lonja y talón a su caballo manso y mañero, de puro
viejo. Al llegar a la casa del tío, éste lo esperaba impaciente. Señal de que ya estaba
sobre aviso y sabia el motivo de su misión. Sin muchas preguntas lo bajó del
montado y levantándole la camisita, le desató el pañuelo, con el que entró a la casa.
Al rato salió. Nuevamente se repitió el rito del pañuelo que fue ceñido al cuerpo por
debajo de la ropa. También ata vez había una carta. Pero el bulto había
desaparecido. Se repitieron las mismas recomendaciones.
Al pasar frente a la escuela en su regreso, los niños que salían de ella le gritaron
que los esperara. Pero nuestro gurí se les hizo perdiz por un atajo, y así llegó hasta
su casa. El Tata lo estaba esperando de a caballo en la tranquera, quizá inquieto por
la tardanza Recién se tranquilizó cuando leyó la carta que traía la respuesta a su
envío. Entonces sonrió al chico, y lo devolvió a sus juegos.
Me comentaba, ya de grande, este amigo entrerriano, que nunca supo qué
contenía aquel envío. Pero debió ser algo importante porque tanto el Tata como el
pariente habían tomado la cosa muy en serio.

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¿Saben una cosa? También yo me siento hoy un poco como el gurí que tuvo que
hacer de chasqui. Siento sobre mi piel un mensaje que Tata Dios me ha añudado. No
sé bien qué contiene. Pero sé que es para ustedes y que viene de parte de Tata Dios.
Calculo que ustedes ya estarán en antecedentes.
Aquí va. Léanlo y después le responden directamente a El. Pero quédense con el
bulto.

Mamerto Menapace

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El hilo primordial
Agosto estaba terminando tibio. Había llovido en la última semana y, con el llanto
de las nubes, el cielo se había despejado. Cuando se acerca setiembre, suele suceder
que el viento de tierra adentro sopla suavemente y a la vez que va entibiando su
aliento, logra devolver al cielo todo su azul y su luminosidad.
Y aquella tarde, pasaje entre agosto y setiembre, el cielo azul se vio poblado por
las finas telitas voladoras que los niños llaman Babas del Diablo. ¿De dónde venían?
¿Para adónde iban? Pienso que venían del territorio de los cuentos, y avanzaban hacia
la tierra de los hombres.
En una de esas telitas, finas y misteriosas como todo nacimiento, venía
navegando una arañita. Pequeña: puro futuro e instinto.
Volando tan alto, la arañita veía allá muy abajo los campos verdes recién
sembrados y dispuestos en praderas. Todo parecía casi ilusión o ensueño para
imaginar. Nada era preciso. Todo permitía adivinar más que conocer.— Pero poco a
poco la nave del animalito fue descendiendo hacia la tierra de los hombres. Se fueron
haciendo más claras las cosas y más chico el horizonte. Las casas eran ya casi casas,
y los árboles frutales podían distinguirse por lo floridos, de los otros que eran
frondosos.
Cuando la tela flotante llegó en su descenso a rozar la altura de los árboles
grandes, nuestro animalito se sobresaltó. Porque la enorme mole de los eucaliptos
comenzó a pesar misteriosa y amenazadoramente a su lado como grises témpanos de
un mar desconocido.
Y de repente: ¡Tras!
Un sacudón conmovió el vuelo y lo detuvo. ¿Qué había pasado? Simplemente que
la nave había encallado en la fama de un árbol y el oleaje del viento la hacía flamear
fija en el mismo sitio.
Pasado el primer susto, la arañita, no sé si por instinto o por una orden misteriosa
y ancestral, comenzó a correr por la tela hasta pararse finalmente en el tronco en el
que había encallado su nave. Y desde allí se largó en vertical buscando la tierra. Su
aterrizaje no fue una caída, fue un descenso. Porque un hilo fino, pero muy resistente,
la acompañó en el trayecto y la mantuvo unida a su punto de partida. Y por ese hilo
volvió luego a subir hasta su punto de desembarco.
Ya era de noche. Y como era pequeña y la tierra le daba miedo, se quedó a dormir
en la altura. Recién por la mañana volvió a repetir su descenso, que esta vez fue para
ponerse a construir una pequeña tela que le sirviera en su deseo de atrapar bichitos.
Porque la arañita sintió hambre. Hambre y sed.
Su primera emoción fue grande al sentir que un insecto más pequeño que ella
había quedado prendido en su tela—trampa. Lo envolvió y lo succionó. Luego, como

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ya era tarde, volvió a trepar por el hilito primordial, a fin de pasar la noche
reencontrándo—se consigo mismas allá en su punto de desembarco.
Y esto se repitió cada mañana y cada noche. Aunque cada día la tela era más
grande, más sólida y más capaz de atrapar bichos mayores. Y siempre que añadía un
nuevo círculo a su tela, se veía obligada a utilizar aquel fino hilo primordial a fin de
mantenerla tensa, agarrando de él los hilos cuyas otras puntas eran fijados en ramas,
troncos o yuyos que tironeaban para abajo. El hilo ese era el único que tironeaba para
arriba. Y por ello lograba mantener tensa toda la estructura de la tela.
Por supuesto, la arañita no filosofaba demasiado sobre estructuras, tironeos o
tensiones. Simplemente obraba con inteligencia y obedecía a la lógica de la vida de
su estirpe tejedora. Y cada noche trepaba por el hilo inicial a fin de reencontrarse con
su punto de partida.
Pero un día atrapó un bicho de marca mayor. Fue un banquetazo. Luego de
succionarlo (que es algo así como: vaciar para apropiarse)— se sintió contenta y
agotada. Esa noche se dijo que no subiría por el hilo. O no se lo dijo. Simplemente no
subió. Y a la mañana siguiente :vio con sorpresa que por no haber subido, tampoco se
veía obligada a descender. Y esto le hizo decidir no tomarse el trabajo del crepúsculo
y del amanecer, a fin de dedicar. sus fuerzas a la—caza y succión de presas que cada
día preveía mayores.
Y así, poco a poco fue olvidándose de su origen, y dejando de recorrer aquel
hilito fino y primordial que la unía a su infancia viajera y soñadora. Sólo se
preocupaba por los hilos útiles que había que reparar o tejer cada día, debido a que la
caza mayor tenía exigencias agotadoras.
Así amaneció el día fatal. Era una mañana de verano pleno. Se despertó con el sol
naciente. La luz rasante irisaba de perlas el rocío cristalizado en gotas en su tela. Y en
el centro de su tela radiante, la araña adulta se sintió el centro del mundo. Y comenzó
a filosofar. Satisfecha de sí misma, quiso darse a si misma la razón de todo lo que
existía a su alrededor. Ella no sabía que de tanto mirar lo cercano, se había vuelto
miope. De tanto preocuparse sólo por lo inmediato y urgente, terminó por olvidar que
más allá de ella y del radio de su tela, aún quedaba mucho mundo con existencia y
realidad. Podría al menos haberlo intuido del hecho de que todas sus presas venían
del más allá. Pero también había perdido la capacidad de intuición. Diría que a ella no
le interesaba el mundo del más allá; sólo le interesaba lo que del más allá llegaba
hasta ella. En el fondo sólo se interesaba por ella y nada más, salvo quizá por su tela
cazadora.
Y mirando su tela, comenzó a encontrarle la finalidad a cada hilo. Sabia de dónde
partían y hacia dónde se dirigían. Dónde se enganchaban y para qué servían.
Hasta que se topó con ese bendito hilo primordial. Intrigada trató de recordar
cuándo lo había tejido. Y ya no logró recordarlo. Porque a esa altura de la vida los

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recuerdos, para poder durarle, tenían que estar ligados a alguna presa conquistada. Su
memoria era eminentemente utilitarista. Y ese hilo no había apresado nada en todos
aquellos meses. Se preguntó entonces a dónde conduciría. Y tampoco logró darse una
respuesta apropiada. Esto le dio rabia. ¡Caramba! Ella era una araña práctica,
científica y técnica. Que no le vinieran ya con poemas infantiles de vuelos en
atardeceres tibios de primavera. O ese hilo seria para algo, o había que eliminarlo.
¡Faltaba más, que hubiera que ocuparse de cosas inútiles a una altura de la vida en
que eran tan exigentes las tareas de crecimiento y subsistencia!
Y le dio tanta rabia el no verle sentido al hilo primordial, que tomándolo entre las
pinzas de sus mandíbulas, lo seccionó de un solo golpe.
¡Nunca lo hubiera hecho! Al perder su punto de tensión hacia arriba, la tela se
cerró como una trampa fatal sobre la araña. Cada cosa recuperó su fuerza
disgregadora, y él golpe que azotó a la araña contra el duro suelo, fue terrible. Tan
tremendo que la pobre perdió el conocimiento y quedó desmayada sobre la tierra, que
esta vez la recibiera mortíferamente.
Cuando empezó a recuperar su conciencia, el sol ya se acercaba a su cenit. La tela
pringosa, al resecarse sobre su cuerpo magullado, lo iba estrangulando sin compasión
y las osamentas de sus presas le trituraban el pecho en un abrazo angustioso y
asesino.
Pronto entró en las tinieblas, sin comprender siquiera que se había suicidado al
cortar aquel hilo primordial por el que había tenido su primer contacto con la tierra
madre, que ahora sería su tumba.

Esta parábola no es mía. La contaba un gran obispo húngaro, Mons. Tihamér


Toth, que fue capellán en la Gran guerra.

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Los lapachos
Para los hombres del sur, el lapacho es imagen de la dureza y resistencia. Con su
madera se fabrica aquello que debe soportar la intemperie y los atropellos de la fuerza
animal. Las mejores tranqueras son de lapacho, lo mismo que los bretes y las mangas.
Pero el hombre del sur conoce de este árbol sólo su madera. Es decir, lo ha visto
despojado de toda su realidad natal, desnudo en su escueto servicio. Para el que no
conoce el lapacho más que en su misión, su principal cualidad es la resistencia y la
dureza de su madera que no se pudre.
Y sin embargo, no hay cosa más tierna que el lapacho, cuando se lo va a encontrar
entre los montes misioneros. Es un árbol esbelto, femenino en su talle. De hojas
suaves y luminosas, que el viento mueve casi sacándoles un gesto humano. Su copa
se abre allá arriba como un rostro, sobre un tronco sin desperdicio y sin espinas.
Y en setiembre, el lapacho es una niña quinceañera. Antes de recuperar sus hojas,
se viste todo de rosado en un reventón de flores que regala en abundancia,
embelleciendo la geografía que lo acoge. Es el centinela de los montes, que descubre
antes que los demás la llegada de la primavera. Lo que el jacarandá es en azul, el
lapacho lo es en sonrojo. El invierno lo despoja de sus hojas pero, antes de volver a
vestirlo, la primavera le regata toda la ternura que sólo la selva virginal puede
entregar a sus criaturas.
Es un árbol que crece lento. No tiene apuros. Sabe esperar en la fidelidad de sus
ciclos, viviéndolos uno a uno con intensidad, tanto en sus desnudeces invernales
como en sus derroches de vida. Su madera se va haciendo lentamente. Por eso logra
ser tan resistente. No necesita ser descortezado como el quebracho. Su resistencia le
llega hasta la piel. Cuando se entrega, se entrega entero.
Cuando los antiguos misioneros jesuitas construían sus iglesias monumentales,
iban a los montes y arrancaban los lapachos con sus raíces enteras, transportándolos
con—su terrón de tierra colorada adherido a ellas. Y así los volvían a plantar en el
suelo, constituyéndolos en columnas que sostendrían toda—la estructura del edificio.
Las paredes eran de esa misma tierra colorada, apisonada en un encofrado de madera
que luego se retiraba. Toda la resistencia del edificio, que aguantó siglos, se fiaba a
las columnas.
Por supuesto, para esta misión había que despojarlo de sus ramas. Pero eso le
sucede a todo árbol que tiene que cumplir una misión distinta de la de ser
simplemente planta. En San Ignacio Guazú y en muchos otros lugares de la tierra
guaraní, donde estuvieran antiguas y hermosas iglesias, hoy sólo quedan en pie partes
de esos troncos de taye.
trozos de columnas aún clavadas junto a montículos de tierra colorada que
constituían las paredes. Su madera no se pudre. Poco a poco va saltando en astillas

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que regresan a la tierra madre, uniéndose al humus fértil que alimenta la vida nueva
que nace a sus pies.
Vocación tierna de árbol, con misión resistente de columna, el lapacho es imagen
del alma de los curas. También ellos son hombres, sacados de entre los hombres, para
ser puestos al servicio de los hombres en todo lo que a Dios se refiere. Para ello el
cura-hombre tiene que desprenderse de su follaje, pero no dé sus raíces. Tiene que
traer consigo su imaguaré, como se nombra en guaraní al pasado en cuanto realidad
de antes que aún perdura viviente.

Alerta vigía de setiembre,


ternura de fiesta quinceañera,
se estrella el invierno entre tus flores
cubriendo de rosa las veredas.

Mil soles te dieron fortaleza,


mil noches te dieron su frescura;
es tuyo el misterio de las selvas,
del viento y del indio en su espesura.

Tenés corazón que no se pudre,


lapacho de flores sonrosadas,
pudor virginal que se arrebola
guardando tu savia acumulada.

Son parcas las ramas de tus gestos,


que sólo en la copa se te ensancha,
dejando que el tronco surja recto,
igual como surge la confianza.

Tayé, te llamaron los antiguos,


y el nombre, por gracia, ha perdurado,
volviendo a endulzarlo el camoatí
que busca la miel entre tus labios.

Imagen del alma de los curas


—rara conjunción de tierra y gracia—
columna sacada de los montes
y luego de pie crucificada.

Sacado con todas tus raíces


trajiste contigo tu pasado,

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bravo imaguaré de los antiguos,
Retá con color de sangre y barro.

Hoy quedas de pie sobre las ruinas,


cual mudo testigo del pasado,
e invitas a todos los que llegan a ver,
a pensar y dar la mano.

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La noche y los perros
La noche.
Ese reino en el que nos zambullíamos despacito, con el ansia con la que un chico
se adentra en un arroyo, buscando y temiendo un remanso. El silencio era tan
profundo que nos llegaban los ruidos más lejanos, a la vez que se podía sentir en los
oídos el eco del fluir de nuestra sangre en cada pulsación. Siempre el silencio y la
noche tienen ese embrujo capaz de acollarar en una misma sensación lo íntimo con lo
lejano.
Se entraba a la soledad de la noche en familia. A medida que la oscuridad crecía,
se estrechaba más y más el círculo de la familia. Las sillas se agrupaban en el patio o
en el comedor. Finalmente el rosario familiar anudaba a todos, llevándolo a cada uno
a su mundo interior. Era el momento en que estábamos más unidos, aun físicamente,
y sin embargo quizá también el momento en que cada uno liberaba su mundo
espiritual y lo dejaba navegar por las rutas de sus sueños y sus ansias.
Luego venía la cena. Los más chicos, dormidos durante el rosario, eran llevados
entre quejidos inconscientes a la cama. Quedaban los más grandes y algún chico de
grandes ojos pensativos, silencioso, como si ese mundo fuera para él un espectáculo
ajeno, como es ajeno el mar para quien lo mira desde la playa.
Concluido el rito familiar se despejaba la mesa de platos y enseres, que se
amontonaban en un fuentón de la cocina. Cada grupo agarraba una lámpara. Papá y
mamá una para—su dormitorio. Normalmente ya estaba allá, y allá se prendía con el
fuego de un pedazo de diario arrollado que se metía por debajo del tubo de vidrio un
poco levantado, buscando la mecha de querosene. Mis hermanas se llevaban la
lámpara del comedor. Y nosotros la tercera, la de la cocina, que había quedado allá
con su llamita a media altura durante la comida para permitir la búsqueda de lo que
hubiera podido ser necesario.
Antes de desanudar el núcleo familiar se cumplía con un rito. Palabras ya
consagradas, pero necesarias:
—¡Buenas noches, hasta mañana, Alabado sea Dios! ¿Sacaron los perros?
¡ Los perros ! En nuestro rancho las puertas estaban durante el día siempre
abiertas. Ni siquiera existían las llaves. De ahí que los perros no tuvieran
inconveniente para ganarse hasta la cocina, comedor, e incluso dormitorio. Eso sí,
siempre bajo el peligro de ser sacados a patadas en cualquier momento. Por ello los
más grandes ni siquiera entraban. Su reino estaba en el patio. Los cuzcos en cambio,
no. Se hacían un ovillo en un rincón, y a veces se madrugaban algún huesito o trozo
de pan que caía de la mesa.
Pero al llegar la noche se era inflexible.
Los perros no podían quedar adentro. Lámpara en mano se los buscaba. La luz

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descendía a ras de piso iluminando bajo las mesas y camas, aparadores y estanterías,
para descubrir si alguno se había ganado allí.
Las razones eran claras y varias. No está bien dormir con perros dentro de la casa.
También, de dormir allí, al levantarse alguno a oscuras podía pisarlos, con el
resultado de un alarido o quizá de un mordiscón. Por el mismo motivo de no tropezar
con ellas en la oscuridad, se acomodaban las sillas alrededor de la mesa o contra las
paredes.
Pero lo fundamental por lo que los perros eran sacados al patio, se debía a que allí
cumplían durante la noche con una función. Cerca de la puerta, detrás de la cocina,
junto al galpón o en el patio: allí estaban como centinelas, cada uno con su ladrido a
mano para avisar lo que pasara. Visita que llegaba, bicho que merodeara o animal que
se saliese del corral, hubiera motivado un brusco gruñido y luego una corrida. La
avalancha de los ladridos despertaría a los que dormíamos adentro, alertándonos a fin
de estar sobre aviso. Desde dentro ya sabíamos interpretar esos ladridos. Los había de
simple respuesta a otros ladridos lejanos, como gritos de centinelas en la noche; los
había que eran lloros a la luna, largos y tristes con su carga de leyendas y de miedo;
los había cortos y bruscos, sin motivo aparente, de pelea o de alarma. Había ladridos
que se apaciguaban inmediatamente y eran el anuncio de una llegada amiga, otros
intranquilos y agresivos ante un desconocido. Digo que los sabíamos interpretar.
Ustedes comprenderán que por todo esto, era lógico que al entrar la noche se sacara
los perros afuera, al patio.
Quizás en la vida pase lo mismo. Llega un momento en que empieza a
oscurecerse el día de nuestra infancia. Durante ese día luminoso se han ganado en
nuestra alma muchas fidelidades: de las chicas y de las grandes. La infancia es un
tiempo de puertas abiertas. Al terminarse con la adolescencia nuestra niñez, sentimos
que entramos en una situación nueva: la de nuestra juventud. Y entonces sentimos la
necesidad de sacar para afuera, al patio de nuestra conciencia, toda esa perrada
interior. Necesitamos conocerlas una a una, como nuestros perros, y obligarlas a que
cumplan su función. De quedar adentro podríamos llevárnoslas por delante sin
querer; y de esta manera herirlas hiriéndonos a nosotros mismos.
De ahí que llegados a la frontera de nuestra juventud sentimos que se deshace el
núcleo familiar, y tenemos que entrar a la honda soledad de nuestra propia existencia.
Por ello se hace necesario tomar la lámpara y, bajándola hasta el suelo de nuestros
propios recuerdos, buscamos todo lo que allí anida a fin de sacarlo para afuera.
Necesitamos conocer nuestras fidelidades dormidas, las fuerzas y vivencias
profundas, a fin de integrarlas en la totalidad de nuestra historia. No podemos dejar
que vivan dispersas, cada una por su cuenta durmiendo en los rincones,
alimentándose con pedazos de nuestra fantasía, o tratándolas a patadas como si fueran
enemigas.

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Los perros tienen una función en nuestra vida. Todo ahora se coloca bajo el signo
de la espera. Dentro de esa espera preparatoria para la vida debemos ubicar cada uno
de nuestros perros en su misión. El joven corre el peligro de tratar su mundo interior
con temor, considerando sus tensiones como enemigas, o agresivas frente a la espera.
Y eso es falso. Los perros no son enemigos de las visitas, y menos si esa visita
esperada es el Señor. Si ladran, es porque deben hacerlo. Lo importante es saber
interpretar su ladrido y darle a tiempo su sentido.
En el campo, una casa sin perros es una casa huérfana. Es una casa sin capacidad
de recibir.
Pero una casa con los perros adentro, es casi lo mismo. Peor, tal vez. Porque al
abrir la puerta al que llega, lo primero que le caerán encima serán los perros.
Un joven sin tensiones y sin ansiedades está indefenso frente a la vida. Pero si las
mantiene encerradas adentro sin conocerlas, entonces es un joven peligroso para sí
mismo y para los demás.
Conocer los propios perros por su nombre es una manera de empezar a conocerse
a sí mismo. Entonces el encierro de la noche ya no es aislamiento, sino intimidad.

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Consejos a un joven que busca
"Vos tenés que soportar los sufrimientos como un buen combatiente de Jesucristo.
Ningún combatiente en servicio activo se enreda en los asuntos de la vida civil,
porque tiene que estar completamente a las órdenes de su comandante.
De la misma manera, el deportista no puede ganar si no respeta las reglas del
juego.
El que trabaja la tierra tiene derecho a ser el primero que goza de la cosecha.
Pensá en todo esto que te digo, y que el Señor te ayude a comprender el resto"
(San Pablo a Timoteo, II; cap. 2, 3—7)

Eso es justamente lo difícil, mi amigo: comprender el resto. Por eso quisiera


contarte algunas cosas que la vida me fue obligando a reflexionar. Creéme, también
yo, como vos quiero ser fiel tratando de portarme como un combatiente
comprometido, respetando las reglas del juego y buscando el sentido de mi oficio de
labrador, queme dará derecho un día a gozar de la cosecha.
Hay algo por dentro que te empuja y te mantiene tenso. Algo que busca, como
arroyito, el mar, y se la pasa golpeando contra las barrancas que lo embretan.
Cuando pensás: es por aquí, te topás con un No. Tal vez ése sea el por qué del
canto de los arroyitos que los cerros obligan a buscar los valles. También vos tenés
que buscar porfiadamente un lenguaje para tu pueblo, que haga posible que tu
mensaje llegue hasta él. Querés llevar el agua limpia de las cumbres de tus ideales
hasta el mar. Querés conocer de antemano el curso que te lleva hasta allá. Y eso no se
puede dar.
Porque el curso sólo estará hecho al final y será el resultado de todas las
soluciones parciales y provisorias que habrás encontrado a los obstáculos que te
embretan.
A medida que vayas dejando las cumbres regaladoras de horizontes infinitos y te
vayas acercando al llano, te darás cuenta de que al mar no se puede llegar solo. Sería
muy épico eso de que el arroyito bajara saltando desde las cumbres y se precipitara en
cascada sobre el mar endulzando toda su agua. Epico, romántico e inútil. Porque es
imposible. El día que el arroyito se encuentre con el mar se dará cuenta de su infinita
pobreza al constatar que todo lo que tiene, desde el caudal de su agua hasta el
movimiento de su búsqueda, le fueron regalados previamente por el mismo mar.
Entonces quizá comprendas que tu ser de arroyo es simplemente un camino de
respuesta entre los ideales y la realidad, entre las cumbres y el mar; pero que tendrás
que realizarlo humildemente sobre la tierra. Que el caudal de tus aguas, que vos
creías novedoso para el mar, ya de alguna manera había recorrido el camino inverso
en forma de nube empujada por el viento. Ningún arroyo crea sus propias aguas, sino

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que las recibe de las lluvias, o del deshielo. Lo que aportarás a tu pueblo, en realidad
ya lo has recibido de él. El diálogo entre los ideales y la realidad, es mucho más
antiguo que tu historia personal.
Otra verdad que quizá el llano te enseñe —si es que estás dispuesto a escucharlo
—es lo que ya te dije: que al mar no se puede llegar solo. Hacia allá también avanzan
las aguas de mil vertientes y la greda de mil litorales Aunando direcciones y
aportando cada una su caudal, se forma el gran río de la historia. Los obstáculos que
cada arroyito encuentra en su curso hacen que al final los cursos se encuentren y
formen la gran corriente única.
A lo mejor tu arroyito sufrirá la sensación de haber perdido su identidad de
torrente cordillerano, trotador y bullanguero, pero participarás de la pausada
constancia de los grandes ríos litoraleños que abrevan pueblos y comunican ciudades.
Ya no sentirás esa espontánea libertad de esquivar las piedras y cantar al viento, pero
sabrás que es tuya la poderosa marcha lenta del gran río que reúne todas las aguas de
una cuenca, camino del mar.
Al ingresar a tu pueblo no lo cambiarás, ni tampoco habrá dejado de tener sentido
tu existencia propia. Seguirás viviendo en la gran unidad de aquello que te había
regalado tu propio caudal, y que gracias a tu aporte podrá seguir preñando nubes que
el viento arreará nuevamente hacia las cumbres para continuar pariendo desde allí
nuevos arroyitos. Puede ser que entonces tu viejo curso seco sirva en parte para que
los nuevos arroyitos encuentren también su camino hacia el mar.
Pero las gredas y las sales que en tu curso hayas sabido arrancar a la tierra, serán
guardadas por el mar. Serán tu aporte personal, único e irrepetible. Luego de tu
encuentro con el mar de tu pueblo, éste habrá quedado más o menos enriquecido,
según haya sido la profundidad de tu diálogo con la tierra en el tiempo de tu curso.
Cuando todo sea todo en todos, lo tuyo será para todos, y lo de todos será para
vos.
Mientras tanto tendrás que ser fiel a tu compromiso de combatiente, respetando
las leyes del juego, para poder gozar un día en plenitud de la cosecha.

PEQUEÑO POEMA

Río y Nube, son los dos


agüita del mismo estero;
uno busca por los bajos,
la otra vuela por los cielos.

El Río brama en el surco


y va embarrando su cuerpo,
la otra da el pecho al aire

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y su camino es el vuelo.

Cuando lleguen a la mar…


…las dos serán: Mar y Cielo.

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Buscando el mar
Cómo todos los ríos, también él se había puesto en movimiento buscando el mar.
No lo conocía. Simplemente lo intuía, como un destino. Como un llamado.
Cuando la primavera de la vida puso su nieve en movimiento, contra lo primero
que chocaron sus aguas alertadas fue precisamente con las rocas que hasta ese
momento le habían cobijado. Tal vez le resultó difícil encontrar su cauce y ubicar un
rumbo. Pero había una fuerza imperiosa que lo ponía en movimiento. Siempre hacia
abajo, siguiendo su instinto de agua en movimiento, sentía estar respondiendo al
misterio de su existencia, buscando un encuentro.
Los ríos son agua en movimiento que busca el encuentro con el mar. El mar
lejano y aún no conocido los atrae. Y respondiendo a esa profunda y misteriosa
atracción, arrastran su pecho por la tierra, embarran su caudal, atropellan los
obstáculos y abren surcos que serán su propio cauce.
Pero hay ríos que renuncian a llegar al mar. Hay algunos que lo hacen porque no
les alcanza el caudal y terminan por morir en los arenales. Otros, en cambio,
abandonan su tensión por el mar y se convierten en lagunas: las lagunas son ríos que
olvidaron su tensión por el mar. Cansadas de andar y vencer obstáculos, prefieren
construir su propio océano en el hueco de alguna hondonada, o en los esteros de la
tierra anegadiza. Y allí se quedan, engañándose a sí mismos, creyendo haber llegado
cuando eh realidad simplemente se han detenido. Señal de que no fueron muy lejos.
Pero hay otro tipo de ríos que tampoco llegan al mar. A éstos ni les ha faltado
caudal, ni han abandonado su tensión por el mar. Al contrario. Allí donde su cauce se
embrea y corre más apasionadamente puliendo las rocas, han aceptado un dique que
los sofrena. Sus aguas tumultuosas, al no poder seguir su curso normal, se
arremolinan acorraladas y comienzan a trepar lentamente las laderas acumulando
toda su energía. Se parecen a las lagunas. Pero hay algo importante que las
diferencia: anidan en la altura y aceptan una turbina que las desangra.
Insisto que no han abandonado su tensión por el mar. Al contrario. Al sentirse
contenidas por el dique que se interpone en su libre carrera instintiva, su ímpetu se
acumula y se potencializa cada vez más. Incluso su fuerza puede llegar a ser
peligrosa, si el dique cede. Entonces todo su caudal liberado de golpe se convierte en
avalancha de piedras, barro y agua, asesinando todo lo que encuentra a su paso. Ha
habido ciudades destruidas por las aguas desenfrenadas.
Pero si el dique resiste, porque se ha asentado sobre roca, entonces la fuerza
acumulada se canaliza a través de la turbina y se convierte en luz, en energía, en
calor. El caudal se desfleca por las acequias y va a regar los surcos, creciendo por los
viñedos hacia el vino, por los trigales hacia el pan, por olivares hacia el aceite que
alumbra, suaviza o unge. Gracias a su fuerza acumulada, entra en cada casa para el

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humilde servicio de abrevar, refrescar o lavar.
Nuestro río es de este tipo. Aceptando el dique que frena sus instintos de correr
libremente hacia el mar, se hizo lago. No tenia mucho caudal, pero lo alimentan las
nieves de la cordillera patagónica, y tiene cerros en su camino. Y en los Cerros
Colorados su curso fue interceptado. Encorvó su lomo gredoso al sentir frenado su
ímpetu, y actualmente sigue buscando ansiosamente el mar a través de la turbina que
canaliza toda su energía. Y buscando el mar, llega hasta mi mesa hecho luz. La luz
que alumbra mi celda de monje y me permite escribirles a ustedes su parábola de
tensión y servicio. Porque este río no está esclavizado. De ninguna manera. Ha sido
liberado para ser puesto al servicio.

El mar es amar.

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El verdeo
Nada debe perderse de lo que el Señor nos ha dado. Todo lo que en nosotros
existe, tiene un sentido. Es bueno, por ser Dios quien nos lo regaló. Y Dios nos pedirá
cuenta del uso que de ello hayamos hecho.
Toda semilla nació para ser enterrada y morir, o para ser triturada sirviendo de
alimento a la vida.
Pero en el mismo campo las semillas pueden tener historias distintas, aunque
tengan el mismo origen.
Están los verdeos. Son sembrados que han de servir para forraje verde. De allí su
nombre. En ellos todo es inmediato, claro, directo. Las hojas son verdes y anchas, los
tallos jugosos, las fibras a menudo cargadas de azúcar. Todo invita a ser masticado,
comido, devorado. En el verdeo todo busca crecer a fin de ser dedicado a una
finalidad inmediata: ser directamente puesto al servicio de la vida de otro, que al
comerlo lo incorporará a su existencia y subsistencia. El rebrote gasta hasta las
últimas energías de la planta en una serie de acciones inmediatas destinadas a
alimentar el hambre de otros.
Es hermoso ver los verdeos cubiertos de animales. En los verdeos están las
aguadas. Como venas que surcan su cuerpo, los senderos mezclan sus rumbos
llevando todos a las aguadas. Ellas son el lugar del encuentro cuando aprieta el calor,
o cuando cae la tarde.
El verdeo está bajo el signo de la urgencia. La del animal que necesita comerlo
mientras es tierno y antes que encañe. Pero también la urgencia de la tierra, porque se
la necesitará pronto para la siguiente siembra. Por ello hay que apurarle muchas veces
la comida.
Los verdeos son indispensables. Mantienen la vida, la aceleran, apuran su
término. Su sentido está en lo inmediato. Su término es simplemente su fin. Se agota
su sentido en el presente que lo realiza. Y su final será el haber sido útil a la vida.
Pero están también los campos de cosecha. Con ellos se es más exigente. Quizá la
semilla sea la misma que la del verdeo. A veces se necesita semilla de otra calidad.
No todo verdeo tiene tripas para llegar a ser cosecha. El que exagera en follaje no
aguanta una espiga demasiado pesada.
Aquí todo está en función, en camino hacia algo que sólo tendrá sentido al final.
Las hojas verdes no serán usadas. Terminarán en chala. Los troncos, tal vez jugosos,
se secarán en pie sin que nadie los aproveche ni sepa nada de su ternura o de su
dulzura. Regresarán a la tierra luego de la dura prueba de la trilla que corta y tritura, y
allí el barbecho los reintegrará al humus fértil de los nuevos ciclos. Su signo es la
espera. Los campos de cosecha no se cargan de animales. Las aguadas se cansan de
reflejar el cielo, y hasta quizá se cubran de moho en su superficie, como si tuvieran

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pudor de reflejarlo.
El sentido de estos sembrados es la semilla. Hacia allí marcha todo lo que la
planta elabora, vive o asimila. Cuando la semilla despierta en la espiga, el
crecimiento de la planta cesa; calla, se concentra y consumiendo sus reservas termina
por secarse inclinando la cabeza. Entonces comienzan a cantar las espigas en el trigal.
La cosecha es brutal: se corta, se tritura, se abandona. Pero también se recoge y se
guarda. Lo fundamental perdura. Aquello para lo que la planta se ha gastado, eso
queda y es garantía de vida y de permanencia.
La semilla está segura. Ella será pan. O nuevamente será trigal. Es eterna, porque
vive. Y vive multiplicada porque ha muerto a su individualidad. Por ella seguirán
existiendo los nuevos verdeos, las viejas aguadas y los animales que en ellas se
abrevan.

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El poncho de Ovidio
Aquí mismo, junto a esta mesa, un mes antes de morir, Ovidio me insistía para
que le escribiera un artículo para la revista de la Parroquia de su pueblo. Podía ser un
artículo sobre la Virgen.
El tema en sí no parecía lo importante. Lo importante parecía ser un mensaje que
Ovidio intuía como fundamental, y que quería a toda costa que yo le pusiera por
escrito.
¿Cómo me iba a imaginar que sería él mismo quien en ese momento me estaba
dando el tema profundo para lo que quería comunicarles a ustedes los muchachos?
Antes de venir me había mandado una carta. Una de esas típicas cartas de
muchacho medio alocado e idealista donde los deseos se expresan como
afirmaciones, y sus ideales te son aplicados sin apelación a tu persona. Hablaba de mí
sin habernos visto nunca. Y sin embargo fue cierto que desde nuestro primer
encuentro la relación humana fue clara y franca, como si hubiera sido algo de
siempre. Fue en julio del 80. Y hacía frío. Para atenderlo, al día siguiente de su
llegada al monasterio, tuve que sacrificar la siesta. Reconozco con lealtad que me
costó bastante hacerlo. Caminamos media hora a pleno sol.
Me comentó lo que traía por dentro. Llevaba encima un lindo poncho rojo. Y por
dentro llevaba un corazón ansioso y apasionado. Estaba más o menos en la curva
peligrosa, en esa edad en que todo el ser tira violentamente hacia la vida, mientras el
Señor invita obstinadamente hacia la renuncia.
Amaba. Sí, amaba y sufría por amar. Siempre el que se arriesga a amar, se
compromete a sufrir. Su vida había llegado a esa frontera en que se toca el todo o
nada. Elegir es renunciar. Un «sí» en la vida, trae acollarado una tropilla de «no».
Decir que no a algo, nos deja en libertad para decirle todavía que sí a todo lo demás.
Mientras que decir a algo que sí, nos compromete a decirle que no a todo el resto.
Contiene muchos más «no» un sí, que no un «no».
En fin, de todo esto hablamos en aquella siesta de invierno, bordeando un grupo
de frutales sin hojas pero con toda su savia debajo de la corteza. Caminábamos bajo
un sol tibio, arropados, él en su poncho rojo y yo en mi sotana negra.
Ovidio se sentía pobre. Pobre y generoso. El Señor Dios le había cantado el falta
envido, y él ni siquiera tenía dos cartas del mismo palo. Y sin embargo tanto el cura
amigo que me lo había mandado, como yo, veíamos que lo único razonable en el
juego con el Señor es decirle siempre: «Quiero».
Luchó el flaco. Lo he visto levantarse los tres días a las cuatro y media de la
mañana para compartir nuestra primera hora de oración diaria. Hacía frío, y el poncho
rojo le entibiaba la ristra de salmos del amanecer. Lo he visto en la capilla,
peleándolo al Señor en la oración. Lo dejé un poco solo. Es la vieja treta de los

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monjes: poner al joven en un frente a frente con Dios y después dejarlo solo. Uno lo
apadrina de lejos, con la oración y un ojo atento al oleaje de la tormenta interior.
Habré hablado con él apenas una media hora. Mejor sería decir que fue él quien habló
conmigo, porque casi no hice más que escucharlo.
La tarde en que regresaba me pidió de nuevo cinco minutos. En realidad fue otra
media hora, porque trajo un grabador y quiso llevarse como recuerdo lo charlado. Al
terminar, y antes de despedirse me pidió que lo esperara porque tenía que ir hasta su
celda a buscar algo. Volvió enseguida muy excitado, con el poncho rojo doblado bajo
su brazo. En la otra mano traía el pullover. Hacía frío. Entró directamente en tema:
dinero no tengo para dejarte (tampoco se lo hubiera aceptado); pero Dios me está
pidiendo que algo deje. Por eso te entrego mi pullover para que se lo des a algún
pobre.
Me extrañó el gesto, aunque en los jóvenes es frecuente ver esas corazonadas
lindas. Pero la cosa siguió. Le tembló la voz, como si tuviera que hacerse violencia y
fuera el resultado de una lucha interior:
—Mirá: falta lo principal. Te dejo mi poncho.
Ah, no. Eso no. No me parecía razonable. Sabía que ese poncho lo había
acompañado en muchos campamentos, y que aún lo seguía necesitando mucho ¡Por
experiencia sé qué poco vale un seminarista sin equipo de mate y sin poncho! Le dije
que no me parecía razonable. Pero en su mirada ansiosa había algo que me
impresionó. Había algo así como una decisión dolorosamente asumida e irrevocable.
El gesto de dejar su poncho era simplemente la manifestación de una decisión más
profunda y total que había tomado en su vida. Era la manifestación de una renuncia
que tenía poco de razonable y mucho de auténtico. En estos últimos años he visto
brillar esa mirada en los ojos de muchos jóvenes. Es una mirada que casi implora,
desde su inquebrantable impotencia, que se tenga fe en su misterio.
Y le acepté el poncho rojo. Pero lo vi tan desguarnecido que le regalé como
recuerdo una mantita nueva que recién me habían dado. Nos dimos un abrazo, me
pidió la bendición y partió.
Esa misma tarde entregué el poncho a un par de monjitas contemplativas
brasileñas para que lo llevaran como mantel del altar de su monasterio construido en
medio de un barrio pobre de la ciudad de Curitiba.
Sabía que todo esto tenía carozo por dentro. Pero nunca hubiera creído que antes
de un mes se me revelaría el misterio oculto en estos gestos. El 6 de agosto, a la
misma hora en que yo era bendecido como Abad de mi monasterio, Ovidio partía
hacia el cielo allá en mi provincia natal, de donde él también era. Dejaba aquí abajo
su cascarón de barro para la ternura de los suyos; rastrojo fecundo de un fruto
maduro. Sus compañeros de seminario le consiguieron prestada un alba para
amortajarlo.

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¡Cómo es cierto que sólo llegan a ser plenamente nuestras las cosas que
entregamos! Cuando nos morimos, dejamos aquí todo lo que tenemos, y nos llevamos
lo que dimos.
Algún día espero también yo llegar al cielo. Me va a ser fácil encontrarlo a
Ovidio para darle nuevamente un abrazo. Se lo distinguirá por su magnífico poncho
rojo que cubre el altar donde cada día se celebra la eucaristía en una comunidad
contemplativa aquerenciada entre los pobres de Curitiba.
Muchachos argentinos: ha muerto un seminarista. Ha quedado libre un puesto de
combate en el frente de nuestro pueblo en su lucha por el Reino. El que tenga un
corazón apasionado por la vida… y un poncho rojo: ¡que se le anime!

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Un atardecer para Mariela
Toda chica que tiene un corazón sano y lleno de ideales, desea un atardecer para
'ella. El atardecer de un sábado, a eso de la oración. Esa hora en que los trabajos se
apagan en la tierra y las estrellas se encienden en el cielo.
Es la hora del gran encuentro. Vestida de blanco ingresa al templo del brazo del
padre, acompañada por su madre. Los amigos dejan las preocupaciones personales de
cada día para poder compartir el gran momento: aquél en que la joven dirá su sí al
Amor.
El misterio de Mariela encerraba también su atardecer. Muchas veces escuché sus
confidencias. Era una chica con una enorme capacidad de amar, y tenía un corazón
sano y limpio. Por eso sus ideales eran grandes y se 'sentía tironeada por dentro ante
la inminencia de una elección. Creía en la Vida. Por eso se preparaba para la vida.
Aprovechaba todas las circunstancias a fin de que su decisión fuera lúcida y corajuda.
Creía en los demás, y se unía a los otros jóvenes para reflexionar juntos. Creía en
Dios y rezaba con humildad pidiendo luz y coraje. Se sentía débil y recurría al
consejo de los mayores. En este proceso de crecimiento había logrado un lindo
reencuentro con sus padres.
La última vez que charlé con ella fue en una reunión con sus compañeros de
quinto año, que me habían invitado para conversar sobre la vida y el amor. Porque a
esa edad se sienten muchas ganas de amar y de expresar lo que se siente. Al terminar,
cuando me despedía de cada uno, nos cruzamos sólo un par de palabras, ya que había
mucho de sobreentendido detrás. Luego de darle un beso, la miré a los ojos y le
pregunté:
—¿Cómo anda tu esfuerzo?—(Me refería a su proyecto prioritario para este año,
que era conseguir la mejor relación posible con sus viejos.)
Su respuesta también fue breve:—¡Regio. Lindísima. Estoy chocha!
Muchas veces me había comentado que uno de sus anhelos era llevar sus papis a
Dios. Lo pedía con insistencia en su oración, y lo buscaba cada día con cariño y
constancia. Se expresaba muy bien por escrito. Y como tantas chicas de su edad, tenía
su diario. A veces sus confesiones eran en su mayor parte lectura de sus escritos. Lo
buscaba a Dios y deseaba encontrarse con él.
Nunca pensé que su atardecer estaría tan cercano y tan lleno de estrellas, y que el
templo para su encuentro sería tan grande. Regresaba de una jornada de reflexión con
otros jóvenes en Junín. Y quiso llegarse hasta el Monasterio, al que tantas veces había
venido con sus esperanzas y sus dudas. Diría casi que estaba haciendo tiempo a fin de
no llegar anticipadamente a su boda.
Y fue allí, a media distancia entre su ciudad Los Toldos y el Monasterio, sobre la
ancha tierra que amaba y bajo el gran cielo que le atraía. Allí se le manifestó el rostro

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de Dios. De ese Dios que le abrió de par en par la puerta de los cielos para que
entrara en compañía de sus papis.
Desde allí habrá contemplado emocionada cómo todo su pueblo acompañaba en
silencio y con cariño su cuerpo vestido sencillamente de blanco, al lugar donde
esperará la Resurrección.
Su recuerdo nos pertenece. Lo mismo que su intercesión.

Clarín, Buenos Aires, lunes 2I de junio de 1982


En un accidente automovilístico registrado en la ruta provincial 65, a escasos 10
kilómetros de la localidad bonaerense de General Viamonte, tres personas —un
matrimonio y su hija—resultaron muertas.
El hecho ocurrió al chocar un automóvil Ford Falcon, conducido por Saúl Oscar
Mabeda, de 39 años, con quien viajaba su esposa, María Juana Cabrera y sus hijos,
Pablo, de 7, y Mariela, de 16, con una camioneta.
A raíz del violento impacto fallecieron en el acto el matrimonio Maceda y su hija
Mariela, mientras que el otro hijo y el conductor del otro rodado resultaron con
heridas de cierta consideración.

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Escapándole a Dios
En el campo hay bichos que son fáciles de arrear. Por ejemplo las ovejas. Lo
importante es juntar la majada tratando de que W más mansas logren puntear en la
dirección correcta. Si esto se consigue, es seguro que todo el resto las seguirá,
apretándose incluso al llegar a la puerta en su afán de entrar primero.
Pero hay otros animales que no son fáciles de anear. Entre ellos está el cerdo. Me
perdonarán aquellos que desearían que el cerdo no entrara a formar parte del elenco
de las parábolas. Pero recuerden que se nos han metido hasta en el evangelio, y en
cantidad. Y los entendidos dicen que este animalito tiene hábitos que lo hacen
bastante parecido al ser humano. Por ejemplo en sus hábitos alimenticios, ya que
devoran de todo, igual que nosotros. También se nos parecen en la terquedad, que
suele ser bastante ingenua en ellos. Si uno quiere llevar a un chancho para adelante, y
el chancho se ha emperrado en no ir, van a ser inútiles todos los esfuerzos por
tironearlo del hocico o por empujarlo desde atrás. En esos casos hay que recurrir a
una treta. Esta puede ser doble: colocarlo en la dirección correcta y luego tirarle de la
cola para atrás. Entonces el animal para llevarnos la contra tirará para adelante y así
llegará al lugar donde queremos llevarlo. La cola le servirá de timón, pero teniendo
cuidado de tirarlo siempre en la dirección contraria a la que nosotros queremos
conducirlo. La otra manera es dejarlo en libertad, y asustarlo para que dispare. Para
ello habrá que asustarlo desde el lado opuesto a fin de que dispare hacia donde
nosotros queremos que vaya. De esta manera, creyendo huir de nosotros, marchará
justamente hasta el lugar donde ya no podrá más que entregarse por encontrarse
embretado.
Conocer a los animales es una manera de conocernos a nosotros mismos. Para eso
sirven las parábolas, ya sea que traten de bichos o de personas. En realidad, en los dos
casos simplemente se refieren a nosotros Les quiero contar un cuento paisano que,
aunque nacido en otros pagos, se nos ha acriollado aquí. Por eso su vestimenta es la
nuestra.
Se llamaba Ciriaco. Hombre de campo avezado a todo, no era persona de
entregarse así nomás a los reveses de la vida. Siempre había peleado las dificultades,
y pensaba seguir haciéndolo mientras la suerte y la vida lo ayudasen.
Una vuelta se dio una misión en su pago Y allá fue Ciriaco, como buen cristiano,
aunque por precavido escuchó de a caballo el sermón que el misionero predicaba a la
paisanada reunida junto a un gran algarrobo que sombreaba el rancho que funcionaba
como capilla.
El cura también era buen conocedor del alma de su gente Si en algo era experto,
lo era en humanidad Sabía bien que aquí no se trataba de hacer mucha teología.
Simplemente había que conseguir que cada uno arreglase sus cuentas con Tata Dios,

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porque en cualquier momento el lazo de la vida se podía cortar, y convenía estar
preparado. Y en esta argumentación, el cura agarró vuelo y comenzó a cortar por lo
duro asegurando que la muerte era una cosa segura. Tan segura era la muerte que Tata
Dios ya sabía ; perfectamente dónde ésta se encontraría con cada uno, en qué
momento esto se daría y de la manera que la muerte nos llegaría, Y presintiendo que
Ciriaco era de los más duros para entregarse, dirigió el guascazo de su palabra hacia
él afirmando:
—Por ejemplo, Usted, Don. Por más que tenga buen caballo y ni siquiera se haya
bajado para escuchar el sermón, no se imagine que le podrá disparar a Dios, como se
le dispara a la polecía o a una tormenta que se nos viene encima. Por más que dispare,
es seguro que a la hora y momento que Tata Dios ya tiene fijado, usted no faltará a la
cita en el lugar preciso que la muerte ya conoce y donde le está esperando.
A Ciriaco, la advertencia lo golpió en la matadura. Receloso por instinto, y
precavido por costumbre, no se hizo repetir el sermón. Eso podría ser cierto para los
demás. Para Ciriaco, estaba todavía por verse.
Y sin esperar más, le cerró espuelas a su moro pampa, que salió como avestruz
por esos campos de Dios. Magnífico el flete. Capaz de correr boleado, y de saltar los
alambrados sin necesidad de que el jinete se bajara. Al ratito nomás, Ciriaco y su
montado eran un punto en el horizonte, gambeteando por entre los talas y chañares.
La bandera de su poncho flameaba al aire como emblema de libertad salvaje, dejando
flecos perdidos a las ramas de los espinillos que pretendían retenerlo.
Mientras, el paisano se iba diciendo por dentro:
—¡A mí me van a agarrar! Sentada me va a tener que esperar la Muerte, si es que
piensa alcanzarme cuando ella quiera. Ciriaco morirá cuando quiera, donde quiera, y
de la manera que él quiera. Que para eso es muy hombre, y encima bien montao.
En estos decires iba, mientras tragaba leguas de pampa y monte, ganando terreno
por los atajos que sólo él conocía, atravesando arroyos donde nadie lo hubiera hecho.
Terneridá de hombre, volaba en su pingo cuerpiando los ñandubay y saltando las
pencas sin siquiera rozarlas. En una hora hizo el camino que otro habría tenido que
hacer en tres. Y cuando más distancia devoraba, más se enceguecía en su convicción
de que esta vez la muerte se quedaría con las ganas porque, lo que es, él no pensaba
darle el gusto.
Una hora más anduvo de esta manera Ya su caballo era un manchón de espuma
blanca del anca a las verijas. Ciriaco sentía trasmitiéndose a su cuerpo el temblor del
cansancio que iba ganando el de su montado. Pero empecinado en su afán de huirle a
la muerte, no le daba tregua a las espuelas y al talero con el que castigaba, ya casi
inconscientemente, a su generoso animal.
Y así entró en el último trecho de monte antes de salir a campo abierto. Y fue allí.
Un tronco atravesaba el camino. Ciriaco incitó a su caballo a saltarlo limpiamente,

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como lo hiciera con todos los demás. Pero los vasos de su flete tropezaron
brutalmente contra el obstáculo. Ciriaco sintió que el animal se le iba de entre las
piernas. Las espuelas se le enredaron en el cojinillo y la parte delantera del poncho en
la cabecera de los bastos. Salió despedido de cabeza y fue a dar con todo el peso de
su cuerpo contra un guayacán, desnucándose.
En ese momento vio apoyada contra el tronco del mismo árbol a la Muerte, que le
decía con asombro:
—¡Formalidá, Ciriaco ! ¡Esta vez no creí que llegarías a tiempo!

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La ranita del terraplén
Vivía nuestra ranita en una ciudad grande. Pero de la ciudad sólo conocía el
arrabal donde había nacido; era justamente la parte baja que las lluvias anegaban
periódicamente. Por allí las máquinas de la municipalidad casi no venían. Las cunetas
estaban siempre llenas de agua; las baldosas de las veredas, al estar sueltas, solían
jugar malas pasadas a los que caminaban por ellas; y los zócalos de las casas se
descascaraban un poco por todos lados a causa de la humedad.
No es que no amara a su barrio. Pero aquellos detalles amargaban a la ranita, que
prestaba demasiada atención al ambiente que la rodeaba. Tenia algo de soñadora. Y lo
sórdido de las cunetas, zócalos y veredas, terminó por resultarle insoportable. Su
descontento tenía algo de contagioso, y creaba clima a su alrededor. Porque hay que
reconocer que su alma de poeta tenía la rara cualidad de comunicarse y trasmitir sus
sentimientos.
Muchas veces había escuchado comentar la hermosura de las grandes ciudades,
con calles prolijas, plazas cuidadas y avenidas arboladas. Estas descripciones no
hacían más que aumentar su disgusto por todo lo desagradable que veía
continuamente a su alrededor. Y como le suele pasar a los soñadores, comenzó a
polarizar sus sentimientos. Todo lo desagradable, molesto y prosaico decidió que se
había dado cita en su ciudad natal. Mientras que todo lo lindo, lo armonioso y
elegante, debía encontrarse en la ciudad ideal que comenzó a imaginarse como
existente en algún lugar.
Por el bajo de su barrio cruzaba justamente el ferrocarril. Allí las vías circulaban
sobre un alto terraplén que, a varios metros de altura, amurallaba el horizonte
impidiendo ver todo lo que quedaba del otro lado. Y nuestra ranita decidió, vaya a
saber uno por qué, que justamente detrás del terraplén debía estar la ciudad magnífica
de la que tanto le habían hablado. Y fue tal su convicción que decidió trepar el
terraplén a fin de gozar de la visión de aquella ciudad tan distinta de la suya.
El trabajo fue muy arduo. Porque nuestro animalito no tenía experiencia de salto
en alto. Sólo conocía el salto en largo. Pero estaba de Dios que lo lograría, porque
Dios ayuda al que se esfuerza. Y la ranita alentaba su esfuerzo con el enorme deseo
que tenía de ver la ciudad de sus sueños. Y finalmente llegó a la cumbre del terraplén.
Pero no vio nada. El riel de hierro de una cuarta de altura le cortaba todo el
campo visual de izquierda a derecha en kilómetros de distancia. Por más que ensayó
nuevos saltos, nada logró ver. Pero no se dio por vencida. Se dio cuenta de que su
posición horizontal dejaba sus ojos por debajo del nivel de las vías. Otra cosa sería si
optara por la postura vertical. Y con un enorme esfuerzo, finalmente se paró sobre sus
patitas y con las manos apoyadas sobre el hierro extendió su visita en lontanza.
Lo que vio la dejó admirada. Realmente no lo hubiera esperado. Una hermosísima

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ciudad se presentó ante sus ojos. Más allá de los barrios bajos se abrían hermosas
avenidas, casas de varios pisos, calles rectas y limpias. Las plazas eran una belleza, y
el río brillaba más allá enmarcando la ciudad. Embelesada, la ranita se dijo a sí
misma:
—Verdaderamente, ésta sí que es una ciudad magnífica. La mía no tiene
comparación con ésta que estoy viendo. Desde hoy me voy a vivir a la ciudad de
calles rectas y de plazas arboladas.
Pero en realidad la ranita al ponerse en vertical, no había visto lo que estaba
delante suyo, sino lo que había dejado a sus espaldas. Porque las ranas no tienen sus
ojos delante de su cara, sino encima de su cabecita. Y al ponerse en vertical, lo que
había descubierto era su propia ciudad, la que había dejado tras suyo al subir al
terraplén. Sólo que esta vez había tenido la oportunidad de verla desde la altura y en
plenitud. Pero era su misma ciudad natal, de la que ahora lograba ver detalles que no
conocía. O mejor dicho: antes había conocido de ella sólo ciertos detalles. Justamente
los más cercanos y quizá los más prosaicos.
Entusiasmada con lo que había descubierto decidió bajar hacia la ciudad nueva. Y
en realidad lo que hizo, fue simplemente descender hacia su propia ciudad de
siempre. Pero ahora llevaba en los ojos y en el corazón una visión distinta, una visión
de plenitud y de armonía totalizadora. Al llegar a las primeras cunetas de la ciudad se
reencontró con los mismos detalles prosaicos de siempre: las baldosas sueltas y los
zócalos descascarados. Sólo que ahora los veía con ojos distintos, mientras se decía:
—¡Bah ! Estos son sólo pequeños detalles molestos de una magnífica ciudad.
Y desde entonces la ranita comenzó a ser feliz. Y como ella lo trasmitían los
demás comenzaron a ser felices a su lado. Lo que es la manera más auténtica de ser
felices.

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Pataleando
Pasado algún tiempo, nuestra Ranita salió con una amiga a recorrer la ciudad,
aprovechando los charcos que dejara una gran lluvia. Ustedes saben que las ranitas
sienten una especial alegría luego de los grandes chaparrones, y que esta alegría las
induce a salir de sus refugios para recorrer mundo.
Su paseo las llevó más allá de las quintas. Al pasar frente a una chacra de las
afueras, se encontraron con un gran edificio que tenia las puertas abiertas. Y llenas de
curiosidad se animaron mutuamente a entrar. Era una quesería. En el centro de la gran
sala había una enorme tina de leche. Desde el suelo hasta su borde, un tablón permitió
a ambas ranitas, trepar hasta la gran olla, en su afán de ver cómo era la leche.
Pero calculando mal el último Saltillo, se fueron las dos de cabeza dentro de la
tina, zambulléndose en la leche. Lamentablemente pasó lo que suele pasar siempre:
caer fue una cosa fácil; salir, era el problema. Porque desde la superficie de la leche
hasta el borde del recipiente, había como dos cuartas de diferencia, y aquí era
imposible ponerse en vertical. El líquido no ofrecía apoyo, ni para erguirse ni para
saltar. Comenzó el pataleo. Pero luego de un rato la amiga se dio por vencida.
Constató que todos sus esfuerzos eran inútiles, y se tiró al fondo. Lo último que se le
escuchó fue: «Glu-glu-glú», que es lo que suelen decir todos los que se dan por
vencidos.
Nuestra Ranita en cambio no se rindió. Se dijo que mientras viviera seguiría
pataleando. Y pataleó, pataleó y pataleó. Tanta energía y constancia puso en su
esfuerzo, que finalmente logró solidificar la nata que había en la leche, y parándose
sobre el pan de manteca, hizo pie y saltó para afuera.

Nota: Este cuento me lo contó un vasco. Un vasco lechero. ¡Cuándo no!

Para trabajar:
1—¿A cuál de las dos ranitas nos parecemos?
2—¿Qué problemas tenemos? ¿Qué hacemos frente a estos problemas?
3—¿Qué hacemos cuando nuestros hermanos tienen problemas?

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El mangrullero
Entre los bichos y entre las personas, hay quienes tienen la misión de ver antes y
de ser responsables de la vida de los demás, que se confían en ellos. Es una doble
misión: la de ser contemplativos y la de estar comprometidos plenamente.
Igual que el chajá, responsable de dar el alerta a—todo el bicherío lagunero frente
al peligro o a la intrusión de un extraño. Y para ello no dispone más que del grito. Las
púas de los alerones, apenas si son el símbolo de su capacidad de estar alerta para la
defensa. Pero en realidad su única arma es el grito. Y aun éste, para ser eficaz, debe
contar con la capacidad de escucha en los demás y ser interpretado debidamente.
Porque cada bicho sigue siendo responsable de su propia actitud frente al peligro
y a la vida. Lo mismo que cada habitante de la ciudad sitiada tendrá que asumir la
responsabilidad de su respuesta frente al grito de alerta del centinela.
Con todo, será al centinela a quien se le pedirá cuenta sobre la vida y la muerte de
los demás. Evidentemente no se lo enjuiciará por lo que los otros hicieron o dejaron
de hacer. Se le pedirá cuenta del uso de su grito de alerta o de su silencio. ¿Estaba
despierto, o dormía? ¿Alertó a la vida frente al peligro, o más bien apañó su
inconsciencia? Si el centinela prefirió contemporizar, se lo condenará como asesino
de aquellos a los que no despertó de su letargo frente al peligro.
Porque en este oficio a veces uno está tentado de creer que la mejor manera de
amar es callarse, condescender, no sacudir, esperar. Puede ser incluso que haya
ocasiones en que esto se pueda hacer; pero hacerlo frente al peligro da el mismo
resultado que odiar: conduce a la muerte. Y el Señor Dios pedirá cuentas al centinela
de la muerte de aquellos que hubiera debido alertar a fin de que se salvaran.
Porque Dios ama la Vida. Por ello es exigente con aquellos a los que se la confía.
La vida está permanentemente en estado de sitio. .Por eso nunca faltará la misión del
centinela.
Segregado del resto, que por confiar en él puede entregarse despreocupadamente
a lo suyo, el centinela se siente profundamente en comunión con todo su pueblo. Lo
mismo que el vigía de la bandada, que parado sobre su atalaya, no comparte con sus
compañeros la tarea común justamente por estar encargado de la responsabilidad de
velar por su comunidad.
Desde su soledad aceptada como encargo, está totalmente integrado a la vida de
los demás. Ocupa un puesto de avanzada, y sin embargo no tendrá que
comprometerse en las acciones inmediatas de la lucha, que podrían distraerlo de su
misión fundamental de estar en alerta.
Desde la frontera de su pueblo, está solo frente a Dios, en el corazón de la historia
que vive su pueblo.

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Bandera
En la vida necesitamos símbolos. Necesitamos una imagen concreta que logre
nuclear el montón de vivencias, anhelos y tensiones que tironean en el alma.
Dos brazos sosteniendo una pica bajo un sol que nace llegan a formar una sola
imagen que se estampa y se lleva sobre cada cosa que alude a la Patria. Para eso se
creó el escudo. Necesidad de unidad y búsqueda apasionada de libertad bajo la
esperanza de un amanecer. Necesidad de sentirse alguien, y de decirse algo breve y
claro, que sea programa y comprometa en la marcha.
Los pueblos para caminar necesitan una bandera. Los hombres para vivir
necesitan una verdad. Pero diría que fundamentalmente necesitan una verdad para
morir. Porque los pueblos en marcha no necesitan tanto la bandera como compañera
de ruta, cuanto como símbolo que debe ser plantado en la meta que es la finalidad de
la marcha. Se lleva una bandera para plantarla en la cumbre, no para guarecerse en la
marcha.
El labrador no lleva la semilla para consolarse en su peregrinación de siembra,
sino para dejarla en el surco, que es la meta de su caminar.
Así también los hombres, peregrinos hacia la muerte y el más allá, necesitan de
esta verdad que los identifique como personas, para dejarla plantada allí en su meta.
Pero para poder tenerla en el momento de la llegada, es necesario llevarla a través de
la marcha. Hay que comprometerse con ella en el caminar, hay que convertirla en
propia. Hay que despojarla de todo lo accesorio, simplificándola hasta reducirla a esa
verdad simple y pura que casi se identifica con la persona, con su mensaje, con su
misterio que es semilla.
Normalmente los pueblos descubren su bandera en la marcha. Y casi siempre
surge espontánea, exigida por el apremio de las circunstancias, impuesta en su forma
y en su color por humildes detalles de la vida del pueblo y de la geografía de su
marcha. No existen banderas en busca de pueblos. Lo que existen son pueblos en
marcha, que generan banderas. Si el pueblo es verdadero, su bandera también lo será.
Porque su intuición terminará por rechazar las banderas impuestas, las que no
pertenecen a su verdad. Lo que existen son hombres verdaderos que en su marcha dan
expresión a la semilla de verdad que Dios mismo ha sembrado con su evangelio en la
propia cultura.
La bandera no explica una patria: la construye. No me da un exacto conocimiento
del pueblo que la enarbola: me compromete con él. La verdad de un hombre que vive
y por la que ese hombre muere, se convierte en consigna para aquellos que siguen su
huella.
Llegará un día en que la historia de la bandera se identificará con la de su pueblo
y con su misión, simplemente porque tras ella se escondía el alma de ese pueblo.

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Porque las banderas que se plantan en la meta no son banderas nuevas, recién
desembaladas. Son banderas descoloridas, desflecadas por los mismos vientos que
curtieron a su pueblo; heridas y simplificadas por los mismos riesgos que él vivió. En
la muerte que amojonó la marcha de ese pueblo, la bandera dejó un jirón y se
enriqueció con una herida que la empobreció, pero que a la vez la hizo más propia de
ese pueblo. Más suya, y por tanto más exigente de fidelidad, más comprometedora en
su capacidad de conducir a la meta.
Sólo la verdad libera y compromete en plenitud.

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La debilidad y la fuerza
Una cosa es ser débiles, y otra no tener fuerzas. La vida nos va poniendo frente a
situaciones que no esperábamos El cansancio nos va entrando hasta muy hondo, a
veces. Puede ser por culpa de las cosas inesperadas que continuamente nos
sorprenden; o puede ser por lo cotidiano y constante que sabemos nos va a venir.
Y entonces nos sentimos débiles. Y precisamente entonces los demás empiezan a
acudir a nosotros. Y no es porque los demás no se den cuenta de que también
nosotros somos débiles. Al contrario. Pareciera justamente que porque nos sienten
débiles, por eso vienen a nosotros. Y son los débiles los que vienen. Aquellos a los
que les duele lo mismo que nos duele a nosotros. Vienen para pedirnos fuerzas,
ánimo para seguir, sentido para entender su fracaso o su sufrimiento. Algo, en fin,
que a ellos les parece que en nosotros nos ayuda a superar tan fácilmente, lo que a
ellos los atora y desanima.
Nos damos cuenta de que la respuesta que buscan es la misma que estamos
buscando. Lo que a ellos les duele, también nos duele; y en nosotros mismos.
Y allí nos sentimos profundamente necesitados de fuerza. Diría que hasta
biológicamente nos sentimos débiles. Y a nuestra vez se nos presenta la necesidad de
acudir a quien nos puede dar la fuerza necesaria, para nosotros y para los demás.
Si solo creemos en los hombres, acudiremos a otro hombre y prolongaremos hasta
el infinito ese pasaje de verdades prestadas, del que pide al que tiene que pedir.
Podemos así construir una comunidad humana, de hombres débiles pero solidarios
que nos prestamos mutuamente una fuerza de las que todos individualmente
carecemos.
Y de repente, todo se puede derrumbar. Tendremos la triste experiencia de
habernos estado trasmitiendo un cheque sin fondo. Las fuerzas que nos íbamos
trasmitiendo carecían de respaldo. La cadena de eslabones unidos no estaba agarrada
a nada. Todo el proceso que nosotros creíamos constructor de la comunidad era un
tremendo embuste, porque estaba basado en una verdad sin fundamento. En una
ideología, tal vez. Nos estaba prestando un gesto muy coherente; pero vacío de
contenido.
No podemos hacer —ni dejar que los otros hagan— un acto de fe ciega e infantil
en un último e hipotético eslabón humano que creemos agarrado a lo firme. Porque
ese eslabón también participa de nuestra misma debilidad y puede ser que no resista
el peso en cadena de los demás.
Te invito a que juntos pensemos dos cosas:
Primero, que no tiene sentido luchar por la construcción de una comunidad si no
tenemos fe en la fuerza de Dios, y en la seguridad de que Él tiene ganas de darnos esa
fuerza necesaria que viene de Él.

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Segundo: que a la vez que brindamos esa fuerza que no es nuestra porque la
recibimos a través del hermano, no dejemos de buscarla directamente por nuestra
cuenta en Dios. Si hacemos este doble esfuerzo recibiendo y a la vez buscando,
estaremos unidos a los hermanos y a la vez agarrados a Dios que es el origen
verdadero de toda fuerza. Cada uno brindará a la comunidad la verdad de la fuerza
que le viene de Dios, y la que recibe del hermano. Cada uno se convertirá en minero
de la fuerza de Dios, y no en un mero transmisor. Habrá así un aporte valioso,
personal. Habrá algo de Dios a través suyo. Creo que cada uno tendría que extraer de
Dios el doble de la fuerza que consume, a fin de que el sobrante pase a ser un bien de
la comunidad.
De esta manera, siendo débiles, llegaremos a tener fuerza para nosotros mismos y
para la comunidad de los hombres en la que cada uno tendrá su riqueza personal para
comunicar. Como sucede con las brasas de una hoguera, donde cada una aporta su
calor personal y propio, a la vez que es sostenida e incentivada por el calor del fuego
de las demás.

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La sombra propia
El que no da la cara a la luz, se obliga a caminar detrás de su propia sombra.
¡Qué difícil es ser realista en la propia vida! Resulta más fácil entregarnos a
nuestra propia sombra, a nuestros sueños, a la marca que dejamos en el suelo.
Porque la realidad tiene siempre mucho de imprevisible. Nos supera y nos
envuelve. En ella nos encontramos colocados y no la podemos manejar, como lo
hacemos con la carretilla de nuestros sueños. La sombra no tiene peso, y por eso al
proyectarla contra un obstáculo fácilmente lo supera. Se retuerce, se amolda, trepa y
se alarga. Ha logrado muy fácilmente superar el obstáculo con el que nos topamos en
el camino. La sombra ha pasado. Pero nosotros no. Porque el obstáculo es real. Y nos
encontramos detenidos por lo que se atraviesa ante nuestros pies.
Es probable que en ese momento giremos la carretilla de nuestra sombra y
creamos seguir tras ella simplemente porque la seguimos empujando delante nuestro.
Y así vamos sembrando nuestra vida con trozos de camino que terminan siempre en
fracasos, aunque no tengamos el coraje de reconocerlo, autoengañándonos con la
convicción de ser leales a una idea.
Pero el que se anima a dar la cara a la luz, obliga a su sombra a marchar detrás
suyo, haciendo su mismo camino. Porque el que camina con la luz de la realidad en
sus ojos, también tiene su sombra. Pero no la sigue. Es ella la que lo sigue a él. Y su
sombra no supera obstáculos que previamente no hayan sido traspasados por los
pasos reales del que camina.
Hombre y sombra realizan así un mismo camino. Ideales y realidad forman una
misma historia. Probablemente los ideales tocarán menos realidades, pero éstas serán
aquellas que han obligado al hombre a crecer y avanzar.
Este hombre ha aceptado las exigencias de la luz en su camino. Exigencias duras.
—Pero que han unificado su huella, y que en definitiva le habrán permitido llegar,
cuando tenga que entregar su sombra definitiva a la noche.
Sólo el hombre con una sombra madura; puede esperar sin miedo la luz de un
nuevo amanecer. Será un hombre que ha hecho su camino.

"Cuando no se quiere ver,


no hay más que cerrar los ojos.
Pero no es bueno, a mi antojo
ser ciego, y por voluntá.
Castiga mas la verdá
en rancho que usa cerrojos.

(J. Larralde)

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La sembradora
A veces en la vida nos hemos encontrado con hombres que han tenido la
capacidad de trasmitirnos la semilla de la Palabra de Dios, y hasta supieron encontrar
la forma de que esa Palabra fuera llegadora y exigente. Entusiasmados por su
mensaje y confiados en su liderazgo, nos embarcamos en un compromiso que nos
llevó lejos.
Pero un buen día, el horizonte se nos nubló. La persona en la que habíamos
puesto nuestra confianza, flaqueó y pareció borrar con el codo todo lo que había
escrito con la mano. Y entonces puede ser que nos haya puesto en crisis nuestra fe y
nuestro compromiso con la Palabra de Dios.
En varios recodos de mi vida he tenido esta experiencia. Y a veces—si me
permitís que te sea sincero tuve miedo de ser yo esa persona para la vida de los
demás. Porque: ¿quién puede estar seguro de que será siempre fiel a la Palabra de
Dios que trasmite?
No sé como explicártelo, por eso te cuento un caso. Este no es un cuento. Es una
parábola real.
Teníamos en el campo una vieja sembradora. Un largo cajón de chapa, pintado de
colorado, descansaba sobre el eje que a intermitencia se conectaba con engranajes y
otros artilugios sabiamente combinados. Por los orificios que daban a los engranajes,
la semilla caía dentro de unos tubos de hojalata articulados en forma de resortes.
De allí saltaba al pequeño surco que justo delante del tubo iban abriendo dos
discos de hierro, para ser enseguida tapadas por la tierra que sobre ella tiraban dos
patitas que venían más atrás.
En fin: una maravilla de aparato. Al menos así nos parecía a nosotros los niños,
para quienes todo lo que fuera mecánica y engranajes nos fascinaba. Sobre todo nos
admiraba ver a los mayores que, en los días anteriores a la siembra, armaban y
desarmaban bujes, engrasaban ejes y estiraban correas con una sabiduría que nosotros
contemplábamos absortos. La sincronización de tantos elementos, que nosotros no
lográbamos entender, nos parecía casi cosa de magia. Realmente la sembradora era
una gran máquina. Podía sembrar el algodón en surcos equidistantes, y en cada surco
las plantas guardaban la distancia justa unas de otras. Cuando los mayores insistían
en que la máquina ya era vieja y no rendía el trabajo, nosotros los pequeños no
entendíamos el por qué.
Pero un año el algodón anduvo muy bien. En casa se hablaba de renovar las
herramientas. Y un día vino un señor a hablar de negocios. A la semana, en el patio
apareció una sembradora nueva, distinta de la que conocíamos, recién pintada. La
admiramos pero no la entendimos. Y con la llegada de la nueva, la vieja máquina de
cajón y engranajes fue desarmada. Los fierros fueron a parar detrás del galpón, donde

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se amontonaron con otros similares y diferentes que procedían de los instrumentos
más variados. las ruedas y el eje se vendieron a un vecino. Y el largo cajón se llevó al
gallinero; donde terminó siendo el cobijo para las ponedoras. Fue lo único
identificable de la vieja máquina que seguimos viendo aún por varios años.
La experiencia del derrumbe de nuestra vieja amiga de infancia podría haberme
hecho perder el cariño y la fe por los algodonales si no fuera porque los seguía viendo
surgir año a año de nuevo en los campos. Porque la verdad del algodón no dependía
de la sembradora. Esta había sido simplemente un vehículo para poner en relación las
dos cosas verdaderamente importantes: la tierra y la semilla. La verdad del algodonal
descansaba en la fertilidad de la tierra y en la fecundidad de la semilla.
La verdad de un compromiso no depende de la coherencia de vida del que te lo
trasmitió.
Depende de la fertilidad de la Palabra de Dios y de la fecundidad de tu corazón.

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Melones sin semilla
A Nemesio le gustaban los melones. Vi cuando, de visita en un rancho era
convidado con un buen melón, no omitía el ritual de pedir semillas de esa variedad a
fin de sembrarlas en su chacrita.
De esta manera había conseguido no sólo almacenar cuanta especie de melón
hubiera aparecido por la zona, sino también conseguir algunas variedades nuevas,
gracias a los cruces hechos por él mismo con distintas especies.
Pero como para el que busca nunca faltan motivos de asombro, llegó un día que
se topó con algo realmente increíble. Le regalaron un sabroso ejemplar de melón sin
semilla. Al principio quedó perplejo. No podía negar que aquello fuera un melón. Y
desde el momento que existía, tendría que haber nacido. De ahí a proponerse producir
la variedad no hubo más que la distancia de la decisión.
Y Nemesio aquel año se propuso destinar toda la superficie de su chacrita a
producir esa nueva variedad tan original de cucurbitácea. Aró todo su terreno, y
prolijamente desarraigo de él los rizomas de las gramillas. Con el rastrillo emparejó y
desterronó lo arado, y finalmente midió las distancias a fin de ubicar los surcos. De
punta a punta trazó las líneas rectas como renglones de un cuaderno.
Cuando tuvo todo preparado, comenzó la verdadera tarea. Colocándose en la
cabecera del primer surco, abrió con la punta del pie un pequeño hoyo en la tierra, y
metiendo la mano en el bolsón que formaba con el poncho, hizo ademán de sacar
algo que simuló colocar delicadamente en el hoyito. Luego se incorporó un poco, y
con el borde de la alpargata volvió a colocar la tierra en su lugar, apisonándola
suavemente con la planta del pie.
Dos pasos más adelante realizó la misma operación con idéntica meticulosidad, y
repitiendo los gestos habituales en la siembra de melones. Sólo que en esta
especialísima circunstancia había un detalle omitido: la semilla. Y así recorrió toda la
extensión del surco, y de la misma manera la de todos los demás. Una jornada entera
le llevó el trabajo. Trabajo prolijamente realizado. Precisión y destreza se
derrochaban por igual.
Lo único que faltó fue la semilla. Y bastó ese solo detallito para que aquel año
Nemesio se quedara sin melones. Porque para conseguir lo que pretendía, Nemesio
había ingenuamente creído que se le exigía realizar todo el esfuerzo de la siembra,
suprimiendo simplemente aquel elemento.
Cuando recuerdo a Nemesio, siempre me vienen a la memoria aquellos que
pretenden conseguir frutos del apostolado realizando un enorme esfuerzo, pero se
olvidan de la oración.

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Evangelización masiva
Salió una tarde a sembrar:
¡le quemaba la semilla!
La tiró por la gramilla,
el camino, el pedregal,
por los surcos del tierral
en donde es fértil la arcilla.

Una misma fue la siembra,


y un mismo campo también,
y sin embargo; después
fue distinto el resultado,
porque en el mismo sembrado
diferencias suele haber.

Hay franjas que son camino


endurecido al pisar,
allí no puede brotar
la semilla que ha caído;
es gesto para el olvido
que el tiempo se llevará.

Está la tosca del bajo


que apenas tiene tierrita;
la semilla, enseguidita
apunta su ingenuidad,
pero al faltarle humedad,
viene el sol, y se marchita.

Está la parte invadida


por el cardo y la maleza;
allí toda la riqueza
es gesto inútil, nomás:
terminarán por ahogar
la vida, cuando aparezca.

Y hay tierra fértil, también,


con sus lomas y sus bajos,
tierras que desde abajo

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llegan a producir.
Es allí que hay que insistir
sin mezquinarle al trabajo.

En el campo de la vida
hay de todo, sí señor:
alegría, sueño, dolor,
fertilidad y pobreza;
y allí gasta su riqueza
de semilla, el sembrador.

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Duraznero en flor
A una chica de catorce años, enferma de gravedad, pero con una hermosa misión
en su vida: haber hecho sonreír y amar la vida.

Pequeño durazno
de tronco podado,
sos todo esperanza
llamada a crecer.
Sos sólo coraje
saliendo del frío,
y te sobran bríos
para florecer.

La fruta es tu meta,
tu tiempo el otoño,
venís del carozo
como de un ayer;
hoy sólo sos tronco,
recuerdo y espera,
y en la primavera
vos buscás crecer.

En la herida misma
que podó tu altura,
las flores te brotan
en acto de fe.
Son sólo unas pocas,
de color rosado,
color del nublado
de tu amanecer.

Catorce esperanzas
que tal vez maduren
tan sólo en mi verso,
no es mucho, quizá.
Pero una sonrisa
despierta en el alma
lo que nadie nunca
me podría dar.

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El Dios que es «¡Alerta!»
le habló a Jeremías
por entre el ramaje
de un almendro en flor.
Y a mí que en la pampa,
le sigo sus rastros,
desde este Durazno,
me ha mirado hoy.

Tal vez yo le huya


por sus exigencias,
y Él viene a embretarme
contra mi misión.
Su mensaje es claro
—si quiero escucharlo—
"Florecé en la tierra
que Dios te eligió".

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La renuncia y la madurez
En enero es frecuente encontrar árboles que se doblan bajo el peso de la madurez
de sus frutas,. Y uno se pregunta qué toscas lamerán sus raíces, para parir semejante
verano. Sobre todo cuando a su lado se ven crecer los cardos que se alimentan de la
superficie y se atrincheran de espinas para defender lo que nadie les codicia. De una
misma fertilidad, dos historias diferentes. Diferente profundidad.
Frente a mi ventana se alinean unos curiosos árboles frutales. No maduran su
fruta para enero. Las guardan para cuando comienzan los fríos. Son los caquis. En el
amanecer les escucho el ruido que hacen sus frutas pequeñas al desprenderse aún
verdes del árbol. Son frutas que ellos mismos dejan caer, mucho antes de haber sido
plenamente.
Quizá estos árboles se liberan simplemente de algunas de sus posibilidades
porque su instinto de frutal les dice que no podrán llevar toda su carga hasta la
madurez. Han florecido ancho. Pero ahora, al ir respondiendo a las exigencias del
crecimiento, reconocen que sus raíces no darán para tanta fruta. Y por eso, por
fidelidad a la madurez de lo que entregarán, renuncian al número de lo que poseen.
El árbol de caquis tiene algo de original. No necesita la poda del jardinero. Lento
en su crecimiento, se va agrandando con armonía. Como no exagera, no lo frenan.
Y sin embargo, en el silencio del amanecer, siento rodar entre el follaje los
pequeños frutos que golpean sordamente contra el suelo. Es como si por propia
decisión renunciara a ellos a fin de llevar a la madurez los que retiene. Son tantos los
que caen, que aquel que sólo los observa de pasada, creería que se trata de un fracaso
total. Cuando se está frente a un árbol de esta especie, no debemos preocuparnos por
el número de las posibilidades a las que renuncia, sino por la fidelidad a lo que
consagra su savia.
Envueltos en la neblina del amanecer, los caquis lloran lágrimas verdes de frutas
pequeñas, renuncia que les exige la fidelidad de lo que está destinado a madurar.
El árbol acepta el equilibrio que le imponen las raíces. Porque en definitiva sólo
ellas conocen las auténticas posibilidades de cada árbol. Sólo ellas están en contacto
con lo fértil que las alimenta. Están hundidas profundamente en la tierra.
Y a la vez el mismo árbol conoce las posibilidades de sus raíces, cosa que ignoran
los demás, por ocultárselas la tierra. Por eso cuando siento a un árbol renunciar al
número de sus frutas, pienso que en la noche ha dialogado con sus raíces. Lo que
explica La renuncia del amanecer.
Cuando los fríos comiencen, el dulzor de sus frutas será tanto, que ya nadie
pensará en el pasado. La renuncia quedará en el secreto misterio de la generosidad del
árbol.

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Frente a tus temores
Seguirá cayendo el agua
mansamente desde el cielo,
sobre el lomo de la tierra
y los juncos del estero.

Seguirán nomás los pastos


en su lento brotar quieto,
obedeciendo a los ciclos
de veranos y de inviernos.

Madurarán los frutales,


y nacerán los terneros,
los trigales serán pan
y los rastrojos, barbechos.

La vida se siente fuerte


porque anida en lo pequeño,
y desde allí se construye
con soles, lluvias y vientos.

¡Qué poco decide el hombre


por más que se muestre inquieto
las cosas son para el hombre,
si el hombre guarda su puesto.

Si abriéramos la ventana
cuando vemos todo negro,
sabríamos que en el mundo
hay algo más que lo nuestro.

Sabríamos de las plantas


y de todo el sufrimiento
que les cuesta a las raíces
conseguir el alimento.

Veríamos pajaritos,
remando con el esfuerzo
que les mantiene en el aire

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la dirección de su vuelo.

Sabríamos de la luz
que el sol derrama en el suelo
y alcanza para alumbrar
hasta la cruz de los muertos.

Lo mío es sólo una parte,


un pedazo de lo nuestro,
que no le quita el valor
que siempre tendrá lo entero.

Si una nube tapa al sol


no estoy a oscuras por eso,
ya que siempre habrá otra nube
que me dará su reflejo.

Si abriéramos la ventana
cuando vemos todo negro,
sabríamos que en el mundo
es ancho y grande el misterio.

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Sentido del humor
«Tengan sal en ustedes
y paz entre ustedes».
(Marcos 9, 50)

El canto del río brota desde su cauce. Desde allí se desparrama. El fuego brota del
corazón de la leña, y desde allí se comunica y se comparte. Si no hay fuego en los
troncos, no hay llamarada entre ellos.
Es del corazón de donde brotan las realidades que se comparten entre los
corazones. La paz y la alegría estarán entre nosotros si es que previamente están en
nuestro corazón.
Para poder estar en paz entre nosotros, es necesario relativizar muchas cosas. Pero
para poder relativizar, es necesario tener un corazón unificado, enraizado hondamente
en una realidad fiel. Y ser flexible a todo lo demás. Igual que los árboles.
Ellos se confían a la tierra por sus raíces, y entregan su ramaje al empuje de los
vientos. Así sus ramas ríen, cantan, gimen y se hamacan, y con ello dan vida al
bosque entero.
Los árboles tienen sentido del humor. Porque tienen fe en sus raíces que se
alimentan del humus que la vida ha ido creando con todos los vegetales que los
precedieron. Así logran crear la unidad del bosque, y pueden tener paz entre ellos.
La paz sólo es posible en una comunidad que tiene sentido del humor. El humor
es la sal del corazón: es lo que da sabor a cada acontecimiento. Es intuitivo y logra
siempre desdramatizar lo que es relativo. Nada de lo auténticamente humano es
dramático. Porque el dramatismo es la careta que se pone un acontecimiento cuando
uno es incapaz de vivirlo desde la seguridad de sus raíces.
El Señor les decía a sus discípulos:
—También ustedes están tristes ahora, pero volveré a verlos y su corazón se
alegrará. Y a ustedes nadie podrá quitarles su alegría.
Nosotros hemos puesto nuestra seguridad en el Señor. Como el mar ha puesto la
garantía de su incorruptibilidad en la sal. Por eso el mar canta en paz, aun en medio
de las tormentas.

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El caparazón
Hay dos maneras de defender la vida: desde afuera o desde adentro. Los seres que
deciden quedarse quietos porque la comida llega hasta ellos, prefieren defenderse
desde afuera y así se arman de un caparazón.
A veces las circunstancias obligan a estos bichos a ponerse en movimiento, y
entonces su traslado se convierte en un penoso arrastrón llevando a cuestas la cruz del
caparazón que los defiende.
Es la historia de los caracoles y de tantos otros bichos sin esqueleto, que han
dedicado toda su capacidad de sólido poniéndose a elaborar una costra para
defenderse.
En cambio los animales a quienes ha seducido el movimiento, prefieren correr el
riesgo de vivir sin defensas y dedicaron toda su capacidad de sólido a la construcción
de un esqueleto. Algo que les diera firmeza por dentro y a la vez les permitiera
exponer su piel al roce, al dolor y a la intemperie.
Es curioso, pero los bichos con caparazón parecieran ser más resistentes. Por
todas partes uno se encuentra con antiguos caparazones que tienen a veces millones
de años. Y están intactos. Lo único que les falta es la vida. La vida ha desaparecido,
quizá asesinada por la opresión del caparazón calcáreo. Pero el envase se conserva
perfectamente.
No podemos negar que como realidad defensiva, el caparazón ha logrado superar
e! tiempo y resistir a todos los ataques exteriores.
Lo único que no logró fue defender la vida.

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La ostra perlífera
Era una ostra marina. No un caracol. Marina era un bicho de profundidad y, como
todas las de su raza, había buscado la roca del fondo para agarrarse firmemente a ella.
Una vez que lo consiguió, creyó haber dado con el destino claro que le permitiría
vivir sin contratiempos su ser de ostra.
Pero el Señor había puesto su mirada en Marina. Y todo lo que en su vida
sucedería, tendría como gran responsable al mismo Señor Dios. Porque el Señor Dios
en su misterioso plan para ella, había decidido que Marina fuera valiosa. Ella
simplemente había deseado ser feliz.
Y un día el Señor Dios colocó en Marina su granito de arena. Literalmente: un
granito de arena. Fue durante una tormenta de profundidad. De ésas que casi no
provocan oleaje de superficie, pero que remueven el fondo de los océanos.
Cuando el granito de arena entró en su existencia, Marina se cerró violentamente.
Así lo hacía siempre que algo entraba en su vida. Porque es la manera de alimentarse
que tienen las ostras. Todo lo que entra en su u vida es atrapado, desintegrado y
asimilado. Si esto no es posible, se expulsa hacia el exterior el objeto extraño.
Pero con el granito de arena, la Ostra Marina no pudo hacer lo de siempre. Bien
pronto constató que aquello era sumamente doloroso. La hería por dentro. Lejos de
desintegrarse, más bien la lastimaba a ella. Quiso entonces expulsar ese cuerpo
extraño. Pero no pudo.
Ahí comenzó el drama de Marina. Lo que Dios le había mandado pertenecía a
aquellas realidades que no se dejan integrar, y que tampoco se pueden suprimir. El
granito de arena era indigerible e inexpulsable. Y cuando trató de olvidarlo, tampoco
lo pudo. Porque las realidades dolorosas que Dios envía son imposibles de olvidar o
de ignorar. Están siempre presentes.
Frente a esta situación, se hubiera pensado que a Marina no le quedaba más que
un camino: luchar contra su dolor, rodeándolo con el pus de su amargura, generando
un tumor que terminaría por explotarle envenenado su vida y la de todos los que la
rodeaban.
Pero en su vida había una hermosa cualidad. Era capaz de producir sustancias
sólidas.
Normalmente las ostras dedican esta cualidad a su tarea de fabricarse un
caparazón defensivo, rugoso por fuera y terso por dentro. Pero también pueden
dedicarlo a la construcción de una perla. Y eso fue lo que realizó Marina. Poco a
poco, y con lo mejor de si misma, fue rodeando el granito de arena del dolor que Dios
le había mandado, y a su alrededor comenzó a nuclear una hermosa perla.
Me han comentado que normalmente las ostras no tienen perlas. Que éstas son
producidas sólo por aquéllas que se deciden a rodear, con lo mejor de si mismas, el

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dolor de un cuerpo extraño que las ha herido.
Muchos años después de la muerte de ; Marina, unos buzos bajaron hasta el fondo
del mar. Cuando la sacaron a la superficie, se encontró en ella la hermosa perla de su
v ida. Al verla brillar con todos los colores del cielo y el mar, nadie se preguntó si
Marina había sido feliz. Simplemente supieron que había sido valiosa.

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El diablo
No. No te asustes. Pero tengo que hablarte del diablo. Ya sé que no te gusta. A mí
tampoco. Pero lo mismo existe.
El diablo no da la cara, a menos que la lucha se dé en su territorio. Generalmente
comienza por las cosas. Nos quita las cosas a fin de que, privados de ellas,
maldigamos a Dios. Sólo se lo vence si se ama a Dios por Dios mismo. Si sólo lo
amamos por sus beneficios, al quitarnos el diablo esos beneficios, nos separa de Dios.
Si no consigue su proyecto mediante la primera tentación, entonces busca que
Dios {e permita meterse en nuestro interior para deslumbrarnos allí con alguna idea
buena o apasionante pero que, en concreto, nos aleja de lo que estamos haciendo y
del proyecto de Dios. Para ello puede usar nuestra misma imaginación, o el consejo
de comedidos que siempre abundan para esta función.
Pero cuando se siente echado del interior del hombre, entonces se enfurece y ya
busca atacar directamente. Tratará por todos los medios que Dios le permita
estropearnos lo que hacemos, arruinar lo que amamos y atacar a aquellas personas
que nos han sido confiadas.
Entonces no nos queda otra arma que velar en la oración para no dejamos
sorprender. Para liberar a los nuestros de sus engaños tendremos en primer lugar que
rogar al Señor que nos permita ver claro. Tendremos que suplicar a la vez al Señor
que les permita también a ellos tomar conciencia de quién es el que los está
engañando.
Luego habrá que obrar con firmeza. Para atacar al microbio a veces se hace
necesario colocarle una inyección al enfermo. En la historia del Abad San Benito se
cuenta de varias palizas propinadas por el Santo a algunos de sus monjes a fin de que
el diablo se fuera de ellos. Y en esos casos el monje quedó aliviado, y el diablo se fue
con la cola entre las patas, tanto por el castigo cuanto por la vergüenza de haber sido
atrapado en sus fechorías.

San Pedro aconsejaba a los primeros cristianos en una carta, escribiéndoles:


—Sean prudentes y estén vigilantes; porque su enemigo el Diablo anda como
león rugiente, buscando a quien devorar. Resístanle firmes en la fe, sabiendo que sus
hermanos en todas partes del mundo están sufriendo las mismas cosas».
Y de esto Pedro sabía. Jesús le había dicho una vez:
—¡Pedro, Pedro ! Mirá que Satanás los ha pedido a ustedes para zarandearlos,
como si fueran trigo; pero también yo pedí por vos para que no te falle la fe. Y vos,
cuando estés de vuelta, ayuda a tus hermanos a permanecer firmes”.
En aquel entonces Pedro no lo quiso . creer. Pero cuando le tocó el turno de la
tentación, aflojó como un blandito. Pero aprendió la lección. Arrepentido, nos habla

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con humildad del asunto para ponernos sobre aviso.
Y yo hago lo mismo.

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Tiempo de cuaresma
El Espíritu lo empujó al desierto, y en el desierto quedó cuarenta días. Allí lo fue
a tentar Satanás. Vivía entre los animales del campo, y los ángeles lo servían. Así
comienza San Marcos la vida pública de Jesús. Y así también comienza la vida
pública de todos sus discípulos. Vos entre ellos.
Volverás a las raíces para encontrar tu misión. Aceptarás el capullo antes de
emprender el vuelo, de la misma manera que tienen que hacerlo las mariposas.
Cuando Dios quiere imponer un recodo, el Espíritu empuja hacia la cuaresma.
Pero el Maligno también aparece. Mas que un proyecto, lo que él propone es una
alternativa de desvío al proyecto de Dios tratando de mantener por el momento las
mismas metas ideales. Como el proyecto de Dios impone el silencio, lo
incomprensible del sufrimiento y del fracaso, él presentará otro camino que según
dice lleva a la misma meta pero esquivando esas realidades.
No será un tiempo de acción. Sino un duro combate previo a la acción. Un
prepararte para estar en disponibilidad para el proyecto de Dios. Tendrás hambre. Y el
diablo lo aprovechará para sugerirte que conviertas las piedras en pan. Mientras que
Dios por el momento sólo te pide que estés disponible para entregarle los cinco
pancitos que defienden tu hambre, a fin de que El pueda con ellos alimentar
multitudes.
Todo esto tendrás que vivirlo en una geografía muy primitiva e ingenua. Estarás
obligado a vivir entre los animales, allí donde el instinto y el Espíritu conviven sin
territorios propios, compartiendo una misma geografía vulnerable y sin defensas. Sin
que los veas, sin embargo, los ángeles estarán a tu servicio, aunque vos vivas entre
animales.
Se te ocurrirán gestos espectaculares en los que de un solo golpe pasarías a ser el
centro de las expectativas y de la atención general. Sintiéndote amado por Dios y
llevado por los ángeles en sus palmas, te imaginarás grandezas que superan tu
capacidad. ¡Cuidado!: en realidad se trata simplemente de tentar a Dios forzando sus
proyectos. Eso no es disponibilidad sino presunción.
En ese momento no uses de la Escritura como de un lugar de donde sacar
argumentos que te defiendan. Aceptá que la Palabra de Dios te frene, te critique, te
baje del pináculo a donde habías subido, haciéndote recorrer el camino realista y
simple de las escaleras interiores, que no son vistas por las multitudes que se agolpan
en la plaza de tu pueblo.
Sentirás también la tentación de la violencia. Tu mirada se ensanchará
diabólicamente hasta abarcar la realidad imaginada de todos los reinos de la tierra, y
en tu interior sentirás una voz que te asegura que ellos pertenecen a aquellos que han
optado por la fuerza del poder de las sombras. Estarás tentado de arrodillarte ante ese

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poder aceptándolo como camino para llegar a imponer tu verdad a todos los pueblos.
Entonces, muchacho, tomá conciencia de que estás frente a un espejismo
diabólico. Las sombras te han invadido la mirada, y todo lo que estás viendo es pura
ilusión. Sólo al Señor tu Dios adorarás, y sólo a El tendrás que servirlo. Sólo la
verdad te hará libre. La humilde verdad de cada día, ésa que es abarcada con la
mirada limpia que te regalará el tiempo de tu desierto.
Leé, querido hermano, a San Marcos: del versículo 12 hasta el 20, del capítulo
primero. Y no te asustes. Esto es sólo el comienzo.

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Las levaduras
«Abran los ojos y cuídense
de la levadura de los fariseos
y de la de Herodes».
(Marcos 8, 15)

Jesús no habla contra el poder de los romanos. Aunque quizá los romanos no
fueran mejores que los demás. Pero pareciera que dentro de la manera que Jesús tiene
de ver las cosas, los romanos son en la historia de su pueblo sólo un clima, una
situación; algo que, cuando acabe, no dejará semillas detrás suyo.
Lo que a Jesús le preocupa son ciertas levaduras que hay en su pueblo. Fuerzas
que viven y van fermentando en el alma, y que terminan por aparecer cuando ya se
van las fuerzas contrarias que las retienen. Por ello pareciera que Jesús no se hace
problema por lo romanos, que son algo circunstancial. Se preocupa por lo que va a
perdurar: por las semillas.
Y entre éstas, hay dos que considera particularmente nefastas, y contra las cuales
previene a sus discípulos para que nunca las acepten como parte de su Reino. La de
los fariseos y la de Herodes.
La levadura de los fariseos es un fermento de tipo religioso. Su fuerza está en la
práctica, en el cumplimiento, en la autoperfección que encuentra su realización en la
fidelidad a una regla minuciosa y estricta. La Ley que nos hace invulnerables y nos
defiende de lo sorpresivo de Dios y de su actuar en la historia. Para que la voluntad
incomprensible de Dios sea aceptada por esta levadura, tendrá que venir acompañada
por un signo que el hombre pedirá dentro del marco de los propios esquemas. No hay
aquí apertura ni disponibilidad atenta para captar los signos imprevistos que Dios
pueda mandar cuando quiere y a través de lo que El quiere.

La levadura de Herodes es de otro tipo. San Lucas la llama: la de los saduceos.


No es de tipo religioso, aunque en general esté en personas religiosas, y use de lo
religioso como soporte. De lo religioso acepta sólo el esqueleto tradicional,
rechazando todo aporte popular o novedoso. Su expresión es el rito centralista y
centralizador. Pero su real apoyo está en el poder político y económico. Allí anida su
esperanza. Su fuerza está en la astucia humana, la política fría y oportunista, el
equilibrio inestable de las fuerzas aprovechado en el momento preciso, y con las
concesiones necesarias en el plano que fuere. Se da un juego entre lo oficial y lo bajo
cuerda. Se disocia la proclama pública de la información secreta. Reina la ley de las
apariencias, pero lo que realmente interesa es el trabajo subterráneo. Es la confianza
en el poder.

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A estos dos tipos de levaduras Jesús les tiene aversión. Las considera peligrosas
dentro de la Iglesia que está formando con sus discípulos. Porque la Iglesia es una
auténtica creación de Jesús, y no una consecuencia que hayan realizado
posteriormente los discípulos. Para Jesús no son los romanos el peligro mayor pan la
historia de su pueblo. Estos tienen su ciclo y, acabado éste, pasarán. Lo que no pasa
son los fermentos. Estos perdurarán como las semillas. Son más resistentes que el
clima, y aparecen con todos los climas.
Pero el Señor también opta por la semilla, y por la fuerza tenaz del fermento: es la
Palabra de Dios y su actuar libre y sorpresivo en la historia, y el Señor la confía a su
Iglesia. Esta realidad no es el producto del simple actuar y evolucionar de las cosas.
Es una realidad que viene de afuera, que irrumpe, es de arriba. Es algo invasor, pero
que al fermentar la masa, la ennoblece haciéndola crecer hasta la altura de pan;
convierte la masa en pueblo. Porque para los discípulos del Señor, lo que leuda una
masa y la hace pueblo de Dios no es ni el cumplimiento fiel de leyes minuciosas ni el
poder que domina y masifica. Es la apertura constante y obediente a la Palabra de
Dios.

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Soliloqueando
Señor, no busco la gloria,
¡Palabra, —Señor— que no!
Otra cosa es que a veces…
me sienta medio tristón
porque las cosas no salen
como las quisiera yo.
Pero eso le pasa a todos:
¡también te pasaba a Vos!
Cuando el dolor nos embreta,
arisquea el corazón.

Quisiera ser en mi vida


provechoso a los demás:
trasmitirles un mensaje
sin serles autoridad;
Y sin embargo, la vida
me va embretando, nomás;
me obliga a las decisiones,
a ver, juzgar y ordenar.
Y entonces siento por dentro
las ganas de recular.

Nunca elegí las lomas,


los cerros me hacen marear;
se me nubla la mirada,
y al rato me siento mal.
Soy arroyo de llanura,
me entusiasma el pajonal;
no le tengo miedo al viento,
tampoco a la soledad.
Por instinto busco el bajo
por correr en libertad.

A lo mejor sea flojera,


o miedo de fracasar;
pero pienso que en mi caso
puede haber un algo más.
Desde chico viví solo,

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acostumbrado a rumiar;
las cosas que me pasaban
eran mías, nada más.
Y sólo a los muy amigos
se las supe comentar.

A los rincones del alma


no llega la autoridad;
sólo se abre al amigo
si es que sabe respetar;
por eso me cuesta tanto
averiguar y mandar.
A lo mejor sea flojera,
pura excusa, nada más…
pero pienso que en mi caso
puede haber un algo más.

(A veces converso en verso


por no largarme a sonsiar…)

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Tironeando
Quisiera confiarme
del todo en tus manos,
quisiera dejarle
camino a la luz;
pero un viejo miedo
me trepa en el alma
y el camino muestra
de meta, una cruz.

Me nace el silencio
como una exigencia,
y viene el hermano
trayendo un dolor;
se me espanta el miedo,
renace el coraje,
y cuando se aleja
me quedo con Vos.

Y entonces de vuelta
la pregunta viene,
se instala por dentro,
me grita: —«¡Ilusión!»
'Tu camino es otro,
vos sos del silencio…
" Por eso te digo:
¿qué hago, mi Dios?

Y sólo el camino
se abre en respuesta.
Camino y Silencio
que hay que seguir;
sabiendo que en cada
recodo de huella,
habrá una palabra
que hay que decir.

Silencio y Palabra
¡ahijuna la vida!

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si hasta parecen
hermanos los dos;
en la misma huella
tironeando siempre,
y detrás de ellos
voy rumbiando yo.

Ser monje y ser cura


(silencio y palabra),
rumiar en silencio,
ahogando la voz.
Callar a los gritos
lo que se ha descubierto,
abriendo tranqueras,
pa que pase Dios.

Jesús eligió a los Doce:


1. Para que estuvieran siempre con El
2. Y para mandarlos a predicar
(Marcos 3, 14)

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Quisiera
Mientras duerme el vacaje de mis ansias
estoy solo y despierto por la noche,
encendiendo la estrella de una brasa
para darle a mis labios resplandores.

Si me ven un temblor en el barbijo,


o se entolda la luz de mi mirada,
no piensen que es temor a los olvidos;
puede ser que sea el ansia de llegada.

No es oficio arrendable ser Resero


—es algo que se lleva en el destino—
y aunque a veces te paguen por hacerlo,
el único que obliga es el Camino.

Ni yo mismo me pienso demasiado,


que es malo el andar sacando cuentas,
pensando recibir por lo entregado;
si la vida no es cosa que se arrienda.

Es algo que te lleva por las huellas


desflecando tu tiempo en el servicio;
pero al fin lo que importa no son ellas
sino el dónde te lleven los caminos.

Yo no niego el calor de los fogones


y aprecio los corrales de querencia,
pero tengo en mi vida decisiones
y quisiera vivirlas con conciencia.

Sos Vos, mi Dios, ¡Tropero de mis ansias!


la tablada final de mis arreos;
aunque deba acampar en las aguadas
que abrevan mi tropilla en el sendero.

Si me atrapa la huella polvorienta


apagando mi sol en el poniente,
que la Noche me pille desvelado

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y despierto me suelte en el Naciente.

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APÉNDICE
Jesús le preguntó a Pedro si lo amaba. Y Pedro estaba seguro de dos cosas: de
que amaba a Jesús y de que Jesús lo sabíá. Pero dudaba de sus fuerzas.
Jesús en cambio confiaba en Pedro, y lo amaba de una manera tan especial que
le encomendó sus ovejas.
Pero le aseguró que desde aquel momento, perdería la libertad de rumbiar para
donde quisiera. La confianza que Cristo le demostraba al confiarle sus ovejas, lo
ataba a la huella que lo conduciría finalmente a la cruz.
Lo mismo te ha de pasar a vos y a mí.

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La libertad
Somos sangre en movimiento. Así como el viento es paisaje que anda. En cambio
el vegetal se aferra con sus raíces a un trozo de paisaje, y termina por ser parte de él o
por darle su nombre al paraje.
Solamente los seres en movimiento son dueños del paisaje en plenitud, como lo
son el río, la nube y el viento. Estos no se aferran a lo parcial, a lo que detiene. Entran
en diálogo con todas las realidades, pero no se detienen a tomar posesión de ellas. De
todas las cosas se llevan un recuerdo, un sonido, una vibración; quizá un poco de luz
o de arcilla.
Los seres en movimiento son seres libres y liberadores. Y tratan a todos por igual.
Puede ser, sí, que en su movimiento sean desgarrados por las realidades que
pretenden detenerlos. Pero esta experiencia no los enemista con las cosas. Porque
saben que hasta las cosas quietas, un día se pondrán en movimiento. Porque todo lo
que existe está en viaje hacia una meta.
Si lo quieto es posesión, el movimiento es esperanza. Y esperanza de posesión
plena donde no existirá ni lo mío ni lo tuyo. Porque allí no habrá dueños. Allí nadie
impondrá su nombre a los demás ni a1 paisaje, porque cada uno tendrá su propio
nombre y todos seremos para todos, justamente por ser auténticamente nosotros
mismos.
Todo lo que es bello, lo que es noble, lo que es bueno, está en movimiento rumbo
a Dios. Porque yo camino hacia allá puedo dejar en libertad a todas estas cosas,
sabiendo que con todas ellas me he de reencontrar a mi llegada. Si me detengo en el
camino para poseerlas, quizá ellas me impidan llegar y yo les obstaculice su marcha.
Me harán perder mi libertad, por haberlas dominado.
Muchas veces es Dios mismo quien nos lleva a amar profundamente a una
persona o a un paisaje, y luego lo separa de nosotros devolviéndolo a su propio
misterio. Esa separación puede detenernos en nuestro camino si nos quedamos a
llorar su ausencia al borde de nuestra huella. Pero también puede incitarnos a una
dolida fidelidad a nuestro propio misterio, que es lo único que nos permitirá un
reencuentro más allá de nuestras posesiones.
Cuando somos capaces de renunciar a algo o a alguien, es porque hemos superado
la necesidad y llegamos a la frontera del verdadero amor. Amor que nos libera.
Entonces podemos empezar a entender lo que es la verdadera libertad, la que nos da
el Espíritu.
Jesús nos aseguraba que convenía que El se fuera. Sólo así vendría a nosotros el
Espíritu de libertad que nos hace amigos de Dios. Ya no nos llamará más siervos, sino
amigos. Nos ha liberado.
Atahualpa termina así su hermosa canción Cañada Zamora:

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"Hoy tu recuerdo es mi amigo
y en esta zamba se agranda;
tú fuiste quien me enseñaste
que el hombre es paisaje que anda.

Yo sé que un mismo destino


lleva el fin de nuestro viaje;
que cuando el hombre sea libre
no tendrá dueño el paisaje"

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Remansos
Pongo mi infancia en canciones
y siento que se ilumina…
me crecen en mi memoria
remansos de eternidad.

(Guillermo Etchebehere)

La canción nos permite llegar hasta ciertas zonas del alma donde anida la
memoria vieja, aquélla que es anterior a nuestra conciencia.
Porque es evidente que en nosotros hay remansos de eternidad que no pertenecen
a la corriente fugitiva de nuestra conciencia despierta. Tiene nuestra memoria
remansos quietos y profundos, donde el agua de los recuerdos remolinea sobre sí
misma y cava hondo. Incluso pueden ser peligrosos para aquellos que sólo saben
respirar en la superficie. Pero para los seres que saben de profundidades llegan a
convertirse en zonas de refugio y de fecundidad.
Cuando la seca aprieta y el cauce se corta, sólo los pozos cavados por los
remansos siguen permitiendo la vida. Allí el agua es abundante y fresca. Porque
suelen llegar hasta la vertiente oculta, río profundo que no se ve pero que es más real
que aquel que corre por la cara visible de nuestra geografía.
Cuando el sol reseca e ilumina el cauce gredoso de nuestro curso, los remansos de
eternidad de nuestra memoria continúan reflejando el cielo, como ojos profundos y
quietos. Y el diálogo entre la tierra y el cielo, continúa.
Poner la infancia en canciones es permitir que el curso de nuestra memoria
reflexione, remolineando sobre sí mismo, y cave hoyadas en su cauce en busca de
eternidad. Es quizá la manera más auténtica de iluminar nuestra memoria a fin de no
sentirnos desarraigados de nuestra vida.
Poner nuestra infancia en canciones puede ser algo doloroso, pero nos eximirá de
poner nuestra ancianidad en lamentos. Porque el río que ahondó en sus vertientes no
le tiene miedo al mar.
El que sabe de dónde viene, no teme llegar a dónde va.
Mientras existan poetas y niños, la humanidad continuará siendo joven.

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MAMERTO MENAPACE es su nombre, no es un apodo, nacio en Malabrigo, región
del Chaco santafesino, hoy norte de la provincia de Santa Fé, el 24 de enero de 1942.
Mamerto es un monje y escritor argentino.
Hijo de María Josefina, noveno de trece hermanos, monje benedictino del
monasterio Santa María de Los Toldos desde el año 1952. Desde marzo de 1962 a
diciembre de 1965 realizó sus estudios de teología en Chile, en el monasterio
benedictino de Las Condes, donde fue ordenado diácono por el cardenal Raúl Silva
Henríquez, en1966, fue elegido superior en septiembre de 1974, en agosto de 1980 es
bendecido como primer abad de su comunidad de Los Toldos por el cardenal Eduardo
Pironio. Fue abad del Monasterio de Santa María de los Toldos por dos períodos,
desde 1980 hasta 1992.
Es escritor de cuentos, poesías, ensayos bíblicos, narraciones, reflexiones. Se
inspira un tanto en el Cura Brochero. Pública en la Editora Patria Grande desde 1976.
Ha editado numerosos libros muy famosos en el ámbito de la Iglesia católica en
Argentina y también en el extranjero. Fue ordenado sacerdote el 4 de diciembre de
1966. Ha publicado más de cuarenta libros con temas que van desde el encuentro con
Dios al crecimiento en la fé.

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