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En la cultura otomí en los Días de Muertos se rinde culto a los ancestros, es decir, al linaje
de donde ellos provienen, de sus antepasados, sus mayores.
En la víspera del Día de Muertos, de acuerdo con los otomíes, las almas de los difuntos
abandonan el cementerio donde estaban reunidas y se dirigen por las veredas hacia el
pueblo, circulando entre las viviendas, donde uno se puede encontrar con ellos.
—Del 31 de octubre al primero de noviembre a mediodía: las almas de los “angelitos” (es
decir, de los niños) se presentan en primer lugar y se instalan en sus respectivos
domicilios. Se desvanecen al día siguiente durante la jornada.
Durante estos días, en cada casa otomí, se instala un altar como la que podemos
observar, la cual está estructurada de la siguiente manera: consta de un arco con palmas,
flores de cempasúchil y una flor llamada pata de león de color morado. El arco es la parte
superior del altar, la cual representa la entrada y salida del más allá, de donde vienen y
regresan las almas, una vez que han disfrutado de su fiesta. Así mismo, representa el
cielo y por ello en esta parte encontramos las imágenes religiosas. La parte inferior, es
dedicada a los ancestros, a las antiguas, aquellos personajes que existieron antes de
todos, de donde surgió la vida misma. Así el altar otomí, representa la dualidad entre la
vida y la muerte.
La ofrenda, no es el altar, sino todo aquello que se coloca en el altar, una vez que este ha
sido terminado, así entonces, la ofrenda son los alimentos, las bebidas, las flores, las
velas, el incienso y todos aquellos elementos que le ofrecemos (de ahí la palabra ofrenda)
a nuestros difuntos.
Las imágenes religiosas, entre ellas de la Virgen de Guadalupe, se colocan bajo un arco
hecho de otates (varas para armar la curvatura), jonote y palo de anona pepecocka,
forrado con flores de cempasúchil y terciopelo. La arcada da la bienvenida a los difuntos y
está colocada en la cúspide del altar como una suerte de portal entre los dos mundos: el
de los vivos y el de los muertos.
El pueblo otomí, también acostumbra instalar, fuera de sus casas, una pequeña mesa con
algunos elementos del altar, como fruta, ceras o vasos con agua. “Algo muy sencillo, una
cruz forrada de flores, para los difuntos que no tienen dónde llegar”.
A las almas o muertos se les hace un camino con pétalos de cempasúchil, que inicia
desde el camino principal de su calle hasta la puerta de la casa donde está la ofrenda, de
ahí al hogar del fallecido (si está cerca), para demostrarles que la ofrenda está lista.
A través del aroma del cempasúchil, los difuntos identifican el camino que los llevará de
vuelta a su casa. Para “materializarlos” se colocan sus fotografías en el altar. Completan
la ofrenda panes de dulce, velas o ceras, bebidas, como cerveza, aguardiente de caña,
refrescos, aguas de frutas, así como otros alimentos que también fueron elaborados con
las antiguas técnicas culinarias como la molienda de los chiles para los moles y tamales
en el metate.
Para los otomíes del norte de Veracruz, el mundo está dividido en dos partes: la superior,
en la que habitan los hombres y está regido por el Sol, y la inferior, el inframundo, lugar de
los dioses y seres inmortales, pero también de quienes han fallecido, que se convierten en
ancestros para retornar al mundo de los vivos y nuevamente convivir con ellos el Día de
Muertos.