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DEDICATORIA
La pena de muerte se estableció como un castigo para las personas que cometieron crímenes.
El rey de Babilonia, Hammurabi, en el siglo XVIII aC puso en forma de código la pena de
muerte para casi 25 crímenes diferentes y el asesinato no estaba incluido en ellos. En el siglo
XVI a. C., en Egipto, se produjo la primera sentencia de muerte que se registró históricamente
en la que se ordenó al malhechor que se quitara la vida. El código hitita también practicaba
la pena de muerte en el siglo XIV a. La muerte fue castigada por el código draconiano de
Atenas en el siglo VII aC por cada crimen cometido. En el siglo quinto, la pena de muerte
fue codificada por la ley romana.
Hay cinco justificaciones para la aplicación de la pena de muerte que son las siguientes:
• Las posibilidades de que el delincuente regrese a la sociedad se reducen a cero.
• Cierre para las familias de las víctimas.
• Otros delincuentes desalientan o impiden las violaciones futuras.
• Para el delincuente que comete crímenes tan graves, la pena de muerte es el castigo
apropiado.
• La venganza social legítima es también una de las justificaciones de la pena de
muerte.
Hay varias razones para abolir la pena de muerte que se discuten de la siguiente manera:
Las ejecuciones se llevan a cabo a un costo inestable para los contribuyentes: cuesta mucho
más ejecutar a una persona en lugar de mantenerlo en la prisión a lo largo de toda la vida. Se
observa que los juicios por pena de muerte son alrededor de 20 veces más costosos que los
juicios que buscan una sentencia de cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.
No existe evidencia creíble de que la pena capital cause crimen: los estudios científicos no
han podido descubrir que las ejecuciones causan que las personas cometan delitos más que
buscar una sentencia de cadena perpetua. Los estados donde no se practica la pena de muerte
tienen tasas de asesinatos mucho menores.
Las personas inocentes están siendo ejecutadas y condenadas: la ejecución incorrecta de
personas inocentes crea falta de justicia que nunca puede ser rectificable. En los últimos dos
años se descubrió que cuatro hombres habían sido ejecutados injustamente por el crimen que
no cometieron. Siempre existe el riesgo de que una persona inocente sea ejecutada.
La raza juega un papel vital en la decisión de quién es sentenciado a morir: los dos factores
principales que deciden quién vive y quién muere son la raza de la víctima y la del acusado.
Según el informe de la Oficina de Contabilidad General del año 1990, se concluyó que las
personas que mataron a los blancos fueron condenados a muerte en su mayoría que quienes
mataron a los negros.
Se pide que la pena de muerte se otorgue sin finalidad ni propósito al azar: los tres factores
determinantes en el caso de pena de muerte en el que se comete el delito son la política, la
jurisdicción y la calidad del asesoramiento legal. La pena de muerte se considera como una
lotería letal. De las 22,000 personas que cometen crímenes cada año, aproximadamente 150
personas son ejecutadas.
La pena capital va en contra de todas las religiones: la ejecución es considerada inmoral por
casi todos los grupos religiosos, aunque pasajes aislados de las escrituras religiosas han dado
fuerza a la pena de muerte.
Millones de personas gastan en la pena de muerte que puede utilizarse para ayudar a las
familias de las víctimas de asesinato: muchas familias que han perdido a sus seres queridos
en víctimas de asesinato sienten que ni la pena de muerte ni maldecirá sus heridas ni acabará
con su dolor. Con el fin de ayudar a que los fondos de las familias se puedan utilizar para
volver a unir sus vidas, las líneas directas para víctimas del crimen, el asesoramiento, la
restitución y muchos otros servicios que satisfacen sus necesidades.
Un gran número de países alrededor del mundo han renunciado al uso de la pena de muerte,
pero el consenso mundial no ha sido formado contra el uso de la pena de muerte. Cada año,
miles de personas son ejecutadas en China, que es el país más popular del mundo y es
utilizado regularmente por el país más poderoso, los EE. UU. El uso de la pena capital es
retenido por ochenta y cuatro países en el mundo. El uso de la pena de muerte está
disminuyendo en la mayoría de los países y se abandonará pronto.
Al igual como ocurre con la Constitución vigente, el tema de la sanción capital también fue
materia de tratamiento por la Carta predecesora. Ello no obstante es un hecho inobjetable que
si la Constitución Política de 1979 estableció en su Artículo 235° que la “pena de muerte”
solo era procedente en el caso de delito de traición a la patria cometido durante la secuela de
una guerra exterior, y el Artículo 140° de la vigente Constitución de 1993, dispuso que los
alcances de la “pena de muerte” pueden estar referidos tanto al delito de traición a la patria
cometido en caso de guerra (en general), como al delito de terrorismo (en cualquier
circunstancia), ha habido, por lo menos objetiva o formalmente, una ampliación del
tratamiento jurídico constitucional de dicha medida sancionatoria y hemos pasado de un
régimen propiamente restrictivo a uno que podríamos identificar como “semirestrictivo”.
Sin embargo, muy al margen del cambio operado, como se ha dicho, indiscutiblemente real
observado desde la óptica estrictamente normativa, es un hecho igual de irrefutable que vistas
las cosas desde el panorama de la praxis jurídica o realidad constitucional, las cosas, no
parecen resultar en estricto determinante.
En efecto, problema capital que desde sus inicios quedó sin solución alguna y que, al parecer,
sigue resultando latente si de consecuencias se trata, es que, al producirse la variación en el
tratamiento regulativo de la referida medida sancionatoria, se dejó de lado que el consabido
régimen jurídico, por lo menos en este específico tema, no podía en su momento ser materia
de cambio o variación alguna. Salvo que se cumpliera con el procedimiento preestablecido
por la antigua carta, (hipótesis que por cierto y por razones perfectamente conocidas no
sucedió) la posibilidad de modificarla en el extremo concerniente con la “pena de muerte”,
se encontraba definitivamente vedada o francamente proscrita.
Si bien la Constitución de 1979 reconocía el tratamiento de la “pena de muerte”
específicamente en su Artículo 235° y era evidente que, por lo menos para efectos internos,
cualquier conclusión respecto de los alcances de dicho dispositivo, había que buscarlo
preferentemente o antes que nada a la luz de su contenido como el de otros Artículos
concordantes como el 1° y 2° inciso 1), concernientes con la finalidad del Estado y la
sociedad así como con el derecho a la vida; para efectos externos y tomando en consideración
que el Artículo 105° de nuestra carta precedente, había reconocido inobjetablemente rango
constitucional a los instrumentos internacionales relativos a derechos humanos suscritos por
nuestro país, era igualmente notorio que cualquier posibilidad de variación en la materia
referida, por el sólo hecho de estar relacionada con el derecho a la vida, exigía un enfoque
desde la perspectiva del derecho internacional de los derechos humanos.
A tales efectos y partiendo del hecho elemental que la Convención Americana de Derechos
Humanos (justamente una de las normas internacionales de rango constitucional) había
establecido en su Artículo 4.2 que cuando se trate de los países que no han abolido la pena
de muerte (el Perú, no la había abolido de modo total) “Tampoco se extenderá su aplicación
a delitos a los cuales no se la aplique actualmente” e incluso en su Artículo 4.3, que “No se
restablecerá la pena de muerte en los Estados que la han abolido” (lo que podría interpretarse
como referido a casi todos los delitos previstos en nuestro ordenamiento interno); el camino
regular a seguir, si de lo que se trataba era de ampliar el régimen aplicativo de la sanción
capital por parte de nuestro Estado, pasaba obligatoriamente por la denuncia del respectivo
instrumento internacional (Artículo 78° de la Convención), lo que por cierto no aconteció en
momento alguno, como tampoco y dicho sea de paso, acontece hasta nuestros días.
Bien es cierto que la argumentación a la que suele apelarse en aras de justificar la omisión en
los procedimientos respecto de la decisión de ampliar los alcances de la “pena de muerte”,
toma como referencia directa la voluntad del pueblo expresada en la nueva Constitución del
año 1993. Sin embargo, el que ello haya operado de tal modo no supone para nada que el
tema de juridicidad específicamente de dicha medida haya quedado saldado. Muy por el
contrario, somos de la opinión que el Estado no sólo no podía eludir la obligación
internacional a la que se comprometió con dicho instrumento sino que al otorgarle mutuo
propio la consabida jerarquía constitucional estaba condicionando cualquier posibilidad
ulterior de variación regulativa dentro de una idea similar o francamente idéntica, a la que
ocurre con las llamadas, cláusulas pétreas o inmodificables (las ideas manejadas en los
anteriormente citados Artículos 4.2 y 4.3 de la Convención Americana de Derechos
Humanos, son en este mismo sentido, determinantes).
Ahora bien, vistas las cosas ya no desde la óptica de la Carta de 1979, sino desde la
perspectiva que nos ofrece la Constitución de 1993, existe, muy a pesar de la conclusión
inmediata o anticipada que aquí se ha consignado, una situación en la que muy poco se ha
reparado y que aunque resulte paradójico, analizada con algún detenimiento podría llevarnos
bastante lejos de la anunciada tesis semirestrictiva en torno de la “pena de muerte”, e incluso,
acercarnos decisivamente al temperamento restrictivo manejado por la carta precedente.
Digamos de una vez, que si bien la ampliación en el tratamiento de la sanción capital, es lo
que aparece de primera intención, al mismo tiempo pareciera que a raíz de ciertos aspectos
de la misma Constitución, no se hubiese cerrado la idea de proscripción extensiva de la “pena
de muerte” y no obstante con lenguaje distinto, existiera, como se ha indicado, una suerte de
temperamento similar al de la carta de 1979. Que esto naturalmente podría tomarse como
contradictorio, es natural, desde que hemos reconocido que objetivamente se ha admitido la
ampliación en el tratamiento aplicativo de la “pena de muerte”, sin embargo, si nos
adentramos al análisis integral de la norma concerniente con el tema como de alguna otra,
(habida cuenta que se trata de extraer conclusiones sobre la base de una interpretación
sistemática), podremos en alguna forma corroborar lo antes señalado.
En efecto, aunque nadie discute que conforme al Artículo 140° de la nueva Constitución se
afirma textualmente que “La pena de muerte sólo puede aplicarse por delito de traición a la
patria en caso de guerra, y el de terrorismo…”, con igual lógica, tampoco se puede ni se debe
discutir que dicha aplicación opera “...conforme a las leyes y a los tratados de los que el Perú
es parte obligada”.
Conviene preguntarse entonces ¿cuáles son esas leyes y esos tratados de los que el Perú es
parte obligada? Pues sin duda son bastantes, pero que sepamos, el tema de la “pena de
muerte” ha sido abordado directamente y de modo central por la ya citada Convención
Americana de Derechos Humanos y dicho instrumento internacional, del que nuestro país es
parte obligada, no desde 1993, sino desde 1978 (recordemos incluso, que la carta de 1979,
volvió a ratificar el citado instrumento en su Disposición General y Transitoria Décimo
Sexta), proscribió, como ya se ha dicho, la posibilidad de ampliar los alcances de la sanción
que nos ocupa.
Bajo dicha lógica ¿es admisible que nuestro país, proclame la ampliación de la “pena de
muerte” –porque sin duda es una ampliación en relación con la Carta precedente- y al mismo
tiempo sostenga que la aplicación de la misma opera de acuerdo con los tratados de los que
forma parte como Estado, cuando justamente aquellos dicen todo contrario de lo que se
pretende proclamar? ¿No es acaso contradictorio que se condicione la procedencia de una
medida a lo que disponen instrumentos internacionales, precisamente, cuando estos niegan
de antemano los alcances de esa medida?
Pues si admitimos el aparente absurdo en el que nos ha colocado la nueva Carta, tendríamos
que buscar a renglón seguido una fórmula jurídica destinada a superarlo. Una primera
solución podría ser la técnica de prelación entre norma constitucionales, que supone asumir
que cierta parte del precepto comprometido es constitucional y que la otra no lo es, con lo
cual nos encontraríamos ante el caso de una norma constitucional parcialmente
inconstitucional y una segunda, quizás la más directa (y también menos conflictiva) que
supondría aplicar la misma técnica interpretativa que la Constitución impone para casos
relativos a derechos y que en la comentada hipótesis, por el hecho de estar referida al derecho
a la vida y a sus eventuales restricciones, obligaría a asumir de modo excluyente el criterio
de la Convención Americana de Derechos Humanos en aplicación estricta de la Cuarta
Disposición Final y Transitoria de nuestra vigente Constitución y según la cual “Las normas
relativas a los derechos y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretan de
conformidad con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y con los tratados y
acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por el Perú”.
Poco importaría en tal circunstancia, el que la misma carta fundamental haya otorgado rango
legal a los instrumentos internacionales y entre ellos, a la Convención, pues si por mandato
de sus propias cláusulas el contenido esencial de cada derecho o libertad ha de sustentarse en
la pauta directriz señalada por el derecho internacional de los derechos humanos, es
inobjetable que la aplicación de la “pena de muerte” para casos distintos a los que en su día
previó la Constitución del año 1979, sería poco menos que un simple enunciado.
Esta conclusión, que no necesariamente puede ser compartida por muchos, parece sin
embargo consolidarse en nuestra propia realidad, pues si hasta la fecha no se ha venido
aplicando la sanción capital en nuestro medio, no empero permitirlo la nueva carta, ello tiene
que responder a alguna razón especial, sobre la que se hace legitimo el pronunciarse, claro
está muy al margen de que quiera o no reconocerse tal aseveración por parte del Estado.
El 28 de julio de 1978 el Perú ratificó un tratado internacional que recibe el nombre de
Convención Americana sobre Derechos Humanos, también conocido como Pacto de San José
de Costa Rica. Este documento contiene dos artículos clave que debemos considerar.
El primero está referido a que se prohíbe extender la pena de muerte para delitos que no estén
contemplados con anterioridad en cada país, mientras que el segundo señala que ningún país
puede interpretar la Convención para limitar la libertad de sus ciudadanos.
Hace 39 años, cuando el Perú ratificó el tratado, estaba vigente la pena de muerte para delitos
de traición a la Patria en caso de guerra exterior, homicidio calificado y otros supuestos. Sin
embargo, cuando se creó la Constitución de 1979, solo se mantuvo la pena de muerte por
traición a la Patria y se eliminaron los delitos antes mencionados.
¿Qué dice la Constitución del Perú de 1993? El artículo 140 indica que “la pena de muerte
solo puede aplicarse por el delito de traición a la patria en caso de guerra, y el de terrorismo,
conforme a las leyes y a los tratados de los que el Perú es parte obligada”
El asesinato y la violación nunca tuvieron como sanción la pena de muerte, lo que significa
que aplicar esta medida está prohibido para nuestro país.
“Nunca se ha hecho efectiva la pena de muerte porque el desarrollo y el avance del Estado
de derecho ha impedido que propuestas de esta naturaleza, contrarias al espíritu del Estado
democrático, a los compromisos internacionales del propio Estado y al contenido mismo de
la norma constitucional, hablando de las constituciones del 79 y la del 93, se pueda
materializar”
CONCLUSIONES
• Los convenios suscritos por el Perú lo obligan a no ampliar las causales de aplicación
ni a restablecer la pena de muerte, específicamente la Convención Americana de Derechos
Humanos, que afirma la vida y pone límites definitivos e irrevocables a su aplicación.
• La interpretación que realiza la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre el
artículo 4 de la Convención revela un proceso progresivo e irreversible que impide el
incremento de delitos pasibles de la pena de muerte, y prohíbe su restablecimiento para todo
delito que la dejó de contemplar como sanción.
• Asimismo, acorde con el Tratado de Viena, según el cual los acuerdos internacionales
se interpretan de acuerdo con el principio de buena fe y deben de cumplirse, el Perú se
encuentra impedido de ampliar las causales de aplicación y de restablecer la pena de muerte.
MARCO INTERNACIONAL
DESARROLLO CONSTITUCIONAL
ANÁLISIS DE CASOS
CONCLUSIONES
BIBLIOGRAFÍA