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Los equinoccios marcan el equilibrio –la palabra significa “noche igual”–: el día y
la noche duran lo mismo y se cancela por un instante la dualidad, sólo para
proseguir el eterno juego polar del ocultamiento y la revelación. El equinoccio de
primavera marca el inicio del nuevo año astrológico, la renovación de la vitalidad,
en la gran iniciativa de Aries (regido por Marte, el planeta de la acción y el coraje).
El equinoccio de otoño es el heraldo de la muerte y del recogimiento. El signo del
cual el Sol sale para entrar en Libra justo en el equinoccio es Virgo, la Virgen, la
arquetípica diosa de la Tierra comúnmente identificada con Isis y Ceres, y que
marca el momento de atesorar los granos y prepararse para el invierno, la muerte
y el viaje al inframundo. Podemos pensar en los solsticios y los equinoccios como
los eventos nodales en la vida del Sol: su nacimiento, crecimiento, esplendor y
muerte.
Los Mayas sacaron números y cálculos astronómicos que podrían hacer que
nuestras cabezas nadaran, pero nada tuvo más significado para ellos que los
movimientos del sol.
El calendario Maya Haab está vinculado con el tiempo que le toma a la tierra rotar
alrededor del sol, y el número cuatro fue importante para ellos. Los arqueólogos
sugieren que podría ser porque el cuerpo humano tiene cuatro extremidades;
una casa tiene cuatro postes; una milpa tiene cuatro entradas; y el sol tiene
cuatro trayectorias en los viajes entre estaciones: dos solsticios y dos
equinoccios.