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Los solsticios –palabra que significa “sol quieto”– marcan la máxima polaridad de

la luz. En el verano, el solsticio es el día más luminoso del año; la plenitud, la


fuerza celeste que engendra y se disemina por la naturaleza y, sin embargo, en
la máxima intensidad ya se puede percibir el declive de este esplendor. En el
invierno, mientras que el solsticio es el día más oscuro del año, se celebra el
renacimiento del Sol, que empieza a morir en el otoño pero que demuestra que
es invencible (es el Sol Invictus de los romanos), pese a la sagrada vacilación de
la muerte en su descenso al inframundo que es como un gesto teatral, como
ocurría en los misterios de Eleusis, donde los adeptos tenían una experiencia de
la inmortalidad de sus almas investida en el simbolismo de Deméter y Perséfone.

Los equinoccios marcan el equilibrio –la palabra significa “noche igual”–: el día y
la noche duran lo mismo y se cancela por un instante la dualidad, sólo para
proseguir el eterno juego polar del ocultamiento y la revelación. El equinoccio de
primavera marca el inicio del nuevo año astrológico, la renovación de la vitalidad,
en la gran iniciativa de Aries (regido por Marte, el planeta de la acción y el coraje).
El equinoccio de otoño es el heraldo de la muerte y del recogimiento. El signo del
cual el Sol sale para entrar en Libra justo en el equinoccio es Virgo, la Virgen, la
arquetípica diosa de la Tierra comúnmente identificada con Isis y Ceres, y que
marca el momento de atesorar los granos y prepararse para el invierno, la muerte
y el viaje al inframundo. Podemos pensar en los solsticios y los equinoccios como
los eventos nodales en la vida del Sol: su nacimiento, crecimiento, esplendor y
muerte.

los alquimistas lo llamaron solve et coagula — y seguir ese ritmo era


estar en armonía con la ley del cosmos, ley que era una manifestación
del poder de la luz que encarnaba el Sol.

Los Mayas sacaron números y cálculos astronómicos que podrían hacer que
nuestras cabezas nadaran, pero nada tuvo más significado para ellos que los
movimientos del sol.
El calendario Maya Haab está vinculado con el tiempo que le toma a la tierra rotar
alrededor del sol, y el número cuatro fue importante para ellos. Los arqueólogos
sugieren que podría ser porque el cuerpo humano tiene cuatro extremidades;
una casa tiene cuatro postes; una milpa tiene cuatro entradas; y el sol tiene
cuatro trayectorias en los viajes entre estaciones: dos solsticios y dos
equinoccios.

Si alguna vez te has aventurado a Chichén Itzá en el equinoccio de primavera u


otoño para ver el increíble fenómeno del descenso del sol desde lo alto del templo
de Kukulkán hasta el final de la escalera que termina en cabeza de serpiente,
entonces sin duda has sido maravillado por esta experiencia

La luz es vida pero también es el símbolo de la sabiduría, de la verdad


que libera de la ignorancia y la ilusión de que perecemo s con el cuerpo,
como el Sol que renace en el solsticio. En el conocimiento de la luz, en
la conciencia humana que es en realidad una extensión de la Mente
Universal, está la certidumbre de la inmortalidad, la paz y la alegría.

El equinoccio, símbolo de la arquetípica dualidad


Por donde queramos verlo, el equinoccio de primavera es una
dualidad, algo que es sin duda parte de su importancia simbólica, que
ha trascendido a todas las culturas y tiempos (pues actualmente sigue
siendo un momento crucial para decenas de religiones y prácticas). La
arquetípica dualidad que está simbolizada en todas las culturas hace
del equinoccio de primavera un momento metafórico, donde se hacen
presentes las clásicas dicotomías que más le han importado al ser
humano: bien y mal, verdad y mentira… luz y oscuridad.

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