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La necesidad de mentir

Eduardo Parra Ramírez*

Y así sucede que si alguien, en cualquier sociedad,


escoge para sí la peligrosa jornada a la oscuridad y desciende,
intencionalmente o no,
a las torcidas curvas de su propio laberinto espiritual,
pronto se encuentra en un paisaje de figuras simbólicas..."
Joseph Campbell

Escribir una novela no es sólo cruzar la frontera


de lo irreal en una expedición de compras.
Significa pasar horas y años en las fábricas,
las calles y las catedrales de la imaginación.
Janet Frame

El crítico literario Christopher Domínguez Michael cuenta que cuando él era niño
conoció a Juan José Arreola, quien solía pasar tardes jugando al ajedrez con el padre
de Christopher. En una oportunidad el futuro crítico se animó a mostrarle al maestro
sus poemas tempranos. Arreola, que hoy también es recordado como el mentor de varias
generaciones de escritores, preguntó al niño: “¿Quieres saber lo que es la
literatura?”. Enseguida, le dictó de memoria un poema de Bécquer y le pidió que
consiguiera unas tijeras. “Ahora recorta cada palabra y con ellas haz tu propio poema.”
Como pudo, el niño cumplió con lo encomendado. Sometió el resultado al juicio del
maestro preguntándole “Juan José, ¿es esto la literatura?” “No. La literatura son las
tijeras.”

No es difícil sentenciar que se trata de una lección mentirosa y, precisamente por eso,
literaria. En estricto sentido, el símil propuesto por Arreola atiende a los
procedimientos de composición pero no abarca la totalidad del fenómeno literario. La
literatura miente y en ese mentir está su verdad.

Convengamos que toda narrativa responde a la necesidad esencial y originaria de crear


mitos. Toda narración literaria es una indagación en la raíz del Secreto. La necesidad
de descifrar los misterios del mundo siempre ha acompañado la historia de las
civilizaciones. El individuo se desplaza, perplejo, en una realidad que le niega sus
enigmas. Acaso el más insondable de ellos sea el misterio del corazón humano. La
psicología se ha ocupado de la naturaleza de las pasiones humanas pero sólo el arte ha
logrado representar estéticamente su sinsentido, sus paradojas y contradicciones. La
revelación de lo que Jung llamó la sombra, encuentra su expresión ideal en el
territorio novelístico. Para poder cumplir el pacto social, el hombre ha tenido que
enfermarse de razón, negando las pulsiones y los instintos. Reprimida en el sótano de
la conciencia, la sombra crece y un día rompe su cautiverio, destruyendo la estabilidad
de la psique. Allí el individuo se conoce, ahí está su toma de conciencia. El novelista
es un testigo fascinado y obsedido capaz de perseguir años enteros a un personaje hasta
captarlo en el encuentro con su sombra para poder así, por fin, pronunciar su secreto.
El resultado es una narración capaz de conmover y trasformar al lector que sepa habitar
su discurso.

La verdad parece soportable cuando no es verdad. Quizá por ello necesitamos el mito; no
nos explica pero nos llena de sentido. En toda obra de arte se cumple una revelación
esencial mediante una forma estética, del mismo modo que toda novela es una idea en sí
misma de

“Somos mentirosos, confiesa Rulfo; todo escritor que crea es un mentiroso, la


literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear
la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación.”
En efecto, la narrativa es representación; abreva directamente de la realidad, sin
embargo:

No se escriben novelas para contar la vida sino para transformarla añadiéndole algo… En
esos sutiles o groseros agregados a la vida, en los que el novelista materializa sus
secretas obsesiones, reside la originalidad de una ficción… Porque no es la anécdota lo
que decide la verdad o la mentira de una ficción. Sino que ella sea escrita, no
vivida., que esté hecha de palabras y no de experiencias concretas. Al traducirse en
lenguaje, al ser contados, los hechos sufren una profunda modificación. A esta primera
modificación se le añade una segunda, no menos radical: la del tiempo… Si entre las
palabras y los hechos hay una distancia, entre el tiempo real y el de una ficción hay
un abismo. El tiempo novelesco es un artificio… Las novelas tienen principio y fin y,
aun en las más informes y espasmódicas, la vida adopta un sentido que podemos percibir
porque ellas nos ofrecen una perspectiva que la vida verdadera, en la que estamos
inmersos, siempre nos niega. Ese orden es invención, un añadido del novelista,
simulador que aparenta recrear la vida cuando en verdad la rectifica.
(VARGAS LLOSA, 2003; 17 y 18)

En la literatura de ficción se construyen realidades alternas. Podemos cuestionar la


veracidad y naturalmente la verosimilitud que hay en una obra de ficción, pero quién se
atreve a negar la Verdad o las verdades que encierra cada universo narrativo. La
condición esférica de los universos literarios más logrados se sostiene gracias al
equilibrio que cada autor le confirió y su arquitectura es orgánica con la naturaleza
particular de ese sistema, sin moraleja, sin castigo. No hablo de la realidad
objetivable o aleccionadora sino de las cosas ciertas para la sensibilidad de quien las
hospeda en el corazón de su entendimiento.

Cada cosa es Babel, afirma el poeta Eduardo Lizalde. No importa si esto es cierto o
razonable, pero me estremece. Este mundo que habitamos, tangible, demostrable, está
hecho con la semilla del cosmos: la materia. Cada vez me convenzo más de que el
escritor artista se entrega a su oficio como a un culto sagrado, explora los
territorios de su alma y edifica un mundo paralelo hecho de palabras.

En el reino del texto literario se ejerce a plenitud la libertad; la imaginación se


desencadena de manera irrestricta, y en ese punto de equilibrio lector y autor son
soberanos y se abandonan a una interlocución callada, cumplen la felicidad de un tiempo
inmarcesible. Se comprenden, juegan. Y es precisamente este juego con las palabras el
punto en donde un autor se llena de sentido, ya sea para contar una historia, para
desplegar una sensibilidad o para abrazarse a una idea y alumbrarla. Digo más: la buena
literatura sabe integrar en una unidad dichosa las tres voluntades mencionadas.

Sabemos, no obstante, que la literatura de verdad no se restringe a una operación


narrativa, estética o intelectual. Existe, sí, la necesidad de esa aventura y el
escritor se entrega a ella con ímpetu y cierto grado de compromiso. Pero la obra
literaria es, ante todo, revelación. Propongo un ejemplo. En el cuento se busca
articular un discurso en el que se conjuguen hechos narrados, formas ideales de narrar
esos hechos y el excipiente necesario: un lenguaje espléndido por eficaz. Pero aún la
presencia de estos tres hechos no garantiza el cumplimiento de la revelación. Todavía
se precisa algo más, algo que no es una destreza. Es en todo caso una sensibilidad
estimulada para lograr que el asunto narrativo de dicho cuento nos llegue cernido de
significados y resonancias, que despida, en resumen, las incandescencias que lo hagan
inolvidable.

Habrán notado que hablé de sensibilidad estimulada. La alteración de la conciencia que


lleva la sensibilidad del escritor a un punto de incendio comparte algo de su
naturaleza con el efecto de la droga. El sentido común del escritor y sus orientaciones
cardinales son transitoriamente abolidos y en su lugar se instalan conciencias
inesperadas y no conocidas, potestades sin nombre y de origen incierto que lo hacen
transitar por experiencias límite. Tales experiencias son fuente de la revelación para
el artista, como de la evasión para el adicto.
Dice Roberto Calasso que en los tiempos antiguos los hombres, que ya tenían asimilada
la necesidad de ofrendar sacrificios a los dioses, sacrificaban frutos, pero no
animales, a los que no usaban ni siquiera para alimentarse. Sopatro, un extranjero
avecindado en Atenas, ofreció frutos y una torta a los dioses. En un descuido, un buey
acometió el altar, devoró la torta y pisoteó inadvertidamente los frutos. Furioso,
Sopatro arremetió a hachazos contra el animal, despedazándolo. Al poco rato,
arrepentido, decidió exiliarse en Creta, sintiéndose culpable de impiedad. Instados por
la Pitia, los atenienses acuden a Sopatro y le solicitan que vuelva. Éste considera que
si todos comparten su acción, él se liberaría de la culpa. De manera que organizaron el
sacrificio de un buey, al que mataron, despellejaron y cuya carne comieron. La culpa se
convirtió en un juicio francamente simbólico en el que, tras justificar su acción todos
los que participaron en la hecatombe, declararon culpable al cuchillo que degolló al
buey. Desde entonces, se realizaron sacrificios de bueyes, sepultando con ello la
anterior tradición.
La conclusión es digna de destacarse: lo que nos salva de la culpa es la palabra. Quien
no tiene voz, no se salva. Luego del sacrificio de un buey por parte de Sopatro, vino
el juicio. En él, todo aquél que tuvo la palabra para justificarse, consiguió eludir
que la culpa recayese en él. Así, las mujeres que llevaron el agua para afilar las
armas culparon al afilador, el afilador culpó al hombre que blandió el hacha y el
hombre del hacha culpó al hombre que usó el cuchillo para degollar al buey. En una
sucesión de repercusiones simbólicas, el hombre del degüello culpó al mismo cuchillo.
Éste no pudo defenderse y fue declarado culpable.

Antes de eso, la humanidad vivía la culpa primordial. Comía. “La culpa primordial es
el gesto que hace desaparecer lo existente, el gesto de quien come. Obligatoria e
inextinguible es la culpa. Y, como los hombres no sobreviven si no comen, la culpa va
entretejida con la fisiología y se renueva continuamente.”

Si el sentido esencial de esta culpa es la lesión de lo existente y la palabra redime


al culpable, encuentro en este planteamiento un paralelismo entre la culpa por el
deterioro del sujeto en las sociedades modernas y su redención por medio de la
actividad literaria.

La escritura de una novela, cuando es profunda, suele ser un acto moralmente doloroso.
Al principio, las palabras van saliendo, unidas por una imperiosa necesidad de
construir sentido. O sea, está el sentido de la anécdota, el sentido del lenguaje, la
coherencia interna, la estructura. Pero tarde o temprano uno se da cuenta de que,
arrastradas por las palabras, atraídas por una especie de fascinación estética, afloran
las verdaderas preocupaciones del artista, las que lo llevan a pronunciarse. Uno va
aprendiendo que escribir literatura es convertir las palabras, inertes de por sí, en
imágenes y sonidos llenos de una cosa esencial propia. Algo que no es un saber. Un
fenómeno, porque está expuesto y podemos comprenderlo, que nace de nuestras intuiciones
y emociones al escribir, más que de nuestro intelecto. En esencia, no se trata, pues,
de una destreza técnica o del acopio de una suma de saberes. El sentido propio del
esfuerzo literario es ofrecer un juicio estético de la condición humana que, al ser
incorporado, experimentado por el lector contribuya a la expansión de su consciencia.

Para esta clase he procurado reunir las reflexiones de una serie de literatos
latinoamericanos, habida cuenta de que en Latinoamérica se instaló sólidamente, en los
recientes cincuenta años, una discusión acerca de la esencia de lo literario que derivó
en el llamado boom latinoamericano y se caracterizó por una representación de la
realidad a la que enseguida se llamó “realismo mágico” o “lo real maravilloso”. No me
ocuparé aquí, por falta de espacio, de describir esa corriente, por lo demás bien
conocida. En todo caso, los escritores que la conformaron registraron sus apreciaciones
sobre el arte de la escritura, y eso es lo que viene a cuento.

Carlos Fuentes coincide con lo expresado por Vargas Llosa en lo que se refiere a la
producción de realidad con las que se compromete el escritor que encara la narrativa:
La obra [literaria] añade algo a la realidad que antes no estaba allí, y al hacerlo,
forma la realidad… La cárcel del realismo es que por sus rejas sólo vemos lo que ya
conocemos. La libertad del arte consiste, en cambio, en enseñarnos lo que no sabemos.
El escritor y el artista no saben: imaginan. Su aventura consiste en decir lo que
ignoran. La imaginación es el nombre del conocimiento en literatura y en arte.

La novela se ofrece como hecho perpetuamente potencial, inconcluso: la novela como


posibilidad pero también como inminencia: la novela como creadora de realidad. La pugna
acerca de lo real ha sido superada poéticamente, es decir, en la práctica misma de la
literatura.

Por más que un novelista esté inmerso en una lucha política aguda, su compromiso carece
de importancia literaria si no llega acompañado de imaginación y lenguaje. Pero la
ausencia de una militancia política no sustrae el valor político a una obra narrativa,
pues ésta, mientras más valores literarios reúna, mejor cumple su función: redefinir
perpetuamente a los seres humanos como problemas, en vez de entregarlos mudos y atados
de pies y manos a las respuestas prefabricada de la ideología. (FUENTES. 1993, 17)

Para Rollo May “un mito es una forma de dar sentido a un mundo que no lo tiene. Los
mitos son patrones narrativos que dan significado a nuestra existencia.”

“Porque los símbolos de la mitología, complementa Campbell, no son fabricados, no


pueden encargarse, inventarse o suprimirse permanentemente. Son productos espontáneos
de la psique y cada uno lleva dentro de sí mismo, intacta, la fuerza germinal de su
fuente.”

Al igual que el relato oral que le dio origen, un artefacto narrativo no es: dura. Es
el momento o la suma de momentos en los que una determinada consciencia pone en un
lenguaje la experiencia significativa, el Enigma, el misterio que encierra estar vivo y
ser consciente de ello. En esa línea, el mito es una puerta de entrada a lo
desconocido. Por medio de una aventura estética, que es en principio la relación con el
lenguaje. Se accede a una red más o menos compleja de símbolos. Al ser incorporados a
la conciencia lectora en su pura esencia simbólica, desovan en ella ideas, imágenes y
estímulos emocionales que son incubados de inmediato por la sensibilidad y la memoria,
y, a mediano o largo plazo son resignificados por la psique hasta llegar a la última
estación del destino del arte: la transformación de quien se expuso a tal experiencia.

La novela moderna, como la tragedia griega, celebra el misterio de la destrucción, que


en el tiempo es la vida. El final feliz es satirizado justamente como una falsedad;
porque el mundo tal como lo conocemos, tal como lo hemos visto, no lleva más que a un
final: la muerte, la desintegración, el desmembramiento y la crucifixión de nuestro
corazón con el olvido de formas que hemos amado.
(CAMPBELL. 1984, 31)

Cuento y novela

La estupidez de la gente procede de tener una respuesta para todo.


La sabiduría de la novela procede de tener una pregunta para todo.
Milán Kundera

La vida es un cuento contado por un idiota,


lleno de ruido y furia,que no tiene ningún sentido.
William Shakespeare

Hemos hablado aquí de lo que ciertos autores literarios opinan sobre el fenómeno
literario en general y, particularmente, sobre el trabajo novelístico en tanto que
reproducción de mitos como necesidades de la consciencia. Se hace necesario determinar
si existe una diferencia esencial entre la narración breve y la de largo aliento, es
decir, entre el cuento y la novela. A mi juicio, no basta la obvia diferencia de
extensión. Hay en la naturaleza de cada uno de estos dos géneros suficientes sellos de
identidad como para distinguirlos en términos de procedimientos de composición y
también de resultados estéticos.

El cuento suele ser circunstancia. Se trabaja a partir de una anécdota y constituye una
experiencia explosiva. En virtud de su brevedad solicita una decantación del lenguaje
que permita economizar los recursos expositivos. Sobre todo en el cuento más moderno,
los personajes no están minuciosamente caracterizados sino construidos mediante rasgos
vigorosos y significativos. Podríamos decir que en el cuento se cumple esa sinécdoque
según la cual una parte del todo, el personaje, representa al todo, la humanidad,
mediante una circunstancia que permite ver más allá de ella misma. De pronto la
trayectoria estable de la vida sufre un desperfecto, el suelo se agrieta fugazmente y
nos permite ver por unos instantes, sin comprenderla cabalmente, la nervadura de la
vida. Eso es el cuento.

La novela, en cambio, es desarrollo, progresión. Se profundiza, no mediante un golpe


certero e inolvidable sino mediante una inolvidable, en el mejor de los casos,
secuencia de acontecimientos extraordinarios o extraordinariamente contados. Dice Julio
Cortázar:

Un cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y la
expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal. Y el resultado de esa
batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una ida sintetizada,
algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una
permanencia. Sólo con imágenes se puede conseguir esa alquimia secreta que explica la
profunda resonancia que un gran cuento tiene entre nosotros.

La novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de lectura, sin otros


límites que el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte de una
noción de límite, y en primer término de límite físico. La novela y el cuento se dejan
comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película
es en principio un “orden abierto”, novelesco, mientras que una fotografía lograda
supone una ceñida limitación… El fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y
limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan
por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una
especie de apertura, de fragmento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia
algo que va mucho más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en
el cuento.

Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será
un gran cuentista si su elección contiene —a veces sin que él lo sepa conscientemente—
esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande. (CORTÁZAR, 1993).

Imagen

La palabra imagen comparte su raíz con imaginación, imago, representación. Imaginar es


hacer presente lo ausente. El fruto por excelencia del trabajo de ensoñación es la
imagen, ese producto de la psique que nos comunica con lo esencial mediante un
procedimiento que está fuera de la dictadura de la razón. Su yacimiento no es
intelectual sino más bien onírico, irracional, aquello que vive en la sombra, en la
oscura región de lo instintivo.

Como los sueños, los mitos son producto de la imaginación humana; y. por tanto, sus
imágenes —aunque derivadas de elementos del mundo material y su supuesta historia— son,
al igual que los sueños, expresión de las más profundas esperanzas, deseos y temores,
capacidades y conflictos de la voluntad humana… Todo mito, ya sea de manera intencional
o no, es un símbolo psicológico; por lo que sus imágenes y su narrativa no deben
entenderse de manera literal sino metafórica.

Esas figuraciones míticas son las “formas ancestrales”, los arquetipos insustanciales
de todo lo que perciben nuestros ojos como cosas materiales. (CAMPBELL, 2013, 69).

Existen dos fuerzas artísticas, ha escrito Nietzsche, que brotan del seno mismo de la
naturaleza. Una de ellas, la expresión apolínea, emana del ideal de belleza, el sueño o
la ensoñación productora de equilibrio y partidaria del ideal de perfección. La otra,
la fuerza dionisíaca, emana de una sinrazón telúrica y oscura que no se preocupa del
individuo sino que persigue su disolución liberadora por un sentimiento de unidad
mística. Cuando ambas fuerzas intervienen en el sujeto exaltado por la embriaguez
dionisíaca y entregado a un sueño apolíneo, éste se identifica con las fuerzas
primordiales más esenciales del mundo, y éstas se le revelan como una visión simbólica.

Para Jung, ambas fuerzas están diferenciadas en dos tipos de creadores. Unos someten la
propia obra a su voluntad de composición, a tratamientos calibrados y planificados,
empleando sus juicios más agudos y respetando las reglas de lo que se considera las
formas bellas y el estilo. El creador se identifica con su proceso de manera totalmente
consciente. Programa un objetivo que se cumple en la expresión. Como puede verificarse,
se trata del creador apolíneo.

El otro creador, en cambio, produce obras de arte que se le revelan al autor en su


proceso, como si su mano obedeciera un dictado del inconsciente. Se expresa en ellos de
manera simbólica un conjunto de preocupaciones esencialmente individuales —y por eso
mismo, universales— que vivían en él antes del proceso de creación y salen de él con
una forma que no es producto de su razón. Su consciencia se limita a contemplar con
perplejidad el fenómeno, el arrebato de su voluntad. No se identifica con su proceso
porque no logra comprenderlo. Siente que su obra es más grande que él y no puede más
que obedecer el impulso creador, que lo domina.

En el siguiente testimonio, Juan Rulfo habla de su proceso creativo. En apariencia


vemos a un autor sistemático, consciente de sus objetivos artísticos y los
procedimientos para alcanzarlos. Pero enseguida se nos revela un artista guiado por la
intuición y entregado al misterio de lo impensado.

Cuando yo empiezo a escribir no creo en la inspiración, jamás he creído en la


inspiración, el asunto de escribir es un asunto de trabajo; ponerse a escribir a ver
qué sale y llenar páginas y páginas, para que de pronto aparezca una palabra que nos dé
la clave de lo que hay que hacer, de lo que va a ser aquello. A veces resulta que
escribo cinco, seis o diez páginas y no aparece el personaje que yo quería que
apareciera, aquél personaje vivo que tiene que moverse por sí mismo. De pronto, aparece
y surge, uno lo va siguiendo, uno va tras él. En la medida en que el personaje adquiere
vida, uno puede, por caminos que uno desconoce pero que, estando vivo, lo conducen a
uno a una realidad, o a una irrealidad, si se quiere. Al mismo tiempo, se logra crear
lo que se puede decir, lo que, al final, parece que sucedió, o pudo haber sucedido, o
pudo suceder pero nunca ha sucedido. Entonces, creo yo que en esta cuestión de la
creación es fundamental pensar qué sabe uno, qué mentiras va a decir; pensar que si uno
entra en la verdad, en la realidad de las cosas conocidas, en lo que uno ha visto o ha
oído, está haciendo historia, reportaje. (RULFO; 1980, 1)

Veamos ahora cómo un narrador poderoso y esencial como lo es Mario Levrero, que ha
sabido distanciarse de las modas y las determinaciones de naturaleza comercial, habla
de sus procedimientos:

Literatura es el arte que se expresa por medio de la palabra escrita. Es, a mi


criterio, el intento de comunicar una experiencia espiritual entendida como cualquier
experiencia, en la medida que pueda advertir en ella la presencia del espíritu o, si lo
preferís, de mi espíritu. El espíritu es algo viviente inefable, algo que forma parte
de las dimensiones de la realidad que caen habitualmente fuera de la percepción de los
sentidos y aun de los estados habituales de consciencia. Creo que en las experiencias
más triviales y cotidianas hay material artístico; la condición es que en ellas esté
presente el espíritu del artista. Por ejemplo, yo puedo estar parado en una esquina
mirando el semáforo, a la espera de que cambie la luz para cruzar la calle. De hecho,
estoy en esa situación varias veces al día. Y allí puede haber una experiencia
espiritual; depende de qué pasa conmigo mientras estoy parado en esa esquina. O podría
decírtelo de una manera completamente inversa, tal como recuerdo haberlo leído hace
muchos años en Charles Baudouin, es un libro que me da la impresión de haber sido
injustamente desestimado, Psicoanálisis del arte: lo que se percibe en una obra de arte
es el alma del artista, toda ella en su conjunto, por un fenómeno de comunicación alma-
alma entre el autor de la obra y quien la recibe. La obra de arte sería un mecanismo
hipnótico, que libera momentáneamente el alma de quien la percibe y le permite captar
el alma del autor. No importa cuál sea el asunto de la obra.

El arte atiende a ciertos niveles de comunicación, a los más profundos. Sin embargo,
esos niveles también pueden darse de otra forma; por ejemplo, en una conversación, en
la medida en que haya “hipnosis”, es decir, cierto encantamiento (que no es el caso de
esta conversación nuestra).

[Cuando me refiero a una imagen quiero decir a] prestarle atención, permitirle que viva
su vida. Y tratar de hacer consciencia de esa vida. Cuando, como ahora, no tengo tiempo
de escribir, trato entonces de recrear el fragmento de sueño o lo que sea cerrando los
ojos, evocando esa imagen o clima y dejando la mente libre para que surjan
asociaciones. Allí ocurre un desdoblamiento, un estado reflexivo, de modo que por un
lado pueda asociar y por otro prestar atención a esas asociaciones. Así es posible
liberarse de lo que podría seguir molestando u obsediendo. Llegando a comprender el
mensaje del llamado “inconsciente”, que por lo general se relaciona con hechos
importantes en la vida de uno que uno ha dejado pasar sin ocuparse de ellos, sin tomar
consciencia de su verdadera importancia.

La imaginación es un instrumento; un instrumento de conocimiento, a pesar de Sartre. Yo


utilizo la imaginación para traducir a imágenes ciertos impulsos, llamalos vivencias,
sentimientos o experiencias espirituales. LEVRERO; 1992, 171.)

Narrador y lenguaje

También soy escritura

y en este mismo instante

alguien me deletrea.

Octavio Paz

Todo discurso emitido es articulado por alguien. La realidad de una ficción, su forma,
sus equilibrios internos, su coherencia es conferida por una consciencia llamada
narrador. A diferencia de lo que mucha gente supone, el narrador de un relato no es el
autor. Cada sustancia pide su recipiente. Del mismo modo, cada narración solicita su
forma, su intención, su temperamento. Por ello, cada relato que el escritor emprende le
supone una primera obligación. ¿Quién cuenta la historia? La elección del narrador es
decisiva para el mundo de lo narrado, ya que ella determina el tono, el punto de vista,
el tiempo y el espacio desde el que se cuenta algo, en suma, para su poder persuasivo.

Un narrador es un ser hecho de palabras y vive sólo en función de la novela que cuenta
y mientras la cuenta. Es siempre un personaje inventado, un ser de ficción, al igual
que los otros, aquellos a los que él “cuenta”, pero más importante que ellos, pues de
la manera como actúa depende que éstos nos persuadan de su verdad o nos disuadan de
ella y nos parezcan títeres o caricaturas. (VARGAS LLOSA, 1998, 52)

Es claro que el narrador posee información, punto de vista, emociones, una historia que
contar y un idioma para comunicarla. Pero también tiene un atrevimiento de mirar y
revelar. Observar lo que todos vemos pero enunciarlo de un modo diferente porque ha
sido manifestado desde su intransferible subjetividad. Y de esa peculiaridad emana su
poética. La originalidad de su obra no reside en la anécdota ni en el tratamiento del
lenguaje, sino en los hallazgos de su exploración.

En cuanto al lenguaje, admitamos que puede hospedar diferentes modos, distintas


posibilidades de belleza gracias a su eufonía, a la destreza de su dominio o a la
novedad de su empleo. Pero, digámoslo de una vez, esa estética no es el fin último de
la escritura literaria. Es el medio del que el escritor se vale para expresar algo que
podría decirse sin palabras, algo previo a las palabras. La belleza del lenguaje
permite la demolición de una barrera racional detrás de la cual el individuo se
amuralla. Perpleja, fascinada, diríase hipnotizada por la hechicería del bello
excipiente, la consciencia admite un mensaje profundo que, en primera instancia, es el
de un hombre que al pronunciarse a sí mismo, pronuncia a la humanidad.

Vale la pena detenernos en lo que ha dicho Juan José Arreola sobre el lenguaje en la
composición de la obra literaria:

El pensamiento opera como dedos y manos sobre la materia impalpable del lenguaje,
ejerce presión, ordena las palabras. El acto de escribir consiste en violentar las
palabras, ponerlas en predicamento para que expresen más de lo que expresan. Las
palabras bien acomodadas crean nuevas obligaciones y producen una significación mayor
de la que tienen aisladamente. De allí que palabras vulgares, totalmente desgastadas
por el uso, vuelven a lucir como nuevas: la vecindad de otras palabras, mediante un
proceso de suma y resta, les devuelve su significación original o les hace decir o
apuntar lo indecible.

Las palabras son inertes de por sí, y de pronto la pasión las anima, la levanta en el
arrebato del espíritu. …y la emisión ya no se va al aire, sino que se queda
encartuchada en las palabras obligatoriamente ligadas por la urgencia que tiene el
espíritu de expresarse. Esta urgencia coordina el mecanismo del lenguaje, que luego se
vuelve analizable mediante las leyes de la gramática.

El lenguaje, aunque esté estampado en el papel, no es silencioso: de él y desde él se


propagan sucesivas sonoridades. Cuando uno construye una bella frase, un pensamiento
todavía más bello viene a habitarla, no porque la frase esté originalmente vacía, sino
porque es una nostalgia del espíritu que aspira a una concreción en belleza.

El espíritu tiene una necesidad inagotable de manifestarse y los hace a veces empleando
la razón, pero siempre, en los casos verdaderos, a pesar de la razón o haciendo caso
omiso de ella.

La construcción de realidad

Entendida en su manifestación más profunda y transformadora diríamos —no sin cautela—


ritual, la escritura literaria, con su aportación de mentiras verdaderas, es un espacio
en el que se dirime la realidad. ¿Qué es lo real, a diferencia de lo “irreal”? Pueden
las orientaciones de una diégesis alterar las percepciones que respecto a la realidad
tiene un lector comprometido? Sin ánimo de forzar un subjetivismo efectista, cabe
admitir como válida una función de la literatura: en ella, dentro de ella se formulan
juicios sobre la esencia del corazón humano, pero no es menos cierto que con ella se
pretende expandir la consciencia hasta abarcar lo insospechado y decir lo
impronunciable.

Atendamos el siguiente cuento de Salvador Elizondo como ejemplo de un intento de la


mente humana para, mediante un artefacto verbal, es decir, un medio estético, lesionar
ideas petrificadas en nuestras mentes, tales como el tiempo, el espacio y “lo real”.

LA HISTORIA SEGÚN PAO CHENG

En un día de verano, hace más de tres mil quinientos años, el filósofo Pao Cheng se
sentó a la orilla de un arroyo a adivinar su destino en el caparazón de una tortuga. El
calor y el murmullo del agua pronto hicieron, sin embargo, vagar sus pensamientos y
olvidándose poco a poco de las manchas del carey, Pao Cheng comenzó a inferir la
historia del mundo a partir de ese momento. “Como las ondas de este arroyuelo, así
corre el tiempo. Este pequeño cauce crece conforme fluye, pronto se convierte en un
caudal hasta que desemboca en el mar, cruza el océano, asciende en forma de vapor hacia
las nubes, vuelve a caer sobre la montaña con la lluvia y baja, finalmente, otra vez
convertido en el mismo arroyo…” Este era, más o menos, el curso de su pensamiento y
así, después de haber intuido la redondez de la tierra, su movimiento en torno al sol,
la traslación de los demás astros y la propia rotación de la galaxia y del mundo,
“¡Bah! –exclamó- este modo de pensar me aleja de la Tierra de Han y de sus hombres que
son el centro inamovible y el eje en torno al que giran todas la humanidades que en él
habitan…” Y pensando nuevamente en el hombre, Pao Cheng pensó en la Historia.
Desentrañó, como si estuvieran escritos en el caparazón de la tortuga, los grandes
acontecimientos futuros, las guerras, las migraciones, las pestes y las epopeyas de
todos los pueblos a lo largo de varios milenios. Ante los ojos de su imaginación caían
las grandes naciones y nacían las pequeñas que después se hacían grandes y poderosas
antes de ser abatidas a su vez. Surgieron también todas las razas y las ciudades
habitadas por ellas que se alzaban un instante majestuosas y luego caían por tierra
para confundirse con la ruina y la escoria de innumerables generaciones.

Una de estas ciudades entre todas las que existían en ese futuro imaginado por Pao
Cheng llamó poderosamente su atención y su divagación se hizo más precisa en cuanto a
los detalles que la componían, como si en ella estuviera encerrado un enigma
relacionado con su persona. Aguzó su mirada interior y trató de penetrar en los
resquicios de esa topografía increada. La fuerza de su imaginación era tal que se
sentía caminar por sus calles, levantando la vista azorado ante la grandeza de las
construcciones y la belleza de los monumentos.

Largo rato paseó Pao Cheng por aquella ciudad mezclándose a los hombres ataviados con
extrañas vestiduras y que hablaban una lengua lentísima, incomprensible, hasta que
pronto se detuvo ante una casa en cuya fachada parecían estar inscritos los signos
indescifrables de un misterio que lo atraía irresistiblemente. A través de una de las
ventanas pudo vislumbrar a un hombre que estaba escribiendo. En ese mismo momento Pao
Cheng sintió que allí se dirimía una cuestión que lo atañía íntimamente. Cerró los ojos
y acariciándose la frente perlada de sudor con las puntas de sus dedos alargados trató
de penetrar, con el pensamiento, en el interior de la habitación en la que el hombre
estaba escribiendo. Se elevó volando del pavimento y su imaginación traspuso el reborde
de la ventana que estaba abierta y por la que se colaba una ráfaga fresca que hacía
temblar las cuartillas, cubiertas de incomprensibles caracteres, que yacían sobre la
mesa. Pao Cheng se acercó cautelosamente al hombre y miró por encima de sus hombros,
conteniendo la respiración para que éste no notara su presencia. El hombre no lo
hubiera notado pues parecía absorto en su tarea de cubrir aquellas hojas de papel con
esos signos cuyo contenido todavía escapaba al entendimiento de Pao Cheng. De vez en
cuando el hombre se detenía, miraba pensativo por la ventana, aspiraba un pequeño
cilindro blanco y arrojaba una bocanada de humo azulado por la boca y por las narices;
luego volvía a escribir. Pao Cheng miró las cuartillas terminadas que yacían en
desorden sobre un extremo de la mesa y conforme pudo ir descifrando el significado de
las palabras que estaban escritas en ellas, su rostro se fue nublando y un escalofrío
de terror cruzó, como la reptación de una serpiente venenosa, el fondo de su cuerpo.
”Este hombre está escribiendo un cuento”, se dijo. Pao Cheng volvió a leer las palabras
escritas sobre las cuartillas. “El cuento se llama La Historia según Pao Cheng y trata
de un filósofo de la antigüedad que un día se sentó a la orilla de un arroyo y se puso
a pensar en… ¡Luego yo soy un recuerdo de ese hombre y si ese hombre me olvida
moriré…!”

El hombre, no bien había escrito sobre el papel las palabras “…si ese hombre me olvida
moriré”, se detuvo, volvió a aspirar el cigarrillo y mientras dejaba escapar el humo
por la boca, su mirada se ensombreció como si ante él cruzara una nube cargada de
lluvia. Comprendió, en ese momento, que se había condenado a sí mismo, para toda la
eternidad, a seguir escribiendo la historia de Pao Cheng, pues si su personaje era
olvidado y moría, él que no era más que un pensamiento de Pao Cheng, también
desaparecería.

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