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El crítico literario Christopher Domínguez Michael cuenta que cuando él era niño
conoció a Juan José Arreola, quien solía pasar tardes jugando al ajedrez con el padre
de Christopher. En una oportunidad el futuro crítico se animó a mostrarle al maestro
sus poemas tempranos. Arreola, que hoy también es recordado como el mentor de varias
generaciones de escritores, preguntó al niño: “¿Quieres saber lo que es la
literatura?”. Enseguida, le dictó de memoria un poema de Bécquer y le pidió que
consiguiera unas tijeras. “Ahora recorta cada palabra y con ellas haz tu propio poema.”
Como pudo, el niño cumplió con lo encomendado. Sometió el resultado al juicio del
maestro preguntándole “Juan José, ¿es esto la literatura?” “No. La literatura son las
tijeras.”
No es difícil sentenciar que se trata de una lección mentirosa y, precisamente por eso,
literaria. En estricto sentido, el símil propuesto por Arreola atiende a los
procedimientos de composición pero no abarca la totalidad del fenómeno literario. La
literatura miente y en ese mentir está su verdad.
La verdad parece soportable cuando no es verdad. Quizá por ello necesitamos el mito; no
nos explica pero nos llena de sentido. En toda obra de arte se cumple una revelación
esencial mediante una forma estética, del mismo modo que toda novela es una idea en sí
misma de
No se escriben novelas para contar la vida sino para transformarla añadiéndole algo… En
esos sutiles o groseros agregados a la vida, en los que el novelista materializa sus
secretas obsesiones, reside la originalidad de una ficción… Porque no es la anécdota lo
que decide la verdad o la mentira de una ficción. Sino que ella sea escrita, no
vivida., que esté hecha de palabras y no de experiencias concretas. Al traducirse en
lenguaje, al ser contados, los hechos sufren una profunda modificación. A esta primera
modificación se le añade una segunda, no menos radical: la del tiempo… Si entre las
palabras y los hechos hay una distancia, entre el tiempo real y el de una ficción hay
un abismo. El tiempo novelesco es un artificio… Las novelas tienen principio y fin y,
aun en las más informes y espasmódicas, la vida adopta un sentido que podemos percibir
porque ellas nos ofrecen una perspectiva que la vida verdadera, en la que estamos
inmersos, siempre nos niega. Ese orden es invención, un añadido del novelista,
simulador que aparenta recrear la vida cuando en verdad la rectifica.
(VARGAS LLOSA, 2003; 17 y 18)
Cada cosa es Babel, afirma el poeta Eduardo Lizalde. No importa si esto es cierto o
razonable, pero me estremece. Este mundo que habitamos, tangible, demostrable, está
hecho con la semilla del cosmos: la materia. Cada vez me convenzo más de que el
escritor artista se entrega a su oficio como a un culto sagrado, explora los
territorios de su alma y edifica un mundo paralelo hecho de palabras.
Antes de eso, la humanidad vivía la culpa primordial. Comía. “La culpa primordial es
el gesto que hace desaparecer lo existente, el gesto de quien come. Obligatoria e
inextinguible es la culpa. Y, como los hombres no sobreviven si no comen, la culpa va
entretejida con la fisiología y se renueva continuamente.”
La escritura de una novela, cuando es profunda, suele ser un acto moralmente doloroso.
Al principio, las palabras van saliendo, unidas por una imperiosa necesidad de
construir sentido. O sea, está el sentido de la anécdota, el sentido del lenguaje, la
coherencia interna, la estructura. Pero tarde o temprano uno se da cuenta de que,
arrastradas por las palabras, atraídas por una especie de fascinación estética, afloran
las verdaderas preocupaciones del artista, las que lo llevan a pronunciarse. Uno va
aprendiendo que escribir literatura es convertir las palabras, inertes de por sí, en
imágenes y sonidos llenos de una cosa esencial propia. Algo que no es un saber. Un
fenómeno, porque está expuesto y podemos comprenderlo, que nace de nuestras intuiciones
y emociones al escribir, más que de nuestro intelecto. En esencia, no se trata, pues,
de una destreza técnica o del acopio de una suma de saberes. El sentido propio del
esfuerzo literario es ofrecer un juicio estético de la condición humana que, al ser
incorporado, experimentado por el lector contribuya a la expansión de su consciencia.
Para esta clase he procurado reunir las reflexiones de una serie de literatos
latinoamericanos, habida cuenta de que en Latinoamérica se instaló sólidamente, en los
recientes cincuenta años, una discusión acerca de la esencia de lo literario que derivó
en el llamado boom latinoamericano y se caracterizó por una representación de la
realidad a la que enseguida se llamó “realismo mágico” o “lo real maravilloso”. No me
ocuparé aquí, por falta de espacio, de describir esa corriente, por lo demás bien
conocida. En todo caso, los escritores que la conformaron registraron sus apreciaciones
sobre el arte de la escritura, y eso es lo que viene a cuento.
Carlos Fuentes coincide con lo expresado por Vargas Llosa en lo que se refiere a la
producción de realidad con las que se compromete el escritor que encara la narrativa:
La obra [literaria] añade algo a la realidad que antes no estaba allí, y al hacerlo,
forma la realidad… La cárcel del realismo es que por sus rejas sólo vemos lo que ya
conocemos. La libertad del arte consiste, en cambio, en enseñarnos lo que no sabemos.
El escritor y el artista no saben: imaginan. Su aventura consiste en decir lo que
ignoran. La imaginación es el nombre del conocimiento en literatura y en arte.
Por más que un novelista esté inmerso en una lucha política aguda, su compromiso carece
de importancia literaria si no llega acompañado de imaginación y lenguaje. Pero la
ausencia de una militancia política no sustrae el valor político a una obra narrativa,
pues ésta, mientras más valores literarios reúna, mejor cumple su función: redefinir
perpetuamente a los seres humanos como problemas, en vez de entregarlos mudos y atados
de pies y manos a las respuestas prefabricada de la ideología. (FUENTES. 1993, 17)
Para Rollo May “un mito es una forma de dar sentido a un mundo que no lo tiene. Los
mitos son patrones narrativos que dan significado a nuestra existencia.”
Al igual que el relato oral que le dio origen, un artefacto narrativo no es: dura. Es
el momento o la suma de momentos en los que una determinada consciencia pone en un
lenguaje la experiencia significativa, el Enigma, el misterio que encierra estar vivo y
ser consciente de ello. En esa línea, el mito es una puerta de entrada a lo
desconocido. Por medio de una aventura estética, que es en principio la relación con el
lenguaje. Se accede a una red más o menos compleja de símbolos. Al ser incorporados a
la conciencia lectora en su pura esencia simbólica, desovan en ella ideas, imágenes y
estímulos emocionales que son incubados de inmediato por la sensibilidad y la memoria,
y, a mediano o largo plazo son resignificados por la psique hasta llegar a la última
estación del destino del arte: la transformación de quien se expuso a tal experiencia.
Cuento y novela
Hemos hablado aquí de lo que ciertos autores literarios opinan sobre el fenómeno
literario en general y, particularmente, sobre el trabajo novelístico en tanto que
reproducción de mitos como necesidades de la consciencia. Se hace necesario determinar
si existe una diferencia esencial entre la narración breve y la de largo aliento, es
decir, entre el cuento y la novela. A mi juicio, no basta la obvia diferencia de
extensión. Hay en la naturaleza de cada uno de estos dos géneros suficientes sellos de
identidad como para distinguirlos en términos de procedimientos de composición y
también de resultados estéticos.
El cuento suele ser circunstancia. Se trabaja a partir de una anécdota y constituye una
experiencia explosiva. En virtud de su brevedad solicita una decantación del lenguaje
que permita economizar los recursos expositivos. Sobre todo en el cuento más moderno,
los personajes no están minuciosamente caracterizados sino construidos mediante rasgos
vigorosos y significativos. Podríamos decir que en el cuento se cumple esa sinécdoque
según la cual una parte del todo, el personaje, representa al todo, la humanidad,
mediante una circunstancia que permite ver más allá de ella misma. De pronto la
trayectoria estable de la vida sufre un desperfecto, el suelo se agrieta fugazmente y
nos permite ver por unos instantes, sin comprenderla cabalmente, la nervadura de la
vida. Eso es el cuento.
Un cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y la
expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal. Y el resultado de esa
batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una ida sintetizada,
algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una
permanencia. Sólo con imágenes se puede conseguir esa alquimia secreta que explica la
profunda resonancia que un gran cuento tiene entre nosotros.
Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será
un gran cuentista si su elección contiene —a veces sin que él lo sepa conscientemente—
esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande. (CORTÁZAR, 1993).
Imagen
Como los sueños, los mitos son producto de la imaginación humana; y. por tanto, sus
imágenes —aunque derivadas de elementos del mundo material y su supuesta historia— son,
al igual que los sueños, expresión de las más profundas esperanzas, deseos y temores,
capacidades y conflictos de la voluntad humana… Todo mito, ya sea de manera intencional
o no, es un símbolo psicológico; por lo que sus imágenes y su narrativa no deben
entenderse de manera literal sino metafórica.
Esas figuraciones míticas son las “formas ancestrales”, los arquetipos insustanciales
de todo lo que perciben nuestros ojos como cosas materiales. (CAMPBELL, 2013, 69).
Existen dos fuerzas artísticas, ha escrito Nietzsche, que brotan del seno mismo de la
naturaleza. Una de ellas, la expresión apolínea, emana del ideal de belleza, el sueño o
la ensoñación productora de equilibrio y partidaria del ideal de perfección. La otra,
la fuerza dionisíaca, emana de una sinrazón telúrica y oscura que no se preocupa del
individuo sino que persigue su disolución liberadora por un sentimiento de unidad
mística. Cuando ambas fuerzas intervienen en el sujeto exaltado por la embriaguez
dionisíaca y entregado a un sueño apolíneo, éste se identifica con las fuerzas
primordiales más esenciales del mundo, y éstas se le revelan como una visión simbólica.
Para Jung, ambas fuerzas están diferenciadas en dos tipos de creadores. Unos someten la
propia obra a su voluntad de composición, a tratamientos calibrados y planificados,
empleando sus juicios más agudos y respetando las reglas de lo que se considera las
formas bellas y el estilo. El creador se identifica con su proceso de manera totalmente
consciente. Programa un objetivo que se cumple en la expresión. Como puede verificarse,
se trata del creador apolíneo.
Veamos ahora cómo un narrador poderoso y esencial como lo es Mario Levrero, que ha
sabido distanciarse de las modas y las determinaciones de naturaleza comercial, habla
de sus procedimientos:
El arte atiende a ciertos niveles de comunicación, a los más profundos. Sin embargo,
esos niveles también pueden darse de otra forma; por ejemplo, en una conversación, en
la medida en que haya “hipnosis”, es decir, cierto encantamiento (que no es el caso de
esta conversación nuestra).
[Cuando me refiero a una imagen quiero decir a] prestarle atención, permitirle que viva
su vida. Y tratar de hacer consciencia de esa vida. Cuando, como ahora, no tengo tiempo
de escribir, trato entonces de recrear el fragmento de sueño o lo que sea cerrando los
ojos, evocando esa imagen o clima y dejando la mente libre para que surjan
asociaciones. Allí ocurre un desdoblamiento, un estado reflexivo, de modo que por un
lado pueda asociar y por otro prestar atención a esas asociaciones. Así es posible
liberarse de lo que podría seguir molestando u obsediendo. Llegando a comprender el
mensaje del llamado “inconsciente”, que por lo general se relaciona con hechos
importantes en la vida de uno que uno ha dejado pasar sin ocuparse de ellos, sin tomar
consciencia de su verdadera importancia.
Narrador y lenguaje
alguien me deletrea.
Octavio Paz
Todo discurso emitido es articulado por alguien. La realidad de una ficción, su forma,
sus equilibrios internos, su coherencia es conferida por una consciencia llamada
narrador. A diferencia de lo que mucha gente supone, el narrador de un relato no es el
autor. Cada sustancia pide su recipiente. Del mismo modo, cada narración solicita su
forma, su intención, su temperamento. Por ello, cada relato que el escritor emprende le
supone una primera obligación. ¿Quién cuenta la historia? La elección del narrador es
decisiva para el mundo de lo narrado, ya que ella determina el tono, el punto de vista,
el tiempo y el espacio desde el que se cuenta algo, en suma, para su poder persuasivo.
Un narrador es un ser hecho de palabras y vive sólo en función de la novela que cuenta
y mientras la cuenta. Es siempre un personaje inventado, un ser de ficción, al igual
que los otros, aquellos a los que él “cuenta”, pero más importante que ellos, pues de
la manera como actúa depende que éstos nos persuadan de su verdad o nos disuadan de
ella y nos parezcan títeres o caricaturas. (VARGAS LLOSA, 1998, 52)
Es claro que el narrador posee información, punto de vista, emociones, una historia que
contar y un idioma para comunicarla. Pero también tiene un atrevimiento de mirar y
revelar. Observar lo que todos vemos pero enunciarlo de un modo diferente porque ha
sido manifestado desde su intransferible subjetividad. Y de esa peculiaridad emana su
poética. La originalidad de su obra no reside en la anécdota ni en el tratamiento del
lenguaje, sino en los hallazgos de su exploración.
Vale la pena detenernos en lo que ha dicho Juan José Arreola sobre el lenguaje en la
composición de la obra literaria:
El pensamiento opera como dedos y manos sobre la materia impalpable del lenguaje,
ejerce presión, ordena las palabras. El acto de escribir consiste en violentar las
palabras, ponerlas en predicamento para que expresen más de lo que expresan. Las
palabras bien acomodadas crean nuevas obligaciones y producen una significación mayor
de la que tienen aisladamente. De allí que palabras vulgares, totalmente desgastadas
por el uso, vuelven a lucir como nuevas: la vecindad de otras palabras, mediante un
proceso de suma y resta, les devuelve su significación original o les hace decir o
apuntar lo indecible.
Las palabras son inertes de por sí, y de pronto la pasión las anima, la levanta en el
arrebato del espíritu. …y la emisión ya no se va al aire, sino que se queda
encartuchada en las palabras obligatoriamente ligadas por la urgencia que tiene el
espíritu de expresarse. Esta urgencia coordina el mecanismo del lenguaje, que luego se
vuelve analizable mediante las leyes de la gramática.
El espíritu tiene una necesidad inagotable de manifestarse y los hace a veces empleando
la razón, pero siempre, en los casos verdaderos, a pesar de la razón o haciendo caso
omiso de ella.
La construcción de realidad
En un día de verano, hace más de tres mil quinientos años, el filósofo Pao Cheng se
sentó a la orilla de un arroyo a adivinar su destino en el caparazón de una tortuga. El
calor y el murmullo del agua pronto hicieron, sin embargo, vagar sus pensamientos y
olvidándose poco a poco de las manchas del carey, Pao Cheng comenzó a inferir la
historia del mundo a partir de ese momento. “Como las ondas de este arroyuelo, así
corre el tiempo. Este pequeño cauce crece conforme fluye, pronto se convierte en un
caudal hasta que desemboca en el mar, cruza el océano, asciende en forma de vapor hacia
las nubes, vuelve a caer sobre la montaña con la lluvia y baja, finalmente, otra vez
convertido en el mismo arroyo…” Este era, más o menos, el curso de su pensamiento y
así, después de haber intuido la redondez de la tierra, su movimiento en torno al sol,
la traslación de los demás astros y la propia rotación de la galaxia y del mundo,
“¡Bah! –exclamó- este modo de pensar me aleja de la Tierra de Han y de sus hombres que
son el centro inamovible y el eje en torno al que giran todas la humanidades que en él
habitan…” Y pensando nuevamente en el hombre, Pao Cheng pensó en la Historia.
Desentrañó, como si estuvieran escritos en el caparazón de la tortuga, los grandes
acontecimientos futuros, las guerras, las migraciones, las pestes y las epopeyas de
todos los pueblos a lo largo de varios milenios. Ante los ojos de su imaginación caían
las grandes naciones y nacían las pequeñas que después se hacían grandes y poderosas
antes de ser abatidas a su vez. Surgieron también todas las razas y las ciudades
habitadas por ellas que se alzaban un instante majestuosas y luego caían por tierra
para confundirse con la ruina y la escoria de innumerables generaciones.
Una de estas ciudades entre todas las que existían en ese futuro imaginado por Pao
Cheng llamó poderosamente su atención y su divagación se hizo más precisa en cuanto a
los detalles que la componían, como si en ella estuviera encerrado un enigma
relacionado con su persona. Aguzó su mirada interior y trató de penetrar en los
resquicios de esa topografía increada. La fuerza de su imaginación era tal que se
sentía caminar por sus calles, levantando la vista azorado ante la grandeza de las
construcciones y la belleza de los monumentos.
Largo rato paseó Pao Cheng por aquella ciudad mezclándose a los hombres ataviados con
extrañas vestiduras y que hablaban una lengua lentísima, incomprensible, hasta que
pronto se detuvo ante una casa en cuya fachada parecían estar inscritos los signos
indescifrables de un misterio que lo atraía irresistiblemente. A través de una de las
ventanas pudo vislumbrar a un hombre que estaba escribiendo. En ese mismo momento Pao
Cheng sintió que allí se dirimía una cuestión que lo atañía íntimamente. Cerró los ojos
y acariciándose la frente perlada de sudor con las puntas de sus dedos alargados trató
de penetrar, con el pensamiento, en el interior de la habitación en la que el hombre
estaba escribiendo. Se elevó volando del pavimento y su imaginación traspuso el reborde
de la ventana que estaba abierta y por la que se colaba una ráfaga fresca que hacía
temblar las cuartillas, cubiertas de incomprensibles caracteres, que yacían sobre la
mesa. Pao Cheng se acercó cautelosamente al hombre y miró por encima de sus hombros,
conteniendo la respiración para que éste no notara su presencia. El hombre no lo
hubiera notado pues parecía absorto en su tarea de cubrir aquellas hojas de papel con
esos signos cuyo contenido todavía escapaba al entendimiento de Pao Cheng. De vez en
cuando el hombre se detenía, miraba pensativo por la ventana, aspiraba un pequeño
cilindro blanco y arrojaba una bocanada de humo azulado por la boca y por las narices;
luego volvía a escribir. Pao Cheng miró las cuartillas terminadas que yacían en
desorden sobre un extremo de la mesa y conforme pudo ir descifrando el significado de
las palabras que estaban escritas en ellas, su rostro se fue nublando y un escalofrío
de terror cruzó, como la reptación de una serpiente venenosa, el fondo de su cuerpo.
”Este hombre está escribiendo un cuento”, se dijo. Pao Cheng volvió a leer las palabras
escritas sobre las cuartillas. “El cuento se llama La Historia según Pao Cheng y trata
de un filósofo de la antigüedad que un día se sentó a la orilla de un arroyo y se puso
a pensar en… ¡Luego yo soy un recuerdo de ese hombre y si ese hombre me olvida
moriré…!”
El hombre, no bien había escrito sobre el papel las palabras “…si ese hombre me olvida
moriré”, se detuvo, volvió a aspirar el cigarrillo y mientras dejaba escapar el humo
por la boca, su mirada se ensombreció como si ante él cruzara una nube cargada de
lluvia. Comprendió, en ese momento, que se había condenado a sí mismo, para toda la
eternidad, a seguir escribiendo la historia de Pao Cheng, pues si su personaje era
olvidado y moría, él que no era más que un pensamiento de Pao Cheng, también
desaparecería.
Bibliografía
CAMPBELL, Joseph. El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito. México, FCE, 1984.
CORTÁZAR, Julio. “Algunos aspectos del cuento”, en Teorías de los cuentistas, compilado
por Lauro Zavala. México, UNAM, 1993.
JUNG, Carl Gustav. Sobre el fenómeno del espíritu en el arte y en la ciencia. Madrid,
Trotta, 2002.
ROTH, Philliph, El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras. Barcelona, Seix
Barral, 2003.