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Macedonio Fernández.
Sería como la una de la madrugada cuando Beatriz limpiaba el ático. No es que tuviera
mucho trabajo, era que había tenido tiempo para sí misma, para gastarlo en lo que
quisiera. Tenía cajas llenas de obsequios y fotografías viejas. Alebrijes. Libros. Cartas.
Recuerdos sin valor monetario. Rebujos de ropa agujerada y calcetas impares, sucias.
No se molestó en sacudir los artículos empolvados con un trapo, Beatriz usaba sus
manos. ¿Sería la angustia? Sí. Evidentemente. Perdió el gusto por su cuerpo, por la
mensual y ella tenía que culpar a los de Telmex, al OAPAS, al pago del gas y de los
víveres. Era verdad. Estaba en la ruina con tanto servicio. Ya no tenía para comer. Dos
atunes, una salsa habanera y otra tipo inglesa Crosse & blackwell, me parece. También
una coca cola, indispensable, puesto que, con la azúcar refinada y la cafeína que ésta
¡Ah, esos días de juventud! A los dieciocho. Cuando todavía carecía de estrías y manchas
hepáticas. Se miraba en un retrato de hacía cinco años. ¡Cómo había cambiado! Se veía
tan viva antes. Hizo un gesto espasmódico dejando brillar sus dientes: era una sonrisa.
hippie en la universidad. La diseñó ella misma. Con bordes de listón, con una margarita
amarilla, con historia. Qué época. La sujetó como si hubiese hallado un tesoro en oro. Se
sonrojó sintiéndose joven aún. Más memorias inacabables le sedujeron: unos jeans
azules, un novio mariguano, una visión política y artística; alcohol, peleas, amigos, fiestas,
Abrió la cartera. Vacía. Quemada. Restos de tabaco, nada más. Un teléfono local
escrito con lapicero negro, legible aún. Las iniciales A.M. Nadie en especial, un
cualquiera... ¡No! ¡Rayos! ¿Podía ser él? Con suerte sí. El chico introvertido que le
gustaba. ¿Cómo llegó su teléfono ahí? En una peda, es posible. Pero que alegría saber de
él. Pensarlo a través de un número. Si hace cinco años lo hubiera llamado, hubiera sido la
***
Escuchaba la canción Mr. Brigtside de The killers. Qué buena rola. Un Ipod hacía sacudir
su cabeza y excluirlo del mundo. La gente lo miraba negando, no para juzgarlo sino para
evidenciar la energía que los jóvenes mostraban. Iba en la universidad. Psicología. Pues
sólo alguien de psicología está tan desquiciado para bailar, alborotando su pelo, frente a
todos.
Mauricio contempló el rostro del hombre. Jodido. Tenía pesar en sus ojos.
Conjuntivitis. Lagañas verdes. Agonía. Pero nadie notaba esos detalles, nadie miraba a los
ojos. Ni yo. También descubrió que llevaba un portafolio pardo, un fajo de billetes
asomaba. Eran de quinientos. Una fortuna, los ahorros de su vida. De algún fraude, quizá.
Narcotráfico en el peor de los casos. Algo... Mauricio se había quitado la rosa encapsulada
en mercurio. Jugó con ella deslizándola entre sus dedos. Un fino collar.
–Pues tómalo.
Cuando llegó a casa una de sus amigas bailaba frente al televisor. Zumba. Su humor
saludarla. Ella rió. Se querían. Habían quedado en hacer juntos una tarea para la clase de
Teoría del sujeto, tenían que estudiar duro ya que el maestro amenazaba con otro examen
sorpresa. El cretino.
– ¿Antidepresivos?
después. En ese momento no era para tanto. Así que soltó una carcajada tardía, y franca.
Lizi cambió el canal del televisor. Estaba fatigada y quería descansar. Revisó los
seis canales visibles y se decidió por el canal once. Los cuentos de la calle broca. Sus
favoritos. A pesar de sus diecinueve años le seguían fascinando. Interactuó un poco con la
tele, con el inanimado monsieur Pierre y, como recordando un asunto importante, giró
hacía Mauricio. Titubeó. No estaba segura de decirle, pero tenía que hacerlo.
***
Cuando se despertó el sol le lastimó los ojos. Olvidó cerrar las persianas y había llorado
durante la noche. Ya pasaban de las doce cuando sonó, por décima vez, la alarma del
despertador. Suspiró. Debía levantarse pero no hallaba motivos, era viejo para tener
motivos.
para caer y aterrizar en un mejor lugar. Para morir como su padre y su abuelo y su
los días finales donde todos festejan algo, él no sabía que festejar.
muerto. Tocó su rostro gris, barbudo. Se miró a los ojos. Enrojecidos. Lacrimosos.
Dilatados. Menos mal que la ducha le devolvía fuerzas cuyo destino le quitaba. Menos mal
gala.
Se derrumbó.
Adquirió la postura de un gato. Tosió. Quería expulsar el mal que tenía en el vientre.
La infección. Su cuerpo desnudo se proyectaba diminuto y estevado, la regadera ofuscaba
los gemidos misericordiosos, limpiaba la piel insana, le daba vida, lo curaba, calmaba el
***
A unos kilómetros de distancia Beatriz comparaba dos vestidos Fanny Fashion. Los
consiguió en oferta y en buen estado. ¡Treinta pesos por dos vestidos gabachos! Vaya
suerte. Uno de ellos era muy atrevido, le delineaba con precisión la cadera, le adelgazaba
la cintura y ensanchaba el busto. Una prenda tramposa. Ideal. El otro parecía muy usado,
Y se fugaría.
Al diablo con la señora Duarte, con la renta. Tenía pensado renunciar a sus deudas
y mudarse a otro departamento. A nadie le dijo dónde trabajaba así que podía
desaparecer, con suerte encontrar un lugar más cercano al hotel donde hacía de
camarera. Ya lo había hecho antes. Hubo renunciado en tres ocasiones. Dejó los
compromisos. Ganó enemigos y citas con abogados. De cualquier modo, ella era un caso
Cobró su cheque de novecientos pesos. Compró dos vestidos. Hizo maletas. Dejó
doscientos pesos en un sobre amarillento. Eso cubriría la luz y el agua. Ojalá pudiera
pagar la renta y los recargos. Pero no. Se imaginó despidiéndose con abrazos y besos de
Aunque no. Era ridículo. La harpía doña Duarte era indigna de ser querida.
Al cerrar la puerta principal no había vuelta atrás. Era de noche. El frío le calaba en
los huesos y penetraba con rudeza en su vestido guinda Fanny fashion. Sin duda, una
imitación barata. El original era aterciopelado y protegía del viento, calentaba un tanto.
perdiera.
Hacía unas horas le había marcado. Se mostró nerviosa y extraña. Psicópata. Ella
habría colgado ante una llamada así, de haber sido quien la recibía. Pero él no lo hizo.
cortante que hace un teléfono al colgar, oyó un “de acuerdo, hay que vernos”.
***
Sintió una bolita de papel golpeándole la nuca. Mauricio quería poner atención a la clase
pero no lo conseguía. Mónica lo molestaba. Le picaba por detrás con un lápiz, le arrojaba
jodidamente enamorada. Ella, Marta, Caro, Lizi. Una horda de primero, unas cuantas de
segundo y tercero. Todas las de quinto y sexto semestre. Su refugio era su salón de
piernas para no llamar la atención. Acostumbraba apagarlo durante las clases. No esta
vez. Esperaba una llamada. A ella. Desbloqueó el celular discretamente. ¡Cielos! No era
nadie importante. Sólo Mónica, de nuevo. Le había mandado una foto erótica de sí misma
en bragas y sin blusa. En una pose y ángulo provocativos. Venía adjunta a un mensaje
Pensó en la cartelera.
fingía amoldar algo entre sus manos; le sudaban por su atrevimiento. Él le guiñó un ojo
Quererlo. Pero la dejaría plantada como las últimas veces... No importaba. Cuando se
decidiera a llegar ella estaría esperándolo. Con los brazos abiertos. Con la virginidad
intacta.
***
Bebió otra copa de vino. El alcohol le caería bien a su estómago. Le disfrazaría los
tormentos y fantasmas nocturnos. Sorbo tras sorbo. Insaciable. A veces tanto trago a
secas lo ponía sentimental. Sin embargo, sabía en el fondo que la melancolía no era
producto de beber. El vino, el daño, la cebolla, sólo son excusas para justificar el llanto de
alguna manera. Será que es el alma quien busca desahogo y se apoya en algo.
Había ido a las quimioterapias. Estaba exhausto y con la tripa revuelta. Soportó la
próximo. Pero el liquido que recorría su sangre, eso sí era insoportable. Era sentir un ardor
interno recorriendo sus venas. Era un fuego destructivo e inhumano que lo cincelaba. La
noche era una cómplice traicionera. El manto nocturno y distante, fugaz, incitaba a la
reflexión con su infinitud. Las estrellas, las constelaciones, la luna. Poderosas causas para
Vale madre...
paso mortuorio de la enfermedad. Nada lo haría. Quizá Dios, pero era tarde para
contriciones. Siendo ateo. El vino, al contrario, tentador y silencioso, parecía una buena
daría una ducha con agua fría para reanimar el cuerpo; si no, tendría que arrastrarse con
***
Beatriz era hermosa. No por otra cosa había conseguido empleos. La carrera de literatura
magnífica. Le daba el perfil de una caricatura. Ella, como si fuese de porcelana. Poseía
Años atrás, recordaba que lo conoció. Cuando tenía dieciocho años. En ese
entonces iba a la universidad, gozaba una vida normal, sin complicaciones. Tenía su estilo
con el que divagaba y suspiraba. Saúl Hernández. Sus discos de Metallica, de Nirvana.
Piratas. No obstante, la mujer es compleja y puede rehusar todo cuanto ha logrado por
una fantasía.
Él.
en un bar. Mauricio le extendió la mano al tiempo que hacía una mueca enigmática.
Quería bailar pues. Y ella, confundida por la actitud ya fuerte, ya seductora, ya tierna, ni
frenesí. Era el tiempo. Las feromonas se expandían por el lugar y se mezclaba con el olor
de la cerveza. Con el vaho del tabaco. Y justo cuando planeaba soltar un estruendoso
grito reprimido, una mano se blandía hacía ella. Una invitación. Una injusticia. Mauricio.
Una anciana perfumada tocó el hombro de Beatriz. Detuvo sus pensamientos. El autobús
–Llegamos jovencita.
manchas, várices, ojeras. Un cuerpo descuidado. Sólo el estético rostro sin igual la
rejuvenecía. Por suerte Mauricio era unos años más grande que ella. Estarían igual. Se
entenderían.
¿Señora?
– Tómalo. Te lo obsequio.
Mauricio estiró la mano para entregarle el celular a una niña que había estado
primaria que solían fingir con sus celulares de juguete, fingiéndose refinadas. Mauricio le
acercó más el móvil. La pequeña lo tomó asintiendo. Por fin tendría algo para presumir,
Cuando la infanta de once años corrió incrédula con su regalo, Mauricio se sintió
aliviado. Tarde o temprano iba a tener que deshacerse de él. Ya no podía cargarlo. Mucho
calor. En algunos días también la luz. Estaba en el parque municipal esperando a Lizi.
Sentado en una banca entre los gritos alegres de niños. A lo lejos se escuchó una canción
monótona, una tonadilla de pocos acordes que se repetía sin cesar. Los helados.
Citó a Lizi a las cuatro de la tarde pero él llegó una hora antes. Para estar solo. Lizi
era puntual.
Desde que le dijeron lo de Beatriz, mejoró bastante. Usaba ropa blanca en el día y
las prendas negras las guardaba para situaciones especiales. Sin embargo, algunas
nuevas costumbres, como usar sombrillas en cuanto salía el sol, hacían verlo diferente.
minutos a la cinco. Avanzó con celeridad extendiendo los brazos, suplicándole un abrazo
clases.
Un vampiro.
Lizi lo aprisionó con un abrazo. Le parecía ilógico que fuera su amigo. Ella lo
belleza.
Sacó un cigarrillo largo y delgado. Capri. Le temblaba la mano. Mauricio decía unas
cosas de antropología. Lizi vacilaba para conseguir tiempo. Quería besarlo y acabar con
todo. Le dio vueltas a su encendedor hasta que lo colocó derecho. Lo rasgó para
Un beso.
Sólo uno.
***
Hizo un esfuerzo extranormal para callar el despertador. Era tarde. Hoy había despertado
con menor fuerza de la usual. Debilitado. Mal. Como en una resaca. El Torres 5 confirmó
borroso.
Tocaban la puerta.
El dolor en el estómago cobraba vigor. De ultimátum. Éste tendría que ser su último
tabaco. Aunque de cualquier modo se profetizaba así, sepultado el las profundidades del
pétreos o jorobas deformadas o mazos de hierro. Una carga terrible. Combatir, creer, vivir.
Son consejos que cuestan, y que descienden opacados con el tiempo. Y abandonan.
Solamente el espejo es un objeto franco. Revelador. Un aliado íntimo que sabe toda
golpeó contra el mosaico. Sujetó su estomago para detener la punzada. Una mancha
negra se desplegaba por el suelo. Carraspeó. Había vomitado. Pero esta vez no mejoró, ni
garrapata.
Morfina.
caja de paracetamol. Bendito medicamento. Gateó por el piso hasta alcanzar la caja. Sacó
dos pastillas blancas y las disolvió en su lengua. Para acelerar el efecto. Gracias a la
Funcionaban.
Ya los toquidos habían aumentado. La puerta retumbaba con golpes agudos. Debía
abrir. O decirle algo al visitante para que lo dejara tranquilo. Vete. Largo. No podía. La
brusco empujón y, bajo el dintel de la entrada, cobró forma una figura femenina. Había
llegado. Y posaba con un rictus indescifrable trazándole el entrecejo. Ella. La mujer que
descubrió su ser interior, entró, no sin antes mirarlo y compadecerlo por su agonizante
semblante magro.
Beatriz trató de distinguir el bulto, en posición fetal, que yacía inerte sobre el suelo,
que respiraba débilmente como si en cualquier instante pudiera dejar de hacerlo. Era
trabajoso verlo entre tanto humo gris flotando en la habitación. Tomó aire. Se relajó. Se
–¿Mauricio?
segundo aire para morir de pie. Sin misericordia ajena. Sin lamentos o cuestionamientos
obvios. Impávido. Jadeante. Humano.
–Soy... el Otro.
El muerto.
cuando parpadeó involuntariamente. Ahogó un grito de... ¿miedo, asombro? Beatriz dio un
paso hacia atrás. Tal vez retrocedía. Tal vez era un impulso sincero para abrazar a quien
amaba.