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de género y
configuraciones
espaciales
México, 2017
isbn: 978-607-02-9790-8
Esta edición y sus características son propiedad de la unam. Prohibida la reproducción total
o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales.
7
Presentación
Ana Buquet Corleto
9
Introducción
Galia Cozzi y Pilar Velázquez
37
Espacio y tiempo en la antropología feminista: cronotopos y evocación
Teresa del Valle Murga
89
Desigualdades y violencias de género en el espacio público de la ciudad
Olga Segovia Marín
135
Sujetos invisibles, urbanidad inexistente
Marcos Sardá Vieira y Miriam Pillar Grossi
151
Mujeres, espacio y ciclismo urbano en la Ciudad de México. Estudio de caso
Rocío Isela Cruz Trejo
213
La esfera doméstica moderna: jerarquías espaciales y configuraciones
subjetivas
Pilar Velázquez Lacoste
253
¡Señores, yo soy canaria y tengo aguante! Reflexiones sobre la participación
femenina en las barras de futbol: la experiencia de las jóvenes en la
“Lokura 81”
Claudia Ivette Pedraza Bucio
273
El metro de la Ciudad de México: heterotopías y prácticas homoeróticas
José Octavio Hernández Sancén
337
Las constelaciones de la movilidad y el género en un archipiélago
en transformación. El caso de Chiloé en el sur austral de Chile
Alejandra Lazo Corvalán
355
Reproducción de desigualdades: género, etnia y clase en un espacio
multicultural, la zona manzanera de Chihuahua, México
Beatriz Martínez Corona y José Álvaro Hernández Flores
379
Semblanzas
subsiguientes ediciones del congreso y fortalecer los estudios sobre género y espacio
en la región latinoamericana y en el mundo.
Estamos seguras de que esta primera publicación es apenas un esbozo de lo
mucho que queda por recorrer, difundir y estudiar sobre las relaciones de género
desde la geografía, la sociología, el urbanismo, la arquitectura, el diseño, la antro-
pología y cualquier otra disciplina dedicada al espacio. Con ello no solo damos
cauce y respuesta a problemáticas urgentes de nuestro entorno social, sino que
posicionamos a México en el debate internacional.
Galia Cozzi
Pilar Velázquez
una relación decisiva entre el género y el espacio, de tal suerte que es posible afirmar
que la naturaleza de las relaciones entre hombres y mujeres y las configuraciones
espaciales tienen entre sí efectos mutuamente constitutivos: las complejas relaciones
sociales y los supuestos dominantes que una sociedad construye en determinado
momento histórico definen el sentido y el significado de los espacios, la manera en
que estos son percibidos y habitados. Del mismo modo, el espacio social constru-
ye y determina lógicas de interacción, prácticas, subjetividades y órdenes sociales
cuyas lógicas de operación son solo parcialmente comprendidas si no se explica la
dinámica espacial subyacente.
El espacio social, según la reflexión de Michel Foucault, no es una “especie
de vacío”, es más bien un entramado de relaciones sociales que definen órdenes,
emplazamientos, actitudes y desplazamientos. Ese espacio, en el que “se desarrolla
la erosión de nuestra vida, de nuestro tiempo y de nuestra historia”, solo adquiere
sentido y significado a partir de los supuestos y relaciones sociales; de juegos de poder
y dominación, de un entramado simbólico e imaginario que de manera incesante
lo convierte en un espacio vivido, imaginado, normado.
Hablamos, pues, de la compleja relación entre género y espacio que solo puede
explicarse a partir del incesante cruce entre ambas categorías: de la constante in-
tersección en la que tales variables se constituyen mutuamente y conforman una
realidad social con efectos palpables en las interacciones sociales, las emociones,
los afectos, los desplazamientos, las actividades cotidianas, las identidades, las re-
sistencias, las transgresiones, los confinamientos y emplazamientos, las estancias,
las permanencias y los ritmos.
La división de espacios sociales y el establecimiento del orden de género he-
teronormativo en la modernidad tienen distintos niveles de intervención: operan,
ciertamente, en el terreno de lo más abstracto —el de los imaginarios y supuestos
sociales—, pero actúan también en el ámbito de la vida práctica y concreta de las
personas. Los distintos niveles de intervención de estas categorías se encuentran
estrechamente vinculados entre sí, y aun cuando situarse en el terreno explicativo
más abstracto provea de enormes virtudes y ventajas analíticas, lo cierto es que
también es preciso dar cuenta del correlato real de tales construcciones. La divi-
sión de espacios sociales y el orden de género heteronormativo encarnan en las
experiencias, actitudes y vivencias concretas de las personas en espacios reales,
físicos, simbólicos o imaginarios; se expresan, desde luego, en los impedimentos
reales o subjetivos de uno u otro género, o de una u otra preferencia sexual, para
conquistar, acceder, poseer y convivir en ellos, así como en las actitudes y emociones
Álvaro López (igg-unam), Irma Escamilla (igg-unam), Paula Soto (uam-i), Helena
López (pueg-unam), María Verónica Ibarra (ffyl-unam), Mariana Sánchez (puec-
unam), Galia Cozzi (pueg-unam) y Dania Arreola (pueg-unam).
El Primer Congreso Internacional sobre Género y Espacio se llevó a cabo del
14 al 17 de abril de 2015 en la Ciudad de México. Las instalaciones del Instituto de
Geografía y otros recintos de la unam se convirtieron durante cuatro días en la
sede de una fructífera discusión, reflexión y diálogo en torno a los problemas sobre
los cruces entre género y espacio.
Se presentaron, finalmente, noventa ponencias cuya riqueza consistió en mos-
trar una amplia gama de formas de pensar el género y el espacio desde la multidis-
ciplinariedad y la diversidad de posturas teóricas y epistemológicas: la geografía,
la arquitectura, el arte, la antropología, la sociología, la psicología, la literatura y
la filosofía, así como la descolonialidad, la poscolonialidad, el ecofeminismo, el fe-
minismo comunitario y la teoría queer funcionaron como enfoques y andamiajes
teóricos para la vasta discusión sobre el tema.
A todo ello se sumaron los trabajos de las tres conferencistas magistrales
quienes, desde distintos enfoques, compartieron reflexiones cruciales resultado de
largas investigaciones en torno al género y el espacio: “Geografía del género y los
espacios de encuentro colonial: una nueva mirada a las narrativas de viajeras” fue
una de las conferencias impartida por Maria-Dolors Garcia-Ramon; Olga Segovia
Marín presentó un trabajo titulado “Desigualdades y violencias de género en el es-
pacio público de la ciudad”, y, finalmente, Teresa del Valle conversó sobre “Espacio
y tiempo en la antropología feminista: cronotopos y evocación”.
Como parte fundamental de las actividades que dieron vida a este congreso, la
puesta en escena de Baños Roma, de la compañía de teatro Línea de Sombra, cons-
tituyó una de las expresiones más singulares a través de las cuales las reflexiones
sobre el espacio y el género salieron a la luz.
Las 15 mesas de trabajo, donde participaron cerca de cien ponentes y 223
asistentes —que iban desde estudiantes, investigadoras e investigadores, personas
provenientes del activismo, la academia, las organizaciones no gubernamentales y
el sector público—, dieron como resultado la conformación de la primera platafor-
ma en nuestro país para reflexionar sobre la relación e intersección entre género y
espacio desde cualquier disciplina y enfoque. En ese sentido, estamos convencidas
de que se han sentado las bases para incentivar, en nuestro particular contexto
académico, la discusión sistemática, continua, interdisciplinaria, vigente y crítica
sobre esta relevante problemática.
Uno de los objetivos centrales del Primer Congreso Internacional sobre Gé-
nero y Espacio fue dar inicio a un evento que, debido a la importancia e incipiente
estado de discusión de la temática en nuestro país, tuviese continuidad mediante
diferentes estrategias de difusión y constante intercambio de ideas: en primer lu-
gar, se publicaron las memorias del congreso en formato digital con la finalidad de
dar la mayor difusión posible a las distintas investigaciones sobre el tema. Estas se
pueden consultar abiertamente en el portal web del Centro de Investigaciones y
Estudios de Género de la unam. Además, después de la celebración del congreso,
se conformó una red de investigación sobre género y espacio en la que participan
82 especialistas y personas interesadas en discutir, intercambiar y compartir ideas
y reflexiones sobre el tema. Deseamos que, a partir de esta nueva red de investiga-
ción, surjan colaboraciones institucionales, trabajos e investigaciones que exploren
nuevas aristas, que se proponga la celebración de otros eventos, nuevas sedes. En
fin, que persista el ánimo para mantener una discusión fructífera, crítica y renovada
en torno a la relación entre el espacio y el género.
Finalmente, un fruto relevante de este primer congreso internacional es la
publicación de un libro con los trabajos más sobresalientes. Uno de los acuerdos
iniciales que estableció el comité organizador fue que, una vez concluido el con-
greso, se eligieran los trabajos más notables de cada mesa. El producto final está
conformado por cinco apartados que dan cuenta de la diversidad de enfoques
y discusiones presentadas en el Primer Congreso Internacional sobre Género y
Espacio.
El primer apartado, “Conferencias magistrales: género y espacio. Algunos debates
contemporáneos”, está constituido por los trabajos correspondientes a las ponencias
magistrales y presenta las discusiones internacionales más recientes que, desde la
antropología, la geografía, el urbanismo y la arquitectura, abordan las experiencias
de las mujeres en distintos espacios y la presencia de la categoría espacio y su cruce
con la del tiempo en la antropología feminista.
La siguiente sección, titulada “Irrupciones y desplazamientos: la presencia de las
mujeres en la ciudad”, compila los resultados de algunas investigaciones recientes en
torno a cómo viven las mujeres y otros grupos sociales el espacio urbano. De igual
forma se brindan algunas posturas teóricas en torno a la ciudad como un espacio
atravesado por los sesgos de género.
“Configuraciones, diseños y experiencias en el espacio doméstico: repro-
ducción de órdenes y jerarquías de género” constituye un apartado dedicado a la
dilucidación sobre uno de los espacios sociales más importantes de las sociedades
Maria-Dolors Garcia-Ramon1
vez más para referirse a aquella forma de crítica social que descifra los desiguales
procesos de representación con los que la experiencia histórica del tercer mundo
antes colonizado llega a conceptualizarse en Occidente. Por tanto, la aparición de
los estudios poscoloniales se relaciona con la llegada, ascenso y consolidación
en el mundo académico occidental de estudiosos originarios del tercer mundo y,
así, se comprende que este enfoque contenga una fuerte crítica al eurocentrismo
y, en general, al etnocentrismo. Las críticas al término poscolonial no han sido
pocas (Dikeç 2010), pero la realidad es que se ha impuesto de forma rotunda en
las ciencias sociales —incluyendo la geografía— y ni siquiera sus críticos plantean
suprimirlo.
Pieza clave para los estudios poscoloniales ha sido la revisión de la obra de
Edward Said (1978). El estudio de las narraciones de viajeras desde una perspectiva
feminista y poscolonial ha desempeñado un papel muy importante en la revisión
crítica de sus planteamientos —uno de los referentes intelectuales de la geografía
poscolonial— y de la historia de las exploraciones. Este autor, apoyándose en Foucault
y Gramsci, plantea que el Oriente no existe realmente, sino que “es una construcción
europea, un producto intelectual europeo, una imagen del Otro, que permite, al
definir al Otro, identificarse uno mismo como europeo, como occidental” (y, por
tanto, como superior) (Said 1978: 5).
La metáfora de Said es sugerente, en especial para la geografía, por dos razones.
En primer lugar, porque en la construcción de la otredad o alteridad, la espacialidad
tiene un papel importante. El otro es concebido como una entidad externa contra la
que “nosotros” y “nuestra” identidad se moviliza, reacciona; además, en el encuentro
colonial, el otro vive más allá, en otro lugar: la noción misma tiene, por tanto, una
intrínseca dimensión espacial.
En segundo lugar, la argumentación de Said interesa a la geografía porque el
periodo de consolidación e institucionalización del orientalismo coincide con el pe-
riodo de máxima expansión colonial europea y con el momento álgido de creación
de las sociedades geográficas y de la expansión de la geografía.
En esta misma línea, la historia de la geografía hoy destaca de modo especial
el análisis de los contextos institucionales, intelectuales y sociales donde tuvieron
lugar las prácticas de la exploración. Es básico, pues, estudiar el papel que los ex-
ploradores y exploradoras desempeñaron en la popularización de mitos y fantasías
sobre el mundo no europeo, ya que la exploración geográfica no solo superaba
distancias, sino que proporcionaba diferentes visiones del otro y ayudaba a crear lo
que se ha denominado geografías imaginativas (Gregory 2000). Los relatos de viaje
Aventura y exploración
Miss Gertrude Bell, que es gran amiga mía, va a viajar a Egipto [...] es hija de Sir Hugh
Bell, bien conocido en la política inglesa y dueño de una muy importante siderúrgica
de Middlesbrough. Hace años que la conozco y sabe más de los árabes que casi ningún
otro inglés o inglesa en la actualidad [...] Le recomiendo muy vivamente a Miss Bell en
el caso de que tenga ocasión de encontrarse con ella (sad 135/6/12).
Gertrude Bell tomó parte en las negociaciones sobre la Mesopotamia ocupada por
los británicos y apoyó también los planes de T. E. Lawrence para colocar al emir
Faisal en el nuevo reino de Irak. Este era de la familia hachemita de La Meca y ha-
bía dirigido —junto con Lawrence— las fuerzas árabes contra los turcos durante
Gertrude Bell mantuvo una constante relación con la Royal Geographical Society
(rgs). Allí, siguió varios cursos sobre proyecciones de mapas y, en sus viajes, solía
llevar un teodolito para hacer mediciones de latitud, que luego enviaba a la rgs. En
1913 fue elegida miembro de esta (fue una de las primeras mujeres, poco después de
que ellas fueran admitidas). En 1918 fue distinguida con la medalla de oro de la rgs
por sus exploraciones en el desierto de Arabia. Bell publicó dos artículos sobre sus
viajes en la revista de la organización (Bell 1910, 1914). Asimismo, la rgs le rindió
un homenaje póstumo en el que su presidente destacó la importante contribución
que Bell hizo al conocimiento de territorios casi desconocidos por los occidentales
hasta aquel momento (Hogarht 1927).
Su aportación más significativa a la exploración geográfica fue el mencionado
viaje en 1913-1914 al oasis de Hayil, situado estratégicamente sobre la ruta principal
desde Bagdad hasta la Meca y prácticamente desconocido para los occidentales.
Viajó con 20 camellos, dos guías, un cocinero y tres camelleros. Tras numerosas
dificultades, alcanzó Hayil, gobernada por la casa de Ibn Rashid, la gran rival de
la casa de Ibn Saud (la actual casa reinante de Arabia Saudita). Pocos europeos
habían estado allí, y los informes que obtuvo Gertrude Bell sobre Ibn Rashid y
sus relaciones con la casa de los Saud fueron de gran valor durante la Primera
Guerra Mundial.
Bell cartografió una importante línea de pozos en el ángulo suroeste del Nefud
(el gran desierto de Arabia), y el resultado de mayor valor estratégico de su expe-
dición fue el de los datos que acopió sobre los grupos tribales que se encontraban
entre la línea del ferrocarril del Heyaz por un lado, y el Sirham y el Nefud por otro.
Sus explicaciones detalladas fueron de particular utilidad para Lawrence durante
la famosa campaña árabe (la denominada marcha sobre Damasco) de 1917 y 1918.
A propósito de esto, el alto comisionado británico en Bagdad comentó en la men-
cionada sesión necrológica de Bell que se llevó a cabo en la rgs:
Todos Uds. han oído hablar de los éxitos extraordinarios del coronel Lawrence, que
ciertamente lo fueron [...] pero no siempre se es consciente de que para hacerlos posi-
bles fue necesaria una larga preparación previa, y yo atribuyo gran parte del éxito de
las empresas del coronel Lawrence a la información y a los estudios en los que Miss
Bell tuvo una participación muy destacada (Cox 1927: 19).
Aunque los chiitas sean la mayoría [en Irak], los sunitas están indiscutiblemente más
avanzados como grupo que sus rivales, cuyo reducido grupo de hombres instruidos
está sumergido en un océano de gentes incivilizadas y nada maleables, mientras que
las clases que predominan entre los sunitas son terratenientes de linaje noble, ecle-
siásticos, políticos, funcionarios, profesionales, comerciantes y artesanos, un sólido
cuerpo de gente más o menos educada y sensible al progreso (sad 150/7/83-86).
Entre chiitas y sunitas existía (y aún existe) en Irak una diferencia real de clase
social, ya que los primeros eran sobre todo la población rural más pobre de la Baja
Mesopotamia (y los poderes coloniales siempre supieron que sacarían muchas
ventajas si jugaban con el enfrentamiento de las diversas minorías o grupos).
Es importante señalar que los informes oficiales confidenciales de Bell
muestran una mezcla característica de valoraciones personales y psicológicas,
al lado de juicios políticos. Así, por ejemplo, todos los prejuicios de la mirada
orientalista sobre los gobernantes no occidentales se revelan en el retrato que
Bell hace de Abdelaziz Ibn Saud, fundador del Estado saudita y padre de todos
los reyes sauditas hasta ahora:
A pesar de que es muy alto y ancho de espaldas, transmite la impresión, tan común en
el desierto, de un cansancio indefinido, que no es individual sino racial, la fatiga secular
de un pueblo antiguo y autocontenido [...] sus movimientos estudiados, su sonrisa lenta
y dulce, y la mirada contemplativa de sus ojos con los párpados caídos, aunque
refuerzan su dignidad y atractivo, no se ajustan a la concepción occidental de lo
que es una personalidad vigorosa (Bell, Informe confidencial sobre Mesopotamia: 30-31).
Es un retrato con todos los tópicos orientalistas, y de una manera sutil nos transmite
el mensaje de que los europeos son superiores.
En 1917, el rey Jorge v le concedió el nombramiento de Commander of the
British Empire, y no es de extrañar, ya que Bell empleó siempre sus conocimientos
y sus viajes para favorecer la causa del imperio británico. En sus escritos queda muy
claro que nunca pensó que su decidida lealtad al imperio pudiera ser perjudicial,
o siquiera que dejara de coincidir con los intereses de los árabes, a los que con
frecuencia se refería en un tono paternalista como ese “niño muy viejo” (Bell 1987).
Esta metáfora del niño viejo para referirse al oriental o al árabe tiene connotaciones
muy características del orientalismo.
Gertrude se sintió a menudo prisionera de las limitaciones que la vida social le im-
ponía debido a su sexo, y en numerosas ocasiones se lamentó de ello en sus escritos.
Pero, como mujer, era consciente de que tenía también ciertas ventajas. Le era más
fácil establecer contactos con la población local y se le abrían más oportunidades
de recoger información valiosa. Por ejemplo, durante su breve encarcelamiento (o
retención en el lujoso harén) en Hayil, donde solo podía ser visitada por mujeres,
obtuvo información crucial de una circasiana que había sido concubina del último
emir con quien entabló cierta amistad. En parte, porque era mujer, y una mujer en
el servicio exterior era una novedad, los árabes la consideraban como “semioficial”,
lo que explica que acudieran a ella con noticias y habladurías que no habrían
contado a funcionarios británicos, pero que podían ser muy reveladoras desde una
perspectiva política.
Gertrude también aprovechó sus cualidades femeninas como anfitriona para
organizar cenas en su casa de Bagdad, en las cuales los jeques locales y los miem-
bros de la administración colonial eran invitados para que pudieran discutir de
cuestiones políticas de manera informal y menos rígida. Pero Gertrude llegó a ser
famosa en Oriente Medio por lo que sus contemporáneos denominaban cualidades
“masculinas”. El presidente de la rgs dijo en el acto póstumo: “Miss Bell es todavía
muy bien conocida a lo largo y a lo ancho del mundo árabe [...] no creo que ningu-
na mujer europea haya alcanzado tanta reputación. Tenía todo el encanto de una
mujer combinado con muchas de las cualidades que atribuimos a los hombres. Se
la conocía en Oriente por estas cualidades masculinas” (Hogarth 1927: 21).
En sus viajes, Gertrude se comportaba siempre como una lady y vestía trajes
victorianos largos e incómodos. Y mientras viajaba por el desierto, llevaba con-
sigo un baúl con lencería fina y vestidos elegantes que siempre se ponía (incluso
cuando estaba sola) para la cena. Es cierto que era una norma entre los funcio-
narios y militares británicos en las colonias, incluso durante sus viajes, vestir de
manera muy formal en determinados momentos. Gertrude tenía muy claro (al
igual que los funcionarios británicos) que estos rituales servían para mantener
un sentido de identidad cultural frente al otro y para perpetuar la ideología del
gobierno imperial.
Es curioso constatar que Bell seguía con mucho interés la última moda de
París y de Londres y a menudo le pedía ayuda a su madre adoptiva en sus compras:
“Me permite que le pida cuatro blusas, por favor, Crêpe de China, a ser posible dos
de color marfil y dos de color rosado. Envío con esta unos anuncios de Harrods
que son elegantes, especialmente el que he señalado. Agradecería también mucho
si pudiera encontrarme y enviarme una chaqueta verde de seda con botones de
plata” (Bell 1987: 340).
De esta carta se desprende fácilmente su extracción social y su identidad de
clase. No en vano una de las necrologías publicadas a su muerte en el diario The
Times se titulaba “Moda de París y modales de Mayfair en los desiertos de Arabia”.
Isabelle Eberhardt nació en Ginebra, Suiza, en 1877. Su madre, casada con un general
perteneciente a la aristocracia rusa, huyó a Suiza en 1872 con el tutor de sus hijos,
un anarquista ruso que había sido sacerdote ortodoxo; él fue el padre de Isabelle y
quien dirigió su educación inculcándole el inconformismo que marcaría toda su
vida. Fue también él quien la alentó a que usara ropa masculina, le enseñó a cabalgar
y le dio clases de árabe. Ávida lectora de Pierre Loti, se sintió atraída por Oriente y,
en 1897, ella y su madre partieron hacia la ciudad argelina de Bonne (actualmente
Annaba), donde ambas se convirtieron al islam. Isabelle pronto se sintió muy cercana
a los musulmanes y empezó a escribir una serie de relatos breves para la revista
L’Athénée que mostraban imágenes de la vida local (Behdad 1994). Su madre murió
a los seis meses de llegar, circunstancia que marcó el principio de su vida nómada.
Vestida como un hombre árabe y usando su nuevo nombre, Si Mahmoud, adquirió
un caballo y se dirigió al Sahara. Por diversas razones legales, Isabelle perdió su
herencia y vivió el resto de su existencia en la más absoluta pobreza.
En 1900, en El Oued, se casó con un joven militar argelino que era miembro
de una orden sufí, la Qadriya, en la que Isabelle también fue iniciada. Por parte de
las autoridades coloniales, su presencia era vista como peligrosa para la ley y el
orden, de manera que fue expulsada de Argelia un par de veces, aunque pudo vol-
ver. Coincidió en Argel con Barrucand, director de El Akkar, una revista bilingüe
favorable a una política colonial “suave” en la que empezaría a colaborar. Barrucand
la presentó al general Lyautey, quien propiciaba una “penetración pacífica”, más
que una conquista militar. El general comprendió muy pronto que el dominio que
Isabelle tenía del árabe vernáculo y su amplio conocimiento de las tribus locales
y de la cultura islámica la convertían en un recurso muy valioso en la obtención
de información para el aparato colonial francés. Paralelamente, su boda con un
musulmán afrancesado y su pertenencia a la Qadriya le daba acceso a lugares que
ningún otro europeo osaría penetrar. Así pues, le propuso dirigirse al desierto del
sur de Orán para informar acerca de aquellos territorios todavía desconocidos, de
las tribus allí radicadas y de sus actividades. La proposición encajó con su deseo
de libertad y de cabalgar por el desierto y, mientras su marido se quedaba en el
norte, ella se fue al sur con el permiso del ejército francés que le confería plena
libertad de movimiento en la zona. En 1904 murió repentinamente durante una
de las típicas tormentas del desierto en el oasis de Aïn Sefra (Chancy-Smith 1992;
Garcia-Ramon y Albet 1998).
Isabelle, que siempre tuvo grandes deseos de hacerse un nombre en el mundo
de la creación literaria, publicó diversos libros con diferentes seudónimos (muchos de
ellos editados de forma póstuma por Barrucand). El contenido de sus escritos es
muy intimista y en ellos refleja la vida tradicional del desierto, algo que estaba
desapareciendo ante sus ojos, lo cual ella imputaba a la dominación colonial.
Isabelle fue bien conocida por sus afinidades y simpatías hacia los musulmanes,
y criticó abiertamente las políticas antiárabes de la administración francesa. Por
ejemplo, en Bône en 1899, cuando los estudiantes musulmanes se rebelaron contra
las autoridades coloniales francesas, Isabelle estaba entre ellos y escribía:
Es bien sabido que sus simpatías hacia los musulmanes y sus actividades en la
hermandad de la Qadriya, foro nativo de oposición política, no fueron del agrado
de los franceses y estaban cuidadosamente registradas en diversos informes po-
liciales de Argelia. De hecho, en un momento en que la teoría de la asimilación
era un mito operativo, los intentos extravagantes de Isabelle por mantener un
“comportamiento nativo” (going native) cuestionaron seriamente dicha teoría y
sugerían que la cultura indígena tenía también sus propios méritos y virtudes.
Por supuesto, ello no podía ser tolerado por los colonizadores. Pero a pesar de que las
simpatías de Isabelle estuvieron siempre con los más desvalidos, y de que confió
románticamente en la justicia y la igualdad, nunca participó en ningún movimiento
político. Su revolución siempre adquirió tintes de evasión.
Isabelle siempre estuvo convencida de algunos de los beneficios de la adminis-
tración francesa. Perteneció a la generación de eslavos librepensadores que vieron
en Francia la fuente real de todo liberalismo. Así, cuando la acusaron de actividades
antifrancesas escribió: “Siempre que puedo les explico [...] a mis amigos nativos que
la dominación francesa es mucho mejor que tener otra vez a los turcos o a cualquier
otro poder extranjero” (Eberhardt 1988: 87). Esta ambivalencia puede ayudarnos a
entender algunas de sus actividades y, especialmente, las llevadas a cabo durante
su último año en el desierto del sur.
Los relatos que ella escribió plasman la vida en Tafilalet, en el Sahara fronterizo
con Marruecos. Describe a los soldados nativos con los que viajó y con los que se
identifica. También presenta la vida en los oasis de la región y las costumbres de
las tribus nómadas, y se lamenta de unas formas de vida que desaparecen. Pero
también piensa que algunas de las políticas coloniales traerían desarrollo a estas
áreas depauperadas:
Para justificar nuestra presencia en el sureste de Orán, Francia tiene el imperativo deber
de asegurar una paz benévola en la zona y utilizar todo tipo de iniciativas económicas
para mejorar la situación del país [...] Sin ello, la conquista de esta zona [...] será una
empresa inútil que cualquier persona sensible no dudará en condenar severamente
(Eberhardt 1993).
Puedo pasar completamente inadvertida por cualquier sitio, una posición excelente
para la observación. Si las mujeres no pueden hacerlo es porque su vestido llama la
atención. Las mujeres siempre han sido hechas para ser miradas, y todavía no parecen
muy preocupadas por este hecho. Creo que esta actitud da demasiadas ventajas a los
hombres (Eberhardt 1993: 38).
A título de conclusiones
Los escritos y las vidas de Bell y Eberhardt nos ofrecen elementos importantes para
la creación de una imagen de otredad —situada en un espacio entonces remoto y
exótico— y también nos revelan la complejidad de la experiencia del encuentro
colonial. Tanto Isabelle como Gertrude desempeñaron un papel significativo en
sus respectivas áreas coloniales del mundo árabe, si bien la ambivalencia que hemos
detectado en sus obras cuestiona abiertamente la noción simple de otredad, tal y como
es presentada en la obra de Said. El estudio de las trayectorias de estas dos mujeres
pone asimismo de relieve la centralidad de la categoría de género que —combinada
con las de raza, nacionalidad, identidad y clase social— constituye un instrumento
analítico muy útil para examinar las narraciones de viajeras en el encuentro colonial.
En efecto, no se puede afirmar —tal como hace una buena parte de la literatura
feminista poscolonial— que las viajeras o exploradoras, por su condición de mujer,
tengan una actitud menos racista o más crítica con el proyecto colonial. El análisis
interseccional nos descubre un panorama mucho más complejo.
Para Bell, el viaje hacia Oriente significaba la libertad; es decir, la misma con-
ceptualización del Oriente significaba la posibilidad de la aventura, de la huida
que permitía trascender los confines de la domesticidad tradicional, en este caso
para escapar de los estrechos márgenes de la vida de una joven de clase alta de la
Inglaterra de su tiempo. Pero esta libertad fue solo la de convertirse en una versión
singular del Englishman imperial. Gertrude aprovechó el imperio para disfrutar de
una forma especial del poder que no habría podido tener en su Inglaterra nativa,
y lo hizo sin cuestionar nunca la superioridad imperial de Gran Bretaña. En con-
traste con su actividad “masculina” cuando se hallaba en Oriente, en su país Bell se
mantuvo dentro de las barreras más convencionales de género. Sin embargo, y al
mismo tiempo, se las arregló para establecer una cercanía personal con muchos de
los árabes con quienes trabajó y dio una publicidad entusiasta a su historia pasada.
Su actitud y comportamiento —que podemos leer entre líneas en sus textos— son
muy diferentes de los que se observan en informes “más objetivos” de funcionarios
coloniales mucho más preocupados por su carrera administrativa o política.
Para Isabelle Eberhardt, el Oriente (en su caso, África del Norte) fue también un
lugar de emancipación personal y un medio de huir de las convenciones rígidas de
la sociedad europea. Y no solo huir del rol de género, sino también de su particular
problema de superposición de identidades y nacionalidades (¿era rusa, francesa,
suiza o magrebí?). Al contrario que en el caso de Bell, el discurso de Eberhardt
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Referencias y experiencias
Las diferencias en la percepción del espacio y del tiempo las vivimos de ma-
nera individual, pero también tienen que ver en muchos casos con experiencias
colectivas de distintos entornos. James E. Ritchie (1977: 189-191), a partir de sus
experiencias insulares, planteó la diferencia en las percepciones espaciales entre
personas que habitan en islas y aquellas que viven en zonas continentales. Aunque
también matizó que las diferencias entre islas llanas e islas elevadas podrían a su
vez ser distintas, una muestra de que las percepciones del espacio y las percepcio-
nes y vivencias del tiempo son amplísimas, tal como lo muestran otros estudios
específicos (Luque 1997: 9-19) y como se verá en la obra de Mijail Bajtin (1989).
La reflexión innovadora sobre el espacio en la antropología la sitúa Margaret
Rodman (1992) en la geografía y la sociología, y la circunscribe al concepto polisé-
mico de lugar. Ello implica el paso de una concepción de características vinculadas
con el espacio físico a dotar al término de significados que aúnan simbolismo,
intersubjetividad, variabilidad, corporeidad. Se identifican e incorporan para su
estudio posibles emplazamientos que ofrecen las perspectivas de la multilocalidad y
la riqueza de significados provenientes de la multivocalidad que alude a la pluralidad
de significados. Rodman se nutre de las referencias y contenidos espaciales prove-
nientes de estudios etnográficos de Melanesia y de su propio trabajo de campo en
historias, así como para identificar fenómenos sociales y poder captar sus cam-
bios, como se verá más adelante. En el cronotopo el tiempo y el espacio están en
una interacción continua con lo que consideraríamos ser sus componentes, tanto
reales como simbólicos, y donde el cronotopo tendría su propio contexto. Según
James Clifford, los cronotopos están ya presentes en la obra de Levi-Strauss “en
Tristes trópicos, en donde los lugares específicos (Río, el Matto Grosso, los lugares
sagrados de la India) aparecen como momentos de un orden humano inteligible,
rodeados por corrientes de cambio” (Clifford 1995: 25).
tampoco cambia la vida de los héroes desde el punto de vista biográfico, sus senti-
mientos permanecen invariables y las personas ni siquiera envejecen. Ese tiempo
vacío no deja ninguna huella, ningún tipo de indicios de su paso” (1989: 244).
Es esta una apreciación de gran interés para entender diversidades de tiempos
que emergen en la práctica etnográfica con significados ajenos a la investigadora o
el investigador. Pudieran ser silencios, pero también tiempos considerados cultural-
mente vacíos, de gran interés desde el punto de vista biográfico, Bajtin los ve como
tiempos activos donde se generan historias y donde los personajes experimentan
su plasticidad. Pueden configurarse escenarios que cambien con el tiempo y esto
se recrea de continuo. Descubre que el tiempo se erige en el “principio esencial del
cronotopo” (1989: 239). Se trata de un tiempo que ofrece una gran plasticidad (1989:
240). Habla de un tiempo vacío como de aquel que no deja huellas y lo identifica
como “un hiato [grieta] extratemporal, aparecido entre dos momentos de una serie
temporal real” (1989: 244).
En unos casos, la acción de la trama se lleva a cabo “en un trasfondo geográfico muy
amplio y variado: generalmente entre tres y cinco países separados por el mar (Gre-
cia, Persia, Francia, Egipto, Babilonia, Etiopía, etc.)” (Bajtin 1989: 241). En el análisis
de la novela profundiza en esas distintas concepciones de tiempo expresadas en
dos momentos importantes: el primero recoge lo que ocurre al comienzo, que en el
ejemplo que plantea se trata de un encuentro entre una joven y un joven en el que
surge el amor y la pasión, y el segundo momento es el del final feliz con el contexto de
la ceremonia de la boda. Entre esos dos puntos es cuando Bajtin identifica la trama
de la novela en la que lo que acontece no tiene relación con el tiempo biográfico de
los dos jóvenes. Se trata de un hiato (grieta) donde lo que sucede “no se incorpora a
la serie biográfica temporal” (1989: 242). Sin embargo, lo que acontece al final es lo
que denomina el movimiento argumental. Lo que ocurre en el hiato no influye ni
cambia nada la vida de la pareja. “Se trata de un hiato extra temporal entre los dos
momentos del tiempo biográfico” (1989: 242) o también del autobiográfico. Muestra
distintos modos de organizar el tiempo y también formas diferentes de vivirlo, así como
de analizarlo y narrarlo. Sobresale el concepto de grieta y su importancia a la hora de
captarla en la práctica etnográfica, por ejemplo, en narrativas locales, así como para
ejercitarla en la escritura biográfica y autobiográfica. En el caso expuesto, indica la
permanencia inalterable de la pasión. Dentro del desarrollo de la novela distingue
hiatos (grietas) (1989: 243). Esta forma de acercarse a la narración de manera que
sea posible descubrir lo que encierran las grietas me parece importante como clave
etnográfica en el tratamiento de los silencios (Le Breton 2001; Jelin 2012), tema en
el que profundizo por su vinculación con la memoria. Es asimismo aplicable a re-
flexiones que hace Bajtin sobre la estructura de la novela, como el fijarse en primer
lugar en los dos puntos iniciales en los que se plantea lo esencial y en la entidad de
lo que sucede en la grieta (1989: 242), que puede traducirse, a mi entender, como
una valoración de la minucia.
Cronotopos genéricos
que pone como ejemplo de la visión amplia de la novela antigua griega y que ya he
mencionado. Esa aproximación enlaza, a su vez, con la relación inicial que hice a
partir de Rodman y que cobra cuerpo a través de los ejemplos y de las elaboracio-
nes teóricas donde se constata la importancia que Bajtin le concede al tiempo y su
impronta hegemónica sobre el espacio.
Considero que Bajtin es una fuente de inspiración clave para el desarrollo de la
aproximación metodológica de los cronotopos multisituados, de manera que puedan
enriquecerse las bases del trabajo etnográfico. Para ello incorporo unas referencias
preliminares acerca de su amplitud, características y posible aplicación a la etnografía.
Una primera consideración es la primacía que otorga a los que denomina cro-
notopos abarcadores y esenciales. Para ello se ha fijado en “el marco de la obra, y en
el marco de la creación de un autor, observando multitud de cronotopos y relacio-
nes complejas entre ellos, características de la obra o del respectivo autor” (Bajtin
1989: 402). Descubre jerarquías, ya que “en general, uno de esos cronotopos abarca
o domina más que los demás”. El dinamismo de los cronotopos y su importancia
para el análisis del cambio lo veo en su afirmación de que “pueden incorporarse
uno a otro, pueden coexistir, cambiarse, sucederse, compararse, conformarse, o
encontrarse complejamente interrelacionados” (1989: 402-403). Pero puntualiza
que dichas “interrelaciones entre los cronotopos ya no pueden incorporarse, como
tales, a ninguno de los cronotopos que están relacionados” (1989: 403).
Bajtin da nombre a otros cronotopos, como son el artístico (1989: 237-238), el de
la aventura (1989: 253), el del camino (1989: 250, 251, 273-274, 394), el del encuentro
(1989: 251, 394), el histórico (1989: 238, 284, 290, 309), el novelesco (1989: 238-239, 263,
273). Desde la etnografía son especialmente interesantes los cronotopos del camino
y el del encuentro por la estrecha relación que Bajtin les atribuye debido a que en “el
cronotopo del camino, la unidad de las definiciones espacio-temporales es revelada
también con una precisión y claridad excepcionales” (1989: 250-251).
En su aplicación a la investigación etnográfica, concibo el cronotopo como un
constructo amplio, dinámico, con una versatilidad adaptativa propia de una meto-
dología transcultural. Ubicado unas veces en lo simbólico y otras en la experiencia
etnográfica, observable, puede erigirse en objeto de estudio, generar hipótesis,
desencadenar significados y tener poder evocador. Se trata de enclaves donde
el tiempo y el espacio aparecen en una convergencia dinámica, aunque para
Bajtin el tiempo tendría la función de marcador principal. Como nexos podero-
sos cargados de reflexividad, emociones, corporeidad, pueden reconocerse según
las siguientes características: actúan de síntesis de significados más amplios, son
Cuando uno interviene en la ciudad siempre queda inacabado porque hay algo que
hace el tiempo que ningún arquitecto puede hacer. El tiempo es un gran arquitecto.
Solo si tiene una buena estructura organizativa, el proyecto nuevo podrá absorber las
futuras intervenciones y eso se transformará en riqueza, en la complejidad que tienen
las ciudades antiguas. En cambio, si un proyecto, de entrada, parece muy acabado,
normalmente está mal. Quien no cuenta con el tiempo se pierde (2011: 30).
Miro a mi hermano, que contempla los naranjos, el caos de los coches y la multitud
de transeúntes, y sé lo que está pensando. Toma su té sin apartar los ojos de esa plaza
que no volverá a ver. Intenta grabarlo todo en su mente. Sí, sé lo que piensa, y yo hago
lo mismo. Inmóvil, dejo que los ruidos y olores me invadan. Ya no regresaremos nun-
ca más. Vamos a abandonar las calles de nuestra vida. Ya no volveremos a comprar
nada a los comerciantes de esta calle. Ya no beberemos té aquí. Pronto estas caras se
difuminarán y serán borrosas en nuestra memoria (2007: 47-48).
Bebemos nuestro té con lentitud amedrentada. Cuando los vasos estén vacíos habrá
que levantarse, pagar y saludar a los amigos. Sin decirles nada. Saludarlos como si
fuéramos a verlos otra vez por la noche. Ninguno de los dos tiene aun fuerzas para
eso. Así que bebemos té como unos gatos beberían a lengüetadas de un bol de agua
azucarada. Estamos aquí. Aún nos quedan unos minutos. Estamos aquí y pronto ya
no estaremos (2007: 50). [Se intenta alargar el tiempo.]
los encuentros, que encierra a su vez referencias de otros muchos momentos del
pasado. Se erige en un lugar donde, desde la dureza del adiós, se piensa en lo que
ha de ser central a la experiencia migratoria que en la realidad es todavía futura.
Sin embargo, en la sociedad líquida hay pocos bienes duraderos reales y simbólicos,
porque no hay tiempo para que sus actores los lleguen a consolidar. El aprender de
la experiencia ha dejado de ser un valor (Bauman 2006.) Y el pasado que dejan los
dos jóvenes tenderá selectivamente a diluirse porque dejará de ser útil. Pero quizá
sobrevivan retazos de la memoria encarnada.
El segundo cronotopo, plaza Paloma Miranda, lo ubico en la ciudad vasca
de Donostia/San Sebastián, y gira en torno a la reivindicación de la memoria fe-
minista y la conciencia ciudadana de las mujeres. Lo enmarco en la importancia
que tiene activar la memoria como acto cívico de reparación de oscurantismos
y negaciones pasadas. Expresa el poder de la agencia en el sentido amplio que le
otorga Elisabeth Jelin (2012) en su libro sobre la memoria soterrada, Los trabajos de
la memoria. A través de las personas, la agencia actúa de manera tanto individual
como colectiva para llevar a cabo ciertos objetivos. En los casos que menciona Jelin,
tienen como meta desvelar un pasado desde el dolor, la injusticia, la desmemoria,
el soterramiento de acciones pasadas. Están también las confrontaciones “acerca
de las formas apropiadas y no apropiadas de expresar la memoria” (2012: 90).
Cabe resaltar que Jelin introduce el capítulo “El género en las memorias” (2012:
127-142) y afirma que dicha perspectiva sigue siendo minoritaria en los estudios
sobre la memoria (2012: 127).
Al hilo de esta visión minoritaria de la memoria de las mujeres como bien
escaso pero relevante, introduzco el cronotopo plaza Paloma Miranda, el proceso
seguido para que en Donostia una mujer tenga una nueva presencia y su nombre
esté grabado en una plaza; y lo hago desde esta perspectiva minorizada y generizada
que se otorga a la memoria de las mujeres. El lugar se sitúa cerca del cauce del río
Urumea que tiene su nacimiento en el puerto de Ezkurra en Navarra, y después de
un amplio recorrido de 49 kilómetros, atraviesa una amplia zona de Donostia para
desembocar en el mar Cantábrico.
Ya en Andamios para una nueva ciudad (1997a) mencioné que en los recorridos
por una ciudad podíamos adivinar algo acerca de la memoria de dicha urbe a través
de las presencias y/o ausencias en su callejero, en sus monumentos. Lo mismo puede
aplicarse a pueblos y al recorrido concreto de barrios urbanos en otras ciudades. El
callejero habla de lo que una ciudad va dejando como herencia para el futuro acerca
de lo que considera relevante para la continuidad del recuerdo. De ahí que lo que
no está reconocido quede a merced del recuerdo individual, pero tendrá dificulta-
des para entrar en la memoria colectiva. Por ello es importante rescatar del olvido
en el presente continuo lo que, siendo valioso, pudiera quedar sin proyectarse en
el futuro. El callejero es un relato cívico, pero para que lo sea de verdad tiene que
remediar los olvidos, reflejar la diversidad e incorporarla a la ciudad.
La relevancia del callejero sobresale en determinados momentos. Cuando
ocurre un cambio de régimen político, el callejero y los monumentos son objeto de
revisión, especialmente en circunstancias en las que se ha producido una revolución,
una superación del pasado anterior, como se vivió en el Estado español al final de
la dictadura franquista. En general, ha habido una mayor sensibilidad hacia estos
restos de pasados dolorosos y vergonzantes debido al peso local e internacional que
han tenido hacia aquellos olvidos vinculados con el peso de los sistemas de género
como estructuras de poder y dominación. Esta sensibilidad al olvido de las huellas de
las mujeres hay que enmarcarla, aproximadamente, y a grandes rasgos, en el último
cuarto del siglo xx, con las reivindicaciones del movimiento feminista, principalmente
en los Estados Unidos y en Europa (Francia, Gran Bretaña). Era evidente la falta
de la memoria individual y colectiva de las mujeres, y la ignorancia, en unos casos,
y el rechazo, en otros, de la crítica al impacto de la conceptualización dicotómica
entre lo público y lo privado, así como al encierro conceptual y simbólico con que
se ubicaba a las mujeres en este último. El movimiento feminista ha reivindicado
que en la memoria colectiva faltaba la memoria de las mujeres, y las historiadoras,
principalmente, así como algunos historiadores comenzaron a dar un vuelco a la
historia para mostrar y analizar los silencios desde la antigüedad hasta el siglo xx
(Duby y Perrot 1991: 7-17).
También ha actuado a favor del olvido el peso social y político atribuido a las
redes sociales masculinas, a las fratrías identificadas y teorizadas tan magníficamente
por Celia Amorós (1987; 2005). Por el contrario, el recuerdo del pasado quedaba en
la mayoría de los casos encerrado de manera simbólica en la casa. Formas explícitas,
singularizadas de reconocimiento a través de una escultura, un monumento, una
calle, el nombre en una plaza, correspondían mayoritariamente a los varones sin
cuestionamientos efectivos, de manera que, cuando aparecían mujeres, procedían
mayoritariamente de las clases dominantes.
Para situar la importancia que tienen las intervenciones a niveles locales en la
recuperación de la memoria feminista, recojo un ejemplo del Ayuntamiento catalán
de Sant Adrià de Besòs que, en 2001, generó el proyecto Calles con nombre de mujer.
Este proyecto se dio en respuesta a un análisis previo que mostraba que, de las 172
calles y plazas del municipio, solamente nueve tenían nombre de mujer. El proyecto
fue efectivo, de manera que en 2009 las calles con nombre de mujer ya eran 31, lo que
representaba un aumento de 25%. El programa consiguió más tarde que se llegara a
27%, y tenía como objetivo futuro poder llegar a la paridad de reconocimiento y
visibilidad (Ciocoletto 2011: 156-168). La memoria social feminista, a través de las
representaciones en el callejero, los monumentos, las aportaciones artísticas de
las mujeres, crea referentes que contribuyen a la igualdad, y debe seguir presente
en la investigación y en la acción política.
En el caso de Donostia, he identificado la plaza Paloma Miranda (1943-1999)
como cronotopo genérico en el que, a través de la acción política de dar nombre a un
espacio público, se introduce la memoria del compromiso feminista de una mujer.
El nombre sintetiza una nueva memoria de compromiso académico y político, y
resultados positivos de la agencia colectiva ejercida por el grupo feminista María de
Maeztu con la colaboración del Ayuntamiento de Donostia. En la aproximación a
dicha plaza vista como cronotopo, interesa seguir y recoger el posible impacto del
nombrar y del nuevo espacio para conocer en qué medida actúa positivamente en
la socialización de niñas y niños que juegan en esa zona de la ciudad. Aprendemos a
ser seres sociales de muchas maneras, y una de ellas es a través de los indicadores que
encontramos en nuestras idas y vueltas. Una dirección se repite incontables veces a lo
largo de un día, una semana, un mes, un año, los años. Cuando oigo comentar que
eso no tiene tanta importancia, me gustaría que esas personas hicieran el ejercicio
contrario: quitar de los callejeros todas aquellas referencias que existen hoy en una
ciudad y sustituirlas por otras. Es decir, si eran hombres, cambiarlas por nombres de
mujeres. Que si eran advocaciones religiosas pusiéramos advocaciones laicas. Que
si eran de un partido político se cambiaran a referencias cívicas. Una vez terminado
el ejercicio sería el momento de hacernos la pregunta: ¿habría cambiado el tono
referencial de la ciudad si las cosas se hubieran hecho de otra manera?
Como historiadora, Paloma Miranda era consciente de lo que el paso del tiempo
representa para la memoria colectiva y cómo puede desvanecerse si nadie lo activa.
El grupo feminista María de Maeztu completó la acción de la plaza y por ello de la
memoria feminista con la recopilación y publicación del legado de Miranda: artícu-
los, reflexiones, estudios, bajo el título de Kronika eklektikoak/Crónicas eclécticas
(2000). Aparecen artículos de periódico en los que Miranda rescata hechos y vidas
de mujeres que habían quedado en el olvido, como Catalina de Erauso, llamada la
Monja Alférez (2000: 79), o Josefa de Garagorri, dueña de una casa de huéspedes de
Donostia (2000: 83-84). Las mujeres se hacen presentes gracias a la pulcritud de la
historiadora que saca a la luz lo que había quedado oscurecido. Por todo ello, cabe
destacar la importancia de la iniciativa del Ayuntamiento de Donostia al introducir
su nombre en el nuevo espacio.
La plaza como lugar multifuncional es una referencia importante en el mundo
mediterráneo y en América Latina. Tiene su tradición como lugar de encuentro,
espacio de relaciones, de contemplación, de juego, de transacciones comerciales.
Lo he comprobado en México: en Tepic, Guadalajara, Puerto Vallarta, Mérida y en
la Ciudad de México, en Coyoacán y en el Zócalo. Se trata de espacios donde está
presente la palabra como expresión de la sociabilidad de un barrio, un lugar de
encuentro. La plaza es una experiencia de la infancia asociada con el juego. Un
lugar para estar. Las plazas también son polos de atracción. Por ello, cuando están
vacías, causan cierta inquietud, porque se considera que deben ser espacios para
el encuentro. En muchas ciudades y pueblos es un lugar polivalente que se puede
transformar en mercado, en el lugar que marca el comienzo y el fin de las fiestas,
como sucede con la plaza del Ayuntamiento para los Sanfermines en Iruña, Nava-
rra, y la de la Virgen Blanca para las fiestas de la Virgen Blanca en Vitoria-Gasteiz,
ambas en Euskal Herria, y en otras muchas de ciudades y pueblos. La plaza genera
vida social que se transforma en memoria. Es al tiempo expresión de olvidos, repa-
raciones y reconocimiento, como en el caso de la plaza Paloma Miranda.
Una ciudad que recuerda a las personas que han contribuido a su quehacer
cotidiano es una ciudad viva. Es evidente que ni las presencias ni las ausencias son
neutras; que la memoria en los lugares públicos pertenece a la ciudadanía y que
debe ser reflejo de la diversidad y el pluralismo que reconoce a las minorías. De
ahí la necesidad del empeño continuo por articular la memoria a través del calle-
jero —monumentos, nombres de edificios y expresiones artísticas— para que sea
representativa de los contenidos y significados del paso del tiempo. De la ciudadanía.
Para que la ciudad lo refleje son necesarias propuestas consensuadas que equilibren
el lugar de las mujeres en el espacio público.
Las coordenadas tiempo y espacio pueden hacerse visibles en la descripción
que haga la persona investigadora, así como en los contenidos derivados del
análisis donde pueden emerger sus interpretaciones de símbolos percibidos por
ella o transmitidos por informantes. Otra dimensión clave de la capacidad expresiva
del cronotopo está en el poder de los símbolos que genere y en su capacidad para
captar la evocación.
cruel que aún se sigue ejerciendo en todas las partes del planeta sobre las mujeres y
las niñas. Marcela Lagarde lo desarrolla de manera contundente desde el feminismo,
de manera que atraviesa el marco jurídico, político y antropológico para demostrar y
reivindicar “[el] derecho humano de las mujeres a una vida libre de violencia” (2013:
185-230). Así, por la profundidad de las experiencias de violencia y por el oscuran-
tismo con que se disfraza, podemos hablar de un cronotopo general referente a las
encrucijadas del temor que puede ubicarse tanto en el espacio público como en el
de la domesticidad. Este último caso, al contrario de las encrucijadas públicas de
los temne, constituye un espacio más difícil de detectar porque aparece entroniza-
do como el lugar de la reproducción de la vida, de los afectos, del amor. Al mismo
tiempo, el derecho a una vida libre de violencia conlleva la fuerza de un derecho
inserto en la declaración de los derechos humanos (Folguera 2010: 102-103). Se trata
de un cronotopo en el que se invoca una triple propuesta: la lucha ciudadana contra
la agresión, el derecho a una vida libre de violencia y la superación del miedo. Y de
una manera explícita, invoca también los esfuerzos por superar las desigualdades
que llevan a generar la subordinación de muchas mujeres y el poder destructivo en
muchos hombres.
Como he señalado, son las imágenes y las prácticas las que pueden expresar
la verbalización del recuerdo, ya que se erigen en la parte no discursiva de la me-
moria. Para ello, y haciendo una selección de posibles imágenes, me he basado
en aquellas relacionadas con el miedo que evoca el espacio y el tiempo. Estos dos
elementos referenciales, como se ha visto entre los temne, están imbuidos de
género y de corporeidad, y propician la emergencia de cronotopos específicos y
también de cronotopos multisituados orientados a la investigación etnográfica.
Dentro del marco creado por el peso de las encrucijadas y la oscuridad del
cronotopo referencial, paso al primer cronotopo genérico específico al que he de-
nominado puntos negros de la violencia, donde está presente el peso de la oscuridad
como un ejemplo transcultural que suscitan ciertos lugares y que revela la acción
silenciosa y permanente de un tipo de violencia encubierta en la que destaca la
oscuridad. Violencia que, en unos casos, actúa de manera indirecta, con grados
cambiantes de permanencia, en otros. Aquí estaría el sentido del lugar de Augé al
que me he referido al comienzo, y las aportaciones de Appadurai y Rodman que
prestan atención a la incorporación de la subjetividad y el impacto de la cultura y
la historia. También introduzco la corporeidad del concepto etnográfico espacios
que nos negamos, que surgió en mi investigación en el medio urbano de Donostia
como expresión de una informante y que está inserto en la memoria individual
las Naciones Unidas en 1977 y que se vive en la actualidad con una doble vertiente:
de reivindicación de los derechos de las mujeres como derechos humanos y de
celebración como mujeres. El recuerdo del incendio que en 1857 arrasó la fábrica
de camisas Triangle Shirtwaist de Nueva York en la que murieron abrasadas 146
mujeres, la mayoría jóvenes trabajadoras, no me pareció baladí. Entre el recuerdo
de la violencia sobre la que se asentaba el día y la agresión sexual de aquella mañana
había un hilo conductor cuya expresión estaba encerrada en el grito de la joven y
la repulsa a la violencia a través de la respuesta ciudadana.
La fuerza de aquel grito, que en los periódicos aparecía como el detonante
que llevó al joven hasta el lugar y al agresor a huir, me evocó inmediatamente la
permanencia de la fuerza del cuadro de Edvard Munch El grito, creado en 1893,
que para mí ha representado siempre el epítome del horror por el vacío de un eco
interminable y la soledad permeable del encuadre. Así lo expresó el artista en su
diario fechado en 1892:
Paseaba por un sendero con los amigos —el sol se puso— de repente el cielo se tiñó
de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio —sangre y
lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad— mis amigos
continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que
atravesaba la naturaleza (El Grito, Cultura a Bonico 2007).
sino contra todas las mujeres” (J. P. 2015). Se hizo pública la necesidad “de promover
una educación basada en los derechos de las personas, superando los modelos únicos
de hombre o mujer impuestos por el sistema heteropatriarcal” (J. P. 2015).
El grito como cronotopo específico genérico del miedo puede verse como un
desencadenante del cronotopo general del miedo que he presentado en la primera
parte, mientras que en la respuesta pública se hace efectiva la necesidad de activar y
cultivar la conciencia ciudadana sobre la problemática sangrienta de las agresiones
sexuales contra las mujeres y las niñas. El grito de repulsa y la puesta en valor por
parte de representantes políticos de la urgencia de los cambios educativos en los
hogares y en la educación formal son dos aspectos centrales que emanan del cro-
notopo descrito. Significa un paso en la lucha por erradicar una violencia dirigida
expresamente contra las mujeres y las niñas.
A continuación, y en contraste con los cronotopos anteriores del miedo
y la negación, presento cuatro ejemplos que permiten acceder a la presencia y
funcionamiento de elementos de dominación, así como descubrir emergencias
de cambio. Los abordaremos en dos apartados diferenciados. En el primero ana-
lizaremos el cronotopo de la lengua y el cronotopo del perdón: la procesión del
Nazareno, donde destacan elementos de negación y dominación, pero también
de cambio y resistencia, de fuerza social y compromiso. Después me ocuparé
del cronotopo del Lilatón y el de Sare, tejiendo redes, donde destaca también el
impulso por el cambio y, en particular, la acción colectiva. En estos cronotopos,
sus protagonistas presentan ciertas características que muestran las capacidades
que tienen para generar una fuerza social que capte el compromiso, aunque sea
de corta duración, para incentivar cambios provenientes principalmente de la
acción colectiva, como se verá de manera específica en el cronotopo del Lilatón
y en el de Sare, tejiendo redes.
El primero es el cronotopo de la lengua, estudiado por Jone Miren Hernández
(2007), que aparece en contraste con el protagonismo que ha tenido la negación
en cronotopos anteriores. Nos encontramos con un ejemplo modélico de una in-
vestigación efectuada en la comunidad de Lasarte-Oria, que se ubica en Gipuzkoa,
Euskal Herria. El marco temporal abarca principalmente los años de la dictadura
franquista (1936-1975) y una dinámica cambiante que la investigadora sitúa en tor-
no al euskara entre 1981-2001. Hernández aborda un cronotopo negativo que a lo
largo de su investigación configura una doble mirada: la del desarrollo industrial
y el crecimiento poblacional resultado de la emigración y el dominio creciente del
castellano frente al euskara. Esto último da pie a un proceso de concienciación
a la lengua. En este sentido puede afirmarse que el retroceso del euskara en algunos
lugares estaría en gran medida vinculado a la experiencia de toda una generación que
habría crecido sin derecho a definirse y definir su identidad en relación al euskara y
el universo cultural que rodea a la lengua. Negación que incide en la ausencia de una
memoria encarnada, y en consecuencia en la negación de la posibilidad de ensamblar
la lengua en el proyecto personal de existencia (Hernández 2007: 135-136).
lingüístico. Más aún, ve el valor de fijarse en las imágenes de ausencia, a las que
considera puntos de partida, para analizar elementos vinculados con la negación y
que, en general, pertenecen a la resistencia al olvido y al valor de lo que representa
el conocimiento de la experiencia activa de la lengua, de su historia en el marco de
las relaciones familiares y en la expresión y comunicación social. Resalta la densidad
personal y grupal de la memoria definida como memoria encarnada y su capaci-
dad para trascender dificultades y silencios (Hernández 2007: 138). En su forma
de mirar la realidad cambiante, muestra el crecimiento notable del euskara entre
1981-2001 y su dinámica creciente. En la densidad de su etnografía están presen-
tes voces de informantes (mujeres y hombres) que abarcan distintas generaciones
durante y después del franquismo, y emerge la importancia de las mujeres como
transmisoras del euskara.
Quiero subrayar la aportación singular de Hernández que, a partir de la ne-
gación, ha accedido a la parte encarnada de la memoria que ha sido clave en los
procesos de transmisión. La resistencia individual y colectiva está presente en
el análisis del cronotopo de la negación que, a la vez que revela la transmisión,
muestra la versatilidad que encierra para captar elementos y significados positivos
de un cronotopo altamente negativo. Es notable la manera en que la autora ha ido
articulando la observación participante, las narrativas de las entrevistas, la pro-
ducción de imágenes visuales, de actuaciones y circunstancias diversas. Su elección
de un cronotopo negativo como elemento central para el análisis ha desencadenado
un conocimiento profundamente dinámico sobre los procesos de transmisión que
incorporan prácticas y valoraciones de una lengua minorizada. Este cronotopo de
la lengua, que parte del estudio de una realidad disglósica, muestra la capacidad
del constructo teórico para erigirse en un cronotopo general modélico para com-
prender procesos de cambio en lenguas minorizadas y aproximarse a ellos desde
la riqueza que ofrece la multilocalidad y la multivocalidad. En el capítulo vi de su
obra expone de manera clara esta aproximación teórica y metodológica respecto
al cronotopo negativo de la lengua (Hernández 2007: 285-339). Muestra a su vez la
relación entre el cronotopo como referente teórico y el cronotopo como herramienta
en la práctica etnográfica.
Hernández ha identificado las formas en que la comunidad de Lasarte-Oria
ha conseguido superar el cronotopo de la negación que representaba la comunidad
dividida como consecuencia de la guerra civil, de una fuerte inmigración organizada
sin tener en cuenta las características lingüísticas de la población ni su capacidad
real de acogida. La superación del cronotopo de la negación muestra que “[e]l pa-
sado fabril [aparece] como la herencia común” (2007: 395) y que en los procesos de
experimentar las diferencias como resultado del proceso migratorio se ha incor-
porado la “gestión de la otredad” (2007: 398) que la propia vida en su cotidianidad
ha llevado al descubrimiento del “valor de lo invisible” (2007: 402) vinculado con la
vida cotidiana como herencia común. Estos elementos contribuyen a la explicación
de la superación del cronotopo de la negación (2007: 383-431), una aportación que
puede servir como guía en futuros análisis de cronotopos negativos.
Hernández muestra la importancia que tuvo en su investigación el concepto
de memoria encarnada (Del Valle 1997b) para narrar y comprender el proceso de
la recuperación del valor y la práctica de la lengua,
alteridades que van más allá de aquello que las define. Así, la alteridad hombre-
mujer es relativa a aquello que la define: el sexo, pero no a aquello que la trasciende.
Por ejemplo, en un ritual orquestado para reafirmar la identidad de una nación,
esta se ubicaría por encima de las alteridades que representa la participación de
hombres, mujeres, personas de distinta edad. Sin embargo, dentro de dicho ritual
puede haber otras alteridades funcionales, como aquellas que sitúan a los oficiantes,
principalmente varones, y a asistentes, que incluyen mujeres y hombres. También
las alteridades pueden escenificar diferencias derivadas de una primera alteridad,
por ejemplo, separar las mujeres de los hombres y así relativizar la identidad com-
partida (Augé 1996: 88-89).
Suárez Egizabal muestra el peso de los significados excluyentes que pueden
producirse en un ritual a través de un cronotopo de resignificación de identidades
marginadas que responden, bien a necesidades de las propias mujeres, bien a las de
la comunidad en la que se insertan. Lo hace en el marco del estudio de tres barrios
marginales de la ciudad de Bilbao: Bilbao la Vieja, San Francisco y Zabala,3 para
centrarse en el de San Francisco, lugar tradicional de prostitución que, a pesar de
su centralidad urbanística, está separado por barreras de exclusión simbólica y
social. La autora analiza las diferentes maneras de construir la identidad a través
de la alteridad mujeres/hombres y de distintos mecanismos sociales encaminados
a redefinirlas temporalmente.
Se centra para ello en la procesión del Nazareno que, organizada por la Cofradía
del Nazareno y creada en 1947, se celebra desde 1953 el lunes siguiente al Domingo de
Ramos y cuenta con un fuerte arraigo popular. El punto de partida y de retorno
y el recorrido tienen un fuerte contenido simbólico. Arranca de la iglesia de San
Francisco de Asís en la céntrica calle Hurtado de Amezaga, a poca distancia de
los límites simbólicos de la exclusión del barrio, para, una vez recorridos los nú-
cleos fuertes de su identidad excluyente, volver a la sacralidad eclesial del punto de
partida que, aparentemente, ha permanecido intocable por lo ocurrido.
En el recorrido el cronotopo que Suárez Egizabal selecciona acontece en la
calle Las Cortes con la aparición del paso de la Dolorosa, seguido por el paso del
Nazareno, en el que el protagonismo corresponde a mujeres y travestis que se
dedican a la prostitución. En ese momento las mujeres arrojan flores desde las
ventanas. Pero el momento de mayor intensidad acontece cuando el Nazareno se
3 Para mayor información sobre el barrio y la zona, véase Suárez Egizabal 2013.
detiene en los distintos lugares de alterne donde las mujeres ritualizan, mediante
saetas y la entrega de ramos de flores, el lugar marginal que como prostitutas les
corresponde en la comunidad. La entrega de los ramos delante de la comunidad
de la zona, de la eclesiástica y la de las mujeres adquiere un significado que tras-
ciende la muestra de fervor y respeto de quienes la llevan a cabo. Se transforma
en un ritual privado, determinado por la zona donde acontece, la singularidad de
quienes lo ejecutan y el público que ejerce de testigo.
La muestra personal de fervor se convierte en un ritual de sacrificio, en una
ofrenda que va a propiciar la purificación de un “espacio de pecado” mediante el
arrepentimiento público de las mujeres. Se recuerda la figura de María Magda-
lena, y las mujeres no solo muestran arrepentimiento, sino sometimiento ante el
Nazareno, que en estos momentos representa a la iglesia y a la figura masculina.
Año tras año se renueva el contrato de perdón entre estas mujeres y la iglesia, y
se les permite ocupar su lugar en una sociedad que las considera pecadoras, no
mujeres libres (Suárez Egizabal 2004-2005: 34-5).
Todo ello era parte de una de las temáticas centrales del día en torno a la igual-
dad entre mujeres y hombres. El tejido grupal significaba el conjunto de activida-
des que se pueden llevar a cabo mediante la colaboración y que son indicadores y
gestores de la construcción del tejido social de la igualdad como proyecto global
y de las relaciones y derechos igualitarios. Hubo mujeres y hombres de distintas
generaciones que se incorporaron a la acción (Intervención artística “Sare, tejiendo
redes” 2013), que tuvo a su vez incidencia en la gente que transitaba y que se paraba
a observar, preguntar, y hubo quien también se introdujo en la actuación. El cro-
notopo transformó, por un tiempo, los sistemas y relaciones de género y proyectó
la importancia del trabajo conjunto para superar diferencias y discriminaciones. Y
sitúo la problemática colectiva y política en la cotidianidad de la ciudad. Simboli-
zaban, a su vez, la amplificación y resonancia que proporciona la acción colectiva
en igualdad (“Intervención artística ‘Sare, tejiendo redes’ ” 2013).
En este ejemplo es posible seguir la génesis de un cronotopo a través de las
diferentes capas de la actividad, la riqueza de sus significados, las características del
tiempo empleado y la capacidad de la acción colectiva para transformar temporal-
mente comportamientos y dotarlos de nuevos significados. También la necesidad de
aunar fuerzas para romper dicotomías respecto al trabajo, a las representaciones
de la ciudadanía que incluye el abanico de las identidades de género, de orígenes, de
adscripciones identitarias. La acción se desarrollaba en el marco de un congreso
de Eusko Ikaskuntza/Sociedad de Estudios Vascos, institución cultural emblemática
que en 2017 celebrará su primer centenario, en el marco de uno de los nueve ejes
temáticos del congreso llamado Sistema de género.
En la tradición vasca, como ocurría también en otros lugares, el tejer con agujas,
con ganchillo, era una actividad que llevaban a cabo las mujeres. La excepción abar-
caba a los pastores, que también tejían con cuatro agujas calcetines elaborados con
lana de oveja, actividad que llevaban a cabo en las largas jornadas de frío y oscuridad
del invierno en las que permanecían aislados en las txabolas (construcciones de piedra
donde se guarecían de la intemperie). En la escenificación de Gasteiz, el que mujeres
y hombres tejieran públicamente en una arteria principal de la ciudad significaba
una alteración de ciertos mandatos culturales respecto a actividades asignadas de
manera fija, unas a mujeres y otras a hombres. La acción de las redes remitía también
a la actividad pesquera, protagonizada por los varones en el mar y por las mujeres
en tierra, quienes además de ocuparse de la venta de pescado, eran las encargadas del
trabajo grupal de repasar y restaurar las redes ya secas. Lo hacían, bien sentadas en
el puerto, bien dentro del local de la Cofradía de Pescadores.
Colinas, en Días en Petavonium, habla del poder evocador de los aromas cuando
se refiere al del campo: “La de los aromas era una clave intemporal, ahistórica, que
comprendí entonces, y en años sucesivos, y que hoy comprendo cada vez que, en
cualquier otro lugar que no sea Fuentes, percibo —aunque sea de forma sutilísima,
atenuada, entristecido por el paso del tiempo— aquellos mismos aromas” (1994:
21). También se puede llegar al futuro desde el deseo, como era el caso de los dos
hermanos que abandonaban su ciudad.
¿Pero cuál es la diferencia entre recordar y evocar? Considero que el recuerdo es
procesual, es posible generarlo, mientras que la evocación genera grandes saltos,
es espontánea, incontrolable, lo que la hace más inesperada y más cercana a lo que
muchas veces identificamos como inspiración, pero que yo considero diferentes.
En la evocación distingo bases de partida que pueden ser totalmente sorpresivas y
muy diferentes del curso que vaya tomando el recuerdo. La inspiración es presente
y momentánea, y no necesita referentes para el paso al hecho creativo.
En el caso de los cronotopos, el poder evocador constituye una herramienta
metodológica del orden simbólico que emerge en las coordenadas espacio-tiempo,
tal como aparece en el cronotopo general de encrucijadas y oscuridad, que permite
explorar la fuerza del pasado en el presente, así como la conexión con la memoria
encarnada: como aquella pasada por la experiencia de la corporeidad de la es-
clavitud. También estaba presente en los desencadenantes de la agresión sexual
ocurrida en Billabona, Euskal Herria, que se llegaron a sintetizar en el grito que
aunaba la angustia de la agresión, la importancia de la colaboración ciudadana
y el eco de una violencia ejercida sobre las mujeres y las niñas que permanece
tristemente activa y esparcida por el mundo.
El poder evocador nos conduce también a la memoria a través de la espontanei-
dad, pero en muchos casos evocamos y nos quedamos ahí: ya sea que haya disfrute
o, por el contrario, emociones dolorosas. Las percibo como cualidades diferentes y,
a su vez, complementarias. El potencial de la evocación reside en que no muestra
límites y acapara sorpresas, recoge la graduación que contienen los hechos, las ac-
tuaciones de las personas, el potencial de los sentidos o sus carencias, el impacto de
los actos ajenos y los propios, las relaciones tempo-espaciales, y es tanto individual
como colectiva, como lo he mostrado en distintos momentos del ritual de Korrika
(Del Valle 1988).
Los rituales —con su amplio espectro de orientación, simbolismo y participa-
ción— ofrecen un abanico de elementos que propician la evocación. En este sentido,
he mencionado el cronotopo del ritual del perdón del Nazareno, protagonizado
el surco cubierto de nieve nadie hubiera vuelto a pasar. Para el escritor Juan Manuel
de Prada (1997), esa fijación del pasado a través de una persona es el resultado de un
ejercicio concreto:
La memoria produce sensaciones que tanto pueden llevar al placer como al sufri-
miento. “Recordar a Chiara es una condena y una tarea inabarcable [...] y quizá un
suplicio, pero acepto la tortura y el agotamiento y la cárcel de ese recuerdo, porque
me mantiene vivo y me desinfecta de mi otra vida degradada” (1997: 323).
Otras veces descubrimos el poder evocador de objetos e imágenes. En la cultura
vasca tradicional, la representación simbólica de la obligación del recuerdo corres-
pondía a las mujeres y la expresaban desde el lugar que ocupaban en la iglesia en
la sepulturia (sepultura). Lo hacían, y lo continúan haciendo, a través de una pieza
de madera que lleva una vela fina enrollada (argizaiola) de manera que, depositada
en el suelo y una vez encendida, va quemándose con lentitud. Tradicionalmente,
cada casa en el mundo rural tenía su argizaiola que colocaban las mujeres delante
de la silla que solían ocupar en la iglesia. Todavía pueden verse en algunas loca-
lidades, como en el pueblo de Amezketa en Gipuzkoa. Ahora ha pasado a ser un
objeto artesanal que se valora por los diseños tallados en la madera. Las había con
diferentes diseños, algunos de ellos antropomórficos, que pueden verse expuestos
en San Telmo Museoa/Museo de San Telmo en Donostia.
Durante la misa, su luz personalizaba el vínculo entre el pasado y el presente, y
las connotaciones de la mujer como mediadora entre dos mundos: el de la casa y el
de la familia (Douglas 1969). Se activaba el recuerdo de las y los familiares difuntos.
Sin embargo, en la actualidad, para una mujer que vivió ese ritual la presencia de la
argizaiola la puede llevar inmediatamente a escenas de su niñez, de su juventud. Se
trata de recuerdos vinculados con la memoria encarnada y que Hernández (2007:
341-382) ha incorporado en su análisis del cronotopo de la lengua. Atribuye la fuerza
de la recuperación del euskara a la fuerza de esa cualidad de la memoria.
La evocación de una situación, un estado de ánimo, una persona en el sentido
en que lo he ido presentando puede llevar no solo a traer al presente algo vivido o
Reflexión cronotópica
Las posibilidades del proceso del trabajo etnográfico a través de cronotopos son
amplísimas y va a depender del interés de la investigadora o el investigador. Por
ejemplo, si se orienta al espacio público o al espacio privado. Si le interesa trabajar
desde la exclusión, la marginación, la negación de derechos. O si, por el contrario,
se orienta a expresiones, procesos de cambio que impliquen nuevas propuestas,
resignificaciones de comportamientos, de ocupaciones de espacio, definición de
nuevas metas a partir de cambios corporales e identitarios generados por la adop-
ción de resignificaciones de identidades sociales, sexuales.
Quiero resaltar que la identificación de cronotopos proviene principalmente
de la observación etnográfica tanto intensiva y duradera como de observaciones
puntuales; de lecturas de monografías, de acontecimientos que aparecen en los
diferentes medios de comunicación y, como he mostrado también, de la litera-
tura. El teatro, performances, exhibiciones artísticas u obras de arte presentes
en los espacios públicos pueden ser fuentes de inspiración, en unos casos para el
cambio, en otros para la negación, como se ha visto en algunos de los ejemplos
citados. Si hay un tema o problemática que me ha llamado la atención, será nece-
sario buscar sus puntos de condensación de significados, los más sobresalientes;
las aproximaciones más interesantes o más puntuales; las claves para identificar
puntos de partida y puntos significativos. Hay que tener en cuenta que el concepto
Por tanto, el semiótico relativiza los conceptos de contenidos fijos, tales como “in-
finito, eternidad, inmensidad”, presentes “en la vida, en la filosofía, en la religión
y el arte” y que, en su opinión, no pueden considerarse “teóricamente puros”, sino
que aparecen en la experiencia en función del valor que se les otorga. Por todo ello,
Bajtin enfatiza la importancia de “vivir desde sí mismo, partiendo de sí mismo”, sin
equipararlo con “vivir y actuar para sí”, sino destacando su postura de vivir en el
mundo (1997: 66). Puede también afirmarse que en el pensamiento de Bajtin están
presentes la corporeidad y las emociones, ya que, en última instancia, ambas son
referentes iniciales, contenidos importantes de la novela antigua griega (1997: 65-66).
Conclusiones
relato. Cuando las haya, en vez de verlas como narrativas incorrectas que estorbaran
la secuencia del relato, será necesario reconocer que tienen entidad en sí mismas y
darles el valor intrínseco que les corresponde.
Del interés que el cronotopo suscitó en el análisis posmoderno centrado en
las emociones como expresión de lo vivido, me he planteado un nuevo objetivo.
Consiste en avanzar en su definición y aplicaciones metodológicas para hacer de
ellos herramientas referenciales para descubrir en el trabajo de campo fenóme-
nos situados y multisituados que permitan desenmascarar la opresión, acceder
también a captar expresiones de desigualdad y silenciamiento. Pero también de
potencial de la agencia donde es clave la atención a las rupturas y emergencias gene-
radoras de identidad, valores cívicos y ciudadanía. En algunos casos, su ductilidad
puede sorprender por la riqueza que encierra su análisis, de manera que se pueda
invertir el significado negativo de sus contenidos, como se ha visto en el ejemplo
de una lengua minorizada.
Finalmente, cabe resaltar que en la reflexión cronotópica destaca la impor-
tancia de ciertos hilos conductores, como el desarraigo, la violencia, el miedo
y los entresijos del ritual que sirven para mantener la exclusión, pero también
para reconocer, valorar y cuidar la capacidad de la memoria encarnada, la cual
resulta imprescindible para superar marginaciones y olvidos. En la reflexión cro-
notópica se halla el potencial de la agencia individual y colectiva, las acciones que
crean puentes entre la ciudadanía y las instituciones. Esto permite que se puedan
reivindicar cambios para plasmarlos en la vida cotidiana e institucional, restituir
olvidos y generar nuevas formas de memoria encarnada individual y colectiva que
posibiliten superar las violencias de las dictaduras del olvido y de las que se ejercen
sobre las mujeres y las niñas.
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Agradecimientos
Introducción
por temor) los lugares colectivos de encuentro? ¿De qué forma reforzar una con-
vivencia ciudadana que ahuyente el fantasma (real e imaginario) del miedo? En
último término, ¿qué entramado de espacios sociales y físicos pueden intervenir
en la construcción de una vida más segura para las mujeres?
Es significativo que, cuando pensamos en las ciudades, nos refiramos al tejido
urbano. Las ciudades, casi por definición, son el lugar donde la gente desconocida
se encuentra, se entrama, se “entreteje”. Tampoco es casual que la ciudad haya
sido, históricamente, el “escenario” natural del ciudadano en cuanto “actor” social.
Remedi (2000) señala que la ciudadanía está vinculada con la experiencia de la
ciudad y la participación en una red o “entramado” de espacios sociales, organi-
zaciones y movilizaciones de variada índole y sentido, abiertos y disponibles a la
ciudadanía.
Frecuentemente se habla de lo público y de lo privado, de lo abierto y cerra-
do —con un sentido político, espacial y psicológico—, conectando esquemática
y tradicionalmente estos conceptos con el hombre y la mujer. El espacio del des-
cubrimiento y la conquista es comprendido como principio masculino; el espacio
de la protección, de la apropiación cotidiana de las cosas —el espacio de la casa—,
como principio femenino (Segovia 1992). Y este espacio de la casa, considerado
terreno propio de la mujer, que puede ser el ámbito de la intimidad y de la identidad
personal, es un lugar privilegiado al referirnos a los valores de la intimidad, del
espacio interior: “Todo espacio realmente habitado lleva como esencia la noción de
casa”, dice Bachelard (1995). Es cierto, pero el hogar también puede significar un
claustro, un lugar de encierro, de restricción y de violencia. De hecho, la sensación
de inseguridad de las mujeres está vinculada de manera importante con la alta
presencia de violencia en la esfera privada. Y su condición de subordinación en
la cultura patriarcal ha influido en la forma como las mujeres se relacionan con
el espacio (en especial el público) y el tiempo. Cuando sienten temor, las mujeres
abandonan el espacio público, utilizan las ofertas de la ciudad con menor frecuen-
cia, cambian sus recorridos. Es decir, redefinen y restringen el tiempo y el espacio
del intercambio. Frente a esta realidad, la arquitecta Anna Bofill, en De la ciudad
actual a la ciudad habitable (1998), sostiene que, si bien se debe considerar “toda
la diversidad de personas como destinatarias del entorno urbano”, lo central es
pensar “la ciudad desde la perspectiva de género para adecuar los espacios de la
ciudad a la vida cotidiana y hacer que la ciudad sea habitable”. Este es el tema que
me interesa desarrollar a continuación.
(1997) señala que, además, la construcción de estos últimos es casi impensable por
fuera del espacio público.
Ahora bien, aunque el espacio público tiene una dimensión social y política
aespacial —encuentro de ideas, discursos, proyectos sociales: ágora—, se manifiesta
siempre en el espacio físico: plaza. Por ello es central preguntarse: ¿qué implica que
los lugares públicos sean un factor de patrimonio y de identidad y, por tanto, contri-
buyan a resguardar un capital social acumulado? ¿Cómo, desde el espacio público,
es posible favorecer la densidad y diversidad de las relaciones sociales en la ciudad?
En las grandes ciudades de América Latina, al igual que en los Estados Unidos y
Europa, se puede observar una tendencia a un localismo que es expresión de algo
muy revelador. Al preguntar a los jóvenes inmigrantes en Francia, por ejemplo,
“¿de dónde eres?”, la respuesta es: “Yo soy de tal parte, del conjunto habitacional x,
de la torre y; no tengo nada que ver con esos idiotas de la torre n” (Touraine 1998).
Si examinamos la relación que en algunos sectores de bajos ingresos tienen
jóvenes y niños, hombres y mujeres con el espacio que habitan, podemos ver que
es una relación paradójica, en el sentido de que se construye como si se tratara
de habitantes de un gueto: yo soy de aquí (o vengo de tal parte) y tú eres de allá
(o vienes de otra parte) —por tanto, yo soy distinto y mejor que tú—; o también:
yo formo parte del grupo de jóvenes, por ende, los de la junta de vecinos son mis
adversarios. Estas expresiones marcan una pertenencia excluyente a un lugar: vivo
o soy de un edificio o calle, de un barrio, de una zona; entonces, no me conecto, no
me identifico a través de un territorio común con los otros. De esta forma, dejo de
ser ciudadano, de formar parte de una ciudad en la que los otros están incluidos al
igual que yo (Segovia 2005b).
En este contexto de fragmentación, ¿cómo promover propuestas que fo-
menten la heterogeneidad y diversidad, atributos asociados al espacio público?
Carrión (2004) subraya que, en este sentido, lo que podría romper la tendencia a
la fragmentación urbana es el espacio público como aprendizaje de la alteridad. Una
mayor integración social supone en parte importante organizar la diversidad local:
instaurar, preservar y promover la comunicación entre grupos de actores diferen-
tes —jóvenes, mujeres, adultos mayores, deportistas, etcétera— que habitan un
territorio común. En muchos sentidos, el lugar privilegiado para promover esta
diversidad es el espacio público: a partir de un proceso de articulación integral
¿Qué significa que mujeres, niñas y niños estén ausentes de los espacios públicos
cercanos a su vivienda?
En Santiago de Chile, por ejemplo, la percepción de riesgo que comunican las mujeres
se vincula tanto con las condiciones físicas de los conjuntos de vivienda social como
con su ambiente social. Así, el miedo —como emoción que orienta la conducta de
los adultos— repliega a niñas y niños hacia el espacio manejable y restringido de la
vivienda (Segovia 2005b). El corolario del miedo es el encierro, la pérdida de libertad;
también la restricción de las posibilidades de juego y esparcimiento de los menores.
En este marco se reduce y acota la posibilidad de descubrir el mundo, de que se
produzca esa apertura hacia los otros que va paralela a la exploración del entorno,
de dar cauce al desarrollo de la sociabilidad.2
2 Un hecho significativo, que ilustra la percepción de inseguridad de las familias de estos conjuntos de vi-
vienda social en Santiago de Chile, es que hay rejas en los accesos a los pasajes y a los bloques, en el entorno
y corredores de estos últimos, en las cajas de escala, en las ventanas de las viviendas. Las rejas, en algunos
casos, son barreras sucesivas que protegen un terreno baldío, en muchas ocasiones receptor de basura.
El espacio público favorece la vida en el ámbito privado: esta fue una de las con-
clusiones de la investigación “Espacios públicos urbanos y construcción de capital
social: estudio de casos en ciudades de Chile”.3 En todos los casos estudiados se
• Son, por una parte, la expresión visible de una violencia estructural indirecta,
asociada a procesos económicos y sociales que han restringido o cancelado las
demandas básicas de la población; y, en ese sentido, están vinculadas con la
extendida y creciente desigualdad económica y social.
• Por otra, se sustentan en una violencia cultural, aquella que ha legitimado los
procesos de concentración de la riqueza, la segregación y la discriminación.
Desde la perspectiva analítica adoptada por la investigación (la de Galtung
más que la de Moser), estas formas de violencia —que hoy se ven cuestionadas
pública y masivamente no solo en Chile, sino a lo largo del mundo— están
interconectadas.
La violencia directa puede ser física, verbal y/o psicológica, es ejercida por un emisor
o actor intencionado (una persona) y la sufre un ser vivo dañado o herido física o
mentalmente. Se refiere a un abuso de autoridad, acto que sucede por lo general en
las relaciones asimétricas. Según Galtung, es la manifestación de algo, no el origen.
La violencia estructural se refiere a situaciones en las que se produce un daño
en la satisfacción de las necesidades humanas básicas (supervivencia, bienestar, iden-
Estas formas de violencia aquí mencionadas tienen una referencia territorial fá-
cilmente asociable al proceso de transformaciones ocurrido en Santiago, que ha
incrementado la fragmentación social. Son ejemplos de esto las erradicaciones
de campamentos y dispersión de sus habitantes —realizadas durante el gobierno
militar—, los programas de viviendas sociales que no consideran la identidad de
los beneficiarios, etcétera.
El concepto de violencia cultural se refiere a aquella que “se expresa desde
infinidad de medios (simbolismos, religión, ideología, lenguaje, arte, ciencia, leyes,
medios de comunicación, educación, etc.) y […] cumple la función de legitimar
la violencia directa y estructural, así como de inhibir o reprimir la respuesta de
quienes la sufren” (Galtung 2004). De manera cercana, para Bourdieu, la violencia
simbólica oculta las relaciones de fuerza verdaderas, esto es, el dominio de quienes
imponen su discurso sobre los otros.
Aceptando los tipos de violencia de Galtung (2004), retomamos la propuesta
de Moser (2004), quien señala que a menudo los diferentes tipos de violencias se
entrecruzan y sobreponen y que se requiere un conjunto de categorías que los cubran.
Por esto nos parece apropiado incorporar sus cuatro categorías (violencias políticas,
institucionales, económicas y sociales) según las motivaciones de quienes las ejercen:
Violencia de género
4 Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer. Adoptada
en Belém do Pará, Brasil, el 9 de junio de 1994, en la sesión regular xxiv de la Asamblea General de la
Organización de Estados Americanos (oea).
que introduzca otras dimensiones, como las de género y nivel socioeconómico, deja
al descubierto matices diferentes. Ello queda claro al examinar los distintos tipos de
violencia —directa, estructural y cultural— en las tres comunas del Gran Santiago
donde se llevó a cabo el trabajo de campo: Lo Barnechea, estrato socioeconómico
alto (4.3% de pobreza); La Florida, sectores medios (9.8% de pobreza), y La Pintana, la
comuna con mayor tasa de pobreza del Gran Santiago (30%) (Rodríguez et al. 2012).
Fuente: Ministerio del Interior y Seguridad Pública, Encuesta Nacional de Seguridad Ciudadana Urbana, 2010. No se
consideraron las respuestas: No sabe, No corresponde y No responde.
Fuente: Ministerio del Interior y Seguridad Pública, Encuesta Nacional de Seguridad Ciudadana Urbana, 2010.
Según un estudio sobre el uso del espacio público por parte de hombres y
mujeres en un barrio de la comuna de La Pintana (Mires y Macuer 2011), una alta
proporción de las personas encuestadas se siente insegura, pero esta inseguridad
es más generalizada en las mujeres que en los hombres. Se expresa principalmente
en el mayor temor a las agresiones de diverso tipo hacia ellas, y en el miedo que
sienten ante el peligro que puedan correr sus hijos e hijas.
Así, en un contexto en el que aún existe en gran medida una división sexual
de roles, según la cual a las mujeres se les ha asignado una responsabilidad casi
exclusiva sobre el cuidado del hogar y sus miembros, su inseguridad está en
parte asociada a la mayor cantidad de tiempo que permanecen en el barrio y a
las demandas de la vida cotidiana. El hecho de que la tasa de participación laboral
de las mujeres del sector estudiado alcanzara 46.3% en enero de 2010, en tanto que
la masculina era de 70.7%, es una pista más en la conclusión de que su vida se
desenvuelve primordialmente en el barrio, donde —al menos las pertenecientes
a sectores socioeconómicos más bajos— se sienten inseguras.
En el caso de los hombres, en cambio, con una más alta representación en
la fuerza de trabajo, el barrio es el lugar donde llegan a dormir y descansar. Para la
mayoría de ellos, el uso del espacio es más limitado que en las mujeres —se cir-
cunscribe al trayecto desde el hogar al trabajo en la mañana y viceversa en la noche,
actividades de esparcimiento nocturnas y de fines de semana. Son los varones
de más edad, muchos de ellos ya inactivos, quienes aumentan el uso del espacio
público y muestran diferencias importantes en sus percepciones de inseguridad,
más semejantes a las de las mujeres.
En cuanto a las actividades que se han abandonado por temor a ser víctimas de
un delito, en la comuna de La Florida las personas evitan las actividades nocturnas,
que pueden ser de recreación, laborales o sociales. Por su parte, en la escasa cantidad
de actividades a las que han renunciado las mujeres pertenecientes al sector de altos
ingresos probablemente influye la disponibilidad de automóvil para movilizarse, el
contar con equipamiento de seguridad instalado en sus hogares, la contratación de
guardias privados, servicios municipales de seguridad ciudadana y mayor vigilancia
policial.
Entre quienes atribuyen la delincuencia a la ocupación de lugares del barrio por
pandillas y grupos peligrosos, las mujeres de La Pintana duplican a los hombres;
sin embargo, en La Florida, los hombres que atribuyen esta causa a la delincuencia
son dos puntos porcentuales más que las mujeres.
Lo anterior muestra cómo el uso del espacio público está segregado por sexo,
pero también por estrato socioeconómico: en las comunas más pobres se utilizan las
calles en forma más intensiva, pese a que se las reconoce como un lugar inseguro,
sobre todo en el caso de los paraderos de transporte público. Esta tendencia obedece
en gran parte al tamaño reducido de las viviendas, que obliga a los y las habitantes
de La Pintana, y comunas de similar nivel socioeconómico, a salir a las calles a acti-
vidades recreativas y vida social.
5 Según el índice de desarrollo humano del pnud (cifra actualizada para 2007), el ingreso del 10% más
rico en Chile es 26 veces superior al del 10% más pobre.
Más de la mitad de la población (52%) señala que bajo ninguna circunstancia las
mujeres deberían tener derecho a hacerse un aborto. En el segmento de menores
ingresos este porcentaje alcanza 70%.
Respecto al uso del tiempo, las mediciones reflejan cómo la imposibilidad de
comprar servicios domésticos en el mercado afecta a las mujeres más pobres, inhi-
biendo su participación laboral. Las diferencias entre el primer y el quinto quintil
ponen de manifiesto la gran brecha entre las propias mujeres.
El tiempo dedicado al trabajo doméstico no remunerado muestra la enorme barrera
que significa para las mujeres más pobres la dedicación a este trabajo: prácticamente
una media jornada en los quintiles segundo al cuarto, llegando a 5.7 horas en el primero.
Las cifras muestran que un porcentaje cercano a la mitad de las mujeres del quintil
más pobre (47.3%) desarrolla este tipo de actividad durante un promedio de 3.5 horas
diarias. Así, la pertenencia a uno u otro sector socioeconómico también incide en la
segregación de género, que es mayor entre las mujeres más pobres, pues las de estrato
alto, si bien no se liberan de los papeles reproductivos que les están adscritos, pueden
comprar los servicios domésticos y de cuidado en el mercado.
En buenas cuentas, se agrega a la pobreza material de las mujeres de estratos
bajos una nueva carencia: pobreza de tiempo.
6 Esta metodología fue originalmente desarrollada por Robert Chambers (1992, 1944). Ha sido ampliamente
utilizada por Caroline Moser y otros en investigaciones y evaluaciones de la pobreza (Moser y Holland,
en Jamaica, 1997; Moser y McIlwaine, en Colombia, 2000) y en varios estudios del Banco Mundial.
En síntesis, observando los tres sectores del estudio se puede señalar la exis-
tencia de violencias visibles e invisibles.
• Violencias visibles:
• Violencia directa, de carácter económico, económica-social y social. Es de-
cir, violencia contra las personas (contra las mujeres, maltrato infantil, entre
padres/madres e hijos/hijas, acoso y abuso sexual, bullying, peleas, balaceras
y muertes por drogas, robos y hurtos) y violencia contra la propiedad (asaltos y
robos a casas y vehículos).
• Violencia directa político-institucional. Se expresa en las condiciones de
hacinamiento en las viviendas y en la deficiencia de los servicios urbanos en
barrios de menores ingresos, así como en el temor y percepción de inseguridad
en los tres sectores estudiados.
• Violencias invisibles:
• Violencia estructural. Expresada en las profundas desigualdades económicas
y sociales, que destacaron los habitantes de tres sectores, y la falta de oportu-
nidades: falta de educación, falta de trabajo y falta de dinero específicamente
en el sector de estrato económico bajo.
• Violencia cultural. Las expresiones más sobresalientes son: el machismo, el con-
sumismo e individualismo, presentes en los tres sectores; el estrés y la presión del
sistema por el acceso al consumo sobre todo en el estrato económico medio; la
cultura ganadora y la falta de valores, destacados en el sector económico alto,
y la discriminación que perciben los habitantes del estrato económico medio.
Finalmente
En 1988 Doreen Massey escribió: “Mi pretensión se limita a afirmar que los espacios
y los lugares, así como el sentido que tenemos de ellos, se estructuran de manera
recurrente sobre la base del género [...] esta estructura genérica del espacio y lugar
simultáneamente refleja las maneras en que el género se construye y entiende en
nuestras sociedades, y tiene efectos sobre ellas”.
Una década después, podemos decir que persisten antiguas y emergen nuevas
formas de limitación a la vida urbana que no solo se refieren a desigualdades econó-
micas, culturales, políticas, sino también a persistentes asimetrías entre mujeres y
hombres, que van más allá de la violencia física e incluyen tanto privaciones mate-
riales como desventajas simbólicas. La creciente violencia e inseguridad en nuestras
ciudades sin duda afecta la convivencia del conjunto de la ciudadanía, pero es vivida
por hombres y mujeres de manera distinta (Falú y Segovia 2007).
Concluyo este texto con la invitación a seguirnos interrogando y contribuyendo
a una mejor convivencia en la diversidad. Convivencia que supone construir lugares,
territorios y relaciones de más inclusión y equidad y, por tanto, de más seguridad, para
todos y todas. Convivencia que implica crear más confianza en el espacio público
y en el espacio privado, en nuestro imaginario urbano y en nuestra cotidianidad.
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IRRUPCIONES Y DESPLAZAMIENTOS:
LA PRESENCIA DE LAS MUJERES EN LA CIUDAD
Introducción
Público-privado y doméstico
Las ideas de Michelle Rosaldo son retomadas por la filósofa española Celia Amorós,
quien elabora una propuesta sobre el poder y el reconocimiento que se da a partir
2 Tanto Michelle Rosaldo como Pierre Bourdieu retomaron los trabajos antropológicos de Margaret
Mead sobre el aprendizaje de pautas culturales que moldean los comportamientos sociales y que pasan
inadvertidas para quienes integran una determinada cultura. Para Mead las relaciones entre mujeres y
hombres dan cuenta de un aprendizaje cultural que se naturaliza y se transmite por generaciones.
3 Los ilongotes, una tribu que habita la isla de Luzón en las Filipinas.
4 Celia Amorós coloca su proposición analítica en torno al binomio espacio privado/espacio público,
tratando lo privado como doméstico. Más adelante se retoma en este trabajo el planteamiento de Sole-
dad Murillo en donde el espacio privado no equivale al doméstico, por lo que se debe reflexionar en la
vivencia espacial de los sujetos desde la tríada espacio doméstico/espacio privado/espacio público.
Lo urbano y la ciudad
La ciudad, definida desde la propuesta de Jean Remy y Liliane Voyé (2006), alude
a un “concepto descriptivo que permite identificar la realidad material concreta
y a un concepto interpretativo que evoca un conjunto de definiciones sociales”
(Remy-Voyé 2006: 7). De tal suerte que la ciudad se convierte en el producto ur-
bano que modifica radicalmente la vida cotidiana debido a los desplazamientos,
a la manera de vivir la temporalidad y a la incertidumbre de los encuentros.
Otra definición es aquella que distingue la ciudad de lo urbano,5 y retomo aquí
al antropólogo catalán Manuel Delgado cuando señala que lo urbano es “un estilo
de vida marcado por la proliferación de urdimbres relacionales deslocalizadas, en
tanto la ciudad es una composición espacial definida por la alta densidad poblacional
y el asentamiento de un amplio conjunto de construcciones estables, una colonia
humana densa y heterogénea conformada esencialmente por extraños entre sí”
(Delgado 1999: 23).
De esta manera y siguiendo a Delgado, lo urbano “propiciaría un relajamiento
de los controles sociales y una renuncia a las formas de vigilancia y fiscalización
propias de colectividades pequeñas” (Delgado 1999: 25).
Hacer esta distinción entre la ciudad y lo urbano tiene, desde mi perspectiva,
una utilidad para entender lo que significa en términos simbólicos, culturales y
sociales la ciudad y la vida urbana para las mujeres.
5 Puede consultarse la obra de Georg Simmel, en la que se piensa la cultura urbana como cultura de la moder-
nidad, y la de Louis Wirth, que diferenciaba la ciudad como asentamiento y lo urbano como modo de vida.
Afirmo que es posible hacer, como indica Toril Moi (2001), “una evaluación críti-
ca de una formación teórica dada con la idea de tomarla y usarla para propósitos
feministas; es por ello que aquí se hace una lectura de la relación género, espacio
público urbano y ciudad, con la ayuda de herramientas conceptuales provenientes
del enfoque bourdesiano”.
Tanto la teoría feminista como la propuesta teórica de Bourdieu se oponen
a los trabajos científicos que se elaboran desde lo dicotómico: objetivo/subjetivo,
cuantitativo/cualitativo, investigación empírica/investigación teórica, no hay una
disociación de lo simbólico y lo material; de hecho, el trabajo de campo es fun-
damental para Bourdieu porque pone a prueba los referentes teóricos, de ahí la
importancia de lo que llama la vigilancia epistemológica. En Bourdieu, hay que
“restablecer la realidad intrínsecamente doble del mundo social”, situar las dos
dimensiones de las estructuras sociales: 1) la dimensión externa —lo social hecho
cosas— y 2) la dimensión interna —lo social corporizado—; por ello, pensar la
relación de las mujeres con los espacios públicos de una ciudad desde la propuesta
bourdesiana se complica, pero al mismo tiempo se aclara que el espacio público
urbano no es un contenedor de relaciones, sino un productor y reproductor de estas.
Los conceptos de doxa, campo, habitus, capitales, trayectoria, estrategia y
violencia simbólica principalmente dan forma al sistema relacional de Bourdieu
articulado en la teoría de la práctica. La fragmentación de este sistema teórico-
metodológico conllevaría la pérdida de su capacidad reflexiva; en varios de sus
trabajos, Bourdieu explica los inconvenientes del uso de alguno de los conceptos
sin alusión al sistema conceptual en su conjunto.
Para Bourdieu, no se puede “asir la lógica más profunda del mundo social
sino a condición de sumergirse en la particularidad de una realidad empírica, his-
tóricamente situada y fechada, pero para construirla como caso particular de lo
posible” (Bourdieu 2003: 25). Por ejemplo, el concepto de campo está compuesto
del dinamismo que le aporta la experiencia concreta de qué y quiénes conforman
el campo, y no puede entenderse al margen de los conceptos de habitus6 y capital
(económico, social, cultural, simbólico).
6 Bourdieu define habitus como sistema de disposiciones duraderas y transferibles, estructuras estruc-
turadas predispuestas para funcionar como estructuras estructurantes, como principios generadores
y organizadores de prácticas y representaciones (Bourdieu 2009: 92). “El habitus produce prácticas,
individuales y colectivas [...] asegura la presencia activa de las experiencias pasadas que, depositadas en
cada organismo bajo la forma de principios de percepción, pensamiento y acción, tienden, con mayor
seguridad que todas las reglas formales y normas explícitas, a garantizar la conformidad de las prácticas
y su constancia a través del tiempo” (Bourdieu 2009: 95).
7 Aquiles Chihu sintetiza la concepción de los capitales en la obra de Bourdieu de la siguiente forma: “El
capital económico, que se encuentra constituido por los recursos monetarios y financieros. El capital
social, conformado por los recursos que pueden ser movilizados por los actores en función de la per-
tenencia a redes sociales y organizaciones. El capital cultural, definido por las disposiciones y habitus
adquiridos en el proceso de socialización (adquirido en forma de educación y conocimiento), y el capital
simbólico, formado por la percepción y juicio que permite definir y legitimar valores morales, artísticos,
etc.” (Chihu 1998: 184).
Relato 1
Yo ya no sé quiénes son más violentos, si los hombres o las mujeres, porque viajar en
el vagón del metro destinado a mujeres es horrible, es peor que ir en el de hombres.
En la mañana se empujan, se avientan, y algunas hasta te quieren pegar.8
Relato 2
Siempre que hablamos del hostigamiento sexual en espacios como el metro pareciera
que fuera solo de hombres hacia mujeres, pero ¿por qué no hablamos del hostigamien-
to sexual que se da de una mujer a otra en el vagón del metro? A mí me comentaba
la persona que me ayuda con el trabajo doméstico que lo que más le sorprendió y le
pareció chocante es que otra mujer se le repegara en el vagón confinado para mujeres,
ella no sabía qué era peor, si el hostigamiento de un hombre o de una mujer.
8 Las personas que hicieron los comentarios son mujeres estudiantes de los posgrados de Arquitectura y
Urbanismo de la Universidad Nacional Autónoma de México y estos comentarios se recopilaron durante
un seminario de investigación el semestre 2015-1.
9 Por mandatos de género me refiero al “deber ser” que se conforma según lo estipula el orden de géne-
ro dominante; para el caso de las mujeres se concretiza en el cuidado de los otros, en la renuncia de
nuestros deseos, ya que colocamos en primer lugar deseos de otros, en la sumisión y la dificultad para
constituirnos y reconocernos como sujetos completos.
La idea de quién es el sujeto legítimo que debe estar, usar o transitar por el espacio
público de la colonia se ubica en el “orden de las cosas”, orden que, objetivado en las
estructuras e interiorizado en las personas, no es un orden natural, sino que es un
orden construido socialmente en el devenir de las luchas, en las que cada individuo
y todo agregado social disputa sus condiciones de existencia y su posibilidad de ser
(García 2012: 115).
Mira, nomás por ponerte un ejemplo, mi hija la menor tiene 13 años, y sí, a mí me
da temor que salga en la noche, ella sabe que a mí eso no me gusta, sola no, ya si va
acompañada por alguno de sus hermanos, pues eso es diferente.
Y luego ya ves cómo se visten las chamacas ahora, pues yo la dejo estar a la moda [re-
firiéndose a su hija], pero tú te das cuenta que las ven y no solo los muchachos, viejo
que pasa viejo que voltea, y no digo que nomás con mi hija, sino con las muchachas
en general. Este, pues la verdad es que a mí no me gustaría tampoco infundirle temor
a mi hija, porque, pues, como te decía, yo soy movida para vender, entonces ando de
aquí para allá, lo que sí es que quiero que se cuide.10
Se hace patente en este testimonio que el cuerpo y las actividades de las mujeres
son resultado de la interiorización del “orden de las cosas”, que ha naturalizado la
existencia y expresión de un poder desigual e inequitativo que despoja a las muje-
10 Este testimonio está tomado de las entrevistas en profundidad y del trabajo de campo que realicé como
parte de la tesis para la obtención del grado de maestra en antropología social.
res de su “estar” en los espacios públicos, les resta el derecho de privacidad de los
espacios privados y las destina a la domesticidad, espacio de la reproducción, lugar
de expresión de actividades que no son valoradas ni siquiera por las propias mujeres
que las desempeñan.
Lo que Bourdieu expresó como un “estado permanente de inseguridad corporal
o de dependencia simbólica, propiedades corporales aprehendidas a través de los
esquemas de percepción cuya utilización [...] depende de la posición ocupada en el
espacio social” (Bourdieu 2000: 86), se hace patente en los testimonios expuestos.
En la experiencia de mujeres y hombres, el habitus de género se revela en el es-
pacio etnografiado al visibilizar sus prácticas y actividades cotidianas, la manera
de vestir, la mirada, el relacionamiento, etcétera. Aquí se abre una ventana para
discernir la manera en que operan los mecanismos de una sociedad que observa,
nomina, clasifica, excluye y recluye a quienes desde el orden hegemónico de género
no terminan de constituirse como sujetos.
El habitus de género permitiría comprender cómo se construye el género,
Mi ex compañero vivía por el metro Politécnico, hasta el norte de la ciudad —te digo
que me he movido por todas partes—, y una mañana iba yo del Politécnico y me
tenía que ir a la Ibero, entonces imagínate el trayecto, ¿no?, entonces iba Politécnico-
La Raza, La Raza-Hidalgo o Balderas, Balderas-Observatorio, Observatorio a la Ibero,
te digo, me sé todas las estaciones, ¿no?; y no me acuerdo si era en Hidalgo o algo así,
empecé a sentir una mano por debajo de la camisa, ¿no?, de la blusa que yo llevaba,
Sí es una escena como muy desagradable [...] no me gustó obviamente vivirla, pero
tampoco me hace como dolor recordarla, ¿sí?, simplemente son [...] desafortunadamente
son cosas que siguen sucediendo, solo me ha sucedido eso, no me ha sucedido nada
más pero sí en ese momento dije tienen razón de poner vagones solo para mujeres,
entonces me pareció terrible tener que vivirlo para poder darme cuenta porque [...] digo
de donde yo vengo también hay machismo, obviamente también hay violaciones y hay
mucho asqueroso suelto pero no de una manera como tan obscena, que en el metro
te pongan la mano en la panza, pues no conozco yo casos, no sé ahorita en Barcelona,
ya no hago vida allá, pero pues no era algo que para mí fuera común, ¿no? Y vivirlo sí
fue como feo, pues, pero también te ayuda a darte cuenta de hasta dónde puedes llegar
también y yo me di cuenta de que pues no me iba a dejar, de que si alguien me trataba
de hacer algo yo trataría como de contrarrestar ese ataque, esa agresión, y sí me han
dicho muchas mujeres, sobre todo acá en la ciudad, me dicen: “Laura, si te dicen algo
feo no contestes” [...] yo no puedo, a veces trato de morderme la boca pero me gana el
qué sé yo, pero me gana, y volteo y contesto, contesto, les digo de qué se van a morir,
les recomiendo un psicólogo, o sea, les digo que son unos asquerosos.
Laura además relata que tuvo que modificar su manera de vestir para intentar ser
anónima en las calles de la Ciudad de México:
Y yo acá doné todas las falditas que tenía, se las regalé a mi hermana que vive todavía
allá. Yo tenía vestiditos para ir en verano y acá no me los pongo más que si estoy en
Zihuatanejo, que es donde voy a pasar los veranos o así al mar, pero en la Ciudad de
México no se me ocurre, no se me ocurre, a menos que sea en mi coche y, no sé, para
llegar a una fiesta en casa de alguien, que vaya yo con minifalda, pero si no, no lo hago,
La presencia de las mujeres será cuestionada cuando intenten transgredir las rela-
ciones impuestas por la dominación masculina; los cuestionamientos pueden ser
violentos o absolutamente sutiles, pero las mujeres sabrán que su legitimidad para
estar, transitar o permanecer en el espacio (particularmente en espacios públicos)
se pondrá en duda.
Aunque el acceso desigual a los espacios públicos es vivido cotidianamente
por hombres y mujeres, son ellas las que resienten más esta desigualdad puesto que
conlleva consecuencias altamente negativas en sus vidas. Aquí además se cruza el
género con la clase: las mujeres con menos recursos económicos suelen tener menos
recursos para apropiarse de su ciudad.
El repliegue de las mujeres al espacio doméstico afecta la individualidad, me-
noscaba su capacidad para reconocerse constructoras de ciudad.
La relación de las mujeres con el espacio se da desde lo paradójico: el control
frente a la libertad, la posibilidad de acción versus el miedo, la presencia de las mu-
jeres en los espacios públicos desde los márgenes a las posibilidades de transitar
sin rumbo, de convertirse en espectadoras urbanas itinerantes, en observadoras no
observadas. Paradoja que se presenta como escisión vital de las mujeres en relación
con los espacios por los que transcurren sus vidas.
forman lo espacial desde su trayectoria y cuáles han sido sus prácticas, sus estrategias,
entendiendo estrategia como “el despliegue activo de ‘líneas de acción’ objetivamente
orientadas que obedecen a regularidades y forman configuraciones coherentes y
socialmente inteligibles, aunque no se apeguen a ninguna regla consciente o no
busquen objetivos premeditados planeados como tales por un estratega” (Bourdieu
y Wacquant 1995: 25).
Acceder a la construcción de las trayectorias de vida permite conocer las dis-
tintas posiciones y prácticas de los sujetos, la disponibilidad de los capitales —social,
cultural y económico—, así como también la posibilidad, la aptitud y el posiciona-
miento de estos sujetos frente a los cambios (Gutiérrez 2002: 24): “Si aceptamos
que los sistemas simbólicos son productos sociales que producen al mundo, que
no se contentan con reflejar las relaciones sociales, sino que también contribuyen
a construirlas, entonces debemos admitir forzosamente que es posible, dentro de
ciertos límites, transformar el mundo transformando su representación” (Bourdieu
y Wacquant 1995: 22).
Desde la perspectiva bourdesiana, mediante el trabajo de recuperación de las
trayectorias y accediendo a las estrategias de las personas, de los agentes, podríamos
comprender los procesos de socialización, en este caso de género, y la manera en
que reproducen o no sus condiciones de vida, su habitus.
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Introducción
4 Construir personas como obras de arte y crear condiciones humanas favorables para la búsqueda de
la autonomía física y mental de cada persona. Como un estado de superación constante de la propia
condición de vida.
5 Concepto que coloca a la heterosexualidad como norma universal de la correcta relación sexual entre
dos personas (hombre y mujer), marginando las orientaciones sexuales que se apartan de ella.
Condición urbana
6 La idea del espíritu errante se refiere a una manera de presenciar la ciudad que se aparta de la propuesta
de la planeación hegemónica. Este concepto se esclarecerá más adelante.
A diferencia de la acción, la sociedad espera de cada uno de sus miembros cierto tipo
de comportamiento, imponiendo incontables y variadas reglas, tendientes todas ellas a
“normalizar” a sus miembros, a hacerlos comportarse, a excluir la acción espontánea o
la hazaña extraordinaria. Con el surgimiento de la sociedad de masas, el dominio de lo
social alcanzó finalmente, tras siglos de desarrollo, un punto en el que abarca y controla,
de la misma manera y con la misma fuerza, a todos los miembros de una comunidad
determinada. Pero la sociedad se nivela bajo cualquier circunstancia, y la victoria de
la igualdad en el mundo moderno es apenas el reconocimiento político y jurídico del
hecho de que la sociedad conquistó el dominio público, y que la distinción y la di-
ferencia se volvieron asuntos privados del individuo. Esta igualdad moderna, basada
en el conformismo inherente a la sociedad, solo es posible porque el comportamiento
sustituyó a la acción como forma principal de relación humana (Arendt 2010: 49-50).
Las representaciones de género pasan por todos los ámbitos de la sociedad contempo-
ránea. Por tratarse de un concepto construido culturalmente, “los límites del análisis
discursivo del género presuponen y definen anticipadamente las posibilidades de las
configuraciones imaginables y realizables del género en la cultura” (Butler 2013: 28).
Así, descubrimos cómo el género y sus significados condicionan nuestros sistemas de
creencias, institucionalizan nuestros hábitos e incluso los fenómenos responsables
de la concepción de la arquitectura y la planeación urbana (Harding 1996).
7 Cuando nuestro estado de voluntad nos hace aceptar la autoridad de alguien más para conducirnos a la
iluminación, es decir, al estado de esclarecimiento (Foucault 2000).
Para Arendt (2010: 5), “la era moderna trajo consigo una glorificación teórica del
trabajo”, transformando a la sociedad en un agregado de trabajadores y consumido-
res. El efecto de esta consolidación está en la reproducción de la especie humana a
gran escala. Para evitar el colapso de un sistema regulador y simétrico, es necesario
controlar la reproducción y el comportamiento de las personas, estableciendo una
disciplina del cuerpo y de la sexualidad.
Siguiendo la concepción reproductiva, regla del sistema, la formación, manu-
tención y transformación mayoritaria de la sociedad (incluyendo la consolidación
urbana, el progreso científico y el desarrollo técnico) son gobernados desde una
perspectiva que naturaliza la heterosexualidad y establece convenciones a partir de
la familia, la escuela y la iglesia, principalmente. Se trata de las normas regulatorias
que establecen continuidad y consecuencia entre sexo, género y sexualidad (Louro
2009). Así pues, el sistema de vida permanece inalterado por la ola tardía del mo-
dernismo, condicionando la concepción de vida de los países del tercer mundo, de
las pequeñas ciudades y de las comunidades más aisladas, de los efectos culturales
que abarcan la diversidad humana. “Las ciencias humanas, desde fines del siglo
xix, delimitaron lo social y lo psíquico como sinónimos de heterosexualidad; en
el fondo, un orden político y social fundado en el deseo masculino, enfocado en la
reproducción” (Miskolci 2014: 34).
En un contexto similar de control de la natalidad, Hannah Arendt (2010) y
Richard Sennett (2006) nos recuerdan que en la Grecia antigua era recurrente
la práctica del sexo anal, tanto en relaciones homosexuales como en relaciones
heterosexuales, para evitar el colapso provocado por la falta de alimento debido al
crecimiento poblacional. Y con esta medida de control que desvincula la práctica
sexual de los efectos de la reproducción, se produce un cambio en la cultura y en la
articulación de sistema social y urbano, en la medida en que las prácticas sexuales
se vuelven propicias para atender a los intereses del sistema político-económico.
Más allá de la normalización del sexo, de la identidad/expresión de género y
de los deseos, el desprestigio de las relaciones afectivas y personales en la esfera
humana perjudica a la sociabilidad en general, debido a la ausencia de lugares
públicos y adyacentes donde las relaciones interpersonales puedan ampliarse más
allá del condicionamiento físico del espacio privado. En su libro Carne y piedra,
que trata de la relación entre cuerpo y ciudad, Richard Sennett (2006) lleva a
cabo un levantamiento histórico de las diferencias sociales y culturales entre los
cuerpos humanos envueltos en distintos contextos culturales, relacionados con
el género y las prácticas sexuales. En la sociedad actual, la eliminación de las dis-
En rigor, ¿cómo debemos entender ese dilema del lenguaje que surge cuando el
“humano” asume un doble sentido, el normativo, basado en la exclusión radical, y
aquel que surge en la esfera de lo excluido, no negado o muerto, tal vez muriendo
lentamente, sí, ciertamente muriendo de una falta de reconocimiento, muriendo, de
hecho, de una circunscripción prematura de las leyes a través de las cuales el re-
conocimiento como humano puede ser conferido, un reconocimiento sin el cual el
humano no puede llegar a ser, debiendo permanecer apartado del ser, como aquello
que no llega a ser calificado como lo que es y puede ser? ¿No sería eso una melancolía
de la esfera pública? (Butler 2014: 112-113).
Perspectiva queer
En este caso, para superar los problemas urbanos causados por los efectos colaterales
del biopoder, ¿cómo sería la concepción urbana y arquitectónica en un contexto de
interacciones desvinculadas de la heterosexualidad, sin la representación binaria de
género y sin la reproducción como objetivo individual? ¿Se parecería la sociedad a
aquella que en 1932 anticipara Aldous Huxley en Un mundo feliz?
Siguiendo el pensamiento de Milton Santos (2001) sobre la importancia del
pensamiento utópico para darle a la realidad la oportunidad de transformarse,
podemos imaginar, desde la perspectiva ontológica de la teoría queer, una sociedad
más diversificada. Si no tuvieran que seguir un modelo patrón, los efectos de la
comparación entre las personas disminuirían (entre quienes adquieren determi-
nado estatus social y el resto), y sin la comparación, disminuirían los efectos de la
competencia. Desde esta perspectiva, la concepción urbano-arquitectónica en los
países emergentes estaría menos influida por la ideología tecnológica del sistema
constructivo internacional, y sería posible rescatar, principalmente, aspectos ver-
náculos de la arquitectura y valores simbólicos de la cultura local.
Desde la perspectiva queer, a partir de la definición de un contrato contrasexual,
la vida no tendría que seguir modelos o tendencias (Preciado 2002), y se volverían
por ello intangibles tanto la representación de un patrón de estilo de vida, como un
programa de necesidades para diseñar un modelo de arquitectura prefabricada. Es
una postura que exigiría más de las empresas y compañías, de las prestadoras de
servicios y de los fabricantes de productos. Los empresarios tendrían que profundizar
en los estudios de márketing directo y, probablemente, los modos de producción
adoptarían un formato híbrido entre la línea de producción y el artesanado.
Desde una interpretación queer, la configuración de las dinámicas urbanas
requeriría mayor liquidez del habitus de la sociedad, un proceso en el que los
individuos interiorizarían y transformarían las estructuras del mundo social “en
esquemas de clasificación que orientan sus conductas, sus decisiones, sus gustos”
(Bourdieu y Chartier 2011: 57). Sería necesario aprender a convivir con la inconstancia,
mediados por las incertidumbres del proceso de materialización de la ciudad. No
obstante, a fin de garantizar la unidad del sistema de origen, ciertos fundamentos
y obras públicas tendrían que basarse en el concepto de solidez de la modernidad y
del patrimonio histórico y arquitectónico (Bauman 1999).
A la escala de la calle, abarcando lo cotidiano de las ciudades, sería importante
destacar la formación de un ambiente transitorio sobre las áreas externas y adyacentes
al edificio, reforzando la composición formal del espacio abierto, y permitiendo una
relación espacial intermediaria y fluida entre lo público y lo privado: una relación
Consideraciones finales
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1 Maestra en Historia del arte con especialidad en Arte contemporáneo por la Universidad Nacional
Autónoma de México.
siguen el mismo fin o proyecto a futuro, manteniendo así sus consensos y el orden
social, atándose voluntariamente a la misma ley.
Retomando la cita de Cacciari, queda claro que el éxito de la polis depende de
que en ella coexistan personas del mismo género para generar consensos y armonía.
Recalco ahora del mismo género porque se entiende que quienes eran considerados
como personas aptas para la toma de decisiones, y sobre todo para decidir el tipo
de ciudad que querían construir, eran personas del mismo género, o como lo diría
Aristóteles refiriéndose al por qué no existían ciudades de esclavos: personas que
“participen de la felicidad o de la vida de su elección. Hombres libres” (Aristóteles
1988). De sobra está decir que en este caso y como en muchos otros subsecuentes, las
mujeres no participaban de la toma de decisiones, ya que, como Aristóteles señaló,
tampoco eran capaces de elegir sobre su felicidad o vida de su elección.
Volviendo al presente, hemos heredado el modelo de la civitas en nuestras
ciudades. En este modelo, la urbe se expande en el territorio paulatinamente sin
obedecer a las fronteras artificiales con las que definimos los estados, las delega-
ciones o los países, y a diferencia de la civitas, lo único que nos une los unos a los
otros es la sujeción a la misma ley, porque ¿podríamos decir que, como ciudadanos,
perseguimos el proyecto de ciudad a futuro?
En la civitas es necesario que sus integrantes persigan el mismo proyecto de
nación o la ciudad soñada, pero en nuestro caso, cuando hablamos de la ciudad
soñada, estamos hablando de la ciudad soñada ¿de quién? ¿Quién o quiénes deciden
el destino de nuestra ciudad?
En el presente y ante la herencia de nuestro pasado, ¿se puede hacer una lectura
de la ciudad con perspectiva de género? O, como cuestiona Javier Meza, ¿qué es la
felicidad en nuestras ciudades? y ¿quién decide el tipo de vida en ellas? (Meza 1999).
Ni en la calle ni en la casa
La ciudad por antonomasia está construida y pensada desde sus cimientos a través
de las aspiraciones, los sueños y las prioridades masculinas. En este sentido y en
contraposición se tiende a pensar que el hogar o el espacio privado están hechos a
la medida de las necesidades y los sueños de las mujeres, pero ¿es así?
2 Revisar el capítulo “Las tradiciones alternativas de la vida comunitaria” (Montaner 2013), donde se pro-
fundiza en el tema de la evolución e importancia simbólica de la cocina como un espacio de relevancia
social y política.
Esto cobra relevancia cuando observamos que, como lo menciona Axtu Amann y
Alcocer en su tesis “El espacio doméstico, la mujer y la casa”,
[l]a ansiedad generada en el encierro doméstico, por una parte, parece tener como única
vía de salida la necesidad de seguridad, afecto y aprobación del resto de los individuos
que componen la estructura familiar. Por una parte, altera la percepción del mundo
de la persona encerrada, que todo lo analiza desde la inmediata relación con las me-
didas del cuerpo humano. El mobiliario, los alimentos (las distancias), produciendo
un desarrollo perceptivo de mayor complejidad en el detalle (Alcocer 2005).
Como si de un castigo por el uso del espacio público se tratara, en nuestro país los
índices de acoso sexual en el espacio público y el transporte colectivo son altísimos.
En un estudio realizado por Thomson Reuters y YouGov, que mide la peligrosidad
de los sistemas de transporte para las mujeres, la Ciudad de México se ubica en
el segundo lugar solo detrás de Bogotá. Según cifras concretas proporcionadas por el
programa Viajemos Seguras, tan solo del 4 de enero al 30 de septiembre de 2010 fueron
atendidos 220 casos de agresión sexual, en los que el intervalo de edad de las mujeres
agredidas oscilaba entre los 8 y 65 años y en todos los casos el agresor era hombre.
El acoso sexual en el espacio público, sobre todo en la calle, no es un problema
menor, en México y en muchos otros países latinoamericanos el piropo —por ejem-
plo— es una práctica socialmente tolerada y común, incentivada para interactuar
e intimidar a las mujeres en la calle. Esta actividad no tiene un fin en sí misma más
que la demostración de poder de un sexo frente al otro, y da cuenta, tal y como lo
resume Patricia Gaytán en su libro Del piropo al desencanto, de que:
[l]a amplia tolerancia social que existe frente a las ofensas de toda clase hacia las mu-
jeres es un indicador de que ellas no son del todo consideradas como personas en esta
clase de interacciones [...] la calidad humana del género femenino es cuestionada por el
acoso sexual en la calle y esto se manifiesta en los sentimientos individuales provocados
por un trato indigno, que puede provenir de cualquier hombre [...] algunas mujeres
que son ofendidas con frecuencia en la calle tienen dudas acerca de su apariencia o
de la pertinencia de la forma en que se conducen en los lugares públicos. Esto genera
inseguridad o autoimágenes negativas (Gaytán 2009: 196 y 197).
En cuanto al entorno laboral como otra forma de ocupación que las mujeres hacen
del espacio público, de acuerdo con las cifras expuestas por el Inegi en 2006 en la
Encuesta Nacional de Dinámica en los Hogares, una de las formas más recurrentes
de violencia laboral es el acoso, referido por el 41.4% de las mujeres que dijeron haber
sido violentadas en su espacio de trabajo.
En la misma encuesta se resalta que la violencia laboral en contra de las mujeres
es más frecuente en las fábricas, talleres o maquilas (45.4% de quienes trabajan
en esos lugares dijo haber sufrido discriminación y/o acoso), seguida por lugares
como las dependencias públicas (33.1%), empresas privadas, comercio, bancos y
otros servicios privados, escuelas o en el campo (alrededor de 28%), o en casas
particulares (18%). Las mujeres contratadas como obreras son quienes más han
sufrido incidentes de violencia laboral (44.7%), seguidas por las ocupadas como
jornaleras (32.2%) y como empleadas (28.8%).
La bicicleta me ha hecho más independiente porque, por ejemplo, antes, cuando tenía
un novio que tenía coche, y entonces íbamos para todos lados en coche, y yo cuando
Por otro lado, y en el marco de los datos expuestos, al menos en la Ciudad de México
algunos trayectos podrían recorrerse haciendo uso de la bicicleta como conector
entre transportes motorizados. De hecho y de acuerdo con el conteo ciclista de 2013
realizado por el Instituto de Políticas para el Transporte y el Desarrollo (itdp, por
sus siglas en inglés), la hora pico del uso de las bicicletas públicas Ecobici coincide con
los horarios de entrada, salida y descanso de los oficinistas, lo que concuerda con los
datos que ya vimos y que exponen que el grueso de la población en nuestra ciudad
se mueve básicamente para trasladarse de su casa al trabajo.
Los conteos se realizaron de 6:00 a 22:00, lo que da un total de 16 horas. Los
flujos ciclistas por hora de los 4,339 ciclistas en Avenida Reforma y Florencia-Río
Tíber muestran por la mañana un máximo de 8:00 a 9:00 y otro de 10:00 a 12:00.
Por la tarde hay un máximo de 14:00 a 16:00. Finalmente, por la noche el horario
de máxima frecuencia es el de 18:00 a 21:00. Estos horarios coinciden con las horas
pico en la ciudad, que corresponden a la entrada, la hora de la comida y el regreso
del trabajo. La hora de máxima afluencia es la de 18:00 a 19:00 con 507 ciclistas,
la de menor es la de 16:00 a 17:00 con 92 ciclistas (itdp 2013).
El uso de la bicicleta tiene el potencial para cambiar radicalmente la percepción
del espacio y la sensación de independencia en las mujeres; sin embargo, a raíz de
mis entrevistas, puedo rescatar que la decisión de usar la bicicleta como medio
de transporte muchas veces implica la ruptura y transgresión de percepciones
sociales fortísimas sobre elementos personales y sociales, como la autoestima, el
imaginario de éxito social, la comodidad, la seguridad, el individualismo, la con-
vivencia, la capacidad física y la forma real en que interactuamos con la ciudad.
Teniendo en cuenta lo anterior, los retos a los que se enfrentan las mujeres
en el marco de los problemas de movilidad y el uso de la bicicleta son esencial y
comprensiblemente dos:
1. Las mujeres le temen a tomar/hacer uso de la ciudad por considerarla peli-
grosa. En el marco de los párrafos anteriores, la ciudad para las mujeres es extraña y
amenazante. Desde pequeñas han vivido la ciudad como un espacio masculino, así
como se les ha inculcado la percepción no infundada de estar en constante peligro.
En el seno familiar también es frecuente el discurso del deber vestir de ciertas formas
para no ser víctimas de violencia física o verbal, así como el remarcar la importancia
de no salir solas a ciertas horas a riesgo de ser violentadas. La integridad física de
las mujeres fuera de casa siempre está en peligro y parece ser que no hay cabida
para las mujeres en la ciudad.
Por otro lado, aunado al temor de la toma del espacio público, las mujeres se
deben enfrentar al miedo a ser violentadas por los automóviles, y a transitar en
la noche y/o por lugares oscuros. De hecho, entre las entrevistadas, aunque todas
ellas solían moverse en bicicleta de forma cotidiana desde hacía algunos años, a
algunas de ellas todavía les daba temor transitar en la noche sin compañía y/o
reconocían ese temor entre sus amigas y conocidas: “[En los grupos de ciclismo ur-
bano] no hay chicas, lo veo [en] las que son mis amigas del grupo. Luego como
regresamos un poco noche o no traigo luces [tengo una amiga que] ya no puede
ir a rodar con nosotros porque ya no tiene coche, como hacia su casa está oscuro,
le da miedo irse así” (Alejandra Medina, 28 años).
2. Las mujeres son inseguras respecto a sus capacidades físicas. Así como
les han dicho a las mujeres que el espacio público es peligroso, hay un discurso
paralelo que les dice una y otra vez —de formas mucho más sutiles— que los
esfuerzos físicos son territorio exclusivamente masculino. “Al andar en bici, las
primeras veces que fui, decían ‘vamos al paso de las niñas’, y yo [decía] ¡ay!, por
qué!, y ya íbamos según ellos muy lento, y yo le empecé a subir [de velocidad], y
ya mejor dijeron después, ‘vamos al paso de los más lentos’, y yo decía ‘qué bueno’ ”
(Jade Valdovinos, 14 años).
Este es un caso común y extendido que nace de la forma en que son socializa-
dos los hombres y las mujeres desde pequeños y que más tarde es reforzado por los
estereotipos difundidos en los medios de comunicación, los apoyos gubernamentales
al deporte y las expectativas relacionales. De acuerdo con Patricia Gaytán (2009):
“Con los pares, los hombres aprenden a sostener peleas verbales, a contestar ofensas
y a encarar a quien los arremete. Las mujeres, en cambio, aprenden a mantenerse
alejadas de los enfrentamientos físicos, a someterse a la fuerza de los varones y a
pensar que una mujer fuerte carece de feminidad”.
La inseguridad percibida por las mujeres respecto a sus propias capacidades físicas
repercute negativamente en los problemas de movilidad cuando cualquier medio de
transporte no motorizado o que requiera algún esfuerzo físico es automáticamente
equiparado a un deporte, sumando a los temores sobre el espacio público y el en-
frentamiento con otros medios de transporte los relacionados con las inseguridades
deportivas. De esta forma la relación entre ciclismo, movilidad y deporte se complica.
Aunque es cierto que para usar la bicicleta como medio de transporte no es necesa-
rio tener una condición deportiva excepcional, el raquítico y diferenciado fomento
deportivo en las escuelas entre niños y niñas y la falta de referencias visuales sobre
mujeres en el deporte coadyuvan a la prevalecencia de la inseguridad de las mujeres
sobre sus capacidades físicas y las hace sentir y creer con frecuencia que los trayectos
necesarios cotidianamente, por más cortos que resulten, pueden ser imposibles de
recorrer sin antes haber tenido un entrenamiento físico adecuado.
Paralelo a esto, el tema de las mujeres y los apoyos en el deporte, así como su re-
presentación mediática, tiene una relevancia nodal en la decisión del uso de la bicicleta
como medio de transporte, al involucrarse en la forma en que las mujeres se ven a sí
mismas en marcos distintos a los estereotipadamente considerados como femeninos.
En México las mujeres tienen pocas referencias visuales y/o aspiracionales que
les permitan imaginarse en espacios o marcos de referencia distintos o alejados
de sus contextos inmediatos; es decir, hay poca visibilidad de mujeres deportistas
exitosas, y por ende no existen figuras o modelos aspiracionales a los cuales seguir.
Esta invisibilización además se ve reforzada por el escaso apoyo gubernamental,
estatal y de cobertura mediática a las deportistas nacionales. Como ejemplo de esto,
Giuseppina Grassi, ciclista profesional mexicana —fundadora del primer equipo de
ciclismo femenil en Latinoamérica, FarenKuota, en el Estado de México—, comenta
en entrevista:
Un hombre en México puede dedicarse a la bici sin necesidad de trabajar porque com-
pite los domingos, hay buenas premiaciones, tienen un equipo que les paga, hay más
competencias con premiaciones, es como un trabajo, un sueldo. En cambio, nosotras
si no es porque tenemos la beca de Conade que te apoya o de tu estado, realmente
tienes que trabajar, entrenar y competir [...] He pasado estos últimos años una agonía
porque sí me han dejado fuera de competencias importantes y aunque yo tuviera el
nivel, fui discriminada (Giuseppina Grassi, entrevista, 2014).
Por otro lado, retomando las cifras y datos aportados en la mencionada encuesta
del Inegi sobre el uso del tiempo libre, el hecho de que el deporte en sí esté directa-
mente relacionado con la esfera del ocio impide que un mayor número de mujeres
lo practique, pues, como ya pudimos observar, son ellas quienes disponen de menos
tiempo libre. Además, en el caso de las mujeres que cumplen dobles jornadas de
Probablemente las diferencias de tiempo libre no serán tantas en algunos sectores so-
ciales, pero el tiempo libre de las mujeres tiene además otras características: no es un
tiempo libre autónomo sino compartamentalizado y dependiente de las necesidades
del resto de la familia, en el caso de las amas de casa, lo que impide percibirlo como
tiempo propio. En este sentido, y como se desprende de algunos estudios realizados
con mujeres que hacen deporte, el hecho de hacerlo les ha ayudado a racionalizar su
tiempo en general y a seguir una disciplina horaria. En la misma línea podría interpre-
tarse el hecho de que sean las mujeres de estatus socioeconómico laboral alto las que
tienden a practicar más deporte, probablemente porque han aprendido a racionalizar
su tiempo y a reservarse un tiempo para sí mismas (Vázquez 2002: 62).
se hace ejercicio de forma regular); sin embargo, el ciclismo urbano como forma
de movilidad no necesita en gran medida lo anterior.
Pero no todo es negativo; de acuerdo con el conteo ciclista de 2013 citado, el
número de ciclistas mujeres ha aumentado 21% en un año (2012-2013) y la población
poco a poco se va incrementando. En la Ciudad de México, Ecobici reporta que 26%
de sus usuarios son mujeres.
En las cifras, es evidente que los factores que influyen en que las mujeres no usen la
bicicleta como medio de transporte son tan fuertes como para que ellas continúen
siendo una marcada minoría. Bajo este panorama, el siguiente apartado trata de re-
solver la pregunta obligada llegados a este punto y es: después de todos los elementos
en contra ¿qué puntos en común o qué condiciones de vida tienen las mujeres que ya
utilizan exitosa y cotidianamente la bicicleta como medio de transporte en la ciudad?
Esta sección resume los resultados obtenidos de 12 entrevistas con mujeres que
diariamente se trasladan en bicicleta por la Ciudad de México. Movida por la in-
quietud de entender las razones por las que pocas mujeres en nuestra ciudad usan
la bicicleta como medio de transporte, contacté a partir de amigos y conocidos al
mayor número de mujeres que pude entrevistar y que eran conocidas por su uso
activo dentro del ciclismo urbano.
La mayoría de las entrevistadas resultaron ser mujeres de entre 23 y 31 años
(con excepción de una de 14). Mujeres de clase media y que aún estudiaban o que
acababan de terminar la universidad; sin hijos y residentes de la casa familiar. Salvo
Giuseppina Grassi, ninguna ciclista practicaba el ciclismo de forma profesional, y
por ende el caso de Giuseppina es particular e independiente.
Todas las entrevistas se complementan con la información vertida con ante-
rioridad, al tratarse de mujeres que de una u otra forma contaban con flexibilidad
en sus tiempos, así como una relativa independencia al no tener hijos y ser solteras;
asimismo, es comprensible que al ser estudiantes en todos los casos su primer
trayecto haya sido de su casa a la universidad, debido a que lo conocían bien y por
ello les inspiraba más confianza.
Varias de ellas también salían a rodar en grupos de ciclismo urbano nocturnos,
aunque no todas se atrevían a volver solas a casa al terminar el recorrido planeado.
Tres de ellas practicaban además bicipolo, y dos habían competido en carreras de
ciclismo urbano no reguladas, o alleycats.
De todos los datos que pude compilar para generar factores en común, tres de
ellos fueron los más relevantes por ser el común denominador en todas las entre-
vistadas. A continuación detallo los puntos:
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Introducción
La estructura espacio-objetual
Es importante, para empezar, ser consciente de que la estructura espacial que rodea
nuestro cuerpo y nuestro trabajo es producto de un discurso elaborado por el sistema
El criterio dicotómico
tal regulación. Esta exención obviamente no pasará inadvertida, sino que será
precisamente la esencia de la teoría política liberal.
En efecto, siendo esta distinción jurídica de esferas la condición sine qua non
del proyecto burgués, la sociedad decimonónica occidental en su conjunto se verá
sometida a una serie de prácticas que harán visible dicha dicotomía, por lo que su
legitimidad, siempre tensionada, no solo quedará sujeta a la estructura de la vida
cotidiana, sino que será material recurrente dentro de las producciones artísticas y
culturales. Tanto la arquitectura como el urbanismo, poderosos agentes simbólicos
de cualquier proyecto político, se verán inmersos en esta espiral de cambio que irá
organizando la vida social al amparo de esta dicotomización, por lo que rápidamente
sus apologistas introducirían en estas disciplinas la forma en que la configuración
espacial habría de participar.
Al tiempo que el espacio urbano y la vivienda se transfiguraban, aparecería con
la rápida prosperidad que la burguesía neerlandesa alcanzó durante el siglo xvii,
un concepto que a la postre sintetizará la dicotomía de lo público-privado en todo
el mundo occidental: la intimidad (Rybczynski 2009). La aparición de esta noción
significará una nueva manera de entender el tiempo y el espacio, de construirlos
y experimentarlos, pues la idea de una vida interior, delimitada por la interacción
social, supondrá una acotación física que no podrá quedar limitada al cuerpo.
Así que la resignificación y reconfiguración del espacio se pondrá en marcha
en principio con la parcelación de la ciudad: la calle se convertirá en el territorio
de lo público, en el espacio del reconocimiento, de lo visible, de lo abierto: de lo
masculino. Mientras que la vivienda se irá convirtiendo en el espacio de las mu-
jeres, en el espacio de lo íntimo, de lo cerrado, de lo no visible; espacio en el que
se realiza la sexualidad, el sueño, la enfermedad y la muerte. Y será en este donde
la intimidad quedará significada de forma diferente para cada género, pues si bien
el desarrollo del sujeto escindido ha sido la base sobre la que se ha edificado el
marco de sentido burgués que actualmente codifica el mundo, no representará
lo mismo para hombres que para mujeres.
Para los varones, la intimidad es una reclusión momentánea, una especie de
pasaje transitorio que nos permite descansar de la constante interacción pública; en
cambio, para las mujeres, la intimidad ha significado una condición inherente a su
identidad, una forma de vivir en reclusión permanente. Esta intimidad —codificada
en clausura, confinamiento, invisibilidad y permanencia— gestará la figura de la
mujer doméstica, la cual, a decir de Nancy Armstrong (1991), se irá configurando
a través de los manuales de conducta del siglo xvii y de las novelas románticas del
siglo xix, que prescribieron el comportamiento de las mujeres con base en la exal-
tación de las características supuestamente “naturales” que eran (y siguen siendo)
consideradas virtudes propias del sexo, tales como “ternura, compasión, docilidad,
recato, emotividad, mesura, abnegación”, así como de un “sentido innato de sacri-
ficio y de dedicación hacia los otros (la familia)” (Brito 2012). En este sentido, y por
primera vez en la historia, se confiará a las mujeres el papel de generar orden y paz,
aplicando la sensatez a la educación de los hijos y a la economía de los hogares;
ambas virtudes necesarias para el triunfo de la moral burguesa.
La creación de este modelo tendrá la ventaja de ser difundido como algo ase-
quible para todas las mujeres, pues todas podían llegar a ser mujeres domésticas o
amas de casa, aunque también:
Así, la ficción doméstica, término a partir del cual Nancy Armstrong identificará
este modelo de mujer, irá cooptando y modelando los cuerpos femeninos como
forma hegemónica de identidad, negándoles cualquier intervención o participación
política a cambio de un espacio exclusivo: el de la reproducción y cuidado del ciu-
dadano universal, desde luego, siempre varón. Con ello, el espacio de lo doméstico
cercará a las mujeres en al menos tres sentidos: en el desempeño de las actividades
de cuidado que solo ellas ejecutarán; en la construcción de una identidad depen-
diente de dichas actividades, y en la creación de un espacio físico significado para
efectuar las labores domésticas y el desarrollo de esa identidad.
Es cierto que el confinamiento de las mujeres en el interior de la vivienda, para
su cuidado y mantenimiento, ha sido una constante en muchas culturas, pero ello
no debería distraer ni justificar que la burguesía europea haya invertido una gran
cantidad de recursos para subordinar, explotar y apropiarse del trabajo femenino
a partir de la creación de un espacio cercado. Solo con el desarrollo de la perspec-
tiva de género feminista se irá develando lo que en realidad era este: un espacio
de reclusión denominado eufemísticamente hogar, y en el que se situó lo que le
interesaba producir a la burguesía para mantener el orden social que la economía
liberal demanda: la pareja heterosexual y la fuerza de trabajo surgida de ella.
Incluso si la casa representa para ellas como para los hombres un lugar apartado de
lo social y de lo público, es cierto que no es a título personal, como personas que se
encuentran ahí, sino como esposas y madres. La casa está concebida con relación a una
pareja, una familia, incluso si el padre se encuentra a menudo ausente, de manera que
una mujer siempre está ahí entregada a la otra parte. Esta ausencia de autonomía es
ciertamente más comportamental que arquitectónica, pero se traduce en la arquitec-
tura: en nuestros países y para la mayoría de la población, el dormitorio es común (las
mujeres pertenecientes a la aristocracia o a la alta burguesía tenían o tienen derecho
a su habitación), y si existe una habitación adicional es el despacho del marido, del
compañero (Collin 1993: 235).
Una caja, una pila de ropa, un pañuelo, una toquilla, una imagen piadosa, un grabado,
un espejo, un mueble de su predilección, un taburete o un asiento cerca de la chime-
nea, un trozo de pared, un rincón propicio para el ensueño o el reposo. ¡Qué poco
sabemos de los deseos, sufrimientos, e incluso, de los ardides [de estas mujeres] […]
enfrentadas al escrutinio de grupo, a su indiferencia quizás y a su propia capacidad
de exilio interior! (Perrot 2011: 143).
Por tanto, de la misma manera en que la ciudad quedará dividida en espacios públi-
cos y privados, en espacios para hombres y para mujeres, el territorio de lo privado
volverá a ser dividido a partir de la dicotomía sexual. La casa, el hogar y la vivienda,
constructos físicos y abstractos, afectivos y materiales, siempre guardarán el lugar
central para la figura masculina. Es como si el patriarcado no pudiera evitar dico-
tomizar el espacio, por más pequeño que parezca, por más abstracto que se haga,
siempre logrará traspasar cualquier espacialidad, cualquier temporalidad, incluso
si se trata de la conciencia y la subjetividad femeninas.
Todas estas consideraciones se traducirán en el diseño arquitectónico a través
de las separaciones que la vivienda ha establecido con el exterior y dentro de sí; en
la forma en que ha separado el espacio de sociabilidad con el de privacidad; en la
forma en que ha colocado plafones, muros y pisos; en la forma en que selecciona
los materiales y colores para recordar cuál es el tipo de comportamiento que debe
desplegarse; en la forma en que ha utilizado el cristal, para mostrar u ocultar a la
mirada lo que la familia o los habitantes son y desean ser.
Por supuesto, modificar cada una de estas expresiones no hace desaparecer la
profundidad de la dicotomía, pero coadyuva a visibilizar su ficción. Hasta cierto
punto, el hecho resulta comprensible, pues el espacio no es por sí mismo fuente del
discurso, sino su depósito. Así que, si quienes diseñamos pretendemos desarticular
una dicotomía que en sí misma hace imposible establecer condiciones de igualdad
entre hombres y mujeres, debemos empezar por ser conscientes de su presencia en
el diseño mismo de la vivienda.
El criterio funcional
un objeto viene determinada por lo que hace. Para que una caja, una silla o una casa
funcionen correctamente, tienen que haber sido estudiadas previamente, de modo
que puedan desarrollar su función a la perfección; en otras palabras, el objeto debe
cumplir su función de manera práctica, debe ser barato, duradero y bello (Gropius,
citado en Roth 2008: 510).
Lo que aquí resulta relevante es la homologación que hace Gropius de la vi-
vienda con los trajes modernos y los aparatos de uso cotidiano, como si esta fuera
un instrumento o un objeto de manipulación que tuviera un fin específico. En-
tonces ¿cuál es la función de una vivienda? ¿De qué forma podemos saber, dada la
diversidad de opciones que hay de habitar, si la vivienda funciona correctamente?
¿Cómo definir la eficiencia en el habitar? Más tarde, Gropius resolverá el enigma:
“En líneas generales, la mayor parte de la gente tiene las mismas necesidades en la
vida. El hogar y su mobiliario son productos de consumo masivo y su diseño es más
una cuestión racional que pasional” (Gropius, cit. en Roth 2008: 510).
En realidad, aquí asistimos a la gestación del arquetipo hoy difundido: el de
una vivienda que es una máquina para satisfacer necesidades biológicas universales.
Por su parte, el arquitecto franco-suizo Le Corbusier sintetizará esta idea en
la máquina para vivir:
Estudiar la casa, para el hombre corriente, universal, es recuperar las bases humanas,
la escala humana, la necesidad-tipo, la función-tipo, la emoción-tipo […] Todos los
hombres tienen el mismo organismo, las mismas funciones. Todos los hombres tienen
las mismas necesidades. La casa es un producto necesario al hombre (Le Corbusier,
cit. en Cevedio 2003: 52).
Por otro lado, me propongo enseñar a las mujeres el arte de la enfermería doméstica
[…] Tengo la ambición de hacer de la mujer una enfermera perfecta, que comprenda
todo, pero que comprenda sobre todo que su papel es ese, y que a la vez es noble
y caritativo. El papel de las madres y el de los médicos son y deben ser claramente
distintos. Uno prepara y facilita el otro; se complementan o más bien deberían
complementarse en interés del enfermo. El médico prescribe, la madre ejecuta
(Fonssagrives, cit. en Donzelot 1998: 21).
estructura social que ha asignado el cuidado exclusivamente a las mujeres por el hecho
de serlo. En realidad, diseñamos bajo ese supuesto y, en el mejor de los casos, resolve-
mos las necesidades que esta mujer-cuidadora tiene. Lo común como diseñadores es
concentrarnos en el objeto por sí mismo, actitud fetichista que sin duda es inherente
al movimiento funcionalista, pero sobre todo funcional al patriarcado capitalista.
Tenemos que diseñar la vivienda de otra manera, pensarla desde otro lugar. Se
trata pues, de comenzar a construir un criterio de diseño que logre materializar
el sentido político de la producción espacial, de comenzar a utilizar paradigmas
que resignifiquen el lenguaje arquitectónico anquilosado en la ideología patriar-
cal y que logren configurar una estructura espacio-objetual que coadyuve a crear
y mantener relaciones equitativas entre los sexos. En este sentido, es de vital
importancia comenzar a criticar la idea hegemónica según la cual el espacio es
aquello que nos rodea, pues —además de escindirnos de este— nos hace pensar
que se trata de un recipiente neutro en el que depositamos nuestras actividades y
por el que desplazamos nuestros cuerpos. Pero el espacio, como el tiempo, es una
categoría que se produce en la intersubjetividad y, por tanto, una dimensión de
lo político que simultánemante expresa lo que somos.
En efecto, para esbozar lo que se podría convertir en un criterio de diseño
espacial feminista, me centro en lo que Cristina Carrasco (2001) denomina soste-
nibilidad de la vida, la cual no solo incluye las necesidades materiales para man-
tener y desarrollar la vida humana, sino que además las vincula con los cuidados
y los afectos, la seguridad psicológica, la creación de relaciones y vínculos y todas
aquellas actividades invisibilizadas por la idea de un espacio habitado por un sujeto
autosuficiente, invulnerable, autónomo y exclusivamente biológico.
Además, es de crucial importancia comenzar a concebir que el cuidado de las
personas es una tarea colectiva que no solo concierne a las mujeres; se trata de un
trabajo arduo sin reconocimiento ni paga que al final permite que la vida humana
sea posible. Compartir el cuidado debe formar parte de todo programa social y de
toda agenda política, por lo que, a manera de conclusión, podemos trazar dos ejes
fundamentales para comenzar no solo a producir espacios significados en la igual-
dad y en la justa distribución del trabajo de cuidado, sino también para comenzar
a resignificar lo que nos rodea:
Bibliografía
Introducción
3 La cultura se transmite a través de la socialización, entendida esta como “el continuo proceso de in-
teracción mediante el cual adquirimos una identidad personal y habilidades sociales” (Gelles y Levin
2000: 89).
4 Este concepto se refiere a una construcción social, “es un elemento constitutivo de las relaciones sociales
basadas en las diferencias que distinguen los sexos [...] es una forma primaria de relaciones significantes
de poder” (Scott 1999: 61).
la feminidad y que son asignados a las personas según su sexo, a través del proceso
de socialización que se inicia en la familia. “Es un concepto que permite expresar
las relaciones desiguales entre hombres y mujeres, estos entendidos como sujetos
sociales” (Giddens 2001: 153)
La perspectiva de género es un instrumento de análisis que permite distin-
guir la división de funciones sociales y la formación de identidades que la misma
sociedad establece para hombres y mujeres, y aporta elementos para comprender
que, históricamente, las relaciones de género se han traducido en “posiciones
desiguales desde el punto de vista del poder, el prestigio y la riqueza” (Giddens
2001: 159).
Los estudios sobre género y espacio abordan las diferencias y relaciones de poder
que se desarrollan entre los sexos, las formas en que hacen uso de los espacios en
la ciudad y en particular del espacio referido a la vida privada. Indagar sobre el tipo
de relaciones que se configuran entre las mujeres y hombres en la organización y
uso del espacio privado llamado vivienda busca evidenciar el significado y el sim-
bolismo que se le otorga a este espacio vinculado con las diversas actividades de
la vida privada al paso del tiempo. Como nos indica Collington, “el estudio de las
dinámicas funcionantes en la casa revela toda la riqueza de lo cotidiano donde se
transmiten, pero también donde se conforman permanentemente las reglas sociales
y se reinventan, día a día, las culturas compartidas” (2010: 207).
Las prácticas sociales y recurrentes en la vida cotidiana aportan elementos que
permiten afirmar si existen o no diferencias significativas en las representaciones
mentales y usos diferenciados del espacio privado, que mantienen o revolucionan
los esquemas tradicionales de comportamiento social. La vivienda está considerada
como un bien cuya obtención, apropiación y uso son elementos integrantes de lo
que se entiende por vida privada en relación con el espacio urbano del entorno. La
vida privada se desarrolla en lo que se concibe como el espacio doméstico, referido
a la esfera íntima del individuo. El espacio doméstico está culturalmente regido y
normado y se encuentra en constante transformación. “Es el escenario donde se
pueden observar las influencias recíprocas del campo social y del campo espacial
en la dinámica de las sociedades” (Collington 2010: 207).
Por tal razón, el análisis del espacio doméstico, del espacio de lo privado, per-
mite acercarse a identificar cómo evolucionan las normas y los valores —entre los
sexos— que ahí se construyen en la vida cotidiana; estos aportes permiten valorar
el significado y la función de los espacios internos de la vivienda, de la posible par-
celación y del conflicto entre los individuos del grupo que ahí habita.
5 Este trabajo es un avance del proyecto A dos décadas y media de Renovación Habitacional Popular.
Evaluación del hábitat popular que las autoras llevan a cabo dentro del proyecto Hábitat y Centralidad,
financiado por el Conacyt y coordinado por René Coulomb, Universidad Autónoma Metropolitana-
Azcapotzalco. En las entrevistas y en su transcripción participó la licenciada Gisell López García.
6 Socióloga, escritora y novelista estadounidense de finales del siglo xix y principios del xx. Escribió sobre
el papel de la mujer en la sociedad y su falta de autonomía.
7 Para Pilar Cos, el impacto social de estas transformaciones será fundamental, ya que impedirá alcanzar
la igualdad de los sexos y, con ello, la transformación de la sociedad.
9 Estas normas, como diría Pezeu-Massabuau (1988), son el producto de una interpretación estadística
de las necesidades individuales y familiares, que ajusta los deseos de cada quien al promedio obtenido.
Entrevistado/a
Características
Bertha Enrique Paola Omar
Edad 58 34 51 54
Empleado de Guardia de
Ocupación Ama de casa Afanadora
almacén y músico seguridad
El diseño de toda vivienda (y con él la manera en que están dispuestos los espacios y
las funciones asignadas a estos) proyecta una concepción particular que se tiene de
familia, y en consecuencia, del papel específico asignado a la mujer en la sociedad.
Pero el uso concreto de la vivienda que hace la familia es lo que la transforma en
un espacio con significado, en su casa.
El tipo de concepción que la sociedad tenga de la identidad femenina influirá
decisivamente en la forma en que se configura el espacio doméstico. La mujer ocupa
básicamente aquellos ámbitos que guardan una relación directa con las funciones
de esposa y madre, porque es la que se encarga del cuidado de los hijos y de la casa,
actividades y espacios que no desempeña ni ocupa para sí misma, sino para los
otros, para su familia (Vázquez Antón 1986).
Además, la organización familiar impacta la forma en que se usan los espacios
de la vivienda, por ello, las relaciones de armonía y solidaridad se reproducen en el
uso del espacio, tanto como las de autoridad y dominio, marcándose una diferencia
por sexo, edad y lugar que se ocupa dentro del hogar.
La vivienda que anteriormente ocupaban los entrevistados tenía condiciones
deficientes. Dos de las cuatro familias vivían en un departamento, uno de ellos lo
compartía con la suegra. Otra provenía de un albergue y la última de una vecindad:
Antes rentaba. Después [de los sismos] estuve en un albergue, el cual era de lámina y
cartón, de 4 x 4 metros porque eran cuartos muy reducidos, compartíamos como con
diez personas [...] Se compartía una cocina con estufones, teníamos que tener una
coordinación de limpieza, un día cada una, tanto de cocina como de pasillos, como de
lavadero, como de baño. Los baños también se compartían. Teníamos que mantenerlos
limpios, porque eran [para] las necesidades y [para] asearnos, más que nada (Paola).
Vivíamos en una vecindad donde los cuartos tenían una medida estándar, eran como
de 6 x 4 metros, pero eran mucho muy altos y se le hizo una adaptación de lo que
se llama tapanco, donde la parte superior se ocupaba para recámara y en la parte de
abajo era la sala y los que teníamos cocina, bueno, la cocina era aparte, en lo que era
la vecindad (Omar).
Me dio mucha emoción saber que íbamos a tener algo realmente de nosotros y no
compartir baño, [y] un poco más de privacidad hasta cierto modo (Bertha).
De asombro de quedar en esta calle, porque no sabíamos dónde íbamos a quedar. Se
comentaba de ir a Iztapalapa, a las orillas del df. [Nos sentimos] felices de la vida, por-
que nunca habíamos pensado en tener la oportunidad de hacernos de algo propio. Un
patrimonio que es pequeño, pero que al fin y al cabo ya es un patrimonio. Fue la primera
victoria, salir de allá. Lo primero que pensamos fue que finalmente pudimos [vivir] como
personas, como familia y por el futuro de nuestros hijos, sacarlos de ese ambiente (Omar).
En cuanto al gusto que las familias experimentan por la vivienda recién adquiri-
da, se perciben diferencias de género. Las mujeres señalan los espacios interiores
como el aspecto que más les gusta de su casa, porque les da privacidad, les permite
cumplir con su papel de ama de casa o porque consideran una mejoría respecto a
las condiciones habitacionales anteriores:
[Lo que más me gusta de mi vivienda es] la cocina, porque guiso para mi familia y es
lo que más me gusta hacer (Bertha).
El espacio, porque puedo tener mi recámara propia. Puedo tener la recámara que era
para mis hijos. Puedo tener una cocina donde pueda cocinar y un baño donde me pueda
bañar y no juntar con nadie, eso es lo que me gusta. ¡Ah! Y tengo una zotehuela [sic],
donde tengo mi lavadora, que es lo que más me gusta, y mi lavadero independiente
de otros lavaderos, soy independiente de otros mecates. Eso es lo que me gusta y los
cuartos que tenemos (Paola).
Los aspectos que más les agradan a los hombres entrevistados se vinculan con el
diseño de la vivienda y del conjunto habitacional, que les permite una mejor calidad
de vida y la oportunidad de hacer “crecer” la vivienda para tener más espacio:
Lo que más me gusta yo creo que es la unidad porque está muy tranquila, aparte
porque no hay otros vecinos arriba, no tienes que andar soportando el ruido y pues
puedes ampliarla también, la casa (Enrique).
Más que nada la estructura con la cual está formada [...] La imagen que mi esposa y
yo tenemos en nuestra mente respecto a la vivienda que teníamos anterior [hace que
a esta] la consideremos un palacio (Omar).
Entre los aspectos que no les gustan de su actual vivienda están el tamaño y los
conflictos vecinales que se generan por tener que compartir espacios colectivos:
Sí me gusta todo, de la puerta para adentro todo. [Para afuera, no me gustan] los con-
flictos que se vinieron a raíz de personas nuevas [que llegaron al conjunto] (Bertha).
Lo único que me disgusta es que estamos en una situación, no individual o independiente,
porque es la misma situación de un grupo de familias en un mismo terreno (Omar).
Ya en la actualidad sí [está bien el tamaño de la casita], porque aquí ya somos seis per-
sonas: mi esposa, un servidor, mis dos hijos y mis dos nietos, y el espacio que tenemos
ahorita es la planta baja, la sala comedor, la cocina. Y la cocina era anteriormente el
cuarto de lavado, la azotehuela famosa. Se techó a base de esfuerzos y ahorros, se
construyó una recámara arriba. Y ahorita, en lugar de dos recámaras, tenemos tres:
la matrimonial, donde está mi esposa y yo, una media recámara que es la que ocupa
mi hija con mi nieta y mi hijo con mi otro nieto en el otro cuarto que se construyó
adicional, arriba de la cocina. Pero sí, obviamente tenemos la esperanza de poder
conseguir algo más grande totalmente independiente (Omar).
Por lo regular, la que decide todo soy yo, como él bien dice y yo también, o sea, la
casa es prácticamente mía, pues la que organiza todo, la que sé todo de la casa soy
yo (Bertha).
Esta es mi cocina. Como ves está bonita, le voy a cambiar el color. Aquí está mi es-
tufa, mi refrigerador, mi mesa de microondas. Aquí era el espacio y el lugar exclusivo
de mi hija, porque como yo trabajaba todo el día, ella se encargaba de la casa. Aquí
nadie se metía, nadie le agarraba nada, porque no le gustaba que le hicieran desorden.
[Cuando estaban todos, nos juntábamos] en la cocina, quien sabe por qué, pero se nos
daba estar todos en la cocina. Tal vez porque era el lugar donde comíamos nuestros
alimentos (Paola).
Aquí es mi reino, aquí nada más yo entro, mando y digo qué se hace (Bertha).
Mmm, nada más me lavan trastes, es lo único que hacen porque no me gusta que
nadie me haga la cocina, nadie, nadie, nadie (Bertha).
Cada vez es más común observar cómo el hombre se va involucrando en las dife-
rentes labores domésticas (crianza, pago de servicios, aseo y cocinar) como conse-
cuencia de una mayor incorporación de la mujer al mercado laboral. Sin embargo,
la responsabilidad final del trabajo doméstico corresponde a esta:
Sí, de hecho, los dos nos dejamos tareas cada uno para hacerlas. Ella me dice “tienes que
pasar por el niño porque voy a ir a trabajar” y tengo que pasar por él. Yo le digo “tienes
que pasar a pagar este recibo” y va y lo paga. Entonces [...] la pequeña estufa, que es en
donde mi mujer cocina, no le gusta mucho, pero tiene que hacernos de comer, ¿no?
Hay veces que le toca a ella y hay veces que me toca a mí. Por ejemplo, cuando ella se
va a trabajar en las tardes, ya me toca hacer de comer, pero por lo regular siempre es
mi esposa la que está haciendo de comer (Omar).
Esta es mi zotehuela [sic]. Es un espacio más o menos de dos veinte como por tres. Es
un espacio corrido, el cual nosotros dividimos porque no cabíamos bien. Aquí es mi
reino, aquí nada más yo entro, mando y digo qué se hace (Bertha).
Luego estoy mucho tiempo aquí abajo, me la paso en la azotehuela, lavando mi patio.
Pero no me gusta mucho la cocina y no sé por qué. Ve, no es muy chiquita, no es muy
grandota. Aquí está mi lavadora, aquí nada más es para lavar, tender y las necesidades
de mis perritos. Está mojado porque lavo diario el piso (Paola).
Este espacio es concebido por las mujeres, principalmente por las que provienen
de vecindad, como una conquista, ya que les permite efectuar de manera privada
y con comodidad las labores domésticas. Prácticamente todas las viviendas del
conjunto Violeta han puesto techo sobre el patio de servicio, ya sea para evitar
que la ropa se moje, o bien con el fin de ganar un espacio para ampliar la cocina
y el comedor.
Le mandé poner láminas y, pues dije: “El día que llueva se va a mojar todo”. Mandé a
hacer la estructura y puse las láminas [...] Me gustaría después techar para poner la
cocina de este lado y ampliar más, ahora sí que el comedor (Enrique).
espacio de comer, sino que cede su lugar a una serie de prácticas que adquieren un
carácter ritual y de significación. El mueble central para la convivencia es la mesa.
En ella se llevan a cabo una multitud de actividades, además del ritual de prepa-
ración y consumo de alimentos, la charla de sobremesa, ver la televisión, estudiar,
trabajar y recibir visitas. Precisamente por esa diversidad de actividades, y porque
se carece de otro espacio apropiado, este mueble es generalmente de gran tamaño,
desproporcionado al espacio que tiene la sala comedor.
En estas viviendas, la sala y el comedor están unidos y se han convertido en el
espacio preferido por sus habitantes, ya que es un ámbito de convivencia, de recibir
visitas, de descanso, pero principalmente de ver la televisión:
Yo creo que [mi espacio preferido] sería la sala porque tienes la tele, la música, te puedes
acostar en el sillón [...] para mí es el mejor espacio (Enrique).
La mayor parte del tiempo [todos] se la pasan en la sala viendo televisión. En la actua-
lidad, la niña es la que se apodera la programación. [La sala] es el espacio para poder
convivir o disfrutar de la televisión o sentirse a gusto. Cuando hay necesidad de estar
relajado, de no escuchar tanto ruido, cada quien se va a su recámara y los demás se
quedan en la sala viendo televisión (Omar).
Las paredes son la primera superficie que la gente se apropia (Corbin et al.
1991: 20) y esto es más claro en las que limitan la sala comedor. Ahí es posible
encontrar repetidamente desde fotos familiares,10 cuadros religiosos, calendarios y
títulos profesionales hasta estampas de los personajes de televisión y cine.11 Llama la
atención que prácticamente en ninguna de las viviendas visitadas exista un mueble
con libros a la vista del visitante.
[Pongo aquí las fotos para] que las vean, que las conozcan los que no las han visto, que
vean cómo han ido cambiando. Pues es compartirles algo del cariño y el amor que les
tengo a mis hijos y a mis sobrinos (Bertha).
10 Para Bourdieu, el decorado de paredes con fotografías es una característica de la estética de los sectores
medios y populares. A través de la fotografía, las personas consagran y solemnizan lo cotidiano (1989).
11 Al estereotipar la estética popular, Bourdieu apunta que esta gusta de las bagatelas de fantasía y los
accesorios impactantes cuya intención es obtener el máximo efecto al menor costo, fórmula que para
el gusto burgués es la definición misma de la vulgaridad. Sin embargo, García Canclini polemiza con
esta postura, apuntando que los sectores populares tienen formas particulares de cultivar lo estético
(1990: 32).
12 Bourdieu (1988) identifica, en lo que llama el mercado de bienes simbólicos, tres modos de producción:
burgués, medio y popular. Los tres modos se distinguen por sus públicos, por la naturaleza de sus obras
producidas y por las ideologías político-estéticas que los expresan. La diferencia se establece, más que
en los bienes de cada clase, a partir del modo en que se usan.
Cuando hay necesidad de estar relajado, de no escuchar tanto ruido, cada quien se va
a su recámara y los demás se quedan en la sala viendo televisión [...] Cada quien está
en su recámara. Mi hijo está en su cuarto trabajando en su computadora, mi hija,
trabajando cuestiones de la escuela, de su trabajo (Omar).
El reducido tamaño de los espacios interiores de las recámaras plantea una realidad:
la falta generalizada de lugares para guardar no solo ropa, sino los objetos de uso
cotidiano. Este modelo habitacional implica una lógica de amueblamiento que se
ajuste al reducido tamaño de este espacio. Ello origina también que la circulación
en la recámara sea mínima y las tareas de limpieza se realicen con dificultad e
incomodidad. Así, el amontonamiento de objetos que caracteriza las viviendas
populares tiene que ver con la falta de espacio y, por ende, con la necesidad de
utilizar este al máximo.
A diferencia de otros espacios de la vivienda, el baño es un ámbito en donde las
propuestas oficiales tienden a conservar dimensiones que satisfacen los requerimientos
antropométricos mínimos para su operación (Boils 1991: 31). El uso del baño se con-
trola a través de rituales y normas que no siempre son explícitas, pero que implican,
al igual que otros espacios, un uso jerárquico por parte de los miembros del hogar. El
baño se usa en el orden en que se sale a trabajar: el primero que se baña generalmente
es el marido y la última es la mujer, sobre todo si no trabaja fuera de casa.
Se le invierte al baño para hacerlo más cómodo y agradable, como a cualquier otro
espacio de la vivienda. Para las familias que no contaban con este espacio privado
en la vivienda anterior, su actual presencia constituye uno de los elementos centrales
de satisfacción residencial.
Este es nuestro baño, el cual también nos lo entregaron sin aplanar y sin nada y, pues,
poco a poco con el trabajo de mi marido lo hemos ido más o menos arreglando poco
a poco (Bertha).
Ese es mi baño, un baño pequeño, como verás, era el baño compartido para cuatro
personas. Está cómodo, tengo suficiente agua, está rico. La primera que ocupaba el
baño era yo, después de mí, era Armando [yerno], al último eran mi hija y mi nieto.
Era yo primero porque era la primera que salía a trabajar, y [...] porque era la que más
me tardaba en bañarme porque tengo mis cosas en el baño, en ponerme que mi crema,
mi desodorante, no me podía poner en mi recámara, lo tenía que hacer yo ahí (Paola).
Reflexiones finales
Habitar en una vivienda de interés social imprime en sus habitantes una serie de
condicionantes que generan y exigen una particular conducta. En ella, el género
representa una variable fundamental para comprender el uso y significado que los
espacios domésticos adquieren. En este trabajo encontramos una diversidad de for-
mas de apropiación, de decoración y de uso de la vivienda, que revelan sensaciones,
sentimientos y emociones que se vinculan con los papeles asignados a sus habitantes
no solo de género, sino también del ciclo de vida de la familia y de sus integrantes.
En la forma como se usa la vivienda se cristalizan igualmente las relaciones que
los miembros de la familia establecen entre sí; por ello, hay restricciones para su
uso, disfrutes diferenciados y responsabilidades no asumidas por igual. La familia
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Introducción
“Que la mujer sepa lo que debe hacer, cumpla con los hijos, con la comida y la ropa
y que el hombre tenga qué ofrecer y trabaje para mantenerla a ella y a los hijos, ¡de
qué otra forma puede ser!”, afirma Narcisa, una mujer de 86 años que ha crecido
en el seno de una familia campesina y actualmente se desempeña como empleada
doméstica en la Ciudad de México.
Narcisa, quien nació en un contexto rural a principios del siglo xx, señala
que su madre procreó 12 hijos e hijas; atendía las labores domésticas y las propias
de su papel de esposa. Durante los años que duró su matrimonio, la madre de
Narcisa se dedicó a las arduas tareas domésticas; desde muy temprano comenzaba
la jornada de trabajo: ir al molino, hacer las tortillas, acarrear la leña, prender el
fuego, preparar el almuerzo para llevarlo a su esposo al campo. Más tarde, había
que ir a lavar la ropa al río, preparar la comida y cuidar de los hijos e hijas.
Narcisa nunca se quejó de la relación que llevaron sus padres; pues señala que
estaba acostumbrada a no protestar ni a quejarse nunca; para ella, la relación entre
sus padres no le resultaba nada hostil si la compara con la que vivió su mamá al lado
de su abuelo. Y es que la infancia de su madre estuvo marcada por las fuertes golpizas
familiar en la que creció Narcisa impidió que sus hermanas y hermanos estudiaran,
sino que el supuesto que privaba en su entorno familiar y su comunidad de que las
mujeres no deben asistir a la escuela —ya que una vez que contraigan matrimonio
su marido les proveerá lo necesario para sobrevivir y no tendrán más que dedicarse
al cuidado del hogar y de los hijos e hijas— tuvo una enorme repercusión en su vida.
Narcisa, quien nunca asistió a la escuela, narra las razones que su padre anteponía
para no dejarlas ir a estudiar: “Nosotras no tuvimos escuela, nunca nos mandaron
a la escuela. Mi papá nunca nos quiso mandar, [nos decía]: ‘¿Para qué?, ¿a ustedes
para qué les sirve la escuela? ¿Para que nada más le escriban al novio? No, mejor
quédense así’ ”.
El ámbito doméstico, el espacio de la casa, el hogar familiar, aquel en cuyos
confines se lleva a cabo la reproducción material cotidiana que permite el funcio-
namiento de las otras esferas sociales y para cuyo orden y mantenimiento se ponen
en marcha diversas interacciones sociales entre hombres y mujeres —amas de casa,
jefes de familia, empleadas domésticas, padres, madres, hijas, hijos, hermanos,
hermanas—, constituye uno de los espacios sociales más importantes y complejos
de las sociedades modernas.
Es preciso analizar la importancia y singularidad de la lógica doméstica, en
tanto que su carácter tradicional intrínseco no solo perpetúa relaciones de poder
y subordinación entre sus integrantes, sino que el imaginario social y las prácticas
cotidianas y espaciales dentro de la casa familiar contemporánea no son genérica-
mente neutros ni jerárquicamente inocuos, la peculiaridad de la trama doméstica
constriñe, refuerza y reproduce las jerarquías entre los sexos, incidiendo así en
la configuración de las identidades.
El presente trabajo ofrece una reflexión teórica, sustentada en una investiga-
ción empírica, sobre la compleja relación existente entre las jerarquizaciones de
género y las prácticas, configuraciones e imaginarios espaciales, así como la forma
en que estas se constituyen mutuamente. En otros términos, intenta dar cuenta
de cómo la definición subjetiva de las empleadas domésticas condiciona el uso, los
imaginarios y las prácticas cotidianas que ellas hacen del espacio doméstico, pero
también de cómo el ordenamiento, las prácticas y los emplazamientos propios de
la domesticidad inciden en la reproducción de las diferenciaciones genéricas y en la
producción de subjetividad.
En un primer momento, es preciso definir, en el terreno teórico-conceptual,
los principios de legitimidad de la dominación que fundamentan las relaciones de
poder y subordinación entre los/as integrantes de la jerarquía familiar; solo enton-
ces se podrán explicar las asignaciones, las actividades y las constrictivas prácticas
espaciales que delinean la vida diaria de las empleadas domésticas desde la casa
familiar de la infancia hasta la casa donde trabajan, estableciéndose así como un
espacio que viven y habitan de manera diferenciada hombres y mujeres. Finalmente,
colocándonos en el estrato más concreto de las relaciones sociales y las prácticas
domésticas, daremos cuenta de las experiencias y vivencias espaciales de las em-
pleadas del hogar, aquellas que las mujeres configuran en ese singular espacio y que
al mismo tiempo están regidas por él.
2 Michelle Perrot ha insistido sobre las numerosas variantes que caracterizan a la familia moderna occidental
durante la mayor parte del siglo xix; variantes ligadas a las tradiciones políticas y religiosas, al estatus
social, al medio social y local en particular (Perrot 1991: 111). Pese al carácter diverso de las familias
modernas del que nos advierte Perrot, nosotros hablaremos de la familia y de esa manera aludimos a la
lógica antimoderna, jerárquica y natural que rige a esta esfera y a las interacciones entre sus miembros.
“La familia, en efecto, es un espacio singular en el que se combinan aspectos de la casa aristotélica, la
sociedad natural ilustrada y el principio racionalizador ilustrado-romántico” (Serret 2008: 105).
3 La racionalización es un concepto moderno central que describe y explica la peculiaridad de los nuevos
rasgos que definen a las sociedades modernas. El proceso de racionalización, ampliamente estudiado
por Max Weber, da cuenta de una nueva lógica de interacción social alusiva a un nuevo sentido que
da significado a las sociedades modernas. Estos nuevos procesos de interacción social obedecen a un
principio de diferenciación, especialización, pluralización, diversificación y reflexividad, principios,
todos ellos, constitutivos del orden moderno. El concepto resulta central para la cabal comprensión de
los planteamientos de este trabajo, pues los efectos de la racionalización no solo tienen que ver con la
diversificación de espacios sociales, sino también con la construcción de una ética racionalista presente
en los proyectos filosófico-políticos de la modernidad.
en el siglo xvii recuperan o reeditan esta idea clásica sobre la división de espacios
sociales que obedecen lógicas de interacción distintas. No obstante, los artífices del
discurso ilustrado de la modernidad deliberadamente ocultan la existencia paralela
de la esfera tradicional doméstica, pues el principio de desigualdad natural que
rige este espacio resulta contradictorio e incómodo en el contexto del igualitarismo
universal ilustrado.
Con el establecimiento de los nuevos principios de asociación cuyo envite
antifeudal instalará el orden político y social moderno, la construcción conceptual
de lo público irá adquiriendo importantes connotaciones que se caracterizarán por
sus graves cegueras de género. Las caracterizaciones modernas de lo público —de lo
privado y lo doméstico—, a través de una serie de trampas conceptuales, fabrican y
consolidan la idea de un espacio público que deliberadamente invisibiliza el ámbito
tradicional al que han sido asignadas las mujeres, aquel al que imaginariamente
pertenecen ellas en calidad de subordinadas y dependientes; tal construcción ignora
también las actividades de estas mujeres en los confines de la casa, sus intereses
y pensamientos; no obstante, la existencia marginal y sometida de este espacio y
sus actores sociales resulta indispensable para el buen funcionamiento del orden
público moderno; claramente podemos ver entonces que la interdependencia entre
ambas esferas constituye una de las tensiones políticas más profundas, persistentes
y graves de la modernidad.
Y es que los principios de legitimidad de la dominación que rigen el espacio
doméstico son muy distintos a los que operan en el mundo civil y político. Mientras
que en los últimos las interacciones sociales se establecen entre individuos y solo a
través de la lógica universalista de igualdad y libertad propia del mundo público-
político, la casa, como hemos subrayado, se constituye como un enclave de natu-
raleza, una célula estamental inscrita en territorio moderno.4 En este espacio no
son válidos los principios de autogobierno e igual derecho a la libertad que operan
en los espacios extradomésticos de los varones, por la simple razón de que en la
esfera doméstica la relación se establece entre un hombre y una mujer, es decir, es
una relación de subordinación, una relación entre personas que no se reconocen
como iguales, sino que suponen la supremacía del marido sobre la esposa, del varón
sobre la mujer (Serret 2008: 117).
4 Celia Amorós define así al espacio doméstico para enfatizar la lógica tradicional intrínseca que carac-
teriza este espacio social (Amorós 2000).
Los prototipos de trabajadora doméstica, ama de casa, esposa y madre que cons-
tituyen las identidades femeninas en el mundo moderno se concebirán fundamen-
talmente como formas de no trabajo. Y esto se explica a través de la importante
transformación que sufre la familia en la sociedad burguesa. En efecto, la simpli-
ficación y caracterización de la familia moderna —como familia nuclear, fundada
en el amor, etc.— también supone la separación de la producción económica del
espacio doméstico: en las sociedades tradicionales, la familia es la unidad productiva
básica; Hegel explica que, en la modernidad la existencia de la economía de merca-
do implica la división entre los productores directos y los medios de producción, y
desaparece así la idea misma de la comunidad doméstica como célula productiva
fundamental de la reproducción familiar. Cuando la producción económica estuvo
vinculada con la unidad doméstica, según lo explica Estela Serret, la división sexual
del trabajo distinguía entre labores prestigiosas, las de los varones, y carentes de
relevancia y prestigio, las de las mujeres.
El advenimiento de la moderna sociedad capitalista y el extraordinario valor
que esta adjudica al trabajo productivo dan lugar a la disociación total entre las
nociones de mujer y trabajo y, sobre todo, a una simplificación del imaginario
femenino cuyos efectos inmediatos son la minimización o, en todo caso, la invi-
sibilización de las múltiples tareas que las mujeres efectúan tanto en el ámbito
doméstico como en otros espacios sociales. De esta manera, podemos constatar
el enorme peso que tienen los efectos simbólicos e imaginarios sobre los hechos
sociales concretos, y la disociación moderna entre las nociones de mujer y trabajo
es una prueba contundente de ello. La diversidad de las tareas productivas de las
mujeres de distintas épocas y contextos siempre ha sido imprescindible, aunque no
siempre reconocida. Su labor en los medios rurales, en las fábricas, en el comercio
y, fundamentalmente, en la casa, etc., hace constar la relevancia de su trabajo y
la presencia de las mujeres en los ámbitos productivos de la sociedad moderna,
aun cuando, imaginariamente, siempre se las ubique en el espacio doméstico.
Michelle Perrot ha destacado que el trabajo de ama de casa —que implica desde
la búsqueda de los alimentos y el mejor costo de estos, la preparación de la co-
mida, el mantenimiento en orden de la casa, el lavado y zurcido de la ropa hasta
el desplazarse por los hijos e hijas en horarios escolares— en no pocas ocasiones
se combinaba con otras actividades procedentes del ámbito de servicios: trabajos
por horas, lavado y planchado a destajo, encargos a comisión y entregas, como los
que efectuaban las panaderas, pequeñas operaciones comerciales entre mujeres,
ventas callejeras, trabajos de costura, etcétera (Perrot y Martin-Fugier 1991).
En el caso particular de las empleadas domésticas —figuras clave en los diversos
órdenes domésticos que van desde la esfera familiar de la infancia hasta la casa o
el departamento donde más tarde trabajan—, la manera como histórica y cultu-
ralmente se han concebido las tareas de estas mujeres en el espacio de la casa las
ha colocado en una situación de inferioridad respecto a los otros integrantes de la
familia. Históricamente, el servicio doméstico ha sido una ocupación mayoritaria-
mente femenina; como categoría específica de la domesticidad, el trabajo doméstico
se ha visto afectado por el imaginario de género que construyen los discursos y las
categorías canónicas modernas y por la diferenciación entre la concepción dominante
de trabajo y las labores del hogar, lo cual, en el caso de las tareas de las empleadas
domésticas, tendrá un doble efecto: las mujeres en la modernidad no solo reciben un
trato de estamento inferior por ser mujeres; las trabajadoras domésticas lo reciben
por partida doble, pues la concepción dominante de lo que significa ser empleada
del hogar influye decisivamente en las ideas que se forjan sobre sus labores: serviles,
inferiores, irrelevantes, sucias e impropias para los varones o para ser consideradas
como productivas.
Si una empleada doméstica no se sitúa en posición de igualdad frente a la señora
de la casa o frente al jefe de familia es en razón no solo de su condición de género,
sino de la “inferioridad” que encarna, frente a quienes la subordinan, la labor que
ejecuta, su aspecto físico, su tono de piel, la forma en que se viste y se expresa, su
procedencia familiar, su clase social.
No obstante, el estudio de los distintos espacios sociales, como el doméstico,
está lejos de agotarse o de explicarse a través de la interpretación teórica y el análisis
de las relaciones sociales en sí; la relación entre el espacio y el género se manifiesta
en las prácticas espaciales concretas, en la forma en que hombres y mujeres habitan
y hacen uso del ámbito de la domesticidad.
también se involucraba el padre, los hijos y las hijas. Además, en casa siempre había
ropa por lavar, coser, doblar, hermanas y hermanos que atender y cuidar, tareas de
las que las mujeres se podían ocupar en cualquier momento del día.
Esta fue la inevitable dinámica cotidiana que permeó la vida de Narcisa, de su
madre y sus hermanas durante varios años de su existencia. Resulta evidente, bajo
la constricción de tales prácticas cotidianas, que la “movilidad espacial” de estas
mujeres respondía y se ajustaba a esquemas invariables (Lindón 2006: 371), aquellos
que son impuestos por el orden de género en la domesticidad del mundo campesino.
Hélida, quien vivió siempre en la ciudad y desde muy pequeña estuvo a cargo del
orden de su casa mientras su madre y hermanos trabajaban como comerciantes en el
conocido mercado de la Merced, desempeñó —durante varios años de su infancia y
adolescencia de manera ineludible e ininterrumpida— todas las tareas y quehaceres
domésticos que su madre había delegado en ella. Al igual que en la experiencia de las
otras mujeres, para Hélida la jornada doméstica comenzaba muy temprano: debía
levantarse a preparar el desayuno y atender a sus hermanos pequeños para, luego,
llevarlos a la escuela. Después regresaba rápidamente porque la siguiente actividad
consistía en preparar la comida, lavar la ropa, los trastes y, en general, hacer todo el
aseo de la casa; Hélida tenía que efectuar estas actividades en determinado número
de horas, constreñida por un margen de tiempo específico, pues a cierta hora tenía
que ir por sus hermanos a la escuela, regresar con ellos, darles de comer, atenderlos,
dejar la casa en orden y, cuando tuvo la oportunidad de hacerlo, alistarse para salir
por la tarde a la escuela. A su regreso, sabía que tenía que bañar a sus hermanos,
prepararles la merienda y cuidar de los más pequeños, tareas a las que se añadía
el planchado y zurcido de la ropa, sobre todo de aquellas prendas de quien, a esas
alturas de la vida, ya ostentaba un papel preponderante y dominante en la familia,
en la jerarquía doméstica en la que creció Hélida: su hermano mayor.
Así pues, los desplazamientos de Hélida se limitaban a los trayectos que ella
diariamente recorría de su casa a la escuela de sus hermanos, de la escuela a la
casa, permanecer buen número de horas dentro de esta desempeñando las mismas
tareas, para entonces partir a su escuela y regresar e incorporarse nuevamente a
las tareas domésticas. El esquema de desplazamiento y movilidad espacial deter-
minado por las prácticas domésticas que Hélida asumió y le fueron asignadas en
razón de su papel de mujer en el seno de una familia, resultaba no solo invariable y
rutinario, sino sumamente constrictivo y limitante en términos espaciales, ya que
el tipo de tareas que realizaba por ser la hija mayor de la familia la mantenían, por
un lado, confinada en el espacio de la casa y, por otro lado, cuando se trasladaba
para llevar a sus hermanos a la escuela, ir por los alimentos, etc., lo hacía bajo la
inevitable sensación de prisa y angustia; se desplazaba de un lado a otro, tal como
diría François Collin, “sin el placer indolente del paseo o con el derroche del tiem-
po” (Collin 1994: 237) con el que lo pueden hacer los varones o incluso las mismas
mujeres pertenecientes a otras clases sociales.
La profunda pobreza y las condiciones de marginación de la colonia donde se
ubicaba la casa de Hélida complicaba aún más sus rutinas y traslados domésticos:
bañarse, lavar los trastes y preparar los alimentos implicaba caminar y acarrear agua
desde largas distancias. Bajo un esquema cotidiano de actividades domésticas de
esta naturaleza, difícilmente Hélida podía dedicar un poco de tiempo al descanso,
a un paseo o, en su momento, al juego infantil. Los traslados y las características de
sus desplazamientos tenían solo la finalidad de llevar a cabo las diversas tareas que
ella asumió en el orden doméstico imperante en su casa; por tanto, la relación
que Hélida había establecido con los espacios más inmediatos, con el entorno de la
domesticidad, era con la estricta finalidad de efectuar algún tipo de trabajo.
Se trata de una serie de desplazamientos que, bajo la lógica doméstica en la que se
hallan inmersas las mujeres, resultan repetitivos y que a todas luces son espacialmente
condicionantes y claramente constrictivos. Una excesiva carga de actividades do-
mésticas, como la que describen Narcisa y Hélida, se traduce en condicionantes
espaciales de género que hacen que las mujeres tengan un limitado conocimiento del
entorno espacial y que se hallen, bajo diversas circunstancias, en el mundo del campo
o en la ciudad, confinadas en el espacio doméstico, en la casa familiar.
La geógrafa Doreen Massey subraya que la limitación de la “movilidad” de las
mujeres en términos espaciales tiene, desde luego, un significado de subordinación.
De manera conjunta, la limitación de la movilidad de las mujeres, es decir, el intento
por identificarlas y confinarlas en ciertos espacios y la imposición de una identidad
de género están íntimamente relacionados. El afán por confinar a las mujeres en la
esfera doméstica es tanto una forma de “control espacial” como un “control social”
sobre la identidad (Massey 1994: 179).
De acuerdo con algunos de los planteamientos de la geografía de la vida co-
tidiana,5 en el análisis de las prácticas habituales que llevan a cabo los individuos,
5 Desde la década de 1980, el interés por la vida cotidiana ha formado parte de los principales intereses
de la geografía, y se ha vuelto un campo de estudio que, aunque se encuentra en estrecho vínculo con
las disciplinas sociales, se halla claramente delimitado. Así, la geografía de la vida cotidiana ha otor-
entendidas como aquellas acciones y actividades del hacer del sujeto, se pueden
distinguir ciertas experiencias espaciales que arrojan algunas pistas para dar cuenta
de la vida espacial de la domesticidad: entre ellas destacan los desplazamientos re-
petitivos que son aquellos que fijan al sujeto, en este caso a las mujeres, a esquemas
de movilidad espacial invariables.
Los esquemas de movilidad espacial, hay que resaltar, varían en función del
sujeto, hombre o mujer, que los ejecuta (Lindón 2006: 371). En ese sentido, existen
también prácticas cotidianas que los individuos llevan a cabo de manera fija en el
espacio, ya sea por periodos más breves o extensos de tiempo, de tal forma que
dichas actividades se repiten o se prolongan a lo largo no solo de todos los días de
la semana, sino por varios meses o incluso años (Lindón 2006: 375).6 Se convierten
así en rutinizaciones espaciales sobre las cuales vale la pena reflexionar a la luz de
los juegos de poder que se establecen entre los géneros en el espacio doméstico, así
como sus efectos, experiencias, vivencias e imágenes espaciales en la producción
y reproducción de las subjetividades.
Tenemos entonces un rígido esquema de tareas domésticas que, dado su carác-
ter extenuante y exhaustivo, constriñe, condiciona y sitúa a las mujeres de manera
muy particular en los espacios que constituyen parte de los desplazamientos, rutas
gado particular relevancia al análisis del comportamiento espacial de los sujetos en su vida diaria. El
individuo, la subjetividad y sus prácticas cotidianas constituyen el punto de partida para comprender
y explicar la espacialidad, el comportamiento espacio-temporal.
Desde la perspectiva que orienta mi trabajo, añadiré y subrayaré que tales prácticas individuales,
subjetivas, las que llevan a cabo hombres y mujeres particulares en los diversos espacios de actuación,
de ninguna manera son inocuas; obedecen y forman parte de los juegos de poder y dominación fun-
damentados en el género, la clase social y la etnia. Habré de distinguir, entonces, que cada una de las
empleadas domésticas asume y experimenta comportamientos y experiencias espaciales particularmente
diferentes, que ellas no viven y se apropian del espacio de la domesticidad de la misma manera en que
lo hacen los varones o las mujeres de otras clases sociales. Veremos que las rutinas de la vida doméstica
cotidiana ancladas a un lugar, a un espacio específico, son el efecto de un complejo engranaje de poder.
En otros términos, las herramientas conceptuales que desde la geografía de la vida cotidiana resultan
útiles a este análisis, serán vistas a la luz de lógicas jerárquicas de poder y dominación entre hombres y
mujeres, mujeres ricas y mujeres pobres, hombres y mujeres blancos/as y mujeres morenas e indígenas.
6 Para la geografía de la vida cotidiana, el tema del tiempo es crucial para explicar las prácticas habituales
situadas en un lugar. Así, el cruce de las categorías tiempo y espacio resulta fundamental para brindar
un análisis más complejo de las actividades ancladas a un lugar en un “ciclo temporal” y su repetición o
duración en el tiempo (Lindón 2006: 375). Estos planteamientos resultan, a todas luces, sugerentes para
pensar el tipo de prácticas y las rutinas espaciales a las que se ven sometidas las empleadas domésticas
en el espacio de la casa, su espacio familiar y, posteriormente, su espacio laboral.
7 El concepto de información espacial resulta útil a la luz de las claras diferenciaciones que existen entre
hombres y mujeres en la vivencia, desplazamientos, uso y apropiación de los espacios que conforman la
domesticidad. Esta categoría permite pensar en otra de las manifestaciones y efectos que las diferencias
de género, clase, etnia, puestas en acto en los espacios de la domesticidad, tienen en la información es-
pacial que cada figura doméstica acumula a lo largo de su existencia. Una mujer cuya rutina ha estado
determinada por largas e inevitables jornadas de trabajo doméstico y cuyas condiciones económicas son
adversas solo puede conocer y tener acceso a un número limitado de espacios, solo aquellos necesarios
y más transitados para cumplir con la invariable rutina de la vida doméstica. De esta manera, tales con-
diciones reducen considerablemente el campo de información espacial, las experiencias espaciales, el
conocimiento de distintos espacios.
pasea a los animales, el mercado, el sitio donde se recolecta la leña, la escuela adonde
se lleva a los hijos o hermanos, por lo que la información espacial de la que disponen
estas mujeres no es sino la que está definida por sus impostergables tareas domés-
ticas, aquellas que delimitan, fijan recorridos específicos, tiempos permitidos por
actividad, propician sentimientos y actitudes, prisas, temores, angustias; condicionan
y construyen subjetividad. Y ello, desde luego, tiene validez en la domesticidad donde
las mujeres trabajan, en la casa ajena del empleo doméstico.
Trabajar de planta significa quedarse en la casa toda la semana. Hay casas donde entras
los domingos en la tarde, en otras te dejan salir los sábados en la tarde, a veces los
8 Testimonio de una empleada doméstica entrevistada por las directoras de una asociación civil para dar
a conocer cuál es la situación que viven las empleadas domésticas indígenas en la ciudad.
Tú llegas, por ejemplo, ahorita donde estoy empezando a trabajar, y encuentro todo
de cabeza […] pero empiezo que quito esto de aquí, que le limpio, que le jalo y eso;
entonces llegan y me dicen ¡que qué hice, que se ve diferente! [….] Que se vea mi tra-
bajo y sí lo notan, sí se nota el trabajo, pero no sé por qué la gente se empeña en no
reconocer el trabajo.
Integrar una perspectiva espacial de las relaciones y prácticas sociales del entra-
mado familiar contribuye a develar otras manifestaciones que adquiere el ejercicio
Bibliografía
Introducción
Realidad que se relaciona también con el hecho de que “no hay manifestación cul-
tural, callejera o actividad comercial en que la visibilidad masculina no sea mucho
más fuerte que la femenina” (Osborne 2008). Esto convierte la invisibilidad y la falta
de presencia pública en un tema recurrente en el mundo de las mujeres en general
y de las mujeres lesbianas en particular, situación que se puede rastrear a lo largo
de la historia y en diversas latitudes del planeta.
Sin embargo, existen ciertos espacios públicos de ambiente en Guadalajara,
creados por mujeres no heterosexuales, que, aunque son pocos, se crean a partir de
sus propios intereses y deseos y desde su posición como mujeres que aman a otras
mujeres. Es por eso que en este texto se indaga en “el ambiente” como uno de los
espacios de vida que ha desempeñado una función importante para la expresión de
la sexualidad y el establecimiento de relaciones tanto de amistad como de pareja, en
algunas mujeres, con el fin de abonar al propósito mayor de “examinar hasta qué
punto las mujeres y los hombres experimentan de un modo distinto los lugares y
los espacios, y mostrar que tales diferencias forman parte de la constitución social
tanto del lugar como del género” (McDowell 2000: 27).
Desde hace más de un siglo existe una fama arraigada en la ciudad de Guadalajara,
compartida por propios y extraños, que la considera como tierra de jotos,4 es decir,
lugar en donde hay gran cantidad de hombres homosexuales o, por lo menos, donde
“los hombres tapatíos son proclives a actividades homosexuales, aunque parezcan
muy machos” (Sánchez y López 2000: 14). Sin embargo, más allá de cuándo y cómo
pudo haber surgido esta fama y de las múltiples explicaciones a favor o en contra
que puede haber al respecto (Doñán 2011), lo cierto es que todavía es común escu-
char expresiones cotidianas sobre esta ciudad hechas por lxs5 mismxs tapatíxs en
tono de extrañeza o queja, como ¡cada día hay más jotos!, ¡ya casi no hay hombres!,
¡por cada piedra que levantas salen diez jotos!, etc., frases que no solo aluden a esta
vieja creencia, sino que, paradójicamente, también reflejan otra de las famas muy
arraigadas que tiene Guadalajara, que “es vista y pensada como una ciudad con-
servadora, moralista y altamente religiosa” (De la Torre 1998: 48), que se opone a la
manifestación y visibilidad de estas identidades culturales estigmatizadas.
4 Término despectivo utilizado para heterodesignar a los hombres homosexuales. Como menciona Rodrigo
Laguarda (2007), es empleado tradicionalmente en México, junto con los términos “puto” y “maricón”,
que aluden a la reproducción de los papeles tradicionales de género con el consiguiente estigma de
quienes, presuntamente, asumen un papel femenino.
5 En este texto se elimina el género de las palabras, y es sustituido por una equis, para tratar de generar
escritos más incluyentes.
6 Según las estimaciones más recientes, emitidas por la empresa de márketing lgbt líder en el mundo
Out Now, en su estudio llamado lgbt 2020, en el año 2012 el mercado rosa de Guadalajara generó una
derrama económica de 2,900 millones de dólares (Llamas Sánchez 2013).
7 Cabe mencionar que, cuando se habla de la escena gay local, estamos ante espacios básicamente do-
minados por hombres; por lo que el uso de la categoría gay refleja cómo es que a pesar del universo tan
amplio que representa la diversidad sexual, su presencia social y discursiva se subsume a un término
androcentrado.
8 Tan solo en Guadalajara viven alrededor de 192,000 personas pertenecientes a la población lgbttti,
según el último censo realizado en 2010, cifra que aumenta los fines de semana sobre todo en la zona
centro de la ciudad tapatía, que se convierte en espacio turístico y punto de encuentro no solo para la
población de Jalisco, sino también, y sobre todo, para quienes viven en estados circunvecinos, como
Michoacán, Colima, Aguascalientes, Sinaloa, etc., entidades en donde no existen tantos establecimientos
ni espacios de reunión para la gente de “ambiente” (Velázquez 2013).
9 “Guadalajara es el hogar de uno de los mercados de consumo lgbt más significativos a nivel mundial”,
“la fuerza de la comunidad lgbt local” es una de las razones por las que lgbt Confex, la compañía
organizadora de eventos de márketing líder en América Latina, celebró en Guadalajara del 5 al 7 de
septiembre del año 2013 la tercera International lgbt Business Expo, evento de negocios cuyo propósito
es conectar empresas con consumidores lgbt. Más información en <http://lgbtconfex.com/press-
center/14/2013-01-28>.
10 En palabras de Gimeno (2007), la pluma se define como una manera de visibilizarse ante los demás y
es también, en determinados momentos, una manera de posicionarse ante la institución heterosexual.
Es una forma de decir a los demás que se es lesbiana o gay, y puede quitarse o ponerse a voluntad.
11 El término fresa en México hace referencia a aquellas personas que tienen dinero o aparentan tenerlo,
también conocidos como “juniors”. Por su parte, la frase “revolución fresa” se obtuvo durante el trabajo
de campo, de un grupo de hombres homosexuales que hablaban de los espacios de ambiente de Guada-
lajara (diario de campo, 29 de mayo de 2015).
lugar inseguro, peligroso, que atentaba contra el orden moral (Aceves et al. 2004).
Esta situación generó su reapropiación y nuevo uso, y se convirtió en un refugio
de la Otredad. Sin embargo, esa percepción que se tiene del centro de Guadalajara
sigue vigente sobre todo entre los sectores medios y altos que habitan en la zona
metropolitana de Guadalajara. La percepción de inseguridad se suma al hecho de
que las instalaciones, la apariencia y la ambientación de la mayoría de los lugares
de vida nocturna “de ambiente” que se encuentran en la zona son considerados como
inadecuados y poco llamativos por las mismas mujeres que los han frecuentado,
como se muestra en el siguiente fragmento de entrevista:
—¿Qué es lo que hace que los antros del centro no sean muy atractivos?
—Pues en primera porque es peligroso, sigue siendo peligroso, y antes era peligroso;
pero cuando estás más chico no te das cuenta. ¡Te vale madres! Y pues es que apar-
te, visualmente [...] a esa edad si no conoces nada, y es lo único que tienes para ir,
vas; pero ya ahorita te vas y te metes una vez al año, yo creo, nada más porque qué
chistoso está, porque te acuerdas de que en tus años mozos, pues ibas y te metías
ahí todos los días. Pero aparte [...] pues no tienes [...] no tienes atractivo visual, no
tienes como propuestas de nada, o sea son lugares que están atrasa ... pues parados,
haz de cuenta siento que vas como diez años atrás a meterte al mismo antro, que
no le han cambiado ni el foco que sigue fundido dese hace diez años. Entonces [...]
higiénicos, de que cero higiénicos, o sea nada. Pues es como arriesgue de todo, siento
yo (Majo, 31 años, 1 de julio de 2014).
Por su parte, la zona roja del sector Libertad —ubicada al oriente de la calzada,12
al constituirse como un espacio eminentemente masculino, en donde todo tipo de
hombres podían asistir para consumar sus deseos tanto de ocio y diversión como
sexuales (Vizcarra 2010)— refleja la existencia de una mayor permisividad sexual
en el hombre, a diferencia de las mujeres, quienes años atrás tenían prohibida la
entrada a los bajos fondos, a no ser que se dedicaran o se relacionaran con el negocio
de la prostitución. De hecho, es en esta espacialidad del sector Libertad donde abre
sus puertas Monica’s, la discoteca gay más antigua de Guadalajara, en la década de
1980. Respecto a las mujeres, “el Monica’s”, en los años posteriores a su apertura,
permitió su ingreso; sin embargo, la ubicación del lugar, considerada peligrosa y de
“mala muerte”, era suficiente para limitar el acceso a muchas de ellas a este sitio:
En el Monica’s eh [...] pues casi no me gusta ir, la verdad, los remix no me gustan tanto
y la zona en donde está, está sobre Gigantes, no me gusta; me da desconfianza, porque
hay mucho lacrilla afuera, para qué exponernos (Maye, 22 años, abril de 2011).
12 La Calzada Independencia es una de las fronteras simbólicas más representativas de Guadalajara, que
marcaba la división entre la “ciudad ideal” —de la “gente bonita” y de “buenas costumbres” situada al
poniente de esta— y la zona de los pobres, del lado oriente —donde se concentraban todas aquellas
identidades estigmatizadas, minoritarias y negadas por un imaginario urbano tradicional, que las obli-
gaba a permanecer ocultas y en los márgenes de la “ciudad ideal”.
A mí nunca me pasó nada, pero a mucha gente sí. Yo tengo muchos amigos y amigas que
les llegaron a pasar cosas. A una amiga de hecho hasta la llegaron a navajear en las
piernas, así de que afuera del Monica’s. O de pleitos, o de romperle [...] o sea sí te arriesgas al
meterte a esos lugares y más porque hay gente que ya te ve de que: “¡ay!, ahí vienen las
fresitas, pinches no sé qué [...]”. Y era pa’ pelearnos (Majo, 31 años, 1 de julio de 2014).
El mercado gay siempre ha estado dirigido a los hombres, por el machismo que hay en
el país. Entonces es parte del mismo machismo, de la misma misoginia, y del mismo
conservadurismo del estado de Jalisco. Lo puedes ver desde la decoración; la música;
hay cuartos oscuros; la adecuación; los baños, a veces que no hay baños ni pa’ muje-
res; el personal, normalmente son hombres, o sea, casi nunca escogen a mujeres; la
adaptación del lugar (Eloísa, 29 años, 13 de junio de 2014).
En el Envy nomás está Pamela y yo, y yo también ni llevo tanta gente al Envy; porque
en Envy no hay mucho que ofrecerles a las niñas, llegas al antro gay, de puros niños. Y
por más que les digo [...] también no he tenido tiempo de sentarme con ellos y de decir-
les, “¡güey!, tienes que tenerle algo que ofrecer a las mujeres, o sea, es un antro de
hombres completamente, si quieres te traigo trescientas viejas el fin de semana, pero
qué quieres [...] qué vas [...] qué les voy a ofrecer, ya no van a querer venir, güey. Pues que
puro joto, y el de la barra joto guapo, y ponen un mamey en la barra guapo, y otro [...] Y
yo, pues ¡güey, pongan una niña! [...] O van a repartir shots unos súper mameys, como
todos son hombres. Entonces de que yo no [...] yo no las voy a mandar [...] no las voy a
mandar a un lugar que a mí no me devastaría por ir, ¿sabes? Que yo iría solamente con
mis amigos gays, o a lo mejor una vez con mis amigas, para sentarme con mi botella y
un bolón de niñas; pero no que iría usualmente (Majo, 31 años, 1 de julio de 2014).
En los antros puedo decir que veo más hombres gays que mujeres lesbianas, no sé. A lo
mejor este [...] será porque los papás [...] porque son lesbianas [...] casi [...] tengo muchas
amigas que casi no las dejan salir, o no sé, pero siempre que salgo veo más hombres
que [...] hombres gays que lesbianas (Maye, 22 años, abril de 2011).
Existe, a su vez, otro factor que es determinante al momento de que las mujeres
elijan entre salir o no a los lugares que les ofrece el pink market. Más allá del ho-
moandrocentrismo presente en los lugares de ambiente o del estigma que conlleva
el moverte por una zona considerada marginal y decadente a la mirada de una
sociedad heteronormada, está presente también el papel que desempeña el espacio
privado y su relación con la condición sexo-genérica de las mujeres no heterosexuales.
En general es importante resaltar que las mujeres no heterosexuales siempre
han contado con diversas estrategias para el encuentro con las semejantes, así como
para la manifestación de su deseo sexual. Sin embargo, parece ser una constante
su presencia en espacios privados; situación que se relaciona directamente con el
problema de la invisibilidad tanto impuesta —“hay toda una cultura que pretende
ignorar a lo que no sea reproductivo, en lo que no esté un referente varón”—13 como
autoasumida; esta misma imposición de invisibilidad lleva a que algunas mujeres
expresen su sexualidad de forma secreta, so pretexto de querer evitar alguna forma
de agresión o discriminación:
Es que luego te faltan al respeto, los hombres son muy puercos y morbosos; luego
luego se te quedan viendo o vienen a acosarte, hay que darse a respetar. No en
todos los lugares puedes andar besando a tu novia. Por ejemplo, nosotras no siempre
nos besamos en público, hay lugares en donde sí y hay lugares en donde no (Mujer,
25 años, fragmento del diario de campo, 21 de marzo de 2015).
13 Entrevista a “Wini”, lesbiana política de 60 años de edad, una de las fundadoras e integrante de Patla-
tonalli. Realizada por Priscila Miranda y Luisa Orozco, el martes 9 de septiembre de 2014, en casa de
la entrevistada.
saliéramos a disfrutar, ¡que saliéramos!, ¡que saliéramos!; o sea, que valoremos las
[...] que no es una reunión en mi casa, güey. O sea, todas las morras dicen, que pues
pa’ qué voy al centro, mejor rento una rockola. ¿Sí o no?, ¿cuántas de tus amigas no
lo han hecho? (Poke, 33 años, 1 de julio de 2014).
Con base en esta división que hacemos de los lugares “de ambiente” de Guadalajara:
entre aquellos que se asocian al estigma de los bajos fondos, donde se promueve un
consumo sexual más explícito, y aquellos que funcionan bajo otros marcadores de
diferenciación social, como “la discreción” y “el buen gusto”,14 podemos encontrar
actualmente dos lugares que se sitúan entre uno u otro lado de esta clasificación y
que son un referente para aquellas mujeres que frecuentan y salen a divertirse a los
espacios de vida nocturna que les ofrece el pink market de esa ciudad.
Del lado de los bajos fondos, ubicado en la zona centro se encuentra Equilibrio,
que forma parte de la misma cadena de negocios de entretenimiento nocturno que
creó Caudillos,15 pero a diferencia de este, Equilibrio ha logrado consolidarse como
un lugar de mujeres no heterosexuales, a pesar de no haber sido creado para atraer
específicamente a este sector de la población sexodiversa. Sin embargo, tal vez la
apropiación del lugar por parte de grupos de mujeres se relacione con el hecho de
que, antes de la aparición de Equilibrio, ya existía una oferta de lugares que se en-
focaban en satisfacer el mercado de hombres homosexuales; por ejemplo, Caudillos
ya se había establecido como un lugar icónico del universo homosexual masculino
de Guadalajara, en ese sentido ya había sitios más llamativos para los varones y el
Equilibrio no les ofrecía nada nuevo. Por otro lado, las mujeres no contaban con casi
14 Véase el artículo de Pablo Astudillo Lizama, “Discreción y buen gusto: dos reglas para comprender
el espacio de sociabilidad homosexual en Santiago de Chile”. Resultado de la investigación finalizada:
Género, desigualdades y ciudadanía, en <http://actacientifica.servicioit.cl/biblioteca/gt/GT11/GT11_
AstudilloLizamaP.pdf>.
15 Actualmente, Caudillos Disco Bar es uno de los lugares de vida nocturna gay más representativos de Gua-
dalajara, que cuenta con una cadena de seis establecimientos, ubicados todos en la zona centro de la ciudad.
16 Azul es reconocido por las informantes del estudio como uno de los primeros lugares de vida nocturna
que manejó el concepto de solo para mujeres, es decir, que el establecimiento únicamente permitía su
ingreso a mujeres.
17 Los días en los que se puede observar mayor afluencia de mujeres son los sábados y domingos.
18 El precio de la cerveza, que es la bebida más consumida por las mujeres, tiene un costo de veinte pesos
(equivalente a un dólar); por su parte, también un baile erótico privado cuesta desde veinte pesos hasta
lo que la clientela quiera dar.
19 Equilibrio tiene un horario de lunes a domingo de 2 p. m. a 4 a. m.
20 El Osho abre de jueves a sábado de 8 p. m. a 3 a. m. El día predilecto de las mujeres jóvenes para ir a
Osho es el jueves, tal vez se relacione con que ese día de la semana, también conocido por la población
joven como “juevebes”, muchos negocios de bares implementan estrategias de mercado para incentivar
el consumo; ejemplo de estas promociones son el jueves de mujeres, donde las mujeres toman más barato
o gratis. En el caso de Osho, se le llama jueves de Osho y las bebidas preparadas son más baratas. Por
Sobre todo, más que negocio fue porque queríamos un lugar donde pudiéramos estar
con las amigas, con tu novia. Este… a gusto, sin que te molestaran o alguien te viera
feo, no sé. Y eso fue lo que realmente movió, nos movió para buscar el Osho [...] Porque
no identificábamos un lugar, digamos que no fuera el centro, que no fuera antro. Que-
ríamos un lugar donde pudiéramos ir a cotorrear con tus amigos; tomarte una chela;
platicar; si querías bailar, bailar; por la necesidad que nosotros teníamos de tener un
lugar así, y creo que había más gente que también buscaba y aquí lo encontró (Caro,
36 años, junio de 2014).
Aunque Osho surge como un espacio inclusivo, en donde mujeres que transgreden la
norma heterosexual pueden estar sin ser molestadas o señaladas, curiosamente,
las dueñas del lugar admiten que su idea no era hacerlo exclusivamente para este
sector de la población. Sin embargo, este proceso de apropiación de Osho por
parte de mujeres no heterosexuales se debió sobre todo a la convocatoria que
tuvieron las dueñas con sus círculos de amistades y personas conocidas, que en
gran medida eran mujeres “de ambiente” de mayor capital económico y social,
por lo que hubo una oportunidad de acercamiento para atender las demandas de
este sector altamente ignorado por el mercado.
Mira, originalmente nunca se hizo publicidad para que fuera un lugar gay, ni mucho
menos, se abrió como un lugar [...] pues una opción de un bar, ¿no?, pero como la ma-
yoría de nuestros conocidos son mujeres y son gays. Además, como desde el principio,
la primera clientela que fue llegando, pues eran nuestras amigas [...] como fue todo de
boca en boca, pues la mayoría de la gente que se platicaba entre ellas era gay. O sea,
en realidad nunca se pensó en: vamos a abrir un lugar gay. Pero pues como nosotros
somos de ambiente, todas y nuestros amigos, y nuestras amigas, pues se corrió la voz
entre el mercado gay, y yo creo que existía esa necesidad de un lugar así, que pues pegó
(Lucha, 39 años, 2 de agosto de 2013).
Cabe mencionar que esta dinámica de boca en boca cobra relevancia, pues se trata
de un lugar que de frente a la calle pasa desapercibido, se maneja en un contexto
de anonimato y privacidad, y solo llegas a él una vez que empiezas a desenvolverte
en la red de mujeres amigas y conocidas que forman parte del “ambiente”. Es así
otra parte, el viernes y sábado hay menos flujo de personas, y es común encontrar parejas o pequeños
grupos de mujeres de mayor edad.
También hay mucha gente que viene aquí, que es gay, pero que tampoco le interesa
como que abrirse tanto. O sea, vienen aquí y se divierten, están con sus amigas, con su
pareja; pero no son [...] no quiero decir que tan obvio, pero todavía se cuidan un poco,
por trabajo, por cuestiones. Y este, es también una de las razones por las cuales aquí,
cómo les puedo decir, no sé, no sé qué palabra usar, pero no hay ningún anuncio, no
hay ninguna bandera, no hay ningún nada. Porque, además, nos ha gustado mucho
aprovechar ese rollo, que sea de boca en boca, que la gente te busque porque ya se
lo recomendaron. Que venga por eso, pues, tampoco creo que necesite uno andar con
la bandera por todos lados, y todo ese rollo (Lucha, 39 años, 2 de agosto de 2013).
Reflexiones finales
En este texto, nuestro interés principal ha sido mostrar que los condicionamientos
de género siguen siendo determinantes para la manera en que las mujeres de nuestro
estudio viven y transitan en aquellos espacios nocturnos destinados a la sociabilidad
y el encuentro de las minorías sexuales. A pesar de que la mayoría de estos espacios
funciona bajo una lógica masculina que los convierte en territorios para hombres,
las mujeres no heterosexuales han logrado reclamar ciertos lugares y construir otros
de acuerdo con sus propios intereses y necesidades en cuanto mujeres que aman a
otras mujeres. En este sentido se presentan Osho Shelas y Equilibrio, lugares que nos
muestran dos realidades distintas en las que se desenvuelven diversas mujeres que
disfrutan de estar en el ambiente; en el primero se retrata la posibilidad de que sean
las mismas mujeres, aquellas que cuentan con un mayor capital socioeconómico,
quienes apuesten por la creación de lugares en donde sean ellas las que establezcan
las reglas del juego; o está la otra posibilidad, como el caso de Equilibrio, en el
que las mujeres se adapten a lo que el mercado les ofrece y a partir de ahí reclamen
su presencia en el espacio, evidenciando su existencia.
Por otra parte, tanto Osho como Equlibrio se han convertido en dos de los
referentes más importantes cuando hablamos de espacios nocturnos de sociabi-
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Jornada 12 del futbol profesional mexicano: el clásico tapatío entre Atlas y Chivas,
ambos equipos de la ciudad de Guadalajara, tenía asegurada la portada de los
diarios, pero las primeras planas no fueron para el partido, sino para el violento
enfrentamiento entre policías y un grupo de aficionados. El saldo del incidente:
golpes, bengalas, heridos, un estadio clausurado y la permanente etiqueta de “ván-
dalos, bestias, delincuentes” para los integrantes de las barras acusadas de participar
en el acto. En la última década han aumentado las noticias como esta, protago-
nizadas por jóvenes aficionados conocidos como barristas, con una creciente
estigmatización por parte de los medios de comunicación, las directivas de los
clubes y la sociedad en general.
Desde los estudios sociales del deporte se ha buscado desmontar esta estigma-
tización al considerar que se reduce la comprensión de las barras como fenómenos
1 Doctora en Ciencias políticas y sociales por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam.
2 Realizadas en el estadio Morelos durante los tres primeros partidos de local del equipo Monarcas Morelia
en el torneo de apertura 2014, los días 1, 15 y 29 de agosto.
3 El mote de Canarios (debido al uniforme amarillo) fue el primero que tuvo el Club Deportivo Morelia,
que después se convertiría en el Club Atlético Morelia y, más tarde, en Monarcas Morelia.
con los que se vincula, de las cuales han dado cuenta la antropología, la sociología
y los estudios culturales (Archetti 1985; Elbaum 1998; Puig et al. 2010).
En concreto, la reflexión académica (y la atención mediática) sobre la participa-
ción de los jóvenes como aficionados al futbol surge con la aparición de los hoolligans
ingleses en la década de 1960, visibilizados como protagonistas de actos violentos.4
Con este mismo matiz se hicieron visibles otros grupos en diferentes latitudes: los
ultras españoles, los tifosi italianos, las torcidas brasileñas y las barras bravas en
la mayor parte de Latinoamerica.5 Por sus características comunes, estos colecti-
vos se pueden denominar barras de futbol,6 y se definen como “un espacio social
reconocido, que existe en el conjunto social, con sus propias reglas y jerarquías
[...] que en general es productor y reproductor de identidades o sentidos de per-
tenencia, ligadas a un equipo de futbol pero autónomas respecto a él, compuestas
mayoritariamente por jóvenes” (Aponte et al. 2009: 12). Al hablar de las barras
como espacio y no como grupo, el análisis no se centra en una característica de
sus integrantes (la edad, que oscila entre los 14 y 25 años), sino en los procesos
que en su interior se generan.
Caracterizar de esta forma a las barras permite entender que lo que las dis-
tingue no es el ejercicio de la violencia, sino su funcionamiento como espacios de
identidad para los jóvenes que comparten, en primer lugar, la afición por un club
de futbol. Esto resulta relevante, ya que uno de los ejes que caracteriza a la juven-
tud (en cuanto construcción social que denomina un estadio de edad considerado
como transitorio) es el proceso de identidad por el cual los sujetos se asumen como
productores de lo social y cultural; es decir, como sujetos activos que transforman
lo dado, otorgan sentido a sus prácticas y producen nuevos significados, siempre
en interacción con los otros (Castiblanco et al. 2008).
En estas interacciones se articulan culturas juveniles, concebidas como la ma-
nera en que las experiencias sociales se expresan colectivamente mediante la
construcción de estilos de vida distintivos, localizados fundamentalmente en el
De tal manera que los miembros de la barra pueden enfrentarse eficazmente al mundo
de los “enemigos” porque su propia barra los hace sentirse unidos en un mundo má-
gicamente homogéneo, que no presenta fisuras ni divisiones. Recíprocamente, para
existir en la indivisión, se tiene la necesidad de la figura del enemigo, en quien poder
leer la imagen unitaria de su ser social (Recasens 1998: 12).
El otro, el enemigo, encarna en el equipo rival, pero también en los cuerpos poli-
ciacos, en las directivas de los clubes, en el mundo adulto e institucionalizado, que
generalmente los ignora. Por eso se habla de que, en los estadios, las barras obtienen
mucho más que la visibilidad o el reconocimiento social; se convierten en protago-
nistas del espectáculo deportivo. Así, el estadio es el territorio conquistado por los
jóvenes que se sienten marginados por una sociedad que difícilmente los reconoce.
Los barristas, además de hacerse visibles, se vuelven espectacularmente activos en
el lugar que ocupa su barra en su estadio; pueden jugar, desfogarse, desordenarse.
Por lo menos durante los noventa minutos del partido, su espacio está fuera de las
reglas que les imponen los otros.
Cuando se piensa en las barras como espacios de ruptura del orden, de enfren-
tamiento con enemigos, de sujetos activos, no es difícil entender por qué en el
imaginario social sus integrantes encarnan en jóvenes varones: las prácticas, las
representaciones y los significados de identidad que se juegan en el interior de la
barra están inexorablemente ligados a la constitución de la masculinidad. Feixa
(2006: 111) señala que la mayoría de los estudios sobre las culturas juveniles tienden
a caracterizarlas como fenómenos exclusivamente masculinos, debido a dos factores:
a) la asociación de la juventud a un proceso que permite la emancipación de la esfera
familiar hacia el mundo público (lo que ha constituido un privilegio masculino);
y b) la perspectiva androcéntrica con que se han abordado, invisibilizando a las
mujeres que participan en ellas.
En el caso de las barras de futbol confluye un tercer factor: su articulación con
el ámbito deportivo, considerado como un espacio varonil por poner a disposición de
los sujetos un conjunto definido de conductas, escenificaciones e interacciones que
se usan para producir actuaciones reconocibles de masculinidad7 (Kaufman 1989;
Messner M. 1990; Kimmel 1997; De Keijzer 1998; Moreno 2010).
Primero, a partir de la constitución de la fortaleza: la actividad deportiva pro-
duce hombres resistentes, musculosos y fuertes que dominan su cuerpo y su mente
para enfrentarse al dolor, al cansancio o al sufrimiento. En segundo lugar, por la
constitución del éxito: en la práctica deportiva, los varones adquieren una identidad
pública reconocida al entrar en un mundo ligado a la relevancia, al privilegio y a un
orden de jerarquía extensivo a la vida social. En tercer lugar, por la confirmación
de la virilidad: en este ámbito se exige el control de los sentimientos, emociones,
necesidades afectivas y todo aquello que tenga marca de lo femenino, que se rechaza.
Y en última instancia, por la permisión de la agresividad como componente clave
para alcanzar las otras cualidades: al suponer dominio, virilidad y fortaleza, los
deportes posibilitan y hasta justifican la agresividad masculina, que se manifiesta
en las competencias, pero también fuera de ellas.
Este modelo de masculinidad trasciende la afición deportiva, que usualmente
se proyecta como una afición masculina. En el caso concreto de las barras, la
masculinidad encarna en el aguante, definido como el conjunto de acciones y es-
cenificaciones mediante las cuales se muestra la fidelidad al club; desde los cantos,
el robo de trapos (banderas) o los bailes ejecutados en el partido hasta los enfren-
7 Definido como la posición, las prácticas y los efectos de las prácticas en la existencia corporal, en la
personalidad y en la cultura que definen el significado de ser un “verdadero hombre” (Connell 1997: 35;
Kimmel 1997: 51).
tamientos violentos con las barras rivales o con la policía (Archetti 1985; Alabarces
2000; Garriga Zucal y Moreira 2006; Moreira 2005).
El aguante tiene dos ejes que estructuran su significación: el carnaval y el
combate (Castro Lozano 2013: 80-86). Por un lado, el carnaval implica apoyar en
extremo al equipo con la convicción de que desde la tribuna es posible ayudar a
que obtenga la victoria en la cancha. Por tanto, la barra no puede estar pasiva, sino
en una constante e intensa actuación: cantos, repique de tambores y trompetas,
gritos, palmas y bailes constituyen los actos obligatorios para expresar la fidelidad
al límite. Dicho de otra forma, nadie canta, brinca o alienta más que la barra.
En el límite opuesto se sitúa el combate, que consiste en el enfrentamiento
(verbal y físico) con aquellos que se consideren rivales. Este enfrentamiento, también
constante e intenso, obedece a la obligación de defender los colores tal como lo hace
el equipo en la cancha; es una batalla que se libra para mostrar la superioridad, para
evitar que el otro sea más visto, para someterlo. El combate implica el intercambio
de cantos ofensivos en la tribuna, el robo de banderas, y en ocasiones trasciende a
peleas masivas entre quienes integran las barras.
Tanto en el carnaval como en el combate están implícitos los valores de la
masculinidad. En primer lugar, ser barrista exige fortaleza física para usar el cuerpo
como instrumento (en el carnaval) o como arma (en el combate) a fin de remarcar
la superioridad sobre el otro, pero también implica tener la fortaleza mental para
soportar la humillación en caso de un marcador adverso. La exigencia de esta for-
taleza se liga a la obligación del éxito: el objetivo es demostrar la superioridad en
la tribuna (esto es, aun si el equipo pierde en la cancha, la barra puede defender el
honor en el combate). Por eso, la agresividad también es constitutiva de las barras:
no se puede actuar como cualquier aficionado, sino que tienen que transgredirse
los límites del orden, del espacio, de los otros. Esto articula la heteronormatividad
de las barras, donde la idea de la superioridad encarna en lo viril; en los cantos, po-
rras y ataques a los rivales, nombrar a los otros como mujercitas, maricones, putos
o vedettes resulta más hiriente que cualquier otro insulto explícito que hable de la
falta de capacidad o habilidad deportiva.
Entonces, la barra exige tener aguante, no ser cobardes, echar garra, poner
huevos, volverse locos. Por eso se dice que los barristas no son violentos per se, sino
que, en la estructura de valores de las barras, la violencia se constituye como una
forma de ejecución de poder asociada con la masculinidad que supone el aguante:
La violencia es una herramienta legítima para dirimir sus conflictos y para reafirmar
los sentidos de pertenencia, no solo en el futbol sino también en el barrio, el cual se
erige como el espacio ideal en donde se legitiman prácticas violentas como parte de la
cotidianeidad, como los enfrentamientos con cuerpos policiales, el consumo de alcohol y
las drogas que, sin embargo, no puede marcarse como generalizados (Garriga 2005: 70).
Al entender que la violencia se implica en los valores que dan sentido a ciertas ac-
tuaciones de la barra, se entiende también que su ejecución no es un fin; en otras
palabras, las barras ejecutan una gran cantidad de actos simbólicos, no solo actos
violentos. Pero es necesario señalar que estos espacios tienen sentido por la riva-
lidad: su fin no es alentar al equipo que juega (que sería el objetivo de las porras),
sino ser parte del juego. Al estadio van a defender al equipo, a buscar una victoria,
a someter a los otros.
Por eso, si bien la violencia no es la condición exclusiva ni definitoria de las
barras, el conflicto violento se reconoce como un recurso disponible que debe
considerarse al analizar sus actuaciones, ya que trasciende del combate con los
rivales a enfrentamientos con policías, desorden público y confrontaciones con
otros sectores. La tensión se genera porque este recurso, como forma de ejecu-
ción de poder, permite cierto ascenso en la jerarquía interna:
Para lograr el ascenso, se requiere conocer todo lo necesario que implica ser de la
barra brava, conocimiento que se adquiere con la antigüedad, es decir, se aprende
cómo hacer amigos para ser reconocido al interior del grupo (participando del
carnaval, mostrando que se está comprometido), y enemigos para ser respetado en
la barra (estando presente en todos los combates posibles, demostrando que se está
convencido de lo que se hace e incluso enfrentándose a sus semejantes para mante-
nerse en la posición en la que se encuentra) (Castro Lozano 2013: 89).
una barra (algunos con hasta tres o cuatro) en sus tribunas.8 Los nombres delatan
el estilo y carácter juvenil: la Rebel de Pumas, la Monumental de América, la Irre-
verente de Chivas, la Adicción de Rayados, Libres y Lokos de Tigres, y la Lokura
81 de Monarcas Morelia.
Esta última9 surgió tras el campeonato del equipo en el invierno de 2000, con
alrededor de 15 jóvenes que formaban parte de las porras tradicionales. Aunque
desde sus orígenes la barra ha contado con la presencia de mujeres, actualmente
estas representan apenas una quinta parte del total de integrantes (1,500): se calcula
que unas 300 jóvenes acuden cada 15 días a la zona norte del estadio Morelos, el
lugar consagrado para la Lokura 81.
Para llegar al partido, las barristas, como el resto de los integrantes, salen en
caravana por la avenida principal de la ciudad desde la catedral de Morelia, ubicada a
seis kilómetros del estadio. Antes de ingresar, tienen un segundo punto de reunión:
La Cantera, un pequeño local ubicado a un costado del estadio, en donde se vende
comida y cerveza. Pasar por La Cantera constituye un momento para la convivencia:
ahí se saludan, piden cooperación para comprar algún boleto faltante y aprovechan
el precio de la cerveza, mientras escuchan algo de cumbia villera argentina o reggae,
géneros musicales que caracterizan el estilo de la barra.
Cuando el sonido del estadio comienza a dar las alineaciones de los equipos,
la Lokura 81 se apresura a entrar, encabezada por la banda musical que con tam-
bores, bombos, platillos, trompetas y trombones canta: “Dicen que estamos locos
de la cabeza, eso a la policía no le interesa. Canarios, ¡esta es tu hinchada, la que
tiene aguante, la que te sigue siempre a todas partes!”. En su zona, resguardada por
malla ciclónica y por elementos de seguridad, se encuentran jóvenes como la Ma-
siva, Fanny y Vane,10 negociando un espacio propio, generando formas, respuestas
y resistencias, demostrando su aguante.
Ninguna pasa de los 25 años de edad, todas estudian y, en el caso de la Masiva,
combina el estudio con la responsabilidad de ser madre de un pequeño de 4 años,
fruto de su relación con un integrante de la barra de quien ya no es pareja. Vane,
8 El primer club que promocionó una barra fue el Club Pachuca, a mediados de la década de 1990, con
la Ultratuza, sostenida por la directiva con repartición de boletos, préstamos de transporte y entradas
a otros estadios como visitantes.
9 La única barra de las siete porras oficiales que tiene registradas el club.
10 Se omite el nombre completo de las entrevistadas para resguardar su identidad.
con cinco años en la barra, llegó a los 15 invitada por su hermana mayor, quien ya
pertenecía a la Lokura. A Fanny, que entró a los 16, su tía la empezó a llevar a los
partidos y, al ver que la barra estaba integrada por jóvenes, se fue a registrar. La más
veterana es la Masiva, que llegó cuando tenía 14 años, por invitación del primo de
una de sus mejores amigas. “Regularmente las chavas no llegan solas, más bien los
chavos tienden a llegar más solos, cuando son chavas es más como de ‘yo tengo una
amiga y vamos al estadio’”, comenta la Masiva, quien a lo largo de una década ha
visto el aumento de la cantidad de mujeres en la barra, aunque señala que no todas
permanecen: “Muchas chavitas, y también chavitos, vienen nada más por moda o
por ver qué agarran, no duran, aquí hay personas que están dos o tres temporadas
a lo mucho y no vuelven a venir”.
Desde la geografía feminista se ha dicho que los espacios son construidos no
solo en su materialidad sino también por los significados y valores que las personas
les otorgan; concretamente, al recuperar la experiencia de las mujeres, se pueden
analizar los significados que configuran sus identidades personales en estos espacios
(Sabaté, Rodríguez y Díaz 1995: 295). En este caso, en la experiencia de estas jóvenes
se bosquejan al menos cuatro puntos en los que pueden transgredir, confrontar y
negociar su identidad genérica mientras afirman su identidad juvenil: a) su relación
con el territorio; b) su relación con el cuerpo; c) su relación con los otros, y d) su
relación con los tiempos y espacios para la vivencia de experiencias satisfactorias.
Este bosquejo no pretende ser exhaustivo, sino mostrar las posibilidades que en-
cuentran las mujeres en un espacio considerado masculino y violento.
El primer límite que se mueve cuando las mujeres ingresan a las barras es el de
la territorialidad, entendida como la relación que un grupo tiene con un territorio
que siente como propio, que acota y sobre el que ejerce su dominio (Sabaté, Rodrí-
guez y Díaz 1995: 295). Estar en la barra implica acceder a lugares que se consideran
masculinos: el estadio, la calle, el bar, opuestos a los espacios cerrados en los que
usualmente transcurren las acciones de las jóvenes; como barristas, las mujeres
extienden su movilidad:
Fui de las primeras mujeres que llegó a la barra. Siempre me ha gustado el futbol y sí
llegué a venir con mi familia y todo, pero nunca en la barra como tal. Cuando empecé
a venir aquí, los empecé a conocer, me empezó a gustar lo que sentía al estar en la
cancha. No éramos muchos en ese tiempo. Y después empecé a viajar, y fue ahí cuan-
do de plano me enamoré: de todo lo que pasas en otros estadios, las alegrías cuando
ganan, cuando pierden, fue así como cada ocho días, yo no sabía de dónde sacaba
dinero, pero ahí estaba (La Masiva).
Al principio a mi familia no les gustaba, decían que este era un ambiente muy pesado,
pero mi familia es futbolera, entonces poco a poco vieron cómo era el ambiente y ya
nos dieron el permiso a mi hermana y a mí. Aunque en realidad veníamos sin permiso,
porque queríamos estar aquí (Vane).
Cuando empecé a viajar mi mamá sí me decía que no fuera a todas y yo le decía: “Pues
mamá, perdóname, pero el Morelia es mi vida”. Y me iba sin pedirle permiso. Y cuando
estaba allá le hablaba: “Mamá, estoy en México, en Pachuca, en Monterrey, me voy ir
a Cancún”. De hecho, al último hasta me decía: “Quiero viajar contigo”; ya ha venido,
yo la he traído conmigo al estadio (La Masiva).
Entonces, desde las orillas, que es el sitio donde se sienten más seguras, participan
en el carnaval y el combate, con un cuerpo que no está pensado para eso. Justo este
es el segundo punto en el cual las barristas confrontan los patrones de su identidad
genérica. Se había dicho que demostrar el aguante implica una actividad constante e
intensa, opuesta a la idea de pasividad con la que suele asociarse la condición femenina.
Con la idea de que el cuerpo de las mujeres es vulnerable, se arraigan conductas de
protección, inmovilidad y ocultamiento. Pero la barra exige no solo un cuerpo acti-
vo, sino en constante exposición; hay que mostrarse saltando, cantando, aventando,
evidenciando el aguante:
Los 90 minutos hay que estar alentando siempre, no te puedes sentar; para mí es como
una falta de respeto para el equipo y para la cancha. Al tablón no vienes a sentarte,
para sentarte vete a otra zona, aquí vienes a dejar todo (La Masiva).
Depende de cada chica a lo que venga, yo sí no pelo a nadie, no hablo con nadie, estoy
en el partido mientras dura. Ahora sí que cada quien, si vienes a cotorrear y a buscar
novio, pues obviamente no vas a poner empeño a la hora de apoyar. Las verdaderas
barristas sabemos a lo que venimos, muchas otras no lo saben, y dices: bueno, si
quieres venir maquillada, de tacón, a ver qué ligas, pues cada quien. Pero aquí el trato
con los hombres es muy tranquilo, cuando te das a respetar, es muy tranquilo, es muy
respetuoso (Vane).
Al rechazar las marcas que se consideran femeninas, las mujeres aprenden a usar
su cuerpo para un fin que no es el de atraer la mirada varonil, sino la mirada
adulta (aunque también se configura como varonil). Esto articula otra ruptura
en la relación de las mujeres con su cuerpo: en la barra no necesitan maquillarse,
verse bien, estar arregladas para ser valoradas; el reconocimiento se gana por
el aguante.
Entonces, las barristas señalan que las mujeres que muestran su cuerpo con
el fin de atraer la mirada varonil corren el riesgo de que los barristas no las vean
como sus iguales. La identidad que se busca reafirmar es la futbolística (frente a
los otros, la barra rival), la juvenil (frente a los otros, el mundo adulto), pero no
la genérica. En la barra no existe la idea de un los otros que oponga a mujeres y
varones; mientras tengan aguante, todos son iguales (aunque el igual del barrista
remita a un modelo masculino). Este reconocimiento modifica las relaciones
genéricas:
En realidad, yo siempre tuve como mucho apoyo de todos, como éramos muy poqui-
tos, y éramos muy poquitas chavas, entonces éramos las que todos cuidaban, todos
protegían. Siempre andaba con ellos para todos lados. Nunca me vieron como “ay, una
mujer que no sabe”. Al contrario, me decían: “Es que platicar contigo es como si fueras
hombre porque sabes de futbol, y te gusta y estás aquí” (La Masiva).
Aunque se reconoce que algunos barristas adoptan actitudes de protección (lo que
implica mantener la idea de vulnerabilidad de las mujeres), la experiencia de estas
jóvenes muestra que no están descalificadas por su condición genérica, aun cuando el
espacio esté estructurado con valores que se consideran masculinos. En sus palabras,
lo que importa no es que seas hombre o mujer, sino que eres monarca. El sentido
grupal parece diluir la identidad genérica, aunque en las relaciones concretas se
reproduzcan sutilmente prácticas de masculinidad y feminidad (como el ligue o la
protección). Pero a diferencia de otros espacios, la presencia femenina en la barra
no está marcada por la confrontación (no hay rechazo) o por papeles estereotipados
(no están como elemento estético o como acompañantes).
En el reconocimiento de que las barristas están en la barra porque quieren y
porque saben, se establecen las relaciones con los que consideran sus pares. No
obstante, estos pares conciben el saber de futbol como un privilegio masculino
que cuando se encuentra en las mujeres las iguala; en el imaginario no existe la
aceptación de un conocimiento empírico de las mujeres sobre el futbol (ya que se
considera que para comprender el juego hay que haber jugado, lo cual no hacen
las mujeres). Pero contrario a otros espacios donde esta supuesta carencia de
conocimiento provoca una desvalorización inicial, en la escala de valores de la
barra no es condicionante para el acceso: no importa qué tanto sepan del juego
Cuando se sienten los colores no te importa nada [...] precisamente con el papá de mi
hijo no estoy por eso, porque a él, a pesar de que es parte de la barra, no le gustaba
que estuviera aquí, y dije, pues lo siento. Yo creo que las que estamos aquí, realmente
sentimos el compromiso (La Masiva).
Para estar con el equipo he hecho de todo: desde salirme del trabajo sin permiso hasta
robarle dinero a mis papás porque no tengo para pagar entradas, salirme de la escuela
para llegar temprano, todo por estar con ellos (Vane).
De esta forma se desafían ciertas reglas que suponen la transición a una vida res-
ponsable (entiéndase adulta) en la búsqueda de vivencias lúdicas a las que destinan
recursos, tiempos y sacrificios:
Cuando yo estaba soltera, sin bebé, era desde la mañana hacer todo mi quehacer en
mi casa para que mi mamá no me estuviera diciendo: ¿ya te vas? Hacía mis cosas,
empezaba a arreglarme dos o tres horas antes porque a veces nos íbamos en caravana,
de ahí caminábamos hacia el estadio, entonces era estar desde las cinco de la tarde
con los amigos, con nuestras chelas. Llegábamos todos al estadio, aquí afuera otras
chelas, entrar y dar todo, se terminaba el partido y nos íbamos a La Cantera hasta que
el cuerpo aguantaba (La Masiva).
Robar, escaparse del trabajo, beber hasta que el cuerpo aguante se consideran prác-
ticas en las que convergen algunas de las rupturas en la relación con el territorio,
el cuerpo y los otros. Pero es el combate, como violencia ejecutada, la práctica de
mayor trasgresión para las barristas, pues implica un enfrentamiento con los otros,
con la ejecución de poder que esto implica. Dicha trasgresión ocurre en un marco
de sentido en el que las barristas, lejos de estar conscientes de la ruptura con el
modelo de feminidad, la ejecutan como parte del aguante que demanda la barra:
Y eso de los combates es cuando vienen otras barras con las que no tenemos cotorreo,
regularmente hay enfrentamientos y ahí también tenemos que participar como parte
de la barra; si nos toca aquí o fuera, tenemos que entrar. No tanto como obligación,
yo lo hago porque quiero los colores, y lo hago porque lo siento. No voy a dejar que
otro me quite mi camiseta o cosas así. En estos combates me ha tocado pelearme con
hombres, con los que he tenido enfrentamiento. Nunca me ha pasado nada, no pasa de
patadas o moretones, pero así que me pase algo más allá, no. También me ha tocado
que la policía me detenga, la vez que estuvo más extremo terminé en reparos [sic], en
un combate contra Cruz Azul me detuvieron y me culpaban porque le abrí la cabeza
a un policía cuando nos quería llevar, me querían demandar por lesiones. Total, que
me mandaron a reparos [sic] y estaban viendo si me trasladaban, no supe cómo estuvo,
mi familia fue la que estuvo ahí, me sacaron al día siguiente (La Masiva).
En el combate, las barristas no ven al otro (varón, adulto, institución) como un sujeto
al que deben someterse, sino al que pueden enfrentar; para las jóvenes, el combate
representa la oportunidad de concebirse, en el territorio y en el cuerpo, como fuertes,
seguras, valientes:
En el primer combate sí me dio miedo, porque era nueva y no sabía qué onda, pero
como que te da coraje que lleguen unas personas y te quieran pegar, agarras fuerza, no
sabes ni qué onda, y le entras. No se pueden meter con tu equipo, con tus amigos, con
las personas que aprecias; si a alguien que aprecias ves que le están pegando, no lo vas
a permitir. Si ves que alguien está en peligro y piensas, “son ellos o somos nosotros”,
no te da miedo y le entras con lo que tengas (Fanny).
Entonces, si bien los enfrentamientos violentos pasan por un sentido colectivo (son
ellos o somos nosotros), también ponen a disposición de las mujeres la ejecución de
la violencia como demostración de poder. No obstante, no todas las barristas están
dispuestas al combate, aunque su rechazo no pasa por una crítica a los mandatos
de género, sino al conflicto violento:
En la ejecución del combate, las barristas son conscientes de la sanción social que
obtienen, al quedar etiquetadas como parte de una juventud violenta:
Si bien muchas chavas llegan al inicio de la temporada, por moda, porque las traen
sus novios o sus amigos, creo que son más las que no llegan o se van por el hecho
de que la barra está muy tachada por la sociedad, que dice que somos delincuentes,
somos adictos, somos borrachos. Entonces yo pienso que los papás no les permiten y
a ellas también como que les da miedo llegar porque creen que somos así. Yo admito
que con los policías he tenido muchos enfrentamientos, la verdad todo mi repudio
hacia ellos, por el simple hecho de vernos aquí, y de ver que somos parte de la barra,
nos ponen una etiqueta. Y yo digo, yo estoy a punto de titularme de la licenciatura, es-
tudio, soy una persona que se prepara, atiendo a mi hijo, hago mis cosas de manera
responsable, no me considero una delincuente (La Masiva).
Cada partido ganado es como una alegría enorme, cada gol es una emoción enorme,
los viajes son experiencias únicas. De hecho, la emoción más grande que he tenido
ha sido ser los campeones de copa, el año pasado, en noviembre. Un campeonato, sea
de lo que sea, es pura alegría [...] Yo soy feliz cuando vengo aquí, es una parte que a lo
mejor mi madre no comprende. Luego me dice: “¡Qué ganas de ir a perder dinero!”.
Pero yo lo veo como inversión para la felicidad (Vanesa).
La idea de “la inversión para la felicidad” resulta central en estas jóvenes, ya que
destinan parte de sus recursos, de su tiempo y de sus esfuerzos para algo que les
resulta placentero a ellas mismas (cuando usualmente se espera que procuren la
felicidad de los otros):
Yo empecé a venir en la secundaria, en último año. Mis papás me daban para gastar,
y a veces era no comer en la escuela para juntar para el boleto del sábado, o para un
viaje tenía que vender mis cosas, mis regalos de oro de mis 15 años, para tener dinero
para el pasaje, con tal de seguir al equipo (Fanny).
Entonces, la barra se articula como uno de los pocos espacios en los cuales las
jóvenes encuentran sentidos y significados que hacen positivo su tránsito por ese
complicado estadio denominado juventud, desde una condición que también resulta
Venir cada 15 días a un espacio que es tuyo da sentido a muchas cosas, y cuando se
acaba la temporada no encuentras qué hacer porque tienes que estar guardada, no
puedes venir a ver al Morelia. No sabes qué hacer (Fanny).
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3 Para este trabajo retomé los aportes de Rosana Guber —respecto a la observación participante y la re-
flexividad como parte del trabajo de campo etnográfico— quien afirma que sus principales herramientas
“son la experiencia directa, los órganos sensoriales y la afectividad que, lejos de empañar, acercan al
objeto de estudio. El investigador procede entonces a la inmersión subjetiva pues solo comprende desde
adentro […] Con su tensión inherente, la observación participante permite recordar, en todo momento,
que se participa para observar y que se observa para participar” (Guber 2001: 60-62).
4 Para este trabajo de investigación fue reveladora la aportación de Fernando Luis González Rey al pro-
poner como instrumento de la investigación cualitativa en psicología “los sistemas conversacionales,
los que permiten al investigador descentrarse del lugar central de las preguntas para integrarse en una
dinámica de conversación, que va tomando diversas formas, y es responsable de la producción de un
tejido de información que implique con naturalidad y autenticidad a los participantes” (González 2007:
32). Es decir, las conversaciones resaltan el sentido de corresponsabilidad, que implica a cada uno de
los participantes como parte del proceso de investigación facilitando la expresión activa, libre, reflexiva
y creativa sobre el tema en cuestión. En este proceso integrador, tanto el investigador como los sujetos
informantes participan con sus experiencias, dudas, tensiones y emociones que dan sentido a los con-
tenidos que van apareciendo: “La conversación busca, ante todo, la emergencia del sujeto que habla en
un compromiso total con su expresión” (González 2007: 34).
5 Fernando Luis González Rey hace referencia al término y menciona que “se encuentra en las represen-
taciones sociales, los mitos, las creencias, la moral, la sexualidad, los diferentes espacios en que vivimos,
entre otros aspectos, y está atravesada por los discursos y producciones de sentido que configuran su
organización imaginaria” (González 2007: 17).
El metro-homo
quien necesita para retenerse ante la marejada, destreza para adelgazar súbitamente
y recuperar luego el peso y la forma habituales (Monsiváis 2009: 111).
Por otro lado, diferentes grupos de personas e investigadores (List 2005; Laguarda
2010; Gallego 2010) han apelado a la diversidad sexual de los habitantes de nuestra
ciudad, creando códigos y formas de comunicación por la lucha de espacios alterna-
tivos para debatir y exponer su sexualidad. En esta lógica y como un “secreto a voces”,
el metro ha sido cargado de sentido subjetivo como un espacio “público” permeable
de encuentros “privados” homoeróticos, configurando un saber que permanece en
el juego del anonimato y la prohibición, pero al mismo tiempo de liberación y dina-
mismo del placer y la sexualidad.
Espacio significativo que representa la oportunidad para “metrear”, es decir, el
ligue,6 la seducción, el placer y el sexo; interrelacionados con la aventura, la emoción
y el juego durante el tránsito del viaje.
En mi trabajo de campo, Christian, uno de mis informantes, definió “metrear”
como la acción o “el hecho de estar buscando a alguien o el de estar viendo si hay
determinada acción en el metro, en determinados vagones. Buscar coqueteos, fro-
tamientos y en determinado momento ya otra acción”.
Una práctica que responde, podemos decirlo así, al deseo, que se resiste de manera
particular frente a las prohibiciones y estigmas de la homosexualidad, evadiendo
las identidades sexuales, para insertarse de manera simbólica en la sociabilidad y
complicidad entre hombres.
En el metro las estaciones, los pasillos, las puertas, las sillas, los tubos, las
lámparas, las ventanas y en sí toda la estructura metálica y de concreto son ele-
mentos esenciales que configuran y dan sentido al espacio y que, en interacción
con las dinámicas de las relaciones interpersonales, de los pliegues piel a piel de
los cuerpos, de las miradas, de las palabras, de los susurros, de los ecos y silencios,
se cohesionan en la complicidad del anonimato dando vida y movimiento dentro
del vagón, donde la simulación se reproduce cada vez que se cierra o abre una
puerta, donde el orden y el tiempo de lo social quedan atrapados en una especie
de “cápsula”, ya que, mientras se hace el recorrido del viaje, en el interior del vagón
6 En palabras de Carlos Monsiváis, el ligue “es la ambición de salirse con la suya o con el suyo, incluye
por fuerza al sexo en sus variadas manifestaciones [...] las insinuaciones, el arrejunte [...] las audacias,
las transgresiones” (Monsiváis 2009: 112-169).
Al momento de que se cierran las puertas y todo, podemos empezar con una mirada, con
este tipo de “filtreo”, con este tipo de coqueteo, guiñando el ojo, ciertas miraditas que un
hombre común y corriente no le va a hacer a otro hombre [...] también me he encontrado
parejas, novios, todo tipo de gente incluso gente que ni se le nota y que lo es, pero hay
gente, del otro lado de la moneda, que puede empezar a acercarse a ti y misteriosamente
ya está su mano en la entrepierna o te está tocando el trasero o inclusive a lo que van, si
no te empiezan a tocar es porque ya casi te bajan el cierre del pantalón y si no es que te
están acariciando es porque ya te sacaron todo, ya te sacaron genitales (Raúl).
7 Este término se refiere al conjunto de elementos que integran el espacio de “lo gay” y que alude a una
“subcultura homosexual” que abre la posibilidad para reflexionar sobre la multiplicidad de construcciones
sociales en torno a la homosexualidad. El “ambiente”, nos sugiere Laguarda (2010), hace referencia a un
círculo de personas que comparten “algo en común” y que no está disponible para todos. Hacemos referencia
a esos espacios de socialización y sociabilidad que citamos en este trabajo y que en muchos casos posibilitan
las relaciones homoeróticas, de amistad, noviazgo, “ligue”, “faje”, “metreo”, “ambiente”.
Lo anterior me hace pensar que los sujetos usuarios del metro se vinculan con el
entorno de acuerdo con el uso que se hace de este. Así, la construcción del espacio
del metro se genera por las interacciones en su interior, donde confluyen prácticas
privadas-íntimas-diversas que trastocan lo público y lo privado. Un espacio otro,
alternativo, de acceso inmediato y amplio para los habitantes de la ciudad en lo
diverso (clase social, edad, intereses, etcétera). Espacio cargado de sentido con
una multiplicidad de significados, donde los homoerotismos son las prácticas más
recurrentes y polimorfas:
Hay varias rutas, en general creo que es ya como un espacio ganado, es sabido por todos
que el último vagón es el vagón del ligue, creo que en cualquier línea es el último vagón.
Hay unas que son más concurridas, como la de Rosario a Barranca, como que se da
más. Por ejemplo, en Constituyentes, en la semana comentaban que salió un reportaje
en televisión que ya le apodaron “el Ponedero” a un paso a desnivel que está afuera
del metro Constituyentes, porque han encontrado condones. Es un paso a desnivel
que está completamente oscuro y también grafitiado, justo entre Tacubaya y Lomas
de Chapultepec, bueno, el Bosque de Chapultepec y esa zona está en solitario (Raúl).
Por tanto, se entiende que entre los “solitarios” hombres, el metro es un territorio
codificado de expresión de formas particulares de socialización y a su vez genera-
dor de estigmas identitarios entre los mismos usuarios. Algunos de ellos llamados
“metreras”,8 “sanjuaneras”, “chacales”, “mayates”, “bugas”, que asimilan las señales
8 Al respecto, un informante nos comentó que los sujetos llamados “metreras”, “son muy de que van al
punto y ¡zas!, se acabó, o sea no tienen lineamientos, son muy intensas, son muy bruscas, muy aguerri-
dos, muy decididos a hacer lo que planean, como que checan el panorama y a ver a quién se ligan y es
cuando empiezan a frotarse, a estimular el miembro”.
y consideraciones específicas del rito a seguir para hacer del ligue un encuentro
efectivo y prometedor, “ciertos horarios identificados, ciertos lugares en el vagón, el
abordar en cierto número de puerta según la línea, dirección de la línea, etcétera”
(Sánchez 2002: 29). El siguiente testimonio así lo refiere:
Diariamente, como buen usuario del metro, yo sé que hay varios lugares y eso depende
mucho de las líneas del metro, porque sé que hay puertas importantes donde encuen-
tras determinadas cosas, además a determinados horarios. Pero cuando yo viajo y voy
a trabajar, cuando tomo la línea 3 del metro, que es la de Indios Verdes a cu, ya sea
que vaya hasta atrás del último vagón, en la última puerta, o pueda ir de atrás hacia
adelante, en el tercer vagón primera o segunda puerta, por ejemplo, porque sé que voy
a encontrar a gente de ambiente (Christian).
En este sentido, la cada vez mayor transgresión de los espacios “públicos” para
hacer de ellos lugares de encuentro sexual e íntimo y la gestación de lenguajes y
comportamientos sexuales ponen en marcha una serie de mecanismos viciosos,
donde los sujetos son vulnerables y presa fácil en lo bio-psico-social. Al respecto,
otro usuario nos comentó:
9 Actitudes, señales, actividades corporales, expresiones verbales, que tienen como fin último las relaciones
sexuales.
10 En mi trabajo de investigación ya citado, profundizo sobre este aspecto que considero uno de los nodos
centrales del tema que nos ocupa.
Esta apropiación, sin embargo, tiene que ver con aspectos tan variables como la hora
en la que se dé, el día de la semana, etcétera, los cuales van a permitir que se presente,
a la vez, una múltiple apropiación de los espacios [...] dependiendo de la manera en que
cada individuo actúe y logre la apropiación efectiva o simbólica de éste (List 2005: 285).
En este sentido, los espacios urbanos como el metro estarán determinados por
variables mismas de la población de la Ciudad de México, tales como “orígenes
nacionales o regionales, étnicos, estratos económicos, niveles educativos, filiacio-
nes políticas y muchas otras variables que provocan la diversidad de la sociedad”
(List 2005: 292).
En el espacio del metro, de sus vagones, del reducido o amplio espacio de su
interior, la multitud encuentra en su cuerpo una herramienta suficiente y necesaria
para la expresión de la sexualidad “diferente” y también llamada transgresora por
pretender ser explícita más allá de lo prohibido, de la ley y de la norma.
Los lenguajes verbales y no verbales, las palabras en secreto, frases entrecortadas,
silencios de ansiedad, miradas furtivas y sensaciones piel a piel hacen presencia con
mensajes que hablan de la experiencia subjetiva:
Las heterotopías
Cuando lo comprobé hubo una parte de mí que se identificó en muchos sentidos. ¿Por
qué? Porque hablamos de cierto grupo, que es un grupo con cierta tendencia sexual y
se tiene identificación con ellos porque dentro del vagón tú puedes ser más libremente
si es que te sientes incómodo con la demás gente por ciertas cosas que tenemos como
gays, como el caminar, el hablar, el sentarte, creo que entre nosotros es una manera
como de estar en sintonía y de que te entiendes. Aparte me sentí cómodo por eso, ¡por
afinidad!, ¡por pertenencia! Y me sentí cómodo porque ahí yo podía conocer a alguien
como amigo y como ligue, pues estaba más que mejor, ¿no? Entonces, a mí me gusta
ir en esos lugares (Raúl).
Es como que también la pequeña pasarela de que vienes y, como te decía, que las mira-
das y estos juegos comienzan desde que vas dando la vuelta del pasillito para abordar
el tren [...] Desde que vienes caminando te van viendo y a lo mejor, dicen por ahí, que
no puedes juzgar a un libro por su portada. Pero en este caso sería como lo contrario:
El ligue es muy variable, puede empezar desde el metro o desde que estás en el andén,
ya estás cazando a la víctima, o te están cazando, o justamente subes en el metro y que-
das apiñado uno contra otro y demás, y ya nada más te reacomodas para tocar a
quien tú quieres tocar o sencillamente se reacomodan y se recorren para buscarte a ti.
Para quedar ellos aquí y tú acá. Buscarte u ofrecerse para que los toques y demás [...] El
contacto es como sentimental, o hay de todas las variantes, desde tocarte el hombro, la
mano, el dedo, algo casi romántico y del romanticismo “alemán”, por decir, hasta con
la vista empezar a sonreírte o guiñarte el ojo, etcétera, pero creo que la gran mayoría son
contactos físicos hacia los genitales, hacia el trasero, al cachondeo y al manoseo (Ricardo).
Es como una pretensión de tener cierta seguridad de que en este lugar voy a encontrar,
voy a conocer a una persona homosexual, no necesariamente el amor de mi vida,
pero puedo conocerlo [...] a lo mejor dices, buscando el amor de mi vida pero busco
el sexo, a lo mejor puede ser que digas, busco sexo pero en realidad lo que no buscas
es solamente sexo, buscas algo más [...] para suplir, decía yo, ciertos vacíos que tienes
[...] falta de afecto por parte de la familia, en algunos casos de parejas [...] porque el
cariño que buscan en esa persona no lo tienen (Luis).
Asimismo y en relación con el interés del presente estudio, el metro fue pensado
como un espacio de “ligue”, de socialización y sociabilidad que, “secreto a voces”,
permite toda clase de actos que impliquen el contacto con el cuerpo y la pretensión
de encontrar a un alguien que les dará lo que les hace falta.
La ficción de encontrar la pareja, “el amor” y la comprensión revestida por el
deseo del cuerpo y del sexo. Al respecto, recuerdo mucho lo citado por otro de mis
informantes:
Pienso que es una forma de interactuar, de conocer gente con intereses afines entre
comillas, finalmente homosexuales, no necesariamente con los mismos intereses. De
Esto hace pensar que en el metro los usuarios-hombres parten del deseo de encon-
trar y conocer a un “otro” que dé sentido y significado a su acción.
Generalmente eliges el último vagón del metro. Sí es utilizado por muchos como una
forma de conocer gente, quizás para lo que dura el trayecto, quizás para un prospecto
a futuro o quizás, bueno, para ir viendo qué se va dando, ¿no? Hay quienes tienen,
como sea, la idea de que aquí encuentran a su príncipe azul, ¿no?, ¡Eso pasa! También
está muy presente la idea de simplemente disfrutar el momento (Luis).
Es curioso. Hay personas que son casadas y andan por aquí, por la Alameda, por ejem-
plo, buscando tener encuentros sexuales, aunque no lo reconozcan abiertamente, eso
pasa también en el metro. Gente que se dice heterosexual, gente que es casada y que
solo está buscando, o bueno, decía yo, en la acción de la aceptación; como no hay una
aceptación de su parte, ellos buscan disfrutar el momento (Luis).
Ante tal planteamiento cabe preguntarse, según la tesis de Augé, ¿el metro es
un no lugar?, ¿es un espacio que no propicia el vínculo?, ¿es un espacio donde los
vínculos humanos son efímeros? Es cierto que el metro es un lugar de paso, de
tránsito, de frontera y periferia, pero, en el caso de estos hombres y quizá para otros
más que hacen uso de este transporte, es un referente que adquiere otro significado
diferente y singular.
Es del dominio público homosexual que se tome el último vagón como un espacio
preferente para el traslado de un lado a otro en cualquier línea. Yo me enteré hace
como unos ocho o nueve años de esto por un conocido. Me dijo que esa era el área, o
la zona donde tú podías ligar o conocer o tener encuentros a futuro o simplemente,
ahí mismo, los toqueteos o los roces o el intercambio de miradas (Raúl).
11 Para Michel de Certeau (2007), el espacio social o habitado es el resultado de un conflicto dialéctico
permanente entre poder y resistencia social; también hace referencia al espacio como el producto de
las operaciones que lo orientan, lo temporalizan, lo sitúan y lo hacen funcionar. Asimismo, en la visión
protransformación social, de Certeau menciona que los consumidores se identifican con los ciudada-
nos, los que no pudiendo transformar directamente el espacio, lo adaptan a sus necesidades cotidianas,
alternando sus normas y significados.
12 Aludo al concepto de rizoma propuesto por Deleuze y Guattari (2000) para, a modo de metáfora y
siguiendo a Rosi Braidotti (2000), referirme a él como una raíz que se desarrolla bajo la tierra y que se
expande hacia los costados. Una forma opuesta a lo lineal, que adquiere la capacidad de pasar de una
dirección a otra, volviéndola compleja en su esencia y en su discurso.
de la ciudad con base en los itinerarios concretos o no que dan fluidez al deseo de
los sujetos, más allá de las identidades, algunas veces con un destino claro, otras
veces sin rumbo fijo. Simplemente fluir con y en el movimiento de la máquina, de
las repeticiones o los desplazamientos arrítmicos.
Se configuran entonces otros espacios, dinámicos, alternativos, diferentes,
desterritorializados: las heterotopías.
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Editores.
Introducción
Este texto lanza una mirada sobre las trabajadoras de las empresas de enlatado y
conservas de pescado en Galicia (España) y Rio Grande do Sul (Brasil), con el objeto
de tornar visible un trabajo fabril que existe desde el siglo xix.3
Partimos del presupuesto de que el sexo, elemento promotor de desigualdad
social que proporciona y a la vez limita el acceso y la permanencia de mujeres y
hombres en el mundo del trabajo remunerado, solo puede ser una categoría de
análisis y resistencia política cuando se transforma en género, concepto que en
el campo de los estudios feministas se entiende como una construcción social de
lo femenino y lo masculino. El texto adopta la perspectiva feminista como teoría
explicativa del origen y la condición desigual de mujeres y hombres en el trabajo
remunerado del modo de producción capitalista, teniendo en cuenta las relaciones
de género inmersas en la prevalencia del patriarcado.
4 En Brasil, la investigación “Mujeres y trabajos: las (in)movilidades de los estigmas” se llevó a cabo entre
2008-2011, con el apoyo del Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (cnpq- Brasil) (Veleda
da Silva et al. 2011). En España, la investigación “Mujeres trabajadoras de las fábricas de preservación y
fabricación de productos de pescado: un cuadro comparativo entre Brasil y España”, se realizó en 2012,
durante la estancia de posdoctorado de los autores en el Departamento de Geografía de la Universidad
Autónoma de Barcelona (uab), como becarios de la Coordinación de Perfeccionamiento del Personal
de Nivel Superior (capes-Brasil).
Geografía (wgsg) que en 1984 publicó el libro Geography and Gender (Geografía
y género) en el que señalan, entre otras cosas, la importancia de los estudios sobre
el trabajo con una perspectiva feminista o de género.
El malestar con la situación socioeconómica y cultural de las mujeres en
relación con los hombres, y la persistencia de la desigualdad y los órdenes jerár-
quicos, se manifiesta en estudios que tratan de comprender la brecha de género
en los espacios urbanos y rurales, y fomentan la crítica de los roles o funciones en
relación con los espacios privados y públicos (McDowell 1983; 1992).
En Brasil, durante las décadas de 1980 y 1990, la geógrafa Rosa Ester Rossini
inauguró estudios sobre el trabajo femenino y dio visibilidad a las mujeres trabaja-
doras con una investigación acerca de las relaciones laborales en la industria textil
y el cultivo de la caña de azúcar en Sao Paulo (Rossini 1988). En España, a finales
de la década de 1980, fueron pioneros los estudios sobre el trabajo de las mujeres
en el ámbito rural de Ana Sabaté, de la Universidad Complutense de Madrid y
Maria-Dolors Garcia-Ramon, de la Universidad Autónoma de Barcelona (uab).
Centradas en los procesos de diversificación económica y localización industrial,
estas investigaciones mostraron las ventajas del trabajo femenino como mano de
obra barata y poco conflictiva. En 1989, un número monográfico de la revista Do-
cuments d’Anàlisi Geogràfica de la uab presentó investigaciones que abordan la
relación entre espacio y género en la geografía agraria y del trabajo, así como una
reflexión sobre los estudios feministas y su contribución a la renovación conceptual
de la disciplina.
En el siglo xxi, con el libro Working Bodies. Interactive Service Employment
and Workplace Identities (Cuerpos trabajadores. Empleos de servicio interactivo
e identidades en el lugar de trabajo), Linda McDowell (2009) pasa del enfoque
estructuralista al posestructuralista para desarrollar un análisis del cuerpo como
herramienta de trabajo, tomando en cuenta las divisiones de género. Retomando la
idea de que el lugar importa (Geography Matters!),5 la autora muestra lo evidente
que resulta la división espacial del trabajo. Las intelectuales feministas han mostrado
también cómo los conjuntos de atributos sociales adscritos a los cuerpos generizados
resultan fundamentales en la construcción de divisiones del trabajo y apreciaciones
de naturaleza jerárquica (McDowell 2009: 14). Junto con Feminist Geographies.
Explorations in Diversity and Difference (Geografías feministas. Exploraciones en
La evidencia teórica
Si bien en términos cuantitativos, hay una mayor presencia de las mujeres en el mer-
cado laboral, este incremento no revela cambios cualitativos en las oportunidades de
empleo, ni en las relaciones y condiciones de trabajo. Esta situación se refleja sobre
todo en los salarios más bajos que reciben las mujeres, en comparación con los que
reciben los hombres.6 ¿Qué explicación puede encontrarse para la explotación del
trabajo femenino asalariado en la segunda década del presente siglo?
6 En este trabajo, “empleo” es el trabajo asalariado disponible en el mercado de trabajo, el cual supone la
formalización de una relación contractual. El “trabajo remunerado” supone un pago, pero no necesa-
riamente un registro formal.
división del trabajo por sexo refuerza la formulación de que toda actividad realizada
en el espacio reproductivo y no productivo es trabajo, y que la división sexual es
esencial para el capitalismo.
Iris Young propuso el concepto de división sexual del trabajo como un marco
analítico que considera las relaciones sociales materiales de una formación social
histórica particular: un sistema único para el que la diferenciación sexual es un
atributo clave (Young 1992). Según la autora,
El análisis de la división del trabajo opera en el nivel más concreto de las relaciones
particulares de interacción e interdependencia, al interior de una sociedad en la que
la diferencia se convierte en una red compleja. Este análisis describe las divisiones
estructurales más importantes entre los miembros de una sociedad, según su posición
en la actividad laboral, y evalúa el efecto de estas divisiones en el funcionamiento de
la economía, las relaciones de dominación y las estructuras políticas e ideológicas
(Young 1992: 7).
La división sexual del trabajo se refiere a todas las formas de diferenciación es-
tructural del trabajo en una sociedad. En el capitalismo, la división entre trabajo
reproductivo (el cuidado de las tareas del hogar y la familia, asignado a las mu-
jeres) y trabajo productivo remunerado (asignado a los hombres) se fundamenta
en una concepción patriarcal que refuerza el estatus de dominación masculina,
dada la importancia concedida al trabajo productivo y la desvalorización del
trabajo reproductivo. Esto explica el lugar de la mujer en la producción. Existe
un contrato heteropatriarcal oculto que sustenta la explotación del trabajo de las
mujeres (Pateman 1993).
Así pues, “el capitalismo ha abierto las puertas, sí, pero al empleo, pues las mu-
jeres ya trabajaban, durante mucho tiempo, más que los hombres” (Saffioti 2000: 73).
El capitalismo se apropió del trabajo de las mujeres a partir de la industrialización,
utilizándolas como fuerza de trabajo en los sectores que requerían ciertas habili-
dades adquiridas en el espacio reproductivo, que pasaron a ser desvalorizadas en el
espacio productivo. Una parte de las mujeres se convirtió en población asalariada y
se incorporó a la clase trabajadora en condición secundaria, pues la función principal
de la mujer se basaba en su función reproductiva.
La evidencia empírica
7 Para el Instituto Nacional de Estadísticas (ine), una empresa puede tener más de un establecimiento.
En 2010, el ine contabilizó 552 empresas y 886 establecimientos (www.ine.es).
España Galicia
Año
Fuente: ine, Encuesta de Población Activa. *cnae 1993: 152 comprende la “Elaboración y conservación de pescados
y productos a base de pescado”. cnae 2009:102 comprende el “Procesado y conservación de pescados, crustáceos y
moluscos”. Elaboración: Susana Maria Veleda da Silva.
Los datos analizados, así como nuestras entrevistas con directores y trabajadoras
de las fábricas gallegas, indican que estas variaciones se debieron a dos factores:
a) al procesamiento de pescado en establecimientos menores (y con registros me-
nos precisos) fuera de las grandes fábricas, en las que la automatización de algunas
partes de la producción (como la limpieza del pescado, históricamente una tarea
manual realizada por mujeres) había dado comienzo, y b) al desplazamiento de
algunas fábricas de las mayores empresas gallegas de conservas de pescado hacia
América Latina y África.
8 Con sede en Vigo, la anfaco tuvo su origen en la primera década del siglo xx, en un contexto de con-
flictos laborales y de las negociaciones en la compra de pescado.
9 Los datos fueron recogidos durante las investigaciones de campo en las empresas de Galicia, en la sede
de la anfaco, además de periódicos gallegos y la revista Indústria Conservera. La cuarta mayor empresa
es Garavilla, con sede en Mundaka, que se encuentra en proceso de reestructuración y fue descartada
debido a la inconsistencia de los datos proporcionados.
Cuadro 2: Total y porcentaje de empleados por sexo, con base en la cnae 95, Clase 1514-8 (2000), y la
cnae 2.0, Grupo 102* (2010). Brasil y Rio Grande, 2000 y 2010
Fuente: Relación Anual de Informaciones Sociales (rais). Ministerio del Trabajo y Empleo (mte).
La *Clase 1514-8, Preparación y Preservación del Pescado y Fabricación de Conservas de Pescados, Crustáceos
y Moluscos, comprende la preparación de pescados, crustáceos y moluscos (refrigerados, congelados,
salados, secos) y la elaboración de conservas de pescado, incluso las efectuadas en barcos-fábrica.
La cnae 2.0 comprende la preservación del pescado y la elaboración de productos de pescado.
(1) Trabajadores con vínculo laboral al 31 de diciembre del año de referencia.
Elaboración: Susana Maria Veleda da Silva y Luciano Marin Lucas.
En Brasil y España, del siglo xix al xxi, las trabajadoras de las fábricas de con-
servas tienen en común la construcción de una vida de lucha y trabajo arduo por
mejores condiciones laborales, salarios dignos, la valoración y el reconocimiento de
su trabajo y la resistencia a la explotación y la opresión. La investigación identificó dos
elementos de análisis: la segregación laboral y las estrategias de resistencia colectiva.
a) La segregación laboral
Yo empecé a los 13 años en la fábrica de La Puerta, y a los seis meses, como no tenía
seguro, ni tenía nada, me marché para Alfageme a pedir trabajo (M. 21/05/2012).
Mi madre trabajaba en una fábrica y hacía falta gente... y fui a ayudar. Ella me enseñó
(A. 24/08/2011).
La mujer trabaja más que el hombre, esa es la diferencia. La mujer se mete más en su
papel, hace las cosas bien hechas. [...] el hombre es más melindroso (A. 24/08/2011).
En la década de 1980, Elson y Pearson (1981: 93) observaron que las operarias de las
maquiladoras mexicanas poseían “dedos ágiles”, habilidad que adquirían mediante el
entrenamiento recibido de sus madres y otros parientes del sexo femenino desde la
primera infancia, en las tareas socialmente propias de la mujer (principalmente
la cocina, la limpieza y el cuidado de otros miembros de la familia). La destreza
manual de las trabajadoras en las fábricas de conservas proviene del mismo tipo de
entrenamiento; cualidades que, por considerarse innatas, son poco valoradas por
el patrón y por la sociedad. En contraste, las contrataciones de hombres dependen
de aptitudes masculinas, adquiridas formalmente en la escuela o en cursos de me-
cánica, por ejemplo. Estas diferencias se traducen en diferencias salariales. La baja
escolaridad y la falta de otras oportunidades de empleo son uno de los principales
motivos por los que las mujeres ingresan a estas fábricas. Aunque a partir de la
década de 1990, la mayoría de las trabajadoras encuestadas había concluido por lo
menos el nivel básico, persiste la baja escolaridad, y muchas mujeres eran analfabetas
o no habían concluido la educación básica.
Como en toda relación social, la división sexual del trabajo es dinámica. El paso
del proceso de acumulación fordista al de acumulación flexible reestructuró y
precarizó el mundo del trabajo. El trabajo en las fábricas de conservas permaneció
prácticamente inmune a las transformaciones ocurridas en el mundo laboral. Las
mujeres trabajaban y trabajan en el procesamiento del pescado desde los inicios
de las primeras fábricas, y su situación laboral poco ha cambiado con las trans-
formaciones de los procesos productivos en general. Las mujeres casadas que
trabajaban en el procesamiento del pescado obtenían un salario complementario
al de los maridos, e incluso al de los hijos, y limitaban su tiempo en la fábrica
para realizar tareas domésticas. Cuando asumían el papel de jefas de familia, era
común que trabajaran en la fábrica de tiempo completo y llevaran a sus hijas a
que aprendieran las tareas fabriles y contribuyeran con el ingreso familiar. La
situación laboral desigual de las mujeres se expresa en el proceso de inclusión de
niñas y adolescentes en la fábrica, práctica que en muchos casos suponía la eje-
cución de tareas arduas e insalubres, como la recolección de residuos de pescado.
La mayor parte de la fuerza de trabajo proviene de los alrededores de las fábricas,
históricamente localizadas sobre la línea de playa o en la zona portuaria. Actual-
mente, algunas fábricas gallegas han sido trasladadas a los polígonos industriales,
por lo general lejos de las áreas centrales de las ciudades, donde absorben mano
de obra agrícola proveniente del interior de los municipios, y cercanas a las nuevas
fábricas. La ubicación de las nuevas instalaciones ha permitido renovar la acumulación
de capital a través de una práctica del siglo xix que consistía en la expropiación y
proletarización del ejército de reserva de mujeres que continuaba existiendo en el
interior, para garantizar trabajadoras sin vínculos con sindicatos o cualquier otro
tipo de reivindicación laboral.
Soy de aquí, toda mi familia es de la Barra, mi padre era pescador (A. 24/08/2011).
Y yo creo que en este pueblo que debe tener 15 mil habitantes, 15 mil debe tener, pues
yo, yo creo que todo el mundo tiene un primo o un familiar que pasó por esta empresa
hace 50 años. Seguro, seguro. Porque como contrató muchos eventuales (G. 23/05/2012).
Del siglo xix al xxi, la segregación laboral ha sido una constante en el sector. La
mayoría de los hombres posee un contrato permanente, mientras que las mujeres,
en su mayoría, a excepción de las trabajadoras fijas, son mano de obra eventual,
sujeta a las variaciones estacionales en la disponibilidad de pescado y en la demanda
de los consumidores.
Si somos ahora mismo aquí, pues sobre 180, ya te digo que el 70% somos mujeres y
casi más del 80%. El 80%. Yo cada vez que se contrata, salvo el equipo de mecánicos
que sigue siendo hombres, porque no hay muchas mujeres, lo demás de aquí pueden
ser mujeres (G. 23/05/2012).
En Galicia, hasta las últimas décadas del siglo xx, la mayoría de los hombres
poseía contratos permanentes, y las mujeres dos tipos de contratos: las trabaja-
doras fijas, con contratos permanentes y, en el periodo de zafra, las trabajadoras
jornadas de trabajo, como son las quejas por dolor de cabeza y un uso frecuente
de los sanitarios.
Las trabajadoras de Rio Grande se refirieron a otras prácticas de resistencia
individual para garantizar un sentido de empoderamiento ante la situación de me-
nosprecio y prejuicio que sufren en el trabajo y por parte de la sociedad en general,
como atestiguan las siguientes palabras:
Hasta aquí en la aldea pesquera hay prejuicio respecto al olor de pescado. Mi novia
salió de la fábrica para comprar en una tienda, y el tendero le dijo que se bañara antes
de salir a comprar (A. 24/08/2011).
del siglo xx, las trabajadoras se organizaron en asociaciones. Según Muñoz (2002:
144), la Unión de Trabajadores de las Fábricas de Conservas de la Ría de Vigo fue
uno de los primeros sindicatos que agruparon trabajadoras de municipios próximos.
Los hombres ocupaban los cargos principales y las mujeres eran suplentes.
De acuerdo con Muñoz (2010), durante las primeras décadas del siglo xx los
conflictos y los bajos salarios de las mujeres se relacionaban con la segregación laboral
y con las condiciones de trabajo, que muchas veces tuvieron que ver con el asedio
sexual y las cuestiones sobre el seguro de maternidad. La Conferencia Internacio-
nal de la Organización Internacional del Trabajo (oit), celebrada en Washington,
dc, en 1919, trajo algunas conquistas para las trabajadoras. Entre otras cosas, esta
Conferencia propuso el seguro de maternidad, que España ratificó en 1922. No
obstante, como el pago de los beneficios de la maternidad corría por parte tanto de
los empresarios como de las trabajadoras, estas realizaron paros de actividades para
protestar contra lo que veían como una disminución del salario realmente recibido.
Hasta la década de 1930, los sindicatos eran sucedáneos de las asociaciones de
profesiones masculinas, y aunque abarcaban también a las mujeres, reforzaban la
segmentación del trabajo industrial, y los oficios femeninos se consideraban de bajo
estatus. No obstante, la idea de que los movimientos de resistencia (como huelgas,
motines y paralizaciones) son esencialmente masculinos, y que las mujeres son
menos combativas y que si intervienen lo hacen indirectamente (ya sea frenando
o incitando a sus maridos o padres) debe matizarse. En primer lugar, porque las
mujeres de las clases populares protagonizaron episodios de resistencia y algunas,
como las estibadoras, trabajaban en oficios considerados masculinos. En segundo
lugar, porque la prensa, que enaltecía el carácter pasivo de las trabajadoras, ocultaba
algunos de los movimientos (Pereira 1992; 2010).
Algunas mujeres gallegas protagonizaron reivindicaciones y luchas por la igual-
dad social y las condiciones de trabajo. En 1931, en Vigo, durante un mes, más de
cuatro mil trabajadoras pararon las fábricas de conservas. El movimiento ocurrió
en las rías de Vigo, específicamente en la fábrica Alfageme, y más tarde en todo el
litoral gallego.
La huelga en la Alfageme fue ejemplar. Esta empresa, fundada por Bernardo
Alfageme Pérez (1849-1936), se dedicaba en un principio al transporte y comercio
de pescado, principalmente, y en la década de 1880 llegó a convertirse en una gran
fábrica de escabeches con varias plantas en España. Durante casi cien años, la Alfa-
geme destacó por sus innovaciones en las áreas de refrigeración y pesca en altamar,
así como por su conocida marca “Miau”, que desde 1914 ofrecía conservas a precios
En la primera década del siglo xxi, empresas como Conserva Burela, Peña y
Alfageme son ejemplos que muestran que la lucha, en un principio dirigida a
Consideraciones finales
El trabajo femenino asalariado sigue estando marcado, en su mayor parte, por la se-
gregación laboral, lo que repercute en salarios más bajos. En la industria de productos
pesqueros, las explicaciones deben combinar las cuestiones económicas que afectan
al sector con una reflexión conceptual feminista que considere el patriarcado y las
relaciones de género. El trabajo de las mujeres en las fábricas de enlatado de pescado
perpetúa aspectos como la segregación sexual, los bajos salarios, la inseguridad derivada
de las acciones patronales y el bajo estatus de la profesión. El trabajo continúa siendo
manual, a excepción de algunas fases del proceso de enlatado del atún, que tiende a
la mecanización. En términos generales, el sector continúa ejerciendo la explotación
de la fuerza de trabajo femenina, pagando bajos salarios, contratando trabaja-
doras temporales según la estación, e incluso reubicando fábricas para sustituir
trabajadoras gallegas, más politizadas, por trabajadoras de áreas agrícolas o de otros
continentes, con menos experiencia sindical y prácticas de reivindicación laboral.
Las reubicaciones de algunas fábricas gallegas hacia América Latina y África
impacta tan significativamente en el número de trabajadoras. En conjunto, la lógica
de reproducción hace que las empresas se disputen las mejores ubicaciones para
la construcción de plantas industriales con capacidad de recibir materia prima de
todos los océanos, en calidad de commodities, y la producción de millones de latas
de pescado por día acarrea la lógica de explotación del trabajo femenino, que debe
encarar luchas ya no solo en el espacio de la planta, sino a escala nacional y mundial.
Agradecimientos
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GÉNERO Y ETNICIDAD.
LA INTERSECCIÓN
Y EL JUEGO DE LAS IDENTIDADES
EN LA ESPACIALIDAD
Introducción
Pues mira, los hombres en las mujeres buscan, fíjate te voy a platicar [...] yo tengo
un parentesco allá en Xalapa que luego dice, yo me voy a ir aquí a las rancherías
p’hallarme una mujer seria, campesina y que sea responsable, porque las de suidá
no hacen nada y veces nomás se las llevan a la suidá a las rancheras y ya se vuelven
igual. Pues las de suidá son más flojas, son como los pollos de granja que los pones a
hervir y luego se “cocen”, y las de rancho son como los pollos de rancho, tienen más
correa porque tardan más en cocerse. El hombre pa’ que sea feliz tiene que buscarse
una mujer hogareña, pa’ que sea feliz solo así. Si él es trabajador, que sea campesino,
él tiene que buscarse una mujer campesina. Si una mujer que ya está más arriba se
busca un campesino, no lo va a poder lidiar porque en primera si él no fuera celoso
a lo mejor sí, pero que sea campesino y que llegue lleno de polvo y de sudor y que la
otra esté bien bañadita porque sea maestra ya no van a contrastar, ya ella, la que es
maestra, se debe buscar un hombre a su nivel, a su igual. Igual el hombre debe bus-
carse una mujer hogareña, de su casa y de respeto, que aguante, porque va de niveles
a niveles (Catalina, 54 años).
Sin que conozcamos las acaloradas discusiones en torno a la “naturaleza” del géne-
ro, Catalina, mujer nativa de Colonia Enríquez, campesina, casada, madre de tres
hijos, nos da un testimonio que ilustra la diversidad de variables que construyen
identidades complejas al asumir atributos y significados de ser mujer. Eso que re-
presenta lo femenino en cada momento y lugar sufre la huella de condicionantes
sociales —como la clase, la etnia, el grupo etario, la preferencia sexual, la ideología,
el parentesco, el credo religioso, la escolaridad, el estado civil— como elementos de
diferenciación que se traducen en desigualdad social. Pero también la procedencia
geográfica, vivir en el campo o en la ciudad, en el espacio rural o en el espacio
urbano, como elementos de ordenamiento social, configuran sin duda la forma de
construir, de experimentar y de significar las relaciones de género (Espinosa 2009).
Las prácticas individuales y colectivas son dinámicas, se encuentran en constante
interacción y no se entienden fuera de espacios concretos.
De ahí que el espacio y el género, como categorías de análisis fuertemente
vinculadas entre sí, se conviertan en herramientas para analizar los múltiples
mecanismos sociales que concursan en la construcción de la feminidad y de una
jerarquía entre mujeres de la que se desprende su valoración social. Así:
Por ello, retomar la dimensión socioespacial para comprender los sistemas de gé-
nero permite profundizar en los sutiles y complejos procesos mediante los que la
cultura construye modelos, con base en los cuales los sujetos despliegan su actuar
como mujeres y hombres. Un sistema de género establece formas consideradas no
solo como las más naturales, sino como las más correctas y lógicas para organizar,
canalizar y evaluar a los individuos y sus prácticas (Bourdieu 1990).
En el caso de las mujeres, los sistemas de género revelan la forma como son
impelidas a cumplir con un modelo femenino configurado socialmente y los
riesgos a los que se exponen por quebrantar las prescripciones y las proscripcio-
nes sociales. Para ilustrar esto, consideramos que la distinción entre mujeres de
ámbitos rurales y mujeres de ámbitos urbanos puede arrojar luz sobre la forma
en que los mandatos de género se introyectan en los sujetos como ideales sociales
cargados de sentido en oposición a aquello que la cultura condena.
La distinción entre mujeres rurales y urbanas, entre pueblerinas y citadinas,
entre hogareñas y civilizadas, entre mujeres “de respeto” y “sin talento” se convierte
así en una suerte de baremo que, a manera de una escala convencional de valores,
se utiliza como plataforma para evaluar, clasificar y jerarquizar a las mujeres y
considerarlas “buenas” o “malas”, adecuadas o transgresoras.
Con la finalidad de explicar desde dónde se evalúa a las mujeres rurales en re-
lación con las mujeres urbanas, nos concentraremos en lo que dicta el orden de
género vigente en una localidad del estado de Veracruz, Colonia Enríquez. Pro-
fundizaremos en el ideal femenino y en el establecimiento de una jerarquía que
se ve producida y reforzada por estereotipos que en el medio rural acentúan la
subordinación femenina al condenar las conductas tachadas de indeseables que se
exhiben en otros espacios, particularmente los urbanos.
Sistemas de género
3 Desde esta reflexión, el cálculo de costo-beneficio se pone en práctica, pues se hace una valoración de
las consecuencias de contravenir una norma y la rentabilidad que conlleva su observancia. El costo es
mayúsculo cuando hay menoscabo de reputación, prestigio, rotura de vínculos o relegación (Córdova
2003).
para que las fronteras no sean franqueadas. El orden de género convierte a los
individuos en agentes de control social, que mantendrán una actitud reprobatoria
ante quien incumpla lo establecido. Se ponen en marcha mecanismos que advierten
de la proximidad de situaciones o personas que se perciben como amenaza para la
normalidad (Goffman 1980).
Género y espacio
4 Para varias estudiosas del tema, como Maria-Dolors Garcia-Ramon (2008), la geografía del género y la
geografía feminista son sinónimos y al usarlos indistintamente se actúa con justeza, pues se reconocen
los aportes que ambas han dado al estudio del espacio y su relación con el género. Asimismo, aclara
que la geografía del género y la geografía feminista van más allá de la geografía de las mujeres, en la que
únicamente se tiene en cuenta a estas de forma aislada, y se soslaya la reflexión sobre la construcción
sociocultural del género y las relaciones de poder que ello involucra.
Para la geografía, la sensibilidad al contexto significa observar los hechos y los ob-
jetos sobre el terreno, en lugares concretos y momentos determinados. La tradición
geográfica ha estado siempre fascinada por la diferencia, es decir, diferencias a través
del espacio y del territorio, y las diferentes regiones son los lugares en los que la gente
aprende una cultura que incluye también una construcción social concreta del rol de
género (Garcia-Ramon 2008).
Por tanto, los estudios acerca de la situación —o como bien dice Lamas (1998), del lugar—
de la mujer requieren no solo el análisis de su condición y posición en la sociedad, sino
también de su ubicación en los espacios. Espacios, indica Garcia-Ramon (2008), que
no son neutros, homogéneos ni asexuados, pues la construcción y reproducción
de las relaciones de género se despliegan sobre el espacio y las representaciones de
lo femenino y lo masculino tienen un soporte espacial en donde se exhiben (Ma-
ssolo 2004). Las formas de ser, de estar y de actuar como mujeres y hombres también
dependen del espacio y no solo en términos de movilidad, sino también de identidad
(Lamas 1998), de representación, de significación de las experiencias en la vida coti-
diana. Las categorías de hombre y de mujer son representadas y experimentadas en
forma de múltiples y cambiantes identidades (Little cit. en Baylina y Salamaña 2006).
Así, el género y el espacio son estructuras complejas de relaciones e institucio-
nes sociales que se encuentran interconectadas con otras variables que en conjunto
impregnan y condicionan una multitud de ámbitos de la vida social (Garcia-Ramon
2008). “Y esta estructuración genérica de espacio y lugar simultáneamente refleja
las maneras como el género se construye y entiende en nuestras sociedades, y tiene
efectos sobre ellas” (Massey 1998: 45).
La idea del binomio género-espacio como construcción y como estructura es de
considerable utilidad para dar cuenta de muchos fenómenos sociales porque, en tanto
categorías de análisis, posee la virtud de engranar componentes y procesos estruc-
turales con la subjetividad (de Barbieri 1996; Massey 1998; Baylina y Salamaña 2006).
Por lo tanto, permiten analizar lo que ocurre en la vida cotidiana, en la interacción
diaria, en los hechos relacionados con la identidad de género, con las expresiones de
género y con la complejidad que envuelven las experiencias de las mujeres y de los
hombres (Massolo 2004; Baylina y Salamaña 2006).
Es posible reflexionar cómo el género moldea la percepción de la vida y condi-
ciona la valoración y el uso de los espacios, pero de igual forma, la manera como el
espacio condiciona las atribuciones diferenciadas que culturalmente se otorgan a los
cuerpos de las mujeres y de los hombres para ocupar, significar y vivir los lugares
(Lamas 1994, 1998; Garcia-Ramon 2008). Es “el espacio de género” y “el género del
espacio” en donde se establece una separación para ubicar a las personas según
su sexo, de tal suerte que se asignan espacios propios para lo masculino y espa-
cios propios para lo femenino; es decir, no todos los espacios son adecuados para
ambos. El espacio se convierte en una categoría de ordenamiento y desigualdad,
ya que, además de valorar y clasificar a los individuos y sus prácticas, también los
jerarquiza (Massolo 2004).
A la luz de estas consideraciones, podemos manifestar que las formas en que
se ha vivido y se vive el ser mujer, las maneras en que las sociedades simbolizan
y actúan lo femenino, así como las modalidades que adoptan las relaciones y las
desigualdades genéricas, se construyen de distintos modos y varían en el tiempo y
en el espacio. La diversidad de ambientes espaciales y momentos en que se desa-
rrolla la experiencia humana incide en una construcción diferenciada de género, y
el contexto enriqueño no es la excepción.
Colonia Enríquez es una localidad rural ubicada en la zona montañosa del municipio
de Tepetlán al centro del estado de Veracruz, que en 2014 contaba con 788 habitantes,
384 hombres y 404 mujeres.5 La población está compuesta por ejidatarios y pequeños
propietarios mestizos que han combinado la agricultura de temporal, sobre todo
el cultivo del café, con otras actividades, como las del ramo de la construcción y la
migración temporal a la capital del estado y a los Estados Unidos.
En Colonia Enríquez el sistema de género vigente en la cultura local establece
un conjunto de derechos, obligaciones y prohibiciones diferenciados para hombres y
5 Según el censo de población efectuado por el personal del centro de salud de la localidad.
para mujeres. Además, regula la división sexual del trabajo y es claro al indicar que
el espacio doméstico y las actividades reproductivas atañen a las mujeres, mientras
que los varones deben encargarse de la organización para la producción y del trabajo
remunerado (Córdova 2003).
En este sentido, el análisis de los modelos de género, sus permisividades y res-
tricciones, puede desvelar las enmarañadas relaciones de poder que se urden no
solo entre hombres y mujeres, sino entre estas. Surge así una serie de etiquetas que
van desde la mujer considerada de “respeto”, pasando por la que se estima como
“abandonada”, por la evaluada como “dejada”, por la valorada como “fracasada” hasta
llegar a aquellas calificadas como “sin talento” o “locas” y a las apreciadas como
“solas”. Es mediante estas etiquetas que se nombra, define y juzga a las mujeres
dependiendo no solo de su comportamiento, sino del espacio donde despliegan
su actuar. Esto da como resultado una jerarquización femenina y, por tanto, una
valoración social diferenciada.
En Colonia Enríquez, el primer peldaño de la gradación femenina, que sería
el ideal a promover, corresponde a las mujeres consideradas “de respeto”,6 son
las apropiadas para el matrimonio y para formar una familia. Se espera que todas las
enriqueñas aspiren y accedan a él. Con la intención de comprender esta categoría
podría decirse que una mujer es considerada “de respeto” si durante su trayec-
toria de vida no se le conocen vicios de alcohol y cigarro, no ha sido infiel, posee
conocimiento de los quehaceres domésticos y de cuidado y, desde luego, desempe-
ña el papel de madresposa de acuerdo con los modelos vigentes en la comunidad.
Una segunda noción es la referente a la sexualidad. Las mujeres casadas son “de
respeto” si no se les saben infidelidades con otro varón. Su vestimenta y postura se
caracteriza siempre por la discreción y la moderación. Una mujer catalogada como
de “respeto” tiene como principal virtud el recato y ello se transmite, se enseña, se
imita; hasta podría decirse que se hereda de una mujer a otra. Del mismo modo,
la desobediencia y el mal comportamiento de una “sin talento” puede propagarse y
corromper al resto. Las mujeres “de respeto” tienen la autoridad moral de aconsejar
y de juzgar a otras mujeres.
6 Es pertinente señalar que, en el contexto local, el respeto posee otra connotación relacionada con el
acatamiento o la obediencia a las decisiones de las personas consideradas como de mayor jerarquía en
el grupo familiar, o sea, de acuerdo con la posición que se ocupe en las relaciones de parentesco, de
género y generación. El jefe de familia es la autoridad máxima dentro del grupo doméstico y, por tanto,
se le debe respeto.
Una mujer que baila, fuma y toma no es de respeto, debe ser recatada, como te dije,
hogareña. Para mí una mujer así no vale nada y no merece respeto. Aquí sería una
mujer vulgar, en la ciudad es una mujer civilizada, pero aquí la civilización no entra
porque aquí las mujeres deben ser serias, de respeto, hogareñas, limpias, de talento,
honradas, decentes, aguantadoras (Gabriel, 40 años).
Y por último, en la categoría de “solas” se coloca a todas las mujeres que navegan por
la vida sin un hombre junto a ellas que les indique la dirección y, sobre todo, que
las haga “competentes”. En esta categoría se ubican las “abandonadas”, las “dejadas”, las
“fracasadas”, las viudas, las esposas de emigrantes, las solteras y las “quedadas”. Vale
la pena aclarar que, aun cuando a las solteras se les ubique en esta casilla, no se teme
por ellas porque siguen bajo la vigilancia de sus parientes varones: padre, hermanos
y tíos. Teniendo en cuenta lo dicho, es sustancial puntualizar que una mujer sola,
sin un varón a su lado, se encuentra en riesgo constante porque existe la tendencia
a convertirse en “infractora” o “transgresora”, en una “sin talento”.
En consonancia, Pitt-Rivers indica que en la distribución de la división sexual
del trabajo se hallan comprendidos los aspectos concernientes al honor, es decir, a
la conducta moral ideal asignada a cada sexo y que “corresponde […] a la división
de las funciones dentro de la familia nuclear. Delega en las mujeres la virtud ex-
presada en la pureza sexual y en los hombres el deber de defender la pureza de la
virtud femenina. De modo que el honor de un hombre está implicado en la pureza
sexual de su madre, esposa e hijas, y hermanas, no en el suyo” (Pitt-Rivers 1979: 49).
En el contexto local, de la virginidad depende el interés que un hombre pueda
tener por una mujer, lo que se traduce también en aprecio social y enaltecimiento por
parte de los otros para aquella que ha sabido guardarse en estado virginal. Si antes de
casarse ha sostenido relaciones sexuales con otro u otros hombres, destruye su honra
y disminuye las posibilidades de establecer un matrimonio. Estas mujeres ven la difi-
cultad de ser aceptadas primero por el varón y después por la familia de este porque
ya están “desfondadas”, 7 y “ve tú a saber por cuántos no han pasao”. En el ámbito
comunitario su prestigio como mujeres casaderas se ve profundamente mermado:
Pero para mí, sí, principalmente la virginidad es en una mujer, ¿por qué? Porque así me
imagino que las valoro más, las respeto más, me sentiría mejor de estar con ellas sin
7 El término desfondada denota a las mujeres que han iniciado vida sexual fuera del matrimonio.
estar pensando que la tocó otro y luego puedan hacer comparaciones o hay muchos
detallitos así que es a lo que yo le saco (Gabriel, 40 años).
Mi mamá siempre me decía, ten cuidado con eso, ten cuidado de que no te vayan
a estar tocando. Mi mamá me comentaba que era un tesorito que le vas a entregar
al esposo. Mi mamá me decía: cuida el tesoro que es lo único valioso que tienes
(Jéssica, 30 años).
Mira, cuando un hombre echa a pique a una mujer, que le quita su virginidad —que
es lo que la mujer debe cuidar— pierde los valores que sus padres le enseñaron. Es
un orgullo para los padres aquella muchacha que se cuide porque es una señorita, es un
orgullo para ella y para sus padres. La que no se quiere cuidar no lo hace y pierde porque
pierde su virginidad. Si el hombre te quiere, pus te responde y se casa o se junta contigo y
si no ya te fregaste porque entonces ya no vales, ya perdiste tu virginidad, ya eres jugada,
ya estás choteada. Ellos como quiera se encuentran otra, pero uno no (Eloísa, 47 años).
Las mujeres “decentes” que se reservan sexualmente para el matrimonio son ade-
cuadas, seguras y dignas para formar una familia. Pero, por el contrario, aquellas
que se atreven a violar el tabú de la virginidad y de la monogamia quedan estig-
8 Es importante analizar la idea de honor entendido como “un tipo de prestigio que se obtiene mediante
el cumplimiento de los papeles sociales cuando, además, la evaluación incluye de manera explícita las
conductas relacionadas con la sexualidad” (Córdova 2003: 185).
matizadas ante los demás por el hecho de que fueron “utilizadas” fuera del lazo
conyugal. Dicha acción las hace merecedoras de una desvaloración social y pone
en discusión su decencia y su capacidad para ser madresposas.
Los familiares, padres y hermanos, se ven también perjudicados, ya que ponen
en duda su capacidad para cuidar los comportamientos mostrados por sus esposas,
hijas, hermanas o nueras, lo que redunda principalmente en el honor de los varones,
pues la honra femenina implica el honor masculino.8 La devaluación, la burla y la
vergüenza9 serán enfrentadas no solo por la mujer “inmoral”, sino también por sus
parientes hombres.
El honor de un hombre está involucrado en la sexualidad de las mujeres con
las que tiene algún tipo de parentesco —madre, esposa, hijas, hermanas, nueras—,
lo que da pie a que la vida sexual de las mujeres sea velada por los varones, en la
inteligencia de que su honor se pone en juego. El varón será criticado por las
conductas “inapropiadas” que exhiban “sus” mujeres y al demostrarse incompe-
tente para vigilarlas de modo correcto. Por ello, la mayor afrenta que un hombre
enriqueño puede sufrir es la infidelidad de su pareja, porque revelaría su incapa-
cidad para satisfacer sexualmente a su cónyuge y cuidar sus comportamientos
(Pitt-Rivers 1979).
Como trasfondo de este escenario se halla la premisa de que ninguna mujer
puede realizarse si no es en el matrimonio y bajo la conducción de su marido. En
consecuencia, el destino de las mujeres está en manos de los hombres porque las
dotan de identidad y de estatus social.
Desde esta óptica, las mujeres “sin talento” se hallan fuera de la vigilancia de los
hombres responsables de guardarlas, ya sea porque han salido del cerco doméstico
logrando transgredir el escrutinio inmediato para hacer “quién sabe qué cosas en la
calle”, o bien porque aquellos responsables de su reclusión se encuentran ausentes o
no existen en el hogar, como es el caso de las mujeres “solas”: esposas de emigrantes,
“fracasadas” o viudas sobre quienes pesa una constante sospecha.
9 “Vergüenza es el respeto a los valores morales de la sociedad, a las reglas por las que la interacción social
tiene lugar, a la opinión que otros tienen de uno. Pero esto no está estrictamente libre de disimulo. La
vergüenza auténtica es un modo de sentimiento que lo hace a uno sensible a la reputación que puede
tener y por eso le obliga a aceptar las sanciones de la opinión pública” (Pitt-Rivers 1979: 139).
Desde la lógica del colectivo, las mujeres de ciudad andan por la vida sin un hombre
que se haga responsable de esa marca de propiedad sobre ellas y que les proporcione
respeto ante los otros. No obstante situarse a diez kilómetros de la cabecera muni-
cipal y a cuarenta de la capital del estado y haber facilidad de transportación, para
la sociedad enriqueña la ciudad representa una especie de Sodoma y Gomorra, un
espacio donde todo es posible.
La ciudad significa una amenaza para las estructuras del poder que ostentan los
hombres, pues los mecanismos de control y vigilancia social aplicados al compor-
tamiento de las mujeres se vuelven menos eficientes y suficientes. La ciudad, como
espacio construido física y simbólicamente, representa un abanico de posibilidades
para que las mujeres adquieran comportamientos “libertinos” porque, según el juicio
local, “allá no hay moral”. Por tanto, se teme que la potestad patriarcal se desmo-
rone y que la supremacía masculina empiece a ser cuestionada por estas mujeres
que pueden transitar del espacio privado al espacio público por medio del trabajo
asalariado y de la educación.
En las zonas rurales es clara la distinción entre espacios asignados para los
hombres y espacios asignados para las mujeres, distinción que se difumina en la
ciudad, debido a los procesos que ocurren ahí. Así, los límites de lo considerado
privado y público se ven fuertemente violentados, y aquí es donde radica el pro-
blema, en el quebranto de las fronteras de los espacios asignados a cada sexo, tal
como lo relata Maribel:
Si te ven en un baile bailando sin tu marido, si te echas unos tragos igual, dicen ya
andaba bien borracha, andaba a gatas y sí la verdad son cosas que no se ven bien. En
una ciudad eso no se critica porque es difícil encontrarse a una mujer en una fiesta
en juicio. Allá en la ciudad eso es normal, beber, fumar, bailar y se ve normal pero
aquí no, no, aquí no. Una mujer de ciudad aquí en Colonia Enríquez es una mujer
loca por todo lo que hace, allá es una mujer normal. Yo acabo de ir a una fiesta y
todo se ve normal, pero allá, porque aquí, no. Allá dicen de uno que no pasamos
del bracero. Aquí una mujer de ciudad es una mujer loca y uno allá en la ciudad es
uno un burro porque no sabe uno divertirse. Una mujer de ciudad pa’ casarse aquí
sería difícil que se acostumbrara y un hombre tampoco le gustaría las mañas que
ellas traen. Allá la mujer tiene más libertad porque trabajan y aquí lo tomarían a
mal (Maribel, 30 años).
Con el apoyo de este testimonio es posible comprender por qué las mujeres de ciudad
no son “bien vistas en la localidad”, pues se piensa que, a diferencia de las oriundas, no
tienen conocimientos suficientes para desempeñar tareas domésticas y de cuidados;
además, se cree firmemente que las mujeres citadinas son promiscuas y difícilmente
estarán dispuestas a lidiar con las vicisitudes que implican las relaciones de pareja
en Colonia Enríquez. La supuesta independencia económica y moral, que se con-
jetura que tienen, es el principal inconveniente para que sean candidatas deseables
para el matrimonio. Se piensa entonces que las mujeres pueblerinas aún conservan
la candidez para ser seducidas por los varones, situación que en una urbe es difícil,
pues se requieren riquezas materiales para lograrlo. Las posibilidades de tener un
empleo remunerado permiten la independencia económica de las mujeres de ciudad
y, por tanto, el control por medio del dinero pierde su eficacia.
Las de ciudad, a juicio local, son mujeres “vividas”, “jugadas”, porque se supone
que se han relacionado con muchos hombres, y muy difícilmente podrán formar
un matrimonio con un hombre que aún permanezca en su lugar de origen o que
pretenda regresar a él. Si se comparan con las enriqueñas, las mujeres de ciu-
dad son muy diferentes, desde su aspecto físico hasta su forma de comportarse,
situación que provoca que los enriqueños sospechen que con ellas no es posible
entablar una relación formal como el matrimonio, que les garantice que la mujer
cumplirá las expectativas que tienen para el rol femenino. Los roles genéricos en el
espacio urbano están trastocados debido, en parte, a que estas mujeres muestran
actitudes y conductas que en la localidad nunca serían admitidas, como esmero
en el arreglo personal, uso de ropa “insinuante”, asistencia a fiestas, fuman, toman
alcohol, “andan” con hombres, exhiben en público manifestaciones de alegría,
transitan y conversan en la vía pública con personas del sexo opuesto y se rela-
cionan con mujeres de dudosa reputación y, por tanto, “peligrosas” corruptoras.
Sin embargo, lo que particularmente disgusta a los varones del comportamiento
de las mujeres citadinas es el hecho de que estas, desde su parecer, “no se conserven
puras”, sino que tengan una vida sexual activa, que sean mujeres “trajeteadas” que
“uno y otro” las conoce en la intimidad, “vaya, que no se den a respetar”. La opinión
de Antonio advierte sobre el tema:
Allá hay oportunidad de tener sexo la misma noche que las conoces. Hay mujeres
que su virginidad les da igual, creo cien por ciento que su virginidad les da igual.
Yo creo que les estorba. Es algo que les prohíbe a ellas darle vuelo a la hilacha. Tuve
novias que el día que las conocía las llevaba a su casa y después de unas copas y
unos besos cachondos nos íbamos a un hotel o a su casa. Las relaciones allá no son
estables, entonces me harté de esa vida, de no poder establecer una relación, es una
vida sin sentido. Andan con uno y con otro y yo digo, hacerte de una mujer así está
cabrón, porque no se puede casar uno con ellas (Antonio, 28 años).
Continúa con su exposición y revela la distancia que hay entre las mujeres de ciudad
y las mujeres rurales.
Me di cuenta que las mujeres en la ciudad no son como las de aquí. Allá es como
irse de cacería y tratar de matar una paloma y las mujeres de aquí es como irse al
parque y agarrar a todos los pichones, pus matas todos, no vuelan, son mansitos.
Allá es muy diferente, allá no les lavas el coco porque te vistas bien o porque ten-
gas verbo. No, allá no. Allá a la vieja que le caes, le caes y a la que no ni a madres.
Aquí es muy fácil conquistarte una muchacha porque la deslumbras con nada. Por
ejemplo, que yo me fuera a un pueblo donde no me conocen [...] me visto bien y me
llevo un carro y de que pesco algo, lo pesco. Se deslumbran con lo que tengo y allá,
no (Antonio, 28 años).
dos Unidos y a la capital del estado y se casan con mujeres de esos lugares. Estas
uniones serán toleradas solamente porque las progenitoras consideran que sus
hijos “se encuentran muy lejos y se sienten solos”, por lo que necesitan una mujer
que los pueda atender. Como se puede observar, las relaciones con fines utilitarios
están estrechamente ligadas a la concepción genérica en el espacio rural sobre la
mujer confinada al ámbito privado, con actitudes como servidora, reproductora,
cuidadora, destinada a satisfacer necesidades sexuales, eróticas, afectivas, do-
mésticas y de cuidados. Estas uniones son consideradas como aventuras y tienen
un carácter inestable y temporal. La mayoría de ellas son mujeres “fracasadas”,
tal como se rumora en el pueblo, es decir, que ya han tenido experiencias sexuales
con otros hombres y que, además, tienen hijos a su cargo. La condición de “fra-
casada” difícilmente se podrá soslayar porque son estimadas como indignas para
establecer una relación formal. Las relaciones formales se dan solo en la comunidad
con una mujer conocida.
En tal entendido, las mujeres de ciudad no cumplen con los cánones requeridos
para el matrimonio, solo son parejas de “pasada” para atender los quehaceres
domésticos y “cumplir” en el terreno sexual mientras los migrantes están en la
capital o en los Estados Unidos. Pero seguramente cuando ellos decidan regresar,
lo harán junto a las mujeres pueblerinas, a las consideradas hogareñas, volverán
al lado de las mujeres “de respeto”, y sus “aventuras” con las mujeres civilizadas,
con las citadinas, serán dejadas atrás.
Reflexiones finales
A la luz de dichas consideraciones, se intentó mostrar que tejer las categorías de género
y de espacio puede brindar explicaciones más precisas, pues permite: a) desentrañar
los mecanismos que contribuyen a hacer de las mujeres y los hombres seres sociales
generizados que, como consecuencia de haber nacido en una época, en una sociedad,
en un espacio determinado, desafían pronunciadas asimetrías; b) descifrar cómo las
diferencias sexuales en contextos espacio-temporales específicos se transforman en
desigualdades sociales, y c) desvelar y reflexionar qué hacen o qué no hacen algunas
mujeres para producir, reproducir, reforzar y/o alterar el sistema de dominación
genérico en el que se ven inmersas.
Esto habla de la forma en que opera la violencia simbólica, esa forma de vio-
lencia ejercida con el consentimiento de la o las personas a las que se violenta, bajo
la creencia de que “así deben ser las cosas” (Bourdieu 2000), lo que favorece que
quienes ejercen ese tipo de violencia puedan desconocer que lo hacen y que quienes
la reciben entiendan que es la sanción que merecen quienes transgreden la norma.
En el caso de Colonia Enríquez, el espacio social marca de entrada una dife-
rencia que condena inmisericordemente a las mujeres que lo ocupan. Esta es una
primera oposición que funciona para dictar expectativas, conductas y juicios
morales, que posibilitan mantener a las mujeres en su lugar, fijar sus aspiraciones
en torno al matrimonio y la crianza y asumir su posición subalterna en el ámbito
familiar y comunitario.
Pero este no es el único rasgo de distinción que se cierne sobre ellas en Co-
lonia Enríquez para dividirlas entre buenas y malas. De igual forma, aun dentro
del espacio rural, las mujeres corren el riesgo de no satisfacer las exigencias de
género si intentan trascender el cerco doméstico para hacer uso del espacio
público. El escrutinio social cumple una función panóptica (Foucault 1993) de
evaluación de las conductas femeninas para mantenerlas en un lugar de depen-
dencia y subalternidad.
Esta lectura permite acercarnos al análisis de la carga simbólica que la cultura
asigna a los diferentes espacios para construir sujetos femeninos o masculinos que,
mediante las consecuencias efectivas de la aprobación o la censura, respondan a
los mandatos de género.
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Los chilotes parecen estar siempre en movimiento. El aislamiento los obliga a un continuo
y permanente desplazamiento, y no es posible imaginarse el paisaje aquí, sin esos obstinados
transeúntes que se cruzan en los lugares y momentos más inesperados, como ese grupo de mujeres
y de niños caminando al amanecer por una playa del Pacífico en dirección al control médico
de Cucao, a dos horas de marcha; o esa campesina que, tendida sobre un caballo que
conduce su marido en el bosque cerca de Chepu, va a dar a luz a Ancud, a unos 25 km.
Phillipe Grenier 1984
Introducción
Un archipiélago en transformación
Los hombres y las mujeres que habitan en estas islas tienen modos de vida rurales y
se dedican a la pesca artesanal y a la agricultura para el autoconsumo. Sin embargo,
y producto de la rápida modernización del archipiélago y la entrada de la industria
salmonícola a principios de los años ochenta,2 muchas familias han migrado desde
las islas del mar interior hacia los centros urbanos más cercanos, lo que ha generado
cambios socioculturales y espaciales importantes. Ello no solo ha provocado una
industrialización acelerada, sino también un incremento poblacional, un acceso
mayor al dinero, una reducción de la pobreza y, sobre todo, un impacto ambiental
y cultural. Si bien en Chiloé predomina la industria salmonícola, también existen
emplazamientos industriales para el procesamiento, acopio y distribución de otros
productos del mar,3 los que atraen a nuevos habitantes a las periferias de las ciuda-
des (Barton et al. 2013). Lo anterior viene a provocar la expansión de los centros
urbanos, una mayor densificación de las ciudades y la aparición de las periferias
como consecuencia de la demanda de suelo barato, motivado por las oportunidades
de trabajo que ofrecen las industrias y el comercio.
Desde otra perspectiva, y como lo señala Román (2009), la actividad salmonícola
ha generado no solo grandes cambios en el sistema económico, sino también en
las relaciones sociales dentro de la isla. Por ejemplo, los tradicionales patrones de
género del archipiélago donde predominaba un patriarcado machista —ya que el
hombre era el proveedor-viajero y la mujer, la dueña de casa dedicada principalmente
a las labores del hogar, los hijos y la huerta— se han visto trastocados a raíz de la
integración de muchas mujeres al trabajo asalariado en la industria.
En resumen, se podría decir que Chiloé es un territorio que en la actualidad
está cruzado por un doble movimiento. Por un lado, la existencia de una dinámica
económica de desarrollo global liderado por la industria del salmón, y otro más
vinculado con lo local, caracterizado por actividades tradicionales relacionadas con su
identidad cultural. Ello hace pertinente la comprensión sobre cómo los habitantes,
tanto los hombres como las mujeres, se incorporan a estas dinámicas a partir de
una ocupación diferenciada del territorio.
Aquí se presentan los primeros resultados de un trabajo de terreno efectuado en
el archipiélago de Chiloé entre los años 2013 y 2014, en el cual se hizo una veintena de
entrevistas semiestructuradas a los habitantes. Específicamente, se entrevistó a hombres
y mujeres de diferentes edades y generaciones, a habitantes tradicionales del medio
2 Según Barton et al. (2013), la salmonicultura se encuentra relacionada con procesos globales (inversio-
nes, tecnológicas y ventas), pero se vincula débilmente con el entorno local: extrae recursos y explota
capital humano.
3 Principalmente Mytilus chilensis (choritos), Tawera gayi (almejas), Porphyra columbia (luche) y Gra-
cilaria chilensis (pelillo).
rural y a isleños vinculados con la industria del salmón a fin de poder caracterizar y
definir las constelaciones de movilidad y género que hoy coexisten en el territorio.
(cocina, huerta, animales, artesanías), lo cual las distingue de sus pares los hom-
bres.4 Se reconoce entonces en esta constelación una feminización del trabajo, en
tanto las mujeres asumían papeles protagónicos en la agricultura, aunque no fuesen
remuneradas (Mac Phee 2013). Sin embargo, y como ha ocurrido en gran parte del
mundo rural, este trabajo ha sido invisibilizado por las estadísticas, la familia y las
mismas mujeres rurales (Fawaz y Soto 2012).
De este modo se construye un imaginario dicotómico sobre la movilidad y el
uso del espacio que indica que, mientras las estrategias de subsistencia de los hom-
bres estaban concentradas en el espacio exterior —al aire libre, en el bosque, el
mar—, el espacio de las mujeres era más restringido y estaba recluido en el interior
y la proximidad. En este sentido, se podría decir que predominaba una especie de
dominación de tipo matriarcal/machista donde, si bien la mujer era la jefa del hogar y
tomaba algunas decisiones en relación con el cuidado del hogar y los hijos, los hombres
tenían gran influencia a partir de los ingresos que traían de sus viajes a la Patagonia.
Asimismo, vemos que las labores estaban también divididas. Al hombre le co-
rrespondía el trabajo duro del campo, mientras que la mujer se dedicaba a las labores
más delicadas. El hombre tenía derecho a salir, a divertirse, al alcohol, pues traía el
dinero, mientras que la mujer estaba comúnmente recluida en el espacio interior.
Ellas tenían menos oportunidades de socializar en relación con los hombres, casi
no conocían el espacio público de los poblados y ciudades. Muy pocas pudieron
acceder a una educación completa en algún centro urbano y tuvieron la posibilidad
de trabajar cuidando casas y niños fuera de la isla. En los relatos se resalta que an-
tiguamente había más machismo y que por este motivo las mujeres no estudiaban,
ya que sus funciones principales eran las labores domésticas (Mac Phee 2013).
Se trata entonces de una constelación donde las movilidades recaían principal-
mente en los hombres. El discurso y las prácticas cotidianas señalaban una conquista
del espacio mayor por parte de ellos, mientras que las mujeres tenían una movilidad
más reducida a escala de la proximidad asociada a sus labores domésticas más que
a sus intereses. Todo ello fue dividiendo el espacio archipelágico entre hombres
viajeros y mujeres cautivas de la proximidad.
El mismo hecho de viajar abrió nuevas perspectivas a los hombres de Chiloé.
Su trabajo en tierras lejanas les permitía traer una serie de objetos que daban cuen-
4 Algunos autores piensan que este hecho, el mayor conocimiento de las mujeres y su participación en el
trabajo agrícola, producto de las ausencias masculinas, fue lo que posteriormente ayudó a su incorpo-
ración en la industria salmonera.
5 Sin embargo, hay que mencionar que, en relación con los países de la ocde, Chile exhibe una baja par-
ticipación laboral femenina, sin superar 40% en los sectores urbanos y 26% en el campo (Fawaz y Soto
2012).
Empezó a ser cada vez más importante el papel de las mujeres en el mundo social
rural insular, y se produjo un desplazamiento de lo privado a lo público cada vez
más evidente.
Si bien hoy día no son muchas las mujeres que trabajan en la industria del sal-
món,6 esta les abrió las puertas a nuevos espacios. En la actualidad se ven mujeres
trabajadoras, presidentas de juntas de vecinos, que participan en sindicatos, madres
solteras, mujeres que saben manejar.
Sin embargo, a decir de Macé et al. (2010), hay que ser cautelosos, pues en lo
que respecta al trabajo, específicamente dentro de la fábrica, siguen replicándose
patrones tradicionales de división de género por cuanto los hombres son destinados
a efectuar los trabajos más duros y las mujeres aquellos trabajos más delicados, al
mismo tiempo que tienen ingresos y contratos más inestables (Rebolledo 2012).
Ello podría ser indicio de que el patriarcado machista prevalece en la isla, solo que
ahora toma nuevas connotaciones en el interior de la fábrica.
Por otra parte, estas oportunidades de trabajo local también impactan fuerte-
mente en el papel de los hombres, por cuanto sus migraciones ya no son necesarias.
La llegada de la mayoría de edad y la entrada en la edad adulta que estos viajes re-
presentaban se pierde cuando los hombres tienen acceso a oportunidades de trabajo
dentro del mismo territorio. En esta transición de producción, los hombres pierden
su identidad como viajeros y, a menudo, su función como los únicos proveedores
de ingreso económico para la familia (Macé et al. 2010), para transformarse en
obreros de fábrica.
Como ocurre en muchas comunidades rurales, la asalarizacion de las mujeres
y la pérdida del estatus de proveedor del hombre vendrían a generar tensiones en el
interior del grupo familiar (Fawaz y Soto 2012). De acuerdo con Rebolledo (2012),
el masivo ingreso femenino al trabajo en la industria del salmón ha tensionado y
alterado las relaciones de género, lo que se evidencia especialmente a nivel fami-
liar. El cese de la migración masculina hacia la Patagonia argentina, gracias a la
existencia de fuentes de trabajo local, lleva a las parejas a tener que convivir de
manera prolongada en el mismo espacio, estresando así los lazos familiares de las
mujeres que estaban acostumbradas a ejercer solas la jefatura del hogar durante
largas temporadas, explica Rebolledo (2012).
6 Tras la crisis de la industria salmonícola se cerraron muchas plantas. Muchas mujeres se quedaron sin
trabajo, pero ya no quisieron volver a los campos.
7 Hay que mencionar que, antes de la instalación de la industria salmonícola en Chiloé en la década de
1980, ya había indicios de una asalarización de la población a partir del surgimiento de empresas pes-
queras y conserveras en el territorio.
Sin embargo, algunas mujeres que participan en sindicatos no ven esa partici-
pación como una ruptura con los papeles femeninos tradicionales, sino más bien
como su extensión (o complemento). Para otras personas (sobre todo hombres), la
sindicalización femenina se conceptualiza como parte de una ruptura con los este-
reotipos tradicionales de género, para las mismas mujeres en cambio es una forma
de participación política, de organización y de inclusión en procesos reivindicatorios.
El mismo trabajo dirigencial se concibe como una ampliación de la maternidad por
cuanto en la fábrica adquieren el papel de madres de los otros, al dar consejos, ser
confiables, etcétera (Cid 2012).
Como lo explica Beatriz Cid (2012), esta situación empodera y desempodera.
Las empodera, en tanto establece un espacio de legitimidad propio de las dirigen-
tas y que contribuiría a definir una parte del espacio público como propiamente
femenino. Las desempodera, en tanto contribuye a profundizar lo que puede defi-
nirse como una triple jornada laboral de ser madre/esposa, trabajadora y dirigente;
donde la dirigenta comprometería mayor entrega física, temporal y emocional que
los dirigentes masculinos (Cid 2012).
En los relatos recogidos aparecen contradicciones frente a la conquista de estos
nuevos espacios. Las mujeres, sobre todo las más adultas, ven con recelo a las mujeres
jóvenes que trabajan, que viven en las ciudades y que cuidan solas a sus hijos. Hay
muchas veces una diferenciación entre las mujeres que viven en el pueblo y aquellas
que viven en la ciudad, pues las primeras ven con prejuicio a las segundas. Al mismo
tiempo, muchas manifiestan contradicciones al considerar como algo positivo el
hecho de ser independientes y ganar dinero, a la vez que sienten pesar por tener
que descuidar a la familia y a los hijos. Para Loreto Rebolledo (2012), lo anterior
se traduce en que existen situaciones contradictorias donde simultáneamente se
constata la presencia de modos tradicionales de ser y relacionarse, donde lo colec-
tivo y lo familiar permanecen, pero coexisten con prácticas de corte individualista
exacerbadas debido al peso que ha adquirido el dinero.
En términos generales y como plantea Paloma Gajardo (2015), los procesos de
modernización en los que se encuentra el archipiélago de Chiloé sitúan sobre todo
a las mujeres en un espacio sociocultural contextualizado entre lo global y lo local,
seducidas por la modernidad, pero también conscientes de las potencialidades y
facilidades que otorga la vida en la ruralidad insular. Viven hoy en un mundo
rural menos diferenciado del urbano que el de sus padres, conocen la vida urbana
por medio del trabajo, los estudios, las instancias de socialización o las salidas trá-
mites. Se trata de un grupo más acostumbrado a mantener relaciones entre la isla
y el pueblo, a partir de lo cual las opciones son múltiples; migrar, volver, quedarse,
o ir de un lugar a otro.
Como se ha constatado en esta constelación, la movilidad urbana y residencial
viene a ser cada vez más importante. La analogía con los viajeros de la Patagonia
es evidente, explica Catalina Gobantes (2011): descripciones como “aventurarse a
la ciudad”, “enfrentar la adversidad” y “probarse que uno es capaz” dan cuenta de
lo que significa la movilidad urbana. Mientras algunos chilotes encontraron un
trabajo complementario con la vida rural, son muchos más los que se han proleta-
rizado empleándose en las plantas industriales y servicios para la industria, que en
la mayoría de los casos requiere trasladarse a los centros urbanos.
Sin embargo, para muchas mujeres y hombres, sobre todo para quienes viven
en las pequeñas islas del mar interior, la movilidad hacia los centros urbanos es
sinónimo de búsqueda de mejores oportunidades y se transforma en un objetivo
de vida. En esta constelación la vida rural insular no parece ser una opción. No
obstante, se reconoce que esta movilidad hacia la ciudad no es fácil y muchas ve-
ces implica una disminución de la calidad de vida y un acercamiento a la pobreza
urbana. Muchos isleños ahora tienen que comprar papas, ajo y otros alimentos que
antes podían tener gratis en sus propios huertos. Algunos vendieron sus predios
para vivir en pequeñas casas urbanas, donde no tienen patio ni animales. Mu-
chos viajan solo en vacaciones a las pequeñas islas que los vieron crecer, a visitar
a sus padres y abuelos que todavía residen ahí.
Asimismo, se puede mencionar que el ingreso acelerado de una industria global
en un territorio insular donde primaban las relaciones de reciprocidad, junto con
una agricultura para el autoconsumo, no solo tuvo consecuencias a nivel cultural
y espacial, sino también sobre los objetos que circulaban cotidianamente. En un
principio, en las décadas de 1980 y 1990, fue la radio, luego la televisión y el teléfo-
no. Ahora llegaron los celulares, los notebooks, mp3, ropa de marca, etc. Aparecen
objetos como sofás, antenas satelitales y bebidas gaseosas.
Los patrones de consumo alimentario y de vestuario también cambiaron;
se ha incrementado el endeudamiento con tarjetas de crédito. Se construyó el
emblemático centro comercial de la ciudad de Castro, cambiando tanto el paisaje
arquitectónico de la ciudad como las pautas de consumo de los chilotes. El dinero
ha ido relegando al trueque en las zonas rurales (Rebolledo 2012).
La movilidad cotidiana comenzó a cambiar y a dejar de estar relacionada solo
con el trabajo, el hogar y el cuidado de los hijos. Aparecen artefactos de la moder-
nidad y de la mayor movilidad que comienza a producirse en el archipiélago. La
Bibliografía
Introducción
1 Doctora en Ciencias con especialidad en Estrategias para el desarrollo agrícola regional por el Colegio
de Posgraduados. Profesora investigadora titular del Colegio de Posgraduados, campus Puebla.
2 Doctor en Ciencias con especialidad en Estrategias para el desarrollo agrícola regional por el Colegio
de Posgraduados. Catedrático del cedua, El Colegio de México.
Género y espacio
Así, además del espacio, que se puede delimitar de manera física en función de
las actividades humanas que alberga, del tipo de gente que lo ocupa, de los elemen-
tos que lo contienen, o de los contenidos simbólicos que se le atribuyen, existe un
espacio genérico que se puede definir como “aquel que está directa o indirectamente
configurado por la construcción sexuada de una cultura” (Del Valle 1997: 32).
En años recientes se ha considerado también la necesidad de entender las
desigualdades de género como el resultado del entrecruzamiento de otros ejes de
diferenciación social, como la clase, la etnicidad, la raza y la sexualidad, que deben
ser analizados desde la llamada “interseccionalidad” (Viveros 2013) y que están
presentes en espacios y territorios diversos.
En el caso que nos ocupa, cada una de estas dimensiones se convierte en
un eje de inequidad que coloca en una posición de vulnerabilidad a la población
migrante de origen rarámuri, en particular a las mujeres.
Género y movilidad
En las últimas décadas se han llevado a cabo múltiples estudios desde la perspec-
tiva de género, en los que se analizan las relaciones de poder y desigualdad entre
hombres y mujeres en los procesos migratorios, así como la transformación de sus
subjetividades y de sus relaciones en los grupos domésticos.
La incorporación de la perspectiva de género a los estudios migratorios
ha permitido avanzar en la problematización y formulación de proposiciones
teórico-metodológicas e interpretativas sobre el papel de las relaciones de género
en los procesos de movilidad. Por otro lado, ha dado lugar a la incorporación de
nuevos temas a la agenda de investigación, tales como el papel de las relaciones
familiares de género como condicionantes de la migración (de Oliveira 1984); la
caracterización de la migración femenina intrarrural (Arias 1995; Arias y Mummert
1987; Lara 1986; Roldán 1982), y el impacto de la movilidad espacial y la inserción
laboral de las mujeres en su condición y posición (Mummert 1986; Rosado 1990;
Barrón 1993), entre otros.
Pese a que el género, junto con la etnia y la clase, integran los tres grandes
modos de diferenciación y jerarquización social (Millán 1993), el cruce entre las
dimensiones de género y etnicidad en los estudios migratorios constituye uno de
los temas menos abordados de la literatura (Sánchez y Barceló 2007). No obs-
tante, los estudios desarrollados desde esta perspectiva han resultado de suma
utilidad para evidenciar las condiciones de vulnerabilidad extrema a las que se ven
sometidas las mujeres indígenas migrantes y que se derivan de las relaciones de
subordinación que mantienen dentro de sus grupos de adscripción, así como de la
interacción que mantienen sus grupos de pertenencia con la sociedad dominante
(Alberti 1994; González 1993; Sánchez y Barceló 2007).
En las investigaciones desarrolladas desde este enfoque se ha privilegiado el
análisis de los efectos aditivos de las exclusiones de género, etnia y clase para pro-
fundizar sobre la influencia de los procesos migratorios en las relaciones e identi-
dades de género (Martínez y Hernández 2011; Nava 2007; Mummert 1986); en las
prácticas conyugales y de fecundidad (Menkes 2008; Rodríguez 2005; D’Aubeterre
2000); en las relaciones intra e interétnicas (Paris 2007; Bello 2007; Muñoz 1997), y
en la configuración de los espacios laborales (Lara 2010; Mayer 2000), entre otros.
El presente trabajo pretende aportar elementos de análisis en torno a las im-
plicaciones que tienen ciertas adscripciones identitarias, como el género y la etnia,
sobre los procesos de movilidad espacial y las relaciones sociales entre grupos
culturales distintos.
En este sentido, la presencia de múltiples grupos culturales en Cuauhtémoc,
Chihuahua, vinculados en el ámbito productivo, pero disociados y confrontados
en otros ámbitos de la vida social, permite analizar la forma en que las prácticas
migratorias trastocan la vida cotidiana de las sociedades receptoras, dando lugar
a conductas que acentúan la condición de marginalidad de las familias migrantes,
induciendo cambios en las dimensiones simbólica y subjetiva de sus identidades y
afectando de forma diferencial a sus integrantes.
El contexto de la investigación
Según el Censo de Población y Vivienda del 2010, realizado por el Instituto Nacio-
nal de Estadística, Geografía e Informática (Inegi), la población del municipio de
Cuauhtémoc es de 154,639 habitantes, de los cuales 75,936 son hombres y 78,703
son mujeres.
De acuerdo con Inegi (2010), en el municipio habitan un total de 2,284 personas
que hablan alguna lengua indígena. Al mismo tiempo, están asentados poco más de
30,800 menonitas, pertenecientes a dos de las colonias menonitas más numerosas
e importantes del país, las cuales, pese a interactuar de manera cotidiana con la
población indígena y mestiza de la región en el ámbito comercial y productivo,
mantienen distancia cultural con otros grupos sociales, ya que poseen su propio
sistema escolar, lengua y tradiciones (pmd 2007).
Chihuahua está considerado como el principal estado productor de manzana. La
ciudad de Cuauhtémoc se encuentra en la llamada “ruta de la manzana” que cubre
los municipios de Cuauhtémoc, Cusihuiriachi, Carichí y Guerrero, entre otros. A
lo largo de esta ruta se produce manzana de calidad reconocida a nivel nacional e
internacional. La producción de manzana constituye uno de los principales pilares
económicos de la región y representa un importante polo de atracción para los tra-
bajadores agrícolas por la demanda de fuerza de trabajo que origina, particularmente
en la época de cosecha, durante los meses de agosto y octubre.
Se calcula que cada año migran hacia Cuauhtémoc más de 5,500 jornaleros, la
gran mayoría indígenas rarámuris acompañados por sus familias, aunque también
hay indígenas y mestizos de otras regiones del país que arriban a la región como
parte del Programa de Jornaleros Agrícolas Migrantes. Ello supone la demanda
temporal de servicios de vivienda, alimentación, educación y salud, que empre-
sas y autoridades no pueden cubrir, lo cual incide de manera negativa sobre las
condiciones de vida y de trabajo de la población migrante. Al mismo tiempo, la
presencia de los jornaleros indígenas da lugar a conflictos asociados al uso del
espacio público (calles, parques, jardines, entre otros espacios), a la competencia
por acceder a los espacios laborales y a la exclusión y discriminación a la que se
ven sometidos los jornaleros por parte de la población local, sobre todo la mestiza.
Como se puede apreciar, la región de estudio presenta una problemática de alta
complejidad por estar atravesada por diversos fenómenos sociales. Destaca entre
estos la convivencia multicultural (mestizos, menonitas y rarámuris) en donde se
observa escaso diálogo intercultural, puesto que las relaciones sociales existentes
comportan diferencias inequitativas de género, clase, raza y etnia.
3 Reuniones comunitarias que no solo son de carácter religioso o ritual, sino también de carácter eco-
nómico y de trabajo compartido, en las que se consume el batari o tesgüino, una bebida embriagante
hecha de maíz fermentado, que está presente en todas las actividades sociales importantes.
Las características culturales del grupo étnico rarámuri han sido documentadas por
diversos investigadores que dan cuenta de sus particularidades (Gabrielova 2007;
Pintado 2000; Rodríguez 1999). Sin embargo, existen pocos estudios que aborden
el papel que se asigna a las mujeres en la cosmovisión y ritualidad rarámuri.
Los mitos y leyendas, fuente usada con frecuencia para explicar las diferencias
socioculturales entre los sexos dentro de los grupos indígenas, no muestran para el
caso rarámuri una diferenciación significativa en función del sexo.4
No obstante, el análisis de los roles, espacios y actividades que desarrollan las
mujeres a lo largo de su ciclo vital permite apreciar diferencias y desigualdades
asociadas a las asignaciones del género y su valoración.
Si bien los primeros años de vida de los rarámuris transcurren sin distinción, a
partir de los 10 u 11 años, niños y niñas comienzan a desempeñar tareas diferenciadas.
Las responsabilidades y tareas asignadas a las niñas son las labores domésticas y de
preparación de alimentos, mientras que los niños ayudan en los trabajos agrícolas
y el pastoreo, por lo cual tienen mayor libertad de movimiento.
La socialización de las y los menores incluye el aprendizaje del idioma, el uso
de vestimenta tradicional, las tareas del trabajo cotidiano, la ayuda mutua familiar,
las creencias, la participación en fiestas tradicionales y en los deportes típicos
—diferentes para hombres y mujeres—,5 así como el uso y aprovechamiento de
los recursos del bosque, referentes que forman parte de su cultura (Servín 2008).
La diferenciación de género afecta a las mujeres en cuanto a que tienen menor
oportunidad de asistir a la escuela y, por tanto, menos posibilidades de hablar es-
pañol o adquirir conocimientos o habilidades que les permitan encontrar trabajo
fuera de su localidad.
4 La oposición dentro del mito de origen es, en este caso, más bien étnica: Onorúame (el dios que es padre
y madre a la vez) coció a la figura humana y la dotó con un soplo de alma para crear al rarámuri, en
tanto que su hermano mayor coció de forma inadecuada su figura, dejándola blanda y blanca, y de esta
salió el chabochi (hombre blanco y barbudo).
5 La diferenciación por género está presente en los juegos tradicionales. Las mujeres practican la rowera
(carrera con lanzamiento de aro) en oposición al rarajípari (carrera con lanzamiento de bola) que
juegan los hombres; y el nakíbuti (lanzamiento de palitos unidos por un cordel) como contraparte de
la ra’chuela (lanzamiento de bola). Por otro lado, los juegos de lanzamiento y puntería, tales como el
rujíbara (cuatro con teja), el júbara (cuatro con palillos) y la choguira (lanzamiento con arco y flecha),
son exclusivamente para varones, así como los juegos de azar (romayá) y también la lucha (najarápuami).
Es muy triste, no hay trabajo en la sierra [... la comida] se acaba ya para diciembre, en
enero, por ahí ya se acaba, es muy poquita tierra, ¡puro barranco, pues! No es tierra
[...] nos venimos desde allá [por eso], porque allá no había qué comer (Felícitas Durán,
32 años, jornalera rarámuri).
Por otro lado, habría que considerar además la emergencia de fenómenos sociales
que operan como factores de expulsión; tal es el caso de la violencia estructural
derivada del cultivo de enervantes y la presencia cada vez mayor del crimen or-
ganizado. Algunos de los testimonios recopilados en Cuauhtémoc dan cuenta de
la violencia cotidiana en algunas zonas de la sierra y su influencia en los procesos
migratorios.
[En la sierra] sí que está peligroso ya hasta llevar dinero. Por allá han asaltado, pues,
en el mismo pueblo han asaltado [...] la gente dice que hay [narcotráfico] pero así que
se vea totalmente abierto, no (Romualda, 42 años, jornalera rarámuri).
Me estaba diciendo mi hermano que después de las ocho de la noche ya no puedes andar
por la calle porque te levantan, te golpean o te matan por ahí. Más si te encuentran
desconocido (Zoila, 28 años, jornalera rarámuri).
Por otro lado, a diferencia de otros circuitos migratorios, donde los varones
emigran temporalmente en busca de empleo a las grandes ciudades o campos de
cultivo, las/os rarámuris suelen viajar en grupos familiares. Esta situación com-
plica la búsqueda de vivienda en las zonas de destino, ya que entre las condiciones
que establecen los albergues de las grandes empresas está el acceso restringido
a menores y la separación de hombres y mujeres (Martínez y Hernández 2011).
Asimismo, el acceso al trabajo no es igual para todos, pues como veremos a
continuación se encuentra fuertemente condicionado por la condición genérica,
etaria e incluso étnica.
La segregación es un concepto que ha sido utilizado por diversos autores para re-
ferirse a las inequidades de género y someter a un análisis exhaustivo la estructura
diferencial de oportunidades en los mercados de trabajo rurales (Rodríguez 2005).
Alude a la delimitación de espacios diferentes entre individuos o grupos a partir
de atributos particulares, institucionalizando con ello un orden social que legitima
esferas de autoridad y competencia, y determina un acceso desigual a los recursos.
La presencia de ámbitos espaciales y temporales sexualmente diferenciados a lo
largo del proceso productivo de la manzana, evidencia la forma en que opera esta
modalidad de control y jerarquización del trabajo.
Durante los recorridos de campo de la investigación, fue posible constatar
la presencia de cuadrillas de trabajadores cuya integración obedece a criterios de
productividad y especialización del trabajo en función del sexo.
En términos generales se pudo apreciar que las mujeres se encuentran al
margen de las actividades que demandan una mayor fortaleza física. Tal es el caso
de las labores propias de la temporada de la pizca, una de las más largas y mejor
retribuidas del proceso de cultivo, en donde existe una marcada preferencia por la
contratación de varones, sobre todo durante las primeras semanas, cuando la cose-
cha no es cuantiosa. Por lo regular, las mujeres son contratadas para estas labores
únicamente cuando el volumen de cosecha lo requiere.
No hay pizcadoras, hay puro hombre pizcador. Aquí cuando se ponen mujeres es en
mayo, junio, para el desahije [sic] [hay] mil, mil cien, mil doscientas mujeres trabajando
[...] es trabajo de la mujer todo el tiempo en el desahije [sic] de la manzana (Capi, jefe
de cuadrilla, La Norteñita).
A mí ni me las mencione [a las mujeres] [...] para mí es más fácil lidiar con hombres.
Las mujeres, como que aunque sepan hacer su trabajo, con tal de llevar la contraria,
no sé, he trabajado muy poco [con ellas] pero las veces que me ha tocado, les dice uno
cómo hagan las cosas, pero si ella no quiere, no gusta de hacerlo y no lo hace [...] a mí
si me dicen, ¿quieres hombres o quieres mujeres?, yo agarro hombres (Manolo, jefe de
cuadrilla, La Norteñita).
Si por mí fuera, yo tendría puras mujeres trabajando ¿Por qué?, porque son más res-
ponsables, más trabajadoras [...] Ya tengo 25 años [trabajando] con mujeres y traigo
hasta mil, mil doscientas en tiempo del desahije [...] y no es cierto que ellas cosechen
menos, alguna vez han juntado hasta más que las cuadrillas de hombres (Javier, jefe
de cuadrilla, La Norteñita).
Finalmente, cabe señalar que, si bien el pago por jornal es el mismo para las mu-
jeres y los hombres (un promedio de 150 pesos diarios), las empresas manzaneras
contratan preferentemente a hombres, por lo que las mujeres y menores que los
acompañan deben permanecer a la espera de que aumente la demanda de trabajo
para estar en posibilidades de ser contratados.
Por su forma de ser [los rarámuris] son muy reservados, muy respetuosos, nunca se meten
en problemas, no ofenden a nadie, no crea, son dóciles, saben trabajar, vienen a trabajar,
tenemos gente de muchos años; en cambio, no por nada, pero me ha tocado ver otros
casos, por ejemplo, viene gente de Chiapas, ellos traen a su líder, ponen condiciones, o
sea, cosas que no. Ellos [los rarámuris] llegan tranquilamente, preguntan, pero la gente
más para el sur tiene otra forma de pensar (Teresa, funcionaria de La Norteñita).
o social. Ejemplo de ello son las llamadas “gobernadoras”, mujeres que han ganado
en los asentamientos rarámuris de las ciudades los cargos de representación que
les son negados en sus comunidades de origen.
Las gobernadoras indígenas suelen gestionar a nombre de la comunidad la
dotación de servicios públicos en los albergues y asentamientos donde viven. La
población migrante de origen rarámuri recurre a ellas para solucionar varios tipos
de problemas internos o externos, para que hablen a su nombre frente a las auto-
ridades, les ayuden a gestionar apoyos o sirvan como traductoras o interlocutoras
frente a los mestizos.
A todo lo anterior se suman las responsabilidades domésticas de carácter re-
productivo en sus respectivos hogares y el cumplimiento estricto de sus jornadas
laborales en las huertas de manzana, lo que deriva en una carga extraordinaria de
trabajo (triple jornada) que no es remunerada, situación que las coloca en una po-
sición económica vulnerable, dado que, con independencia del cargo que ostentan,
su situación de pobreza es similar a la de sus representados.
Es difícil ser gobernadora porque trabaja uno mucho y luego pues tiene que andar uno
muy lejos, lo invitan a Chihuahua y tiene que estar cuatro días de reuniones y luego los
niños se quedan en casa [...] nosotros teníamos [juntas] cada quince días [...] a veces les
decía que no iba a haber junta porque no estaba, tenía que andar mucho, tenía que andar
en la presidencia de Chihuahua (Josefina, 38 años, jornalera y gobernadora rarámuri).
Por otro lado, muchos de los programas y organismos sociales que atienden a la
población rarámuri en las ciudades canalizan sus recursos y apoyos institucionales a
través de la participación de estas mujeres, sin considerar que su gestión representa
una responsabilidad adicional que deriva en un incremento de las cargas de trabajo.
Asimismo, al asignar tareas de servicio, atención y cuidado, ligadas a la reproduc-
ción, están replicando a nivel institucional la visión estereotipada del papel que
deben cumplir hombres y mujeres en el sistema tradicional de género (Nava 2007).
Si bien el desarrollo de actividades productivas, reproductivas y comunitarias en
los espacios migratorios supone una carga de trabajo extraordinaria para las mujeres
rarámuris, constituye al mismo tiempo un factor que las habilita para desplazarse a
través de espacios que en sus localidades de origen les niegan sistemáticamente. Este
hecho ha propiciado cambios a nivel de sus subjetividades e identidades, algunos
de los cuales mostraremos en el siguiente apartado.
cuando vivían en sus localidades de origen. Por otro lado, en el contexto mi-
gratorio las mujeres tienen la posibilidad de apoyarse en instancias de media-
ción y amparo que encuentran en el entorno urbano, las cuales les permiten
afrontar las irresponsabilidades y abusos de sus parientes o cónyuges.
En suma, se puede afirmar que, si bien la migración tiene efectos negativos sobre la
condición de las mujeres rarámuris, incrementando notablemente su carga de trabajo,
exponiéndolas a la discriminación étnica y genérica y colocándolas en una situación
de vulnerabilidad, al mismo tiempo es un factor que puede generar cambios en su
posición de género, induciendo una reconstitución de sus identidades individuales
y favoreciendo el tránsito hacia modelos menos inequitativos y autoritarios.
Esta conclusión coincide con los hallazgos de otras investigadoras (Meentzen
2007; Ariza 2000; Büjs 1993; Morokvásic 1983), quienes sostienen que la migración
abriga la potencialidad de alterar las asimetrías entre hombres o mujeres, aunque
reconocen que no es el único elemento que afecta o altera las relaciones de género,
que los cambios que induce no todos son necesariamente positivos y que dependen
de una serie de factores conexos contingentes a cada situación migratoria.
Las diferencias culturales originan gran diversidad de relaciones que pueden ir desde
la convivencia pacífica y cooperación mutua hasta la indiferencia, intolerancia, dis-
criminación y explotación, la manifestación de expresiones de racismo y exclusión
social. Entre las prácticas sociales discriminatorias dirigidas a las mujeres perte-
necientes a grupos étnicos diferenciados destacan: a) prejuicios, opiniones e ideas
que personas o grupos sociales se forman en relación con otra u otras, asociadas a
cuestiones subjetivas adquiridas y reproducidas socialmente, y que se traducen en
actitudes de reserva o rechazo; b) estereotipos, creencias rígidas y generalizadas
sobre grupos de personas que son concebidos como portadores de un conjunto de
características similares; tal es el caso de los estereotipos de género, que atribuyen
determinados atributos a las mujeres, o los relacionados con la identidad indígena,
que se manifiestan en la discriminación de los grupos étnicos por parte de la sociedad
mestiza, y c) intolerancia, práctica asociada a la incomprensión, temor o rechazo
ante lo que se considera diferente y que se traduce en descalificación de opiniones,
costumbres o tradiciones y modos de vida distintos a los propios (Rodríguez 2005).
Durante las entrevistas y sesiones de grupo focal con las y los integrantes de las
organizaciones de la sociedad civil (osc) en Cuauhtémoc, se pusieron de manifiesto
tanto la empatía como los prejuicios, estereotipos e intolerancia hacia la población
rarámuri por parte de la población mestiza y menonita.
Hubo opiniones diversas, desde aquellas que consideraban que su presencia
ocasionaba múltiples problemas a la población local debido a las condiciones
bajo las cuales se lleva a cabo la migración, la incidencia de alcoholismo y droga-
dicción, la ocupación de los espacios públicos y otras cuestiones vinculadas con
las características socioculturales de este grupo étnico, hasta aquellas en donde
se reconocía el desconocimiento de la cultura rarámuri y la necesidad de sensi-
bilizarse respecto a sus necesidades.
En todos los casos, sin embargo, los problemas de comunicación fueron reco-
nocidos como una constante en las relaciones entre la sociedad civil y la población
rarámuri. Al respecto, llama considerablemente la atención la forma en que las
osc explican la resistencia de los hombres y las mujeres rarámuris a interactuar
con la población menonita o mestiza. Desde su perspectiva, dicha actitud se asocia
al origen étnico, es decir, se le considera un rasgo inherente a su naturaleza, y no
resultado de una construcción social apoyada en el desconocimiento de la lengua
dominante y los procesos históricos de expoliación y despojo que forman parte de
la memoria colectiva de esta etnia.
[Las y los rarámuris] no se permiten recibir ayuda porque también son orgullosos,
porque tienen arraigado ese orgullo de ser de esa raza (integrante de osc, Cuauhtémoc).
La niña con la que he trabajado, por ejemplo, son personas a las que les tienes que sacar
las palabras a fuerzas. Si les estás llamando la atención por algo, agachan la cabeza
y de ahí no salen. No sé si es por la convivencia que tienen en familia o si así es su
comunicación (integrante de osc).
Esta distancia cultural está mediando las formas de intervención de las osc, las
cuales por lo regular emprenden acciones de corte asistencial que, al plantearse
desde las necesidades y preocupaciones de los grupos dominantes, tienen escasa
incidencia en las condiciones de vida y de trabajo de la población rarámuri migrante.
A través de la reflexión en el grupo focal, se reconoció la falta de acercamiento
con la población rarámuri y la necesidad de superar la distancia cultural, tanto con
la población migrante como con la que está asentada en la ciudad.
Conclusiones
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Rocío Isela Cruz Trejo. Maestra en Historia del arte con especialidad en Arte con-
temporáneo por la Universidad Nacional Autónoma de México (unam) y licenciada
en Relaciones comerciales por el Instituto Politécnico Nacional (ipn) y en Comuni-
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en Hermenéutica de la imagen. Actualmente trabaja en proyectos, ensayos y análisis
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así como las múltiples relaciones simbólicas y de construcción de género entre la
mujer, el deporte, y los problemas de movilidad en la ciudad.