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LA INVENCIÓN
DE LOS DERECHOS HUMANOS
Traducción de Jordi Beltrán Ferrer
76
T LE MP O
D E M tM O R ! A
TUSlJUETSED ITO R ES
1.a edición: octubre de 2009
[Figuras 37, 45, 73, 75, 81, 87, 89, 93, 97, 101, 201]
A Lee y Jane,
hermanas, amigas, inspiradoras
Mientras escribía este libro me beneficié de las incontables
sugerencias que me hicieron amigos, colegas y participantes en
diversos seminarios y conferencias. Ninguna expresión de grati
tud podría pagar las deudas que he tenido la buena fortuna de
contraer; tan sólo espero que algunos reconozcan su aportación
en ciertos pasajes o notas a pie de página. Al pronunciar las Con
ferencias Patten en la Universidad de Indiana, las Merle Curti en
la Universidad de Wisconsin, Madison, y las James W. Richard
en la Universidad de Virginia, disfruté de inestimables oportuni
dades de poner a prueba mis ideas preliminares. También ob
tuve opiniones excelentes de mis oyentes en el Camino College;
el Carleton College; el Centro de Investigación y Docencia Eco
nómicas de Ciudad de México; la Universidad de Fordham; el
Institute of Historical Research, Universidad de Londres, Lewis
& Clark College; el Pomona College; la Universidad de Stanford;
la Universidad de Texas A&M; la Universidad de París; la Univer
sidad del Ulster, Coleraine; la Universidad de Washington, Seat-
tle; y mi propia institución, la UCLA [University of California
at Los Angeles], Mis investigaciones fueron financiadas en su ma
yor parte por la Eugen Weber Chair in Modern European His-
tory, de la UCLA, y se vieron facilitadas en gran medida por
tener a mi disposición los volúmenes verdaderamente excepcio
nales que atesoran las bibliotecas de la UCLA.
La mayoría de la gente piensa que, en la lista de prioridades
de los profesores universitarios, la enseñanza viene después de la
investigación; sin embargo, la idea de este libro tuvo su origen en
una colección de documentos que edité y traduje con el fin de
enseñar a estudiantes universitarios: The French Revolution and Hu
man Rights: A Brief Documentary History (Bedford/St. Martin’s
Press, Boston y Nueva York, 1996). Una beca de la National En-
dowment for the Humanities me ayudó a concluir ese proyecto.
Antes de escribir el presente libro, publiqué un breve bosquejo,
«The Paradoxical Origins of Human Rights», en Jeffrey N. Was-
serstrom, Lynn Hunt y Marilyn B. Young (eds.), Human Rights and
Revolutions (Rowman & Littlefield, Lanham, Maryland, 2000,
págs. 3-17). Algunos de los argumentos del capítulo 2 se for
mularon de manera diferente en «Le Corps au xvme siécle: les
origines des droits de l’homme», Diogéne 203 (julio-septiembre
de 2003, págs. 49-67).
Desde la idea hasta la ejecución final, el camino es largo y
a veces difícil, al menos en mi caso, pero la ayuda de las perso
nas allegadas y queridas permite recorrerlo. Joyce Appleby y Su-
zanne Desan leyeron los borradores de mis tres primeros capí
tulos y me hicieron sugerencias maravillosas para mejorarlos. Mi
editora en W.W. Norton, Amy Cherry, prestó a la forma y la ar
gumentación el tipo de atención detenida que la mayoría de los
autores sólo conocen en sueños. Sin Margaret Jacob no hubie
se escrito este libro. Seguí adelante gracias a su entusiasmo por
escribir e investigar, a su valentía para aventurarse en campos
nuevos y controvertidos y, en no poca medida, a su capacidad
de dejarlo todo para preparar una cena exquisita. Sabe lo mu
cho que le debo. Mi padre murió cuando yo estaba escribiendo
el libro, pero todavía puedo oír sus palabras de aliento y apoyo.
Dedico el libro a mis hermanas Lee y Jane como muestra de re
conocimiento, por más que resulte insuficiente, de todo lo que
hemos compartido durante tantos años. Ellas me dieron mis pri
meras lecciones de derechos, resolución de conflictos y amor.
Introducción
«Sostenemos como evidentes estas verdades»
La paradoja de la evidencia
A pesar de sus diferencias terminológicas, las dos declaracio
nes del siglo xvm se basaban en una pretensión de evidencia.
Jefferson lo indicó de forma explícita cuando escribió: «Soste
nemos como evidentes estas verdades». La declaración francesa
afirmaba categóricamente que «la ignorancia, el olvido o el me
nosprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de
las calamidades públicas y de la corrupción de los gobiernos».
En 1948 no era mucho lo que había cambiado' en este sentido,
si bien es cierto que la Declaración de las Naciones Unidas adop
tó un tono más legalista: «Considerando [whereas] que la liber
tad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el recono
cimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e
inalienables de todos los miembros de la familia humana; [...]».
Con todo, también esto constituía una pretensión de eviden
cia, porque, en inglés, whereas significa literalmente «siendo el
hecho que» [it being thefact that]. Dicho de otro modo, emplear
el término inglés «whereas» es simplemente una manera legalis
ta de aseverar algo básico que se acepta como cierto, algo que es
evidente."'
Esta pretensión de evidencia, que resulta crucial para los de
rechos humanos incluso hoy en día, da origen a una paradoja:
si la igualdad de derechos es tan evidente, ¿por qué tuvo que
hacerse esta aserción, y por qué se hizo solamente en momen
tos y lugares específicos? ¿Cómo pueden los derechos humanos
ser universales si no se reconocen universalmente? ¿Nos conten
taremos con las explicaciones que dieron quienes formularon la
declaración de 1948, en el sentido de que «estamos de acuerdo
acerca de los derechos, pero a condición de que nadie nos pre
gunte por qué»? ¿Pueden ser «evidentes», cuando los estudiosos
llevan más de doscientos años discutiendo sobre lo que quiso
decir Jefferson con esta palabra? El debate continuará eterna
mente, porque Jefferson nunca sintió la necesidad de explicarse.
Nadie del Comité de los Cinco ni del Congreso quiso revisar
esta afirmación, aun cuando muchas otras secciones de la versión
preliminar de Jefferson sí fueron modificadas. Al parecer, esta
ban de acuerdo con él. Además, si Jefferson se hubiera explicado,
la evidencia de la aserción se habría evaporado. Una aserción que
necesita discutirse no es evidente.3
Creo que la pretensión de evidencia es decisiva para la his
toria de los derechos humanos, y el objeto de este libro es ex-
* La argumentación de la autora sobre whereas no puede aplicarse a la tra
ducción que de ella se ha impuesto en la versión castellana de la Declaración
de las Naciones Unidas reproducida en el apéndice, «considerando», que sig
nifica «juzgando», «estimando que». (N. del T.)
plicar cómo llegó a ser tan convincente en el siglo xvm. Afor
tunadamente, también permite centrar una historia que tiende
a ser muy difusa. Los derechos humanos son tan ubicuos en la
actualidad que parecen requerir una historia igualmente exten
sa. Las ideas griegas sobre la persona individual, las nociones
romanas de la ley y el derecho, las doctrinas cristianas del
alma...; existe el riesgo de que la historia de los derechos hu
manos se convierta en la historia de la civilización occidental,
o incluso, como sucede a veces, en la historia del mundo ente
ro. ¿Acaso la antigua Babilonia, el hinduismo, el budismo o el
islam no hicieron también sus aportaciones? ¿Cómo se explica
entonces la súbita cristalización de las aserciones sobre los de
rechos humanos a finales del siglo xvm?
Los derechos humanos precisan de tres cualidades entrela
zadas: los derechos deben ser naturales (inherentes a los seres hu
manos), iguales (los mismos para todos) y universales (válidos en
todas partes). Para que los derechos sean derechos humanos, to
dos los seres humanos de todo el mundo deben poseerlos por
igual y sólo por su condición de seres humanos. Resultó más
fácil aceptar el carácter natural de los derechos que su igualdad
o su universalidad. En muchos sentidos, seguimos bregando con
las consecuencias implícitas de la exigencia de igualdad y uni
versalidad de los derechos. ¿A qué edad tiene alguien derecho a
participar plenamente en política? ¿Los inmigrantes -los no ciu
dadanos- también tienen derechos? Y, en ese caso, ¿cuáles?
Sin embargo, ni siquiera la naturalidad, la igualdad y la uni
versalidad son suficientes. Los derechos humanos sólo cobran
sentido cuando adquieren contenido político. No son los dere
chos de los seres humanos en la naturaleza; son los derechos de
los seres humanos en sociedad. No son tan sólo derechos hu
manos en contraposición a derechos divinos, o derechos huma
nos en contraposición a derechos de los animales; son los dere
chos de los seres humanos en relación con sus semejantes. Son,
por tanto, derechos garantizados en el mundo político secular
(aunque los llamen «sagrados»), y son derechos que requieren la
participación activa de quienes los poseen.
La igualdad, la universalidad y la naturalidad de los derechos
adquirieron por primera vez expresión política directa en la De
claración de Independencia de Estados Unidos de 1776 y en la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano fran
cesa de 1789. Aunque la Declaración de Derechos inglesa de 1689
hacía referencia a los «antiguos derechos y libertades» estableci
dos por la ley inglesa y derivados de la historia de Inglaterra, no
declaró la igualdad, la universalidad ni la naturalidad de los de
rechos. Por el contrario, la Declaración de Independencia de Es
tados Unidos insistía en que «todos los hombres son creados
iguales» y en que todos ellos poseen «derechos inalienables». De
forma parecida, la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano proclamó que «los hombres nacen y permanecen li
bres e iguales en derechos». No los hombres franceses, no los
hombres blancos, no los hombres católicos, sino «los hombres»,
expresión que por aquel entonces, como ahora, significaba no
sólo «los varones» sino también «las personas», es decir, «los
miembros de la raza humana». Dicho de otro modo, en algún
momento entre 1689 y 1776, derechos que habían sido conside
rados casi siempre como los derechos de una gente determinada
-los ingleses nacidos libres, por ejemplo- se transformaron en de
rechos humanos, derechos naturales universales, lo que los fran
ceses llamaron «les droits de l’homme» («los derechos del hombre»).4
f Novelas y empatia
Novelas como Julia empujaron a sus lectores a identificarse
con personajes corrientes que, por definición, les eran desco
nocidos personalmente. El lector experimentaba empatia por
ellos, sobre todo por la heroína o el héroe, gracias al funciona
miento de la propia forma narrativa. Dicho de otro modo, me
diante el intercambio ficticio de cartas, las novelas epistolares
enseñaron a sus lectores nada menos que una nueva psicología,
y en ese proceso echaron los cimientos de un nuevo orden so
cial y político. Las novelas hacían que Julia, perteneciente a la
clase media, o incluso una sirvienta como Pamela, la heroína de
la novela homónima de Samuel Richardson, fuesen iguales, si
no mejores, que hombres ricos tales como el señor B., el pa
trón de Pamela que quiere seducirla. Las novelas venían a de
cir que todas las personas son fundamentalmente parecidas a
causa de sus sentimientos, y, en particular, muchas novelas mos
traban el deseo de autonomía. De este modo, la lectura de no
velas creaba un sentido de igualdad y empatia mediante la par
ticipación apasionada en la narración. ¿Puede ser casualidad que
las tres novelas de identificación psicológica más importantes del
siglo xvill -Pamela (1740) y Clarissa (1747-1748), de Richardson,
y Julia (1761), de Rousseau- fueran publicadas en el periodo que
precedió inmediatamente a la aparición del concepto de «dere
chos del hombre»?
Huelga decir que la empatia no se inventó en el siglo xvm.
La capacidad de sentir empatia es universal, ya que tiene sus
raíces en la biología del cerebro; depende de una capacidad con
base biológica, la de comprender la subjetividad de otras perso
nas e imaginar que sus experiencias internas son como las pro
pias. Los niños que padecen autismo, por ejemplo, tienen gran
dificultad para descodificar las expresiones faciales como indi
cadoras de sentimientos, y en general les cuesta atribuir estados
subjetivos a los demás. Simplificando, podría decirse que el
autismo se caracteriza por la incapacidad de sentir empatia ha
cia los demás.4
Normalmente aprendemos a sentir empatia a una edad tem
prana. Sin embargo, aunque la biología proporciona una predis
posición esencial, cada cultura expresa la empatia de una forma
particular. La empatia sólo se desarrolla por medio de la interac
ción social; por lo tanto, las formas de esa interacción intervie
nen en la configuración de la empatia de una manera importan
te. En el siglo xvm, los lectores de novelas aprendieron a ampliar
el alcance de la empatia. Al leer, sentían empatia más allá de las
barreras sociales tradicionales entre nobles y plebeyos, amos y sir
vientes, hombres y mujeres, quizá también entre adultos y ni
ños. Por consiguiente, aprendían a ver a los demás -a los que no
conocían personalmente- como seres iguales a ellos, con los mis
mos tipos de emociones internas. Sin este proceso de aprendiza
je, la «igualdad» no podría haber alcanzado ningún sentido pro
fundo ni, en particular, ninguna consecuencia política. La igual
dad de las almas en el cielo y la igualdad de derechos aquí, en la
tierra, no son lo mismo. Antes del siglo xvm, los cristianos acep
taban de buen grado lo primero sin reconocer lo segundo.
La capacidad de identificarse más allá de las barreras socia
les pudo haberse adquirido de muchas maneras; no pretendo
que la lectura de novelas fuese la única. Con todo, parece per
tinente considerar la lectura de novelas como una experiencia
decisiva, si tenemos en cuenta que el apogeo de un género par
ticular de novela -la novela epistolar- coincide cronológica
mente con el nacimiento de los derechos humanos. La novela
epistolar surgió como género entre las décadas de 1760 y 1780,
y luego se extinguió de forma bastante misteriosa en la de 1790.
Antes ya se habían publicado novelas de todo tipo, pero no se
distinguió como género hasta el siglo XVlll, especialmente des
pués de 1740, fecha de la publicación de Pamela, de Samuel Ri-
chardson. En Francia se publicaron ocho novelas en 1701, 52 en
1750 y 112 en 1789. En Gran Bretaña, el número de novelas se
multiplicó por seis entre la primera década del siglo xvm y la
de 1760: alrededor de treinta novelas aparecieron cada año en
la década de 1770, 40 al año en la de 1780 y 70 al año en la
de 1790. Asimismo, había más gente que supiese leer, y ahora
las novelas presentaban a personas corrientes como los persona
jes principales, que hacían frente a problemas cotidianos relacio
nados con el amor, el matrimonio y el éxito mundano. La alfa
betización se había extendido tanto que en las grandes ciudades
hasta los sirvientes, fuesen hombres o mujeres, leían novelas, si
bien esta actividad no fuera entonces, como tampoco lo es aho
ra, frecuente entre las clases bajas. Los campesinos franceses, que
constituían cerca del 80 por ciento de la población, no acos
tumbraban leer novelas, ni siquiera cuando sabían leer.5
A pesar de las limitaciones del público lector, los héroes y
las heroínas corrientes de la novela del siglo xvill, de Robinson
Crusoe y Tom Jones a Clarissa Harlowe y Julie d’Étange, se con
virtieron en nombres muy conocidos, a veces incluso entre la
gente que no sabía leer. Personajes de la baja o la alta nobleza,
tales como Don Quijote y la Princesa de Cléves, tan prominentes
en las novelas del siglo xvn, dieron paso a sirvientes, marineros
y muchachas de clase media (Julia, aunque es hija de un miem
bro de la pequeña nobleza suiza, parece más bien de clase me
dia). La notable ascensión de la novela en el siglo xvm no pasó
inadvertida, y desde entonces los estudiosos la han vinculado al
capitalismo, a la clase media con aspiraciones, al crecimiento de
la esfera pública, a la aparición de la familia nuclear, a un cambio
en las relaciones de género e incluso a la eclosión del naciona
lismo. Fueran cuales fuesen las razones de la ascensión de la no
vela, lo que me interesa son sus efectos psicológicos y su rela
ción con el surgimiento de los derechos humanos.6
Para mostrar el estímulo de la identificación psicológica que
ejerció la novela, me centraré en tres novelas epistolares especial
mente influyentes: Julia, de Rousseau, y dos obras de su prede
cesor y claro modelo, el inglés Samuel Richardson, Pamela (1740)
y Clarissa (1747-1748). Mi argumentación hubiese podido abarcar
la novela del siglo XVlll en general, y en ese caso habría teni
do en cuenta a las numerosas mujeres que escribieron novelas,
así como a personajes masculinos como Tom Jones o Tristram
Shandy, que sin duda alguna también recibieron una atención
considerable. He elegido Julia, Pamela y Clarissa, tres novelas es
critas por hombres y con protagonistas femeninos, a causa de
su indiscutible repercusión cultural. No produjeron por sí solas
los cambios en la empatia que estudiamos aquí, pero un exa
men atento de su acogida muestra el funcionamiento del nue
vo aprendizaje de la empatia. Para comprender lo que había de
nuevo en la «novela» -etiqueta que los escritores no adoptaron
hasta la segunda mitad del siglo XV lll-, resulta útil observar cómo
influyeron determinadas novelas en quienes las leían.
En la novela epistolar, la acción no se contempla desde un
punto de vista -el del autor- situado fuera y por encima de ella
(como sucede en la novela realista del siglo XIX); el punto de vis
ta del autor son las perspectivas que los personajes expresan en
sus cartas. Los «editores» de las cartas, como Richardson y Rous
seau se llamaban a sí mismos, creaban una vivida sensación de
realidad precisamente porque su autoría quedaba oculta tras el
intercambio epistolar. Esto hacía posible un mayor sentido de
identificación, porque era como si los personajes fuesen reales,
no ficticios. Muchos contemporáneos comentaron esta experien
cia, algunos con alegría y asombro, otros con preocupación y
hasta con desagrado.
La publicación de las novelas de Richardson y Rousseau pro
dujo reacciones instantáneas, y no sólo en sus países de origen.
Un francés anónimo, que ahora sabemos que era un clérigo,
publicó en 1742 una carta de 42 páginas en la que detallaba la
«ávida» acogida que tuvo la traducción francesa de Pamela: «No
puedes entrar en una casa sin encontrar una Pamela». Aunque
el autor de la carta afirma que la novela adolece de muchos de
fectos, no deja de confesar que «la devoré». («Devorar» se con
vertiría en la metáfora más común de la lectura de estas nove
las.) Describe la resistencia de Pamela a las insinuaciones del
señor B., su patrón, como si se tratase de personas reales en lu
gar de personajes de ficción. Se ve atrapado por el argumento.
Tiembla cuando Pamela corre peligro, se indigna cuando per
sonajes aristocráticos como el señor B. se comportan de manera
indigna. Las palabras que elige y su forma de expresarse refuer
zan una y otra vez la impresión de que se siente absorbido emo
cionalmente por la lectura.7
La novela formada por cartas podía causar unos efectos psi
cológicos tan extraordinarios porque su forma narrativa facilita
ba el desarrollo de un «personaje», es decir, una persona con un
yo interno. En una de las primeras cartas de Pamela, por ejem
plo, nuestra heroína cuenta a su madre cómo su patrón ha tra
tado de seducirla:
[...] me besó dos o tres veces con terrible impaciencia. Al fin pude
desembarazarme de él, y me escapaba ya del cenador cuando vol
vió a atraparme y cerró la puerta.
Mi vida no valía ni un real. Entonces me dijo:
-N o te haré ningún daño, Pamela; no me tengas miedo.
-N o quiero quedarme -le dije.
-¡Que no quieres, ramera! ¿Sabes con quién estás hablando?
Perdí todo el miedo y todo el respeto y le contesté:
-¡Sí, señor, lo sé demasiado bien! Bien puedo olvidar que soy vues
tra criada, cuando vos olvidáis lo que os corresponde como amo.
Sollocé y lloré muy amargamente.
-¡Estás hecha una estúpida ramera! -me dijo-. ¿Acaso te he hecho
algún daño?
-Sí, señor -le dije-, el daño más grande del mundo: me habéis
enseñado a olvidarme de mí misma y de lo que me corresponde,
y habéis acortado la distancia que la fortuna había puesto entre
nosotros, al rebajaros vos tomándoos estas libertades con una po
bre sirvienta.
¿Degradación o exaltación?
La gente de la época sabía por experiencia propia que la lec
tura de estas novelas tenía efectos sobre el cuerpo, no sólo so
bre la mente, pero no estaban de acuerdo en lo que se refería a
sus consecuencias. Clérigos católicos y protestantes denuncia
ron su potencial en cuanto a obscenidad, seducción y degrada
ción moral. Ya en 1734, Nicolás Lenglet-Dufresnoy, clérigo for
mado en la Sorbona, juzgó necesario defender las novelas de
los ataques de sus colegas, aunque lo hizo bajo un seudónimo.
Rebatió socarronamente todas las objeciones que llevaban a las
autoridades a prohibir novelas, «como otros tantos aguijonazos
que sirven para inspirar en nosotros sentimientos que son de
masiado vivos y demasiado fuertes». Al argumentar que las no
velas eran apropiadas en cualquier periodo, reconoció que «en
todas las épocas han reinado la credulidad, el amor y las muje
res; por tanto, las novelas se han seguido y saboreado en todas
las épocas». Sería mejor concentrarse en escribir buenas novelas,
sugirió, que tratar de suprimirlas por completo.18
Los ataques no cesaron cuando la producción de novelas
despegó a mediados de siglo. En 1755, otro clérigo católico, el
abate Armand-Pierre Jacquin, escribió una obra de 400 páginas
para demostrar que la lectura de novelas socavaba la moral, la re
ligión y todos los principios del orden social. «Abrid estas obras»,
afirmó, «y en casi todas ellas veréis violados los derechos de la
justicia divina y humana, escarnecida la autoridad de los padres
sobre sus hijos, rotos los lazos sagrados del matrimonio y la
amistad.» El peligro residía precisamente en su poder de atrac
ción; mediante la insistencia constante sobre las tentaciones del
amor, animaban a los lectores a actuar siguiendo sus peores im
pulsos, a rechazar el consejo de sus padres y de su iglesia, a ha
cer caso omiso de las censuras morales de la comunidad. Según
Jacquin, el único consuelo que las novelas ofrecían era su carác
ter efímero. El lector podía devorar una, pero no leerla nunca
más. «¿Me equivoqué al profetizar que la novela de Pamela cae
ría pronto en el olvido? [...] Lo mismo ocurrirá dentro de tres
años en los casos de Tom Jones y Clarissa,»19
Quejas parecidas salieron de la pluma de protestantes ingle
ses. En 1779, el reverendo Vicesimus Knox resumió décadas de
preocupaciones persistentes al proclamar que las novelas eran
placeres degenerados y vergonzosos que distraían las mentes jó
venes de lecturas más serias y edificantes. El incremento de nove
las británicas no hacía sino difundir los hábitos libertinos fran
ceses y dar cuenta de la corrupción de la época. Las novelas de
Richardson, reconoció Knox, estaban escritas con «las intencio
nes más puras». Pero, inevitablemente, el autor había relatado
escenas y despertado sentimientos que eran incompatibles con la
virtud. Los clérigos no eran los únicos que despreciaban la no
vela. En 1771 apareció un poema en el Lady ’s Magazine que re
sumía una opinión compartida por muchos:
A la que llaman Pamela
no la quiero conocer.
Yo odio las novelas
que me hacen corromper.
Muchos moralistas temían que las novelas sembraran el des
contento, en especial entre los sirvientes y las muchachas,20
El médico suizo Samuel-Auguste Tissot vinculó la lectura de
novelas a la masturbación, la cual, a su modo de ver, conducía
a la degeneración física, mental y moral. Tissot creía que los cuer
pos tendían de forma natural a decaer, y que la masturbación
aceleraba el proceso tanto en los hombres como en las mujeres.
«Lo único que puedo decir es que la ociosidad; la inactividad;
el quedarse demasiado tiempo en la cama; una cama que sea de
masiado blanda; una dieta abundante, con gran cantidad de es
pecias, sal y vino; los amigos poco recomendables; y los libros
licenciosos son las causas que más probablemente llevarán a es
tos excesos.» Al decir «licenciosos», Tissot no se refería a libros
declaradamente pornográficos; en el siglo xvili, «licencioso» sig
nificaba cualquier cosa que tendiese a lo erótico, y se distinguía
de lo «obsceno», que era mucho más reprobable. Las novelas de
amor -y la mayoría de las novelas dieciochescas contaban his
torias relacionadas con el amor- caían fácilmente en la catego
ría de lo licencioso. En Inglaterra se creía que las alumnas de los
internados corrían especial peligro, a causa de su habilidad para
procurarse semejantes libros «inmorales y repugnantes» y leerlos
en la cama.21
Clérigos y médicos coincidían, pues, en considerar la lectu
ra de novelas como una pérdida: de tiempo, de fluidos vitales,
de religión y de moralidad. Daban por sentado que la lectora
imitaría la acción de la novela, y que después se arrepentiría
amargamente. Una lectora de Clarissa, por ejemplo, podía ha
cer oídos sordos a los deseos de su familia y, al igual que la pro
tagonista de la obra, acceder a fugarse con un libertino como
Lovelace, que la acabaría llevando, de buen grado o por la fuer
za, a la ruina. En 1792, un crítico inglés anónimo aún insistía en
que «el incremento de novelas ayudará a explicar el incremen
to de la prostitución y los numerosos adulterios y fugas de los
que nos llegan noticias desde diferentes partes del reino». Según
este parecer, las novelas estimulaban excesivamente el cuerpo,
fomentaban un ensimismamiento moralmente sospechoso y
provocaban actos que destruían la autoridad familiar, moral
y religiosa.22
Richardson y Rousseau afirmaban que su papel era el de edi
tor, no el de autor, para así poder eludir la mala fama asociada
a las novelas. Cuando Richardson publicó Pamela, nunca se re
fería a ella como novela. El título completó de la primera edi
ción constituye toda una solemne declaración: Pamela, o la vir
tud recompensada. En una serie de cartasfamiliares de una hermosa y
joven doncella a sus padres, publicada ahora por primera vez con elfin
de cultivar los principios de la virtud y la religión en las mentes de los
jóvenes de ambos sexos. Una narración que tiene su fundamento en la
verdad y la naturaleza, y al mismo tiempo que entretiene agradable
mente, por medio de una diversidad de incidentes curiosos y conmo
vedores, está enteramente despojada de todas esas imágenes que, en
demasiadas obras pensadas solamente para la diversión, tienden a in
flamar las mentes a las que deberían instruir. El prefacio de Richard
son, firmado «por el editor», justifica la publicación de «las car
tas siguientes» en términos morales; instruirán y mejorarán las
mentes de los jóvenes, inculcarán religión y moral, pintarán el
vicio «con sus colores apropiados», etcétera.23
Aunque también Rousseau decía ser editor, resulta evidente
que consideraba su obra como una novela. En la primera ora
ción del prefacio de Julia, Rousseau vinculaba las novelas a su
muy conocida crítica del teatro: «Las grandes ciudades necesi
tan espectáculos, y los pueblos corrompidos, novelas». Por si tal
advertencia fuera insuficiente, Rousseau ofrecía asimismo un
prefacio consistente en una «Conversación sobre las novelas
entre el editor y un hombre de letras». En ella, el personaje «R»
[Rousseau] expone todas las acusaciones que se lanzaban habi
tualmente contra la novela por sacar partido de la imaginación
y fomentar deseos que no podían satisfacerse virtuosamente:
Nos quejamos de que las novelas turban la mente; yo así lo creo:
cuando muestran sin cesar a quienes las leen los supuestos encan
tos de un estado que no es el suyo, los seducen, hacen que des
deñen el estado al que pertenecen, y que pretendan cambiarlo
imaginariamente por aquel que les han hecho desear. Querien
do ser lo que no se es, uno llega a creerse que es quien no es, y
así se vuelve loco.
Tortura y crueldad
La tortura impuesta bajo supervisión judicial para arrancar
confesiones había sido introducida o reintroducida en el si
glo XIII en la mayoría de los países europeos, como conse
cuencia del restablecimiento del derecho romano y el ejemplo
de la Inquisición católica. En los siglos XVI, XVII y XVIII, m u
chas de las mentes jurídicas más brillantes de Europa se dedi
caron a codificar y regularizar el uso de la tortura judicial para
impedir que jueces demasiado celosos o sádicos abusaran de
ella. En el siglo xm, Gran Bretaña había sustituido supuesta
mente la tortura judicial por los jurados, pero en los siglos xvi
y xvn aún se recurría a ella en casos de sedición y brujería. Con
tra las brujas, por ejemplo, los magistrados escoceses, que eran
más severos, usaban las punzaduras, la privación del sueño, la
tortura por medio de «botas» (aplastamiento de las piernas) y
las quemaduras con hierros candentes, entre otros métodos. La
ley colonial de Massachusetts permitía la práctica de la tortura
para obtener nombres de cómplices, aunque al parecer nunca
se ordenaba su aplicación.5
En Europa y en el continente americano eran de uso común
las formas brutales de castigo sobre los declarados culpables.
Aunque la Declaración de Derechos británica de 1689 prohibía
expresamente los castigos crueles, los jueces seguían condenan
do a los criminales al poste de los azotes, a las zambullidas, el
cepo, la picota, el mareaje a hierro y la ejecución por descuar
tizamiento (la desmembración utilizando caballos) o, en el caso
de las mujeres, descuartizamiento y quema en la hoguera. Qué
constituía un castigo «cruel» respondía claramente a las expec
tativas culturales. Hasta 1790 el Parlamento no prohibió la que
ma de mujeres en la hoguera. Con anterioridad, sin embargo, se
había incrementado espectacularmente el número de delitos
punibles con la pena de muerte (según algunas estimaciones, se
triplicaron en el transcurso del siglo xvm), y en 1752 se habían
tomado medidas para que el castigo por asesinato fuese todavía
más horrible, con el fin de aumentar su efecto disuasorio. Asi
mismo, el Parlamento ordenó que los cuerpos de todos los ase
sinos se entregaran a cirujanos para su disección -algo que en
aquel tiempo era considerado ignominioso- y concedió autori
dad discrecional a los jueces para ordenar que los cuerpos de
los asesinos varones fueran colgados con cadenas después de la
ejecución. Pese al creciente malestar que causaba, la práctica de
colocar los cadáveres de los asesinos en la picota no se abolió
definitivamente hasta 1834.6
Como cabía esperar, en las colonias el castigo seguía las pau
tas establecidas en el centro imperial. Así, todavía en la segun
da mitad del siglo xvm, un tercio de todas las sentencias dictadas
en el Tribunal Superior de Massachusetts pedía humillaciones
públicas, que iban desde la colocación de determinados letre
ros hasta la amputación de una oreja, el mareaje a hierro o los
azotes. En Boston, un contemporáneo describió cómo «las mu
jeres fueron sacadas de una jaula enorme, en cuyo interior ha
bían sido arrastradas desde la cárcel, y atadas al poste con la es
palda desnuda, en la cual se asestaban treinta o cuarenta lati
gazos en medio de los chillidos de las culpables y el rugir de la
muchedumbre». La Declaración de Derechos británica no pro
tegía a los esclavos, ya que no los consideraba personas con de
rechos jurídicos. Virginia y Carolina del Norte permitían ex
presamente la castración de esclavos por delitos atroces, y en
Maryland, en casos de traición menor o incendio provocado
por un esclavo, a éste le cortaban la mano derecha y luego lo
ahorcaban, le cortaban la cabeza, lo descuartizaban y se exhi
bían las partes desmembradas. Aún hacia el año 1740, los es
clavos de Nueva York estaban expuestos a ser quemados de ma
nera atrozmente lenta, descoyuntados en la rueda o colgados
con cadenas hasta morir de inanición.7
La mayoría de las sentencias dictadas por los tribunales fran
ceses en la segunda mitad del siglo xvm incluían todavía alguna
forma de castigo corporal público, como, por ejemplo, el mar
eaje a hierro, los azotes o el collar de hierro (que se sujetaba a
un poste o a la picota; véase la figura 5). En el mismo año en
que Calas fue ejecutado, el Parlamento de París pronunció jui
cios penales de apelación contra doscientos treinta y cinco hom
bres y mujeres que antes habían sido juzgados por el tribunal
parisiense de Chátelet (un tribunal inferior): ochenta y dos fue
ron condenados al destierro y al mareaje a hierro, generalmen
te combinado con azotes; nueve a la misma combinación junto
con el collar de hierro; diecinueve al mareaje a hierro y a la cár
cel; veinte al confinamiento en el Hópital Général* después del
mareaje a hierro o el collar, o ambas cosas; doce a la horca; tres
al descoyuntamiento en la rueda; y uno a la hoguera. Si se con
siderase la totalidad de los tribunales de París, en sólo un año
La persona independiente
Aunque podría parecer que los cuerpos están siempre inhe
rentemente separados unos de otros, al menos después del na
cimiento, las fronteras entre los cuerpos no quedaron definidas
con claridad hasta después del siglo XIV. Los individuos se vol
vieron más independientes cuando sintieron de forma crecien
te la necesidad de ocultar las excreciones corporales. Descendió
el umbral de la vergüenza, a la vez que aumentaba la presión
sobre el autocontrol. Defecar y orinar en público se considera
ba cada vez más repulsivo. La gente empezó a usar pañuelos en
lugar de sonarse la nariz con las manos. Escupir,“comer en una
escudilla común y dormir con desconocidos eran actividades
que empezaban a verse como costumbres repugnantes o, al me
nos, desagradables. Los arrebatos de emoción y el comporta
miento agresivo pasaron a ser socialmente inaceptables. Estos
cambios de actitud respecto al cuerpo eran indicios superficia
les de una transformación subyacente. Todos ellos señalaban el
advenimiento del individuo ensimismado, cuyas fronteras de
bían ser respetadas en la interacción social. El autodominio y
la autonomía requerían una creciente disciplina con respecto a
uno mismo.13
Los cambios que, durante el siglo xvm, se produjeron en
los conciertos y las funciones de teatro, en la arquitectura do
méstica y en el retratismo se cimentaron en estas alteraciones
duraderas de las actitudes. Asimismo, estas nuevas experiencias
resultarían cruciales para la aparición de la sensibilidad. Des
pués de 1750, los aficionados a la ópera empezaron a escuchar
la música en silencio, en lugar de andar de un lado a otro para
visitar a sus amistades y ponerse a conversar con ellas, lo cual
les permitió sentir fuertes emociones individuales en respuesta
a la música. Una mujer contó su reacción a la ópera Alceste, de
Gluck, que se estrenó en París en 1776:
Escuché esta nueva obra con emoción profunda [...]. Desde los
primeros compases se apoderó de mí un sentimiento de reveren
cia tan fuerte, y sentí tan intensamente dentro de mí ese impul
so religioso [...], que sin saberlo siquiera me postré de rodillas en
mi palco y permanecí en esta postura, suplicante y con las manos
apretadas, hasta el final de la obra.
La agonía de la tortura
La aceptación por parte de las elites de las nuevas formas
de considerar el dolor y el castigo se produjo por etapas, en
tre 1760 y 1790. A partir de 1760, muchos abogados publicaron
informes en los que denunciaban la injusticia de la condena de
Calas, por ejemplo, pero, al igual que Voltaire, ninguno de ellos
se opuso a la tortura judicial ni al descoyuntamiento en la rue
da. Sí se ocuparon del fanatismo religioso, ya que estaban con
vencidos de que había incitado tanto al pueblo llano como a los
jueces de Toulouse. Los informes dedicaban mucho espacio al
momento de la tortura y la muerte de Jean Calas, pero sin po
ner en duda su legitimidad como instrumentos penales.
En esencia, los informes a favor de Calas mantenían los su
puestos de la tortura y el castigo cruel. Los defensores de Ca
las daban por sentado que el cuerpo que sintiese dolor diría la
verdad; Calas probó su inocencia manteniéndola incluso en
medio del dolor y el sufrimiento (figura 10). Con el lenguaje tí
pico del bando favorable a Calas, Alexandre-Jéróme Loyseau de
Mauléon sostenía que «Calas soportó la cuestión [la tortura] con
esa resignación heroica que sólo pertenece a la inocencia». Mien
tras sus huesos eran aplastados uno tras otro, Calas pronunció
«estas palabras conmovedoras»: «Muero inocente; Jesucristo, la
inocencia misma, deseó fervorosamente morir por medio de un
sufrimiento aún más cruel. Dios castiga en mí el pecado de aquel
desdichado [el hijo de Calas] que se quitó la vida [...]. Dios es
justo, y yo adoro sus castigos». Loyseau observó, además, que
la «perseverancia majestuosa» del anciano Calas marcó el punto
de inflexión en los sentimientos del populacho. Viéndole cla
mar repetidamente su inocencia durante los tormentos, la gen
te de Toulouse empezó a sentir compasión por el calvinista y a
arrepentirse de las sospechas irracionales que había abrigado en
un principio. Cada golpe de la barra de hierro «sonaba en el
fondo de las almas» de los testigos de la ejecución, y «manaron
torrentes de lágrimas, demasiado tarde, de todos los ojos pre
sentes». Los «torrentes de lágrimas» siempre se derramarían «de
masiado tarde» mientras no se pusieran en entredicho los su
puestos de la tortura y el castigo cruel.32
Figura 10. Visión sentimental del «caso Calas». El grabado del «caso Calas» que
alcanzó más circulación fue éste, de gran tamaño [originalmente 34 cm X 45 cm],
del artista y grabador alemán Daniel Chodowiecki, que lo realizó a partir de su
propio cuadro al óleo de la escena. El aguafuerte estableció su reputación y
mantuvo vivo el escándalo que provocó en todas partes eLcastigo de Calas.
Chodowiecki había emparentado mediante matrimonio con una familia pro
testante francesa refugiada en Berlín apenas tres años antes de realizar este
grabado.
Entre todos esos supuestos, el principal era que la tortura
podía empujar al cuerpo a decir la verdad aunque la mente in
dividual se resistiera. Una antigua tradición fisonómica europea
había sostenido que el carácter podía leerse en las marcas o se
ñales del cuerpo. A finales del siglo xvi y en el siglo xvil se ha
bían publicado varias obras de metoposcopia que prometían
enseñar a los lectores a leer el carácter o la fortuna de una per
sona por las líneas, las arrugas o los defectos del rostro. Un clá
sico fue Fisiología, y quiromancia, metoposcopia, las proporciones si
métricas y los signos de lunares del cuerpo, completa y cuidadamente
explicados; con sus naturales y predictivos significados para hombres y
mujeres, de Richard Saunders, publicada en 1653. Aunque no
apoyasen las variantes más extremas de esta tradición, muchos
europeos sí creían que los cuerpos podían revelar la persona in
terna de manera involuntaria. Restos de semejante pensamien
to podían encontrarse todavía a finales del siglo xvill y princi
pios del XIX, en la forma, por ejemplo, de la frenología, pero
lo cierto es que después de 1750 la mayoría de los científicos y
médicos se había posicionado en contra. Sostenían que la apa
riencia externa del cuerpo no tenía nada que ver con el alma in
terna o carácter. Así, el criminal podía disimular, mientras que
la persona inocente bien podía confesar un crimen que no hu
biese cometido. Tal como insistió Beccaria en su argumentación
contra la tortura, «el robusto y esforzado será absuelto, y el fla
co y tímido condenado». El dolor, en el análisis de Beccaria, no
podía ser «el crisol de la verdad, como si el juicio de ella resi
diese en los músculos y fibras de un miserable». El dolor era una
mera sensación que no guardaba relación alguna con el senti
miento moral.33
Las crónicas de los abogados decían relativamente poco so
bre la reacción de Calas a la tortura porque «la cuestión» se dio
en privado, lejos de los ojos de los observadores. La administra
ción privada de la tortura la hacía especialmente repugnante a
ojos de Beccaria. Significaba que el acusado perdía su «protec
ción pública» incluso antes de que se le declarase culpable y, ade
más, que se perdía un posible valor del castigo como elemento
disuasorio. Resulta evidente que los jueces franceses también em
pezaron a albergar dudas, en especial acerca de la tortura aplica
da para obtener confesiones de culpabilidad. Después de 1750,
los parlamentos franceses (tribunales regionales de apelación) co
menzaron a intervenir para que no se empleara la tortura antes
de juzgar un caso («tortura preparatoria»), como hizo el Parla
mento de Toulouse en el «caso Calas». Asimismo, decretaron
con menor frecuencia la pena de muerte y ordenaron más a
menudo que el reo fuese estrangulado, en lugar de quemado en
la hoguera o colocado en la rueda.34
Pero los jueces no renunciaron del todo a la tortura, y no de
bieron de estar de acuerdo con el desprecio de Beccaria por el
encuadramiento religioso de la tortura. El reformador italiano de
nunció sumariamente que «otro ridículo motivo de la tortura es
la purgación de la infamia». Este «absurdo» sólo podía explicar
se por ser «un uso tomado de las ideas religiosas y espirituales».
Si la tortura ocasionaba una infamia a la víctima, difícilmente
podía purgarla. Muyart de Vouglans defendió la tortura contra
los argumentos de Beccaria. El ejemplo de un inocente conde
nado por error palidecía en comparación con los «otros millo
nes» que eran culpables pero nunca hubiesen sido declarados
como tales sin el recurso a la tortura. Por tanto, la tortura judi
cial no sólo era útil, sino que podía justificarse por la antigüe
dad y la universalidad de su aplicación. Muyart insistía en que
las excepciones citadas con frecuencia no hacían más que con
firmar la regla, que debía buscarse en la historia de la misma
Francia y del Sacro Imperio Romano. Según Muyart, el siste
ma de Beccaria contradecía el derecho canónico, el derecho civil,
el derecho internacional y la «experiencia de todos los siglos».35
El propio Beccaria no subrayó la relación entre sus opinio
nes sobre la tortura y el naciente lenguaje de los derechos. Pero
otros estaban dispuestos a hacerlo por él. Su traductor al fran
cés, el abate André Morellet, modificó el orden de presentación
del texto de Beccaria para llamar la atención sobre el vínculo
con los «derechos del hombre». Morellet extrajo del final del ca
pítulo 11 de la edición italiana original (1764) la única referen
cia de Beccaria que podía contribuir a su objetivo de apoyar los
«derechos del hombre» («i diritti degli uomini») y la trasladó a la
introducción de la traducción francesa de 1766. Ahora parecía
que la defensa de los derechos del hombre constituía el objeti
vo principal de Beccaria, y que tales derechos eran el baluarte
esencial contra el sufrimiento individual. El cambio de orden
que realizó Morellet fue adoptado en muchas de las traduccio
nes posteriores, incluso en nuevas ediciones italianas.36
A pesar de los grandes esfuerzos de Muyart, la opinión pú
blica se posicionó en contra de la tortura en la década de 1760.
Si bien con anterioridad ya se habían publicado ataques a la tor
tura, el goteo de publicaciones se hizo ahora constante. A la
vanguardia de la ofensiva iban las numerosas traducciones, reim
presiones y reediciones de Beccaria. Unas veintiocho ediciones
italianas, muchas con pies de imprenta falsos, y nueve francesas
salieron antes de 1800, aun cuando el libro había sido incluido
en el pontificio índice de Libros Prohibidos en 1766. Una tra
ducción inglesa fue publicada en Londres en 1767, y le siguie
ron ediciones en Glasgow, Dublín, Edimburgo, Charleston y
Filadelfia. Pronto fueron publicadas traducciones alemanas, ho
landesas, polacas y españolas. El traductor londinense de Bec
caria captó el cambio en el espíritu de los tiempos: «Las leyes
penales [...] son todavía tan imperfectas, y van acompañadas de
tantas circunstancias innecesarias de crueldad en todas las na
ciones, que un intento de reducirlas al nivel de la razón debe
ser interesante para toda la humanidad».37
La creciente influencia de Beccaria alcanzó tal magnitud que
los enemigos de la Ilustración afirmaron haber visto actuar la
mano de la conspiración. ¿Era casualidad que el «caso Calas» hu
biese sido seguido del tratado que sentó las bases de la reforma
penal? ¿Y que encima éste lo hubiese escrito un italiano, por lo
demás desconocido, que sólo poseía un conocimiento superfi
cial del derecho? En 1779, el periodista Simon-Nicolas-Henri
Linguet, siempre incendiario, informó de que un testigo se lo
había explicado todo:
Poco después del caso Calas, los enciclopedistas, armados con sus
tormentos y aprovechando circunstancias propicias, aunque sin
comprometerse directamente, como es su costumbre, escribieron
al reverendo padre Barnabite de Milán, su banquero italiano y
matemático muy conocido. Le dijeron que había llegado el m o
mento de soltar una perorata contra el rigor del castigo y la in
tolerancia; que la filosofía italiana debía proporcionar la artillería
y que ellos la utilizarían en secreto en París.
El nacionalismo se precipita
La victoria de las fuerzas del orden resultó efímera, en gran
parte debido a acontecimientos que puso en marcha su azote,
Napoleón. Durante el siglo xix, el nacionalismo dejó atrás a am
bos bandos de los debates revolucionarios y transformó la con
troversia sobre los derechos, además de crear nuevos tipos de
jerarquía que, con el tiempo, acabarían amenazando el orden
tradicional. Sin pretenderlo, las aventuras imperiales del adve
nedizo corso avivaron las fuerzas del nacionalismo, de Varso-
via a Lima. Allí a donde fue, Napoleón creó nuevas entidades
(el Ducado de Varsovia, el Reino de Italia, la Confederación del
Rin), produjo nuevas oportunidades o causó nuevas animosi
dades que impulsarían las aspiraciones nacionales. Su Ducado
de Varsovia recordó a los polacos que en otro tiempo había exis
tido una Polonia, antes de ser engullida por Prusia, Austria y Ru
sia. Aunque las nuevas administraciones italiana y alemana desa
parecieron después de la caída de Napoleón, habían demostrado
que la unificación nacional era concebible. Cuando depuso al
rey de España, el emperador francés abrió la puerta a los m o
vimientos independentistas suramericanos entre 1810 y 1830.
Simón Bolívar, el libertador de Bolivia, Panamá, Colombia,
Ecuador, Perú y Venezuela, hablaba el incipiente lenguaje na
cionalista que empleaban sus homólogos de Europa. «El suelo
nativo», dijo con entusiasmo, «nos excita sentimientos tiernos
y memorias deliciosas [...]. ¿Qué títulos más sagrados al amor y
a la consagración?» El sentimiento nacional ofrecía la fuerza
emotiva que faltaba en los «miserables pedazos de papel sucio»
de los que se mofara Burke.8
Algunos escritores alemanes reaccionaron al imperialismo
francés rechazando todo lo francés -incluidos los derechos del
hombre- y formulando un nuevo sentido de la nación, basado
explícitamente en la etnicídad. Como carecían de una estruc
tura de nación-estado, los nacionalistas alemanes hicieron hin
capié en la mística del V olkun carácter interior propio de los
alemanes que los distinguía de otros pueblos. En los puntos de
vista que a comienzos del siglo xix expresó el nacionalista ale
mán Friedrich Jahn ya podían apreciarse las primeras señales de
futuros problemas. «Cuanto más puro un pueblo, mejor», escri
bió. Las leyes de la naturaleza, en su opinión, obraban en con
tra de la mezcla de razas y pueblos. Para Jahn, los «derechos sa
grados» eran los del pueblo alemán, y tanto le exasperaba la
influencia francesa que exhortó a sus compatriotas a dejar de
hablar en francés. Al igual que todos los nacionalistas posterio
res, Jahn instó a escribir y estudiar historia patriótica. Todos los
monumentos, entierros públicos y fiestas populares debían con
centrarse en lo alemán y obviar los ideales universales. En un
momento en que los europeos libraban sus decisivas batallas
contra las ambiciones imperialistas de Napoleón, Jahn propuso
fronteras sorprendentemente amplias para su nueva Alemania.
Afirmó que ésta debía incluir los Países Bajos, Dinamarca, Fru-
sia y Austria, y que para ella habría de construirse una nueva ca
pital, llamada Teutona.9
Al igual que Jahn, la mayoría de los primeros nacionalistas
prefería una forma democrática de gobierno, porque elevaría al
máximo el sentido de pertenencia nacional. Por consiguiente, en
un principio los tradicionalistas se opusieron al nacionalismo y
la unificación alemana o italiana tanto como se habían opuesto
a los derechos del hombre. Los primeros nacionalistas hablaban
el lenguaje revolucionario propio del universalismo mesiánico,
pero para ellos era la nación, más que los derechos, lo que ac
tuaba de trampolín hacia el universalismo. Bolívar creía que Co
lombia iluminaría la senda para alcanzar la libertad y la justicia
universales; Mazzini, fundador de la nacionalista Sociedad de
la Joven Italia, proclamó que los italianos encabezarían una cru
zada universal de los pueblos oprimidos en pos de la libertad; el
poeta Adam Mickiewicz pensaba que los polacos mostrarían
el camino de la liberación universal. Los derechos humanos de
pendían ahora de la autodeterminación nacional, así que la prio
ridad era ésta.
Después de 1848, los tradicionalistas empezaron a tener en
cuenta las exigencias nacionalistas, y el nacionalismo se despla
zó de la izquierda a la derecha del espectro político. El fracaso
en 1848 de las revoluciones nacionalistas y constitucionalistas
de Alemania, Italia y Hungría abrió el camino a estos cambios.
Los nacionalistas interesados en garantizar los derechos dentro
de las naciones recién propuestas demostraron estar más que dis
puestos a rechazar los derechos de otros grupos étnicos. Los ale
manes reunidos en Frankfurt redactaron una nueva constitución
nacional para Alemania, pero negaron cualquier grado de auto
determinación a los daneses, los polacos o los checos dentro de
las fronteras que habían propuesto. Los húngaros que exigían la
independencia de Austria hicieron caso omiso de los intereses
de los rumanos, los eslovacos, los croatas y los eslovenos, que
constituían más de la mitad de la población de Hungría. La com
petencia interétnica condenó al fracaso las revoluciones de 1848
y, con ellas, el vínculo entre los derechos y la autodeterminación
nacional. La unificación nacional de Alemania e Italia se llevó
a cabo en las décadas de 1850 y 1860 por medio de la guerra;
la diplomacia y la garantía de los derechos individuales no de
sempeñaron prácticamente ningún papel.
El nacionalismo, que en otro tiempo rebosaba entusiasmo
por garantizar los derechos mediante la propagación de la auto
determinación nacional, se volvió cada vez más cerrado y de
fensivo. El cambio era un reflejo de la magnitud de la tarea que
suponía crear naciones. La idea de que Europa podía dividirse
pulcramente en naciones-estado con una etnicidad y una cul
tura relativamente homogéneas se veía desmentida por el pro
pio mapa lingüístico. En el siglo xix, cada nación-estado alber
gaba minorías lingüísticas y culturales, incluso naciones de la
antigüedad de Gran Bretaña y Francia. Cuando en 1870 se de
claró la república en Francia, la mitad de los ciudadanos no ha
blaba francés, sino algún dialecto o lengua regional, como el
bretón, el franco-provenzal, el vascuence, el alsaciano, el cata
lán, el corso, el occitano o, en las colonias, el criollo. Así pues,
se tornó necesario emprender una inmensa campaña de educa
ción para integrar a todos en la nación. Los aspirantes a nación
se enfrentaban a presiones aún mayores debido a su mayor he
terogeneidad étnica; Gamillo Benso, conde de Cavour y primer
ministro del nuevo Reino de Italia, tenía como primera lengua
el dialecto piamontés, y menos del tres por ciento de sus con
ciudadanos hablaban el italiano estándar. La situación era to
davía más caótica al este de Europa, donde convivían muchos
grupos étnicos distintos. Una Polonia resucitada, por ejemplo,
habría incluido no sólo una numerosa comunidad judía, sino
también lituanos, ucranianos, alemanes y bielorrusos, cada gru
po con su lengua y sus tradiciones.
La dificultad de crear o mantener la homogeneidad étnica
contribuyó a que en todo el mundo creciese la preocupación
en torno a la inmigración. Antes de 1860, poca gente ponía ob
jeciones a la inmigración, pero en las décadas de 1880 y 1890
ya era el blanco de las críticas en los países receptores. Australia
intentó impedir la afluencia de asiáticos para poder conservar
su carácter inglés e irlandés. Estados Unidos prohibió la inmi
gración desde China en 1882 y desde toda Asia en 1917, y lue
go, en 1924, fijó cupos para todos los demás basándose en la
composición étnica de la propia población estadounidense. El
gobierno británico promulgó una Ley de Extranjeros en 1905
con el fin de acabar con la inmigración de «indeseables»; mu
cha gente interpretó que se refería a los judíos de Europa del
Este. En estos países, al mismo tiempo que los obreros y los sir
vientes empezaban a conquistar la igualdad de derechos políti
cos, se alzaban barreras ante los que no compartían los mismos
orígenes étnicos.
En este nuevo clima de protección, el nacionalismo adqui
rió un cariz más xenófobo y racista. Si bien la xenofobia podía
ir dirigida contra cualquier grupo extranjero (los chinos en Es
tados Unidos, los italianos en Francia o los polacos en Alema
nia), durante los últimos decenios del siglo XIX se registró un
aumento alarmante del antisemitismo. Políticos derechistas de
Alemania, Austria y Francia utilizaban la prensa, los clubes po
líticos y, en algunos casos, nuevos partidos políticos para avivar
el odio hacia los judíos como enemigos de la nación verdadera.
Tras veinte años de propaganda antisemita en la prensa de dere
chas, el Partido Conservador alemán hizo del antisemitismo un
puntal oficial de su programa en 1892. Por aquel entonces, el
«caso Dreyfus» hizo estragos en la política francesa y creó divi
siones duraderas entre los partidarios y los enemigos de Dreyfus.
El caso empezó cuando en 1894 un oficial judío del ejército lla
mado Alfred Dreyfus fue acusado injustamente de espiar para
Alemania. Fue condenado pese a que cada vez había más prue
bas de su inocencia, y el famoso novelista Emile Zola publicó un
atrevido artículo en primera plana en el que acusaba al ejército
y al gobierno de Francia de encubrir los intentos de incriminar
a Dreyfus con pruebas falsas. Respondiendo al aumento de la
opinión favorable a Dreyfus, la recién formada Liga Antisemi
ta Francesa fomentó disturbios en muchas poblaciones y ciu
dades; en ocasiones incluían el ataque a propiedades judías por
parte de miles de manifestantes. La Liga podía movilizar a tan
ta gente porque en varias ciudades había periódicos que publi
caban con regularidad diatribas antisemitas. El gobierno ofreció
un indulto a Dreyfus en 1899 y finalmente le exoneró en 1906.
No obstante, el antisemitismo se hizo más malévolo en todas
partes. En 1895, Karl Lueger fue elegido alcalde de Viena con
un programa antisemita. Sería uno de los héroes de Hitler.
Socialismo y comunismo
El nacionalismo no fue el único movimiento de masas apa
recido en el siglo xix. Al igual que el nacionalismo, el socialis
mo y el comunismo tomaron forma como reacción explícita a
las limitaciones que se percibían en los derechos individuales for
mulados constitucionalmente. Mientras que los primeros nacio
nalistas querían derechos para todos los pueblos, no sólo para
los que ya tenían un estado, los socialistas y los comunistas, por
Figura 11. «La Revolución francesa antes y hoy», Caran d’A che en Psst...!, 1898.
Caran d’A che era el seudónimo de Emmanuel Poiré, caricaturista político fran
cés que publicó caricaturas antisemitas durante el «caso Dreyfus» en Francia.
Ésta explota una imagen común de la Revolución francesa de 1789: el cam
pesino agobiado por un noble (porque los nobles estaban exentos de algunos
impuestos). En los tiempos modernos, el campesino tiene que llevar todavía
más carga: sobre sus hombros aparecen un político republicano, un francma
són y, sobre todos ellos, un financiero judío. Caran d’A che también publicó
varias imágenes en las que ridiculizaba a Zola. Tomado de Psst...!, n.° 37, 15 de
octubre de 1898.
su parte, querían asegurarse de que las clases bajas disfrutaran de
igualdad social y económica, no sólo de derechos políticos igua
les. Sin embargo, al mismo tiempo que llamaban la atención so
bre derechos escatimados por los proponentes de los derechos
del hombre, las organizaciones socialistas y comunistas rebaja
ban inevitablemente la importancia de los derechos como ob
jetivo. El punto de vista del propio Marx era claro: la emanci
pación política podía conseguirse por medio de la igualdad legal
dentro de la sociedad burguesa, pero la verdadera emancipación
humana exigía la destrucción de la sociedad burguesa y los me
canismos constitucionales con los que protegía la propiedad pri
vada. Los socialistas y los comunistas, no obstante, formularon
dos preguntas sobre los derechos que siguen siendo válidas: ¿los
derechos políticos eran suficientes?, y ¿podía el derecho del indi
viduo a proteger la propiedad privada coexistir con la necesidad
de la sociedad de fomentar el bienestar de sus miembros me
nos afortunados?
Del mismo modo que el nacionalismo había atravesado dos
fases en el siglo xix -del entusiasmo por la autodeterminación de
los primeros tiempos había pasado a un proteccionismo más
defensivo de la identidad étnica-, también el socialismo expe
rimentó una evolución. De la importancia que inicialmente
concedía a la reconstrucción de la sociedad empleando medios
pacíficos pero ajenos a la política, pasó a una marcada división
entre aquellos que estaban a favor de la política parlamentaria y
aquellos otros que abogaban por el derrocamiento violento de
los gobiernos. Durante la primera mitad del siglo XIX, cuando los
sindicatos eran ilegales en la mayoría de los países y los obre
ros no tenían derecho de voto, los socialistas se centraron en
revolucionar las nuevas relaciones sociales creadas por la in
dustrialización. Pocas esperanzas podían albergar de ganar las
elecciones cuando los obreros no podían votar, situación que
continuó hasta por lo menos la década de 1870. Así que los pio
neros del socialismo fundaron fábricas modelo, cooperativas de
productores y de consumidores y comunidades experimentales
con el fin de superar conflictos y antagonismos entre grupos so
ciales. Querían que los trabajadores y los pobres pudieran be
neficiarse del nuevo orden industrial, «socializar» la industria y
sustituir la competición por la cooperación.
Muchos de estos primeros socialistas tenían en común la fal
ta de confianza en los «derechos del hombre». Charles Fourier,
el destacado socialista francés de las décadas de 1820 y 1830,
afirmó que las constituciones y las palabras sobre derechos ina
lienables eran una farsa. ¿Qué puede significar los «derechos
imprescriptibles del ciudadano» cuando el indigente «ni es libre
para trabajar» ni posee autoridad para exigir trabajo? El derecho
a trabajar trascendía todos los demás derechos, a su modo de
ver. Al igual que Fourier, muchos de los primeros socialistas ci
taban la negativa a conceder derechos a las mujeres como señal
de la bancarrota de las anteriores doctrinas referentes a derechos.
¿Podrían las mujeres alcanzar alguna vez la liberación sin que
se abolieran la propiedad privada y los códigos de leyes que sos
tenían el patriarcado?20
Dos factores alteraron la trayectoria del socialismo en la se
gunda mitad del siglo XIX: el advenimiento del sufragio univer
sal para los varones y la ascensión del comunismo (el término
«comunista» apareció por primera vez en 1840). Los socialistas
y los comunistas se dividieron entonces entre los que preten
dían fundar un movimiento político parlamentario con partidos
y campañas electorales, y los que, como los bolcheviques en
Rusia, insistían en que sólo una dictadura del proletariado y la
revolución total transformarían las condiciones sociales. Los pri
meros creían que la instauración gradual del voto para todos los
hombres ofrecía la perspectiva de que los trabajadores pudieran
alcanzar sus metas en el marco de la política parlamentaria. El
Partido Laborista británico, por ejemplo, se formó en 1900 al
unirse diversos sindicatos, partidos y clubes ya existentes con el
fin de promover los intereses y la elección de los trabajadores.
En cambio, la Revolución rusa de 1917 alentó a los comunistas
de todo el mundo a creer que la transformación total de la so
ciedad y la economía era su horizonte y que la participación en
la política parlamentaria no hacía más que desviar energías de
otros tipos de lucha.
Como cabía esperar, las dos ramas también diferían en su
concepto de los derechos. Los socialistas y los comunistas que
aceptaban el proceso político defendían igualmente la causa de
los derechos. Uno de los fundadores del Partido Socialista fran
cés, Jean Jaurés, argumentó que un estado socialista «retiene su
legitimidad sólo en la medida en que garantiza los derechos in
dividuales». Jaurés apoyó a Dreyfus y se mostró partidario de la
igualdad en derechos políticos y la separación de la Iglesia y el
Estado; en resumen, derechos políticos iguales para todos los
hombres y mejora de la vida de los trabajadores. Por otro lado,
consideraba la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano un documento de importancia universal. Los del otro
bando seguían a Marx más de cerca y, como hizo un socialista
francés oponente de Jaurés, defendían que el Estado burgués
sólo podía ser «un instrumento de conservadurismo y opresión
social».21
El propio Karl Marx sólo había hablado con cierto deteni
miento de los derechos del hombre en su juventud. En su en
sayo Sobre la cuestiónjudía, publicado en 1843, cinco años antes
que el Manifiesto comunista, Marx condenó los fundamentos mis
mos de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciu
dadano. «Ninguno de los así llamados derechos del hombre», se
quejó, «va, por tanto, más allá del hombre egoísta.» La supues
ta libertad sólo consideraba al hombre como ser aislado y no
como parte de una clase o comunidad. El derecho a la propie
dad sólo garantizaba el derecho a luchar por los intereses pro
pios sin tener en cuenta a los demás. Los derechos del hombre
garantizaban la libertad de culto, cuando lo que los hombres ne
cesitaban era liberarse de la religión; confirmaban el derecho a
poseer propiedades, cuando lo necesario era liberarse de la pro
piedad; incluían el derecho a dedicarse a los negocios, cuando
lo necesario era liberarse de los negocios. A Marx le desagra
daba en particular el énfasis político que se hacía en los dere
chos del hombre. Los derechos políticos, pensaba, eran una
cuestión de medios y no de fines. El «hombre político» era el
«hombre abstraído, artificial» y no «auténtico». El hombre úni
camente podía recuperar su autenticidad reconociendo que la
emancipación humana no podía alcanzarse por medio de la po
lítica, sino que requería una revolución centrada en las relacio
nes sociales y en la abolición de la propiedad privada.22
Estos puntos de vista y sus posteriores variaciones influye
ron en el movimiento socialista y comunista durante genera
ciones. Los bolcheviques proclamaron una Declaración de los
Derechos del Pueblo Trabajador y Explotado en 1918, pero no
incluyeron ni un solo derecho político o jurídico. Su propósito
era «la abolición de toda explotación del hombre por el hom
bre, la completa supresión de la división de la sociedad en cla
ses, el aplastamiento implacable de la resistencia de los explo
tadores, el establecimiento de una organización socialista de la
sociedad». El propio Lenin citó a Marx en su argumentación
contra todo énfasis en los derechos individuales. El concepto
de un «derecho igual», manifestó Lenin, «es una infracción de
la igualdad y una injusticia», ya que se basa en un «derecho bur
gués». Los supuestos derechos iguales protegen la propiedad pri
vada y, por tanto, perpetúan la explotación de los trabajadores.
Stalin promulgó en 1936 una nueva constitución que afirmaba
garantizar la libertad de expresión, de prensa y de culto, pero su
gobierno no titubeó en despachar a centenares de miles de ene
migos de clase, disidentes e incluso otros miembros del partido
a campos de prisioneros o a una ejecución inmediata.23
Las guerras mundiales
y la búsqueda de nuevas soluciones
Mientras los bolcheviques empezaban a instaurar su dicta
dura del proletariado en Rusia, las astronómicas cifras de bajas
mortales de la primera guerra mundial empujaron a los líderes
aliados, que pronto se alzarían con la victoria, a buscar un nuevo
mecanismo que asegurase la paz. Cuando los bolcheviques fir
maron un tratado de paz con los alemanes en marzo de 1918,
Rusia había perdido casi dos millones de hombres. Al terminar
la guerra en el frente occidental en noviembre de 1918, ya habían
muerto hasta 14 millones de personas, en su mayoría soldados.
Tres cuartas partes de los hombres movilizados para combatir
en Rusia y en Francia acabaron heridos o muertos. En 1919, los
diplomáticos que redactaron los acuerdos de paz fundaron una
Sociedad de Naciones para mantener la paz, supervisar el desar
me, arbitrar en las disputas entre naciones y garantizar los dere
chos de las minorías nacionales, las mujeres y los niños. La So
ciedad de Naciones fracasó a pesar de algunos nobles esfuerzos.
El Senado de Estados Unidos se negó a ratificar la participación
norteamericana; inicialmente se vetó el ingreso de Alemania y
Rusia; y al mismo tiempo que fomentaba la autodeterminación
en Europa, la Sociedad de Naciones administraba las antiguas
colonias alemanas y los territorios del desaparecido Imperio oto
mano mediante un sistema de «mandatos» justificado una vez
más por la preponderancia de los europeos sobre otros pueblos.
Asimismo, la Sociedad de Naciones no pudo impedir la ascen
sión del fascismo en Italia y del nazismo en Alemania, y, por
consiguiente, no pudo evitar que estallara la segunda guerra
mundial.
La segunda guerra mundial alcanzó una nueva cota de bar
barie, con una cifra casi inconcebible de 60 millones de muertos.
Además, esta vez la mayoría de las víctimas mortales fueron ci
viles, entre ellas 6 millones de judíos a los que mataron simple
mente por ser judíos. El desastre dejó millones de refugiados al
terminar la contienda, muchos de los cuales apenas podían ima
ginar un futuro y vivían en campos para personas desplazadas.
Y otros fueron obligados a abandonar sus hogares e instalarse
en otra parte por motivos étnicos (2,5 millones de alemanes, por
ejemplo, fueron expulsados de Checoslovaquia en 1946). En un
momento u otro, todas las potencias beligerantes atacaron a ci
viles; sin embargo, al terminar el conflicto, las revelaciones so
bre la escala de horrores perpetrados deliberadamente por los
alemanes horrorizaron al público. Las fotografías tomadas al li
berar los campos de exterminio nazis mostraron las horribles
consecuencias del antisemitismo, que se había justificado con
teorías sobre la supremacía de los arios y la purificación nacio
nalista. Los juicios de Nuremberg en 1945-1946 no sólo hicieron
que estas atrocidades fueran del conocimiento de un público
más amplio, sino que, además, sentaron un precedente en el
sentido de que gobernantes, funcionarios y militares podían ser
castigados por crímenes «contra la humanidad».
Incluso antes de que terminara la guerra, los aliados -en
particular Estados Unidos, la Unión Soviética y Gran Bretaña-
decidieron mejorar la Sociedad de Naciones. Una conferencia
celebrada en San Francisco en la primavera de 1945 creó la es
tructura básica de un nuevo organismo internacional, las Na
ciones Unidas. Tendría un Consejo de Seguridad dominado por
las grandes potencias, una Asamblea General con delegados de
todos los países miembros y un Secretariado dirigido por un se
cretario general con poderes ejecutivos. En la conferencia tam
bién se previo la creación de un Tribunal Internacional de Jus
ticia en La Haya (Países Bajos), que sustituiría a un tribunal
parecido instaurado por la Sociedad de Naciones en 1921. Cin
cuenta y un países firmaron la Carta de las Naciones Unidas
como miembros fundadores el 26 de junio de 1945.
A pesar de las pruebas que iban surgiendo de los crímenes
cometidos por los nazis contra los judíos, los gitanos y los esla
vos, entre otros, hubo que empujar a los diplomáticos reunidos
en San Francisco para que incluyesen los derechos humanos en
el programa. En 1944, tanto Gran Bretaña como la Unión So
viética habían rechazado propuestas de incluir los derechos hu
manos en la Carta de las Naciones Unidas. Gran Bretaña temía
la posibilidad de que tal medida alentara los movimientos in-
dependentistas en sus colonias, y la Unión Soviética no quería
intromisiones en su esfera de influencia, que se hallaba en ex
pansión. Además, Estados Unidos se había opuesto inicialmen
te a la sugerencia de China de que la Carta incluyera una de
claración sobre la igualdad de todas las razas.
La presión procedía de dos direcciones distintas. Muchos es
tados pequeños y medianos de Latinoamérica y Asia instaron a
prestar más atención a los derechos humanos, en parte porque
les molestaba la dominación prepotente de los procedimientos
por parte de las grandes potencias. Asimismo, multitud de or
ganizaciones religiosas, laborales, femeninas y cívicas, la mayo
ría de ellas con sede en Estados Unidos, presionaron directa
mente a los delegados de la conferencia. Peticiones apremiantes
presentadas cara a cara por representantes del Comité Judío Nor
teamericano, el Comité Conjunto para la Libertad de Culto, el
Congreso de Organizaciones Industriales (CIO) y la Asociación
Nacional para el Progreso de la Gente de Color (NAACP) con
tribuyeron al cambio de parecer del Departamento de Estado
norteamericano, que accedió a incluir los derechos humanos en
la Carta de las Naciones Unidas. La Unión Soviética y Gran Bre
taña dieron su consentimiento porque la carta también garanti
zaba que las Naciones Unidas nunca intervendrían en los asun
tos internos de un país.24
El compromiso con los derechos humanos todavía dista
ba mucho de estar asegurado. La Carta de las Naciones Unidas
de 1945 hizo hincapié en las cuestiones relacionadas con la se
guridad internacional y sólo dedicó unas cuantas líneas al «res
peto universal a los derechos humanos y a las libertades fun
damentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza,
sexo, idioma o religión». No obstante, creó una Comisión de De
rechos Humanos, y ésta decidió que su primera tarea debía ser
la de redactar una declaración de derechos humanos. En su ca
lidad de presidenta de la Comisión, Eleanor Roosevelt desempe
ñó un papel fundamental, puesto que logró que se redactara una
declaración y luego la condujo a través del complejo proceso
que debía culminar con su aprobación. Un profesor de derecho
de la McGill University de Canadá, John Hümphrey, de 44 años,
preparó un texto preliminar. Este texto debía ser revisado por
la Comisión en pleno, enviado a todos los estados miembros,
examinado por el Consejo Económico y Social y, en caso de
ser aprobado, remitido a la Asamblea General, donde primero se
sometería a la consideración del Tercer Comité sobre Asuntos
Sociales, Humanitarios y Culturales. En el Tercer Comité ha
bía delegados de todos los estados miembros; mientras se de
batía el texto preliminar, la Unión Soviética propuso enmien
das a casi todos los artículos. Al cabo de 83 sesiones (sólo del
Tercer Comité) y 170 enmiendas, se aprobó un texto que ha
bía de someterse a votación. Finalmente, el 10 de diciembre
de 1948, la Asamblea General aprobó la Declaración Univer
sal de Derechos Humanos. Cuarenta y ocho países votaron a
favor, ocho países del bloque soviético se abstuvieron y ningu
no se opuso.25
Al igual que sus predecesoras del siglo xvm, la Declaración
Universal explicó en un preámbulo por qué había sido necesa
rio semejante documento formal. «El desconocimiento y el me
nosprecio de los derechos humanos han originado actos de bar
barie ultrajantes para la conciencia de la humanidad», afirmaba.
La variación respecto a la terminología de la declaración francesa
original de 1789 es elocuente En 1789 los franceses habían afir
mado que «la ignorancia, el olvido o el menosprecio de los de
rechos del hombre son las únicas causas de las calamidades pú
blicas y de la corrupción de los gobiernos». La «ignorancia» e
incluso el simple «olvido» ya no eran posibles. Cabe suponer que
en 1948 todo el mundo ya sabía lo que significaban los derechos
humanos. Además, la expresión «calamidades públicas» emplea
da en 1789 no podía captar la magnitud de los acontecimientos
recientes. El desconocimiento de los derechos humanos y su
menosprecio deliberado habían producido actos de brutalidad
casi inimaginable.
La Declaración Universal no se limitó a reafirmar conceptos
dieciochescos de derechos individuales tales como la igualdad
ante la ley, la libertad de expresión, la libertad de culto, el de
recho a participar en el gobierno, la protección de la propiedad
privada y el rechazo de la tortura y el castigo cruel (véase el Apén
dice). También prohibió explícitamente la esclavitud y estipuló
el sufragio universal e igual y por voto secreto. Asimismo, exi
gió el derecho a circular libremente, el derecho a una naciona
lidad, el derecho a casarse y, de forma más polémica, el derecho
a la seguridad social; el derecho al trabajo -basado en el prin
cipio de a igual trabajo, igual salario- por un salario que garan
tizase el sustento; el derecho al descanso y al disfrute del tiem
po libre; y el derecho a la educación, que debía ser gratuita en
los niveles elementales y fundamentales. En un momento en que
arreciaba la guerra fría, la Declaración Universal expresó una se
rie de aspiraciones más que una realidad que pudiera alcanzarse
fácilmente. Esbozó un conjunto de obligaciones morales para
la comunidad mundial, pero no disponía de ningún mecanis
mo que velara por su cumplimiento. De haber incluido tal me
canismo, nunca hubiera sido aprobada. Sin embargo, a pesar de
sus limitaciones, el documento tendría efectos parecidos a los
de sus predecesoras del siglo xvill. Durante más de cincuenta
años, ha marcado la pauta del debate y la acción sobre los de
rechos humanos a escala internacional.
La Declaración Universal supuso la cristalización de ciento
cincuenta años de lucha por los derechos. Durante todo el si
glo XIX y principios del XX, mientras las naciones se encerraban
en sí mismas, diversas sociedades benéficas habían manteni
do encendida la llama de los derechos humanos universales.
Un lugar destacado entre estas organizaciones lo ocupaban las
sociedades de inspiración cuáquera fundadas para acabar con
la trata de esclavos y la esclavitud. La Sociedad Británica para la
Abolición de la Trata de Esclavos, creada en 1787, distribuía pro
paganda escrita e imágenes abolicionistas y organizaba grandes
campañas peticionarias dirigidas al Parlamento. Sus líderes for
jaron estrechos vínculos con abolicionistas de Estados Unidos,
Francia y el Caribe. Cuando en 1807 el Parlamento aprobó una
ley que ponía fin a la participación británica en la trata de es
clavos, los abolicionistas rebautizaron su grupo con el nombre
de Anti-Slavery Society y organizaron nuevas campañas que pe
dían al Parlamento que aboliera la esclavitud, lo que finalmen
te se cumplió en 1833. La Sociedad Británica y Extranjera An
tiesclavitud tomó entonces la batuta y llevó a cabo campañas a
favor del fin de la esclavitud en otras partes, especialmente en
Estados Unidos.
A propuesta de abolicionistas norteamericanos, la Sociedad
británica organizó una convención mundial antiesclavitud, que
se reunió en Londres en 1840 con el objeto de coordinar la lu
cha internacional. Aunque los delegados se negaron a permitir
la participación oficial de mujeres abolicionistas, con lo cual con
tribuyeron a precipitar el movimiento a favor del sufragio feme
nino, lo cierto es que reforzaron la causa internacional contra la
esclavitud gracias a la creación de nuevos contactos internacio
nales, a la información sobre las condiciones de vida de los es
clavos y a las resoluciones que denunciaban la esclavitud por ser
«un pecado contra Dios» y condenaban a las iglesias que la apo
yaban, sobre todo en el sur de Estados Unidos. Si bien la con
vención «mundial» se vio dominada por los británicos y los
norteamericanos, creó un modelo para futuras campañas inter
nacionales a favor del sufragio femenino, la protección de la
mano de obra infantil, los derechos de los trabajadores y gran
número de otros asuntos, algunos relacionados con los derechos
y otros, como la abstinencia de bebidas alcohólicas, no.26
Durante los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, la
causa de los derechos humanos internacionales pasó a un se
gundo plano debido a las luchas anticoloniales e independentis-
tas. Como es bien sabido, al concluir la primera guerra mundial,
el presidente Woodrow Wilson había hecho hincapié en que una
paz duradera debía basarse en el principio de la autodetermina
ción nacional. «Todo pueblo», afirmó, «tiene derecho a escoger la
soberanía bajo la cual vivirá.» Wilson pensaba en los polacos, los
checos y los serbios -pero no en los africanos-, y él y sus alia
dos concedieron la independencia a Polonia, Checoslovaquia y
Yugoslavia, porque se consideraban a sí mismos poseedores del
derecho a disponer de los territorios que antes pertenecían a las
potencias derrotadas. Gran Bretaña accedió a incluir la autode
terminación en la Carta del Atlántico, que en 1941 expuso los
principios que los británicos y los estadounidenses tenían para
hacer la guerra, pero Winston Churchill insistió en que esto sólo
era válido para Europa, no para las colonias de la propia Gran
Bretaña. Los intelectuales africanos discreparon y la cuestión
formó parte de su creciente campaña por la independencia. Aun
que en sus primeros años las Naciones Unidas no adoptaron una
posición fuerte ante la descolonización, en 1952 ya habían acce
dido a que, oficialmente, la autodeterminación formase parte
de su programa. La mayoría de los estados africanos recupera
ron su independencia, ya fuera pacíficamente o recurriendo a la
fuerza, en los años sesenta del siglo pasado. A pesar de que en al
gunos casos incorporaron a sus constituciones los derechos enu
merados en, por ejemplo, la Convención Europea para la Protec
ción de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales
de 1950, la garantía legal de los derechos era con frecuencia víc
tima de los caprichos de la política internacional e intertribal.27
Con posterioridad a 1948 tomó forma, de manera intermi
tente, un consenso internacional sobre la importancia de defen
der los derechos humanos. La Declaración Universal inició el
proceso en vez de representar su culminación. En ninguna par
te el avance de los derechos humanos fue más visible que entre
los comunistas, quienes durante mucho tiempo se habían resis
tido a esta llamada. A partir de 1970, los partidos comunistas de
la Europa occidental volvieron a una posición muy parecida a la
que planteara Jaurés en Francia entre finales del siglo xix y co
mienzos del XX. En sus programas políticos, sustituyeron «la dic
tadura del proletariado» por el progreso de la democracia, y apo
yaron explícitamente los derechos humanos. A finales de los
años ochenta del siglo pasado, el bloque soviético empezó a mo
verse en la misma dirección. El secretario general del Partido Co
munista, Mijaíl Gorbachov, propuso al congreso del partido ce
lebrado en Moscú en 1988 que en lo sucesivo la Unión Soviética
fuera un Estado bajo el imperio de la ley con la «máxima pro
tección para los derechos y la libertad del individuo soviético».
Aquel mismo año se creó el primer departamento de derechos
humanos en una escuela de derecho soviética. Se había produ
cido cierta convergencia. La Declaración Universal de 1948 in
cluía derechos sociales y económicos -el derecho a la seguridad
social, el derecho al trabajo, el derecho a la educación, por ejem
plo- y en la década de 1980 la mayoría de los partidos socialis
tas y comunistas ya habían abandonado su anterior hostilidad a
los derechos políticos y civiles.28
Las organizaciones no gubernamentales (llamadas actualmen
te ONG) nunca desaparecieron, pero adquirieron mayor peso
internacional a partir de 1980, debido en gran parte al avance de
la globalización. Organizaciones como Amnistía Internacional
(fundada en 1961), Anti-Slavery International (continuadora de
la Anti-Slavery Society), Human Rights Watch (fundada en 1978)
y Médicos sin Fronteras (fundada en 1971), por no citar incon
tables grupos locales cuyas actividades no son conocidas fuera
de la esfera donde desarrollan su labor, han apoyado decisiva
mente los derechos humanos en los últimos decenios. A me
nudo estas ONG han ejercido más presión sobre los gobiernos
transgresores y han hecho más por mitigar las hambrunas, aliviar
las enfermedades y luchar contra el trato brutal dispensado a
disidentes y minorías, que las propias Naciones Unidas, aunque
casi todas ellas han basado sus programas en los derechos expre
sados en la Declaración Universal.29
Huelga decir que el apoyo de los derechos humanos toda
vía resulta más fácil que su aplicación. Las frecuentes confe
rencias y convenciones internacionales contra el genocidio, la
esclavitud, la tortura y el racismo, y a favor de la protección de
las mujeres, los niños y las minorías demuestran que sigue sien
do necesario salvaguardar los derechos humanos. Las Naciones
Unidas adoptaron en 1956 una Convención Suplementaria so
bre la Abolición de la Esclavitud, la Trata de Esclavos y las Ins
tituciones y Prácticas Análogas a la Esclavitud y, aun así, se esti
ma que actualmente hay en el mundo 27 millones de esclavos.
En 1984 aprobaron la Convención Contra la Tortura y Otros
Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, porque la
tortura no desapareció con la abolición de sus formas judiciales
en el siglo xvill. En lugar de practicarse en un marco aprobado
por la ley, la tortura se trasladó a las dependencias interiores de
la policía secreta, o no tan secreta, y de las fuerzas militares
de los estados modernos. Los nazis autorizaron explícitamente
el recurso al «Tercer Grado» contra «comunistas, marxistas, Testi
gos de Jehová, saboteadores, terroristas, miembros de movimien
tos de resistencia, elementos antisociales, elementos refractarios
o vagabundos polacos o soviéticos». Las categorías ya no son
exactamente las mismas, pero la práctica perdura. Sudáfrica, los
franceses en Argelia, Chile, Grecia, Argentina, Irak, los norte
americanos en Abu Ghraib: la lista es interminable. La esperanza
de poner fin a los «actos de barbarie» aún no se ha cumplido.30
Los límites de la empatia
¿Qué conclusión hemos de sacar del resurgir de la tortura
y la limpieza étnica, del uso persistente de la violación como
arma de guerra y la opresión de las mujeres, del creciente tráfi
co sexual de menores y mujeres y de la vigencia de la esclavitud?
¿Nos han fallado los derechos humanos por no estar a la altura
de lo que esperábamos de ellos? En los tiempos modernos actúa
una paradoja de distancia y proximidad. Pór un lado, el avan
ce del alfabetismo y la difusión de las novelas, los periódicos, la
radio, las películas, la televisión e internet han hecho posible que
haya cada vez más personas que sienten empatia por otras que vi
ven en lugares lejanos y en circunstancias muy diferentes. Las fo
tografías de niños hambrientos en Bangladesh o las crónicas so
bre el asesinato de miles de hombres y muchachos en Srebrenica
(Bosnia) pueden movilizar a millones de personas y hacer que en
víen dinero y productos y, a veces, que ellas mismas vayan a otros
lugares para ayudar a otras personas o que insten a su gobierno o
a las organizaciones internacionales a intervenir. Por otro lado, las
crónicas de primera mano nos dicen que en Ruanda la gente ma
taba a sus vecinos por motivos étnicos, y que lo hacía con furio
sa brutalidad. Esta violencia en primer plano dista mucho de ser
excepcional o reciente; los judíos, los cristianos y los musulmanes
llevan mucho tiempo tratando de explicar por qué el Caín bíbli
co, hijo de Adán y Eva, mató a su hermano Abel. A medida que
han ido pasando los años desde las atrocidades nazis, estudios de
tenidos han mostrado cómo seres humanos corrientes, sin anor
malidades psicológicas ni apasionadas convicciones políticas o
religiosas, podían ser inducidos en circunstancias «apropiadas» a
cometer con sus propias manos lo que sabían que eran asesina
tos en masa. Todos los torturadores de Argelia, Argentina y Abu
Ghraib también empezaron siendo soldados corrientes. Los tor
turadores y los asesinos son como nosotros, y con frecuencia in
fligen dolor a personas que tienen delante.31
Así pues, aunque las formas modernas de comunicación han
ampliado los medios de sentir empatia por los demás, no han po
dido asegurar que los seres humanos actúen basándose en esa
afinidad. La ambivalencia relativa al poder de la empatia se da
a partir de mediados del siglo xvill. La han expresado incluso
aquellos que acometieron la tarea de explicar su funcionamien
to. En La teoría de los sentimientos morales, Adam Smith conside
ra la reacción de «un hombre humanitario de Europa» que oye
hablar de un terremoto que mata a cien millones de personas
en China. Dirá todo lo que hay que decir, predice Smith, y se
guirá ocupándose de sus asuntos como si no hubiera ocurrido
nada. Si, en cambio, supiese que perdería el dedo meñique al día
siguiente, se pasaría toda la noche dando vueltas en la cama. ¿Es
taría entonces dispuesto a sacrificar a cien millones de chinos a
cambio de su meñique? No, no lo estaría, afirma Smith. Pero
¿qué hace que una persona se resista a hacer este trato? «No es
el apagado poder del humanitarismo», insiste Smith, lo que nos
hace capaces de contrarrestar el interés personal. Tiene que ser
un poder más fuerte, el de la conciencia: «Es la razón, el prin
cipio, la conciencia, el habitante del pecho, el hombre interior,
el ilustre juez y árbitro de nuestra conducta».32
La lista que hizo el propio Smith -la razón, el principio, la
conciencia, el hombre interior- capta un elemento importan
te del actual debate sobre la empatia. ¿Qué es lo bastante fuerte
como para movernos a actuar basándonos en nuestra afinidad?
El carácter heterogéneo de la lista de Smith indica que a él mis
mo le costaba un poco responder a esta pregunta; ¿es la «razón»
sinónima de «el habitante del pecho»? Parece ser que Smith
creía, como muchos activistas de los derechos humanos hoy en
día, que una combinación de invocaciones racionales de prin
cipios relativos a los derechos y llamamientos emocionales a la
afinidad puede hacer que la empatia sea moralmente eficaz. Al
gunos críticos de entonces y muchos de ahora responderían que,
para que la empatia funcione, es necesario activar algún sentido
de obligación religiosa más elevada. A su modo de ver, los seres
humanos solos no pueden vencer su propensión interna a la apa
tía o la maldad. Un ex presidente del Colegio de Abogados de
Estados Unidos expresó este punto de vista común: «Cuando
no se visualiza a los seres humanos a imagen de Dios, entonces
es muy posible que sus derechos básicos pierdan su razón de ser
metafísica». La idea de la comunidad humana no es suficiente
por sí sola.33
Adam Smith se centra en un interrogante cuando en reali
dad hay dos. Considera que la empatia por los que están muy
lejos puede compararse con los sentimientos por los que están
cerca de nosotros, aun cuando reconoce que lo que se nos pre
senta directamente es mucho más motivador que los problemas
a los que hacen frente aquellos que se encuentran muy lejos.
Los dos interrogantes, pues, son: ¿qué puede motivarnos a ac
tuar basándonos en nuestros sentimientos por los que se hallan
muy lejos, y qué hace que la afinidad disminuya hasta tal pun
to que seamos capaces de torturar, mutilar o incluso matar a los
que están más cerca de nosotros? Distancia y proximidad, sen
timientos positivos y sentimientos negativos: todo ello debe
entrar en la ecuación.
A partir de mediados del siglo xvm, y precisamente debido
a la aparición del concepto de los derechos humanos, estas ten
siones se volvieron cada vez más agudas. Todos los que a finales
del siglo xvill organizaban campañas contra la esclavitud, la tor
tura judicial y el castigo cruel realzaban la crueldad en sus re
latos, emocionalmente desgarradores. Su objetivo era provocar
repulsión, pero el despertar de sensaciones por medio de la lec
tura o la contemplación de grabados con escenas explícitas de
sufrimiento no siempre podía encauzarse cuidadosamente. De
modo parecido, la novela que atraía intensamente la atención
sobre las tribulaciones de las muchachas corrientes tomó formas
distintas y más siniestras antes de finalizar el siglo XVIII. La no
vela gótica, ejemplificada por El monje (1796), de Matthew Lewis,
contenía escenas de incesto, violación, tortura y asesinato, y esas
escenas sensacionalistas parecían ser de modo creciente el ob
jeto principal de la obra, más que el estudio de sentimientos in
teriores o consecuencias morales. El marqués de Sade llevó la
novela gótica más allá, hacia una pornografía explícita del dolor,
y redujo deliberadamente a su núcleo sexual las largas, intermi
nables escenas de seducción de novelas anteriores como Claris-
sa, de Samuel Richardson. Sade pretendía revelar los significa
dos ocultos de las novelas precedentes. Sexo, dominación, dolor
y poder en lugar de amor, empatia y benevolencia. Para él, «de
recho natural» no significaba más que el derecho a acumular tan
to poder como fuera posible y disfrutar ejerciéndolo sobre los de
más. No es casualidad que Sade escribiera casi todas sus novelas
en la década de 1790, durante la Revolución francesa.34
Así pues, el concepto de los derechos humanos trajo con
sigo toda una serie de contrapartidas nefastas. La llamada a favor
de los derechos universales, iguales y naturales estimuló el creci
miento de nuevas y, en ocasiones, fanáticas ideologías que ha
cían hincapié en la diferencia. Los nuevos medios de establecer
una comprensión empática abrieron la puerta al sensacionalismo
de la violencia. El esfuerzo por soltar la crueldad de sus amarras
legales, judiciales y religiosas la hicieron más accesible como
instrumento cotidiano de dominación y deshumanización. Los
crímenes absolutamente deshumanizadores del siglo XX no fue
ron concebibles hasta que todo el mundo pudo reivindicar su
igualdad como miembro de la familia humana. El reconocimien
to de estas dualidades es esencial para el futuro de los derechos
humanos. La empatia no está agotada, como han afirmado algu
nos. Se ha convertido en una fuerza beneficiosa, más potente
que nunca. Pero el efecto opuesto, causado por la violencia, el
dolor y la dominación, también es mayor que nunca.35
Los derechos humanos son el único baluarte que tenemos
en común contra esos males. No debemos dejar nunca de me
jorar la versión dieciochesca de los derechos humanos y asegu
rarnos de que la palabra «Humanos» de la Declaración Univer
sal de Derechos Humanos no tome ninguna de las ambigüeda
des que posee la palabra «hombre» en «los derechos del hom
bre». La cascada de derechos continúa, aunque siempre suscita
grandes polémicas sobre cómo debería fluir: el derecho a elegir
de una mujer frente al derecho de un feto a vivir, el derecho a
morir con dignidad frente al derecho absoluto a la vida, los de
rechos de los discapacitados, los derechos de los homosexua
les, los derechos de los niños, los derechos de los animales; las
discusiones no han terminado ni terminarán nunca. En el si
glo XVlll, los organizadores de campañas a favor de los derechos
del hombre podían condenar a sus adversarios tachándolos de
tradicionalistas insensibles, a los que sólo les interesaba mante
ner un orden social basado en la desigualdad, la particularidad
y la costumbre histórica, en lugar de en la igualdad, la univer
salidad y los derechos naturales. Pero nosotros ya no podemos
permitimos el lujo de rechazar un punto de vista simplemente
porque sea más antiguo. En el otro extremo de la lucha por los
derechos humanos, cuando la creencia en ellos se ha generali
zado, debemos hacer frente al mundo forjado por la citada lu
cha. Tenemos que averiguar qué hay que hacer con los tortura
dores y los asesinos, cómo impedir su aparición en el futuro,
reconociendo en todo momento que ellos son nosotros. No
podemos tolerarlos ni deshumanizarlos.
El marco de los derechos humanos, con sus organismos in
ternacionales, sus tribunales internacionales y sus convenciones
internacionales, podría resultar exasperante, dada la lentitud con
que responde o la repetida incapacidad de alcanzar sus objeti
vos últimos; sin embargo, no disponemos de ninguna estructu
ra mejor para afrontar estos asuntos. Los tribunales y las orga
nizaciones gubernamentales, por muy internacional que sea su
ámbito, siempre se verán obstaculizados por consideraciones
geopolíticas. La historia de los derechos humanos demuestra que
al final la mejor defensa de los derechos son los sentimientos,
las convicciones y las acciones de multitudes de individuos que
exigen respuestas acordes con su sentido interno para la indig
nación. El pastor protestante Rabaut Saint-Etienne ya se había
percatado de esta verdad cuando en 1787 escribió al gobierno
francés para quejarse de los defectos del nuevo edicto, que ofre
cía tolerancia religiosa a los protestantes. «Ha llegado el mo
mento», dijo, «en que ya no es admisible que la ley deniegue
abiertamente los derechos de la humanidad que son bien co
nocidos en todo el mundo.» Las declaraciones de 1776, 1789
y 1948 aportaron una piedra de toque para esos derechos de la
humanidad, inspirándose en el sentido de lo que «ya no es ad
misible», y a su vez contribuyeron a que las violaciones de dere
chos fueran todavía más inadmisibles. El proceso tenía y tiene
una circularidad innegable: uno conoce el significado de los de
rechos humanos porque se siente afligido cuando son violados.
Las verdades de los derechos humanos podrían ser paradójicas en
este sentido, pero, a pesar de todo, aún son evidentes.
Documentos
Tres declaraciones: 1776, 1789, 1948
Declaración de Independencia
( 1776)*
Preámbulo
Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo
tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y
de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de
la familia humana;
Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los
derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para
la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la
aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mun
do en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria,
disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias;
Considerando esencial que los derechos humanos sean pro
tegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no
se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la
tiranía y la opresión;
Considerando también esencial promover el desarrollo de re
laciones amistosas entre las naciones;
Considerando que los pueblos de las Naciones Unidas han
reafirmado en la Carta su fe en los derechos fundamentales del
* Fuente: Mary Ann Glendon, A World Made New: Eleonor Roosevelt
and the Universal Dedaration of Human Rights, Random House, Nueva York,
2001, págs. 310-314; http://www.un.org/en/documents/udhr/ (N. de la A.)
[trad.esp.: http://www.un.org/es/documents/udhr/]. (N. delT.)
hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la
igualdad de derechos de hombres y mujeres, y se han declara
do resueltos a promover el progreso social y a elevar el nivel de
vida dentro de un concepto más amplio de la libertad;
Considerando que los Estados Miembros se han comprome
tido a asegurar, en cooperación con la organización de las Na
ciones Unidas, el respeto universal y efectivo a los derechos y
libertades fundamentales del hombre, y
Considerando que una concepción común de estos derechos
y libertades es de la mayor importancia para el pleno cumpli
miento de dicho compromiso;
La Asamblea General
Proclama la presente Declaración Universal de Derechos Hu
manos como ideal común por el que todos los pueblos y na
ciones deben esforzarse, a fin de que tanto los individuos como
las instituciones, inspirándose constantemente en ella, promue
van, mediante la enseñanza y la educación, el respeto a estos
derechos y libertades, y aseguren, por medidas progresivas de
carácter nacional e internacional, su reconocimiento y aplicación
universales y efectivos, tanto entre los pueblos de los Estados
Miembros como entre los de los territorios colocados bajo su
jurisdicción.
A r t íc u l o 1
Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad
y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben
comportarse fraternalmente los unos con los otros.
A r t íc u l o 2
Toda persona tiene todos los derechos y libertades procla
mados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color,
sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra ín-
dolé, origen nacional o social, posición económica, nacimiento
o cualquier otra condición.
Además, no se hará distinción alguna fundada en la condi
ción política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya
jurisdicción dependa una persona, tanto si se trata de un país
independiente, como de un territorio bajo administración fidu
ciaria, no autónomo o sometido a cualquier otra limitación de
soberanía.
A r t íc u l o 3
Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la
seguridad de su persona.
A r t íc u l o 4
Nadie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre; la escla
vitud y la trata de esclavos están prohibidas en todas sus formas.
A r t íc u l o 5
Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles,
inhumanos o degradantes.
A r t íc u l o 6
Todo ser humano tiene derecho, en todas partes, al recono
cimiento de su personalidad jurídica.
A r t íc u l o 7
Todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, dere
cho a igual protección de la ley. Todos tienen derecho a igual pro
tección contra toda discriminación que infrinja esta Declara
ción y contra toda provocación a tal discriminación.
A r t íc u l o 8
Toda persona tiene derecho a un recurso efectivo ante los
tribunales nacionales competentes, que la ampare contra ac
tos que violen sus derechos fundamentales reconocidos por la
constitución o por la ley.
A r t íc u l o 9
Nadie podrá ser arbitrariamente detenido, preso ni desterrado.
A r t íc u l o 10
Toda persona tiene derecho, en condiciones de plena igual
dad, a ser oída públicamente y con justicia por un tribunal in
dependiente e imparcial, para la determinación de sus derechos
y obligaciones o para el examen de cualquier acusación contra
ella en materia penal.
A r t íc u l o 11
1.° Toda persona acusada de delito tiene derecho a que se
presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad,
conforme a la ley y en juicio público en el que se le hayan ase
gurado todas las garantías necesarias para su defensa.
2.° Nadie será condenado por actos u omisiones que en el
momento de cometerse no fueron delictivos según el Derecho
nacional o internacional. Tampoco se impondrá pena más grave
que la aplicable en el momento de la comisión del delito.
A r t íc u l o 12
Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida priva
da, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques
a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la
protección de la ley contra tales injerencias o ataques.
A r t íc u l o 13
1.° Toda persona tiene derecho a circular libremente y a ele
gir su residencia en el territorio de un Estado.
2° Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, in
cluso del propio, y a regresar a su país.
A r t íc u l o 14
1.° En caso de persecución, toda persona tiene derecho a
buscar asilo, y a disfrutar de él, en cualquier país.
2° Este derecho no podrá ser invocado contra una ac
ción judicial realmente originada por delitos comunes o por
actos opuestos a los propósitos y principios de las Naciones
Unidas.
A r t íc u l o 15
1.° Toda persona tiene derecho a una nacionalidad.
2.° A nadie se privará arbitrariamente de su nacionalidad ni
del derecho a cambiar de nacionalidad.
A r t íc u l o 16
1.° Los hombres y las mujeres, a partir de la edad nubil, tie
nen derecho, sin restricción alguna por motivos de raza, nacio
nalidad o religión, a casarse y fundar una familia, y disfrutarán
de iguales derechos en cuanto al matrimonio, durante el matri
monio y en caso de disolución del matrimonio.
2° Sólo mediante libre y pleno consentimiento de los futu
ros esposos podrá contraerse el matrimonio.
3.° La familia es el elemento natural y fundamental de la
sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del
Estado.
A r t íc u l o 17
1.° Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y
colectivamente.
2° Nadie será privado arbitrariamente de su propiedad.
A r t íc u l o 18
Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento,
de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de
cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de ma
nifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente,
tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica,
el culto y la observancia.
A r t íc u l o 19
Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de
expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa
de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opi
niones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cual
quier medio de expresión.
A r t íc u l o 20
1.° Toda persona tiene derecho a la libertad de reunión y de
asociación pacíficas.
2.° Nadie podrá ser obligado a pertenecer a una asociación.
A r t íc u l o 21
1.° Toda persona tiene derecho a participar en el gobierno
de su país, directamente o por medio de sus representantes li
bremente escogidos.
2.° Toda persona tiene el derecho de acceso, en condiciones
de igualdad, a las funciones públicas de su país.
3.° La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del
poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones
auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio
universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equi
valente que garantice la libertad del voto.
A r t íc u l o 22
Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho
a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional
y la cooperación internacional, habida cuenta de la organiza
ción y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los dere
chos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dig
nidad y al libre desarrollo de su personalidad.
A r t íc u l o 23
1.° Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección
de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de traba
jo y a la protección contra el desempleo.
2° Toda persona tiene derecho, sin discriminación alguna, a
igual salario por trabajo igual.
3.° Toda persona que trabaja tiene derecho a una remune
ración equitativa y satisfactoria, que le asegure, así como a su
familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que
será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros me
dios de protección social.
4.° Toda persona tiene derecho a fundar sindicatos y a sin
dicarse para la defensa de sus intereses.
A r t íc u l o 24
Toda persona tiene derecho al descanso, al disfrute del tiem
po libre, a una limitación razonable de la duración del trabajo y
a vacaciones periódicas pagadas.
A r t íc u l o 25
1.° Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado
que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y
en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia
médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo dere
cho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez,
viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de sub
sistencia por circunstancias independientes de su voluntad.
2.° La maternidad y la infancia tienen derecho a cuidados
y asistencia especiales. Todos los niños, nacidos de matrimo
nio o fuera de matrimonio, tienen derecho a igual protección
social.
A r t íc u l o 26
1.° Toda persona tiene derecho a la educación. La educa
ción debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la ins
trucción elemental y fundamental. La instrucción elemental será
obligatoria. La instrucción técnica y profesional habrá de ser
generalizada; el acceso a los estudios superiores será igual para
todos, en función de los méritos respectivos.
2.° La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de
la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los
derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá
la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las na
ciones y todos los grupos étnicos o religiosos, y promoverá el
desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el man
tenimiento de la paz.
3.° Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo
de educación que habrá de darse a sus hijos.
A r t íc u l o 27
1.° Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en
la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a parti
cipar en el progreso científico y en los beneficios que de él re
sulten.
2 .° Toda persona tiene derecho a la protección de los in
tereses morales y materiales que le correspondan por razón de
las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea
autora.
A r t íc u l o 28
Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden
social e internacional en el que los derechos y libertades
proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efec
tivos.
A r t íc u l o 29
1.° Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad,
puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente
su personalidad.
2.° En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus li
bertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones
establecidas por la ley con el único fin de asegurar el recono
cimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás,
y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden pú
blico y del bienestar general de una sociedad democrática.
3.° Estos derechos y libertades no podrán en ningún caso
ser ejercidos en oposición a los propósitos y principios de las
Naciones Unidas.
A r t íc u l o 30
Nada en la presente Declaración podrá interpretarse en el
sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o
a una persona, para emprender y desarrollar actividades o rea
lizar actos tendentes a la supresión de cualquiera de los derechos
y libertades proclamados en esta Declaración.
Apéndices
Notas