Sunteți pe pagina 1din 277

LYNN HUNT

LA INVENCIÓN
DE LOS DERECHOS HUMANOS
Traducción de Jordi Beltrán Ferrer

76
T LE MP O
D E M tM O R ! A
TUSlJUETSED ITO R ES
1.a edición: octubre de 2009

© 2007 by Lynn Hunt

© de la traducción: Jordi Beltrán Ferrer, 2009


Diseño de la colección: Lluís Clotet y Ramón Ubeda
Diseño de la cubierta: Estudio Ubeda
Reservados todos los derechos de esta edición para
Tusquets Editores, S.A. - Cesare Cantü, 8 - 08023 Barcelona
www.tusquetseditores.com
ISBN: 978-84-8383-185-4
Depósito legal: B. 30.616-2009
Fotocomposición: Pacmer, S.A. - Alcolea, 106-108, 1.° - 08014 Barcelona
Impresión: Limpergraf, S.L. - Mogoda, 29-31 - 08210 Barbera del Valles
Encuademación: Reinbook
Impreso en España
índice

A gradecim ientos.......................................... ......................... 11


Introducción: «Sostenemos como evidentes
estas verdades»......................................................................... 13
1. «Torrentes de emoción». Leer novelas e imaginar
la ig u ald ad ................................................. ........................ 35
2. «Hueso de sus huesos». Abolir la tortura.................... 71
3. «Han dado un gran ejemplo». Declarar derechos . . 115
4. «No tendrá fin». Las consecuencias de declarar.. .149
5. «El apagado poder del humanitarismo»
Por qué fracasaron los derechos humanos
pero a la larga acabaron triunfando.............................. 181
Documentos. Tres declaraciones:1776, 1789, 1948 . . . 221
Apéndices
N o ta s ................................................................................................... 245
índice onom ástico............................................................................ 283
Perm isos.............................................................................................. 287

[Figuras 37, 45, 73, 75, 81, 87, 89, 93, 97, 101, 201]
A Lee y Jane,
hermanas, amigas, inspiradoras
Mientras escribía este libro me beneficié de las incontables
sugerencias que me hicieron amigos, colegas y participantes en
diversos seminarios y conferencias. Ninguna expresión de grati­
tud podría pagar las deudas que he tenido la buena fortuna de
contraer; tan sólo espero que algunos reconozcan su aportación
en ciertos pasajes o notas a pie de página. Al pronunciar las Con­
ferencias Patten en la Universidad de Indiana, las Merle Curti en
la Universidad de Wisconsin, Madison, y las James W. Richard
en la Universidad de Virginia, disfruté de inestimables oportuni­
dades de poner a prueba mis ideas preliminares. También ob­
tuve opiniones excelentes de mis oyentes en el Camino College;
el Carleton College; el Centro de Investigación y Docencia Eco­
nómicas de Ciudad de México; la Universidad de Fordham; el
Institute of Historical Research, Universidad de Londres, Lewis
& Clark College; el Pomona College; la Universidad de Stanford;
la Universidad de Texas A&M; la Universidad de París; la Univer­
sidad del Ulster, Coleraine; la Universidad de Washington, Seat-
tle; y mi propia institución, la UCLA [University of California
at Los Angeles], Mis investigaciones fueron financiadas en su ma­
yor parte por la Eugen Weber Chair in Modern European His-
tory, de la UCLA, y se vieron facilitadas en gran medida por
tener a mi disposición los volúmenes verdaderamente excepcio­
nales que atesoran las bibliotecas de la UCLA.
La mayoría de la gente piensa que, en la lista de prioridades
de los profesores universitarios, la enseñanza viene después de la
investigación; sin embargo, la idea de este libro tuvo su origen en
una colección de documentos que edité y traduje con el fin de
enseñar a estudiantes universitarios: The French Revolution and Hu­
man Rights: A Brief Documentary History (Bedford/St. Martin’s
Press, Boston y Nueva York, 1996). Una beca de la National En-
dowment for the Humanities me ayudó a concluir ese proyecto.
Antes de escribir el presente libro, publiqué un breve bosquejo,
«The Paradoxical Origins of Human Rights», en Jeffrey N. Was-
serstrom, Lynn Hunt y Marilyn B. Young (eds.), Human Rights and
Revolutions (Rowman & Littlefield, Lanham, Maryland, 2000,
págs. 3-17). Algunos de los argumentos del capítulo 2 se for­
mularon de manera diferente en «Le Corps au xvme siécle: les
origines des droits de l’homme», Diogéne 203 (julio-septiembre
de 2003, págs. 49-67).
Desde la idea hasta la ejecución final, el camino es largo y
a veces difícil, al menos en mi caso, pero la ayuda de las perso­
nas allegadas y queridas permite recorrerlo. Joyce Appleby y Su-
zanne Desan leyeron los borradores de mis tres primeros capí­
tulos y me hicieron sugerencias maravillosas para mejorarlos. Mi
editora en W.W. Norton, Amy Cherry, prestó a la forma y la ar­
gumentación el tipo de atención detenida que la mayoría de los
autores sólo conocen en sueños. Sin Margaret Jacob no hubie­
se escrito este libro. Seguí adelante gracias a su entusiasmo por
escribir e investigar, a su valentía para aventurarse en campos
nuevos y controvertidos y, en no poca medida, a su capacidad
de dejarlo todo para preparar una cena exquisita. Sabe lo mu­
cho que le debo. Mi padre murió cuando yo estaba escribiendo
el libro, pero todavía puedo oír sus palabras de aliento y apoyo.
Dedico el libro a mis hermanas Lee y Jane como muestra de re­
conocimiento, por más que resulte insuficiente, de todo lo que
hemos compartido durante tantos años. Ellas me dieron mis pri­
meras lecciones de derechos, resolución de conflictos y amor.
Introducción
«Sostenemos como evidentes estas verdades»

En ocasiones, reescribir bajo presión da grandes resultados.


En su primer borrador de la Declaración de Independencia de
Estados Unidos, preparada a mediados de junio de 1776, Tho­
mas Jefferson escribió: «Sostenemos como sagradas e innegables
estas verdades: que todos los hombres son creados iguales e in­
dependientes [sic], que de esa creación igual reciben derechos
inherentes e inalienables, entre los cuales están la preservación
de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Gracias en
gran parte a las revisiones que hizo él mismo, la frase de Jeffer­
son pronto se sacudió de encima los corsés para adoptar un tono
más claro y vibrante: «Sostenemos como evidentes estas verda­
des: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados
por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre és­
tos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Con
esta sola frase, Jefferson convirtió un documento sobre agravios
políticos típico del siglo XVlll en una duradera proclamación de
los derechos humanos.1
Trece años más tarde, Jefferson se encontraba en París cuan­
do los franceses comenzaron a pensar en redactar una declara­
ción de sus derechos. En enero de 1789 -varios meses antes de
la toma de la Bastilla-, el marqués de La Fayette, amigo de Jef­
ferson y veterano de la guerra de Independencia.de Estados Uni­
dos, preparó el borrador de una declaración francesa, muy pro­
bablemente con la ayuda del propio Jefferson. Cuando la Bastilla
cayó el 14 de julio y la Revolución francesa empezó en serio,
la demanda de una declaración oficial cobró impulso. Pese a los
esfuerzos de La Fayette, finalmente no sería una sola persona
quien diera forma al documento, a diferencia de lo ocurrido con
el borrador que redactó Jefferson para el Congreso norteameri­
cano. El 20 de agosto, la recién creada Asamblea Nacional em­
prendió el debate sobre los 24 artículos redactados por un en­
gorroso comité de 40 diputados. Tras seis días de discusiones
tumultuosas y un sinfín de enmiendas, tan sólo se habían apro­
bado 17 artículos. Agotados por las disputas continuas, y ante
la necesidad de ocuparse de otros asuntos apremiantes, el 27 de
agosto de 1789 los diputados votaron a favor de suspender el
debate y adoptaron provisionalmente los artículos ya aprobados,
con el título de Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano.
El documento redactado tan a la desesperada era maravillo­
so por su alcance y sencillez. Sin mencionar ni una sola vez al
rey, a la nobleza o a la Iglesia, declaraba que los «derechos na­
turales, inalienables y sagrados del hombre» eran el fundamen­
to de toda forma de gobierno. Confería la soberanía a la nación,
en vez de al rey, y declaraba que todo el mundo era igual ante
la ley, con lo cual brindaba oportunidades al talento y al méri­
to y eliminaba implícitamente todos los privilegios basados en
la cuna. Más sorprendente que cualquier garantía, sin embargo,
era la universalidad de sus afirmaciones. Las referencias a «los
hombres», «el hombre», «cada hombre», «todo hombre», «todos
los ciudadanos», «todo ciudadano», «la sociedad» y «toda socie­
dad» empequeñecían la referencia al pueblo francés.
Como consecuencia, su publicación impulsó inmediatamen­
te a la opinión mundial a posicionarse a favor o en contra de ta­
les derechos. En un sermón pronunciado en Londres el 4 de
noviembre de 1789, Richard Price, que era amigo de Benjamín
Franklin y a menudo se mostraba crítico con el gobierno inglés,
se deshizo en elogios de los nuevos derechos del hombre. «He
vivido lo suficiente para ver cómo los derechos de los hombres
son comprendidos mejor que nunca, y cómo suspiran por la li­
bertad naciones que parecían haber perdido el concepto de
ella.» Escandalizado por el entusiasmo ingenuo de Price ante
las «abstracciones metafísicas» de los franceses, el conocido
ensayista y diputado Edmund Burke se apresuró a escribir una
respuesta airada. En su panfleto Reflexiones sobre la Revolución
Francesa (1790), que fue considerado enseguida como el texto
fundacional del conservadurismo, Burke rugía de este modo:
No somos ni convertidos de Rousseau, ni discípulos de Voltaire.
Sabemos que nosotros no hemos descubierto nada y pensamos
que nada hay que descubrir en moral [...]. En Inglaterra aún no
hemos sido completamente vaciados de nuestras naturales entra­
ñas [...]. No hemos sido preparados y arreglados para que se nos
llene después como pájaros disecados en un museo, con paja, tra­
pos y con miserables pedazos de papel sucio que traten de los de­
rechos del hombre.

Price y Burke habían coincidido en sus opiniones sobre la


Revolución norteamericana; ambos la apoyaron. Pero la Revo­
lución francesa exigía poner toda la carne en el asador, y pron­
to se abrió un frente de batalla: ¿se trataba de los albores de una
nueva era de libertad basada en la razón, o bien del principio
de un descenso imparable a la anarquía y la violencia?2
Durante casi dos siglos, y a pesar de la polémica provocada
por la Revolución francesa, la Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano simbolizó la promesa de unos dere­
chos humanos universales. En 1948, cuando las Naciones Uni­
das adoptaron la Declaración Universal de Derechos Humanos,
el artículo 1 decía: «Todos los seres humanos nacen libres e
iguales en dignidad y derechos». En 1789, el artículo 1 de la De­
claración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano ya ha­
bía proclamado: «Los hombres nacen y permanecen libres e
iguales en derechos». Aunque las diferencias en la terminología
son significativas, las resonancias entre ambos documentos re­
sultan incontestables.
Los orígenes de los documentos no dicen necesariamente
nada importante acerca de sus consecuencias. ¿Importa real­
mente que el borrador de Jefferson fuera objeto de 86 altera­
ciones, realizadas por él mismo, el Comité de los Cinco o el
Congreso? Es evidente que Jefferson y Adams opinaban que sí,
toda vez que en la década de 1820, la última de sus largas y
azarosas vidas, seguían discutiendo sobre lo que cada uno de
ellos había aportado al documento. Sin embargo, la Declara­
ción de Independencia no tenía carácter constitucional. Era ape­
nas una declaración de intenciones, y tuvieron que transcurrir
quince años para que los estados ratificaran finalmente una Car­
ta de Derechos muy distinta, en 1791. En Francia, la Declaración
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que afirmaba
salvaguardar las libertades individuales, no impidió la aparición
de un gobierno francés que reprimió los derechos (en el perio­
do conocido como el Terror), y futuras constituciones france­
sas -hubo muchas- formularon declaraciones diferentes o pres­
cindieron por completo de ellas.
Más inquietante aún resultó el hecho de que, en realidad,
aquellos que a finales del siglo xvm habían declarado con tanta
seguridad que los derechos eran universales tenían en mente algo
mucho menos exhaustivo. No nos sorprende que considerasen
a los niños, los locos, los presos o los extranjeros como incapa­
ces o indignos de participar plenamente en el proceso político,
porque nosotros hacemos lo mismo. Pero también excluyeron
a quienes no tenían propiedades, a los esclavos, a los negros li­
bres, a las minorías religiosas en algunos casos y, siempre y en
todas partes, a las mujeres. Recientemente, estas limitaciones a
la expresión «todo hombre» han suscitado muchos comentarios,
y algunos estudiosos han llegado a preguntarse si tales declara­
ciones de derechos tenían un sentido emancipador real. Sus fun­
dadores, artífices y declarantes han sido tachados de elitistas, ra­
cistas y misóginos, por su incapacidad de considerar a todas las
personas verdaderamente iguales en derechos.
No deberíamos olvidar las restricciones impuestas a los de­
rechos por determinados hombres del siglo xvm, pero detener­
nos ahí y felicitarnos por nuestros «progresos» relativos signi­
ficaría no haber entendido lo más importante. ¿Cómo estoí
hombres, que vivían en sociedades edificadas sobre la esclavi­
tud, la subordinación y la sumisión aparentemente natural, pu­
dieron en algún momento considerar como iguales a otros hom­
bres que no se les parecían en nada y, en algunos casos, inclusc
a las mujeres? ¿De qué modo se convirtió la igualdad de dere­
chos en una verdad «evidente» en lugares tan insólitos? Es asom­
broso que hombres como Jefferson, propietario de esclavos, y
La Fayette, un aristócrata, pudieran hablar como lo hicieron de
los derechos evidentes e inalienables de todos los hombres. Si
pudiéramos entender cómo sucedió, estaríamos en mejor dispo­
sición para comprender lo que significan para nosotros los de­
rechos humanos hoy en día.

La paradoja de la evidencia
A pesar de sus diferencias terminológicas, las dos declaracio­
nes del siglo xvm se basaban en una pretensión de evidencia.
Jefferson lo indicó de forma explícita cuando escribió: «Soste­
nemos como evidentes estas verdades». La declaración francesa
afirmaba categóricamente que «la ignorancia, el olvido o el me­
nosprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de
las calamidades públicas y de la corrupción de los gobiernos».
En 1948 no era mucho lo que había cambiado' en este sentido,
si bien es cierto que la Declaración de las Naciones Unidas adop­
tó un tono más legalista: «Considerando [whereas] que la liber­
tad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el recono­
cimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e
inalienables de todos los miembros de la familia humana; [...]».
Con todo, también esto constituía una pretensión de eviden­
cia, porque, en inglés, whereas significa literalmente «siendo el
hecho que» [it being thefact that]. Dicho de otro modo, emplear
el término inglés «whereas» es simplemente una manera legalis­
ta de aseverar algo básico que se acepta como cierto, algo que es
evidente."'
Esta pretensión de evidencia, que resulta crucial para los de­
rechos humanos incluso hoy en día, da origen a una paradoja:
si la igualdad de derechos es tan evidente, ¿por qué tuvo que
hacerse esta aserción, y por qué se hizo solamente en momen­
tos y lugares específicos? ¿Cómo pueden los derechos humanos
ser universales si no se reconocen universalmente? ¿Nos conten­
taremos con las explicaciones que dieron quienes formularon la
declaración de 1948, en el sentido de que «estamos de acuerdo
acerca de los derechos, pero a condición de que nadie nos pre­
gunte por qué»? ¿Pueden ser «evidentes», cuando los estudiosos
llevan más de doscientos años discutiendo sobre lo que quiso
decir Jefferson con esta palabra? El debate continuará eterna­
mente, porque Jefferson nunca sintió la necesidad de explicarse.
Nadie del Comité de los Cinco ni del Congreso quiso revisar
esta afirmación, aun cuando muchas otras secciones de la versión
preliminar de Jefferson sí fueron modificadas. Al parecer, esta­
ban de acuerdo con él. Además, si Jefferson se hubiera explicado,
la evidencia de la aserción se habría evaporado. Una aserción que
necesita discutirse no es evidente.3
Creo que la pretensión de evidencia es decisiva para la his­
toria de los derechos humanos, y el objeto de este libro es ex-
* La argumentación de la autora sobre whereas no puede aplicarse a la tra­
ducción que de ella se ha impuesto en la versión castellana de la Declaración
de las Naciones Unidas reproducida en el apéndice, «considerando», que sig­
nifica «juzgando», «estimando que». (N. del T.)
plicar cómo llegó a ser tan convincente en el siglo xvm. Afor­
tunadamente, también permite centrar una historia que tiende
a ser muy difusa. Los derechos humanos son tan ubicuos en la
actualidad que parecen requerir una historia igualmente exten­
sa. Las ideas griegas sobre la persona individual, las nociones
romanas de la ley y el derecho, las doctrinas cristianas del
alma...; existe el riesgo de que la historia de los derechos hu­
manos se convierta en la historia de la civilización occidental,
o incluso, como sucede a veces, en la historia del mundo ente­
ro. ¿Acaso la antigua Babilonia, el hinduismo, el budismo o el
islam no hicieron también sus aportaciones? ¿Cómo se explica
entonces la súbita cristalización de las aserciones sobre los de­
rechos humanos a finales del siglo xvm?
Los derechos humanos precisan de tres cualidades entrela­
zadas: los derechos deben ser naturales (inherentes a los seres hu­
manos), iguales (los mismos para todos) y universales (válidos en
todas partes). Para que los derechos sean derechos humanos, to­
dos los seres humanos de todo el mundo deben poseerlos por
igual y sólo por su condición de seres humanos. Resultó más
fácil aceptar el carácter natural de los derechos que su igualdad
o su universalidad. En muchos sentidos, seguimos bregando con
las consecuencias implícitas de la exigencia de igualdad y uni­
versalidad de los derechos. ¿A qué edad tiene alguien derecho a
participar plenamente en política? ¿Los inmigrantes -los no ciu­
dadanos- también tienen derechos? Y, en ese caso, ¿cuáles?
Sin embargo, ni siquiera la naturalidad, la igualdad y la uni­
versalidad son suficientes. Los derechos humanos sólo cobran
sentido cuando adquieren contenido político. No son los dere­
chos de los seres humanos en la naturaleza; son los derechos de
los seres humanos en sociedad. No son tan sólo derechos hu­
manos en contraposición a derechos divinos, o derechos huma­
nos en contraposición a derechos de los animales; son los dere­
chos de los seres humanos en relación con sus semejantes. Son,
por tanto, derechos garantizados en el mundo político secular
(aunque los llamen «sagrados»), y son derechos que requieren la
participación activa de quienes los poseen.
La igualdad, la universalidad y la naturalidad de los derechos
adquirieron por primera vez expresión política directa en la De­
claración de Independencia de Estados Unidos de 1776 y en la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano fran­
cesa de 1789. Aunque la Declaración de Derechos inglesa de 1689
hacía referencia a los «antiguos derechos y libertades» estableci­
dos por la ley inglesa y derivados de la historia de Inglaterra, no
declaró la igualdad, la universalidad ni la naturalidad de los de­
rechos. Por el contrario, la Declaración de Independencia de Es­
tados Unidos insistía en que «todos los hombres son creados
iguales» y en que todos ellos poseen «derechos inalienables». De
forma parecida, la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano proclamó que «los hombres nacen y permanecen li­
bres e iguales en derechos». No los hombres franceses, no los
hombres blancos, no los hombres católicos, sino «los hombres»,
expresión que por aquel entonces, como ahora, significaba no
sólo «los varones» sino también «las personas», es decir, «los
miembros de la raza humana». Dicho de otro modo, en algún
momento entre 1689 y 1776, derechos que habían sido conside­
rados casi siempre como los derechos de una gente determinada
-los ingleses nacidos libres, por ejemplo- se transformaron en de­
rechos humanos, derechos naturales universales, lo que los fran­
ceses llamaron «les droits de l’homme» («los derechos del hombre»).4

Derechos humanos y «los derechos del hombre»


Una breve incursión en la historia de las palabras ayudará a
datar la aparición de los derechos humanos. En el siglo xvm, la
gente no solía utilizar la expresión «derechos humanos», y cuan­
do lo hacía se refería habitualmente a algo distinto de lo que
queremos decir nosotros. Antes de 1789, Jefferson, por ejemplo,
hablaba con frecuencia de «derechos naturales». No empezó a uti­
lizar la expresión «derechos del hombre» hasta después de 1789.
Cuando empleaba «derechos humanos», se refería a algo más pa­
sivo y menos político que los derechos naturales o los derechos
del hombre. En 1806, por ejemplo, utilizó la expresión para re­
ferirse a los males del tráfico de esclavos:
Os felicito, conciudadanos, por la proximidad del periodo en el
cual podréis interponer vuestra autoridad constitucionalmente,
para impedir que los ciudadanos de Estados Unidos sigan parti­
cipando en las violaciones de los derechos humanos que se han
prolongado durante tanto tiempo a costa de los inocentes habi­
tantes de África, y que la moral, la reputación y los mejores inte­
reses de nuestro país ansian proscribir desde hace mucho tiempo.

Cuando sostenía que los africanos gozaban de derechos hu­


manos, Jefferson no se refería implícitamente a los esclavos
afroamericanos. Los derechos humanos, según la definición de
Jefferson, no permitían a los africanos -y mucho menos a los
afroamericanos- actuar por cuenta propia.5
En el transcurso del siglo xvill, en inglés y en francés, «dere­
chos humanos», «derechos del género humano» y «derechos de
la humanidad» resultaron ser expresiones demasiado generales
para aplicarse directamente a la política. Todas ellas se referían a
lo que distinguía a los seres humanos de lo divino en un extre­
mo de la escala y de los animales en el otro, más que a derechos
políticos como la libertad de expresión o el derecho a participar
en política. Así, en 1734, en una de las primeras ocasiones en que
se empleaba la expresión «derechos de la humanidad» en francés,
el mordaz crítico literario Nicolás Lenglet-Dufresnoy, él mismo
sacerdote católico, satirizó a «aquellos inimitables monjes del si­
glo VI que renunciaban tan completamente a todos “los derechos
de la humanidad”, que pacían cual animales y corrían por ahí to­
talmente desnudos». De forma parecida, en 1756 Voltaire pro­
clamó en tono de burla que Persia era la monarquía en la que
más se disfrutaba de los «derechos de la humanidad», ya que los
persas tenían los mayores «recursos contra el aburrimiento». La
expresión «derecho humano» apareció por primera vez en fran­
cés en 1763, con el significado de algo así como «derecho natu­
ral»; sin embargo, no acabó de cuajar, a pesar de que Voltaire la
utilizase en su muy influyente Tratado sobre la tolerancia.6
Mientras que los anglohablantes continuaron prefiriendo la
expresión «derechos naturales» -o sencillamente «derechos»- du­
rante todo el siglo XVlll, los franceses inventaron otra en la déca­
da de 1760: «derechos del hombre» («droits de l’homme»). El origen
de la expresión «derecho(s) natural(es)», o «ley natural» -«droit
naturel» posee ambos significados en francés-, se remontaba a
cientos de años atrás, y quizá por eso poseía demasiadas acep­
ciones. A veces se refería simplemente al hecho de ajustarse al
orden tradicional. Así, por ejemplo, el obispo Bossuet, portavoz
de la monarquía absoluta de Luis XIV, empleaba «derecho natu­
ral» cuando describía la entrada de Jesucristo en el cielo («entró
en el cielo por su propio derecho natural»).7
«Derechos del hombre» pasó a ser de uso corriente en fran­
cés después de que Jean-Jacques Rousseau utilizase la expresión
en 1762 en Del contrato social, aunque no la definió y aunque -o
tal vez porque- la situó al lado de «derechos de la humanidad»,
«derechos del ciudadano» y «derechos de soberanía». Sea como
fuere, en junio de 1763 «derechos del hombre» ya se había con­
vertido en una expresión común, de acuerdo con una hoja in­
formativa clandestina:
[...] los actores de la Comédie Frangaise interpretaron hoy, por
vez primera, Manco [una obra de teatro sobre los incas del Perú],
de la cual hablamos anteriormente. Es una de las tragedias peor
construidas. Hay en ella un papel para un salvaje que podría ser
muy hermoso; recita en verso todo lo que hemos oído de forma
dispersa sobre los reyes, la libertad, los derechos del hombre, en
el Discurso sobre el origen y losfundamentos de la desigualdad entre los
hombres, en el Emilio, en Del contrato social.

En realidad, la obra no utiliza exactamente la expresión «los


derechos del hombre», sino otra afín, «derechos de nuestro ser»,
pero está claro que ya formaba parte del vocabulario de los in­
telectuales, y, de hecho, se asociaba directamente con las obras
de Rousseau. Otros escritores de la Ilustración, como el barón
D’Holbach, Raynal y Mercier, la recogieron posteriormente, en
las décadas de 1770 y 1780.8
Antes de 1789, la expresión «derechos del hombre» apenas
tuvo eco en la lengua inglesa. Pero la Revolución norteamerica­
na empujó al marqués de Condorcet, paladín de la Ilustración
francesa, a acometer por vez primera la definición de «los dere­
chos del hombre», que, a su modo de ver, incluían la seguridad
de la persona, la seguridad de la propiedad, la imparcialidad de
la justicia y el derecho a participar en la formulación de las le­
yes. En su ensayo Influencia de la revolución en América sobre Euro­
pa (1786), Condorcet vinculó explícitamente los derechos del
hombre a la Revolución norteamericana: «El espectáculo de un
gran pueblo, donde los derechos del hombre son respetados, es
útil para todos los demás, a pesar de las diferencias de clima,
costumbres y constituciones». Asimismo, proclamó que la De­
claración de Independencia de Estados Unidos era nada menos
que «una exposición sublime y sencilla de estos derechos que,
siendo tan sagrados, han sido olvidados durante tanto tiempo».
En enero de 1789, Emmanuel-Joseph Sieyés incluyó la expresión
«derechos del hombre» en su incendiario panfleto contra la no­
bleza titulado ¿Qué es el Tercer Estado ? El borrador de la declara­
ción de derechos que La Fayette preparó en enero de 1789 alu­
día explícitamente a «los derechos del hombre»,'al igual que el
borrador que, también a comienzos de 1789, escribió Condor­
cet. A partir de la primavera de 1789 -esto es, antes incluso de
la toma de la Bastilla, el 14 de julio-, en los círculos políticos
franceses se habló mucho de la necesidad de una declaración de
los «derechos del hombre».9
Cuando el lenguaje de los derechos humanos empezó a ser
utilizado, en la segunda mitad del siglo xvm, no hubo una de­
finición explícita de tales derechos. Rousseau no dio ninguna
explicación al mencionar los «derechos del hombre». El jurista
inglés William Blackstone los definió como «la libertad natural
del género humano», esto es, los «derechos absolutos del hom­
bre, considerado como ser dotado de libre albedrío y de discer­
nimiento para distinguir el bien del mal». La mayoría de quie­
nes empleaban la expresión en las décadas de 1770 y 1780 en
Francia, como los controvertidos ilustrados D'Holbach y Mira-
beau, se referían a los derechos del hombre como si fuesen ob­
vios y no necesitaran de ninguna justificación o definición; dicho
de otro modo, eran evidentes. D’Holbach sostenía, por ejemplo,
que si los hombres temiesen menos a la muerte, «los derechos
del hombre serían defendidos más vigorosamente». Mirabeau de­
nunció a sus detractores diciendo que no tenían «ni carácter ni
alma, porque no tienen ninguna idea en absoluto de los dere­
chos de los hombres». Nadie ofreció una lista precisa de tales
derechos antes de 1776 (la fecha de la Declaración de Derechos
que George Masón redactó en Virginia).10
La ambigüedad de los derechos humanos fue puesta en evi­
dencia por el pastor calvinista francés Jean-Paul Rabaut Saint-
Etienne, que en 1787 escribió al rey de Francia para quejarse de
las limitaciones de una propuesta de edicto de tolerancia para los
protestantes, entre los cuales se incluía él mismo. Envalentona­
do por la creciente opinión a favor de los derechos del hombre,
Rabaut insistió:
Hoy en día sabemos qué son los derechos naturales, y ciertamen­
te dan a los hombres mucho más de lo que el edicto concede a los
protestantes [...]. Ha llegado el momento en que ya no es admi­
sible que la ley deniegue abiertamente los derechos de la humani­
dad que son bien conocidos en todo el mundo.

Puede que fueran «bien conocidos», pero el propio Rabaut


Saint-Étienne reconoció que un rey católico no podía sancio­
nar oficialmente el derecho calvinista al culto público. En resu­
men, todo dependía -como sigue dependiendo- de la interpre­
tación de las palabras «ya no es admisible».11

Cómo los derechos humanos se hicieron evidentes


Resulta difícil precisar qué son los derechos humanos por­
que su definición, su misma existencia dependen tanto de las
emociones como de la razón. La pretensión de evidencia se basa
en última instancia en un atractivo emocional; es convincente
si toca la fibra sensible de toda persona. Además, estamos casi
seguros de que se trata de un derecho humano cuando nos sen­
timos horrorizados ante su violación. Rabaut Saint-Étienne sa­
bía que podía apelar al conocimiento implícito de lo que «ya no
era admisible». En 1755, el influyente escritor francés de la Ilus­
tración Denis Diderot había escrito, refiriéndose al droit naturel,
que «el uso de ese término es tan frecuente que casi no hay na­
die que no esté convencido en su fuero interno de que la cosa
le es obviamente conocida. Este sentimiento interior es común
tanto al filósofo como al hombre que no ha reflexionado en ab­
soluto». Al igual que otros hombres de su tiempo, Diderot ofreció
tan sólo una vaga indicación del significado de los derechos na­
turales; «como hombre», concluyó, «no tengo otros derechos
naturales verdaderamente inalienables que los de la hum ani­
dad». Pero había señalado acertadamente la característica más
importante de los derechos humanos: requerían cierto «senti­
miento interior» compartido por muchas personas.12
Hasta Jean-Jacques Burlamaqui, el austero filósofo suizo del
derecho natural, insistió en que la libertad sólo podía ser proba­
da por los sentimientos internos de cada hombre: «Tales prue­
bas de los sentimientos están por encima de toda objeción y
producen la convicción más profundamente arraigada». Los de­
rechos humanos no son simplemente una doctrina formulada
en documentos; descansan sobre una determinada disposición
hacia los demás, sobre un conjunto de convicciones acerca de
cómo son las personas y cómo distinguen el bien del mal en el
mundo secular. Las ideas filosóficas, las tradiciones jurídicas y
las ideas políticas revolucionarias debían contener esta clase de
punto de referencia emocional profundo para que los derechos
humanos fueran en verdad «evidentes». Y, como insistía Dide-
rot, estos sentimientos debían ser experimentados por muchas
personas, no sólo por los filósofos que escribían sobre ellos.13
Estos conceptos de libertad y derechos eran respaldados por
una serie de supuestos acerca de la autonomía del individuo.
Para tener derechos humanos, las personas debían ser percibi­
das como individuos distintos unos de otros y capaces de for­
mular juicios morales independientes; como dijo Blackstone, los
derechos del hombre acompañaban al individuo «considerado
como ser dotado de libre albedrío y de discernimiento para dis­
tinguir el bien del mal». Pero para que estos individuos autó­
nomos se convirtieran en miembros de una comunidad política
basada en esos juicios morales independientes, debían ser capa­
ces de establecer lazos de empatia con los demás. Todas las per­
sonas tendrían derechos humanos únicamente si todas ellas-eran
vistas como iguales de algún modo fundamental. La igualdad no
era simplemente un concepto abstracto o una consigna política.
Había de ser interiorizada de algún modo.
Si bien en la actualidad damos por sentadas las ideas de
autonomía e igualdad, así como la de los derechos humanos,
éstas no cobraron relevancia hasta el siglo xvni. El filósofo mo­
ral contemporáneo J.B. Schneewind ha seguido la pista de lo
que denomina «la invención de la autonomía». La nueva pers­
pectiva que apareció antes de finalizar el siglo xvm «se centraba
en la creencia de que todos los individuos normales son igual­
mente capaces de vivir juntos en una moral de autogobierno»,
afirma Schneewind. Detrás de esos «individuos normales» hay
una larga historia de lucha. En el siglo xvm (y, de hecho, hasta
la actualidad) no se suponía que toda la «gente» fuera igual­
mente capaz de tener autonomía moral. Esta entrañaba dos ca­
racterísticas afines pero distintas: la capacidad de razonar y la
independencia para decidir por uno mismo. Ambas debían es­
tar presentes para que un individuo fuese moralmente autóno­
mo. Los niños y los locos carecían de la necesaria capacidad de
razonar, pero tal vez algún día adquirirían o recuperarían esa
capacidad. Al igual que los niños, también los esclavos, los sir­
vientes, las personas que no poseían propiedades y las mujeres
carecían del estatus independiente que se requería para ser ple­
namente autónomos. Los niños, los sirvientes, las personas sin
propiedades e incluso los esclavos podían ser autónomos algún
día, al hacerse mayores, dejar de servir, adquirir propiedades o
comprar su libertad. Tan sólo las mujeres parecían no tener al
alcance ninguna de estas opciones; eran definidas como inheren­
temente dependientes de sus padres o sus maridos. Si los de­
fensores de los derechos humanos universales, iguales y naturales
excluían de forma automática algunas categorías de personas
del ejercicio de esos derechos, ello era debido principalmente a
que consideraban que no eran del todo capaces de tener auto­
nomía moral.14
Sin embargo, esa recién descubierta facultad que era la em­
patia podía obrar incluso contra los prejuicios más arraigados.
En 1791, el gobierno revolucionario francés concedió la igual­
dad de derechos a los judíos; en 1792, hasta los hombres sin pro­
piedades obtuvieron el derecho al voto; y en 1794, el gobierno
francés abolió oficialmente la esclavitud. Ni la autonomía ni la
empatia eran fijas; se trataba de habilidades que podían apren­
derse, y las limitaciones «admisibles» sobre los derechos podían
ser -y eran- puestas en entredicho. Los derechos no pueden de­
finirse de una vez por todas, porque su base emocional no deja
de cambiar, en parte como reacción a las declaraciones de dere­
chos. Los derechos continúan siendo discutibles porque nuestra
percepción de quién tiene derechos y qué son esos derechos cam­
bia constantemente. La revolución de los derechos humanos es,
por definición, continua.
La autonomía y la empatia son prácticas culturales, no sólo
ideas, y por lo tanto son literalmente corpóreas, esto es, poseen
dimensiones físicas además de emocionales. La autonomía indi­
vidual depende de un creciente sentido de la separación y la sa­
cralidad de los cuerpos humanos: tu cuerpo es tuyo y mi cuer­
po es mío, y ambos deberíamos respetar la línea divisoria entre
nuestros respectivos cuerpos. La empatia depende del recono­
cimiento de que los demás sienten y piensan como nosotros, de
que nuestros sentimientos internos son iguales de algún modo
fundamental. Para ser autónoma, una persona tiene que encon­
trarse legítimamente separada y protegida en su separación; pero
para que esa separación corporal vaya acompañada de derechos,
es necesario que la individualidad de una persona sea apreciada
de un modo más emocional. Los derechos humanos dependen
tanto del dominio de uno mismo como del reconocimiento de
que todos los demás son igualmente dueños de sí mismos. El
desarrollo incompleto de esto último es lo que da origen a todas
las desigualdades de derechos que nos han preocupado a lo lar­
go de la historia.
La autonomía y la empatia no se materializaron en el si­
glo XVlll a partir de la nada, sino que tenían raíces profundas.
En el transcurso de varios siglos, los individuos habían empe­
zado a apartarse de las redes de la comunidad y se habían vuelto
cada vez más independientes, tanto jurídica como psicológica­
mente. Un mayor respeto por la integridad del cuerpo y líneas de
demarcación más claras entre los cuerpos individuales fueron el
resultado de la continua elevación del umbral de la vergüenza re­
lacionada con las funciones fisiológicas, así como del creciente
sentido del decoro corporal. Con el tiempo, las personas empe­
zaron a dormir solas en una cama, o únicamente con su cónyu­
ge. Empleaban utensilios para comer y empezaron a considerar
repulsivos comportamientos que antes eran admisibles, como,
por ejemplo, tirar comida al suelo o utilizar la ropa para limpiar­
se las excreciones del cuerpo. La evolución constante de los con­
ceptos de interioridad y profundidad de la psique, desde el alma
cristiana hasta la conciencia protestante, y las ideas diecioches­
cas de la sensibilidad llenaron el yo de un contenido nuevo. To­
dos estos procesos se desarrollaron en un periodo de tiempo
muy largo.
Pero en la segunda mitad del siglo xvm se produjo una ace­
leración en el avance de estas prácticas. La autoridad absoluta
de los padres sobre los hijos fue puesta en tela de juicio. El pú­
blico guardaba ahora silencio mientras presenciaba una obra de
teatro o escuchaba música. El retratismo y la pintura de género
amenazaban el predominio de los grandes lienzos mitológicos
e históricos de la pintura académica. Proliferaban las novelas y
los periódicos, que ponían las vivencias de personas normales
y corrientes al alcance de un público numeroso. La tortura como
parte del procedimiento judicial y las formas más extremas de
castigo corporal empezaron a considerarse inadmisibles. Todos
estos cambios contribuyeron a crear un sentido de la separación
y el autodominio de los cuerpos individuales, junto con la po­
sibilidad de sentir empatia por los demás.
Los conceptos de integridad corporal e individualidad em-
pática (que se examinan en los capítulos siguientes) no tienen
una historia diferente a la de los derechos humanos, con los que
están relacionados íntimamente. Así pues, los cambios en el
punto de vista parecen producirse de repente a mediados del si­
glo xvm. Consideremos, por ejemplo, la tortura. Entre 1700
y 1750, la palabra «tortura» en francés se empleaba la mayoría
de las veces para referirse a las dificultades con las que tropezaba
un escritor cuando buscaba una expresión certera. Así, Marivaux
habló en 1724 de «torturarte la mente con el fin de extraer re­
flexiones». La tortura, es decir, la tortura autorizada legalmente
para arrancar confesiones de culpabilidad o nombres de cómpli­
ces, se convirtió en un asunto capital después de que Montes-
quieu la atacase en Del espíritu de las leyes (1748). En uno de sus
pasajes más influyentes, Montesquieu insiste en que «son tan­
tos los hombres hábiles y tantos los grandes genios que han
escrito sobre esto [la tortura de los reos], que no me atrevo a
hablar después de ellos». Acto seguido, de forma bastante enig­
mática, añade: «Iba a decir que la tortura podría convenir en
los Gobiernos despóticos, en los cuales todo lo que inspira te­
mor queda dentro de los resortes del Gobierno; iba a decir que
entre los griegos y los romanos, los esclavos... Pero oigo la voz
de la Naturaleza que clama contra mí». También aquí, la eviden­
cia -«la voz de la Naturaleza que clama»- proporciona la base
para la argumentación. Después de Montesquieu, Voltaire y mu­
chos otros, especialmente el italiano Beccaria, secundarían la cam­
paña. En la década de 1780, la abolición de la tortura y de las
formas bárbaras de castigo corporal ya se habían convertido en ar­
tículos esenciales de la nueva doctrina de los derechos humanos.15
Los cambios respecto a las reacciones al cuerpo y al yo aje­
nos proporcionaron un punto de apoyo decisivo para la nueva
base secular de la autoridad política. Aunque Jefferson escribió
que «su Creador» había dotado a los hombres de sus derechos, el
papel del Creador terminaba ahí. El gobierno ya no dependía de
Dios, y mucho menos de la interpretación que hacía la Iglesia
de la voluntad de Dios. «Para garantizar estos derechos», dijo Jef­
ferson, «se instituyen entre los hombres los gobiernos, que deri­
van sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados.»
De modo parecido, la Declaración francesa de 1789 sostenía que
«la finalidad de toda asociación política es la conservación de los
derechos naturales e imprescriptibles del hombre» y que «el prin­
cipio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación». La
autoridad política, según esta opinión, derivaba de la naturaleza
más íntima de los individuos y de su capacidad para crear una
comunidad por medio del consentimiento. Los politólogos y los
historiadores han examinado este concepto de la autoridad po­
lítica desde varios ángulos, pero han prestado poca atención a
la visión del cuerpo y del yo que la hacían posible.16
Mi argumentación concederá un gran peso a la influencia de
nuevas clases de experiencias, desde asistir a exposiciones públi­
cas de pintura hasta leer las popularísimas novelas epistolares
sobre el amor y el matrimonio. Tales experiencias ayudaron a di­
fundir la práctica de la autonomía y la empatia. El politólogo Be-
nedict Anderson sostiene que los periódicos y las novelas crea­
ron la «comunidad imaginada» que el nacionalismo requiere para
florecer. Lo que podría denominarse «empatia imaginada» sirve
de fundamento de los derechos humanos más que del naciona­
lismo. Es imaginada, pero no en el sentido de inventada, sino en
el de que la empatia requiere un acto de fe, de imaginación, para
asumir que otra persona es igual que tú. Las crónicas sobre la tor­
tura producían esta empatia imaginada por medio de nuevas vi­
siones del dolor. Las novelas la generaban induciendo sensacio­
nes nuevas sobre el yo interior. Estas experiencias, cada una a su
manera, reforzaban el concepto de comunidad basada en indi­
viduos empáticos y autónomos que podían relacionarse más allá
de sus familias inmediatas, sus filiaciones religiosas o incluso sus
naciones, por medio de valores universales mayores.17
No hay una manera fácil u obvia de probar o siquiera me­
dir el efecto que las nuevas experiencias culturales tuvieron so­
bre la gente del siglo xvill, y mucho menos sobre su concepción
de los derechos. Los estudios científicos acerca de los efectos
que provocan actualmente las acciones de leer o mirar la tele­
visión son bastante complejos, y eso que presentan la ventaja de
que los sujetos están vivos y se les puede someter a estrategias
de investigación en constante evolución. Con todo, los neuro-
científicos y los psicólogos cognitivos han hecho progresos en
la vinculación de la biología del cerebro a determinados facto­
res psicológicos e, incluso, sociales y culturales. Han demostra­
do, por ejemplo, que la capacidad de construir narraciones se
basa en la biología del cerebro y es decisiva para la evolución
de cualquier noción del yo. Ciertos tipos de lesiones cerebra­
les afectan a la comprensión narrativa, y enfermedades como el
autismo muestran que la capacidad de sentir empatia -de re­
conocer que los demás poseen mentes como la nuestra- tiene
una base biológica. En su mayor parte, sin embargo, estas in­
vestigaciones sólo abordan un aspecto de la ecuación: el bio­
lógico. La mayoría de psiquiatras, y aun algunos neurocientífi-
cos, estarían de acuerdo en que el cerebro también recibe la
influencia de fuerzas sociales y culturales, si bien esta interac­
ción se ha revelado como un objeto de estudio más complejo.
De hecho, el yo mismo ha sido muy difícil de examinar. Sabe­
mos que tenemos la experiencia de poseer un yo, pero los neu-
rocientíficos no han logrado identificar el emplazamiento de esa
experiencia, y mucho menos explicar cómo funciona.18
Si la neurociencia, la psiquiatría y la psicología aún albergan
dudas sobre la naturaleza del yo, no debería sorprendernos que
los historiadores se hayan mantenido totalmente alejados del
asunto. Probablemente la mayoría de los historiadores cree que
el yo lo determinan hasta cierto punto factores sociales y cul­
turales, es decir, que la individualidad significaba algo muy di­
ferente en el siglo x que en la actualidad. Sin embargo, se sabe
muy poco sobre la historia de la condición humana como con­
junto de experiencias. Los estudiosos han escrito extensamente
acerca del surgimiento del individualismo y la autonomía como
doctrinas, pero mucho menos sobre cómo el propio yo podría
cambiar con el tiempo. Estoy de acuerdo con otros historia­
dores en que el significado del yo cambia con el tiempo, y creo
que, para algunas personas, la experiencia -no sólo la idea- del
yo cambia de forma decisiva en el siglo XVIII.
Mi argumentación se fundamenta en la idea de que la lec­
tura de crónicas de torturas o novelas epistolares tenía efectos fí­
sicos que se traducían en cambios cerebrales y reaparecían como
conceptos nuevos de la organización de la vida social y políti­
ca. Nuevas formas de leer (y ver y escuchar) crearon nuevas ex­
periencias individuales (empatia), que a su vez hicieron posibles
nuevos conceptos sociales y políticos (derechos humanos). En
estas páginas intento dilucidar el funcionamiento de ese proce­
so. Mi propia disciplina, la historia, ha desdeñado durante tan­
to tiempo toda forma de argumentación psicológica -los histo­
riadores hablamos a menudo de reduccionismo psicológico, pero
nunca de reduccionismo sociológico o cultural- que, en gran
parte, ha pasado por alto la posibilidad de una argumentación
fundamentada en lo que sucede en el interior del yo.
Estoy tratando de volver a centrar la atención sobre lo que
sucede en el interior de las mentes individuales. Podría parecer
un lugar obvio donde buscar una explicación de los cambios so­
ciales y políticos de carácter transformador, pero, sorprendente­
mente, las mentes individuales -exceptuando las de los grandes
pensadores y escritores- han sido olvidadas por las investiga­
ciones recientes en el campo de las humanidades y las ciencias
sociales. La atención se ha centrado en los contextos sociales
y culturales, no en cómo las mentes individuales comprenden y
dan nueva forma a ese contexto. Creo que el cambio social y po­
lítico -en este caso, los derechos humanos- se produce porque
muchos individuos han tenido experiencias similares; no por­
que todos ellos habiten en el mismo contexto social, sino porque,
mediante las interacciones de unos con otros, y con lo que leen
y ven, crearon un nuevo contexto social. En resumen, insisto
en que todo análisis de un cambio histórico debe acabar expli­
cando la alteración de las mentes individuales. Para que los dere­
chos humanos se volviesen evidentes, la gente nofmal y corrien­
te debía disponer de nuevas formas de comprender, que surgieron
a partir de nuevos tipos de sentimientos.
«Torrentes de emoción»
Leer novelas e imaginar la igualdad

Un año antes de publicar Del contrato social\ Rousseau llamó


la atención del mundo con una novela de gran éxito, Julia, o La
nueva Eloísa (1761). Aunque a veces los lectores modernos en­
cuentran la novela epistolar, o formada por cartas, terriblemente
lenta en su desarrollo, la reacción de los lectores del siglo xvill fue
visceral. El subtítulo despertó grandes expectativas, pues la his­
toria medieval del amor condenado al fracaso de Eloísa y Abe­
lardo era muy conocida. El filósofo y clérigo católico del siglo XII
Pedro Abelardo sedujo a su alumna Eloísa y pagó por ello un alto
precio a manos del tío de la joven: la castración. Separados para
siempre, los dos amantes mantuvieron un intercambio epistolar
íntimo que ha cautivado a los lectores a lo largo de los siglos. En
un principio, la parodia contemporánea de Rousseau apuntaba
en una dirección bien distinta. La nueva Eloísa, Julia, también
se enamora de su preceptor, pero deja a Saint-Preux, que no tiene
un céntimo, para satisfacer las exigencias de su autoritario padre,
que quiere que se case con Wolmar, un soldado ruso de más
edad que en una ocasión le salvó la vida. Julia no sólo supera su
pasión por Saint-Preux, sino que también parece haber apren­
dido a quererle simplemente como amigo, poco antes de falle­
cer tras salvar a su pequeño hijo de morir ahogado. ¿Pretendía
Rousseau celebrar la sumisión de la protagonista a la autoridad
paterna y conyugal, o bien su intención era la de presentar como
trágico el sacrificio de los deseos propios de esta nueva Eloísa?
El argumento, a pesar de sus ambigüedades, apenas puede
explicar la explosión de emociones que experimentaron los lec­
tores de Rousseau. Lo que les conmovió fue su intensa identi­
ficación con los personajes, especialmente con Julia. Dado que
Rousseau ya gozaba de celebridad internacional, la noticia de la
publicación inminente de su novela se extendió como un regue­
ro de pólvora, en parte porque leyó pasajes en voz alta a varios
amigos. Aunque Voltaire la calificó despectivamente de «esta ba­
sura lamentable», Jean Le Rond d’A lembert, coeditor de la Ency­
clopédie junto a Diderot, escribió a Rousseau para decirle que
había «devorado» el libro. Advirtió a Rousseau de que esperase
duras críticas en «un país donde se habla tanto de sentimiento
y pasión y tan poco se conoce de ambas cosas». El Journal des
Savants reconoció que la novela tenía defectos e incluso que al­
gunos pasajes resultaban interminables, pero concluyó que sólo
la gente de corazón frío podía resistir esos «torrentes de emoción
que tanto asuelan el alma, que tan imperiosamente, tan tiráni­
camente arrancan tales lágrimas amargas».1
Cortesanos, clérigos, militares y toda suerte de personas
corrientes escribieron a Rousseau para describir sus «sentimien­
tos de fuego devorador», sus «emociones tras emociones, sacu­
didas tras sacudidas». Un hombre contó que la muerte de Julia
no le había hecho llorar, sino más bien «gritar, aullar como un
animal» (figura 1). Como dijo un crítico del siglo XX acerca de
estas cartas a Rousseau, en el siglo xvm los lectores de la no­
vela no la leyeron apenas con placer, sino con «pasión, delirio,
espasmos y sollozos». La traducción inglesa apareció menos de
dos meses después de que se publicase el original en francés, y
entre 1761 y 1800 hubo otras diez ediciones en inglés. De la ver­
sión francesa se publicaron 115 ediciones en el mismo periodo,
para satisfacer el apetito voraz de un público internacional que
leía en francés.2
Julia presentó a sus lectores una nueva forma de empatia.
Aunque Rousseau pusiera en circulación la expresión «derechos
Figura 1. Julia en el lecho de muerte. Esta escena de Julia, o J¿a nueva Eloísa pro­
vocó más pena que cualquier otra. El grabado de Nicolás Delaunay, basado
en un dibujo del famoso artista Jean-Michel Moreau, apareció en una edición
de 1782 de las obras completas de Rousseau.
del hombre», los derechos humanos no son el tema principal de
su novela, que gira en torno a la pasión, el amor y la virtud.
No obstante, alentó una identificación altamente emotiva con
los personajes, de modo que los lectores sintieran empatia por
ellos más allá de las barreras de clase, sexo y nacionalidad. Los
lectores del siglo XVIII, al igual que las gentes de siglos anterio­
res, sentían empatia por sus allegados y por las personas que
más obviamente se les parecían: su familia más cercana, sus pa­
rientes, la gente de su parroquia; en general, sus iguales en la
sociedad. Pero las personas del siglo xvill tenían que aprender
a sentir empatia superando barreras más amplias. Alexis de Toc-
queville relata lo que contó el secretario de Voltaire sobre Ma-
dame Duchátelet: ésta no dudaba en desnudarse delante de su
servidumbre, «no teniendo por demostrado que los criados fue­
sen hombres». Los derechos humanos sólo podían tener sentido
cuando a los criados también se los viera como hombres.3

f Novelas y empatia
Novelas como Julia empujaron a sus lectores a identificarse
con personajes corrientes que, por definición, les eran desco­
nocidos personalmente. El lector experimentaba empatia por
ellos, sobre todo por la heroína o el héroe, gracias al funciona­
miento de la propia forma narrativa. Dicho de otro modo, me­
diante el intercambio ficticio de cartas, las novelas epistolares
enseñaron a sus lectores nada menos que una nueva psicología,
y en ese proceso echaron los cimientos de un nuevo orden so­
cial y político. Las novelas hacían que Julia, perteneciente a la
clase media, o incluso una sirvienta como Pamela, la heroína de
la novela homónima de Samuel Richardson, fuesen iguales, si
no mejores, que hombres ricos tales como el señor B., el pa­
trón de Pamela que quiere seducirla. Las novelas venían a de­
cir que todas las personas son fundamentalmente parecidas a
causa de sus sentimientos, y, en particular, muchas novelas mos­
traban el deseo de autonomía. De este modo, la lectura de no­
velas creaba un sentido de igualdad y empatia mediante la par­
ticipación apasionada en la narración. ¿Puede ser casualidad que
las tres novelas de identificación psicológica más importantes del
siglo xvill -Pamela (1740) y Clarissa (1747-1748), de Richardson,
y Julia (1761), de Rousseau- fueran publicadas en el periodo que
precedió inmediatamente a la aparición del concepto de «dere­
chos del hombre»?
Huelga decir que la empatia no se inventó en el siglo xvm.
La capacidad de sentir empatia es universal, ya que tiene sus
raíces en la biología del cerebro; depende de una capacidad con
base biológica, la de comprender la subjetividad de otras perso­
nas e imaginar que sus experiencias internas son como las pro­
pias. Los niños que padecen autismo, por ejemplo, tienen gran
dificultad para descodificar las expresiones faciales como indi­
cadoras de sentimientos, y en general les cuesta atribuir estados
subjetivos a los demás. Simplificando, podría decirse que el
autismo se caracteriza por la incapacidad de sentir empatia ha­
cia los demás.4
Normalmente aprendemos a sentir empatia a una edad tem­
prana. Sin embargo, aunque la biología proporciona una predis­
posición esencial, cada cultura expresa la empatia de una forma
particular. La empatia sólo se desarrolla por medio de la interac­
ción social; por lo tanto, las formas de esa interacción intervie­
nen en la configuración de la empatia de una manera importan­
te. En el siglo xvm, los lectores de novelas aprendieron a ampliar
el alcance de la empatia. Al leer, sentían empatia más allá de las
barreras sociales tradicionales entre nobles y plebeyos, amos y sir­
vientes, hombres y mujeres, quizá también entre adultos y ni­
ños. Por consiguiente, aprendían a ver a los demás -a los que no
conocían personalmente- como seres iguales a ellos, con los mis­
mos tipos de emociones internas. Sin este proceso de aprendiza­
je, la «igualdad» no podría haber alcanzado ningún sentido pro­
fundo ni, en particular, ninguna consecuencia política. La igual­
dad de las almas en el cielo y la igualdad de derechos aquí, en la
tierra, no son lo mismo. Antes del siglo xvm, los cristianos acep­
taban de buen grado lo primero sin reconocer lo segundo.
La capacidad de identificarse más allá de las barreras socia­
les pudo haberse adquirido de muchas maneras; no pretendo
que la lectura de novelas fuese la única. Con todo, parece per­
tinente considerar la lectura de novelas como una experiencia
decisiva, si tenemos en cuenta que el apogeo de un género par­
ticular de novela -la novela epistolar- coincide cronológica­
mente con el nacimiento de los derechos humanos. La novela
epistolar surgió como género entre las décadas de 1760 y 1780,
y luego se extinguió de forma bastante misteriosa en la de 1790.
Antes ya se habían publicado novelas de todo tipo, pero no se
distinguió como género hasta el siglo XVlll, especialmente des­
pués de 1740, fecha de la publicación de Pamela, de Samuel Ri-
chardson. En Francia se publicaron ocho novelas en 1701, 52 en
1750 y 112 en 1789. En Gran Bretaña, el número de novelas se
multiplicó por seis entre la primera década del siglo xvm y la
de 1760: alrededor de treinta novelas aparecieron cada año en
la década de 1770, 40 al año en la de 1780 y 70 al año en la
de 1790. Asimismo, había más gente que supiese leer, y ahora
las novelas presentaban a personas corrientes como los persona­
jes principales, que hacían frente a problemas cotidianos relacio­
nados con el amor, el matrimonio y el éxito mundano. La alfa­
betización se había extendido tanto que en las grandes ciudades
hasta los sirvientes, fuesen hombres o mujeres, leían novelas, si
bien esta actividad no fuera entonces, como tampoco lo es aho­
ra, frecuente entre las clases bajas. Los campesinos franceses, que
constituían cerca del 80 por ciento de la población, no acos­
tumbraban leer novelas, ni siquiera cuando sabían leer.5
A pesar de las limitaciones del público lector, los héroes y
las heroínas corrientes de la novela del siglo xvill, de Robinson
Crusoe y Tom Jones a Clarissa Harlowe y Julie d’Étange, se con­
virtieron en nombres muy conocidos, a veces incluso entre la
gente que no sabía leer. Personajes de la baja o la alta nobleza,
tales como Don Quijote y la Princesa de Cléves, tan prominentes
en las novelas del siglo xvn, dieron paso a sirvientes, marineros
y muchachas de clase media (Julia, aunque es hija de un miem­
bro de la pequeña nobleza suiza, parece más bien de clase me­
dia). La notable ascensión de la novela en el siglo xvm no pasó
inadvertida, y desde entonces los estudiosos la han vinculado al
capitalismo, a la clase media con aspiraciones, al crecimiento de
la esfera pública, a la aparición de la familia nuclear, a un cambio
en las relaciones de género e incluso a la eclosión del naciona­
lismo. Fueran cuales fuesen las razones de la ascensión de la no­
vela, lo que me interesa son sus efectos psicológicos y su rela­
ción con el surgimiento de los derechos humanos.6
Para mostrar el estímulo de la identificación psicológica que
ejerció la novela, me centraré en tres novelas epistolares especial­
mente influyentes: Julia, de Rousseau, y dos obras de su prede­
cesor y claro modelo, el inglés Samuel Richardson, Pamela (1740)
y Clarissa (1747-1748). Mi argumentación hubiese podido abarcar
la novela del siglo XVlll en general, y en ese caso habría teni­
do en cuenta a las numerosas mujeres que escribieron novelas,
así como a personajes masculinos como Tom Jones o Tristram
Shandy, que sin duda alguna también recibieron una atención
considerable. He elegido Julia, Pamela y Clarissa, tres novelas es­
critas por hombres y con protagonistas femeninos, a causa de
su indiscutible repercusión cultural. No produjeron por sí solas
los cambios en la empatia que estudiamos aquí, pero un exa­
men atento de su acogida muestra el funcionamiento del nue­
vo aprendizaje de la empatia. Para comprender lo que había de
nuevo en la «novela» -etiqueta que los escritores no adoptaron
hasta la segunda mitad del siglo XV lll-, resulta útil observar cómo
influyeron determinadas novelas en quienes las leían.
En la novela epistolar, la acción no se contempla desde un
punto de vista -el del autor- situado fuera y por encima de ella
(como sucede en la novela realista del siglo XIX); el punto de vis­
ta del autor son las perspectivas que los personajes expresan en
sus cartas. Los «editores» de las cartas, como Richardson y Rous­
seau se llamaban a sí mismos, creaban una vivida sensación de
realidad precisamente porque su autoría quedaba oculta tras el
intercambio epistolar. Esto hacía posible un mayor sentido de
identificación, porque era como si los personajes fuesen reales,
no ficticios. Muchos contemporáneos comentaron esta experien­
cia, algunos con alegría y asombro, otros con preocupación y
hasta con desagrado.
La publicación de las novelas de Richardson y Rousseau pro­
dujo reacciones instantáneas, y no sólo en sus países de origen.
Un francés anónimo, que ahora sabemos que era un clérigo,
publicó en 1742 una carta de 42 páginas en la que detallaba la
«ávida» acogida que tuvo la traducción francesa de Pamela: «No
puedes entrar en una casa sin encontrar una Pamela». Aunque
el autor de la carta afirma que la novela adolece de muchos de­
fectos, no deja de confesar que «la devoré». («Devorar» se con­
vertiría en la metáfora más común de la lectura de estas nove­
las.) Describe la resistencia de Pamela a las insinuaciones del
señor B., su patrón, como si se tratase de personas reales en lu­
gar de personajes de ficción. Se ve atrapado por el argumento.
Tiembla cuando Pamela corre peligro, se indigna cuando per­
sonajes aristocráticos como el señor B. se comportan de manera
indigna. Las palabras que elige y su forma de expresarse refuer­
zan una y otra vez la impresión de que se siente absorbido emo­
cionalmente por la lectura.7
La novela formada por cartas podía causar unos efectos psi­
cológicos tan extraordinarios porque su forma narrativa facilita­
ba el desarrollo de un «personaje», es decir, una persona con un
yo interno. En una de las primeras cartas de Pamela, por ejem­
plo, nuestra heroína cuenta a su madre cómo su patrón ha tra­
tado de seducirla:
[...] me besó dos o tres veces con terrible impaciencia. Al fin pude
desembarazarme de él, y me escapaba ya del cenador cuando vol­
vió a atraparme y cerró la puerta.
Mi vida no valía ni un real. Entonces me dijo:
-N o te haré ningún daño, Pamela; no me tengas miedo.
-N o quiero quedarme -le dije.
-¡Que no quieres, ramera! ¿Sabes con quién estás hablando?
Perdí todo el miedo y todo el respeto y le contesté:
-¡Sí, señor, lo sé demasiado bien! Bien puedo olvidar que soy vues­
tra criada, cuando vos olvidáis lo que os corresponde como amo.
Sollocé y lloré muy amargamente.
-¡Estás hecha una estúpida ramera! -me dijo-. ¿Acaso te he hecho
algún daño?
-Sí, señor -le dije-, el daño más grande del mundo: me habéis
enseñado a olvidarme de mí misma y de lo que me corresponde,
y habéis acortado la distancia que la fortuna había puesto entre
nosotros, al rebajaros vos tomándoos estas libertades con una po­
bre sirvienta.

Leemos la carta junto con la madre. No hay ningún narrador


ni, de hecho, ninguna marca distanciadora entre nosotros y la
propia Pamela. No podemos por menos de identificarnos con Pa­
mela y experimentar con ella la eliminación potencial de las barre­
ras sociales, así como la amenaza a su autodominio (figura 2).8
Si bien la escena presenta muchas características teatrales y,
desde la escritura, se monta específicamente para la madre de
Pamela, difiere del teatro en que Pamela puede escribir deteni­
damente sobre sus emociones internas. Mucho más adelante es­
cribirá varias páginas sobre sus pensamientos suicidas, cuando
sus planes de fuga salgan mal. Por el contrario, una obra de tea­
tro no podía entretenerse en la revelación de un yo interno, ya
que en el escenario normalmente debe inferirse de la acción y
los parlamentos. Una novela de muchos cientos de páginas po­
día destacar a un personaje a lo largo del tiempo, y hacerlo, ade­
más, desde la perspectiva del interior del yo. El lector no se li­
mita a seguir las acciones de Pamela, sino que participa en el
florecimiento de su personalidad a medida que ella escribe. Si­
multáneamente, el lector se convierte en Pamela y se imagina a
sí mismo como amigo suyo y como observador externo.
En 1741, tan pronto como se supo que Richardson era el
autor de Pamela (la publicó anónimamente), empezó a recibir
cartas, en su mayoría de lectores entusiastas. Su amigo Aaron
Hill proclamó que la novela era «el alma de la religión, la bue­
na crianza, la discreción, la bondad, el ingenio, la fantasía, los
pensamientos elevados y la moral». Richardson había enviado
un ejemplar a las hijas de Aaron Hill a principios de diciembre
de 1740, y Hill respondió inmediatamente: «No he hecho nada
más que leérsela a otros, y oír cómo otros me la leían de nuevo
a mí, desde que llegó a mi poder; y me parece probable que no
haré nada más, durante Dios sabe cuánto tiempo [...] se apodera,
toda la noche, de la imaginación. Hay brujería en cada una de
sus páginas; pero es la brujería de la pasión y el sentido». El libro
proyectaba una especie de hechizo sobre sus lectores. La narra­
ción -el intercambio de cartas- les hacía salir inesperadamente de
sí mismos y los introducía en una nueva serie de experiencias.9
Hill y sus hijas no fueron los únicos. El entusiasmo por Pa­
mela se adueñó pronto de toda Inglaterra. Se decía que los ha­
bitantes de un pueblo hicieron sonar las campanas de la iglesia
cuando les llegó el rumor de que el señor B. se había casado fi­
nalmente con Pamela. Se hizo una segunda impresión en enero
de 1741 (la novela se había publicado apenas el 6 de noviem­
bre de 1740), una tercera en marzo, una cuarta en mayo y una
quinta en septiembre. Para entonces ya habían aparecido paro­
dias, críticas extensas, poemas e imitaciones del original. En años
sucesivos se llevarían a cabo numerosas adaptaciones al teatro,
así como cuadros y grabados de las escenas principales. En 1744
la traducción francesa se incluyó en el pontificio índice de Li-
Figura 2. El señor B. lee una de las cartas de Pamela a sus padres. En una de
las escenas iniciales de la novela, el señor B. irrumpe en la habitación de Pa­
mela y exige ver la carta que está escribiendo. Mediante la escritura, Pamela
alcanza la autonomía. Artistas y editores no podían resistir la tentación de
añadir representaciones visuales de las escenas clave. Este grabado del artista
holandés Jan Punt apareció en una de las primeras traducciones francesas y
se publicó en Amsterdam.
bros Prohibidos, y pronto se le unirían Julia, de Rousseau, y mu­
chas otras obras de la Ilustración. No todo el mundo encontra­
ba en ellas «el alma de la religión» o «la moral» que Hill había
afirmado ver.10
Cuando Richardson comenzó a publicar Clarissa en diciem­
bre de 1747, las expectativas eran muy altas. En el momento en
que aparecieron los últimos volúmenes (había ocho en total,
¡cada uno de entre trescientas y más de cuatrocientas páginas!),
en diciembre de 1748, Richardson ya había recibido cartas que
le suplicaban que el final fuese feliz. Clarissa se fuga con el li­
bertino Lovelace para escapar del odioso pretendiente elegido
por su propia familia. Luego tiene que defenderse de Lovelace,
que acaba violándola después de drogaría. A pesar de que Lo­
velace se arrepiente y se ofrece a casarse con ella, y a pesar de
lo que Clarissa siente por él, la muchacha muere, con el cora­
zón partido por el ataque de Lovelace a su virtud y su sentido
del yo. Lady Dorothy Bradshaigh contó a Richardson su reac­
ción cuando leyó la escena de la muerte: «Mi espíritu está ex­
trañamente sobrecogido, mi sueño está turbado, me despierto
durante la noche y prorrumpo en una pasión de llanto, y lo
mismo me ocurrió a la hora del desayuno esta mañana, y otra
vez hace un momento». El poeta Thomas Edwards escribió en
enero de 1749: «Nunca sentí en mi vida tanta congoja como la
que he sentido por esa querida muchacha», a la que antes ha lla­
mado «la divina Clarissa».11
Clarissa gustó más a los lectores cultos que al gran público,
pese a lo cual se hicieron cinco ediciones durante los trece años
siguientes y pronto se tradujo al francés (1751), al alemán (1752)
y al holandés (1755). Un estudio sobre bibliotecas personales
formadas en Francia entre 1740 y 1760 reveló que Pamela y Cla­
rissa figuraban entre las tres novelas inglesas (TomJones, de Henry
Fielding, era la otra) que mayores probabilidades tenían de en­
contrarse en ellas. No cabe duda de que la extensión de Clarissa
desanimó a algunos lectores; incluso antes de que los treinta vo­
lúmenes manuscritos pasaran a imprenta, Richardson, preocupa­
do, trató de acortarla. Un boletín literario de París publicó una
reseña poco entusiasta de la traducción francesa: «Al leer este
libro experimenté algo en modo alguno corriente, el placer más
intenso y el aburrimiento más tedioso». Sin embargo, dos años
después otro colaborador del boletín anunció que el genio de
Richardson para presentar tantos personajes individualizados ha­
cía de Clarissa «tal vez la obra más sorprendente que haya sali­
do nunca de las manos de un hombre».12
Aunque Rousseau creía que su novela, Julia, era superior a la
de Richardson, no por ello dejó de considerar Clarissa como
la mejor del resto: «Nadie ha escrito jamás, en ninguna lengua,
una novela igual que Clarissa, ni siquiera una que se le aproxi­
me». Las comparaciones entre Clarissa y Julia continuaron has­
ta el final de siglo. Jeanne-Marie Roland, esposa de un ministro
y coordinador oficioso de la facción política girondina duran­
te la Revolución francesa, confesó a una amiga en 1789 que re­
leía la novela de Rousseau cada año, si bien seguía opinando
que la obra de Richardson era el súmmum de la perfección. «No
hay un pueblo en el mundo que ofrezca una novela capaz de
resistir una comparación con Clarissa; es la obra maestra del gé­
nero, el modelo y la desesperación de todos los imitadores.»13
Hombres y mujeres se identificaban por igual con las heroí­
nas de estas novelas. Por las cartas que recibió Rousseau, sabemos
que los hombres, incluso los militares, reaccionaban intensamen­
te ante el personaje de Julia. Un tal Louis Fran^ois, militar re­
tirado, escribió a Rousseau: «Usted ha hecho que me enamore
de ella. Imagine, pues, las lágrimas que su muerte me provocó.
[...] Nunca había llorado tan deliciosas lágrimas. Esta lectura me
causó un efecto tan poderoso que creo que habría muerto con
gusto durante ese momento supremo». Algunos lectores reco­
nocían explícitamente su identificación con la heroína. CJ. Panc-
koucke, que llegaría a ser un editor muy conocido, dijo a Rous­
seau: «He sentido cómo atravesaba mi corazón la pureza de las
emociones de Julia». La identificación psicológica que conduce
a la empatia iba claramente más allá de las diferencias de géne­
ro. Los hombres que leían a Rousseau no se identificaban tan
sólo con Saint-Preux, el amante al que Julia se ve obligada a re­
nunciar, y apenas sentían empatia hacia Wolmar, su melifluo es­
poso, o hacia el barón D’Étange, su tiránico padre. Al igual que
las lectoras, los hombres se identificaban con la propia Julia. La
lucha de ésta por vencer sus pasiones y llevar una vida virtuosa
también se convertía en su lucha.14
Por su misma forma, pues, la novela epistolar podía demos­
trar que la individualidad dependía de cualidades de «interiori­
dad» (la posesión de un núcleo interno), porque los personajes
expresan sus sentimientos en sus cartas. Además, la novela epis­
tolar demostraba que todos los yoes poseían esa interioridad
(muchos de los personajes escriben) y que, por consiguiente, to­
dos los yoes eran en cierto modo iguales, dado que todos se
asemejaban en que poseían una interioridad. Por ejemplo, más
que en un estereotipo de los oprimidos, el intercambio de car­
tas transforma a la sirvienta Pamela en un modelo de autono­
mía e individualidad orgullosas. Al igual que Pamela, los per­
sonajes de Clarissa y Julia vienen a representar la individualidad
misma. Los lectores se vuelven más conscientes de su propia ca­
pacidad de poseer una interioridad, así como de la de todos los
demás individuos.15
Ni que decir tiene que no todas las personas experimenta­
ban los mismos sentimientos cuando leían estas novelas. El in­
glés Horace Walpole, novelista y hombre ocurrente, se burló de
las «tediosas lamentaciones» de Richardson, «que son cuadros
de la vida de la alta sociedad tal como la concibe un librero,
y romances tal como los espiritualizaría un maestro metodis­
ta». Sin embargo, muchos se dieron cuenta enseguida de que
Richardson y Rousseau habían puesto el dedo en una llaga cul­
tural de vital importancia. Justo un mes después de la publica­
ción de los últimos volúmenes de Clarissa, Sarah Fielding, her­
mana del gran rival de Richardson y también novelista de éxito,
publicó anónimamente un panfleto de 56 páginas en defensa
de la novela. Si bien su hermano Henry había publicado una de
las primeras parodias de Pamela (Una disculpa por la vida de Mrs.
Shamela Andrew, en la cual se exponen y refutan muchasfalsedades y
malinterpretaciones de un libro llamado «Pamela», 1741), Sarah ha­
bía trabado amistad con Richardson, que publicó una de sus no­
velas. Uno de los personajes ficticios de Sarah, el señor Clark,
afirma que Richardson ha logrado atraparle de tal manera en su
red de ilusión «que por mi parte estoy tan íntimamente fami­
liarizado con todos los Harlows [sic] que es como si los hubie­
ra conocido desde la infancia». Otro personaje, la señorita Gib-
son, insiste en las virtudes de la técnica literaria de Richardson:
«En verdad, señor, tomad nota de que una historia contada de
esta manera no puede sino avanzar lentamente, que sólo pue­
den entender a los personajes quienes atienden rigurosamente
al conjunto; mas esta ventaja que adquiere el autor escribiendo
en tiempo presente, como él mismo lo llama, y en primera per­
sona, hace que sus trazos penetren inmediatamente en el cora­
zón, y sentimos todas las aflicciones que pinta; no sólo lloramos
por Clarissa, sino también con ella, y la acompañamos, paso a
paso, en todas sus aflicciones».16
El suizo Albrecht von Haller, renombrado fisiólogo y estu­
dioso de la literatura, publicó en 1749 una crítica anónima de
Clarissa en el Gentlemans Magazine. Von Haller hizo el tremen­
do esfuerzo de agarrar por los cuernos al toro de la originalidad
de Richardson. Aunque apreciaba las virtudes de muchas nove­
las francesas anteriores, Von Haller sostenía que proporcionaban
«generalmente nada más que descripciones de acciones ilustres
de personas ilustres», al paso que en la novela de Richardson el
lector veía un personaje «de la misma condición social que no­
sotros». El autor suizo prestó gran atención al formato epistolar.
Si bien a los lectores podía costarles creer que los personajes se
pasaran el tiempo poniendo por escrito la totalidad de sus sen­
timientos y pensamientos más íntimos, la novela epistolar era
capaz de ofrecer retratos minuciosamente fieles de personajes
individuales, y provocar así lo que Von Haller denominaba com­
pasión: «Lo patético nunca se ha mostrado con igual fuerza, y
en mil casos es patente que los caracteres más obstinados e in­
sensibles han sido ablandados hasta sentir compasión, y empu­
jados a deshacerse en lágrimas, por la muerte, los sufrimientos
y las penas de Clarissa». Concluyó diciendo que «no hemos leí­
do ninguna descripción, en ninguna lengua, que se acerque tan­
to a una lucha».17

¿Degradación o exaltación?
La gente de la época sabía por experiencia propia que la lec­
tura de estas novelas tenía efectos sobre el cuerpo, no sólo so­
bre la mente, pero no estaban de acuerdo en lo que se refería a
sus consecuencias. Clérigos católicos y protestantes denuncia­
ron su potencial en cuanto a obscenidad, seducción y degrada­
ción moral. Ya en 1734, Nicolás Lenglet-Dufresnoy, clérigo for­
mado en la Sorbona, juzgó necesario defender las novelas de
los ataques de sus colegas, aunque lo hizo bajo un seudónimo.
Rebatió socarronamente todas las objeciones que llevaban a las
autoridades a prohibir novelas, «como otros tantos aguijonazos
que sirven para inspirar en nosotros sentimientos que son de­
masiado vivos y demasiado fuertes». Al argumentar que las no­
velas eran apropiadas en cualquier periodo, reconoció que «en
todas las épocas han reinado la credulidad, el amor y las muje­
res; por tanto, las novelas se han seguido y saboreado en todas
las épocas». Sería mejor concentrarse en escribir buenas novelas,
sugirió, que tratar de suprimirlas por completo.18
Los ataques no cesaron cuando la producción de novelas
despegó a mediados de siglo. En 1755, otro clérigo católico, el
abate Armand-Pierre Jacquin, escribió una obra de 400 páginas
para demostrar que la lectura de novelas socavaba la moral, la re­
ligión y todos los principios del orden social. «Abrid estas obras»,
afirmó, «y en casi todas ellas veréis violados los derechos de la
justicia divina y humana, escarnecida la autoridad de los padres
sobre sus hijos, rotos los lazos sagrados del matrimonio y la
amistad.» El peligro residía precisamente en su poder de atrac­
ción; mediante la insistencia constante sobre las tentaciones del
amor, animaban a los lectores a actuar siguiendo sus peores im­
pulsos, a rechazar el consejo de sus padres y de su iglesia, a ha­
cer caso omiso de las censuras morales de la comunidad. Según
Jacquin, el único consuelo que las novelas ofrecían era su carác­
ter efímero. El lector podía devorar una, pero no leerla nunca
más. «¿Me equivoqué al profetizar que la novela de Pamela cae­
ría pronto en el olvido? [...] Lo mismo ocurrirá dentro de tres
años en los casos de Tom Jones y Clarissa,»19
Quejas parecidas salieron de la pluma de protestantes ingle­
ses. En 1779, el reverendo Vicesimus Knox resumió décadas de
preocupaciones persistentes al proclamar que las novelas eran
placeres degenerados y vergonzosos que distraían las mentes jó­
venes de lecturas más serias y edificantes. El incremento de nove­
las británicas no hacía sino difundir los hábitos libertinos fran­
ceses y dar cuenta de la corrupción de la época. Las novelas de
Richardson, reconoció Knox, estaban escritas con «las intencio­
nes más puras». Pero, inevitablemente, el autor había relatado
escenas y despertado sentimientos que eran incompatibles con la
virtud. Los clérigos no eran los únicos que despreciaban la no­
vela. En 1771 apareció un poema en el Lady ’s Magazine que re­
sumía una opinión compartida por muchos:
A la que llaman Pamela
no la quiero conocer.
Yo odio las novelas
que me hacen corromper.
Muchos moralistas temían que las novelas sembraran el des­
contento, en especial entre los sirvientes y las muchachas,20
El médico suizo Samuel-Auguste Tissot vinculó la lectura de
novelas a la masturbación, la cual, a su modo de ver, conducía
a la degeneración física, mental y moral. Tissot creía que los cuer­
pos tendían de forma natural a decaer, y que la masturbación
aceleraba el proceso tanto en los hombres como en las mujeres.
«Lo único que puedo decir es que la ociosidad; la inactividad;
el quedarse demasiado tiempo en la cama; una cama que sea de­
masiado blanda; una dieta abundante, con gran cantidad de es­
pecias, sal y vino; los amigos poco recomendables; y los libros
licenciosos son las causas que más probablemente llevarán a es­
tos excesos.» Al decir «licenciosos», Tissot no se refería a libros
declaradamente pornográficos; en el siglo xvili, «licencioso» sig­
nificaba cualquier cosa que tendiese a lo erótico, y se distinguía
de lo «obsceno», que era mucho más reprobable. Las novelas de
amor -y la mayoría de las novelas dieciochescas contaban his­
torias relacionadas con el amor- caían fácilmente en la catego­
ría de lo licencioso. En Inglaterra se creía que las alumnas de los
internados corrían especial peligro, a causa de su habilidad para
procurarse semejantes libros «inmorales y repugnantes» y leerlos
en la cama.21
Clérigos y médicos coincidían, pues, en considerar la lectu­
ra de novelas como una pérdida: de tiempo, de fluidos vitales,
de religión y de moralidad. Daban por sentado que la lectora
imitaría la acción de la novela, y que después se arrepentiría
amargamente. Una lectora de Clarissa, por ejemplo, podía ha­
cer oídos sordos a los deseos de su familia y, al igual que la pro­
tagonista de la obra, acceder a fugarse con un libertino como
Lovelace, que la acabaría llevando, de buen grado o por la fuer­
za, a la ruina. En 1792, un crítico inglés anónimo aún insistía en
que «el incremento de novelas ayudará a explicar el incremen­
to de la prostitución y los numerosos adulterios y fugas de los
que nos llegan noticias desde diferentes partes del reino». Según
este parecer, las novelas estimulaban excesivamente el cuerpo,
fomentaban un ensimismamiento moralmente sospechoso y
provocaban actos que destruían la autoridad familiar, moral
y religiosa.22
Richardson y Rousseau afirmaban que su papel era el de edi­
tor, no el de autor, para así poder eludir la mala fama asociada
a las novelas. Cuando Richardson publicó Pamela, nunca se re­
fería a ella como novela. El título completó de la primera edi­
ción constituye toda una solemne declaración: Pamela, o la vir­
tud recompensada. En una serie de cartasfamiliares de una hermosa y
joven doncella a sus padres, publicada ahora por primera vez con elfin
de cultivar los principios de la virtud y la religión en las mentes de los
jóvenes de ambos sexos. Una narración que tiene su fundamento en la
verdad y la naturaleza, y al mismo tiempo que entretiene agradable­
mente, por medio de una diversidad de incidentes curiosos y conmo­
vedores, está enteramente despojada de todas esas imágenes que, en
demasiadas obras pensadas solamente para la diversión, tienden a in­
flamar las mentes a las que deberían instruir. El prefacio de Richard­
son, firmado «por el editor», justifica la publicación de «las car­
tas siguientes» en términos morales; instruirán y mejorarán las
mentes de los jóvenes, inculcarán religión y moral, pintarán el
vicio «con sus colores apropiados», etcétera.23
Aunque también Rousseau decía ser editor, resulta evidente
que consideraba su obra como una novela. En la primera ora­
ción del prefacio de Julia, Rousseau vinculaba las novelas a su
muy conocida crítica del teatro: «Las grandes ciudades necesi­
tan espectáculos, y los pueblos corrompidos, novelas». Por si tal
advertencia fuera insuficiente, Rousseau ofrecía asimismo un
prefacio consistente en una «Conversación sobre las novelas
entre el editor y un hombre de letras». En ella, el personaje «R»
[Rousseau] expone todas las acusaciones que se lanzaban habi­
tualmente contra la novela por sacar partido de la imaginación
y fomentar deseos que no podían satisfacerse virtuosamente:
Nos quejamos de que las novelas turban la mente; yo así lo creo:
cuando muestran sin cesar a quienes las leen los supuestos encan­
tos de un estado que no es el suyo, los seducen, hacen que des­
deñen el estado al que pertenecen, y que pretendan cambiarlo
imaginariamente por aquel que les han hecho desear. Querien­
do ser lo que no se es, uno llega a creerse que es quien no es, y
así se vuelve loco.

Y, sin embargo, Rousseau procedía acto seguido a presentar


una novela a sus lectores. Incluso se mostró desafiante: «Si [...]
alguien se atreve a censurarme por haberla publicado», dice Rous­
seau, «que lo diga, si quiere, a todo el mundo; pero que no venga
a decírmelo a mí; me parece que no podría, en toda mi vida, es­
timar a ese hombre». El libro podría escandalizar a casi todo el
mundo, reconoce con agrado, pero «nunca gustará o disgustará
a medias». Estaba convencido de que sus lectores reaccionarían
violentamente.24
Pese a las preocupaciones de Richardson y Rousseau por su
reputación, la visión que algunos críticos tenían del funciona­
miento de la novela empezaba a ser mucho más positiva. En su
defensa de Richardson, tanto Sarah Fielding como Von Haller
ya habían llamado la atención sobre la empatia o compasión a
la que movía la lectura de Clarissa. Según esta nueva visión, las
novelas no hacían que sus lectores se mostrasen más ensimis­
mados, sino más comprensivos con los demás, y, por tanto, no
disminuían su moralidad, sino que la acrecentaban. Uno de los
defensores más elocuentes de la novela fue Diderot, autor del
artículo de la Encyclopédie sobre el derecho natural, además de
novelista. Cuando Richardson murió en 1761, Diderot escribió
un elogio en el que lo comparaba a los autores más grandes de
la antigüedad: Moisés, Homero, Eurípides y Sófocles. Pero, so­
bre todo, hizo hincapié en la inmersión del lector en el mundo
de la novela: «Uno, a pesar de todas las precauciones, asume un
papel en sus obras, se ve metido en conversaciones, aprueba,
culpa, admira, se irrita, se indigna. ¿Cuántas veces no me sor­
prendí a mí mismo, como les sucede a los niños la primera vez
que los llevan al teatro, exclamando: “No te lo creas, te está en­
gañando [...]. Si vas, estarás perdido”?». Según Diderot, la narra­
tiva de Richardson crea la impresión de que uno está presente
en lo que sucede y, además, de que es su mundo, no un país re­
moto, ni un lugar exótico, ni un cuento de hadas. «Sus persona­
jes están sacados de la sociedad corriente [...], las pasiones que
describe son las que yo mismo siento.»25
Diderot no utiliza los términos «identificación» o «empa­
tia», pero sí hace una descripción convincente de ellos. Admite
que uno se reconoce a sí mismo en los personajes, que de un
salto se planta imaginariamente en medio de la acción, experi­
menta los mismos sentimientos que están experimentando los
personajes. En resumen, uno aprende a sentir empatia por al­
guien que no es él mismo y que nunca podría serle directamen­
te accesible (a diferencia, pongamos por caso, de los miembros
de la propia familia), pero que, de alguna forma imaginaria, tam­
bién es uno mismo, lo cual constituye un elemento crucial para
la identificación. Este proceso explica por qué Panckoucke es­
cribió a Rousseau: «He sentido cómo atravesaba mi corazón la
pureza de las emociones de Julia».
La empatia depende de la identificación. Diderot observa
que la técnica narrativa de Richardson lo atrae de manera ine­
luctable hacia esta experiencia. Es una especie de caldo de cul­
tivo para el aprendizaje emocional: «En el espacio de unas
cuantas horas pasé por un gran número de situaciones que la
vida más larga difícilmente puede ofrecer en toda su duración.
[...] Sentí que había adquirido experiencia». Tanto se identifi­
ca Diderot que, al terminar la novela, se siente privado de algo:
«Experimenté la misma sensación que experimentan los hom ­
bres que han estado estrechamente entrelazados y han vivido
juntos durante mucho tiempo y que ahora están a punto de
separarse. Al final, me pareció súbitamente que me quedaba
solo».26
De manera simultánea, Diderot se ha perdido en la acción
y se ha recuperado a sí mismo en la lectura. Siente de forma más
acusada que antes el carácter separado de su yo -ahora se sien­
te solo-, pero también que los demás poseen igualmente un yo.
Dicho de otro modo, tiene ese «sentimiento interior», como, él
mismo lo llamaba, que es necesario para los derechos humanos.
Diderot comprende asimismo que el efecto de la novela es in­
consciente: «Uno se siente atraído hacia el bien con una impe­
tuosidad que no reconoce. Ante la injusticia, uno siente una re­
pugnancia que no sabe cómo explicarse». La novela ha surtido
efecto mediante el proceso de implicación en la narración, no
mediante la moralización explícita.27
La lectura de obras de ficción recibió su tratamiento filosófi­
co más serio en Elementos para la crítica (1762), de Henry Home,
Lord Kames. Aunque el jurista y filósofo escocés no hablaba en
su obra de las novelas per se, sí sostenía que en general la ficción
crea una especie de «presencia ideal» o «sueño en un estado de
vigilia» en el cual el lector se imagina a sí mismo transportado a
la escena que se describe. Según Kames, esta «presencia ideal» es
un estado parecido al trance. El lector se ve «lanzado a una espe­
cie de ensueño» y, «perdiendo la conciencia del yo, y de la lectu­
ra, su ocupación en ese momento, concibe cada incidente como
si ocurriera en su presencia, justamente como si fuese un testigo
ocular». Lo más importante para Kames era que esta transfor­
mación fomenta la moralidad. La «presencia ideal» provoca que
el lector se abra a sentimientos que refuerzan los lazos de la so­
ciedad. Los individuos son sacados de sus intereses particulares
y movidos a llevar a cabo «actos de generosidad y benevolencia».
«Presencia ideal» era otra denominación para lo que Aaron Hill
había llamado «brujería de la pasión y el sentido».28
Al parecer, Thomas Jefferson opinaba lo mismo. Cuando Ro-
bert Skipwith, que se había casado con la hermanastra de la es­
posa de Jefferson, escribió a éste en 1771 pidiéndole que le re­
comendase una lista de libros, Jefferson incluyó en ella muchos
de los clásicos, antiguos y moderaos, de política, religión, dere­
cho, ciencia, filosofía e historia. En la lista figuraba Elementos para
la crítica, de Kames, pero Jefferson la inició con poesía, obras
de teatro y novelas, incluidas las de Laurence Sterne, Henry
Fielding, Jean-Frangois Marmontel, Oliver Goldsmith, Richard­
son y Rousseau. En la carta que acompañaba a la lista de lectu­
ras, Jefferson hablaba con elocuencia de «los entretenimientos
de la ficción». Al igual que Kames, defendía que la ficción po­
día inculcar tanto los principios como la práctica de la virtud.
Citando a Shakespeare, Marmontel y Sterne por su nombre,
Jefferson explicaba que cuando leemos estas obras experimen­
tamos «en nosotros mismos el fuerte deseo de hacer actos de
caridad y gratitud» y, en cambio, nos repugnan las malas accio­
nes o la conducta inmoral. La ficción, insistió, produce el de­
seo de emulación moral de forma todavía más eficaz que las
obras de historia.29
En esencia, lo que estaba en juego en este conflicto de opi­
niones sobre la novela era nada menos que la valorización de la
vida secular corriente como fundamento de la moral. A ojos de
quienes criticaban la lectura de novelas, la simpatía por la he­
roína de una novela fomentaba lo peor del individuo (deseos
ilícitos y excesivo amor propio) y demostraba la degeneración
irrevocable del mundo secular. Por el contrario, para los parti­
darios de un nuevo modo de ver la moralización empática, se­
mejante identificación demostraba que el despertar de la pasión
podía ayudar a transformar la naturaleza interna del individuo
y crear una sociedad más moral. Creían que la naturaleza inter­
na de los seres humanos proporcionaba una base para la auto­
ridad social y política.30
Así pues, el hechizo de la novela resultó tener un gran al­
cance en cuanto a sus efectos. Si bien los partidarios de la no­
vela no lo afirmaban explícitamente, comprendían que, en rea­
lidad, escritores tales como Richardson y Rousseau empujaban
a sus lectores hacia la vida cotidiana como una especie de ex­
periencia religiosa sustitutiva. Los lectores aprendían a valorar
la intensidad emocional de lo corriente y la capacidad que te­
nían personas como ellos para crear por sí solas un mundo mo­
ral. Los derechos humanos brotaron de lo que habían sembrado
estos sentimientos. Los derechos humanos sólo podían florecer
cuando las personas aprendieran a pensar en los demás como
sus iguales, como sus semejantes de algún modo fundamental.
Aprendieron esta igualdad, al menos en parte, experimentan­
do la identificación con personajes corrientes que parecían dra­
máticamente presentes y conocidos, aunque en esencia fueran
ficticios.31

El extraño destino de las mujeres


En las tres novelas que hemos elegido, el centro de la identi­
ficación psicológica es un joven personaje femenino creado por
un autor masculino. Huelga decir que también se producía la
identificación con personajes masculinos. Jefferson, por ejemplo,
siguió ávidamente las peripecias de Tristram Shandy (1759-1767),
de Laurence Sterne, así como del álter ego de éste, Yorick, en
Viaje sentimental (1768). Las escritoras tenían igualmente sus lec­
tores entusiastas, tanto mujeres como hombres. El reformador
penal y abolicionista francés Jacques-Pierre Brissot citaba la Ju­
lia de Rousseau constantemente, pero su novela inglesa favorita
era Cecilia (1782), de Fanny Burney. Como confirma el ejemplo
de Burney, sin embargo, las protagonistas femeninas ocupaban
el puesto de honor; sus tres novelas llevaban por título el nom ­
bre de la protagonista.32
Las protagonistas femeninas resultaban especialmente con­
vincentes porque su búsqueda de autonomía nunca podía triun­
far por completo. Las mujeres disfrutaban de pocos derechos
jurídicos, aparte de los de sus padres o maridos. Los lectores en­
contraban conmovedora la búsqueda de independencia que
emprendía la heroína, sobre todo porque comprendían de in­
mediato las trabas con que era inevitable que tropezase una
mujer. En un final feliz, Pamela se casa con el señor B. y acep­
ta los límites implícitos a su libertad. En cambio, Clarissa pre­
fiere morir antes que casarse con Lovelace después de que éste
la viole. En cuanto a Julia, su padre la obliga a renunciar al hom­
bre al que ama y ella parece acatarlo, pero también acaba m u­
riendo en la escena final.
Algunos críticos modernos han apreciado masoquismo o
martirio en estas historias, pero las gentes de la época vieron
otras cualidades. Lectores y lectoras por igual se identificaban
con estos personajes porque las mujeres mostraban una gran
voluntad y personalidad. El público lector no sólo quería salvar
a las heroínas; deseaba ser como ellas, incluso como Clarissa y
Julia, a pesar de su trágica muerte. En las tres novelas, casi toda
la acción gira en torno a expresiones de la voluntad femenina, la
cual tiene normalmente que luchar contra restricciones pater­
nas o sociales. Pamela debe resistirse al señor B. para mantener
su sentido de la virtud y su sentido del yo; y su resistencia aca­
ba conquistándolo. Clarissa adopta una actitud firme contra su
familia y luego contra Lovelace por razones parecidas, y al final
Lovelace quiere desesperadamente casarse con ella, que lo re­
chaza. Julia debe renunciar a Saint-Preux y aprender a amar la
vida con Wolmar; la lucha es exclusivamente suya. En cada no­
vela, todo retorna al deseo de independencia de la heroína. Los
actos de los personajes masculinos sólo sirven para realzar esta
voluntad femenina. Los lectores, al sentir empatia por la heroí­
na de la novela, aprendían que todas las personas -hasta las mu­
jeres- aspiraban a una mayor autonomía, y experimentaban ima­
ginariamente el esfuerzo psicológico que entrañaba la lucha por
alcanzarla.
Las novelas del siglo xvill reflejaban una honda preocupa­
ción cultural por la autonomía. Los filósofos de la Ilustración
creían firmemente haber efectuado un avance en este campo en
el siglo xvill. Cuando hablaban de libertad, se referían a la auto­
nomía individual, ya fuera la libertad de expresión o de cul­
to o la independencia que se enseñaba a los jóvenes según los
preceptos de Rousseau incluidos en su guía educativa, el Emi­
lio (1762). El relato de la Ilustración sobre la conquista de la
autonomía alcanzó su punto álgido con el ensayo de Immanuel
Kant titulado ¿Quées la Ilustración? (1784). Kant definió memo­
rablemente la Ilustración como «el abandono por parte del
hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mis­
mo». «Esta minoría de edad», prosiguió, «significa la incapaci­
dad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por al­
gún otro.» La Ilustración, para Kant, equivalía a la autonomía
intelectual, a la capacidad de pensar por uno mismo.33
El énfasis de la Ilustración en la autonomía individual nació
de la revolución en el pensamiento político iniciada por Hugo
Grocio y John Locke en el siglo XVII. Ambos sostenían que el
varón autónomo que acordaba un contrato social con otros in­
dividuos como él constituía el único fundamento posible de la
autoridad política legítima. Si la autoridad justificada por el de­
recho divino, las Escrituras y la historia debía ser reemplazada
por un contrato entre hombres autónomos, entonces era nece­
sario enseñar a los niños a pensar por sí mismos. Por tanto, la
teoría educativa, que recibió su mayor influencia de Locke y
Rousseau, pasó de basarse en la obediencia impuesta por me­
dio del castigo a hacerlo en el cultivo esmerado de la razón
como principal instrumento de la independencia. Locke expli­
có el significado de las nuevas prácticas en Pensamientos acerca
de la Educación (1693): «Hemos de considerar que nuestros hi­
jos, cuando crezcan, serán semejantes nuestros [...]. Nosotros
queremos ser considerados como criaturas racionales y tener
nuestra libertad; queremos que no nos molesten continuamen­
te con reprimendas, con un tono severo». Tal como reconoció
Locke, la autonomía política e intelectual dependía de educar
a los hijos (en su caso, tanto varones como hembras) según nue­
vas disposiciones; la autonomía requería una relación nueva con
el mundo, no sólo ideas nuevas.34
Pensar y decidir por uno mismo, en consecuencia, requería
tanto cambios filosóficos como cambios lógicos y políticos. En
el Emilio, Rousseau instaba a las madres a edificar muros psico­
lógicos entre sus hijos y todas las presiones sociales y políticas
externas: «Haz temprano un cercado alrededor del alma de tu
hijo». El inglés Richard Price, predicador y panfletista político,
afirmó en 1776, cuando escribía a favor de los colonos norte­
americanos, que uno de los cuatro aspectos generales de la liber­
tad era la libertad física, «ese principio de espontaneidad o auto­
determinación que nos constituye en agentes». Para él, la libertad
era sinónimo de autodirección o autogobierno, y en este caso
la metáfora política sugiere una metáfora psicológica, si bien las
dos estaban estrechamente relacionadas.35
Los reformadores inspirados por la Ilustración querían ir más
allá de proteger el cuerpo o cercar el alma, como instaba a ha­
cer Rousseau. Exigían que la toma de decisiones del individuo
tuviera un mayor alcance. Las leyes revolucionarias francesas
sobre la familia demuestran una honda preocupación por las tra­
dicionales limitaciones impuestas a la independencia. En mar­
zo de 1790, la recién creada Asamblea Nacional abolió la pri-
mogenitura, que otorgaba derechos especiales de herencia al
primer hijo varón, así como las tristemente célebres lettres de ca-
chet, que permitían a las familias encarcelar a los hijos sin juicio
previo. En agosto del mismo año, los diputados limitaron el
control de los padres sobre sus hijos, estableciendo consejos fa­
miliares que debían presenciar las disputas entre padres e hijos
de hasta 20 años de edad. En abril de 1791, la Asamblea Na­
cional decretó que todos los hijos, tanto los varones como las
hembras, debían heredar en igualdad de condiciones. Luego, en
agosto y septiembre de 1792, los diputados rebajaron la mayo­
ría de edad de 25 a 21 años, declararon que los adultos ya no
podían estar sometidos a la autoridad paterna e instituyeron el
divorcio por primera vez en la historia de Francia, poniéndolo
al alcance, por las mismas razones jurídicas, tanto de los hom ­
bres como de las mujeres. En resumen, los revolucionarios hi­
cieron cuanto estuvo en su mano para ensanchar las fronteras de
la autonomía personal.36
En Gran Bretaña y sus colonias norteamericanas, el deseo de
una mayor autonomía puede seguirse más fácilmente en auto­
biografías y novelas que en obras de derecho, al menos antes de
la Revolución norteamericana. De hecho, en 1753 la Ley sobre
Matrimonios (26 Geo II, c. 33) declaró ilegales en Inglaterra los
matrimonios de personas de menos de 21 años, a no ser que con­
taran con el consentimiento del padre o tutor. A pesar de esta
reafirmación de la autoridad paterna, en el siglo XVlll decayó la
antigua dominación patriarcal de los esposos sobre las esposas.
Desde Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe, hasta la Auto­
biografía de Benjamín Franklin (escrita entre 1771 y 1788), es­
critores ingleses y norteamericanos celebraron la independencia
como virtud fundamental. La novela de Defoe sobre el marine­
ro naufragado ofreció un ejemplo de cómo un hombre podía
aprender a valerse por sí mismo. No es extraño, pues, que Rous­
seau hiciera de Robinson Crusoe una lectura obligada para el jo­
ven Emilio, ni que la novela de Defoe se imprimiera por prime­
ra vez en las colonias norteamericanas en 1774, en medio de la
creciente crisis sobre la Independencia. Robinson Crusoe fue uno
de los libros que más se vendieron en las colonias norteameri­
canas en 1775, sin otros rivales que Cartas a su hijo, de Lord Ches-
terfield y El legado de un padre para sus hijas, de John Gregory,
cuyo propósito era popularizar las opiniones de Locke sobre la
educación de los niños y las niñas.37
En cuanto a la vida de las personas reales, la tendencia era
la misma, si bien de un modo más titubeante. Cada vez era ma­
yor el deseo de los jóvenes de tomar sus propias decisiones con
respecto al matrimonio, aunque las familias seguían ejerciendo
una gran presión, como podía verse en incontables novelas cu­
yos argumentos giraban alrededor de este tema (por ejemplo,
Clarissa). Las prácticas en la educación de los hijos también re­
velan cambios sutiles de actitud. Los ingleses dejaron de fajar a
los recién nacidos antes que los franceses (en la disuasión de los
franceses respecto a esta práctica, hay que atribuir gran parte del
mérito a Rousseau), pero siguieron pegando a los muchachos en
la escuela durante más tiempo. A mediados del siglo xvm, las
familias aristocráticas de Inglaterra ya habían dejado de usar an­
dadores para guiar a sus hijos cuando caminaban, los desteta­
ban antes y, como ya no los fajaban, también les enseñaban an­
tes a ir solos al retrete, señales todas ellas de un mayor énfasis
en la independencia.38
Sin embargo, la realidad era a veces más confusa. En In­
glaterra, a diferencia de otros países protestantes, el divorcio era
prácticamente imposible en el siglo xvill; entre 1700 y 1857,
cuando la Ley de Causas Matrimoniales creó un tribunal espe­
cial para casos de divorcio, sólo se concedieron 325, al ampa­
ro de una ley especial del Parlamento para Inglaterra, Gales e
Irlanda. Aunque aumentó el número de divorcios (de 14 en la
primera mitad del siglo xvm a 117 en la segunda mitad), a efec­
tos prácticos el divorcio estaba limitado a unos cuantos hom ­
bres de la aristocracia, dado que los motivos requeridos hacían
que a las mujeres les resultara casi imposible obtenerlo. Las ci­
fras revelan que en la segunda mitad del siglo XVIII tan sólo se
concedieron 2,34 divorcios al año. En Francia, en cambio, des­
pués de que los revolucionarios franceses instituyeran el divor­
cio, se concedieron unos veinte mil entre 1792 y 1803, lo cual
equivale a 1800 al año. Las colonias británicas de Norteamérica
siguieron en general la práctica inglesa de prohibir el divorcio
pero, al mismo tiempo, permitir alguna forma de separación le­
gal; sin embargo, tras la Independencia, los nuevos tribunales
empezaron a aceptar las demandas de divorcio en la mayoría de
los estados. Marcando una tendencia que luego se repetiría en la
Francia revolucionaria, las mujeres presentaron la mayoría de
las demandas de divorcio en los primeros años de los recién fun­
dados Estados Unidos.39
En unas notas escritas en 1771 y 1772 acerca de una causa
judicial de divorcio, Thomas Jefferson vinculó claramente el di­
vorcio a los derechos naturales. El divorcio devolvería «a las mu­
jeres su derecho natural a la igualdad». Formaba parte, afirmó,
de la naturaleza de los contratos por mutuo consentimiento
que fuesen disueltos si una de las partes incumplía el pacto (el
mismo argumento que los revolucionarios franceses emplearían
en 1792). Además, la posibilidad del divorcio legal garantizaría
la «libertad de afecto», que también era un derecho natural. «La
búsqueda de la felicidad», que la Declaración de Independen­
cia hizo famosa, debía incluir el derecho al divorcio, dado que
el «fin del matrimonio es la propagación y la felicidad». El de­
recho a buscar la felicidad, por tanto, exigía el divorcio. No es
casualidad que cuatro años más tarde Jefferson alegara argumen­
tos parecidos para defender el divorcio de los norteamericanos
respecto a Gran Bretaña.40
En el siglo XVIII, quienes abogaban por el aumento de la
autodeterminación debían hacer frente a un dilema: ¿de dónde
saldría el sentido de comunidad en este nuevo orden que inci­
día en los derechos del individuo? Una cosa era explicar cómo
la moral podía derivarse de la razón humana en lugar de las Sa­
gradas Escrituras, o por qué debía preferirse la autonomía a la
obediencia ciega, y otra muy distinta conciliar el individuo auto-
dirigido con el bien general. Los filósofos escoceses de media­
dos del siglo xvm centraron sus obras en la cuestión de la co­
munidad secular, y ofrecieron una respuesta filosófica que se
hacía eco de la práctica de la empatia que enseñaba la novela.
Los filósofos, como la mayoría de la gente del siglo XVlll, dieron
a su respuesta el nombre de «compasión» [sympathy]. He utiliza­
do, sin embargo, el término «empatia» [empathy] porque, si bien
no entró en la lengua inglesa hasta el siglo XX, refleja mejor la
voluntad activa de identificarse con los demás. Actualmente,
compasión [sympathy] significa a menudo «piedad», lo cual pue­
de dar a entender «condescendencia», que es un sentimiento in­
compatible con un verdadero sentimiento de igualdad.41
El término compasión [sympathy] tenía un significado muy
amplio en el siglo xvm. Para Francis Hutcheson, la compasión
era una especie de sentido, una facultad moral. Más noble que
la vista o el oído, sentidos que compartimos con los animales,
pero menos noble que la conciencia, la compasión o la afinidad
lfellow feeling] hacía que la vida social fuese posible. Por medio
del poder de la naturaleza humana, anterior a cualquier razona­
miento, la compasión actuaba como una especie de fuerza gra-
vitatoria social que arrancaba a las personas de sí mismas. La
compasión garantizaba que la felicidad no se redujera tan sólo
a la autosatisfacción. «Mediante una suerte de contagio o infec­
ción», concluyó Hutcheson, «todos nuestros placeres, incluso los
más bajos, aumentan de manera extraña cuando se comparten
con otras personas.»42
Adam Smith, autor de La riqueza de las naciones (1776) y
alumno de Hutcheson, dedicó una de sus obras anteriores a la
cuestión de la compasión. En el primer capítulo de La teoría de
los sentimientos morales (1759), utiliza el ejemplo de la tortura para
revelar su funcionamiento. ¿Qué nos hace compadecernos del
sufrimiento de alguien sometido al tormento del potro? Aun­
que quien sufre sea un hermano, nunca podemos experimentar
directamente lo que siente. Sólo podemos identificarnos con su
sufrimiento en virtud de nuestra imaginación, que nos permi­
te ponernos en su lugar, soportar los mismos tormentos, «entrar
por así decirlo en su cuerpo y llegar a ser en alguna medida una
misma persona con él». Este proceso de identificación imagi­
naria -compasión- permite sentir al observador lo que siente la
víctima de la tortura. El observador sólo puede convertirse en
un ser verdaderamente moral, sin embargo, cuando da el paso
siguiente y comprende que también él es sujeto de semejante
identificación imaginaria. En el momento en que puede verse a
sí mismo como el objeto de los sentimientos de otros, es capaz
de desarrollar en su interior un «espectador imparcial» que será
su brújula moral. Por tanto, según Adam Smith, la autonomía
y la compasión van juntas. Sólo en el interior de una persona
autónoma puede desarrollarse un «espectador imparcial»; no obs­
tante, explica Smith, esto únicamente es posible si la persona se
identifica primero con otras personas.43
La compasión o la sensibilidad [sensibility] -el segundo tér­
mino era mucho más común en francés- tuvo una amplia reso­
nancia cultural a ambas orillas del Atlántico durante la segun­
da mitad del siglo xvm. Thomas Jefferson leyó a Hutcheson y
Smith, si bien citó específicamente al novelista Laurence Sterne
como el autor que ofrecía «el mejor curso de moralidad». Dada
la profusión de referencias a la compasión y la sensibilidad en
el mundo atlántico, difícilmente puede ser una coincidencia
que la primera novela escrita por un norteamericano, publica­
da en 1789, llevase por título El poder de la compasión. La com­
pasión y la sensibilidad impregnaban hasta tal punto la litera­
tura, la pintura e incluso la medicina que a algunos médicos
empezó a preocuparles que hubiese un exceso de ambas, pues
temían que pudieran conducir a la melancolía, la hipocondría
o «los vapores». Los médicos pensaban que las señoras acomo­
dadas (las lectoras) eran especialmente propensas a padecer es­
tas afecciones.44
La compasión y la sensibilidad actuaban a favor de muchos
grupos privados del derecho al voto, pero no de las mujeres.
Aprovechando el éxito de la novela, que inspiró nuevas formas
de identificación psicológica, los primeros abolicionistas alenta­
ron a los esclavos liberados a escribir sus propias autobiografías,
a veces parcialmente noveladas, con el fin de ganar adeptos para
el movimiento en ciernes. Los males de la esclavitud cobraban
vida cuando eran descritos por hombres como Olaudah Equia-
no, cuyo libro Narración de la vida de Olaudah Equiano, el Afri­
cano, escrita por él mismo se publicó por primera vez en Londres
en 1789. Sin embargo, la mayoría de los abolicionistas no acer­
tó a establecer una relación con los derechos de las mujeres.
Después de 1789, muchos revolucionarios franceses adoptarían
en público actitudes clamorosas a favor de los derechos de los
protestantes, los judíos, los negros libres e incluso los esclavos,
pero al mismo tiempo se opondrían activamente a la concesión
de derechos a las mujeres. En los recién fundados Estados Uni­
dos, aunque la esclavitud suscitó inmediatamente debates aca­
lorados, los derechos de las mujeres generaron aún menos de­
bates públicos que en Francia. Antes del siglo XX, las mujeres no
disfrutaron de derechos políticos iguales en ninguna parte.45
La gente del siglo xvm, al igual que casi todos sus antece­
sores en la historia de la humanidad, veía a las mujeres como se­
res dependientes, definidos por su estatus familiar y, en con­
secuencia, por definición, no del todo capaces de alcanzar la
autonomía política. Podían defender la autodeterminación como
virtud privada y moral, pero sin vincularla a los derechos polí­
ticos. Tenían derechos, pero no eran políticos. Esta opinión se
hizo explícita cuando los revolucionarios franceses redactaron
una nueva constitución en 1789. El abate Emmanuel-Joseph
Sieyés, destacado intérprete de la teoría constitucional, explicó
la emergente distinción entre derechos naturales y civiles, por
un lado, y derechos políticos, por el.otro. Todos los habitantes
de un país, incluidas las mujeres, gozaban de los derechos del
ciudadano pasivo: el derecho a la protección de su persona, sus
propiedades y su libertad. Pero Sieyés sostenía que no todos
ellos son ciudadanos activos con derecho a participar directa­
mente en los asuntos públicos. «Las mujeres, al menos en el es­
tado presente, los niños, los extranjeros, las personas que no
aportan nada al mantenimiento del sistema público» fueron de­
finidos como los ciudadanos pasivos. La matización «al menos
en el estado presente» dejó un resquicio para futuros cambios en
los derechos de las mujeres. Algunos intentarían aprovecharlo,
pero sin éxito a corto plazo.46
Los pocos que sí abogaron por los derechos de las mujeres
en el siglo xvm manifestaron una actitud ambivalente ante las
novelas. Aquellos que tradicionalmente se oponían al género no­
velístico creían que las mujeres eran particularmente sensibles
al hechizo que causaba la lectura sobre el amor, e incluso de­
fensores de las novelas como Jefferson se mostraban preocupa­
dos por sus efectos en las jóvenes. En 1818, un Jefferson mucho
más viejo que el que en 1771 había mostrado entusiasmo por
sus novelistas favoritos previno sobre «la pasión desmedida» que
sentían las jóvenes hacia la novela. «El resultado es una imagi­
nación hinchada» y «un juicio enfermizo.» No resulta extraño,
pues, que los defensores apasionados de los derechos de las
mujeres se tomaran a pecho estas suspicacias. Al igual que Jef­
ferson, Mary Wollstonecraft, la madre del feminismo moderno,
contrastó de forma explícita la lectura de novelas -«el único tipo
de lectura calculada para interesar a una mente frívola e ino­
cente»- con la lectura de libros de historia y, más en general,
con el entendimiento racional y activo. Sin embargo, la propia
Wollstonecraft escribió dos novelas que tenían por protagonis­
tas a personajes femeninos, publicó numerosas reseñas de no­
velas y se refería constantemente a ellas en su correspondencia.
A pesar de sus objeciones a los preceptos para la educación fe­
menina que Rousseau había incluido en el Emilio, Wollstonecraft
leyó ávidamente Julia y en sus cartas utilizaba frases que recor­
daba de Clarissa y de las novelas de Sterne para expresar sus pro­
pias emociones.47
El aprendizaje de la empatia abrió la puerta a los derechos
humanos, pero no garantizó que todo el mundo pudiera cruzar­
la. Nadie lo comprendió mejor ni le dio más vueltas que el autor
de la Declaración de Independencia. En una carta de 1802 di­
rigida al clérigo, científico y reformador inglés Joseph Priestley,
Jefferson presentó el ejemplo norteamericano al mundo entero:
«Es imposible no apreciar que estamos actuando para toda la hu­
manidad; que circunstancias que se deniegan a otros, pero nos
han sido concedidas a nosotros, nos han impuesto el deber de
demostrar cuál es el grado de libertad y autogobierno en el cual
una sociedad puede aventurarse a dejar a sus miembros indivi­
duales». Jefferson abogaba por el «grado de libertad» más alto
que cupiera imaginar, lo que para él significaba abrir la partici­
pación política a tantos hombres blancos como fuera posible
y, quizás, andando el tiempo, incluso a hombres nativos norte­
americanos, si se lograba convertirlos en agricultores. Aunque
reconocía la humanidad de los afroamericanos y hasta los dere­
chos de los esclavos como seres humanos, no imaginó un sis­
tema político en el cual éstos o las mujeres, del color que fue­
ran, participasen activamente. Pero ése era el máximo grado de
libertad imaginable para la inmensa mayoría de los norteameri­
canos y europeos, incluso veinticuatro años más tarde, el día de
la muerte de Jefferson.48
«Hueso de sus huesos»
Abolir la tortura

En 1762, el mismo año en que Rousseau introdujo la ex­


presión «derechos del hombre», un tribunal de la ciudad de
Toulouse, al sur de Francia, declaró a un protestante francés
de 64 años, llamado Jean Calas, culpable de haber asesinado a
su hijo para evitar que éste se convirtiese al catolicismo. Los jue­
ces condenaron a Calas a morir descoyuntado en la rueda. An­
tes de la ejecución, debía soportar un suplicio supervisado judi­
cialmente, llamado la «cuestión de tormento preliminar», cuya
finalidad era hacer que los que ya habían sido declarados culpa­
bles nombraran a sus cómplices. Con las muñecas atadas fuer­
temente a una barra situada detrás, un sistema de manivelas y
poleas tiraba incesantemente de sus brazos hacia arriba, mientras
una pesa de hierro impedía que sus pies se movieran (figura 3).
Calas se negó a dar nombres después de dos aplicaciones del su­
plicio, y entonces fue atado a un banco y obligado a beber va­
rias jarras de agua mientras le mantenían la boca abierta por me­
dio de dos bastoncillos (figura 4). Se dice que cuando volvieron
a presionarle para que revelase el nombre de sus cómplices, res­
pondió: «Donde no hay crimen, no puede haber cómplices».
La muerte no se produjo rápidamente, ni se pretendía que
así fuera. El descoyuntamiento en la rueda, reservado para hom ­
bres declarados culpables de homicidio o de salteamiento, se
componía de dos etapas. En la primera, el verdugo ataba al con­
denado a un aspa y le aplastaba sistemáticamente los huesos de
los antebrazos, las piernas, los muslos y los brazos, descargando
dos fuertes golpes sobre cada una de estas partes del cuerpo. Por
medio de un cabrestante atado a un dogal que rodeaba el cuello
del condenado, un ayudante situado debajo del cadalso le dislo­
caba seguidamente las vértebras cervicales tirando violentamen­
te del dogal. Mientras tanto, el verdugo empleaba una barra de
hierro para asestarle tres fuertes golpes en el abdomen. Luego el
verdugo bajaba el cuerpo descoyuntado y lo ataba, con las ex­
tremidades dobladas hacia atrás de forma terriblemente dolo-
rosa, a una rueda de carruaje colocada en el extremo superior de
un poste de unos tres metros de altura. Allí permanecía el con­
denado, ya muerto, durante mucho tiempo, y así concluía «un
espectáculo de lo más espantoso». En una instrucción secreta, el
tribunal concedió a Calas la gracia de morir estrangulado des­
pués de dos horas de suplicio, antes de que su cuerpo fuera ata­
do a la rueda. Calas murió clamando todavía su inocencia.1
El «caso Calas» se situó en el centro de la atención cuando,
varios meses después de la ejecución, Voltaire se ocupó de él. Vol­
taire recaudó dinero para la familia Calas, escribió cartas en nom­
bre de varios de sus miembros, en las que pretendía ofrecer sus
versiones de primera mano de los hechos, y luego publicó un
panfleto y un libro basados en el caso. El más famoso fue el Tra­
tado sobre la tolerancia con ocasión de la muerte de Jean Calas, en el
cual utilizó por primera vez la expresión «derecho humano»; lo
esencial de su razonamiento era que la intolerancia no podía ser
un derecho humano (no empleó el argumento positivo de que la
libertad religiosa fuese un derecho humano). Voltaire no protes­
tó al principio contra la tortura ni el descoyuntamiento en la rue­
da. Lo que le enfureció fue el fanatismo religioso que, según su
conclusión, había motivado a la policía y los jueces: «No se en­
tiende cómo, siguiendo ese principio [el derecho humano], un
hombre podría decir a otro: “Cree lo que creo yo y no lo que
tú puedes creer, o perecerás”. Es lo que se dice en Portugal, en Es­
paña, en Goa [países tristemente célebres por sus inquisiciones]».2
Figura 3. Tortura judicial. Es casi imposible encontrar representaciones de
la tortura sancionada judicialmente. Este grabado en madera a toda pági­
na (21,6 cm x 14,4 cm) data del siglo XVI y pretende mostrar un método em­
pleado en Toulouse que se parece al soportado por Jean Caías dos siglos más
tarde. Es una versión de la tortura judicial utilizada más comúnmente en
Europa, llamada strappado [tormento de garrucha], palabra que deriva del vo­
cablo italiano que significa «tirón» o «fuerte desgarro».
Como el culto calvinista en público estaba prohibido en
Francia desde 1685, al parecer las autoridades no tuvieron que
hacer un gran esfuerzo para creer que Calas había matado a su
hijo con el fin de impedir su conversión al catolicismo. Una no­
che, después de cenar, la familia había encontrado a Marc-An-
toine colgado de la puerta del almacén situado en la parte trase­
ra de la casa; aparentemente, se trataba de un suicidio. Para evitar
un escándalo, afirmaron haberlo descubierto en el suelo, presu­
miblemente víctima de un asesinato. En Francia, el suicidio era
penado por la ley; una persona que se suicidara no podía ser en­
terrada en tierra consagrada, y, si era declarada culpable en una
vista, el cuerpo podía ser exhumado, arrastrado por las calles de
la ciudad, colgado luego por los pies y arrojado al vertedero.
La policía aprovechó las contradicciones en el testimonio
de la familia y rápidamente detuvo al padre, a la madre, y al her­
mano, junto con su sirviente y una visita, y acusó a todos ellos
de asesinato. Un tribunal local condenó al padre, a la madre y
al hermano a ser torturados para así arrancarles confesiones de
culpabilidad (la llamada «cuestión de tormento preliminar»),
pero, tras un recurso de apelación, el Parlamento de Toulouse
anuló la decisión del tribunal local, se negó a aplicar la tortu­
ra antes de la declaración de culpabilidad y halló culpable sólo
al padre, con la esperanza de que delatase a los demás al ser tor­
turado, justo antes de la ejecución. La publicidad incesante que
Voltaire hizo del caso benefició al resto de la familia, que aún
no había sido absuelta. En primer lugar, el Consejo Real descar­
tó los veredictos por motivos técnicos en 1763 y 1764, y luego,
en 1765, votó a favor de la absolución de todos los involucra­
dos y la devolución a la familia de los bienes que les habían sido
confiscados.
Durante la tempestad desencadenada por el «caso Calas», el
foco de atención de Voltaire comenzó a desplazarse, y sus ata­
ques se dirigieron cada vez más contra el propio sistema de jus­
ticia penal, especialmente en cuanto al uso de la tortura y la
Figura 4. Tortura del agua. Este grabado en madera del siglo XVI (21,6 cm x
14,4 cm) muestra un método francés de tortura con agua. No es exactamente
el mismo que sufrió Calas, pero se le parece lo suficiente como para hacernos
una idea.
crueldad. En sus primeros escritos sobre Calas, de los años 1762
y 1763, Voltaire no empleó ni una sola vez el término general
«tortura» (en su lugar empleó el eufemismo jurídico «la cues­
tión»). Denunció la tortura judicial por primera vez en 1766, y
en lo sucesivo relacionó frecuentemente el «caso Calas» con la
tortura. La compasión natural hace que todo el mundo deteste
la crueldad de la tortura judicial, afirmó Voltaire, aunque él mis­
mo no lo había dicho así antes. «Los tormentos han sido pros­
critos de muchas otras [naciones] con buen éxito. Luego todo
está decidido.» Tanto cambió el punto de vista de Voltaire que
en 1769 se sintió impulsado a añadir un artículo sobre la «tortu­
ra» a su Diccionariofibsófico, publicado por primera vez en 1764
e incluido ya en el pontificio índice de Libros Prohibidos. En
dicho artículo, Voltaire hace uso de su habitual alternancia de
burlas y diatribas para condenar por incivilizadas las prácticas
francesas; los extranjeros juzgan a Francia por sus obras de teatro,
novelas, versos y bellas actrices sin saber que no hay ninguna na­
ción más cruel que la francesa. Una nación civilizada, concluye
Voltaire, no puede estar todavía «guiada por antiguas costumbres
atroces». Lo que durante mucho tiempo había parecido acepta­
ble a Voltaire y muchos otros empezó a ponerse en duda.3
Como en el caso más general de los derechos humanos, las
nuevas actitudes respecto a la tortura y el castigo humanitario
cristalizaron por primera vez en la década de 1760, y no sólo en
Francia, sino también en otras partes de Europa y en las colo­
nias americanas. En 1754 Federico el Grande de Prusia, amigo
de Voltaire, ya había abolido la tortura judicial en sus domi­
nios. Otros siguieron su ejemplo: Suecia en 1772 y Austria y
Bohemia en 1776. En 1780 la monarquía francesa eliminó el
uso de la tortura para arrancar confesiones de culpabilidad an­
tes de dictarse sentencia, y en 1788 la abolió de forma provi­
sional antes de la ejecución para obtener el nombre de los cóm­
plices. En 1783 el gobierno británico suspendió la procesión
pública a Tyburn, donde las ejecuciones se habían convertido
en una gran diversión popular, e introdujo el uso regular de un
tablado que se abría, con lo que se garantizaba que las ejecucio­
nes en la horca fueran más rápidas y humanitarias. En 1789 el
gobierno revolucionario francés renunció a todas las formas de
tortura judicial y en 1792 introdujo la guillotina, cuyo objeto era
uniformizar el cumplimiento de la pena de muerte y ejecutarla
de un modo tan indoloro como fuese posible. A finales del si­
glo XVIII, la opinión pública parecía exigir que se pusiera fin a
la tortura judicial y a las numerosas humillaciones que se infli­
gían a los cuerpos de los condenados. Tal como el médico nor­
teamericano Benjamín Rush dijo en 1787, no deberíamos olvidar
que hasta los criminales «poseen almas y cuerpos que se com­
ponen de los mismos materiales que los de nuestros amigos y pa­
rientes. Son hueso de sus huesos».4

Tortura y crueldad
La tortura impuesta bajo supervisión judicial para arrancar
confesiones había sido introducida o reintroducida en el si­
glo XIII en la mayoría de los países europeos, como conse­
cuencia del restablecimiento del derecho romano y el ejemplo
de la Inquisición católica. En los siglos XVI, XVII y XVIII, m u­
chas de las mentes jurídicas más brillantes de Europa se dedi­
caron a codificar y regularizar el uso de la tortura judicial para
impedir que jueces demasiado celosos o sádicos abusaran de
ella. En el siglo xm, Gran Bretaña había sustituido supuesta­
mente la tortura judicial por los jurados, pero en los siglos xvi
y xvn aún se recurría a ella en casos de sedición y brujería. Con­
tra las brujas, por ejemplo, los magistrados escoceses, que eran
más severos, usaban las punzaduras, la privación del sueño, la
tortura por medio de «botas» (aplastamiento de las piernas) y
las quemaduras con hierros candentes, entre otros métodos. La
ley colonial de Massachusetts permitía la práctica de la tortura
para obtener nombres de cómplices, aunque al parecer nunca
se ordenaba su aplicación.5
En Europa y en el continente americano eran de uso común
las formas brutales de castigo sobre los declarados culpables.
Aunque la Declaración de Derechos británica de 1689 prohibía
expresamente los castigos crueles, los jueces seguían condenan­
do a los criminales al poste de los azotes, a las zambullidas, el
cepo, la picota, el mareaje a hierro y la ejecución por descuar­
tizamiento (la desmembración utilizando caballos) o, en el caso
de las mujeres, descuartizamiento y quema en la hoguera. Qué
constituía un castigo «cruel» respondía claramente a las expec­
tativas culturales. Hasta 1790 el Parlamento no prohibió la que­
ma de mujeres en la hoguera. Con anterioridad, sin embargo, se
había incrementado espectacularmente el número de delitos
punibles con la pena de muerte (según algunas estimaciones, se
triplicaron en el transcurso del siglo xvm), y en 1752 se habían
tomado medidas para que el castigo por asesinato fuese todavía
más horrible, con el fin de aumentar su efecto disuasorio. Asi­
mismo, el Parlamento ordenó que los cuerpos de todos los ase­
sinos se entregaran a cirujanos para su disección -algo que en
aquel tiempo era considerado ignominioso- y concedió autori­
dad discrecional a los jueces para ordenar que los cuerpos de
los asesinos varones fueran colgados con cadenas después de la
ejecución. Pese al creciente malestar que causaba, la práctica de
colocar los cadáveres de los asesinos en la picota no se abolió
definitivamente hasta 1834.6
Como cabía esperar, en las colonias el castigo seguía las pau­
tas establecidas en el centro imperial. Así, todavía en la segun­
da mitad del siglo xvm, un tercio de todas las sentencias dictadas
en el Tribunal Superior de Massachusetts pedía humillaciones
públicas, que iban desde la colocación de determinados letre­
ros hasta la amputación de una oreja, el mareaje a hierro o los
azotes. En Boston, un contemporáneo describió cómo «las mu­
jeres fueron sacadas de una jaula enorme, en cuyo interior ha­
bían sido arrastradas desde la cárcel, y atadas al poste con la es­
palda desnuda, en la cual se asestaban treinta o cuarenta lati­
gazos en medio de los chillidos de las culpables y el rugir de la
muchedumbre». La Declaración de Derechos británica no pro­
tegía a los esclavos, ya que no los consideraba personas con de­
rechos jurídicos. Virginia y Carolina del Norte permitían ex­
presamente la castración de esclavos por delitos atroces, y en
Maryland, en casos de traición menor o incendio provocado
por un esclavo, a éste le cortaban la mano derecha y luego lo
ahorcaban, le cortaban la cabeza, lo descuartizaban y se exhi­
bían las partes desmembradas. Aún hacia el año 1740, los es­
clavos de Nueva York estaban expuestos a ser quemados de ma­
nera atrozmente lenta, descoyuntados en la rueda o colgados
con cadenas hasta morir de inanición.7
La mayoría de las sentencias dictadas por los tribunales fran­
ceses en la segunda mitad del siglo xvm incluían todavía alguna
forma de castigo corporal público, como, por ejemplo, el mar­
eaje a hierro, los azotes o el collar de hierro (que se sujetaba a
un poste o a la picota; véase la figura 5). En el mismo año en
que Calas fue ejecutado, el Parlamento de París pronunció jui­
cios penales de apelación contra doscientos treinta y cinco hom ­
bres y mujeres que antes habían sido juzgados por el tribunal
parisiense de Chátelet (un tribunal inferior): ochenta y dos fue­
ron condenados al destierro y al mareaje a hierro, generalmen­
te combinado con azotes; nueve a la misma combinación junto
con el collar de hierro; diecinueve al mareaje a hierro y a la cár­
cel; veinte al confinamiento en el Hópital Général* después del
mareaje a hierro o el collar, o ambas cosas; doce a la horca; tres
al descoyuntamiento en la rueda; y uno a la hoguera. Si se con­
siderase la totalidad de los tribunales de París, en sólo un año

* Institución penal francesa creada en 1656 para confinar a mendigos y


vagabundos. (N. del T.)
de una jurisdicción el número de humillaciones y mutilaciones
públicas ascendería a quinientas o seiscientas, incluidas unas die­
ciocho ejecuciones.8
En Francia, la pena de muerte podía imponerse de cinco
modos distintos: la decapitación para los nobles; la horca para
los delincuentes comunes; el descuartizamiento en los casos de
delito contra el soberano, llamados de lése-majesté («de lesa ma­
jestad»); la hoguera en los casos de herejía, magia, incendio pro­
vocado, envenenamiento, bestialidad y sodomía; y el descoyun­
tamiento en la rueda en los de asesinato o salteamiento. En el
siglo xviii, los jueces ordenaban raramente el descuartizamiento
y la quema en la hoguera. Era muy común, en cambio, el des­
coyuntamiento en la rueda: por ejemplo, en la jurisdicción del
Parlamento de Aix-en-Provence, al sur de Francia, casi la mitad
de las cincuenta y tres sentencias de muerte pronunciadas en­
tre 1760 y 1762 pedía el descoyuntamiento en la rueda.9
Sin embargo, a partir de 1760, diversas campañas condujeron
a la abolición de la tortura sancionada por el Estado y a una
moderación cada vez mayor del castigo (incluso para los escla­
vos). Los reformadores atribuyeron sus logros a la propagación
del humanitarismo ilustrado. En 1786, el reformador inglés Sa­
muel Romilly echó la vista atrás y afirmó con confianza que «a
medida que los hombres han reflexionado y razonado sobre este
importante asunto, los conceptos absurdos y bárbaros de la jus­
ticia, los cuales prevalecieron durante siglos, se han desacredi­
tado, y principios humanos y racionales se han adoptado en su
lugar». Buena parte del impulso recibido por este razonamien­
to se debió al breve e incisivo ensayo De los delitosy de las penas,
publicado en 1764 por un aristócrata italiano de 25 años, Ce­
sare Beccaria. Promocionado por los círculos afines a Diderot,
traducido pronto al francés y al inglés, y leído ávidamente por
Voltaire en medio del «caso Calas», el librito de Beccaria cen­
tró la atención sobre el sistema de justicia penal de cada país.
El advenedizo italiano no sólo rechazaba la tortura y el castigo
• I l * > t ' . / t ’í , l i \ > ! \ ’l t u i (' \ ’ /#'/'/<’ f t t l / i f f t . I V i'.' / Í/
1.?í i:Í f H í I i-í-ií r-3^ T i -:;v j í : : í i;...:-; '-í-| ^ i'? :i íi B ^
< " i ; , ■■ J f / ‘, l ¡ . ,-/.! A’ ■!/,// ! • ’ /■ / / ! , / , . i . ' i ' í , / L / I l\ '

/,! i . ' . .'■ . ■i , n , ■ . 'tu:, /


■i , ' ' ' ' / ¡, t í ; , ■>;. . '//' / ■ . i ' / ¡ i/' . . >

.r . . /’ r , > \ ' ' l


m » ¡«■¡S8

Figura 5, El collar de hierro. El objeto principal de este castigo era la humilla­


ción pública. Este grabado de un artista desconocido muestra a un hombre
condenado por fraude y difamación en 1760. Según el pie, primero estuvo su­
jetado al collar de hierro durante tres días, luego fue marcado a fuego y final­
mente enviado a galeras el resto de su vida.
cruel, sino también -lo cual era notable para la época- la mis­
ma pena de muerte. Contra el poder absoluto de los gobernan­
tes, la ortodoxia religiosa y los privilegios de la nobleza, Bec­
caria predicaba una pauta democrática de justicia: «La felicidad
dividida entre el mayor número». A partir de entonces sería ci­
tado por la práctica totalidad de los reformadores, desde Fila-
delfia hasta Moscú.10
Beccaria contribuyó a valorizar el nuevo lenguaje de los sen­
timientos. En su opinión, la pena de muerte no era útil «por el
ejemplo que da a los hombres de atrocidad», y se preguntó si se
podía «abrigar esta crueldad inútil [la de atormentar y afligir],
instrumento del furor y del fanatismo». Al justificar su interven­
ción, expresó su esperanza de que si «contribuyese a arrancar de
los dolores y angustias de la muerte a alguna víctima infeliz de la
tiranía o de la ignorancia, igualmente fatal, las bendiciones y lá­
grimas de un solo inocente me consolarían del desprecio del res­
to de los hombres». Después de leer a Beccaria, el jurista inglés
William Blackstone estableció la relación que a partir de enton­
ces se convertiría en característica del punto de vista ilustrado:
el derecho penal, afirmó Blackstone, debería ser siempre «con­
forme a los dictados de la verdad y la justicia, los sentimientos
de humanidad y los derechos indelebles de la humanidad».11
Sin embargo, como demuestra el ejemplo de Voltaire, la elite
educada, incluso muchos de los reformadores más destacados,
no comprendió inmediatamente la relación que existía entre el
emergente lenguaje de los derechos y la tortura y el castigo cruel.
Voltaire clamó contra la injusticia en el «caso Calas», pero al
principio no puso objeciones a que el anciano hubiera sido tor­
turado o descoyuntado en la rueda. Si la compasión natural
hace que todo el mundo deteste la crueldad de la tortura judi­
cial, como diría Voltaire más adelante, entonces, ¿por qué no
era esto obvio antes de la década de 1760, ni siquiera para él?
Evidentemente, algún tipo de anteojeras había impedido que la
empatia interviniese antes.12
A partir del momento en que los escritores y los reforma­
dores jurídicos de la Ilustración comenzaron a poner en entre­
dicho la tortura y el castigo cruel, las actitudes sufrieron un cam­
bio radical en los siguientes veinte años. Parte de este cambio
fue el descubrimiento de la afinidad, pero fue más allá. Además
de la empatia -en este caso, la condición necesaria de sentir em­
patia por los condenados judicialmente-, era necesaria una nue­
va preocupación por el cuerpo humano. Sagrado en otro tiem­
po, pero circunscrito al orden definido por la religión, en el que
los cuerpos individuales podían ser mutilados o torturados por
el bien general, el cuerpo pasó a ser sagrado por sí mismo, en
un orden secular que descansaba en la autonomía y la inviola­
bilidad de los individuos. Esta evolución comprende dos par­
tes. En el transcurso del siglo xvill, los cuerpos adquirieron un
valor más positivo al estar más separados, al tornarse más due­
ños de sí mismos y más individualizados, mientras que su vio­
lación provocaba cada vez más reacciones negativas.

La persona independiente
Aunque podría parecer que los cuerpos están siempre inhe­
rentemente separados unos de otros, al menos después del na­
cimiento, las fronteras entre los cuerpos no quedaron definidas
con claridad hasta después del siglo XIV. Los individuos se vol­
vieron más independientes cuando sintieron de forma crecien­
te la necesidad de ocultar las excreciones corporales. Descendió
el umbral de la vergüenza, a la vez que aumentaba la presión
sobre el autocontrol. Defecar y orinar en público se considera­
ba cada vez más repulsivo. La gente empezó a usar pañuelos en
lugar de sonarse la nariz con las manos. Escupir,“comer en una
escudilla común y dormir con desconocidos eran actividades
que empezaban a verse como costumbres repugnantes o, al me­
nos, desagradables. Los arrebatos de emoción y el comporta­
miento agresivo pasaron a ser socialmente inaceptables. Estos
cambios de actitud respecto al cuerpo eran indicios superficia­
les de una transformación subyacente. Todos ellos señalaban el
advenimiento del individuo ensimismado, cuyas fronteras de­
bían ser respetadas en la interacción social. El autodominio y
la autonomía requerían una creciente disciplina con respecto a
uno mismo.13
Los cambios que, durante el siglo xvm, se produjeron en
los conciertos y las funciones de teatro, en la arquitectura do­
méstica y en el retratismo se cimentaron en estas alteraciones
duraderas de las actitudes. Asimismo, estas nuevas experiencias
resultarían cruciales para la aparición de la sensibilidad. Des­
pués de 1750, los aficionados a la ópera empezaron a escuchar
la música en silencio, en lugar de andar de un lado a otro para
visitar a sus amistades y ponerse a conversar con ellas, lo cual
les permitió sentir fuertes emociones individuales en respuesta
a la música. Una mujer contó su reacción a la ópera Alceste, de
Gluck, que se estrenó en París en 1776:
Escuché esta nueva obra con emoción profunda [...]. Desde los
primeros compases se apoderó de mí un sentimiento de reveren­
cia tan fuerte, y sentí tan intensamente dentro de mí ese impul­
so religioso [...], que sin saberlo siquiera me postré de rodillas en
mi palco y permanecí en esta postura, suplicante y con las manos
apretadas, hasta el final de la obra.

La reacción de esta mujer (la carta está firmada por Pauline


de R***) es especialmente digna de atención por trazar un pa­
ralelo explícito con la experiencia religiosa. La base de toda
autoridad estaba desplazándose de un marco religioso trascen­
dental a otro humano interno, pero este desplazamiento sólo
podía cobrar sentido si era experimentado de una manera per­
sonal, incluso íntima.14
Los espectadores de teatro eran más aficionados al barullo
que se formaba durante las funciones que los amantes de la mú­
sica, pero incluso en el teatro nuevas prácticas anunciaban un
futuro diferente, en el que las obras se representarían en medio
de algo muy cercano al silencio religioso. Durante gran parte del
siglo xvm, los espectadores parisienses coordinaban las toses, los
escupitajos, los estornudos y los pedos para interrumpir aque­
llas funciones que no les gustaban, y las exhibiciones públicas
de ebriedad, así como las peleas, interrumpían el parlamento de
los actores. Con el fin de colocar a los espectadores más lejos y,
de este modo, las interrupciones resultasen más difíciles, en 1759
se eliminaron en Francia las localidades situadas en el escena­
rio. En 1782 los esfuerzos por imponer orden en el patio de bu­
tacas o parterre culminaron con la instalación de bancos en la
Comédie Frangaise; hasta ese momento, los espectadores del
patio de butacas deambulaban libremente y, en ocasiones, se
comportaban más como chusma que como público. Si bien la
colocación de los bancos provocó discusiones acaloradas en
la prensa de la época y fue vista por algunos como un ataque
peligroso a la libertad y la franqueza del patio de butacas, el
rumbo que seguirían los acontecimientos estaba claro: los esta­
llidos colectivos cedían el paso a experiencias internas indivi­
duales y más tranquilas.15
La arquitectura doméstica reforzó este sentido de la separa­
ción individual. La «cámara» (chambre) de las casas francesas se
especializó cada vez más en la segunda mitad del siglo xvill. Lo
que en otros tiempos había sido una habitación «para todo» se
convirtió en el «dormitorio», y en las familias acomodadas in­
cluso los niños tenían dormitorios separados del de sus padres.
Dos terceras partes de las casas de París ya contaban con dor­
mitorios en la segunda mitad del siglo xvill, mientras que sólo
una de cada siete tenía comedor. La elite de la sociedad pari­
siense se empeñó en disponer de varias habitaciones de uso pri­
vado, que iban desde los boudoirs (del francés bouder, que sig­
nos, desagradables. Los arrebatos de emoción y el comporta­
miento agresivo pasaron a ser socialmente inaceptables. Estos
cambios de actitud respecto al cuerpo eran indicios superficia­
les de una transformación subyacente. Todos ellos señalaban el
advenimiento del individuo ensimismado, cuyas fronteras de­
bían ser respetadas en la interacción social. El autodominio y
la autonomía requerían una creciente disciplina con respecto a
uno mismo.13
Los cambios que, durante el siglo xvm, se produjeron en
los conciertos y las funciones de teatro, en la arquitectura do­
méstica y en el retratismo se cimentaron en estas alteraciones
duraderas de las actitudes. Asimismo, estas nuevas experiencias
resultarían cruciales para la aparición de la sensibilidad. Des­
pués de 1750, los aficionados a la ópera empezaron a escuchar
la música en silencio, en lugar de andar de un lado a otro para
visitar a sus amistades y ponerse a conversar con ellas, lo cual
les permitió sentir fuertes emociones individuales en respuesta
a la música. Una mujer contó su reacción a la ópera Alceste, de
Gluck, que se estrenó en París en 1776:
Escuché esta nueva obra con emoción profunda [...]. Desde los
primeros compases se apoderó de mí un sentimiento de reveren­
cia tan fuerte, y sentí tan intensamente dentro de mí ese impul­
so religioso [...], que sin saberlo siquiera me postré de rodillas en
mi palco y permanecí en esta postura, suplicante y con las manos
apretadas, hasta el final de la obra.

La reacción de esta mujer (la carta está firmada por Pauline


de R***) es especialmente digna de atención por trazar un pa­
ralelo explícito con la experiencia religiosa. La base de toda
autoridad estaba desplazándose de un marco religioso trascen­
dental a otro humano interno, pero este desplazamiento sólo
podía cobrar sentido si era experimentado de una manera per­
sonal, incluso íntima.14
Los espectadores de teatro eran más aficionados al barullo
que se formaba durante las funciones que los amantes de la mú­
sica, pero incluso en el teatro nuevas prácticas anunciaban un
futuro diferente, en el que las obras se representarían en medio
de algo muy cercano al silencio religioso. Durante gran parte del
siglo xvill, los espectadores parisienses coordinaban las toses, los
escupitajos, los estornudos y los pedos para interrumpir aque­
llas funciones que no les gustaban, y las exhibiciones públicas
de ebriedad, así como las peleas, interrumpían el parlamento de
los actores. Con el fin de colocar a los espectadores más lejos y,
de este modo, las interrupciones resultasen más difíciles, en 1759
se eliminaron en Francia las localidades situadas en el escena­
rio. En 1782 los esfuerzos por imponer orden en el patio de bu­
tacas o parterre culminaron con la instalación de bancos en la
Comédie Frangaise; hasta ese momento, los espectadores del
patio de butacas deambulaban libremente y, en ocasiones, se
comportaban más como chusma que como público. Si bien la
colocación de los bancos provocó discusiones acaloradas en
la prensa de la época y fue vista por algunos como un ataque
peligroso a la libertad y la franqueza del patio de butacas, el
rumbo que seguirían los acontecimientos estaba claro: los esta­
llidos colectivos cedían el paso a experiencias internas indivi­
duales y más tranquilas.15
La arquitectura doméstica reforzó este sentido de la separa­
ción individual. La «cámara» (chambre) de las casas francesas se
especializó cada vez más en la segunda mitad del siglo xvill. Lo
que en otros tiempos había sido una habitación «para todo» se
convirtió en el «dormitorio», y en las familias acomodadas in­
cluso los niños tenían dormitorios separados del de sus padres.
Dos terceras partes de las casas de París ya contaban con dor­
mitorios en la segunda mitad del siglo xvm, mientras que sólo
una de cada siete tenía comedor. La elite de la; sociedad pari­
siense se empeñó en disponer de varias habitaciones de uso pri­
vado, que iban desde los boudoirs (del francés bouder, que sig­
nifica «enfurruñarse»; los houdoirs eran habitaciones donde uno
podía enfurruñarse en privado) hasta los retretes y las cabinas
de baño. Con todo, el avance hacia la privacidad individual de­
bería considerarse con reservas, al menos en Francia. En efecto,
los viajeros ingleses se quejaban constantemente de que, en las
posadas francesas, tres o cuatro extraños durmiesen en una mis­
ma habitación (si bien en camas separadas), se utilizase el re­
trete a la vista de todos, se orinase en el hogar de la chimenea
y se lanzase por la ventana el contenido de los orinales. Sin em­
bargo, sus quejas son testimonio de que en ambos países el pro­
ceso estaba en marcha. En Inglaterra, una novedad notable era
la del jardín con paseo circular, creado en las fincas campestres
entre 1740 y 1760; el circuito cerrado, con sus vistas y monu­
mentos escogidos esmeradamente, estaba pensado para intensi­
ficar la meditación y la remembranza en privado.16
Los cuerpos siempre habían sido centrales en la pintura
europea, pero antes del siglo XVII los más frecuentes eran los de
la Sagrada Familia, los de los santos católicos o los de los go­
bernantes y sus cortesanos. En el siglo XVII y, especialmente, en
el xvm, muchas personas corrientes empezaron a encargar re­
tratos de ellas y de sus familias. Después de 1750, las exposi­
ciones públicas regulares -las cuales constituían un nuevo rasgo
de la vida social- mostraban cada vez más retratos de personas
corrientes en Londres y París, aunque oficialmente la pintura
histórica seguía siendo el género principal.
En las colonias británicas de Norteamérica, las artes plásti­
cas estaban dominadas por el retratismo, en parte porque allí
las tradiciones eclesiásticas y políticas de Europa tenían menos
peso. Los retratos no cobraron relevancia en las colonias hasta
el siglo XVlll: se pintaron cuatro veces más retratos entre 1750
y 1776 que entre 1700 y 1750, y muchos de ellos correspondían
a ciudadanos comunes y a terratenientes (figura 6). A pesar de
la preponderancia dada a la pintura histórica en la Francia de la
Revolución y el Imperio napoleónico, los retratos constituían al-
Figura 6. Retrato del capitán John Pigott pintado porjoseph Blackburn. Como
muchos otros artistas que trabajaban en las colonias norteamericanas, Joseph
Blackburn nació en Inglaterra y muy probablemente se formó allí antes de tras­
ladarse a las Bermudas en 1752 y a Newport, Rhode Island, al año siguiente.
Después de pintar decenas de retratos en Newport, Boston y Portsmouth,
New Hampshire, regresó a Inglaterra en 1764. Este óleo, pintado hacia 1760
(127 cm x 101,6 cm), forma pareja con el retrato de la esposa de Pigott. Black­
burn era conocido por prestar mucha atención al encaje y otros detalles de la
indumentaria.
rededor del 40 por ciento de los cuadros que se exponían en los
salones. Los precios que pedían los retratistas subieron en las úl­
timas décadas del siglo xvill, y los grabados llevaron los retratos
a un público amplio, más allá de los modelos y sus respectivas
familias. El pintor inglés más famoso de la época, Sir Joshua
Reynolds, cimentó su reputación como retratista, y, según Ho-
race Walpole, «rescató el retratismo de la insipidez».17
Un espectador contemporáneo expresó su desdén al ver el
número de retratos que había en la exposición francesa de 1769:
La multitud de retratos, Señor, con que me topo en todas partes,
me obliga a pesar mío a hablar de este asunto ahora y tratar esta
cuestión árida y m onótona que había reservado para el final. En
vano se ha quejado el público, desde hace mucho tiempo, de la
multitud de burgueses oscuros ante los que debe pasar constante­
mente en las exposiciones [...]. La facilidad del género, su utilidad
y la vanidad de todos estos personajillos alientan a nuestros ar­
tistas emergentes [...]. Gracias al infortunado gusto del siglo, el Sa­
lón se está convirtiendo en nada más que una galería de retratos.

Según los franceses, el «infortunado gusto» emanaba de In­


glaterra, y para muchos apuntaba a la inminente victoria del co­
mercio sobre el arte verdadero. En su artículo sobre el «Retrato»
para la Encyclopédie de Diderot, el caballero Louis de Jaucourt
concluía que «el género de pintura más seguido y más buscado
en Inglaterra es el del retrato». Más avanzado el siglo, el escri­
tor Louis-Sébastien Mercier intentó mostrar un tono concilia­
dor: «Los ingleses descuellan en el retrato, y nada supera los re­
tratos de Regnols [sic], cuyos ejemplos principales son de cuerpo
entero, a tamaño natural, y no van a la zaga de las pinturas his­
tóricas» (figura 7). Con su agudeza habitual, Mercier había cap­
tado el elemento esencial; en Inglaterra los retratos eran com­
parables al género principal de la Academia Francesa de Bellas
Artes, la pintura histórica. Ahora la persona corriente podía ser
Figura 7. Retrato de Lady Charlotte Fitz-William, grabado a media tinta de Ja­
mes MacArdeil a partir de un cuadro de Sir Joshua Reynolds, 1754. Reynolds
se hizo famoso pintando retratos de figuras destacadas de la sociedad britá­
nica. A menudo sólo pintaba el rostro y las manos de su modelo, y encargaba
las cortinas y los vestidos a especialistas o ayudantes. Charlotte tenía apenas
ocho años cuando se pintó este retrato, pero el peinado, los pendientes y el
broche de perlas hacen que parezca mayor. Grabados como éste acrecentaron
la fama de Reynolds. James MacArdeil realizó grabados a, media tinta de mu­
chos de los retratos de Reynolds. El pie dice: «J. Reynolds pinxt. J. McArdell
fecit. Lady Charlotte Fitz-William. Publicado por J. Reynolds conforme a una
Ley del Parlamento 1754».
heroica simplemente en virtud de su individualidad. Ahora el
cuerpo corriente tenía distinción.18
En efecto, los retratos podían transmitir un aspecto muy dis­
tinto de la individualidad. En una época en que, en Gran Bre­
taña, Francia y sus colonias, la riqueza comercial crecía a pasos
agigantados, el encargo de un retrato como señal de cierto esta­
tus y refinamiento reflejaba un avance del consumismo. El pa­
recido no siempre ocupaba el puesto de honor en estos encar­
gos. Las personas corrientes no deseaban parecer corrientes en
sus retratos, y algunos retratistas se hicieron más famosos por su
capacidad de reproducir encajes, sedas y rasos que por la de pin­
tar rostros. Sin embargo, aunque a veces los retratos se centra­
ban en la representación de tipos o eran alegorías de determina­
das virtudes o de la riqueza, en la segunda mitad del siglo xvm
los retratos de esta clase perdieron peso, ya que los artistas y sus
clientes empezaron a decantarse por representaciones más natu­
rales de la individualidad psicológica y fisonómica. Además, la
misma proliferación de retratos individuales fomentó la opinión
de que cada persona era un individuo único, separado, caracte­
rístico y original; por tanto, debía representarse como tal.19
Las mujeres interpretaron en esta evolución un papel en oca­
siones sorprendente. El furor provocado por aquellas novelas
que, como Clarissa, tenían por protagonistas a mujeres corrien­
tes con una rica vida interior, hizo que los cuadros alegóricos de
sujetos femeninos, cuyos rostros parecían máscaras, fuesen per­
cibidos como intrascendentes o simplemente decorativos. A me­
dida que los pintores buscaron con más ahínco la franqueza y
la intimidad psicológica en sus retratos, la relación entre el ar­
tista y su modelo se revistió de una tensión sexual evidente,
sobre todo en el caso de las mujeres que pintaban retratos de
hombres. En 1775, James Boswell dejó constancia de las críticas
que Samuel Johnson había lanzado contra las retratistas: «Pen­
saba [Johnson] que pintar retratos era una ocupación poco apro­
piada para una mujer. “La práctica pública de cualquier arte, y
mirar fijamente al rostro de los hombres, es muy indelicada en
una mujer”». No obstante, varias retratistas se convirtieron en ver­
daderas celebridades en la segunda mitad del siglo xvill. Denis
Diderot se hizo retratar por una de ellas, la alemana Anna Ther-
busch. En su reseña del Salón de 1767, donde se expuso el re­
trato, Diderot sintió la necesidad de defenderse de la insinuación
de que se había acostado con ella, «una mujer que no es bonita».
Pero también tuvo que admitir que su hija había quedado tan
impresionada por el parecido del retrato de Therbusch que se
veía obligada a reprimir el deseo de besarlo cien veces cuando
su padre estaba ausente, temiendo estropearlo.20
Así pues, aunque algunos críticos pudieran juzgar que en los
retratos el parecido era menos importante que el valor estéti­
co, resulta obvio que muchos clientes y un número cada vez
mayor de críticos lo tenían en gran estima. En su revelador Dia­
rio para Eliza (1767), Laurence Sterne se refiere repetidamente a
«tu retrato dulce y amoroso», el retrato de Eliza, probablemente
obra de Richard Cosway, que es todo cuanto posee de su amor
ausente: «Tu retrato eres tú misma, todo sentimiento, dulzura y
lealtad [...]. ¡Amado original!, cuánto se parece a ti, y se pare­
cerá, hasta que lo hagas desaparecer con tu presencia». Como
en la novela epistolar, también en el retratismo las mujeres de­
sempeñaron un papel preponderante respecto al proceso de la
empatia. Aunque en teoría la mayor parte de los hombres se
mostraban partidarios de que las mujeres continuasen encarnan­
do el recato y la virtud, era inevitable que en la práctica las mu­
jeres representasen y, por tanto, evocasen el sentimiento, que
amenazaba siempre con desbordar sus fronteras.21
Tan valorado llegó a ser el parecido con el original que,
en 1786, el músico y grabador francés Gilles-Louis Chrétien in­
ventó una máquina, llamada physionotrace, que producía mecá­
nicamente retratos de perfil (véase la figura 8). El perfil de ta­
maño natural era luego reducido y grabado sobre una lámina de
cobre. Entre los centenares que produjo Chrétien, primero en
colaboración con el miniaturista Edmé Quenedey y luego riva­
lizando con él, había uno de Thomas Jefferson tomado en abril
de 1789. Un emigrado francés introdujo el proceso en Estados
Unidos, y Jefferson encargó que le hicieran otro en 1804. Con­
vertida ahora en una curiosidad histórica eclipsada desde hace
mucho tiempo por la aparición de la fotografía, la physionotrace
constituye una muestra más del interés por representar a las per­
sonas corrientes -Jefferson aparte- y captar las diferencias más
pequeñas entre una persona y otra. Además, tal como sugieren
los comentarios de Sterne, el retrato, especialmente en minia­
tura, servía con frecuencia como «disparador» de la memoria y
ofrecía la oportunidad de revivir una emoción cariñosa.22

El espectáculo público del dolor


Pasear por el jardín, escuchar música en silencio, utilizar un
pañuelo y contemplar retratos: todo esto parece acompañar a
la imagen del lector empático, a la vez que parece de todo pun­
to incongruente al lado de la tortura y ejecución de Jean Calas.
Sin embargo, no hay duda de que los mismos jueces y legisla­
dores que mantenían el sistema jurídico tradicional, y hasta de­
fendían su severidad, escuchaban música en silencio, encargaban
retratos y poseían casas con dormitorios, si bien es posible que
no leyeran novelas, a causa de la asociación de éstas con la se­
ducción y el libertinaje. Los magistrados aprobaban el sistema
tradicional de crimen y castigo porque creían que a los culpables
de crímenes sólo se les podía controlar mediante una fuerza ex­
terna. Según el punto de vista tradicional, las personas corrientes
no podían dominar sus propias pasiones. Era necesario dirigir­
las, empujarlas a hacer el bien e impedir que siguieran sus ba­
jos instintos. Esta tendencia de los seres humanos al mal era
consecuencia del pecado original, la doctrina cristiana que afir-
ma que todas las personas tienen una disposición innata al pe­
cado desde que Adán y Eva perdieron la gracia divina en el jar­
dín del Edén.
Pierre-Frangois Muyart de Vouglans nos ofrece la rara oportu­
nidad de apreciar la postura tradicionalista, al tratarse de uno de
los poquísimos juristas que se apresuraron a recoger el guante
de Beccaria y defender por escrito las antiguas costumbres. Ade­
más de sus numerosas obras sobre derecho penal, Muyart escri­
bió al menos dos panfletos en los que defendía el cristianismo y
atacaba a sus críticos modernos, en especial a Voltaire. En 1767
publicó una minuciosa refutación de Beccaria. Empleando los
términos más enérgicos, puso objeciones a la tentativa de Bec­
caria de fundamentar su sistema en «el corazón humano», en
«los sentimientos indelebles del hombre». «Me enorgullezco de
tener tanta sensibilidad como cualquiera», afirmó Muyart, «pero
sin duda no tengo una organización de fibras [terminaciones
nerviosas] tan poco rígida como la de nuestros modernos cri­
minalistas, porque no he sentido ese suave estremecimiento del
que hablan.» Por el contrario, Muyart sintió sorpresa, por no
decir un gran impacto cuando vio que Beccaria edificaba su sis­
tema sobre las ruinas de toda la sabiduría heredada.23
Muyart se burla del método racionalista de Beccaria: «Sen­
tado en su estudio, [el autor] se propone examinar las leyes de
todas las naciones y hacernos ver que hasta ahora nunca hemos
tenido un pensamiento exacto o sólido sobre este asunto cru­
cial». Según Muyart, la razón por la cual resultaba tan difícil re­
formar el derecho penal era que éste se basaba en el derecho
positivo y dependía menos del razonamiento que de la expe­
riencia y la práctica. Lo que enseñaba la experiencia era la ne­
cesidad de controlar a los indisciplinados en vez de mimar sus
sensibilidades: «¿Quién no sabe, de hecho, que, debido a que
los hombres son moldeados por sus pasiones, lo más frecuente
es que su temperamento domine sus sentimientos?». Los hom­
bres habían de ser juzgados como lo que eran, no como lo que
deberían ser, recalcó, y sólo el temible poder de una justicia ven­
gadora podía refrenar esos temperamentos.24
El espectáculo del dolor en el patíbulo estaba concebido para
infundir temor en los espectadores y servir así de elemento di-
suasorio. Los presentes -normalmente se trataba de multitudes-
debían identificarse con el dolor del reo y, por medio de ese do­
lor, sentir la abrumadora majestuosidad de la ley, el Estado y, en
definitiva, de Dios. Por eso Muyart encontraba repugnante que
Beccaria intentase justificar sus argumentos haciendo referencia
a «la sensibilidad al dolor del culpable». Era esa sensibilidad la
que hacía que el sistema tradicional funcionase. «Precisamente
porque cada hombre se identificaba con lo que le sucedía a otro,
y porque sentía un horror natural al dolor, era necesario prefe­
rir, en la elección de los castigos, el que fuese más cruel para el
cuerpo del culpable.»25
De acuerdo con la opinión tradicional, los dolores del cuer­
po no pertenecían enteramente al reo individual. Esos dolores
tenían los propósitos religiosos y políticos superiores de reden­
ción y reparación de la comunidad. Los cuerpos podían ser m u­
tilados para marcar la presencia de la autoridad, y descoyuntados
o quemados para restaurar de este modo el orden moral, polí­
tico y religioso. Dicho de otro modo, el delincuente era una es­
pecie de víctima sacrificial cuyo sufrimiento devolvería la com-
pleción a la comunidad y el orden al Estado. En Francia, la
naturaleza sacrificial del rito se subrayaba mediante la inclusión
en muchas sentencias de un acto formal de penitencia (la amen-
de honorable), en el cual el criminal condenado portaba una an­
torcha encendida y, camino del patíbulo, se detenía delante de
una iglesia para pedir perdón.26
Como el castigo era un rito sacrificial, los festejos acompa­
ñaban inevitablemente al miedo y, a veces, lo eclipsaban. Las eje­
cuciones públicas reunían a miles de personas pata celebrar que
la comunidad iba a recuperarse de la herida infligida por el cri­
men. En París, las ejecuciones tenían lugar en la misma plaza (la
Place de Gréve) donde la familia real celebraba los nacimientos
y matrimonios con fuegos artificiales. Sin embargo, como a me­
nudo cuentan los observadores, en los festejos había algo impre­
visible. Las clases educadas de Inglaterra expresaban cada vez con
más frecuencia su desaprobación ante las «más asombrosas es­
cenas de ebriedad y libertinaje» que acompañaban a las ejecucio­
nes en Tyburn (figura 9). Los autores de cartas se lamentaban de
que la multitud se burlara de los clérigos enviados para atender
a los presos, de las peleas entre los aprendices de cirujano y los
amigos de los ejecutados por hacerse con los cadáveres y, en ge­
neral, de la expresión de una «especie de Regocijo, como si el
Espectáculo que acababan de contemplar hubiera proporcionado
Placer en vez de Dolor». Informando de una ejecución en la hor­
ca en el invierno de 1776, el Morning Post de Londres se quejó
de que «la multitud despiadada se comportó con la más inhu­
mana indecencia, gritando, riendo, tirándose bolas de nieve unos
a otros, en especial a las pocas personas que mostraban una com­
pasión apropiada a los infortunios de sus semejantes».27
Aunque la conducta de la multitud fuese más comedida, su
mismo tamaño podía resultar inquietante. En 1787, un británico
de visita en París informó sobre una ejecución por descoyunta­
miento en la rueda: «El ruido de la multitud era como el ronco
murmullo de las olas del mar cuando rompen en una costa ro­
cosa. Durante un momento se calmó, y, en un silencio sobreco-
gedor, la multitud contempló cómo el verdugo tomaba una
barra de hierro y empezaba la tragedia golpeando a su víctima
en el antebrazo». Lo que más turbó a este observador, como a
muchos otros, fue el gran número de espectadoras: «Es asom­
broso que la parte más delicada de la creación, cuyos sentimien­
tos son tan exquisitamente tiernos y refinados, acuda en multi­
tud a ver un espectáculo tan sangriento. Mas, sin duda, es la
piedad, la bondadosa compasión que sienten, lo que las hace
sentir angustia ante las torturas infligidas a nuestros semejan­
tes». Huelga decir que no es tan evidente que ésta fuera la emo-
Figura 9. Procesión a Tyburn por William Hogarth, 1747. The Idk ‘Prentice exe-
cuted at Tyburn [La ejecución del aprendiz perezoso en Tyburn] es la lámina 11
de la serie de Hogarth Indmtry andldleness [Laboriosidad y pereza], que com­
para la suerte que corrieron dos aprendices. Esta ilustración representa el la­
mentable final de Tilomas Idle, el aprendiz perezoso. El patíbulo puede verse
al fondo, en la parte central derecha, junto a la tribuna para la multitud. Un
predicador metodista arenga al reo, que probablemente está leyendo su Biblia
mientras es transportado en un carro junto con su ataúd. Un hombre vende
pasteles en primer término, a la derecha. Alrededor de su cesta hay cuatro ve­
las porque ha estado allí desde el amanecer, sirviendo a la gente que acudió
temprano para encontrar un buen sitio. Un pilluelo le está robando la bolsa.
Detrás de la mujer que vende la confesión de Thomas Idle, hay otra que ven­
de ginebra de la cesta que lleva a la cintura. Enfrente de ella, una mujer pega
puñetazos a un hombre, al tiempo que otro hombre que se encuentra cerca
se dispone a arrojar un perro al predicador. Hogarth capta todo el desorden
de la multitud que asiste a la ejecución. El pie dice: «Dibujado y grabado por
Wm Hogarth conforme a una Ley del Parlamento 30 de septiembre de 1747».
ción predominante entre las mujeres. La multitud ya no sentía
las emociones que en teoría debía provocar el espectáculo.28
El dolor, el castigo y el espectáculo público del sufrimiento
perdieron paulatinamente sus amarras religiosas en la segunda
mitad del siglo xvill; pero el proceso no sucedió de repente, y
en aquel momento no se entendió muy bien. Ni siquiera Bec-
caria acertó a ver todas las consecuencias de la nueva forma de
pensar, por cuya cristalización tanto había hecho. Beccaria que­
ría colocar la ley sobre una base más rousseauniana que reli­
giosa, «debiendo ser las leyes pactos considerados de hombres
libres». Pero, aunque se mostró a favor de la moderación de la
pena -ésta debía ser «la más pequeña de las posibles en las cir­
cunstancias actuales, proporcionada a los delitos»-, insistió en
que había de ser pública, puesto que, en su opinión, la exposi­
ción pública garantizaba la transparencia de la ley.29
De acuerdo con la emergente visión individualista y secu­
lar, los dolores pertenecían exclusivamente a quien los sufría
en el momento presente. Las mejoras en el tratamiento médi­
co del dolor no fueron la causa del cambio de actitud ante éste.
Los médicos trataban ciertamente de aliviarlo, pero el verdadero
avance que supuso la anestesia, mediante el éter y el clorofor­
mo, no se produciría hasta mediados del siglo XIX. Ese cambio
de actitud fue consecuencia de la revaluación del cuerpo in­
dividual y sus dolores. Puesto que ahora el dolor y el propio
cuerpo pertenecían únicamente al individuo, no a la comuni­
dad, el individuo ya no podía ser sacrificado por el bien de la
comunidad o por un propósito religioso superior. Tal como sos­
tenía el reformador inglés Henry Dagge, «la mejor manera de
promover el bien de la sociedad es respetar a los individuos». El
castigo no debía verse como la expiación del pecado, sino como
el pago de una «deuda» contraída con la sociedad, y estaba cla­
ro que un cuerpo mutilado no traía consigo pago alguno. El
dolor, símbolo de reparación bajo el Antiguo Régimen, consti­
tuía ahora un obstáculo para cualquier descargo con sentido.
Un ejemplo de este cambio en el punto de vista es que muchos
jueces de las colonias británicas de Norteamérica empezaron a
imponer multas, en lugar de azotes, por delitos relacionados con
la propiedad.30
Así pues, según la nueva visión, el castigo cruel aplicado en
un marco público no constituía una reafirmación de la sociedad,
sino más bien una agresión. El dolor embrutecía al individuo
-y, por identificación, a los espectadores-, en vez de abrir la
puerta a la salvación por medio del arrepentimiento. En esta lí­
nea, el abogado inglés William Edén denunció la exposición de
cadáveres: «Nos dejamos pudrir mutuamente como espantapája­
ros en los setos; y nuestras horcas están abarrotadas de cadáveres
humanos. ¿No cabe dudar de que la familiaridad forzada con es­
tos objetos pueda tener otro efecto que no sea el de embotar los
sentimientos y destruir los prejuicios benévolos de las personas?».
En 1787, Benjamín Rush se permitió rechazar cualquier duda al
respecto: «La reforma de un criminal nunca puede efectuarse
por medio de un castigo público», afirmó rotundamente. El cas­
tigo público destruye todo sentido de la vergüenza, no produce
ningún cambio de actitud y, en vez de actuar como elemento di-
suasorio, provoca el efecto contrario en los espectadores. Si bien
estaba de acuerdo con Beccaria en su oposición a la pena de
muerte, el doctor Rush discrepaba en que el castigo tuviese que
ser público; a su juicio, debía ser privado, administrado detrás de
los muros de una prisión y orientado a la rehabilitación, es decir,
a la devolución del criminal a la sociedad y a su libertad perso­
nal, «tan querida por todos los hombres».31

La agonía de la tortura
La aceptación por parte de las elites de las nuevas formas
de considerar el dolor y el castigo se produjo por etapas, en­
tre 1760 y 1790. A partir de 1760, muchos abogados publicaron
informes en los que denunciaban la injusticia de la condena de
Calas, por ejemplo, pero, al igual que Voltaire, ninguno de ellos
se opuso a la tortura judicial ni al descoyuntamiento en la rue­
da. Sí se ocuparon del fanatismo religioso, ya que estaban con­
vencidos de que había incitado tanto al pueblo llano como a los
jueces de Toulouse. Los informes dedicaban mucho espacio al
momento de la tortura y la muerte de Jean Calas, pero sin po­
ner en duda su legitimidad como instrumentos penales.
En esencia, los informes a favor de Calas mantenían los su­
puestos de la tortura y el castigo cruel. Los defensores de Ca­
las daban por sentado que el cuerpo que sintiese dolor diría la
verdad; Calas probó su inocencia manteniéndola incluso en
medio del dolor y el sufrimiento (figura 10). Con el lenguaje tí­
pico del bando favorable a Calas, Alexandre-Jéróme Loyseau de
Mauléon sostenía que «Calas soportó la cuestión [la tortura] con
esa resignación heroica que sólo pertenece a la inocencia». Mien­
tras sus huesos eran aplastados uno tras otro, Calas pronunció
«estas palabras conmovedoras»: «Muero inocente; Jesucristo, la
inocencia misma, deseó fervorosamente morir por medio de un
sufrimiento aún más cruel. Dios castiga en mí el pecado de aquel
desdichado [el hijo de Calas] que se quitó la vida [...]. Dios es
justo, y yo adoro sus castigos». Loyseau observó, además, que
la «perseverancia majestuosa» del anciano Calas marcó el punto
de inflexión en los sentimientos del populacho. Viéndole cla­
mar repetidamente su inocencia durante los tormentos, la gen­
te de Toulouse empezó a sentir compasión por el calvinista y a
arrepentirse de las sospechas irracionales que había abrigado en
un principio. Cada golpe de la barra de hierro «sonaba en el
fondo de las almas» de los testigos de la ejecución, y «manaron
torrentes de lágrimas, demasiado tarde, de todos los ojos pre­
sentes». Los «torrentes de lágrimas» siempre se derramarían «de­
masiado tarde» mientras no se pusieran en entredicho los su­
puestos de la tortura y el castigo cruel.32
Figura 10. Visión sentimental del «caso Calas». El grabado del «caso Calas» que
alcanzó más circulación fue éste, de gran tamaño [originalmente 34 cm X 45 cm],
del artista y grabador alemán Daniel Chodowiecki, que lo realizó a partir de su
propio cuadro al óleo de la escena. El aguafuerte estableció su reputación y
mantuvo vivo el escándalo que provocó en todas partes eLcastigo de Calas.
Chodowiecki había emparentado mediante matrimonio con una familia pro­
testante francesa refugiada en Berlín apenas tres años antes de realizar este
grabado.
Entre todos esos supuestos, el principal era que la tortura
podía empujar al cuerpo a decir la verdad aunque la mente in­
dividual se resistiera. Una antigua tradición fisonómica europea
había sostenido que el carácter podía leerse en las marcas o se­
ñales del cuerpo. A finales del siglo xvi y en el siglo xvil se ha­
bían publicado varias obras de metoposcopia que prometían
enseñar a los lectores a leer el carácter o la fortuna de una per­
sona por las líneas, las arrugas o los defectos del rostro. Un clá­
sico fue Fisiología, y quiromancia, metoposcopia, las proporciones si­
métricas y los signos de lunares del cuerpo, completa y cuidadamente
explicados; con sus naturales y predictivos significados para hombres y
mujeres, de Richard Saunders, publicada en 1653. Aunque no
apoyasen las variantes más extremas de esta tradición, muchos
europeos sí creían que los cuerpos podían revelar la persona in­
terna de manera involuntaria. Restos de semejante pensamien­
to podían encontrarse todavía a finales del siglo xvill y princi­
pios del XIX, en la forma, por ejemplo, de la frenología, pero
lo cierto es que después de 1750 la mayoría de los científicos y
médicos se había posicionado en contra. Sostenían que la apa­
riencia externa del cuerpo no tenía nada que ver con el alma in­
terna o carácter. Así, el criminal podía disimular, mientras que
la persona inocente bien podía confesar un crimen que no hu­
biese cometido. Tal como insistió Beccaria en su argumentación
contra la tortura, «el robusto y esforzado será absuelto, y el fla­
co y tímido condenado». El dolor, en el análisis de Beccaria, no
podía ser «el crisol de la verdad, como si el juicio de ella resi­
diese en los músculos y fibras de un miserable». El dolor era una
mera sensación que no guardaba relación alguna con el senti­
miento moral.33
Las crónicas de los abogados decían relativamente poco so­
bre la reacción de Calas a la tortura porque «la cuestión» se dio
en privado, lejos de los ojos de los observadores. La administra­
ción privada de la tortura la hacía especialmente repugnante a
ojos de Beccaria. Significaba que el acusado perdía su «protec­
ción pública» incluso antes de que se le declarase culpable y, ade­
más, que se perdía un posible valor del castigo como elemento
disuasorio. Resulta evidente que los jueces franceses también em­
pezaron a albergar dudas, en especial acerca de la tortura aplica­
da para obtener confesiones de culpabilidad. Después de 1750,
los parlamentos franceses (tribunales regionales de apelación) co­
menzaron a intervenir para que no se empleara la tortura antes
de juzgar un caso («tortura preparatoria»), como hizo el Parla­
mento de Toulouse en el «caso Calas». Asimismo, decretaron
con menor frecuencia la pena de muerte y ordenaron más a
menudo que el reo fuese estrangulado, en lugar de quemado en
la hoguera o colocado en la rueda.34
Pero los jueces no renunciaron del todo a la tortura, y no de­
bieron de estar de acuerdo con el desprecio de Beccaria por el
encuadramiento religioso de la tortura. El reformador italiano de­
nunció sumariamente que «otro ridículo motivo de la tortura es
la purgación de la infamia». Este «absurdo» sólo podía explicar­
se por ser «un uso tomado de las ideas religiosas y espirituales».
Si la tortura ocasionaba una infamia a la víctima, difícilmente
podía purgarla. Muyart de Vouglans defendió la tortura contra
los argumentos de Beccaria. El ejemplo de un inocente conde­
nado por error palidecía en comparación con los «otros millo­
nes» que eran culpables pero nunca hubiesen sido declarados
como tales sin el recurso a la tortura. Por tanto, la tortura judi­
cial no sólo era útil, sino que podía justificarse por la antigüe­
dad y la universalidad de su aplicación. Muyart insistía en que
las excepciones citadas con frecuencia no hacían más que con­
firmar la regla, que debía buscarse en la historia de la misma
Francia y del Sacro Imperio Romano. Según Muyart, el siste­
ma de Beccaria contradecía el derecho canónico, el derecho civil,
el derecho internacional y la «experiencia de todos los siglos».35
El propio Beccaria no subrayó la relación entre sus opinio­
nes sobre la tortura y el naciente lenguaje de los derechos. Pero
otros estaban dispuestos a hacerlo por él. Su traductor al fran­
cés, el abate André Morellet, modificó el orden de presentación
del texto de Beccaria para llamar la atención sobre el vínculo
con los «derechos del hombre». Morellet extrajo del final del ca­
pítulo 11 de la edición italiana original (1764) la única referen­
cia de Beccaria que podía contribuir a su objetivo de apoyar los
«derechos del hombre» («i diritti degli uomini») y la trasladó a la
introducción de la traducción francesa de 1766. Ahora parecía
que la defensa de los derechos del hombre constituía el objeti­
vo principal de Beccaria, y que tales derechos eran el baluarte
esencial contra el sufrimiento individual. El cambio de orden
que realizó Morellet fue adoptado en muchas de las traduccio­
nes posteriores, incluso en nuevas ediciones italianas.36
A pesar de los grandes esfuerzos de Muyart, la opinión pú­
blica se posicionó en contra de la tortura en la década de 1760.
Si bien con anterioridad ya se habían publicado ataques a la tor­
tura, el goteo de publicaciones se hizo ahora constante. A la
vanguardia de la ofensiva iban las numerosas traducciones, reim­
presiones y reediciones de Beccaria. Unas veintiocho ediciones
italianas, muchas con pies de imprenta falsos, y nueve francesas
salieron antes de 1800, aun cuando el libro había sido incluido
en el pontificio índice de Libros Prohibidos en 1766. Una tra­
ducción inglesa fue publicada en Londres en 1767, y le siguie­
ron ediciones en Glasgow, Dublín, Edimburgo, Charleston y
Filadelfia. Pronto fueron publicadas traducciones alemanas, ho­
landesas, polacas y españolas. El traductor londinense de Bec­
caria captó el cambio en el espíritu de los tiempos: «Las leyes
penales [...] son todavía tan imperfectas, y van acompañadas de
tantas circunstancias innecesarias de crueldad en todas las na­
ciones, que un intento de reducirlas al nivel de la razón debe
ser interesante para toda la humanidad».37
La creciente influencia de Beccaria alcanzó tal magnitud que
los enemigos de la Ilustración afirmaron haber visto actuar la
mano de la conspiración. ¿Era casualidad que el «caso Calas» hu­
biese sido seguido del tratado que sentó las bases de la reforma
penal? ¿Y que encima éste lo hubiese escrito un italiano, por lo
demás desconocido, que sólo poseía un conocimiento superfi­
cial del derecho? En 1779, el periodista Simon-Nicolas-Henri
Linguet, siempre incendiario, informó de que un testigo se lo
había explicado todo:
Poco después del caso Calas, los enciclopedistas, armados con sus
tormentos y aprovechando circunstancias propicias, aunque sin
comprometerse directamente, como es su costumbre, escribieron
al reverendo padre Barnabite de Milán, su banquero italiano y
matemático muy conocido. Le dijeron que había llegado el m o­
mento de soltar una perorata contra el rigor del castigo y la in­
tolerancia; que la filosofía italiana debía proporcionar la artillería
y que ellos la utilizarían en secreto en París.

Linguet se quejó de que el opúsculo de Beccaria fuese visto


comúnmente como una defensa indirecta de Calas y otras víc­
timas recientes de la injusticia.38
La influencia de Beccaria contribuyó a impulsar la campa­
ña contra la tortura, pero al principio los avances fueron lentos.
Dos artículos de la Encyclopédie de Diderot, ambos publicados
en 1765, captan la ambigüedad que rodeaba a la tortura. En el
primer artículo, que trata la jurisprudencia de la tortura, An-
toine-Gaspard Boucher d’Argis alude con toda naturalidad a los
«tormentos violentos» a los que es sometido el acusado, pero
sin pronunciarse sobre sus cualidades. En el siguiente artícu­
lo, sin embargo, que examina la tortura como parte del proce­
dimiento penal, el caballero Jaucourt ataca su aplicación echando
mano de todos los argumentos disponibles, desde «la voz de la
humanidad» hasta los defectos de la tortura empleada para la ob­
tención de pruebas fidedignas de culpabilidad o inocencia. En­
tre 1765 y 1770, aparecieron cinco libros que abogaban por la re­
forma del derecho penal. En comparación, en la década de 1780
se publicaron treinta y nueve libros de este tipo.39
Durante los años setenta y ochenta de aquel mismo siglo, la
campaña a favor de la abolición de la tortura y de la moderación
del castigo cobró fuerza, y sociedades doctas de los estados ita­
lianos, los cantones suizos y Francia concedieron premios a los
mejores ensayos sobre la reforma penal. El gobierno francés en­
contró tan preocupante la creciente oleada de críticas que orde­
nó a la academia de Chálons-sur-Marne que dejara de imprimir
el ensayo del ganador de su premio del año 1780, Jacques-Pierre
Brissot de Warville. Más que cualquier nueva propuesta, fue la
retórica vituperante de Brissot lo que hizo sonar las alarmas:
Estos derechos sagrados que el hombre recibe de la naturaleza, y
que la sociedad viola tan a menudo con su aparato judicial, toda­
vía requieren la supresión de una parte de nuestros castigos mu-
tiladores y la suavización de aquellos que debemos preservar. Es
inconcebible que una nación gentil [douce], viviendo en un clima
templado bajo un gobierno moderado, pueda combinar un carác­
ter afable y unas costumbres pacíficas con una atrocidad de ca­
níbales. Porque nuestros castigos judiciales sólo destilan sangre y
muerte, y sólo tienden a inspirar rabia y desesperanza en el cora­
zón del acusado.

Al gobierno francés no le agradaba verse comparado con


caníbales, pero a partir de 1780 la barbarie de la tortura judicial
y el castigo cruel se había convertido en un mantra reformista.
En 1781, Joseph-Michel-Antoine Servan, viejo defensor de la re­
forma penal, aplaudió la abolición de la tortura aplicada para
obtener confesiones de culpabilidad -«esta infame tortura que
durante tantos siglos usurpó el templo de la justicia misma e
hizo de él una escuela de sufrimiento, donde los verdugos pro­
fesaban el refinamiento del dolor»-, que Luis XVI acababa de
decretar. Para Servan, la tortura judicial era «una especie de es­
finge [...], un monstruo absurdo apenas digno de encontrar asi­
lo entre pueblos salvajes».40
Alentado por otros reformistas a pesar de su juventud y fal­
ta de experiencia, Brissot emprendió por aquel entonces la tarea
de publicar una obra en diez volúmenes, Biblioteca filosófica del
legislador, del político y deljurisconsulto (1782-1785), que tuvo que
imprimirse en Suiza y fue introducida clandestinamente en Fran­
cia. La obra reunía escritos del propio Brissot y de otros refor­
mistas. Aunque era sólo un sintetizador, Brissot vinculaba clara­
mente la tortura a los derechos humanos: «¿Es uno demasiado
joven cuando se trata de defender los derechos ultrajados de la
humanidad?». El término «humanidad» («el espectáculo de la hu­
manidad doliente», por ejemplo) aparecía una y otra vez en sus
páginas. En 1788, Brissot fundó la Société des Amis des Noirs
[Sociedad de los Amigos de los Negros], la primera asociación
francesa que abogaba por la abolición de la esclavitud. La cam­
paña a favor de la reforma penal pasó así a estar asociada cada
vez más estrechamente con la defensa general de los derechos
humanos.41
Brissot desplegó las mismas estrategias retóricas que los abo­
gados que redactaron los informes de las diversas causes célebres
de la década de 1780; en ellos no sólo defendían a sus clientes,
acusados injustamente, sino que también censuraban de forma
creciente el sistema judicial en su conjunto. Los autores de los
informes solían adoptar la voz de sus clientes en primera per­
sona, para crear melodramáticas narraciones novelísticas que hi­
cieran comprensibles sus argumentos. Esta estrategia retórica
culminó con dos informes escritos por uno de los correspon­
sales de Brissot, Charles-Marguerite Dupaty, magistrado de Bur­
deos residente en París, que intervino en nombre de tres hom ­
bres condenados a ser descoyuntados en la rueda por robo con
agravantes. El primer informe de Dupaty, que data de 1786, te­
nía 251 páginas y, además de denunciar cada uno de los erro­
res del proceso judicial, incluía una relación detallada de su en­
trevista en la prisión con los tres hombres. En ella, Dupaty pasa
hábilmente de su visión de la escena en primera persona a la
de los propios prisioneros: «Y yo, Bradier [uno de los conde­
nados], dije entonces: “La mitad de mi cuerpo estuvo hinchada
durante seis meses”. Y yo, Lardoise [otro de los condenados],
dije: “Gracias a Dios que pude resistir [la enfermedad epidémi­
ca en la prisión]; sin embargo, la presión de mis grilletes (yo [es
decir, Dupaty] bien puedo creerlo, ¡treinta meses con grilletes!)
me laceró la pierna de tal modo que se manifestó la gangrena;
casi tuvieron que cortármela”». La escena concluye con Dupaty
llorando. De esta manera el abogado saca el máximo partido de
su afinidad con los prisioneros.42
Dupaty vuelve entonces a cambiar de perspectiva, y esta vez
se dirige directamente a los jueces: «Jueces de Chaumont, ma­
gistrados, criminalistas, ¿lo oís? [...] He aquí el grito de la razón,
la verdad, la justicia y el derecho». Por fin, Dupaty apela direc­
tamente al rey para que intervenga. Le suplica que escuche la
sangre de los inocentes, de Calas a sus tres acusados de ladro­
nes: «Dignaos, desde las alturas de vuestro Trono, dignaos echar
una mirada a todos los escollos sangrientos de vuestra Legisla­
ción penal, donde hemos perecido, ¡donde cada día perecen
personas inocentes!». El informe concluye con varias páginas
implorando a Luis XVI que reforme la legislación penal de acuer­
do con la razón y la humanidad.43
El informe de Dupaty movilizó a la opinión pública a favor
de los acusados y en contra del sistema jurídico, hasta tal pun­
to que el Parlamento de París votó por hacerlo quemar públi­
camente. El portavoz del tribunal denunció el estilo novelístico
del informe; Dupaty «ve a su lado a la humanidad temblorosa
extendiendo la mano hacia él, una patria desgreñada mostrán­
dole sus heridas, la nación entera haciendo suya su voz y or­
denándole que hable en su nombre». Pero la corte no pudo con­
tener la creciente oleada de la opinión pública. Jean Caritat,
marqués de Condorcet, que no tardaría en convertirse en el más
consecuente y ambicioso defensor de los derechos humanos de
la Revolución francesa, publicó dos panfletos a favor de Dupaty
a finales de 1786. Aunque no era abogado, Condorcet atacó el
«desprecio por el hombre» del tribunal y la continua «violación
manifiesta de la ley natural» que se había mostrado en el «caso
Calas» y otros juicios injustos dictados desde entonces.44
En 1788, la propia Corona francesa ya se había alineado con
muchas de las nuevas actitudes. En el decreto que abolía provi­
sionalmente la tortura practicada antes de la ejecución para ob­
tener nombres de cómplices, el gobierno de Luis XVI habla­
ba de «proteger de nuevo la inocencia [...], eliminar todo exceso
de severidad en el castigo [...] [y] castigar a. los malhechores con
toda la moderación que la humanidad exige». En su tratado
de 1780 sobre el derecho penal francés, Muyart reconocía que,
al defender la validez de las confesiones arrancadas mediante la
tortura, «en modo alguno paso por alto que debo combatir un
sistema que en tiempos recientes ha merecido más crédito que
nunca». Pero se negaba a participar en el debate y sostenía
que sus oponentes no eran sino polemistas, y que la postura que
él defendía venía avalada por la fuerza del pasado. Tanto éxi­
to tuvo la campaña a favor de la reforma penal en Francia que
en 1789 la corrección de los abusos del código penal formaba
parte de los asuntos citados con más frecuencia en los memoria­
les de agravios preparados para los siguientes Estados Generales.45

Las pasiones y la persona


En el curso de este debate cada vez más desigual, los nue­
vos significados otorgados al cuerpo se habían vuelto más evi­
dentes. El cuerpo descoyuntado de Calas o, incluso, la pierna
gangrenosa de Lardoise, el acusado de ladrón que defendía Du-
paty, adquirieron una nueva dignidad. En el tira y afloja sobre
la aplicación de la tortura y el castigo cruel, esta dignidad apa­
reció primero en las reacciones negativas a las agresiones judi-
cíales de las que el cuerpo era objeto. Pero con el tiempo des­
pertó sentimientos positivos de empatia, como resulta evidente
en los informes de Dupaty. Sólo hacia finales del siglo xvm se
hicieron explícitos los supuestos del nuevo modelo. En su bre­
ve pero esclarecedor panfleto de 18 páginas fechado en 1787, el
doctor Benjamin Rush vinculó los defectos del castigo públi­
co al nuevo concepto del individuo autónomo pero compasi­
vo [sympathetic]. Como médico, Rush estaba dispuesto a aceptar
cierta dosis de dolor corporal a modo de castigo, aunque prefe­
ría claramente «el trabajo, la vigilancia, la soledad y el silencio»,
un reconocimiento de la individualidad y la utilidad potencial
del delincuente. A su juicio, el castigo público resultaba a todas
luces reprobable, dada su tendencia a destruir la compasión, «la
virreina de la benevolencia divina en nuestro mundo». Ésta era
la palabra clave: la «compasión» --lo que hoy en día llamamos
«empatia»- proporcionaba el fundamento de la moralidad, la
chispa de lo divino en la vida humana, «en nuestro mundo».
«La sensibilidad es la centinela de la facultad moral», afir­
mó Rush. Equiparó esa sensibilidad a «un sentido súbito de lo
justo», una especie de reflejo condicionado para el bien moral.
El castigo público impedía la compasión: «Como la aflicción
que sufren los delincuentes es efecto de una ley del Estado, a la
cual no es posible oponer resistencia, la compasión del especta­
dor no da resultado y vuelve vacía al pecho en el cual desper­
tó». El castigo público, pues, socavaba los sentimientos sociales
haciendo que los espectadores fuesen cada vez más insensibles:
perdían sus sentimientos de «amor universal» y el sentido de
que los delincuentes tenían un cuerpo y un alma como los su­
yos propios.46
Aunque ciertamente Rush se consideraba un buen cristia­
no, su modelo de la persona difería en casi todos los aspectos
del que propuso Muyart de Vouglans en su defensa de la tor­
tura y los castigos corporales tradicionales. Para Muyart, el pe­
cado original explicaba la incapacidad de los seres humanos de
controlar sus pasiones. Si bien las pasiones proporcionaban la
fuerza motriz de la vida, su turbulencia inherente, su rebeldía
incluso, debían ser controladas por la razón, la presión de la co­
munidad, la Iglesia y, si esto no resultaba, en el caso de los de­
litos, el Estado. A juicio de Muyart, los orígenes del delito (el
vicio) eran las pasiones del deseo y el miedo, «el deseo de ad­
quirir cosas que uno no tiene, y el miedo a perder las que tie­
ne». Estas pasiones ahogaban los sentimientos del honor y la
justicia grabados en el corazón humano por la ley natural. La Di­
vina Providencia otorgaba a los reyes autoridad suprema sobre
la vida de los hombres, y los reyes la delegaban en los jueces,
aunque reservándose el derecho de perdonar. El propósito prin­
cipal, por tanto, del derecho penal era la prevención del triun­
fo del vicio sobre la virtud. La contención de la maldad inhe­
rente a la humanidad era el lema de la visión que Muyart tenía
de la justicia.47
Los reformadores invirtieron la esencia de los supuestos fi­
losóficos y políticos de este modelo y abogaron en su lugar por
el fomento, mediante la educación y la experiencia, de cualida­
des humanas inherentemente buenas. A mediados del siglo xvm,
algunos filósofos de la Ilustración ya mantenían respecto a las
pasiones una postura que no difiere mucho de la que reciente­
mente propuso el neurólogo Antonio Damásio, quien sostiene
que las emociones resultan cruciales para el razonamiento y la
conciencia, no un obstáculo. Aunque las raíces intelectuales de
Damásio se remontan a Spinoza, el filósofo holandés del si­
glo xvn, los miembros de las elites europeas no aceptaron de for­
ma general una evaluación positiva de las emociones -o «pasio­
nes», como ellos las llamaban- hasta el siglo xvni. El spinozismo
tenía mala fama porque se decía que conducía al materialismo (el
alma es sólo materia, ergo el alma no existe) y al ateísmo (Dios
es naturaleza, ergo Dios no existe). A mediados del siglo XVIII,
no obstante, algunos profesionales liberales ya habían aceptado
una especie de materialismo implícito o suave que no albergaba
pretensiones teológicas sobre el alma y según el cual la materia
podía pensar y sentir. Esta versión del materialismo desemboca­
ba lógicamente en la postura igualitaria de que todos los seres
humanos poseen la misma organización física y mental, y, por
tanto, que no es la cuna sino la experiencia y la educación las
que explican las diferencias entre ellos.48
Fuesen o no partidarios de una filosofía explícitamente ma­
terialista -y la mayoría de la gente no lo era-, lo cierto es que
buena parte de las elites cultas adoptó una visión de las pasio­
nes muy diferente de la de Muyart. La emoción y la razón eran
vistas ahora como aliadas. Las pasiones constituían «el único Mo­
tor del Ser Sensible y de los Seres inteligentes», según el fisió­
logo suizo Charles Bonnet. Las pasiones eran buenas y podían
ser estimuladas por la educación para mejorar la humanidad,
considerada como perfectible en lugar de como inherentemen­
te malvada. De acuerdo con esta visión, los delincuentes habían
cometido un error, pero era posible reeducarlos. Además, las pa­
siones, que se basaban en la biología, alimentaban la sensibilidad
moral. El sentimiento era la reacción emocional a una sensación
física. Y con la moralidad se pretendía, mediante la educación de
este sentimiento, hacer aflorar su componente social (la sensibi­
lidad). Laurence Sterne, el novelista favorito de Thomas Jeffer-
son, puso el nuevo credo de la época en boca de Yorick, el per­
sonaje principal de la novela que lleva el elocuente título de
Viaje sentimental:
¡Carísima sensibilidad! [...] ¡Fuente eterna de nuestros sentimien­
tos! Eres tú quien ahora me inspira, pues eres tú la divinidad que
en mí se agita [...].
Mas ¿por qué más allá de mí mismo siento estas generosas alegrías
y estas generosas inquietudes?... Todo, todo ello proviene de ti,
gran Sensorium del mundo que vibras si un cabello de nuestras ca­
bezas cae al suelo en el más remoto desierto de la creación.
Sterne encontraba esta sensibilidad incluso en «el rudo cam-
pesmo». 49
Podría parecer exagerado asociar el hecho de sonarse la na­
riz con un pañuelo, encargar un retrato, escuchar música o leer
una novela a la abolición de la tortura y la moderación del cas­
tigo cruel. Sin embargo, la tortura legalizada no desapareció sim­
plemente por que los jueces renunciaran a ella o los escritores
de la Ilustración se posicionasen en contra. La tortura desapa­
reció porque el marco tradicional del dolor y la individualidad
se deshizo y, poco a poco, dio paso a un nuevo marco en el que
los individuos eran dueños de sus cuerpos, tenían derecho a su
independencia y a la inviolabilidad corporal, y reconocían en
otras personas las mismas pasiones, sentimientos y compasión
que ellos mismos albergaban. «Los hombres, o quizá las muje­
res», volviendo por última vez al buen doctor Rush, «cuyas per­
sonas detestamos [los delincuentes convictos] poseen almas y
cuerpos que se componen de los mismos materiales que los de
nuestros amigos y parientes.» Si contemplamos sus miserias «sin
emoción ni compasión», entonces el propio «principio de com­
pasión dejará por completo de actuar; y [...] pronto perderá su
lugar en el pecho humano».50
«Han dado un gran ejemplo»
Declarar derechos

DECLARACIÓN: Acción de manifestar, decir, exponer o anunciar


abierta, explícita o formalmente; manifestación o aseveración po­
sitiva; aseveración, anuncio o proclamación en términos enfáticos,
solemnes o jurídicos [...]. Proclamación o manifestación pública
tal como se expresa en un documento, instrumento o acto públi­
co. (Oxford English Dictionary, 2.a ed. de la versión electrónica.)*

¿Por qué deben los derechos exponerse en una declaración?


¿Por qué países y ciudadanos sienten la necesidad de semejan­
te manifestación formal? Las campañas a favor de la abolición
de la tortura y el castigo cruel apuntan a una respuesta: una ma­
nifestación pública y formal confirma los cambios que se han
producido en las actitudes subyacentes. Sin embargo, las decla­
raciones de derechos de 1776 y 1789 fueron aún más lejos. No
señalaron solamente transformaciones en las actitudes y expec­
tativas generales. Contribuyeron a efectuar un traspaso de so­
beranía: de Jorge III y el Parlamento británico a una república
nueva, en el caso norteamericano; y de una monarquía que afir­
maba tener la autoridad suprema a una nación y sus represen­
tantes, en el caso francés. Tanto en 1776 como en 1789, una de­
* D eclaration . The action of stating, telling, settingforth, orannouncing opertly,
explicitly orformarlly; positive statement or assertion; an assertion, announcemenl or
proclamation in emphatic, sokmn, or legal lerms. [...]. Aproclamation orpublic state­
ment as embodied in a document, instrument, or public act. (N. del T.)
claración abrió perspectivas políticas totalmente nuevas. A par­
tir de entonces, las campañas contra la tortura y el castigo cruel
estarían fundidas con multitud de causas relacionadas con los
derechos humanos y cuya relevancia sólo vio la luz después de
hacerse la declaración.
La historia de la palabra «declaración» da una primera indi­
cación del desplazamiento de la soberanía. La palabra inglesa de-
clamtion procede de la francesa déclaration. En francés, la palabra
significaba al principio un conjunto de tierras que se concedían
a cambio de jurar pleito homenaje a un señor feudal. Durante el
siglo xvn comenzó a referirse cada vez más a las manifestaciones
públicas del rey. Dicho de otro modo, el acto de «declarar» esta­
ba vinculado a la soberanía. Paulatinamente, la autoridad pasó
de los señores feudales al rey de Francia, y lo mismo ocurrió con
la facultad de hacer declaraciones. En Inglaterra también se daba
lo contrario: cuando los súbditos querían una reafirmación de sus
derechos por parte de sus reyes, redactaban sus propias decla­
raciones. Así, la Great Charter [Carta Magna] de 1215 formalizó
los derechos de los barones ingleses en relación con el rey de In­
glaterra; la Petition of Rights [Petición de Derechos] de 1628 con­
firmó los «diversos derechos y libertades de los súbditos»; y la
English Bill of Rights [Declaración de Derechos Inglesa] de 1689
validó «los verdaderos, antiguos e indiscutibles derechos y liber­
tades del pueblo de este reino».1
En 1776 y 1789, las palabras charter, petition y bilí parecían
poco apropiadas para la tarea de garantizar derechos (lo mismo
ocurriría en 1948). Tanto petition como bilí daban a entender una
«solicitud o apelación dirigida a un poder superior» (en sus orí­
genes, bilí era una «petición hecha al soberano») y charter a me­
nudo significaba «documento o instrumento jurídico antiguo».
Déclaration tenía un aire menos rancio y sumiso. Además, a dife­
rencia de petition, bilí o incluso charter, déclaration podía significar
la «intención de apoderarse de la soberanía». Por eso Jefferson
empezó la Déclaration of Independence [Declaración de Inde­
pendencia] con esta explicación acerca de la necesidad de pro­
clamarla: «Cuando en el curso de los acontecimientos humanos
se hace necesario para un pueblo disolver los vínculos políticos
que lo han ligado a otro y tomar entre las naciones de la tierra
el puesto separado e igual a que las leyes de la naturaleza y el
Dios de esa naturaleza le dan derecho, un justo respeto al juicio
de la humanidad exige que declare [la cursiva es mía] las causas
que lo impulsan a la separación». Una expresión de «justo res­
peto» no podía ocultar lo principal: las colonias se estaban de­
clarando estados separados e iguales y apoderándose de su pro­
pia soberanía.*
Por el contrario, en 1789 los diputados franceses aún no es­
taban preparados para repudiar explícitamente la soberanía de
su rey. Sin embargo, casi lo consiguieron omitiendo deliberada­
mente en su Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciu­
dadano toda mención del rey: «Los representantes del pueblo
francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que
la ignorancia, el olvido o el menosprecio de los derechos del
hombre son las únicas causas de las calamidades públicas y de
la corrupción de los gobiernos, han resuelto exponer, en una
declaración [la cursiva es mía] solemne, los derechos naturales,
inalienables y sagrados del hombre». La Asamblea no podía li­
mitarse a pronunciar discursos o redactar leyes sobre cuestiones
específicas. Tuvo que poner por escrito para la posteridad que
los derechos no procedían de un pacto entre gobernante y ciu­
dadanos, menos todavía de una petición dirigida al gobernante
o una carta otorgada por él, sino de la naturaleza de los propios
seres humanos.
Estos actos de declarar miraban a la vez hacia atrás y hacia
delante. En cada caso, los declarantes reivindicaron que estaban
confirmando derechos ya existentes e indiscutibles. Pero al pro­
ceder así llevaron a cabo una revolución en cuanto a la sobera­
* Véase el texto completo en el Apéndice. (TV. de la A .)
nía y crearon una base enteramente nueva para el gobierno. La
Declaración de Independencia aseveraba que el rey Jorge III ha­
bía pisoteado los derechos preexistentes de los colonos, y que sus
acciones justificaban la instauración de un gobierno separado:
«Cuandoquiera que una forma de gobierno se haga destructora
de estos principios [la consecución de derechos], el pueblo tiene
el derecho a reformarla o aboliría e instituir un nuevo gobierno».
De modo parecido, los diputados franceses declararon que tales
derechos habían sido simplemente pasados por alto, olvidados
o desdeñados; no pretendieron haberlos inventado. «En lo suce­
sivo», sin embargo, la Declaración propuso que estos derechos
constituían el fundamento del gobierno, aunque no lo hubiesen
sido en otros tiempos. A la vez que afirmaban que estos dere­
chos ya existían y que lo único que ellos hacían era defenderlos,
los diputados crearon algo radicalmente nuevo: gobiernos justi­
ficados por su garantía de los derechos universales.

Declarar derechos en América


En un principio, los norteamericanos no disponían de un
plan claro para separarse de Gran Bretaña. Nadie imaginaba en
la década de 1760 que los derechos les llevarían a semejante
escenario. La reforma de la sensibilidad contribuyó a que el
concepto de los derechos se hiciese más tangible para las clases
cultas, por ejemplo, en los debates sobre la tortura y el casti­
go cruel, pero el concepto de los derechos también cambia­
ba como consecuencia de las circunstancias políticas. En el si­
glo XVIII había dos versiones del lenguaje de los derechos: una
versión particularista (los derechos específicos de un pueblo o
una tradición nacional) y una versión universalista (los derechos
del hombre en general). Los norteamericanos usaron una u otra
versión, o una combinación de ambas, según las circunstancias.
Durante la crisis de la Ley del Timbre de mediados de la déca­
da de 1760, por ejemplo, los panfletistas norteamericanos hicie­
ron hincapié en sus derechos como colonos dentro del Imperio
británico, mientras que la Declaración de Independencia de 1776
invocó claramente los derechos universales de todos los hom ­
bres. Los norteamericanos crearon luego su propia tradición par­
ticularista con la Constitución de 1787 y la Carta de Derechos
de 1791. En contraposición, los franceses abrazaron casi inme­
diatamente la versión universalista, en parte porque socavaba las
pretensiones particularistas e históricas de la monarquía. En los
debates sobre la Declaración francesa, el duque Mathieu de
Montmorency exhortó a los demás diputados a «seguir el ejem­
plo de Estados Unidos: han dado un gran ejemplo en el nuevo
hemisferio; demos nosotros uno al universo».2
Antes de que los norteamericanos y los franceses declarasen
los derechos del hombre, los proponentes más destacados del
universalismo vivían al margen de las grandes potencias. Quizás
esa misma marginalidad permitió a un puñado de pensadores
holandeses, alemanes y suizos tomar la iniciativa y sostener que
los derechos eran universales. En fecha tan temprana como 1625,
un jurista calvinista holandés, Hugo Grocio, propuso un con­
cepto de derechos aplicable a todo el género humano, no a un
único país o tradición jurídica. Definió los «derechos naturales»
como algo existente de suyo y que podía ser concebido como
separado de la voluntad de Dios. También sugirió que las per­
sonas podían utilizar sus derechos -sin la ayuda de la religión-
para instaurar los fundamentos contractuales de la vida social.
Su seguidor alemán, Samuel Pufendorf, el primer profesor de
derecho natural en Heidelberg, concedió un lugar destacado a
los logros de Grocio en su historia general de las enseñanzas del
derecho natural, publicada en 1678. Aunque Pufendorf criticó a
Grocio en algunos aspectos, contribuyó a consolidar su reputa­
ción como fuente principal de la corriente universalista del pen­
samiento relativo a los derechos.3
Los teóricos suizos del derecho natural se basaron en estas
ideas a principios del siglo xvm. El más influyente, Jean-Jacques
Burlamaqui, enseñó derecho en Ginebra. Sintetizó los diversos
escritos del siglo xvil sobre derecho natural en Elementos del dere­
cho natural (1747). Al igual que sus predecesores, Burlamaqui pro­
porcionó poco contenido jurídico o político específico al con­
cepto de derechos naturales universales; su propósito principal
era probar su existencia y su origen en la razón y la naturaleza
humana. Puso al día el concepto vinculándolo a lo que los filó­
sofos escoceses de la época llamaban un «sentido moral interno»
(una cuestión que hemos tratado en los primeros capítulos de
este libro). Traducida enseguida al inglés y al holandés, la obra
de Burlamaqui fue profusamente utilizada como una especie de
libro de texto de derecho natural [natural law] y derechos natu­
rales [natural rights] en la segunda mitad del siglo XVIII. Rousseau,
entre otros, tomó a Burlamaqui como punto de partida.4
La obra de Burlamaqui alimentó en toda la Europa occiden­
tal y las colonias de Norteamérica un renacimiento más general
de las teorías sobre el derecho natural y los derechos naturales.
En 1746, Jean Barbeyrac, otro protestante ginebrino, publicó una
nueva traducción francesa de la obra clave de Grocio; anterior­
mente había publicado una traducción francesa de una de las
obras de Pufendorf sobre derecho natural. En 1752 apareció una
biografía adulatoria de Grocio a cargo del francés Jean Léves-
que de Burigny, que fue traducida al inglés en 1754. En este mis­
mo año, Thomas Rutherforth publicó las conferencias sobre
Grocio y el derecho natural que impartió en la Universidad de
Cambridge. Grocio, Pufendorf y Burlamaqui eran muy conoci­
dos por revolucionarios norteamericanos tales como Jefferson y
Madison, versados en derecho.5
En el siglo xvn, los ingleses habían dado al mundo dos im­
portantes pensadores universalistas: Thomas Hobbes y John
Locke. Sus obras eran muy conocidas en las colonias británicas
de Norteamérica, y Locke en particular contribuyó a dar forma
al pensamiento político norteamericano, tal vez incluso más de
lo que influyó en los puntos de vista ingleses. Hobbes tuvo me­
nos influencia que Locke porque creía que los derechos natu­
rales debían supeditarse a una autoridad absoluta, con el fin de
evitar la «guerra de todos contra todos» que estallaría en caso
contrario. Mientras que Grocio había equiparado los derechos
naturales con la vida, el cuerpo, la libertad y el honor (lista que,
por cierto, parecía poner en entredicho la esclavitud), Locke de­
finió los derechos naturales como «Vida, Libertad y Patrimonio».
Puesto que hizo hincapié en la propiedad -«Patrimonio»-, Locke
no impugnó la esclavitud. La justificó en el caso de los cautivos
apresados en una guerra justa. Y llegó a proponer el dictado de
leyes que garantizaran que «todo hombre libre de Carolina ten­
drá poder y autoridad absolutos sobre sus esclavos negros».6
Sin embargo, a pesar de la influencia de Hobbes y Locke,
en la primera mitad del siglo xvm gran parte del debate inglés
(si no todo), y, por tanto, también norteamericano, sobre los de­
rechos naturales se ceñía a los derechos particulares con base his­
tórica del inglés nacido libre, dejando en un segundo plano los
derechos aplicables universalmente. A mediados del siglo xvm,
William Blackstone explicó por qué razón sus compatriotas no
se centraban en los derechos universales, sino en sus derechos
particulares: «Estas [libertades naturales] eran antes, ya fuese por
herencia o mediante compra, derechos de todo el género huma­
no; pero, siendo ahora más o menos degradados y destruidos en
la mayoría de los demás países del mundo, actualmente puede
decirse que todavía son, de una manera peculiar y enfática, los de­
rechos del pueblo de Inglaterra». Aun cuando otrora los derechos
hubiesen sido universales, afirmó el prominente jurista, sólo los
ingleses, que eran superiores, habían logrado conservarlos.7
A partir de 1760, no obstante, la corriente universalista de
los derechos empezó a entrelazarse con la particularista en las
colonias británicas de Norteamérica. En Los derechos de las colo­
nias británicas afirmados y probados (1764), por ejemplo, el abo­
gado James Otis, de Boston, defendió tanto los derechos natu­
rales de los colonos («La naturaleza ha colocado a todos ellos en
un estado de igualdad y libertad perfecta») como sus derechos
políticos y civiles como ciudadanos británicos: «Todo súbdito
británico nacido en el continente de América, o en cualquiera
de los otros dominios británicos, está, por la ley de Dios y de la
naturaleza, por el derecho consuetudinario, y por la ley del par­
lamento [...], legitimado para disfrutar de todos los derechos na­
turales, esenciales, inherentes e inseparables de nuestros consúb-
ditos de Gran Bretaña». Sin embargo, hacía falta dar otro paso
gigantesco para pasar de los derechos «de nuestros consúbditos»
de Otis en 1764 a los «derechos inalienables» de «todos los hom­
bres» dejefferson en 1776.8
La corriente universalista de los derechos cobró fuerza en la
década de 1760 y, especialmente, en la de 1770, cuando se en­
sanchó la brecha entre las colonias de Norteamérica y Gran Bre­
taña. Si los colonos querían instaurar un país nuevo y separa­
do, difícilmente podían contar tan sólo con los derechos de los
ingleses nacidos libres. Por lo demás, su propósito era la refor­
ma, no la independencia. Los derechos universales proporcio­
naban un fundamento mejor, de ahí que los sermones electora­
les norteamericanos de las décadas de 1760 y 1770 empezasen
a citar explícitamente a Burlamaqui en defensa de «los derechos
del género humano». Grocio, Pufendorf y en especial Locke
aparecían entre los autores mencionados con más frecuencia en
los escritos políticos, y la obra de Burlamaqui podía hallarse
en un número cada vez mayor de bibliotecas privadas y pú­
blicas. Cuando la autoridad británica comenzó a derrumbarse
en 1774, los colonos consideraron que se encontraban en una
situación parecida al estado de naturaleza sobre el que habían
leído. Burlamaqui había afirmado: «Las ideas de derecho y, to­
davía más, de derecho natural están relacionadas de manera ma­
nifiesta con la naturaleza del hombre. Es, por tanto, de esta na­
turaleza misma del hombre, de su constitución y de su condición
de donde debemos deducir los principios de esta ciencia». Bur­
lamaqui habló únicamente de la naturaleza del hombre en ge­
neral, no de la condición de los colonos norteamericanos ni de
la constitución de Gran Bretaña, sino de la constitución y la con­
dición del género humano universal. Semejante pensamiento uni­
versalista permitió a los colonos imaginar una ruptura con la tra­
dición y la soberanía británicas.9
Antes incluso de que el Congreso declarase la Independen­
cia, los colonos ya habían convocado convenciones estatales
para reemplazar el dominio británico, enviado a sus delegados
con instrucciones para exigir la independencia y empezado a re­
dactar constituciones estatales que a menudo incluían declara­
ciones de derechos [bilis ofrights]. La Declaración de Derechos
de Virginia del 12 de junio de 1776 proclamaba que «todos los
hombres son por naturaleza igualmente libres e independien­
tes, y tienen ciertos derechos inherentes», los cuales eran defi­
nidos como «el gozo de la vida y la libertad, junto a los medios
de adquirir y poseer propiedades, y la búsqueda y obtención de
la felicidad y la seguridad». Más importante aún fue que la De­
claración de Virginia ofrecía seguidamente una lista de derechos
específicos, tales como la libertad de prensa y el libre ejercicio
religioso; esto contribuyó a fijar el modelo no sólo de la Decla­
ración de Independencia, sino también de la futura Carta de
Derechos de la Constitución de Estados Unidos. En la prima­
vera de 1776, el acto de declarar la independencia -así como la
de declarar derechos universales en lugar de derechos británi­
cos- ya había cobrado fuerza en los círculos políticos.10
Los acontecimientos de 1774-1776, por tanto, fusionaron
temporalmente en las colonias insurgentes los pensamientos
particularista y universalista sobre los derechos. En respuesta a
Gran Bretaña, los colonos podían citar sus derechos ya existen­
tes como súbditos británicos y, al mismo tiempo, declarar el de­
recho universal a un gobierno que garantizara sus derechos ina­
lienables como hombres iguales. Sin embargo, como de hecho
lo segundo abrogaba lo primero, a medida que los norteameri­
canos avanzaron más decisivamente hacia la independencia sin­
tieron con más fuerza la necesidad de declarar sus derechos como
parte de la transición desde un estado de la naturaleza hasta un
gobierno civil, o desde un estado de sometimiento a Jorge III
hasta un nuevo sistema de gobierno republicano. Los derechos
universalistas nunca hubieran sido declarados en las colonias
norteamericanas sin el momento revolucionario causado por la
resistencia a la autoridad británica. Aunque no todo el mundo
estaba de acuerdo sobre la importancia de declarar derechos o
sobre el contenido de los derechos que había que declarar, la in­
dependencia abrió la puerta a la declaración de derechos.11
Incluso en Gran Bretaña, un concepto más universalista de
los derechos empezó a introducirse sigilosamente en el discurso
en la década de 1760. Se hablaba menos de derechos desde la
vuelta a la estabilidad tras la revolución de 1688, que había dado
como resultado la Declaración de Derechos inglesa. El número
de títulos de libros que incluían alguna mención a los «derechos»
disminuyó ininterrumpidamente en Gran Bretaña durante la
primera mitad del siglo XVIII. Luego, al intensificarse el debate
internacional sobre el derecho natural y los derechos naturales,
su número empezó a aumentar otra vez en la década de 1760 y
continuó creciendo en lo sucesivo. En un largo panfleto de 1768
que denunciaba el patronazgo aristocrático de los puestos cle­
ricales en la Iglesia de Escocia, se apelaba tanto a «los derechos
naturales del género humano» como a «los derechos naturales
y civiles de los BRITÁNICOS l ib r e s ». De modo parecido, el pre­
dicador anglicano William Dodd sostuvo que el papismo era
«incompatible con los derechos naturales de los hombres en
general y de los ingleses en particular». Con todo, el político
de la oposición John Wilkes siempre empleaba el lenguaje de
«vuestros derechos de nacimiento como ingleses» cuando defen­
día su causa en la década de 1760. Las cartas deJunios, cartas anó­
nimas publicadas contra el gobierno británico hacia 1770, tam-
bien empleaban el lenguaje de «los derechos del pueblo» para
referirse a los derechos amparados por la tradición y la ley in­
glesas.12
La guerra entre los colonos y la Corona británica provocó
que la corriente universalista también cobrara fuerza en la pro­
pia Gran Bretaña. Un opúsculo de 1776 firmado por «M.D.» cita
a Blackstone para afirmar que los colonos «únicamente son por­
tadores de la parte de las leyes inglesas aplicable a su propia si­
tuación»; por tanto, si las «innovaciones» ministeriales violan
«sus derechos de nacimiento como hombres libres [ingleses]»,
«la cadena de gobierno se rompe», y cabe esperar que los colo­
nos ejerzan sus «derechos naturales». Richard Price hizo explí­
cita la apelación al universalismo en un panfleto de 1776 cuya
influencia fue inmensa, Observaciones sobre la naturaleza de la liber­
tad civil, los principios de gobierno, y dejusticia y política en la guerra
con América. Se hicieron no menos de quince ediciones en Lon­
dres en 1776, y se reimprimió en el mismo año en Dublín, Edim­
burgo, Charleston, Nueva York y Filadelfia. Price basó su apoyo
a los colonos en «los principios generales de la Libertad Civil»,
es decir, «los que dan la razón y la equidad, y los derechos de la
humanidad», no el estatuto o las cartas precedentes (la práctica
de la libertad inglesa en el pasado). El panfleto de Price se tra­
dujo al francés, al alemán y al holandés. Su traductor holandés,
Joan Derk van der Capellen tot den Poli, escribió a Price en di­
ciembre de 1777 y explicó su propio apoyo a la causa norte­
americana, en un discurso que luego se imprimiría y alcanzaría
una gran difusión: «Considero que los norteamericanos son
hombres valientes que defienden de forma moderada, piadosa,
valerosa los derechos de que, siendo hombres, son dotados no
por el poder legislativo de Inglaterra, sino por Dios mismo».13
El panfleto de Price encendió una polémica feroz en Gran
Bretaña. En respuesta aparecieron casi inmediatamente unos
treinta panfletos que acusaban a Price de falso patriota, faccio­
so, parricida, anarquista, sedicioso e incluso traidor. El panfle­
to de Price puso «los derechos naturales del género humano»,
«los derechos de la naturaleza humana» y especialmente «los de­
rechos inalienables de la naturaleza humana» a la orden del día
en Europa. Tal como reconoció claramente un autor, la cuestión
fundamental era si había «derechos inherentes a la naturaleza
humana, tan relacionados con la voluntad» que no pudiesen ser
«alienados». No era más que sofistería, afirmó este detractor, sos­
tener que «hay ciertos derechos de la naturaleza humana que son
inalienables». Había que prescindir de ellos -uno tenía que «re­
nunciar a que su propio yo fuera guiado por su propia volun­
tad»- con el fin de entrar en el estado civil. Las polémicas de­
muestran que el significado de los derechos naturales, la libertad
civil y la democracia era debatido por muchos de los políticos
más brillantes de Gran Bretaña.14
La distinción entre la libertad natural y la libertad civil que
propusieron los detractores de Price sirve como recordatorio de
que la articulación de los derechos naturales engendró su pro­
pia contratradicción, que se prolonga hasta la actualidad. Al igual
que los derechos naturales, que crecieron en oposición a gobier­
nos que se percibían como despóticos, también la contratradic­
ción era reactiva, y sostenía o bien que los derechos naturales
eran una invención, o bien que nunca podían ser inalienables (y
que, por tanto, eran inoperantes). Hobbes ya había afirmado,
a mediados del siglo XVII, que se debía renunciar a los derechos
naturales (los cuales, por tanto, no eran inalienables) con el fin
de instaurar una sociedad civil ordenada. Robert Filmer, el pro­
ponente inglés de la autoridad patriarcal, refutó explícitamente
a Grocio en 1679 y declaró que la doctrina de la «libertad na­
tural» era «absurda». En Patriarca (1680), volvió a negar el con­
cepto de la igualdad y la libertad naturales del género humano, y
defendió que todas las personas nacen sometidas a sus padres; a
juicio de Filmer, el único derecho natural era inherente al poder
regio que deriva del modelo original de poder patriarcal y apare­
ce confirmado en los Diez Mandamientos.15
Más influyente a la larga fue el punto de vista de Jeremy
Bentham, quien sostenía que sólo importaba el derecho positi­
vo (real en lugar de ideal o natural). En 1775, mucho antes de
hacerse famoso como padre del utilitarismo, Bentham escribió
una crítica de Comentarios sobe las leyes de Inglaterra, de Blacksto­
ne. En ella rechazaba el concepto de derecho natural: «Los “pre­
ceptos” no existen, no hay nada que “mande” al hombre a hacer
alguno de esos actos pretendidamente impuestos por la preten­
dida ley de la Naturaleza. Si algún hombre sabe de alguno, que
lo presente. Si pudieran presentarse, no necesitaríamos estar ca­
vilando sobre la tarea de “descubrirlos”, como nuestro autor
(Blackstone) no tarda en decirnos que debemos hacer, median­
te la ayuda de la razón».
Bentham puso objeciones a la idea de que el derecho natu­
ral fuese innato en la persona y pudiese ser descubierto por me­
dio de la razón. Por tanto, en esencia rechazaba toda la tradición
iusnaturalista y, con ella, los derechos naturales. Bentham pos­
tularía más adelante que el principio de utilidad («la mayor fe­
licidad para el mayor número», idea que tomó prestada de Bec­
caria) servía como la mejor medida del bien y el mal. Sólo los
cálculos basados en hechos, no los juicios basados en la razón,
podían proporcionar el fundamento de la ley. Esta postura hace
que resulte menos sorprendente su posterior rechazo de la De­
claración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en Fran­
cia. En un panfleto en el que examinaba la Declaración france­
sa artículo por artículo, negó categóricamente la existencia de
derechos naturales: «Los derechos naturales son sencillamente
una tontería: naturales e imprescriptibles, tonterías retóricas, ton­
terías con zancos».16
A pesar de sus críticos, el discurso sobre los derechos cobró
fuerza a partir de 1760. Los «derechos naturales», complementa­
dos ahora por los «derechos del género humano», los «derechos
de la humanidad» y los «derechos del hombre», eran ya de uso
corriente. Después de que su potencial político se viera aumen­
tado enormemente por los conflictos que Norteamérica vivió en­
tre 1760 y 1780, el discurso sobre los derechos universales vol­
vió a cruzar el Atlántico y llegó a Gran Bretaña, la República
Holandesa y Francia. En 1768, por ejemplo, el economista fran­
cés de perfil reformista Pierre-Samuel du Pont de Nemours rea­
lizó su propia definición de los «derechos de cada hombre». Su
lista incluía la libertad de escoger ocupación, el librecambio, la
educación pública y la tributación proporcional. En 1776, Du
Pont se ofreció voluntariamente a ir a las colonias de Norteamé­
rica para informar de los acontecimientos al gobierno francés
(ofrecimiento que quedó sobre la mesa). Du Pont se convirtió
más tarde en amigo íntimo de Jefferson, y en 1789 fue elegido
diputado del Tercer Estado.17
Si bien es posible que la Declaración de Independencia no
estuviese tan «prácticamente olvidada» como proclamó hace
poco Pauline Maier, el idioma universalista de los derechos no
volvió plenamente a Europa hasta después de 1776. Los nuevos
gobiernos estatales de Estados Unidos empezaron a adoptar car­
tas individuales de derechos ya en 1776, pero los artículos de la
Confederación de 1777 no incluían ninguna, como tampoco
la Constitución aprobada en 1787. La Carta de Derechos de Es­
tados Unidos no vio la luz hasta la ratificación de las diez pri­
meras enmiendas a la Constitución, en 1791, y se trataba de
un documento profundamente particularista: protegía a los ciu­
dadanos norteamericanos de la intrusión de su gobierno fede­
ral. En comparación, tanto en la Declaración de Independencia
como en la Declaración de Derechos de Virginia de 1776 se ha­
bían hecho afirmaciones mucho más universalistas. En la década
de 1780, los derechos en Norteamérica ya habían sido relegados
en beneficio de las preocupaciones sobre la construcción de un
nuevo marco institucional para la nación. En consecuencia, la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano fran­
cesa de 1789 precedió a la Carta de Derechos norteamericana, e
inmediatamente captó la atención internacional.18
Declarar derechos en Francia
A pesar de que desde 1780 los norteamericanos se apartaron
del universalismo, su ejemplo dio un gran impulso a los «dere­
chos del hombre». Sin él, de hecho, tal vez los derechos huma­
nos se habrían marchitado. Tras despertar el interés general por
los «derechos del hombre» en la década de 1760, el propio Rous­
seau se desencantó. En una extensa carta que escribió en 1769
acerca de sus convicciones religiosas, Rousseau clamó contra el
uso excesivo de «esta hermosa palabra, “humanidad”». Las per­
sonas mundanas, «las menos humanas de todas», la invocaban
tan a menudo que «se estaba volviendo insípida, hasta ridicu­
la». La humanidad tenía que estar grabada en los corazones,
afirmó Rousseau, no sólo impresa en las páginas de los libros.
El creador de la expresión «derechos del hombre» no vivió lo
suficiente para ver todo el impacto que tuvo la Independencia
norteamericana; murió en 1778, el año en que Francia se unió
al bando norteamericano contra Gran Bretaña. Si bien Rousseau
sabía de Benjamín Franklin, que era una verdadera celebridad
en Francia desde su llegada como embajador de los colonos su­
blevados en 1776, y en una ocasión defendió el derecho de los
norteamericanos a proteger sus libertades aunque fueran «oscu­
ros o desconocidos», lo cierto es que manifestó escaso interés por
los asuntos norteamericanos.19
Las repetidas alusiones a la humanidad y los derechos del
hombre continuaron a pesar del desprecio de Rousseau, pero
quizá no hubiesen tenido ningún efecto si los acontecimien­
tos en Norteamérica no les hubieran dado un filo más cor­
tante. Entre 1776 y 1783, nueve traducciones francesas dife­
rentes de la Declaración de Independencia y, por lo menos,
cinco traducciones francesas de varias constituciones y cartas
de derechos estatales ofrecieron aplicaciones específicas de las
doctrinas sobre los derechos y contribuyeron a crear la impre­
sión de que también el gobierno francés podía establecerse so­
bre fundamentos nuevos. Aunque algunos reformistas france­
ses estaban a favor de una monarquía constitucional como la
inglesa, y Condorcet, entre otros, expresó su desengaño ante
el «espíritu aristocrático» de la nueva Constitución estadouni­
dense, a muchos les entusiasmó la capacidad de los norteame­
ricanos de liberarse del peso del pasado e instaurar el autogo­
bierno.20
Los precedentes norteamericanos se volvieron aún más con­
vincentes cuando los franceses entraron en una situación de
emergencia constitucional. En 1788, ante una bancarrota cau­
sada en gran medida por la participación francesa en la guerra
de Independencia norteamericana, Luis XVI accedió a convo­
car los Estados Generales, que se habían reunido por última vez
en 1614. Cuando comenzó la elección de los delegados, ya era
patente el «fragor declaratorio». En enero de 1789, La Fayette,
amigo de Jefferson, preparó el borrador de una declaración, y
en las semanas siguientes Condorcet formuló calladamente el
suyo propio. El rey había pedido al clero (el Primer Estado), los
nobles (el Segundo Estado) y la gente corriente (el Tercer Esta­
do) no sólo que eligieran delegados, sino también que redac­
tasen listas de agravios. Varias de esas listas, confeccionadas en
febrero, marzo y abril de 1789, hacían referencia a «los dere­
chos inalienables del hombre», «los derechos imprescriptibles
de los hombres libres», «los derechos y la dignidad del hombre
y del ciudadano» o «los derechos de los hombres ilustrados y
libres»; en cualquier caso, predominaban «los derechos del hom­
bre». En un clima de crisis creciente, el lenguaje de los derechos
se difundía con rapidez.21
Unas cuantas listas de agravios -las de los nobles más a me­
nudo que las del clero o del Tercer Estado- exigían de manera
explícita una declaración de derechos (generalmente se trataba
de las que también pedían una nueva constitución). La noble­
za de la región meridional de Béziers, por ejemplo, solicitaba que
«la Asamblea General tome como su verdadera tarea preliminar
el examen, la redacción y la declaración de los derechos del hom ­
bre y del ciudadano». La segunda sección de la lista de agravios
confeccionada por el Tercer Estado de la región de las afueras
de París llevaba por título «Declaración de derechos» y ofrecía
una relación de tales derechos. Prácticamente todas las listas pe­
dían una u otra forma de derechos específicos: libertad de pren­
sa, libertad de culto en ciertos casos, igualdad de impuestos,
igualdad de trato ante la ley, protección ante las detenciones ar­
bitrarias y otros por el estilo.22
Los delegados asistieron con sus listas de agravios a la aper­
tura oficial de los Estados Generales el 5 de mayo de 1789. Tras
varias semanas de debates fútiles sobre cuestiones de procedi­
miento, el 17 de junio los diputados del Tercer Estado se de­
clararon unilateralmente miembros de una Asamblea Nacional
y afirmaron representar a toda la nación, no sólo a su «estado».
Pronto se unieron a ellos muchos diputados clericales, y al cabo
de poco tiempo los nobles tuvieron que escoger entre retirarse
o hacer lo mismo. El 19 de junio, en medio de estos forcejeos,
un diputado solicitó que la nueva Asamblea se embarcara inme­
diatamente en la «gran tarea de una declaración de derechos»,
e insistió en que se trataba de un mandato de los electores; aun­
que distaba de ser una exigencia universal, sin duda alguna la
idea se palpaba en el ambiente. El 6 de julio se creó un Comité
preparatorio de la Constitución que el 9 del mismo mes anun­
ció a la Asamblea Nacional que empezaría con una «declaración
de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre», deno­
minada «declaración de los derechos del hombre» en el sumario
de la sesión.23
Thomas Jefferson, a la sazón en París, escribió el 11 de julio
a Thomas Paine, que se encontraba en Inglaterra, e hizo una cró­
nica entusiasta de los acontecimientos que se estaban desarro-
liando. Paine era el autor de El sentido común (1776), el panfleto
más influyente del movimiento por la independencia norteame­
ricana. Según Jefferson, los diputados de la Asamblea Nacional
«han postrado al viejo gobierno y ahora están empezando a cons­
truir otro desde los cimientos». Informó de que consideraba que
la primerísima tarea era redactar «una declaración de los dere­
chos naturales e imprescriptibles del hombre»: los mismos tér­
minos que empleara el Comité preparatorio. Jefferson asesoró
estrechamente a La Fayette, que aquel mismo día leyó ante la
Asamblea su propio borrador de una propuesta de declaración.
Otros diputados prominentes se apresuraron a hacer imprimir
sus propuestas. La terminología variaba: «los derechos del hom­
bre en la sociedad», «los derechos de un ciudadano francés» o
simplemente «derechos», pero en los títulos predominaba «los
derechos del hombre».24
El 14 de julio, tres días después de que Jefferson hubiese
escrito a Paine, las multitudes de París se armaron y atacaron
la prisión de la Bastilla y otros símbolos de la autoridad real.
El rey había ordenado el traslado a París de miles de soldados,
por lo que muchos diputados temían un golpe contrarrevolu­
cionario. Finalmente el rey retiró sus soldados, pero el asun­
to de la declaración quedó sin resolver. A finales de julio y
comienzos de agosto, los diputados seguían discutiendo la ne­
cesidad de una declaración, si ésta debía encabezar la consti­
tución y si tenía que ir acompañada de una declaración de las
obligaciones del ciudadano. La división acerca de la necesidad
de una declaración reflejaba discrepancias fundamentales so­
bre la marcha de los acontecimientos. Si la autoridad monár­
quica necesitaba tan sólo unas cuantas reparaciones, entonces
una declaración de los «derechos del hombre» difícilmente po­
día ser necesaria. Sin embargo, para los que estaban de acuer­
do con el diagnóstico de Jefferson (el gobierno debía recons­
truirse por completo), una declaración de derechos resultaba
esencial.
El 4 de agosto, la Asamblea votó finalmente a favor de re­
dactar una declaración de derechos sin obligaciones. Ni enton­
ces ni después, nadie ha explicado apropiadamente cómo la opi­
nión acabó por decantarse a favor de redactar tal declaración, en
gran parte porque los diputados estaban tan atareados resol­
viendo asuntos cotidianos que no se percataron de la impor­
tancia y alcance de cada una de sus decisiones. En consecuen­
cia, sus cartas e incluso sus posteriores memorias resultaron
frustrantemente vagas en lo que se refería a los cambios en las
corrientes de opinión. Sí sabemos que la mayoría se conven­
ció de que eran necesarios fundamentos totalmente nuevos.
Los derechos del hombre proporcionaban los principios para
otra forma de ver el gobierno. Como antes hicieran los norte­
americanos, los franceses confeccionaron la declaración de dere­
chos como parte de una ruptura cada vez mayor con la autoridad
establecida. El diputado Rabaut Saint-Étienne comentó dicho
paralelismo el 18 de agosto: «Al igual que los norteamericanos,
queremos regenerarnos, así que la declaración de derechos es
esencialmente necesaria».25
El debate se intensificó a mediados de agosto, mientras al­
gunos diputados se burlaban sin disimulo de la «discusión me­
tafísica». Encontrándose ante una serie desconcertante de opcio­
nes, la Asamblea Nacional decidió tener en cuenta un documento
conciliatorio redactado por un subcomité en gran parte anóni­
mo e integrado por cuarenta miembros. En medio de la incer-
tidumbre y la ansiedad continuas sobre el futuro, los diputados
dedicaron seis días (20-24 y 26 de agosto) a un debate tum ul­
tuoso. Llegaron a un acuerdo sobre 17 artículos enmendados de
los 24 propuestos (en Norteamérica los estados sólo ratificaron
10 de las 12 primeras enmiendas propuestas para la Constitu­
ción). Agotados por los debates sobre artículos y enmiendas, el
27 de agosto los miembros de la Asamblea votaron a favor de
aplazarlos hasta después de que se redactara una nueva consti­
tución. La cuestión nunca se reanudaría. De esta manera un tan­
to incierta adquirió su forma definitiva la Declaración de los De­
rechos del Hombre y del Ciudadano.*
Los diputados franceses declararon que todos los hombres,
no sólo los franceses, «nacen y permanecen libres e iguales en
derechos» (artículo 1). Entre los «derechos naturales, inalienables
y sagrados del hombre» estaban la «libertad, la propiedad, la se­
guridad y la resistencia a la opresión» (artículo 2). Concretamen­
te, esto quería decir que cualquier límite al ejercicio de los de­
rechos tenía que ser determinado por la ley (artículo 4). «Todos
los ciudadanos» tenían derecho a tomar parte en la elaboración
de la ley, que debía ser la misma para todos (artículo 6), y acep­
tar libremente la contribución pública (artículo 14), que debía
repartirse equitativamente según la capacidad de pagar (artícu­
lo 13). Además, la declaración prohibía las «órdenes arbitrarias»
(artículo 7), los castigos innecesarios (artículo 8), toda presunción
legal de culpabilidad (artículo 9) o la expropiación innecesaria
de propiedades por parte del gobierno (artículo 17). Empleando
términos un tanto vagos, afirmaba que «nadie debe ser incomo­
dado por sus opiniones, inclusive religiosas» (artículo 10), a la
vez que, de un modo más vigoroso, afirmaba la libertad de pren­
sa (artículo 11).
Así pues, en un solo documento, los diputados franceses in­
tentaron condensar tanto medidas legales para proteger los de­
rechos individuales como un nuevo fundamento para la legiti­
midad gubernamental. La soberanía residía esencialmente en la
nación (artículo 3), y la «sociedad» tenía derecho a pedir cuentas
de su gestión a todo agente público (artículo 15). No se hacía
ninguna mención al rey, la tradición, la historia o las costumbres
francesas, y tampoco a la Iglesia católica. Los derechos se decla­
raban «en presencia del Ser Supremo y bajo sus auspicios», pero,
por «sagrados» que fueran, no se atribuían a ese origen sobre­
natural. Jefferson había sentido la necesidad de aseverar que to­
* Véase el texto completo en el Apéndice. (N. de la A.)
dos los hombres eran «dotados por su Creador» de ciertos de­
rechos; los franceses dedujeron los derechos de las fuentes to­
talmente seculares de la naturaleza, la razón y la sociedad. Du­
rante los debates, Mathieu de Montmorency había afirmado que
«los derechos del hombre en la sociedad son eternos» y que «no
se necesita ninguna sanción para reconocerlos». El desafío al vie­
jo orden europeo no hubiera podido ser más franco.26
Ninguno de los artículos de la Declaración especificaba los
derechos de grupos particulares. «Los hombres», «el hombre»,
«cada hombre», «todos los ciudadanos», «todo ciudadano», «la
sociedad», «toda sociedad» contrastaban con «nadie», «ningún in­
dividuo», «ningún hombre». Era literalmente todo o nada. En la
declaración no aparecían clases, religiones ni sexos. Aunque la fal­
ta de especificidad pronto crearía problemas, el carácter general
de las aserciones no debería extrañar a nadie. El Comité prepa­
ratorio de la Constitución se había comprometido en un prin­
cipio a elaborar hasta cuatro declaraciones distintas sobre dere­
chos: 1.a De los derechos del hombre, 2.a De los derechos de la
nación, 3.a De los derechos del rey y 4.a De los derechos de los
ciudadanos bajo el gobierno francés. En el documento que se
adoptó se combinaban el primero, el segundo y el cuarto, pero
sin definir los requisitos para la ciudadanía. Antes de pasar a lo
específico (los derechos del rey o los requisitos para la ciudada­
nía), los diputados se esforzaron primero en fijar principios ge­
nerales para todo gobierno. El artículo 2 constituye un claro ejem­
plo: «La finalidad de toda asociación política es la conservación
de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre». Los
diputados querían exponer las bases de toda asociación políti­
ca: no las de la monarquía, tampoco las del gobierno francés,
sino las de toda asociación política. Pronto tendrían que recurrir
al gobierno francés.27
El acto de declarar no resolvió todos los problemas. De he­
cho, hizo que algunas cuestiones pasaran a ser más urgentes -los
derechos de quienes no tenían propiedades o de las minorías
religiosas, por ejemplo- y planteó otras, relacionadas con grupos
tales como los esclavos o las mujeres, que nunca habían teni­
do categoría política alguna (como examinaremos en el siguien­
te capítulo). Quizás aquellos que se oponían a una declaración
habían intuido que el acto mismo de declarar tendría un efec­
to galvanizador. La declaración hizo algo más que clarificar ar­
tículos de doctrina; al declarar, los diputados se apoderaron de
la soberanía. Como consecuencia, el acto de declarar abrió in­
terrogantes hasta entonces inimaginables para el debate políti­
co: si la nación era soberana, ¿cuál era el papel del rey y quién
representaba mejor a la nación? Si los derechos servían como
fundamento de la legitimidad, ¿qué justificaba sus limitaciones
respecto a personas de ciertas edades, sexos, razas, religiones o
riqueza? El lenguaje de los derechos humanos había germina­
do durante algún tiempo en las nuevas prácticas culturales de la
autonomía individual y la integridad corporal, pero luego reven­
tó en épocas de rebelión y revolución. ¿Quién debería, querría
o podría controlar sus efectos?
La declaración de derechos también tuvo consecuencias fue­
ra de Francia. La Declaración de los Derechos del Hombre y
del Ciudadano transformó el lenguaje de todos prácticamente de
la noche a la mañana. El cambio puede apreciarse de forma es­
pecialmente clara en los escritos y discursos del británico Richard
Price, el predicador disidente que en 1776 había provocado la
polémica hablando de «los derechos de la humanidad» en apo­
yo de los colonos norteamericanos. Su panfleto de 1784 Obser­
vaciones sobre la importancia de la revolución americana seguía la
misma tónica: comparó el movimiento independentista norte­
americano con la introducción del cristianismo y predijo que
«produciría una confusión general sobre los principios de la hu­
manidad» (a pesar de la esclavitud, la cual condenó rotundamen­
te). En un sermón de noviembre de 1789, Price aprobó la nueva
terminología francesa: «He vivido lo suficiente para ver cómo
los derechos de los hombres son comprendidos mejor que nun­
ca, y cómo suspiran por la libertad naciones que parecían haber
perdido el concepto de ella [...]. Después de participar de los be­
neficios de una Revolución [1688], se me ha permitido seguir
viviendo para ser testigo de otras dos Revoluciones [la norte­
americana y la francesa], ambas gloriosas».28
El panfleto que Edmund Burke escribió en 1790 contra Pri­
ce, Reflexiones sobre la Revolución Francesa, desencadenó a su vez
un frenético debate en diversas lenguas sobre los derechos del
hombre. Burke sostenía que el «recién conquistado imperio de la
luz y de la razón» no podía proporcionar un fundamento ade­
cuado para el buen gobierno, que, por el contrario, debía estar
enraizado en las tradiciones antiguas de la nación. En su ataque
a los nuevos principios franceses, Burke condenó con especial
severidad la Declaración. Su lenguaje enfureció a Thomas Paine,
que sacó partido de este pasaje notorio en su respuesta de 1791,
Derechos del hombre: respuesta al ataque realizado por el Sr. Burke con­
tra la Revolución Francesa, en la que escribió:
El señor Burke, con su habitual indignación, insulta a la Declara­
ción de los Derechos del Hombre [...]. La califica de “hojas despre­
ciables y emborronadas sobre los derechos del hombre”. ¿Quiere el
señor Burke negar que el hombre tenga derecho alguno? Si es así,
entonces debe significar que no existen esos que se llaman derechos
en parte alguna, y que él mismo no tiene ninguno; pues, ¿quién
hay en el mundo que sea más que un hombre?
Aunque la respuesta de Mary Wollstonecraft, Vindicación de
los derechos del hombre, en una carta al justo y honorable Edmund
Burke; con ocasión de sus «Reflexiones sobre la Revoluciónfrancesa», ha­
bía aparecido antes, en 1790, Derechos del hombre de Paine causó
una impresión todavía más grande e inmediata, en parte porque
aprovechó la ocasión para discutir todas las formas de monarquía
hereditaria, incluida la inglesa. Al primer año de su publicación
ya habían aparecido varias ediciones inglesas de su obra.29
Como consecuencia, el uso del lenguaje de los derechos
aumentó espectacularmente a partir de 1789. La prueba de este
incremento se encuentra fácilmente en el número de títulos en
inglés que incluían la palabra rights: en la última década del si­
glo XVlll (418) se multiplicó por cuatro como mínimo respecto
a la de 1780 (95) o cualquier otra década anterior del siglo xvm.
Algo parecido sucedió en el caso del holandés: Rechten van den
mensch apareció por primera vez en 1791 con la traducción de
Paine, y luego hubo muchos otros ejemplos en los últimos años
del siglo XVlll. La siguió poco después Rechten des Menschen en las
tierras de habla alemana. De forma un tanto irónica, pues, la po­
lémica entre autores en lengua inglesa llevó los «derechos del
hombre» franceses a un público internacional. El impacto fue
mayor que en 1776 porque los franceses tenían una monarquía
como la de la mayoría de las demás naciones europeas y, ade­
más, nunca abandonaron el lenguaje del universalismo. Los es­
critos inspirados por la Revolución francesa también avivaron el
debate sobre los derechos en Norteamérica: los jeffersonianos
invocaban constantemente los «derechos del hombre», mientras
que los federalistas rechazaban el lenguaje asociado al «exceso
democrático» o a las amenazas a la autoridad establecida. Estas
disputas contribuyeron a diseminar el lenguaje de los derechos
humanos por todo el mundo occidental.30

Abolir la tortura y el castigo cruel


Seis semanas después de aprobar la Declaración de los De­
rechos del Hombre y del Ciudadano, y antes incluso de que se
determinaran los requisitos para votar, los diputados franceses
abolieron por completo la aplicación de la tortura judicial, como
parte de una reforma provisional del procedimiento penal. El
10 de septiembre de 1789, el ayuntamiento de París solicitó ofi­
cialmente a la Asamblea Nacional, en nombre de «la razón y la
humanidad», reformas inmediatas para «rescatar la inocencia» y
«establecer mejor las pruebas de los delitos y hacer que las con­
denas fueran más seguras». Los concejales formularon esa peti­
ción a causa del gran número de personas que habían sido de­
tenidas por la nueva Guardia Nacional, que en París estaba al
mando de La Fayette, durante las semanas de desórdenes que
siguieron al 14 de julio. ¿Fomentaría el habitual secretismo del
procedimiento judicial la manipulación y las triquiñuelas por
parte de los enemigos de la Revolución? La Asamblea Nacional
respondió nombrando un Comité de Siete encargado de las re­
formas más apremiantes, y no sólo para París, sino para toda la
nación. El 5 de octubre, presionado por una marcha m ultitu­
dinaria a Versalles, Luis XVI dio finalmente su aprobación oficial
a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
Los manifestantes obligaron al monarca y a su familia a abando­
nar Versalles y trasladarse a París el 6 de octubre. En medio de
esta agitación renovada, los días 8 y 9 de octubre la Asamblea
aprobó el decreto propuesto por su comité. Al mismo tiempo,
los diputados votaron para reunirse con el rey en París.31
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciuda­
dano había expuesto únicamente principios generales de justi­
cia: la ley debía ser la misma para todos, no debía permitir el
encarcelamiento arbitrario ni más penas que las «estricta y evi­
dentemente necesarias» y los acusados debían considerarse ino­
centes mientras no se probara su culpabilidad. El decreto del
8-9 de octubre de 1789 se iniciaba con una invocación de la
Declaración: «La Asamblea Nacional, considerando que uno de
los principales derechos del hombre, el cual ha reconocido, es
el de gozar, cuando se le acusa de un delito penal, de toda la am­
plitud de la libertad y la seguridad para la defensa que pueda
conciliarse con los intereses de la sociedad que 'exige el castigo
de los delitos [...]». Seguidamente especificaba procedimientos,
la mayoría de ellos concebidos para garantizar la transparencia
ante el público. En un paso dado por la desconfianza en la ju­
dicatura de turno, el decreto requería la elección en todos los
distritos de comisarios especiales que ayudaran en todas las cau­
sas penales, incluida la supervisión de las diligencias de pruebas
y testimonios. Asimismo, garantizaba el acceso de la defensa a
toda la información recabada y la naturaleza pública de todos los
procedimientos penales, por lo que ponía en práctica uno de
los principios más queridos de Beccaria.
El más breve de los veintiocho artículos del decreto, el 24,
es el más interesante para nuestros propósitos. Abolió todas las
formas de tortura, así como la utilización de un banquillo bajo
y humillante (la seílette) para el interrogatorio final del acusado
ante los jueces. Luis XVI había suprimido anteriormente la «cues­
tión preparatoria», es decir, el recurso a la tortura para obtener
confesiones de culpabilidad, pero sólo había prohibido provi­
sionalmente el empleo de la «cuestión preliminar», es decir, la
tortura para obtener nombres de cómplices. El gobierno del rey
había eliminado la seílette en mayo de 1788, pero como esta me­
dida era tan reciente, los diputados sintieron la necesidad de
dejar clara su propia postura. La seílette era un instrumento de hu­
millación que representaba el tipo de atentado a la dignidad del
individuo que los diputados consideraban inadmisible. El dipu­
tado que presentó el decreto en nombre del comité reservó para
el final sus comentarios sobre estas medidas, con el objeto de
subrayar su importancia simbólica. Al principio había adverti­
do a sus colegas que «no podéis dejar en el Código actual man­
chas que repugnen a la humanidad; deseáis que desaparezcan
inmediatamente». Luego casi se le pusieron los ojos llorosos
cuando llegó al asunto de la tortura:
Creemos que nuestro deber para con la humanidad es ofreceros
una observación final. El rey ya ha [...] desterrado de Francia la
práctica absurdamente cruel de arrancar del acusado, por medio
de la tortura, la confesión de delitos [...], pero os ha dejado la glo­
ria de completar este gran acto de razón y justicia. Queda aún en
nuestro código la tortura preliminar [...]. [Los más atroces refina­
mientos de la crueldad] se usan todavía para obtener la revelación
de cómplices. Fijad vuestros ojos en esta reliquia de la barbarie,
¿no queréis, Señores, conseguir su proscripción de vuestros cora­
zones? Eso sería un hermoso, un conmovedor espectáculo para el
universo: ver a un rey y a una nación, unidos por los lazos indi­
solubles de un amor recíproco, rivalizando en su celo por la per­
fección de las leyes, y tratando de superar el uno a la otra en la
erección de monumentos a la justicia, la libertad y la humanidad.
Tras declarar los derechos, la tortura era por fin abolida to­
talmente. La abolición de la tortura no formaba parte del or­
den del día del gobierno municipal parisiense el 10 de septiem­
bre, pero los diputados no pudieron resistirse a la oportunidad
que se les presentó de hacer de ella el coronamiento de su pri­
mera revisión del código penal.32
Cuando, más de dieciocho meses después, llegó el momen­
to de terminar la revisión del código penal, el diputado encar­
gado de presentar la reforma invocó todos los conceptos que se
habían vuelto familiares durante las campañas contra la tortu­
ra y el castigo cruel. Louis-Michel Lepeletier de Saint-Fargeau,
otrora juez del Parlamento de París, subió al estrado el 23 de
mayo de 1791 para exponer las razones del Comité preparato­
rio del Código Penal (continuación del Comité de Siete nom ­
brado en septiembre de 1789). Denunció las «atroces torturas
imaginadas en siglos bárbaros y, no obstante, conservadas en si­
glos de ilustración», la falta de proporción entre los delitos y los
castigos (una de las principales quejas de Beccaria) y la general­
mente «absurda ferocidad» de las leyes anteriores. «Los princi­
pios de la humanidad» darían ahora forma al código penal, que
en el futuro se basaría en la rehabilitación p o r medio del tra­
bajo en lugar de en el castigo expiatorio por medio del dolor.33
Tanto éxito habían tenido las campañas contra la tortura y
el castigo cruel que, en el nuevo código penal, el comité ante­
puso la sección sobre castigos a la sección que definía los deli­
tos. Todas las sociedades sufren delitos, pero el castigo refleja la
naturaleza misma de un sistema de gobierno. El comité pro­
puso una revisión completa del sistema penal que incorporase
los nuevos valores cívicos: en nombre de la igualdad, todo el
mundo sería juzgado en los mismos tribunales y bajo la misma
ley, y estaría expuesto a los mismos castigos. La privación de la
libertad sería el castigo ejemplar, lo cual significaba que la con­
dena a galeras y el destierro serían reemplazados por la cárcel
y los trabajos forzados. Los conciudadanos del delincuente no
aprenderían nada sobre el significado del castigo si sencillamen­
te se enviaba al delincuente a otra parte, fuera de la vista del pú­
blico. El comité también abogó por eliminar la pena de muer­
te, excepto en casos de rebelión contra el Estado, aunque sabía
que en este punto tendría que vencer grandes resistencias. Los
diputados votaron por restablecer la pena de muerte para unos
cuantos delitos, si bien excluyeron todos los de índole religio­
sa, como la herejía, el sacrilegio o la práctica de la magia. (La
sodomía, que antes se castigaba con la muerte, ya no figuraba
en la lista de delitos.) La pena de muerte sólo se ejecutaría me­
diante la decapitación, reservada antes para los nobles. La gui­
llotina, creada para hacer la decapitación tan indolora como
fuese posible, empezó a ser aplicada en abril de 1792. El desco­
yuntamiento en la rueda, la quema en la hoguera, «aquellas tor­
turas que acompañaban a la pena de muerte», iban a desaparecer;
«todos estos horrores legales son detestados por la humanidad
y la opinión pública», dijo Lepeletier. «Estos espectáculos crueles
degradan la moral pública y son indignos de un siglo humanita­
rio e ilustrado.»34
Dado que la rehabilitación y la reinserción del delincuente
en la sociedad eran los objetivos principales, la mutilación cor­
poral y la práctica de marcar a fuego pasaron a ser intolerables.
Lepeletier, no obstante, dedicó cierto tiempo al asunto de mar­
car a fuego; ¿cómo podría la sociedad protegerse de los delin­
cuentes declarados culpables si éstos no llevaban alguna señal
permanente de su condición? La conclusión a la que llegó fue
que, bajo el nuevo orden, sería imposible que los vagabundos
o los delincuentes pasaran inadvertidos, ya que los municipios
llevarían registros exactos con los nombres de todos sus habi­
tantes. Marcar sus cuerpos para siempre les impediría reintegrar­
se en la sociedad. En esto, como en la cuestión más general del
dolor, los diputados tuvieron que andar con pies de plomo;
el castigo debía tener efectos disuasorios y a la vez llevar a la
readaptación. El castigo no podía ser tan degradante como para
impedir que los condenados volviesen a formar parte de la so­
ciedad. En consecuencia, si bien el código penal establecía la
exposición pública de los condenados, a veces encadenados,
la limitaba cuidadosamente (tres días a lo sumo) según la gra­
vedad del delito.
Los diputados también quisieron borrar los matices reli­
giosos del castigo. Así, eliminaron el acto formal de penitencia
(amende honorable), en el cual el condenado, vestido sólo con
una camisa, y con una cuerda alrededor del cuello y una an­
torcha en la mano, iba hasta la puerta de una iglesia y suplica­
ba el perdón de Dios, del rey y de la justicia. En su lugar, el
comité propuso un castigo basado en los derechos, que deno­
minó «degradación cívica»; podía ser el único castigo o añadir­
se a una condena de cárcel. Lepeletier explicó detalladamente
cómo se llevaría a cabo. El condenado sería conducido a un de­
terminado lugar público, donde el secretario del tribunal de lo
penal leería en voz alta las palabras siguientes: «Tu país te ha
declarado culpable de un acto deshonroso. La ley y el tribunal
te despojan de tu condición de ciudadano francés». Acto se­
guido, se colocaría al condenado en un collar de hierro, donde
permanecería expuesto al público durante dos horas. Su nom ­
bre, su delito y su sentencia se escribirían en un letrero situado
bajo su cabeza. Sin embargo, las mujeres, los extranjeros y los
reincidentes planteaban un problema: ¿cómo podían perder el
derecho al voto o a desempeñar cargos públicos cuando no te­
nían tales derechos? El artículo 32 se ocupaba específicamente
de este asunto: en el caso de una sentencia de «degradación cí­
vica» contra una mujer, un extranjero o un reincidente, se le
condenaría al collar de hierro durante dos horas y llevaría un
letrero parecido al prescrito en los casos normales, pero el se­
cretario no leería la frase relativa a la pérdida de la condición
de ciudadano.35
La expresión «degradación cívica» podía sonar formularia,
pero señalaba la reorientación no sólo del código penal, sino
también del sistema político en general. El condenado era aho­
ra un ciudadano (las mujeres eran ciudadanas «pasivas») en lu­
gar de un súbdito; por tanto, no se le podía obligar a soportar
torturas, castigos innecesariamente crueles o penas excesivamen­
te deshonrosas. Cuando presentó la reforma del código penal,
Lepeletier distinguió dos clases de castigo: los castigos corpo­
rales (cárcel, muerte) y los castigos deshonrosos. Aunque todo
castigo tenía una dimensión relacionada con la vergüenza o la
deshonra, como afirmó el propio Lepeletier, los diputados que­
rían delimitar el uso de castigos deshonrosos. Conservaron la ex­
posición pública y el collar de hierro, pero suprimieron el acto
de penitencia, el uso del cepo y la picota, el arrastre del cadá­
ver en un zarzo después de la ejecución, la reprimenda judicial
y que la causa contra el acusado fuese declarada abierta indefi­
nidamente (lo cual daba a entender que era culpable). «Propo­
nemos», dijo Lepeletier, «que adoptéis el principio [del castigo
deshonroso], pero multipliquéis menos las variaciones, las cua­
les, al dividirlo, debilitan este pensamiento saludable y terrible:
la sociedad y las leyes pronuncian un anatema contra alguien
que se ha envilecido con el delito.» El acto de avergonzar al de­
lincuente podía llevarse a cabo en nombre de la sociedad y las
leyes, pero no en nombre de la religión o del rey.36
En otro paso adelante que suponía un reajuste fundamen­
tal, los diputados decidieron que los nuevos castigos deshonro­
sos eran aplicables al delincuente, pero no a su familia. En los
castigos deshonrosos tradicionales, los familiares de los conde­
nados sufrían las consecuencias directamente. Ninguno de ellos
podía comprar cargos u ocupar puestos públicos, en algunos ca­
sos sus propiedades eran confiscadas y la comunidad los con­
sideraba igualmente deshonrados. En 1784, el joven abogado
Pierre-Louis Lacretelle ganó el primer premio de la Academia
de Metz con un ensayo en el que sostenía que la vergüenza del
castigo deshonroso no debía hacerse extensiva a los familiares.
El segundo premio fue para un joven abogado de la ciudad de
Arras al que aguardaba un futuro notable, Maximilien Robes-
pierre, que adoptó la misma postura.
Esta atención a los castigos deshonrosos refleja un cambio
sutil pero trascendental en el concepto del honor: con la as­
censión de la noción de derechos humanos, la interpretación
tradicional del honor comenzó a ser atacada. Bajo la monar­
quía, el honor había sido la cualidad personal más importante;
de hecho, Montesquieu afirmó en su Del espíritu ck las leyes (1748)
que el honor era «el resorte que movía a la monarquía» como
forma de gobierno. Muchos consideraban que el honor era inhe­
rente a la aristocracia. En su ensayo sobre los castigos deshon­
rosos, Robespierre señaló que el origen de la práctica de aver­
gonzar a familias enteras había que buscarlo en los defectos de
la propia noción de honor:
Si uno considera la naturaleza de este honor, fértil en caprichos,
siempre inclinado a una delicadeza excesiva, que a menudo apre­
cia las cosas por su atractivo en lugar de por su valor intrínseco, y
a los hombres por sus accesorios, títulos que les son extraños, en
lugar de por sus cualidades personales, comprenderá fácilmente
cómo [el honor] podía someter al desprecio a cuantos tenían algo
que ver con un villano castigado por la sociedad.
Con todo, Robespierre también denunció que se reservara la
decapitación (tenida por más honorable) a los nobles. ¿Quería
que todo el mundo fuese igualmente honorable, o bien era par­
tidario de renunciar al honor?37
Sin embargo, el honor estaba experimentando cambios ya
antes de la década de 1780. «Honneur», según la edición de 1762
del diccionario de la Académie Frangaise, significa «virtud, pro­
bidad». «Cuando se habla de mujeres», no obstante, «honor sig­
nifica castidad, recato.» De forma creciente en la segunda mitad
del siglo XVIII, las distinciones en el honor separaban a los hom­
bres de las mujeres más que a los aristócratas de los comunes.
Para los hombres, el honor se asociaba cada vez más a la virtud,
la cualidad que Montesquieu asociaba a las repúblicas; todos los
ciudadanos eran honorables si eran virtuosos. En el nuevo sis­
tema, el honor tenía que ver con las acciones, no con la cuna.
La distinción entre los hombres y las mujeres trascendía los lí­
mites del honor y alcanzaba la cuestión de la ciudadanía y las
formas de castigo. El honor (y la virtud) de las mujeres era pri­
vado y doméstico; el de los hombres era público. Los hombres
y las mujeres por igual podían ser avergonzados como castigo,
pero sólo los hombres tenían derechos políticos que perder. En
el castigo, como en los derechos, los aristócratas y los comunes
eran ahora iguales; los hombres y las mujeres no lo eran.38
La disolución del honor no pasó inadvertida. En 1794, el es­
critor Sébastien-Roch Nicolás Chamfort, uno de los miembros
de la selecta Académie Fran^aise, satirizó el cambio:
Es una verdad reconocida que nuestro siglo ha puesto las palabras
en su sitio; desterrando las sutilezas escolásticas, dialécticas y me­
tafísicas, ha regresado a lo sencillo y verdadero en la física, la mo­
ral y la política. Hablando sólo de moral, uno se da cuenta de en
qué medida esta palabra, honor, incorpora ideas complejas y me­
tafísicas. Nuestro siglo se percató de los inconvenientes de éstas
y, para que todo volviera a lo sencillo, para impedir todos los abu­
sos de las palabras, ha determinado que el honor continúe sien­
do esencial a todo hombre que nunca haya sido un ex presidiario.
En otro tiempo esta palabra era causa de equívocos y polémicas;
en la actualidad, nada podría ser más claro. ¿Un hombre ha sido
colocado en el collar de hierro o no? He aquí el estado de la cues­
tión. Es una sencilla cuestión de hechos a la que se puede res­
ponder fácilmente con los registros del secretario del tribunal. Un
hombre que no ha sido colocado en el collar de hierro es un hom­
bre de honor que puede reclamar cualquier cosa, plazas en el mi­
nisterio, etcétera. Tiene acceso a las corporaciones profesionales, a
las academias, a los tribunales soberanos. Uno se da cuenta de en
qué medida la claridad y la precisión nos salvan de peleas y dis­
cusiones, y de en qué medida el comercio de la vida se vuelve có­
modo y fácil.
Chamfort tenía sus propias razones para tomarse el honor
en serio. Hijo de padres desconocidos que le habían abandona­
do, adquirió fama como literato y llegó a ser secretario personal
de la hermana de Luis XVI. Se mató en el apogeo del Terror,
no mucho tiempo después de haber escrito las palabras arriba
citadas. Durante la Revolución, primero atacó a la prestigiosa
Académie Fran^aise, que le había elegido en 1781, y luego se
arrepintió de sus acciones y la defendió. Ser elevado a la condi­
ción de miembro de la Académie era el mayor honor que bajo
la monarquía se podía conceder a un escritor. La Académie fue
abolida en 1793 y Napoleón la restauró. Chamfort captó no sólo
la magnitud del cambio en la noción del honor -la dificultad
de mantener las distinciones sociales en un mundo impacien­
temente igualitario-, sino también la relación que esto guarda­
ba con el nuevo código penal. El collar de hierro se había con­
vertido en el común denominador más bajo de la pérdida del
honor.39
El nuevo código penal fue sólo una de las numerosas con­
secuencias que siguieron a la Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano. Los diputados habían respondido a
los apremios del duque de Montmorency a «dar un gran ejem­
plo» redactando una declaración de derechos, y a las pocas se­
manas descubrieron lo impredecibles que podían resultar los
efectos de semejante acción ejemplarizante. «La acción de ma­
nifestar, decir, exponer o anunciar abierta, explícita o formal­
mente» que entrañaba el hecho de declarar tenía una lógica en­
teramente propia. Una vez anunciados de forma abierta, los
derechos planteaban nuevos interrogantes: interrogantes que an­
tes no se expresaban ni podían expresarse. La acción de decla­
rar fue apenas el primer paso de un proceso extremadamente
emocionante, un proceso que continúa en nuestros días.
«No tendrá fin»
Las consecuencias de declarar

Justo antes de la Navidad de 1789, los diputados de la Asam­


blea Nacional francesa se encontraron en medio de un debate
peculiar. Dio inicio cuando el 21 de diciembre un diputado plan­
teó la cuestión de los derechos de sufragio de los no católicos.
«Habéis declarado que todos los hombres nacen y permanecen
libres e iguales en derechos», recordó a los demás diputados.
«Habéis declarado que nadie puede ser incomodado por sus
opiniones religiosas.» Muchos protestantes se sentaban entre
ellos en calidad de diputados, señaló, y por eso la Asamblea de­
bía decretar inmediatamente que los no católicos tenían dere­
cho al voto, a desempeñar cargos y a aspirar a cualquier puesto
civil o militar, «igual que otros ciudadanos».
Los «no católicos» constituían una categoría extraña. Cuando
Pierre Brunet de Latuque la empleó en su propuesta de decre­
to, era claro que se refería a los protestantes. Pero ¿no incluyó
también a los judíos? En 1789, Francia acogía a unos cuarenta
mil judíos, además de entre cien mil o doscientos mil protestan­
tes (los católicos representaban el 99 por ciento de la población).
Dos días después de la primera intervención de Brunet de Latu­
que, el conde Staninslas de Clermont-Tonnerre decidió ir al gra­
no. «No hay término medio posible», recalcó. O se instauraba
una religión oficial del Estado, o se permitía el sufragio y el ac­
ceso a los cargos públicos a los miembros de cualquier religión.
Clermont-Tonnerre hizo hincapié en que las creencias religio-
sas no debían ser causa de exclusión de los derechos políticos;
por tanto, también los judíos debían disfrutar de la igualdad de
derechos. Pero eso no fue todo. A su modo de ver, la profesión
tampoco debía ser motivo de exclusión. Los verdugos y los ac­
tores, que en el pasado habían sido privados de derechos polí­
ticos, ahora debían poder disfrutar de ellos. (A los verdugos se
les había considerado deshonrosos porque mataban gente para
ganarse la vida; y a los actores, porque fingían ser otras perso­
nas.) Clermont-Tonnerre opinaba que había que ser consecuen­
te: «O bien prohibimos por completo las obras de teatro, o bien
eliminamos el deshonor asociado a la profesión de actor».1
Así pues, las cuestiones relacionadas con los derechos reve­
laron una tendencia a precipitarse en cascada. Una vez que los
diputados consideraron el estatus de los protestantes como mi­
noría religiosa privada de los derechos de sufragio, forzosamen­
te tuvieron que ocuparse también de los judíos; tan pronto como
las exclusiones por motivos religiosos pasaron a la orden del
día, las de los profesionales no tardaron en seguirlas. Ya en 1776,
John Adams había temido una progresión aún más radical en
Massachusetts. Escribió ajam es Sullivan:
Tened por seguro, señor, que es peligroso abrir tan fructífera fuen­
te de polémica y disputa; como la que abriría el intento de alterar
los requisitos de los votantes. No tendrá fin. Surgirán nuevas rei­
vindicaciones. Las mujeres exigirán el Voto. Los muchachos de 12
a 21 años pensarán que sus derechos no reciben la atención me­
recida, y todo hombre que no tenga un cuarto de penique exigirá
igual voz que cualquier otro en todos los actos de Estado.
Adams no pensaba realmente que las mujeres o los niños
fuesen a pedir el derecho de voto, pero temía las consecuencias
de extender el sufragio a los hombres sin propiedades. La for­
ma más fácil de argumentar en contra de «todo hombre que no
tenga un cuarto de penique» era señalar peticiones todavía más
absurdas que podían hacer los que se encontraban en peldaños
más bajos de la escala social.2
Tanto en los recién fundados Estados Unidos como en Fran­
cia, las declaraciones de derechos hablaban de «hombres», «ciu­
dadanos», «personas» y «la sociedad» sin abordar las diferencias
de categoría política. Incluso antes de que se redactara la Decla­
ración francesa, un sagaz teórico constitucional, el abate Sieyés,
se había mostrado a favor de distinguir entre, por un lado, los
derechos naturales y los derechos civiles de los ciudadanos y,
por otro, los derechos políticos. Las mujeres, los niños, los ex­
tranjeros y las personas que no pagaban impuestos debían ser
solamente ciudadanos «pasivos». «Sólo aquellos que contribu­
yen al sistema público son como los verdaderos accionistas de
la gran empresa social. Sólo ellos son los verdaderos ciudada­
nos activos.»3
Los mismos principios estaban vigentes desde hacía mucho
tiempo en la otra orilla del Atlántico. Las trece colonias nega­
ban el voto a las mujeres, los afroamericanos, los indios ameri­
canos y las personas sin propiedades. En Delaware, por ejem­
plo, el sufragio estaba limitado a los varones adultos de raza
blanca que poseían alrededor de veinte hectáreas de tierras, re­
sidían en Delaware desde hacía dos años como mínimo, eran
naturales del país o naturalizados, negaban la autoridad de la
Iglesia católica y reconocían que el Antiguo y el Nuevo Testa­
mento eran de inspiración divina. Tras la Independencia, algu­
nos estados promulgaron disposiciones más liberales. Pensilva-
nia, por ejemplo, hizo extensivo el derecho de voto a todos los
hombres adultos y libres que pagaran impuestos, fuera cual fue­
se su cuantía, y Nueva Jersey permitió brevemente que votaran
las mujeres poseedoras de propiedades; pero la mayoría de los
estados conservaron los requisitos relativos a las propiedades, y
muchos mantuvieron también los de índole religiosa, al menos
durante un tiempo. John Adams captó la opinión dominante:
«[T] al es la fragilidad del corazón humano que muy pocos hom ­
bres que no poseen ninguna propiedad tienen algún tipo de cri­
terio propio».4
La cronología básica de la extensión de los derechos es más
fácil de seguir en Francia porque los derechos políticos fueron
definidos por la legislación nacional, mientras que en los recién
fundados Estados Unidos tales derechos eran regulados por cada
estado. En la semana del 20 al 27 de octubre de 1789, los dipu­
tados aprobaron una serie de decretos que establecían las condi­
ciones requeridas para votar: 1.° Ser francés o haberse naturali­
zado francés; 2.° Haber alcanzado la mayoría de edad, que a la
sazón era de 25 años; 3.° Haber residido en el distrito durante
un año como mínimo; 4.° Pagar impuestos directos conforme
a una tasa igual al valor local de tres días de trabajo (se requería
una tasa más elevada para tener derecho a desempeñar cargos);
y 5.° No ser sirviente doméstico. Los diputados no dijeron nada
sobre la religión, la raza ni el sexo cuando fijaron estos requi­
sitos, aunque resulta claro que dieron por sentado que las mu­
jeres y los esclavos quedaban excluidos.
Durante los meses y años siguientes, los diversos grupos, uno
tras otro, fueron objeto de análisis específicos, y la mayoría de
ellos acabó gozando de iguales derechos políticos. Los varones
protestantes obtuvieron sus derechos el 24 de diciembre de 1789,
al igual que todos los profesionales. Los varones judíos los obtu­
vieron finalmente el 27 de septiembre de 1791. Algunos varones
negros libres, aunque no todos, obtuvieron derechos políticos
el 15 de mayo de 1791, pero los perdieron el 24 de septiembre
y luego les fueron devueltos y aplicados de forma más general
el 4 de abril de 1792. El 10 de agosto de 1792, el derecho de
voto se hizo extensivo a todos los hombres (en la Francia me­
tropolitana), excepto a los sirvientes y los parados. El 4 de fe­
brero de 1794 se abolió la esclavitud y, al menos en un princi­
pio, se concedieron derechos iguales a los esclavos. A pesar de
esta extensión casi inimaginable de los derechos políticos a gru­
pos que antes carecían de ellos, las mujeres no se beneficiaron
de ello: las mujeres nunca obtuvieron derechos políticos iguales
durante la Revolución. Sin embargo, sí les fueron otorgados de­
rechos iguales de sucesión y el derecho a divorciarse.

La lógica de los derechos: minorías religiosas


La Revolución francesa, más que cualquier otro aconteci­
miento, reveló que los derechos humanos tienen una lógica in­
terna. Cuando los diputados se vieron en la necesidad de trans­
formar sus elevados ideales en leyes específicas, sin darse cuenta
crearon una especie de «concebibilidad» o «pensabilidad». Nadie
sabía por adelantado qué grupos iban a ser estudiados, cuándo
se estudiarían ni cuál sería la resolución de su estatus. Pero tar­
de o temprano se hizo patente que otorgar derechos a algunos
grupos (los protestantes, por ejemplo) era más fácil de imaginar
que otorgarlos a otros (las mujeres). La lógica del proceso deter­
minó que en cuanto a un grupo sumamente «concebible» le to­
case el tumo de ser estudiado (los varones con propiedades, los
protestantes), los de la misma categoría pero situados más abajo
en la escala de «concebibilidad» (los varones sin propiedades, los
judíos) aparecerían inevitablemente en la orden del día. La ló­
gica del proceso no hacía que los acontecimientos avanzaran ne­
cesariamente en línea recta, aunque a la larga ésa era la tenden­
cia. Así, por ejemplo, los contrarios a los derechos de los judíos
se sirvieron del caso de los protestantes (éstos al menos eran
cristianos, a diferencia de los judíos) para persuadir a los dipu­
tados de que pusieran sobre la mesa la cuestión de los derechos
de los judíos. De cualquier forma, en menos de dos años los
judíos obtuvieron derechos iguales, en parte porque el debate
explícito sobre sus derechos había hecho que la Concesión de
derechos iguales a los judíos resultara más imaginable.
En el funcionamiento de esta lógica, la naturaleza supues­
tamente metafísica de la Declaración de los Derechos del Hom­
bre y del Ciudadano desempeñó un papel muy positivo. Preci­
samente porque dejó a un lado toda cuestión específica, el de­
bate sobre principios generales celebrado en julio-agosto de 1789
contribuyó a poner en marcha formas de pensar que con el tiem­
po fomentarían interpretaciones más radicales de los detalles es­
pecíficos requeridos. La declaración se concibió para articular los
derechos universales de la humanidad y los derechos políticos
generales de la nación francesa y sus ciudadanos. No presenta­
ba requisitos específicos para la participación activa. La institu­
ción de un gobierno requirió pasar de lo general a lo concreto;
tan pronto como se convocaron elecciones, la definición de los
requisitos para votar y desempeñar cargos se hizo urgente. La
virtud de haber empezado por lo general resultó evidente cuan­
do llegó el momento de pasar a lo concreto.
Los protestantes fueron el primer grupo con identidad pro­
pia que fue tomado en consideración, y el debate correspon­
diente reveló un aspecto que debería tenerse en cuenta en las
disputas posteriores: un grupo no podía ser considerado aislada­
mente. No era posible examinar la cuestión de los protestantes
sin plantear la de los judíos. De modo parecido, los derechos
de los actores no podían ponerse en entredicho sin invocar el
espectro de los verdugos, o los derechos de los negros libres sin
llamar la atención sobre los esclavos. Cuando los panfletistas
escribían sobre los derechos de las mujeres, inevitablemente los
comparaban con los derechos de los hombres sin propiedades
y de los esclavos. Incluso los debates sobre la edad en que se
alcanzaba la condición de adulto (ésta se rebajó de los 25 a los
21 años en 1792) dependían de su comparación con la infancia.
El estatus y los derechos de los protestantes, los judíos, los ne­
gros libres o las mujeres eran determinados en gran medida por
su lugar en la red más amplia de grupos que constituían la orga­
nización social y política.
Los protestantes y los judíos, conjuntamente, ya habían sido
objeto de los debates acerca de la necesidad de redactar una de­
claración. El joven diputado conde de Castellane había soste­
nido que los protestantes y los judíos debían gozar del «más sa­
grado de todos los derechos, el de la libertad de religión». Sin
embargo, hasta él insistió en que ninguna religión concreta de­
bía citarse en la declaración. Rabaut Saint-Étienne, él mismo
pastor calvinista del Languedoc, donde vivían muchos correli­
gionarios suyos, mencionó que la lista de agravios local exigía la
libertad de religión para los no católicos. Rabaut incluyó explí­
citamente a los judíos entre los no católicos, pero su argumen­
to, al igual que el de todos los demás participantes en el deba­
te, se refería a la libertad de religión, no a los derechos políticos
de las minorías. Tras horas de debate tumultuoso, los diputa­
dos adoptaron en agosto una forma conciliatoria que de ningún
modo mencionaba los derechos políticos (el artículo 10 de la De­
claración): «Nadie debe ser incomodado por sus opiniones, in­
clusive religiosas, a condición de que su manifestación no per­
turbe el orden público establecido por la ley». La formulación
era deliberadamente ambigua, e incluso fue interpretada por al­
gunos como una victoria de los conservadores, que se oponían
con vehemencia a la libertad de religión. ¿No «alteraría el orden
público» la celebración pública del culto protestante?5
No obstante, en diciembre, menos de seis meses después, la
mayoría de los diputados ya daba por sentada la libertad de re­
ligión. Pero, en tal caso, ¿la libertad de religión también entra­
ñaba derechos políticos iguales para las minorías religiosas? Bru-
net de Latuque planteó el asunto de los derechos políticos de los
protestantes justo una semana después de que se redactara el re­
glamento para las elecciones municipales del 14 de diciembre
de 1789. Informó a sus colegas de que se estaba excluyendo a
los no católicos de las listas de votantes con el pretexto de que
no se les había incluido por su nombre en el reglamento. «Sin
duda no habéis deseado, Señores», dijo esperanzado, «que las
opiniones religiosas sean una razón oficial para excluir a algu­
nos ciudadanos y admitir a otros.» El lenguaje empleado por
Brunet fue revelador: los diputados debían interpretar sus ac­
ciones anteriores a la luz del presente. Los oponentes de los pro­
testantes querían alegar que éstos no podían participar porque
la Asamblea no había votado un decreto a tal efecto; después
de todo, los protestantes habían estado excluidos por ley de los
cargos políticos desde la revocación en 1685 del edicto de Nan-
tes, y ninguna ley posterior había revisado oficialmente su es­
tatuto político. Brunet y sus partidarios adujeron que los prin­
cipios generales proclamados en la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano no admitían ninguna excepción,
que todos los que habían alcanzado la mayoría de edad y cum­
plían las condiciones económicas para tener derecho de voto
debían gozar automáticamente de tal derecho, y que, por tan­
to, las anteriores restricciones contra los protestantes ya no eran
válidas.6
Dicho de otro modo, el universalismo abstracto de la De­
claración estaba ahora pagando las consecuencias. Ni Brunet ni
nadie más sacó a colación en ese momento el asunto de los de­
rechos de las mujeres; al parecer, la elegibilidad automática no
comprendía la diferencia sexual. Pero en el instante en que el es­
tatuto de los protestantes se elevó de tal manera, la puerta ya
estaba abierta. Algunos diputados reaccionaron con alarma. La
propuesta de Clermont-Tonnerre de hacer extensivos los dere­
chos de los protestantes a todas las religiones y profesiones sus­
citó un intenso debate. Aunque era la cuestión de los derechos
de los protestantes la que había dado inicio a las disputas, casi
todo el mundo reconocía ahora que los protestantes debían go­
zar de los mismos derechos que los católicos. La extensión de los
derechos a los verdugos y los actores no provocó más que al­
gunas objeciones aisladas y en gran parte frívolas; en cambio, la
sugerencia de otorgar derechos políticos a los judíos motivó una
resistencia furiosa. Hasta un diputado dispuesto a aceptar una fu­
tura emancipación de los judíos llegó a sostener: «Su holgaza­
nería, su falta de tacto, resultado necesario de las leyes y las
condiciones humillantes a las que se ven sometidos en muchas
partes, todo ello contribuye a hacerlos odiosos». Otorgarles de­
rechos, a su modo de ver, sólo serviría para provocar una reac­
ción popular contra ellos (y, de hecho, ya se habían registrado
disturbios contra los judíos, al este de Francia). El 24 de diciem­
bre de 1789 -víspera de Navidad-, la Asamblea votó a favor de
extender los derechos políticos iguales a los «no católicos» y a
todas las profesiones, al mismo tiempo que ponía sobre la mesa
la cuestión de los derechos políticos de los judíos. El voto a fa­
vor de los derechos políticos de los protestantes fue evidente­
mente masivo, según los participantes, y un diputado aludió en
su diario al «júbilo que se manifestó en el momento en que se
aprobaron los decretos».7
El cambio de opinión sobre los protestantes fue asombro­
so. Antes del Edicto de Tolerancia de 1787, los protestantes no
podían practicar su religión, casarse o transmitir sus propieda­
des legalmente. A partir de 1787 pudieron practicar su religión,
casarse ante funcionarios locales y registrar el nacimiento de
sus hijos. Sin embargo, sólo obtuvieron derechos civiles, no la
igualdad de derechos en cuanto a la participación en política,
y todavía no disfrutaban del derecho a practicar su religión en
público. Esto último estaba reservado a los católicos. Algunos
tribunales superiores se resistieron a la aplicación del Edicto has­
ta 1788 y 1789. En agosto de 1789, por tanto, distaba mucho
de ser evidente que la mayoría de los diputados apoyase la ver­
dadera libertad religiosa. De cualquier modo, a finales de di­
ciembre ya habían otorgado la igualdad de derechos políticos a
los protestantes.
¿Cuál era la explicación de este cambio de parecer? Rabaut
Saint-Etienne atribuyó la transformación de las actitudes al des­
pliegue de responsabilidad cívica por parte de los diputados pro­
testantes. Veinticuatro protestantes, entre ellos él mismo, habían
sido elegidos diputados en 1789. Incluso antes, los protestantes
ya habían desempeñado cargos locales a pesar de las proscrip­
ciones oficiales, y en medio de la incertidumbre de los primeros
meses de 1789, muchos protestantes habían participado en las
elecciones para los Estados Generales. El principal historiador
de la Asamblea Nacional, Timothy Tackett, cree que el cam­
bio de opinión sobre los protestantes se debió a luchas políticas
internas en la Asamblea; los moderados encontraban cada vez
más desagradable el obstruccionismo de la derecha y, por con­
siguiente, se alinearon con la izquierda, que apoyaba la extensión
de derechos. Sin embargo, incluso el principal ejemplo de obs­
truccionismo que cita Tackett, el turbulento abate Jean Maury,
diputado clerical, se mostró a favor de los derechos de los pro­
testantes. La postura de Maury nos ofrece una pista acerca del
proceso, porque vincula el apoyo a los derechos políticos de los
protestantes con la denegación de tales derechos a los judíos:
«Los protestantes tienen la misma religión y las mismas leyes que
nosotros [...], ya gozan de los mismos derechos». Maury quiso
distinguir de esta manera a los protestantes de los judíos. Con
todo, los judíos españoles y portugueses que vivían en el sur de
Francia empezaron inmediatamente a prepararse para elevar una
petición a la Asamblea Nacional en la que afirmaban que tam­
bién ellos ya estaban ejerciendo sus derechos políticos en el
ámbito local. El intento de enfrentar a una minoría religiosa con
otra no hizo más que aumentar la rendija de la puerta.8
La transformación que experimentó el estatus de los protes­
tantes se debió tanto a la teoría como a la práctica, es decir, al
debate sobre principios generales de libertad religiosa y a la par­
ticipación real de los protestantes en asuntos locales y nacio­
nales. Brunet de Latuque había invocado el principio general al
afirmar que los diputados no podían desear que «las opiniones
religiosas fueran una razón oficial para excluir a algunos ciuda­
danos y admitir a otros». Maury, que no quería aceptar el pun­
to de vista general, tuvo que aceptar el punto de vista práctico;
los protestantes ya ejercían los mismos derechos que los católi­
cos. El debate general de agosto había dejado a propósito estos
asuntos sin resolver, y de este modo había abierto la puerta a
posteriores interpretaciones y, más importante aún, no la había
cerrado a la participación en asuntos locales. Los protestantes e
incluso algunos judíos se habían apresurado a sacar el máximo
partido de las nuevas oportunidades que se les presentaban.
A diferencia de los protestantes antes del Edicto de Toleran­
cia de 1787, los judíos franceses no sufrían castigos por profesar
públicamente su religión, pero disfrutaban de pocos derechos
civiles y ninguno político. De hecho, la «francesidad» de los ju­
díos se ponía en duda hasta cierto punto. Los calvinistas eran
franceses que se habían descarriado abrazando la herejía, mien­
tras que los judíos eran originariamente extranjeros que consti­
tuían una nación aparte dentro de Francia. Así, los judíos alsa-
cianos eran llamados oficialmente «la nación judía de Alsacia».
Pero la palabra «nación» tenía entonces un significado menos
nacionalista que el que tomaría más tarde, en los siglos XIX y XX.
Al igual que la mayoría de los judíos de Francia, los judíos al-
sacianos constituían una nación en la medida en que vivían en
el seno de una comunidad judía cuyos derechos y obligaciones
habían sido fijados por patentes especiales de privilegio del rey.
Poseían el derecho de gobernar algunos de sus propios asuntos,
e incluso de juzgar causas en sus propios tribunales; pero tam­
bién sufrían numerosas restricciones en cuanto a los tipos de
oficios que podían ejercer, los lugares donde podían vivir y las
profesiones a las que podían aspirar.9
Los autores de la Ilustración habían escrito con frecuencia
sobre los judíos, aunque no siempre positivamente, y tras la con­
cesión de ios derechos civiles a los protestantes en 1787, la aten­
ción se desplazó hacia la tarea de mejorar la situación de los ju­
díos. Luis XVI creó en 1788 una comisión encargada de estudiar
el asunto, pero era demasiado tarde para que se tomasen me­
didas antes de la Revolución. Aunque los derechos políticos de
los judíos ocupaban un nivel inferior a los de los protestantes
en la escala de «concebibilidad», los judíos acabaron beneficián­
dose de la atención que atraían sobre sí. Sin embargo, los deba­
tes explícitos no se traducían inmediatamente en derechos. De
todas las listas de agravios redactadas en la primavera de 1789,
un total de 307 mencionaban explícitamente a los judíos, pero
las opiniones que contenían estaban muy divididas. El 17 por
ciento instaba a limitar el número de judíos que podían entrar
en Francia y el nueve por ciento abogaba por su expulsión,
mientras que sólo un nueve o diez por ciento pedía que se me­
jorasen sus condiciones. En medio de los miles de listas de agra­
vios, sólo ocho estaban a favor de conceder la igualdad de dere­
chos a los judíos. Aun así, eran más que las que reivindicaban lo
mismo para las mujeres.10
Los derechos de los judíos parecen ajustarse a la regla gene­
ral de que los primeros esfuerzos por plantear el asunto de los
derechos suelen fracasar. La postura en gran parte negativa de
las listas de agravios prefiguró la negativa de los diputados a con­
ceder derechos políticos a los judíos en diciembre de 1789. Du­
rante los veinte meses siguientes, sin embargo, la lógica de los
derechos hizo avanzar el debate. Al cabo de un mes tan sólo
desde que empezara a debatirse sobre los derechos de los judíos,
los judíos españoles y portugueses del sur de Francia elevaron
su petición a la Asamblea, en la cual afirmaban que, al igual que
los protestantes, ya participaban en la política en algunas ciu­
dades del sur de Francia, como Burdeos. Hablando en nombre
del Comité preparatorio de la Constitución, el obispo católico
liberal Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord aprobó en esen­
cia la postura de los judíos. Estos no pedían nuevos derechos de
ciudadanía, aclaró; lo único que pedían era «continuar disfru­
tando de tales derechos», dado que, al igual que los protestantes,
ya los ejercían. La Asamblea pudo así otorgar derechos a algunos
judíos sin cambiar el estatus de los judíos en general. De esta ma­
nera fue posible que el argumento basado en la práctica se vol­
viera contra quienes querían distinciones categóricas.11
El discurso de Talleyrand provocó un tumulto, especialmen­
te entre los diputados de Alsacia-Lorena, que era el lugar que al­
bergaba la población judía más numerosa. Los judíos del este de
Francia eran asquenazíes que hablaban yídish. Los hombres lle­
vaban barba, a diferencia de los sefardíes de Burdeos, y las regu­
laciones francesas restringían en gran parte sus ocupaciones a la
de prestamistas y buhoneros. Entre ellos y sus deudores campe­
sinos había una antipatía mutua. Los diputados de la región se
apresuraron a señalar la consecuencia inevitable de seguir la ini­
ciativa de Talleyrand: «La excepción a favor de los judíos de Bur­
deos [en gran parte sefardíes] pronto dará como resultado la mis­
ma excepción a favor de los otros judíos del reino». En medio de
vehementes objeciones, no obstante, los diputados aprobaron (por
374 votos a favor y 224 en contra) que «todos los judíos conoci­
dos como judíos portugueses, españoles y aviñoneses continuarán
ejerciendo los derechos que han ejercido hasta ahora», y, por tan­
to, «ejercerán los derechos de ciudadanos activos mientras satis­
fagan los requisitos establecidos por los decretos de la Asamblea
Nacional [para la ciudadanía activa]».12
El voto a favor de que algunos judíos continuasen ejercien­
do sus derechos hizo que a la larga resultara más difícil negár­
selos a otros. El 27 de septiembre de 1791, la Asamblea revocó
todas sus anteriores reservas y excepciones relativas a los judíos,
con lo cual otorgó la igualdad de derechos a todos ellos. Tam­
bién requirió que los judíos prestaran un juramento cívico de
renuncia de los privilegios y exenciones especiales negociados
por la monarquía. Tal como dijo Clermont-Tonnerre: «Debemos
negárselo todo a los judíos como nación y concedérselo todo a
los judíos como individuos». A cambio de renunciar a sus pro­
pios tribunales y leyes, los judíos pasarían a ser ciudadanos fran­
ceses individuales, como todos los demás. Nuevamente, la prác­
tica y la teoría actuaron según una relación dinámica. Sin la
teoría, es decir, sin los principios enunciados en la Declaración,
la referencia a que algunos judíos ya ejercían estos derechos hu­
biera tenido poca repercusión. Sin la referencia a la práctica, qui­
zá la teoría hubiera seguido siendo letra muerta (como, al pare­
cer, continuó siéndolo para las mujeres).13
No obstante, los derechos no fueron otorgados sencillamen­
te por el cuerpo legislativo. Los debates sobre los derechos im­
pulsaron a las comunidades minoritarias a hablar por sí mismas
y a exigir igual reconocimiento. Los protestantes tenían mayor
peso social pues podían dirigirse a la Asamblea Nacional por me­
dio de sus diputados elegidos. Pero los judíos de París, que no
tenían estatus corporativo y eran sólo unos cuantos centenares
en total, ya habían presentado su primera petición a la Asamblea
Nacional en agosto de 1789. En ella pedían a los diputados que
«consagraran nuestro título y nuestros derechos de Ciudadanos».
Una semana más tarde, representantes de la comunidad judía de
Alsacia y Lorena, mucho más numerosa, dieron a conocer una
carta abierta que también pedía la ciudadanía. Cuando, en ene­
ro de 1790, los diputados reconocieron los derechos de los judíos
del sur, los judíos de París, Alsacia y Lorena se unieron para pre­
sentar una petición conjunta. En vista de que algunos diputados
habían dudado de que los judíos realmente quisieran la ciuda­
danía francesa, los peticionarios expusieron su postura con la
máxima claridad: «Piden que las distinciones degradantes que
han sufrido hasta hoy sean abolidas y que ellos sean declarados
CIUDADANOS». Los peticionarios sabían exactamente qué tecla
tocar. Después de un largo examen de la totalidad de los viejos
prejuicios sobre los judíos, concluyeron con una invocación de
la inevitabilidad histórica: «Todo está cambiando; la suerte de los
judíos debe cambiar al mismo tiempo; y el pueblo no se sor­
prenderá más de este cambio en particular que de todos los que
ve a su alrededor cada día [...]. [Ajtribuid la mejora de la suer­
te de los judíos a la revolución; amalgamad, por así decirlo, esta
revolución parcial con la revolución general». Pusieron a su pan­
fleto la misma fecha en que la Asamblea había votado a favor de
hacer una excepción con los judíos del sur.14
Así pues, en un plazo de dos años, las minorías religiosas
de Francia habían obtenido la igualdad de derechos. Por supues­
to, los prejuicios no habían desaparecido, especialmente aque­
llos relativos a los judíos. De todos modos, es posible hacerse
cierta idea de la magnitud de este cambio, ocurrido en tan poco
tiempo, mediante sencillas comparaciones. En Gran Bretaña,
los católicos tuvieron acceso por primera vez a las fuerzas ar­
madas, las universidades y la judicatura en 1793. Los judíos bri­
tánicos tuvieron que esperar hasta 1845 para lograr las mismas
concesiones. Los católicos no pudieron ser elegidos al Parla­
mento británico hasta después de 1829; los judíos, hasta des­
pués de 1858. En los nuevos Estados Unidos, el desarrollo de
los acontecimientos fue algo mejor. La pequeña población ju­
día de las colonias británicas de Norteamérica, formada por ape­
nas dos mil quinientas personas, no gozaba de igualdad polí­
tica. Tras la Independencia, la mayor parte de Estados Unidos
continuó restringiendo el desempeño de cargos (y, en algunos
estados, el sufragio) a los protestantes. La primera enmienda a
la Constitución, redactada en septiembre de 1789 y ratificada
en 1791, garantizaba la libertad religiosa, y progresivamente los
estados fueron suprimiendo sus pruebas de fidelidad religiosa.
Normalmente, el proceso se desarrollaba en dos etapas, como
en Gran Bretaña: los católicos obtenían primero plenos dere­
chos políticos, y luego los judíos. Massachusetts, por ejemplo,
permitió en 1780 que todas las personas «de religión cristia­
na» desempeñaran cargos, pero esperó hasta 1833 para hacer lo
mismo para todas las religiones. Siguiendo la iniciativa de Jef­
ferson, Virginia actuó más rápidamente y concedió la igualdad
de derechos en 1785; Carolina del Sur y Pensilvania siguieron
su ejemplo en 1790. Rhode Island no tomó la misma medida
hasta 1842.15
Negros libres, esclavitud y raza
La tremenda fuerza de la lógica revolucionaria de los dere­
chos puede verse más claramente aún en las decisiones que to­
maron los franceses respecto a los negros libres y los esclavos. De
nuevo, la comparación es reveladora: Francia concedió la igual­
dad de derechos políticos a los negros libres (1792) y emancipó
a los esclavos (1794) mucho antes que cualquier otra nación es­
clavista. Aunque en el recién creado país de Estados Unidos se
otorgaron derechos a las minorías religiosas mucho antes que sus
parientes británicos, se quedaron muy atrás en el caso de la es­
clavitud. Después de años de campañas de petición encabeza­
das por la Society for the Abolition of the Slave Trade [Socie­
dad para la Abolición de la Trata de Esclavos], de inspiración
cuáquera, el Parlamento británico votó en 1807 por poner fin
a la participación en la trata de esclavos, y en 1833 decidió abo­
lir la esclavitud en las colonias británicas. El panorama en Esta­
dos Unidos era más desalentador, ya que la Convención Cons­
titucional de 1787 no otorgó al gobierno federal el control de
la esclavitud. Aunque el Congreso también votó en 1807 por
prohibir la importación de esclavos, Estados Unidos no abolió
oficialmente la esclavitud hasta 1865, cuando la Decimotercera
Enmienda a la Constitución fue ratificada. Asimismo, el esta­
tus de los negros libres descendió en muchos estados después
de 1776, y alcanzó su punto más bajo con el notorio «caso Dred
Scott» en 1857, cuando el Tribunal Supremo de Estados Unidos
declaró que ni los esclavos ni los negros libres eran ciudadanos.
Esta decisión no se revocó hasta 1868, cuando la Decimocuarta
Enmienda a la Constitución fue ratificada y garantizó que «to­
das las personas nacidas o naturalizadas en Estados Unidos y
sometidas a su jurisdicción son ciudadanos de Estados Unidos
y del Estado en el que residen».16
Los abolicionistas franceses siguieron el ejemplo inglés y
en 1788, tomando como modelo la Society for the Abolition
of the Slave Trade, crearon una sociedad hermana: la Sociedad
de Amigos de los Negros. Como carecía de apoyos, esta socie­
dad hubiera fracasado de no ser por los acontecimientos de 1789,
que la pusieron en primer plano. Las opiniones de los Amigos
de los Negros no podían pasarse por alto, ya que entre sus prin­
cipales miembros se contaban Brissot, Condorcet, La Fayette y
el abate Baptiste-Henri Grégoire, todos ellos muy conocidos por
sus campañas a favor de los derechos humanos en otros ámbi­
tos. El clérigo católico lorenés Grégoire había abogado, incluso
antes de 1789, por la relajación de las restricciones que pesaban
sobre los judíos al este de Francia, y en 1789 publicó un pan­
fleto que propugnaba la igualdad de derechos para los hombres
de color libres. Llamó la atención sobre el creciente racismo de
los colonos blancos: «Los blancos», afirmó, «teniendo la fuerza
de su lado, han declarado injustamente que una piel oscura ex­
cluye a uno de las ventajas de la sociedad».17
Con todo, no puede decirse que la concesión de derechos
a los negros y los mulatos libres y la abolición de la esclavitud
se hicieran por aclamación. En la nueva Asamblea Nacional, los
abolicionistas se encontraban en grandísima inferioridad numé­
rica ante aquellos que temían alterar el sistema basado en la es­
clavitud, que tantas riquezas reportaba a Francia. Los hacendados
y los mercaderes blancos de las ciudades portuarias del Atlánti­
co lograron en general pintar a los Amigos de los Negros como
fanáticos empeñados en fomentar insurrecciones de esclavos. El
8 de marzo de 1790, los diputados votaron a favor de excluir a
las colonias de la Constitución y, por tanto, de la Declaración
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. El portavoz del
Comité de Colonias, Antoine Barnave, explicó que «la aplica­
ción rigurosa y universal de principios generales no puede ser
apropiada para [las colonias] [...] nos pareció que la diferencia
de lugares, costumbres, clima y productos requería una dife­
rencia en las leyes». Asimismo, según este decreto, incitar la agi­
tación en las colonias era delito.18
A pesar de esta negativa, fue inevitable que, en las colonias,
el discurso sobre los derechos descendiera por la escala social.
Empezó arriba, entre los hacendados blancos de la mayor y más
rica de las colonias, Saint-Domingue (la actual Haití). A me­
diados de 1788, exigieron reformas en el comercio colonial y
representación en los siguientes Estados Generales. Poco tiem­
po después, amenazaron con exigir la independencia, como los
norteamericanos, si el gobierno nacional ponía trabas al sistema
basado en la esclavitud. En cuanto a los blancos de clase baja,
éstos contaban con que la Revolución en Francia les beneficiaría
en su lucha contra los blancos ricos, que no tenían ningún deseo
de compartir el poder político con meros artesanos y tenderos.
Mucho más peligroso para la conservación del statu quo era
el aumento de las exigencias por parte de los negros y los mula­
tos libres. A pesar de que un decreto real les prohibía ejercer
la mayoría de las profesiones e incluso tomar el nombre de pa­
rientes blancos, los negros y los mulatos libres poseían muchas
propiedades: una tercera parte de las plantaciones y una cuarta
parte de los esclavos de Saint-Domingue, por ejemplo. Querían
que se les tratara igual que a los blancos y eran partidarios de
conservar el sistema basado en la esclavitud. Uno de los delega­
dos que enviaron a París en 1789, Vincent Ogé, intentó ganarse
el favor de los hacendados blancos insistiendo en sus intereses
comunes como dueños de plantaciones: «Veremos correr sangre,
nuestras tierras invadidas, los objetos de nuestra industria arra­
sados, nuestros hogares incendiados [...], el esclavo alzará el es­
tandarte de la revuelta». Su solución consistía en conceder la
igualdad de derechos a los hombres de color libres, como él
mismo, para que ayudasen a contener a los esclavos, al menos
de momento. Sin embargo, su llamamiento a los hacendados
blancos y el apoyo de los Amigos de los Negros no dieron re­
sultado, y entonces Ogé regresó a Saint-Domingue y, en el oto­
ño de 1790, impulsó una revuelta de los hombres de color li­
bres. Esta fracasó y Ogé fue descoyuntado en la rueda.19
El apoyo a los hombres de color libres no terminó aquí. En
París, los Amigos de los Negros continuaron su campaña hasta
que, en mayo de 1791, un decreto concedió la igualdad de dere­
chos políticos a todos los hombres de color libres cuyos pa­
dres fuesen igualmente libres. Tras la rebelión de los esclavos de
Saint-Domingue en agosto de 1791, los diputados incluso anu­
laron este decreto, sumamente restrictivo, pero aprobaron otro
más generoso en abril de 1792. No es extraño que los diputados
actuaran de manera confusa, toda vez que la situación en las co­
lonias era desconcertante. La revuelta de esclavos que estalló a
mediados de agosto de 1791 ya había atraído a finales de ese mes
a diez mil insurgentes, número que siguió creciendo a pasos agi­
gantados. Bandas de esclavos armados perpetraron matanzas de
blancos e incendiaron los campos de caña de azúcar y las casas
de las plantaciones. Los hacendados echaron inmediatamente la
culpa a los Amigos de los Negros y la difusión de «lugares co­
munes sobre los Derechos del Hombre».20
¿Qué postura adoptarían los hombres de color libres en esta
lucha? Habían servido en las milicias encargadas de capturar a
los esclavos fugitivos, y a veces ellos mismos eran dueños de es­
clavos. En 1789, los Amigos de los Negros los habían pintado
como un baluarte contra posibles insurrecciones de los esclavos
y como mediadores en el caso de que se aboliera la esclavitud.
Ahora los esclavos se habían sublevado. Tras rechazar al princi­
pio el punto de vista de los Amigos de los Negros, cada vez eran
más los diputados de París que los apoyaban desesperadamente
a comienzos de 1792. Albergaban la esperanza de que los hom ­
bres de color libres se aliarían con las fuerzas francesas y los blan­
cos de clase baja, tanto contra los hacendados como contra los
esclavos. Un noble que había sido oficial de la armada, poseía
plantaciones y ahora era diputado expuso el argumento siguien­
te: «Esta clase [los blancos pobres] es reforzadá' por la de los
hombres libres de color que poseen propiedades; éste es el par­
tido de la Asamblea Nacional en esta isla [...]. Los temores de
nuestros colonos [los hacendados blancos] son, por tanto, bien
fundados, ya que tienen mucho que temer de la influencia de
nuestra Revolución en sus esclavos. Los derechos del hombre
subvierten el sistema sobre el cual descansan sus fortunas [...].
Sólo cambiando sus principios salvarán [los colonos] sus vidas
y sus fortunas». El diputado Armand-Guy Kersaint abogó se­
guidamente por la abolición gradual de la esclavitud. De hecho,
los negros y los mulatos libres jugaron un papel ambiguo du­
rante todo el levantamiento de los esclavos; en ocasiones se alia­
ron con los blancos contra los esclavos, pero en otras con éstos
contra aquéllos.21
Una vez más, la potente combinación de teoría (la decla­
ración de derechos) y práctica (en este caso, la revuelta y la re­
belión abiertas) obligó a los legisladores a actuar. Tal como de­
mostraba el argumento de Kersaint, los derechos del hombre
formaban inevitablemente parte del debate, incluso en la Asam­
blea que los había declarado inaplicables a las colonias. Los
acontecimientos empujaron a los diputados a reconocer su apli-
cabilidad a lugares y grupos que en un principio habían que­
dado al margen. Los que se oponían a conceder derechos a los
hombres de color libres estaban de acuerdo con los partidarios
de concederlos en algo fundamental: los derechos de los hom­
bres de color libres no podían ser separados de la consideración
del propio sistema esclavista. Una vez reconocidos tales dere­
chos, el siguiente paso resultó inevitable.
En el verano de 1793, el caos ya era total en las colonias fran­
cesas. En Francia se había declarado la República, y ésta se en­
frentaba ahora a Gran Bretaña y España en el Caribe. Los ha­
cendados blancos querían aliarse con los británicos. Algunos de
los esclavos rebeldes de Saint-Domingue se unieron a los espa­
ñoles, que controlaban la mitad oriental de la isla (Santo Do­
mingo), a cambio de promesas de libertad. Pero España no tenía
ninguna intención de abolir la esclavitud. En agosto de 1793,
ante un derrumbamiento total de la autoridad francesa, dos co­
misarios enviados desde Francia empezaron a ofrecer la emanci­
pación a los esclavos que luchaban del lado de la República fran­
cesa, y luego a sus familias. Asimismo, prometieron concesiones
de tierra. A finales de ese mes ya ofrecían la libertad a provincias
enteras. El decreto de emancipación de los esclavos del norte co­
menzaba con el artículo 1 de la Declaración de los Derechos del
Hombre y del Ciudadano: «Los hombres nacen y viven libres
e iguales en derechos». Aunque inicialmente temían un com­
plot británico destinado a mermar el poder de los franceses me­
diante la liberación de los esclavos, los diputados de París vota­
ron a favor de abolir la esclavitud en todas las colonias en febrero
de 1794. Actuaron tan pronto como recibieron informes de pri­
mera mano de tres hombres -un blanco, un mulato y un escla­
vo liberado- enviados desde Saint-Domingue para que explica­
sen la necesidad de la emancipación. Además de «la abolición
de la esclavitud de los negros en todas las colonias», los dipu­
tados decretaron «que todos los hombres, sin distinción de color,
residentes en las colonias, son ciudadanos franceses y gozarán de
todos los derechos garantizados por la constitución».22
¿Fue la abolición de la esclavitud un acto de altruismo pro­
gresista puro? Probablemente no. La continuación de la revuelta
de los esclavos en Saint-Domingue, junto con una guerra que te­
nía muchos frentes abiertos, no dio elección a los comisarios y,
por extensión, a los diputados de París, si querían conservar parte
de su colonia insular. Sin embargo, tal como revelaron las accio­
nes de los británicos y los españoles, aún había margen de ma­
niobra para salvaguardar la esclavitud; hubiesen podido prome­
ter la emancipación gradual a quienes se pasaran a su bando, sin
decantarse por la abolición general de la esclavitud. Pero la pro­
pagación de «los derechos del hombre» hizo que a los franceses
les resultara mucho más difícil mantener la esclavitud. A medi­
da que fue extendiéndose por Francia, el debate sobre los de­
rechos debilitó el intento de la legislatura por mantener a las
colonias fuera de la constitución, al tiempo que, de manera ine­
luctable, impulsaba a los hombres de color libres y a los propios
esclavos a presentar nuevas exigencias y luchar ferozmente por
ellas. Los hacendados y sus aliados percibieron la amenaza des­
de el principio. Los diputados coloniales en París escribieron
secretamente a sus amigos que se encontraban en la isla y les
ordenaron que «vigilaran a personas y cosas; detuvieran a los sos­
pechosos; se incautaran de todos los escritos aunque sólo fuese
por aparecer en ellos la palabra “libertad”». Si bien es posible que
los esclavos no hubieran comprendido los aspectos más com­
plicados de la doctrina de los derechos del hombre, las palabras
de esta doctrina alcanzaron innegablemente el efecto de un ta­
lismán. El ex esclavo Toussaint-Louverture, que pronto se con­
vertiría en el líder de la revuelta, proclamó en agosto de 1793:
«Quiero que la Libertad y la Igualdad reinen en Saint-Domingue.
Trabajo para que ambas nazcan. Unios a nosotros, hermanos [los
compañeros de insurgencia], y luchad a nuestro lado por la mis­
ma causa». Sin la declaración inicial, la abolición de la esclavi­
tud en 1794 hubiera continuado siendo inconcebible.23
En 1802, Napoleón envió un numeroso cuerpo expedicio­
nario desde Francia para que capturase a Toussaint-Louverture
y restableciera la esclavitud en las colonias francesas. Deporta­
do a Francia, Toussaint murió en una fría prisión, y fue ensal­
zado por William Wordsworth y celebrado por los abolicionis­
tas del mundo entero. Wordsworth hizo suyo el entusiasmo de
Toussaint por la libertad:
Aunque has muerto, y nunca volverás a levantarte,
Vive y consuélate. Has dejado tras de ti
Poderes que harán tu labor; aire, tierra y cielos;
Ningún soplo de viento común
Te olvidará; tienes grandes aliados;
Tus amigos son gozos y amarguras,
Y amor, y la mente inconquistable del hombre.
La acción de Napoleón retrasó la abolición definitiva de la
esclavitud en las colonias francesas hasta 1848, año en que una
segunda república subió al poder. Sin embargo, Napoleón no
logró que todo volviera a ser como antes. Los esclavos de Saint-
Domingue se negaron a aceptar su suerte y lograron contener a
los ejércitos napoleónicos; finalmente éstos se retiraron, dejando
tras ellos la primera nación gobernada por esclavos liberados,
el estado independiente de Haití. De los 60.000 soldados fran­
ceses, suizos, alemanes y polacos enviados a la isla, sólo unos
cuantos miles pudieron atravesar de nuevo el océano. El resto
había caído en combates feroces o perecido víctima de la fie­
bre amarilla, que mató a miles, incluido el comandante en jefe
del cuerpo expedicionario. Incluso en las colonias donde se res­
tauró la esclavitud, el sabor de la libertad no cayó en el olvido.
Después de que en Francia la revolución de 1830 reemplazara
a la monarquía ultraconservadora, un abolicionista visitó Gua­
dalupe e informó de la reacción de los esclavos a su bandera tri­
color, adoptada por la república en 1794. «¡Símbolo glorioso de
nuestra emancipación, te saludamos!», gritaron quince o veinte
esclavos. «Hola, benévola bandera, que vienes de allende los ma­
res a anunciar el triunfo de nuestros amigos y la hora de nues­
tra liberación.»24

La declaración de los derechos de las mujeres


Aunque los diputados acordaron -bajo presión- que la de­
claración de derechos se refería a «todos los hombres, sin distin­
ción de color», sólo un puñado tuvieron ánimos suficientes para
decir que también se refería a las mujeres. No obstante, cuando
llegó el momento de debatir los derechos de las mujeres, los
diputados ampliaron sus derechos civiles en nuevas e importan­
tes direcciones. Las muchachas obtuvieron los mismos derechos
que sus hermanos en caso de herencia, y las esposas, el derecho
a divorciarse por los mismos motivos que sus esposos. La ley
francesa no había permitido el divorcio antes de 1792. Tras su
restauración, la monarquía lo derogó en 1816 y no fue insti­
tuido hasta 1884, e incluso entonces con más restricciones que
en 1792. Dada la denegación universal de los derechos políti­
cos a las mujeres en el siglo XVIII y durante la mayor parte de la
historia de la humanidad -las mujeres no obtuvieron el derecho
a votar en las elecciones nacionales en ningún lugar del mundo
antes de finales del siglo xix-, resulta más sorprendente que los
derechos de las mujeres fuesen siquiera debatidos públicamente
que el hecho de que finalmente no los obtuvieran.
En la escala de «concebibilidad», los derechos de las muje­
res ocupaban claramente un lugar inferior al de los derechos de
otros grupos. En Europa, la «cuestión de la mujer», en especial
la educación (o falta de educación) de las mujeres, salió a la su­
perficie periódicamente durante los siglos XVII y xvill, pero los
derechos de las mujeres no habían sido objeto de ningún deba­
te sostenido en los años inmediatamente anteriores a las revolu­
ciones norteamericana y francesa. En contraste con los derechos
de los protestantes, los judíos o incluso los esclavos en Francia,
el estatus de las mujeres no había dado origen a guerras de pan­
fletos, competiciones de ensayos públicos, comisiones guberna­
mentales ni organizaciones de defensa creadas ex profeso, tales
como los Amigos de los Negros. Puede que esta falta de aten­
ción se debiera al hecho de que las mujeres no eran una mino­
ría perseguida. Estaban oprimidas según nuestros parámetros, y
lo estaban a causa de su sexo, pero no eran una minoría y, des­
de luego, nadie trataba de hacerles cambiar su identidad, como
les ocurría a los protestantes o los judíos. Aunque algunos equi­
parasen su suerte a la esclavitud, pocos llevaban la analogía más
allá del reino de la metáfora. Las leyes limitaban sus derechos,
por supuesto, pero las mujeres tenían algunos, a diferencia de
los esclavos. Se consideraba que las mujeres dependían moral­
mente, cuando no intelectualmente, del padre y el esposo, pero
nadie pensaba que careciesen de autonomía; de hecho, su in­
clinación a la autonomía requería vigilancia constante por par­
te de supuestas autoridades de todo tipo. Tampoco carecían de
voz, incluso en los asuntos políticos; manifestaciones y m oti­
nes causados por el precio del pan lo demostraron repetidas ve­
ces, antes y durante la Revolución francesa.25
Las mujeres sencillamente no constituían una categoría po­
lítica claramente aparte y distinguible antes de la revolución. El
ejemplo de Condorcet, el más franco de los defensores mascu­
linos de los derechos políticos de las mujeres durante la revo­
lución, es revelador. Ya en 1781 publicó un panfleto en el que
pedía la abolición de la esclavitud. En una lista que incluía pro­
puestas de reformas para los campesinos, los protestantes y el
sistema de justicia penal, así como la instauración del libre co­
mercio y la vacunación contra la viruela, no se mencionaba a
las mujeres. Este pionero de los derechos humanos no se ocupó
de las mujeres hasta que hubo transcurrido un año entero desde
el comienzo de la revolución.26
Si bien unas cuantas mujeres votaban por poderes en las
elecciones a los Estados Generales, y un número reducido de
diputados opinaba que las mujeres, o al menos las viudas po­
seedoras de propiedades, tal vez obtendrían el sufragio en el fu­
turo, lo cierto es que las mujeres como tales, es decir, como ca­
tegoría potencial de derechos, no figuraron para nada en los
debates de la Asamblea Nacional entre 1789 y 1791. En el cua­
dro alfabético de los inmensos Archives parlementaires, se cita a
las «mujeres» sólo dos veces: en un caso, un grupo de mujeres
bretonas que habían solicitado prestar un juramento cívico; en
el otro, un grupo de mujeres parisienses que habían enviado un
discurso. En contraste, los diputados debatieron directamente
sobre los judíos en por lo menos diecisiete ocasiones diferen­
tes. A finales de 1789, como mínimo un número importante de
diputados ya consideraba que los actores, los verdugos, los pro­
testantes, los judíos, los negros libres y hasta los hombres po­
bres eran ciudadanos. A pesar de este reajuste continuo de la
escala de «concebibilidad», para casi todo mundo, tanto hom­
bres como mujeres, la igualdad de derechos para las mujeres re­
sultaba inimaginable.27
Con todo, incluso aquí se abrió paso la lógica de los dere­
chos, aunque fuese de manera espasmódica. En julio de 1790,
Condorcet escandalizó a sus lectores con un sorprendente ar­
tículo de fondo, «Sobre la admisión de las mujeres al derecho
de ciudadanía». En él hacía explícita la lógica de los derechos
humanos que se había desarrollado ininterrumpidamente en la
segunda mitad del siglo xvm: «Los derechos de los hombres se
derivan únicamente de que son seres sensibles susceptibles de
adquirir ideas morales y de razonar con esas ideas». ¿Acaso no
poseían las mujeres las mismas características? «Puesto que las
mujeres tienen estas mismas cualidades», argumentó, «tienen
necesariamente iguales derechos.» Condorcet sacó la conclu­
sión lógica que tanto les costaba sacar a sus compañeros revo­
lucionarios: «O bien ningún individuo de la especie humana
tiene verdaderos derechos, o bien todos tienen los mismos; y
el que vota contra el derecho de otro, cualquiera que sea su re­
ligión, color o sexo, ha abjurado de los suyos a partir de ese
momento».
He aquí la moderna filosofía de los derechos humanos en
su forma pura y expresada claramente. Las singularidades de los
seres humanos (aparte quizá de la edad, ya que los niños toda­
vía no son capaces de razonar por su cuenta) no deberían po­
nerse en la balanza, ni tan sólo en la de los derechos políticos.
Condorcet también explicó por qué tantas mujeres, y tantos
hombres, habían aceptado sin rechistar la injustificable subordi­
nación de las mujeres: «El hábito puede familiarizar a los hom­
bres con la violación de sus derechos naturales hasta el punto
de que, entre los que los han perdido, nadie piense en reclamar­
los ni crea haber sufrido una injusticia». Desafió a sus lectores
a reconocer que las mujeres siempre habían tenido derechos y
que las costumbres sociales les habían impedido ver esta ver­
dad fundamental.28
En septiembre de 1791, la dramaturga antiesclavista Olym­
pe de Gouges volvió del revés la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano. Según su Declaración de los De­
rechos de la Mujer y de la Ciudadana, «la mujer nace libre y per­
manece igual al hombre en sus derechos» (artículo 1); «[...] to­
das las ciudadanas y todos los ciudadanos, siendo iguales ante
sus ojos [los de la ley], deben ser igualmente admisibles a todo
tipo de dignidades, puestos y empleos públicos, según sus ca­
pacidades, y sin más distinción que las de sus virtudes y sus ta­
lentos» (artículo 6). La inversión del lenguaje de la declaración
oficial de 1789 apenas nos escandaliza ahora, pero es seguro que
entonces causó un gran escándalo. En Inglaterra, Mary Wollsto­
necraft no fue tan lejos como sus colegas franceses al exigir de­
rechos políticos absolutamente iguales para las mujeres, pero es­
cribió mucho más extensamente y con pasión abrasadora sobre
cómo la educación y la tradición habían atrofiado la mente de
las mujeres. En Vindicación de los derechos de la mujer, publicado
en 1792, vinculó la emancipación de las mujeres a la explosión
de todas las formas de jerarquía en la sociedad. Al igual que De
Gouges, Wollstonecraft sufrió escarnio público por su atrevi­
miento. La suerte de De Gouges fue todavía peor, pues la con­
denaron a la guillotina por contrarrevolucionaria «impúdica» y
ser antinatural (una «mujer-hombre»).29
Una vez que hubo cobrado ímpetu, la reivindicación de los
derechos de las mujeres no se limitó a lo que publicaban unos
cuantos pioneros. Entre 1791 y 1793, la mujeres fundaron clu­
bes políticos en por lo menos cincuenta poblaciones y ciuda­
des de provincias, además de en París. Los derechos de las m u­
jeres se debatieron en los clubes, en la prensa y en panfletos. En
abril de 1793, durante la consideración de la ciudadanía como
parte de una propuesta de nueva constitución para la república,
un diputado habló largamente a favor de la igualdad de derechos
políticos para las mujeres. Su intervención demostró que la idea
tenía ahora algunos partidarios. «Hay sin duda una diferencia»,
reconoció, «la de los sexos [...], pero no concibo cómo una di­
ferencia sexual conduce a otra en la igualdad de derechos. [...] Li­
berémonos más bien de los prejuicios sexuales, del mismo modo
que nos hemos liberado del prejuicio contra el color de los ne­
gros.» Los diputados no siguieron su iniciativa.30
Sin embargo, en octubre de 1793 los diputados tomaron me­
didas contra los clubes de mujeres. Como reacción a las peleas
callejeras entre mujeres por llevar insignias revolucionarias, la
Convención votó a favor de suprimir todos los clubes políticos
para mujeres, alegando que sólo servían para distraerlas de las
tareas domésticas apropiadas. Según el diputado que presentó
el decreto, las mujeres no tenían los conocimientos, la aplica­
ción, la devoción ni la abnegación que se requerían para gober­
nar. Debían limitarse a «las funciones privadas a las cuales las
mujeres son destinadas por la naturaleza misma». No había nada
nuevo en esta explicación; lo que era nuevo era la necesidad de
decretar la prohibición de que las mujeres formasen clubes po­
líticos y asistieran a ellos. Puede que las mujeres fueran las últi­
mas en conseguir este derecho, pero sus derechos acabaron por
formar parte del orden del día, y lo que se dijo de ellas en los
años finales del siglo xvm -especialmente a favor de los dere­
chos- tuvo un impacto que ha durado hasta nuestros días.31
La lógica de los derechos había provocado que incluso los de
las mujeres salieran de la oscura niebla del hábito, al menos en
Francia e Inglaterra. En Estados Unidos, la falta de atención so­
bre los derechos de las mujeres motivó relativamente pocos de­
bates públicos antes de 1792, y durante la época revolucionaria
no aparecieron escritos norteamericanos que puedan comparar­
se con los de Condorcet, Olympe de Gouges o Mary Wollsto-
necraft. De hecho, antes de publicarse en 1792 la Vindicación de
los derechos de la mujer, de Wollstonecraft, el concepto de los
derechos de las mujeres prácticamente no había sido escuchado
en Inglaterra ni en Norteamérica. La propia Wollstonecraft ha­
bía concebido sus influyentes ideas sobre el asunto como res­
puesta directa a la Revolución francesa. En su primera obra sobre
derechos, Vindicación de los derechos del hombre, que data de 1790,
replicó a las críticas vertidas por Burke sobre los derechos del
hombre francés. Eso la llevó a considerar, a su vez, los derechos
de la mujer.32
Si miramos más allá de las proclamaciones y los decretos
oficiales de los políticos masculinos, el cambio de expectativas
sobre los derechos de las mujeres resulta más notable. Es sor­
prendente, por ejemplo, que, en los primeros tiempos de la re­
pública, la Vindicación de los derechos de la mujer de Wollstonecraft
se encontrara en más bibliotecas particulares norteamericanas
que los Derechos del hombre de Paine. El propio Paine no prestó
ninguna atención a los derechos de las mujeres, pero otros sí lo
hicieron. A comienzos del siglo xix, sociedades de debate, dis­
cursos de graduación y revistas populares de Estados Unidos
abordaban con regularidad las suposiciones en cuanto al géne­
ro que había detrás del sufragio masculino. En Francia, las m u­
jeres aprovecharon las nuevas oportunidades para publicar que
ofrecía la libertad de prensa y escribieron más libros y panfletos
que nunca. La igualdad en derechos de las mujeres en cuanto a
la herencia provocó incontables pleitos, toda vez que las muje­
res estaban decididas a conservar lo que ahora era legítimamen­
te suyo. Los derechos no eran una cuestión de todo o nada, al
fin y al cabo. Nuevos derechos, aunque no fuesen políticos,
abrieron la puerta a nuevas oportunidades para las mujeres, y
éstas las aprovecharon inmediatamente. Como ya habían de­
mostrado las anteriores acciones de los protestantes, los judíos
y los hombres de color libres, la ciudadanía no es simplemente
algo que conceden las autoridades; es algo que uno mismo debe
conquistar. La capacidad de argumentar, insistir y, en algunos ca­
sos, luchar da una medida de la autonomía moral.33
Después de 1793, las mujeres se encontraron más constre­
ñidas en el mundo oficial de la política francesa. Sin embargo,
la promesa de los derechos no había sido totalmente olvidada.
En una larga reseña publicada en 1800 sobre la obra de Charles
Théremin Sobre la condición de las mujeres en las repúblicas, la poe­
tisa y dramaturga Constance Pipelet (conocida más adelante
como Constance de Salm) mostró que las mujeres no habían
perdido de vista los objetivos enunciados en los primeros años
de la Revolución:
Yo puedo comprender que [bajo el Antiguo Régimen] una no
creyera necesario asegurar a una mitad del género humano la mi­
tad de los derechos inherentes a la humanidad; pero resultaría
más difícil comprender que una pudiera haberse olvidado por
completo de reconocer [los derechos] de las mujeres durante los
diez últimos años, en aquellos momentos en que las palabras igual­
dad y libertad han resonado en todas partes, en aquellos momen­
tos en que la filosofía, ayudada por la experiencia, ilumina ince­
santemente al hombre sobre sus derechos verdaderos.

Y atribuyó esta falta de atención sobre los derechos de las


mujeres al hecho de que las masas masculinas creían fácilmen­
te que limitar o incluso aniquilar el poder de las mujeres incre­
mentaría el poder de los hombres. En su reseña, Pipelet citó la
obra de Wollstonecraft sobre los derechos de las mujeres, pero
no reivindicó para ellas el derecho a votar o desempeñar cargos.34
Pipelet mostró una sutil comprensión de la tensión existen­
te entre la lógica revolucionaria de los derechos y las restriccio­
nes que la costumbre seguía imponiendo. «Es especialmente
durante la revolución [...] cuando las mujeres, siguiendo el ejem­
plo de los hombres, más han razonado sobre su esencia verda­
dera y han actuado en consecuencia.» Si continuaba habiendo
oscuridad o ambigüedad sobre el asunto de los derechos de las
mujeres (y Pipelet adoptó un tono muy prudente en muchos
de sus pasajes), era debido a que la Ilustración no había progre­
sado lo suficiente; las personas comunes, y en especial las m u­
jeres corrientes, seguían siendo incultas. Cuando las mujeres re­
cibieran educación, demostrarían inevitablemente su talento, ya
que el mérito no tiene sexo, aseveró Pipelet. Se mostró de acuer­
do con Théremin en que las mujeres debían trabajar como maes­
tras de escuela y en que se les permitiera defender sus «derechos
naturales e inalienables» en los tribunales.
Si la propia Pipelet no llegó a abogar por los derechos po­
líticos plenos de las mujeres, fue simplemente porque respon­
dió a lo que veía como posible -imaginable, razonable- en su
propio tiempo. Pero, al igual que muchos otros, comprendía que
la filosofía de los derechos naturales tenía una lógica implaca­
ble, aunque todavía no se hubiera manifestado en el caso de las
mujeres, esa otra mitad de la humanidad. El concepto de «los de­
rechos del hombre», como la revolución misma, abrió un espa­
cio impredecible para el debate, el conflicto y el cambio. La pro­
mesa de esos derechos puede negarse, suprimirse o simplemente
continuar sin cumplirse, pero no muere.
«El apagado poder del humanitarismo»
Por qué fracasaron los derechos humanos
pero a la larga acabaron triunfando

¿Eran los derechos humanos simplemente «tonterías retóricas,


tonterías con zancos», como afirmó el filósofo Jeremy Bentham?
En la historia de los derechos humanos, el largo intervalo entre
su formulación inicial, en las revoluciones norteamericana y fran­
cesa, y la Declaración Universal de las Naciones Unidas, en 1948,
da que pensar. Los derechos no desaparecieron del pensamien­
to ni de la acción, pero ahora los debates y los decretos se pro­
ducían casi exclusivamente en marcos nacionales específicos. El
concepto de derechos de diverso tipo garantizados constitucio­
nalmente -los derechos políticos de los trabajadores, de las mi­
norías religiosas y de las mujeres, por ejemplo- continuaron
ganando terreno en los siglos x ix y XX, pero ahora se hablaba
menos de derechos naturales aplicables universalmente. Los tra­
bajadores, por ejemplo, conquistaron derechos como trabajado­
res británicos, franceses, alemanes o norteamericanos. El nacio­
nalista italiano del siglo XIX Giuseppe Mazzini captó la nueva
relevancia que se concedía a la nación al formular esta pregun­
ta retórica: «¿Qué es un país [...] sino el lugar donde nuestros
derechos individuales están más seguros?». Fueron necesarias dos
guerras mundiales devastadoras para destruir esta confianza en
la nación.1
Defectos de los derechos del hombre
El nacionalismo sólo se convirtió en el marco dominante de
los derechos gradualmente, y no lo hizo hasta después de 1815,
con la caída de Napoleón y el final definitivo de la era revolu­
cionaria. Entre 1789 y 1815, dos conceptos distintos de la auto­
ridad combatieron entre sí: los derechos del hombre, por un
lado, y la sociedad jerárquica tradicional, por el otro. Ambos
invocaban a la nación, si bien ninguno de ellos pretendía que
la etnicidad determinara la identidad. Por definición, los dere­
chos del «hombre» repudiaban toda idea de que los derechos
dependiesen de la nacionalidad. Edmund Burke, en cambio, ha­
bía tratado de vincular la sociedad jerárquica a cierto concepto
de la nación, argumentando que la libertad sólo podía ser ga­
rantizada por un gobierno enraizado en la historia de la nación,
que pusiese el énfasis en la historia. Los derechos únicamente
daban buen resultado, insistió, cuando nacían de tradiciones y
prácticas existentes desde hacía mucho tiempo.
Los partidarios de los derechos del hombre habían negado
la importancia de la tradición y la historia. Precisamente porque
se basaba en «abstracciones metafísicas», la Declaración francesa,
sostenía Burke, no poseía suficiente fuerza emocional para im­
poner obediencia. ¿Cómo podían aquellos «miserables pedazos
de papel sucio» compararse con el amor de Dios, el temor re­
verencial a los reyes, la obligación para con los magistrados, el
respeto a los sacerdotes y la deferencia a los superiores? En 1790
ya había llegado a la conclusión de que los revolucionarios
tendrían que hacer uso de la violencia para permanecer en el
poder. Cuando los republicanos franceses ejecutaron al rey y
avanzaron hacia el Terror como sistema reconocido de gobier­
no, en los años 1793 y 1794, pareció que la predicción de Bur­
ke se hacía realidad. La Declaración de los Derechos del Hom­
bre y del Ciudadano, que había sido archivada junto con la
Constitución de 1791, no impidió la supresión de la disidencia
ni la ejecución sistemática de quienes eran considerados como
enemigos.
A pesar de las críticas de Burke, muchos escritores y políti­
cos de Europa y Estados Unidos habían recibido con entusias­
mo la Declaración de los Derechos de 1789. Cuando la Revo­
lución francesa se radicalizó, sin embargo, la opinión pública
empezó a dividirse. Los gobiernos monárquicos, en particular,
reaccionaron con fuerza contra la proclamación de la república
y la ejecución del rey. En diciembre de 1792, Thomas Paine se
vio obligado a huir a Francia cuando un tribunal británico le de­
claró culpable de sedición por atacar a la monarquía hereditaria
en la segunda parte de su obra Derechos del hombre. El gobierno
británico lanzó seguidamente una campaña sistemática de hos­
tigamiento y persecución de los partidarios de las ideas france­
sas. En 1798, sólo veintidós años después de la declaración de la
igualdad de derechos para todos los hombres, el Congreso esta­
dounidense aprobó las leyes sobre extranjeros y sediciosos con
el fin de limitar las críticas dirigidas contra el gobierno norte­
americano. El nuevo espíritu de la época puede apreciarse en los
comentarios que en 1797 hizo John Robison, profesor de filo­
sofía natural en la Universidad de Edimburgo. Robison arreme­
tió contra «esa máxima maldita, que ahora llena todas las men­
tes, de pensar continuamente en nuestros derechos y exigirlos
ansiosamente de todas partes». Esta obsesión por los derechos
era, según el profesor escocés, «la mayor cruz de la vida»; veía
en ella una de las causas principales del caos político del m o­
mento, incluso en Escocia, así como de la guerra entre Francia
y sus vecinos, que amenazaba con arrastrar a Europa entera.2
El recelo de Robison ante los derechos no era nada en com­
paración con los dardos envenenados que lanzaban los monár­
quicos contrarrevolucionarios en el continente. Según Louis de
Bonald, un conservador sin pelos en la lengua, «la revolución
empezó con la declaración de los derechos del hombre y sólo
terminará cuando se declaren los derechos de Dios». La decla­
ración de derechos, afirmó, había representado la influencia fu­
nesta de la filosofía de la Ilustración y, con ella, del ateísmo, el
protestantismo y la francmasonería, que Bonald unió en un mis­
mo grupo. La declaración alentó a la gente a descuidar sus obli­
gaciones y a pensar sólo en sus propios deseos individuales. Por
tanto, como no pudo refrenar esas pasiones, condujo a Francia
directamente a la anarquía, el terror y la desintegración social.
Sólo una Iglesia católica reactivada y protegida por una monar­
quía legítima restaurada podía inculcar principios morales ver­
daderos. Bajo el rey Borbón reinstalado en 1815, Bonald tomó
la iniciativa en la abrogación de las leyes revolucionarias sobre
el divorcio y en el restablecimiento de la censura rigurosa pre­
via a la publicación.3
Antes del retorno de los reyes Borbones, cuando los repu­
blicanos franceses y luego Napoleón difundieron el mensaje de
la Revolución francesa por medio de las conquistas militares, los
derechos del hombre se enredaron en la agresión imperialista.
Dicho sea en honor de Francia, su influencia indujo a los suizos
y los holandeses a abolir la tortura en 1798; España siguió su
ejemplo cuando en 1808 el hermano de Napoleón gobernó el
país en calidad de rey. Después de la caída de Napoleón, sin em­
bargo, los suizos reintradujeron la tortura y el rey de España res­
tableció la Inquisición, que se valía de la tortura para arrancar
confesiones. Los franceses también fomentaban la emancipación
de los judíos en cualquier lugar dominado por sus ejércitos. Aun­
que en los estados italianos y alemanes los gobernantes que reto­
maron sus puestos suprimieron algunos de estos derechos recién
adquiridos, en los Países Bajos la emancipación de los judíos re­
sultó permanente. Puesto que dicha emancipación se veía como
una medida francesa, los bandidos que hostilizaban a las fuerzas
francesas en algunos territorios recién conquistados también ata­
caban frecuentemente a los judíos.4
Las contradictorias intervenciones de Napoleón demostra­
ron que no había por qué ver los derechos como un todo. Na­
poleón introdujo la tolerancia religiosa y la igualdad de dere­
chos civiles y políticos para las minorías religiosas allí donde
ejerció su dominio. Sin embargo, en Francia limitó de forma se­
vera la libertad de palabra y eliminó básicamente la libertad de
prensa. El emperador francés creía que «los hombres no nacen
para ser libres [...]. La libertad es una necesidad que siente una
reducida clase de gente a la que la naturaleza ha dotado de men­
tes más nobles que a la masa de los hombres. Por consiguiente,
puede ser reprimida con impunidad. La igualdad, en cambio,
gusta a las masas». En su opinión, los franceses no deseaban la
libertad verdadera; simplemente aspiraban a ascender a la cum­
bre de la sociedad. Sacrificarían sus derechos políticos con el fin
de conseguir la igualdad jurídica.5
Sobre la cuestión de la esclavitud, Napoleón fue del todo
consecuente. En 1802, durante una breve tregua en Europa, en­
vió expediciones militares a las colonias del Caribe. Si bien al
principio se abstuvo deliberadamente de dejar claras sus inten­
ciones, con el objeto de no provocar un levantamiento general
de los esclavos liberados, las instrucciones que dio a su cuñado,
uno de los generales al mando de las expediciones, evidencia­
ron sus verdaderos fines. A su llegada, los soldados debían ocu­
par puestos clave y estudiar la situación. Luego debían «perse­
guir sin piedad a los rebeldes», desarmar a todos los negros y
detener a sus jefes y llevarlos a Francia, con lo cual abrirían el
camino a la restauración de la esclavitud. Napoleón estaba se­
guro de que «la perspectiva de una república negra inquieta por
igual a los españoles, los ingleses y los norteamericanos». Su plan
fracasó en Saint-Domingue, que obtuvo la independencia y pasó
a llamarse Haití, pero triunfó en otras partes de las colonias fran­
cesas. Hasta 150.000 personas murieron en los combates en Saint-
Domingue, y una décima parte de la población de Guadalupe
fue muerta o deportada.6
Napoleón intentó crear un híbrido de los derechos del hom ­
bre y la sociedad jerárquica tradicional, pero al final ambas par­
tes rechazaron su resultante bastardo. Napoleón puso demasia­
do énfasis en la tolerancia religiosa, la abolición del feudalismo
y la igualdad ante la ley como para satisfacer a los tradicionalis-
tas, mientras que recortó demasiadas libertades políticas como
para satisfacer a la otra parte. Pudo hacer las paces con la Iglesia
católica, pero nunca llegó a ser un gobernante legítimo a ojos
de los tradicionalistas. Para los defensores de los derechos, su
insistencia en la igualdad ante la ley no compensaba su resuci­
tación de la nobleza y la creación de un imperio hereditario.
Cuando el emperador francés cayó del poder, tanto los tradi­
cionalistas como los defensores de los derechos ya le habían de­
nunciado por tirano, déspota y usurpador. Una de las personas
que más persistentemente criticó a Napoleón, la escritora Ger-
maine de Staél, proclamó en 1817 que su único legado fueron
«unos cuantos secretos más en el arte de la tiranía». De Staél, al
igual que todos los demás comentaristas de la época, tanto de
izquierdas como de derechas, se refería al gobernante depuesto
únicamente por su apellido, Bonaparte, y nunca por su apodo
imperial, Napoleón.7

El nacionalismo se precipita
La victoria de las fuerzas del orden resultó efímera, en gran
parte debido a acontecimientos que puso en marcha su azote,
Napoleón. Durante el siglo xix, el nacionalismo dejó atrás a am­
bos bandos de los debates revolucionarios y transformó la con­
troversia sobre los derechos, además de crear nuevos tipos de
jerarquía que, con el tiempo, acabarían amenazando el orden
tradicional. Sin pretenderlo, las aventuras imperiales del adve­
nedizo corso avivaron las fuerzas del nacionalismo, de Varso-
via a Lima. Allí a donde fue, Napoleón creó nuevas entidades
(el Ducado de Varsovia, el Reino de Italia, la Confederación del
Rin), produjo nuevas oportunidades o causó nuevas animosi­
dades que impulsarían las aspiraciones nacionales. Su Ducado
de Varsovia recordó a los polacos que en otro tiempo había exis­
tido una Polonia, antes de ser engullida por Prusia, Austria y Ru­
sia. Aunque las nuevas administraciones italiana y alemana desa­
parecieron después de la caída de Napoleón, habían demostrado
que la unificación nacional era concebible. Cuando depuso al
rey de España, el emperador francés abrió la puerta a los m o­
vimientos independentistas suramericanos entre 1810 y 1830.
Simón Bolívar, el libertador de Bolivia, Panamá, Colombia,
Ecuador, Perú y Venezuela, hablaba el incipiente lenguaje na­
cionalista que empleaban sus homólogos de Europa. «El suelo
nativo», dijo con entusiasmo, «nos excita sentimientos tiernos
y memorias deliciosas [...]. ¿Qué títulos más sagrados al amor y
a la consagración?» El sentimiento nacional ofrecía la fuerza
emotiva que faltaba en los «miserables pedazos de papel sucio»
de los que se mofara Burke.8
Algunos escritores alemanes reaccionaron al imperialismo
francés rechazando todo lo francés -incluidos los derechos del
hombre- y formulando un nuevo sentido de la nación, basado
explícitamente en la etnicídad. Como carecían de una estruc­
tura de nación-estado, los nacionalistas alemanes hicieron hin­
capié en la mística del V olkun carácter interior propio de los
alemanes que los distinguía de otros pueblos. En los puntos de
vista que a comienzos del siglo xix expresó el nacionalista ale­
mán Friedrich Jahn ya podían apreciarse las primeras señales de
futuros problemas. «Cuanto más puro un pueblo, mejor», escri­
bió. Las leyes de la naturaleza, en su opinión, obraban en con­
tra de la mezcla de razas y pueblos. Para Jahn, los «derechos sa­
grados» eran los del pueblo alemán, y tanto le exasperaba la
influencia francesa que exhortó a sus compatriotas a dejar de
hablar en francés. Al igual que todos los nacionalistas posterio­
res, Jahn instó a escribir y estudiar historia patriótica. Todos los
monumentos, entierros públicos y fiestas populares debían con­
centrarse en lo alemán y obviar los ideales universales. En un
momento en que los europeos libraban sus decisivas batallas
contra las ambiciones imperialistas de Napoleón, Jahn propuso
fronteras sorprendentemente amplias para su nueva Alemania.
Afirmó que ésta debía incluir los Países Bajos, Dinamarca, Fru-
sia y Austria, y que para ella habría de construirse una nueva ca­
pital, llamada Teutona.9
Al igual que Jahn, la mayoría de los primeros nacionalistas
prefería una forma democrática de gobierno, porque elevaría al
máximo el sentido de pertenencia nacional. Por consiguiente, en
un principio los tradicionalistas se opusieron al nacionalismo y
la unificación alemana o italiana tanto como se habían opuesto
a los derechos del hombre. Los primeros nacionalistas hablaban
el lenguaje revolucionario propio del universalismo mesiánico,
pero para ellos era la nación, más que los derechos, lo que ac­
tuaba de trampolín hacia el universalismo. Bolívar creía que Co­
lombia iluminaría la senda para alcanzar la libertad y la justicia
universales; Mazzini, fundador de la nacionalista Sociedad de
la Joven Italia, proclamó que los italianos encabezarían una cru­
zada universal de los pueblos oprimidos en pos de la libertad; el
poeta Adam Mickiewicz pensaba que los polacos mostrarían
el camino de la liberación universal. Los derechos humanos de­
pendían ahora de la autodeterminación nacional, así que la prio­
ridad era ésta.
Después de 1848, los tradicionalistas empezaron a tener en
cuenta las exigencias nacionalistas, y el nacionalismo se despla­
zó de la izquierda a la derecha del espectro político. El fracaso
en 1848 de las revoluciones nacionalistas y constitucionalistas
de Alemania, Italia y Hungría abrió el camino a estos cambios.
Los nacionalistas interesados en garantizar los derechos dentro
de las naciones recién propuestas demostraron estar más que dis­
puestos a rechazar los derechos de otros grupos étnicos. Los ale­
manes reunidos en Frankfurt redactaron una nueva constitución
nacional para Alemania, pero negaron cualquier grado de auto­
determinación a los daneses, los polacos o los checos dentro de
las fronteras que habían propuesto. Los húngaros que exigían la
independencia de Austria hicieron caso omiso de los intereses
de los rumanos, los eslovacos, los croatas y los eslovenos, que
constituían más de la mitad de la población de Hungría. La com­
petencia interétnica condenó al fracaso las revoluciones de 1848
y, con ellas, el vínculo entre los derechos y la autodeterminación
nacional. La unificación nacional de Alemania e Italia se llevó
a cabo en las décadas de 1850 y 1860 por medio de la guerra;
la diplomacia y la garantía de los derechos individuales no de­
sempeñaron prácticamente ningún papel.
El nacionalismo, que en otro tiempo rebosaba entusiasmo
por garantizar los derechos mediante la propagación de la auto­
determinación nacional, se volvió cada vez más cerrado y de­
fensivo. El cambio era un reflejo de la magnitud de la tarea que
suponía crear naciones. La idea de que Europa podía dividirse
pulcramente en naciones-estado con una etnicidad y una cul­
tura relativamente homogéneas se veía desmentida por el pro­
pio mapa lingüístico. En el siglo xix, cada nación-estado alber­
gaba minorías lingüísticas y culturales, incluso naciones de la
antigüedad de Gran Bretaña y Francia. Cuando en 1870 se de­
claró la república en Francia, la mitad de los ciudadanos no ha­
blaba francés, sino algún dialecto o lengua regional, como el
bretón, el franco-provenzal, el vascuence, el alsaciano, el cata­
lán, el corso, el occitano o, en las colonias, el criollo. Así pues,
se tornó necesario emprender una inmensa campaña de educa­
ción para integrar a todos en la nación. Los aspirantes a nación
se enfrentaban a presiones aún mayores debido a su mayor he­
terogeneidad étnica; Gamillo Benso, conde de Cavour y primer
ministro del nuevo Reino de Italia, tenía como primera lengua
el dialecto piamontés, y menos del tres por ciento de sus con­
ciudadanos hablaban el italiano estándar. La situación era to­
davía más caótica al este de Europa, donde convivían muchos
grupos étnicos distintos. Una Polonia resucitada, por ejemplo,
habría incluido no sólo una numerosa comunidad judía, sino
también lituanos, ucranianos, alemanes y bielorrusos, cada gru­
po con su lengua y sus tradiciones.
La dificultad de crear o mantener la homogeneidad étnica
contribuyó a que en todo el mundo creciese la preocupación
en torno a la inmigración. Antes de 1860, poca gente ponía ob­
jeciones a la inmigración, pero en las décadas de 1880 y 1890
ya era el blanco de las críticas en los países receptores. Australia
intentó impedir la afluencia de asiáticos para poder conservar
su carácter inglés e irlandés. Estados Unidos prohibió la inmi­
gración desde China en 1882 y desde toda Asia en 1917, y lue­
go, en 1924, fijó cupos para todos los demás basándose en la
composición étnica de la propia población estadounidense. El
gobierno británico promulgó una Ley de Extranjeros en 1905
con el fin de acabar con la inmigración de «indeseables»; mu­
cha gente interpretó que se refería a los judíos de Europa del
Este. En estos países, al mismo tiempo que los obreros y los sir­
vientes empezaban a conquistar la igualdad de derechos políti­
cos, se alzaban barreras ante los que no compartían los mismos
orígenes étnicos.
En este nuevo clima de protección, el nacionalismo adqui­
rió un cariz más xenófobo y racista. Si bien la xenofobia podía
ir dirigida contra cualquier grupo extranjero (los chinos en Es­
tados Unidos, los italianos en Francia o los polacos en Alema­
nia), durante los últimos decenios del siglo XIX se registró un
aumento alarmante del antisemitismo. Políticos derechistas de
Alemania, Austria y Francia utilizaban la prensa, los clubes po­
líticos y, en algunos casos, nuevos partidos políticos para avivar
el odio hacia los judíos como enemigos de la nación verdadera.
Tras veinte años de propaganda antisemita en la prensa de dere­
chas, el Partido Conservador alemán hizo del antisemitismo un
puntal oficial de su programa en 1892. Por aquel entonces, el
«caso Dreyfus» hizo estragos en la política francesa y creó divi­
siones duraderas entre los partidarios y los enemigos de Dreyfus.
El caso empezó cuando en 1894 un oficial judío del ejército lla­
mado Alfred Dreyfus fue acusado injustamente de espiar para
Alemania. Fue condenado pese a que cada vez había más prue­
bas de su inocencia, y el famoso novelista Emile Zola publicó un
atrevido artículo en primera plana en el que acusaba al ejército
y al gobierno de Francia de encubrir los intentos de incriminar
a Dreyfus con pruebas falsas. Respondiendo al aumento de la
opinión favorable a Dreyfus, la recién formada Liga Antisemi­
ta Francesa fomentó disturbios en muchas poblaciones y ciu­
dades; en ocasiones incluían el ataque a propiedades judías por
parte de miles de manifestantes. La Liga podía movilizar a tan­
ta gente porque en varias ciudades había periódicos que publi­
caban con regularidad diatribas antisemitas. El gobierno ofreció
un indulto a Dreyfus en 1899 y finalmente le exoneró en 1906.
No obstante, el antisemitismo se hizo más malévolo en todas
partes. En 1895, Karl Lueger fue elegido alcalde de Viena con
un programa antisemita. Sería uno de los héroes de Hitler.

Explicaciones biológicas de la exclusión


A medida que se entrelazaba más estrechamente con la et-
nicidad, el nacionalismo hizo aumentar el énfasis en las expli­
caciones biológicas de la diferencia. Los argumentos a favor de
los derechos del hombre se habían basado en el supuesto de que
la naturaleza humana era la misma en todas las culturas y cla­
ses sociales. Después de la Revolución francesa, resultó cada vez
más difícil reafirmar sencillamente las diferencias basándose en
la tradición, las costumbres o la historia. Las diferencias reque­
rían un fundamento más sólido si se quería que los hombres
mantuviesen su superioridad sobre las mujeres, los blancos sobre
los negros o los cristianos sobre los judíos. En resumen, si los
derechos no iban a ser universales, iguales o naturales, entonces
había que dar razones para ello. Como consecuencia, en el si­
glo xix se produjo una avalancha de explicaciones biológicas de
la diferencia.
Irónicamente, pues, el propio concepto de los derechos hu­
manos abrió la puerta sin querer a formas más virulentas de
sexismo, racismo y antisemitismo. En realidad, las afirmaciones
generales sobre la igualdad natural de todo el género humano
dieron lugar a aserciones igualmente globales sobre la diferen­
cia natural, produciendo así un nuevo tipo de adversario de los
derechos humanos, más poderoso y siniestro incluso que los tra-
dicionalistas. Las nuevas formas de racismo, antisemitismo y
sexismo ofrecían explicaciones biológicas del carácter natural de
la diferencia humana. En el nuevo racismo, los judíos no sólo
eran quienes habían matado a Cristo, sino que, además, su inhe­
rente inferioridad racial amenazaba con mancillar la pureza de
los blancos por medio del matrimonio mixto. Los negros ya no
eran inferiores por ser esclavos; mientras la abolición de la es­
clavitud hacía progresos en todo el globo, el racismo se volvió
más virulento. Las mujeres no eran menos razonables que los
hombres simplemente por ser menos cultas, sino por su biolo­
gía, que las destinaba a la vida privada, doméstica, y las hacía
totalmente inapropiadas para la política, los negocios o las pro­
fesiones. En estas nuevas doctrinas biológicas, la educación o los
cambios en el entorno nunca podrían alterar las estructuras je­
rárquicas inherentes a la naturaleza humana.
De las nuevas doctrinas biológicas, el sexismo era la menos
organizada políticamente, la menos sistemática intelectualmen­
te y la menos negativa emocionalmente. Después de todo, nin­
guna nación podía reproducirse sin madres; era concebible ar­
gumentar que los esclavos afroamericanos debían ser devueltos
a Africa, o que debía prohibirse a los judíos residir en un deter­
minado lugar, pero no era posible excluir del todo a las mujeres.
Por tanto, era posible reconocerles cualidades positivas que po­
dían ser importantes en la esfera privada. Además, dado que las
mujeres diferían claramente de los hombres desde el punto de
vista biológico (aunque sigue siendo objeto de debate en qué me­
dida son diferentes), pocos descartaban de entrada los argumen­
tos biológicos relativos a la diferencia entre los sexos, cuya histo­
ria era mucho más larga que la de los argumentos biológicos
sobre la raza. No obstante, la Revolución francesa había demos­
trado que incluso las diferencias sexuales, o al menos su rele­
vancia política, podían ponerse en duda. Con la aparición de
argumentos explícitos a favor de la igualdad política de las m u­
jeres, el argumento biológico favorable a su inferioridad cam­
bió. Las mujeres ya no ocupaban un peldaño más bajo que los
hombres en la misma escala biológica, lo cual las hacía bioló­
gicamente parecidas a los hombres, aunque inferiores. Cada vez
era más frecuente presentar a las mujeres como totalmente dis­
tintas desde el punto de vista biológico; se convirtieron en el
«sexo opuesto». i n
Es difícil precisar el momento en que se produjo este cam­
bio en el pensamiento sobre las mujeres, así como su naturale­
za, pero el periodo de la Revolución francesa parece constituir
un punto crítico. Los revolucionarios franceses invocaron argu­
mentos, en gran parte tradicionales, a favor de la diferencia de
las mujeres cuando les prohibieron reunirse en clubes políticos
en 1793. «En general, las mujeres no son capaces de pensamien­
tos elevados y meditaciones serias», proclamó el portavoz del
gobierno. Durante los años siguientes, sin embargo, los médi­
cos de Francia trabajaron con ahínco para dar a estas ideas va­
gas una base más biológica. El principal fisiólogo francés de fi­
nales del x v ill y comienzos del XIX, Pierre Cabanis, postuló que
las mujeres tenían fibras musculares más débiles y que su masa
cerebral era más delicada, por lo que no estaban capacitadas para
ejercer cargos públicos; sin embargo, su consiguiente sensibili­
dad voluble las hacía aptas para los papeles de esposa, madre y
enfermera. Esta forma de pensar contribuyó a crear una tradición
nueva en la cual las mujeres parecían predestinadas a realizarse
dentro de los límites de lo doméstico o en una esfera femeni­
na aparte.11
En su influyente tratado La esclavitudfemenina (1869), el fi­
lósofo inglés John Stuart Mili ponía en duda la existencia mis­
ma de esta diferencia biológica. Argumentó que no podemos
saber cómo difieren los hombres y las mujeres en la naturaleza
porque sólo los vemos en sus papeles sociales actuales. «Lo que
se llama hoy la naturaleza de la mujer», escribió, «es un producto
eminentemente artificial.» Mili vinculó la reforma del estatus de
las mujeres al progreso general en lo social y lo económico. Las
relaciones sociales que hacen depender a la mujer del hombre
en nombre de la ley, afirmó, «son malas en sí mismas» y «deben
sustituirse por una igualdad perfecta, sin privilegio ni poder para
un sexo ni incapacidad alguna para el otro». No hacía falta nin­
gún equivalente de las ligas o partidos antisemitas, sin embar­
go, para que el argumento biológico se mantuviera con solidez.
En una causa ante el Tribunal Supremo de Estados Unidos ce­
lebrada en 1908, que pasaría a la historia, el juez Louis Brandéis
echó mano de los tópicos de siempre al explicar por qué el sexo
podía ser una base jurídica para la clasificación. La «organiza­
ción física de la mujer», sus funciones maternales, la crianza de
los hijos y el mantenimiento del hogar colocaban a las mujeres
en una categoría aparte, distinta. La palabra «feminismo» empe­
zó a usarse comúnmente a finales del siglo XIX, y la resistencia
a sus exigencias fue feroz. Las mujeres no obtuvieron el derecho
al voto en Australia hasta 1902, en Estados Unidos hasta 1920,
en Gran Bretaña hasta 1928 y en Francia hasta 1944.12
El racismo y el antisemitismo, como el sexismo, tomaron
formas nuevas después de la Revolución francesa. Aunque se­
guían abrigando muchos estereotipos negativos sobre los judíos
y los negros, los proponentes de los derechos del hombre ya no
aceptaban la existencia de prejuicios como un motivo suficien­
te para argumentar. Que en Francia los derechos de los judíos
hubiesen estado siempre restringidos sólo demostraba que el há­
bito y la costumbre ejercían un gran poder, no que tales restric­
ciones estuvieran justificadas por la razón. De modo parecido,
para los abolicionistas la esclavitud no era una prueba de la in­
ferioridad de los africanos negros; tan sólo revelaba la rapacidad
de los negreros y los hacendados blancos. Aquellos que recha­
zaban la idea de la igualdad de derechos para los judíos o los
negros, por tanto, necesitaban una doctrina -razonada de for­
ma convincente- que afianzara su posición, especialmente des­
pués de que los judíos adquiriesen derechos y se aboliera la es­
clavitud en las colonias británicas y francesas en 1833 y 1848,
respectivamente. Durante el siglo XIX, aquellos que se oponían a
conceder derechos a los judíos y los negros recurrieron cada vez
más a la ciencia, o a la pseudociencia, en busca de esa doctrina.
La ciencia de la raza se remonta a finales del siglo XVlil y los
intentos de clasificar a los pobladores del mundo. Dos corrien­
tes aparecidas por aquel entonces se unieron en el siglo XIX: la
primera era el argumento de que la historia había presenciado
el avance sucesivo de los pueblos hacia la civilización, y los blan­
cos eran los que más habían avanzado; y la segunda era la idea
de que características hereditarias permanentes dividían a los
pueblos por razas. El racismo como doctrina sistemática depen­
día de la conjunción de las dos corrientes. Los pensadores del
siglo XVlll daban por sentado que los pueblos acabarían alcan­
zando la civilización, mientras que los teóricos raciales del XIX
creían que sólo ciertas razas lo conseguirían, debido a sus cua­
lidades biológicas inherentes. Elementos de esta conjunción se
encuentran en científicos de comienzos del siglo XIX, como, por
ejemplo, el naturalista francés Georges Cuvier, que en 1817 es­
cribió que «ciertas causas intrínsecas» frenaron el avance de las
razas mongola y negra. Sin embargo, estas ideas no se expresa­
ron claramente hasta la segunda mitad del siglo.13
El epítome del género racial se encuentra en la obra de Ar-
thur de Gobineau Ensayo sobre la desigualdad de las razas huma­
nas (1853-1855). Utilizando una mezcla de argumentos sacados
de la arqueología, la etnología, la lingüística y la historia, el di­
plomático y hombre de letras francés argumentó que la histo­
ria del género humano estaba determinada por una jerarquía ra­
cial de base biológica. En el nivel más bajo se hallaban las razas
de piel oscura, que eran animalescas, nada intelectuales e inten­
samente sensuales; a continuación venían las razas amarillas, que
eran apáticas y mediocres pero prácticas; y en lo más alto esta­
ban los pueblos de raza blanca, que eran perseverantes, intelec­
tualmente enérgicos e intrépidos y compaginaban «un instinto
extraordinario del orden» con un «pronunciado gusto por la li­
bertad». Dentro de la raza blanca imperaba la rama aria. «Todo
lo grande, noble y fructífero de los trabajos del hombre en esta
tierra, en la ciencia, el arte y la civilización, procede de los arios»,
fue la conclusión de Gobineau. Tras emigrar del Asia Central,
su tierra natal, los arios habían constituido el tronco originario
de las civilizaciones india, egipcia, china, romana, europea e in­
cluso, por medio de la colonización, azteca e inca.14
Según Gobineau, era en el mestizaje donde había que bus­
car la explicación del auge y la caída de las civilizaciones. «La
cuestión étnica domina todos los demás problemas de la his­
toria y contiene su clave», escribió. A diferencia de algunos de
sus discípulos, sin embargo, Gobineau pensaba que los arios ya
habían perdido su ascendiente a causa del matrimonio con per­
sonas de otras razas, y que, aunque le asqueaban, el igualitaris­
mo y la democracia acabarían triunfando, lo cual señalaría el
fin de la civilización. Las ideas fantásticas de Gobineau pren­
dieron poco en Francia, pero el emperador Guillermo I de Ale­
mania (que gobernó de 1861 a 1888) las encontró tan de su agra­
do que le otorgó la ciudadanía honoraria. También las hicieron
suyas el compositor Richard Wagner y luego su yerno, el escri­
tor y germanófilo inglés Houston Stewart Chamberlain. A causa
de la influencia de Chamberlain, los arios de Gobineau se con­
virtieron en uno de los elementos centrales de la ideología racial
de Hitler.15
Gobineau dio un tono secular y aparentemente sistemático
a ideas que ya circulaban en gran parte del mundo occidental.
En 1850, por ejemplo, el anatomista escocés Robert Knox pu­
blicó Las razas de los hombres, obra en la que sostenía que «la raza
o ascendencia hereditaria lo es todo; caracteriza al hombre». Al
año siguiente, el jefe del Sindicato de Cajistas de Filadelfia, John
Campbell, ofreció su Negro-manía, un examen de la falsamente
aceptada igualdad de las razas del ser humano. El racismo no era
exclusivo del sur de Estados Unidos. Campbell citó a Cuvier y
Knox, entre otros, para insistir en el salvajismo y la barbarie de
los negros y para razonar contra toda posibilidad de igualdad
entre blancos y negros. Como el propio Gobineau había criti­
cado el trato que recibían los esclavos africanos en Estados Uni­
dos, sus traductores norteamericanos tuvieron que suprimir las
partes críticas para que la obra (que se publicó en inglés en 1856)
les resultara más aceptable a los sureños partidarios de la es­
clavitud. Así pues, la perspectiva de la abolición de la escla­
vitud (que no fue oficial en Estados Unidos hasta 1865) no hizo
más que aumentar el interés por la ciencia racial.16
Como demuestran los títulos de las obras de Gobineau y
Campbell, el rasgo común de la mayor parte del pensamiento
racista era una reacción visceral contra el concepto de igualdad.
Gobineau confesó a Tocqueville el asco que le provocaban los
«sobretodos sucios [los trabajadores]» que habían participado en
la revolución de 1848 en Francia. A Campbell, por su parte, le
repugnaba compartir un programa político con hombres de co­
lor. Lo que en otro tiempo había definido el rechazo aristocrá­
tico de la sociedad moderna -tener que mezclarse con las cla­
ses inferiores- adquirió ahora un significado racial. Puede que
el advenimiento de la política de masas en la segunda mitad del
siglo XIX erosionase paulatinamente el sentido de las diferencias
de clase (o que causara esta impresión), pero no las eliminó del
todo. Las diferencias pasaron de la esfera de las clases sociales a
la raza y el sexo. La instauración del sufragio universal mascu­
lino, combinado con la abolición de la esclavitud y el principio
de la inmigración en masa, hizo que la igualdad resultara mu­
cho más concreta y amenazadora.17
El imperialismo agravó estas circunstancias. Al mismo tiem­
po que abolían la esclavitud en sus colonias de plantaciones,
las potencias europeas extendieron su dominio en Africa y Asia.
Los franceses invadieron Argelia en 1830 y acabaron incorporán­
dola a Francia. Los británicos se anexionaron Singapur en 1819
y Nueva Zelanda en 1840, e incrementaron sin cesar su control
en la India. En 1914, Francia, Gran Bretaña, Alemania, Italia,
Portugal, Bélgica y España ya se habían repartido África. Casi
ningún estado africano salió indemne. Si bien en algunos ca­
sos la dominación extranjera aumentó el «atraso» del país, al des­
truir las industrias locales en beneficio de las importaciones de
la metrópoli imperial, en general los europeos aprendieron una
sola lección de sus conquistas: tenían el derecho -y la obligación-
de «civilizar» los lugares atrasados y bárbaros que gobernaban.
No todos los partidarios de estas empresas imperiales pro­
movieron un racismo explícito. John Stuart Mili, que durante
muchos años trabajó en la Compañía de las Indias Orientales
británica, verdadera administradora del dominio británico de la
India hasta 1858, rechazó las explicaciones biológicas de la di­
ferencia. Con todo, incluso él creía que los estados nativos de
la India eran «salvajes», con «poca o ninguna ley», que vivían
en condiciones «muy poco por encima de las más elevadas de
las bestias». A pesar de la postura de Mili, en Europa se formó
una relación simbiótica entre el imperialismo y la ciencia racial:
el imperialismo de las «razas conquistadoras» dio mayor credi­
bilidad a las pretensiones raciales, a la vez que la ciencia racial
contribuía a justificar el imperialismo. En 1861, el explorador
británico Richard Burton adoptó la que pronto se convertiría
en la actitud predominante. El africano, dijo, «tiene gran parte
de las peores características de los tipos orientales inferiores: es­
tancamiento de la mente, indolencia del cuerpo, deficiencia mo­
ral, superstición y pasión infantil». A partir de 1870, estas acti­
tudes encontraron un público masivo en los nuevos periódicos
de producción barata, los semanarios ilustrados y las exposi­
ciones etnográficas. Incluso en Argelia, considerada parte inte­
grante de Francia a partir de 1848, los nativos tardaron m u­
chísimo tiempo en obtener derechos. En 1865, un decreto del
gobierno los declaró súbditos y no ciudadanos, mientras que
en 1870 el Estado francés convirtió a los judíos de Argelia en
ciudadanos naturalizados. Los varones musulmanes no obtu­
vieron derechos políticos iguales hasta 1947. La «misión civili­
zadora» no era un proyecto a corto plazo.18
Gobineau no había considerado a los judíos como un caso
especial en su elaboración de la ciencia racial, pero sus segui­
dores sí lo hicieron. En Los fundamentos del siglo xix, publicada
en 1899, Houston Stewart Chamberlain combinó las ideas de
Gobineau sobre la raza y el misticismo alemán relativo al Volk
con un ataque vitriólico a los judíos, «esta gente extraña» que
ha esclavizado «nuestros gobiernos, nuestras leyes, nuestra cien­
cia, nuestro comercio, nuestra literatura, nuestro arte». Cham ­
berlain ofreció un solo argumento nuevo, que, no obstante, in­
fluyó directamente en Hitler: entre todos los pueblos, los arios
y los judíos eran los únicos que habían mantenido su pureza ra­
cial, lo cual significaba que ahora debían luchar a muerte unos
con otros. En otros aspectos, Chamberlain amalgamó diversas
ideas cada vez más comunes.19
Aunque el antisemitismo moderno se edificó sobre los es­
tereotipos negativos de los judíos que tenían los cristianos y
circulaban desde hacía siglos, la doctrina adquirió nuevas carac­
terísticas a partir de 1870. A diferencia de los negros, los judíos
ya no representaban una etapa inferior de la evolución históri­
ca, como, por ejemplo, en el siglo xvill. Ahora encarnaban las
amenazas de la modernidad: el materialismo excesivo, la eman­
cipación de grupos minoritarios y su participación en política,
y el cosmopolitismo «degenerado» y «desarraigado» de la vida ur-
baña. Los chistes de los periódicos mostraban a los judíos como
seres codiciosos, falsos y lascivos; periodistas y panfletistas es­
cribían acerca del control judío del capital internacional y su
manipulación conspirativa de los partidos parlamentarios (figu­
ra 11). En un chiste norteamericano de 1894, menos malévolo
que muchos de los que se publicaban en Europa, aparecen los
cinco continentes rodeados por los tentáculos de un pulpo que
está sentado en el lugar donde se encuentran las islas británicas.
El pulpo lleva una etiqueta que reza: ROTHSCHILD, nombre de la
rica y poderosa familia judía. Estos intentos de difamación fue­
ron reforzados por Los Protocolos de los sabios de Sión, documen­
to falso que pretendía revelar la existencia de una conspiración
judía cuyo objetivo era crear un supergobierno que controlaría
el mundo entero. Los Protocolos se publicaron por primera vez
en Rusia en 1903 y su falsedad se demostró en 1921, pero, aun
así, fueron reimpresos en repetidas ocasiones en Alemania por
los nazis y hoy día siguen enseñándose como auténticos en las
escuelas de algunos países árabes. Por tanto, el nuevo antisemi­
tismo era una combinación de elementos tradicionales y moder­
nos: los judíos debían ser excluidos de los derechos e incluso
expulsados de la nación porque eran a la vez demasiado dife­
rentes y demasiado poderosos.

Socialismo y comunismo
El nacionalismo no fue el único movimiento de masas apa­
recido en el siglo xix. Al igual que el nacionalismo, el socialis­
mo y el comunismo tomaron forma como reacción explícita a
las limitaciones que se percibían en los derechos individuales for­
mulados constitucionalmente. Mientras que los primeros nacio­
nalistas querían derechos para todos los pueblos, no sólo para
los que ya tenían un estado, los socialistas y los comunistas, por
Figura 11. «La Revolución francesa antes y hoy», Caran d’A che en Psst...!, 1898.
Caran d’A che era el seudónimo de Emmanuel Poiré, caricaturista político fran­
cés que publicó caricaturas antisemitas durante el «caso Dreyfus» en Francia.
Ésta explota una imagen común de la Revolución francesa de 1789: el cam­
pesino agobiado por un noble (porque los nobles estaban exentos de algunos
impuestos). En los tiempos modernos, el campesino tiene que llevar todavía
más carga: sobre sus hombros aparecen un político republicano, un francma­
són y, sobre todos ellos, un financiero judío. Caran d’A che también publicó
varias imágenes en las que ridiculizaba a Zola. Tomado de Psst...!, n.° 37, 15 de
octubre de 1898.
su parte, querían asegurarse de que las clases bajas disfrutaran de
igualdad social y económica, no sólo de derechos políticos igua­
les. Sin embargo, al mismo tiempo que llamaban la atención so­
bre derechos escatimados por los proponentes de los derechos
del hombre, las organizaciones socialistas y comunistas rebaja­
ban inevitablemente la importancia de los derechos como ob­
jetivo. El punto de vista del propio Marx era claro: la emanci­
pación política podía conseguirse por medio de la igualdad legal
dentro de la sociedad burguesa, pero la verdadera emancipación
humana exigía la destrucción de la sociedad burguesa y los me­
canismos constitucionales con los que protegía la propiedad pri­
vada. Los socialistas y los comunistas, no obstante, formularon
dos preguntas sobre los derechos que siguen siendo válidas: ¿los
derechos políticos eran suficientes?, y ¿podía el derecho del indi­
viduo a proteger la propiedad privada coexistir con la necesidad
de la sociedad de fomentar el bienestar de sus miembros me­
nos afortunados?
Del mismo modo que el nacionalismo había atravesado dos
fases en el siglo xix -del entusiasmo por la autodeterminación de
los primeros tiempos había pasado a un proteccionismo más
defensivo de la identidad étnica-, también el socialismo expe­
rimentó una evolución. De la importancia que inicialmente
concedía a la reconstrucción de la sociedad empleando medios
pacíficos pero ajenos a la política, pasó a una marcada división
entre aquellos que estaban a favor de la política parlamentaria y
aquellos otros que abogaban por el derrocamiento violento de
los gobiernos. Durante la primera mitad del siglo XIX, cuando los
sindicatos eran ilegales en la mayoría de los países y los obre­
ros no tenían derecho de voto, los socialistas se centraron en
revolucionar las nuevas relaciones sociales creadas por la in­
dustrialización. Pocas esperanzas podían albergar de ganar las
elecciones cuando los obreros no podían votar, situación que
continuó hasta por lo menos la década de 1870. Así que los pio­
neros del socialismo fundaron fábricas modelo, cooperativas de
productores y de consumidores y comunidades experimentales
con el fin de superar conflictos y antagonismos entre grupos so­
ciales. Querían que los trabajadores y los pobres pudieran be­
neficiarse del nuevo orden industrial, «socializar» la industria y
sustituir la competición por la cooperación.
Muchos de estos primeros socialistas tenían en común la fal­
ta de confianza en los «derechos del hombre». Charles Fourier,
el destacado socialista francés de las décadas de 1820 y 1830,
afirmó que las constituciones y las palabras sobre derechos ina­
lienables eran una farsa. ¿Qué puede significar los «derechos
imprescriptibles del ciudadano» cuando el indigente «ni es libre
para trabajar» ni posee autoridad para exigir trabajo? El derecho
a trabajar trascendía todos los demás derechos, a su modo de
ver. Al igual que Fourier, muchos de los primeros socialistas ci­
taban la negativa a conceder derechos a las mujeres como señal
de la bancarrota de las anteriores doctrinas referentes a derechos.
¿Podrían las mujeres alcanzar alguna vez la liberación sin que
se abolieran la propiedad privada y los códigos de leyes que sos­
tenían el patriarcado?20
Dos factores alteraron la trayectoria del socialismo en la se­
gunda mitad del siglo XIX: el advenimiento del sufragio univer­
sal para los varones y la ascensión del comunismo (el término
«comunista» apareció por primera vez en 1840). Los socialistas
y los comunistas se dividieron entonces entre los que preten­
dían fundar un movimiento político parlamentario con partidos
y campañas electorales, y los que, como los bolcheviques en
Rusia, insistían en que sólo una dictadura del proletariado y la
revolución total transformarían las condiciones sociales. Los pri­
meros creían que la instauración gradual del voto para todos los
hombres ofrecía la perspectiva de que los trabajadores pudieran
alcanzar sus metas en el marco de la política parlamentaria. El
Partido Laborista británico, por ejemplo, se formó en 1900 al
unirse diversos sindicatos, partidos y clubes ya existentes con el
fin de promover los intereses y la elección de los trabajadores.
En cambio, la Revolución rusa de 1917 alentó a los comunistas
de todo el mundo a creer que la transformación total de la so­
ciedad y la economía era su horizonte y que la participación en
la política parlamentaria no hacía más que desviar energías de
otros tipos de lucha.
Como cabía esperar, las dos ramas también diferían en su
concepto de los derechos. Los socialistas y los comunistas que
aceptaban el proceso político defendían igualmente la causa de
los derechos. Uno de los fundadores del Partido Socialista fran­
cés, Jean Jaurés, argumentó que un estado socialista «retiene su
legitimidad sólo en la medida en que garantiza los derechos in­
dividuales». Jaurés apoyó a Dreyfus y se mostró partidario de la
igualdad en derechos políticos y la separación de la Iglesia y el
Estado; en resumen, derechos políticos iguales para todos los
hombres y mejora de la vida de los trabajadores. Por otro lado,
consideraba la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano un documento de importancia universal. Los del otro
bando seguían a Marx más de cerca y, como hizo un socialista
francés oponente de Jaurés, defendían que el Estado burgués
sólo podía ser «un instrumento de conservadurismo y opresión
social».21
El propio Karl Marx sólo había hablado con cierto deteni­
miento de los derechos del hombre en su juventud. En su en­
sayo Sobre la cuestiónjudía, publicado en 1843, cinco años antes
que el Manifiesto comunista, Marx condenó los fundamentos mis­
mos de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciu­
dadano. «Ninguno de los así llamados derechos del hombre», se
quejó, «va, por tanto, más allá del hombre egoísta.» La supues­
ta libertad sólo consideraba al hombre como ser aislado y no
como parte de una clase o comunidad. El derecho a la propie­
dad sólo garantizaba el derecho a luchar por los intereses pro­
pios sin tener en cuenta a los demás. Los derechos del hombre
garantizaban la libertad de culto, cuando lo que los hombres ne­
cesitaban era liberarse de la religión; confirmaban el derecho a
poseer propiedades, cuando lo necesario era liberarse de la pro­
piedad; incluían el derecho a dedicarse a los negocios, cuando
lo necesario era liberarse de los negocios. A Marx le desagra­
daba en particular el énfasis político que se hacía en los dere­
chos del hombre. Los derechos políticos, pensaba, eran una
cuestión de medios y no de fines. El «hombre político» era el
«hombre abstraído, artificial» y no «auténtico». El hombre úni­
camente podía recuperar su autenticidad reconociendo que la
emancipación humana no podía alcanzarse por medio de la po­
lítica, sino que requería una revolución centrada en las relacio­
nes sociales y en la abolición de la propiedad privada.22
Estos puntos de vista y sus posteriores variaciones influye­
ron en el movimiento socialista y comunista durante genera­
ciones. Los bolcheviques proclamaron una Declaración de los
Derechos del Pueblo Trabajador y Explotado en 1918, pero no
incluyeron ni un solo derecho político o jurídico. Su propósito
era «la abolición de toda explotación del hombre por el hom ­
bre, la completa supresión de la división de la sociedad en cla­
ses, el aplastamiento implacable de la resistencia de los explo­
tadores, el establecimiento de una organización socialista de la
sociedad». El propio Lenin citó a Marx en su argumentación
contra todo énfasis en los derechos individuales. El concepto
de un «derecho igual», manifestó Lenin, «es una infracción de
la igualdad y una injusticia», ya que se basa en un «derecho bur­
gués». Los supuestos derechos iguales protegen la propiedad pri­
vada y, por tanto, perpetúan la explotación de los trabajadores.
Stalin promulgó en 1936 una nueva constitución que afirmaba
garantizar la libertad de expresión, de prensa y de culto, pero su
gobierno no titubeó en despachar a centenares de miles de ene­
migos de clase, disidentes e incluso otros miembros del partido
a campos de prisioneros o a una ejecución inmediata.23
Las guerras mundiales
y la búsqueda de nuevas soluciones
Mientras los bolcheviques empezaban a instaurar su dicta­
dura del proletariado en Rusia, las astronómicas cifras de bajas
mortales de la primera guerra mundial empujaron a los líderes
aliados, que pronto se alzarían con la victoria, a buscar un nuevo
mecanismo que asegurase la paz. Cuando los bolcheviques fir­
maron un tratado de paz con los alemanes en marzo de 1918,
Rusia había perdido casi dos millones de hombres. Al terminar
la guerra en el frente occidental en noviembre de 1918, ya habían
muerto hasta 14 millones de personas, en su mayoría soldados.
Tres cuartas partes de los hombres movilizados para combatir
en Rusia y en Francia acabaron heridos o muertos. En 1919, los
diplomáticos que redactaron los acuerdos de paz fundaron una
Sociedad de Naciones para mantener la paz, supervisar el desar­
me, arbitrar en las disputas entre naciones y garantizar los dere­
chos de las minorías nacionales, las mujeres y los niños. La So­
ciedad de Naciones fracasó a pesar de algunos nobles esfuerzos.
El Senado de Estados Unidos se negó a ratificar la participación
norteamericana; inicialmente se vetó el ingreso de Alemania y
Rusia; y al mismo tiempo que fomentaba la autodeterminación
en Europa, la Sociedad de Naciones administraba las antiguas
colonias alemanas y los territorios del desaparecido Imperio oto­
mano mediante un sistema de «mandatos» justificado una vez
más por la preponderancia de los europeos sobre otros pueblos.
Asimismo, la Sociedad de Naciones no pudo impedir la ascen­
sión del fascismo en Italia y del nazismo en Alemania, y, por
consiguiente, no pudo evitar que estallara la segunda guerra
mundial.
La segunda guerra mundial alcanzó una nueva cota de bar­
barie, con una cifra casi inconcebible de 60 millones de muertos.
Además, esta vez la mayoría de las víctimas mortales fueron ci­
viles, entre ellas 6 millones de judíos a los que mataron simple­
mente por ser judíos. El desastre dejó millones de refugiados al
terminar la contienda, muchos de los cuales apenas podían ima­
ginar un futuro y vivían en campos para personas desplazadas.
Y otros fueron obligados a abandonar sus hogares e instalarse
en otra parte por motivos étnicos (2,5 millones de alemanes, por
ejemplo, fueron expulsados de Checoslovaquia en 1946). En un
momento u otro, todas las potencias beligerantes atacaron a ci­
viles; sin embargo, al terminar el conflicto, las revelaciones so­
bre la escala de horrores perpetrados deliberadamente por los
alemanes horrorizaron al público. Las fotografías tomadas al li­
berar los campos de exterminio nazis mostraron las horribles
consecuencias del antisemitismo, que se había justificado con
teorías sobre la supremacía de los arios y la purificación nacio­
nalista. Los juicios de Nuremberg en 1945-1946 no sólo hicieron
que estas atrocidades fueran del conocimiento de un público
más amplio, sino que, además, sentaron un precedente en el
sentido de que gobernantes, funcionarios y militares podían ser
castigados por crímenes «contra la humanidad».
Incluso antes de que terminara la guerra, los aliados -en
particular Estados Unidos, la Unión Soviética y Gran Bretaña-
decidieron mejorar la Sociedad de Naciones. Una conferencia
celebrada en San Francisco en la primavera de 1945 creó la es­
tructura básica de un nuevo organismo internacional, las Na­
ciones Unidas. Tendría un Consejo de Seguridad dominado por
las grandes potencias, una Asamblea General con delegados de
todos los países miembros y un Secretariado dirigido por un se­
cretario general con poderes ejecutivos. En la conferencia tam­
bién se previo la creación de un Tribunal Internacional de Jus­
ticia en La Haya (Países Bajos), que sustituiría a un tribunal
parecido instaurado por la Sociedad de Naciones en 1921. Cin­
cuenta y un países firmaron la Carta de las Naciones Unidas
como miembros fundadores el 26 de junio de 1945.
A pesar de las pruebas que iban surgiendo de los crímenes
cometidos por los nazis contra los judíos, los gitanos y los esla­
vos, entre otros, hubo que empujar a los diplomáticos reunidos
en San Francisco para que incluyesen los derechos humanos en
el programa. En 1944, tanto Gran Bretaña como la Unión So­
viética habían rechazado propuestas de incluir los derechos hu­
manos en la Carta de las Naciones Unidas. Gran Bretaña temía
la posibilidad de que tal medida alentara los movimientos in-
dependentistas en sus colonias, y la Unión Soviética no quería
intromisiones en su esfera de influencia, que se hallaba en ex­
pansión. Además, Estados Unidos se había opuesto inicialmen­
te a la sugerencia de China de que la Carta incluyera una de­
claración sobre la igualdad de todas las razas.
La presión procedía de dos direcciones distintas. Muchos es­
tados pequeños y medianos de Latinoamérica y Asia instaron a
prestar más atención a los derechos humanos, en parte porque
les molestaba la dominación prepotente de los procedimientos
por parte de las grandes potencias. Asimismo, multitud de or­
ganizaciones religiosas, laborales, femeninas y cívicas, la mayo­
ría de ellas con sede en Estados Unidos, presionaron directa­
mente a los delegados de la conferencia. Peticiones apremiantes
presentadas cara a cara por representantes del Comité Judío Nor­
teamericano, el Comité Conjunto para la Libertad de Culto, el
Congreso de Organizaciones Industriales (CIO) y la Asociación
Nacional para el Progreso de la Gente de Color (NAACP) con­
tribuyeron al cambio de parecer del Departamento de Estado
norteamericano, que accedió a incluir los derechos humanos en
la Carta de las Naciones Unidas. La Unión Soviética y Gran Bre­
taña dieron su consentimiento porque la carta también garanti­
zaba que las Naciones Unidas nunca intervendrían en los asun­
tos internos de un país.24
El compromiso con los derechos humanos todavía dista­
ba mucho de estar asegurado. La Carta de las Naciones Unidas
de 1945 hizo hincapié en las cuestiones relacionadas con la se­
guridad internacional y sólo dedicó unas cuantas líneas al «res­
peto universal a los derechos humanos y a las libertades fun­
damentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza,
sexo, idioma o religión». No obstante, creó una Comisión de De­
rechos Humanos, y ésta decidió que su primera tarea debía ser
la de redactar una declaración de derechos humanos. En su ca­
lidad de presidenta de la Comisión, Eleanor Roosevelt desempe­
ñó un papel fundamental, puesto que logró que se redactara una
declaración y luego la condujo a través del complejo proceso
que debía culminar con su aprobación. Un profesor de derecho
de la McGill University de Canadá, John Hümphrey, de 44 años,
preparó un texto preliminar. Este texto debía ser revisado por
la Comisión en pleno, enviado a todos los estados miembros,
examinado por el Consejo Económico y Social y, en caso de
ser aprobado, remitido a la Asamblea General, donde primero se
sometería a la consideración del Tercer Comité sobre Asuntos
Sociales, Humanitarios y Culturales. En el Tercer Comité ha­
bía delegados de todos los estados miembros; mientras se de­
batía el texto preliminar, la Unión Soviética propuso enmien­
das a casi todos los artículos. Al cabo de 83 sesiones (sólo del
Tercer Comité) y 170 enmiendas, se aprobó un texto que ha­
bía de someterse a votación. Finalmente, el 10 de diciembre
de 1948, la Asamblea General aprobó la Declaración Univer­
sal de Derechos Humanos. Cuarenta y ocho países votaron a
favor, ocho países del bloque soviético se abstuvieron y ningu­
no se opuso.25
Al igual que sus predecesoras del siglo xvm, la Declaración
Universal explicó en un preámbulo por qué había sido necesa­
rio semejante documento formal. «El desconocimiento y el me­
nosprecio de los derechos humanos han originado actos de bar­
barie ultrajantes para la conciencia de la humanidad», afirmaba.
La variación respecto a la terminología de la declaración francesa
original de 1789 es elocuente En 1789 los franceses habían afir­
mado que «la ignorancia, el olvido o el menosprecio de los de­
rechos del hombre son las únicas causas de las calamidades pú­
blicas y de la corrupción de los gobiernos». La «ignorancia» e
incluso el simple «olvido» ya no eran posibles. Cabe suponer que
en 1948 todo el mundo ya sabía lo que significaban los derechos
humanos. Además, la expresión «calamidades públicas» emplea­
da en 1789 no podía captar la magnitud de los acontecimientos
recientes. El desconocimiento de los derechos humanos y su
menosprecio deliberado habían producido actos de brutalidad
casi inimaginable.
La Declaración Universal no se limitó a reafirmar conceptos
dieciochescos de derechos individuales tales como la igualdad
ante la ley, la libertad de expresión, la libertad de culto, el de­
recho a participar en el gobierno, la protección de la propiedad
privada y el rechazo de la tortura y el castigo cruel (véase el Apén­
dice). También prohibió explícitamente la esclavitud y estipuló
el sufragio universal e igual y por voto secreto. Asimismo, exi­
gió el derecho a circular libremente, el derecho a una naciona­
lidad, el derecho a casarse y, de forma más polémica, el derecho
a la seguridad social; el derecho al trabajo -basado en el prin­
cipio de a igual trabajo, igual salario- por un salario que garan­
tizase el sustento; el derecho al descanso y al disfrute del tiem­
po libre; y el derecho a la educación, que debía ser gratuita en
los niveles elementales y fundamentales. En un momento en que
arreciaba la guerra fría, la Declaración Universal expresó una se­
rie de aspiraciones más que una realidad que pudiera alcanzarse
fácilmente. Esbozó un conjunto de obligaciones morales para
la comunidad mundial, pero no disponía de ningún mecanis­
mo que velara por su cumplimiento. De haber incluido tal me­
canismo, nunca hubiera sido aprobada. Sin embargo, a pesar de
sus limitaciones, el documento tendría efectos parecidos a los
de sus predecesoras del siglo xvill. Durante más de cincuenta
años, ha marcado la pauta del debate y la acción sobre los de­
rechos humanos a escala internacional.
La Declaración Universal supuso la cristalización de ciento
cincuenta años de lucha por los derechos. Durante todo el si­
glo XIX y principios del XX, mientras las naciones se encerraban
en sí mismas, diversas sociedades benéficas habían manteni­
do encendida la llama de los derechos humanos universales.
Un lugar destacado entre estas organizaciones lo ocupaban las
sociedades de inspiración cuáquera fundadas para acabar con
la trata de esclavos y la esclavitud. La Sociedad Británica para la
Abolición de la Trata de Esclavos, creada en 1787, distribuía pro­
paganda escrita e imágenes abolicionistas y organizaba grandes
campañas peticionarias dirigidas al Parlamento. Sus líderes for­
jaron estrechos vínculos con abolicionistas de Estados Unidos,
Francia y el Caribe. Cuando en 1807 el Parlamento aprobó una
ley que ponía fin a la participación británica en la trata de es­
clavos, los abolicionistas rebautizaron su grupo con el nombre
de Anti-Slavery Society y organizaron nuevas campañas que pe­
dían al Parlamento que aboliera la esclavitud, lo que finalmen­
te se cumplió en 1833. La Sociedad Británica y Extranjera An­
tiesclavitud tomó entonces la batuta y llevó a cabo campañas a
favor del fin de la esclavitud en otras partes, especialmente en
Estados Unidos.
A propuesta de abolicionistas norteamericanos, la Sociedad
británica organizó una convención mundial antiesclavitud, que
se reunió en Londres en 1840 con el objeto de coordinar la lu­
cha internacional. Aunque los delegados se negaron a permitir
la participación oficial de mujeres abolicionistas, con lo cual con­
tribuyeron a precipitar el movimiento a favor del sufragio feme­
nino, lo cierto es que reforzaron la causa internacional contra la
esclavitud gracias a la creación de nuevos contactos internacio­
nales, a la información sobre las condiciones de vida de los es­
clavos y a las resoluciones que denunciaban la esclavitud por ser
«un pecado contra Dios» y condenaban a las iglesias que la apo­
yaban, sobre todo en el sur de Estados Unidos. Si bien la con­
vención «mundial» se vio dominada por los británicos y los
norteamericanos, creó un modelo para futuras campañas inter­
nacionales a favor del sufragio femenino, la protección de la
mano de obra infantil, los derechos de los trabajadores y gran
número de otros asuntos, algunos relacionados con los derechos
y otros, como la abstinencia de bebidas alcohólicas, no.26
Durante los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, la
causa de los derechos humanos internacionales pasó a un se­
gundo plano debido a las luchas anticoloniales e independentis-
tas. Como es bien sabido, al concluir la primera guerra mundial,
el presidente Woodrow Wilson había hecho hincapié en que una
paz duradera debía basarse en el principio de la autodetermina­
ción nacional. «Todo pueblo», afirmó, «tiene derecho a escoger la
soberanía bajo la cual vivirá.» Wilson pensaba en los polacos, los
checos y los serbios -pero no en los africanos-, y él y sus alia­
dos concedieron la independencia a Polonia, Checoslovaquia y
Yugoslavia, porque se consideraban a sí mismos poseedores del
derecho a disponer de los territorios que antes pertenecían a las
potencias derrotadas. Gran Bretaña accedió a incluir la autode­
terminación en la Carta del Atlántico, que en 1941 expuso los
principios que los británicos y los estadounidenses tenían para
hacer la guerra, pero Winston Churchill insistió en que esto sólo
era válido para Europa, no para las colonias de la propia Gran
Bretaña. Los intelectuales africanos discreparon y la cuestión
formó parte de su creciente campaña por la independencia. Aun­
que en sus primeros años las Naciones Unidas no adoptaron una
posición fuerte ante la descolonización, en 1952 ya habían acce­
dido a que, oficialmente, la autodeterminación formase parte
de su programa. La mayoría de los estados africanos recupera­
ron su independencia, ya fuera pacíficamente o recurriendo a la
fuerza, en los años sesenta del siglo pasado. A pesar de que en al­
gunos casos incorporaron a sus constituciones los derechos enu­
merados en, por ejemplo, la Convención Europea para la Protec­
ción de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales
de 1950, la garantía legal de los derechos era con frecuencia víc­
tima de los caprichos de la política internacional e intertribal.27
Con posterioridad a 1948 tomó forma, de manera intermi­
tente, un consenso internacional sobre la importancia de defen­
der los derechos humanos. La Declaración Universal inició el
proceso en vez de representar su culminación. En ninguna par­
te el avance de los derechos humanos fue más visible que entre
los comunistas, quienes durante mucho tiempo se habían resis­
tido a esta llamada. A partir de 1970, los partidos comunistas de
la Europa occidental volvieron a una posición muy parecida a la
que planteara Jaurés en Francia entre finales del siglo xix y co­
mienzos del XX. En sus programas políticos, sustituyeron «la dic­
tadura del proletariado» por el progreso de la democracia, y apo­
yaron explícitamente los derechos humanos. A finales de los
años ochenta del siglo pasado, el bloque soviético empezó a mo­
verse en la misma dirección. El secretario general del Partido Co­
munista, Mijaíl Gorbachov, propuso al congreso del partido ce­
lebrado en Moscú en 1988 que en lo sucesivo la Unión Soviética
fuera un Estado bajo el imperio de la ley con la «máxima pro­
tección para los derechos y la libertad del individuo soviético».
Aquel mismo año se creó el primer departamento de derechos
humanos en una escuela de derecho soviética. Se había produ­
cido cierta convergencia. La Declaración Universal de 1948 in­
cluía derechos sociales y económicos -el derecho a la seguridad
social, el derecho al trabajo, el derecho a la educación, por ejem­
plo- y en la década de 1980 la mayoría de los partidos socialis­
tas y comunistas ya habían abandonado su anterior hostilidad a
los derechos políticos y civiles.28
Las organizaciones no gubernamentales (llamadas actualmen­
te ONG) nunca desaparecieron, pero adquirieron mayor peso
internacional a partir de 1980, debido en gran parte al avance de
la globalización. Organizaciones como Amnistía Internacional
(fundada en 1961), Anti-Slavery International (continuadora de
la Anti-Slavery Society), Human Rights Watch (fundada en 1978)
y Médicos sin Fronteras (fundada en 1971), por no citar incon­
tables grupos locales cuyas actividades no son conocidas fuera
de la esfera donde desarrollan su labor, han apoyado decisiva­
mente los derechos humanos en los últimos decenios. A me­
nudo estas ONG han ejercido más presión sobre los gobiernos
transgresores y han hecho más por mitigar las hambrunas, aliviar
las enfermedades y luchar contra el trato brutal dispensado a
disidentes y minorías, que las propias Naciones Unidas, aunque
casi todas ellas han basado sus programas en los derechos expre­
sados en la Declaración Universal.29
Huelga decir que el apoyo de los derechos humanos toda­
vía resulta más fácil que su aplicación. Las frecuentes confe­
rencias y convenciones internacionales contra el genocidio, la
esclavitud, la tortura y el racismo, y a favor de la protección de
las mujeres, los niños y las minorías demuestran que sigue sien­
do necesario salvaguardar los derechos humanos. Las Naciones
Unidas adoptaron en 1956 una Convención Suplementaria so­
bre la Abolición de la Esclavitud, la Trata de Esclavos y las Ins­
tituciones y Prácticas Análogas a la Esclavitud y, aun así, se esti­
ma que actualmente hay en el mundo 27 millones de esclavos.
En 1984 aprobaron la Convención Contra la Tortura y Otros
Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, porque la
tortura no desapareció con la abolición de sus formas judiciales
en el siglo xvill. En lugar de practicarse en un marco aprobado
por la ley, la tortura se trasladó a las dependencias interiores de
la policía secreta, o no tan secreta, y de las fuerzas militares
de los estados modernos. Los nazis autorizaron explícitamente
el recurso al «Tercer Grado» contra «comunistas, marxistas, Testi­
gos de Jehová, saboteadores, terroristas, miembros de movimien­
tos de resistencia, elementos antisociales, elementos refractarios
o vagabundos polacos o soviéticos». Las categorías ya no son
exactamente las mismas, pero la práctica perdura. Sudáfrica, los
franceses en Argelia, Chile, Grecia, Argentina, Irak, los norte­
americanos en Abu Ghraib: la lista es interminable. La esperanza
de poner fin a los «actos de barbarie» aún no se ha cumplido.30
Los límites de la empatia
¿Qué conclusión hemos de sacar del resurgir de la tortura
y la limpieza étnica, del uso persistente de la violación como
arma de guerra y la opresión de las mujeres, del creciente tráfi­
co sexual de menores y mujeres y de la vigencia de la esclavitud?
¿Nos han fallado los derechos humanos por no estar a la altura
de lo que esperábamos de ellos? En los tiempos modernos actúa
una paradoja de distancia y proximidad. Pór un lado, el avan­
ce del alfabetismo y la difusión de las novelas, los periódicos, la
radio, las películas, la televisión e internet han hecho posible que
haya cada vez más personas que sienten empatia por otras que vi­
ven en lugares lejanos y en circunstancias muy diferentes. Las fo­
tografías de niños hambrientos en Bangladesh o las crónicas so­
bre el asesinato de miles de hombres y muchachos en Srebrenica
(Bosnia) pueden movilizar a millones de personas y hacer que en­
víen dinero y productos y, a veces, que ellas mismas vayan a otros
lugares para ayudar a otras personas o que insten a su gobierno o
a las organizaciones internacionales a intervenir. Por otro lado, las
crónicas de primera mano nos dicen que en Ruanda la gente ma­
taba a sus vecinos por motivos étnicos, y que lo hacía con furio­
sa brutalidad. Esta violencia en primer plano dista mucho de ser
excepcional o reciente; los judíos, los cristianos y los musulmanes
llevan mucho tiempo tratando de explicar por qué el Caín bíbli­
co, hijo de Adán y Eva, mató a su hermano Abel. A medida que
han ido pasando los años desde las atrocidades nazis, estudios de­
tenidos han mostrado cómo seres humanos corrientes, sin anor­
malidades psicológicas ni apasionadas convicciones políticas o
religiosas, podían ser inducidos en circunstancias «apropiadas» a
cometer con sus propias manos lo que sabían que eran asesina­
tos en masa. Todos los torturadores de Argelia, Argentina y Abu
Ghraib también empezaron siendo soldados corrientes. Los tor­
turadores y los asesinos son como nosotros, y con frecuencia in­
fligen dolor a personas que tienen delante.31
Así pues, aunque las formas modernas de comunicación han
ampliado los medios de sentir empatia por los demás, no han po­
dido asegurar que los seres humanos actúen basándose en esa
afinidad. La ambivalencia relativa al poder de la empatia se da
a partir de mediados del siglo xvill. La han expresado incluso
aquellos que acometieron la tarea de explicar su funcionamien­
to. En La teoría de los sentimientos morales, Adam Smith conside­
ra la reacción de «un hombre humanitario de Europa» que oye
hablar de un terremoto que mata a cien millones de personas
en China. Dirá todo lo que hay que decir, predice Smith, y se­
guirá ocupándose de sus asuntos como si no hubiera ocurrido
nada. Si, en cambio, supiese que perdería el dedo meñique al día
siguiente, se pasaría toda la noche dando vueltas en la cama. ¿Es­
taría entonces dispuesto a sacrificar a cien millones de chinos a
cambio de su meñique? No, no lo estaría, afirma Smith. Pero
¿qué hace que una persona se resista a hacer este trato? «No es
el apagado poder del humanitarismo», insiste Smith, lo que nos
hace capaces de contrarrestar el interés personal. Tiene que ser
un poder más fuerte, el de la conciencia: «Es la razón, el prin­
cipio, la conciencia, el habitante del pecho, el hombre interior,
el ilustre juez y árbitro de nuestra conducta».32
La lista que hizo el propio Smith -la razón, el principio, la
conciencia, el hombre interior- capta un elemento importan­
te del actual debate sobre la empatia. ¿Qué es lo bastante fuerte
como para movernos a actuar basándonos en nuestra afinidad?
El carácter heterogéneo de la lista de Smith indica que a él mis­
mo le costaba un poco responder a esta pregunta; ¿es la «razón»
sinónima de «el habitante del pecho»? Parece ser que Smith
creía, como muchos activistas de los derechos humanos hoy en
día, que una combinación de invocaciones racionales de prin­
cipios relativos a los derechos y llamamientos emocionales a la
afinidad puede hacer que la empatia sea moralmente eficaz. Al­
gunos críticos de entonces y muchos de ahora responderían que,
para que la empatia funcione, es necesario activar algún sentido
de obligación religiosa más elevada. A su modo de ver, los seres
humanos solos no pueden vencer su propensión interna a la apa­
tía o la maldad. Un ex presidente del Colegio de Abogados de
Estados Unidos expresó este punto de vista común: «Cuando
no se visualiza a los seres humanos a imagen de Dios, entonces
es muy posible que sus derechos básicos pierdan su razón de ser
metafísica». La idea de la comunidad humana no es suficiente
por sí sola.33
Adam Smith se centra en un interrogante cuando en reali­
dad hay dos. Considera que la empatia por los que están muy
lejos puede compararse con los sentimientos por los que están
cerca de nosotros, aun cuando reconoce que lo que se nos pre­
senta directamente es mucho más motivador que los problemas
a los que hacen frente aquellos que se encuentran muy lejos.
Los dos interrogantes, pues, son: ¿qué puede motivarnos a ac­
tuar basándonos en nuestros sentimientos por los que se hallan
muy lejos, y qué hace que la afinidad disminuya hasta tal pun­
to que seamos capaces de torturar, mutilar o incluso matar a los
que están más cerca de nosotros? Distancia y proximidad, sen­
timientos positivos y sentimientos negativos: todo ello debe
entrar en la ecuación.
A partir de mediados del siglo xvm, y precisamente debido
a la aparición del concepto de los derechos humanos, estas ten­
siones se volvieron cada vez más agudas. Todos los que a finales
del siglo xvill organizaban campañas contra la esclavitud, la tor­
tura judicial y el castigo cruel realzaban la crueldad en sus re­
latos, emocionalmente desgarradores. Su objetivo era provocar
repulsión, pero el despertar de sensaciones por medio de la lec­
tura o la contemplación de grabados con escenas explícitas de
sufrimiento no siempre podía encauzarse cuidadosamente. De
modo parecido, la novela que atraía intensamente la atención
sobre las tribulaciones de las muchachas corrientes tomó formas
distintas y más siniestras antes de finalizar el siglo XVIII. La no­
vela gótica, ejemplificada por El monje (1796), de Matthew Lewis,
contenía escenas de incesto, violación, tortura y asesinato, y esas
escenas sensacionalistas parecían ser de modo creciente el ob­
jeto principal de la obra, más que el estudio de sentimientos in­
teriores o consecuencias morales. El marqués de Sade llevó la
novela gótica más allá, hacia una pornografía explícita del dolor,
y redujo deliberadamente a su núcleo sexual las largas, intermi­
nables escenas de seducción de novelas anteriores como Claris-
sa, de Samuel Richardson. Sade pretendía revelar los significa­
dos ocultos de las novelas precedentes. Sexo, dominación, dolor
y poder en lugar de amor, empatia y benevolencia. Para él, «de­
recho natural» no significaba más que el derecho a acumular tan­
to poder como fuera posible y disfrutar ejerciéndolo sobre los de­
más. No es casualidad que Sade escribiera casi todas sus novelas
en la década de 1790, durante la Revolución francesa.34
Así pues, el concepto de los derechos humanos trajo con­
sigo toda una serie de contrapartidas nefastas. La llamada a favor
de los derechos universales, iguales y naturales estimuló el creci­
miento de nuevas y, en ocasiones, fanáticas ideologías que ha­
cían hincapié en la diferencia. Los nuevos medios de establecer
una comprensión empática abrieron la puerta al sensacionalismo
de la violencia. El esfuerzo por soltar la crueldad de sus amarras
legales, judiciales y religiosas la hicieron más accesible como
instrumento cotidiano de dominación y deshumanización. Los
crímenes absolutamente deshumanizadores del siglo XX no fue­
ron concebibles hasta que todo el mundo pudo reivindicar su
igualdad como miembro de la familia humana. El reconocimien­
to de estas dualidades es esencial para el futuro de los derechos
humanos. La empatia no está agotada, como han afirmado algu­
nos. Se ha convertido en una fuerza beneficiosa, más potente
que nunca. Pero el efecto opuesto, causado por la violencia, el
dolor y la dominación, también es mayor que nunca.35
Los derechos humanos son el único baluarte que tenemos
en común contra esos males. No debemos dejar nunca de me­
jorar la versión dieciochesca de los derechos humanos y asegu­
rarnos de que la palabra «Humanos» de la Declaración Univer­
sal de Derechos Humanos no tome ninguna de las ambigüeda­
des que posee la palabra «hombre» en «los derechos del hom ­
bre». La cascada de derechos continúa, aunque siempre suscita
grandes polémicas sobre cómo debería fluir: el derecho a elegir
de una mujer frente al derecho de un feto a vivir, el derecho a
morir con dignidad frente al derecho absoluto a la vida, los de­
rechos de los discapacitados, los derechos de los homosexua­
les, los derechos de los niños, los derechos de los animales; las
discusiones no han terminado ni terminarán nunca. En el si­
glo XVlll, los organizadores de campañas a favor de los derechos
del hombre podían condenar a sus adversarios tachándolos de
tradicionalistas insensibles, a los que sólo les interesaba mante­
ner un orden social basado en la desigualdad, la particularidad
y la costumbre histórica, en lugar de en la igualdad, la univer­
salidad y los derechos naturales. Pero nosotros ya no podemos
permitimos el lujo de rechazar un punto de vista simplemente
porque sea más antiguo. En el otro extremo de la lucha por los
derechos humanos, cuando la creencia en ellos se ha generali­
zado, debemos hacer frente al mundo forjado por la citada lu­
cha. Tenemos que averiguar qué hay que hacer con los tortura­
dores y los asesinos, cómo impedir su aparición en el futuro,
reconociendo en todo momento que ellos son nosotros. No
podemos tolerarlos ni deshumanizarlos.
El marco de los derechos humanos, con sus organismos in­
ternacionales, sus tribunales internacionales y sus convenciones
internacionales, podría resultar exasperante, dada la lentitud con
que responde o la repetida incapacidad de alcanzar sus objeti­
vos últimos; sin embargo, no disponemos de ninguna estructu­
ra mejor para afrontar estos asuntos. Los tribunales y las orga­
nizaciones gubernamentales, por muy internacional que sea su
ámbito, siempre se verán obstaculizados por consideraciones
geopolíticas. La historia de los derechos humanos demuestra que
al final la mejor defensa de los derechos son los sentimientos,
las convicciones y las acciones de multitudes de individuos que
exigen respuestas acordes con su sentido interno para la indig­
nación. El pastor protestante Rabaut Saint-Etienne ya se había
percatado de esta verdad cuando en 1787 escribió al gobierno
francés para quejarse de los defectos del nuevo edicto, que ofre­
cía tolerancia religiosa a los protestantes. «Ha llegado el mo­
mento», dijo, «en que ya no es admisible que la ley deniegue
abiertamente los derechos de la humanidad que son bien co­
nocidos en todo el mundo.» Las declaraciones de 1776, 1789
y 1948 aportaron una piedra de toque para esos derechos de la
humanidad, inspirándose en el sentido de lo que «ya no es ad­
misible», y a su vez contribuyeron a que las violaciones de dere­
chos fueran todavía más inadmisibles. El proceso tenía y tiene
una circularidad innegable: uno conoce el significado de los de­
rechos humanos porque se siente afligido cuando son violados.
Las verdades de los derechos humanos podrían ser paradójicas en
este sentido, pero, a pesar de todo, aún son evidentes.
Documentos
Tres declaraciones: 1776, 1789, 1948
Declaración de Independencia
( 1776)*

En Congreso, 4 de julio de 1776


La Declaración unánime de los trece Estados Unidos de América
Cuando en el curso de los acontecimientos humanos se hace
necesario para un pueblo disolver los vínculos políticos que lo
han ligado a otro y tomar entre las naciones de la tierra el pues­
to separado e igual a que las leyes de la naturaleza y el Dios
de esa naturaleza le dan derecho, un justo respeto al juicio de
la humanidad exige que declare las causas que lo impulsan a la
separación.

Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los


hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de
ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la li­
bertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos de­
rechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan
* Fuente: Paul Leicester Ford (ed.), The Writings o f Thomas Jefferson,
diez vols., G.P. Putnam’s Sons, Nueva York, 1892-1899, vol. 2, págs. 42-58;
http://www.archives.gov/exhibits/charters/declarationJranscript.html. (N. de
la A.) [La traducción española ha sido extraída de http://www.archives.gov/es-
panol/la-declaracion-de-independencia.html. Esta página no incluye la lista de
veinticinco agravios cometidos por el rey inglés, para la cual hemos acudido
a La declaración de Independencia. La declaración de Séneca Falls, Universidad de
León, Taller de Estudios Norteamericanos, León, 1993, págs. 56-65; (1V. del T.)]
sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que
cuandoquiera que una forma de gobierno se haga destructora
de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o
aboliría e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos
principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio
ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y fe­
licidad. La prudencia, claro está, aconsejará que no se cambie por
motivos leves y transitorios gobiernos de antiguo establecidos; y,
en efecto, toda la experiencia ha demostrado que la humanidad
está más dispuesta a padecer, mientras los males sean tolerables,
que a hacerse justicia aboliendo las formas a que está acostum­
brada. Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, di­
rigida invariablemente al mismo objetivo, demuestra el designio
de someter al pueblo a un despotismo absoluto, es su derecho,
es su deber, derrocar ese gobierno y establecer nuevos resguar­
dos para su futura seguridad. Tal ha sido el paciente sufrimien­
to de estas Colonias; tal es ahora la necesidad que las obliga a
reformar su anterior sistema de gobierno. La historia del actual
Rey de la Gran Bretaña es una historia de repetidos agravios y
usurpaciones, encaminados todos directamente hacia el estable­
cimiento de una tiranía absoluta sobre estos estados. Para probar
esto, sometemos los hechos al juicio de un mundo imparcial.

[El Rey] ha negado su sanción a las leyes, la mayoría de ellas


saludables y necesarias para el bienestar público.
Ha prohibido a sus gobernadores aprobar leyes de inmediata
y apremiante importancia, a no ser que sea pospuesta su opera­
ción hasta que se obtenga su sanción; y una vez suspendidas, se
ha negado por completo a prestarles atención.
Ha rehusado aprobar otras leyes para la disposición de gran­
des distritos populares, a menos que esa gente renunciara a su de­
recho de representación en la legislatura, un derecho inestimable
para ellos y sólo temible para los tiranos.
Ha convocado a los cuerpos legislativos en sitios desusados,
incómodos y lejanos del depósito de sus registros públicos, con
el solo propósito de fatigarlos con sus requerimientos.
Ha disuelto las cámaras de representantes una y otra vez,
por su oposición decidida a sus intromisiones en los derechos
del pueblo.
Ha rehusado durante mucho tiempo, luego de estas disolu­
ciones, motivar otras a fin de llevar a cabo elecciones, por lo cual
los poderes legislativos, incapaz de aniquilarlos, han regresado
sin restricciones al pueblo para su ejercicio; entretanto, el Esta­
do permanece expuesto a peligros de invasión del exterior, y de
convulsiones en el interior.
Se ha esforzado por desalentar a la población de estos esta­
dos; para ese propósito ha obstaculizado las leyes de naturali­
zación de extranjeros; se ha negado a aprobar otras que alienten
la migración, y aumentado las condiciones de nuevas asignacio­
nes de tierras.
Ha obstruido la administración de justicia, al negarse a emi­
tir su sanción a las leyes destinadas a establecer poderes judi­
ciales.
Ha logrado que el ejercicio de los cargos de jueces y el m on­
to y paga de sus salarios dependa exclusivamente de su voluntad.
Ha creado una multitud de nuevas oficinas, y enviado a nues­
tras tierras un enjambre de funcionarios para hostilizar a nuestro
pueblo y atormentar su naturaleza.
Ha mantenido entre nosotros, en tiempos de paz, ejércitos
permanentes sin el consentimiento de nuestra legislatura.
Ha influido para hacer que el poder militar sea indepen­
diente y se halle por encima del poder civil.
Se ha unido a otros para imponernos una jurisdicción extra­
ña a nuestra constitución y desconocida por nuestras leyes al otor­
gar su sanción a esos actos de pretendida legislación:
Por acuartelar numerosos contingentes de tropas armadas
entre nosotros.
Por protegerlas, mediante un tribunal falso, del castigo por
todos aquellos asesinatos que han cometido entre los habitantes
de estos Estados.
Por bloquear nuestro comercio con otras partes del mundo.
Por imponemos impuestos sin nuestro consentimiento.
Por privamos en muchos casos de los beneficios de un juicio
por jurado.
Por llevarnos al otro lado del mar para ser juzgados por pre­
tendidos delitos.
Por abolir el sistema libre de leyes inglesas en una provincia
aledaña, estableciendo allí un gobierno arbitrario, y extender
sus fronteras a fin de convertirlo de inmediato en un ejemplo
y disponer de un instrumento para introducir la misma regla
absoluta en estas Colonias.
Por eliminar nuestras cartas constitucionales, abolir nues­
tras leyes más caras, y alterar en su fundamento las formas de
nuestros gobiernos.
Por suspender nuestra propia legislatura y declararse inves­
tido del poder de legislar por nosotros en todos y cada uno de
los casos.
Ha abdicado de su gobierno sobre estas tierras al declarar­
nos fuera de su protección y librando una guerra en nuestra
contra.
Ha saqueado nuestros mares, asolado nuestras costas, que­
mado nuestros poblados y destruido las vidas de nuestro pueblo.
En este momento ha dispuesto el envío de grandes ejércitos
de mercenarios extranjeros para culminar su obra de muerte, de­
solación y tiranía, iniciada con incidentes de crueldad y perfidia
difícilmente igualadas en las épocas de mayor barbarie e indig­
nas del juicio de una nación civilizada.
Ha obligado a nuestros conciudadanos tomados presos en
alta mar a levantarse en armas contra su patria, a convertirse
en verdugos de sus amigos y hermanos, o a caer aquéllos en ma­
nos de éstos.
Ha alentado insurrecciones internas en nuestra contra, y ha
tratado de inducir a los habitantes de nuestras fronteras, los
despiadados indios salvajes, cuya conocida regla de lucha es
la destrucción sin distinción de edad, sexo y condición.

En cada etapa de estas opresiones, hemos pedido justicia


en los términos más humildes: a nuestras repetidas peticiones
se ha contestado solamente con repetidos agravios. Un Prín­
cipe, cuyo carácter está así señalado con cada uno de los actos
que pueden definir a un tirano, no es digno de ser el gobernante
de un pueblo libre.
Tampoco hemos dejado de dirigirnos a nuestros hermanos
británicos. Los hemos prevenido de tiempo en tiempo de las
tentativas de su poder legislativo para englobarnos en una ju­
risdicción injustificable. Les hemos recordado las circunstancias
de nuestra emigración y radicación aquí. Hemos apelado a su
innato sentido de justicia y magnanimidad, y los hemos con­
jurado, por los vínculos de nuestro parentesco, a repudiar esas
usurpaciones, las cuales interrumpirían inevitablemente nuestras
relaciones y correspondencia. También ellos han sido sordos a la
voz de la justicia y de la consanguinidad. Debemos, pues, con­
venir en la necesidad, que establece nuestra separación y consi­
derarlos, como consideramos a las demás colectividades huma­
nas: enemigos en la guerra; en la paz, amigos.
Por lo tanto, los Representantes de Estados Unidos de Amé­
rica, convocados en Congreso General, apelando al Juez Su­
premo del mundo por la rectitud de nuestras intenciones, en
nombre y por la autoridad del buen pueblo de estas Colonias,
solemnemente hacemos público y declaramos: Que estas Colo­
nias Unidas son, y deben serlo por derecho, Estados Libres e
Independientes; que quedan libres de toda lealtad a la Corona
Británica, y que toda vinculación política entre ellas y el Estado
de la Gran Bretaña queda y debe quedar totalmente disuelta; y
que, como Estados Libres e Independientes, tienen pleno po­
der para hacer la guerra, concertar la paz, concertar alianzas, es­
tablecer el comercio y efectuar los actos y providencias a que
tienen derecho los Estados Independientes. Y en apoyo de esta
Declaración, con absoluta confianza en la protección de la Di­
vina Providencia, empeñamos nuestra vida, nuestra hacienda y
nuestro sagrado honor.
Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano
( 1789)*

Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asam­


blea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el
menosprecio de los derechos del hombre son las únicas causas
de las calamidades públicas y de la corrupción de los gobier­
nos, han resuelto exponer, en una declaración solemne, los de­
rechos naturales, inalienables y sagrados del hombre, a fin de que
esta declaración, constantemente presente para todos los miem­
bros del cuerpo social, les recuerde sin cesar sus derechos y sus
deberes; a fin de que los actos del poder legislativo y del poder
ejecutivo, al poder cotejarse a cada instante con la finalidad
de toda institución política, sean más respetados y para que
las reclamaciones de los ciudadanos, en adelante fundadas en
principios simples e indiscutibles, redunden siempre en bene­
ficio del mantenimiento de la Constitución y de la felicidad
de todos.
En consecuencia, la Asamblea Nacional reconoce y declara,
en presencia del Ser Supremo y bajo sus auspicios, los siguien­
tes derechos del hombre y del ciudadano:

* Fuente: La Constitution frangaise, Présentée au Roi par VAssemblée Natio-


nale, le 3 seplembre 1791, París, 1971, traducción al inglés de la autora. (TV. de
la A.) [trad. esp.: h ttp:// www.senat.fr /ing/es /declaration_ droits_ homme.
html. (N. del T.)]
Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos.
Las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común.
A r t íc u l o 2
La finalidad de toda asociación política es la conservación
de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Tales de­
rechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia
a la opresión.
A r t íc u l o 3
El principio de toda soberanía reside esencialmente en la
Nación. Ningún cuerpo, ningún individuo, pueden ejercer una
autoridad que no emane expresamente de ella.
A r t íc u l o 4
La libertad consiste en poder hacer todo aquello que no per­
judique a otro: por eso, el ejercicio de los derechos naturales de
cada hombre no tiene otros límites que los que garantizan a los
demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos dere­
chos. Tales límites sólo pueden ser determinados por la ley.
A r t íc u l o 5
La ley sólo tiene derecho a prohibir los actos perjudiciales
para la sociedad. Nada que no esté prohibido por la ley puede
ser impedido, y nadie puede ser constreñido a hacer algo que
ésta no ordene.
A r t íc u l o 6
La ley es la expresión de la voluntad general. Todos los ciu­
dadanos tienen derecho a contribuir a su elaboración, personal­
mente o por medio de sus representantes. Debe ser la misma para
todos, ya sea que proteja o que sancione. Como todos los ciuda­
danos son iguales ante ella, todos son igualmente admisibles en
toda dignidad, cargo o empleo públicos, según sus capacidades
y sin otra distinción que la de sus virtudes y sus talentos.
A r t íc u l o 7
Ningún hombre puede ser acusado, arrestado o detenido,
como no sea en los casos determinados por la ley y con arreglo
a las formas que ésta ha prescrito. Quienes soliciten, cursen, eje­
cuten o hagan ejecutar órdenes arbitrarias deberán ser castigados;
pero todo ciudadano convocado o aprehendido en virtud de la
ley debe obedecer de inmediato; es culpable si opone resistencia.
A r t íc u l o 8
La ley sólo debe establecer penas estricta y evidentemente
necesarias, y nadie puede ser castigado sino en virtud de una ley
establecida y promulgada con anterioridad al delito, y aplicada
legalmente.
A r t íc u l o 9
Puesto que todo hombre se presume inocente mientras no
sea declarado culpable, si se juzga indispensable detenerlo, todo
rigor que no sea necesario para apoderarse de su persona debe
ser severamente reprimido por la ley.
A r t íc u l o 10
Nadie debe ser incomodado por sus opiniones, inclusive
religiosas, a condición de que su manifestación no perturbe el
orden público establecido por la ley.
A r t íc u l o 11
La libre comunicación de pensamientos y de opiniones es
uno de los derechos más preciosos del hombre; en consecuencia,
todo ciudadano puede hablar, escribir e imprimir libremente, a
trueque de responder del abuso de esta libertad en los casos de­
terminados por la ley.
A r t íc u l o 12
La garantía de los derechos del hombre y del ciudadano ne­
cesita de una fuerza pública; por lo tanto, esta fuerza ha sido
instituida en beneficio de todos, y no para el provecho particu­
lar de aquellos a quienes ha sido encomendada.
A r t íc u l o 13
Para el mantenimiento de la fuerza pública y para los gas­
tos de administración, resulta indispensable una contribución
común; ésta debe repartirse equitativamente entre los ciudada­
nos, proporcionalmente a su capacidad.
A r t íc u l o 14
Los ciudadanos tienen el derecho de comprobar, por sí mis­
mos o a través de sus representantes, la necesidad de la contri­
bución pública, de aceptarla libremente, de vigilar su empleo y
de determinar su prorrata, su base, su recaudación y su duración.
A r t íc u l o 15
La sociedad tiene derecho a pedir cuentas de su gestión a
todo agente público.
A r t í c u l o 16
Toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los
derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de
Constitución.
A r t íc u l o 17
Siendo la propiedad un derecho inviolable y sagrado, nadie
puede ser privado de ella, salvo cuando la necesidad pública,
legalmente comprobada, lo exija de modo evidente, y a condi­
ción de una justa y previa indemnización.
Declaración Universal
de Derechos Humanos
( 1948)*

Preámbulo
Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo
tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y
de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de
la familia humana;
Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los
derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para
la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la
aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mun­
do en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria,
disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias;
Considerando esencial que los derechos humanos sean pro­
tegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no
se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la
tiranía y la opresión;
Considerando también esencial promover el desarrollo de re­
laciones amistosas entre las naciones;
Considerando que los pueblos de las Naciones Unidas han
reafirmado en la Carta su fe en los derechos fundamentales del
* Fuente: Mary Ann Glendon, A World Made New: Eleonor Roosevelt
and the Universal Dedaration of Human Rights, Random House, Nueva York,
2001, págs. 310-314; http://www.un.org/en/documents/udhr/ (N. de la A.)
[trad.esp.: http://www.un.org/es/documents/udhr/]. (N. delT.)
hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la
igualdad de derechos de hombres y mujeres, y se han declara­
do resueltos a promover el progreso social y a elevar el nivel de
vida dentro de un concepto más amplio de la libertad;
Considerando que los Estados Miembros se han comprome­
tido a asegurar, en cooperación con la organización de las Na­
ciones Unidas, el respeto universal y efectivo a los derechos y
libertades fundamentales del hombre, y
Considerando que una concepción común de estos derechos
y libertades es de la mayor importancia para el pleno cumpli­
miento de dicho compromiso;
La Asamblea General
Proclama la presente Declaración Universal de Derechos Hu­
manos como ideal común por el que todos los pueblos y na­
ciones deben esforzarse, a fin de que tanto los individuos como
las instituciones, inspirándose constantemente en ella, promue­
van, mediante la enseñanza y la educación, el respeto a estos
derechos y libertades, y aseguren, por medidas progresivas de
carácter nacional e internacional, su reconocimiento y aplicación
universales y efectivos, tanto entre los pueblos de los Estados
Miembros como entre los de los territorios colocados bajo su
jurisdicción.

A r t íc u l o 1
Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad
y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben
comportarse fraternalmente los unos con los otros.
A r t íc u l o 2
Toda persona tiene todos los derechos y libertades procla­
mados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color,
sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra ín-
dolé, origen nacional o social, posición económica, nacimiento
o cualquier otra condición.
Además, no se hará distinción alguna fundada en la condi­
ción política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya
jurisdicción dependa una persona, tanto si se trata de un país
independiente, como de un territorio bajo administración fidu­
ciaria, no autónomo o sometido a cualquier otra limitación de
soberanía.
A r t íc u l o 3
Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la
seguridad de su persona.
A r t íc u l o 4
Nadie estará sometido a esclavitud ni a servidumbre; la escla­
vitud y la trata de esclavos están prohibidas en todas sus formas.
A r t íc u l o 5
Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles,
inhumanos o degradantes.
A r t íc u l o 6
Todo ser humano tiene derecho, en todas partes, al recono­
cimiento de su personalidad jurídica.
A r t íc u l o 7
Todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, dere­
cho a igual protección de la ley. Todos tienen derecho a igual pro­
tección contra toda discriminación que infrinja esta Declara­
ción y contra toda provocación a tal discriminación.
A r t íc u l o 8
Toda persona tiene derecho a un recurso efectivo ante los
tribunales nacionales competentes, que la ampare contra ac­
tos que violen sus derechos fundamentales reconocidos por la
constitución o por la ley.
A r t íc u l o 9
Nadie podrá ser arbitrariamente detenido, preso ni desterrado.
A r t íc u l o 10
Toda persona tiene derecho, en condiciones de plena igual­
dad, a ser oída públicamente y con justicia por un tribunal in­
dependiente e imparcial, para la determinación de sus derechos
y obligaciones o para el examen de cualquier acusación contra
ella en materia penal.
A r t íc u l o 11
1.° Toda persona acusada de delito tiene derecho a que se
presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad,
conforme a la ley y en juicio público en el que se le hayan ase­
gurado todas las garantías necesarias para su defensa.
2.° Nadie será condenado por actos u omisiones que en el
momento de cometerse no fueron delictivos según el Derecho
nacional o internacional. Tampoco se impondrá pena más grave
que la aplicable en el momento de la comisión del delito.
A r t íc u l o 12
Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida priva­
da, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques
a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la
protección de la ley contra tales injerencias o ataques.
A r t íc u l o 13
1.° Toda persona tiene derecho a circular libremente y a ele­
gir su residencia en el territorio de un Estado.
2° Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, in­
cluso del propio, y a regresar a su país.
A r t íc u l o 14
1.° En caso de persecución, toda persona tiene derecho a
buscar asilo, y a disfrutar de él, en cualquier país.
2° Este derecho no podrá ser invocado contra una ac­
ción judicial realmente originada por delitos comunes o por
actos opuestos a los propósitos y principios de las Naciones
Unidas.
A r t íc u l o 15
1.° Toda persona tiene derecho a una nacionalidad.
2.° A nadie se privará arbitrariamente de su nacionalidad ni
del derecho a cambiar de nacionalidad.
A r t íc u l o 16
1.° Los hombres y las mujeres, a partir de la edad nubil, tie­
nen derecho, sin restricción alguna por motivos de raza, nacio­
nalidad o religión, a casarse y fundar una familia, y disfrutarán
de iguales derechos en cuanto al matrimonio, durante el matri­
monio y en caso de disolución del matrimonio.
2° Sólo mediante libre y pleno consentimiento de los futu­
ros esposos podrá contraerse el matrimonio.
3.° La familia es el elemento natural y fundamental de la
sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del
Estado.
A r t íc u l o 17
1.° Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y
colectivamente.
2° Nadie será privado arbitrariamente de su propiedad.
A r t íc u l o 18
Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento,
de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de
cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de ma­
nifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente,
tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica,
el culto y la observancia.
A r t íc u l o 19
Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de
expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa
de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opi­
niones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cual­
quier medio de expresión.
A r t íc u l o 20
1.° Toda persona tiene derecho a la libertad de reunión y de
asociación pacíficas.
2.° Nadie podrá ser obligado a pertenecer a una asociación.

A r t íc u l o 21
1.° Toda persona tiene derecho a participar en el gobierno
de su país, directamente o por medio de sus representantes li­
bremente escogidos.
2.° Toda persona tiene el derecho de acceso, en condiciones
de igualdad, a las funciones públicas de su país.
3.° La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del
poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones
auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio
universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equi­
valente que garantice la libertad del voto.
A r t íc u l o 22
Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho
a la seguridad social, y a obtener, mediante el esfuerzo nacional
y la cooperación internacional, habida cuenta de la organiza­
ción y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los dere­
chos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dig­
nidad y al libre desarrollo de su personalidad.
A r t íc u l o 23
1.° Toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección
de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de traba­
jo y a la protección contra el desempleo.
2° Toda persona tiene derecho, sin discriminación alguna, a
igual salario por trabajo igual.
3.° Toda persona que trabaja tiene derecho a una remune­
ración equitativa y satisfactoria, que le asegure, así como a su
familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que
será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros me­
dios de protección social.
4.° Toda persona tiene derecho a fundar sindicatos y a sin­
dicarse para la defensa de sus intereses.
A r t íc u l o 24
Toda persona tiene derecho al descanso, al disfrute del tiem­
po libre, a una limitación razonable de la duración del trabajo y
a vacaciones periódicas pagadas.
A r t íc u l o 25
1.° Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado
que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y
en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia
médica y los servicios sociales necesarios; tiene asimismo dere­
cho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez,
viudez, vejez u otros casos de pérdida de sus medios de sub­
sistencia por circunstancias independientes de su voluntad.
2.° La maternidad y la infancia tienen derecho a cuidados
y asistencia especiales. Todos los niños, nacidos de matrimo­
nio o fuera de matrimonio, tienen derecho a igual protección
social.
A r t íc u l o 26
1.° Toda persona tiene derecho a la educación. La educa­
ción debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la ins­
trucción elemental y fundamental. La instrucción elemental será
obligatoria. La instrucción técnica y profesional habrá de ser
generalizada; el acceso a los estudios superiores será igual para
todos, en función de los méritos respectivos.
2.° La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de
la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los
derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá
la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las na­
ciones y todos los grupos étnicos o religiosos, y promoverá el
desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el man­
tenimiento de la paz.
3.° Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo
de educación que habrá de darse a sus hijos.
A r t íc u l o 27
1.° Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en
la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a parti­
cipar en el progreso científico y en los beneficios que de él re­
sulten.
2 .° Toda persona tiene derecho a la protección de los in­
tereses morales y materiales que le correspondan por razón de
las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea
autora.
A r t íc u l o 28
Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden
social e internacional en el que los derechos y libertades
proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efec­
tivos.
A r t íc u l o 29
1.° Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad,
puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente
su personalidad.
2.° En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus li­
bertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones
establecidas por la ley con el único fin de asegurar el recono­
cimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás,
y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden pú­
blico y del bienestar general de una sociedad democrática.
3.° Estos derechos y libertades no podrán en ningún caso
ser ejercidos en oposición a los propósitos y principios de las
Naciones Unidas.
A r t íc u l o 30
Nada en la presente Declaración podrá interpretarse en el
sentido de que confiere derecho alguno al Estado, a un grupo o
a una persona, para emprender y desarrollar actividades o rea­
lizar actos tendentes a la supresión de cualquiera de los derechos
y libertades proclamados en esta Declaración.
Apéndices
Notas

Introducción: «Sostenemos como evidentes estas verdades»


1. Julián P. Boyd (ed.), ThePapers ofThomas Jefferson, 31 vols., Prin-
ceton University Press, Princeton (1950), vol. 1 «(1760-1776)», espe­
cialmente la pág. 423. Véanse también las págs. 309-433.
2. D.O. Thomas (ed.), Political Writings: Richard Price, Cambridge
University Press, Cambridge y Nueva York, 1991, pág. 195. La cita de
Edmund Burke del párrafo 144 está disponible en línea en Reflections
on the French Revolution, vol. XXIV, 3.a parte, P.F. Collier & Son, Nueva
York, 1909-1914; Bartleby.com, 2001, http://www.bartleby.eom/24/3/
(21 de enero de 2005) [trad. esp. de Enrique Tierno Galván: Reflexio­
nes sobre la Revolución Francesa, Centro de Estudios Constitucionales,
Madrid, 1978, págs. 213-214].
3. Jacques Maritain, uno de los líderes del comité de la UNESCO
para las Bases Teóricas de los Derechos Humanos, citado en Mary
Ann Glendon, A World Made New: Eleanor Roosevelt and the Universal
Declaration ofPIuman Rights, Random House, Nueva York, 2001, pág. 77.
Sobre la Declaración de Independencia de Estados Unidos, véase Pau-
line Maier, American Scripture: Making the Declaration of Independence,
Alfred A. Knopf, Nueva York, 1997, págs. 236-241.
4. Sobre las diferencias entre la Declaración de Independencia de
Estados Unidos y la Declaración de Derechos inglesa de 1689, véase
Michael P. Zuckert, Natural Rights and the New Repuhlicanism, Prin­
ceton University Press, Princeton, 1994, especialmente las págs. 3-25.
5. La cita de Jefferson procede de Andrew A. Lipscomb y Albert
E. Bergh (eds.), The Writings ofThomas Jefferson, 20 vols., Thomas Jef­
ferson Memorial Association of the United States, Washington, D C ,
1903-1904, vol. 3, pág. 421. He localizado la terminología empleada
por Jefferson en la página web de la biblioteca de la Universidad
de Virginia: http://etext.lib.virginia.edu/jefferson/quotations. Queda
mucho por hacer sobre la cuestión de la terminología de los derechos
humanos; a medida que se amplíen y perfeccionen las bases de da­
tos disponibles online, estos estudios serán menos engorrosos. La ex­
presión «derechos humanos» se emplea en inglés desde los primeros
años del siglo XVIII, pero en la mayoría de ocasiones tiene un carácter
religioso, como, por ejemplo, en «derechos divinos y humanos», o in­
cluso en «derecho divino divino» frente a «derecho humano divino».
Esta última expresión aparece en Matthew Tindal, The Rights of the
Chrhtian Church Assertedagainst the Romish, and A ll Other Priests who
Claim an Independent Power over It, Londres, 1706, pág. liv; la primera
aparece, por ejemplo, en A Compleat History of the Whole Proceedings of
the Parliament of Great Britain against Dr. Hemy Sacheverell, Londres, 1710,
págs. 84 y 87.
6. La terminología de los derechos humanos se localiza con
suma facilidad en francés gracias a ARTFL [American and French
Research on the Treasury of the French Language], base de datos onli­
ne que contiene alrededor de dos mil textos franceses de los siglos XIII
al XX. ARTFL sólo incluye una selección de textos escritos en francés
y da preferencia a la literatura sobre otras categorías. Para una des­
cripción del recurso, véase la página web http://humanities.uchica-
go.edu/orgs/ARTFL/artfl.flyer.html. Nicolás Lenglet-Dufresnoy, De
Fusage des romans, Oü l’on fait voir leur utilité et leurs dijférents caracteres.
Avec une bibliothéque des romans, accompagnée de remarques critiques sur
leurs choix et leurs éditions, Vve de Poilras, Amsterdam, 1734; Slatkine
Reprints, Ginebra, 1970, pág. 245. Voltaire, Essay sur Vhistoire généra-
le et sur les moeurs et Vesprit des nations, depuis Charlemagne jusqu’d nos
jours, Cramer, Ginebra 1756, pág. 292. Al consultar Voltaire électroni-
que, CD-ROM que contiene las obras completas de Voltaire, encontré
las palabras «droit humain» siete veces (el plural, «droits humains», nin­
guna vez): cuatro en Tratado sobre la tolerancia y el resto en otras tres
obras. En ARTFL, la expresión aparece una vez en Louis-FranQois
Ramond, Lettres de W. Coxe a W. Melmoth, Belin, París, 1781, pág. 95;
pero, por el contexto, significa «ley humana» en contraposición a «ley
divina». La función de búsqueda del Voltaire électronique hace prácti­
camente imposible determinar con rapidez si Voltaire empleó la ex­
presión «droits de l’homme» o «droits de Vhumanité» en alguna de sus obras
(sólo da los miles de referencias a «droits» y a «homme», por ejemplo,
en una misma obra, pero no juntas formando una expresión, a dife­
rencia de ARTFL).
7. Según ARTFL, la cita corresponde a Jacques-Bénigne Bossuet, Mé~
ditations sur L’Evangile (1704), Vrin, París, 1966, pág. 484 [trad. esp.:
Meditaciones sobre el Evangelio, Iberia, Barcelona, 1955],
8. Puede que Rousseau tomara la expresión «derechos del hombre»
de Jean-Jacques Burlamaqui, que la utilizó en el índice de materias de
Principes du droit naturelpar JJ. Burlamaqui, Conseiller d’Etat, úr ci-devant
Professeur en droit naturel O" civil á Genéve, Barrillot et fils, Ginebra, 1747,
1.a parte, cap. VII, secc. 4 («Fondement général des Droits de l’hom-
me»). Aparece como «derechos del hombre» en la traducción inglesa
de Nugent (Londres, 1748). Rousseau comenta las ideas de Burlamaqui
sobre el droit naturel en su Discours sur l’origine et lesfondements de l’iné-
galitéparmi les hommes (1755), en Bernard Gagnebin y Marcel Ray-
mond (eds.), Oeuvres Completes, 5 vols., Gallimard, París, 1959-1995,
vol. 3 (1966), pág. 124 [trad. esp.: «Discurso sobre el origen y los fun­
damentos de la desigualdad entre los hombres», en Del contrato social,
Alianza Editorial, Madrid, 1998, págs. 203-316; la alusión a Burlama­
qui se encuentra en la pág. 222]. El informe sobre Manco procede
de Mémoires secrets pour servir a l’histoire de la République des lettres en
France, depuis M DCCLXIIjusqu’a nosjours, 36 vols., J. Adamson, Lon­
dres, 1784-1789, vol. 1, pág. 230. Las Mémoires secrets abarcan los años
1762-1787. Probablemente obra de varios autores (Louis Petit de Ba-
chaumont murió en 1771), las «memorias» incluían reseñas de li­
bros, panfletos, obras de teatro, conciertos, exposiciones, de arte y jui­
cios que causaron sensación; véanse Jeremy D. Popkin y Bernadette
Fort, The «Mémoires secrets» and the Culture ofPublicity in Eighteenth-Cen-
tury France, Voltaire Foundation, Oxford, 1988, y Louis A. Olivier,
«Bachaumont the Chronicler: A Questionable Renown», en Studies on
Voltaire and the Eighteenth Century, vol. 143, Voltaire Foundation, Ban-
bury, Oxford, 1975, págs. 161-179. Dado que los volúmenes se publi­
caron después de las fechas que decían abarcar, no podemos estar
totalmente seguros de que en 1763 el uso de «derechos del hombre»
fuera tan común como da a entender el autor. En el primer acto, se­
gunda escena, Manco recita: «Nacidos, igual que ellos, en el bosque,
pero prestos a conocernos a nosotros mismos / Exigiendo tanto el tí­
tulo como los derechos de nuestro ser / Hemos recordado ante sus
corazones sorprendidos / Tanto este título como estos derechos pro­
fanados durante demasiado tiempo». Antoine Le Blanc de Guillet,
Manco-Capac, Premier Ynca du Pérou, Tragédie, Représentée pour la premiere
fois par les Comédiens Frangois ordinaires du Roi, le 12 Juin 1763, Belin,
París, 1782, pág. 4.
9. La expresión «derechos del hombre» aparece una vez en William
Blackstone, Commentaries on the Laws ofEngland [Comentarios sobre las
leyes de Inglaterra], 4 vols., Oxford, 1765-1769, vol. 1 (1765), pág. 121.
El primer uso en inglés que he encontrado está en John Perceval, con­
de de Egmont, A Full and Fair Discussion of the Pretensions of the Dissen-
ters, to the Repeal of the Sacramental Test, Londres, 1733, pág. 14. También
aparece en la «epístola poética» de 1773 The Dying Negro, y en uno de
los primeros opúsculos del líder abolicionista Granville Sharp, A De­
claration of the People’s Natural Right to a Share in the Legislature..., Lon­
dres, 1774, pág. xxv. Encontré todo esto mediante el servicio online de
la Thomson Gale, Eighteenth-Century Collections Online; agradezco
a Jenna Gibbs-Boyer su ayuda en esta búsqueda. La cita de Condorcet
está extraída de Marie Louise Sophie de Grouchy, marquesa de Con­
dorcet (ed.), Oeuvres completes de Condorcet, 21 vols., Vieweg, Brunswick;
Henrichs, París, 1804, vol. XI, págs. 240-242, 251, 249. Sieyés empleó
la expresión «droits de l’homme» una sola vez: «IInefautpointjuger de ses
demandes [las del Tercer Estado] par les observations isolées de quelques au-
teursplus ou moins instruits des droits de l’homme», en Emmanuel J. Sieyés,
Q u’est-ce que le Tiers-État? (1789), ed. por E. Champion, Au Siége de la
Société, París, 1888, pág. 36 [trad. esp.: «¿Qué es el Tercer Estado?»,
en El Tercer Estadoy otros escritos, Espasa-Calpe, Madrid, 1991, págs. 143-
252; véase la pág. 160: «No han de juzgarse sus exigencias por las ob­
servaciones aisladas de algunos autores más o menos versados en los
Derechos del hombre»]. En su carta ajam es Madison fechada en Pa­
rís el 12 de enero de 1789, Thomas Jefferson adjuntó el borrador de la
declaración redactado por La Fayette. El segundo párrafo empezaba así:
«Les droits de l’homme assurent sa propriété, sa liberté, son honneur, sa vie»,
en The Papers ofThomas Jefferson, op. cit., vol. 14, pág. 438. El borrador
de Condorcet está fechado cierto tiempo antes de la apertura de los
Estados Generales el 5 de mayo de 1789, en Iain McLean y Fiona He-
witt, Condorcet: Foundations of Social Choice and Political Theory, Edward
Elgar, Aldershot, Hants, 1994, pág. 57; y véanse las págs. 255-270 para
el borrador de una declaración «de derechos» que utiliza la expresión
«derechos del hombre», aunque no en su título. Los textos de los di­
versos proyectos de declaración pueden ser consultados en Antoine de
Baecque (ed.), E’A n I des droits de l’homme, Presses du CNRS, París, 1988.
10. Blackstone, op. cit., vol. 1, pág. 121. P.H. d’Holbach, Systéme
de la Nature (1770), Londres, 1771, pág. 336. H. Comte de Mirabeau,
Lettres écrites du donjon (1780), París, 1792, pág. 41.
11. Citado en Lynn H unt (ed.), The French Revolution and Human
Rights: A Brief Documentary Histoiy, Bedford Books/St. Martin’s Press,
Boston, 1996, pág. 46.
12. Denis Diderot y Jean Le Rond d’A lembert (eds.), Encychpédie ou
Dictionnaire raisonné des sciences, arts, et des métien, 17 vols., París, 1751-
1780, vol. 5 (1755), págs. 115-116. Este volumen incluye dos artículos
distintos sobre «Droit naturel»: el primero se titula «Droit naturel (Mo-
rale)», págs. 115-116, y empieza con el característico asterisco editorial
de Diderot (que señala su autoría); el segundo se titula «Droit de la
nature, ou Droit naturel», págs. 131-134, y aparece firmado por «A»
(Antoine-Gaspard Boucher d’Argis). La información sobre la autoría
procede de John Lough, «The Contributors to the Encyclopédie», en
Richard N. Schwab y Walter E. Rex, Inventory ofDiderot’s Encyclopédie,
vol. 7 «Inventory of the Plates, with a Study of the Contributors to the
Encyclopédie b y jo h n Lough», Voltaire Foundation, Oxford, 1984,
págs. 483-564. El segundo artículo, el de Boucher d’Argis, consiste en
una historia del concepto y se basa en gran parte en el tratado de 1747
de Burlamaqui, Principes du droit naturel.
13. Burlamaqui, op. cit., pág. 29 (la cursiva es del propio Burla­
maqui).
14. J.B. Schneewind, The Invention of Autonomy: A Histoiy o f Mo-
dern Moral Philosophy, Cambridge University Press, Cambridge, 1998,
pág. 4. La autonomía parece ser el elemento fundamental de que ca­
recen las teorías del derecho natural hasta mediados del siglo xvm. Tal
como sostiene Haakonssen, «según la mayoría de los teóricos del de­
recho natural de los siglos XVII y XVIII, la acción moral consistía en es­
tar sometido a la ley natural y llevar a cabo los deberes impuestos por
dicha ley, mientras que los derechos eran derivativos, simples medios
de cumplir los deberes», en Rnud Haakonssen, Natural Law and Moral
Philosophy: Frorn Grotius to the Scottish Enlightenment, Cambridge Univer­
sity Press, Cambridge, 1996, pág. 6. A este respecto, Burlamaqui, que
tanto influyó en los norteamericanos en las décadas de 1760 y 1770,
bien puede representar una transición importante. Burlamaqui insiste
en que los hombres están sometidos a un poder superior, pero que ese
poder debe concordar con la naturaleza interior del hombre: «Para que
una ley regule los actos humanos, debe concordar de manera absolu­
ta con la naturaleza y la constitución del hombre y debe tener que ver
al fin con su felicidad, que es lo que la razón le hace buscar necesa­
riamente» (Burlamaqui, op. cit., pág. 89). Sobre la importancia general
de la autonomía para los derechos humanos, véase Charles Taylor, Sour-
ces of the Self: The Making of Modern Identity, Harvard University Press,
Cambridge, MA, 1989, especialmente la pág. 12 [trad. esp.: Fuentes del
yo: la construcción de la identidad moderna, Ediciones Paidós, Barcelo­
na, 1996, pág. 26].
15. Localicé «tortura» en ARTFL. La frase de Marivaux procede de
Le Spectateurfrangais (1724), en Frédéric Deloffre y Michel Gilet (eds.),
Journaux el oeuvres diverses, Garnier, París, 1969, pág. 114. Montesquieu,
The Spirit of the Laws, trad. y ed. de Anne M. Cohler, Basia Carolyn
Miller y Harold Samuel Stone, Cambridge University Press, Cambrid­
ge, 1989, págs. 92-93 [trad. esp. de Mercedes Blázquez: Del espíritu de
las leyes, Tecnos, Madrid, 1985, pág. 67],
16. Mi opinión es claramente mucho más optimista que la de Mi­
chel Foucault, que incide más en las superficies psicológicas que en la
profundidad, y no relaciona las nuevas formas de considerar el cuerpo
con la libertad, sino con el auge de la disciplina. Véase, por ejemplo,
Foucault, Discipline and Punish: The Birth of the Prison, trad. de Alan She-
ridan, Vintage, Nueva York, 1979 [trad. esp.: Vigilary castigar: nacimien­
to de la prisión, Siglo XXI, Madrid, 1994].
17. Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Ori­
gen and Spread of Nationalism, Verso, Londres, 1983, especialmente las
págs. 25-36 [trad. esp.: Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el ori­
gen y la difusión del nacionalismo, Fondo de Cultura Económica, Méxi­
co D.F., 1993, págs. 46-61],
18. Leslie Brothers, Friday’s Footprint: How Society Shapes the Human
Mind, Oxford University Press, Nueva York, 1997. Kai Vogeley, Mar­
tin Kurthen, Peter Falkai y Wolfgang Maier, «Essential Functions of
the Human Self Model Are Implemented in the Prefrontal Cortex»,
Consciousness and Cognition, 8, 1999, págs. 343-363.

1. «Torrentes de emoción». Leer novelas e imaginar la igualdad


1. Fran^ois-Marie Arouet de Voltaire a Marie de Vichy de Cham-
rond, marquesa de Deffand, 6 de marzo de 1761, en R.A. Leigh (ed.),
Correspondance complete defean-Jacques Rousseau, 52 vols., Instituí et Mu-
sée Voltaire, Ginebra, 1965-1998, vol. 8 (1969), pág. 222. Jean Le Rond
d’A lembert a Rousseau, París, 10 de febrero de 1761, ibíd., vol. 8,
pág. 76. Para las respuestas de los lectores citadas en este párrafo y en
el siguiente, véase Daniel Mornet, J.-J. Rousseau: La Nouvelle Héloíse,
4 vols., Hachette, París, 1925, vol. 1, págs. 246-249.
2. Sobre las traducciones inglesas, véase Jean-Jacques Rousseau,
La Nouvelle Héloíse, trad. de Judith H. McDowell, Pennsylvania State
University Press, University Park, PA, 1968, pág. 2. Sobre las ediciones
francesas, véase Jo-Ann E. McEachern, Bibliography of the Writings of
fean Jacques Rousseau to 1800, vol. 1: Julie, ou la Nouvelle Héloíse, Voltai­
re Foundation, Taylor Institution, Oxford, 1993, págs. 769-775 [trad.
esp. de Pilar Ruiz Ortega: Julia, o La nueva Eloísa, Akal, Madrid, 2007].
3. Alexis de Tocqueville, IJAncien Régime, ed., por J.P. Mayer (1856),
Gallimard, París, 1964, pág. 286 [trad. esp.: El Antiguo Régimen y la
Revolución, Guadarrama, Madrid, 1969, pág. 235], Olivier Zunz tuvo
la amabilidad de facilitarme esta referencia.
4. Jean Decety y Philip L. Jackson, «The Functional Architecture
of Human Empathy», Behavioral and Cognitive Neuroscience Reviews,
3 (2004), págs. 71-100; véase especialmente la pág. 91.
5. Sobre la evolución general de la novela francesa, véase Jacques
Rustin, Le Vice h la mode: Etude sur le románfrangais du xvine siéck de «Ma­
non Lescaut» a l’apparition de «La Nouvelle Héloíse» (1731-1761), Ophrys,
París, 1979, pág. 20. Compilé las cifras sobre la publicación de nue­
vas novelas francesas a partir de Angus Martin, Vivienne G. Mylne y
Richard Frautschi, Bibliographie du genre romanesquefrangais, 1751-1800,
Mansell, Londres, 1977. Sobre la novela inglesa, véanse James Raven,
British Fiction 1750-1770, University of Delaware Press, Newark, DE,
1987, págs. 8-9, y James Raven, «Historical Introduction: The Novel
Comes of Age», en Peter Garside, James Raven y Rainer Schówerling
(eds.), The English Novel, 1770-1829: A Bibliographical Survey ofProse
Fiction Published in the British Isles, Oxford University Press, Londres y
Nueva York, 2000, págs. 15-121, especialmente las págs. 26-32. Raven
muestra que el porcentaje de novelas epistolares descendió del 44 por
ciento de todas las novelas en la década de 1770 al 18 por ciento en
la de 1790.
6. Éste no es lugar para ofrecer una exhaustiva lista de obras. La
que más me ha influido es Benedict Anderson, op. cit.
7. [«Abate» Marquet] Lettre sur Pamela, Londres, 1742, págs. 3-4.
8. Pamela: or, Virtue Rew arded. In a Series of Familiar Letters from a
Beautiful Young Damsel to her Parents: In four voluntes, The sixth edition;
cometed. By the late Mr. Sam. Richardson, William Otridge, Londres, 1772,
vol. 1, págs. 22-23 [trad. esp. de Fernando Galván y María del Mar
Pérez Gil: Pamela, o la virtud recompensada, Cátedra, Madrid, 1999,
págs. 144-145].
9. Aaron Hill a Samuel Richardson, 17 de diciembre de 1740. Hill
ruega a Richardson que revele el nombre del autor, sin duda porque
sospecha que se trata del propio Richardson. Anna Laetitia Barbauld
(ed.), The Correspondence of Samuel Richardson, Author of «Pamela», «Cía-
rissa», and«Sir Charles Grandison». Selectedfrom the OriginalManuscripts...,
6 vols., Richard Phillips, Londres, 1804, vol. 1, págs. 54-55.
10. T.C. Duncan Eaves y Ben D. Kimpel, Samuel Richardson: A Bio-
graphy, Clarendon Press, Oxford, 1971, págs. 124-141.
11. Carta de Bradshaigh fechada el 11 de enero de 1749, citada en
Eaves y Kimpel, op. cit., pág. 224. Carta de Edwards del 26 de enero
de 1749, en Barbauld, op. cit., vol. 3, pág. 1.
12. Sobre bibliotecas personales francesas, véase Fran?ois Jost, «Le
Román épistolaire et la technique narrative au xvine siécle», en Com-
parative Literature Studies, 3 (1966), págs. 397-427, especialmente las
págs. 401-402. Esto se basa en un estudio de Daniel Mornet fechado
en 1910. Sobre las reacciones de los boletines literarios (boletines es­
critos por intelectuales de Francia y dirigidos a gobernantes extranje­
ros que quisieran seguir las novedades de la cultura francesa), véase
Correspondance littéraire, philosophique et critique par Grimm, Diderot, Ray-
nal, Meister, etc., revue sur les textes originaux, comprenant outre ce qui a été
publiéa diverses époques lesfragments suprimés en 1813parla censure, lespar-
ties inédites conservées a la Bibliothéque ducale de Gotha et a l Arsenal a París,
16 vols., Garnier, París, 1877-1882; Kraus, Nendeln (Lichtenstein), 1968,
págs. 25 y 248 (25 de enero de 1751 y 15 de junio de 1753). «Abate»
Guillaume Thomas Raynal fue el autor de la primera, y lo más probable
es que Friedrich Melchior Grimm escribiera la segunda.
13. Richardson no correspondió al cumplido de Rousseau; afirmó
que le había resultado imposible leer Julia (murió, sin embargo, el año
de la publicación de Julia en francés). Véase Eaves y Kimpel, op. cit.,
pág. 605, para la cita de Rousseau y la reacción de Richardson a Ju­
lia. Claude Perroud (ed.), Lettres de Madame Roland, vol. 2 «(1788-
1793)», Imprimerie Nationale, París, 1902, págs. 43-49, especialmente
la pág. 48.
14. Robert Darnton, The Great Cat Massacre and Other Episodes in
French Cultural History, W.W. Norton, Nueva York, 1984, cita en
pág. 243 [trad. esp. de Carlos Valdés: La gran matanza de gatos y otros
episodios en la historia de la cultura francesa, Fondo de Cultura Econó­
mica, México D.F., 1987, pág. 245]. Claude Labrosse, Lire auxvnie sié-
cle: la Nouvelle Heíoise et ses kcteurs, Presses Universitaires de Lyon, Lyon,
1985, cita en pág. 96.
15. Para un estudio reciente sobre escritos relacionados con la no­
vela epistolar, véase Elizabeth Heckendorn Cook, Epistolary Bodies:
Gender and Genre in the Eighteenth-Century Republic of Letters, Stanford
University Press, Stanford, 1996. Sobre los orígenes del género, véase
Jost, op. cit.
16. W.S. Lewis (ed.), The Yale Edition o f Hornee Walpole’s Correspon-
dence, vol. 22, New Haven, 1960, pág. 271 (carta a Sir Horace Mann,
20 de diciembre de 1764). Remarks on Clarissa, Addressed to the Author.
Occasioned by some critical Conversations on the Characters and Conduct of
that Work. With Some Reflections on the Character and Behaviour o f Prior’s
Emma, Londres, 1749, págs. 8 y 51.
17. Gentleman’s Magazine, 19 (junio de 1749), págs. 245-246, y 19
(agosto de 1749), págs. 345-349, citas en págs. 245 y 346.
18. N.A. Lenglet-Dufresnoy, De l’usage des romans, oü l’on fait voir
leur utilitéetleurs différents caracteres, 2 vols., 1734; Slatkine Reprints, Gi­
nebra, 1979, citas en págs. 13 y 92 [vol. 1, págs. 8 y 325 en el original].
Veinte años más tarde, Lenglet-Dufresnoy fue invitado a colaborar con
otras figuras de la Ilustración en la Encychpédie de Diderot.
19. Armand-Pierre Jacquin, Entretiens sur les romans, 1755; Slatkine
Reprints, Ginebra, 1970, citas en págs. 225, 237, 305, 169 y 101. Los
escritos contra la novela se comentan en Daniel Mornet,/.-/. Rousseau:
La Nouvelle Hébise, 4 vols., Hachette, París, 1925, vol. 1.
20. Richard C. Taylor, «James Harrison, “The Novelist’s Magazi­
ne”, and the Early Canonizing of the English Novel», Studies in English
Literature, 1500-1900, 33 (1993), págs. 629-643, cita en pág. 633. John
Tinnon Taylor, Early Opposition to the English Novel: The Popular Reaction
from 1760 to 1830, King’s Crown Press, Nueva York, 1943, pág. 52.
21. Samuel-Auguste Tissot, L’Onanisme, 1774; edición en latín, 1758;
Éditions de la Différence, París, 1991, especialmente las págs. 22 y 166-
167. J.T. Taylor, op. cit., pág. 61.
22. Gary Kelly, «Unbecoming a Heroine: Novel Reading, Roman-
ticism, and Barrett’s The Heroine», Nineteenth-Century Literature, 45 (1990),
págs. 220-241, cita en pág. 222.
23. Impresa para C. Rivington en St. Paul’s Church-Yard, Londres;
y j. Osborn [etc.], 1741.
24. Jean-Jacques Rousseau, Julie, or The New Iieloise, trad. de Philip
Stewart y Jean Vaché, vol. 6 de Roger D. Masters y Christopher Kelly
(eds.), The Collected Writings of Rousseau, University Press of New En-
gland, Hanover, NH, 1997, citas en págs. 3 y 15 [trad. esp. de Pilar Ruiz
Ortega: Julia, o La nueva Eloísa, Alcal, Madrid, 2007, citas en págs. 35-36
y 799-800],
25. «Eloge de Richardson», Journal étranger, 8 (1762); Slatkine Re-
prints, Ginebra, 1968, págs. 7-16, citas en págs. 8-9. Para un análisis
más detallado de este texto, véase Roger Chartier, «Richardson, Dide-
rot et la lectrice impatiente», M LN, 114 (1999), págs. 647-666. No se
sabe cuándo leyó Diderot a Richardson por primera vez; las referen­
cias a él en la correspondencia de Diderot no comienzan a aparecer
hasta 1758. Grimm se refirió a Richardson en su correspondencia ya
en 1753: June S. Siegel, «Diderot and Richardson: Manuscripts, Mis-
sives, and Mysteries», Diderot Studies, 18 (1975), págs. 145-167.
26. «Eloge de Richardson», op. cit., págs. 8, 9.
27. Ibíd., pág. 9.
28. Henry Home, Lord Kames, Elements of Criticism [Elementos
para la crítica], 3.a ed., 2 vols., A. Kincaid & J. Bell, Edimburgo, 1765,
vol. I, págs. 80, 82, 85, 92. Véase también Mark Salber Phillips, Society
and Sentiment: Genres ofHistorical Writing in Britain, 1740-1820, Prince­
ton University Press, Princeton, 2000, págs. 109-110.
29. Boyd, op. cit., vol. 1, págs. 76-81.
30. Jean Starobinski demuestra que este debate sobre los efectos
de la identificación también era válido para el teatro, pero sostiene que
el análisis de Richardson que hace Diderot contribuyó decisivamente
a formar una actitud nueva ante la identificación: «“Se mettre á la pla­
ce”: la mutation de la critique de l’áge classique á Diderot», Cahiers
Vilfredo Pareto, 14 (1976), págs. 364-378.
31. Sobre este punto, véase especialmente Michael McKeon, The
Origins of the English Novel, 1600-1740, Johns Hopkins University Press,
Baltimore, 1987, pág. 128.
32. Andrew Burstein, The Inner Jefferson: Portrait of a Grieving Opti-
mist, University of Virginia Press, Charlottesville, VA, 1995, pág. 54.
J.P. Brissot de Warville, Mémoires (1754-1793); publiés avec étude critique
et notes par Cl. Perroud, Picard, París, sin fecha, vol. 1, págs. 354-355.
33. Immanuel Kant, «An Answer to the Question: What is En-
lightenment?», en James Schmidt (ed.), What is Enlightenment? Eighte-
enth-Century Answers and Iwentieth-Century Questions, University of Ca­
lifornia Press, Berkeley, 1996, págs. 58-64, cita en pág. 58 [trad. esp. de
Roberto R. Aramayo: i Qué es la Ilustración?y otros escritos de ética, polí­
ticay filosofía de la historia, Alianza Editorial, Madrid, 2004, págs. 81-93,
cita en pág. 83]. La cronología de la autonomía no es fácil de determi­
nar. La mayor parte de los historiadores coinciden en que el alcance
de la toma de decisiones individuales aumentó en el mundo occiden­
tal entre los siglos XVI y XX, aunque discrepan en cómo se produjo y
por qué. Se han escrito incontables libros y artículos sobre la historia
del individualismo como doctrina filosófica y social y sobre sus aso­
ciaciones con el cristianismo, la conciencia protestante, el capitalismo,
la modernidad y, más en general, los valores occidentales. Véase Mi-
chael Carrithers, Steven Collins y Steven Lukes (eds.), The Category of
the Person: Anthropology, Philosophy, History, Cambridge University Press,
Cambridge, 1985. Una breve reseña de lo que se ha escrito sobre ello
se encuentra en Michael Mascuch, Origins of the Individualist Self: Auto-
biography and Self-Identity in England, 1591-1791, Stanford University
Press, Stanford, 1996, págs. 13-24. Uno de los pocos en relacionar esto
con los derechos humanos es Charles Taylor, en Fuentes delyo: la cons­
trucción de la identidad moderna, op. cit.
34. Citado en Jay Fliegelman, Prodigáis and Pilgrims: The American
Revolution Against Patriarchal Authority, 1750-1800, Cambridge Univer­
sity Press, Cambridge, 1982, pág. 15. [Some Thoughts Concerning Educa-
tion, de John Locke (trad. esp. de D. Barnés: Pensamientos acerca de la
Educación, Editorial Humanitas, Barcelona, 1982, cita en pág. 67.)]
35. Jean-Jacques Rousseau, Emile, ou De Véducation, 4 vols., Jean
Néaume, La Haya, 1762, vol. I, págs. 2-4 [trad. esp. de Mauro Armiño:
Rousseau, Jean-Jacques, Emilio, o De la educación, Alianza Editorial,
Madrid, 1990, pág. 38]. Richard Price, Observations on The Nature o f Ci­
vil Liberty, the Principies of Government, and theJustice and Policy o f the War
with America to which is added, An Appendix and PostScript, containing,
A State of the National Debt, An Estímate of the Money drawn from the Pu­
blic by the Taxes, and An Account of the National Income and Expenditure
since the last War, 9.a ed., Edward & Charles Dilly y Thomas Cadell, Lon­
dres, 1776, págs. 5-6.
36. Lynn Hunt, The Family Romance of the French Revolution, Uni­
versity of California Press, Berkeley, 1992, págs. 40-41.
37. Fliegelman, op. cit., págs. 39, 67.
38. Lawrence Stone, The Family, Sex and Marriage in England 1500-
1800, Weidenfeld & Nicolson, Londres, 1977 [trad. esp.: Familia, sexo
y matrimonio en Inglaterra, 1500-1800, Fondo de Cultura Económica,
México D.F., 1990]. Sobre el fajamiento, el destete y el enseñar a los
niños a ir solos al retrete, véase Randolph Trumbach, The Rise of the
Egalitarian Family: Aristocratic Kinship and Domestic Relations in Eighteenth-
Century England, Academic Press, Nueva York, 1978, págs. 197-229.
39. Sybil Wolfram, «Divorce in England 1700-1857», OxfordJournal
of Legal Studies, 5 (verano de 1985), págs. 155-186. Roderick Phillips,
Putting Asunder: A Histoiy of Divorce in Western Society, Cambridge Uni­
versity Press, Cambridge, 1988, pág. 257. Nancy F. Cott, «Divorce and
the Changing Status of Women in Eighteenth-Century Massachusetts»,
William and Mary Quarterly, 3.a serie, vol. 33, n.° 4 (octubre de 1976),
págs. 586-614.
40. Frank L. Dewey, «Thomas Jefferson’s Notes on Divorce», Wi­
lliam and Mary Quarterly, 3.a serie, vol. 39, n.° 1, The Family in Early
American History and Culture (enero de 1982), págs. 212-223, citas en
págs. 219, 217, 216.
41. La palabra empathy («empatia») no entró en la lengua inglesa
hasta comienzos del siglo XX, como término empleado en estética y
psicología. Traducción del vocablo alemán Einfühlung, fue definida
como «la facultad de proyectar la propia personalidad sobre el objeto
de la contemplación (y de esta forma comprenderlo plenamente)»:
http://dictionary.oed.com/cgi/entry/00074155? La misma versión pue­
de encontrarse en la versión en papel: The Oxford English Dictionary,
segunda edición, vol. IV, Oxford University Press, 1989, pág. 336.
42. Francis Hutcheson, A Short Introduction to Moral Philosophy, in
Three Books; Containing the Elements ofEthicks and the Law ofNature, 1747;
2.a ed., Robert & Andrew Foulis, Glasgow, 1753, págs. 12-16.
43. Adam Smith, The Theory o f Moral Sentiments, 3.a ed., Londres,
1767, pág. 2 [trad. esp. de Carlos Rodríguez Braun: Smith, Adam:
La teoría de los sentimientos morales, Alianza Editorial, Madrid, 1997,
pág. 50].
44. Burstein, op. cit., pág. 54; The Power of Sympathy [El poder de
la compasión] fue escrita por William Hill Brown. Anne C. Vila, «Be-
yond Sympathy: Vapors, Melancholia, and the Pathologies of Sensi-
bility in Tissot and Rousseau», Yale French Studies, n.° 92, Exploring the
Conversible World: Text and Sociability from the Classical Age to the En-
lightenment (1997), págs. 88-101.
45. Se ha debatido mucho sobre los orígenes de Equiano (si na­
ció en Africa, como afirmaba él, o en Estados Unidos), pero esto no
es relevante para lo que planteo aquí. Para los comentarios más re­
cientes, véase Vincent Carretta, Equiano, the African: Biography of a Self-
Made Man, University of Georgia Press, Athens, GA, 2005.
46. Abate Sieyés, Préliminaire de la constitution frangaise, Baudoin,
París, 1789.
47. H.A. Washington (ed.), The Writings ofThomas Jefferson, 9 vols.,
John C. Riker, Nueva Yorlc, 1853-1857, vol. 7 (1857), págs. 101-103. So­
bre Wollstonecraft, véase M.S. Phillips, op. cit., pág. 114, y especial­
mente Janet Todd (ed.), The Collected Letters ofMary Wollstonecraft, Alien
Lañe, Londres, 2003, págs. 34, 114, 121, 228, 253, 313, 342, 359, 364,
402, 404.
48. Lipscomb y Bergh, op. cit., vol. 10, pág. 324.

2. «Hueso de sus huesos». Abolir la tortura


1. La mejor crónica general del suceso sigue siendo la de David
D. Bien, The Calas AJfair: Persecution, Toleration, and Heresy in Eighteenth-
Century Toulouse, Princeton University Press, Princeton, 1960. Las tor­
turas que sufrió Calas se describen en Charles Berriat-Saint-Prix, Des
Tríbunaux et de laprocédure dugrand criminel au xville sieclejusqu’en 1789
avec des recherches sur la question ou torture, Auguste Aubry, París, 1859,
págs. 93-96. Mi descripción del descoyuntamiento en la rueda se basa
en el informe de un testigo presencial de París: James St. John, Esq.,
Letters from France to a Gentleman in the South of Ireland: Containing Va-
rious Subjects Interesting to both Nations. Written in 1787, 2 vols., P. Byr-
ne, Dublín, vol. II, carta del 23 de julio de 1787, págs. 10-16.
2. Voltaire publicó en agosto de 1762 un panfleto de 21 páginas
sobre la Histoire d’Elisabeth Canning et des Calas. Utilizó el caso de Eli-
sabeth Canning para demostrar que el funcionamiento de la justicia in­
glesa era superior, pero la mayor parte del panfleto se ocupa del «caso
Calas». El tratamiento que Voltaire hace del caso en términos de in­
tolerancia religiosa se observa con la máxima claridad en Traité sur la
tolérance ci l’occasion de la mort de Jean Calas, 1763. La cita procede de
Jacques van den Heuvel (ed.), Mélanges/Voltaire, Gallimárd, París, 1961,
pág. 583 [trad. esp. de Mauro Armiño: Voltaire, Tratado sobre la toleran­
cia, Espasa-Calpe, Madrid, 2002, pág. 111].
3. La relación entre la tortura y Calas se encuentra en Ulla Kol-
ving (ed.), Voltaire électronique (CD-ROM), Chadwyck-Healey, Alexan-
dria, VA; Voltaire Foundation, Oxford, 1998. La denuncia de la
tortura de 1766 se encuentra en An Essay on Crim.es and Punishments,
Translatedfrom the Italian, with a Commentary Attributed to Mons. De Vol­
taire, Translatedfrom the French, 4.a ed., F. Newberry, Londres, 1775,
págs. xli-xlii [trad. esp.: Cesare Beccaria, De los delitosy de las penas. Con
el comentario de Voltaire, Alianza Editorial, Madrid, 2006, págs. 149-
150], Para el artículo sobre la «tortura» en el Philosophical Dictionary,
véase Theodore Besterman et al. (eds.), Les Oeuvres completes de Voltai­
re, 135 vols., 1968-2003, vol. 36, ed. de Ulla Kólving, Voltaire Foun­
dation, Oxford, 1994, págs. 572-573 [trad. esp.: Voltaire, Diccionario
filosófico, Alcal, Madrid, 1976, págs. 372-374], Voltaire no abogó por
la abolición real de la tortura hasta 1778 en su Prix de la justice et de
Vhumanité. Véase Franco Venturi (ed.), Cesare Beccaria, Dei Delitti e delle
pene, con une raccolta di lettere e documenti relativi alia nascita dell’opera e
alia sua fortuna nell’Europa del Settecento, Giulio Einaudi, Turín, 1970,
págs. 493-495.
4. J.D.E. Preuss, Friedrich der Grosse: eine Lebensgeschichte, 9 vols., Bi-
blio Verlag, Osnabrück, Alemania, 1981; reimpresión de la edición de
Berlín de 1832, vol. I, págs. 140-141. El decreto del rey de Francia
dejó abierta la posibilidad de reinstaurar la question préalable si la ex­
periencia indicaba que era necesario. Además, el decreto fue uno en­
tre varios relacionados con el esfuerzo de la corona por disminuir la
autoridad de los parlamentos. Después de verse obligado a inscribir­
la en una lit dejustice, Luis XVI suspendió la puesta en práctica de to­
dos estos decretos en septiembre de 1788. En consecuencia, la tortu­
ra no fue abolida definitivamente hasta que la Asamblea Nacional la
suprimió, el 8 de octubre de 1789: Berriat-Saint-Prix, op. cit., pág. 55.
Véase también David Yale Jacobson, «The Politics of Criminal Law
Reform in Pre-Revolutionary France», tesis doctoral, Brown Univer­
sity, 1976, págs. 367-429. Para el texto de los decretos de abolición,
véase Athanase Jean Léger et al. (eds.), Recueilgénéral des anciennes lois
frangaises depuis l’an 420 jusqu’a la Révolution de 1789, 29 vols., Plon,
París, 1824-1857, vol. 26 (1824), págs. 373-375, y vol. 28 (1824), págs.
526-532. Benjamin Rush, An Enquiry into the Effects of Public Punish­
ments upon Crimináis, and Upon Society. Read in the Society for Promoting
Political Enquiries, Convened at the House of His Excellency Benjamin Fran-
klin, Esquire, in Philadelphia, March 9th, 1787, Joseph James, Filadelfia,
1787, en Reform of Criminal Law in Pennsylvania: Selected Enquiries, 1787-
1810, Amo Press, Nueva York, 1972, con la numeración original de
las páginas, cita en pág. 7.
5. Sobre la instauración y la abolición generales de la tortura en
Europa, véase Edward Peters, Torture, University of Pennsylvania Press,
Filadelfia, 1985 [trad. esp. de Néstor Míguez: La tortura, Alianza Edi­
torial, Madrid, 1987]. Aunque la tortura no fue abolida en algunos
cantones suizos hasta mediados del siglo XIX, en Europa prácticamen­
te desapareció (al menos de forma reconocida legalmente) durante las
guerras revolucionarias y napoleónicas. Napoleón la abolió en Espa­
ña, por ejemplo, en 1808, y nunca fue reinstaurada. Para la historia de
la evolución de los jurados, véase Sir James Fitzjames Stephen, A His-
tory of the Criminal Law of England, 3 vols., 1883; Routledge, Chip-
penham, Wilts., 1996, vol. 1, págs. 250-254. Sobre los casos de bru­
jería y el uso de la tortura, véase Alan Macfarlane, Witchcraft in Tudor
and Stuart England: A Regional and Comparative Study, Routledge & Ke-
gan Paul, Londres, 1970, págs. 139-140; y Christina A. Lamer, Enemies
of God: The Witch-hunt in Scotland, Chatto & Windus, Londres, 1981,
pág. 109. Tal como señala Larner, los constantes mandatos de los jue­
ces escoceses e ingleses exigiendo el fin de la tortura en los casos de
brujería demuestran que seguía siendo un problema. James Heath, Tor­
ture and English Law: A n Administrative and Legal History from the Plan-
tagenets to the Stuarts, Greenwood Press, Westport, CT, 1982, pág. 179,
ofrece varias referencias al uso del potro en los siglos XVI y xvil, aun­
que no estuviese sancionado por el derecho consuetudinario. Véase
también Kathryn Preyer, «Penal Measures in the American Colonies:
An Overview», American Journal of Legal History, 26 (octubre de 1982),
págs. 326-353, especialmente la pág. 333.
6. Sobre los métodos de castigo en general, véase J.A. Sharpe, Ju­
dicial Punishment in England, Faber & Faber, Londres, 1990. En oca­
siones, el castigo en la picota incluía cortar las orejas o clavarlas en
ella (pág. 21). El cepo era un instrumento de madera que sujetaba los
pies del reo. La picota era una columna en la que los reos permane­
cían de pie con la cabeza y las manos entre dos maderos: León Rad-
zinowicz, A History o f English Criminal Law and Its Administration
from 1750, 4 vols., Stevens & Sons, Londres, 1948, vol. I, págs. 3-5
y 165-227. Para una reseña de investigaciones recientes sobre este asun­
to, convertido actualmente en un auténtico filón, véase Joanna Innes
y John Styles, «The Crime Wave: Recent Writing in Crime and Cri­
minal Justice in Eighteenth-Century England», Journal of British Ste­
dies, 25 (octure de 1986), págs. 380-435.
7. Linda Kealey, «Patterns of Punishment: Massachusetts in the
Eighteenth Century», American Journal ofLegal History, 30 (abril de 1986),
págs. 163-186, cita en pág. 172. William M. Wiecek, «The Statutory
Law of Slavery and Race in the Thirteen Mainland Colonies of Bri­
tish America», William and Mary Quarterly, 3.a serie, vol. 34, n.° 2 (abril
de 1977), págs. 258-280, especialmente las págs. 274-275.
8. Richard Mowery Andrews, Law, Magistracy, and Crime in Oíd Re-
gime Paris, 1735-1789, vol. 1: The System of Criminal Justice, Cambrid­
ge University Press, Cambridge, 1994, especialmente las págs. 385,
387-388.
9. Benoít Garnot, Justice et société en Trance aux xvie, xviie et XVMe sie-
cles, Ophrys, París, 2000, pág. 186.
10. Romilly se cita en Randall McGowen, «The Body and Pu­
nishment in Eighteenth-Century England», Journal of Modern History,
59 (1987), págs. 651-679, cita en pág. 668. La famosa frase de Beccaria
se encuentra en Crimes and Punishments, op. cit., pág. 2 [trad. esp.,
pág. 30], Jeremy Bentham tomó el lema de Beccaria como funda­
mento de su doctrina utilitarista. Para él, Beccaria era nada menos que
«mi maestro, el primer evangelista de la Razón»: León Radzinowicz,
«Cesare Beccaria and the English System of Criminal Justice: A Reci-
procal Relationship», en A tti del convegno internazionale su Cesare Bec­
caria promosso dallAccademia delle Scienze di Torino nel secondo centenario
delFopera «Dei delitti e delle pene», Turín, 4-6 octubre de 1964, Accademia
delle Scienze, Turín, 1966, págs. 57-66, cita en pág. 57. Sobre la acogi­
da de las ideas de Beccaria en Francia y otras partes de Europa, véan­
se las cartas reimpresas en Venturi, op. cit., especialmente las págs. 312-
324. Voltaire dijo que había leído a Beccaria en una carta del 16 de
octubre de 1765; en esa misma carta hace referencia al «caso Calas» y
al «caso Sirven» (también relacionado con protestantes): Theodore Bes-
terman etal. (eds.), Les Oeuvres complétes de Voltaire, 135 vols., 1968-2003,
vol. 113, ed. por Theodore Besterman, Correspondence and Related Do-
cuments, April-December 1765, vol. 29 (1973), pág. 346.
11. El estudioso holandés Peter Spierenburg analiza la moderación
del castigo y el aumento de la empatia: «La muerte y el sufrimiento de
semejantes se experimentaban de forma creciente como dolorosos, sen­
cillamente porque los demás se percibían de forma creciente como se­
mejantes», en Spierenburg, The Spectacle of Sujfering: Executions and the
Evolution of Repression: From a Preindusrial Metrópolis to the European Ex-
perience, Cambridge University Press, Cambridge, 1984, pág. 185. Bec­
caria, op. cit., págs. 43, 107 y 112 [trad. esp., págs. 50, 51 y 86]. Blacks-
tone también abogaba por que las penas fueran proporcionales a los
delitos, y lamentaba que en Inglaterra un gran número de delitos se
castigara con la pena de muerte: William Blackstone, Commentaries on
the Laws ofEngland [Comentarios sobre las leyes de Inglaterra], 4 vols.,
8.a ed., Clarendon Press, Oxford, 1778, vol. IV, pág. 3 (Blackstone cita
a Montesquieu y Beccaria en una nota al pie de la citada página). Para
la influencia de Beccaria en Blackstone, véase Coleman Phillipson, True
Criminal Law Reformen: Beccaria, Bentham, Romilly, Patterson Smith,
Montclair, NJ, 1970, especialmente la pág. 90.
12. En años recientes, los estudiosos se han preguntado si Beccaria
o, en general, la Ilustración desempeñaron algún papel en la eliminación
de la tortura judicial o la moderación del castigo, e incluso si la abo­
lición fue tan buena como se dice. Véanse John H. Langbein, Torture
and the Law of Proof: Europe and England in the Anden Régime, Univer­
sity of Chicago Press, Chicago, 1976; Andrews, op. cit.; J.S. Cockburn,
«Punishment and Brutalization in the English Enlightenment», Law
and History Review, 12 (1994), págs. 155-179; y, especialmente, Fou-
cault, op. cit.
13. Norbert Elias, The Civilizing Process: The Devebpment of Manners,
trad. de Edmund Jephcott, ed. alemana, 1939; Urizen Books, Nueva
York, 1978, págs. 69-70 [trad. esp.: El proceso de la civilización. Investi­
gaciones sociogenéticasy psicogenéticas, Fondo de Cultura Económica, Ma­
drid, 1988]. Para una visión crítica de este relato, véase Barbara H. Ro-
senwein, «Worrying About Emotions in History», American Histórical
Review, 107 (2002), págs. 821-845.
14. James H. Johnson, Listening in París: A Cultural History, Uni­
versity of California Press, Berkeley, 1995, cita en pág. 61.
15. Jeffrey S. Ravel pone de relieve el continuo bullicio que se ar­
maba donde los espectadores estaban de pie, en The Contested Parterre:
Public Theater and French Political Culture, 1680-1791, Cornell University
Press, Ithaca, NY, 1999.
16. Annik Pardailhé-Galabrun, The Birth of Intimacy: Prívacy and
Domestic Life in Early Modern París, trad. de Jocelyn Phelps, University
of Pennsylvania Press, Filadelfia, 1991. John Archer, «Landscape and
Identity: Baby Talk at the Leasowes, 1760», Cultural Critique, 51 (2002),
págs. 143-185.
17. Ellen G. Miles (ed.), The Portrait in Eighteenth Century America,
University of Delaware Press, Newark, DE, 1993, pág. 10. George T.M.
Shackelford y Mary Tavener Holmes, A Magic Mirror: The Portrait in
France, 1700-1900, Museum of the Fine Arts, Houston, 1986, pág. 9.
La cita de Walpole procede de Desmond Shawe-Taylor, The Georgians:
Eighteenth-Centuiy Portraiture and Society, Barrie Scjenkins, Londres, 1990,
pág. 27.
18. Lettres sur les peintures, sculptures et gravures de Mrs. de lAcadé-
mie Royale, exposées au Sallon du Louvre, depuis M DCCLXVIIjusqu’en
MDCCLXX1X, John Adamson, Londres, 1780, pág. 51 (Salón de 1769).
Véase también Rémy G. Saisselin, Style, Truth and the Portrait, Cleve­
land Museum of Art, Cleveland, 1963, especialmente la pág. 27. Las
quejas relativas a los retratos y «tahleaux du petitgenre» continuaron en
la década de 1770: Lettres sur les peintures, págs. 76, 212, 229. El artícu­
lo de Jaucourt se encuentra en Encyclopédie ou dictionnaire raisonné des
sciences, des arts et des métiers, 17 vols., París, 1751-1780, vol. 13 (1765),
pág. 153. El comentario de Mercier de la década de 1780 se cita en Sha­
we-Taylor, op. cit., pág. 21.
19. Sobre la importancia de los tejidos y el impacto que tuvo el
consumismo sobre el retratismo en las colonias británicas de Norte­
américa, véase T.H. Breen, «The Meaning of “Likeness”: Portrait-Pain-
ting in an Eighteenth-Century Consumer Society», en Miles, op. cit.,
págs. 37-60.
20. Angela Rosenthal, «She’s Got the Look! Eighteenth-Century
Female Portrait Painters and the Psychology of a Potentially “Dange-
rous Employment”», en Joanna Woodall (ed.), Portraiture: Facing the
Subject, Manchester University Press, Manchester, 1997, págs. 147-166
(cita de Boswell en pág. 147). Véase también Kathleen Nicolson, «The
Ideology of Feminine “Virtue”: The Vestal Virgin in French Eighteenth-
Century Allegorical Portraiture», en ibíd., págs. 52-72. Denis Diderot,
Oeuvres completes de Diderot, revue sur les éditions originales, comprenant ce
qui a étépublié a diverses époques et les manuscrits inédits, conserves a la Bi-
bliothéque de lErmitage, notices, notes, table analytique. Étude sur Diderot et le
mouvementphilosophique au xvnie siecle, par J. Assézat, 20 vols., Garnier,
París, 1875-1877; Kraus, Nendeln, Lichtenstein, 1966, vol. 11: Beaux-
Arts II, arts du dessin (Salons), págs. 260-262.
21. Sterne, A SentimentalJourney, págs. 158 y 164 [trad. esp. Pep
Verger Fransoy: Diario para Eliza (seguido de Novela política y fragmento
rabelesiano), Igitur, Montblanc, 2002, págs. 43-44 y 50],
22. Howard C. Rice, Jr., «A “New” Likeness of Thomas Jefferson»,
William and Mary Quarterly, 3.a serie, vol. 6, n.° 1 (enero de 1949),
págs. 84-89. Sobre el proceso más en general, véase Tony Halliday, Fa-
cing the Public: Portraiture in the Aftermath of the French Revolution, Man-
chester University Press, Manchester, 1999, págs. 43-47.
23. Muyart no firmó los panfletos en los que defendía el cristia­
nismo: Motifs de ma foi en Jésus-Christ, par un magistrat, Vve. Hérissant,
París, 1776, y Preuves de l’authenticité de nos évangiles, contre les assertions
de certains critiques modernes. Lettre a Madame de ***. Par l’auteur de mo­
tifs de ma fois en Jésus-Christ, Durand et Belin, París, 1785. [Cita de Bec­
caria en De los delitos y de las penas, op. cit., pág. 32.]
24. Pierre-Frangois Muyart de Vouglans, Réfutation du Iraité des dé-
lits et peines, <&., incluido al final de su Les Loix criminelks de Frunce,
dans leurordre naturel, Benoít Morin, París, 1780, págs. 811, 815 y 830.
25. Ibíd., pág. 830.
26. Spierenburg, op. cit., pág. 53.
27. Anónimo, Considerations on the Dearness of Corn and Provisions,
J. Almon, Londres, 1767, pág. 31; anónimo, The Accomplished Letter-
Writer; or, Universal Correspondent. Containing Familiar Letters on the Most
Common Occasions in Life, Londres, 1779, págs. 148-150. Donna T. An-
drew y Randall McGowen, The Perreaus and Mrs. Rudd: Forgery and Be-
trayal in Eighteenth-Century London, University of California Press, Ber-
keley, 2001, pág. 9.
28. St. John, Lettersfrom France, vol. II, carta del 23 de julio de 1787,
pág. 13.
29. Beccaria, op. cit., págs. 2 y 179 [trad. esp., págs. 29 y 123].
30. Sobre los trabajos relacionados con el dolor en el siglo XVIII,
véase Margaret C. Jacob y Michael J. Sauter, «Why Did Humphry
Davy and Associates Not Pursue the Pain-Alleviating Effects of Ni-
trous Oxide}», Journal of the History o f Medicine, 58 (abril de 2002),
págs. 161-176. Dagge aparece citado en McGowen, «The Body and Pu-
nishment in Eighteenth-Century England», pág. 669. Para las multas
en las colonias, véase Preyer, «Penal Measures», págs. 350-351.
31. Edén es citado en McGowen, ibíd., pág. 670. Mi análisis sigue
el de McGowen en muchos aspectos. Benjamin Rush, op. cit.; véanse
especialmente las págs. 4, 5, 10 y 15.
32. Una fuente esencial, y no sólo sobre el «caso Calas», sino tam­
bién sobre la práctica de la tortura en general, es Lisa Silverman, Tor-
tured Subjects: Pain, Truth, and the Body in Early Modern France, Univer-
sity of Chicago Press, Chicago, 2001. Véase también Alexandre-Jéró-
me Loyseau de Mauléon, Mémoire pour Donat, Pierre et Louis Calas, Le
Bretón, París, 1762, págs. 38-39. Elie de Beaumont recoge exactamen­
te las mismas palabras de la boca de Calas. Voltaire también las había
incluido en su crónica. Jean-Baptiste-Jacques Elie de Beaumont, Mé­
moire pour Dame Anne-Rose Cabibel, veuve Calas, et pour ses enfans sur le
renvoi aux Requétes de l’Hótel au Souverain, ordonné par arrét du Conseil
du 4 juin 1764, L. Cellot, París, 1765. Elie de Beaumont representó a
la familia Calas ante el Consejo Real. Sobre la publicación de este
tipo de expediente legal, véase Sarah Maza, Prívate Lives and Public Af-
fairs: The Causes Célebres of Prerevolutionary France, University of Cali­
fornia Press, Berkeley, 1993, págs. 19-38.
33. Alain Corbin, Jean-Jacques Courtine y Georges Vigarello (eds.),
Histoire du corps, 3 vols., Éditions du Seuil, París, 2005-2006, vol. 1:
De la Renaissance aux Lumiéres, 2005, págs. 306-309 [trad. esp.: Flistoria
del cuerpo, 3 vols., Taurus, Madrid, 2005, vol. 1: Del Renacimiento a la
Ilustración, 2005]. Beccaria, op. cit., págs. 58 y 60 [trad. esp., págs. 58,
59 y 62],
34. El Parlamento de Borgoña dejó de ordenar la question prépara-
toire después de 1766, y su empleo de la pena de muerte descendió de
un 13-14,5 por ciento de todas las condenas criminales en la primera
mitad del siglo xvill a menos del 5 por ciento entre 1770 y 1789. Sin
embargo, parece ser que la aplicación de la question préalable no dis­
minuyó en lo más mínimo en Francia: Jacobson, op. cit., págs. 36-47.
35. Beccaria, op. cit., págs. 60-61 [trad. esp., págs. 59-60]. Muyart
de Vouglans, op. cit., págs. 824-826.
36. Véase Venturi, op. cit., págs. 30-31, para la edición italiana de­
finitiva (la última que supervisó Beccaria en persona). El párrafo apa­
rece en el mismo lugar en la traducción inglesa original, en el cap. 11
[también en la trad. esp. (pág. 50), aunque se emplea «derechos de la
humanidad» en lugar de «derechos del hombre»]. Sobre el uso poste­
rior del orden francés, véase, por ejemplo, Dei delitti e dellepene. Edizione
rivista, coretta, e disposta secondo l’ordine detta traduzionefrancese approvato
dcdl’autore, Presso la Societá dei Filosofi, Londres, 1774, pág. 4. Según
Luigi Firpo, en realidad este volumen lo imprimió Coltellini en Livor-
no: Luigi Firpo, «Contributo alia bibliografía del Beccaria. (Le edizioni
italiane settecentesche del Dei delitti e dellepene)», en A tti del convegno in-
temazionak su Cesare Beccaria, págs. 329-453, especialmente 378-379.
37. La primera obra francesa que criticó sin tapujos el uso judi­
cial de la tortura apareció en 1682 y la escribió un destacado magis­
trado del Parlamento de Dijon, Augustin Nicolás; su argumentación
iba dirigida contra el empleo de la tortura en los juicios por brujería:
Silverman, op. cit., pág. 161. El estudio más definitivo de las diversas
ediciones italianas de Beccaria se encuentra en Firpo, ibíd., págs. 329-
453. Sobre las traducciones inglesas y otras, véase Marcello Maes­
tro, Cesare Beccaria and the Origins of Penal Reform, Temple University
Press, Filadelfia, 1973, pág. 43. He complementádo su relación de las
ediciones en. lengua inglesa con el English Short Title Catalogue. Bec­
caria, op. cit., pág. iii.
38. Venturi, op. cit., pág. 496. El artículo apareció en Anuales poli-
tiques et littéraires, 5 (1779), de Linguet.
39. Encyclopédie ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des mé-
tiers, 17 vols., París, 1751-1780, vol. 13 (1765), págs. 702-704. Jacobson,
op. cit., págs. 295-296.
40. Jacobson, ibíd., pág. 316. Venturi, op. cit., pág. 517. Joseph-
Michel-Antoine Servan, Discours sur le progres des connoissances humaines
engénéral, de la morale, et de la législation en particulier, s.l., 1781, pág. 99.
41. Mi opinión de los escritos de Brissot sobre derecho penal es
más favorable que la de Robert Darnton. Véase, por ejemplo, George
Washington’s False Teeth: A n Unconventional Guide to the Eighteenth Century,
W.W. Norton, Nueva York, 2003, especialmente la pág. 165. Las citas
de Brissot proceden de Théorie des lois criminelles, 2 vols., J.P. Aillaud,
París, 1836, vol. I, págs. 6-7.
42. Las estrategias retóricas se analizan a fondo en Maza, op. cit.
Cuando Brissot publicó su Théorie des lois criminelles (1781), escrita ori­
ginalmente para un concurso de ensayos en Berna, Dupaty le escribió
para celebrar su esfuerzo común por «hacer que triunfen la verdad y la
humanidad con ella». La carta se reimprimió en la edición de 1836 de
Théorie des lois criminelles, ibíd., pág. vi. [Charles-Marguerite-Dupaty],
Mémoire justificatifpour trois hommes condamnés a la roue, Philippe-Denys
Pierres, París, 1786, pág. 221.
43. Dupaty, op. cit., págs. 226 y 240. «L’Humanité» aparece muchas
veces en su informe (en las últimas páginas, prácticamente en todos
los párrafos).
44. Maza, op. cit., pág. 253. Jacobson, op. cit., págs. 360-361.
45. Jourdan (ed.), Recueilgénéral des anciennes loisfrangaises, vol. 28,
pág. 528. Muyart de Vouglans, op. cit., pág. 796. En la frecuencia con
que aparece un asunto en un determinado documento (siendo 1 la ci­
fra más alta y 1125 la más baja), el código penal alcanzaba 70,5 en el
caso del Tercer Estado, 27,5 en el de la Nobleza y 337 en el de las Pa­
rroquias; los procedimientos judiciales alcanzaban 34 en el caso del
Tercer Estado, 77,5 en el de la Nobleza y 15 en el de las Parroquias;
el enjuiciamiento penal y las sanciones alcanzaban 60,5 en el caso del
Tercer Estado, 76 en el de la Nobleza y 171 en el de las Parroquias; y
las sanciones conforme al derecho penal alcanzaban 41,5 en el caso
del Tercer Estado, 213,5 en el de la Nobleza y 340 en el de las Parro­
quias. Las dos formas de tortura autorizadas judicialmente no alcanza­
ban en absoluto niveles tan altos, puesto que la «cuestión preparatoria»
ya había sido eliminada definitivamente y la «cuestión preliminar» ha­
bía sido abolida de forma provisional. El listado de asuntos procede
dé Gilbert Shapiro y John Markoff, Revolutionary Demands: A Content
Andlysis of the Cahiers de Doléances of 1789, Stanford University Press,
Stanford, 1998, págs. 438-474.
46. Rush, op. cit., págs. 13 y 6-7.
47. Muyart de Vouglans, op. cit., especialmente las págs. 37-38.
48. Antonio Damásio, The Feeling ofWhat Happens: Body and Emo-
tion in the Makingof Consciousness, Harcourt, San Diego, 1999 [trad. esp.:
La sensación de lo que ocurre: cuerpo y emoción en la construcción de la con­
ciencia, Debate, Madrid, 2001], y Lookingfor Spinoza: Joy, Sorrow, and
the Feeling Brain, Harcourt, San Diego, 2003 [trad. esp.: En busca de Spi­
noza: neurobiología de la emoción y los sentimientos, Crítica, Barcelona,
2005], Ann Thomson, «Materialistic Theories of Mind and Brain», en
Wolfgang Lefevre (ed.), Between Leibniz, Newton, and Kant: Phihsophy
and Science in the Eighteenth Century, Kluwer Academic Publishers, Dor-
drecht, 2001, págs. 149-173.
49. Jessica Riskin, Science in the Age o f Sensibility: The SentimentalEm-
piricists of the French Enlightenment, University of Chicago Press, Chi­
cago, 2002, cita de Bonnet en pág. 51. Sterne, A SentimentalJourney,
pág. 117 [trad. esp. de Max Lacruz Bassols: Viaje sentimental, Ediciones
Verticales, Barcelona, 2008, págs. 184-185].
50. Rush, op. cit., pág. 7.

3. «Han dado un gyan ejemplo». Declarar derechos


1. El significado de declaration [grafía antigua de la palabra fran­
cesa déclaration (N. del T.)] se encuentra en la función «Dictionnaires
d’autrefois» de ARTFL, en la página web: www.lib.uchicago.edu/efts/
ARTFL/projects/dicos/. El título oficial de la Declaración de Dere­
chos inglesa de 1689 era: An Act Declaring the Rights and Liberties
of the Subject and Settling the Succession of the Crown [«Acta que
declara Iqs derechos y libertades del súbdito y resuelve la sucesión de
la Corona»].
2. Archives parlementaires de 1787 a 1860: Recueil complet des débats
legislatifs etpolitiques des chambresfrangaises, serie 1, 99 vols., Librairie ad-
ministrative de R Dupont, París, 1875-1913, vol. 8, pág. 320.
3. Sobre la importancia de Grocio y su tratado Sobre el derecho de
la guerra y de la paz (1625), véase Richard Tuclc, Natural Rights Theories:
Their Origin and Development, Cambridge University Press, Cambrid­
ge, 1979. Véase también Léon Ingber, «La Tradition de Grotius. Les
Droits del’homme et le droit naturel á l’époque contemporaine»,
Cahiers de philosophie politique et juridique, n.° 11: «Des Théories du
droit naturel», Caen, 1988, págs. 43-73. Sobre Pufendorf, véase T.J.
Hochstrasser, Natural Law Theories in the Early Enlightenment, Cambrid­
ge University Press, Cambridge, 2000.
4. No me he centrado aquí en la distinción entre derecho natural
y derechos naturales, en parte porque en las obras en lengua francesa,
como la de Burlamaqui, a menudo no es clara. Además, las figuras po­
líticas del siglo XVIII no hacían necesariamente una distinción clara.
El tratado de Burlamaqui de 1747 se tradujo inmediatamente al inglés
con el título de The Principies of Natural Law (1748) y luego al ho­
landés (1750), al danés (1757), al italiano (1780) y finalmente al espa­
ñol (1825) [con el título de Elementos del derecho natural]: Bernard Gag-
nebin, Burlamaqui et le droit naturel, Éditions de la Fregate, Ginebra, 1944,
pág. 227. Gagnebin afirma que Burlamaqui tuvo menos infuencia en
Francia, pero uno de los autores más prominentes que escribieron para
la Encyclopédie, Boucher d’Argis, le utilizó como fuente de uno de los
artículos sobre derecho natural. Para las opiniones de Burlamaqui so­
bre la razón, la naturaleza humana y la filosofía escocesa, véase J.J. Bur­
lamaqui, Principes du droit naturel par J. J. Burlamaqui, Conseiller d’Etat,
& ci-devant Professeur en droit naturel & civil a Geneve, Barrillot et fils,
Ginebra, 1747, págs.! 1-2 y 165.
5. Jean Lévesqúe de Burigny, Vie de Grotius, avec l’histoire de ses
ouvrages, et des négogiations auxquelles il fu t employé, 2 vols., Debure
l’aíné, París, 1752. T. Rutherforth, D.D. F.R.S., Institutes of Natural Law
Being the Substance of a Course of Lectures on Grotius de Jure Belli et Pací,
reai in St. Johns Cottege Cambriige, 2 vols., J. Bentham, Cambridge,
1754-1756. Las conferencias de Rutherforth parecen una ejemplifica-
ción perfecta de la opinión de Haakonssen en cuanto a que el énfa­
sis dado por la teoría del derecho natural a las obligaciones resultaba
muy difícil de conciliar con el naciente énfasis en los derechos natu­
rales, que eran posesión de la persona (aun cuando Grocio contribuyó
a ambos). Otro jurista suizo, Emer de Vattel, también escribió exten­
samente sobre el derecho natural, si bien se centró en las relaciones
entre naciones. Vattel insistió asimismo en la libertad y la indepen­
dencia naturales de todos los hombres. «On prouve en Droit Naturel,
que tous les hommes tiennent de la Nature une Liberté & une in-
dépendance, qu’ils ne peuvent perdre que par leur consentement»:
M. de Vattel, Le Droit ies gens ou principes ie la loi naturelle appliqués a
la conduite & aux affaires ies nations & des souverains, 2 vols., Aux Dé-
pens de la compagnie, Leiden, 1758, vol. I, pág. 2.
6. John Locke, Two Treatises of Government, Cambridge University
Press, Cambridge, 1963, págs. 366-367 [trad. esp.: Ensayo sobre el gobier­
no civil, Aguilar, Madrid, 1990], James Farr, «“So Vile and Miserable an
Estate”: The Problem of Slavery in Locke’s Political Thought», Political
Theoiy, vol. 14, n.° 2 (mayo de 1986), págs. 263-289, cita en pág. 263.
7. William Blackstone, Commentaries on the Laws of England [Co­
mentarios sobre las leyes de Inglaterra], 8.a ed., 4 vols., Clarendon
Press, Oxford, 1778, vol. I, pág. 129. La influencia del discurso sobre
los derechos naturales es evidente en los comentarios de Blackstone,
ya que empieza el Libro I con una consideración sobre «los derechos
absolutos de los individuos», refiriéndose a «los que pertenecerían a
sus personas meramente en un estado natural y de los que todo hom­
bre tiene derecho a disfrutar, ya sea fuera de la sociedad o en ella»
(I, pág. 123; los mismos términos en la edición de 1766, Dublín). Se
ha escrito muchísimo sobre la influencia relativa de las ideas univer­
salistas y particularistas en las colonias británicas de Norteamérica.
Para hacerse una idea de los debates, véase Donald S. Lutz, «The
Relative Influence of European Writers on Late Eighteenth-Century
American Political Thought», American Political Science Review, 78 (1984),
págs. 189-197.
8. James Otis, The Rights o f the British Colonies Asserted and Proved
[Los derechos de las colonias británicas afirmados y probados], Edes
& Gilí, Boston, 1764, citas en págs. 28 y 35.
9. Sobre la influencia de Burlamaqui en los conflictos norteame­
ricanos, véase Ray Forrest Harvey, Jean Jacques Burlamaqui: A Liberal
Tradition in American Constitutionalism, University o f North Caroline
Press, Chapel Hill, 1937, pág. 116. Sobre las menciones a Pufendorf,
Grocio y Locke, véase Lutz, op. cit., especialmente las págs. 193-194,
y sobre la presencia de Burlamaqui en las bibliotecas norteamerica­
nas, véase David Lundberg y Henry F. May, «The Enlightened Reader
in America», American Quarterly, 28 (1976), págs. 262-293, especialmen­
te la pág. 275. Cita de Burlamaqui, op. cit., pág. 2.
10. Sobre el creciente deseo de declarar la independencia, véase P.
Maier, op. cit., págs. 47-96. Para la Declaración de Virginia, véase Kate
Masón Rowland, The Life o f George Masón, 1725-1792, 2 vols., G.P. Put-
nam’s Sons, Nueva York, 1892, vol. I, págs. 438-441.
11. Para un comentario breve pero pertinente, véase Jack N. Ra-
kove, Declaring Rights: A Brief History with Documents, Bedford Books,
Boston, 1998, especialmente las págs. 32-38.
12. Agradezco a Jennifer Popiel la investigación inicial de títulos
ingleses mediante el English Short Title Catalogue. No he hecho nin­
guna distinción en el uso del término «derechos» (rights), ni he exclui­
do el considerable número de reimpresiones hechas en el transcurso
de los años. El número de veces en que el término «derechos» apare­
ció en títulos de libros se multiplicó por dos entre la década de 1760
y la de 1770 (pasó de 51 en la de 1760 a 109 en la de 1770) y más o
menos se mantuvo en la de 1780 (95). [William Graham de Newcas-
tle], A n Attempt to Prove, That every Species of Patronage is Foreign to the
Nature of the Church; and, That any MODIFICATIONS, which either have
been, or ever can be proposed, are IN S UFFICIENT to regain, and secure her
in the Possession of the LIBER TY, where with CHRIST hath made herfree..
J. Gray & G. Alston, Edimburgo, 1768, págs. 163 y 167. Ya en 1753 un
tal James Tod había publicado un panfleto titulado The Natural Rights
of Mankind Asserted: Or a Just and Faithful Narrative of the Illegal Procedu-
re of the Presbytery ofEdinburgh against Mr. James Tod Preacher of the Gospel...,
Edimburgo, 1753. William Dodd, Popery inconsistent with the Natural
Rights of M E N in general, and of E N G LISH M E N in particular: A Ser­
món preached at Charhtte-Street Chapel, W. Faden, Londres, 1768. Sobre
Wilkes, véase, por ejemplo, «To the Electors of Aylesbury (1764)», en
English Liberty: Being a Collection of Interesting Tracts, From the Year 1762
to 1769 containing the Prívate Correspondence, Public Letters, Speeches, and
Addresses, ofjohn Wilkes, Esq., T. Baldwin, Londres, s.f, pág. 125. So­
bre Junius, véase, por ejemplo, cartas XII (30 de mayo de 1769) y XIII
(12 de junio de 1769) en The Letters of Junius [Las cartas de Junios],
2 vols., Thomas Ewing, Dublín, 1772, págs. 69 y 81.
13. [Manasseh Dawes], A Letter to Lord Chatham, concerning thepre-
sent War of Great Britain against America; Reviewing Candidly and lm-
partially Its unhappy Cause and Consequence; and wherein The Doctrine of Sir
William Blackstone as explained in his celebrated Commentaries on the Latos
of England, is opposed to Ministerial Tyranny, and held up in favor of Ame­
rica. With some Thoughts on Government by a Gentleman of the Inner Tem­
ple, G. Kearsley, Londres, s.f., manuscrito, 1776, citas en págs. 17 y 25.
Richard Price, Observations on The Nature of Civil Liberty, the Principies
of Government, and the Justice and Policy of the War with America to which
is added, A n Appendix and PostScript, containing, A State of the National
Debt, An Estímate o f the Money drawnfrom the Public by the laxes, and An
Account of the National Income and Expenditure since the last War, 9.a edi­
ción, Edward & Charles Dilly y Thomas Cadell, Londres, 1776, cita
en pág. 7. Price afirmó que se habían hecho once ediciones de su pan­
fleto en una carta a John Winthrop: D.O. Thomas, The Honest Mind:
The Thought and Work of Richard Price, Clarendon Press, Oxford, 1977,
págs. 149-150. El éxito del panfleto fue instantáneo. Price escribió a
William Adams el 14 de febrero de 1776 diciendo que el panfleto ha­
bía aparecido tres días antes y que su edición de mil ejemplares ya casi
se había agotado: W. Bernard Peach y D.O. Thomas (eds.), The Co-
rrespondence of Richard Price, 3 vols., Duke University Press, Durham,
NC, y University of Wales Press, Cardiff, 1983-1994, vol. I: July 1748-
March 1778 (1983), pág. 243. Para la bibliografía completa, véase D.O.
Thomas, John Stephens y P.A.L. Jones, A Bibliography of the Works of
Richard Price, Scolar Press, Aldershot, Hants, 1993, especialmente las
págs. 54-80. J.D. van der Capellen, carta del 14 de diciembre de 1777,
en Peach y Thomas (eds.), The Correspondence of Richard Price, vol. I,
pág. 262.
14. Civil Liberty Asserted, and the Rights of the Subject Defended, against
The Anarchical Principies of the Reverend Dr. Price. In which his Sophistical
Reasonings, Dangerous Tenets, and Principies of False Patriotism, contained in
his Observations on Civil Liberty, úr. are Exposed and Refuted. In a Letter to
a Gentleman in the Country. By a Friend to the Rights of the Constitution,
J. Wilkie, Londres, 1776, citas en págs. 38-39. Los adversarios de Price
no negaban forzosamente la existencia de derechos universales. A ve­
ces se oponían simplemente a sus puntos de vista sobre el Parlamen­
to o la relación entre Gran Bretaña y las colonias. Por ejemplo, en The
Honor of Parliament and the Justice of the Nation Vindicated. In a Reply to
Dr. Price’s Observations on the Nature o f Civil Liberty, W. Davis, Londres,
1776, la expresión «los derechos naturales del género humano» sólo
se utiliza en sentido favorable. De modo parecido, Experience prefera-
ble to Iheoty. A n Answer to Dr. Price’s Observations on the Nature of Civil
Liberty, and the Justice and Policy of the War with America, T. Payne, Lon­
dres, 1776, no tiene ningún reparo en aludir a «los derechos de la natu­
raleza humana» (pág. 3) o «los derechos de la humanidad» (pág. 5).
15. La prolongada refutación de Grocio por parte de Filmer se en­
cuentra en «Observations concerning the Original of Government»,
en su The Free-holders Grand Inquest, Touching Our Sovereign Lord the King
and his Parliament, Londres, 1679. Filmer resume así su postura: «He
presentado aquí brevemente las desesperadas Inconveniencias que
acompañan a la Doctrina de la libertad y la comunidad naturales de to­
das las cosas; estas y muchas más Absurdidades se eliminan fácilmen­
te si, por el contrario, sostenemos que el Dominio naturaly privado de
Adán es la fuente de todo Gobierno y Propiedad» (pág. 58). Patriar-
cha: Or the Natural Power ofKings, R. Chiswel et. al., Londres, 1685, es­
pecialmente las págs. 1-24.
16. Charles Warren Everett (ed.), A Comment on the Commentaries:
A Criticism of William Blackstone’s Commentaries on the Laws of England
by Jeremy Bentham, Clarendon Press, Oxford, 1928, citas en págs. 37-38.
«Nonsense upon Stilts, or Pandora’s Box Opened, or The French De­
claration of Rights prefixed to the Constitution of 1791 Laid Open
and Exposed», reimpreso en Philip Schofield, Catherine Pease-Watkin
y Cyprian Blamires (eds.), The Collected Works of Jeremy Bentham. Rights,
Representation, and Reform: Nonsense upon Stilts and Other Writings on the
French Revolution, Clarendon Press, Oxford, 2002, págs. 319-375, cita
en pág. 330. El panfleto, escrito en 1795, no se publicó hasta 1816 (en
francés) y 1824 (en inglés).
17. Du Pont también insistió en los deberes recíprocos de los indi­
viduos: Pierre du Pont de Nemours, De VOrigine et des progrés d’une Scien­
ce nouvelle, 1768, en Eugéne Daire (ed.), Physiocrales. Quesnay, Dupont de
Nemours, Mercier de la Riviére, l’A bbé Baudeau, Le Trosne, Librairie de Gui-
llaumin, París, 1846, págs. 335-366, cita en pág. 342.
18. Sobre la «prácticamente olvidada» Declaración de Independen­
cia, véase P. Maier, op. cit., págs. 160-170.
19. La carta en la que Rousseau critica el uso excesivo del término
«humanidad» se encuentra en R.A. Leigh (ed.), Correspondance complete
deJean Jacques Rousseau, vol. 27,Janvier 1769-Avril 1770, Voltaire Foun­
dation, Oxford, 1980, pág. 15 (carta de Rousseau a Laurent Aymon de
Franquiéres, 15 de enero de 1769) [trad. esp.: Cartas moralesy otra corres­
pondenciafilosófica, Plaza y Valdés, Madrid, 2006, págs. 311-328], Estoy
agradecida a Melissa Verlet por su investigación al respecto. Sobre el
conocimiento que Rousseau tenía de Franklin y su defensa de los nor­
teamericanos, véase la crónica de Thomas Bentley fechada el 6 de agos­
to de 1776, en Leigh, ibíd., vol. 40, Janvier 177'5-Juilkt 1778, págs. 258-
263 («[...] los norteamericanos, de quienes él dijo que no tenían menos
derecho a defender sus libertades porque fueran oscuros o descono­
cidos», pág. 259). Aparte de esta crónica de alguien que visitó a Rous­
seau, no se menciona ninguna vez a los norteamericanos en las cartas
que éste escribió desde 1775 hasta su muerte.
20. Elise Marienstras y Naomi Wulf, «French Translations and Re-
ception o f the Declaration of Independence», Journal of American His­
tory, 85 (1999), págs. 1299-1324. Joyce Appleby, «America as a Model
for the Radical French Reformers of 1789», William and Mary Quar­
terly, 3.a serie, vol. 28, n.° 2 (abril de 1971), págs. 267-286.
21. Para los usos de estas expresiones, véase Archives parlementaires,
1, pág. 711; 2, págs. 57, 139, 348, 383; 3, págs. 256, 348, 662, 666, 740;
4, pág. 668; 5, págs. 391, 545. Los seis primeros volúmenes de los Ar­
chives parlementaires contienen tan sólo una selección de las miles de
listas de agravios existentes; los editores incluyeron muchas de las lis­
tas «generales» (las de los nobles, los clérigos y el Tercer Estado de una
región entera) y pocas de las correspondientes a las etapas preliminares.
Agradezco a Susan Mokhberi la investigación de estos términos. La ma­
yor parte de los análisis de contenidos de las listas de agravios se lleva­
ron a cabo cuando aún no existía el escaneado y la búsqueda electró­
nica; por tanto, reflejan los intereses específicos de sus autores y los
medios de análisis más bien rudimentarios con que contaban: Gilbert
Shapiro y John Markoff, op. cit.
22. Archives parlementaires, 2, pág. 348; 5, pág. 238. Beatrice Fry
Hyslop, French Nationalism in 1789 According to the General Cahiers, Co-
lumbia University Press, Nueva York, 1934, págs. 90-97. Stéphane Riáis,
La Declaration des droits de l’homme et du citoyen, Hachette, París, 1989.
Más bien decepcionante es Claude Courvoisier, «Les droits de l’hom-
me dans les cahiers de doléances», en Gérard Chinéa (ed.), Les Droits
del’homme et la conquéte des libertés: Des Lumiéres aux révolutions de 1848,
Presses Universitaires de Grenoble, Grenoble, 1988, págs. 44-49.
23. Archivesparlementaires, 8, págs. 135, 217.
24. Boyd, op. cit., vol. 15: March 27, 1789, to November 30, 1789
(1958), págs. 266-269. Para los títulos de los diversos proyectos, véa­
se De Baecque, op. cit., donde también se ofrece información esencial
sobre los antecedentes de los debates.
25. Rabaut se cita en De Baecque, op. cit., pág. 138. Sobre la di­
ficultad de explicar los cambios de opinión en relación con la nece­
sidad de una declaración, véase Timothy Tackett, Becoming a Revolu-
tionary: The Deputies of the French National Assembly and the Emergence of
Revolutionary Culture (1789-1790), Princeton University Press, Prince­
ton, 1996, pág. 183.
26. Sesión de la Asamblea Nacional del 1 de agosto de 1789, A r­
chives parlementaires, 8, pág. 320.
27. La necesidad de cuatro declaraciones se menciona en la «reca­
pitulación» que dio el Comité preparatorio de la Constitución el 9 de
julio de 1789: ibíd., 8, pág. 217.
28. Según se cita en D.O. Thomas, 1991, págs. 119 y 195.
29. Los pasajes de Derechos del hombre se encuentran en «Hypertext
on American History from the colonial period until Modern Times»,
Department of Humanities Computing, Universidad de Groningen,
Países Bajos, h ttp ://odur.let.rug.nl/~ u sa/D /1776-1800/paine/RO M /
rofm04.htm (consultado el 13 de julio de 2005) [trad. esp. de Fernan­
do Santos Fon tenia: Derechos del hombre: respuesta al ataque realizado por el
Sr. Burke contra la Revolución Francesa, Alianza Editorial, 1984, págs 61-62].
El pasaje de Burke se encuentra en www.bartleby.com/24/3/6.html
(7 de abril de 2006) [trad. esp. de Enrique Tierno Galván: Reflexiones so­
bre la Revolución Francesa, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid,
1978, pág. 192].
30. Sobre títulos ingleses, véase arriba, nota 12. El número de tí­
tulos ingleses que incluían la palabra rights publicados en la década
de 1770 fue de 109, cifra muy superior a la de la década de 1760, pero
sólo una cuarta parte de la correspondiente a la de 1790. Los títulos
holandeses se encuentran en el Short Title Catalog de los Países Bajos.
Sobre las traducciones alemanas de Paine, véase Hans Arnold, «Die
Aufnahme von Thomas Paines Schriften in Deutschland», PM LA,
72 (1959), págs. 365-386. Sobre las ideas de Jefferson, véase Matthew
Schoenbachler, «Republicanism in the Age of Democratic Revolution:
The Democratic-Republican Societies of the I790s», Journal of the Early
Republic, 18 (1998), págs. 237-261. Sobre el impacto de Wollstonecraft
en Estados Unidos, véase Rosemarie Zagarri, «The Rights of Man and
Woman in Post-Revolutionary America», William and Mary Quarterly,
3.a serie, vol. 55, n.° 2 (abril de 1998), págs. 203-230.
31. Para el debate del 10 de septiembre de 1789, véase Archives
parlementaires, 8, pág. 608. Sobre el debate final y la aprobación, véa­
se ibíd., 9, págs. 386-387, 392-396. La mejor crónica de las actividades
políticas en tomo a la nueva legislación criminal y penal se encuentra
en Roberto Martucci, La Costituente ed ilproblema penóle in Francia, 1789-
1791, Giuffre, Milán 1984. Martucci muestra que el Comité de Siete
se convirtió en el Comité preparatorio del Derecho Penal.
32. Archives parlementaires, 9, págs. 394-396 (el decreto final), y 9,
págs. 213-217 (informe del comité presentado por Bon Albert Briois
de Beaumetz). El artículo 24 del decreto final era una versión ligera­
mente modificada del artículo 23 original presentado por el comité
el 29 de septiembre. Véase también Edmond Seligman, La Justice en
Francependant la Révolution, 2 vols., Librairie Plon, París, 1913, vol. 1,
págs. 197-204. La terminología que emplea el comité refuerza la opi­
nión de Barry M. Shapiro de que el «humanitarismo» de la Ilustración
animaba verdaderamente las consideraciones de los diputados: Shapi­
ro, Revolutionary Justice in París, 1789-1790, Cambridge University Press,
Cambridge, 1993.
33. Archives parlementaires, 26, págs. 319-332.
34. Ibíd., 26, pág. 323. La prensa se centró casi exclusivamente en
la cuestión de la pena de muerte, aunque algunos señalaron con apro­
bación que se eliminara la práctica de marcar a fuego. El detractor
más vehemente de la pena de muerte fue Louis Prudhomme en Ré-
volutions de Paris, 98 (21-28 de mayo de 1791), págs. 321-327, y 99 (28 de
mayo-4 de junio de 1791), págs. 365-470. Prudhomme citó a Beccaria
en apoyo de su postura.
35. El texto del código penal se encuentra en Archives parlementai­
res, 31, págs. 326-339 (sesión del 25 de septiembre de 1791).
36. Ibíd., 26, pág. 325.
37. Robespierre aparece favorablemente citado en la reseña que pu­
blicó Lacretelle del ensayo «Sur le discours qui avait obtenu un second
prix á l’Académie de Metz, par Maximilien Robespierre», en Pierre-
Louis Lacretelle, Oeuvres, 6 vols., Bossange, París, 1823-1824, vol. III,
págs. 315-334, cita en pág. 321. Para el ensayo del propio Lacretelle,
véase el vol. III, págs. 205-314. Véase también Joseph I. Shulim, «The
Youthful Robespierre and His Ambivalence Toward the Ancien Régi-
me», Eighteenth-Century Studies, 5 (primavera de 1972), págs. 398-420.
Sobre la importancia del honor en el sistema de justicia penal, llamó
mi atención Gene Ogle, «Policing Saint Domingue: Race, Violence
and Honor in an Oíd Regime Colony», tesis doctoral, University of
Pennsylvania, 2003.
38. La definición del honor en el diccionario de la Académie Fran-
faise se encuentra en ARTFL, http://artflx.uchicago.edu/cgi-bin/dicos/
pubdicollook.pl?strippedhw=honneur.
39. Sébastien-Roch-Nicolas Chamfort, Máximes etpensées, anecdotes
et caracteres, ed. por Louis Ducros (1794), Larousse, París, 1928, pág. 27.
Eve Katz, «Chamfort», Yale French Studies, n.° 40 (1968), págs. 32-46.

4. «No tendráfin». Las consecuencias de declarar


1. Archivesparlementaires, 10, págs. 693-694, 754-757. Sobre los ac­
tores, véase Paul Friedland, Political Actors: Representative Bodies and
Theatricality in the Age of the French Revolution, Cornell Univesity Press,
Ithaca, NY, 2002, especialmente las págs. 215-227.
2. Citado en Joan R. Gundersen, «Independence, Citizenship and
the American Revolution», Signs: Journal ofWomen in Culture and So­
ciety, 13 (1987), págs. 63-64.
3. Los días 20 y 21 de julio de 1789, Sieyés leyó su «Reconnaissan-
ce et exposition raisonnée des droits de l’homme et du citoyen» ante
el Comité preparatorio de la Constitución. Se publicó con el título de
Préliminaire de la constitution frangaise, Baudoin, París, 1789.
4. Sobre los requisitos para votar en Delaware y las otras trece co­
lonias, véase Patrick T. Conley y John P. Kaminski (eds.), The Bill of
Rights and the States: The Colonial and Revolutionary Origins of Ameri­
can Liberties, Madison House, Madison, WI, 1992, especialmente la
pág. 291. Adams es citado en Jacob Katz Cogan, «The Look W ithin:
Property, Capacity, and Suffrage in Nineteenth-Century America», Yak
Law Journal 107 (1997), pág. 477.
5. De Baecque, op. cit., pág. 165 (22 de agosto), págs. 174-179
(23 de agosto). Tackett, op. cit., pág. 184.
6. Archives parlementaires, 10 (París, 1878), págs. 693-695.
7. Ibíd., págs. 780 y 782. La frase clave del decreto dice: «No pue­
de aducirse ningún motivo para excluir a un ciudadano de la eligibili-
dad, salvo los resultantes de decretos constitucionales». Sobre la reac-
ción a la decisión relativa a los protestantes, véase Journal d’Adrien Du-
quesnoy, Député du tiers état de Bar-le-Duc sur l’Assemblée Constituante, 2
vols., París, 1894, vol. II, pág. 208. Véase también Raymond Birn, «Re-
ligious Toleration and Freedom of Expression», en Dale Van Kley (ed.),
The French Idea ofFreedom: The Oíd Regime and the Declaration of the Rights
of 1789, Stanford University Press, Stanford, 1994, págs. 265-299.
8. Tackett, op. cit., págs. 262-263. Archives parlementaires, 10 (Pa­
rís, 1878), pág. 757.
9. Ronald Schechter, Obstínate Hebrews: Representations of Jews in
France, 1715-1815, University of California Press, Berkeley, 2003,
págs. 18-34.
10. David Feuerwerker, «Anatomie de 307 cahiers de doléances
de 1789», Amales: E.S.C., 20 (1965), págs. 45-61.
11. Archives parlementaires, 11 (París, 1880), pág. 364.
12. Ibíd., págs. 364-365; 31 (París, 1888), pág. 372.
13. Las palabras de Clermont-Tonnerre proceden de su discurso del
23 de diciembre de 1789: ibíd., 10 (París, 1878), págs. 754-757. Algu­
nos críticos ven el discurso de Clermont-Tonnerre como un ejemplo
de la negativa a tolerar diferencias étnicas en el seno de la comunidad
nacional. Pero una interpretación más anodina parece justificada. Los
diputados creían que todos los ciudadanos debían vivir bajo las mis­
mas leyes e instituciones; por tanto, un grupo de ciudadanos no podía
ser juzgado en tribunales aparte. Mi opinión es claramente más po­
sitiva que la de Schechter, que rechaza la «legendaria emancipación de
los judíos». Sostiene que el decreto del 27 de septiembre de 1791 «fue
meramente una revocación de restricciones» y cambió «el estatus de sólo
un puñado de judíos, a saber, los que reunían las rigurosas condicio­
nes» para ejercer la ciudadanía activa. Al parecer, que el decreto otor­
gase a los judíos derechos iguales a los de todos los demás ciudadanos
franceses no tiene demasiada importancia para él, aun cuando los ju­
díos no obtuvieron esta igualdad en el estado de Maryland hasta 1826,
o en Gran Bretaña hasta 1858: Schechter, óp.cit., pág. 151.
14. Para un examen de las peticiones de los judíos, véase Schechter,
ibíd., págs. 165-178, cita en pág. 166; Pétition des juifs établis en Fran­
ce, adressée a lAssemblée Nationale, le 28 janvier 1790, sur Vajournement du
24 décembre 1789, Praul, París, 1790, citas en págs. 5-6, 96-97.
15. Stanley F. Chyet, «The Political Rights of Jews in the United
States: 1776-1840», AmericanJewish Archives, 10 (1958), págs. 14-75. Agra­
dezco a Beth Wenger su ayuda en esta cuestión.
16. Se encuentra una útil perspectiva general del caso estadouni­
dense en Cogan, op. cit. Véase también David Skillen Bogen, «The
Maryland Context of Dred Scott: The Decline in the Legal Status
of Maryland Free Blacks, 1776-1810», American Journal ofLegal History,
34 (1990), págs. 381-411.
17. Mémoire enfaveur des gens de couleur ou sang-meles de St.-Domingue,
et des autres liesfrangoises de VAmérique, adressék VAssemblée Nationale, par
M. Grégoire, curé d’Emberménil, Député de Lorraine, París, 1789.
18. Archives parlementaires, 12 (París, 1881), pág. 71. David Geggus,
«Racial Equality, Slavery, and Colonial Secession during the Consti-
tuent Assembly», American Historical Review, vol. 94, n.° 5 (diciembre
de 1989), págs. 1290-1308.
19. Motion faite par M. Vincent Ogé, jeune k l’assamblée des colons, ha-
bitants de St.-Domingue, h l’hótelMassiac, Place des Victoires, probablemen­
te París, 1789.
20. Laurent Dubois, Avengers of the New World: The Story of the Hai~
tian Revolution, Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge,
MA, 2004, pág. 102.
21. Archives parlementaires, 40 (París, 1893), págs. 586 y 590 (Ar~
mand-Guy Kersaint, «Moyens proposés á l’Assemblée Nationale pour
rétablir la paix et l’ordre dans les colonies»),
22. Dubois, op. cit., especialmente la pág. 163. Décret déla Conven-
tion Nationale, du 16 jour de pluvióse, an second de la Républiquefrangaise,
une et indivisible, Imprimerie Nationale Exécutive du Louvre, año II,
París, 1794.
23. Philip D. Curtin, «The Declaration of the Rights of M an in
Saint-Domingue, 1788-1789», Hispanic American Historical Review, 30
(1950), págs. 157-175, cita en pág. 162. Sobre Toussaint, véase Dubois,
op. cit., pág. 176. Dubois ofrece la crónica más completa sobre el in­
terés de los esclavos por los derechos del hombre.
24. Sobre el fracaso de los esfuerzos de Napoleón, véase Dubois,
ibíd. El poema de Wordsworth «To Toussaint L’Ouverture» (1803) se
encuentra en E. de Selincourt (ed.), The Poétical Works of William
Wordsworth, 5 vols., Clarendon Press, Oxford, 1940-1949, vol. 3,
págs. 112-113. Laurent Dubois, A Colony of Citizens: Revolution and
Slave Emancipation in the French Caribbean, 1787-1804, University of
North Carolina Press, Chapel Hill, 2004, cita en pág. 421.
25. La explicación de la exclusión de las mujeres ha sido muy de­
batida últimamente. Véase, por ejemplo, la muy sugestiva intervención
de Anne Verjus, Le Cens de la famille: Les femmes et le vote, 1789-1848,
Belin, París, 2002.
26. Réflexions sur l’esclavage des négres, Société typographique, Neuf-
chátel, 1781, págs. 97-99.
27. Para las referencias a las mujeres y los judíos, véase Archives
parlementaires, 33 (París, 1889), págs. 363, 431-432. Sobre las opi­
niones relativas a las viudas, véase Tackett, Becoming a Revolutionary,
pág. 105.
28. «Sur l’A dmission des femmes au droit de cité», Journal de la So­
ciété de 1789, 5 (3 de julio de 1790), págs. 1-12 [trad. esp.: «Sobre la ad­
misión de las mujeres al derecho de ciudadanía (3 de julio de 1790)»,
en: Condorcet, De Gouges, De Lambert et al., La Ilustración olvidada: la
polémica de los sexos en el siglo xvin, ed. por Alicia H. Puleo, Dirección
General de la Mujer, Comunidad de Madrid; Anthropos, Barcelo­
na, 1993, págs. 100-106].
29. Los artículos de Condorcet y Olympe de Gouges se encuentran
en Hunt, 1996, págs. 119-121, 124-128 [trad. esp.: Condorcet, ibíd.;
Olympe de Gouges, «Declaración de los derechos de la mujer y de la
ciudadana», en Escritos políticos, Institució Alfons el Magnánim, Dipu­
tado de Valencia, 2005, págs. 70-82, citas en págs. 71, 72], Sobre la
reacción a Wollstonecraft, y para una explicación más detallada de su
pensamiento, véase Barbara Taylor, Mary Wollstonecraft and the Feminist
Imagination, Cambridge University Press, Cambridge, 2003.
30. La aportación de Pierre Guyomar se encuentra en Archives par­
lementaires, 63 (París, 1903), págs. 591-599. El portavoz del comité
constitucional sacó a colación el asunto de los derechos de las muje­
res el 29 de abril de 1793 y citó a dos partidarios de la idea, uno de
ellos Guyomar, pero acabó rechazándola (págs. 561-564).
31. Hunt, 1992, especialmente la pág. 119.
32. Rosemarie Zagarri, «The Rights of Man and Woman in Post-
Revolutionary America», William and Mary Quarterly, 3.a serie, vol. 55,
n.° 2 (abril de 1998), págs. 203-230.
33. Zagarri, ibíd.; Carla Hesse, The Other Enlightenment: How French
Women Became Modern, Princeton University Press, Princeton, 2001;
Suzanne Desan, The Family on Trial in Revolutionary France, University
of California Press, Berkeley, 2004. Véase también Sarah Knott y Bar­
bara Taylor (eds.), Women, Gender and Enlightenment, Palgrave/Macmi-
llan, Nueva York, 2005.
34. «Rapport sur un ouvrage du cit. Théremin, intitulé: De la con-
dition des femmes dans une république. Par Constance D.T. Pipelet»,
Le Mois, vol. 5, n.° 14, año VIII (al parecer, Prairial), págs. 228-243.

5. «El apagado poder del humanitarismo». Por quéfracasaron


los derechos humanos pero a la larga acabaron triunfando
1. Mazzini es citado en Micheline R. Ishay, The History of Human
Rights: From Ancient Times to the Globalization Era, University of Cali­
fornia Press, Berkeley y Londres, 2004, pág. 137.
2. J.B. Morrell, «Professors Robison and Playfair, and the “Theo-
phobia Gallica”: Natural Philosophy, Religión and Politics in Edin-
burgh, 1789-1815», Notes and Records o f the Roy al Society of London,
vol. 26, n.° 1 (junio de 1971), págs. 43-63, cita en págs. 47-48.
3. Louis de Bonald, Législation primitive, Le Clere, París, año XI-
1802, cita en pág. 184. Véase también Jeremy Jennings, «The Decía-
ration des droits de l’homme et du citoyen and Its Critics in France.
Reaction and Ideologie», HistoricalJournal, vol. 35, n.° 4 (diciembre
de 1992), págs. 839-859.
4. Sobre el bandido Schinderhannes y sus ataques a los franceses y
los judíos en Renania a finales de la década de 1790, véase T.C.W. Blan-
ning, The French Revolution in Germany: Occupation and Resístame in the
Rhineland, 1792-1802, Clarendon Press, Oxford, 1983, págs. 292-299.
5. J. Christopher Herold (ed.), The Mind o f Napoleon, Columbia
University Press, Nueva York, 1955, pág. 73.
6. Laurent Dubois y John D. Garrigus (eds.), Slave Revolution in
the Caribbean, 1789-1804: A Brief History with Documents, Bedford/
St. Martin’s Press, Boston, 2006, cita en pág. 176.
7. Germaine de Staél, Considérations sur la Révolution Frangaise (1817),
Charpentier, París, 1862, pág. 152.
8. Simón Collier, «Nationality, Nationalism, and Supranationalism
in the Writings of Simón Bolívar», Hispanic American Flistorical Review,
vol. 63, n.° 1 (febrero de 1983), págs. 37-64, cita en pág. 41 [la cita ori­
ginal en español puede encontrarse en: Juan Bosch: Bolívar y la guerra
social, Editora Alfa y Omega, Santo Domingo, 1977, pág. 181].
9. Hans Kohn, «Fatherjahn’s Nationalism», Review of Politics, vol. 11,
n.° 4 (octubre de 1949), págs. 419-432, cita en pág. 428.
10. Thomas W. Laqueur, MakingSex: Body and Genderfrom the Greeks
to Freud, Harvard University Press, Cambridge, MA, 1990 [trad. esp.:
La construcción del sexo. Cuerpo y género desde los griegos hasta Freud, Cá­
tedra, Madrid, 1994].
11. Las opiniones revolucionarias francesas se analizan en Hunt,
1992, especialmente las págs. 119 y 157.
12. El texto de Mili se encuentra en la página web www.constitu-
tion.org/jsm/women.htm [trad. esp. de Emilia Pardo Bazán: La es­
clavitud femenina, Artemisa, Madrid, 2008, págs. 59-60, 117]. Sobre
Brandéis, véase Susan Moller Otón, Women in Western Political Thought,
Princeton University Press, Princeton, 1979, especialmente la pág. 256.
13. Sobre Cuvier y la cuestión más en general, véase George W.
Stocking, Jr., «French Anthropology in 1800», Isis, vol. 55, n.° 2 (junio
de 1964), págs. 134-150.
14. Arthur de Gobineau, Essai sur Vinégalité des races humaines, 2.a
ed., Firmin-Didot, París, 1884, 2 vols., cita en vol. I, pág. 216 [trad. esp.:
Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, Apolo, Barcelona, 1937].
Michael D. Biddiss, Father of Racist Ideology: The Social and Political
Thought o f Count Gobineau, Weidenfeld & Nicolson, Londres, 1970,
cita en pág. 113; véanse también las págs. 122-123 para las civilizacio­
nes basadas en la estirpe aria.
15. Michael D. Biddiss, «Prophecy and Pragmatism: Gobineau’s
Confrontation with Tocqueville», The Historical Journal, vol. 13, n.° 4
(diciembre de 1970), págs. 611-633, cita en pág. 626.
16. Herbert H. Odom, «Generalizations on Race in Nineteenth-
Century Physical Anthropology», Isis, vol. 58, n.° 1 (primavera de 1967),
págs. 4-18, cita en pág. 8. Sobre la traducción norteamericana de
Gobineau, véase Michelle M. Wright, «Nigger Peasants from France:
Missing Translations of American Anxieties on Race and the Nation»,
Callaloo, vol. 22, n.° 4 (otoño de 1999), págs. 831-852.
17. Biddiss, «Prophecy and Pragmatism», pág. 625.
18. Jennifer Pitts, A Turn to Empire: The Rise of Imperial Libera-
lism in Britain and France, Princeton University Press, Princeton, 2005,
pág. 139. Patrick Brantlinger, «Victorians and Africans: The Genealogy
of the Myth of the Dark Continent», Critical Inquiry, vol. 12, n.° 1
(otoño de 1985), págs. 166-203, cita de Burton, pág. 179. Véanse tam­
bién Nancy Stepan, The Idea ofRace in Science: Great Britain, 1800-1960,
Archon Books, Hamden, CT, 1982, y William H. Schneider, A n Em­
pirefor the Masses: The French Popular Image of Africa, 1870-1900, Green-
wood Press, Westport, CT, 1982.
19. Paul A. Fortier, «Gobineau and Germán Racism», Comparative
Literature, vol. 1, n.° 4 (otoño de 1967), págs. 341-350. Para la cita de
Chamberlain, véase la página web www.hschamberlain.net/grundla-
gen/divisi on2_chap ter5.h tml.
20. Robert C. Bowles, «The Reaction of Charles Fourier to the
French Revolution», French Historical Studies, vol. 1, n.° 3 (primavera
de 1960), págs. 348-356, cita en pág. 352.
21. Aaron Noland, «Individualism injeanjaurés’ Socialist Thought»,
Journal of the History of Ideas, vol. 22, n.° 1 (enero-marzo de 1961),
págs. 63-80, cita en pág. 75. Para la frecuente invocación de derechos
por parte de Jaurés y su celebración de la Declaración, véase Jean
Jaurés, Etudes socialistes, Ollendorff, París, 1902, que se encuentra en
Frantext, en la página web www.lib.uchicago.edu/efts/ARTFL/data-
bases/TLF/. El principal oponente de Jaurés, Jules Guesde, se cita en
Ignacio Walker, «Democratic Socialism in Comparative Perspective»,
Comparative Politics, vol. 23, n.° 4 (julio de 1991), págs. 439-458, cita
en pág. 441.
22. Robert C. Tucker, The Marx-Engels Reader, 2.a ed., W.W. Nor­
ton, Nueva York, 1978, págs. 43-46 [trad. esp. de Rubén Jaramillo: «So­
bre la cuestión judía», en Karl Marx, Escritos de Juventud sobre el Dere­
cho. Textos 1837-1847, Anthropos, Barcelona, 2008, págs. 167-204; citas
en págs. 192, 196].
23. Véase Vladímir Ilich Uliánov, Lenin, The State and Revolution
(1918), en la página web www.marxists.org/archive/lenin/works/1917/
staterev/ch05.htm#s4 [trad. esp.: El Estado y la revolución, Ariel, Bar­
celona, 1981, págs. 134-138; véase especialmente la pág. 135],
24. Jan Hermán Burgers, «The Road to San Francisco: The Revi-
val of the Human Rights Idea in the Twentieth Century», Human Rights
Quarterly, vol. 14, n.° 4 (noviembre de 1992), págs. 447-477.
25. La disposición de la Carta se cita en Ishay, op. cit., pág. 216. La
fuente esencial sobre la historia de la Declaración Universal es Mary
Ann Glendon, A World Made New: Eleanor Roosevelt and the Universal
Declaration of Human Rights, Random House, Nueva York, 2001.
26. Douglas H. Maynard, «The World’s Anti-Slavery Convention
of 1840», Mississippi Valley Historical Review, vol. 47, n.° 3 (diciembre
de 1960), págs. 452-471.
TI. Michla Pomerance, «The United States and Self-Determination:
Perspectives on the Wilsonian Conception», American Journal of Inter­
national Law, vol. 70, n.° 1 (enero de 1976), págs. 1-27, cita en pág. 2.
Marika Sherwood, «“There Is No New Deal for the Biackman in San
Francisco”: African Attempts to Influence the Founding Conference
of the United Nations, April-July, 1945», InternationalJournal of Afri­
can Historical Studies, vol. 29, n.° 1 (1996), págs. 71-94. A.W. Brian
Simpson, Human Rights and the End of Empire: Britain and the Genesis of
the European Convention, Oxford University Press, Londres, 2001, espe­
cialmente las págs. 175-183.
28. Manfred Spieker, «How the Eurocommunists Interpret Demo-
cracy», Review of Politics, vol. 42 (octubre de 1980), págs. 427-464. John
Quigley, «Human Rights Study in Soviet Academia», Human Rights
Quarterly, vol. 11, n.° 3 (agosto de 1989), págs. 452-458.
29. Kenneth Cmiel, «The Recent History of Human Rights», Ame­
rican Historical Review (febrero de 2004), www.historycooperative.org/
journals/ahr/109.1/cmiel.html (3 de abril de 2006).
30. Peters, op. cit., pág. 125 [trad. esp., pág. 174].
31. Christopher R. Browning, Ordinary Men: Reserve Pólice Batta-
lion 101 and the Final Solution in Poland, HarperCollins, Nueva York,
1992 [trad. esp: Aquellos hombres grises: el Batallón 101 y la soluciónfinal
en Polonia, Edhasa, Barcelona, 2002].
32. El caso hipotético se aborda en la 3.a parte, cap. 3, de The
Theory of Moral Sentiments y puede consultarse en la página web
www.adamsmith.org/smith/tms/tms-p3-c3a.htm [trad. esp. de Carlos
Rodríguez Braun: La teoría de los sentimientos morales, Alianza Editorial,
Madrid, 1997, págs. 259-260],
33. Jerome J. Shestack, «The Philosophic Foundations of Human
Rights», Human Rights Quarterly, vol. 20, n.° 2 (mayo de 1998), págs. 201-
234, cita en pág. 206.
34. Karen Halttunen, «Humanitarianism and the Pornography of
Pain in Anglo-American Culture», American Historical Review, vol. 100,
n.° 2 (abril de 1995), págs. 303-334. Sobre Sade, véase Hunt, 1992, es­
pecialmente las págs. 124-150.
35. CarolynJ. Dean, The Fragility ofEmpathy After the Hobcaust, Cor-
nell University Press, Ithaca, NY, 2004.
índice onomástico

Abelardo, 35 Brissot, Jacques-Pierre, 58,107, 165


Adams, John, 16, 150, 151 Brunet de Latuque, Pierre, 149,
Anderson, Benedict, 31 158
Burke, Edmund, 15, 137, 177, 182,
183, 187
Barbeyrac, Jean, 120 Burlamaqui, Jean-Jacques, 26, 120,
Barnabite de Milán, 105 122, 123
Barnave, Antoine, 165 Burney, Fanny, 58
Beccaria, Cesare, 30, 80, 82, 94, Burton, Richard, 198
95, 98, 99, 102, 103, 104, 105,
140, 141
Benso, Camillo (conde de Ca- Cabanis, Pierre, 193
vour), 189, 189 Calas, Jean, 71, 72, 74, 76, 79, 80,
Bentham, Jeremy, 127, 181 82, 92, 100, 102, 103, 104,
Blackstone, William, 24, 26, 82, 105, 108, 109
121, 125, 127 Calas, Marc-Antoine, 74
Bolívar, Simón, 188 Campbell, John, 197
Bonald, Louis de, 183, 184 Caritat, Jean (conde de Condor-
Bonaparte, Napoleón, 147, 182, cet), 23, 108, 109, 130, 165,
184, 185, 186, 187, 188 173, 174, 176
Bonnet, Charles, 112 Castellane (conde de), 155
Bossuet, Jacques Bénigne, 22 Chamberlain, Houston Stewart,
Boswell, James, 90 196, 199
Boucher d’Argis, Antoine-Gas- Chamfort, Sébastien-Roch Nico­
pard, 105 lás, 146, 147
Bradier, 108 Chesterfield (Lord), 62
Bradshaigh, Dorothy, 46 Chrétien, Gilles-Louis, 91
Brandéis, Louis, 194 Churchill, Winston, 212
Clermont-Tonerre, Stanislas de, Gluck, Christoph, 84
149, 150, 156, 161 Gobineau, Arthur de, 195, 196,
Cosway, Richard, 91 187, 199
Cuvier, Georges, 195, 197 Goldsmith, Olivier, 57
Gorbachov, Mijaíl, 213
Grégoire, Baptiste-Henri, 165
D’A lembert, Jean Le Rond, 36 Gregory, John, 62
Dagge, Henry, 98 Grocio, Hugo, 60, 120, 122, 126,
Damásio, Antonio, 111 129
Defoe, Daniel, 62 Guillermo I de Alemania, 196
De Gouges, Olympe, 175, 176
De Staél, Germaine, 186
Diderot, Denis, 25, 26, 54, 55, 56, Haller, Albrecht von, 49, 50, 54
80, 88, 91, 105 Hill, Aaron, 44, 46, 56
Dodd, William, 124 Hitler, Adolf, 191, 196, 199
Dred Scotts, 164 Hobbes, Thomas, 120, 121, 126
Dreyfus, Alfred, 190, 191 Home, Henry (Lord Kames), 56,
Du Pont de Nemours, Pierre-Sa- 57
muel, 128 Homero, 54
Duchátelet (Madame), 38 Humhrey, John, 209
Dupaty, Charles-Marguerite, 107, Hutcheson, Francis, 65, 66
109, 110
Jacquin, Armand-Pierre, 51
Edén, William, 99 Jahn, Friedrich, 187, 188
Edwards, Thomas, 46 Jaucourt, Louis, 88, 105
Eloísa, 35 Jaurés, Jean, 204, 213
Equiano, Olaudah, 67 Jefferson, Thomas, 13, 14, 16, 17,
Eurípides, 54 18, 21, 30, 56, 57, 64, 66, 68,
69, 92, 112, 115, 120, 122,
128, 130, 131, 132, 134
Federico el Grande de Prusia, 76 Johnson, Samuel, 90
Fielding, Henry, 46, 49, 57 Jorge III, 115, 118, 124
Fielding, Sarah, 48, 49, 54
Filmer, Robert, 126
Fourier, Charles, 203 Kant, Immanuel, 60
Franklin, Benjamin, 14, 62, 129 Kersaint, Armand-Guy, 168
Knox, Robert, 197
Knox, Viceminus, 51
Muyart de Vouglans, Pierre-Fran-
?ois, 94, 95, 103, 109, 110,
La Fayette (marqués de), 13,14,17, 111, 112
23, 130, 132, 165
Lacretelle, Pierre-Louis, 145
Lardoise, 108 Ogé, Vincent, 166
Lenglet-Dufresnoy, Nicolás, 21, 50 Otis, James, 122
Lenin, 295
Lepeletier de Saint-Fargeau, Louis-
Michel, 141, 142, 143 Paine, Thomas, 131, 132, 137, 138,
Lévesque de Burigny, 120 177, 183
Lewis, Matthew, 217 Panckoucke, C.J., 47
Linguet, Simon-Nicolas-Henri, Pipelet, Constance (Constance de
105 Salm), 178, 179
Locke, John, 60, 61, 120, 121, 122 Price, Richard, 14, 15, 61, 125,
Loyseau de Mauléon, Alexandre- 126, 136
Jéróme, 100 Priestley, Joseph, 68
Lueger, Karl, 191 Pufendorf, Samuel, 119, 120, 122
Luis XIV, 22
Luis XVI, 108, 109, 130, 139, 140,
147, 159 Quenedey, Edmé, 92

Madison, James, 120 Rabaut Saint-Étienne, Jean-Paul,


Maier, Pauline, 128 24, 25, 133, 155, 157, 220
Marivaux, 30 Raynal, Guillaume-Thomas, 23
Marmontel, Jean-Frangois, 57, Reynolds, Joshua, 88
Marx, Karl, 202, 204, 205 Richardson, Samuel, 38, 39, 40, 41,
Masón, George, 24 42, 43, 46, 47, 48, 49, 51, 53,
Maury, Jean, 158 54, 55, 57, 58, 218
Mazzini, Giuseppe, 181, 188 Robespierre, Maximilien, 145, 146
Mercier, Louis-Sébastien, 23, 88 Robison, John, 183
Mickiewicz, Adam, 188 Roland, Jeanne-Marie, 47
Mirabeau (conde de), 24 Romilly, Samuel, 80
Moisés, 54 Roosevelt, Franklin D., 209
Montesquieu, 30, 145, 146 Rousseau, Jean-Jacques, 15, 22, 23,
Montmorency, Mathieu, 119, 135, 24, 35, 36, 39, 41, 42, 46, 47,
148 48, 53, 54, 55, 57, 58, 60, 61,
Morellet, André, 104 63, 68, 71, 120, 129
Rush, Benjamín, 77, 99, 110, 113 Théremin, Charles, 178, 179
Rutherforth, Thomas, 120 Thiry, Paul-Henri (barón D’Hol-
bach), 23, 24
Tissot, Samuel-August, 52
Sade (marqués de), 218 Tocqueville, Alexis de, 38, 197
Saunders, Richard, 102 Toussaint-Louverture, 170
Schneewind, J.B., 26, 27
Shakespeare, William, 57
Sieyés, Emmanuel-Joseph, 23, 67, Van der Capellen, Joan Derk,
151 125
Skipwith, Robert, 56 Voltaire, 15, 22, 30, 36, 38, 72, 74,
Smith, Adam, 65, 66, 216, 217 76, 80, 82, 94, 100
Sófocles, 54
Spinoza, Baruch, 111
Sterne, Laurence, 57, 58, 91, 92, Wagner, Richard, 196
112, 113 Walpole, Horace, 48, 88
Stuart Mili, John, 194, 198 Wilkes, John, 124
Sullivan, James, 150 Wilson, Woodrow, 212
Wollstonecraft, Mary, 68, 137, 175,
176, 177, 178
Tackett, Timothy, 158 Wordsworth, William, 170
Talleyrand-Périgord, Charles-Mau-
rice, 160, 161
Therbush, Anna, 91 Zola, Émile, 191
Figura 1: Grabado y aguafuerte, 18,3 cm x 13,5 cm. Collection
compüte des oeuvres de J. J. Rousseau, Citoyen de Geneve, 25 vols., Gine­
bra, 1782, III (vol. II de La Nouvelle Héloise): lámina situada entre las
págs. 494 y 495 en el ejemplar de la UCLA. Dept. of Special Collec-
tions, Charles E. Young Research Library, UCLA.
Figura 2: Grabado, 13,5 cm x 8 cm, firmado J. Punt, fecit 1742.
Samuel Richardson, Pamela, ou la vertue recompensée. Traduit de l’Anglois.
Troisiéme édition, revue, et enrichie de Figures en Tailles-douces, 2 vols.,
Aux Dépens de la compagnie, Amsterdam, 1744, vol. I, pág. 4. Singer-
Mendenhall Collection, Rare Book and Manuscript Library, University
of Pennsylvania.
Figura 3: Jean Milles de Souvigny, Praxis criminispersequendi, Simón
de Colines et Arnold et Charles Les Angeliers, París, 1541, pág. 26
(error de imprenta; la cifra correcta es 62). Special Collections, Uni­
versity of Maryland Libraries.
Figura 4: De Souvigny, Praxis criminis persequendi, pág. 61. Special
Collections, University of Maryland Libraries.
Figura 5: De Pf-6-Fol. Recueil de piéces sur les crimes, délits, ju-
gements criminéis, répressions et supplices. Département des Estam­
pes, Bibliothéque Nationale de France.
Figura 6: Los Angeles County Museum of Art, M.90.210.1.
Figura 7: Mediatinta, 33 cm x 21,7 cm. British Museum, Prints
Department, 1902-10-11-3261.
Figura 8: Óvalo en el grabado, 8,7 cm x 7,3 cm. Département des
Estampes, Bibliothéque Nationale de France.
Figura 9: Aguafuerte y grabado, 25,75 cm x 40 cm. British Museum,
Prints Department, Paulson, 178: 1848-11-25-220.
Figura 10: Calas se despide de su familia, Inv. peint et gravé par
D. Chodowiecki, á Berlin, 1768. Département des Estampes, Biblio-
théque Nationale de France.
Figura 11: Dept. of Special Collections, Charles E.Young Research
Library, UCLA.

S-ar putea să vă placă și