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El valiente explorador de chelm

Vivía en Chelm un hombre llamado Selig. Por supuesto, Reb Selig era tan sabio como
todos sus vecinos. Pero era un sabio con inquietudes. No se conformaba con vivir siempre
en la misma pequeña aldea y soñaba con viajar, deseaba conocer otras ciudades, otras
costumbres, nuevos mundos. Sin embargo, los únicos que podían permitirse recorrer el
mundo eran los ricos, y el pobre Selig tenía que conformarse con su suerte.
Un día, un comerciante de Chelm regresaba de visitar Varsovia. Estaba muy
entusiasmado con la gran ciudad y no se cansaba de contar sus aventuras. Todos lo
escuchaban con interés, pero Selig estaba fascinado como ninguno.
Al día siguiente se atrevió a encarar a su esposa Jane.
-Tengo que ir a Varsovia.
-¿A Varsovia? ¿Y para qué?
-¡Debe de ser una ciudad maravillosa!
-¿Y por una ciudad maravillosa vas a dejar a tu mujer y a tu hijo?
-Jane, voy a volver. Solo quiero llegar hasta Varsovia una vez en mi vida.
-¡Pero no tenemos dinero!
-No hace falta dinero. Voy a pie.
-¡Pero te vas a gastar los zapatos!
-Es verdad. ¡Piensas en todo, mi Jane querida! Pero ya sé qué puedo hacer: voy a
caminar descalzo y llevo los zapatos en la mano.
-¡Estás loco!
-Estoy loco por viajar. ¡Estoy loco por ver Varsovia!
Viendo que no había manera de convencerlo, Jane le preparó un poco de pan con queso
para el camino. Selig tomó el bastón que había sido de su padre, se cargó en el hombro la
bolsa con provisiones y con los zapatos en la mano se puso en camino.
Reb Selig se sentía increíblemente feliz. No le importaba lasti-marse los pies con las
piedras del camino. No le importaba nada. Caminaba como si tuviera alas en los talones,
y mientras caminaba cantaba y se reía. ¡Estaba viajando! Tenía el corazón liviano como
un pájaro: con sus propios ojos vería muy pronto las maravillas de Varsovia.
Había salido al amanecer. Al mediodía se paró para almorzar a la sombra de un árbol,
cerca de un arroyo. Comió, tomó agua y por primera vez sintió el cansancio de las muchas
horas que llevaba caminando. Era hora de dormir una breve siesta para sentirse mejor.
Como tenía miedo de equivocar el camino al despertar, decidió dejar los zapatos
apuntando en la dirección en que iba: hacia Varsovia.
Mientras Reb Selig dormía, pasó por allí un campesino con su carreta y vio un par de
zapatos en mitad del camino. Los levantó con la intención de llevárselos, pero cuando los
miró de cerca se dio cuenta de que eran unos zapatos muy viejos, arruinados y llenos de
agujeros. De mal humor, los tiró otra vez en mitad del camino, donde quedaron apuntando
para el otro lado: hacia Chelm.
Media hora después se levantó Reb Selig, con alegría en el alma, y se puso los zapatos.
Sin dudar ni un instante, siguió caminando con el mismo entusiasmo de la mañana y en
unas pocas horas, sin darse cuenta, estuvo de vuelta en Chelm.
En cuanto empezó a acercarse a la ciudad, no pudo dejar de asombrarse del extraño
aspecto que tenían las casas y las personas. Esto era mucho más increíble de lo que
hubiera podido esperar.
-Varsovia no era tan grande como yo pensaba -se dijo a sí mismo. ¡Y cómo se parece
a Chelm! Es exactamente igual. Cuando se lo cuente a mis vecinos, no me van a creer.
Siguió caminando y, al pasar por la Casa de Baños, un hombre que estaba sentado en
la puerta lo saludó amablemente llamándolo por su nombre.
-Esto es todavía más notable. ¡En Varsovia la gente conoce el nombre de todas las
personas sin que hayan sido presentadas! Y ese hombre que me saludó es exactamente
igual al que cuida la Casa de Baños en Chelm.
Pronto llegó a la sinagoga, que también era como la de su pueblo, piedra por piedra.
Todos los vecinos lo saludaban por su nombre y eran exactamente iguales a los vecinos
de Chelm, no solo en la ropa y en el aspecto exterior, sino incluso en el tono de voz y la
manera de caminar.
Un poco confuso por ese despliegue de maravillas, cuyo significado no terminaba de
comprender, Selig siguió caminando por una calle que le resultaba más familiar que
ninguna y pronto se encontró con una casa tan parecida a la suya, que, si no fuera porque
estaba en Varsovia, hubiera jurado que era la suya propia.
En la puerta había varios chicos jugando al dreidl (una especie de perinola) y uno de
ellos era exactamente igual a su pequeño Motke.
Mientras estaba allí parado, mirando con los ojos muy abiertos esa extraña revelación,
una mujer idéntica a su Jane se asomó a la puerta de la casa y le habló exactamente en el
mismo tono que su propia mujer habría usado.
-¡Selig! ¿Qué estás haciendo ahí parado con la boca abierta? Será mejor que entres de
una vez, se te va a enfriar la cena.
«Que se me rompa una pierna si esta no es igual a mi Jane» pensó Selig. «Y además
me llamó por mi propio nombre. Evidentemente me confundió con su marido, que debe
de ser igual que yo y sin duda se llamará también como yo».
Y como se sentía audaz y quería ver hasta dónde llegaba su extraordinaria aventura,
entró a la casa decidido a hacerse pasar por el otro Selig. Por suerte esa mujer cocinaba
tan bien como su Jane, y el pequeño Motke no se dio cuenta de que no era él su verdadero
padre. Pero cuando terminó la comida, dos pensamientos angustia-ron al pobre Reb Selig,
el viajero explorador.
En primer lugar, viendo esa casa y esa familia, tan parecidas a la suya, se dio cuenta
cuánto extrañaba su verdadero pueblo y a su verdadera familia.
En segundo lugar se acordó de que en cualquier momento podía llegar el verdadero
Selig y pedirle cuentas de lo que estaba haciendo allí.
Y sin embargo, cuando llegó el momento de irse a la cama, la tentación pudo más que
el miedo: por primera vez Reb Selig se iba a acostar con una mujer que no era su Jane de
siempre. Hay que reconocer que, probablemente por el entusiasmo de estar viviendo una
experiencia inédita, con la nueva Jane le fue muy bien, y la mujer pensó que bien podía
mandar a su marido de viaje más a menudo.
Al día siguiente, y siempre fingiendo ante su nueva familia, Reb Selig pensó que sería
muy interesante conocer al verdadero Selig, el que debía de ser tan exactamente igual a
él. ¿Quién tiene la oportunidad de verse a sí mismo como si fuera un extraño? Y por lo
tanto decidió quedarse en Varsovia (a la que, extrañamente, todos llamaban Chelm) hasta
que el otro Selig volviera.
El otro Selig tardó mucho más de lo que había calculado. Pasaron los años y no venía.
Pero poco a poco Reb Selig se fue acostumbrando a vivir en Chelm-Varsovia, con su
nueva casa y su nueva familia, y ya no extrañaba tanto el Chelm original de donde había
partido hacía tanto tiempo. Así de traidor es el corazón de los hombres.

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