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• POR CIUDADANO 014-Q
• EN FILOSOFÍA POLÍTICA
• — 11 JUL, 2012
En los siguientes trabajos me he propuesto resumir y analizar las ideas centrales de la obra No logo: el
poder de las marcas, libro de Naomi Klein publicado en inglés el año 200 [PDF].
La autora sugiere, en la introducción de esta obra, que conforme los ciudadanos globales comprendan
los entramados de explotación y engaño en el que se sustentan las empresas transnacionales,
adoptaremos posturas de frontal rechazo a estas empresas y a las marcas que las representan.
Esta tesis, planteada hace más de diez años, parece tener cada día más vigor. Una conclusión evidente
del libro, por ejemplo, es que si permitimos la conculcación de derechos laborales de otros pueblos del
mundo, en último término estamos fomentando el debilitamiento de nuestra propia industria y la
desprotección de nuestros trabajadores. Si financiamos y adquirimos productos de esas empresas que
llevan sus centros de producción a aquellos países con una legislación laboral más laxa y lesiva para el
obrero, estamos potenciando la fragilidad del tejido productivo de nuestras propias comunidades e
impidiendo, en definitiva, el nacimiento de una nueva economía global basada en el respeto a la
naturaleza y a los seres humanos.
Pero la comprensión de esta injusticia no solo tiene una dimensión económica, también tiene una
dimensión ética, ya que los militantes y consumidores adoptan, generalmente, estas posturas
beligerantes contra las empresas explotadoras, no solo por el daño que hacen a la industria y al
comercio sino, porque creen que no es legítimo explotar a otro ser humano para satisfacer el deseo de
comodidad. De manera esperanzadora, ese transfondo moral de la lucha contra los abusos laborales y
medioambientales, une a los pueblos e individuos más diversos, mostrando la posibilidad de establecer
un diálogo global sobre la base de unos valores comunes.
El libro comentado se divide en cuatro partes que son las siguientes:
Sin espacio.
Sin opciones.
Sin trabajo.
No logo.
La edición usada y a la que se remiten todas las notas es:
Naomi Klein; No logo: el poder de las marcas; Ediciones Paidón Ibérica, traducción de Alejandro Jockl y Genís
Sánchez Barberán, 1ª edición en la colección Bolsillo, Barcelona 2007. ISBN : 978-84-493- 1957-0
Es interesante la relación que denuncia Naomi Klein entre las marcas y tal o cual estilo musical. Se centra en la
relación entre el hip-hop y la promoción de ciertas marcas de ropa deportiva para raperos, pero también
extrapola esta relación a muchos otros estilos musicales. Por ejemplo, grupos ¿musicales? de tan infausto
recuerdo como las Spice Girls o los Backstreet Boys, mostraron igual propensión que los raperos a convertirse
en escaparates vivientes de marcas de ropa.
Los adolescentes educados en estos estilos musicales sufrieron machaconamente una publicidad subrepticia
que asociaba sus gustos y roles al consumo de unas determinadas marcas. Pero, para las marcas eso no era
suficiente, habían penetrado en el hogar gracias a la televisión, la radio y la prensa pero aún quedaba un
entorno de donde estaban excluidas: las escuelas. La universidad, los institutos de educación media y las
escuelas, muy pronto sufrieron la irrupción de la publicidad en las aulas, en los baños, en los pasillos y sus
fachadas. Los centros educativos no solo son útiles para captar consumidores sino que son el escenario idóneo
para realizar estudios comerciales. Los ideólogos empresariales, sin embargo, olvidaron que no hay nada más
grato a un adolescente que un totem intocable al que derrumbar:
“Quizá el más famoso de estos experimentos fue el que Coca-Cola hizo en 1998, cuando organizó un concurso entre varias
escuelas que debían proponer estrategias para distribuir cupones de la bebida entre los alumnos. El colegio que propusiera la
mejor ganaría 500 dólares. El colegio secundario Greenbriar de Evans, Georgia, se tomó el certamen muy en serio, y organizó el
Día oficial de la Coca-Cola a finales de marzo, durante el cual todos los alumnos debían acudir a clase con camisetas de Coca-
Cola, se hacían una fotografía en una formación que dibujaba la palabra Coca-Cola, asistían a conferencias ofrecidas por
ejecutivos de Coca-Cola y durante sus clases aprendían sobre todo lo existente y que fuera negro y con burbujas. Aquello parecía
el paraíso de la marca, hasta que la directora advirtió que un tal Mike Cameron, de diecinueve años, llevaba puesta una camiseta
con el logo de Pepsi en un censurable acto de provocación. Fue suspendido de inmediato por semejante delito. «Sé que puede
parecer mal: “Un escolar es castigado por llevar camiseta de Pepsi en el Día de la Coca-Cola”», explicó la directora, Gloria
Hamilton. «Hubiera resultado aceptable de estar sólo entre nosotros, pero se hallaba presente el presidente regional de Coca
Cola y algunas personas habían venido en avión desde Atlanta para hacernos el honor de hablar en nombre de nuestros
promotores. Los estudiantes sabían que teníamos invitados».”
KLEIN; Op.cit. p. 152
Los padres y educadores sabían que las marcas hacían un uso perverso del espacio público y comprendían la
indefensión de los menores ante el bombardeo de la publicidad, entonces… ¿por qué lo permitieron? En primer
lugar, porque las administraciones locales estadounidenses recortaban más y más en educación cuando,
precisamente, mejor se entendía lo importante que resultaban las nuevas tecnologías para formar a los
alumnos. Sin fondos para adquirir ordenadores, los consejos escolares fueron rescatados por el patrocinio de
las marcas, además, con toda la publicidad que ven los niños durante todo el día ¿qué daño puede hacer un
poco más en la escuela?
Por otro lado, los elementos “críticos” de la sociedad se encontraban por aquel entonces discutiendo sobre el
concepto posmoderno de verdad. La verdad, según aquella moda intelectual de finales del XX, era una
construcción artificial que carecía de referente en la realidad, desde esta perspectiva ¿quién puede afirmar
rotundamente la prioridad pedagógica de un drama de Shakespeare frente a un documental educativo de Coca-
Cola? (véase KLEIN; Op.cit., p.165)
Si la educación no p udo escapar de los tentáculos de las marcas y las
empresas privadas, tampoco pudieron escapar los otrora sacrosantos valores patrióticos.
Complacientemente vimos como las marcas se extendieron al ámbito deportivo, considerábamos
natural que en ese espacio lúdico se publicitasen productos de diversa índole, sin embargo, no deja de
ser llamativo el hecho de que hoy, en tiempos tan críticos, nadie hable de la unión de los diferentes
pueblos de España en base a una cultura o intereses comunes y sí se subraye la importancia de
promocionar la “marca España”. Ser español se ha vuelto tan relevante y tan profundo como la marca
de botines que calzamos; la marca España hasta tiene ya su logo: un toro inmóvil que exhibe unos
hipertrofiados testículos. Después del marketing eso es lo que queda del “orgullo nacional” pero,
afortunadamente, otros países más neoliberales nos llevan años de ventaja en este juego:
“[…] podemos anticipar que pronto el mandato de nuestros gobernantes electos será «hacer cool el país». En cierto sentido, esa
época ya ha llegado. Desde que fue elegido en 1997, Tony Blair, el primer ministro británico, se ha dedicado a cambiar la
imagen algo desastrada del país en una «Inglaterra cool». Después de asistir a una cumbre con Blair en una sala bien decorada
de Canary Wharf, el primer ministro francés Jacques Chirac dijo: «Estoy impresionado. Todo eso da a Gran Bretaña una imagen
de país joven, dinámico y moderno». Durante la cumbre del G-8 de Birmingham, Blair organizó una reunión de los augustos
asistentes en una sala de grabación donde vieron vídeos musicales de All Saints y entonaron «All You Need is Love»; no se sabe
si se dedicaron a los juegos Nintendo. Blair es un maestro mundial en maquillar su patria, ¿pero logrará imponer una nueva
«marca» a su país o deberá conformarse con la antigua?”
KLEIN; Op.cit., pp. 118-119
Comprendemos qué quiere decir la autora con el título de esta primera parte, “Sin espacios”. Las marcas han
ocupado no solo los espacios físicos de nuestras ciudades, edificios públicos y centros educativos. Han invadido
nuestra indumentaria y lo que nos rodea pero, a un nivel más profundo, han invadido también nuestro propio
espacio mental, de tal modo que incluso la pertenencia a una nación se asocia al consumo y exhibición de
símbolos identitarios que solo pueden adquirirse gracias a un determinado desembolso económico. No existe
identidad fuera del espacio mental y simbólico delimitado por empresas transnacionales y si existe, si alguien
intenta rebelarse contra las marcas, pronto es absorbido por el marketing y redimido de la marginalidad.
El último capítulo de “Sin espacio”, trata precisamente de como la lucha por los derechos de minorías sexuales,
pronto fue asimilada por la industria de la publicidad. Cuando los militantes luchaban por la igualdad de
homosexuales no encontraron el rechazo de las marcas sino su aquiescencia. Dijeron algo así como
“¿Homosexuales? Claro que sí, abriremos tiendas para que se sientan cool”. De este modo se satura el espacio
mental y lo que ayer era disidencia hoy se transforma en moda. Ser homosexual, como ser español o como ser
hippy, se asocia antes a modos de vestir y consumir, en general, que a modos de ser y de sentir. Invito al lector a
que analice el estereotipo de homosexual que fomentan los medios de propaganda y entenderá como el
imperio de las marcas no solo tiene terribles consecuencias en nuestro sistema económico e industrial, sino que
también empobrece y denigra la infinita diversidad de los seres humanos. Es esa ocupación del espacio
propiamente humano, que sufrimos aún hoy, el que denuncia Naomi Klein al final de esta primera parte de su
libro No logo: el poder de las marcas.
“Las multinacionales de las marcas pueden hablar mucho de diversidad, pero el resultado visible de sus actos es un ejército de
adolescentes clónicos que penetran -”uniformados”, como dicen los fabricantes- en el centro comercial global.”
KLEIN; Op. Cit. p.195
En esta segunda parte de No Logo: el poder de las marcas, la autora canadiense Naomi Klein trata de mostrar
como las marcas y el consumo invaden el espacio público y lo convierten en un espacio comercial en donde la
opción es mera apariencia. La supuesta diversidad de marcas de ropa, bebida, vehículos y otros productos,
encubre una uniformidad de fondo. Las empresas transnacionales parcelan las diferentes identidades colectivas
y les asocia una pauta determinada de consumo: usar un Android o un iPad, vestirse en Bershka o Zara, no son
solo hábitos de consumo sino actos que construyen nuestra debilitada identidad. La marca ya no solo refuerza
las identidades existentes, sino que las crea, las uniformiza y, subliminalmente, les dota de una estructura
jerarquizada de valor subjetivo.
Para sostener este engaño se necesita un gasto enorme en publicidad. Todo el mundo sabe que nadie es mejor
o peor persona por su modo de vestir y, mucho menos, por la marca de su camiseta. Para que no actuemos en
consecuencia a esta obviedad y no nos gastemos tres veces más en un producto por el simple hecho de que nos
va a hacer más “nosotros mismos”, las empresas transnacionales deben invertir cantidades ingente de dinero.
No pueden permitir que descansen nuestros ojos ni nuestra mente, el fin es bombardear incesantemente al
consumidor para que llegue a asociar su experiencia vital cotidiana, sus recuerdos, gustos e identidad a ciertos
logos.
Es evidente que este engaño solo ha sido posible gracias a la degradación, que el capitalismo ha impuesto, de
los valores familiares. El niño se educa en buena medida solo, con la consola y la televisión, mientras que sus
progenitores no pueden atenderle lo suficiente por culpa de un sistema de producción que impide la
conciliación entre la vida laboral y familiar. En este contexto de debilitamiento de los lazos familiares, la
obsesión por la apariencia, el borregismo y la codicia se convierten en síntomas de una debilidad moral que
afecta, en mayor o menor medida, a la mayoría. Esa fragilidad moral conlleva una fragilidad identitaria que es
aprovechada por las marcas para propagar su mensaje: no eres nada si no tienes.
Por lo anterior el espacio público debe ser también invadido. La plaza del pueblo, el templo o el cine son sitios
en donde uno va a hacer algo, no un sitio en donde se es ciudadano, feligrés o cinéfilo. Para ser nosotros
mismos no necesitamos ya los espacios públicos, necesitamos un centro comercial en donde buscarnos entre
restos de rebajas. El parque, la biblioteca municipal son abandonados y sustituidos por los parques infantiles de
los centros comerciales o las librerías de la FNAC, en donde el consumo es siempre posible y se adapta a
nuestros tiempos.
Otro ejemplo de que el capitalismo impone una pluralidad aparente que oculta una uniformidad de fondo, son
los monopolios. Las marcas no crean productos, crean identidades, pautas de consumo y de pensar; su
dinámica no es solo producir nuevos productos sino crear comportamientos. Una vez que una empresa
poderosa se ha extendido lo suficiente, controla tanto la vida de sus fieles que puede dirigir buena parte de sus
comportamientos. Casos emblemáticos de esto pueden ser Monsantos o Microsoft.
“Al incorporar el software de Internet Explores en Windows, una sola empresa, en razón de su cuasi monopolio del soflware de
sistemas, ha intentado erigirse en el portal exclusivo de Internet. Lo que demuestra con claridad el caso de Microsoft es que el
momento en que todas las ruedas de la sinergia giran al unísono y cuando todo funciona bien en el universo corporativo, es
exactamente el mismo momento en que las opciones del consumidor quedan bajo el más rígido control y su poder en el nivel más
bajo.”
KLEIN; Op. cit., p. 238
El poder político se muestra pasivo ante la extensión de estos monopolios, y se alía con ellos. El estado-nación
se funde y confunde con las corporaciones monopolistas y se convierte en defensor de sus propios intereses
que no son otros que los de las empresas y lobbys transnacionales.
Esta dinámica económica de no dejar opciones fuera de las ofrecidas por los que detentan el poder económico-
político, se manifiesta claramente en la censura. Los distribuidores de libros y revistas adaptan sus productos al
“perfil” de tal o cual centro comercial, la crítica a un importante anunciante se evita en lo posible. Lo más
habitual no es que se censuren los contenidos, eso haría la opresión demasiado evidente, es más efectiva la
autocensura que los propios artistas y periodistas se imponen a sí mismos si quieren “llegar” a un sector de
público determinado. Es posible que en un festival musical o artístico se critique al banco que lo financia pero
¿no anula, precisamente, la cínica postura del crítico su propia crítica? Cada vez con mayor frecuencia entidades
financieras y grandes empresas aportan fondos para el apoyo a las artes y la cultura, ¿no es esa una
responsabilidad del estado? Hoy cualquiera puede crear y transmitir un mensaje subversivo, pero el control de
los canales de difusión no intenta anular la divergencia de mensajes, busca destruir los espacios colectivos de
expresión; esto se ve claramente cuando los medios de propaganda, en el debate sobre los derechos de autor,
confunden, intencionadamente, la defensa de la cultura con la defensa de los intereses de la industria cultural.
En definitiva, la voluntad de las empresas transnacionales de totalizar nuestros comportamientos y
condicionarnos hasta dejarnos sin opciones, encuentra la complicidad del poder político. El monopolio
empresarial, la censura en la red con la excusa de defender los derechos de autor o la erosión de los espacios
públicos de expresión ciudadana, son manifestaciones de esta voluntad totalizadora.
A más de diez años de su publicación, estas ideas son de total actualidad. Hoy, bajo la “doctrina del shock”, se
intenta hacer creer a algunos pueblos europeos que carecen de opciones: deberán deteriorar sus derechos
laborales, sus sistemas asistenciales, sus infraestructuras, etc. si quieren tener la gracia de ser rescatados. Esta
mentalidad generada por los medios de control de la información es la consecuencia lógica de un mundo
globalizado que no nos deja más opciones que la rebelión o la muerte.
Las consecuencias de esta política empresarial eran evidentes: los trabajadores de estas empresas perdían sus
trabajos que eran realizados por obreros semi esclavos en otros países del mundo. Los trabajadores de los
pocos centros de producción que quedaron en occidente sufrieron el chantaje y la amenaza de que si no
reducían sus salarios las industrias serían desmanteladas y montadas en otros lugares con sistemas laborales
menos garantistas con los obreros. La globalización no solo exportó esclavitud a los pueblos menos
industrializados, sino que importó los sistemas laborales de esos mismos países al occidente opulento.
Efectivamente, antes de la globalización de la producción, el trabajador occidental consideraba que si hacía bien
su trabajo, la empresa no le despediría. La relación obrero-empresa se parecía más a un matrimonio para toda
la vida que a una aventura casual; sin embargo, el chantaje de desmantelar fábricas para llevarlas a otros países
menos desarrollados, surtió efecto y los obreros admitieron la conocida “flexibilidad laboral” para mantener sus
puestos. Hoy la relación entre el trabajador y la empresa dista mucho de ser aquella que idealmente fue
promovida por los medios de masa a mediados del siglo pasado; los derechos laborales se “flexibilizan” así
como los periodos de trabajo condicionados por las necesidades de producción, no por las necesidades de las
personas que integran el proceso productivo. Actualmente, la eventualidad y temporalidad son los rasgos más
sobresalientes de nuestro sistema laboral, esto hace que el trabajador cobre un sueldo mísero que apenas le
alcanza para pagar la hipoteca y mantenerse a sí mismo o a su familia. El trabajo temporal de verano en un
almacén, en el campo o en un establecimiento de comida rápida, antes era desempeñado por jóvenes y
adolescentes que necesitaban un dinero extra para costearse sus gastos y estudios; hoy este precario “McJob”
es el modelo de relación laboral que hemos llegado a considerar normal para el grueso de la clase trabajadora.
Ahora bien, si los trabajadores están asfixiados por las hipotecas y utilizan la mayor parte de su sueldo en
sobrevivir, ¿quién consumirá los productos procesados en países lejanos por mano de obra esclava? En
occidente, como en el resto del mundo, la flexibilidad laboral aumenta los beneficios de las empresas
importadoras gracias al abaratamiento de la mano de obra, disminuye el poder de compra de los trabajadores
deteriorando el comercio interno y degrada moralmente las relaciones internacionales. Los ricos aumentan sus
riquezas y afianzan sus alianzas globales mientras que los trabajadores son cada vez más pobres y se enfrentan
entre ellos para ver quién humilla más sus propios derechos laborales y atraer, así, las “inversiones
internacionales”.
La solución no puede pasar, sencillamente, por subir los sueldos para fomentar el consumo interno. Los
recursos naturales son cada vez más escasos y caros; el impacto que el consumismo y desarrollismo capitalista
han tenido sobre la naturaleza pone en peligro nuestra propia supervivencia como especie. Por tanto, el
consumo de bienes manufacturados obsolescentes, como motor de la economía, deberá ser sustituido por el
disfrute de bienes y servicios sociales en un entorno en donde la conciliación entre vida personal y laboral sea
una realidad efectiva y prioridad básica de la legislación laboral.
Sin embargo, a los grandes lobbys transnacionales no les resulta grata ninguna propuesta que pase por repartir
de una manera más equitativa los beneficios del trabajo. Los oligarcas persisten en un sistema que corrompe a
las empresas y a la sociedad a la que pertenecen. Pues la relación laboral “flexible” que se impuso a finales del
XX como normal, fomenta en los obreros, empresarios y consumidores comportamientos morales y productivos
insostenibles. Naomi Klein muestra hasta que punto la falta de lealtad de las empresas con respecto a sus
trabajadores lleva aparejada la deslealtad de los trabajadores hacia la empresa. El robo, el fraude y las falsas
bajas son actitudes normales en contextos laborales en donde el trabajador es explotado. Las empresas
carecen de cohesión interna y entre los mismos directivos se acepta la relación con la corporación como algo
accidental, que se hace mientras se busca un mejor puesto en la competencia o en la misma entidad trepando
sobre otros “compañeros”. El mejor trabajador no es el que mejor hace su trabajo o más cuida por el bien de su
empresa; el mejor obrero es el más barato y sumiso. La producción y estructura interna de las empresas se
debilitan cuando los directivos se preocupan únicamente en abaratar costes laborales y no en promocionar a
los trabajadores según su productividad y su compromiso con la empresa. La deslealtad genera deslealtad, la
irresponsabilidad, falta de compromiso; o como cita la autora del libro “Si pagas con cacahuetes, contratas
monos” (KLEIN; Op. cit; p. 386). Los directivos de las corporaciones transnacionales, por codicia y falta de
lealtad, sufren la “tragedia de los comunes”, y ponen en peligro la perpetuación del mismo sistema explotador
que los mantiene.
Sin embargo, las consecuencias de la globalización se sienten tan duramente en las sociedades occidentales que
una ola de indignación se va extendiendo y uniendo, contra un mismo enemigo, a los pueblos e individuos más
dispersos del planeta. Es, precisamente, esa la virtud del modelo productivo global tan bien ejemplificado por
las empresas transnacionales que aparecen tras las marcas más populares: sus abusos sobre los pueblos y el
medio natural no se circunscriben a un país u otro, sino que nos afectan a todos. Esta rebeldía conjunta y global
preludia un nuevo concepto de lucha y ciudadanía mundial.
En esta cuarta y última parte del libro “No Logo: el poder de las marcas”, Naomi Klein analiza las
nuevas formas de lucha contra el imperio de las empresas transnacionales. La autora canadiense pone
como ejemplo de estas luchas el repudio a las grandes marcas; el interés de estas empresas
comerciales por visibilizarse las ha puesto en primera linea de fuego en el enfrentamiento entre los
plutócratas y los que proponen un sistema económico y político alternativo.
El cartel publicitario omnipresente es retocado, objeto de mofa y de agresión. Los simples bigotitos y
cuernos que dibujábamos en el rostro de un famoso en el periódico cuando éramos niños, se ha
desarrollado y ahora utilizamos los mismos logos que los capitalistas para enviar un mensaje
totalmente diferente. Joe Chemo, el camello de Camel, aparece descontextualizado gracias a los
contrapublicistas y adquiere un nuevo sentido: ya no va velozmente en un descapotable mientras fuma
sus cigarrillos, ahora descansa en una cama del hospital enfermo de cáncer de pulmón. Esta táctica de
variar el mensaje retocando mínimamente o utilizando los iconos de una marca, ha evolucionado
rápido; la contrapublicidad no solo ataca a las empresas transnacionales, también ataca los mensajes
“bien intencionados” del estado: en España, sometida a recortes sanitarios de terribles consecuencias,
la contrapublicidad ha retocado el mensaje que el ministerio de sanidad imprime en los envases de
tabaco “Fumar mata” y lo ha dejado en “Los recortes en sanidad matan”, respetando el formato y letra
del mensaje original.
Por esto la autora considera que el enfoque fraccionario, es decir aquel que se empeña en mejorar las
condiciones laborales de una empresa o la explotación laboral en una fábrica, no es suficiente. Los
problemas laborales no tienen ya naturaleza local ni, tan siquiera, nacional; las políticas con respecto
al mercado de trabajo de las empresas transnacionales afectan a todos los ciudadanos del mundo,
sobre todo en tiempos como los actuales en donde cada vez más países implementan las mismas
legislaciones laborales que las grandes corporaciones han defendido en los países pobres en donde han
ubicado sus centros de producción. Especialmente acertado me parece las últimas reflexiones de la
autora sobre internet como instrumento de esta nueva militancia global; la lucha se fracciona pero en
una pluralidad interconectada horizontalmente. Ya no hacen falta grandes inversiones en
infraestructuras, con internet la comunicación y el mutuo reconocimiento entre colectivos repartidos
por todo el mundo está a la mano de cualquiera. Y una de las primeras conclusiones que nos permite
sacar esta nueva intercomunicación es que los distintos individuos y pueblos del planeta, por muy
diversos que sean entre ellos ideológica o culturalmente, tienen algo en común: los mismos amos.
La militancia a finales del XX empezó siendo anti-global y acabó por transformarse en “alternativa”. El
rechazo a la explotación laboral, a las corporaciones que hacían tratos con tiranos, a la degradación del
ecosistema mundial, etc. hizo que los activistas, y buena parte de la población, tomaran conciencia
de la fuerte retroalimentación que existe hoy entre el poder político y económico que, en muchas
ocasiones, son indistinguibles. Esta toma de conciencia permitió que el modo de organización de los
militantes contrarios a la globalización de la tiranía, dejara de ser solo un modo de organizar la lucha y
se convirtiera en una propuesta consensuada para construir una auténtica democracia política y
económica.
“[…] la alienación de las instituciones globales no es más que el síntoma de una crisis mucho más general de la democracia de
representación, donde el poder y la toma de decisiones se han ido delegando en puntos cada vez más alejados de los lugares
donde se sienten sus efectos. Cuando se establece la lógica de la “talla única”, enseguida se produce una homogeneización de las
opciones políticas y culturales que conduce a la parálisis cívica y a la falta de participación.
Si la centralización del poder y la toma distante de decisiones se están erigiendo en los enemigos comunes, también se está
generando un consenso en torno a la idea de que la democracia de participación en el ámbito local –a través de sindicatos,
barrios, ayuntamientos, granjas, aldeas o gobiernos indígenas autónomos- es el punto de partida idóneo para desarrollar
alternativas. El tema común es un compromiso general con la autodeterminación y la diversidad: la diversidad cultural, la
diversidad ecológica e incluso la diversidad política. […] Lo que parece estar surgiendo de una forma orgánica no es un
movimiento a favor de un solo gobierno mundial, sino la visión de una red internacional cada vez más interconectada de
iniciativas muy locales basadas en la reclamación de espacios públicos que, mediante unas formas participativas de democracia,
sean más responsables que las instituciones corporativas o estatales. Si este movimiento tiene una ideología, ésta es la
democracia, pero no sólo en la cita con las urnas, sino entretejida en todos los aspectos de nuestra vida.”
KLEIN; Op. cit.; p. 635