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RADAR INDICE
Ese germen, “La pasarela del alcohol”, reaparece y se extiende como uno de
los estribillos de Black out, un libro inclasificable que funciona como ensayo
total y fragmentario sobre la literatura argentina y como tributo desmitificador
a sus amigos-escritores muertos, un compendio de desmemorias propias y
colectivas que avanza a los saltos, entre repeticiones (variaciones) y vacíos
típicos del alcohol, una coartada sí, pero también una caja de resonancia.
–Quise usar la figura del alcohol como Piglia usa la del lector en El último
lector, “no me comparo, me identifico”, o como Schvartzman en Letras
gauchas analiza los pactos orales atribuidos a la gauchesca. O como Viñas
usa siempre dos polos que hace jugar como motores de reflexión: por
ejemplo ‘criados y señoritos’–, explica la autora, quien decidió estructurar su
libro en tres partes que agrupan registros y que vuelven una y otra vez, como
lo reprimido: “La pasarela de alcohol” (retratos), “Del otro lado de la puerta
vaivén” (microensayos) y “Ronda” (territorios). Como decía Cortázar en
Rayuela: “A su manera, este libro es muchos libros”. Y por eso, siguiendo
esa misma tradición vanguardista de despegarse del referente, Moreno no
confiesa, sino que cuenta y elige arrancar su Black out, justamente, con un
cuentito de Alcohólicos Anónimos que habla sobre la necesidad de creer, a
sabiendas, en algo que no es real: ser consciente del simulacro. Con esta
primera entrada, la narradora, además de entrar en tema, parecer advertirle
al lector que todo lo que allí aparezca (crónicas iniciáticas, novela familiar,
incluso el diario dipsómano de un personaje llamado María Moreno) está
mediado por la escritura: es artificio.
CÓDIGO DE BAR
“¿Dónde están mis compañeros? La frase me era opaca. Se me escapaba.
El alcohol no podía explicarla. ¿Se refería a esos entre quienes no realicé
nada? ¿O a esos otros de cuya reciprocidad también dudo? (...) No es
verdad que el alcohol obnubile, no siempre: a veces plantea un enigma y
permite encontrarle la vuelta. Sabía que en el fondo del río había cuerpos,
que cada resaca era, en potencia, una confesión. Se trataba de una fantasía,
pero cuando alguien me decía que no podía pisar el fondo del río, ese barro
fino, hecho de quién sabe de qué sustancias, lo juzgaba mal. En cambio, me
parecía que, si paraba con los ojos cerrados y los pies sumergidos en el
barrio, tomaba una especie de comunión. ¿Pero con quiénes? (...) ¿Qué
hacíamos en esos años? Escribir pero no publicar, no poder escribir, escribir
por rutina y paga, vivir como si se escribiera. Adheríamos al sacrificio de un
deseo que imaginábamos entrañable –lo acariciábamos mientras tanto– pero
no de nosotros enteros. Entonces. ¿No era individual la intermitencia de la
obra? ¿Enmascaraba la eterna marinada de un duelo colectivo aunque sin
concretar?”, se pregunta la narradora en una de las “rondas” de Black out.
Entre otras cosas, este es un libro es la puesta en escena de una época.
Aunque no hay datación (la impronta es la laguna) el tiempo se adivina a
partir de los personajes y de una enumeración de bares (Alex Bar, La Paz,
BárBaro, entre otros), esos “hogares contra el hogar” habitados por
periodistas y escritores que formaban una comunidad alrededor del alcohol y
la literatura. Una bohemia que Moreno se encarga de cristalizar, rindiendo
tributo a un grupo de amigos que hoy están muertos y que hace volver desde
diferentes lugares. Los protagonistas de esta pasarela son Norberto Soares,
crítico literario de Primera Plana (“Lo conocí como dueño de mesa en los
bares de la calle Corrientes, alguien que acaparaba la conversación con una
seguridad total y un esplendor de recursos capaz de persuadir...”); Miguel
Briante (“Escribía por venganza. Algo en su origen lo había humillado y con
la literatura se cobraría esa humillación.”); Claudio Uriarte (“Se decía que era
un dandy, pero la desesperación es el sentimiento antidandy por excelencia”)
y Charlie Feiling, quizás el más cercano de todos y a quien la narradora
termina visitando en el hospital cuando se lo estaba comiendo la leucemia.
–Sí, porque todos éramos periodistas. En ese sentido soy arltiana: cuando
Arlt hace ese famoso prólogo a Los Lanzallamas y habla de la literatura
como un cross a la mandíbula y en contra de los escritores con privilegios. El
que quiera escribir que escriba afanándole tiempo a la crónica diaria. Hay un
libro muy interesante de Julio Ramos, Desencuentros de la Modernidad,
donde justamente plantea que la autoconciencia del escritor modernista
latinoamericano se armó por contraste a las escrituras contaminadas. Un
Martí, un Darío, un Vallejo trabajaban en los diarios, esa zona que ellos
mismos no consideraban. El día era el trabajo, la contaminación y la noche
era la pureza de la poesía. Arlt rompe con eso. Para mí la literatura es una
derrota. Yo estaba muy imbuida en plantear una forma de vida diversa, una
sexualidad diversa. Cuando yo tenía veintipico de años me parecía
interesante una transformación, una política de la vida cotidiana, no una
obra. Mi utopía no era de producción literaria.
–La comunidad funcionaba en un bar como La Paz que tenía resabios de los
bares del siglo XlX donde iban los periodistas a intercambiar datos con los
chorros pero también podría aparecer el presidente de la República. La Paz
era un bar donde se contrabandeaba informaciones de grupos diversos.
Porque había periodistas políticos, artistas, lúmpenes. A Briante, por
ejemplo, no le gustaba La Paz porque tenia una cuestión de clase y estaba
en contra del “realismo” de La Paz y le gustaba ese cosmopolitismo que
tenía el BárBaro– dice la escritora.
Esa búsqueda de orígenes también está, como todo en Black out, ligado a la
literatura. Y Moreno propone –con humor, pero también en serio– una lectura
de los textos fundacionales argentinos a partir de las marcas del alcohol.
Desde Una excursión a los indios Ranqueles de Lucio Mansilla (un autor
fetiche de la autora, a quien considera el gran cronista argentino) hasta El
Facundo y El cantor de Sarmiento pasando por El Martín Fierro y Echeverría.
“Si David Viñas dijo que la literatura nacional empieza con una violación,
habría que corregirlo un poco diciendo que empieza con un mamarám. En la
misma mesa donde se tortura al unitario, se juega a las cartas y se llenan las
achuras, los mazorqueros se colocan. ¿Sería posible El matadero si fuera un
relato en seco?”, se pregunta la narradora que también aprovecha, a lo largo
de todo Black out, para traer a otros escritores. El libro es una máquina de
referencias, glosas, citas, no sólo de autores argentinossino también
extranjeros. A la manera del inventario aparecen Marguerite Duras, Dorothy
Parker, Raymond Carver, Graham Greene, y más, integrando una suerte de
Paseo de la Fama de escritores borrachos que dialogan con esa narradora
genial (“a veces pienso que el mundo se divide entre abstemios, bebedores,
alcohólicos y británicos”) que busca un mito de origen, en un vaivén –
zigzagueo– donde lo personal es político pero también literario.
LOS EXTINTOS
Black out es un libro escatológico. La muerte, el envejecimiento y los relatos
de descomposición física son una constante. Cuerpos que huelen, que
segregan. Alientos podridos, bocas pastosas de resaca. El cuerpo de una
narradora que, por una endometriosis, sangraba de forma interminable,
primero, y más tarde, que va notando cómo todo decae. La sangre y la
degradación funcionan junto con el alcohol, pero también sonformasde
hablar de lo visceral, de eso que está antes o abajo.
A lo largo de Black out, sobre todo a partir de los diarios íntimos, hay
reflexión constante y que tiene que ver con la relación entre vida y escritura.
“Si escribo lo que escribo, ¿me desnudo?” dice la narradora. O insiste en
que sus mayores secretos no están revelados. ¿Es una forma de abrir el
paraguas?
–Yo diría más bien que me quedaron cosas afuera. Debería haber trabajado
más las analogías entre la dipsomanía (me encanta la palabra) con la
política LGTBI, que se comenta en broma en la parte del diario. El alcohol es
algo legal pero el borracho sufre una gran discriminación cuando pasa de un
punto medio. Y me hubiera gustado trabajar más el tema de la política
terapéutica para la que no tenés derecho de regular tus daños bajo el
imperativo de la felicidad, y la administración del cuerpo para hacerlo durar.
También me interesa que Alcohólicos Anónimos funciona porque un
borracho no se puede resistir a una experiencia extrema: parar abrupta y
absolutamente. Pero después no poder parar de hablar de eso. Porque el
objeto en ausencia y esfinge se transforma en una deidad.
–Si soy atea (se ríe). Pienso eso que dicen de la muerte: “cuando estamos
nosotros ella no está y cuando está ella no estamos noso- tros”. Esa
obviedad. No, no tengo idea de posteridad. En este libro hay algo de tributo
pero no lo hago desde el lugar de viuda sino como sobreviviente y par, y con
la distancia de crítica literaria fraterna: está eso de la inscripción. La idea de
lo extinto, que está en todo los retratos, y también de mí como extinta.
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