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Raúl Pérez Torres

Un siglo de ausencia
y otros cuentos
Estudio introductorio de
Alicia Ortega Caicedo
de la Universidad Andina Simón Bolívar
UN SIGLO DE AUSENCIA Y OTROS CUENTOS
Raúl Pérez Torres
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Cubierta: Felipe Ñacato, a partir de un aguafuerte de Ismael Olabarrieta.


Edición: Estuardo Vallejo
Supervisión editorial: Miguel Vallejo

ISBN 978-9978-49-434-9
Inscripción N° 34631
Depósito legal N° 4528
Primera edición: 2.000 ejemplares

Este libro se acabó de imprimir en los talleres de “Editorial Ecuador F.B.T.


Cía. Ltda.” Santiago Oe2-131, entre Manuel Larrea y Versalles.
E-mail: editecua@ interactive.net.ec, Telfs. (593-2) 2528492 2228636.
Fax: 2227551, Quito, noviembre de 2010
ÍNDICE

Estudio introductorio.................................................. 7
Algunos juicios críticos................................................ 37
Cronología..................................................................... 42
Bibliografía recomendada ........................................... 48
Temas para trabajo de los estudiantes ...................... 50

Un siglo de ausencia y otros cuentos


El marido de la señora de las lanas................ 57
El Cuico ............................................................. 62
Este merino ....................................................... 71
Micaela ............................................................... 74
Cuando me gustaba el fútbol.......................... 95
Las vendas ......................................................... 100
Ana la pelota humana ...................................... 107
De terciopelo negro ......................................... 113
U.S.A. que te usa............................................... 117
Eras martes digo, acaso que me olvido......... 131
Rondando tu esquina ....................................... 140
Panamá Hotel.................................................... 149
Ciudad, mi ciudad transfigurada..................... 155
¿Te acuerdas ñata?............................................ 159
Cañabrava .......................................................... 167
Usted es la culpable.......................................... 175
Flor de Azalea ................................................... 185
Solo cenizas hallarás......................................... 192
Macorina ............................................................ 203
Cien mujeres han pasado por mi vida........... 206
Regálame esta noche........................................ 230
Un siglo de ausencia......................................... 234
Qué será de mí.................................................. 247
Estudio introductorio
Alicia Ortega Caicedo, Guayaquil, 1964. Escritora, ensayis-
ta, crítica literaria y catedrática universitaria. Obtuvo la Maes-
tría en Artes en la Universidad Estatal Lomonosov, de Moscú,
la Maestría en Letras en la Universidad Andina Simón Bolívar,
de Quito, y el Doctorado en Letras en la Universidad de
Pittsburgh. Es profesora de literatura y estudios de la cultura
en la Universidad Andina. Es autora de numerosos trabajos
de crítica. Ha publicado La ciudad y sus bibliotecas: el graffiti quite-
ño y la crónica costeña, Quito, UASB, 1999. Tuvo a su cargo la
selección y estudio introductorio de la Antología Esencial Ecua-
dor Siglo XX, El Cuento, Quito, Eskeletra, 2004. Fue editora de
Sartre y nosotros, Quito, El Conejo, 2008.
CRITERIOS DE EDICIÓN

Esta es una antología personal; es decir, los


cuentos que la integran han sido escogidos por Raúl
Pérez Torres. El autor ha seleccionado los que,
desde su mirada, son cuentos representativos de los
libros que, desde 1970, viene publicando en su ofi-
cio de cuentista.
El estudio introductorio ofrece, por un lado,
una información que ayuda a situar al autor en su
generación, en su época y en una tradición literaria;
por otro lado, hago una lectura valorativa, y sin du-
da personal, sobre lo que, desde mi trabajo crítico,
considero son las características, fortalezas y apor-
tes de la narrativa de Pérez Torres.
Así, en un primer momento, presento al escri-
tor en el contexto de lo que significó el tzantzismo,
el Frente Cultural, La bufanda del sol, el proceso de
profesionalización de la escritura, y cierro este pri-
mer acápite con los hitos de la historia que, a ojos
del autor, marcaron su escritura y la de sus compa-
ñeros de generación durante las décadas del sesenta
y setenta.
En un segundo momento, sitúo al autor en la
tradición literaria ecuatoriana; es decir, lo pongo en
diálogo con las innovaciones que la llamada «nueva
-9-
narrativa ecuatoriana» formuló, a partir de la década
del setenta, bajo el impacto del boom latinoamerica-
no y en diálogo con Pablo Palacio y otros escritores
de la Generación del Treinta. Los aportes que la
nueva narrativa hizo son presentados y explicados a
la luz de los cuentos que Pérez Torres propone pa-
ra esta antología.
En un tercer momento, propongo una lectura
detenida de algunos cuentos, destacando las carac-
terísticas recurrentes de la escritura de Raúl Pérez.
Por tratarse de una antología de cuentos, pare-
ce útil introducir una reflexión sobre el cuento co-
mo género literario. Para ello, se establecen algunas
diferencias con la novela y, sobre todo, se reflexio-
na a partir de la propia definición que sobre el
cuento ofrece Raúl Pérez Torres.
El estudio ofrece una cronología de las obras
publicadas por el escritor, los premios recibidos,
una bibliografía de referencia actualizada, algunos
juicios críticos que destacados críticos y escritores
han hecho sobre la obra de Pérez Torres tanto fue-
ra como dentro del país. El estudio se cierra con un
listado de propuestas para trabajar con estudiantes
en el aula.
Parece fundamental consignar la procedencia
de los cuentos que forman parte de la presente an-
tología:

• El marido de la señora de las lanas» Da llevan-


do (1970)
• El Cuico, Da llevando (1970)
• Este merino, Manual para mover las fichas
(1973)
• Micaela, Micaela y otros cuentos (1976)
• Cuando me gustaba el fútbol, Micaela y otros
cuentos (1976)
• Las vendas, Musiquero joven, musiquero
viejo (1978)
• Ana la pelota humana, Musiquero joven,
musiquero viejo (1978)
-10-
• De terciopelo negro, Musiquero joven, musi-
quero viejo (1978)
• U.S.A que te usa, En la noche y en la nie-
bla (1980)
• Era martes digo, acaso que me olvido, En la no-
che y en la niebla (1980)
• Rondando tu esquina, En la noche y en la
niebla (1980)
• Panamá hotel, Un saco de alacranes (1989)
• Ciudad, mi ciudad transfigurada, Un saco de
alacranes (1989)
• ¿Te acuerdas ñata?, Un saco de alacranes
(1989)
• Cañabrava, Un saco de alacranes (1989)
• Usted es la culpable, Los últimos hijos del
bolero. Cuentos de amor (1997)
• Flor de Azalea, Los últimos hijos del bole-
ro. Cuentos de amor (1997)
• Solo cenizas hallarás, Los últimos hijos del
bolero. Cuentos de amor (1997)
• Macorina, Los últimos hijos del bolero.
Cuentos de amor (1997)
• Cien mujeres han pasado por mi vida, Los últi-
mos hijos del bolero. Cuentos de amor (1997)
• Regálame esta noche, Los últimos hijos del
bolero. Cuentos de amor (1997)
• Un siglo de ausencia, Los últimos hijos del
bolero. Cuentos de amor (1997)
• Qué será de mí, Los últimos hijos del bole-
ro. Cuentos de amor (1997)

-11-
RAÚL PÉREZ TORRES: RETÓRICAS DEL
RECUERDO, EL AMOR TRÁGICO Y EL
DESENCANTO. SOBREVIVIR: EL ÚNICO
APRENDIZAJE DEL HOMBRE CONTEM-
PORÁNEO

El autor, su época y oficio

El oficio de Raúl Pérez Torres (Quito, 1941),


como otros de su generación, está marcado por las
búsquedas políticas, sociales y culturales que la dé-
cada del sesenta posibilitó, bajo el impacto del triun-
fo de la Revolución Cubana, en 1959: los sueños
guerrilleros de transformar la sociedad en un mun-
do más justo y el imperativo parricida de romper
con los tabúes y referentes de una cultura percibida
como anacrónica en sus ataduras con las clases so-
ciales dominantes. Los compañeros de generación
de Pérez Torres son: Francisco Proaño Arandi,
Iván Égüez, Abdón Ubidia, Alejandro Moreano,
Carlos Béjar Portilla, Jorge Dávila Vázquez, Javier
Vásconez, Vladimiro Rivas, Jorge Velasco Macken-
zie, Carlos Carrión, Ulises Estrella, Fernando Tina-
jero, Eliécer Cárdenas, Fernando Nieto Cadena,
entre otros.
-13-
Durante los años sesenta surgió en Ecuador un
amplio movimiento de renovación cultural, una de
cuyas expresiones más importantes fue el grupo
Tzántzico1. El tzantzismo fue, a partir de 1962, el
movimiento de vanguardia y ruptura que protago-
nizara la escena cultural, en Quito, a la vez que ne-
gaba y desacreditaba la herencia cultural occidental
y cristiana, impuesta por la colonización. Movi-
miento de negación, marcado por el llamado a la
acción, la demanda de presente y el sentido de la
urgencia; que propone nuevos modos de asumir la
literatura, las tareas del intelectual y el ejercicio de la
militancia política en el marco de una búsqueda que
deviene primordial: la construcción de una «autén-
tica cultura nacional y popular».
Los tzántzicos llevan la poesía a la calle, a los
sindicatos de obreros, a las universidades, a las or-
ganizaciones barriales, en el esfuerzo por romper
con los espacios y sujetos de recepción tradiciona-
les. Se trata, al decir de Alejandro Moreano «del de-
velamiento de la dimensión ética y estética de la
praxis social, política y cultural. Una ética y una es-
tética de la insurrección, del hombre nuevo, la nue-
va sociedad»2. Las tesis y actitudes parricidas, el
carácter subversivo del movimiento, el afán de ex-
perimentación formal, la predilección por la poesía
oral, el teatro agitacional, el deseo de nacionalizar la
cultura en el reencuentro con sus raíces tradiciona-
les, el esfuerzo por replantear la relación entre el
pueblo y los intelectuales, son elementos que estu-
vieron ligados a la demanda de compromiso del es-
critor inspirada en las tesis sartreanas3. El café
«Águila de Oro» —rebautizado por los intelectuales
que protagonizaban la escena cultural como «Café
77», ubicado a una cuadra del Palacio de Caronde-
let— fue el punto de encuentro al que acudía un
numeroso público a los «Coloquios sobre arte y li-
teratura», a recitales y manifestaciones de oposición
a la junta militar. Cabe recordar que la década del
sesenta se abrió con la crisis del auge bananero;
-14-
intensas movilizaciones populares traducidas en
huelgas estudiantiles y obreras; nuevas esperanzas
alentadas por el triunfo de la Revolución Cubana; la
tercera presidencia de Velasco Ibarra, seguida de su
casi inmediata deposición, a raíz de lo cual Arose-
mena Monroy asume la presidencia. Como resultado
de una campaña religioso-política contra la izquier-
da y contra el gobierno, en 1963 el ejército da un
golpe de Estado y asume el poder una junta militar.
La nueva dictadura se caracterizó por su carácter
anticomunista, desarrollista y tecnocrático. La junta
militar fue derrocada en 19664.
Las revistas que canalizaron las ideas y estéticas
del movimiento tzántzico fueron: Pucuna —de la
que salieron un total de nueve números, de octubre
de 1962 a febrero de 1968—, Indoamérica —fundada
por Agustín Cueva y Fernando Tinajero, de la que
se publicaron ocho números, entre 1965 y 1967— y
La bufanda del sol —dirigida en su primera época por
Alejandro Moreano y Francisco Proaño, de la que
salieron tres números, entre junio de 1965 y julio de
1966. En su segunda época, a partir de 1972, apare-
ce como revista del Frente Cultural, que aglutina a
un amplio número de jóvenes intelectuales—. El
movimiento tzántzico se disolvió hacia finales de
1969. El sector de la izquierda que había participa-
do, en 1966, en la «toma» de la Casa de la Cultura,
en Quito, se dividió pronto, pues su ala más radical
se vincula a tendencias maoístas y provoca la diso-
lución de la Asociación de Escritores y Artistas Jó-
venes. Como resultado se forma, en 1968, el Frente
Cultural, al margen de la Casa de la Cultura y como
proyecto que aspiraba a ser la «vanguardia cultural
de la revolución», al que se vinculan Ulises Estrella,
Fernando Tinajero, Alejandro Moreano, Agustín
Cueva, Francisco Proaño, Abdón Ubidia, Jaime Ga-
larza, Esteban del Campo, Raúl Pérez Torres, entre
otros. Por otro lado, a partir de 1972 asume el poder
la corriente nacionalista de las Fuerzas Armadas, que
concretaría una política petrolera nacionalista. En
-15-
1978 se prepara el retorno al régimen constitucio-
nal.
Raúl Pérez inició su carrera como escritor en la
revista La bufanda del sol —órgano de difusión del
Frente Cultural— y con el primer libro de cuentos
Da llevando. Sobre su pertenencia al Frente Cultural
y a su funcionamiento como espacio de aprendizaje
colectivo, Raúl Pérez ha señalado lo siguiente:

Tenemos ideas comunes, que dan coherencia al


grupo. Nos reunimos frecuentemente para discutir,
para criticar mutuamente nuestro trabajo; estamos
organizados en un «taller», donde ponemos a prue-
ba nuestras ideas y nuestra manera de expresarlas, y
es una prueba de fuego, porque los comentarios
son de una franqueza que a veces duele5.

Esta afirmación no solamente da cuenta de la


existencia del Frente como colectivo, sino que
apunta a una nueva conciencia que los escritores
tienen sobre la escritura literaria como un oficio,
que, como tal, exige el dominio de unas ciertas téc-
nicas. Tiene que ver con la conciencia que tiene esta
nueva generación de escritores sobre la dificultad esté-
tica de la nueva literatura, así como con la voluntad
de experimentación en la búsqueda de nuevos len-
guajes y técnicas narrativas. En este sentido, vale la
pena incorporar la definición de cuento que propo-
ne Pérez Torres:
Una iluminación, que te revela, de golpe, el lado
oculto de la realidad; es una iluminación que te
sorprende en cualquier parte, en media calle. El
cuento se te ofrece completo, el instante menos
pensado. Lo demás, es oficio6.

Esta concepción del oficio de escritor hunde


sus raíces en una nueva forma de pensar la literatu-
ra, que compartió la generación a la que pertenece
Pérez Torres y que se formula en el contexto de la
-16-
década del sesenta, al interior de los colectivos arri-
ba indicados. El gesto parricida exigía romper con
la concepción tradicional de la escritura para poner
el acento en el trabajo, en la profesionalización del
escritor; en el imperativo de construir una mirada
atenta al presente, al devenir cotidiano de la gente
que, desde diferentes posiciones sociales, construye
el mundo de vida compartido. Se trata, entonces,
del surgimiento de una nueva literatura, abierta a lo
cotidiano, a lo aparentemente insignificante y ano-
dino (están muy presentes las enseñanzas de Pablo
Palacio), pero que, desde su casi anónima presencia
define la vida de los seres humanos. Las siguientes
palabras de Raúl Pérez dan luz sobre lo dicho, a
partir del esfuerzo por recordar lo que él y su gene-
ración hicieron para reformular la cultura, en el
marco de las décadas del sesenta y setenta:

Uno de los símbolos inequívocos de esa literatura


[la de los nuevos escritores] es justamente el de
tomar el hecho artístico como una vocación, como
una dedicación, como una profesión rigurosa y dia-
ria. No era obra y gracia de la inspiración o de las
musas, era un hecho real, que requería investiga-
ción […]. Entonces lo aparentemente insignificante
se llenaba de significado, lo cotidiano estaba lleno
de latencias, de reflejos interiores, la persona que
pasaba por la calle, su actitud frente a un niño,
frente a una mujer, su manera de sentarse en el
parque, las palabras adquirían otro significado7.

Para reconstruir aún con más detalles, y desde


múltiples aristas, la época en la que al autor le tocó
iniciarse en el oficio de escritor, quiero concluir este
apartado citando, en palabras de Pérez Torres, los
hitos que marcaron las «nuevas realidades» de toda
una generación, que «desempantanaron una litera-
tura que ya olía a sahumerio y le dieron una actitud
más vital bajo un nuevo realismo más profundo y
complejo»:
-17-
• «Nacimos en el centro de un cacareado sen-
timiento de derrota, por la gran guerra fratricida
con nuestro país hermano, el Perú. […] Empeza-
mos a acumular una formidable vocación para la
derrota. Y para el sufrimiento.
• «Soportamos una larga, mediocre y folklóri-
ca época de populismo y militarismo.
• «Más tarde la fragmentación de la izquierda
y sus luchas intestinas, que se dieron también entre
nosotros y nos tornaron enemigo del amigo y vi-
ceversa. Varios compañeros de entonces eligieron
un radicalismo vehemente, a otros —como diría
Hemingway— el marxismo les estropeó el estilo.
• «Y más cercano a nosotros, toda aquella
avalancha de vida, de esperanza y tragedia que se
generó en la década del setenta. Pero… qué es lo
que no pasó en aquella década, porque el mundo
bullía en todas partes, la gente estaba viva, las cosas
estaban vivas, la naturaleza estaba viva. […]
• «Se empieza a generar en nuestra América
grupos literarios iconoclastas y vagabundos. Dadaís-
mo, Tzantzismo, etc.
• «Auge del petróleo en el país, nos encara-
mamos en una modernización postiza, que a duras
penas nos convirtió en consumidores y nos “elevó
el estatus del jean y el rockanroll”.
• «La epopeya de Cuba. El asalto a lo imposi-
ble. Fidel. El Che. Las luchas de liberación latinoa-
mericana. Los Tupamaros. Los Montoneros. Nuestra
frustrada y también folklórica guerrilla del Toachi.
• «La tenaz y ejemplarizadora lucha de la mu-
jer por la reivindicación de sus derechos.
• «La juventud del mundo contra el monstruo
de mil cabezas: el poder.
• «La Teología de la Liberación.
• «Los movimientos Beat (especialmente en
poesía) y Pop (en pintura).
• «Los Beatles y su profundo “Let it be”.
• «Mayo del 68, la Revolución de los Muros
[…].
-18-
• «Sartre, Marcuse, Debray, Evtuchenco, An-
gela Davis, Cortázar, y muchos otros aireaban la
política, la filosofía y la literatura. Se dio entonces
una liberación de los comportamientos, una bús-
queda de autenticidad en los afectos, una apertura
de la mente, de sus posibilidades infinitas […].
• «Vendría luego la guerra de Vietnam […].
Y mucho más tarde, la Perestroika, la caída del mu-
ro de Berlín, la Guerra del Golfo, los sucesos de
Nicaragua. El desangre vertiginoso y valiente de la
revolución cubana. Su espantosa soledad y aisla-
miento. La cobardía e indignidad del silencio de los
países del mundo cómplices obedientes del impe-
rialismo.
• «La tecnificación acelerada, la deshumaniza-
ción, la robotización del ser, la vergüenza de ser
humano en esta humanidad. […]
«Estas y mil más han sido realidades que han
constituido nuestro marco sociopolítico y espiritual
en el que ha crecido y se ha desarrollado nuestra lite-
ratura. Una literatura de la ambigüedad, de la angus-
tia, de la incertidumbre, del desencanto del hombre y
sus instituciones, una literatura que sin embargo
busca la identidad perdida, la inocencia, el gesto, el
otro rostro de una existencia urbanizada y ence-
mentada. […] Literatura de la crisis, pero que se
fortaleció en la crisis, sin olvidar el punto de vista,
mordaz, incisivo, a la sociedad de la cual se des-
prendía […]. Generación que todavía tiene mucho
que decir, quizá algo menos estentóreo y espectacu-
lar, pero más reflexivo y sabio»8.

Los cuentos de Raúl Pérez Torres


y la «nueva narrativa ecuatoriana»

Raúl Pérez Torres pertenece a una generación


de escritores que sale a la luz a inicios de la década
del setenta y configuran lo que se conoce como «la
nueva narrativa ecuatoriana». Como hemos venido
-19-
apuntando, esta literatura se caracteriza por una
conciente voluntad de romper con los modelos del
realismo tradicional y, por ello, privilegia las si-
guientes preocupaciones:

a) Predilección por escenarios urbanos: la ciu-


dad deviene no solamente escenario de los aconteci-
mientos narrados, sino que el proceso modernizador
que la urbe experimenta a partir del impacto del
boom petrolero afecta de modo radical a la vida de
sus habitantes. Pérez Torres ha subrayado la nece-
sidad que vivieron los escritores de su generación
por redescubrir su ciudad, por sentirla y ahondar
en sus raíces y en sus transformaciones. El cuento
Ciudad, mi ciudad transfigurada habla precisamente de
esas transformaciones urbanas, percibidas desde una
perspectiva íntima y cotidiana, pues la ciudad afecta
de manera radical a sus habitantes aun en sus espa-
cios más privados.
b) Tendencia a la interiorización y ahonda-
miento en la subjetividad de los personajes. Más
que la descripción de la realidad externa, importa la
percepción que de ella tienen los personajes, lo que
ocurre en la conciencia de ellos. Muchas veces se
trata de una conciencia en crisis, en conflicto con
las instituciones que configuran el armazón de la
sociedad a la que pertenece. De allí cierta predilec-
ción por la narración en primera persona. Ejemplo
de ello, El Cuico, que inicia así: «Yo, cuando era pe-
queño, era marica».
c) En cuanto a personajes, Cecilia Ansaldo ha
destacado, en los cuentos de Raúl Pérez, «la visión
dominante del narrador pequeño-burgués, que se
funde en un personaje joven, universitario, con
tendencias intelectuales»9. La crítica también subra-
ya en Pérez Torres la preferencia por la visión del
narrador-personaje niño o adolescente. Así mismo,
sobresalen en la nueva narrativa personajes desa-
rraigados, habitantes de los márgenes sociales: men-
digos, prostitutas, prisioneros, personajes de circo,
-20-
bandoleros, ladrones. Basta considerar Las vendas o
Ana la pelota humana, o el Virolo del cuento Micaela.
Raúl Vallejo señala que el personaje del nuevo
cuento ya no es más el «héroe triunfante clásico»,
sino el «antihéroe, ese personaje común, de todos
los días que nunca consigue triunfar totalmente a
pesar de sus luchas»10.
d) Modos de narrar: caracteriza a estos escrito-
res una preocupación constante por el lenguaje, en
el paso de la observación y el testimonio a la revela-
ción y el descubrimiento. Sus maestros fueron, entre
otros, aquellos que protagonizaron el surgimiento
del boom latinoamericano: Julio Cortázar, Gabriel
García Márquez, Carlos Fuentes y Mario Vargas
Llosa. A propósito del nuevo cuento ecuatoriano,
Raúl Vallejo habla de «la evidencia de la dificultad»:
se trata de una dificultad estética:

El tema de la dificultad replantea el hacer literario


como un hacer profesional, vaciado, hasta cierto
punto, de las preferencias políticas del autor. Este
reconocimiento de la dificultad logra ser literaturizado
por cuanto existe conciencia del acto creativo y del
sentido que tiene la literatura como ficción en su
proceso de constitución de un mundo autónomo
que re-crea la «realidad real»11.

Raúl Pérez ha observado que en los inicios de


su carrera como escritor,

se trataba de matar a nuestros inmediatos padres


del cincuenta […]. Se trataba de mirar a nuestros
abuelos de los años treinta con mayor detenimiento
[…], y seguir adelante, contemporanizando más bien
con los tíos de más allá del charco, es decir, Juan
Carlos Onetti, Gabriel García Márquez, Julio Cor-
tázar, Alejo Carpentier y Juan Rulfo, quienes filtra-
ban para ellos y para nosotros las sabias enseñanzas
de Maupassant, Poe, Faulkner, Hemingway y Qui-
roga, en una dialéctica de circulación sanguínea12.
-21-
Las nuevas estrategias narrativas incluyen el
abandono de la estructura lineal y ordenada, la rup-
tura con las nociones tradicionales de tiempo y es-
pacio para dar cabida a nuevas formas de percibir y
narrar el transcurso del tiempo: la simultaneidad y
superposición de tiempos diferentes a partir de va-
riados recursos: los monólogos interiores y fragmen-
tarios, el flashback (tiempo retrospectivo), el cambio
de perspectivas narrativas, los finales inacabados y
sugerentes, los comienzos in medias res (la narración
comienza en cualquier lugar de la historia, en lugar
del comienzo de la misma), la búsqueda de nuevas
formas de realismo Esta voluntad experimentalista
y de renovación literaria es resultado del impacto
que tuvo entre nuestros escritores las búsquedas
ensayadas por el denominado boom latinoamericano.
En este sentido, vale la pena detenerse en la es-
tructura del cuento Este merino. Observar que la na-
rración no sigue, en sentido tradicional y riguroso,
la cronología de una historia: el encuentro entre
merino y el personaje femenino innombrado. El
deseo sexual de la mujer es reprimido («su miedo
secular a los hombres»), por ella misma, dado el pe-
so social: la familia —«su padre televisión su madre
buen tallarín»—, la religión —«Dios te salve María
Dios me salve María Dios merino María»—. El tex-
to carece de signos de puntuación, lo que obliga a
una lectura atenta pues la escritura superpone imá-
genes y momentos que, sin embargo, no impiden la
comprensión del texto. Cabe destacar el uso irónico
de los diminutivos: «la pobrecita», «sus dieciocho
añitos», «una florcita sinosino».
Un buen ejemplo de cuento que se inicia in me-
dias res es Micaela: «No estimado, yo siempre tuve la
suprema confianza en Micaela. Ella fue para mí
como la última palabra, qué le digo a usted, como la
primera. Es decir que ni necesitaba hablar con ella,
todo lo comprendía de antes. El café listo. La cama
caliente». Un cuento narrado también en primera
-22-
persona y dirigido a un «tú», con quien el narrador
conversa en el encierro. Otro ejemplo de inicio in
medias res es Ana la pelota humana: «Cuando ninguno
de nosotros se esperaba, Demetrio el de los puñales
dijo que sí». Son inicios que cautivan la atención del
lector, pues éste debe estar atento a comprender los
sentidos de una historia que parece haber comen-
zado antes.
e) Búsqueda de un lenguaje que responde a
una matriz coloquial y, muchas veces, en diálogo
con los aportes de la cultura popular. Se trata de
llevar a la escritura el lenguaje de la calle.
Así, observemos el tono coloquial, los giros y
expresiones que utiliza el narrador de Micaela para
contar su historia. Importante en este cuento son
los recursos que el autor elabora para recontar la
historia del país, de la patria, desde una perspectiva
algo carnavalesca e irreverente, de matriz popular:
Velasco Ibarra —«y que su sueldo de Presidente lo
entregaría íntegro a los necesitados y que solamente
el pobre es un revulú, dijo, y que él era un revu-
lú»—, Eloy Alfaro —«Y esa noche fue lo del caba-
llo de Eloy Alfaro, y nos dijo que sin caballo el tal
Alfaro habría sido una mierda, y que solamente
construyó el ferrocarril Quito-Guayaquil porque
hubo una peste de caballos, y se murieron todos y
había caballos muertos hasta en los confesionarios
de las iglesias, y hubo que construir el ferrocarril
para llevárselos a Guayaquil y arrojarlos a la ría»—,
la guerra con Perú —«Hasta que un día yo me la
encamé. […] Pero yo nunca me entregué por com-
pleto, porque era peruana y uno tiene conciencia
después de todo y en plena tirada por ejemplo, me
venía lo del profe de primer grado, que los perua-
nos son enemigos, que nos quitaron el territorio,
entonces ni bien acababa ya, la zampaba por allí y le
gritaba: peruana piojosa». Como en otros cuentos
de Pérez Torres, los diminutivos o el humor, como
en este caso, tienen un alcance irónico, que empata
-23-
con la actitud contestataria en donde se ubica el
escritor para construir sus historias. Se desprende,
en los ejemplos anteriores, una crítica a una manera
de contar la historia patria, desde una mirada irreve-
rente y popular.
La recreación de Julio Jaramillo, el mundo de
las rocolas, el amor trágico, —«Dónde estarás amor
que yo te espero, porque no es cierto que te hayas
muerto ñerito, ruiseñor, rocolero»—, en el cuento
Rondando tu esquina responde también a una estética
y a una sensibilidad de matriz popular. En Solo ceni-
zas hallarás, por ejemplo, la voz narrativa recurre a
los giros más coloquiales en su relato, pues se trata
de dos amigos que conversan mientras beben cer-
veza: «Fresco, suave nomás. Ponte las pilas para
que captes».
Casi todos los cuentos que forman parte de
Los últimos hijos del bolero llevan como epígrafe
el fragmento de la letra de algún bolero: de Leo
Marini, Los Panchos, Chabela Vargas, Toña la Ne-
gra, Lucho Gatica. Estos cuentos de amor, al decir
de su autor, narran diferentes aventuras amorosas,
pero todas ellas tienen algo en común: un signo
cruel y de fatalidad que remite al mundo del melo-
drama, de la cultura popular, recreado precisamente
por los boleros. Un amor romántico y fatídico al
mismo tiempo, un amor inalcanzable e imposible.
En este amor, la mujer, usualmente es representada
desde una perspectiva patriarcal: divina y traidora.
Aunque, también hay que decirlo, el concepto ro-
mántico e inalcanzable que los boleros recrean se
hace sensual y atrevido, más libre de tabúes.
f) Los escritores buscan, en la línea inaugura-
da por Palacio, más que mostrar la realidad, desa-
creditarla. Se persigue develar las contradicciones y
prejuicios de una sociedad conservadora y represiva
que aún lleva el peso de la colonia. De allí que el
tema de la familia y las relaciones de pareja ocupen
un lugar privilegiado en la nueva narrativa. El mundo
-24-
de la cotidianidad se impone y la narrativa se abre
hacia nuevos ámbitos temáticos: la infancia, el fút-
bol, la iniciación sexual. El Cuico, por ejemplo, se
inscribe en esta línea, pues relata la entrada de un
niño a la adolescencia: el barrio, los pequeños (y a
la vez definitorios) descubrimientos de la infancia,
el fútbol, la masturbación, el amor.
En esta línea de reflexión podemos interpretar
la definición que sobre el cuento propone nuestro
autor estudiado, y citado al comienzo de este estu-
dio: la vocación por «revelar, de golpe, el lado ocul-
to de la realidad». El tema de la pobreza continúa
siendo una preocupación —de hecho es elemento
definitorio en la configuración de personajes en Mi-
caela, Las vendas, Cuando me gustaba el fútbol—; sin
embargo, el autor narra ese mundo mirando otros
ángulos que conviven con la tragedia y el dolor: los
afectos, la familia, la pareja, los amigos, el barrio.

Propuesta estética de Raúl Pérez Torres

Las características de la nueva narrativa ecuato-


riana arriba anotadas, en las que se inscribe la escri-
tura de Pérez Torres, al parecer tienen dos grandes
fuentes nutricias: el magisterio de Pablo Palacio y el
impacto de los escritores del boom. Estas fuentes, sin
duda, no anulan otras, pues en literatura los proce-
sos de renovación se construyen en permanente
diálogo con la tradición. De hecho, los escritores
que irrumpen en la década del setenta deben mu-
cho a la Generación del Treinta: por ejemplo, la
vocación por indagar en los márgenes sociales y
culturales, la sensibilidad frente a las circunstancias
de aquellos que viven en situación de pobreza y ex-
clusión, la afinación del oído para escuchar los to-
nos y giros del lenguaje coloquial, el interés por
conocer y narrar mundos de vida diferentes a lo
que señala el sistema oficial (otros modos de vivir la
sexualidad, la experiencia religiosa, las relaciones de
-25-
pareja, las filiaciones políticas, las relaciones socia-
les, entre otros). De hecho, Raúl Pérez responde,
en una entrevista realizada por Carlos Calderón
Chico en 1983, lo siguiente:

Creo que muchos de nosotros salimos de la cantera


explorada por Pablo Palacio, desde luego habiendo
asimilado críticamente las virtudes y los defectos de
los escritores de los años treinta. Dentro de ese
contexto aparecen mis libros, con un lenguaje más
abierto, coloquial, libre, pero meticulosamente cui-
dado13.

En la misma línea, y en una entrevista realizada


por Rodrigo Villacís Molina en 1980, Raúl Pérez
consigna lo siguiente:

Cuando yo escribo sobre el crimen de Aztra, tal vez


está en el fondo Gallegos Lara, el de Las cruces
sobre el agua; cuando escribo Micaela, quizás está
en el fondo Alfredo Pareja, el de Baldomera. Y así
en todo lo demás, seguramente están Icaza y Cha-
ves, de la Cuadra y Palacio…14

Como habíamos sugerido en líneas anteriores,


el ámbito temático en la literatura que producen los
escritores de la generación a la que pertenece Raúl
Pérez se amplía notoriamente: la ciudad, el barrio,
la militancia política, la familia, las relaciones de pa-
reja, la sexualidad, la soledad, el amor. En el cuento
ecuatoriano que se escribe a partir de la década de
los setenta sobresale una perspectiva de enunciación
ligada al desengaño, la desconfianza y el escepticis-
mo. Esta perspectiva narrativa traduce un imaginario
y una sensibilidad que responde a varias situaciones:
el crecimiento y vertiginosa transformación de las
ciudades, la expansión de nuestra clase media, las
contradicciones de una modernidad que evidencia
incapacidad de cumplir sus promesas de realización
social, las paradojas y dificultades que encuentran
-26-
los movimientos sociales en sus luchas a favor de la
igualdad, las vicisitudes de la pareja humana en re-
lación con los nuevos roles sociales y laborales que
asume la mujer en su decisión de integrarse a la his-
toria desde la militancia, la academia, el arte, el tra-
bajo. El mapa de los géneros sufrió modificaciones
que llevaron a un profundo desconcierto de la sub-
jetividad masculina y, también, a nuevas estrategias
estéticas que configuraron, entre otras cosas, una
galería de varones derrotados y empolvados de fra-
caso como expresión de una problematización esté-
tica de la nueva condición masculina. La nueva
distribución de los roles genéricos y la presencia ac-
tiva de la mujer en escenarios públicos trajo profun-
das transformaciones en las estructuras familiares y
en las relaciones de pareja y, sobre todo, la certeza
de una pérdida de los viejos valores. Muchos cuen-
tos evidencian precisamente la crisis de pareja que
enfatiza la incomunicación y la soledad el individuo.
Es importante también destacar que otra importan-
te fuente de ese sentimiento de derrota se relaciona
con la evidencia que tiene una generación de ver
sus sueños e ideales de juventud rotos e incumpli-
dos.
Así, por ejemplo, los personajes de Raúl Pérez
Torres se caracterizan por una vocación de fracaso,
son seres aniquilados y sin futuro, que se encuen-
tran en laberintos de múltiple pobreza y desarraigo.
Pérez Torres tiene cuentos en los que sin duda es
posible realizar una lectura diferente, ya que el fra-
caso ha sido representado desde un cierto aliento
épico: en el cuento Ana la pelota humana los persona-
jes deformes y circenses finalmente se rebelan al
poder cuando deciden asesinar colectivamente a
Demetrio, el autoritario dueño del circo. Así tam-
bién, el inolvidable cuento Era martes digo, acaso que
me olvido narra, desde un intenso y logrado lenguaje
marcado por el dolor y la palabra oral, el enfrenta-
miento al poder desde la perspectiva de quien está
preso y ha participado en la huelga que condujo a la
-27-
matanza de los trabajadores indígenas del ingenio
Aztra en 1977. A lo largo de toda su obra, sin em-
bargo, es posible rastrear la configuración de per-
sonajes marcados por el fracaso y la derrota; seres
capaces, sin embargo, de sobrevivir, como único
aprendizaje del hombre contemporáneo.
La crítica ha destacado en la cuentística de Pé-
rez Torres los comienzos exabruptos que generan
intensidad y complicidad con el lector, el tono re-
flexivo y nostálgico de voces narrativas que se articu-
lan desde una retórica del recuerdo, el tratamiento
estético del habla popular en la búsqueda de lo co-
loquial y de mitos urbanos, la indagación en lo polí-
tico desde la problematización del individuo, el
trabajo con lo alegórico, la imposibilidad de una
plena realización humana en una sociedad represi-
va; una matriz popular urbana que reproduce el
sentimiento trágico del bolero, la construcción de
personajes marginales y deformes. En el contexto
de tal amplitud temática, vale detenerse en el cuen-
to El marido de la señora de las lanas, puesto que con-
centra varios elementos recurrentes en la narrativa
corta de Raúl Pérez: el tono hondamente pesimista
como resultado de una visión desencantada de la
realidad, la vocación de fracaso y la construcción de
personajes que evidencian una radical puesta en cri-
sis de la subjetividad masculina:
[…] mi mujer, dulce algodón, lana tibia de otras
épocas empezó a cambiar de formas físicas y de ac-
titudes: siete de la mañana café con lana, doce del
día sopa con lanas, siete de la noche café con lanas.
[…] Me miró desorbitada y sin hablarme, ya no sa-
bía hacerlo, se había olvidado de hablar. […] Me
corté las venas y un hilillo de sangre, el último que
nos quedaba, largo, largo, rojo, largo, para el rrr rrr
rrr rrr de derecha a izquierda siempre y siempre vi-
ceversa, de sus manos adorables, se mezcló a la
máquina devoradora e inclinada.

-28-
En este cuento el narrador percibe que su mu-
jer, «lana tibia de otras épocas», ha comenzado a
cambiar sus formas físicas, ha perdido su antigua
suavidad de «gacela, de paloma japonesa»; una mus-
culatura fuerte y bien hecha le ha crecido en los
brazos y en las piernas debido a la manipulación
constante de una máquina de tejer: el exceso de la-
na ha cubierto totalmente a la pareja, han dejado de
hablarse y él ha terminado finalmente devorado por
unas manos ansiosas que le arrancan el último hilo
de sangre para continuar con su obsesivo tejido.
El tópico de la mujer devoradora de hombres
no es nuevo en nuestra literatura, puesto que Tigras
y salvajes ya poblaban el imaginario de nuestros es-
critores desde los años treinta. Ahora el tópico alu-
de a la radical desestabilización que la subjetividad
masculina ha experimentado a raíz de la emergencia
pública de la mujer y del discurso feminista, y su
consecuente transformación de las estructuras fami-
liares y de pareja. Definitivamente la modernidad
plenamente enraizada como horizonte social y cul-
tural ha trastornado el universo humano. Abundan
personajes varones que expresan o evidencian mie-
do al abandono, puesto que está en entredicho pre-
cisamente el rol tradicional de la mujer. En el
cuento Cañabrava, el narrador se caracteriza a sí
mismo como un fantasma dispuesto a contener la
naturaleza bravía y fulgurante de su mujer:
Yo me había echado sobre los hombros la respon-
sabilidad de contener aquel temperamento dema-
siado apasionado, aquella voluntad perseverante y
arrolladora, aquella fuerza magnética y altiva que se
impuso al dolor y a la tragedia, que se impuso a la
desazón que produce el vivir con un fantasma, con
un cazador de palabras, con una entelequia.

El amor parece irrealizable e inalcanzable, ella


muere trágicamente cuando la pareja parecía estar
más cerca de alcanzar la felicidad.
-29-
Los últimos cuentos de Pérez Torres reactuali-
zan e intercalan letras de boleros (mujeres traicione-
ras y culpables del dolor masculino), a la vez que
recrean una forma de amor y de conquista que ya
no existe en un mundo que procura ser cada vez
menos jerarquizado. El narrador del cuento Usted es
la culpable afirma, en un diálogo imaginario con su
amante casada:

Ya no quiero seducir a nadie, ya no puedo seducir a


nadie, ya nadie se siente seducida, nadie siente la
seducción. Y lo que es peor, ya no podemos sedu-
cirnos a nosotros mismos.

Ese nosotros que se reconoce en la incapacidad


de seducción evidencia una subjetividad en crisis y
un imaginario masculino en reconstitución bajo la
necesidad de inventar nuevos códigos y lenguajes
para la interacción humana.
La crítica ha llamado la atención sobre una ca-
racterística recurrente de su narración: la nostalgia y
el desencanto de unos personajes que, en la edad
adulta, miran hacia atrás y se encuentran con el fra-
caso de sueños no realizados. Se trata del senti-
miento de desencanto de una generación ante una
sociedad a la que no pudo transformar. Así, en el
estudio introductorio a la novela Teoría del desencanto
(1985), César Chávez Aguilar afirma lo que sigue:
Teoría del desencanto es un canto de nostalgia,
de lo que se fue, de lo posible, de lo que nunca lle-
gó a ser; pero también es la evidencia —clara de
sus participantes— del fracaso de sus intentos re-
volucionarios15.

No en vano el autor se ha definido a sí mismo,


y a su generación, como los «últimos hijos del bole-
ro», título de su libro de cuentos publicado en 1997.
Frente a la pregunta ¿Por qué Los últimos hijos
del bolero?, Raúl Pérez responde:
-30-
No sé, es un título nostálgico, una necesidad de
evocar otros tiempos, tiempos del amor, de la soli-
daridad, de la militancia, tender un puente para en-
contrar otra vez esas sensaciones en estos tiempos
del desprecio y de la codicia16.

Cuentos de amor, narrados a son de bolero y


en primera persona. La pregunta que vertebra el li-
bro parece ser: ¿Cómo se sobrevive al desencanto,
al fin de unos ideales que alentaron a toda una gene-
ración? A propósito del cuento Solo cenizas hallarás,
ganador del Premio Juan Rulfo, Francia 1994, su
autor propone que es:

[…] un contrapunto entre mi generación, la de los


60 y 70, con la actual. Se trata de alguien que re-
memora su amor de juventud por una mujer ma-
yor, y en ese trance se revelan actitudes diferentes
propias de tiempos diferentes. Obviamente tiene
elementos autobiográficos. Sí yo escribo muy cerca
de mi piel, a lo que me ha pasado, a lo que he vivi-
do. Entonces este cuento fue cuajándose en mí,
mientras observaba y conversaba con jóvenes de
hoy, y recordaba mis propias experiencias17.

Se trata, en efecto, de un recuerdo, la narración


de quien en su temprana juventud se enamora de
una mujer mayor a él. El cuento se articula alrede-
dor de una tensión: el encuentro/desencuentro de
dos generaciones: la de ella y la de él:
Qué son ustedes, me decía, con el afán de meter en
un saco mi juventud […]. A nosotros nos asom-
braba todo, íbamos de asombro en asombro, de
descubrimiento en descubrimiento, de búsqueda en
búsqueda. ¡Asómbrense de vivir, carajo!

El cuento recrea el enfrentamiento simbólico


entre dos generaciones: «ustedes»/«nosotros», los
-31-
sesenta/los ochenta (y los referentes culturales de
cada una), la nostalgia/la ironía. Sin embargo, ese
enfrentamiento está narrado no desde la nostalgia,
pues se trata de una historia de amor fallida, con un
final de agudo humor irónico, que hace excelente
uso del lenguaje coloquial. Después de todo, el na-
rrador cuenta su historia de amor a su amigo Patitas
mientras chupan bielas.

Cronología de publicación

FICCIÓN:
1970 Da llevando (cuento)
1973 Manual para mover las fichas (cuento)
1976 Micaela y otros cuentos (cuento, Premio
Nacional de Cuento, 1976)
1978 Musiquero joven, musiquero viejo (cuen-
to, Premio Nacional «José de la Cuadra»,
1977)
1980 En la noche y en la niebla (cuento, Premio
Casa de las Américas, 1980, Cuba; Premio
Nacional «José María Lequerica» al mejor
libro publicado)
1983 La dama de rojo (teatro)
1985 Teoría del desencanto (novela)
1989 Un saco de alacranes (cuento)
1994 Poemas para tocarte (poesía)
1995 Sólo cenizas hallarás (cuento, Premio «Juan
Rulfo», 1994, de Radio Francia Internacio-
nal, Premio Internacional de Narración Bre-
ve «Julio Cortázar», 1995, España)
1997 Los últimos hijos del bolero (cuentos)
2001 Me cogió la depre (teatro)

ENSAYO
1992 Índice de la narrativa ecuatoriana (ensa-
yo conjunto)
2000 Cultura y libertad
2006 El tiempo, esa pluma. Textos y pretextos

-32-
ALGUNAS ANTOLOGÍAS
1991 Cuentos escogidos (antología)
1999 Solo cenizas y otros cuentos (antología)
2005 Papiro ciego (antología)
2006 Área de candela (antología de fútbol)
Algunos de sus textos han sido traducidos al
inglés, alemán, francés y griego.

El cuento según Raúl Pérez Torres


Como se desprende de la lista de obras publi-
cadas, Raúl Pérez Torres ha incursionado en dife-
rentes géneros literarios —novela, cuento, poesía,
teatro, ensayo—; sin embargo, confiesa el escritor
que es en el cuento el género en donde mejor se
siente. La definición de cuento, la historia corta, ha
dado lugar para muchas polémicas en el ámbito de
los estudios literarios; sobre todo cuando se trata de
diferenciarlo de la novela y, más aún, de la novela
corta. Pues la diferencia, ciertamente, no es un
asunto de extensión.
El cuento, a diferencia de la novela, no cons-
truye un mundo de vida completo y autónomo. El
cuento comunica, de manera condensada, una expe-
riencia del mundo: un suceso significativo, un instan-
te amplificado. De allí que se hable de los efectos de
intensidad y, a veces, de suspenso que tiene el cuen-
to sobre el lector. Así, por ejemplo, Julio Cortázar,
con el propósito de establecer una diferencia fun-
damental entre cuento y novela, propuso que «la
novela gana por puntos, mientras que el cuento ga-
na por nocaut». La novela, por su propia naturaleza
en la demanda de configurar todo un universo
humano, suele ser morosa en su escritura; ella narra
simultáneamente varias historias. El cuento exige
síntesis, brevedad, precisión, sorpresa18.
Raúl Pérez ha formulado la siguiente defini-
ción de cuento:

-33-
Siempre será ejemplificador lo que decía nuestro
José de la Cuadra, uno de los mejores cuentistas de
América: cuando le preguntaban por qué había es-
cogido el cuento, él respondía: «Yo soy como los
gallos, acabo pronto». Sí, acabar pronto, decir las
cosas como en un ataque, como en una convulsión,
como en un abrazo. Es en el cuento donde mejor
me siento, en el relato, en la historia corta. Allí mi
espíritu se tensa como una cuerda de violín. […] El
cuento es muchas cosas, pero ninguna de las que
dice la teoría literaria, el cuento es una garrapata
que nos camina en el corazón, en los intestinos, es
la manera desdichada que tenemos de afianzar la
melancolía de instante. Contiene la duración de una
lágrima, de un beso, de una bala. Es la mala pasada
que nos hace la memoria, el hijo legítimo del re-
cuerdo que ha dejado huellas, es sacarse el escara-
bajo de la espalda, es como el bolsillo del payaso o
el sombrero del mago, o la cartera de la mujer
amada, donde siempre cabe algo que te sorprende-
rá. El cuento es un rayo, una flecha que parte rauda
hacia el corazón de la inteligencia. En el cuento
pretendemos atrapar el espacio y el tiempo de un
solo manotazo, en una cohesión donde cada pala-
bra tiene el deber de ser inteligente, cada final una
descarga eléctrica, buscando lo que buscaba Eliot,
la plenitud de la fórmula verbal19.

Estupenda definición del género que Raúl Pé-


rez propone, desde su experiencia y oficio de escri-
tor. Conocedor de los retos del género, de sus
alcances y deslumbramientos, el autor elabora, a
partir de muy sugerentes imágenes, una certera y
seductora definición.

Premios, reconocimientos, funciones del autor

Raúl Pérez Torres realizó sus estudios secun-


darios en el Colegio Mejía. Estudió en la Facultad
-34-
de Comunicación Social, en la Universidad Central
del Ecuador. Ha recibido los siguientes premios y
ha ejercido, entre otras, las siguientes funciones:

1. Premio Casa de las Américas. Cuba 1980.


2. Premio Juan Rulfo. Radio Francia Internacional
1994.
3. Premio Julio Cortázar. España 1995.
4. Presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana,
2000-2004.
5. Ha representado al país en la UNESCO y en di-
ferentes cónclaves nacionales e internacionales.
6. Presidente de la Coordinadora Ecuatoriana de
Solidaridad con Cuba.
7. Doctor Honoris Causa de la Universidad Ricar-
do Palma, Lima.
8. Director de Educación y Cultura del Consejo
Provincial de Pichincha.
9. Director Cultural y Catedrático de la Universi-
dad Alfredo Pérez Guerrero.

NOTAS

1. Tzántzico y Tzantzismo son palabras etimológicamente


ligadas a «tzantza» y que remite a una práctica ritual indí-
gena de los shuar de «reducir las cabezas» de los enemi-
gos. De allí el llamado al parricidio simbólico, en el
sentido de buscar y crear nuevos referentes culturales y
políticos, desde la negación de una cultura heredada, per-
cibida como anacrónica y de raigambre colonial.
2. Alejando Moreano, «El escritor, la sociedad y el poder»,
en varios autores, La literatura ecuatoriana en los úl-
timos 30 años (1950-1980), Quito, El Conejo, 1983, p.
113.
3. Para ampliar la reflexión en torno al magisterio que ejer-
ció Sartre en esta generación de intelectuales, revisar Ali-
cia Ortega Caicedo, «Trayectorias y memorias del diálogo
con Sartre en la escena cultural de Quito», en Alicia Orte-
ga Caicedo, editora, Sartre y nosotros, Quito, Universi-
dad Andina Simón Bolívar/El Conejo, 2007.
-35-
4. Ver Agustín Cueva, «El Ecuador de 1960 a 1979», en
Nueva historia del Ecuador, vol. 11, Quito, Corpora-
ción Editora Nacional, 1996.
5. Raúl Pérez, en Rodrigo Villacís Molina, Palabras cruza-
das, Quito, Banco Central del Ecuador, 1988, p. 210.
6. Ibíd., p. 212.
7. Raúl Pérez Torres, «Breves apuntes sobre la literatura
ecuatoriana», en La palabra vecina. Encuentro de escri-
tores Perú-Ecuador, Lima, Universidad Nacional Mayor
San Marcos, 2008, p. 58.
8. Raúl Pérez Torres, «La generación del desencanto», en La
literatura ecuatoriana en las últimas décadas. En-
cuentro Nacional de Escritores, Tulcán, noviembre-
95, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1996, pp. 63-67.
9. Cecilia Ansaldo, «El cuento ecuatoriano en los últimos
treinta años», en varios autores, La literatura ecuatoria-
na en los últimos 30 años (1950-1980), Quito, El Cone-
jo, 1983, p. 54.
10. Raúl Vallejo Corral, «Estudio introductorio», Cuento
ecuatoriano de finales del siglo XX. Antología críti-
ca, Quito, Libresa, 1999, p. 37.
11. Ibíd., p. 41.
12. Raúl Pérez Torres, «Breves apuntes sobre la literatura
ecuatoriana», en La palabra vecina, p. 60.
13. Raúl Pérez Torres, en Carlos Calderón Chico, «Con Raúl
en la noche y en la niebla», Literatura, autores y algo
más. Entrevistas, Guayaquil, s.e., s.f., p. 183.
14. Raúl Pérez Torres, en Rodrigo Villacís Molina, Op. cit.,
p. 211.
15. César Chávez Aguilar, «Del encantamiento al fracaso», en
Raúl Pérez Torres, Teoría del desencanto, Guayaquil,
Municipio de Guayaquil, pp. 15-16.
16. Raúl Pérez Torres, «Soy un bigote que escribe», en diario
Hoy, 8 de agosto de 1997.
17. «Raúl Pérez Torres: escribir para existir», diario Hoy, 17
de febrero de 1995.
18. Para una reflexión sobre el cuento, revisar el estudio in-
troductorio de Raúl Vallejo Corral a su antología critica
del Cuento ecuatoriano de finales del siglo XX, Quito,
Libresa, 1999.
19. Raúl Pérez Torres, «Oficio de escritor», en La literatura
ecuatoriana en las últimas décadas. Encuentro Na-
cional de Escritores. Tulcán, noviembre-95, Quito,
Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1996, p. 77.

-36-
ALGUNOS JUICIOS CRÍTICOS

Raúl Pérez Torres publica su primer libro de


cuentos en 1970. Da llevando contiene ya elemen-
tos de esa agresividad, de esa intensidad exasperan-
te que marca su progresión cuentística. Cuentos
que comienzan por el enunciado lapidador de una
tragedia que luego se nos desgrana con la precisión
que exige esa característica inapelable del cuento: la
economía artística. […]
Pasando por Musiquero joven, musiquero
viejo (1977), con el cual consiguió el Premio José
de la Cuadra, Pérez llega a En la noche y en la
niebla (1980), el libro que le hiciera acreedor al más
prestigioso galardón de América Latina, el premio
Casa de las Américas. Se mantienen los recursos ya
presentes en libros anteriores: preferencia por el na-
rrador-personaje niño o adolescente, la insistencia
en la búsqueda de sentidos en la mujer mientras el
contorno es deplorable y desolador, las mezquinda-
des aberrantes de la burguesía. Lo reiterativo de la
obra se manifiesta hasta en la opción lingüística de
aprehender la realidad mediante el uso del lenguaje
coloquial. Un punto importante en el rastreo del
habla popular y su consiguiente visión del mundo,
lo consigue en el cuento dedicado a Julio Jaramillo
-37-
y su inserción en el ánima del pueblo: «Rondando
tu esquina».

Cecilia Ansaldo

La década del setenta se abrió con positivos


augurios para nuestra narrativa gracias a la aparición
de dos buenos libros de cuentos en 1970: Simón el
mago, de Carlos Béjar Portilla […] y Da llevando,
de Raúl Pérez, que anuncia al gran escritor en cier-
nes: buen contador de historias, poetizador del len-
guaje y la sensibilidad populares, de frase cadenciosa.
Cuatro años después, Raúl Pérez ratificará con cre-
ces esas cualidades en Manual para mover las fi-
chas y las reiterará en Micaela y otros cuentos
(1976) y Musiquero joven, musiquero viejo (1978).
Culminación de una década pródiga y de una bri-
llante carrera personal, Raúl obtendrá el Premio Ca-
sa de las Américas con En la noche y en la niebla
(1980). Cinco libros en un mismo autor en tan cor-
to tiempo: la cifra sola es significativa si se recuerda
que en el decenio precedente probablemente no se
escribieron más de cinco libros de cuentos de nivel
decoroso.

Agustín Cueva

Más que inventario de una crisis, más que la


revelación implacable de un naufragio, Teoría del
desencanto es la búsqueda —o más bien, el resca-
te— de una nueva conciencia individual y social.
Tiene algo de tragedia y de bolero, esa extraña mez-
cla de nostalgia, de lucidez, de crueldad y de ternura
que suele ser la vida cuando se asume agónicamen-
te, como una dramática contradicción y, a la vez,
como un proyecto irrenunciable. Lo que aporta esta
novela a la nueva narrativa latinoamericana es su in-
sólita capacidad para dar testimonio de una época
-38-
con el tono desgarrador de un diario íntimo, la
frialdad de una radiografía y la pasión de un estilo
intensamente personal.

Antonio Fornet

Raúl Pérez Torres utiliza un lenguaje poético


en su prosa, trabaja con el comienzo in medias res
para intensificar el conflicto de lo que cuenta, utili-
za flujo de conciencia y el cambio de perspectiva
del narrador, busca y desarrolla una propuesta esté-
tica sobre el habla popular, introduce un personaje
femenino siempre en conflicto y lo político especí-
fico desde el conflicto individual, y plantea con sus
personajes la búsqueda incesante del amor y la rea-
lización plena del ser humano atormentado por un
cuerpo social represor.

Raúl Vallejo

El lenguaje de Pérez Torres es lírico y caden-


cioso ciertas veces, patético, irónico, ametrallante,
inquisidor, fugaz, en otras. La fuerza humana que
emerge de las calles, los harapos, las pailas, la po-
breza, la injusticia, acometen su sensibilidad, des-
truyen su sueño, amargan su aliento.
La mirada directa, los laberintos del amor, la
conciencia alerta, la honestidad, predisponen su es-
píritu al ruedo sin límites, al hedonismo posible, a la
muerte devastadora siempre presente.
El lenguaje en Pérez Torres sorprende, abre,
sumerge, señala al lector. Lo involucra como un
atardecer único y delineado, que una vez contem-
plado, jamás se olvida, porque tiene la vocación de
la paz y de la guerra.

Luz Marina de la Torre

-39-
Este último libro de Raúl Pérez Torres [Los
últimos hijos del bolero] contiene ocho cuentos,
que el autor los distingue como «cuentos de amor».
Incluye el que mereció el primer premio en el afa-
mado concurso internacional que se convoca en
Paris periódicamente, bajo la advocación de Juan
Rulfo, correspondiente al año 1994, titulado «Solo
cenizas hallarás».
Pero en esta colección narrativa hay mucho
más que cenizas. Se trata de una colección de cuen-
tos sombríos, de un amor desesperado. Predomi-
nan en ellos la revelación introspectiva de un
mundo interior de pesadilla, que salta hacia fuera, y
se sumerge en el mundo circundante, no menos
cruel, desolado y trágico que aquél. […]
Raúl es uno de los escritores representativos de
su tiempo y de su generación. Es el suyo un sensua-
lismo amargo y deslumbrado. Pero el veneno que
destila tiene, para el lector más exigente, un sabor
de pecado que embriaga. Es un poeta maldito que,
con su palabra lacónica y penetrante, descubre los
secretos más recónditos del alma, a la cual lleva,
cuando menos se piensa, a sumergirse en antros de
pesadilla donde todo es bajo, vil y canalla. Incluso
el erotismo que satura sus bellísimos relatos, está
teñido de tragedia y remordimiento. Pero su lectura
apasiona y atrae.

Ángel Felicísimo Rojas

Encuentro en los cuentos de Raúl Pérez, como


elementos constantes que hilvanan toda la obra y
estampan en ella el sello de una personalidad total-
mente definida, la poesía y la ternura.
Son todos cuentos cuya forma expresiva se
ajusta a una inspirada elaboración de la experiencia
vital —saudade, soledad sola—, observación sagaz
y dolorida de nuestra realidad y memoria viva que
-40-
se proyecta hacia sus propios abismos humanos,
mediante la palabra poética y la imagen de una ver-
dad que nos toca más profundamente, gracias a una
sensible combinación de calidad humana y calidad
estética.

Edmundo Ribadeneira

-41-
BIBLIOGRAFÍA RECOMENDADA
Ansaldo, Cecilia, «El cuento ecuatoriano en los úl-
timos treinta años», en varios autores, La lite-
ratura ecuatoriana en los últimos 30 años
(1950-1980), Quito, El Conejo, 1983.
_____, «Dos décadas del cuento ecuatoriano: 1970-
1990», en La literatura ecuatoriana de las
dos últimas décadas: 1970-1990, Cuenca,
Universidad de Cuenca, 1993.
Astudillo, Alexandra, Nuevas aproximaciones del
cuento ecuatoriano en los últimos 25 años,
Quito, Universidad Andina Simón Bolívar/
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Villacís Molina, Rodrigo, Palabras cruzadas, Quito,
Banco Central del Ecuador, 1988.

-49-
TEMAS PARA TRABAJO DE LOS
ESTUDIANTES

1. Encargar a los estudiantes que, en trabajo indi-


vidual o en grupos, amplíen alguno o algunos
de los hitos históricos que el autor señala como
definitorios para comprender la atmósfera polí-
tica y cultural de su generación. Este punteado,
que reproduce textualmente palabras de Pérez
Torres, se encuentra al final del primer apartado
del presente estudio introductorio: «El autor, su
época y oficio».
2. Reflexionar en torno a la definición de cuento
que propone Raúl Pérez Torres en uno de los
apartados anteriores. Discutir las diferencias en-
tre cuento y novela. Estudiar al cuento, en tanto
género con características propias, a partir de un
cuento en concreto y en diálogo con la defini-
ción del autor. Poner el acento en la idea de in-
tensidad, del instante y la sorpresa (la imagen
del rayo, del manotazo, del sombrero del mago).
3. En el cuento El marido de la señora de las lanas,
¿qué significado tiene la invasión de tanta lana
en la vida del marido? ¿Cómo percibe el narra-
dor los cambios de su mujer? ¿Qué añora de
ella? Pensar el tema de la pareja.
-50-
4. A partir de la lectura de El Cuico, observar cómo
trabaja el escritor el paso de la niñez a la adoles-
cencia: ¿Cuáles son esos ritos de paso? ¿Qué
significan el Cuico y el fútbol en la vida del per-
sonaje narrador? ¿Por qué la madre del narrador
representa el ejercicio del poder? Poner aten-
ción a la narración escrita en primera persona y
el tono coloquial de la escritura.
5. Discutir el tratamiento del tema de la sexualidad
femenina en el cuento Este merino. Prestar aten-
ción al uso de los diminutivos. ¿Cómo se repre-
senta el tema de la represión sexual? ¿Qué papel
juegan la familia y la religión en la configuración
del personaje femenino?
6. ¿Por qué dice el narrador de Micaela, en el últi-
mo párrafo del cuento, «solamente me queda la
venganza que siento y que a veces me da fuerza
para seguir aguantando hasta el final, en este hue-
co para salir un día a barrer a todos los que me
han hecho tantísimo mal, sin que yo haga nada»?
Poner especial atención al lenguaje coloquial, a
la forma cómo son narrados diferentes momen-
tos de la historia nacional desde la perspectiva
de la cultura popular. ¿Cómo está representada
la mujer en la figura del personaje Micaela?
7. ¿Desde dónde está narrada la pobreza de una
familia en el cuento Cuando me gustaba el fútbol.
Observar que el autor no destaca solamente el
aspecto trágico de la pobreza (que sí es un ele-
mento definitorio en la configuración de los
personajes y en el devenir de la anécdota). El
escritor también da cuenta de otros ámbitos: la
familia, lo cotidiano, los amigos, la chica, el ba-
rrio y, como argamasa de lo social, el fútbol.
8. ¿Por qué se puede hablar de ternura aún en na-
rraciones que dan cuenta de mundos sórdidos y
de tragedias, como en Micaela o en Las vendas?
¿Cómo describe y rememora el personaje na-
rrador del cuento Las vendas a Juanita? ¿Cómo
se rememora la infancia en el cuento?
-51-
9. ¿Por qué se puede hablar de una dimensión
heroica en algunos personajes de Pérez Torres;
por ejemplo Ana, la pelota humana, o Micaela,
o Carmela en Era martes digo, acaso que me olvido, o
la ñata en ¿Te acuerdas ñata? Anotar que se trata
de personajes femeninos, en situación de ex-
trema pobreza y vulnerabilidad. Argumentar las
respuestas.
10. Investigar quién fue Julio Jaramillo. ¿Qué ele-
mentos del cuento Rondando tu esquina nos per-
miten hablar de una forma de sentir, de amar y
de narrar de matriz cultural popular? ¿Por qué
algunos párrafos del cuento están escritos en le-
tra cursiva?
11. ¿Qué le ha sucedido a la ciudad del narrador, en
el cuento Ciudad, mi ciudad transfigurada? ¿Qué
papel juega el «sucio ángel de la guardia»? ¿Có-
mo perciben los estudiantes su propia ciudad?
Suscitar debate a partir de la lectura del cuento
en diálogo con la vida urbana contemporánea.
12. ¿Desde qué perspectiva está narrada la vida de
pareja en el cuento Cañabrava? ¿Quién cuenta la
historia? ¿Qué diferencias existen entre el per-
sonaje masculino y el femenino? ¿Qué piensa
sobre el final del cuento?
13. Los ocho cuentos finales, que pertenecen al li-
bro Los últimos hijos del bolero, recrean dife-
rentes formas de amor: triángulos, amores fuera
de matrimonio, amores con finales melodramá-
ticos y signados por la fatalidad. ¿Por qué la
mayoría de ellos llevan como epígrafe el frag-
mento de algún bolero? Investigar sobre los bo-
leros, cómo cantan los boleros al amor, ¿qué
historias cantan los boleros? Investigar sobre
Leo Marini, Los Panchos, Chabela Vargas, To-
ña la Negra, Lucho Gatica. ¿Quiénes fueron,
qué cantaron? Escuchar boleros, cuyas letras es-
tén presentes en los cuentos, y discutir sobre la
representación del amor. ¿Cómo se narra el dra-
ma amoroso? ¿Cómo aparece la mujer en los
-52-
boleros?: divina y traidora. ¿El hombre?, repre-
sentaciones de la traición y de la soledad propia
del don Juan, por ejemplo en Cien mujeres han pa-
sado por mi vida. Proponer debate, a partir de la
lectura de los cuentos y de los boleros. Llevar
boleros al aula.
14. A partir de la lectura del cuento Solo cenizas halla-
rás, señalar el presente enunciativo del cuento y
destacar los elementos que ejemplifican usos y
giros del lenguaje coloquial. No olvidar que se
trata de una conversación de dos amigos (el na-
rrador y Patitas) mientras beben cerveza. ¿Có-
mo recrea el cuento el encuentro/desencuentro
de ambas generaciones, la del sesenta y la del
ochenta?

-53-
Raúl Pérez Torres

Un siglo de ausencia
y otros cuentos
El marido de la señora de las lanas

Al principio era yo un pequeño hilito suspen-


dido de otro. Me cortaron y heme aquí viviendo
con zapatos, con mujer, con angustias, en fin, como
hacen todos. Mi mujer es bella, trabajadora y necia.
Le gusta mucho tejer. Hace un año por ejemplo me
pedía todos los días que le comprara una máquina
tejedora. Yo, a decir verdad, estaba fastidiado con
las lanas. Ella tejía con las manos interminables sa-
cos, pequeños, grandes, rojos, azules, verdes. Yo la
veía siempre con sus agujetas enormes, entremez-
clándolas, blandiéndolas y sacando como por magia
una larga, cada vez más larga labor de lana. Me da-
ba miedo a veces, pero ella era muy cuidadosa. To-
das sus lanas guardaba en una canastilla que había
sido de su madre.
Alguna vez me contó que era muy diestra para
tejer porque desde pequeña su madre le había obli-
gado a ello. Que en los tiempos malos, cuando el
padre les abandonó y antes de conocerme, vivían
de eso. A mí me parecía increíble. Vivir de lana, casi
como vivir de flores o de agua, pero ella me expli-
caba una y otra vez que por ejemplo por seis pares
-57-
de escarpines le pagaban tres sucres y que esos seis
pares se hacían volando, que eran tres hermanas, en
resumen cuatro obreras y que los pares se cuadru-
plicaban, que levantándose temprano, tranquilamen-
te tenían para almorzar más o menos bien. Alguna
vez pensé que seguramente por eso, por su infancia
de lanas, ella era tan suave, tan dúctil, tan blanda.
Cuando tocaba su cuerpo me parecía que entraba
en un bosque de algodón, inclusive intuía colores,
azul, rosa, anaranjado en lo profundo de su amor y
sus cabellos se me figuraban hebras de lana delica-
das y caras.
Pero luego fue otra cosa. A la final como
siempre me venció por pereza. Tuvo entonces su
máquina de tejer, porque en realidad a mí se me
iban las lágrimas de verle con su larga labor inter-
minable, con sus deditos finos que luchaban endia-
bladamente como en los tres mosqueteros, dale que
dale, dándole a la figura, de tréboles, de cordones,
de trenzas, punto de arroz, punto de cruz, punto de
pajarita, punto final.
Tuvo su máquina, se lo merecía, el ruido no
me fastidiaba mucho, era un rrrrr simple. Al princi-
pio llegaba a la oficina sordo y mi jefe creía que le
estaba tomando el pelo, por poco y ahí no más, pe-
ro luego ya me acostumbré, parecía que vivía en un
avión, pero mi mujer comenzó a endurecerse, la
máquina la manipulaba con ambas manos, de iz-
quierda a derecha y de derecha a izquierda rrrr rrrrr
rrrrr rrrr y las pelusas que volaban por todo el cuar-
to. Pensé llevarla a vivir a otra parte, donde hubie-
ran dos cuartos pero luego desistí porque había que
pagar la máquina mensualmente, y de todas mane-
ras las pelusas se las podía quitar del pelo y de la
ropa con un poco de paciencia, y yo tenía paciencia
porque ya no era joven, total que siguió la cosa y mi
mujer, dulce algodón, lana tibia de otras épocas
empezó a cambiar de formas físicas y de actitudes:
siete de la mañana café con lanas, doce del día sopa
con lanas, siete de la noche café con lanas. Pasar sí
-58-
pasaba, aunque un cosquilleo gracioso en la garganta
me hacía estornudar a cada momento. Y rrrrrr a la
izquierda y rrrrrr a la derecha. Sus brazos y sus
piernas parece que le crecieron un poco y en ellos
una musculatura fuerte, bien hecha. Yo no tenía
miedo, ¿por qué iba a tenerlo? Además no tenía
tiempo de pensar en ello.
Un día, uno de los compañeros de oficina me
preguntó si yo era el marido de la señora de las la-
nas y yo le dije que sí, que yo era ese, y luego me
quedé pensando, pensando tanto que ya no me
acuerdo lo que pensaba. Mi terno empezó a adqui-
rir un colorcito de tristeza, afelpado, gris, taciturno.
Ya era voz general esto de quién era yo, todos sa-
bíamos. Cuando me subía al bus oía murmurar «mi-
ra allí va el marido de la señora de las lanas» pero
esto no me molestaba, era una cosa hasta cierto
punto graciosa, insignificante, se puede ser el mari-
do de la señora Beatriz, o de la señora reina de In-
glaterra, de todas maneras no era el marido de la
señora puta, no había por qué preocuparse. Segu-
ramente mi preocupación empezó cuando mi mujer
me pidió más canastas, tenía ya tres, todas llenas de
lana. Yo creo que no podría comprarle más o en
ese tiempo estaba reuniendo para un J. P. Sartre ba-
ratísimo, lo cierto es que me daba pena verla obse-
sionada, así que empecé a sacarme de la oficina
toda clase de cajitas, bolsas de cartón, canastillas de
papeles, etc., todos mis pocos libros los vendí por-
que no había dónde ponerlos, solamente me quedé
con alguno de Hamsum, no sé por qué, tal vez por
su tamaño.
Y mi mujer ya no podía con tanta lana, solita la
pobre rrrr rrrrrr de izquierda a derecha y viceversa,
yo le ayudaba embobinando, desenredando, le po-
nía mis brazos como dos estacas para que envolvie-
ra, luego por algún escondido de la vida yo ya no
tenía nada que hacer, solamente ayudarle, me hice
experto, conocía todas las lanas, acrílicas, tempex,
san pedro, el gato, fibra, hilo, algodón, y ya no me
-59-
importaba mucho que en la oficina se acercara mi
amigo y simpáticamente me quitara de la solapa al-
gún hilillo sin importancia...
Yo adoraba en mi mujer su suavidad de gacela,
de paloma japonesa, de esas que se usan en ese país
para calentarse las manos en invierno, su situación
de espuma, de nube, de cigarrillo, pero todo esto se
acabó. Ya no nos hablábamos, nos tapaban las la-
nas, yo apenas veía su cerquillo desordenado y sus
ya gordas manecitas de otros tiempos. Hubo que
ocupar parte de la cama y vender el armario, ella
empezó a dormir en el suelo pero yo soy hombre y
me pareció más lógico que yo debía dormir en el
suelo y ella en el pedazo de cama, aunque a decir
verdad ella tenía más resistencia. Un día me planteó
la necesidad de que era imposible que vaya a la ofi-
cina, que debía quedarme junto a ella, y en realidad
me pareció justo, ella no podía con tanto, así que
falté una semana, luego fui y me recibieron blan-
damente, lo que me satisfizo porque estaba acos-
tumbrado a esa blandura, a esa suavidad de contacto
con lana —aunque me cancelaron por supuesto—,
pero al regreso no encontré a mi mujer, la llamé, la
grité, la busqué lana por lana, ovillo por ovillo, caja
por caja, inútil, luego un pequeño, suavísimo soni-
do gutural, ella, debajo de la cama, con la máquina
inclinada hacia el suelo, dale que dale rrrrr rrrrr rrrr
rrrrr de derecha a izquierda y de izquierda a dere-
cha. Consideré que no era cosa de dejarla sola y
desesperada, me acomodé a su lado como pude y
luego le iba soltando su lana poco a poco, sin enre-
darla y con cuidado hasta que se acabó. No el cuen-
to sino la lana, ya no había más, ni una sola hilacha
más. Me miró desorbitada y sin hablarme, ya no sa-
bía hacerlo, se había olvidado de hablar. Se acercó
un poco más y dulcemente empezó con mi saco, lo
rasgó finalmente, en largas tiras y sigue y sigue, lue-
go el pantalón, la camisa, su vestido, sus medias, y
más desorbitada, y más ansiosa, con los ojos en
blanco, ella, la misma de ojos de agua clarísima, de
-60-
pestañas de pluma de tórtola de otros tiempos. Todo
había acabado. No quedaba ni una sola hilacha, ni
el más mínimo len. Mi mujer, la bella, la cósmica
vidriosa y vegetal.
Me corté las venas y un hilillo de sangre, el úl-
timo que nos quedaba, largo, largo, rojo, largo, para
el rrrr rrrr rrrr rrrr de derecha a izquierda siempre y
siempre viceversa, de sus manos adorables, se mez-
cló a la máquina devoradora e inclinada.

-61-
El Cuico

Yo, cuando pequeño, era marica.


Tenía miedo a todo, a la noche, a los árboles, a
la quebrada, a la cocina de mi casa, a los retratos de
las artistas antiguas, colgados de las paredes. El Cui-
co en cambio era todo lo contrario. Yo no com-
prendía cómo uno podía ser tan desprendido de la
vida. Se atravesaba solito los túneles de la quebrada
de Miraflores. Yo me quedaba esperándolo, senta-
do a la entrada o a la salida del túnel. Luego de me-
dia hora salía, yo veía su figura alta, delgadísima,
venía de la noche, de la oscuridad, de la valentía,
parecía un fantasma. Con paso alegre, las manos
moviéndolas inexplicablemente muy alto y muy ba-
jo, se acercaba sonriente y me decía «tú no puedes
entrar allí Quique, me han sucedido cosas fantásti-
cas» y se ponía a contarme de brazos peludos, de
caras fosforescentes, de golpizas invisibles. Yo le
oía embelesado y nervioso. Era mi ídolo, el que to-
do lo podía.
Lo odiaban en mi casa, para ellos era un patán,
yo no sé cómo mi madre podía equivocarse, cómo
mi madre no pensaba que él también tenía su ma-
dre que decía que el Cuico era el mejor hijo del
mundo, la madre de él sabía quién era su hijo, luego
-62-
ella no se equivocaba, la equivocada era mi madre.
Hubo un tiempo en que yo despreciaba a mi madre,
me pegaba continuamente y no me dejaba salir con
él. Yo lo miraba desde la puerta de calle, lo distin-
guía al punto. El Cuico siempre se paraba en la es-
quina de mi casa. Su figura era inconfundible. Lo
miraba paseándose alegremente por toda la calle
Asunción, esa calle era suya y la Panamá y la Cana-
dá y la intersección de la Río de Janeiro y Vargas,
todo era de él, era en definitiva dueño del barrio,
dueño del mundo.
Así empecé a amar la libertad, a añorar la liber-
tad, a odiar la opresión.
Por circunstancia especial, mi madre se convir-
tió en la primera opresora de mi vida, ya luego con
el tiempo conocería yo todas las formas de opre-
sión.
Un día, el Cuico vino a visitarme con una no-
vedad, siempre venía con una novedad. Ahora era
un palo curvado con la piola templada a los extre-
mos. Igual a la que había visto en películas de
Weismuller. Era un arco. Traía también muchas va-
ras finísimas, con un poco de brea en la punta. Me
enseñó a lanzar. Poseía una puntería extraordinaria.
Me decía jactancioso: «Donde pongo el ojo, pongo
la flecha» y a mí me sonaba esa frase como cuando
por la noche yo recitaba «Dios te salve María, llena
eres de gracia...». Fue el acabose la temporada en
que nos dedicamos al arco y la flecha. Allí me nació
otro trauma pequeñito. Comencé a despreciar a los
soldados. El Cuico siempre me decía: «Tira contra
los chapas de charreteras, hay que acabarlos» y mi
imaginación calenturienta veía ejércitos invisibles de
soldados con cascos, odio y botas. Un año después
mi hermano me hizo leer a punte pescozones Don
Quijote de la Mancha y yo secretamente me burlaba
de esa porquería, del molino y de todo aquello,
porque el Cuico y yo siempre lo habíamos hecho
mejor y contra peores enemigos. Me obligaban a
leer El libro de las selvas vírgenes, Tom Sawyer, y todas
-63-
esas bazofias que el Cuico y yo las vivíamos quin-
tuplicadas.
El Cuico era formidable. Yo siempre atrás de
él, aprendía las cosas con facilidad. Mi cobardía no
tenía nada que ver con mi habilidad. Yo aprendía
rápido y el Cuico se sentía orgulloso de ello. Él me
decía: «Sáltate de aquí allá...» y él lo hacía primero,
yo probaba una, dos, diez veces y no me atrevía, me
quedaba en el filito del muro. Él me demostraba
otra vez y luego me decía: «Eres un maricón», y
continuaba: «Esto lo hago yo cerrado los ojos, mi-
ra...» y se lanzaba de un lado a otro por sobre el
abismo con los ojos completamente cerrados. En-
tonces yo quedaba abochornado, aniquilado y re-
gresaba silencioso. Él se olvidaba al instante de esas
cosas pero ahora me parece que se hacía el olvida-
dizo. Nos despedíamos, entraba yo a mi casa y lue-
go como un ladrón o un criminal que va a cometer
su peor fechoría, me regresaba al sitio del salto y
probaba mis nervios. Cuando estaba solo, las cosas
me salían más rápido, era una especie de vergüenza
al Cuico, de respeto, de inseguridad delante de él,
de mucha, demasiada responsabilidad delante de
sus ojos.
Al otro día lo iba a buscar yo, nunca supe dón-
de vivía, las calles del barrio eran su morada. Yo le
preguntaba: «¿Dónde duermes?» y me contestaba:
«En las estrellas» y yo indagaba: «¿Y tu madre?» y
replicaba: «Conmigo, en las estrellas». Lo buscaba,
digo, y disimuladamente, como quien no quiere la
cosa, lo llevaba al sitio de la aventura, hipócrita-
mente y sorprendido le decía: «Mira, estamos donde
ayer no pude saltar...» y él, comprensivo, superior:
«¿Probamos nuevamente?» Entonces yo, infinita-
mente agradecido, me daba aires de no querer, de
no poder, luego como un esfuerzo supremo llegaba
al sitio corriendo y saltaba sin más. El Cuico se lan-
zaba donde mí, me abrazaba y me felicitaba, pero
ahora que lo pienso, luego de estas demostraciones,
siempre se quedaba un poco silencioso, como que
-64-
sospechaba que lo engañaba...
Así conocí el engaño, por mí mismo, por mi
alma.
Solo en una cosa no me ganaba. En fútbol. Yo
era muy hábil, demasiado hábil. El mejor del barrio.
Yo escogía en los partidos, el tal acá, el tal allá, y
siempre, todas las veces, primerito a él, al Cuico. El
era arquero, su valentía iba más allá de las piedras
del pavimento, del dolor, de la sangre, siempre ga-
nábamos los partidos, jugábamos contra grandes y
a mí me pateaban de lo lindo. Cuando se armaba la
bronca el Cuico me ponía a sus espaldas y se con-
vertía en una espada filosa e imbatible. Nadie sabía
que en las profundidades de mi alma, más allá de los
pies, yo era un cobarde. Todos creían lo contrario y
me temían, ahora comprendo que no me temían a
mí sino a mi amistad con el Cuico. Solamente mi
hermano, que en las noches, por fastidiarme, me
mandaba a traer vasos de agua de la cocina, donde
el retrato de una artista antigua me miraba fijamen-
te con sus ojos de cartón negro, sólo mi hermano
digo, sabía de mi miedo. En las horas del almuerzo,
mi hermano me permitía contarle alguna cosa, yo le
decía mis aventuras y se reía burlonamente, pero yo
no me daba por vencido, me emocionaba y seguía
hablando. Tenía ansias de explicarle todo lo mío.
Era como un defecto, una enfermedad. Sentado
junto a él me buscaba enseguida los bolsillos y le
enseñaba cualquier cosa, cualquier certificación de
mi hombría, unas piedras recogidas, las flechas, la
alineación del equipo en el que yo siempre era cen-
tro delantero, mis magulladuras en las piernas, en
los brazos, en la cara.
Luego a menudo en mi vida siempre he senti-
do esta misma sensación de meterme las manos en
los bolsillos en presencia de mi hermano y buscar
algo para enseñarle. Hasta hoy, cuando nos encon-
tramos cada siglo, saco instintivamente mi libreta y
de golpe pienso que no tengo nada extraordinario
que indicarle, que la vida me ha sorbido todas aque-
-65-
llas cosas principalísimas, las piedras, la primera fo-
tografía de ella, el cuchillo con el mango que me
construí yo mismo, y guardo nerviosamente la li-
breta porque en ella apenas están escritos unos ver-
sos sosos y ridículos.
Cuando me lastimaban, yo llevaba vivito, san-
grante, el trofeo para mi hermano, y como que nada
se lo mostraba. Mi hermano me veía con esos ojos
hermosos y cansados y despectivamente me decía:
«Lávate, estás hecho un cerdo...» pero yo veía un
brillo de satisfacción en su gesto. Este era mi pre-
mio, mi gran premio. Dormía tranquilo, a pierna
suelta y hasta apagaba la luz de nuestro cuarto antes
que él viniera, en señal de valentía, y ahora me vie-
ne a la mente una idea, aprendí a leer libros no por
el gusto que ello implica, sino por el miedo, leía
hasta las doce, una de la mañana, hasta cualquier
hora, hasta la hora que mi hermano llegaba. Él ve-
nía, me decía: «Hola» y comenzaba a desvestirse
lentamente. Arreglaba su pantalón para que no se le
dañara la raya, siempre, viniera como viniera, a ve-
ces venía un poco pasado de copas, pero siempre
era igual, yo lo miraba entre Huckleberry Finn y un
pedazo de mi pijama, a hurtadillas, su espalda siem-
pre digna, justa, levantada, y pensaba «así debe pa-
rarse Dios...» y me dormía como un santo.
Pero el Cuico llenaba todas mis horas, hasta
que empecé a notar en él una limpieza que no co-
nocía, venía todos los días con la camisa «hecha un
anís» como decía mi madre, ya no traía palos y a
cada momento me decía «no me manches». Yo
había admirado también en él su pelo copetudo,
desordenado, tirado como quiera sobre su frente
estrecha, al estilo de Burt Lancaster, pero empezó a
mojarse bárbaramente el cabello, a cada momento,
y se alisaba con furia con una peinilla que compró
en la tienda de la gorda. Me acuerdo que compró
allí porque para esto hizo todo un acto solemne o al
menos a mí me pareció así. Luego vino con menos
frecuencia y cada día estaba más reservado, yo no
-66-
podía cortar esa especie de hielo seco que se había
formado entre nosotros y opté por callarme. Luego
empezó para mí el descubrimiento del todo. Fue
como todas las cosas de mi vida, de golpe. El Cuico
me dijo: «¿Te acuerdas de la Tini, la que vivía en la
zapatería del barbas?» y yo, perplejo: «¿Cuál Tini?»,
«La flaquita, la que le decían cactus». «Sí, ahora me
acuerdo, la que te gritó una vez ¡tísico! y tú casi la
matas de un piedrazo?», «Sí, ella». «Bueno, ¿qué pa-
sa con ella?» y el Cuico «Nada, nada...» y luego los
silencios que días más tarde el Cuico los llenaría
con el tabaco. Cuando empezó a fumar se quedaba
embebido, como alucinado con el humo, lo miraba
con sus ojos claros y me decía: «Mira, no hay en el
mundo un azul tan bello como este, pero no es del
cigarrillo, es de mis manos...». Alguna vez le pedí
una pitada pero me negó y me dijo que eso era cosa
de hombres, fui a mi casa y por ser hombre me en-
cerré en el baño con un cigarrillo que le robé a mi
hermano y luego el vómito, el semidesmayo, el do-
lor incontenible del estómago, la asfixia y más tarde
el descubrimiento de mi madre, la tranquiza de mi
hermano, el llanto de mis hermanas, el niño perdi-
do, desgraciado, degenerado, asqueroso. El jura-
mento: «No mami, el Cuico no tiene la culpa, no lo
haré nunca más, lo prometo...».
Luego hacia el precipicio, un precipicio por el
que todo el mundo baja, unos con cuidado, como
cabras, otros de frente: «Mira» me dijo el Cuico un
día, «has pensado alguna vez en mujeres», «Sí», le
contesté, «todas las noches pienso en mi mamá y
mis hermanas, creo que si no existieran sería libre».
«No seas bruto» me contestó el Cuico, «sin tu ma-
dre no podrías vivir, yo que soy todo un hombre
necesito de la mía, pero no te hablo de eso, quiero
decirte por ejemplo —y empezaba a toser delicada-
mente— no tendrías ganas de besarle a la Tini,
bueno no a la Tini, a cualquier muchacha de tu
edad, besarla en la boca...». Me recorrió un escalo-
frío que se hizo consuetudinario siempre que me
-67-
hablaba de estas cosas, le contesté que sí, por no ser
menos, pero la verdad no había ni pensando en
ello, conocía el beso abierto de mi madre, el beso
que no me daba mi hermano pero que yo lo sentía
cuando me dirigía la palabra como a una persona, el
beso seco y acostumbrado de mi abuelita y punto
final.
El Cuico me dijo: «Es lo único que cuenta en la
vida, para eso vivimos, para nada más», «¿Y el fút-
bol?», «Nada, todo es una porquería, besar, besar,
besar, de lo contrario eres una maricón que no sir-
ves para nada». «¿Tú has besado, Cuico?», «Claro,
¿soy un hombre, no?», «¿A quién, a Tini?», y el Cuico
prendía un cigarrillo y se silenciaba como tintero (no
sé por qué hasta ahora pienso que el tintero de mis
años de escuela es lo más silencioso que he conocido
nunca). Y en la quebrada de Miraflores, el Cuico:
«Bueno, date una pitada» y yo, la cara de mi madre,
el llanto de mis hermanas, el servicio higiénico, y el
Cuico con su mano extendida, autoritaria, buena...
—¿Se te para tu paloma?
—¿Cómo?
—Nada, ¿que si se te para esto? —Y su ade-
mán vivo, viril, como de torero, con sus dos manos
brindándome el conocimiento del mundo. El desa-
brocharse, enseñarme y deleitarse: «Hazlo tú tam-
bién, es como un salto... Se llama la paja...». Y el
entrar paulatinamente a otro túnel, más claro, sin
miedo ya, con un poco de temor pero con un gusto
raro. Luego la somnolencia, el silencio en casa, los
ojos bajos y el acostarme enseguida, taparme bien y
no rezar...
Un hueco enorme en mi vida, el Cuico desapa-
reció, no lo vi más. Don Miguel, el gordo de la
tienda donde nos fiaban, me dijo: «Creo que se ha
ido a Guayaquil para embarcarse...». Conocí la in-
gratitud y la pena, más que todo lo insoportable de
no poder llenar las horas, de enfrentarme solito a
todo lo desconocido, de no tener un valiente que
tapara en el equipo y mi hermano como adivinando
-68-
sin hablarme días. Algunas noches soñé que en
verdad el Cuico vivía en las estrellas y yo lo buscaba
de una en una, saltando virilmente y sin miedo, de
primera y con estilo, pero en ninguna aparecía, has-
ta que en la última, su madre, envuelta en cinco
puntas blancas, me miraba cariñosa y me decía: «Mi
hijo ya no vive aquí, se ha pasado al sol» y se reía
mientras desaparecía... Me olvidé con mucho es-
fuerzo del Cuico, y vislumbré lejanamente que tal
vez solamente yo importaba, que había varias amis-
tades rodeándome y que yo era el centro de una
atracción especialísima. Conocí la jactancia. Una
tarde entré al dormitorio de mi madre (olía a manti-
lla, a jabón, a cera), busqué su cartera y cuando la
encontré la abrí, tomé un frasco de perfume y salí.
Ahora la calle Asunción era mía, igual que la Var-
gas, San Juan, la América y, en definitiva, el mundo.
Me dirigí directamente donde Tini, la flaca, la que le
decían «Cactus» y por la que seguramente el Cuico
desapareció. Timbré en su puerta y cuando salió le
dije «Bésame», me contestó que si me había vuelto
loco, que era muy niño, entonces yo definitivamen-
te le entregué el frasco de perfume de mi madre.
Tini lo tomó y dijo silenciosamente: «¿Qué es es-
to?», lo destapó y absorbió su olor. Yo miraba páli-
do el aletear de su nariz, la languidez de sus ojos,
pensé en el Cuico. Tini me miró largamente, como
la distancia de los abismos que el Cuico y yo saltá-
bamos, y tomándome el rostro con ambas manos
me besó en la boca, luego me dijo: «Te espero ma-
ñana». Conocí entonces la codicia.
Salí apresuradamente y corrí hasta mi casa. No
me dejaron acariciar mi sueño, mi hermano me es-
peraba con su cara de juez:
—¿Y, el perfume?
Y yo nervioso, colorado, indigno:
—Lo regalé a Tini.
La desgracia, la mano quemada con tabaco,
con el mismo tabaco que me hacía vomitar, la esta-
tura de mi hermano sextuplicaba para arriba, hasta
-69-
los árboles, hasta el horizonte, y más tarde, el caer
la noche, la inigualable, en el centro de mi sueño, en
lo más profundo de mi inconciencia de niño, en el
hueco enorme de mi amistad perfecta, pensaba:
«Cuico, estás vengado".
Nunca más volví a ver a Tini...

-70-
Este merino

La pobrecita era tan buena tan domingo misa y


fiestas de guardar una palomita acurrucada en su te-
jido en su librito de misa en su mamita quieres café
estas son las galletitas que a ti te gustan las compré
al salir de la oficina la pobrecita tan dichosa en su
pena mística tan soñadora con sus ojitos lánguidos
su miedo secular a los hombres su seriedad su son-
risita a las compañeras y nada más su atento saludo
y no pasar por allí tan digna tan sonrojada quedarle
mirando y decirle qué bonito se ha peinado hoy y la
niña al borde del llanto de la escondida sus diecio-
cho añitos tan bien llevados sus olor a jabón por-
que el asco su casita tan bien barrida tan silenciosa
su padre televisión su madre buen tallarín te ayudo
en algo y por la noche sus oraciones su arrepentirse
por lo que oyó y en aquel baile cuando merino le
apretó a la fuerza contra su pecho la pobrecita aho-
gada desesperada pidiendo auxilio a su falda plisada
a su sostén paradito sintiendo la inmaculada rodilla
tosca tangueándole hiriéndole el pecado original ese
pecado con pelitos finos ese pecado que cuando se
baña se enjabona fuerte, pero no se mira y este me-
rino apreta y apreta el atrevido el sinvergüenza y la
noche la noche trágica hola mamita hola papito las
-71-
oraciones inclinada avergonzada Dios te salve Ma-
ría Dios me salve María Dios merino María este
merino metido en su almohada entre las cobijas en la
pijamita de franela Dios mío apártalo de mi mente y
soñar y soñar en largos túneles en postes enormes
en paraguas finos y al otro día merino en sus ojeras
en el café en las tostaditas la bendición papi la ben-
dición mami y en la oficina los ojos bajos en cada
timbrada del teléfono el rubor la exaltación la cora-
zonada este merino hola muchachita no he podido
dormir pienso solo en ti quiero verte no es imposi-
ble no me llame nunca por favor pero el oficio es-
taba mal hecho la liquidación no salía las facturas
interrumpidas y día a día este merino en la esquina
en el teléfono en las cartas hasta que al fin la pobre-
cita bueno pero sólo amigos los heladitos el paseíto
de tres minutos una florcita sinosino y este merino
pues bien yo necesito decirte que te quiero decirte
que te adoro con todo el corazón que es mucho y
ella no que no era imposible que mi papito que mi
mamita pero en la almohada que sí que sí cómo se-
rá y este merino sólo en la frente como de amigos
un beso chiquito como de amigo como si fuera tu
papito será pecado Dios mío cuídame líbrame am-
párame ay sus bellos ojos parecidos a los del padre
Vásquez y luego al mes los rinconcitos pero sólo de
la mano vamos volando no puedo llegar tarde y
luego al mes uno en la boca pero cerrada y luego al
mes saca la lengua ya ya basta será pecado pero sus
ojos, y luego al mes a este merino le han crecido las
manos tiene dos o tres no tiene tres es infinito ma-
mi la bendición papi la bendición y no rezar y luego
al mes bésame fuerte te amo tanto la pobrecita con
su trémulo no me dejes nunca, te amo tanto y este
merino, su mano abajo su mano arriba su mano
pulpo entre el sostén junto a las medias y al otro
mes la pobrecita desorbitada buscando el miembro
de este merino todos los días con sus manitas tan
delgadas, tan tejedoras, ya es imposible muchachita
déjame entrar a tu cuarto y ella gritar y al otro mes
-72-
te espero a las diez papi y mami duermen tírame
una piedrita y acurrucada la pobrecita báñase y bá-
ñase hasta las nueve porque a las diez este merino
introducirle la lanza larga hasta la médula de su
aflicción y no te vayas y quiero más pero merino
tan agotado tomar su cabecita y bueno prueba y
toma esto la pobre pobrecita babeando y crujiendo
tascando la calle larga el poste este paraguas tan fi-
no y dulce del sueño antiguo más fuerte y fuerte es-
te merino Dios te perdone merino pálido bajo esos
tristes y santos bajo esos dientes todo kolinos y no
te vayas la pobrecita y no me dejes que nunca nun-
ca. ¡Este merino!

-73-
Micaela

No estimado, yo siempre tuve la suprema con-


fianza en Micaela. Ella fue para mí como la última
palabra, qué le digo a usted, como la primera. Es de-
cir que ni necesitaba hablar con ella, todo lo com-
prendía de antes. El café listo. La cama caliente.
Ni para qué decirle Micaela pásame esto, por-
que eso ya estaba en mis manos hace mucho rato. Y
cuando yo volvía, muy entrada la noche y con una
jarra de tragos virada en el cuerpo, ella ya desde la
esquina misma me sentía y se levantaba en pie lim-
pio y hervía la sopa. Entonces yo estaba carajeando
a los maceteros y a los perros y pateaba la puerta, y
ella sin hablarme, con sus ojos medio patojos del
miedo, indicándome que la sopa estaba buena y que
ya basta, que no la maltratara. Pero yo, que nada,
enrabiado y maldecido entonces le pegaba sus dos
puñetes y Micaela mía los recibía con cariño, con
mucho cariño, porque luego se iba calladita a calen-
tar mi puesto en la cama, para que cuando yo me
acostara, después de la sopa y la vomitada, pudiera
dormir tranquilo, sin tanto frío ni miedo, ni pende-
jadas, que a veces me acogían cuando estaba en mis
cabales y tenía que dormir con dos velas prendidas.
-74-
Me da mucha pena contarle a usted, que tam-
bién está encerrado por parecidas amarguras, pero
si no hablo me ahogo y ni modo que las paredes
escuchen, aunque haya grabado ese corazón que
puede mirarle en la pared de la esquina, junto al la-
vadero, con esa M grandota, que cuando la vio el
Virolo dijo que era la M de mierda y allí mismo tu-
ve que zanjarle la cara con el trinche de palo. ¡Qué
se le va a hacer! Uno debe cuidarse de sus iras, pero
la M era de Micaela y el Virolo se equivocó. Allá él
con sus equivocaciones. Aunque ese día me manda-
ron a la Sección S por esta vaina mas lo soporté
bien porque me acordaba de la cara del Virolo, pa-
recía mi cuaderno de primer grado, primero y últi-
mo manito, bien rayado, y la sangre chorreándole
por todos lados y formándole muchas emes en el
rostro y en el pecho y en el piso donde estaba para-
do. Para que no se le olvidara nunca la M y el cora-
zoncito que sea como sea, era de Micaela, o como
que lo fuera. Que nunca se me ha quitado su aliento
de la cara y a veces me llega en aires tan fortaleci-
dos que debo sostenerme parejo para que las lágri-
mas no mojen este colchón de porquería y vayan a
figurarse que es la pegada o el sufrimiento lo que
me tiene así medio desgarbado y como cojudo para
todo.
El Virolo era malo como un plato de sopa fría.
Y además mano quebrada. Siempre andaba a la caza
del nuevo. Cuando alguien llegaba a pagar su con-
dena, él se lo cobraba primero que nadie. Zalamero
y puto bailaba a su alrededor, le prestaba su manta,
le contaba historias, le regalaba escapularios, estam-
pas mugrosas, pedazos de vidrio, puchos de tabaco,
se inventaba juegos de calentamiento, manoseos di-
ga usted, y el rato menos pensado, en el urinario o
donde sea el nuevo dejaba de ser nuevo para siem-
pre y el Virolo salía con los ojos más alrevesados
que de costumbre. Al Virolo le cogió la brisa de las
maldades en edad muy temprana, duro y amargo co-
mo un pan viejo ya no le quedaba la comprensión,
-75-
ni siquiera el buen afán de la tontera, simplemente
un salvajismo que reaccionaba a los golpes o a lo
extraño como el tigre o la culebra. Tenía quince es-
capadas y ocho difuntos. Un día, cuando yo era un
recién llegado trató de enconfianzarse conmigo. Es-
tábamos en la peluquería que era el mismo servicio
higiénico pero donde el primer viernes de cada mes
el latiguero Brito colgaba un letrero en la puerta y
oficiaba de peluquero, para recibir a Dios sin piojos
según decía lleno de alborozo y ahí me soltó su his-
toria entre suspiros y lloriqueos tan mal puestos que
creo que la mitad fue mentira y la otra mitad casi
también, me dijo que cuando era chiquito tenía los
ojos rectos y azules como los dones y que sus cinco
hermanos y sus tres hermanas idem, pero que su
taita le arrojó un día el bacín y le apachurró el ojo,
que desde ese día se silenció para siempre, aunque
la madre le había curado con algas y hierbas santas,
pero ni modo que nunca se le volvió derecho y
comenzó para él un nuevo aprendizaje. Que todo
lo veía al revés, pues todo era al revés mismo y así
mientras dormían en el cuarto, el Virolo se apiñaba
para donde su hermanita menor y se la pasaba tan-
teándola todita la noche y luego que se volteaba pa-
ra el otro lado y comenzaba con la otra, haciéndoles
hueco donde todavía no había, porque aún no esta-
ban en la edad de Dios, dijo, y que cuando ya joven
trajinaba por las vecindades, entrándole a todos los
oficios, mendigando en las tiendas, buscando en los
basureros, robando en los mercados, pero así, sin
técnica, sin sabiduría, como mudo con hambre y
que muchas veces lo embarrilaron por un lío de
bocallenas, por un atado de leña y que cuando re-
gresaba de esos hospedajes en el cepo, nadie se
había muerto, todo seguía igual, el mismo cuarto y
la misma mierda, dijo y que entonces empezó a ti-
rárselas a las hermanas y que cuando las hermanas
no iban por la noche pagaba los platos rotos el me-
nor, porque le obligaba a que me acaricie la paloma
horas enteras, decía y que un maldito día que llegó
-76-
medio borracho y lleno de base se echó en el suelo
sin saber exactamente cuál era su puesto, y tanteó a
la deriva y se encontró con una cosa más grande
que la suya y que empezó a acariciarla y a sobarla
hasta que despertó su legítimo, que era su padre y
levantó las mantas con sigilo y pilló su mano y fue
tan grande el susto que no tuvo la reacción de pa-
dre y allí se quedó un largo rato sin decir esta boca
es mía, insomniado y perplejo y que a los otros días
solamente le miraba, una hijueputa mirada, decía,
como de alambres de púas, como de lagartijas, y esa
mirada me perseguía hasta cuando no estaba el ca-
marón, hasta cuando me escondía en los prostíbu-
los, y un día fui y me metí tres días en un rincón de
la iglesia de La Merced, y la mirada ahí, clavándome
su güevona luz, sin dejarme dormir, entonces fui al
cuarto y cogí la piedra de moler y la machaqué y le
molí su cabezota, procurando saltarle los ojos, pero
la vieja no me dejó terminar la faena, decía, y tam-
bién me molió a palos hasta que vinieron los cabros
y me trajeron a este paraíso, pero yo me les escapa-
ba en cada descuidada, porque decían este Virolo
puto no es nadie, con esas luces no va a ninguna
parte, pero sí iba porque me comenzó a gustar el
olor de la sangre y en cada fugadita dejaba un cris-
tiano menos con mi marca, pero los cabros siempre
daban conmigo o yo los dejaba que se enteren para
jugar a los palos y nunca les eché un quejido en el
palo mayor, para que se me cabrearan más y cogie-
ran más fuerza y me dieran más duro y cuando me
desataban, yo me abría la bragueta y les enseñaba la
pinga, entonces recomenzaban por turnos hasta
que yo perdía el seso pensando en tanto y tanto cu-
liandero, dijo. Le cuento todo esto para que usted
vaya pensando por adelantado en lo que se me ve-
nía, porque luego de esa rajadura que le practiqué
en la cara, el Virolo se terció para siempre conmigo,
y hasta el día de su muerte pasó jugándome malda-
des a escondidas, orinándose en mis prendas, escu-
piendo en mi plato, poniéndome de a malas con el
-77-
latiguero, echándole cuentos al Caimán, enemistán-
dome con todos los sangradores y con los carcele-
ros y con el Director y con los compradores de
redes y de canastos y de bateas, que era lo que se
hacía a diario para obtener el fin de semana un des-
canso con cigarrillo en el patio de los musgos. Yo
no entendía cómo la maldad volaba tanto y tan rá-
pido, para todos los lados diga usted, y cómo era
tan oído por todos hasta el punto de dejarme solo y
aislado. Aunque eso fue muy bonito al principio
porque me la pasaba en el recuento de mi vida con
la Micaela mía y me ponía a practicar la memoria y
me decía por ejemplo: ¡A que no te acuerdas cómo
eran los zapatos de la Micaela mía cuando el Juanito
cumplió los dos años; o cuántas estampitas tenía
pegadas en la pared o cuál su receta para el mal de
ojo y hacía puñete los ojos, viendo para dentro y el
cuarto estaba igual, igualito, hasta con ese infinito
olor a diarrea del recién nacido y Micaela mía tam-
bién allí en el fogón, sopla y resopla, con sus am-
plios follones oscuros, con esa apaleada tristeza de
vaca! Entonces me daban pálpitos tan fuertes y me
sentía tan grande multitud que, bendita soledad, de-
cía, dije. Pero en pasando el tiempo, y viendo cómo
les apestaba a todos mi presencia y que el grupo no
existía para mí y estaba solo en el día y en la noche
y en la noche y en el día, se me empezaron a caer
los últimos esfuerzos, y me daba lo mismo el sol
que las estrellas, la sopa que la mierda, el látigo o el
sueño. Así me fui pasando un año o más, no sé,
como deambulando, que no se puede decir vivien-
do, hasta que un día se me acercó el mismo Virolo
con sus ojos desabridos y empezó a dar saltitos a
mi alrededor y al otro día igual, y así muchos días
para que yo abriera los ojos que los tenía abiertos
pero sin ver, y los abrí y le rogué, Virolo no saltes
más, Virolo no saltes más, y seguidamente fui a la
carpintería y agarré el serrucho del maestro Juan. El
resto no recuerdo. Solamente puedo decirle que ya
no saltó más. Pero patojo y todo siguió haciendo de
-78-
las suyas y dicen que hasta al propio Secre se le co-
mió el invicto. Por parecidas pendencias alguien le
finiquitó y un día le encontraron muerto con la ca-
beza dentro del higiénico, todo él desnudo y con una
tusa metida en su magullado poto, cosa de grande
significancia, tanto que durante un mes no se volvió
a saber de amores tan desiguales y clandestinos, y
yo volví a tener amigos y a echar humo en el patio
de los musgos, casi como un hombre libre. Por esa
época fue que le conocí a usted que también pesca-
ba solo y como que desde el primer día nos atorni-
llamos y empezamos a echarnos los lances de la
amistad sincera, hablándole yo primero, indicándole
dónde estaban las cosas, quién era el Caimán, cuál
el Gringacho, dándole los horarios, el turno de la
comida y de la meada, el rato más oportuno para ir
al grifo y usted a todo me contestaba ajá, como si
ya tendría por sabidas las cosas, como si estuviera
de vuelta en estos menesteres, callado y como leja-
no. Y yo diciéndome que siempre he tenido mucho
rebote con la gente silenciada, no sé por qué, di-
ciéndome carajo allá él, sin saber nada de su pasa-
do, que nunca lo he sabido, tan solo sospecheras y
figuraciones, desde esa noche que nos tocó barrer
las esclusas y a mí me vino al recuerdo la Micaela
mía por algo de la escoba o de la actitud resignada
en la que nos hallábamos en la limpiadera y se me
salió su nombre de la boca, como suspiro carajo, y
usted me dijo en silencio, la mía se llamaba Eloísa y
luego nos miramos como con gratitud y sonreímos
por primera vez y mi cuerpo era un júbilo espanto-
so, un payaso diga usted. Entonces se me vinieron
las ganas de contarle estas cosas, y muchas veces
comencé, pero usted, ajá y ajá, carajo, que no es así
como le cogen a uno las ganas de contar sus amar-
guras. Entonces yo me le fui sacando el cuerpo a su
amistad, como quien dice, pero usted se metía en
mi celda y en el patio se ponía a mi lado y me ayudó
con el Caimán cuando hubo que hacerle la parada y
se me avivaron los ojos de completa amistad el día
-79-
que por mi culpa recibió los vergajazos del Sánchez
y yo en la consolación le pregunté si había estado
muy fuerte y usted, ajá, recordándome ese otro adúo
mío que pasaré a contarle y que seguramente anda-
ba en las libertades, pero lleno él también de no sé
qué prisiones, estoy seguro.
De eso tanto tiempo, para volver a las andana-
das de tristeza porque la verdad es que me acuerdo
y quisiera que los días saltaran para adelante, para
adelante, a ver si al pasar del tiempo el recuerdo se
pierde o por lo menos se hace más bajito y sólo me
quedan en la mollera las cosas buenas, que fueron
pocas como las papas, pero que hubo, como que a
veces se nos iba la mano con esto de los cumplea-
ños y los priostazgos. Porque cuando yo agarraba
un día con el licor, me lanzaba para dos o tres,
siempre corrugo, sin que nadie me tumbe. Y Micae-
la mía, a mi lado, cargándome para la casa cuando
ya todos se desmadraban, acostándome, sacándome
los zapatos, insultándome entre dientes, con ganas
de que le zarandee porque esas trifulcas terminaban
siempre en caricias, eran manotazos que iban to-
mando como pereza hasta que me quedaba enreda-
do con los brazos alrededor de su cintura, que fue
hecha para mí, como anillo al dedo, y todo su cuer-
po mismo si a eso vamos, porque ella dormida, pe-
ro requetedormida, ya movía un poquito las piernas
y ella poniendo las suyas en el sitio exacto, arre-
glando su cuerpo de manera que calce con el mío, o
sea que ni qué cobijas sino solamente su incons-
ciencia que también me quería y que me seguirá
queriendo desde el cielo o donde esté, que del pur-
gatorio no pasaría para abajo con semejante abne-
gación y aguante. Micaela mía, que por terciar con
mi brazo, o por medir mis ínfulas, le guiñó al com-
padre Misael un vaso de chicha con el sígueme-
sígueme y desde ese día el pobre sin poder despegar
sus ojos del cuerpo de ésta mi Micaela maldita que
de pura gana se le extravió la mente para meterse
por esos huecos oscuros de los hombres, de donde
-80-
solamente se sale con fuetazos y resquemores. Por-
que dígame usted entonces, para qué estamos aquí
de uno en uno, para qué hay que estar limpio de
pecado, para qué la pobre se encomendaba siempre
al Jesús del Gran Poder, como cuando fuimos con
el Muro, mi amigo de las libertades, a realizar ese
trabajito que nos pidió el cabo Flores, trabajito para
cojudo. Solamente teníamos que lanzar piedras en
la Plaza de la Independencia el momento en que
discursiara un tal falsete que quería tumbar al Go-
bierno del Profeta, nos explicaba el cabo Flores, y
eso no podíamos aguantarlo ni de fundas, así el ca-
bo no nos pegará, ¡qué carajo! porque ése si era
hombre de respeto y le quería mucho toda la vecin-
dad, siendo el único que nos había visitado. A todi-
tos. De casa en casa. De cucho en cucho. De cuarto
en cuarto. Que le dijéramos lo que nos hacía falta.
Que le diéramos apuntadito. Y usted podía pedirle
así, como de a igual, doctorcito: a mí unas cuatro
paredes, y mi excelencia que sí, que bueno; a mí un
fogón para las tortillas; a mí un carrito para las le-
gumbres y mi doctor que sí, que cómo no, serio, sin
reír jamás diciéndoles a sus ayudantes que tomen
nota.
Yo no le pedí nada cuando nos visitó, porque
le habría apabullado con tanto pedido, que me fal-
taba todo y no habría sabido por dónde empezar y
preferí esperar para comunicárselo al cabo Flores
que me había prometido un puesto de policía, pues
él era de más confianza con mi doctor y hasta había
llegado a las gradas de su palacio. Y en esa espera
he andado siempre, pero mi cabo contándome de
sus ocupaciones y de sus heroísmos en defensa de
nuestro sagrado tricolor, que ni modos, ni forma de
exigirle nada porque era seguro que la razón le asis-
tía. Y mi doctor en las visitas, señalando con su de-
dito al cielo, contándonos a gritos de cuánto y
cuánto sufrimiento pasaba por defender a los po-
bres y castigar a los ricos, jurando por su madre que
nos daría escuelas para los mocosos, agua potable,
-81-
decía; parques para el respiro, luz para las tinieblas,
dijo; mercados y hospitales, canchas de fútbol y cir-
cos y hasta nos prometió una verbena con fondos
del Gobierno, que para eso son fondos del pueblo
decía... Y yo lo miraba atontado, sin poder despegar
los ojos de su dedo, la oreja de su voz, asustándo-
me a ratos de una luz que contorneaba su rostro,
sus brazos y su cuerpo flaco, igualito que un Cristo,
espántese. Y también dijo que no olvidaría nuestra
pobreza, porque también él era igual, y que su suel-
do de Presidente lo entregaría íntegro a los necesi-
tados y que solamente el pobre es un revulú, dijo, y
qué él era un revulú, y que algún día el pobre será
dueño absoluto de todo, en ésta y en la otra, que no
importaba sufrir un poco si a la final sería para no-
sotros el reino de los cielos, y ahí nos decía que es
más fácil que una aguja entre por el ojo de un ca-
mello, que un camello... bueno, eso no me ha en-
trado nunca, pero da igual para lo que le cuento,
porque también por él le conocimos y le adoramos
a ese Jesús de mi Micaela, fíjese cómo somos de ig-
norantes los pobres, porque fue este profeta nuestro,
quien le sacó a la luz, lo hizo adorar en procesiones,
lo tenía a su lado cuando hablaba en la plaza, orde-
naba que lo rezaran antes del combate, los toros y
los toreros, los boxeadores y los futboleros, así lo
hizo el lerdo Kid Gualotuña y adquirió fama y for-
tuna, milagro seguro, y dicen que hasta les exigía a
sus ministros que tuvieran siempre una estampita
de este milagroso y gentil Crucificado en sus ofici-
nas, para que los librara de la bronconeumonía, el
mal picado de ganso y contra unos barbudos que,
decía el profeta, eran peor que las siete plagas del
Ejido, y todo esto yo lo sabía por el cabo Flores, y
también que su excelencia le tenía a su esposa en-
cadenada a una pianola para que se inventara músi-
ca en honor de los pobres, sesenta horas al día,
cosa que no hace cualquiera, diga usted. Pero con
todo y eso, y nuestras ganas de defenderlo, lo bota-
ron de arriba y lo expulsaron del país, sin siquiera
-82-
dejarle despedir, y nosotros quedamos en las mis-
mas, bajo la única protección de este Jesús nuevo
del Gran Poder, la Virgen que venía a ser como su
madre y una señora del barrio Alcedo que nos rega-
laba plátanos los sábados por la tarde.
El cabo Flores vivía en el cuartel y cuidaba los
caballos de su coronel Suárez, soy el mejor lustra-
dor de caballos, decía, y le brillaban los ojos y se
pone a contarnos de cómo se levantaba a las cuatro
de la madrugada y se bañaba en agua heladita, tro-
taba una hora y media y luego iba para las caballeri-
zas a cepillar el lomo de los caballos de su coronel
Suárez y se pasaba cepillándolos hasta el mediodía,
acariciando su pelambre, peinándoles la crin, despe-
luzándoles la cola, masajeándoles las patas, embo-
lándoles los cascos, haciendo que florezcan en sus
lomos los dulces pensamientos que de a poco se
confundían con las ganas de tener entre sus brazos
a la joven Maruja, igual de suave, igual de quieta, en
las noches en que el cabo le hacía las visitas en
nuestra vecindad y se iban para la colina del Paneci-
llo, sin más testigos que el polvo mínimo levantado
al caminar. La joven Maruja era hija de la comadre
Inocencia. La Micaela mía los había presentado un
día que fue de lavandería a donde el coronel Suárez
y la joven Maruja insistió en acompañarla. De allí
venía el cariño del cabo para con nosotros y siem-
pre que tenía un día franco se llegaba a la vecindad
y a nuestro cuarto trayendo un poco de harina de
cebada, para los guambras, decía, para que se hagan
fuertes y machos con el chapo.
Cuando la joven Maruja no llegaba de sus tra-
bajos habituales, el cabo se ponía triste y parecía
cabo de esperma, entonces yo le aligeraba el ánimo
diciéndole que vamos a buscarle al Muro que siem-
pre andaba por el lado de las iglesias, entonces sa-
líamos en su busca y yo me paseaba muy orondo a
su lado, con bastante orgullo de cabo tan verde y
tan simpático. Cuando dábamos con él, nos metía-
mos a la cantina de la peruana, y el cabo sacaba un
-83-
fajo corto de billetes, separaba, uno o dos y decía,
esto es lo que vamos a bebernos a nombre de las
ingratas, y luego decía bajando los ojos, ¡ey Muro,
pídete una jarra de agua de revólver! A los primeros
tragos estaba como ausente y desmadejado, pero en
cuanto el calorcito empezaba a picarle el vientre, se
aventaba a divulgarnos de los caballos o de la histo-
ria, pero siempre, siempre terminaba mezclando las
dos cosas y si el Muro hablaba de que su cuchillo
era blandengue, el cabo le respondía que solamente
la médula del caballo lo podía templar y endurecer,
y si hablábamos de queridas o inqueridas, el cabo
salía con que en el campamento de Jaramijó había
una clase de caballo, que si tú le logras sacar tres
pelos de la crin en ayunas de un viernes, vísperas de
San Juan, podrás saber si tu mujer es casta y pru-
dente, solamente tenías que amarrarlo a la punta de
tu pañuelo y tenerlo dos noches bajo la cabeza de la
mujer amada, si la tal amada era casta y dura de ne-
cesidades abrazará a su marido, y si no se saldrá de
la cama como alma que lleva el diablo, y contaba
que todo esto les había dado muy buen resultado a
Constantino y Napoleón, que seguramente eran dos
compañeros suyos de cuartel, caídos en desgracia.
Y así el pensamiento del cabo Flores se llenaba
también de pelos, colas y crines y terminaba ser-
monéandonos por no haber tenido en la vida un
hijueputa caballo, decía, ni siquiera para limpiarlo,
para cepillar sus patas, para oler su pelambre, para
acariciar su lomo, para mirar por sus ojos, dijo.
Y esa noche fue lo del caballo de Eloy Alfaro,
y nos dijo que sin caballo el tal Alfaro habría sido
una mierda, y que solamente construyó el ferroca-
rril Quito-Guayaquil porque hubo una peste de ca-
ballos, y se murieron todos y había caballos muertos
hasta en los confesionarios de las iglesias, y hubo
que construir ese ferrocarril para llevárselos a Gua-
yaquil y arrojarlos a la ría, pero quedaron flotando
como tres o cuatro días, decía, hasta que desapare-
cieron de golpe, y no era que se habían hundido sino
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que los comealgas menesterosos de los suburbios,
se habían banqueteado de lo lindo, dijo, y remataba
sus frases con palabras tan fuertes que hacía tem-
blar las puertas, pero luego se desinflaba como un
globito y quedaba llora que te llora. Pero es mejor
que le vaya contando en orden. Entonces ese día
del que le hablo íbamos con el Muro para la plaza.
Las piedras listas en los bolsillos, y la Micaela mía
con el susto en el pañolón, que no, que es peligroso
y yo riéndome en sus narices anchas, en su cara de
caimito, enseñándole los veinte sucres de trabajo
tan güevón, para luego, fíjese usted cómo tienen las
pilas las mujeres, mejores que las nuestras le digo,
porque al rato de las primeras piedras ya cargaron
contra nosotros y en un santiamén nos pusieron
como el propio Cristo y yo desperté en sus faldas
olorosas a cebolla, mi Micaela me hacía compresas
calientes y yo desperdicié todo eso y le dije ¡carajo!
que me den un buen trago y que también me pon-
gan en las heridas un buen trago, que como los ga-
llos peleadores, de esa manera se me pasaba el
susto, pero ni nada de trago me dijo Micaela, que
no había ni gota, ni plata para comprar mercurio
cromo, me dijo, ni para comprar mentol o cebo, ni
para mierda, dije yo, un poco resentido no sé con
quién, y ahí mismo me levanté y salí para la calle,
que era mi fuerte y mi refugio, dejando en el suelo
el llanto de esta Micaela mía y el llanto de los
guambras, que de ellos le contaré en otra ocasión
porque ahora se me hace un desbarajuste el día si
los recuerdo y eso no es de machos sino de mecas
que han perdido su varón, porque así mismo siem-
pre me salía del cuarto cuando el hambre o el llori-
queo se paseaban como una rata cerca de mí y les
puteaba a todos y les decía que si no podían aguan-
tar un día más sin la maldita pendejada de la comi-
da, y les contaba de los faquires, que Dios entonces
para qué los criaba sino para la penitencia y que las
plantas no comían y se criaban y que por qué mier-
da estaba yo en el mundo solamente para ocuparme
-85-
de ellos, de sus hocicos, si no tendría un día de paz
para mí sólo. Pero sí tenía muchos, porque siempre
me emborrachaba, más no de gusto, lo juro, sino
para espantar las moscas, quiero decir el tiempo,
porque con el Muro no podíamos hacer nada más,
allí en las gradas de la Catedral esperando a que al-
guien se descuide, insultando a cualquier cabrón que
venía respetuosamente a darle al Muro sus veinte
centavos, como si fuéramos pordioseros, aunque
mi amigo tenía esas espaldotas y cara de tonto que
la gente se confundía y le creía un rechiflado y le
aventaba sus centavos, pero él, vaya para la puta,
diciéndoles, con todas las dignidades y sacando la
botellita y pegándose un buen trago en las mismas
barbas de los pacos, que no de los curitas, a esos los
teníamos como respecto y miedo porque de noche
son feos o así los veo yo, Dios me perdone, pero
las noches yo me balanceo para la mariconería, sin
culpa, claro, y tengo pánicos y rezo todo lo de pri-
mer grado y luego se me aparecen haciéndome uh
uh uh uh uh uh y ni que te duermas porque allí
mismo acaban con mis costillas, aunque usted dirá
sueño, pero yo sé que es el alma en pena de mi Mi-
caela mía que aún me manotea y me escarba como
cuando se ponía a espulgarme a la vera del sol. Pero
si aún me quiere, por qué me pega, digo yo, por qué
me pega y desaparece. Aunque el otro día por un
poquito y le pesco sólida. Fue luego de que salí de
la Sección S, yo estaba, usted sabe, apaleado y me-
dio fiasco y me echaron aquí, allá en ese rincón y
¡zas! que se me aparece y se me enrodilla a mi lado
y empieza con sus compresas. Sus manos olor a ce-
bolla, su pelo a carbón, toda ella encenizada de los
soplos, diciéndome que esté bueno que ya está bue-
no, que no me queje, pero yo sin quejarme, lo juro,
que para eso somos hombres, y ella frotándome y
haciéndome a un lado la sangre con un poquito de
babas y la punta de su blusa y yo diciéndole que no
sea bruta, que se olvidara de pendejadas y tratando
de tumbarle allí mismo, de amarla desde sus pies
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hasta sus huesos, rasgándola poco a poco sus ade-
fesios, tantos y tantos trapos, que las mujeres mien-
tras más pobres más quesos de hoja, saca y saca
trapos, y ella, que estás muy débil, límpiame y lím-
piame la frente y yo carajo sudando en el forcejeo,
abriéndole las piernas con estos labios hinchados
que usted los ve, y encontrando en el lugar de la co-
sa, un nido lleno de moscas y cucarachas que me
hicieron dar gritos y lloriqueos de loco, y ahí mismo
desapareció como el diablo y vino el guardia y me la
emprendió a patadas, que me callara hijo de puta,
que le dejara dormir el turno, y yo preguntándole:
¿señor Guardia, la Micaela mía dónde está?, ¡cuál mía!
diciéndome, calenturiento hijueputa, puñeteándome
en el hocico, favoreciéndome como quien dice, pa-
ra que pudiera cerrar los ojos de una buena vez, te-
niendo en las manos (juro) un retazo mugriento del
vestido de ésta mi maldita, que desapareció cuando
desperté y me miré las manos molidas, y qué retazo,
y me las remolí contra el piso por puras y santas
iras, pensando en lo que pensaba mi vieja cuando
su marido se le escapó, diciéndome en el cerebro
que Dios nos da la llaga y también la medicina, pero
diciéndome así no más, de gana, de loro, porque no
aparecía la medicina por ningún lado y solamente
sufriendo afuera y adentro, como si el apaleo hubie-
ra llegado al alma, destrozando a su paso riñones y
testículos.
Pero el Muro siempre estuvo a mi lado. En las
malas y en las peores. Porque buenas hubo pocas.
Cuando yo todavía estaba en lo ágil y no era tan le-
chuga y tenía mi pinta para acercarme a cualquier
don y solicitarle un cigarrillo con la navaja lista para
sacarle los tintineantes que luego se hacían humo en
la cantina de la peruana, peruana puta que de puro
patrioterismo me la comí por los dos lados, el uno
por el Oriente que nos robaron y el otro por el po-
niente que era de ley. La peruana ésta se llamaba
Clemencia y era tetona y tenía un rabito puntiagudo
y la barriga crecida. No sé cómo ni cuándo llegó a
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la vecindad, pero un día que veníamos con el Muro
de buscar en la quebrada, cansados y apestosos, la
vimos junto a un fogón, en plena calle, tratando de
prender el carbón. Entonces nos acercamos y el
Muro le preguntó ¿tan buen culito necesita ayuda
madrugadora?, entonces nos miró y sonrió. Tenía
los ojos de no sé qué color, pero dormidos o como
en descanso y un vestido rojo lleno de flores y paja-
ritas, pero tan sucio que donde estaban las flores
usted podía creer que estaban las pajaritas, y se
equivocaba. Por éstas o parecidas curiosidades fue
que entramos en confianza y luego con el pasar del
tiempo supimos su historia. Que era peruana, de
Piura, dijo, abandonada de tres maridos, cargada de
cinco guaguas, ignorante hasta la pared del frente;
fíjese, que no sabía nada de la guerra, ni de Abdón
Calderón, ni de nadie. Había venido en busca del
último hombre que la dejó, cruzando en canoa, en
bus y a patadas. Y no porque le amara, sino para
reclamarle su infamia y un medallón de Santa Rosa
de Lima, dijo, que había sido recuerdo del primero,
muerto de tifus en las selvas del caucho. Y le pe-
díamos que nos cuente de la santa esa que para no-
sotros no valía nada, y ella muy seriamente que era
una santa de santidad absoluta, nacida en el Perú,
fíjese usted, como si las santas nacieran. Viven no
más de por siempre, y que su abuelito más viejo le
había conocido en carne y hueso, y que sus restos
estaban en una iglesia de la Lima, decía, custodiados
por los hijitos del Presidente y por el propio Presi-
dente los días domingos. Y con el Muro nos enca-
ramábamos en la risa, al ver tanta ignorancia junta y
le llegamos a tomar cariño por éstas y otras simpli-
cidades. Hasta que un día yo me encamé. Es decir,
que me la tiré allí mismo en las oscuridades, y luego
vinieron todas las veces más. Pero yo nunca me en-
tregué completo, porque era peruana y uno tiene
conciencia después de todo y en plena tirada por
ejemplo, me venía lo del profe de primer grado, que
los peruanos son enemigos, que nos quitaron el
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territorio, entonces ni bien acababa ya, la zampaba
por allí y le gritaba: peruana piojosa y terminaba sa-
liéndome en marcha, cantando las pocas estrofas
que me sabía del himno nacional que nunca me en-
tró entero por la rudeza. Y la peruanita se quedaba
triste como un perro de playa. Shunsha. Pero así
también había veces que en las ternezas de las cari-
cias, yo me ablandaba y despacito trataba de expli-
carle la historia, con la escondida esperanza de que
terminara pasándose a nuestro bando, y le contaba
de cómo, en la guerra pasada, mil bravos soldados
ecuatorianos que en ese tiempo, no sé por qué, se
llamaban colombianos, derrotaron a ocho mil pio-
josos peruanos, que en ese tiempo eran españoles,
casi sin armas, solamente con cuchillos, palos y ca-
tas de matar pájaros, y de cómo Abdón Calderón, el
Héroe Niño, Dios lo tenga en su seno, se había
comido solito a setecientos, con el chuzo en una
mano y la bandera en la otra, sin soltarla ni de fun-
das, hasta que le balearon los brazos, pero él se dio
modos para mantener la tricolor muy alta con los
pies y hete aquí que también le balearon por allí y
él, carajo, cogió la sagrada con la boca. Y así le se-
guía contando todas las historias verídicas que nos
refería el cabo Flores cuando iba los fines de semana
a visitarle a su mocita. Pero la peruana se quedaba
calladota y me miraba con ojos de no comprender
nada, y luego salía con su media mecha y me pre-
guntaba que para qué se mataban, fíjese usted la ig-
norancia.
Aunque con esto que me viene al contar, yo
peco y lastimo la memoria de esa Micaela mía, pero
es para que usted sepa que no siempre ha estado
uno así tirado en el mundo, sino que también ha
hecho cosas grandes, como ese día que el Muro me
picó diciéndome: ¡A que no le quemas a tu inquili-
na! y yo que sí, que me la quemo, con las ganas que
le tenía a esa malvada. Figúrese que cuando yo no
pagaba el alquiler, la vejeta se me orinaba desde
arriba y caía todito por las hendijas al colchón de
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los guambras, ¡y que me la quemo también en este
recuerdo! Entonces esa vez, esperamos casi toda la
noche con el Muro, escondidos tras de la piedra de
lavar, hasta que la vieja salió con un bacín en las
manos y arrojó su contenido en el patio de los ge-
ranios y yo ese momento poniéndome el pañuelo
como Tonny Aguilar en El Pistolero de la Noche y
encomendándome al Jesús de la Micaela mía, que
era el del Gran Poder y acercándomele de golpe,
con el chuzo afilado, clavándole en el culo, con to-
da mi alma, ¡qué cosa grande! con toda mi alma y
ella dando el alarido más durísimo que han oído es-
tas orejas, gritando ella también por su lado ¡Dios
míooooo! encomendándose a gritos, con pleno de-
recho eso sí, porque para eso está Dios en todas
partes. Y ya luego con este Muro tirados para la es-
quina, riéndonos a carcajadas (las mías eran nervio-
sas, esa ha sido mi quebradura, no poder entrarle de
lleno a la maldad) y luego regresando donde mi Mi-
caela con cara de cura o de pan de a sucre, con cara
de qué ha pasado. Pero ella siempre ha sabido todo
de mis adentros y me miraba con sus ojos encendi-
dos, preguntones, y yo ni tal que se ha ofrecido,
como si no fuera conmigo, hasta que se me puso al
frente y me pidió que la mirara, y yo le contesté que
le mire su madre desgraciada, pero era porque ya
tenía los ojos como difuntos de la vergüenza y le
pegué un sopapo para que no se metiera en cosas
de hombres y me salí nuevamente a ese refugio
grandote de la calle y regresé al otro día, chumado
de frío, teniendo en la cabeza esa canción de las
hermanitas Sangurima que dice: de dónde cansados
pies, y mirando a la Micaela dormida, riéndose en el
sueño, y pensé allí mismo que en el sueño estaba
conmigo, que ella soñaba en que le hacía cosas, en-
tonces le desperté un poco dulcemente pero luego
se fue todo para el carajo porque me di cuenta que
no había ni un centavo para afianzar la felicidad y
allí le salió lo de que ya no aguantaba más y que es-
taba cansada, cosas que a uno le duelen más que los
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pencos y fue como si se hubiera subido a un tren,
como si se hubiera disparado por un túnel enorme.
Desde allí empezó todo. O al menos así me lo afi-
guré yo, porque ya no hablaba y hasta el amor lo
hacía medio descuartizada, con harta pereza, y yo
sentía que mientras me alocaba en su cuello, Micae-
la tenía su mirada fija en las telarañas del tumbado,
poniendo de a poquito ella también, su ración sobre
mi desventura. Entonces empecé a seguirle los pa-
sos que mejor no los hubiera seguido, porque fue-
ron pasos para un lado, escondido y vergonzante,
esperándola que salga de lavar las ropas de las casas
ajenas, con sus manos en pellejo y amoratadas, que
de lejos parecían langostas muertas. Pero ella yendo
directamente a nuestro cuarto, a darles café con
raspadura a los guambras, muy resentida de mis ac-
titudes. Y yo en la noche, disimulando el dormir,
rozando sus manos apenitas, y ella retirando ya sin
quererme, faltando piezas a este rompecabezas que
le contaba. Entonces me tapaba bien con los costa-
les y aprisionaba los ojos a lo macho para que no
me hicieran alguna diablura como la que me hicie-
ron cuando fui a pedir trabajo donde la niña Lucre-
cia, conocida del cabo Flores, y me dijo que bueno,
que limpiara el jardín, y yo hecho un gusto entre las
rosas, aligerando la tierra alrededor de los cipreses,
jugando con las babosas, esos gusanitos que viven
adentro y no salen para nada a esta miseria de des-
consolación, volviéndolos a tapar, para luego oír el
grito del marido de la niña Lucrecia, insultándome,
diciéndome que me largara, que cómo me atrevo, y
gritándole a la niña que es una bestia, que si no se
daba cuenta de que tenía dos hijas casi señoritas.
Entonces ahí fue que quise meterme también con el
gusano y taparme con las piedras, palos y tierra y
con años y con casas y con árboles, y ahí mismo fue
lo de la diablura que le cuento, porque de mis ojos
empezó a salir agua y agua y agua y de mi garganta
no salía ni un centavo de palabra, sino ya en la esquina
de la vecindad, cuando limpiándome los mocos con
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la manga de la camisa me pude decir yo mismo: ca-
brón, cabrón y me puñetié los ojos de lo lindo, tan-
to que luego no le vi venir al Muro que me dio un
gran susto al gritarme en la oreja ¡viva el Aucas, ca-
rajo! para luego silenciarse como envoltura, tal vez
comprendiéndome, aunque su silencio fue el de
siempre. Pero su presencia para mí era la gracia, el
descanso, diga usted. Como que tenía espalda para
los dos. Entonces yo me arrebaté contra todo el
universo y le propuse que decidiéramos emborra-
charnos y el Muro me dijo con qué y yo le contesté
que no se preocupara, que para eso Dios había
puesto los carros en las calles, para que si a algún
don le faltaba el tapacubos o las plumas de su fla-
mante, nosotros se lo proporcionaríamos ipso fac-
to, sacándolo de algún otro que ni se mosqueaba, es
decir, haciendo de mediadores entre tantas y tantas
necesidades del mundo. Entonces el Muro com-
prendía y ponía los labios a un lado que era su for-
ma de sonreír y se echaba a caminar fuera de la
vecindad, yo siguiéndole para allá, bastante lejos
donde había luz eléctrica, y todo, y los señores ca-
minaban de a corbata y usaban sombreros estupen-
dos y carteras enormes como las de las mujeres, y
ellas también llenas de vinchas y argollitas con tan
poco vestuario que yo me arremojaba los labios y
metía la mano en el bolsillo del pantalón de puro
instinto... Y hacíamos el trabajo como Dios manda,
es un decir, mientras él me cubría y yo desatornilla-
ba hasta el alma de los flamantes estacionados y
como esperándonos. Esa noche sí que fue la borra-
chera papal, porque don Cristóbal, el perro viejo de
la calle de las traperas, nos dio cincuenta latas por
todo y de paso nos convidó a los primeros aguar-
dientes, pero nosotros nos salimos luego, luego para
donde la peruana, porque nos gustaba chupar solos
y chupábamos como los machos, como los mexi-
canos de las películas, y a mí se me dio por las can-
ciones y cantaba traicionera y ésa de Miguel Aceves
que dice: y tú que te creías el rey de todo el mundo
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y el Muro me asentía y decía: otra mano, cántale
otra, y tú que nunca fuiste capaz de perdonar, pero
yo le dije que ya estaba bueno de serenatas porque
tenía el corazón hecho un menjurje, y cruel y des-
piadada, de todo lo que me pasaba y que nos fué-
ramos a armar bronca por algún lado. Pero yo me
sabía el lado, sino que no se lo decía al Muro de
tamaña vergüenza, hasta que al final se lo conté to-
das mis sospechas como si fueran la pura verdad y
él me comprendió como gallo que era y me dijo
con igual voz gangosa: hay que matarlo mano, y se
levantó él primero diciendo: mierda, mierda. Así
fue que cruzamos abrazados toda la vecindad y lle-
gamos a la quebrada de la basura (de allí sacaban
mis guambras algunas cosas. Un día me trajeron un
par de gafas casi enteritas, pero eso pertenece a
otro rollo) y luego llegamos a la casa del tal compa-
dre Misael, que para mí dejó de ser compadre y que
luego de un momento también dejaría de ser Mi-
sael, por mi hostia santa, dije, pero así y todas mis
ínfulas, ya en el lugar se me subieron, y como que
temblaba, pero el Muro que me conoce me entregó
su cuchillo como si me entregara a su hembra y me
dijo ¡por la cresta de tu madre, no te paniquees! y
no habló más nada, porque él era así, de palabras
esenciales, y también por eso es que se le decía Mu-
ro y yo le respetaba y le tenía dolor de corazón,
porque el que no habla y chacharea y baila en la
conversa es un pobre amargura que se está despepi-
tando solo, y si peor se invocaba la cresta de mi
santa madre, yo ya estaba dirigido desde un princi-
pio y el destino de Dios me impulsaba a acuchillarle
hasta los suspiros a este mal don que entre la sangre
y las tripas se le fue saliendo el nombre, el paren-
tesco y todos esos pecados que yo se los presentía.
Aunque, pensándolo bien, creo que le desgracié no
por sus maldades, sino de pura desesperación junta,
qué lástima me da.
Ahora ya no sé qué fue del Muro, ni de Micae-
la, ni dónde mismo me agarraron.
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Es como si tanta pena me hubiera borrado el
antes, y como usted ve, se me han fundido todos
los colores de la vida. Solamente me queda la ven-
ganza que siento y que a veces me da fuerza para
seguir aguantando hasta el final, en este hueco, para
salir algún día a barrer con todos los que me han
hecho tantísimo mal, sin que yo nada. Que de otra
manera yo no estuviera aquí, sino en los brazos de
la Micaela mía, o arreglando el jardín de los señores,
o caminando con el Muro calle abajo, llenándome
de su silencio, caliente a la sombra de sus espaldas,
serenando la desazón en la cantina de la peruana,
durmiéndome este insomnio, que por mi culpa, a
usted también lo descobija.

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Cuando me gustaba el fútbol

Yo bajaba con Oswaldo por la avenida Améri-


ca, rodando la pelota con pases largos de vereda a
vereda, cuando mamá salió a la ventana de la casa y
me llamó a gritos. Me paré en seco mirando cómo
la pelota se iba solita, sin nadie que la detuviera, que
la acariciara, como lo hacía yo con mis zapatos de
caucho ennegrecidos y rotos. Oswaldo estupefacto
por un momento, corrió luego tras ella y yo regresé
donde mamá, limpiándome las manos en el panta-
lón.
Mi vieja, enfadada y marchita, llena de grandes
surcos sus mejillas, me habló de la misma manera
que hablan todas las madres pobres, me recriminó
mi suciedad, mi vagancia y ese juego maldito que
destruía mis zapatos y dejaba la ropa «hecho senda-
les».
Luego llevándome al comedor me dijo: «Des-
clava ese cuadro de la pared y límpialo porque de-
bes ir a empeñarlo».
Me dediqué por entero a esta labor y Oswaldo
me ayudaba, tratando de sacarle el mejor brillo con
el trapo que utilizaba mamá para limpiar los cubiertos
(que casi siempre estaban limpios). Era un cuadro
-95-
plateado de La Divina Cena tallado a mano. Des-
preciaba ese cuadro, siempre lo había mirado desde
mi silla con esa muerta benevolencia que no servía
para nada, con el tipo de barbas largas sentado en la
mitad de una mesa enorme y los doce más mirando
nuestro almuerzo de caras macilentas y sopa de fi-
deo. Oswaldo me dijo: «Hay que jalarle las barbas a
éste» y yo me reí buscando en su actitud esa sombra
protectora de la amistad, pero luego me puse triste
y con ganas de decir puta madre, porque me daba
pena ver cómo poco a poco nos íbamos quedando
sin nada, primero el radio, luego la vajilla que le re-
galaron a Micaela cuando se casó, el despertador de
Julia, el abrigo que Manolo heredó de papá, el pren-
dedor que le regaló el tío Alfonso a mamá cuando
regresó de España, los libros de Medicina de cuan-
do el ñaño estudiaba y así todo, y también estaba
eso de que podía verme Gabriela en el momento de
entrar a la casa de empeño de don Carlos, como ya
me había visto otras veces. Por eso y por mucho
más estaba triste. Pero Oswaldo me dijo que me
acompañaría y además recordé que el cuadro no me
gustaba y que ahora podría comer en paz, mirando
las paredes vacías y las telas de araña que siempre
me produjeron una extraña fascinación.
Guardamos la pelota en la red que Micaela te-
jió cuando estaba encinta y bajamos a lo de don
Carlos.
Quedaba en el primer piso de la casa de Ga-
briela; había que atravesar un zaguán largo y embal-
dosado. Yo procuraba no topar las baldosas negras
y caminaba en puntillas. Siempre que no tocaba las
baldosas negras don Carlos me recibía afectuosa-
mente y decía: «Veamos, veamos, qué me traes aho-
ra condenado». Al final había dos puertas cerradas y
despintadas, con mucha mugre y manoseo, con el
timbre a un lado (todas las veces que tocaba ese
timbre me daban ganas de orinar), se abría sigilo-
samente una puerta pequeña corrediza y unos ojos
chiquitos sin luz, escudriñaban a los lados de mi
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rostro, sin fijarse en mí, hasta que finalmente me
miraba y decía con voz gangosa: «Veamos, veamos,
qué me traes ahora condenado».
Estiré el paquete y don Carlos preguntó, ¿qué
es esto?, a la vez que abría el envoltorio con sus
manos amarillas y temblorosas. Me desentendí del
asunto y me puse a mirar tras suyo todo lo que mis
ojos podían ver, medallones empolvados, chalinas de
diferentes colores, relojes, radios, libros, máquinas
de coser y de escribir, dos o tres biblias de enorme
tamaño, un cofre de hueso, cobijas, un estuche de
cuero, una espada, un título de abogado con marco
tallado de madera, ternos de hombre, abrigos, todo
ordenado y pegado con un papelito blanco. Pero el
cuarto lleno de humo no me dejaba ver más allá,
donde una bruma espesa se extendía como borrán-
dolo, como debe ser la entrada al infierno, hasta
que su voz ronca sonó en mi oído como cuerno y
dijo: «Esto no sirve, es pura lata». Volví mi cabeza
desamparada hacia Oswaldo que estaba escondido
inclinado tras la puerta y él me hizo una seña impa-
ciente frunciendo las cejas y agitando las manos,
indicándome que insista, entonces yo mientras bai-
loteaba desesperadamente en mi puesto, frotándo-
me las piernas, le dije: «Es nuevo, el tío nos lo trajo
de Roma».
Don Carlos pasaba el dedo por los apóstoles y
mascullaba algo entre dientes, luego prendió un foco
y se iluminó el cuarto con miles de reflejos dorados
que por simple coincidencia venían a estrellarse con-
tra mis ojos, al rato dijo: «Cuánto», yo respondí:
«Cien, mamá lo sacará a fin de mes». Don Carlos
lanzó una risotada y gritó: «Ni comprado, ni que es-
tuvieran vivos». Tragué saliva y respondí: «Cuánto
ofrece» y me sentí como esas mujeres que vendían
verduras en el mercado del barrio. Don Carlos fue a
su escritorio y sacó dos billetes de a veinte, dicién-
dome: «Toma esto, condenado, para que no te va-
yas con las manos vacías, firma aquí» y me señaló el
libro azul con la pasta rota. Firmé y recogí los dos
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papeles y sentí un profundo resentimiento con
mamá, con Oswaldo, con don Carlos y con esos
viejos plateados de la divina cena. Cuando me reti-
raba don Carlos me gritó: «Espera la contraseña» y
me lanzó un recibo que lo doblé y guardé en el bol-
sillo de la camisa junto con los billetes, pensando
en que ya teníamos para otro día de comida.
Antes de salir pedí a Oswaldo que saliera pri-
mero y me avisara si Gabriela estaba en la ventana.
Oswaldo salió alegre, pateando la pelota y luego me
hizo unas señas que yo no entendí bien. Cuando sa-
lí, la voz inconfundible de Gabriela me gritó: «Chi-
no», pero yo acalambrado hasta los talones me
lancé contra Oswaldo, le quité la pelota y corrí con
todas mis fuerzas. En la esquina de la Panamá
cambié un billete y compré un helado y dos delica-
dos. Allí le esperé a Oswaldo, pero no apareció; en-
tonces empecé a subir a la casa pateando las piedras
y aplastando las pepitas de capulí que encontraba
en la calle, ese sonido me producía una dulce satis-
facción en la planta de los pies y en el oído.
Cerca de la casa me encontré con la jorga del
flaco Darío, todos estaban en rueda, tecniqueando
con una cáscara de naranja. Me quedé viéndoles
hasta que se acercó el Chivolo Sáenz y me dijo:
«Chino, juguemos un partidito». Yo me iba a negar
pensando en que mamá me estaría esperando para
tomar café y comprar la leche de la mamadera del
hijo de Micaela, pero el flaco vino por atrás y me
hizo soltar la pelota, así que decidí irme con ellos
diciéndome: qué carajo, que esperen.
Había una canchita frente a la Escuela Espejo.
Allí jugaba yo siempre al salir de la escuela, en el
tiempo en que asistía, pero desde que murió papá
ya no volví porque mamá me dijo que era preciso
que le acompañara, que se sentía muy sola y triste y
que yo era su único halago, pero ahora sé que no
fue por eso, sino que necesitaba alguien a quién in-
sultar, a quién mandar a los empeños, a quién en-
viar a la tienda a fiar el pan de la tarde. Pero en la
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cancha me olvidaba de todo y le daba a la pelota
más que ninguno, tal vez sólo por eso gozaba de un
pequeñísimo respeto como ahora en que el flaco
me decía: «Chino, haz vos el partido» y yo medita-
ba, me daba aires, miraba a todos uno por uno y
decía serio: «Vos Chivolo acá, vos Patitas allá».
Ellos metieron el primer gol. Nos sacamos las
camisetas y entonces sí se distinguía más. Yo me
entendía bien con Perico pero más con Oswaldo,
lástima que Oswaldo no haya estado porque si no
era goleada. De todas maneras ganamos un partido
y suspendimos el otro porque casi ya no se veía y
decidimos pararlo para continuar al otro día.
Cuando fui a ponerme la camisa, ésta había
desaparecido. Comencé a buscarla primero con una
risa nerviosa, luego angustiado y luego con lágrimas
en los ojos, pero la camisa nada. Todos empezaron
a abandonarme. Se me abrió un abismo oscuro, largo,
de donde salía mamá, Micaela, su hijo, Oswaldo, el
profesor, los zapatos de caucho, don Carlos, Ga-
briela, los apóstoles.
Seguí buscando por horas, debajo de las pie-
dras con las que señalábamos el gol, tras de los ár-
boles, debajo de las yerbas, fui a la tienda y rogué
que me prestaran una esperma y seguí buscando,
con el dorso desnudo, empapado en lágrimas, tras
de las matas de chilca, en el tapial, al otro lado de la
cancha.
Ya muy entrada la noche, desolado y vencido,
lleno de frío me dije: «Bueno, Chino, qué mierda» y
me llené de tristeza. De la misma tristeza que tenía
mamá cuando perdió a papá.
Ahora estoy en la estación esperando que pase
Oswaldo y el negro Bejarano a ver si nos vamos a
Guayaquil para embarcarnos.

-99-
Las vendas

Yo no sé Juanita por qué gladiadores caminos,


por qué vastas soledades, por qué encabellados en-
tuertos, por qué laberintos de múltiple pobreza ve-
nimos a dar a esta noche de espanto, a este espantajo
de noche, donde te fuiste sacando las vendas ante el
ojo perplejo y destartalado de una ventana de hotel
y ante el patojo furor de este corazón que ya no
suena.
Tengo fresca en mi pupila la imagen de tus
diez años, el pedazo de pan entre los dedos, ese sa-
co de lana enorme que conjuraba tu frío y que tu
abuela usaba en los días de lluvia, esa odiosa mane-
ra de coleccionar arañas muertas, de cazarlas en los
rincones del techo, cada vez que caía de la silla y yo
miraba tu calzonario cercenado de agujeros, la car-
ne lívida, las caderas nacientes, las repetidas veces
que empujamos mi coche de madera, yo a la bajada
y vos a la subida porque tal vez eras más fuerte o
quizá lo era yo y quería probar mi pequeño poder
obligándote a que arrastraras cuesta arriba esa car-
cacha sucia y vieja que nos hacía olvidar el hambre
y la soledad. Las continuas veces que fuimos a la
quebrada a buscar zapallos, matas de toronjil, pepas
-100-
de shanshi y luego las cambiábamos en el mercado
por un vaso de jugo, por un plátano frito y volvía-
mos repletos y orondos donde la abuela que te jala-
ba las trenzas diciéndote sucia machona y te ponía a
lavar los retazos de ropa vieja en ese riachuelo que
bajaba del Pichincha y yo te miraba desde el tapial
de mi casa hasta que caía la noche y con tus manos
hinchadas me hacías la última seña fragante y es-
quiva, esa misma seña clandestina que vendría a pa-
rar hasta acá, luego de tantos años, a este cuarto
donde sigues desmadejando vendas sin poder reco-
nocerme en la penumbra mortecina que ha dejado
tanto gesto repetido, tanto sudor de parejas preca-
rias y marchitas que vuelven a la vida como un pe-
queño vómito, como un pequeño desliz, hipando a
la muerte y a la resurrección entre dos carnes tem-
blorosas.
Una lavacara desportillada y herrumbrosa, llena
de agua turbia, yacía en algún lugar del cuarto como
una premonición. El agua, el agua Juanita que nun-
ca nos faltó en los carnavales, cuando juntos íba-
mos por las calles del barrio con una lavacara igual,
llena de globitos viéndoles a los jugadores ensopa-
dos y nuestro corazón era una fiesta mientras vos
guardabas el dinero debajo de uno de tus zapatos.
Eran los atisbos del amor Juanita, las primeras ful-
guraciones que caminaban por nuestras calles em-
pedradas y sucias, como deben caminar los ángeles
cuidadores por nuestras almas haraposas y marchi-
tas. Pero nunca necesitamos mucho para estar con-
tentos ni tampoco para estar tristes, el rostro se te iba
descomponiendo como estos helechos que arrancá-
bamos de la quebrada para llevar a la escuela, se iba
descomponiendo como ahora en que esta venda in-
terminable que desenvuelves de tu cuerpo va de-
jando ver lo macilento de tu vida, lo verdadero. Y
te ponías triste por cosas simples, como cuando llo-
raste por no poder jugar a quién orina más lejos y
rasguñaste a Perico porque me ganó (Ahora ya no
te veo triste, ni siquiera eso).
-101-
Y por qué secreta vía he venido a encontrarte
ahora Juanita, cuáles son las puertas que se han
abierto de golpe para dar paso a este vendaval que
me sacude.
Vos en el rincón más oscuro sacándote esas
vendas que en la calle te rellenaban a la luz de la lu-
na, mostrándome quizá todo el despojo, el desalojo,
el ojo patético de la desolación que te contiene y
aprisiona como una venda más, si hasta hace un
momento yo estaba tranquilo paseando por la Ala-
meda, lleno el corazón de remotos olvidos, de em-
polvados fracasos, arrastrando a paso lento los
duendes de mi borrachera incurable, sacándome yo
también, igual a cualquier boxeador derrotado, estas
húmedas vendas de protección.
Pero te vi, te vi con esas sandalias doradas, ese
pobre cinturón dorado que refulgía en la noche co-
mo una llama, como una llamada, como una llama-
rada y recibí el mensaje en pleno vientre y acudí
como el niño a quien ofrecen una manzana, y per-
cibí tu olor, tu triste olor inconfundible donde se
habrían pegado como sanguijuelas la alegría imper-
donable de los hombres y te traje hasta aquí para
refrendar mi vacío, para olvidar viejas imágenes que
me obsesionan como aquellas donde estoy a tu lado
ofreciéndote un mango, hablándote de cuando sea
capitán, marinero, futbolista famoso; pero vos te son-
ríes resignada y empiezas a desenvolver la ropa para
lavar, esa ropa interminable y ajena que ha llegado
hasta acá donde sigues desenvolviéndola enviciada
ya con la humillación, con la trampa, convirtiéndola
en bandera.
El agua de nuestra infancia, Juanita, que nos
sirvió para lavarnos la culpa original, ni siquiera
aquella agua de la iglesia que llevábamos en frascos
a tu abuela para que se curara las reumas, el agua
bendita de esa iglesia que escuchó tu voz cuando
cantabas en el coro, que recogió tus pasos vanido-
sos cuando iban con la canastilla de mimbre, sucia
de tanto golpeteo, recibiendo la limosna, delegada
-102-
del cura por tu rostro de cera, esa iglesia que nos
escuchó tanta ingenuidad, tanta risa apurada, tanto
cuchicheo lívido antes del catecismo, esa iglesia lle-
na de pasadizos oscuros, de ventanas, techumbres,
campanarios, de corredores largos, de ornamentos
inútiles ante los que yo me quedaba embobado, re-
pitiéndome en silencio «cuando Juanita canta hay
una misa en su voz» y vos orgullosa creías que re-
zaba y luego salías con el corazón lleno de bondad
y los pies livianos y me tomabas de la mano y no
parabas hasta la tienda de la esquina donde vendían
melcochas y te endulzabas aún más Juanita y de pa-
so me endulzabas a mí que ese momento era mari-
nero de algún barco, viajador de países, derrotador
de guerras y nos envolvía la alegría que ahora vas
desenvolviéndola con tus manos para que yo me dé
cuenta de la culpa y trace el puente que me regrese
al día en que vos y yo Juanita inventábamos trucu-
lencias para que la gente nos tuviera pena, nos qui-
siera un poco, entonces vos amanecías enferma,
más pálida que de costumbre porque echábamos
azúcar en la sábana y tu abuela llamaba a mi mamá
y todos íbamos a verte y vos abrías los ojos apesa-
dumbrados y dejabas escapar estas palabras «maña-
na me he de morir, ¿no? mañana me he de morir»,
entonces tu abuela hacía hervir agua en nuestro re-
verbero y te ponía paños calientes y te daba masajes
en el corazón y te colmaba de atenciones y vos me
veías sonriente desde el fondo de tu mentira, signi-
ficándome que sí te querían, que se ocupaban de ti,
que había alguien en el mundo que sufriría tu muer-
te, que te pondría paños frescos como los que te
vas sacando mientras el puente se acorta y yo siento
la desolación de dejarte ir sin haber atrapado tu
concepto, culpable como todos de tu increíble des-
nudez, de tu secular despojo.
Sentado, lleno de pánico mirando tu saqueo,
comprendo por qué me atrajeron en la noche tus
carnes repletas y bien torneadas, comprendo esta
macabra trampa que tiendes a los transeúntes que al
-103-
fijarse en tu cuerpo te abordan sin pensar siquiera
que luego, en el lecho, se encontrarán con un es-
queleto momificado, un esqueleto relleno de trapos
que suplica en silencio hacer el amor a oscuras para
que la afrenta sea menos alarmante y ante este en-
gaño vuelvo a recordar aquel día en que me regala-
ron esa trompeta destartalada para engañar mis
navidades y yo te la entregué a ti porque mis pul-
mones no daban para nada y vos te paseabas por el
barrio desgreñada y firme repitiendo la misma irre-
cordable melodía de tres notas. Todos decían allí
viene la loca, disgustados por tu trompeta que so-
naba adelantándose al viento y al oído como si estu-
vieras tocando en un tiempo absurdo, en un tiempo
supremo.
Finalmente me volqué a tu conquista para
aminorar el desfallecido acontecer de tu soplo, la
canibalesca actitud de los circundantes, la tremenda
esfera en la que se mantenía tu deambular, y llegaba
la noche, esa circunferencia total, repleta de im-
ponderables donde las cosas se movían con una pa-
sividad de hondo maleficio y yo quise cambiar esa
rutina y cambiar también la melodía y fuimos a la
quebrada donde solamente se escuchó el taratara de
tu alocado corazón y te toqué los pechos que tenían
la edad de la naranjilla y acaricié tus muslos que se
me resbalaron como el agua, Juanita, y abrí tu boca
para que me entrara la música y deposité mi niñez
en tu vientre y vos me recibiste con acalambrada y
sangrante mansedumbre, soltando la trompeta que
ya inservible fue dando tumbos hasta el riachuelo
que se tragó tu empecinado taratara...
Pero ahora, si hubiera tenido el valor de que-
darme en la esquina de la cama, esperando mirar tu
verdadero ser luego de ver esa silueta cadavérica,
esos senos ancianos que te llegaban a la cintura,
esas fofas y desmadejadas nalgas puestas en liber-
tad, esa sangre morada que se apretujaba a ti como
una última venda, si hubiera tenido el valor de que-
darme para darte mis recuerdos que te harían algún
-104-
bien, para poner en tu cabello aceitoso y desteñido
unas incipientes flores de dicha, porque luego de
ese encuentro fuimos olvidando pausadamente todas
nuestras hambres y uníamos la soledad cuando que-
ríamos, en la cama de tu abuela mientras ella traba-
jaba sentada frente a un cajón, Juanita, a la puerta
de los servicios higiénicos municipales, vendiendo
pedazos de papel a todos los que entraban. Te
habías convertido para mí en algo mágico como la
sombra, como ciertas plantas, trayendo contigo un
arco tendido en tu cuerpo, una elástica presencia de
selva, una lengua de gato o de fuego; apenas una
vela alumbraba esa mortecina dicha de alcanzarte
para siempre, aunque su resplandor te disipaba en
las paredes de ladrillo, te engrandecía y achicaba en
los rescoldos de cemento, te sumergía y ahogaba en
la penumbra de la puerta. Pero poco a poco aprendí
a mirar nuevas fulguraciones que salían de tu cuer-
po acurrucado y extendido.
Cuando quedabas desnuda yo pensaba «lámpara,
noche negra» y me ponía a beber de tu fuente la
fuerza de la solidaridad, olvidando hambres, pobrezas
y pasados, hasta que nos quedábamos dormidos en
una duermevela donde la caricia se postergaba y vos
entrabas al verdadero sueño como a una piscina de
agua tibia y yo continuaba el rito circular de ponerme
los zapatos, la camisa, el overol, para salirme nueva-
mente a no sé qué presencias inquietantes, a no sé
cuáles dolorosos pavimentos, llevando en la mano, en
la boca, en las axilas, esa nueva verdad, esa nueva
desdicha de tu cuerpo que ahora no para de desen-
rollar vendas, de desmadejar tiras, tal como si tu
carne no existiera, como si tu piel también la hubie-
ras entregado en holocausto a cambio de la vida.
Entonces yo regresaba a mi casa por oscuros y
solitarios caminos y te escribía versos porque toda
la noche era poca para redescubrirte y creo que des-
de allí empezó esta enfermedad que me ha durado
hasta ahora, este mal sueño que me acosa, estas
pesadillas que como largas vendas se apropian de
-105-
mi ser y lo ahogan, y me he repetido siempre en las
mañanas, como una oración, como un reclamo, es-
to que leí alguna vez: «¿Los muertos duermen?, por
qué carajo, si nosotros no podemos» y me levanta-
ba a recorrer la misma infamia diaria, mirando pasar
a los niños a la escuela con sus rostros adormilados
todavía y sus bocas henchidas de pan mientras yo
iba a la mecánica del maestro Rueda para aprender
el oficio de forjador, de tornero, de útil para todo, y
me inscribieron en su equipo de fútbol y corría con
ellos por las tardes mientras tú, Juanita, te llenabas
de sol a un lado de la cancha esperándome con una
botella de agua y luego nos íbamos a caminar lejos,
muy lejos, y subíamos a Cruz Loma olvidando tu
corazón débil, mi cansancio, y hablábamos del futu-
ro y nos envolvíamos en una ternura larga, larga,
que ha llegado hasta este cuarto desolado donde vas
desnudando tu esqueleto cansada de la rutina y de
la angustia, de la densa y punzante falta de pan,
aceptando esta penosa forma de culparme, dicién-
dome con una voz ronca que nunca conocía: «No
se asuste amigo, de otra manera no engancho» y yo
estoy paralizado al borde de la cama, entumecido
de tus vendas fatales que se han ido enroscando en
mi cuerpo Juanita, sin poder decirte que me cambié
de barrio, que mi vida va siendo solamente un con-
tinuo cambio de cuarto, que mamá murió, que papá
me ha pasado su copa como una herencia iniguala-
ble, que he logrado aplastar el futuro, aniquilarlo,
responder al despojo, al desalojo de una manera es-
toica y babosa, y te miro Juanita al borde de una lá-
grima inútil como todo, mientras vos me señalas tu
cadáver desenvolviendo los últimos ropajes que te
lanzan a la cama como pluma al aire, como pluma
abatida por la fuerza de los huracanes y me repito y
me repito: por qué gladiadores caminos, por qué
vastas soledades, por qué descabellados entuertos,
por qué laberintos de múltiple pobreza venimos a
dar a esta noche de espanto, donde has terminado
de sacarte las vendas para ahorcarme.
-106-
Ana la pelota humana

Cuando ninguno de nosotros se esperaba, De-


metrio el de los puñales dijo que sí, que había que
castigar a la enanita.
A Julio y a mí, que hacíamos los malabares en
la bicicleta de una rueda, nos dio mucha pena, por-
que la enana se pasaba todo el tiempo en nuestro
camerino lleno de esteras y papeles viejos, sacándo-
le lustre a las botas, al eje de la bicicleta (que Julio
solamente la llamaba cleta porque, en realidad, no
tenía nada de bici), a los radios de la llantita, al fre-
no del manubrio, al cabezote del centro, y daba un
poco de gusto mirarla con ese cuerpo deforme, ese
tronco de piedra irregular, esas piernas que parecían
ramas de betibé, esos dedos atrofiados que nunca
salieron del todo, ese caminar estilo títere, con un
paso suelto y otro solemne, dándole a mis botas, a
las de Julio con un trapo que le había regalado Ma-
risol, la gorda más gorda del mundo, vieja de mala
entraña que atendía el gallinero del circo y se comía
veinte y cinco huevos diarios con cáscara y todo,
por lo del calcio, según decía cuando podía hablar.
A la enanita la habíamos robado en el último
viaje a Esmeraldas. Aunque no creo que lo más
-107-
apropiado sea decir esto, porqué se roba algo cuan-
do ese algo hace falta a alguien, digo yo, pero ella
no pertenecía a nadie, estaba sola y desgualingada
en el mundo. La encontró Irma, la Serpiente Azul,
merodeando cerca de la jaula de Marco Porcio en
busca de desperdicios. Irma la trajo de una oreja
donde Demetrio. Recuerdo que en ese momento él
estaba contando el dinero que había producido el
día, y todos a la expectativa esperando que, esta vez,
nos regalara una moneda más para celebrar la en-
trada a la Costa.
«Qué es esto» había dicho Demetrio tomándo-
la por un brazo y dándole vuelta, una y otra vez.
«Es una niña» contestó Irma «la encontré comién-
dose los plátanos de Porcio». «Está bien, está bien»
dijo Demetrio luego de examinarla, «se quedará con
nosotros, Julián y El Chino se encargarán de ense-
ñarle alguna cosa que nos sirva».
Las decisiones de Demetrio eran inapelables:
mi espalda conocía bien sus cuchillos afilados, tam-
bién las piernas de Belinda Dientes de Oro los co-
nocía y también el rostro de Aparicio el negro
domador de caballos tenía una cicatriz profunda
que nos recordaba a cada instante la obediencia que
se le debía, al fin y al cabo comíamos por él y si al-
guna vez salíamos a conocer los caminos del amor
en los pueblos, era por Demetrio, por su generosi-
dad. Sin él no éramos nadie. ¿Qué me haría yo, por
ejemplo, si Demetrio me quitara la rueda, las botas,
los pantalones de seda roja, la cachucha de tercio-
pelo, ¿qué sería de Julián si Demetrio no autorizara
que se escribiera su nombre en los cartelones que
pintábamos para poner en las esquinas más concu-
rridas de los pueblos?, ¿qué sería de Belinda Dien-
tes de Oro si Demetrio escondiera la soga con que
se daba vueltas en el aire asida de sus dientes?, ¿qué
sería de Aparicio si Demetrio vendiera los caballos
o los matara para alimentar a la Gorda más Gorda
del Mundo, que le escondía entre sus faldas cuando
venían los municipales a cobrar los impuestos?,
-108-
¿qué sería de la pobre Conchita Espinal si a Deme-
trio le diera por ensartar sus cuchillos filudos en el
vientre en lugar de hacerlo a escasos centímetros de
su cuerpo en la prueba central que día tras día, no-
che tras noche, nos quitaba la respiración a todos y,
especialmente, a Juancho «el Payaso» que también
hacía de tragafuegos y que en Potosí, luego de una
penosa enfermedad por efecto del querosene, pudo
hablar un poco para decir: «Conchita vos, Conchita
para mí vos» y que luego se le apagó nuevamente el
habla como una tea más. Sí, Demetrio era todo pa-
ra nosotros, no teníamos a nadie más en el mundo,
igual que la enana a quien le fabriqué un nombre
antes de enseñarle a darse trampolines, a convertirse
en nudo, a caminar con las manos, y le dije —luego
de consultar con Julio— te llamarás: «Ana, La Pelo-
ta Humana» y a ella se le pusieron los ojos como se
me ponen a mí cuando estoy encima de la bicicleta
o de Manuela la cocinera del circo, es decir, que le
entró la felicidad y ya no se le salía sino cuando mi-
raba a Demetrio desde lejos, que nunca lo miró de
cerca porque no avanzaba. Entonces fue bueno el
día de su debut aunque la lona estaba resbalosa
porque había llovido mucho en Sangolquí, un pue-
blo importante cerca de la capital, donde Demetrio
tenía harta gente conocida y el éxito era casi seguro.
En la matiné contamos con poco público, creo
que treinta o cuarenta personas, razón por la que
Demetrio encargó la presentación al loco Esparza y
se largó de muy mal talante a tomarse unos tragos
«para templar el pulso», como decía, así que no pu-
do ver a «Ana, la Pelota Humana» que se desempe-
ñó muy bien, más allá de cualquier buena esperanza
saltó, brincó, se anudó, se hizo un alfandoque y su
magro cuerpecillo parecía en realidad una pelota de
plastilina lista para tomar la forma que se imaginara.
Julio, Manuela y yo espiábamos tras bastidores con
mucha alegría y cuando la trompeta anunció el fin
del número, nuestras almas descansaron como des-
pués de un combate. Ana se acercó corriendo y por
-109-
unos momentos la levanté en vilo mirando cómo
brillaba su rostro de sudor y aserrín, luego la depo-
sité en el suelo como quien deja caer un florero y
salí a emborrachar al respetable con mi bicicleta de
una rueda.
Para la función de especial Demetrio no llega-
ba y Marisol lo mandó a buscar a la taberna del
pueblo. No había quién hiciera sus números porque
Demetrio no solamente era Demetrio, «El Lanzador
de Cuchillos», sino además era «La Saeta Voladora»
y cuando estaba de humor el «Payaso Malaquitos»,
pero Demetrio mandó a decir con el recadero que
se fueran todos a la puta madre y que si la lluvia no
paraba no regresaría al circo y que la gorda Marisol
tendría cinco huevos menos por tanto joder.
Antes de la función de la noche llegó Demetrio
con unos cuantos del pueblo. «A prepararse todos»,
dijo, «quiero que mis compadres vean la mejor fun-
ción». Gritaba por todos lados afilando los cuchi-
llos en una piedrita plana y brillante que recogió en
el Río Blanco en Santo Domingo de los Colorados.
Fácilmente se notaban los estragos del alcohol en
su rostro y Conchita Espinal se puso a prepararle
café con raspadura pasado por media de seda. De-
metrio temblaba, temblaba su corpachón, temblaban
sus manos, el circo temblaba. —Te jodiste —dijo
Julio acercándose a Conchita— en esta te clava—.
Conchita derramó el café y se puso a llorar.
Los amigos de Demetrio entraban con mucha
algazara y las tablas mojadas estaban casi repletas.
Demetrio ordenó que salieran los payasos para ali-
gerar el ánimo de los espectadores y nos mandó
poner nuestras mejores galas.
Yo mismo arreglé el vestido de «Ana, La Pelota
Humana» con la ayuda de Manuela. La peinamos,
lavamos su cara, la polveamos, Julio se opuso a que
pintáramos sus labios, diciéndonos que era una niña
y que a la gente no le gusta que las niñas se metan a
señoritas, entonces la dejamos con sus labios medio
amoratados y medio pálidos y acariciamos su huesuda
-110-
jorobita dándole ánimo y diciéndole que debía tener
cuidado porque el piso estaba mojado. Luego hici-
mos algunas bromas pero Ana, con tono de repro-
che, dijo en su media lengua: «A yo no me moleste
porque te vo a tapia». Estábamos en mi camerino.
Yo empecé a maquillarme y Ana salió dando tras-
piés enfundada en unos mamelucos morados que se
los había tejido Manuela. Julio me miró y me dijo
que mejor me pusiera la boina verde porque él sal-
dría con la roja; accedí y le pedí que me pusiera un
poco de sombra en los ojos. Luego me calcé y ayu-
dé a Julio a armar la cleta. Estábamos nerviosos, un
aire buhonero, una noche como de fantasmas, co-
mo de telarañas espesas. Intempestivamente entró
«Ana, La Pelota Humana» lloriqueando como un
ratón herido, se agarró de mi malla y gritó: «Yo no
quiero salir, el malo va a morir a Conchita».
Julio y yo nos miramos y en sus ojos rebotó mi
miedo y se fue rodando para siempre, como deso-
cupándonos. Casi sin proponernos, a un mismo
tiempo agarramos la bicicleta, Julio se montó en mi
espalda y fuimos directo al camerino de Demetrio.
Allí encontramos a todos rodeando su puerta, in-
clusive Marco Porcio había roto los barrotes, y su
cuerpo descomunal permanecía erguido y a la ex-
pectativa.
Conchita refregándose las manos nos contó
que Demetrio había dispuesto castigar a la enanita
por no salir a escena. Tenemos que entrar dijo Apa-
ricio, pero Irma, «La Serpiente Azul», ya se arras-
traba por una pequeña reja que había acomodado
Demetrio para el respiro, y abrió la puerta. Deme-
trio estaba lavándose la cara. Nunca olvidaré su ros-
tro cuando levantó la mirada y recibió el primer
latigazo de Aparicio, el Domador de Caballos, sus
ojos hirvieron por un momento pero, al segundo
mordisco de Belinda Dientes de Oro, empezó a
maullar como gato en tejado; poco quedó de él
cuando Marco Porcio asentó su mano en el pecho
de Demetrio y menos aún cuando Conchita Espinal
-111-
clavó la hoja brillante en la frente mojada de Deme-
trio, y peor todavía cuando la gorda Marisol estrelló
un huevo en su rostro descolorido.
Pobre Demetrio. Descolgado de la vida como
un trapo, ya no podría hincar su cuchillo en Ana la
Pelota Humana. Ni en nadie.

-112-
De terciopelo negro
De terciopelo negro tengo cortinas
para enlutar mi pecho si tú me olvidas.
(Canción popular ecuatoriana)

—Para enlutar mi pecho si tú me olvidas —dijo


Manuel mientras dibujaba con su dedo sobre las
pestañas de Rosario, como un niño que estuviera
calcando una golondrina y descubriendo absorto los
primeros destellos de la magia. Tomó seguidamente
el rostro de Rosario con las dos manos ya desa-
compasadas y quedó mirando extraviado el disco
que daba vueltas como una conciencia loca.
—En qué piensas —dijo ella y agregó—; creo
que ninguno de los dos debe pensar.
Manuel asintió con la cabeza y luego de un ra-
to, como si la idea hubiera llegado atrasada a aquel
movimiento, repitió:
—Es verdad, es verdad.
Se dio vuelta y tomó del velador los cigarrillos.
Rosario descubrió entonces que estaban desnudos y
con un ademán inconsciente se tapó el pecho, lue-
go se rió de esta actitud y se desembarazó de las sá-
banas con un pataleo absurdo como el de una
-113-
persona a quien estuvieran ahorcando. La desnudez
para ella ese momento era la necesidad de convale-
cer ante tanto vestido, ante tanta máscara:
—Tienes que prestarme otro libro —dijo atro-
pelladamente—; he terminado lo de Genet y he
quedado sola.
—¿Te ha gustado? —preguntó Manuel pren-
diendo el cigarrillo.
—Sí —dijo Rosario con una sonrisa irónica—,
piensa de ti igual que yo, si me pasas la cartera te
leeré una frase.
Manuel se inclinó hasta la alfombra y recogió
la cartera entregándole a Rosario que luego de bus-
car en ella sacó una libreta pequeñita y leyó:
«—Lo adoro, cuando lo veo, acostado, desnudo,
me dan ganas de decir misa sobre su pecho —luego
cambió de página y siguió leyendo—: me gustaría
jugar a inventar las formas que tiene el amor para
sorprender a la gente. Llega como Jesús al corazón
de los ardientes, viene igual de taimado, como un
ladrón». Así has llegado tú Manuel, así has llegado
—dijo finalmente y se dio la vuelta hacia otro lado
con el único fin de que él la mimara haciéndole ol-
vidar ese horizonte trágico de los días cotidianos.
Manuel acarició su espalda, con un rozamiento
delicado que casi no llegaba al cuerpo, como si so-
lamente la estuviera mimando. Rosario se encrespó
contrayéndose y dilatándose y pareció que un pe-
queño ronquido brotara de su piel, era el rumor es-
perado, la voz increíble del exceso, la apretada
angustia de una vez más, la única posibilidad de fu-
ga, de estampida, el acto heroico, el pasaje deslum-
brante hacia otro ritmo, hacia otra tentación.
Era la hora en que los cuerpos sucumbían y el
pensamiento se extraviaba por recovecos increíbles,
la hora en que el pensamiento se llenaba de fugaces
estruendos y el cuerpo renacía con el vigor del mar,
una ola ensangrentada, una esplendidez de dicha,
una ritual angustia que se iba desmadejando con
más violencia a medida que el ovillo del tiempo
-114-
destejía los últimos hilos vespertinos. Luego el es-
pasmo. Suave como el primer aletear de la golon-
drina, como cuando se va cayendo en el sueño hacia
un abismo eterno, como cuando en un pueblo de-
solado se van apagando las últimas luces, las últimas
presencias. Empezaba entonces para ellos la noche.
La verdadera noche. Aquella en la que se despedían
para luego conocerse en la pesadilla, en el monstruo
parado del insomnio, en la fatal desesperanza de la
cotidianidad que paso a paso iba carcomiendo lo
mejor de sí mismos con una constancia indeclina-
ble, como un torturador bien entrenado. Y venía el
silencio, llegaba el silencio un poco antes que la me-
lancolía, cobijados por una sábana indecisa, dueños
aún de la sensación, con los rostros extenuados
después de la batalla, con la última caricia sumer-
giéndose ineluctablemente hacia el olvido, como el
delfín que desaparece ante el rostro curioso y cana-
llesco de los hombres, el silencio que iba ocupando
gradualmente el gesto avergonzado de los cuerpos.
La mano de Rosario pendía a un lado de la cama
como una muerta pequeña, como algo que ya se
hubiera ido, sin objeto, sin destino. Su boca amora-
tada y temblorosa como queriendo retener el eflu-
vio violento del beso, masticando apenas el deseo
que cambió de página, escondiendo en las palabras
el temor del momento dijo:
—Manuel, quiero escuchar otra vez el disco.
Manuel se levantó desnudo. Un sonámbulo
manejado en la penumbra por manos impondera-
bles. En ese silencio bailaban ángeles con cascos y
con cuernos y con uñas, volaban codornices de pi-
cos afilados, danzaba Lucifer con su trinche loco.
Manuel tanteó en la oscuridad con el miedo que
sienten los guerreros y avanzó épico caminando so-
bre una escarcha recién descubierta. Hizo girar el
disco y regresó a la cama introduciéndose en ella con
la sensación de que entraba a su ataúd. Prendió un
cigarrillo y le ofreció otro a Rosario, ella levantó le-
vemente la mano y la dejó caer abatida y sin fuerzas:
-115-
—No, ya no —dijo—, es hora de irme, Alfon-
so debe estar por llegar.
Manuel puso uno de sus brazos bajo la cabeza
y aspiró el humo tratando de adivinar todos los
movimientos que hacía Rosario al vestirse.
—Adiós —dijo ella.
«—Para enlutar mi pecho, si tú me olvidas»
—dijo Manuel mientras dibujaba con su dedo en el
aire una despedida en negro.

-116-
U.S.A. que te usa

Volar, no saber de ti ya nunca, pequeño paisito


polvoroso, olvidar tu nombre, tu camino y tu idio-
ma, toda la vida dormida que he pasado evaporán-
dome entre tus árboles, confundiéndome en el
sopor del vegetal.
Me voy, abandono la novia querida que me
cambió por un capitancito, la madre a quien hay
que alimentar su placer de sufrir, el trabajo en el
que pasaba las ocho horas fumando el no hacer na-
da, la puta tristeza de las seis de la tarde que carco-
me tu pensamiento, tu sentimiento, tu descontento
manuel, sin nada que te sostenga o te defina, te
atrape o te suelte, te obligue a rendirte o combatir.
Volar, irse, partir mañana manuel, hoy, a Esta-
dos Unidos, a Chicago donde la tía Raquel, la gorda
cenicienta que escribe a mamá para contarle cuánto
gana, para hablar de su marido gringo y para man-
darle fotos en la que aparece fumando y tomando
wisky cerca de un perro verde y un arbolito de na-
vidad plateado, volar donde ella, la valiente que se
fue sola y ahora triunfa, volar donde ella, refugiarse
en sus alas, pero solo unos días querido sobrinito
porque tú entenderás este país es otra cosa, aquí
-117-
cada cual vive su propia vida (su propia muerte),
unos días, conoces el ambiente, te busco un trabajo
y luego te instalas y empiezas tu propia, tu verdade-
ra vida querido sobrinito, mi verdadera vida, la mía
propia, no la de mamá, ni la del jefe, ni la de la no-
via no hagas esto, no me hagas sufrir tanto, maldita
sea, mi propia vida, mi única flaca y asquerosa vida.

***

Estoy en lo alto. A muchos miles de kilóme-


tros del suelo. El paisito por fin ha desaparecido.
Horas de horas solamente aleteo de las abejas en el
corazón. La azafata anuncia que no se podrá aterri-
zar. No hay por qué atemorizarse, es por la niebla,
no hay por qué asustarse. Un cura a mi lado saca
con aspavientos un largo rosario de pepas negras y
gruesas. La señora de mi costado derecho se ha
puesto pálida, a su lado una joven rubia se arregla el
cabello con persistencia. Yo no puedo concentrar-
me en la lectura de un estúpido reportaje a miss
mundo, el cura me habla y dice que no hay por qué
preocuparse, que ya ha rezado su rosario, «ya recé
mi rosarito» dice con una mirada en blanco y a mí
me vuelve a la memoria lo que decía a mi madre an-
tes de acostarme: «Mami, ya oriné». Desde siempre
la religión tan estrechamente ligada a mis terrores.
Alguien atrás mío dice entrecortadamente: «Ajústa-
te el cinturón perlita»; la niña responde: «Me com-
prarás acuarelas en Chicago». Dejo la revista en la
bolsita del asiento y el cura se siente con atribucio-
nes para hablarme: «¿Usted se quedará en Chica-
go?», le digo que no, que quizá, que es posible,
entonces me cuenta algo de Filadelfia, de sus pa-
rientitos, su mamacita que está al morirse, la vida es
dura, yo en Panamá, metido en la selva, evangeli-
zando, construyendo iglesias, escuelitas, bautizando
a los pobres niños, llevándoles la palabra de Dios.
No hay por qué preocuparse, ya está despejado,
amarrarse los cinturones, vamos a aterrizar.
-118-
Un frío intenso me golpea el rostro, me voy
para atrás imperceptiblemente. Me empujan, me re-
gistran, me interpelan, me esculcan, me sueltan. So-
ledad de quince bajo cero. No sé qué hacer. Recorro
toda la inmensidad del aeropuerto y encuentro casi
al final un lindo rotulito «Ecuatoriana de aviación».
Largarme, no pensar nunca más en la oficina,
ni en la amante de ojos de borrego que me dejó por
un cap...
Sí tía, todos están bien, le mandan recuerdos,
besos y estas pulseritas, estas camisitas bordadas que
se trabajan allá, estas shigras y estos shuéteres. Oh,
Oh, ¡qué lindo! very beautiful, lindo, prety, very prety
mijito. Ahora pégate una ducha y a dormir, mañana
hablaremos. Ojalá te consiga un trabajo en el Mac
Ray Company, allí trabaja Moqui, el del segundo,
por ahora te acostarás en la cama de Claudita, ella
dormirá conmigo aunque a Henry no le gusta. No
te olvides de regular la calefacción.
Dormir, dormir, pero no puedo carajo, no pue-
des manuel, desde un almanaque un perro te mira
tieso, más allá un cajón lleno de ropa y muñecas
destrozadas, las piernas abiertas descuartizadas, co-
mo debe estar ella, lejos, en esta noche. Me levanto
y miro por la ventana, las notas de la nieve caen so-
bre el piano negro y silencioso de la noche. Mi madre
estará dormida soñando en aviones, en aeropuertos,
en desgracias, se martirizará porque he olvidado el
cepillo de dientes, porque no alcanzó a servirme el
café, su último café dirá entre sollozos. Me recuesto
nuevamente y pienso que es preferible no pensar y
esperar lo que venga. Pero no viene nada. Entonces
me masturbo y quedo desolado, sucio, rencoroso.

***

Alguien golpea la puerta, me despierto con la


sensación de que es mamá, luego miro el perro del
calendario y me digo bruto. Es la tía Raquel, espan-
tosamente gorda, son las calorías mijito, aquí todos
-119-
los alimentos están llenos de calorías, hasta el agua.
Me dice que ella va al trabajo, que volverá a las cin-
co de la tarde, que a esa hora hablaremos, yo le digo
que sí, que bueno señor Ministro, me recomienda
que no haga ruido porque Henry duerme, debo
despertarlo a las cuatro para que vaya a su trabajo,
nuevamente me acuesto y me digo que todo está
bien manuel, trato de buscar a tientas la última ima-
gen de mi sueño, pero éste se ha deshilachado
completamente. Miro el cuarto, por allí dos o tres
revistas, más acá un cuaderno borroneado con di-
bujos y dos lápices de colores, uno azul y otro ver-
de. Salgo y me paseo por el apartamento, recuerdo
el cuarto de Henry en la última fotografía, un rubio
masacote digno para una a colores con caballitos y
desierto. Tengo sed. En la cocina, sobre una horni-
lla está una sartén con dos huevos fritos y en la me-
sa dos trocitos de pan y un plato de mermelada,
meto el dedo en la mermelada y lo chupo, es de fre-
sa como mamá, la pobre tan lejos, si al menos le
hubiera aceptado sus galletas con paté, espere miji-
to le limpio el cubierto, tome, tenga la servilleta,
amabilidades de víspera de ausencia.
Las cuatro de la tarde. Debo ir donde Henry y
despertarle. Golpeo la puerta pero no me contesta,
la abro y entro. Henry está tirado en la cama con las
piernas abiertas, y resopla como un volcán. Su bigo-
te rubio palpita y hace vibrar unas mínimas bolitas
de cristal, la frente está llena de lágrimas. Le remue-
vo suavemente pero se da la vuelta y dice gangosa-
mente okey, okey, luego abre unos ojos de sapo y
se refriega con brutalidad, oh, oh, dice, tú eres ma-
nuel, si yo soy manuel, le dice manuel sorprendién-
dose, como acurrucado, está bien dice Henry hay
que trabajar. Yo lo dejo pero escucho todos sus
movimientos, se baña, se viste, va a la cocina, saca
los huevos de la sartén y los pone junto con el pan
en un papelito de aluminio, luego me mira, me pal-
motea el hombro y me dice okey, okey, luego sale y
se va.
-120-
Hay dos dormitorios, una sala, una cocina y un
baño, pero todo huele a cocina, el olor es espeso,
cargante, tú estás con la piel tensa manuel y entre
las piernas tienes algo así como un asco implantado
desde anoche, un asco de recuerdos y de semen,
debes bañarte pero la pereza (¿o no es pereza?) te
hace decidirte a ponerte el pantalón, a vestirte con
urgencia, con violencia manuel, y sales alocadamen-
te, pulsas el ascensor y se te abre un hueco con dos
caras negras brillantes y un rostro de ojos alargados
como si el fin del mundo. Tú no hablas manuel, no
puedes, te llevan del quinto al tercero y del tercero
al décimo, pero yo me quedo metido hasta que en-
tran dos portorriqueños habla que te habla, mira
Juanito abajo tengo el cago, vamos a lo de Magía,
¿yo pago todo okey? pero tenemos que volver tem-
prano, que tú dices men, ni me miraron, ni te mira-
ron manuel, por fin saliste y el frío te comió como
una gran boca, pero ya no quisiste regresar y cami-
naste un bloque mirando los arbolitos cadavéricos,
pisando la nieve con tus mocasines de niñito bien,
con tus mediecitas de hilo que te regaló mamá para
que no le suden los pies mijito, pensando que no
era nieve sino bicarbonato, como el que te prepara-
ba María cuando llegabas borracho del fútbol y cer-
veza, mirando y admirando toda la organización,
los camioncitos amarillos lanzando por sus bordes
agua con sal para que la nieve despeje el camino.
Hay que regresar, he tropezado ocho veces con la
misma esquina, las cinco de la tarde, tenemos que
hablar mi querido sobrinito.

***

Tía Raquel es el colmo de buena, ha encontra-


do trabajo para ti manuel, lástima que sea el tercer
turno, es decir de nueve de la noche a ocho de la
mañana, ganaré noventa dólares semanales, el día
puedo estudiar inglés o lo que yo quiera aunque es
preferible que duermas querido sobrinito porque el
-121-
trabajo no es muy fácil, cada semana debes darme
cuarenta dólares y tendrás casa y comida, no creo
que prefieras un hotel, los hoteles son very sucios y
peligrosos.
También los de la fábrica son un amor, la ma-
yoría latinoamericanos y portorriqueños, al contra-
rio de lo que dijo tu tía manuel encuentras que el
trabajo es muy simple, solamente tienes que estar
parado junto a una máquina esperando que salga el
molde plástico de la televisión, le sacas, le empa-
quetas y lo vas amontonando a un lado, no importa
que salga muy caliente, las manos se te acostumbra-
rán a los tres días, luego todo es un juego de niños
me dice Moqui, el del segundo, yo he llegado a tra-
bajar quinientos televisores en mi turno, si te ven
que respondes te darán over time y tendrás más ga-
rantías, te dejarán trabajar los sábados y domingos.
Entonces manuel tú te dispones, te entregan
unos guantes de hilo blanco y empieza la cuestión,
son ocho horas parado, sin pensar en nada querido
sobrinito, a la quinta hora sientes un poco de sueño
manuel pero debe ser porque ayer no dormiste,
ahora en cambio llegaré a casa y dormiré como un
lirón, largarme, olvidar la novia querida que me de-
jó por un...
Es formidable la chiquilla que está al frente de
mi máquina, ella no saca televisores sino máquinas
fotográficas, luego con un cuchillo pequeñito les
raspa el borde, el flash manuel, eso se llama el flash,
en sus manos se ha instalado la rudeza del hombre,
luego viene un gringo rubio hasta la porquería te
dice okey, okey, your brake, es tu descanso manuel,
tiempo para irte al saloncito donde están las máqui-
nas y meter en la ranura una cuora para que salga
café caliente, te impresiona la máquina aquella en la
que metes un dólar billete y al segundo te sale en
sueltos, como esas maquinitas de mi pueblo, sólo
que en éstas no pierdes, únicamente es para ayudar
al trabajador, para que no pase tiempo, porque the
time es gold querido sobrinito.
-122-
La muchacha me mira y me mira; al regresar de
mi descanso traigo en la mano un vasito de cartón
con café caliente, pienso dárselo porque su palidez
me conmueve, pero en su máquina encuentro a un
negro de pelo blanco que me mira sin mirarme. El
ruido es enorme, ¿mamy me comprarás témperas
en Chicago?, ya te acostumbrarás.
Está amaneciendo, los ojos se me aplastan, a
duras penas tengo fuerzas para sacar la televisión
antes de que se cierre nuevamente la máquina, ¿qué
hora será? Hay un pequeño movimiento, caras nue-
vas, frescas, con bolsitas en las manos, algunos traen
un envoltorio de papel aluminio como el de Henry,
se pasean con sus rostros adormilados y friolentos,
es el turno de la mañana.
Podemos irnos, hay que ponchar la tarjeta que
está muy bien ubicada junto al reloj con tu nombre
manuel, todos hacemos cola.
Afuera un frío que da miedo, debo comprarme
unas botas como las de Moqui y unas medias de la-
na (para que no te suden los pies mijito). De la fá-
brica a casa de la tía Raquel hay cuarenta y cinco
minutos de caras dormidas.
Yo no puedo dormirme ahora, si me paso del
bloque me pierdo. Llego a casa, la tía ya se ha ido,
Henry duerme. Todavía no le conozco a Claudita,
estará en la escuela este momento.
Voy a mi cuarto, es decir, al cuarto donde
duermo y me tiro en la cama. No puedo sacarme la
ropa, los párpados pesan como rocas.

***

Ha pasado el tiempo, ¿cuánto? no lo sé, no


tengo idea, trabajo y duermo, es decir, trabajo y co-
mo, me ha venido el insomnio, llego a las diez de la
mañana a casa completamente agotado; los ojos se
me cierran, me tiro en la cama y me pasa el sueño
como por encanto, luego por la noche en el trabajo
me quedo dormido parado frente a mi máquina,
-123-
agarrado a la mancuerna de la ventana que se abre y
se cierra, que se abre y se cierra mamá, que se abre
y se cierra las ocho horas. Van dos veces que el
gringuito me ha trincado dormido, dijo a la tercera
leir off, por eso cuando voy al descanso me mojo el
rostro y los cabellos, empapo mi camisa, llevo a mi
mesita tres cafés cargados, me lleno de recuerdos
lejanos y los voy soltando de a poco, tratando de
pensar, de recordar minucias, olores, rostros, estam-
pas, cosas viejas, interesantes a pesar de todo, intere-
santes para que no te duermas manuel, para que el
plástico no se solidifique antes de que abras la puerta
y caiga más y eches a perder otra televisión porque
aquí el que no trabaja no come querido sobrinito,
hay que tener los ojos bien abiertos (largarme, no
pensar nunca más en la oficina, la política rastrera,
la amante solapada que me dejó por un capit...).
He conocido a Claudita, un día que no fue al
Colegio, tiene doce años, sus senos empiezan a
mostrarse como pensamientos tímidos, es más alta
que cualquier señorita de mi tierra y habla un inglés
lleno de pucheros. Hace dos días entró a mi cuarto
completamente desnuda y la tumbé en la alfombra,
luego me invitó a la biblioteca, allí te alquilan libros,
ahora ya tengo la tarjeta y cada vez que llego del
trabajo me hago el que me acuesto para que el in-
somnio me patee y voy a la biblioteca, buscas algo
en español (¿una piedra en que sentarme no habrá
ahora para mí?) y te encuentras con Ciro Alegría, lo
cual te da mucha, y pasas el día entre un libro, un
hot-dog y un jugo de naranja, por la noche vas dis-
puesto a pensar en todo, a no dejarte ganar por el
sueño, a poner una idea entre cada segundo y pien-
sas y repiensas en ella, en la que te dejó, recuerdas
sus manos finas, tibias, sus caderas duras, sus mus-
los ansiosamente abiertos para la caricia y la des-
honra, sientes que la quisiste, que la quieres, que eres
capaz de escribirle y decirle que se venga, que aquí
juntos ganarían mucho dinero, que irían todos los
días al cine o al parque o a los conciertos, que todo
-124-
sería diferente, que eres otro, uno que quizá ya
nunca reconocería.

***

Cada día más nieve, cada día más frío. He roto


con la tía Raquel, Claudia me fastidiaba hasta lo in-
concebible. Vivo ahora en un cuarto de hotel don-
de he pasado metido doce horas, solamente bajé
dos veces a comprar tarros de cerveza en la taberna
de la esquina. Una vieja sentada frente a la televi-
sión lloraba borracha viendo un partido de golf, sus
dedos amarillos, los ojos rojos, el vestido azul le
daban un aspecto de collage trabajado por algún
párvulo melancólico, se servía con aplicación su
trago anaranjado, rara mezcla de jugo de tomate,
gin y lágrimas, había puesto su cuota de dólares en
la barra y el mesero iba restando el dinero confor-
me le servía, a una de sus manos le faltaban tres de-
dos, lo que seguramente le recompensó el seguro,
raro gusano reptando hacia la copa, pero ya no ten-
go pena, tampoco tengo sueños como allá en mi
patria andina, pienso en los televisores que empa-
queto toda la noche.
El sábado pasado fuimos con Moqui a vender
sangre. Siempre lo acompaño porque se pone débil
y me da pena, le pagan diez dólares por litro pero al
momento ya no tiene nada porque fuma y absorbe
muchas vainas.
He puesto en la pared del cuarto una fotografía
que me encontré en la calle aquel sábado, sucia y
pisoteada por los transeúntes, es una muchacha
hermosa, morena, el cabello largo le cae hasta los
bordes de la fotografía, a veces pienso que traspasa
esos bordes, creo que amo a esa muchacha, es pro-
funda, lo único que me acompaña en esta soledad.
Dos veces me he masturbado frente a su imagen,
no quiero hacerlo más porque estoy débil y por las
noches en la fábrica me quedo dormido parado.
¿Qué estará pasando en la Línea Equinoccial?
-125-
Ayer asesinaron a tres estudiantes de la Uni-
versidad de Kent, los policías aquí tienen doble
máscara, no entiendo para qué, hoy he visto a mu-
chos estudiantes con una franja puesta sobre las
chaquetas, es una protesta silenciosa, amarga, la
única que pueden permitirse.
Tengo miedo, los apaches se pasean borrachos
por estas calles oscuras, ellos tampoco viven. Como
yo. Solamente están, les han sacado de su sol y de
su tierra, miran idiotizados los edificios enormes
que se levantan como fantasmas de un rito cruel.

***

Entré a un supermercado, mirando asombrado


tanta y tanta cosa, banano enlatado, maíz enlatado,
mote enlatado, cacao enlatado, mierda enlatada. Y a
la gente que compraba como si se acabara el mun-
do. Me quedé en una esquina enlatada y empecé a
mirar a una muchacha enlatada con su sexo enlata-
do. Me miró fríamente pero no a mí sino al borde
de mi cara, una mirada congelada (ya te estarás can-
sando de la otra palabreja manuel) una mirada in-
dormible, de doble turno, me dio tristeza de su
vacío y decidí favorecerle, es decir seguirla, hacerla
partícipe del mundo, entrarla en la vida.
La seguí un bloque, ella regresó su rostro ama-
rillento, su cabello amarillento, su blusa amarillenta
y se paró en seco. Me acerqué y extendí la mano,
ella me habló con un gesto brusco «cuánto pagas»
le contesté «cuánto quieres» me dijo en un inglés
volado «quince dólares» yo asentí y fuimos cami-
nando calle bajo, luego tomamos un taxi y nos diri-
gimos a la Clarense, una calle llena de mexicanos y
portorriqueños.
Su apartamento tenía dos cuartos divididos uno
de otro por una cortina de flores como las que usan
en mi país las amas de casa jóvenes, adentro alguien
lloraba, un lloro tenue casi no-lloro, como si fuera
un sonido que se hubiera instalado para siempre en
-126-
la boca de ese alguien, algo como llave de agua des-
compuesta. Cerró la puerta y entró al baño, salió
completamente desnuda, es preferible que lo haga-
mos aquí, dijo indicándome un diván descolorido,
la abuela molesta. Traté de hablarle, de entablar al-
go, siquiera una aproximación delicada pero fue inú-
til, todo se fue consumando llevado por un rigor de
hielo, pero no se consumó del todo porque yo no
pude, mi sexo flácido, amargado, recayente.
Me insultó, pero al sacar los billetes del bolsillo
y entregárselos, estiró una mano que temblaba.
Al salir, ella apagó la luz y se oyó más nítida-
mente aquel llanto largo, largo y también riguroso
que me fue persiguiendo hasta mi cuarto de hotel.

***

La tarde. El sol pleno aleteando mi cabeza, las


sienes larvas pequeñas que se agitan convulsiva-
mente. Tengo frente a mí una tarde enorme, no
chiquita como las de mi pueblo sin verano esplen-
doroso, enorme, de ocho horas sol. ¿Qué hacer?,
ante todo no obstinarse en el recuerdo. Sentarse a
la sombra de un árbol y espiar a la parejita que se
hace el amor, ella parece rubia pero el verano aquí
es engañoso, se diría que lo ama, él tiene la espalda
bronceada, brillante, ella entre beso y beso le aplica
alguna cosa, parecería que toda ella da saltitos, lo
besa, lo frota, se alisa el pelo, mira el sol, lo besa, lo
besa, mira su cuerpo ávidamente, examina palmo a
palmo, juraría que es conocedora pero el verano
aquí, sorpresivamente me regresa a ver y yo ya no
puedo bajar los ojos al libro, ese socio hipócrita,
ella se acurruca pero desiste, se distiende, hace un
ademán con la cabeza y el cabello vuela por el aire,
soy el único que he visto su cabello, rayo cósmico,
dibujado a través del sol y el mar, hasta diría que
uno se desprendió y vino a caer cerca de mí.
Me arden los ojos, me restriego, dejo el libro
junto al árbol y me acuerdo de Whitman. Corro hacia
-127-
la playa y me zambullo con pantalón y todo, el agua
muerde, el agua del lago Michigan es fría siempre,
en invierno y verano, de mi cuerpo sale humo, ella
me está mirando sonriente, su novio de espaldas
piensa en que la yerba huele bien pero el verano
aquí es engañoso, a mí me empieza a doler el amor
de ellos, ese amor de estar allí, acariciarse, asolearse,
besar la yerba, mirarme.
El libro aún ésta allí y también el árbol y
Whitman, pero yo ya estoy lejos, mirando pasar esa
película dulzona de los recuerdos, ahora ella no es
rubia ni él huele la yerba, ella es María y yo a su la-
do huelo la tierra pensando en su sexo diminuto, el
contacto húmedo de la yerba me cosquillea el es-
tómago, es una dulce sensación, siento como mi
pantalón va desplazándose, siento su mano en mi
espalda acariciándome a milímetros del cuerpo, casi
sin acariciarme, únicamente siento el calorcillo que
se desprende de sus dedos, viaja por mi columna
hacia arriba y hacia abajo, María, su amor ofuscado,
en alfombras, en prados, en zaguanes donde tú
quieras pero no a esa casa de citas por favor.
Regresaré al hotel, allí me esperan tres o cuatro
cervezas, la fotografía de la pared, las estampillas,
mis cuatro o cinco horas de insomnio, y si no la en-
cuentro a miss Clairet, la drogadicta del segundo,
una masturbación total.

***

Manuel siente ganas de proyectarse en la noche


oscura como los rascacielos que le rodean, de entrar
en la noche, de olvidarse, pero algo atrás suyo no le
deja morir, es el aire buhonero, el ruido de los zapa-
tos, su sombra fantasmagórica a metros y metros de
sí mismo, como si se le empujara para adelante, co-
mo si fuera necesario, imprescindible dar otro paso,
uno más.
El pavimento es una soledad aparte, pesa, se
hunde a sus pies como un espejo amelcochado, tiene
-128-
una vida larga, se diría infinita, manuel va pensan-
do, esta puta vida, por qué no se la encajaron a
otro.
Tan lejos del amor, tan cerca del hospicio más
barato, tan irreconciliable con ese mundo de ham-
burguesas y prostitutas, debe caminar un poco más,
llegar donde Alice, esperar que ella se imponga, que
se suba, que lo anule, no pensar, ser ella únicamente,
ser la goma de mascar, ser Alice, musitarle en voz
baja, Alice, Alice, para asegurarse profundamente
de que dice Alice, Alice, acariciar su rostro, sus la-
bios, sus muslos, ser la caricia, ser la palabra, ya no
ser él, estar fuera, a la vuelta, en la contratapa, ce-
rrar los ojos, apretarlos, acostarse con ella, ser Alice,
pero ayer también manuel el coito deslumbrante y
hoy su huella de tristeza, no hay que darle vueltas.
esta puta vida y la sierra andina de allá lejos que te
aprieta en la garganta como una corbata o una mala
comida, sin nada que te sostenga o te defina, te
atrape o te suelte, ¿me comprarás acuarelas en Chi-
cago?
—Hola hany, hola amor mío.
—Hola Alice, Alice, Alice.
Son torpes tus ojos manuel cuando empiezan a
ver las cosas invisibles, como cuando Henry se pin-
cha, tus ojos son dos pájaros muertos en el aire, pero
de un escopetazo manuel, como cuando te quedas-
te mirando el cigarrillo, alelado, transformado, lleno
de ceniza el corazón o como cuando descubriste
que Alice no era más que Alice, como si sería nece-
sario que las personas o las cosas fueran más allá
para que existan, alelado, sintiendo que la vida no
podía ser sólo eso, sólo Alice, que debía haber algo
encima o debajo o a los lados, insolentado con la
geometría, gritándole puta a la geometría como si
ella tuviera la culpa en los volúmenes. ¿Me compra-
rás acuarelas?, ¿me esperarás?, ¿me perdonarás?
Te quedaste mirando el cigarrillo manuel, pero
eso te salvó, eso te extinguió y te quemó, y te hizo
volver a la realidad de la televisión, del cigüeñal, a la
-129-
realidad de Alice y sus kissme y te convenciste de
que no podías ser un astronauta, ni vendedor de ca-
rros, y peor aún evangelista, porque tu realidad iba
cargada de papelitos sueltos, de cintas de colores,
de montañas altas, de agua de mar...

-130-
Era martes digo, acaso que me olvido
A los trabajadores del ingenio
AZTRA, asesinados el 18 de oc-
tubre de 1977.

Bonita era la Carmela, mi arrejuntada, mi com-


pañera que ahorita ya estará en huesos, atormenta-
da por los gusanos manavalís.
Yo se lo decía compadre. No vaya usted a creer
que yo no le daba explicaciones de las cosas, pero
ella me interrumpía a cada rato: «Esperate Manuel,
voy a meter a las gallinas» o «Aguantá un ratito voy
a trancar la puerta», entonces si yo le decía, «Ve
Carmela, en el Sindicato hemos decidido...» ella me
salía con que me esperara porque tenía que darles la
yerba a los cuyes. Así, me oía a saltos y a brincos
hasta que se serenaba en la noche, pero ahí en
cambio era yo el que me olvidaba de todo, porque
su cuerpo calientico me llenaba y me descansaba
más que todas las cosas del Sindicato.
Pero un día, cuando ya estábamos preparando
la huelga, tuve que golpearle la tutuma para que se
le abra, y le dije: «No seas así Carmela entendé lo
que te digo» y lo que decía era que ya no vaya por la
-131-
Troncal porque los soldados estaban rondando por
el ingenio y también le dije que si alguno de ellos se
asomaba por nuestro cuarto, que no le dijera nada,
que se silenciara como noche, como tumba. Pero
ella necia, con ese amor tan pendejo que tienen las
longas, creyendo que si no me llevaba el caldo me
iba a morir. Me decía que la sopa de choclo era ella,
y que el plátano frito era nuestro hijo, y que las
habas tiernas eran las dos marías que se nos murie-
ron al mes y medio. Engañándome como a guagua
para que coma. Yo nada más verle con la porta-
vianda azul y el corazón un saltamontes. Entonces
nos sentábamos atrás del trapiche para que no nos
molestara el Selaya y yo me tomaba dos cucharas de
sopa disimulando mi hambre para que le alcanzara
a ella, y enseguidita pasaba al seco: arroz con fréjol,
arroz con yuca, arroz con mote sazonado, arroz
con cuy, seco de chivo, choclotandas en hojas de
achera, maíz tostado, habas tiernas.
Tierna se ponía ella cuando tomaba la sopa. Te
vas a ahogar le decía yo siempre porque su boca ca-
si se metía en la vianda. Pero de chiste le decía,
nunca creí que un mal brujo me dictara estas pala-
bras. Te vas a ahogar le decía, y así me cuenta el Fe-
lipe que murió, ahogada en el canal con las cebollas
y los ajos mezclados a sus pechos y a sus brazos,
como queriendo prepararme la última comida. Lás-
tima que no llegué a tiempo.
Jueputas, me han de pagar.
Fue al caer de la tarde cuando después de lar-
gas discusiones decidimos la huelga, hacía mucho
frío y las palabras de cada uno me iban arropando
como cobijas.
—Hay que hacer la huelga, no ven que los pa-
trones no nos contestan, no dicen ni esta boca es
mía,
—por qué han de ganar ellos tantos millones y
nosotros ni para un peje,
—¡explotados, masacrados, humillados, hasta
cuándo carajo!,
-132-
—el gobierno subió el precio del azúcar y por
eso el coronel anda que se le caen los chinchulines
por todas partes, fíjate como se viste, vele esos za-
patos, y vos, llapango caminas, enseñá tus manos
pendejo, vete los lastimados del pecho, mírale al
Juan quemado las patas, a la Maruja cortada el bra-
zo, y ahora acordate del coronel engordando como
un chancho, sentadote o puteando,
—no hablés así Felipe, las paredes tienen oí-
dos,
—¡qué carajo! tenemos que aprovechar que la
ley está de nuestro lado,
—decidamos la huelga, de todas maneras nos
moriremos de hambre,
—¡la huelga! —gritó la Clementina, flaca y
chupada como una rama de lluvia...
Le digo compadre, esa fue la que me envalen-
tonó, si una mujer se duele de nuestra circunstancia
como no un hombre bien puesto. Entonces todo se
hizo una mescolanza de gritos y vociferos y las má-
quinas se silenciaron como cuando uno está soñan-
do en camaretas y de golpe se despierta.
Así era. El Felipe dijo entonces que había que
parar los camiones cargados de caña y que iban a la
molienda, y nombramos comisiones para aquí y pa-
ra allá. Todos en el ajetreo nos veíamos las caras
como si fuera la primera vez, como si recién nos
conociéramos y ya en el reparto de las comisiones
le dije al cholo Pancho que se viniera conmigo, ol-
vidándome de golpe lo del resentimiento de hace
un año, el cholo me sonrió nomás, dándose aires de
valeroso, de buen amigo. Cholo Pancho, ¿dónde es-
tarás? Ya eran las cinco cuando cerramos las puertas.
Yo me fui para las calderas porque me gustaba mirar
aquel borboteo hirviendo, me gustaba el olor de la
caña, que era como una mariadita caricia. Allí me pa-
sé un buen rato sentado y nervioso. Luego miré
afuera, al campo, a las pequeñitas luces que se mo-
rían, iguales a ojos de borrego, en una de ellas esta-
ría la Carmela suavita y sabrosa como la chirimoya,
-133-
y me dije «carajo, lo único que me hace falta es un
gloriadito para calentar el cuerpo, un draquecito»
como decía el azogueño Martín. Miré también los
canales de riego, largos y oscuros ataúdes de gigan-
tes.
Era martes y no me olvido porque todos los
martes tenía turno largo. Era martes, digo, acaso
que me olvido.
Usted no entiende compadre, o a lo mejor sí
me entiende sino que le han tirado para lado equi-
vocado los adulas del patrón, los pagos que le hace,
las artimañas con que le envuelve. Tenía que haber
estado allí saboreando esa furia de años, esas iras
contenidas desde el tiempo de la Micaela, esta po-
breza que nos tenía despachurrados los rostros y las
barrigas, tenía que haber vivido en este pueblo de
iglesia, prostíbulo y cantina, cortando caña todos
los días, rajándose, sudando al mismo tiempo que
esa fruta jugosa, emborrachándose a diario para
dominarse, tenía que haber escuchado todas las no-
ches los suspiros flacos de la Carmela, quejas silen-
ciosas como de ratón, su brazo tembloroso en medio
de algún sueño pesado. Tenía que haber vivido aquí
toda una vida junto a los perros, mirarles a sus ojos,
usted no ha visto los ojos de los perros de esta pa-
rroquia, son ojos llenos de frío, de hambre. De ne-
blina, digo yo.
Eso tenía que haber hecho compadre para que
comprenda y no me diga la cantaleta de que por
mudo, por irresponsable estoy preso. Aunque yo le
cuento solamente lo que pueden aprisionar las pa-
labras y eso no es legítimo porque mal conversador
he sido, silencioso como la Carmela y como todos
nosotros mismos, y la entonación no me gusta, el
canto de la palabra no me gusta cuando le estoy re-
latando estas cosas porque en alguna palabra como
que se me quiebra la voz y hay arañas o pulgas en
mi garganta, y yo no quiero eso carajo sino contarle
las cosas con furia, sin miedo porque el miedo ya se
quedó enterrado para siempre junto a ella, arrejun-
-134-
tado a todos los que murieron ahogados en los ca-
naletes, quebrados la cabeza, quemados en esas pai-
las enormes que nunca más despedirán el olor que
le contaba, metidos el yatagán por la espalda y tam-
bién por el costado, abiertos la barriga y tirados a
los canales como en los tiempos del veintidós que
nos contaba el Felipe, borrachos los milicos como
si hubieran bebido todo el guarapo del mundo,
aguarapados con mala esencia, con mal instinto,
como el fruto del chamico: venenosos, erizados de
púas por todo lado. ¡Ay de una palabra que me sa-
que una lágrima, la lengua me he de arrancar, los
ojos me he de sacar!
Si la Carmela misma nunca lloró, ni cuando le
hacía turumbas o le pegaba un cuesco, o cuando le
contaban que yo era el arropado de la Florinda, ca-
llada se iba a chalar lo que había quedado de las es-
pigas, y regresaba con la miseria de granos y tierra,
un afrecho raro, a repararme el champús que me
abrigaba y me quitaba la desaquerencia; por algo di-
cen que los duelos y los quebrantos son vianda de
gente pobre.
Unos mil quinientos éramos los compañeros,
entre los del campo, los estables, los eventuales, y
hasta los que despajaban la caña de azúcar, todos
metidos, cerradas las puertas de la única entrada,
apuñeteados los rostros y los corazones, calienticos
por dentro con la rabia, las mujeres atendiendo aquí
y allá, los niños jugando como desapercibidos, co-
mo inconscientes, hasta que alguien, creo que era,
el Oswaldo Galán, empezó a gritar desde la caseta
de la báscula: «¡Ahí vienen, ahí vienen!», parecién-
dome sus gestos como alas de curiquingue, el pája-
ro sagrado de nuestros abuelos.
Estábamos dispuestos a no dejarles entrar,
queriendo que primero nos escuchen, que les escu-
chen a nuestros dirigentes, que nos dieran una res-
puesta concreta, que no se vinieran con un ejército
de tierra y aire a matar un enjambre, pero nada
porque ya le vimos a un malencarado de verde, con
-135-
ojos de cuscungo, pintarrajeado como payaso (des-
pués supe que se apellidaba Cruz el que dirigía la
masacre y no sé por qué me recordé del otro, del
que rezábamos los días de siembra para que la co-
secha no se chamuscara) y vociferó que saliéramos
y alguno de los más verracos le gritó: «Que salga tu
madre», entonces aparecieron los otros, arrastrán-
dose como lagartijas, y el tal Cruz gritó que si no
salíamos en dos minutos empezaría la balacera, y
allí fue que muchos nos atarantamos y nadie sabía
qué hacer, mientras los dirigentes nos pedían que
nos calmáramos, pero ya era tarde porque las puertas
se abrieron, puertas de a uno cincuenta de ancho y
todos trataban de salir, gritándose y empujándose,
aunque afuera ya les esperaban los soldados, y dis-
paraban como si estuvieran jugando a la guerra, sin
importarles de cada uno, de los pelados, de las mu-
jeres que se cubrían de los disparos con sus chali-
nas.
De mentira no más dijo ese malvado que dos
minutos, cómo iban a salir mil quinientos trabaja-
dores por esas puertas, ni siendo conejos, ni siendo
invisibles, por eso a unos les empujaron a los cana-
les donde pataleaban heridos, otros querían escon-
derse en los trapiches, otros se tapaban entre las
cañas, pendejos, otros fueron tirados a las calderas.
Todos indefensos, sin un palo, sin un machete.
¿Y la Carmela?, ¿dónde estaría? Dónde tam-
bién estaría, carajo. Yo le buscaba atolondrado pero
el Quito me empujó y me llevó por atrás, donde ya
había una siembra de cadáveres recién tronchados
que al pasar los iba reconociendo: el Romualdo Te-
nesaca, el Luis Morejón, el Ángel Saquipulla, el Es-
píritu Miguitama que vino de Gualaceo solamente
para la zafra, el Manuel Siguencia que la otra sema-
na no más me prestó dos libras de harina, el Juana-
cio Latacea, el Oswaldo Galán, el Octavio Paredes,
que había reservado pasaje para Loja, el Segundo
Saitán que vendía jugo de piña los domingos, todos
golpeados, maceteados, ahogados, con la sangre
-136-
colgando como hilos de telares. Los gases no me
dejaban ver bien y me hirieron en la pierna, vea
compadre, pero el Quito me jaló más de un kilóme-
tro, y me decía que me salvara porque había que
contar, había que seguir. ¡Ay de un recuerdo que
me saque una lágrima, la lengua me he de cortar, los
ojos me he de arrancar!
Así que no me venga con que soy un sangre de
horchata, y que por mi culpa mismo murió la Car-
mela y todos los demás, porque igualito hablan esos
ministros de la ciudad, chinchosos con nombres de
héroes, salvadores y bolívares que no han servido
sino para llenar de majada sus ministerios, cham-
bones y desleales hasta a sus nombres, gritando por
los periódicos y por las radios que nuestros muer-
tos son terroristas, son activistas, son conflictistas y
otras palabras que hasta a usted, que aún no abre el
ojo, le han de dar dolor de barriga, escupiendo al
cielo para que algún día no les caiga en la cara. No
me diga nada compadre y si quiere llévese no más
esos tamales que un gran dolor nos ha costado la
comprensión y ahora sabemos que por uno que no
oiga siempre habrán dos atentos.
Eso es lo que hemos aprendido después de que
nos escapamos, porque de allí viajamos con el Ma-
nuel Quito para Cuenca en un camión de papayas y
de casa en casa, de radio en radio, fuimos contando,
fuimos diciendo nuestra verdad que se regó como
la sangre de la parroquia. Otros fueron hacia San
Antonio, a Pacho Negro, a Boca de los Sapos, al
Juncal, a Ingapirca, a Chontamarca, a El Tambo, a
Gualleturo. Luego, al anochecer, me acuerdo, me
fui solito para los filos del río Patate porque quería
recordarle a la Carmela, y allí me estuve acodado
sobre el puente de los herreros, como una estatua
que no siente ni el viento, ni el frío, ni la lluvia, ni
nada mismo sino su propio viento, su propio frío,
su propia lluvia. Y así me pasé acariciando en el aire
su blusa de a colores, su follón quemado por cha-
miza, hasta que el amanecer me dio en los ojos y ya
-137-
desentoldado el cielo vi cosas tan lindas que tenta-
do estuve de gritarle a la Carmela, que viniera un ra-
tito, el último minuto, a ayudarme a mirar cómo el
río se iba llenando de Carmelas, lavanderas que col-
gaban sus trapos formando mil banderas, formando
la bandera que nos toca, alumbradas poco a poco
por unos árboles azules como focos, como luciér-
nagas, jacarandás dizque eran, jacarandás y arupos y
palmeras que les acompañaban a lo largo de las
aguas, como homenajeándolas, como quitándolas
preocupación, y me pregunté compadre, arrancán-
dome los pelos, que por qué, por qué mierda nos
trataban así, nos arrinconaban así, nos masacraban
así, si era sólo de repartirse la alegría. Fue al amane-
cer y el viento daba en el pecho. Duro daba en el
pecho.
Y luego en Cochancay, el pueblito de Manuel
Cajas, donde el Arzobispo de Cuenca quiso dar una
misa campal para que se volaran las culpas de los
nuestros, ¡ellos, qué culpa!, pero los soldados no le
dejaron ni siquiera poner un pie en el carro y casi le
manchan su sagrado vestido con el fusil, advirtién-
dole que se callara carajo y que se fuera con su Dios
a otra parte, pero el cura verraco gritó en todos los
papeles que condenaba esta violencia y que en
nombre del Hermano Miguel, beatificado en Roma
dijo, se dejen los soldados de matar cristianos inde-
fensos, pero ahí mismo, delante de sus ojos cayeron
algunos que quisieron defender y escudar su paso o
recibir su bendición, clamoreándole todos los del
ingenio que habían logrado escapar, llorándole las
mujeres, pidiéndole que les diga a los cursientos, a
los malvados, que nos devuelvan nuestros cadáveres,
que nos dejen enterrarles aunque sean podridos ya
de tres días, que nos permitan mirarles sus calaveras
por última vez, pero nada, porque ni este arzobispo,
ni los políticos de las ciudades, ni los estudiantes, ni
los de afuera, nadie mismo pudo hacer nada, y ellos
se sacaron a nuestros muertos calladito y les lleva-
ron a quemarles lejos, donde nosotros no oliéramos
-138-
sus huesos chamuscados, donde yo no apercibiera
las cebollas blancas de los pechos de mi Carmela,
las remolachas de sus mejillas. ¡Ay de un recuerdo
que me saque una lágrima, la lengua me he de cor-
tar, los ojos me he de vaciar!
Luego de esto me sorbí los mocos y subí por la
escalinata a buscarle al Manuel para irnos a Guaya-
quil. Le encontré sentado, medio dormido a la puer-
ta de una iglesia, con la cara de tonto perplejo que
pone el que no sabe a quién volver sus ojos. De allí
nos fuimos al Guayas, donde tuvimos tiempo de
contar lo sucedido antes de que nos trajeran presos
acá, y hablamos en todas partes, medio desatados
como perros con hambre, y nos llevaban para aquí
y para allá y nos exhibían como animales de feria y
nos fotografiaban y se condolían y nos hacían repe-
tir cien veces el mismo sufrimiento, sin darse cuen-
ta que ellos estaban igual, que las palabras se nos
agarrotaron de tanto ser dichas y el silencio comen-
zó a coagular nuestro dolor, a llenarse de costra
nuestros ojos, de un tumor maligno mis orejas para
no escuchar las palabras con pucuna de los milicos,
que nos habían seguido juicio penal dizque a noso-
tros compadre, entienda bien, a nosotros que que-
dábamos más huérfanos que el sapo del monte, que
la cuzma sin cuerpo, que la sopa sin sal. No com-
padre, usted recordará que desde los tiempos en
que ese recinto se llamaba La Cecilia, nuestro esta-
do común ha sido el sufrimiento, mucho sudor y
sangre ha regado esa tierra y es justo que florezca.
Nuestros guaguas tienen que aprender a reír, a jugar
a la bomba, a los cachacos, y usted también tiene
que aprender a mirar de frente, no sesgo como los
malparidos. Ahora nosotros ya no tenemos miedo.
Usted tampoco tendrá miedo cuando recuerde
la caricia del viento a la caña, con sus brazos largos,
como brazos de fantasma.

-139-
Rondando tu esquina
A Julio Jaramillo, cantante popular

Dónde estarás amor que yo te espero, porque


no es cierto que te hayas muerto ñerito, ruiseñor,
rocolero, no es verdad que me hayas dejado aban-
donada en este tugurio de melancolía donde tu voz
entra por todas las goteras de la cantina. Montuvio
mentiroso. Pájaro del suburbio Tundulí.
Estarás donde los charros, seguro, cantándole
a la Olga, o en Guayaquil donde la puta mariquita
que sabe de mi dolencia desde el último zapatazo
que le dejó mi firma en su mollera, o quién me dice
estarás en Quito, en la Casa Blanca, cantando para
los ciegos de la veinticuatro, dándoles un poco de
tu voz, de tu rubateo mágico, de tu brujo chorro de
aliento que despierta en los pobres toda esa desa-
zón acumulada por siglos y siglos de miseria.

Eso es lo que tú piensas zamba mientras por segunda


vez estás haciendo cola para dar otra vuelta y mirarle su ros-
tro desocupado ya de toda posibilidad de dicha o de tormento,
pero a la vez saber que es verdad, que ahora sí se encuentra
en los bajos fondos de la noche y que ni siquiera tus ojos em-
-140-
panizados de tanta lágrima, podrán regresarlo, que su vida
arrabalera y melancólica ya no volverá a agitarse en ningún
escenario, ni siquiera en ese pequeñito que tú misma lo hicis-
te en la casa de Las Lomas, junto a la estampa del corazón
de Jesús, adornado con dos velas del cumpleaños de la Nor-
ma. ¡Basta ya! ha dicho el morocho y es inútil que esperes en
la noche su regreso, porque la muerte es la única melodía que
no se la canta, que ya no se la puede cantar por más cantores
que calienten su catafalco.
Así es zambita, ese estirón ya no tiene resorteada.
Rómpete el corazón. Ríete. Resígnate.

Esta será la última vuelta que te dé, malparido


canario de nuestro estercolero, porque se me está
acabando la botella. Desengáñame, dime que es otra
de tus sucias bromas, que de pronto aparecerás
como hace tantos años, con ese coche de madera
que te prestaba la niña Clara para que llevaras las
herramientas a la zapatería; dime que aparecerás así,
flaco y desgarbado con tu ancha sonrisa de mono,
silbando las canciones del Olimpo Cárdenas y tra-
tando de embestirme a mí que ya te quería desde
hace un montón de tiempo y te gritaba cuando no
estaba la abuela: «Laurido, Laurido, perro mal pari-
do». ¡Qué enorme este cariño Laurido, qué enorme
y frío Laurido este despido!
Eso comprenderías Julio, jugo, juguete, para
que esa noche te me acercaras como gato lerdo y
luminoso a decirme que te acompañara a la covacha
del compadre Juan y yo obedecí o más bien me
arrastró ese sentimiento que vos más tarde lo llama-
rías fatalidad sino cruel, porque si no decime: qué
sería de mi vida, qué habría sido de este cuerpo ne-
gro y desanimado si tú no lo hubieras penetrado
por todos sus huecos y rodeado de manoseos como
a un acordeón, si esa noche la vieja maldita me
hubiera condenado a que vele sus sueños milagre-
ros. Fatalidad ñerito, ruiseñor, porque si no, no te
habría oído cantar, ni coger la guitarra como ya más
luego me cogiste a mí, ni te hubiera visto la cara de
-141-
perro mojado que ponías al pedirle al compadre
que te enseñara el rasgueo de la batea, ni hubiera
visto al correr de la vela tus ojos que tenían más de
pedigüeño que de cantor. Pobrecito de esa noche
nocturna de celaje deslumbrante, yo la negra Emi-
lia, tu encanto rememora a cada instante y no creo
que te hayan metido en ese ataúd de encajes, crista-
les y maricadas porque a los pobres no nos ponen
en caja sino que nos tiran por los aires, como lo
hacen en vida, por allí entonces estarás volando
cantor cojonudo, con tus alas tiples.

Pero será eso lo que piensas negra, hembreadora de la


ciudad, no será quizá culpa de la mota, la grifa o el alcohol,
o tal vez el cansancio de dos vueltas en este Coliseo de Gua-
yaquil, lleno de polvo y de gente y de alaridos, no sabrás que
lo que piensas es pura fantasía, que únicamente lo veías venir
en el suburbio con su camiseta manchada de tinta y sus pan-
talones de zapatero destrozado en las rodillas. ¿No com-
prendes que nunca reparó en ti, ni te brindó el más mínimo
silbo, ni el más pequeño chasquido, ni el más leve gargajo de
su garganta genial?

No ñaño, brother, aparcero, déjame caminarte,


déjame pensarte una vuelta más. Yo no creo que
has muerto, moribundo de los ojos, porque muerto
no hubieras podido encharcarme en ese lodazal de
las algas, no hubieras podido entonces meterme tus
alforjas, tu alegría, ni me hubieras dicho que ahorita
yo sería tu esposa, porque eso me lo dijiste en los
quince, cuando salíamos de la buenaventura de tus
muslos y llegábamos a Boyacá y Nueve para que
nos miraran juntos los que nunca quisieron mirar-
nos. Por eso digo que no te has muerto, panita, si-
no que estás ahí, recostado un chance nomás.

No mulata, tus recuerdos se tropiezan, te olvidas de sus


amigos, de la noche en la que Julio no volvió a la querencia
de su madre, cuando por la lengua larga de su hermano ma-
yor supiste que había arrendado un cuarto en lo de la Patoja
-142-
Iriarte y que vivía olvidado vivamente de lo que había sido
su vida.

Mejor dicho, te me tomaron de prestado, tu


voz, tu aliento, tus huesos malaparte que nadie los
entendería, entonces te mandé un mensaje mintién-
dote que la niña Clara no tenía quien le hiciera sus
mensajes, aunque hubiera querido decirte que lo que
yo necesitaba eran tus masajes, y tú me contestaste
en el sueño de la abuela, tal vez mañana cuando
muera el día y esperándome estés con gran ternura,
la brisa entonará su sinfonía, si no es mañana vol-
veré otro día. Pero no volviste ni en ese año ni en él
otro y yo agarré la cola de ese puerco sueño y se lo
tiré a lo oscuro, de donde las pesadillas no regresan
y tuve que salirme del subterráneo con la plata del
platanal del abuelo para llegar hasta tu cuarto vacío
de trastos y tristezas y encontrarte con esas mejillas
mentirosas, de un color que ya no era tu color, para
luego preguntarte con la vergüenza de mi soledad
que si nos ibas a dejar para siempre, y tú diciéndome
no sé qué cosa que no entendía porque dentro de tu
voz había algo de goma; algo pegajoso y piadoso que
la tomé como una injuria, aunque alcancé a escuchar
que entre las sombras vegetando vives, que me llamó
mucho la atención porque siempre habías vivido así
entre las sombras, y nuestro amor se daba entre las
sombras que es lo que nos dejan, pero claro luego lo
comprendí, eran sombras de la ciudad, sombras,
sombras, es decir no como las que vivimos, som-
bras claras llenas de luna, eran sombras lelas, llenas
de locos, de locomotoras, de lívidos, de lentos lati-
gazos de oscuridad. ¿Y ahora quién me dará cantan-
do lo que siento? Vaya por ti este puchito y este
trago largo como la espera hasta llegarte. Aguanta
suave ahí que solamente faltan veinte cofrades.

Pero vos no comprendías zambita que no era eso. Era


que ya le había tomado la ciudad, y él estaba tomando la
ciudad, tomando en un trago la ciudad, y los amigos daban
-143-
serenos a sus muchachas con la voz serena de ese montuvio de
pobre facha. Y comenzaron a aparecérsele los empresarios
que eran como si dijéramos los don panchitos y quisieron
manejar su voz, meterle imitaciones, fundirle ese metal que
desde hace tiempos sonaba como el pueblo.

Porque nacimos tirados en el mundo pajarraco.


Aparecimos sin saber de dónde nos venía tanta
desgracia junta, y nunca te salió la explicación
cuando decías que hace muchos años vino la triste-
za a caballo, por Venezuela decías, a lomo de mula,
entre los malos hábitos de un tal Flores, entre las
ingles y los pelos de los soldados que se asentaron
aquí, desarraigados dejando sus guarichas lejos; en
la casa, y que la traición también vino así, cabalgan-
do en las espadas y en la cruz, solitaria machona
decías, la traición, animal de cien cabezas, y habla-
bas de la soledad mientras tomabas cerveza, tanta
cerveza y tanta soledad que yo me ponía a pensar
que estabas hueco y que tu cuerpo era un gran tonel
de soledad, entonces templabas la guitarra y tu voz
iba dibujando esos paisajes que ahora los veo más
nítidos, más frescos, mientras yo te acariciaba esa
cabeza donde cien mujeres espulgaron su nido,
buscaron tu afecto, tu palabra, guerreando por reci-
bir de vos eso que el hombre oculta. Déjame que
tome otro sorbito mientras te llego y pide que estos
malacatos no me empujen porque se va a derramar
mi sustento.

Estás borracha negra, floja como un banano podrido.


Nunca te conoció, nunca te ha visto. Después no tuvo tiem-
po. La gloria le llegó como esos tumores malignos, de a poco
se fue reproduciendo. La gloria es la glorieta que oscila al
viento y de todos los escenarios era llamado para que tiemple
su guitarra y su soga. Desde el Balcón del Pueblo hasta el
destartalado salón del Capitán Pérez, desde Radio Tarqui y
Radio Cristal hasta la Voz de México su voz fue creciendo
como crece el patíbulo bajo la mano vibrante del Carpintero.

-144-
En las noches las cosas se alargan como fan-
tasmas, me decía mi taita, mártir de insomnio, los
pensamientos velan prendidos debajo de la cama y
la angustia pincha sus alfileres por todas partes. Así
decía, ñerito, antes de que el hambre remediara para
siempre su mal dormir, y yo lo creo, porque si te
has dormido tan largo es porque te has llevado mi
sueño, negro ladrón, infame de voz negra.

Nunca te conoció. Ya sus pasos caminaban junto a fre-


sias y rosales. Frescas rosas donde el rocío es de alcohol.
Nunca te conoció.
Pero mientras te recorro pienso que yo tam-
bién te estoy haciendo un pasillo, te estoy escri-
biendo el último pasillo, y este no es de soldados
que han perdido su hembra sino de una hembra
negra que no ha tenido más oportunidades que tu
voz. Te estoy haciendo el último pasillo desgarba-
do, aguántame un ratito; tal vez mañana cuando
muera el día me olvidaré de ti y empezaré por otra
punta. Mientras tanto déjame caminarte un rato
más, un trago más.
Emilia, azabache, palmera, terciopelo negro, así eras,
pero el mal del ojo te ha dejado como un saco de polvo. Ni
siquiera un sucre, un peso, una pulsera dorada, un chal que
te despiste el frío de las noches. Nada te ha dejado el trova-
dor. Nunca te conoció.
Un trago más, con el alma iluminada descu-
briendo en tu mirada, un amor que nadie tuvo para
mí, mientras grababas un disco en «La Voz Liberal»
junto con el requinto de oro, el chino, el cara de
haba, todos esos perdidos que te me quisieron ro-
bar, pero que no estuvieron contigo cuando im-
pregnaste en el acetato esa marcha política para
nuestro líder Guevara Moreno, peleador de la gue-
rra civil de la España, porque en ese entonces so-
lamente éramos vos y yo y el viejo tumbero zapato
loco, que le daba al cuero con frenesí, ni tampoco
-145-
estuvieron cuando a los nueve años la guardia civil
de Arroyo del Río, puto pinturreteado que vendió
la patria, te metió al camión porque no había cómo
estar en las calles pasadas las nueve y yo le avisé a
tu vieja que salió como loca a insultar a los chapas y
a quitarles de las garras su tesoro mientras tú te ori-
nabas en las botas con ese miedo que te nació junto
con el asma, esa enfermedad que les da a los gatos
por palurdos y por mensos. Sólo yo, tu negra Emilia
que te acompañaba siempre a la lagartera y te espe-
raba por ahí, por Lorenzo de Garaicoa entre Colón
y Sucre, para luego sostenerte el vaso en la serenata
de las madrugadas, hasta que caías hecho una sopa,
borracho como las mariposas y así de lívido, mientras
yo te arrastraba hacia mi cuarto, donde se levantaba
tu sexo antes que vos y se relamía en mi cuerpo,
haciéndome olvidar el frío de la noche, el frío que
ahora me trasquila a pesar de esta caña que se mete
en mis huesos como fósforo: pero ya te estoy lle-
gando, mientras cerca mío los mentirosos se des-
mayan y desploman, ya desde aquí diviso el ataúd,
tu gabardina café, tu horrible corbata gris a cuadros,
tu corbata de mono que no aprendió nunca la lec-
ción de las elegancias.
Tú estás descuartizada vieja Emilia, nunca te conoció,
nunca te vio. Su fama le llevó por otras latitudes donde nunca
alcanzarían tus alas de mariposa negra, y en Puerto Rico, en
México, en Venezuela, las muchachas se le entregaban en los
pretiles de las iglesias, en los pasamanos de los corredores, en las
bodegas de los barcos, y grabó tantos hijos en todas ellas como si
solamente fueran discos de cuarenta y cinco. Ya no te achaques
hermanita, termina esa botella y sal a la boca del lobo.
Y después Julio, juguete, cuando ya segura-
mente conociste la felicidad de tres platos diarios,
cama y cobijas limpias, no te mareaste con los ga-
lanteos de esos señorones de las altas torres, no te
mareaste ruiseñor, vos que tan mareado eras. La
tristeza de tu raíz, huella profunda, no dejó que tu
boca dibujara la sonrisa idiota de los satisfechos y
-146-
entregabas dinero a manos llenas para que te deja-
ran conmigo y tu guitarra, que era la misma cosa,
sin apreciar, sin darte cuenta del valor de esos bille-
tes porque nunca los habías tenido y te bastaba so-
lamente con lo que te lanzaron al mundo, tu voz y
tu corazón grandote como deben tener los elefan-
tes, y agarrabas la billetera con tus manos gordas de
cholo montuvio como si fueran ponzoñas y repartías
en la mesa a Héctor, a Pepe, esto para la vieja, esto
para los comunistoides de tu jorga, esto para la
Blanca Rosa y te embolsicabas lo que sobraba para
nuevamente embutirte de cerveza y soledad, obli-
gado, quizás para siempre, a llenar ese tonel sin
fondo de nuestra melancolía, de nuestro silencioso
desgaste, de nuestra única arma, y luego venías a
mí, sorteando los charcos de tus perseguidoras, a
mirarme en los ojos, y te ponías a tocar en esa gui-
tarra de guadúa que estorbaba en mi cuarto y can-
tabas ya hace treinta años, esa canción que en
alguna parte me estremecía como si estuvieras pe-
netrándome: miradas de brujería, que saben esclavi-
zar, quien fuma tu marihuana, tu esclavo siempre
será. ¡Hace treinta años ñerito! cuando por estas ca-
lles de Guayaquil nadie te vendía la pasividad de
una mota, el sueño maravilloso de una grifita. Dé-
jame que te aspire. Hondo. Largo.

A ti no te conoció negra Emilia. Apártate. Desamon-


tónate.

Y ahora está bien que todas las rocolas del


mundo, rocolero, estén abrazadas por un crespón
negro, y que de todas salgan tus alaridos, tu horrible
voz de dos sexos que sirvió para que los pesquisas
de la farándula te acanallen, y escamoteen tu hom-
bría que a mí me la dejaste clavada como un cuchillo,
como una estaca, chévere entre mis dos trémulas
columnas negras.
Nunca te conoció rumbera. No era a ti a quien canta-
ba. Cantaba para expresar ese sentimiento trágico del que no
-147-
tiene nada. Y cuando lo tuvo le dio lo mismo porque ya era
muy tarde. Por eso regresó a Guayaquil desde otras más fi-
nas latitudes, para morir como el perro que olfatea la heden-
tina del amo. No regresó por ti. Nunca te conoció.

Alcohol compadrito, diablos de la lujuria, bru-


jas del vicio, sosténgamen un momento más, déje-
men caminarlo al hombre otro rato, déjemen mirar
sus labios de maricón y de macho, esos labios don-
de la promesa era como una piedra o un martillo:
así de pesada, pero como una hoja de capulí, como
un pez en el agua, así de liviana: «Negrita, te pondré
la zapatería más grande del mundo», «Viviremos a
un lado del estero salado, en una casa de cristal».
Todo, todo pude yo creer de ti, menos en tu falsía.
Pero caminen, caminen ladrones, escaperos, crimi-
nales, caminen putas, vírgenes de medio uso, cami-
nen porque quiero llegarle con el último pucho, a
sacarle en cara lo de la china Rosa, lo de la María
Rivera, o de la Elsa, caminen, caminen...

-148-
Panamá Hotel

La mañana se cuela hipócrita intentando sepa-


rar delicadamente las orillas de la cortina que da a la
habitación 117 donde estoy acostado soñando en el
lenguaje de las plumas del pájaro chouí.
Mis ojos cerrados se contraen y las pestañas
aletean. El hilillo de luz atraviesa mi frente. Abro
un ojo y siento que el televisor me hace un guiño,
lo cierro y me tapo con la sábana hasta la punta de
los cabellos. Se ha instalado el día con sus tentácu-
los férreos de máquina opresora. Saco una mano
del ataúd y tanteo en el velador las pastillas, luego
viro la cabeza y tomo de la botella dos sorbos de
agua. Vuelvo a cerrar los ojos tratando de perseguir
en mi noche la cola del sueño que dejé, y lo consi-
go, pero las plumas se transforman en el delicado
rostro de la Bella, siento que toco ese rostro con
mis labios secos y heridos por el alcohol, pienso en
el bálsamo, en el atardecer andino y me voy me-
tiendo más aún en esas tinieblas que finalmente se
deshilachan y desaparecen como aquellas cometas
de colores que exigen a los niños más hilo, más
hilo. Es el sueño, la nada. Esa profunda calma de la
matriz.
-149-
Pasan muchas horas en el mundo. Ahora es la
noche.
Aparto las cortinas y miro el jardín del hotel,
lleno de luces fosforescentes, hongos de colores,
mesas repletas de viajeros, derroche de candelabros,
de plantas, de música que sale por los parlantes di-
simulados entre los árboles, en la piscina se bañan
varios niños, una pareja de viejos pasean por el jar-
dín arrastrando dos french-puddle gemelos, no
hablan, para ellos la palabra es un lejano recuerdo.
Es la vida —digo—, su oropel, la misteriosa con-
signa de huir de la soledad. Alguien grita en una
pieza cercana y su grito se pierde entre las palmeras
que agitan sus ramas también gimiendo. Es la vida,
su metal, su urgencia.
Bajo las cortinas y me visto con la rapidez de
una prostituta, al ponerme el calcetín miro el libro
tirado a un lado de la cama, sus páginas dobladas
como si los personajes estuvieran planteando por sí
solos una nueva miseria, lo pateo y lo vuelvo a su
estado natural e inútil. Por fin salgo y choco con un
calor espeso como una pared. Atravieso el largo co-
rredor alfombrado, las piezas numeradas a los lados
del pasillo, cuartos donde quizá se estarán amando,
desamando, destruyendo, esperando, y apresuro el
paso como si el jadeo de esas presencias invisibles
me empujara como a un indeseable. Llegaré al Show,
estoy a punto. Alguien pasa a mi lado con una ma-
leta. Intento una sonrisa pero el sueño me ha deja-
do el rostro como el pergamino duro de lo ya
vivido. El maitre se acerca, me señala una mesa, me
lame, me relame, me cuenta que es cubano pero
que al fin salió de esa madriguera, sus ojos rojos e
hinchados se prenden como focos cuando le tiro
un dólar, finalmente me desacomoda en una silla
cerca del negro de la trompeta. Yo acepto esta vio-
lencia y pido un vodka doble. Las mujeres pasan
contoneando sus pobres atributos, me siento jurado
de un desfile de modas. Me acuerdo de la Bella, de
sus nalguitas frías, azules y apagadas, de sus pechos
-150-
estropeados por tanto desliz y llevo el vodka a los
labios. Es la vida —pienso— su maléfico tesón, su
espejismo, su dialéctica implacable.
Los hombres pasan, se sientan, beben, escu-
chan, aplauden, enmudecen; las mujeres se mueven,
abren neceseres, se maquillan, entreabren los ojos,
los labios, los muslos, enmudecen; los negros uni-
formados como pajarracos pululan de aquí para allá,
meten maletas, sacan maletas, cargan maletas, vo-
mitan maletas, enmudecen, distribuyendo su des-
graciada sonrisa bilingüe. Pienso: los transeúntes
solitarios de los grandes hoteles son carne de fan-
tasma, inmateriales, tenebrosos, melancólicos, bea-
tos vagabundos cuajando misterios insondables. ¿De
qué lejanos recuerdos está hecha su gelatina provi-
soria? El trompetista se descoyunta delicadamente
armonioso, con esa gatuna parsimonia de los de co-
lor. La trompeta entrega al viento aquel grito ater-
ciopelado de alma negra, mientras el gordo del
órgano acompasa sus dedos gruesos con un movi-
miento de la cabeza, parecería que golpea en el aire
moscardones invisibles.
Corre un vientecillo, se filtra dulcemente en la
noche caldeada, entra a navaja en el cuerpo caluro-
so de la noche. Los transeúntes se alegran, si así se
puede llamar a su aplauso roto, se animan, se apli-
can su daiquirí con hielo, fuman, fabrican, flirtean.
El negro ha dejado la trompeta en el estuche y
canta con una voz porosa, auxiliar, metafísica:

Amalia Batista
Amalia y los hombres,
qué tiene esa negra
que amarra a los hombres.

Alguien se acerca presurosa a los músicos y dice:


«¡Ya vine, I’m here, estoy aquí». Es una mujer sin
edad, es decir con aquella edad donde los cosméti-
cos y los afeites obran como un pasaporte falsificado.
-151-
Creo que en alguna parte he mirado ese rostro y de
golpe recuerdo al afiche de la entrada:

HOY Y TODOS LOS DÍAS


ROSITA BELTRÁN
El alma de Panamá
No cover

Los músicos le sonríen sin parar de tocar. Ro-


sita entonces se retira a una mesa. Se sienta y abre
una cajita rosada, saca un abanico, una botella de
wisky, tabacos, una fosforera de nácar, un vasito de
cristal, llena el vaso, llama al mesero y pide hielo,
mucho hielo dice, luego se toma con devoción el
trago, desenrolla el abanico cuya estampa represen-
ta el matrimonio de una pareja andaluza, y empieza
a darse aire agitando ostensiblemente su manita de-
recha que luce uñas postizas de un color sangriento.
Sus gestos se han quedado en la solemnidad de los
años cuarenta y sus ojos miran a la lejanía como re-
cordando esa época. No se diría una presencia sino
un remedo de presencia, gruesas oscilaciones ro-
dean su cintura, su vestido espejea brillante pegado
al vientre, por encima una protuberancia aprisionada
implora libertad; es la última de las cantantes ro-
mánticas, su rostro acalaverado, lleno de polvo, di-
simula aquellas cavernas pintarrajeadas que han sido
testigos de tantos fracasos. En su momento se le-
vanta, toma el micrófono que le ofrece el negro de
Amalia, se sirve el trago, deja el vaso en el filo del
órgano, chasquea los dedos y empieza a cantar con
una desvaída imploración rítmica al amante que en-
calló en alguna primavera. Es la vida, su fantasma,
su vieja reminiscencia. Canta con fuerza Rosita, co-
mo si todos sus amantes estuvieran colgados de su
voz, canta Rosita mientras la vena central de la
frente se le hincha, parecería que va a saltar, canta y
ensaya unos tímidos pasos de bolero. Yo me fundo
-152-
en ese metal oxidado, me pierdo en el ojo del túnel
de la Bella. No es lo inútil de la vida —pienso— es
la vida inútil, no es su falta de sentido, es un sentido
dormido. ¿Cómo despertar a ese monstruo que ha
dormido cuarenta años?
Rosita vuelve a la mesa trayendo consigo el
alma de Panamá, abre nuevamente la cajita, som-
brero de mago, saca la polvera, se repasa en las me-
jillas flácidas una mota de algodón, su rostro se
reanima, mira a los lados buscando una aprobación
a sus pequeñas meticulosidades, llena el vaso nue-
vamente y paladea el licor a sus anchas, sin el es-
pasmo de la primera copa. Rosita ahora sonríe para
nadie. Salgo entonces de mi sopor, me froto los
ojos y voy directamente donde la cantante. La son-
risa de Rosita aún no ha terminado por lo que me
siento audaz y acerco la silla. La orquesta ha vuelto
a tocar y ahora el negro canta «I will never fall in
love again».
Rosita dice: yo estuve en Guayaquil en el cin-
cuenta, y se pone a evocar, con María Luisa Landín,
dice, con Toña la Negra, esos eran tiempos, la voz y
la pasión la guardábamos en estuche, sí, sí, también
la Tongolele, pero esa nos servía de relleno, sí, en
Guayaquil, cincuenta o cincuenta y tres, ya no re-
cuerdo, no en Quito no estuve aunque tenía mu-
chas propuestas, tú sabes, pero me decían que allí
se congelaba la voz, yo soy de clima caliente, tú sa-
bes, y sacaba el pecho como para que yo me cerciore.
¡Ah, Guayaquil, dice, pueblito para cabrón, todos te
quieren tocar las piernas, y no lo digo por ti, una la-
gartera, tú sabes, sí con Toña, con la Negra de Oro,
¡qué tiempos! y se sirve otro trago, yo acompaño
con la mirada el tránsito del vaso, su viaje conoci-
do, impertérrito, seguro: es la vida —digo mientras
recuerdo a la Bella—, su inútil prosapia, su desco-
yuntado afán. Rosita carraspea, se prepara, saca el
cepillo y se peina su cabello plateado, acude nue-
vamente al vaso y se levanta mimosa, olvidándome,
contoneándose, cadereando al respetable que va y
-153-
viene con la parsimonia de las olas. Rosita canta para
nadie, apenas un aplauso quebrado de algún piloto
borracho, del maitre que no desperdicia oportunidad
para hacerse notar de la vieja gringa que por tercera
vez ha dejado caer su copa y quiere recomponer su
imagen. Rosita canta:

Por la sangrante herida


de nuestro inmenso amor
nos dábamos la vida
como jamás se dio...

Yo pido más y más vodka, me escondo, me


emborracho, oscilo entre el recuerdo y el olvido,
me lleno de telarañas. Anclado —pienso—, estoy
anclado, me enamoro de la palabreja: anclado, an-
clado y es como si estuviera tocando mi propia mú-
sica.
Cuando llego a la habitación la palabra utiliza
su yunque y me golpea, me arrojo entonces a la
cama y me tapo los oídos.
No sé por qué tengo la esperanza de que esto
no ha sucedido.

-154-
Ciudad, mi ciudad transfigurada

Estaba sentado en el cuarto de baño, leyendo


con dolor el último crimen de la calle Amazonas,
cuando miré salir de la canastilla de la basura a mi
ángel de la guarda. Al principio no le di mayor im-
portancia porque estaba alelado pensando en el
agresivo cambio de la ciudad —otrora ciudad María
campanario, como lo dijera Rafico, poeta y guita-
rrero—, pero cuando voló hacia mi rodilla y agitó
sus alitas increíblemente parecidas a la hoja del sau-
ce, detuve mi lectura y empecé a acariciar su cabeza,
pelada como un limón. Era tan apacible estar así,
sentado semidesnudo mirando su aleteo, que olvidé
la noticia, dejé de escuchar los gritos de Claudia en
los cuartos distantes y me puse a recordar el mes de
junio en mi ciudad, cuando luego de hacer el amor,
con la sensación aún tibia como si todavía estuviera
regando el semen en su boca de flor, separaba un
poco la cortina de la ventana y me ponía a respirar
el verano de Quito, sobrecogido, presa de un mor-
tal arrobamiento, al ver en la mañana espléndida los
nevados que la rodean, que la acarician con sus pe-
chos de hielo; a respirar el color rosado de los aru-
pos que empiezan a florecer y cuyos pétalos caídos
-155-
por la caricia del viento formaban una alfombra
aterciopelada a su alrededor. En esa alfombra mi
indolencia me recreaba por horas, se revolcaba con
la maligna sinrazón del niño, para luego subir hacia
los castaños, pececillos dorados que únicamente
necesitaban mi mirada para empezar a agitarse, a
conmoverse, dejando que la armonía del universo
se manifestase con el mismo esplendor del que,
ahora (en el recuerdo) entraba en la pieza, dueño y
señor de los secretos, atravesaba la cortina, el cabe-
llo luminoso de mi amada, secaba la sábana húme-
da, se proyectaba hacia la pared anterior, rebotaba
en el espejo y luego caía desparramado al pie de la
cama, quizá embriagado por el aroma salobre de las
prendas íntimas que yacían tiradas como capullos
en el cuarto luminoso.
Y digo que al hacer abstracción de todos los
ruidos, empecé a escuchar el silencio con el que me
hablaba mi sucio ángel de la guarda, que a pesar del
salto, aún conservaba cerca de su oreja un resto de
papel higiénico, delicadamente se lo saqué y puse la
mayor atención esperando escuchar de sus labios
sucesos infaustos, graves noticias, premoniciones
trágicas, dolores imprevistos, advertencias locuaces,
porque en ese momento todo lo hubiera soportado
puesto que ya la quietud me atravesaba como un
sable. Escuché atento, digo, y empecé a recordar mi
infancia, aquella infancia solitaria donde los dos ju-
gábamos con la pelota de trapo que hicimos con las
medias de mamá, me parecía escucharlo encarama-
do en mi oreja, diciéndome a la salida de la escuela
«no te quedes jugando porque se te van a perder los
libros...». Ángel premonitorio. Sucio ángel conoce-
dor de mi destino, ahora agitas las alas y no te en-
tiendo, he ido perdiendo el rastro de tu lenguaje y
pienso que solamente eres un pájaro que este vera-
no se olvidó de encumbrar. Vuelvo los ojos a la no-
ticia que dice «entre las lesiones constan cinco
escoriaciones por golpes en la región fronto parietal
izquierda...» pero el monstrito no deja de aletear.
-156-
Oigo apenas, como un eco, los sinsabores guturales
de Claudia que se afana en rechinar las cacerolas,
remover las camas y cerrar los candados, en asper-
gear por todas partes el agua bendita de su proliji-
dad, veo al enanito que me mira desde mi rodilla,
que tuerce su único ojo de cetáceo y lo agita dentro
de la cuenca enrojecida, y sé que algo va a pasar,
que algo me va a pasar al salir de este claustro, de
este vientre, de esta cueva, entonces prefiero estar
aquí caliente, en la dulce posición de la inercia, mi-
rando cómo la vida regurgita en el fondo del agua y
ya no me importa mucho su desesperado intento de
librarme, porque me siento en el fondo de mí mis-
mo, como cuando aún no nacía y apenas un óvulo
iba al encuentro de su complemento.
Acaricio sin embargo sus alas (recordando lo
que fuimos), me inclino hacia su oreja que parece la
mitad vaciada de una avellana y me escucho decirle:
«Comprenderás, recordarás, reconocerás, este vera-
no, él ha traído a la ciudad el viento de los locos...»
El eco de la última palabra pervive en el cuarto
de baño de azulejos nacarados, retumba y da saltitos
desesperados en las baldosas sin tener por donde sa-
lir (debo decirle a Claudia que arregle las ventanas.
Si salgo algún día, claro) y mi ángel se retuerce aún
más con sus patitas que semejan las arrugas que han
empezado a salirle a ella alrededor de los ojos.
Sé que algo va a pasar. Entonces debo que-
darme quieto, sin moverme a pesar de no poder
descifrar el mensaje de mi ángel que tal vez querrá
decirme que al levantarme resbalaré y daré con mi
pobre cabeza en el lavabo o que al abrir la puerta
me estará esperando Claudia con el hacha de Ras-
kolnikoff (tanto copia la vida de la literatura) o que
en la calle al chofer del micro se le ocurrirá mirar
mi sangre ennegrecida sobre el pavimento asoleado
de la mañana. Alguien está esperando por mí para
injuriarme, alguien me acecha desde un segundo pi-
so, alguien va a disparar sobre mi humanidad tem-
blorosa, alguien va a sentir un pájaro en el corazón
-157-
cuando me desmadeje. Ángel enano insoportable,
insufrible como la exaltación del salto, viejo cultor
del trapecio (quiero decir de su vacío). Afuera se es-
tá quemando el maleficio. La ciudad arde del líqui-
do negro, de su torpe pasión.
No me importa.
Y por eso prefiero cerrar el periódico, tirarlo
lejos, a la tina, luego aprieto con mis dedos las alas
del angelito (su polen se pega en mi piel), lo deposi-
to delicadamente en el suelo, me incorporo y lo
aplasto con mi pie enorme que ya no es el de un
niño.

-158-
¿Te acuerdas ñata?
A Jack; el negro de la Belmont,
con quien morimos este cuento.

Fue en el verano del sesenta y seis.


Chicago era la misma ciudad sucia y oscura de
siempre y los dos vivíamos ovillados en lo de los
pinches mexicanos, que eran siete ¿recuerdas? pero
que parecían catorce. Habíamos venido a cosechar
árboles de oro pero estábamos más arrancados que
las hilachas que cuelgan de las chalinas de nuestra
gente. Los árboles no asomaban por ninguna parte
y lo único que nos mantenía era el amor, que lo
hacíamos todas las noches, en el beisman ¿recuer-
das? junto a la basura, porque adentro ni modo,
abrazándonos con la esperanza de que los de afuera
no nos quitaran, no desunieran, no se repartieran
ese pan que nos alimentaba.
Pero no fue así. El cordón resultó demasiado
frágil para tantas manos tironeando, y ahora sólo me
queda el recuerdo que es el único coito que no se
acaba sino con la muerte, el recuerdo del que sales
(ya con el tonito mexicano que nos abrumaba, que
era como si siempre estuviéramos cargando pistolas)
-159-
y me dices: «Entrémole Manolo, qué más da» y yo
todavía con la últimas reservas de dignidad (que ese
verano se me acabaron), «Que no, que no», para fi-
nalmente aceptarte esa ínfima posibilidad de ganar
dinero, y entrarle de lleno a la práctica del baile para
participar en la marathon. Nosotros, tan esmirria-
dos ñata, tan frente filo, dándole al baile todos los
días, practicando como si estuviéramos felices, co-
mo si estuviéramos paseando por la Alameda, o El
Carmen Bajo, en nuestra ciudad, tomados de la
mano.
El verano del sesenta y seis, esa mancha roja y
pesada que caía sobre los rascacielos, sobre tus
hombros únicos, dorados y pecosos como las hojas
secas de capulí. El verano como un diluvio univer-
sal que hacía más larga, eterna, la espera de la no-
che. Verano que diluía la máquina de mis ocho
horas sin over time, que hacía agua en la curva deli-
cada de tus rodillas, que nos comía la piel con la
misma insistencia del tiempo perdido, que quemaba
los afanes y encendía la sed.
Verano gruñente como un oso, lleno de garras
o de escamas, animal antidiluviano paseándose so-
bre nuestra pasmada hambre de tortillas con gua-
camole.
Cuánto tiempo ha pasado desde entonces.
Quiero decir cuánta vida. Pero los árboles de oro,
¿qué se harían ñata? A dónde iría a parar toda aque-
lla riqueza que nos dijo la tía. A duras penas su re-
flejo en este verano lleno de espejismos, su duro
reflejo en aquel baile que duraría toda la eternidad y
al que nos inscribimos reuniendo las últimas cuoras
que se habrían de multiplicar milagrosamente si nues-
tros pies resistían con la misma fuerza que nuestras
ganas acuciadas por el hambre de tantos veranos.
Y me ponía a contarte que siempre ha sido
igual desde hace cuarenta años, cuando la depresión
económica de este país cabrón, muchas parejas (co-
mo nosotros ahora) buscaban en este pastiche de
azar, orgía, kamándula y lotería, la forma de calmar
-160-
su hambruna, sólo que en aquel tiempo eso estaba
reservado para los negros y ahora el espectáculo
éramos los latinos, nosotros que desde chiquitos
habíamos sido preparados para esperar llenos de
pereza que un día lloviera diamantes sobre nuestras
cabezas vacías.
Los mexicanos nos alentaban, ¿recuerdas? y
uno de ellos, el viejo Tony, también se inscribió
con su hija «para no tener que dividir los pesos con
nadie», como decía, aunque finalmente se quedó sin
trabajo y sin guita porque para entrar a la marathon
tuvo que renunciar a la fábrica.
Al cuarto día de baile y en medio de un bolero,
se desplomó. Tuvieron que sacarlo arrastrado de la
pista y más vida en un hilo que Agustín Lara.
Porque todo fue entrar al Royal Center para
saber que perderíamos, es decir, para que se reafir-
mara mi vocación de fracaso. Habían como cin-
cuenta parejas, muchas de ellas gordas, llenas de
energía, aunque los ojos grisáceos y apagados les
delataban de otra manera. El manager, un gringo al-
to, rubio y masacote como todos los de estos lares,
con el cabello rapado al ras, nos llamó la atención
con un silbato para que hiciéramos silencio y se pu-
so a ganguear en el micrófono las reglas de juego,
que para nosotros no era juego sino algo como una
culpa ya que nos preguntábamos unos a otros: «¿Por
qué estás aquí?» y tú, «¿Qué pasó?», tratando de es-
conder la vergüenza que en pocos minutos más lle-
naría la pista.
Vos no entendías nada ñata porque el inglés te
entraba por la una y te salía por la otra y yo te iba
traduciendo lo poco que entendía. «Descansos: diez
minutos cada media hora y media hora cada dos
horas», luego nos colocaron grandes números en la
espalda y en el pecho con alfileres de colores (fue
cuando sentí que nos crucificaban), los cinco par-
lantes dispuestos en la sala empezaron a funcionar a
todo volumen, las pocas personas que habían paga-
do la entrada para espectar este baile de fantasmas
-161-
aplaudían sin ganas y el manager dio el pitazo ini-
cial. Todos comenzamos a bailar agitadamente, como
tratando de llamar la atención desde un principio
para que se aprecie nuestra pobre voluntad ganado-
ra, pero luego nos fuimos calmando y a las ocho
horas nuestros pasos no correspondían en nada al
ritmo vibrante y estrepitoso del rockandroll y ape-
nas si dibujábamos unos pasos cansinos en el tabla-
do que a medida que pasaba el tiempo iba tomando
un color ennegrecido por el taconeo de los zapatos
de caucho y por el sudor que emanaba de las parejas.
Al segundo día, en uno de los descansos y mien-
tras me tiraba rendido en el gigantesco sleeppingbag
dispuesto en el camarín, te dije ñata que nos retirá-
ramos, que nos fuéramos enseguida, que ya vería yo
la manera de solucionar la pobreza, pero vos no
quisiste oírme y me gritaste que lo que yo decía era
puro cuento, y que te demostrara mi amor en el ta-
blado, hasta que ya después ni siquiera nos hablá-
bamos, ni nos veíamos la cara, comidos por el
cansancio (quizá por la vergüenza), que ese mo-
mento era más pesado que cualquier otra cosa de
este mundo.
Al quinto día no soportaba mi camiseta empa-
pada de sudor, pesada y turbia como un caparazón
de tortuga, pedí permiso para sacármela y me ama-
rré los números al cuello. Pasadas unas horas, tam-
bién ese hilo se hincaría en mi piel como un cilicio.
A duras penas el sudor me dejaba entrever que
conforme pasaban los días la gente acudía en mayor
cantidad, la gente buscando el dolor, la gente arre-
molinada ante el dolor, oliendo el dolor, pagando
para mirar el dolor, tocando el dolor de esa espesa
bruma tejida de sudores, enlatados, cigarrillos y hot-
dogs. Fue cuando recordé nítidamente lo que una
vez había dicho, con lágrimas en los ojos, el viejo
cantinero de la Clarense: «Cuídate muchacho, la cruel-
dad es una enfermedad norteamericana...», y sin
embargo, en medio de esa grotesca aberración, de
ese espectáculo de retorcida eroticidad, pasándonos
-162-
la toalla sucia de mano en mano, pesada como una
piedra, repartiéndonos en los descansos una naran-
ja, una coca cola, una palabra, mirando con tristeza
cómo poco a poco se iban retirando algunas pare-
jas, cómo salían de la pista descorazonadas, maldi-
ciendo quizá su resistencia endeble, su fuerza preca-
ria, con rostros espectrales, lívidos, el cabello pegado
a la cara, las bocas secas y el sudor continuó inde-
tenible, que se introducía por las pestañas y cegaba
las pupilas. Tratando entonces de pensar en los re-
medios para el cansancio, en los remedios que en
nuestro pueblo se encuentran en las quebradas, la
calaguala, el chugchuguaso, la guayusa, el chontadu-
ro, el palo santo, y hubiera querido tener algo de
eso a la mano para administrarle a la pareja del
Guacho Oleas, que se quedó dormida, parada en el
centro de la pista, como si la hubieran sembrado.
Vos no viste eso ñata, no querías ver, y te
adormecías en mi hombro calcinado pero yo tenía
que soportarlo todo sin decir ni esta boca es mía,
porque tu entereza (¿o qué era?) se metía en mi
carne como un clavo.
Al séptimo día empezaron las trampas, comen-
zamos a recelar de los demás, a no aceptar ni un
pedazo de pan, ni un vaso de soda (una mano an-
gustiada deslizaba somníferos), y todos nos veíamos
con odio, mientras uno dormía, el otro vigilaba. Fue
el día en que en medio de un blue empezó a regarse la
noticia de que al pibe Abadie (rioplatense profesio-
nal de la marathon) le habían asesinado en el baño.
Nadie supo en realidad lo que pasó, pero el tangue-
ro no apareció más en la pista y a su pareja le en-
contré arremolinada en el cajón de los desperdicios,
con los ojos abiertos desorbitadamente y mirando
fijo un poster donde Louis Amstrong lengüeteaba
su trompeta. Me acerqué y le pregunté si se sentía
bien: «Yes», me dijo, y prosiguió: «I’m very, very,
very...», no terminó la frase porque se quedó dor-
mida y al instante roncaba como oso.
-163-
El olor nauseabundo era ya una plancha de
acero que se daba contra nuestras narices, las pare-
jas me parecían manchas de sangre que subían y ba-
jaban paredes hasta el infinito, los ojos me dolían y
la luz me hería los párpados como si me cayeran
cien latigazos. Ya no podía soportar que alguien se
acercara, que me rozara con algo más que con su
aliento fétido y dos o tres veces vomité en tu pa-
ñuelo, ¿recuerdas?, aunque ya había perdido la con-
ciencia de los olores y mi mente viajaba por
remotos recuerdos, tratando de aprisionar, de hacer
más larga en mi cerebro la muerte de mi madre, la
niñez de mi pueblo, mi autoexpulsión de la univer-
sidad, los bailes del carnaval, de San Anselmo, de la
Mama Grande, algo que me abrumara el pensar,
que me hiciera olvidar el agotamiento, porque más
que todo era eso lo que yo tenía, y si mi resistencia
se alargaba era únicamente por la pena, por la pena
de vos ñata, por la congoja ante tus afanes, y ya ni
siquiera pensaba en el premio sino en descubrir tu
rostro al final de este espejismo, en limpiar con mis
manos tus pómulos llenos de olores execrables, en
masajearte con meticulosidad las mínimas partes de
tu cuerpo, aquellas que con tanta solicitud conocie-
ron mis labios, ahora secos y partidos, y mientras
gesticulábamos y nos contorsionábamos como ani-
males de feria, los de afuera, los que venían de una
ducha caliente, se desgañitaban, gritaban tu núme-
ro, el mío, el del negro Pezantes, el del cholo pe-
ruano, se masturbaban con el mismo sadismo del
torturador, se refocilaban viéndonos hacinados en
el estiércol, en la mierda, en esa barahúnda de por-
querías y aires viciados, se burlaban de la desmade-
jada comicidad de nuestros gestos repetitivos y
mecánicos, se reían de verse ellos mismos represen-
tados en ese guiñol estrafalario.
Pero vos, ¿qué pensabas en esos momentos?,
¿qué fuerza te sostenía?, ¿qué aliento contenía tu
corazón desgarrado?, ¿de qué lugar te venía esa
energía que nos alimentaba a los dos? No sé. Pero
-164-
de a poco fui notando que tu actitud cambiaba con-
forme pasaban los días, que ya no lo hacías por la
necesidad de unos dólares, ni por calmar el hambre
de las horas posteriores, ni por pagar las deudas
acumuladas, sino por algo más perentorio, más pro-
fundo y definitivo como que querías demostrar a
alguien tu entereza, tu rabia, tu lucha desigual,
heroica. ¿Pero a quién ñatita?, a mí no, porque yo te
conocía desde siempre, tampoco al público que nos
miraba desde afuera con ojos lúbricos, tampoco a
dios porque para nosotros no existía sino paradóji-
camente en la cara de la moneda americana donde
leíamos «In God We Trust». ¿A quién entonces?
Había un monstruo más grande al que desafiabas,
lo sé, lo supe. Y a partir del quinto día te silenciaste
como si quisieras guardar toda tu energía para este
desigual combate y ya ni en los descansos respondías
a mis pequeños requerimientos, parecía que tus la-
bios se hubieran sellado con una espesa goma, y so-
lamente utilizabas los ojos para señalarme que te
frotara las piernas, que te pasara el agua, que te se-
cara el rostro, caminando borracha hacia el cameri-
no, pisando las botellas vacías, las cáscaras de
plátano, sin importarte ya tus hombros desgarrados,
tus pies en carne viva, porque tenías una idea fija
que te borraba cualquier otra consideración.
Nadie nos podrá hablar a nosotros de fatiga.
¿O sí podrán? ¿Quizá los guerrilleros, que por ese
año morían de cansancio en las montañas de Boli-
via? ¿Quizá Jesús subiendo por el Gólgota? Al no-
veno día ya no quedábamos sino tres parejas en la
pista, velermos transfigurados, fantasmas trashu-
mantes, zupays del infierno, pierrots, polichinelas,
títeres de piolas escondidas.
Las otras parejas casi no se movían y a duras
penas se sostenían el uno sobre el otro. Ninguno de
nosotros sabía si era de día o de noche, habíamos
perdido la noción del tiempo y del espacio y en uno
de los descansos miré por la ventana. El amanecer
me hirió con su luz violenta.
-165-
Al regresar a la pista estábamos solamente no-
sotros y la pareja del negro Fletcher (un americano
que lavaba pisos en el Sears), fue cuando sentí que
me mirabas de una manera extraña, y mirabas al
negro que nos veía con esos ojos blancos, llenos de
desesperación, como suplicándonos, mientras sos-
tenía en sus brazos a una muñeca de trapo inerte,
entonces vos, ñata, le dibujaste una sonrisa, quizá la
última de tu vida, y me dejaste estupefacto, boquia-
bierto, lelo, cuando bailando te separaste de mí, y te
dirigiste fuera de la fiesta, saliéndote a la calle, gi-
rando como un robot, con los ojos vidriosos y la mi-
rada completamente extraviada, moviendo tu cuerpo
sin poder parar, dando saltitos como si te murieras
de frío, y te grité ñata que esperaras un poco, que
hicieras el último esfuerzo, pero vos sorda, enterita
como si te hubieras comido mil culebras, contor-
sionándote sin parar, despidiéndote para siempre y
dejándome solo, a mí que en ese momento escu-
chaba el pitazo de descalificación del manager y
sentía, al mismo tiempo, el golpe seco que dio mi
cabeza al rebotar en el tablado.

-166-
Cañabrava

Aquel amanecer la flaca manoteó en el aire, dio


dos resoplidos y finalmente se despertó. Me quedó
mirando como si no me reconociera y luego dijo
entre bostezos:
—Qué feo sueño, marido, soñé que la nieve
ardía.
—Eso no es sueño —le dije, besando sus cabe-
llos alborotados—, es la novela del cholo Oropeza.
—Pero yo acabo de soñarla —dijo y se sintió
transportada.
—Bueno —contesté—, olvida eso. Hoy es nues-
tro aniversario y quiero que lo disfrutemos. Nos
iremos de la ciudad.
La flaca se incorporó como un resorte, me lan-
zó los brazos alrededor del cuello y me estampó un
sonoro beso olor a tiempo, a sueños, a restos de
noche.
—¿A dónde iremos? —dijo, mientras saltaba
de la cama y me permitía ver su enagua de seda ne-
gra, su figura tierna, menuda y firme a pesar de los
mil años de matrimonio.
Siempre fue así, diáfana y fulgurante, obsesiona-
da y bravía. Yo me había echado sobre los hombros
-167-
la responsabilidad de contener aquel temperamento
demasiado apasionado, aquella voluntad perseve-
rante y arrolladora, aquella fuerza magnética y altiva
que se impuso al dolor y a la tragedia, que se impuso
a la desazón que produce el vivir con un fantasma,
con un cazador de palabras, con una entelequia.
—A cualquier parte —le dije, ocultando la
sorpresa que le tenía preparada—. Quiero ir a la
costa, viajar a tu infancia, a tu primera inocencia.
Ella, sorprendida, me miró como a un resuci-
tado, y escondiendo las palabras para que no se le
tricen, entró al baño y abrió la ducha. Una vez ca-
muflada por el sonido del agua dijo:
—En un minuto estoy lista.
Mientras la esperaba, una especie de melanco-
lía iba entrando por las cortinas deshilachadas y se
instalaba en las paredes viejas, en los cuadros casti-
gados por la polilla de los días, en los libros des-
cuadernados por la vehemencia, en las mil y una
cosas inútiles que habíamos amontonado durante
tanto tiempo, entre restos de polvo y sal. Prendí,
entonces, un cigarrillo y empecé a soltar grandes
bocanadas de humo, arrojándolas con fuerza como
si silbara, como si quisiera empujar este maletín de
años hacia otro lado, y desde el fondo del humo iba
naciendo algo como la alegría, al pensar que al final
del viaje por fin podría ver sus bellos ojos de anta-
ño.
Mientras viajábamos, el viento enloquecía los
cabellos de la flaca; y yo veía su rostro un poco lán-
guido, su frente amplia surcada por caminos que yo
había pisoteado, que había hundido con dura pala,
por ese vicio de mirar por el contorno de la aguja.
Ella observaba los montes, los indios labrando
la tierra, los campos de trigo y maíz donde el sol
explotaba como en un espejo; en algún momento
dijo:
—Teníamos dos vaquitas, una se llamaba Petra
y era lechera, la otra se llamaba Cañabrava, papá la
disparó cuando le vino el mal. La enterramos junto
-168-
a la cabaña, al otro lado del pozo, mi hermano lloró
tres días y aprendió a silbar las tonadas más tristes.
Luego, en homenaje a ese animalito, mi padre man-
dó construir un gran cartel de madera con su nom-
bre y lo puso a la entrada de la hacienda. A la Petra
la ordeñábamos muy de madrugada y yo miraba las
manos mutiladas del Pedrín (ya te he contado de él)
que jugaba con sus tetillas como si fuera un mila-
gro. Eran los tiempos en que Dios estaba en la le-
che y en cada árbol de ceibo. Daba veinte litros
diarios y alcanzaba para todos, lo que sobraba rega-
lábamos a la escuela de la comunidad. Allí empecé a
enseñar a los niños a cantar, a leer, a dibujar, a rezar.
Mientras la flaca hablaba yo iba recordando un
poema de Keith: «¡El pasado es un residuo/es lo
viejo, lo feo/el polvo, la ceniza/la muerte/es un
rescoldo vano/. Pero hay un hombre que se alum-
bra con esa luz». Y me asombraba de la malicia de
la poesía. La veía entonces, veinte años atrás con-
tradiciendo el poema de Keith, con su uniforme de
colegiala, vivaz y alegre, caminando en la calle junto
a mí, arrimando su cuerpo maravilloso a mi angulo-
sidad llena de expectativas como todo hueso, can-
turreando boleros de Virginia López o Monna Bell,
acariciando con sus pies menudos la Avenida Amé-
rica que brilla al sol como una lengua plateada,
apropiándose en cada gesto, en cada movimiento
no sólo de mi amor sino también del efluvio de la
ciudad, del aire tranquilo y diáfano de Quito, que
movía sus cabellos rubios como instándola al juego,
a la liviandad, mientras yo hacía acopio de todo mi
valor para repetirme en silencio la declaración de
amor que tantas veces había ensayado con mi her-
mano.
Pero era inútil, porque cualquier palabra, por
más tenue, meditada o sincera que fuera, habría ro-
to el encanto que despedía su libertad, su pulsación
interna que yo la sentía tan adecuada a mi timidez;
entonces me quedaba callado, mirándola como una
aparición de mi otro yo, como una alegoría de mi
-169-
timidez y mi recato, esperando feliz que ella me pi-
diera que le llevara sus cuadernos, mientras alegraba
la calle con la fanfarria de su caminar (podía enton-
ces hojear algún cuaderno y penetrar en el secreto
de su letra, alta, ovalada, con los rasgos de la sen-
sualidad que se adelantaban a su vida), aunque los
corazones atravesados por una flecha con jeroglífi-
cos secretos, con retazos de iniciales apenas percep-
tibles, me desalentaban un poco, y más aún las
fotografías de Elvis Presley o Los Beattles que ella
introducía furtivamente entre el papel de empaque
con que forraba sus cuadernos o en los libros de
Historia del Ecuador, cosa que siempre me pareció
una falta de patriotismo.
Tanto tiempo y tanto viento. Pero ahora se
había acabado el verde paisaje de la sierra, la visión
de los indios caminando cansinos, llenos de polvo,
por el filo de la carretera. Se había acabado el frío,
el entumecimiento de los cuerpos. Me recompuse,
aplasté el acelerador y abrí la ventana mientras son-
reía porque la flaca daba una nueva entonación a
sus palabras, un dejo costeño apenas perceptible en
la rapidez del hablado, o en el final recortado de las
frases, y también noté un ademán novedoso al sa-
carse el saco de lana, al desabotonar su blusa, mien-
tras yo, con el acelerador a fondo, iba recordando
esos adulterios enanos, subdesarrollados, que habían
dado al traste con su vida llena de expectativas,
obligándola quizás a aceptar esa rutina falaz de los
días y las noches combatiendo con el viento.
—Cañabrava —dijo, mirando las palmeras fron-
dosas, los platanales extendidos a los lados de la ca-
rretera, los racimos de banano, que colgaban como
hijos—. Nunca me olvidaré de Cañabrava. Sólo allí
fui feliz. En las noches contábamos cuentos de apa-
recidos y jugábamos a la penitencia. Cuando perdía,
mis hermanas me mandaban traer agua del pozo.
No tenía miedo a la noche, ni a las culebras, ni a los
ceibos donde veía a Dios en sus más bellas y extra-
ñas formas, sino a los hombres. Un día vinieron a
-170-
comprar banano, mi padre no estaba y mi hermano
estudiaba en Guayaquil. Se bajaron de los caballos y
preguntaron por el hombre de la casa, salió mi ma-
dre con su escopeta cargada y uno de ellos se acer-
có taimado, sereno, repasando con una mirada que
nunca olvidaré, a cada una de nosotras hasta fijar
sus ojos en mí, alargó apenas la mano y rozó con el
dorso mis mejillas encarnadas: «¿Cómo te llamas?»
me preguntó con una voz sofocada, caliente. «Adria-
na» le dije mientras sentía que su mano quemaba
mis mejillas. «Vendré por ti» dijo y dirigiéndose a
mi madre hizo una reverencia con su sombrero
alón y montó en el caballo. Aún me quema esa ma-
no. Si miras bien mis mejillas apreciarás la diferen-
cia. A los pocos días me enfermé por primera vez y
las mañanas y las noches me las pasaba rezando
porque se me quitara la candela de la cara.
El calor era cada vez más pesado, algo se pe-
gaba a la piel, a las manos, al volante, a los ojos
nuevos, alados, de la flaca, a sus muslos que se des-
leían en mi mano. Atravesamos Santo Domingo en-
tre el griterío de los niños vendedores de todo lo
imaginable y el aullido de los perros, y seguimos a
gran velocidad mientras ella cantaba feliz y arregla-
ba de vez en cuando mis cabellos alborotados por
el viento. En Pueblo Viejo me pidió que nos detu-
viéramos a tomar algo. Un caserío lleno de moscos,
niños desnudos, hombres montados en yeguas fa-
mélicas. Entramos a un salón cuyo nombre, «El
Guadual de Ña Meche», se destacaba pintado en
rojo intenso, las mesas rústicas y con las huellas de
los años. Nos atendió una mujer de ojos tristes. La
flaca pidió una cerveza y reía feliz mientras acari-
ciaba la cabeza de uno de los chiquillos que le ofre-
cía maduro con queso. «Esto es una maravilla»
repetía insistente y me preguntaba sin esperar res-
puesta «¿Verdad que es una maravilla, marido?» ol-
vidada de todo, de los sinsabores y las ofensas,
entregándose plena e íntegra al goce que le produ-
cían sus recuerdos infantiles, con esa bondad innata
-171-
de la montuvia que solamente necesita una pequeña
demostración de cariño para volcarse entera. Se le-
vantó y fue hacia la rocola, al poco rato sonó el vals
llenando el salón: «Llora guitarra porque eres mi
voz de dolor/grita de nuevo su nombre si no te es-
cuchó...». La flaca continuaba inclinada sobre la
máquina, mirando como perdida las letras de las
canciones que apenas se divisaban por entre el cris-
tal sucio de tiempo. Ese momento se me vino a la
cabeza su imagen, ayer nomás, acodada a la ventana
de nuestro dormitorio, mirando caer la lluvia mien-
tras su aliento empañaba el cristal. ¡La flaca! para sí
misma ese momento no era más que una mujer tris-
te mirando por la ventana, pero para mí era todo,
su historia y su vida, su niñez, sus ideales, sus fraca-
sos y sus vicios. Yo procuraba darle queriendo a sí
misma, la ayudaba (sin que lo percibiera) a no eva-
porarse del mundo, a no envejecer, a anclarse en la
tierra con todo el peso de la desdicha, con toda la
tragedia de la dialéctica y de la historia. Y la ayuda-
ba con mis pobres ademanes de titiritero. Sí, era be-
lla, profunda como ahora su ausencia. Sus gustos,
su movimiento daban la sensación de que caminara
bajo el agua. Ayer su pereza era su sensualidad, la
pereza le arrastraba en rengos caballos azules, su
lento envejecimiento maravilloso, profundo, me traía
al recuerdo aquel ron extraño que su padre enveje-
cía en barricas de roble. Miraba ahora su rostro
donde parecía que tremendas caricias le habían im-
pregnado hondos mazazos en la carne, quedando
solamente algo como la cuenca de la cara, un rostro
artesanal, trabajado diariamente por mí, por un pe-
queño ser que quería parecerse a Humprey Bogart
cuando apenas tarareaba canciones de J. J., un ser
que, desde luego la amaba, pero equivocaba torpe-
mente las manifestaciones del amor. Sentí entonces,
con más urgencia, la necesidad de lavar mi espíritu,
de librarme de culpas ante sus ojos recuperados, y a
punto estuve de decirle ese momento que la sorpre-
sa reservada para ese día, era devolverle Cañabrava,
-172-
que la había recobrado luego de prolongados y se-
cretos trámites, para ella, para los dos, para volver a
ser felices en esa frondosidad que aún conservaba
el perfume de su niñez, junto a los brazos multi-
formes de los ceibos donde ella había encontrado a
Dios, pero me quedé callado y aplasté más aún el
acelerador para llegar lo más pronto a aquel lugar
que borraría definitivamente la candela que ahora
brotaba nítida de la mejilla de mi amada.
—...mi padre murió de ausencias —me dijo de
repente—. A poco de lo que te cuento, nos mandó
a Quito y nunca más lo volvimos a ver, es decir en
carne y hueso, porque en sueños lo veo siempre.
Han pasado tantos años y aún lo siento acariciando
mis cabellos sudados y diciéndome «tranquilita, tran-
quilita, la culebra ya se murió...» De la vaca Petra ya
no me sueño, ni del Pedrín, ni de las tonadas que
silbaba el Gus, solamente de mi padre y de los ála-
mos donde bailaba Dios...
La flaca se fue poniendo triste y yo no hice na-
da por consolarla para que el efecto de este rótulo
enorme que había mandado pintar en la entrada de
la hacienda, fuera más directo a su corazón. Tomé
el volante con las dos manos y me ensimismé en el
color de la tarde que iba cayendo, dejando una este-
la rojiza en el horizonte desde donde se desprendía
su falda de franela, la Avenida América, el primer
beso de labios cerrados, la primera cerveza angus-
tiada al ritmo de Leo Marini o Benny Moré, mi
primera borrachera arrimado de la garganta de Los
Platters. Y me veía asustado (luego de su primera
ausencia), caminando por las calles tortuosas de
Quito, a la sombra de su recuerdo que se perdía en
Riobamba, en no sé qué vaina, en no sé cuántos
versos que escribía en la cajetilla de full blanco,
quedándome a llorar en las aceras, o en las serville-
tas, o en los libros que ya empezaban a desarre-
glarme la vida.
Ahora el calor era más húmedo, habíamos pa-
sado como una exhalación por todos esos pueblitos
-173-
olor a bahareque y pescado, Palenque, Pueblo Viejo,
Vinces, Palestina, Boca de los Sapos, y el carro ru-
gía feroz mientras la flaca señalaba con el dedo los
sitios de su infancia, incapaz ya por la emoción, de
articular palabra. En algún momento me dijo, to-
mándome del brazo: «...por ese desvío, a la izquier-
da, queda Cañabrava, ¿por qué no pasamos por allí,
marido?» Yo tenía la garganta seca y ese momento
la dicha me atoraba, «está bien», le dije y curvé
bruscamente sin poder eludir al camión rojo, carga-
do de plátanos, que se estrelló brutal contra noso-
tros.
Entre los restos, aún viva, palpitante, la culpa
se aferraba a mi cabeza herida.

-174-
Usted es la culpable
«...de todas mis angustias...»
Leo Marini

¿Por qué no fui otro hombre?


Bien que no fui otro hombre.
Soy ninguno. Me llamo ninguno. Ulises. Odiseo.
Nadie. Ninguno. Pero usted quería ser Penélope,
ese símbolo de fidelidad conyugal, mientras yo pre-
fería a Calypso o a Circe, por su irremediable aca-
bamiento, por su falta de eternidad, y quizá porque
eso era lo único que iluminaba nuestro amor: su
fragilidad, su liviandad, su falta de asideros, de ga-
rantías, su eventualidad, ese constante equilibrio en
el filo del abismo, esa maravillosa angustia de clan-
destinos y desaforados.
Así, al menos, pensaba yo en el maldito tiempo
en que la conocí. Tiempo en el que prefería las bra-
sas a cualquier quietud, a cualquier serenidad.
Pero ahora que está muerta, y bien muerta, voy a
escribirle la carta que le prometí aquel día en que us-
ted se comparaba con Camille Claudel y me acusaba
de ser un Rodin cien años después, y lloraba por
haberla abandonado en el hospicio de Montdevergues
-175-
y sus lágrimas dejaban en mi carne como un tajo de
navaja, lágrimas terroristas que más bien asemeja-
ban su rostro, no al de la loca de la calle Turenne,
sino al de la Dolorosa de Caspicara, y yo aprove-
chaba la ocasión para leerle versos del hermano, de
ese loco hermano, que se llamaba Paúl como cual-
quiera, y usted, en el intersticio de esos versos, me
decía agitada, que a esa poesía no hay que leerla si-
no rezarla.
Y he llegado hasta acá, para escribirle, porque
quiero bajar al corazón, a la oscura sangre de la len-
gua, escribirle como un acto gratuito, como el acto
de su muerte, escribirle antes de que lleguen los
pensamientos, cuando aún estoy vacío de lenguaje,
inocente de sintaxis, tratando de aumentar, inge-
nuamente, la realidad del mundo, la realidad de este
mar que moja mi melancolía y su recuerdo. Y he
venido acá, a este paraíso, porque usted alguna vez,
ahogada de lentitud y quizá de misericordia hacia
mi vehemencia, me dijo «vete a Alandaluz, allá ter-
minarás tu libro», y fíjese que ha sido verdad, por-
que mi libro es usted y usted ya se ha muerto, y esta
carta que escribo en la arena, con mi cuchillo de
conchaperla, es el epílogo, un epílogo que se lo lle-
vará el mar, y que de alguna manera modificará el
Sahara, según me lo ha prometido Borges.
Y he venido más solo que una mitad, afianzán-
dome a la mirada de los pasajeros para no desapa-
recer en el camino, y he atravesado Portoviejo,
Jipijapa, Libertad, y en cada uno de ellos ha ido
quedando colgada mi mirada, llena de congoja, has-
ta que he llegado ciego a esta luz alada, a esta Alan-
daluz, a recostarme en la playa que alguna vez
contuvo su liviandad de plomo. Ciego, dije. Ningu-
no. Nadie. Homero. Melisígenes. Me llamo nadie, y
el agua del mar es la madeja de lana que usted teje
en la espera.
Acostado en la arena, con los cangrejos en los
bolsillos, apenas divisaba, entre brumas, la lejana is-
la del ahorcado, donde murió Francis Drake, usted
-176-
misma me lo contó obsesionada por los cofres del
pirata. Un cangrejo, cerca de mí, me miró y detuvo
su andar parsimonioso. Se convirtió en estatua. Iba
a decir de sal, pero ahora reniego de los mitos. Ya
he cruzado todos los mitos que usted contenía, me
quedaba uno, ya amado muchas veces, pero quizá
no hasta la saciedad. El mito de su cuerpo, donde
está regada la historia de este perro mundo.
Dibujé con mi cuchillo un pez en la arena, y
pensé que ese era el único pez que ahora vivía y
fulguraba en la playa inmensa. Era un pez plateado
por la desolación de mi mano, un pez tristísimo por
la inmensidad del mar. Drake me llamaba desde la
bruma. Yo ya sabía que en alguna otra vida había
sido corsario (corsario y no Rodin, señora, yo qué
culpa), por eso hundí mi daga en la arena y la llené
de sangre, quiero decir de palabras, palabras para
usted, para adornar su sudario.
Ahora, aquí, sé cómo pasa el tiempo, huelo al
tiempo, lo escucho; la playa es un rugoso lomo de
elefante, y por allí camina, imperceptible, la diminu-
ta arena de la edad, y yo sigo escribiéndole mientras
las olas tocan aquella canción de Prokofiev: Marcha
de amor para tres naranjas, música para recordar que
usted me ha obligado a quedarme huérfano de un
sentimiento precioso.
Cuando la conocí, yo me sentía veraneado, es
decir que cualquier mujer habría hecho hueco en
mis camisas, porque la tramontana para mí tiene
forma de mujer, y en verano, perdone la flaqueza,
una nueva mujer me acecha. Pero la conocí a usted
que no sabía nada del misterio de las estaciones y
que estaba, más bien, llena de primavera, fue en el
recital que hicimos los ex-militantes en el Pabellón
de Oro, donde alargué mis poemas para tocarle. Su
rostro dulce, su cabello de colegiala, su mirada ama-
rilla como la cerveza, atenta a mis pobres textos
que babeaban Kavafis por todos lados. Su rostro,
señora, cualquiera diría que se había alimentado de
miel toda su vida.
-177-
Pero como sucede siempre con la mujer fatal,
usted pasó desapercibida para mí en el primer mo-
mento, inclusive puedo decir que cuando nos pre-
sentaron me gustó mucho más su marido, o mejor
dicho, esa algarabía recurrente y dichosa que for-
maba su marido con su conversación inútil, como si
de sus palabras y de sus cabellos fueran saliendo
bombillos de Navidad; aunque ya después, cuando
la bruja apareció con la varita mágica de sus ojos,
alentado por el vino, que pone antifaz a mi cobar-
día, me entregué por completo a percibir las volutas
de su amor, yo, inocente, poeta miserable que por
ese tiempo aún desconocía que el amor no es un es-
tado de ánimo, sino un estado de gracia.
Empezamos entonces a charlar, ese menage a
trois del lenguaje, en el que los dos tienen los dardos
apuntando, mientras el tercero está en el cielo. Lue-
go de una gran perorata de su señor, sobre las bon-
dades de la unión conyugal, yo, en broma, es decir
furtivamente, dije: «El matrimonio me recuerda
siempre “La Divina Comedia” (lo dije recitando lo
que alguna vez había anotado en mi diario, quizá de
cosecha ajena): los habitantes del infierno están
condenados a sufrir eternamente, los placeres que
alguna vez desearon».
Usted, señora, se sonrió con una mueca naif y
dijo siniestra:
«¿Por qué eternamente?», mientras su marido
dibujaba pajaritos de gestos en la sombra, y usted se
retrasaba en sonrojarse, como si el sentido de sus
propias palabras le llegaran como un eco bastante
tardío. Inmediatamente, desde luego, se acercó a él
y lo rodeó con sus brazos, lo besó en la mejilla y le
dijo palabras tiernas, como para que, por favor, la
perdonara lo que había dicho tan espontáneamente,
es decir demostrándome, que usted, señora, tenía
todos los complejos de mujer de marido único, que
son peores que los de hijos ídem.
En algún momento, cuando su marido feliz
llevó a su jilguerito canoro al water closet, le rogué
-178-
que me dejara verla otra vez, mañana mismo, pero
usted me habló de su hija, y de las ocupaciones
domésticas, y del pretexto, y de la escoba, y de las
camisas planchadas, y del teléfono; toda una buro-
cracia para que usted dijera sí, y dijo sí, seguramente
afectada por mi inquietud y mi palidez y justo el
momento en que su marido regresaba entonando
sin saberlo, la danza de las pulgas.
Y así, poco a poco, con angustia y vehemencia
y violencia, fui entrando en la magia de su vida y de
su cuerpo, que eran como dos cosas distintas. Us-
ted también había seguido paso a paso, el periplo
que marca la angustia de nuestro tiempo: la univer-
sidad, el partido, la ambigüedad, la preñez, el desco-
loque, la inercia, el vacío, el compañero para que
haga ruido, para que espante a la soledad, y mien-
tras asistíamos a recitales, conferencias, exposicio-
nes, usted seguía recibiendo el vacío de la época,
como se recibe la comunión, se rodeaba de vacío
como la aureola de los santos, y era eso lo que me
entregaba, su vacío, como una dádiva, como un
gran sacrificio, mientras ponía una cara de arte mo-
derno, desfigurada por el sufrimiento. Es que usted,
señora, en aquel tiempo en que la conocí, tenía una
irremediable, envidiable vocación para el sufrimien-
to, y había que alimentarlo de cualquier manera, pa-
ra que no fuera a sentirse feliz por equivocación o
negligencia de mi parte. Es decir, mis ingenuas
maldades estaban teñidas de amor y sin embargo
usted me trataba de perverso, quizás sin compren-
der que yo simplemente desgarraba mi piel de lobo
para que usted asentara sus pies de caperuza.
Y la primera vez que nos amamos fue la pri-
mera vez que se sintió completa, así me lo dijo us-
ted, señora, con la alegría de la inmoralidad pintada
en sus ojos de ámbar, y en el acto del amor, dichosa
por fin:
«Me estoy yendo, gatito, me estoy yendo», uti-
lizando un gerundio y un tono que la penetraba aún
más.
-179-
Yo grababa en mi mente la inflexión de su voz,
para después, para el recuerdo. Creo que en defini-
tiva la amaba para después, para cuando se fuera,
para cuando pudiera hacer silencio en mi corazón y
en mi cabeza. Creo que no quería permanecer des-
prevenido, quedarme solo y abandonado en su hui-
da (usted me decía que nuestro amor tenía una
pistola en la cabeza). Recuerdo su voz, tan delicada,
tan pequeñita, pero ¿por qué sonaba tanto? Era
como esas piezas escultóricas diminutas, que con-
tienen en sí mismas la monumentalidad. El senti-
miento que yo tenía de usted me acompañaba de la
noche a la mañana, como un enjambre de abejas
zumbando a mi rededor, caí entonces en su trampa
porque usted me hizo cotidianizar la dicha, que era
como escuchar un bolero pegado a su piel, y yo, ya
marcado y derrotado en alguna parte, me transfor-
maba en un perro cazador, al acecho de sus peque-
ñas vulgaridades, para recordarlas, para que en un
momento las cadenas fueran más livianas.
Había un barcito tránsfuga, desde donde se di-
visaba la melancolía pesada de los transeúntes, se
llamaba Le Passy, allí usted me abría su corazón des-
dichado, mientras escuchábamos a Tracy Chapman,
dolida por los sinsabores de la negritud y que can-
taba «no somos nada, y menos en la ducha». ¿O eso
lo decía usted? Allí yo le di mi curriculum vitae, que
era más corto que un suspiro, a saber: poeta, ex mi-
litante. La peor profesión del mundo. Ahora no sé
nada. Todos me exigen computación. Y usted reía
como si estuviera dejando caer orquídeas, y me
preguntaba ¿pero por qué has tenido tantas muje-
res? Y yo le contestaba sonriendo triste: «Álguienes
tienen que ayudar a llevarme».
Mujeres. Pero ahora ya ni eso me alienta. Lo
que pasa es que desde que la conocí estoy conde-
nado a no ver la superficie, cuando veo una mujer
estoy viendo su hueso, es como un desvío profe-
sional (como ahora, en que ya no la veo a usted, si-
no su cadáver). Ya no quiero seducir a nadie, ya no
-180-
puedo seducir a nadie, ya nadie se siente seducida,
nadie siente la seducción. Y lo que es peor, ya no
podemos seducirnos a nosotros mismos, ya no
confiamos en nosotros, la seducción es estrategia
del diablo, ya no sabemos qué significa esa palabra,
ni siquiera sentimos su sedosa piel semántica. Pero
yo tenía que seducirla a usted, y adorarla, y prote-
gerla del virus de la infamia, porque usted, señora,
en alguna parte de su cuerpo, era enferma mental y
yo tenía que entrar en esa maravilla fosforescente
ahora que mi dolor de cabeza no existía realmente,
pues había empezado a ser tan solo una metáfora
de su ausencia. Usted, de alguna manera, ya traía de
la mano a su ausencia. Era su ausencia. Despren-
derme de usted todos los días era empezar a cojear,
a sentir ese dolor absurdo que siente el mutilado,
un dolor del miembro que no tiene.
Mi vida empezó a reducirse, mi destino era la
tzantza de mi destino, maravilloso destino que úni-
camente se preocupaba del atardecer, de visitar con
usted aquellos lugares habitados por los dioses, por
Eros y Tánatos, y Dionisio y Safo y Eos y Erinies, y
Afrodita y Artemisa, y los de la lujuria y la gula, y
las cantinas solitarias, los cafés oscuros, los tristes
moteles, los hoteluchos de carretera, los albergues
para extranjeros (extranjeros de la vida), las calles
adyacentes, tenebrosas, la que cruza, y las ocho de
la noche inmoral.
Cuando usted, señora, me hablaba de su mari-
do, de su olímpico quemeimportismo, yo me ponía
más neurótico que un francés recién bañado, y con
profunda melancolía pensaba que no quería escapar
de él, sino del tedio que la rodeaba. Usted había si-
do bella, y lo seguía siendo, quizá ahora más bella
por esa triangularidad que daba a su rostro una sen-
sación de abismo, esa triangularidad que es como la
firma del primer amante. Pero pensar en su marido
—burdo, vulgar, desnudo de contenidos—, me de-
sazonaba, la veía con otro rostro, con otros ojos.
Cuando usted me contaba arrepentida, que había
-181-
tenido que hacerlo, su cuerpo me daba una especie de
asco, señora, con el respeto que se merece, su cuer-
po ya no era suyo, era un cuerpo de él, un cuerpo
que no había sabido conservar su trascendencia, un
cuerpo sin luz, sometido a infames penetraciones,
lleno de groseras acometidas, de repugnantes dere-
chos de un hombre que no era de su sangre, que no
era de su familia (quiero decir de la familia de las
Camilles), que no la contenía, que no la alcanzaba.
El rastro que dejan en la arena estas palabras es
un rastro parecido al que dejan los piqueros de pa-
tas azules en esta playa desierta, un rastro sufrido,
egoísta, atormentado, que lo va tapando el viento
lleno de benevolencia, es como la poesía, como su
huella trágica. Infinidad de veces, desde el charco
que iba formando nuestro amor, le había repetido a
usted, señora, que yo poseía una sola realidad: el ar-
te. Si procreo hijos bastardos —le decía—, si me
vuelvo un asesino o un ladrón, si busco el coño de
todas las mujeres, si traiciono o engaño, o me vuelvo
un santo o un prostituto (esas son mis categorías
ahora), no es más que por eso, no tiene otra función
que esa, el arte, esa maldita bruja que ya no tiene
nada que ver con la realidad de una vida conven-
cional, y que me arrastra como en un sueño surrea-
lista, un sueño donde miro una calavera magnífica,
posada sobre mis hombros para ver mejor la deso-
lación del tiempo.
Pero usted empezó a cambiar, mordida por el
perro de los remordimientos, y yo la sentía lejana,
atormentada, seguramente pensando lo que pensa-
ban los rigurosos rusos de Ana Karenina, es decir
que la pasión que sentía era condenable porque vio-
laba el deber, pero yo le reprendía con versos de
William Blake, diciéndole que solo reprimían su pa-
sión, sus deseos, aquellos que los tienen tan débiles
como para poderlos ahogar. Entonces nos volcá-
bamos a ese amor literario y usted ya más serena se
quedaba dormida, pero horas más tarde, se desper-
taba, y su profunda emoción, su rencor, su maldita
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conciencia, manipulaba su estética, la tornaba un
poco vieja, un poco tonta, casi disléxica, y las ser-
pientes empezaban a enroscarse en el nido de sus
ojos. Yo miraba, feliz, hay que decirlo, su confu-
sión, y empezaba a dormirme del lado izquierdo,
para tener la certeza de sentir mi corazón.
Al amanecer, usted lloraba, lloraba como si es-
tuviera cantando las arias de Glück, las de Orfeo y
Eurídice, mientras yo frotaba sus muslos con algo-
dones mojados en espíritu de vino, porque usted
siempre sangraba, como si fuera la llaga del costado.
Ahora que le escribo por última vez, y que ten-
go la certeza de que no leerá los grafitis de muerte
que se forman en la arena, puedo decirle que, no sé
por qué, empecé a tener un sueño recurrente, un
sueño de cuchillos, una necesidad de volcar hacia
usted un acto gratuito, aquél acto gratuito que siem-
pre me fascinó y que, en mis constantes pesadillas,
siempre estaba, tenaz, persistente, ocre, y que me
atraía como un imán irresistible.
Claro, usted era una pesadilla que se le había
olvidado grabar al viejo Goya, la yegua de la noche,
como quien dijera. Y hasta me parecía milagroso
despertar razonable (es decir repugnante), después
de aquellas pesadillas. «Si el amor no es maldito, es
una forma de piedad», me martillaba desde la pesa-
dilla un poeta guayaquileño. ¿Usted, entonces, se
había vuelto tan retorcida que me traicionaba con
su propio marido? ¿O yo estaba loco? ¿O yo estaba
loco? ¿O yo estaba loco?
Creo, señora, que yo la inventé. Y si es así, la
desinventaré. De usted ya no me importa nada.
Quizá solamente recoger pedazos de amor propio,
aunque siento un gran desconsuelo de que, cada
día, usted vaya desapareciendo un poco, como si el
tiempo, inmisericorde, tenaz, inalterable, fuera pa-
sando y repasando su mano atroz por su figura de
mujer preciosa, borrándola, convirtiéndola apenas
en el ectoplasma del olvido y de la muerte.
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Dicen que el que va a morir, ve pasar toda su
vida ante sus ojos, usted tenía que morir, con los
ojos abiertos y tristes. Usted moriría mirándome.
Yo sería su última imagen. Yo sería toda su vida.
Por eso, en esta playa de Alandaluz, estoy re-
cordando lo que quedó de su luz. Por eso la cosí a
puñaladas. Acto gratuito, casi desinteresado, livia-
no, borroso, como en las pesadillas. Le cosí a puña-
ladas, porque cuando uno da la primera, entra a
chapotear en un lago pleno de felicidad.
No siento ningún remordimiento. Soy ningu-
no. Soy nadie. Soy este tiempo. Soy Argos, el perro
de Odysseus, que murió al presentir su regreso.
Ahora es la noche y los piqueros azules ya no
agitan sus alas. ¿Por qué yo aún las escucho?

-184-
Flor de Azalea
«...la vida en su avalancha te arrastró...»
Los Panchos

¿Sabes por qué te escribo, Ñañón? Porque no


tengo nada que hacer. Nunca tengo nada que hacer,
me pagan por no hacer nada. Para que me rasque
las pelotas. Para que no me olvide del vacío, del
olor a cloaca que despide este mundo, pero he aquí
que te escribo farrullero sólo para recordarte lo que
fuimos, lo que somos, mientras vos estarás por allá,
por los mismísimos mayamis, aliado a los cubanos,
chico, alumbrando algún crimen de la puta madre, y
está bien porque como decía el gordo Pacheco: «Ya
somos todo aquello contra lo que luchábamos a los
veinte años».
Quién como vos, Ñañón, mientras yo (por no
hacerte caso) sigo viviendo con los harapos de la
felicidad, a saber: sueldo mensual, corbata maltre-
cha, terno de casimir estilo tres cargas familiares,
una mancha de huevo en la solapa, sexo los sába-
dos, y el viernes infaltable al Flor de Azalea.
Parece mentira. ¿Sabías que la flor de azalea no
tiene perfume, y que es venenosa? Parece mentira,
-185-
pero ya ves, nunca te escuché. Te acuerdas cuando
me decías (tiempos en los que pendejeábamos en el
Partido) «tomá conciencia, no seas bruto» ¡Ahí tie-
nes! Ahora he tomado conciencia... de que no hay
esperanza. Todos los libros que me he tragado no
me han hecho digestión y apenas me han servido
para putear en la cantina o dármelas de sabio con
mi jermu. No sé si serán sentimientos de derrota.
Sé de la angustia, del abatimiento que cae en mi es-
píritu como una negra mariposa nocturna, pero no
sé si seré un desesperado, o un desarrapado o un
desperdiciado, pero ya ni siquiera el cine me llama
la atención. Ayer no más daban La Cucaracha, con
esa rica mexicana de nuestro tiempo, la Flor Silves-
tre pero nada, le dije a la flaca que se vaya con las
guaguas y yo me quedé viendo el tumbado. A la
nochecita me vino a ver el Diablo, y nos fuimos pa-
ra la Samba (Samba de mierda entre paréntesis como
te consta) que me advirtió que esta era la última vez
si no traía las platas ¡ay!
Pero basta de preámbulos, como dirías Ñañón,
si estuvieras aquí y déjame contarte al correr de la
máquina (ni loco que corrija esta porquería si solo
es para vos), el caso es que la otra tarde fui a la bi-
blioteca de la Universidad para ver si me afanaba
algún libro y qué encuentro, una diva sentada, una
diosa polveada y esmaltada, un poco vejancona pe-
ro con pulseras y todo, y voy y me le siento y le di-
go ¿qué lees? Y qué crees que me dice sacando su
enorme pecho y sonriendo fullera: «Leo el destino».
Ese era mi destino, Ñañón. Los dioses me la
habían puesto como mandada a hacer. La cortejé, la
enamoré, la acorralé, diciéndome para mí mismo,
como un porfiado, como un atarantado: «Cien mil,
solo cien mil, con eso el arriendo atrasado, las pen-
siones de los chamos, sacar del empeño el pickup, y si
alcanzaba algo, para mis vegetales, para mis hermani-
tos, un sostencito para la flaca». Todo hecho, todo
clarito, lástima que cuando se levantó se le notaba
el desnivel ¿cachas? Claro, brother, cojeaba de la
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derecha, pero yo ya estaba, como quien diría, dema-
siado motivado para fijarme en pequeñeces y seguí
en el enjuague como si ni tal que se ha ofrecido.
Me subí casi al vuelo a su Trooper rojo que me
dio la puñetera idea de que era una ambulancia que
llevaba un enfermo grave: yo. Pero espantado y to-
do le di a la conversa y me porté como quien te di-
ce, un Agustín Lara cualquiera; palabra que le decía,
palabra que ronroneaba como un gato de abasto.
Era de una cultura que daba dolor de corazón, la
típica cultura piel de gallina, fíjate que cuando, para
medirla, le hice una referencia sobre Marx y algo
sobre Engels (perdonarás no más pero en esta li-
turgia todo vale), ella me quedó mirando como de-
senchufada y me hizo repetir unas dos veces para
finalmente decirme con su cara de mimo:
—¡Ahí tienes! Yo siempre he pensado que
Marx y Engels eran una sola persona, como Ortega
y Gasset. ¿No cierto que siempre se aprende algo?
Ahora que, si lo pensamos bien, podía estar en
lo correcto aunque por otra vía, es decir que daba
en el centro sin apuntar, como en el Zen; preferí
entonces llevar la conversación hacia las telenove-
las, donde no hay lugar a equivocarse ni a sentir
vergüenza ajena con los ladrillazos de la estupidez.
A propósito, te acordarás Ñañón de las desveladas
que nos pegábamos oyendo el radioteatro, eso sí
era bello, imaginativo, misterioso, me parece estar
escuchándole al Gato, a Maczuma clavando su cu-
chillo en el enemigo de la noche y diciendo con voz
arrastrada y pegajosa: «Muerrre perro...», si hasta
ahora prefiero escuchar Porfirio Cadena o cualquier
huevada y no la tele, pero en cambio a la flaca no le
levantas del aparatito ni con grúa, y eso que sólo es
blanco y negro. La pobre tiene que vivir ficción si
no, ¿cómo?
¿En qué íbamos? Ah, ya. Total que parquea-
mos por allí, por la Amazonas, ya tú vé, y me invitó
a un salón que se llama Nirvana Bar, donde según
me dijo servían el mejor daiquirí con hielo, como
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para sentirme Hemingway, Ñañón, yo que en estos
tiempos a duras penas y cuando la sed acecha, ando
buscando por la calle esos raspados de hielo de
nuestra infancia, que ya se van extinguiendo, esos
granizados que sacaban de un enorme trozo de hie-
lo, con una especie de cepillo parecido a un sapo,
¡viruta de hielo, Ñañón!, que te lo repletaban en un
vaso y encima te ponían el almíbar del color que
quisieras, ahora creo que esos fantásticos colores
no me quitaban la sed pero cómo me llenaban de
alegría. Bueno, al segundo daiquirí ya estaba en la
fase del levante propiamente dicho y ella me miraba
embelesada estas pestañas de María Félix que me ha
regalado Dios:
—¿Qué edad tienes? —me dijo, recitando la
lección.
Yo no me acuerdo de mi edad, Ñañón, no
creas que es finta, no me acuerdo ¡por mi hostia sa-
grada! Más bien creo que no tengo edad, como los
locos, pero para no asustarla dije que tenía cuaren-
ta, entonces se sintió más tranquila (ya te dije que
ella estaba en la curva del nunca más, al borde de la
menor pausa) y se sintió en la obligación moral de
decirme que estoy muy bien conservado, y yo apro-
veché para lanzarle que ella me recordaba a la Bella
Otero. No sé si fue esa frase, esa comparación o los
tres tragos que ya se había zampado, lo que la hizo
poner los ojos en blanco y tomarme las manos, lo
cierto es que de allí en adelante ya éramos conocidí-
simos y yo veía cada vez más cercana mi pequeña
felicidad, aunque con un poco de miedo porque no
sabía cómo respondería, a la hora de la verdad, mi
garabato.
Bueno, la primera vez no fue tan mala, torcido
y todo, el coito se dio, ayudándome con dedos,
dientes, lengua, labios, como en las peleas de barrio
y ella más desatada que un paralítico. Pero lo que se
trataba es de marcarla, Ñañón, para que surtiera
efecto mi sacrificio, entonces tuve que proyectarme
mentalmente varias películas, a saber: Nueve semanas
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y media, El último tango, El imperio de los sentidos, Calí-
gula, coma, etcétera. Desde aquella tarde tuve que
emborrachar mi cabeza para ayudarme a que su
imagen me diga algo, que tenía ojos de lejanía, que
su cabello olía al seno de mi mamá, que sus pala-
bras eran mensajes cifrados, que su desazón tenía
algo de Madame Bovary, pero nada, porque cuando la
miraba desnuda, desprovista de la magia que yo le
impregnaba, no era más que un pescado frito de
tres días, sus carnes flácidas, sus pechos más mano-
seados que puerta de baño, y encima, la pobre, «en-
tre el confesionario y el sillón del sicoanalista» como
tuve la oportunidad de leer en un grafiti que se re-
fería a nuestra ciudad.
Así y todo, la aventura fue profundizándose y
ella empezó a ver todo a través de mis ojos, a pro-
digarme atenciones, pequeños regalos, insignifican-
tes para mí, quiero decir para mis necesidades,
libros, discos, estilógrafos de marca, pendejadas
con las que quería llegar a mi corazón porque algu-
na vez, por charlón, se me había ido aquello de que
escribo poemas y hasta le había hecho un acróstico
con su nombre y su apellido, entonces fíjate un po-
co, Ñañón, si ya en frío era insoportable, cómo sería
soportarle romanticona, babeante, era como para
preguntarse aquello que por las calles de Quito an-
daba preguntando la Torera, la loquita, ¿te acuerdas?
Ella preguntaba en el bus a las señoras: «¿Querer
morirse es pecado, madamita?»
Mientras tanto, en mi casa de La Tola vivíamos
al borde del desahucio, con los síntomas cotidianos
que tenemos en este país casi toda la población y
que no te enumero para que no se te ocurra man-
darme un money order. Entonces, luego de tomarme
unos guaspetes con el Diablo, decidí que esa noche
le aplicaría el sablazo genial. Por si acaso fui para
donde el poeta doctor del barrio Pobre Diablo, a que
me pusiera a punto, quien me explicó algo sobre la
testosterona y la libido, diciéndome que la cuestión
estaba en la cabeza, pero que con todo me daba
una pastillita que ya se la querría un burro.
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Ni para qué decirte que ella estaba hasta las pa-
tas, hasta las patas torcidas, es cierto. A las tres de la
tarde iba y se parqueaba frente a mi ventana y se que-
daba allí dos, tres, cuatro horas, esperando que este
que suscribe y firma, salga a carajearla y a hacerla
feliz.
Aquella noche, entonces, fuímonos por las la-
deras del Pichincha. Le dije que yo no quería mote-
les ni huevadas, sino la luz de la luna. Empezamos a
besuquearnos, ella feliz con mi herramienta y yo
pensando en el arriendo, hasta que le paré en seco y
le conté mi tragedia, le dije que para salir de este
atolladero necesitaba un préstamo, un préstamo,
Ñañón, no una paga, un préstamo, pero ella como
que no era con ella, que no, que no, que no tenía,
que estaba gastada (claro que estaba gastada, pero
en un sentido metafórico, ¿me cachas?), que tenía
que pagar las letras del vehículo, los impuestos de la
casa, y para retomar la iniciativa del agarre empezó
a practicarme un lavado de cabeza que ni qué chile-
na. Fue cuando de las sombras salió el tipo y golpeó
con rudeza la ventana del carro.
Para qué decirte el susto. Ella, espantada, se
arregló como pudo sus bragas, el negro sostén que
le colgaba como un maleficio y empezó a llorar. El
hombre, enfundado en una chaqueta militar, abrió
la puerta de mi lado y se hizo un sitio a la fuerza:
«Ya, carajo —dijo—, vamos para la policía putos de
mierda».
Lo demás ya lo intuyes, Ñañón, gritos, aullidos,
ruegos, vea jefe, jefecito, por su santa madrecita chi,
chi, chi. Qué van a decir mis hijas, mi papacito. Yo,
un poco sereno pero pálido me acerqué al oído de
la pobre y mascullé unas palabras. Ni que hubiera
escuchado a Dios, inmediatamente se sacó sus ani-
llos, sus pulseras, esto es de oro jefecito estos son
brillantes, este zafiro recuerdo de mi abuelita.
«Pendejadas» decía el milico impertérrito, mientras
sopesaba las joyitas y las masticaba, «pendejadas»,
entonces la javie abrió su cartera desesperada y sacó
-190-
un puñadísimo de billetes y se lo entregó dramática
como si fuera su virginidad.
Ya habíamos entrado a la avenida La Gasca y
yo, con una voz de ultratumba le solicité al tira que
ya basta, que nos perdone, que nunca más. «Bue-
no», dijo condescendiente, «que sea la última vez.
Tengan cuidado, carajo, esta ciudad se está pu-
driendo. Aquí me quedo». Y se alejó metiendo los
billusos en una bolsita de cuero.
Yo traté de calmarla pero la pobre temblaba
como perro en canoa. Tomé entonces el volante y
fui a dejarla en su casa. «Mañana será otro día», le
dije, besándola en la frente, «estas cosas pasan».
—¿Me llamarás mañana? —preguntó ansiosa.
—A primera hora —respondí yo, pensando «si
te he visto no me acuerdo».
En la esquina de su casa me tomé una bielita a
pico y al salir encendí el último cigarrillo. Hice pa-
rar un taxi y ordené: «A la Tola, maestro. ¿Conoce
el Flor de Azalea?»
Al entrar le vi al Diablo sentado en la barra,
rodeado de fulanas, con su carota de felicidad. Al
verme se levantó y sonriente me extendió la bolsita
de cuero, diciéndome: «Esta es tu parte, viejito,
también están las joyas, ahora hay que festejar».
Por aquí todos bien, como verás, solamente
con la pena de que al gordo Diego, el fotógrafo, le
atropelló adrede el camión de la basura, mejor di-
cho se lo llevó con basura y todo.
Creo que eso es todo lo que te quería contar,
Ñañón, para que te dieras cuenta de que en esta
maldita ciudad, lo que pasa es nada, es mierda. Te
estoy hablando del derrumbe, de la carcoma, es de-
cir del nuevo mundo, loco. Ni se te ocurra escribir-
me ni decirme nada, porque ando con el mohicano
de la culpa dándome hachazos en la cabeza. No te
preocupes, yo sé que estás. Aunque lejos, pero es-
tás. Cerca, ya no queda nadie.
Tu íntimo.

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Sólo cenizas hallarás
«Y si pretendes remover las ruinas
que tú mismo hiciste
sólo cenizas hallarás
de todo lo que fue mi amor».
Toña La Negra

Te lo digo con el corazón en la mano, Patitas,


cuando la conocí yo ya era malo sin excesos. Dios y
el diablo me llevaban de la mano. Claro, tenía yo
veinte años. Lo que pasa es que sus ojos olían a
menta, ¿puedes creerlo? Es lo único que recuerdo.
El olor de sus ojos que me viene en bocanadas. Sí,
seguro, no es lo único, pero es lo que más recuerdo.
Ojos desilusionados, como desvaídos por el tiempo.
Puede ser que te suene a falsete lo que te narro,
pero toma en cuenta que este rollo ya está atravesa-
do por el tiempo, la memoria y, de alguna manera,
la cultura.
Siempre la espiaba a la salida de la Facultad. Sí,
Filosofía, ¿qué otra cosa podía estudiar yo que no
quería estudiar nada? Llena de polvo de tiza y pesa-
dumbre salía ella de dictar sus clases. Me parecía a
veces que primero salía ella, vacía, sin contornos, y
luego sus mil años que se le metían en el cuerpo al
-192-
final de la escalera. Era cuando se sacudía la blusa
con un ademán efímero y se alisaba un poco el ca-
bello con un gesto y un movimiento imperceptible
de su cuello que me alimentaba para toda la vida de
ese tiempo de vida. No, ¿estás loco?, yo no era su
alumno, ni modo, ¿quieres saber cuál era la materia
que dictaba? Enseñaba una disciplina que no existe:
Cosmogonía del Vidente. Te imaginas. Era como
para reírse. Yo me habría reído de no haber estado
enamorado como un perro.
Solamente tenía tres alumnos, medio lelos, que
la seguían a todas partes como hipnotizados, le
prendían el tabaco, la rodeaban en el café, le aco-
modaban la silla, le recitaban poemas orientales, pe-
ro especialmente la protegían como una coraza para
que no le llegara el mal viento, ni el susurro de los
otros (que era yo), ni la música estrafalaria de Van-
gelis, en el bar, que porfiadamente decía «good to
see you», ni siquiera la impotente caricia de mi
mente que se desperdiciaba entre el humo antes de
llegar a tocarla.
Sí, tenía un nombre, pero era un nombre ruti-
nario, un nombre que te hacía entrever el desafecto
de sus padres. Se llamaba Esthela. Pero no es de su
nombre de lo que quiero hablarte, sino de la estela
que ella iba dejando en mi camino, camino que sin
ella pudo haber sido el de un gran futbolista, o un
tremendo líder, o por lo menos un auspicioso pede-
rasta, pero ahí tienes Patitas, siempre la vida de un
joven desalmado tiene sus ojos verdes, y fue en una
exposición del pana, del Marcelo Aguirre, donde
por fin Esthela detuvo su trajinar para reparar en
mí. Sí, despacio, loco, como tú dices, despacio te
desenrollo esta historia para que dure más en la
cerveza que en la vida real. Marcelo Aguirre, o sea
ese pintor que ha bajado a los infiernos, el que nos
ha abierto una puerta que no se sabe a dónde lleva-
rá, sí, sí, pero no, tus lecturas son tibias, ligeras, na-
da del Dante, nada de Beatriz, apenas la zorra de la
inteligencia devorándose a sí misma.
-193-
Ella estaba sola en uno de los salones, es decir
que la sorprendí sola, ¿entiendes lo que te quiero
decir?, estaban sus tres zombies, desde luego, pero
ella estaba sola, sola, desprotegida, desmamantada,
huérfana, ella y el cuadro, ella y el túnel del óleo.
¿Te dije Patitas que yo ya era malo sin excesos?
Bueno, me puse atrás de esa soledad que daba frío,
atrás pero encima, pero dentro, ¡maldita sea, para qué
sirven las palabras!, las palabras son como la cami-
sa, nunca la piel. Bueno, me puse atrás de su nuca,
en posición de orar al dios de su nuca, a que me es-
cuchara aquel músculo porfiado y en actitud de fir-
mes, les pedí a Yahvé, a Otúm, a Pachacámac, a
Jesús, a Taita Marcos, una brizna de solidaridad y
de energía para que alargue las manos de mi cere-
bro en actitud de súplica y el milagro se dio, ella re-
gresó su mirada llena de colores tétricos y se topó
de golpe con la felicidad de mi edad.
Fresco, suave nomás. Ponte las pilas para que
captes. Lo que te cuento tiene mucho que ver con
la cerveza y con aquello que en ese tiempo se lla-
maba tenacidad. Así se acercó ella a mí en ese mo-
mento, obsesionada por la fulguración de mi amor,
pálida te puedo decir si la palidez tiene el color de la
magnolia, como dice el bolero, se acercó pálida, se
acercó lívida y tímida y besó el carbón de mi mejilla
al tiempo en que decía, casi avergonzada de su de-
sasosiego: «El sueño es la mayor conquista del arte
moderno». «No», le dije yo, mientras viajaba por el
oro de su vejez, «el arte moderno es la pesadilla».
¿Qué más quieres que te cuente? El resto es
siempre el resto. La magia es el principio, el resto es
el final. Lo que sucede es que con ella siempre fue
el principio. Ya luego empecé a conocer sus cade-
nas, el simulacro de los años sesenta, la algarabía
romántica que alguna vez vivió y que la dejó desar-
ticulada como la plastilina, sin ánimo de enfrentar
este riquísimo tiempo del vacío.
De allí fuímonos (te lo digo con esa palabreja
para aclararte la velocidad), fuímonos hacia Guápulo,
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solos, por primera vez, solos, a recoger sus pasos, a
recoger su edad. La noche era muy noche esa no-
che. A veces me parecía que era como la sonrisa del
negro, es decir una noche con espasmos, es decir
una noche que por momentos se blanqueaba, chis-
peaba, con sus palabras.
Hablaba mucho, atropelladamente, me recri-
minaba mi tiempo en el que se habían perdido las
rosas, y la sensualidad, y las palabras bellas, y las
utopías. «Qué son ustedes», me decía, con el afán
de meter en un saco mi juventud, «generación am-
bigua, irónica, desalmada; ustedes alimentan la va-
ciedad, son ‹monjes› del vacío, eso es lo que son,
viven al día porque el pensamiento no les alcanza
para el otro. ¿Crees que no te he mirado, crees que
no he mirado tus tristes poses de estar más allá?», y
lo decía poniendo énfasis en ese «más allá» que lo
tiraba más lejos «ustedes han llegado al momento
de la nada intelectual», («¿no has leído a Macedo-
nio?», me preguntaba mientras yo desfallecía en el
ojo de su cintura), «ustedes tienen una especie de
humorismo trágico de la vida, y está centrado sola-
mente en la emoción, en el estado de ánimo, en la
ironía, sin conciencia moral ni política. A nosotros
nos asombraba todo, íbamos de asombro en asom-
bro, de descubrimiento en descubrimiento, de bús-
queda en búsqueda. ¡Asómbrense de vivir, carajo!».
«De vivir a la vera de un río pestilente», dije yo,
«un río de palabras gastadas, de actitudes gastadas».
Pero solo lo dije por parecer duro, por alimentar su
palabra. Desde luego prefería que ella hablara, que
me desnudara de todo conocimiento, de toda re-
flexión. Te digo sinceramente, casi no me importa-
ba lo que ella pensara. Ella no creía mucho en lo
que decía, o en el mejor de los casos, estaba dándo-
le de comer a su culpa. Pero qué me importaba su
culpa mientras tuviera a mi lado esos huesos fosfo-
rescentes.
Guápulo. Yo ya sabía todo de las calaveras, de
las lecturas, del ácido, de la pintura, de la marihuana
-195-
que se había consumido en homenaje al hombre
nuevo, inclusive ya la había entrevisto en sueños a
ella (¿si te he dicho que yo primero sueño y después
vivo?), vestida de negro o con algún estropajo hin-
dú, sandalias, un collar de coral y pepitas doradas y
su shigra repleta de piedritas de cuarzo, de ámbar, y
de un Sartre subrayadísimo y manchadas sus pági-
nas con el amarillento y circular alcohol de la vida,
subiendo agitada, bullente, pletórica quizá, con una
alegría comunitaria, una alegría de minga, porque
un poco era eso lo que hacían, minga para arreglar
la cabeza, para arreglar el mundo, para desarreglar
el orden. Sí, yo la miraba subir, en el sueño, con su
rostro triangular que ya pronosticaba abatimiento, y
mientras ahora me hablaba como de una gran leja-
nía, como si fuera su eco y no ella, yo la veía subir, y
subir, y subir, quince años antes, incansable, urgente,
llena el corazón de carbones encendidos, y de los
Beatles, y de Los Panchos, sin pensar ni por un
momento en la ceniza que iba quedando en el cami-
no y que esa noche, precisamente, la estábamos re-
cogiendo para que ella calentara un poco su corazón.
Arrimada al mirador del calicanto, de espaldas a
mí y a la iglesia, bebía del tarrito de cerveza alemana,
como los pájaros, con breves piquidos, con un leví-
simo sonido gutural, con una persistente, tenaz sau-
dade (dicen que no hay traducción para esa palabreja
pero conténtate con saber que se trata de una bola
de melancolía que se te atraganta en la memoria)
mientras yo me dirigía al carro y ponía en su honor
aquel bolerísimo recuperado por Luis Miguel: «Us-
ted es la culpable de todas mis angustias...» Sí, de
todas mis angustias Patitas, menos de esa, menos
de la angustia de estar a su lado y beber el tiempo
de su cuerpo, porque esa no era angustia, sino algo
como el salto en paracaídas. No, no he tenido esa
experiencia, pero sí alas delta, me he lanzado desde
Cruz Loma, ha de ser algo así porque su cuerpo era
un abismo en el que yo iba cayendo poco a poco, un
abismo de sortilegios y de hechicerías que me iban
-196-
llevando en el aire hasta la cima de esa época, que
por ella, hubiera querido vivirla en carne propia.
A la tercera Clausen, me dijo con desparpajo
que ya se orinaba. Por allí había una casetita que al-
guna vez sirvió para esos menesteres pero que aho-
ra yacía cuarteada, vacía, sin la alegría del desagüe
del retrete; para allá se dirigió acompañada del oso
de su melancolía. Su estela me arrastraba con la
fuerza del huracán, pero claro, no la seguí, no seas
tan burdo; esperé que regresara y con su permiso
me volé al mismo sitio. Su olor todavía estaba allí,
más penetrante aún, más tirano, y allí estaba la
hierba humedecida por su urgencia, me incliné en-
tonces y recogí con unción una hojita sobre la que
había orinado, hasta ahora la tengo guardada entre
las páginas del I Ching, Libro Sagrado que algún día
me regaló para que supiera quién era yo y a dónde
iba. De vez en cuando la saco para olerla, sí, la hoji-
ta, aún conserva ese singular sabor a su pubis, que
era como de té pero un poquito más salobre. Sí, de
té, no sé Patitas, no sé, nunca he probado la infusión
de coca, ¿un poco amoniacal?, no es eso lo que quie-
ro decir, mientras yo me esfuerzo por encantar tú te
esfuerzas por descifrar. Claro, eres más pollo que yo.
«Estás preciosa», le dije mientras miraba em-
bobado su perfil nítido, negro, recortado en el tur-
bulento lila de esa noche. «Pareces una mujer de
Viver». «Tú estás loco», me dijo madremente, acari-
ciando mi rostro con el dorso de su mano fría, «pe-
ro tu locura es demasiado normal».
Bueno, en vista de que mi inocencia me torna-
ba impune, le rogué que fuéramos para mi cuarto,
«allí tengo unas reliquias musicales», le dije sin áni-
mo de ofenderla, o no sé, «allí duermen entrevera-
dos Lucho Gatica y Led Zepellin, María Luisa
Landín y Tina Turner, Elvis Presley y Daniel San-
tos, Leo Marini y Nat King Cole. Y claro, Julio,
siempre Julio». ¿Iglesias? ¡Qué Iglesias! no seas ta-
rado, Julio Jaramillo. «Vamos», me dijo, hiriéndome
en alguna parte por su falta de resistencia.
-197-
Pero pedí más cerveza, Patitas, si quieres que
te eche el resto. Aunque el resto ya sabes...
Bueno, la primera noche me porté como un
enano verde. Si te cuento lo que pasó no me cree-
rás, pero ahí te va. La primera noche lloré por su
belleza. Cuando la miré desnuda me eché a llorar
como un coreano, era tan conmovedora, tan desga-
rrante su desnudez, apenas quedaba bajo el sol pe-
coso de su hombro el corpiño de encaje negro, la
vacuna, para qué decirte más. De puro desprotegi-
do me afiancé a sus pechos lánguidos, no, no era
nostalgia, ¡qué Edipo!, nada de Edipo, era solamen-
te miedo, miedo a la maravilla. Besaba sus pechos y
ella agrandaba los ojos, yo sentía que por aquellos
ojos entraba mi edad, toda la nostalgia que ella sen-
tía por mi edad. De todas maneras fue un fracaso.
Casi siempre la primera vez es un fracaso, no, no es
disculpa, lo que pasa es que los cuerpos no se en-
samblan, no se constituyen, se miran extraños, co-
mo animales.
Luego, varios días después, el aleteo y el queji-
do fueron uno solo, pero aquella noche yo sentía,
no sé por qué, que hacíamos el amor junto a una
gran multitud, quizás era a causa de sus recuerdos,
que entraban en bandada en el cuarto, se apodera-
ban de mi lengua, de mis manos, de mis ansias, y
hasta sentía que me querían echar de la cama como
a un indeseable.
Cuando dimos fin a ese simulacro, ella se puso
muy triste y empezó a llorar, llora que llora, con un
llanto lastimero, monocorde, como la garúa de Li-
ma. El silencio era una charca llena de sapos. Al
amanecer se vistió y se fue. Esthela. Me puse en-
tonces a recoger su inteligencia olvidada en mi
cuerpo, con la esperanza de cotidianizarla, de darle
un sentido más sencillo, menos agitado, pero nada,
porque a partir de aquella noche empecé a amarla
como un autista, como una yegua mansa que la se-
guía a todas partes, que hacía todas las cosas por
ella, para ella, no quería que ella hiciera nada do-
-198-
méstico, nada prosaico, nada humano en definitiva,
le traía agua pura de una acequia sagrada del Pi-
chincha, le preparaba infusiones de hierbas para sus
malestares, le calentaba los pies frotándolos con
mis labios, coleccionaba bromas para sus horas de
espanto, le compraba frutas exóticas para perfumar
su piel, níspero, pomarosa, mandarina de viento,
contrataba saltimbanquis para su soledad, en fin, yo
estaba en el mundo para servirle, para que su cora-
zón no sufriera la trivialidad, ni la estupidez, ni la
maldad circundante. No estar a su lado me fraccio-
naba. Alguna escena de teatro, un libro, una can-
ción, una película que ella no podía compartir
conmigo, me dejaba triste, disminuido, paralítico,
¡carajo!, puede que yo exagere como una mala co-
rista, pero qué quieres, va media docena, y este
momento todo tiene su sombra, hasta el color de la
cerveza me recuerda las mariposas de su risa. Me
resultaba un martirio, una tortura no estar a su lado,
yo, imagínate, que siempre me retiraba de las pela-
das para poder extrañarlas, para poder quererlas un
poquito.
Casi siempre amanecía a su lado porque ella
me concedió la gracia de dormir en su casa los días
lunes, miércoles y viernes, que no eran días de mal
presagio. Pero aquellos amaneceres en los que des-
pertaba solo en mi cuarto, poco a poco iba tomando
conciencia de eso que los ciudadanos llaman realidad;
me encomendaba a ella como a una diosa, para que
ayudara en ese nuevo día a soportar la presencia de
los militares, la caída del pelo, el olor de los curas,
las charlas de la familia. Entonces me levantaba y
tenía apenas ánimo para llegar a la ducha y soñar en
el agua su cuerpo líquido.
No te rías cabrón, no tenía nada de cómico, yo
estaba llegando a la locura de la sensiblería, como
la de los homosexuales. Imagínate que un día por
teléfono, me dijo con su voz de felpa «te he estado
pensando» y yo quedé tan triste y desolado como
un trapeador, porque eso significaba que había mo-
-199-
mentos en que no lo hacía, en que no me pensaba,
entonces yo, ¡estúpido alfeñique!, ¿por qué no po-
día sacarla de mi maldita cabeza ni por un instante?
Por aquél tiempo yo deletreaba la poesía, sí,
nunca pasé de allí, pero quién a los veinte años no
ha ordenado en columna sus vulgaridades y sus
quejumbres, deletreaba la poesía y la atormentaba
diariamente con mis poemas y mis flores que ella se
las llevaba a sus labios con un gesto que en alguna
parte era japonés... A propósito de japonés, por ese
tiempo apareció el alemán, un antropólogo con ojos
de frambuesa que había alquilado un cuarto en lo
de Esthela. La primera vez que lo vi conversando
con ella, el corazón se me fue al piso, era lindo el
cabrón, lindo como un retablo, como un dios, co-
mo el rostro de Marlon Brando al momento en que
muere en «Los dioses vencidos», ¿viste esa pelícu-
la?, ¡qué va!, vos no has pasado de Pink Floyd her-
manito. Bueno, te digo que era lindo y a mí su
imagen junto a la de Esthela me hizo trizas, me
desbarató más bien dicho porque era como si al-
guien hubiera puesto en el rostro del joven Jesús el
aura que le faltaba, y luego, más tarde, la atormenté
sistemáticamente con mis celos absurdos, sin que
ella diera la menor importancia al hecho, con su ca-
rita llena de amor, con sus labios húmedos que se
prodigaban en reconocer todo mi cuerpo, un cuer-
po joven que todas las noches estaba inventando,
para ella, inventando tanto que alguna vez me dijo:
«Lo que más amo de tu cuerpo es la perversión, es
una perversión que no te concierne, como la de los
niños», pero yo siempre a la expectativa de sus ges-
tos, a la caza de algo que me descifrara su malque-
rer, algo que no podía definirlo ni siquiera en las
nítidas noches largas, insomnes, en las que me pa-
saba como si fuera un amanuense de sus mínimas
palabras, de sus actitudes, de su mirada desmayada
en otros carretes. Nunca había tenido cerca de mí
un rostro que cambiara de expresión con tanta ra-
pidez, de repente era la perplejidad, la estupidez, la
-200-
tristeza, muy poco, pero muy poco la alegría. Su
rostro era piscis, ¿está claro?
Muchas veces ella mortificaba mi amor
hablándome y hablándome de cosas pasadas, mien-
tras la miraba ya desnuda, abierta como una amapo-
la, sentada sobre mi pecho y yo sin poder contener
la vulgaridad de mis manos, de mi lengua que que-
ría paladear la miel salada de sus muslos, porque yo
no necesitaba escucharla sino beberla, saborearla,
catarla, entonces frente a mis ansias se paraba en
seco y me miraba con ojos extraviados, lejanos, fríos.
¿Qué pasa?, le preguntaba yo con la vergüenza que
se siente frente a la propia desnudez analizada, y
ella me respondía «no pasa nada, la edad es lo que
pasa», y se ponía a hablarme de sus malditos años
sesenta, de no sé qué guerrilla y no sé qué monta-
ñas. «Recuerdo», me decía, «recuerdo aquellos años,
cuando todavía nos amábamos los unos a los otros,
y nos respetábamos, y la inteligencia era como un
vino macerado que se repartía una y otra vez». Pero
me lo decía de una manera tan lejana, tan vaga, co-
mo si fuera una referencia al paleolítico. De esas se-
siones yo salía aburrido como un esquimal porque
luego ella saltaba de la cama sin consideración algu-
na a mi hombría, y se ponía a sacar de sus cofres
aquellos recuerdos conservados con naftalina, foto-
grafías amarillentas de cuando era reina del colegio,
presidenta del curso, abanderada, campeona de ora-
toria, hijita de papá, sus quince años, sus veinte en
un canchón de Portovelo abrazada de Olimpo Cár-
denas, y las revistas Ecran y Lana Turner y Ava
Gardner y Rock Hudson, ¿sabías Patitas que era
maricón?, y James Dean y Julieta Greco y se ponía
a recitar pilches poemas de César Dávila, de Vallejo
y del coquito Adoum. No sé por qué ahora que es-
tamos chupando, mi recuerdo de ella se parece a la
viudez, pero no es para tanto hermano, no te pongas
amargo, pareces argentino, espérate un momento,
ya vengo, voy al baño, siempre que me pongo muy
lúcido siento ganas de vomitar.
-201-
Bueno, te sigo palabreando. Una noche soñé
que ella me hablaba en otros idiomas, te das cuenta
pendejo, me hablaba en otros idiomas, ¿por qué
soñé que me hablaba en otros idiomas? No lo sé, ya
no me importa, pero pesado y amargo y borracho
como estaba, los huracanes de la liviandad me per-
mitieron permanecer despierto y angustiado hasta
el día siguiente en que me levanté y fui a su casa
mordido por perros imprevistos. Golpeé su puerta,
su adorada puerta de madera vieja que yo había cla-
veteado con rigor para que no le entrara el frío. Ella
la entreabrió con el desasosiego triste de la compli-
cidad, su rostro estaba lleno de pesadumbre (déja-
me decir pesadumbre para que mi dolor sea menor),
pero no, ¡qué va!, era cansancio, agotamiento, a ti
no te puedo mentir, a nadie puedo mentir.
Sírvete la última cerveza, Patitas, ya van a ce-
rrar, pero lo que viene merece la última bielita, bien,
no es nada, no pasó nada, más bien dicho lo que
pasó es nada. Solamente que al trasluz, en el inters-
ticio que dejaba su pelo desordenado, pude divisar
nítidamente la figura dorada y desnuda del alemán.
Imagínate esto: sus ojos espantados mirándome, y
atrás, alumbrando la cama, el sol del alemán.
El vómito me alcanzó en el patio de los gera-
nios. De mis entrañas empezó a salir una masa ne-
gra y pesada, como de sangre coagulada y me vino a
la cabeza aquella imagen o palabra que vi o leí en
alguna película o libro. El venado cuando se ve
perdido se deja morir. No lucha. Le estalla el cora-
zón. Solo eso. Le estalla el corazón.
Eso me habría pasado a mí Patitas, si en la es-
quina no me encuentro con el flaco Encalada que
traía mi maletín de fútbol en la mano. «Te he estado
buscando por todas partes», me dijo, «ahora es la
final del campeonato y tu mamá me sugirió que te
buscara donde la vieja».
Fue el día en que ganamos cinco a cero al
equipo de la Belisario.
Yo hice cuatro goles.
-202-
Macorina
«Ponme la mano aquí, Macorina
ponme la mano aquí...»
Chabela Vargas

¿Que por qué me he separado? ¿Es que acaso


no lo ves, no lo sientes en la fulguración de mis
ojos, en el aura de mis gestos, en el temblor de mi
cuerpo?
Ya no siento nada. Ahora solo me conmueve
la perversión, es decir, lo que los moralistas llaman
la perversión, y yo lo llamo epifanía, encuentro,
aparición, piel del éxtasis. Es como te digo, María
Clara. Cuando no estoy en ese tiempo sin tiempo,
en el contacto más profundo con mi piel, en esa
elevación sexual que no contempla ni pasado ni fu-
turo, empiezo a sentir un vacío en mi cabeza, como
los huecos del aire en el aire, nada lo llena, a no ser
el amor, ese amor diferente, iconoclasta que me
obliga a olvidarme de mí, que me consume y me ti-
raniza, que afila mi estética y me desarma ante la
percepción de algo feo, violento, marchito, desagra-
dable, pestilente, sucio. Mi corazón se marchita, se
enferma, deja de latir ante algo grotesco, vulgar,
-203-
innoble. Es como si mi sexo no se compadeciera de
lo que soy, como si otra religión me habitara.
En la noche, apenas soporto su presencia por-
que duerme. Pero por la mañana, cualquier persona
es un estropajo, un resucitado del sueño, en su piel
han caído la tristeza, la edad, la pesadilla, como una
espesa sombra.
Sólo la perversión, te digo, ese culto, ese fer-
vor, por eso vivo esos instantes con la lucidez ante-
rior al ataque epiléptico. Así lo viví cuando hice el
amor con Julia, cuando descubrí luego, en la ducha
su rostro felino, las gotas de agua regándose por el
final del cabello y rodando presurosas, nítidas, por
sus hombros desnudos, por su frente tersa, por el
contorno de sus ojos lúbricos, apenas abiertos por
la sensualidad tibia del agua. Labios entreabiertos
que paladeaban la humedad donde minutos antes
mi lengua se había empecinado como un pez loco,
cavidad oscura, viva, llena de leche y vino y aleteos,
boca que me ha mordido más que con sus dientes,
con su jadeo, con sus insultos, con esas palabrotas
que se refriegan a mi sexo y me sacuden, me elevan
a la cima y me sueltan voluptuosamente al mismo
centro del mundo, a ese centro que luego lo vería
perlado, casi cristalino, mientras la espuma del ja-
bón va bajando delicada, torpemente por su cintu-
ra, y se arremolina en su ombligo donde brillan
unas pelusillas que recuerdan lo grato de mi paso
por allí.
Y otra vez Lorna, hace muchas noches, senta-
da en la playa, desnuda, con las piernas apenas
abiertas, y la ola, esa caligrafía barroca que delica-
damente golpeaba sus muslos, metía arena en sus
rincones, acariciaba su pubis con un quejido inau-
dible y regresaba hacia el mar como huyendo de
tanta maravilla.
Pero también Esparta, su magro cuerpo que
parecía una filigrana, mis dedos dibujando círculos
un poco más arriba de su vientre, y en su vagina,
completándola, permitiéndola aquel movimiento
-204-
continuo y perezoso, casi torpe, como si estuviera
pensando bajo el agua, metiéndole mis dedos, sí, o
cualquier cosa que estuviera a la mano: una flor,
una fruta, la cabeza de una botella, la copa, la san-
gre del vino, un cigarrillo, algo que la ayudara a
mantener el ritmo, la cadencia y el furor, algo que
en definitiva le abriera la puerta de aquel paraíso de
donde han sido expulsados los ángeles.
O Andrea cuya belleza me ha sacado lágrimas.
La inteligencia de su cuerpo que me ha avergonza-
do como a monja de escuela. Con ella ha sido co-
mo si cada parte de su piel pensara por sí misma,
como si cada muslo, cada pecho, cada oreja, cada
nalga, durmiera y soñara apaciblemente. El más li-
gero temblor de mis manos, la caricia más sutil de
mi boca, la fragilidad de mi saliva, el susurro de mi
lengua, iba despertando sus partes secretas, una a
una, disponiéndose para la fiesta, para la liturgia,
para el abrazo alacranado con Dios o el Diablo, no
lo sé. Cuerpo lleno de multitudes el suyo, cuerpo
pensado para el amor y el dolor, la vejación y el vi-
cio.
Dime, pues, María Clara, dime tú, ¿cómo en-
tonces sujetarme a la grotesca, áspera, monótona,
cotidiana trivialidad de Alfonso, mi marido...?

-205-
Cien mujeres han pasado por mi vida
«...y ninguna me ha robado tu ca-
riño».
Los Panchos

«Mas yo os digo que cualquiera


que mira a una mujer para codi-
ciarla, ya adulteró con ella en su
corazón...»
Mateo, V, 28

Desde que murió mi amigo Patitas, yo me he


dado a la desafortunada tarea de beber solo. Bueno,
solo no. Quiero decir con él. Hasta creo que él me
lo exige, quizá porque en vida no se cumplió todo
el ciclo de la amistad, porque nos faltó cosas que
decirnos, tiempo, ganas, ¡qué sé yo!, o porque la de-
sazón que me ha producido su muerte, me obliga a
arrastrarlo del lado de acá, a ponerle huesos y ojos y
palabras a su ausencia. Lo cierto es que ahora,
cuando nos carcome el tiempo de los desechables
(todo es desechable, comidas, amigos, amores), su
presencia se va haciendo más tangible, más huma-
na, casi corpórea, y muchas veces tengo la sensa-
ción de que lo huelo y lo toco con otros sentidos, y
-206-
que lo miro a mi lado, sentado, bebiendo su Lima
Dry, como ayer, en casa de las Villafuerte, mientras
los amigos de la jorga bailaban, yo le hice un espa-
cio en el bar, me acomodé junto a su vacío y le dije
en silencio y riéndome: «Creo que eres el único
muerto que bebe como un vivo», lo que me costó
una puteada del coronel dueño de casa, porque
pensó que se lo decía a él, que también estaba muy
aplicado en acaparar los licores, y como muerto,
porque desde hace mucho tiempo no había guerra
con el Perú, los universitarios se arrastraban en su
mediocridad individual, los obreros iban a misa de
siete a agradecer a Dios su resignación, y mi coro-
nel se sentía más inservible que un paraguas en ve-
rano.
Lo cierto es que esa noche la agarramos fuerte,
y a no ser porque el Patitas estaba muerto, la charla
hubiera seguido hasta estas mismísimas horas, en
que vuelvo a leer su carta y trato de prolongar su
voz, de comprender su necesidad de franquearse
conmigo, de entregarme los pormenores de su cul-
pa, de esa culpa que finalmente acabó con su vida.
Al revisar esta confesión, que quizá nadie leerá
(porque nadie concibe una amistad más allá de la
muerte, y porque ya nadie escucha), descubro vacíos,
desvaríos, ambigüedades, oscuros velos, confiden-
cias gelatinosas del recuerdo, desconexiones, sin-
taxis del azar, máscaras, que quizá sean el verdadero
material de la muerte, y que justamente las paso a
limpio porque me voy convirtiendo en un experto
para escribir en el agua...
Sus palabras, tal vez triviales e intrascendentes,
estaban cruzadas por la pasión, y dicen que, a veces,
la profundidad se agita en la superficie; quizá por
eso las rescato y presto mi pluma a su voz que este
momento tiene el olor del ciprés. Sus notas, sucias
de cerveza, o soledad, o tiempo, decían así:
«Así es, mi viejo, como te cuento, mi verdadera
vocación han sido las mujeres, no he tenido ni pa-
tria, ni partido, solamente he sido militante de su
-207-
maravilla. Es una enfermedad que, como todas, ha
ido agravándose con el pasar del tiempo. Enferme-
dad que me ha humillado y me ha convertido en un
solitario empedernido. La mayor soledad es tener
muchas mujeres. A esa soledad me he acostumbra-
do desde adolescente, desde cuando tenía trece años
o un poco más. Creo que desde ese tiempo yo ya
era machista como mi mamá, o por su culpa, y co-
leccionaba mujeres con la misma aplicada maravilla
con la que mi hermano mayor iba juntando alacra-
nes en su cajita de galletas, para, en la noche, pren-
derles fuego, mirando cómo ejecutaban su harakiri,
con ojos alucinados y en parte inocentes como la
perversidad.
»Yo ya usaba una chaqueta de cuero ajustada
en la cintura, llena de hebillas y sellos y murmullos y
perfumes y de música de alas, botas vaqueras, camisa a
cuadros, y, cuando se podía, una cicatriz en la meji-
lla, es decir que era Marlon Brando en pintura, más
que todo por la moto, que fue el primer dinosaurio
en el que me monté y me estrellé, junto con la Ga-
briela (ella alquilaba la moto, claro), esa peladita que
vivía frente al colegio Mejía y que se acostaba por
una caja de acuarelas. La he vuelto a ver al cabo de
los años, en los periódicos, en la TV, con su fama a
cuestas, pintora, obviamente.
»Siempre sufrí por esta enfermedad, sufrí mu-
cho, y a veces, cuando llegaba de mi doloroso traji-
nar por los cuerpos que agudizaban mi desdicha, el
olor de mis culpas despertaba al barrio entero y yo
sentía que me acusaban y que me daban látigo, y
que decían: “Allí va el don Juan, el traicionero”, pe-
ro yo no quería traicionar a nadie, te prometo, sino
que ese maldito vicio me arrastraba de una mujer a
otra con una fuerza diabólica, irresistible. Te lo ju-
ro, hermanito, he consultado psiquiatras, médicos,
paramédicos, brujos, shamanes, pero todos me han
recetado más o menos lo mismo: agua de pasiflora
y reposo completo. Si hubiera una vacuna contra
eso, un jarabe, una maldita inyección que te obligue
-208-
a permanecer imperturbable ante unos ojos verdes,
seco e impávido ante una piel morena, con ganas de
formar una familia, amar a una sola mujer, colec-
cionar hijitos y gatos y electrodomésticos, pero ¡qué
va!, apenas estoy saliendo del juego del amor con
Martha, mi pensamiento ya revolotea junto a la
imagen de Sofía. Estoy enfermo te digo, como los
alcohólicos, como los drogadictos.
»A mi madre le conocí dos amantes, es decir al
primero solamente lo presentí, era un hombrecillo
bonachón, siempre con corbata negra, una especie
de profesor de secundaria, algún residuo de los ami-
gos de mi padre, poroso, liviano, parecía fabricado
en corcho, me daba la mano y la mía la atravesaba,
y en la sala, sentado con las manos juntas y entrela-
zadas, desaparecía entre los muebles, se evaporaba,
se transfiguraba, y cuando nuevamente aparecía, se
encontraba mirando a mi madre con un gesto de
completa adoración, a mi madre, la Pola Negri del
barrio América, las piernas más preciosas de este
hijueputa mundo. (Recuerdo un día, cuando tenía
seis o siete años, mi hermano me sorprendió acari-
ciando las piernas de mi madre que dormía, y me
propinó una bofetada que me estremeció tres días).
El amantito la visitaba jueves y domingo, pero na-
die sabía en la casa si estaba o no, ni siquiera mi
madre, a no ser por los moldes de pan de agua que
traía para el cafecito de la tarde. Parece que final-
mente desapareció de verdad, y nos dimos cuenta
de su ausencia tres meses después, cuando mi her-
mana, que como siempre andaba mal en matemáti-
cas, dejó caer una pregunta como si arrojara un
pañuelo: “¿Qué será del profesor?”
»El otro amante me hacía lindos regalos: pelo-
tas de viento, yo-yos, perinolas, y todas las quince-
nas traía la revista Ecran para que viéramos
nosotros cómo las artistas de cine se parecían a ma-
má, pero mi hermano mayor era un celoso de mierda,
y una vez que mamá estaba lela, con los ojos en blan-
co, escuchando un bolero de Lucho Gatica, y no
-209-
respondió a alguna pregunta de él, me tomó de la
mano y me dijo: “Vamos Pato... en esta casa ya no
podemos vivir...” De nada sirvieron las lágrimas de
ella, que empezaron a inundar el dormitorio, y me
arrastró hasta la casa de la tía Bertha. Lástima que
de allí tuvimos que salir a los tres días, pues se que-
jó de que yo le había estado espiando cuando se
bañaba. Mi madre nos recibió como a héroes de
Paquisha, y acarició durante dos horas el rostro llo-
roso de mi hermano.
»Él era el más guapo del barrio América, tenía
los ojos más tristes del mundo, ojos que necesita-
ban protección, y todas las mujeres que conocía
querían protegerle. Las mujeres de mi hermano
desfilaban por la casa durante todo el día, y mi ma-
dre las atendía, les brindaba tamales y cafecito, les
contaba capítulos de su infancia, tenía un pacto se-
creto con él, un pacto no dicho, era su confidente,
su alcahueta, su celestina, ¡qué sé yo!, coleccionaba
las fotografías, las cartas de sus novias, y a veces se
las enseñaba a las visitas, explicándoles, diciéndoles:
esta es la venezolana, esta la que vive en la Mariscal,
esta es la hija del doctor Gangotena, y ponía cara de
perdonavidas, de comprensiva, y decía con un sus-
piro: “¡Ay, es que mi hijo es un terrible!”, dándose
ella el crédito de tener un hijo así, guapo, bandido,
codiciado.
»Los hermanos éramos como conejos, no me
acuerdo si seis o siete, y no me acuerdo porque
fuimos anónimos, es decir él era todos, y en la mesa
siempre almorzábamos con la infaltable visita de
una de sus adoradoras, y él presidía con su rostro
de santo y de diablo, y regaba la maravilla de sus
ojos por cada uno buscando cuál de nosotros sería
ese día el objeto de sus burlas, de su inteligencia
superior, de esa ironía despiadada que haría que la
visitante lo admirara mucho más.
»Casi siempre me tocaba a mí. Su insistencia
conmigo era morbosa. Especialmente cuando nos
visitaba mi prima Martha, una mujer inolvidable,
-210-
fatal, que desgració mi corazón a los catorce años, y
que levantaba los ojos del plato de tallarín, con una
pesadez aterciopelada, como la de los osos, para
acariciar el rostro de mi hermano, ojos que eran la
cámara lenta de la lujuria, de la aceptación, de la
placidez. Y mi hermano desde el cielo de su autosa-
tisfacción se reía y volvía a la carga. Recuerdo cla-
ramente cuando tomaba la mano de mi madre
deteniéndola en su ajetreo, y le preguntaba muy serio:
“¿Mamá, por qué el Pato será tan feo?”, y mi madre
solícita, hacendosa, cómplice, contestaba sonreída:
“¡Caramba, muchacho!, lo que pasa es que está en
la edad de la fealdad, ya se le pasará”, pero mi her-
mano insistía mientras yo estaba al punto de las lá-
grimas: “Pero ya van años que me dices lo mismo
mamá”, y ella se contentaba con decir: “¡Muchacho
malcriado!” Y se iba para la cocina a traer los ajice-
ros y los saleros, festejando en su interior las ocu-
rrencias del preferido.
»Otras veces contaba en la casa una historieta
de su invención, y decía que a mí me habían reco-
gido en la quebrada de Miraflores, y que por eso era
tan diferente a los otros conejos. Todos lo festeja-
ban, y la chica de turno se levantaba asfixiada de la
risa, besaba el bello rostro de mi hermano y, cache-
téandolo delicadamente, le decía: “Eres horroroso”,
mientras yo me levantaba y me iba al baño a llorar.
»Recuerdo una vez, cuando llegó un famoso
circo a Quito. Mi hermano vino con la cantaleta de
que fuéramos todos, porque allí se presentaba una
pizpireta (así le decía mamá) acróbata que él había
conocido en Manabí. Cuando la familia se disponía
a salir a algún maldito lado, nos preparábamos co-
mo para ir a la guerra, peor aún si era una invitación
de mi pulcro hermano. Los conejos nos bañábamos
por turnos, nos frotábamos hasta el cansancio, nos
poníamos una horrible agua de colonia, cremas ba-
ratas, etc., pero lo que no podían solucionar ni las
cremas, ni las brillantinas, ni los menjurjes, era la
rebeldía de mis cabellos. Digo rebeldía, hermanito,
-211-
para aminorar mi dolor, pero la verdad es que eran
unos hijueputas pelos que no se asentaban con na-
da, y que daban la apariencia de que mi cabeza es-
taba llena de alfileres negros, como si de por vida
estuviera asustado y loco. Mi hermano se burlaba
sanamente y me puso un apodo que lo repetían mis
hermanas, ecos de él, y a veces mi madre cuando la
desobedecía: Cerco de pencos, eso es lo que me decían,
cerco de pencos. Durante mucho tiempo, en el frío
de mis noches de infancia (en mi infancia siempre
ha llovido), me ponía una gorra de nylon, que me
fabricaba con las medias de mamá, y al otro día mis
pelos adormecidos empezaban nuevamente a des-
pertarse, a pararse, tanto que llegué a odiar los espe-
jos, las peinillas y los asquerosos ojos de toda mi
familia, que eran más hirientes que mi cerco de pencos.
»Bueno, pero esa noche íbamos al circo, y mi
hermano deliberaba con mi madre el asunto de mi
cabeza. No había ni una gorra, ni un sombrero, ni
una maldita cachucha. Finalmente, entre risas, deci-
dieron peinarme con agua de azúcar, un agua ama-
rillenta, densa, melosa, que me pesaba en la cabeza
pero que por fin dominó la aspereza de los cabe-
llos. En el circo, mi hermano me sentó a su lado y
empezó a explicarme algo de los hijueputas elefan-
tes. El calor que producían los reflectores, los gritos
de los payasos, el roncar estrepitoso de la motoci-
cleta de la muerte, la mierda de los tigres y los leo-
nes, los chocolatines que me daba mi madre a cada
momento, el contacto del brazo de mi hermano so-
bre mis hombros, la mirada de mis hermanas que,
como idiotas, investigaban mi cara, todo, me pro-
ducía un sudor asqueroso, unas ganas de morirme,
de meterme en la jaula de los leones y de terminar,
de una buena vez, con esa tortura inconsciente a la
que sometía a mis hermanos a causa de mi fealdad.
Los números se sucedían interminablemente, pero
siempre eran los mismos artistas disfrazados, hasta
los payasos eran los mismos equilibristas, como en
la vida, y en algún momento, mientras los tambores
-212-
sonaban para preparar el ambiente del salto triple,
mi madre regresó a mirarme por milésima vez y es-
talló en la carcajada más sonora y estrepitosa que
jamás haya escuchado, tanto que hasta ahora que
está muerta, la oigo, y me señalaba con el dedo, di-
ciéndole a mi hermano: “Pero, mírale amorcito, mí-
rale el pelo”. El asunto es que el agua de azúcar se
había empezado a secar y que mi cabello estaba ab-
solutamente blanco.
»La función se suspendió. No recuerdo hasta
cuándo duraron las risotadas, las explicaciones, las
conversaciones con la gente del contorno, los cu-
chicheos de boca en boca, los saludos de conmise-
ración, los ademanes de comprensión, los remedios
caseros, las anécdotas, las ridiculeces de los payasos
que se tomaban la cabeza y se cagaban de la risa, el
gesto de mi hermano, abierto al público, acaricián-
dome, diciéndome “pobre guambra”, dándome
palmaditas y enseñando al respetable sus preciosos
ojos dormidos, ojos que la funámbula besuqueó,
ante la admiración de todos, mientras nos acompa-
ñaba a la salida, con su minúsculo traje de luces,
colgada del brazo de mi hermano y entre el aplauso
general.
»Desde ese día y para siempre, no volví a salir
ni a la puerta de calle con mi madre o con mi her-
mano, y en el fondo de mi corazón les di por muer-
tos. Me corté el cabello al rape, con afeitadora
maestro, y me dediqué a la natación. El agua de la
piscina del colegio Mejía era helada, pero a mí no
me importaba un carajo lo que sintiera mi cuerpo,
y, luego de clases, a las cuatro de la tarde, yo me
metía en el agua y no salía sino cuando Don Beto,
el cuidador, me decía: “Ya muchacho, te vas a em-
panizar”.
»Hasta que él se enamoró como un cerdo, co-
mo un mariquita, se enamoró de una flaquita punti-
parada, maniquí, que estudiaba derecho internacional,
y que ya traía, desde el nacimiento de alta alcurnia,
el anillo de bodas como si fuera Saturno, la telita de
-213-
la virginidad como ofrenda, y unas pulseritas de oro
que tintineaban en los ojos tristísimos de mi her-
mano. Y fue una noche, una noche toda llena de mur-
mullos, cuando en medio de una de esas fiestas que
religiosamente armaba mi madre cada viernes para
exhibir su prenda amada, mi hermano, borracho
como una bicicleta, se acercó a mí, que bolereaba
con una de mis tías, y me ordenó que fuera a dejar a
su reina porque ya era muy tarde.
»Había que atravesar la Alameda y yo caminaba
junto a ella contento, entonando a ratos aquella
canción de Raúl Show Moreno que dice: “Río
Manzanares, déjame pasar...”, y estaba contento
porque en el colegio les habíamos dado una paliza
en fútbol a los de cuarto. Feliz, un poco cerveceado
con los restos de los vasos, valiente, me introduje
en la Alameda con mi tesoro a cuestas y mirando de
reojo el miedo pintado en su rostro de muñeca.
Cerca de llegar a la laguna, donde meses antes apa-
reció ahogado un estudiante comunista, la fulana
me tomó de la mano, y me pidió que no caminara
tan rápido. La noche era pesada, sin luna y sin es-
trellas. Yo sentí su mano helada y empecé a frotarla
delicadamente con mis dedos. “No tengas miedo”,
le dije, “ya falta poco”. En un momento, se paró en
seco, y me obligó a que mirara su rostro. Pálida, su-
dorosa, sus ojos adormecidos por el vino, me pre-
guntó: “Patito, ¿crees que tu hermano me ama?”
“Sí”, le contesté sinceramente, “él ama a todas”.
Seguimos caminando, su silencio se mezclaba con
la mortal oscuridad de la noche. Estaba llorando, yo
sentía que estaba llorando y mi alegría me obligaba
a aminorar el paso. “No llores”, le dije mientras la
invitaba a sentarse un momento en el pasto húme-
do, “te pareces a una artista de cine”. “A cuál”, me
dijo, enjugándose las lágrimas y viéndome vanidosa.
“A Dolores del Río”, le dije nervioso, huyendo de
su mirada. Me tomó de la cara con sus dos manos y
me obligó a entrar en sus ojos, fijándolos en los
míos con tornillos, y luego acercó su boca a mi me-
-214-
jilla y empezó a besarme agitadamente, con besos
pequeñitos, como los de los pájaros, hasta que en-
contró mis labios, mis labios olor a las primeras
cervezas, al primer lukystrike, mis labios resecos
por la edad y la inconformidad. Entonces fue la
eternidad. Los siglos pasaron por la noche, suspen-
diéndome, dejándome conocer la nada en la que
caminaba Dios, seguramente. El tiempo se tornó
desesperado. Su blusa desesperada, su falda mojada
y desesperada, sus muslos, y sus tetas, y sus uñas,
desesperadas, mi sexo, su vagina impenetrable, y
sangrante, y desesperada, llena de latidos luego,
como su corazón, como mis sienes, como toda su
carne, como el pasto y el rocío que se abría y nos
devoraba.
»Volví a este patético mundo cuando los pri-
meros rayos de la aurora empezaron a dibujar los
árboles, el agua quieta de la laguna, los rastros de
sangre sobre la hierbecilla sometida a nuestros cuer-
pos. Sentí la mano temblorosa de la novia de mi
hermano, sujeta a la mía, y recordé lo que él, emo-
cionado, le vino a contar a mi madre cuando la co-
noció: que una gitana, leyéndole la mano, y luego el
tarot, le había dicho a ella que tenía la línea de un
solo amor. Lo que mi hermano no sabía era que ese
amor terminaría siendo yo. Me sonreí mirando al
cielo claro.
»Lo primero que hice más tarde, fue contárse-
lo. Su bofetada sonó en todo el barrio, pero tam-
bién en todo el barrio empezó a regarse como
pólvora, el acontecimiento de su primera aflicción,
de la que no pudo recuperarse nunca, porque desde
ese tiempo se dedicó a la marihuana mientras mi
madre iba desapareciendo, encogiéndose de triste-
za. No volví a ver a la noviecita y dejé, para aumen-
tar la colección de mi madre, todos los asquerosos
recados que me enviaba.
»Creo que desde aquella noche otro Patitas me
habitó. Era como si me hubiera cambiado de rostro,
de cuerpo, de palabras. El mundo tenía un sentido y
-215-
ese sentido eran las mujeres. Qué importaba que
viviera la incertidumbre, si la incertidumbre era mi
luz. La incertidumbre era la mujer. Empecé enton-
ces a dominar las palabras y los ademanes, los ges-
tos y las miradas, los ritmos y los sonidos, las
manos y los labios, y bien podía pararse delante
mío la hermana Teresa de Calcuta, con el perdón,
que yo ya estaba sometiéndola a la tiranía de mi de-
seo. Creo que empecé a despedir un olor raro, un
olor apetecido por las mujeres, lujurioso, salaz. Mi
rostro también cambió, nunca más me corté el ca-
bello y un bigote incipiente afinaba mi lascivia. La
fama empezó a golpetearse en las esquinas del ba-
rrio, y las colegialas pasaban frente a mi casa, como
quien no quiere la cosa, pero con la morbosidad de
las perras en celo.
»Para darme un toque más grave, empecé a leer
los libros peligrosos, Niezstche, no, primero Vargas
Vila, Nietzsche, Miller, Sartre, y luego cuando entré
en la célula, Franz Fannon y el joven Marx. A la cé-
lula me llevó la Julieta, igual me hubiera llevado al
cadalso o al infierno, porque sus piernas eran como
un imán, ellas solas tenían temperamento. Los ele-
gidos nos reuníamos en un cuarto mugriento, sillas
de madera, libros, afiches de Lenin y de Trosky, un
telefunken que no servía para maldita la cosa, una
mesita, un reverbero eléctrico en forma de culebra
enroscada, unas cuantas tasas manchadas de café, y
claro, ella, la Julieta.
»Luego de las peroratas de los panas, de la fe
ciega que ponían en decirnos, a los más pollos, que
allí, en ese cuartito, empezaba a nacer la célula Au-
gusto César Sandino, que derrocaría a los milicos,
que inauguraría el parricidio, la vida nueva, la sub-
versión, el camino de Fidel, luego de todo eso, digo
yo, me quedaba con Julieta, ayudándola a poner un
poco de orden, para finalmente tirada allí, en pleno
suelo, manoseando como un poseso su maravillosa
rebeldía, su afán de justicia y de igualdad, sus pe-
chos firmes cuyas puntas empezaban a inyectarme
-216-
esa droga que me transportaba al otro mundo. Era
grotesco pensar que tras esas paredes iluminadas
constantemente por la luz de su inteligencia, de su
cuerpo y su deseo, existía el mundo real, la necesi-
dad de trabajar, de estudiar, de combatir, de tener
miedo, de soportar la infamia de los hombres. Pero
ya por Julieta (a los dos o tres meses de mezclar la
política y la lujuria, con una desfachatez que a mí
mismo me asombraba y me avergonzaba), empecé
a darme cuenta de la verdad de aquella máxima
irreversible de que todo lo que dura se acaba, todo
lo que dura se empieza a descomponer, a podrir, un
plato de comida, una flor, un pedazo de queso, un
hombre, un amor, un cadáver, y empezaba agitado,
angustiado, a olfatear entre las militantes o entre las
amigas de mis hermanas, algunos ojos nuevos, una
nueva mirada, un nuevo cuerpo que aplacara mi
impudicia.
»Me mataba el pensar que la amante de turno
comenzara a hacerse predecible, cotidiana, recupe-
rada quizá de aquellos originales conflictos que eran
mi rompecabezas, mi pasatiempo favorito, la manía
permanente que sentía de ir armando, descifrando,
el reloj descompuesto de su desequilibrio, de su so-
ledad.
»Fue por ese tiempo que empecé a sentir la aje-
nidad. A eso te lleva este vicio, a sentir la ajenidad.
Todo es ajeno. Todas las personas son ajenas. To-
das las cosas son ajenas. A duras penas me perte-
nezco a mí mismo por ese cordón umbilical que
tengo en el cerebro. La ajenidad es también el signo
de nuestro tiempo, como la mediocridad o la codicia.
»Esa ha sido mi mayor desgracia, no poder
permanecer mucho tiempo con ninguna mujer, y
peor aún, ninguna mujer ha podido soportarme,
ninguna mujer ha querido seguirme a este abismo
de fatalidad, a duras penas trinarme, acompañarme por
un rato, como dice la mona Carmen, hasta que se
han dado cuenta de mi inconsistencia, de mi debili-
dad.
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»“Eterno peregrino de cloacas”, me decía al-
guien que no hay cómo nombrarla, y yo me ponía
tristísimo, al borde de las lágrimas, aunque ya sa-
bemos que nadie es más insensible que la gente sentimental.
He aprendido a manejar mi debilidad, mis traumas
de infancia, me he vuelto un manipulador, hermani-
to, y cuando se descubre mi descalabro, mi vacío,
saco a relucir la otra cara, y soy el pobrecito, qué
pena. En realidad soy un hombre asqueroso, un
drogadicto, y eso no es un hobby sino un asunto
que dura todo el día.
»¿Será verdad lo que pregonaban antes? ¿Será
verdad aquello de que en el principio de los tiem-
pos había un solo ser, el andrógino, y que luego se
dividió en dos? ¿Será verdad que el amor es la nos-
talgia que tenemos de volver al andrógino? Es pro-
bable, porque muchas veces, asediado por la culpa,
he pensado que la mujer total, la ideal, la que he
buscado como un demente, está agazapada en el
fondo de mí mismo. ¿Te das cuenta cómo, apenas
te hablo de griegos y ya me salta la tragedia?
»Prefiero entonces contarte lo de la negra, la
peladita que vivía al final de la Asunción, donde la
avenida se perdía y empezaba el tugurio de San
Juan. Al principio, cuando tenía diez años apenas y
servía en casa de los Zurita, nadie la miraba, ni
Dios. Sólo yo la trataba dulcemente, le regalaba pan
de leche, un poco de pinol, bolas de maní. Pero
cuando fue creciendo, su cuerpo se convirtió en
una filigrana que estremecía la calle. Entonces em-
pezaron a reparar en ella, y hasta vos me dijiste una
vez, cuando hablábamos de su puta miseria: “Pero
hermanito, con esa cara y ese culo, ni qué lámpara
de Aladino”. Y Aladino fui yo, que poco a poco fui
sacando las cosas de valor que había en la casa, y
entregándoselas para que las vendiera en la Plaza
Marín. La llevaba a la quebrada de Miraflores, y me
la comía a besos como si se fuera a acabar el mun-
do, mis manos eran peces azules en sus nalgas que
tenían una piel de eternidad, como la de los tambo-
res africanos.
-218-
»De ella pasé sin pena ni gloria, porque al rato
sus patrones se la llevaron a vivir al Guayas y yo tu-
ve que reconfortarme con la gringa, que en verdad
no tenía un carajo de nalgas, sino los ojos más azu-
les de la tierra y el cielo. No sé por qué a ella le te-
nía ternura, sentía ganas de protegerle. ¿Te has dado
cuenta que las gringas son huérfanas desde que na-
cen? Pero ¡qué va!, ella me pagó con la moneda que
yo había puesto en circulación, la moneda de la in-
constancia, de la infidelidad, y alguna noche de fa-
rra en casa de las locas Pérez, al Gálvez le dio por
bailar con el torso desnudo, exhibiendo sus múscu-
los al reviente, y la gringuita se olvidó de mí y em-
pezó a bailar con él, contra la pared, un set entero
de Felipe Pirela, transpirada de deseo, con los ojos
más azules que nunca. Era bella la gringa. Tú has
visto una espiga de oro, una espiga en el campo,
cuando el sol cae ya de una manera delicada sobre
las ramas floridas, en junio, pues eso, ella era una
espiga dorada por el sol de junio, una espiga moja-
da ahora, irreconocible, habitada por demonios.
»Nunca la perdoné realmente. Es decir, en el
fondo de mi corazón nunca la perdoné. Yo ya era
viejo en estas lides, y perdonarla hubiera sido humi-
llarla, avergonzarla, dejarla sin culpa, sin nada. Yo la
quería mucho como para hacerle la canallada de
perdonarla. Además, ¿perdonarla de qué? Al otro
día me regaló un reloj Lecoutre y una pistola Luger-
07 automática, que se había afanado de su padre,
pero ni eso sirvió (aunque todavía los conservo), y
con el rabo entre las piernas decidí volver con la
pecosa Carrión, con quien siempre volvía a curarme
el amor propio. Ella me propuso ir a Loja a cono-
cer a sus padres, y yo, sensible como estaba, no so-
lamente que acepté sino que en el viaje le ofrecí de
todo para aligerar mi corazón, le pedí que nos casá-
ramos, le juré por su madre santa que nunca más, le
prometí una media agüita llena de niños y una pe-
rrita que se llamaría Laika, en honor al primer ani-
mal, que, como yo, estuvo en la luna.
-219-
»Pero apenas llegamos a su casa de Loja, yo ya
empecé a oler síntomas de desgracia, y todo mi
cuerpo empezó a liberarse de su cárcel desde el
momento en que su hermana me clavó en el suelo
con su mirada. Tenía algo de bestial, de otro mun-
do. Te miraba, y tú te sentías en la cochinchina, y
tenías ganas de esconderte. Cejas unidas, ojos de
cristal de noche, pecas a montón y una nariz ador-
nada con una argolla y que miraba permanentemente
el cielo. El novio, con mucha razón, pasaba cosido
a su mano, parecía que se lo habían pegado, que
llevaban esposas invisibles, como las que les ponen
a los criminales (te has puesto a pensar por qué se
llamarán esposas), pero lo que él no podía aprisio-
nar era su mirada, y su mirada me tenía agujereado
todo el cuerpo, hecho una calamidad. Alguna vez
fuimos a Vilcabamba (Paréntesis: al cruzar Vilca-
bamba el negrito Alvear me dijo algo que hasta
ahora me produce risa: “Nunca te cases con una
mujer de Vilcabamba”. “¿Por qué?”, le pregunté,
presintiendo su respuesta. “Porque te ha de durar
mucho”, me dijo y se echó a reír). En el río Ushima
yo propuse que nos bañáramos. Y claro, allí fue.
»Entre la luna, la pomarrosa y el níspero. Bastó
alejarnos un poco, inventarnos algo para perdernos
entre las enormes piedras, resbalar nerviosos y agita-
dos, para fundirnos en algo que no se llamaba amor
sino locura. Más tarde, perro apaleado (la metáfora
es siempre un encubrimiento), asqueroso salvaje,
me sentía tan indigno como cuando en la escuela le
robaba las indulgencias al Chino, y al final de mes
tenía mejor calificación que él, en conducta. No te
alargo el cuento porque estoy muerto, pero mi novie-
cita se enteró de todo, y luego de ataques, desmayos,
puteadas, promesas, bofetadas, suicidios fracasados,
me obligó a afiliarme, ¿así se dice?, a una secta cris-
tiana, en la que tenía que confesarme todos los
viernes. La desgracia es que ellas pertenecían a la
más rancia aristocracia de Loja y era vox populi mi
compromiso con ella. Me atormentaba entonces la
-220-
confesión, y cada viernes tenía que buscar otro cu-
ra, porque el pecado (cada vez más secreto) seguía
siendo el mismo. Hasta que se me acabaron todos
los curas de Loja y yo tenía que buscar pretextos
para irnos a confesar a los pueblos cercanos: Mala-
catos, Celica, creo que hasta a los Llanganates, pero
igual, mi pecado siguió incólume, gracias a Dios,
hasta que tuve que salir pitado porque a la hermani-
ta se le habían apagado los ojos y daba muestras de
manía persecutoria obsesiva. Antes fui al parque de
Jipiro, donde se habían dado nuestros juramentos
de amor eterno, a recordar con envidia y dolor
aquella maravillosa historia, que era ya una leyenda
entre los pobladores, de Miguel Carpio, aquel viejito
de ciento treinta y seis años, que cada onomástico
le daba serenata a su adorada Emperatriz Luzuriaga,
con la misma guitarra vieja y descolorida, con las
huellas profundas de esos dedos sarmentosos y di-
chosos de fidelidad. Triste, me levanté del banco, y
frente al monumento al Capitán Don Alonso de
Mercadillo, derramé una lágrima por mi inconstan-
cia y mi mala fe.
»Así es mi viejo, como te cuento, mi única vo-
cación han sido las mujeres, mi vocación y mi ruina.
Nunca sabré el porqué. Apenas leves indicios, im-
perceptibles roces con Freud o Jung, presentimientos
fugaces, como luces fosforescentes que irremedia-
blemente son apagados por el interruptor de mi
cobardía. Miedo, mucho miedo, miedo al caballo
del insomnio, miedo a la almohada que habla, mie-
do a que me pesque solo, a que me grite, a que me
deje desprotegido y en huesos. Creo que toda mi
vida me he sentido tan desolado y huérfano, tan
cobarde, que pienso que me he volcado a escribirte
únicamente para inventarme un pasado, para buscar
una memoria, para dejar una huella, una llamada,
algo que diga que mi angustia ha sido perdurable...
»“Militante del pubis”, me decía la Lorena, la
secretaria de propaganda del partido. Por ella entré
a la cancillería un par de meses, y por ella conocí a
-221-
la colombianita. Una niña de quince años que ya le
entraba a todo. Una noche, en casa del Pancho y
mientras los almidonados se dedicaban al póker y a
las divagaciones sobre una eventual conflagración
con el Perú, yo me acerqué, correspondiendo a su
mirada sugestiva, incitadora, y le dije: “Sardinita, pa-
lomita, saque el chicle de los ojos”. Creo que eso
bastó, porque riéndose a carcajadas me llevó a su
recámara, quiero decir a su dormitorio, y empeza-
mos a ver revistas de cine y a fumar un chafo hasta
que mi mano hizo contacto con su pubis angelical y
ella fue abriendo el encaje de su enagua que, hay
que reconocerlo, era lo único almidonado entre los
dos.
»Su tierna edad me producía vértigo (aunque ya
se sabe que hay infancias que empatan, no importa
la edad), pero más vértigo y morbosidad me produ-
cía su precocidad, su desenvoltura, su maravilloso
tono de voz, su dialecto caleño, que sonaba en mis
oídos como música del séptimo cielo: “Ay mijo...”
(cuando podía ser su padre) “¡Ay, oiga niño, hága-
melo por el otro lado, que ese lado es sagrado!”
Como dice una canción brasileña: cara de diablo, nal-
gas de bebé...
»Su padre era ecuatoriano desgraciadamente,
director de protocolo, yo lo conocía muy bien y por
eso no sentía ningún remordimiento. Cuando tú
conoces de cerca a los hombres, o vomitas o los
abofeteas. La vileza que hizo con don Remigio (el
escritor, el padre del Zapata), me marcó para siem-
pre. Aprovechando la pobreza del santo viejo, le
compró una novela inédita sobre la historia del ca-
cao, y la publicó con su nombre, elevó su status y
fue nombrado agregado cultural en Pasto. Al viejo
Zapata también lo desprecio, pero ya se sabe que
en nuestro país los escritores son invisibles, para la
gente, para el Estado, para el poder, e irremedia-
blemente se mueren de hambre, entonces se vuel-
ven como las putas, venden su cuerpo y su sangre a
una oficina, a un sueldo, a un gerente de mercadeo,
-222-
a un mercachifle. No, no me arrepiento de nada,
más bien me festejo cuando recuerdo ese culito de
quince años, por donde había pasado el kama sutra.
No sé por qué me separé de ella. No lo recuerdo.
Quizá por la remota posibilidad de llegar a conver-
tirme en un socio más del Quito Tenis. De todas
maneras, a la sardinita la casaron un año después
con el maestro Antonio, un prospecto de poeta que
por ese tiempo andaba por las nebulosas de la so-
ciología y que ya tenía una cuenta muy larga (me
consta) en casi todos los bares de la universidad
(aunque no lo creas, yo también entré a darme un
bañito de mediocridad en ese templo). Le regalaron
un departamento en la González Suárez, un auto-
móvil de lujo y un frac con zapatos de charol in-
cluido. No pudo seguir con la poesía pero en
cambio se convirtió en un gran adulador de palacio,
y tuvo gemelos a los cinco meses de la boda.
»Así ha sido, hermanito, cien mujeres han pa-
sado por mi vida, mancilladas, humilladas, atacadas
de histeria por mi simultaneísmo, por mi capacidad
maldita de amar a tres o cuatro a la vez, pero ama-
das, diferenciadas, respetadas, dar todo mi amor
con cada una, lo mejor de mí, los sentimientos más
nobles, más sinceros. Cuando, por una casualidad o
descuido, me veía con una sola mujer en mi cora-
zón, empezaba a sentirme más triste e inseguro que
un sordo. Muchas de ellas empezaron a engrosar las
filas del feminismo, a escribir artículos sobre este
machista hijodeputa, heridas por mi desdichado
afán de libertad, y te digo desdichado, porque bas-
taba que yo viviera una semana con alguna mujer,
para empezar a sentir los barrotes, para tener esa
pesadilla recurrente en la que unos seres extraños
me cubren los ojos, la boca, los testículos, con pe-
gajosas cintas negras y me atan al palo mayor en
una plaza pública, donde me lanzan piedras y me
escupen y me golpean, hasta que llega mi madre, y
con sus manos tibias, empieza a despegar los cili-
cios.
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»Asustado de mi edad, voy sintiendo que lo
que soy no me alcanza para vivir, la culpa acumula-
da me ha neurotizado y el suicidio me guiña des-
pués de cada coito deslumbrante. Asustado de mi
edad, sí. Más que a Cristo compadezco a Casanova,
su crucifixión en los clavos de la vejez y la impo-
tencia. Peor para él, seguramente, porque Casanova
era puro esperma, no comprometía su cerebro ni su
corazón en la aventura, apenas una sutil eroticidad
que detectaba la poesía de la piel, un sacerdocio de
la sensualidad donde no entraba para nada ni la
sensiblería ni la mojigatería. Una comunión de los
cuerpos. Una liturgia. Una oración.
»A veces he pensado si no seré yo un santo,
¿un monje de las cloacas?, ¿un redentor del pubis?,
¿de la libertad sensorial?, ¿un adelantado? La pala-
bra libertino debe provenir de libertad.
»Con Don Juan la cosa era diferente. Don Juan
Tenorio era enemigo de la mujer. La despreciaba,
sólo la buscaba para mancillarla, desflorarla, única-
mente le interesaba el hecho diabólico de la humillación,
la necesidad enfermiza de desenmascararla, de des-
cubrir y evidenciar su fragilidad, su servidumbre
carnal, así lo leí asombrado en el libro de Zweig,
que compré para buscarme, pero del cual salí más
desconsolado, porque yo solamente quería querer-
las, amarlas hasta el punto de morirme.
»Miraba a mi alrededor y a mi alrededor el
amor se desprestigiaba: a mis tías les pegaban sus
maridos, mi prima Martha se casó con un capitanci-
to que le obligaba a hacer instrucción militar todas
las mañanas, a mis hermanas las llenaban de hijos y
luego huían despavoridos, mis sobrinos tienen más
apellidos que la guía telefónica, los grandes matri-
monios de mi pobre hermano (tres hasta aquí) han
terminado siempre en la comisaría. El afecto, el
amor, era sujeto de Derecho, imagínate. Y a propó-
sito de Jurisprudencia, yo entré a estudiar esa cana-
llada. Solamente lo hice por darle gusto a mi madre
(que ya se había muerto), aunque yo sabía que, como
-224-
en el tango, ese era un Derecho viejo, un Derecho
al servicio de los poderosos, porque aquí también la
justicia ha sido más peligrosa que los criminales y la
ciudad de Quito, bella y pacata en otros tiempos,
empezaba a cubrirse con ese manto de infamia, to-
do el país empezaba a podrirse, el barrio ya no exis-
tía, las casas se volvieron prisiones de paredes altas,
indignas de la vida, barras de hierro en las ventanas,
alarmas, vigilantes cada cuadra, se visitaban por te-
léfono. Un nuevo monstruo iba creciendo desde la
mitad del mundo: la corrupción, el robo, la perver-
sión burocrática, la epidemia de la coima, y hasta tu
padre te pedía dinero para tramitarte la cédula de
identidad. Los ex-revolucionarios, compañeros de
banca, de ideales, de amores, se unían a los podero-
sos, levantaban enormes empresas con doble con-
tabilidad, con doble discurso. Los nuevos ricos
dictaban leyes, ponían diputados, compraban ma-
gistrados, sacaban a sus familiares de los manico-
mios y los nombraban ministros. Los candidatos se
vestían de payasos, bailaban y cantaban en las tari-
mas, practicaban el strip-tease, se arrastraban por
los suelos, besaban la mierda de los niños meneste-
rosos, se casaban con putas. Todo por el poder. Un
nuevo y misterioso comercio apareció: el estudiante
de la esquina vendía sangre; el de más allá comer-
ciaba polvos embrujados contra la pobreza, la joven
Anita salía del colegio directamente al salón de ma-
sajes, la señora Carmela vendió su riñón, el doctor
Rodríguez traficaba con niñas recién nacidas. Todo
el pueblo empezó a espantarse de su miseria y a in-
ventarse una desquiciada forma de vivir, de sobre-
vivir. Una violencia espejo de la brutal violencia del
Estado, una ratería ídem. Las mujeres se acostaban
por un toque de coca, por un par de aretes, por un
saco de lana. El amor andaba parapléjico por las ca-
lles, las personas acezantes, alertas, para pescar a al-
guien, a cualquiera, que le ayudara a cruzar, a cruzar
tan sólo, el temor de la noche.
-225-
»Por aquellos tiempos, que duran hasta ahora,
me empezaron a dar los ataques de abstracción.
Sentía que me iba del cuerpo y de la mente, estuvie-
ra donde estuviera, me iba, no estaba, no escuchaba
nada, no existía, estaba fuera, no me importaba. Las
reuniones, las fiestas, las charlas, me enfermaban,
los compañeros empezaron a aislarme porque no
me salían las palabras, hacía un esfuerzo enorme
para estirar la mano, para caminar, y en la facultad
los profesores me trataban como a un tarado. Sólo
Teo, el amigo leal, permaneció junto a mí siempre,
tratando de sacarme de ese marasmo, de alentarme,
de inventarse alegrías, ganas de vivir, y me llevaba a
su departamentito para que estudiáramos el código
civil.
»Pero yo no podía estudiar el código civil, ¡mal-
dita sea!, porque su esposa era la imagen patética de
todo lo que yo, con tanto dolor y angustia, había
buscado durante toda mi vida. Llevaban un año de
casados y ya se empezaban a percibir los gestos del
tedio, la sensación de pereza con que mira el uno al
otro, los ademanes domésticos de la rutina, la des-
gracia de despertar juntos luego de atravesar el
campo de batalla de la noche. Yo era, entonces,
como el hada madrina que les proporcionaba un gi-
ro a su aburrimiento, una bondadosa presencia que
les ayudaba a ahuyentar el esplín. Un giro que em-
pezó a ser diabólico porque ante cualquier palabra
que yo echara a rodar por el cuarto, ella reaccionaba
en cámara lenta, como los felinos, con unos movi-
mientos tan plásticos que, luego, durante toda la
noche, cabalgaban en mi cerebro con una parsimo-
nia desesperante, cada vez más desesperante, cada
día más desesperante. Una vez, mientras Teo fue a
comprar tequila para preparar un coctel de su in-
vención, me contó el sueño del camello. Iba mon-
tada en un camello por toda la ciudad y en su
recorrido se sentía más alta que los pasos a desni-
vel, que los edificios, que los árboles más altos, aca-
riciaba dulcemente la jiba del animal mientras
-226-
buscaba algo, alguien, hasta que lo encontró ador-
mecido, en el balcón de un palacete.
»No dijo quién. No dijo más nada, pero ese fue
un primer indicio para desarrollar mi infamia. Lue-
go, en un paseo a Rumicucho, en el momento en
que mágicamente nos habíamos separado de los
demás, mientras el viento agitaba sus cabellos mur-
ciélagos, me preguntó: “¿Cuál es tu mayor agonía?”
“No sé”, le dije un poco pasmado y proseguí con
tristeza, “mi agonía se esconde en el reloj, mi agonía
es el tiempo en que ya no podré amar”. Me miró
lánguida, embrujada, como en el sueño, su cuerpo
habitado seguramente por todas las energías del lu-
gar, transformada, puso su dedo del corazón entre
mis labios y balbuceó: “No hables de amor, ¿no ves
que esa palabra hace ruido?”, y luego sacó de su
bolso folklórico unas esferas de cuarzo, que se las
habían traído de China con hexagramas pintados
del I Ching, y que ella había lavado y luego expuesto
al sol, en el Aguarico, para dármelas cargadas de
energía: “Para cuando estés desolado”, me dijo, “só-
lo tienes que frotarlas entre tus manos...”
»¿Había pues, llegado al fin de mi calvario? Me
sonaban en el cerebro las palabras que alguna vez,
en la cantina del chulla Pérez, lleno de cerveza y ro-
kolería, me dijo Teo: “No hay nada, hermano, nada,
ningún sentimiento en esta puta vida, que se com-
pare a la amistad...”
»Pero los caballos estaban allí. La vida con sus
caballos desbocados de deseo, me llevaban a ella,
me llevaron a ella. Su piel me martirizó desde la
primera vez que nos amamos, una piel inventada
por Dios, con extractos de limón y cachalote, con
secreciones de lujuria mojada en vegetales. Su piel
era exactamente como la de los gatos: cuando dor-
mía (minutos, segundos, en piezas empapeladas de
amor clandestino), cuando dormía, digo, ronronea-
ba en un plano metafísico inalcanzable, pero cuan-
do despertaba era lo más vivo que hubiera parido la
humanidad, y cada poro de su cuerpo contenía la
-227-
sabiduría de la forma y el movimiento, y mientras
se perdía nuevamente en el paroxismo de su deseo,
alcanzaba a decirme frases que, no sé por qué, me
recordaban a mi madre, frases como esta: “No im-
porta, Patito, lo que te hagan por afuera, cuida que
no te lo hagan por adentro...”
»Desnuda, era para mí como un recuerdo de
adolescencia. Yo le pedía a cada momento que se
levantara, que caminara un poco. Los hombros le-
vantados, los brazos en bandolera, las piernas un
poquito para adentro, frente al espejo, regresando
su mirada hacia mí, coqueta, ruborizada, casi infan-
til, tomándose con sus manos las caderas, enseñán-
dome su lunar, caligrafía sensual, los pelos oscuros
de su vientre donde mi lengua había dejado una
pertinaz huella humedecida.
»Muchos intentos hice —lo juro ante la muer-
te— de sacármela de la cabeza, pero cada intento
me acercaba más, me obsesionaba más. Dejaba de
verla durante días, pero regresaba a ella con la an-
siedad del dipsómano. Para huir de su espantoso
atractivo de lujuria yo me decía: “Ella orina, come,
defeca, como todas”, pero eran vanos los intentos.
Apenas la veía quedaba bajo su hechizo. Mi padre
Nietzsche (¡quién más!, yo no tuve padre), decía:
“¿Vas con mujeres? No olvides el látigo”, y claro,
yo lo llevaba, pero para que ella me latigueara como
quisiera. Me disfrazaba de Chaplin, de Elvis Presley,
de Cantinflas, para que siempre le pareciera otro,
pues ella estaba enferma de rutina, y me tomaba
yerbas de mucuna, feronia o guayusa, para estar a la
altura de su recién descubierta sexualidad, pero a
ella le bastaba con el afrodisíaco más grande del
mundo: la palabra. Le gustaba que yo le hablara
vulgaridades, palabras obscenas, que le remitiera a
ese mundo burdo, pesado, salaz, de la putería. Le
gustaba también que le platicara de mis otras aman-
tes, y, a veces, me decía con tristeza: “Cuando te
hagan falta otras historias me dejarás e irás en su
búsqueda”. Y yo le decía que sí, que claro. Pero fue
-228-
ella la que me dejó. Teo y ella desaparecieron un
día, yo había ido a las Galápagos con un grupo de
alemanas (todas enormes y desarticuladas) y cuando
regresé no los encontré. Ni un papel, ni un teléfo-
no, ni una maldita, pequeña, ínfima noticia.
»Asquerosamente solo, encarcelado en la culpa,
sin metas, sin patria, sin familia, sin amores, sin
amigos. ¿Para qué vivir, no crees?
»Lo único que tenía por delante era mi pasado.
»No tengas pena de mí. Mi cuerpo contiene las
huellas del amor. Es todo. Más tarde, cuando ter-
mine esta cerveza, me acercaré al cajón del velador
y tomaré la Luger 07 que me regaló la gringa. Iré
por última vez a la Alameda, aquel parque de mi
adolescencia, y junto a la laguna donde apareció
ahogado un estudiante comunista, escribiré con mi
dedo en el aire: “Mamá...”»

-229-
Regálame esta noche
«...retrásame la muerte...»
Lucho Gatica

sí, preciosa, es un motel, algo como un hotel


pero sin h, es decir sin sonido, silencioso, eventual,
fugaz, como quien dice; sí, es el primero en la ciu-
dad, no, no se está prostituyendo, la ciudad no se
está prostituyendo, no exageres, son los años sesen-
tas, está creciendo nomás pero ya no pienses en eso
y deja de espiar por las puertas, no toques los boto-
nes, ese es el timbre, vamos, desvístete, sí, es un bo-
lero, ¿de quién?, creo que es felipe pirela, no,
venezolano, para vos todos los buenos son cuba-
nos, sí, de la esquina, allí arriba ves el parlante, ven,
ven, déjame acariciarte, sí, más tarde, recién esta-
mos en abril, todavía hay tiempo, lo escribiremos
más tarde, deja de caminar por favor, para qué has
traído el libro, dame acá, pero ¡qué va! pones ojos
de ardilla, de las que vi en chicago trepándose a los
árboles frente al ruido asqueroso de los hombres,
negra miedosa, maricona en plenos sesentas, buscas
pretextos, palabras, recuerdos y seguramente te está
doliendo el estómago, la cabeza, las pestañas, las
-230-
uñas, por no enfrentar tu esencia y empiezas a char-
lar, a buscar en el lenguaje de la perorata, el escudo
que te tape el vientre, las ganas, el deseo, a plati-
carme cosas que yo creo que están un poco más allá
de tu realidad, que son mentira, pero tú dale y dale,
sigues sosteniéndote en lo mismo, con un afán des-
gastado de hablar siempre de lo mismo, que las
contradicciones y la clase obrera, apabullándome un
poco, a mí que en este momento estoy desnudo,
entonces te digo que te dejes de vainas y te dedi-
ques a lo que vinimos, quiero decirte también que
tengo frío y que de tanto oírte sobre las hojas vo-
lantes se me han volado las ganas, y ahora será difí-
cil que anime a este inanimado compañero que yace
en el centro de mí, como si dijéramos a la expecta-
tiva, esperando una provocación explícita que no
llega, porque tú sigues tratando de clarificarme lo
que piensan los maoístas de tu facultad, diciéndome
que ellos no piensan nada y que ustedes sí, que us-
tedes tienen la verdad, que el socialismo, pero ne-
grita, a qué vinimos. porque está bien que tengas a
lenin de libro de cabecera pero eso no quiere decir
que lo tengas también en mi cama, aquí no cabe-
mos tres, a la final nos vemos cada nunca, está bien
todo, como tú quieras, como tú digas, la izquierda
tiene cincuenta y cinco fracciones, no era eso lo que
pensaba marx, aficionada, y ahora tengo frío, por lo
menos déjame unas cobijas y no escondas la cara,
no, nadie nos espía, es el parlante, no, esa es una
ventana por la que yo tengo que pagar cuando sal-
gamos de aquí, no, no parece un establo, es un mo-
tel, el primer motel de la ciudad, ya te dije, y es lo
más simple del mundo, no hay caballos, ni espías,
ni nada, solamente hay gente que se hace el amor,
gente que se ama, aunque sea un momento, tampo-
co estoy agitado pero creo sin embargo que es sufi-
ciente, qué te parece si pido dos tragos más
mientras tú redactas la hoja para el primero de ma-
yo, pero cúbrete un poco, allí en mi saco hay un es-
fero, espera te voy a pasar papel higiénico, no, no
-231-
se borra, tienes que doblarle en varias partes, yo he
escrito allí algunos poemas, cúbrete, ahora ya no
hay cómo hacer nada, estoy diseminado, tránsfuga,
helado, desgraciado, cohibido, ajeno, viejo, pero si
no estoy haciendo ruido, además, qué importa, ja,
tu sonrisa desnuda es tu mejor sonrisa, vestíte, ves-
títe, vamos, me estoy emborrachando, entumecien-
do, entristeciendo, encasquetando, y ahora que se
ha ido la luz te atreves a tocarme, a deslizar tu ma-
no de terciopelo, ahora me besas, pasas tu desnu-
dez sobre mi barba como el viento sobre el trigo,
me besas en el pecho y te dejas mirar. no sé por qué
me siento arrinconado y creo que peleo con al-
guien. con gran esfuerzo mi viejo amigo responde a
tus caricias, luego cabalgas sobre mí, eres una ama-
zona a trote lento, no sé por dónde haces nudos,
me pones zancadillas, te viras nuevamente, reptas,
tu lengua lengüetea, gime, te bajas del caballito y
otra vez tus ojos atónitos, lúbricos, te tapas de los
pies a los cabellos y dices algo sobre preservativos,
sobre hijos abandonados, pero yo no tengo, yo no
uso, yo no quiero, son como las flores de plástico,
¿te gustaría que te regale un girasol de plástico?,
¿qué te bese con una lengua de plástico?, y bueno,
la sociedad, claro que está mal hecha, pero todo es-
tá mal hecho, y dios, dejé de creer en dios el día de
mi primera comunión, entonces no te parecería si
por lo menos esto lo hacemos bien, sí, a mí me da
mucho dolor ver tanta gente pobre, ¿cuántos?, yo
qué sé cuántos pero me imagino que muchos, mi-
les, sí, millones, mientras los dos estamos aquí, pero
tú ¿quisiste o no?, bueno, si por lo menos hubiera
luz, cuando se acabe la vela nos vamos, igualito,
claro, como en el doctor zhivago, sí la vi, la vi dos
veces, sí, yo también creo que estaba mal planteada,
la amante se parecía mucho a mi mujer, y lo que el
viento se llevó, nada, una porquería, solamente el
color, ¿qué tipos no?, son unos puercos, y viste
cómo asoman esos negros elegantísimos, hijos de
puta, nos dan en pastillas lo que les da la gana, no te
-232-
alteres, yo también creo eso, burgueses de mierda,
quién eres tú, quién eres, los manotazos de luz te
rozan la espalda, tienes espalda de ladrón, de esos
ladrones delgados y tortuosos que se meten por las
varandas de las residencias, no, un hijo nunca, y
ahora qué hacemos, aquí venderán, ¿no? no, aquí
no venden, tus manos alargándose hacia un deseo
que no encuentra respuesta, pero no, no es mi
complejo machista, sí, los mejicanos sí, méjico para
los mejicanos, cuando yo estuve, estuviste en tlate-
lolco, no, esa matanza. tu escalofrío hace contacto
con el cigarrillo que por enésima vez se consume
como esta época de consumo, si lo mismo, tú tie-
nes razón, nos obligan a comprar majaderías, no
aquí no venden, en definitiva nos obligan a venir
acá, qué carajo, cuando se acabe la vela nos larga-
mos, pero vámonos a ver cómo se apaga, lo pusiste
en el rincón más distante, ven aquí, arrodíllate así,
no, no, pon los pies así, sí, yo tengo uno o dos li-
bros sobre eso, te pueden servir, creo que explican
el derrumbamiento económico de alemania después
de la segunda guerra mundial, no antes, no, yo no
me baño con este frío, pero el agua está caliente,
vení, y bueno pero no puedo mojarme el pelo. ma-
má. tómate este trago te puedes resfriar, pero eso
¿ya no lo dije?, qué te pasa, no, no preguntes así,
qué no te pasa, por qué me pasa todo, me sucede
todo, me aplasta todo. sécame la espalda, no, ese es
lunar, déjale tranquilo, no hay como sacar, lo tengo
desde chico, te digo que no, eso duele, apagá la ve-
la, vamos.

-233-
Un siglo de ausencia
«En la multitud busco los ojos
que me hicieron tan feliz...»
Los Panchos

Cuando Greta Garbo decidía retirarse del cine,


yo nacía. Es decir que por los benditos años sesenta
ya la tuve en mi cama unas cuantas veces. En sue-
ños, claro, pero ¿acaso los sueños desprestigian la
realidad? A medida que pasa el tiempo uno va
confundiéndolo todo, y los que hemos sido po-
bres de desafíos, recordamos más los sueños que
las realidades, como ahora en que, tratando de es-
cribir el cuento del Camarada Humo, ese perrito de
ceniza, me voy hundiendo en otras soledosas me-
lancolías.
Es raro, pero en la edad que tengo, en la que
casi todos los lobos se han acostado, lo único que
me sale al papel es solamente memoria, nostalgia.
¿Será que en los noventa ya no pasa nada en el espí-
ritu? Parecería que la vida resbala hacia el pasado,
ese pasado cada vez más vertiginoso, como más
cercano; el pasado es ¡ya! Ahora, ¡carajo! El pasado
es la palabra ¡carajo!, que acabo de poner hace un
-234-
instante, y me embarga la nostalgia, quiero decir:
me embargó, me embarga, me embargó.
Es que la memoria es el único laberinto que no
tiene salida, pero también es la guerra de guerrillas
contra el olvido, y yo, en las noches, me aparto un
poco del cuerpo tembloroso de la flaca, desenrollo
la cobija del recuerdo, y vuelvo a vivir lo que ya está
muerto. Al otro día ella no entiende la luminosidad
de mis ojos y ese cuerpo mío que salta de la cama
canturreando un bolero y luego se mete a la ducha
a lavarse el pasado.
Y mi recuerdo ahora estaba centrado en la fi-
gura de María, la mica del piso de arriba, cuando
vivíamos en lo del Guido Longo de puro milagro, o
mejor, cuando vivíamos de puro milagro en lo del
Guido Longo. Milagros de mamá claro, porque pa-
pá marchó con el fuete hacia otra parte, la mica del
piso de arriba, que tenía la boca más perfecta y los
pechos más olorosos de este perro mundo.
Esa noche precisamente, María cumplía veinte
años, porque había nacido pisándome los talones,
pero nuestra célula tenía que pintar pancartas y mu-
ros, y agitar a los moradores del barrio de La Tola,
recordando lo que había pasado unos años antes,
por ese mismo junio, en el gobierno de un borra-
cho encopetado, quien había decretado el imperio
de la ley militar, para asesinar legalmente al pueblo
guayaquileño. Murieron miles de compatriotas, y
este señorito dijo días después que lo más representati-
vo del país y de la prensa ha aplaudido esta matanza de
unos pocos hampones, mariguaneros y prostitutas, en nombre
del orden, la tranquilidad y la seguridad nacional. A esa
prensa y a lo más representativo del país era a quie-
nes nosotros íbamos a enfrentar muy pronto, y
mientras tanto nos fogueábamos en la lucha clan-
destina, en las maravillosas noches que presagiaban
ese día luminoso.
María cumplía veinte años en este aniversario
de criminales, entonces, mientras escribía en las pa-
redes frases encendidas contra los tres militarotes
-235-
que nos gobernaban y que nos tildaban a los comu-
nistas de «hijos de Satanás», escribí en una pared,
que con su blancura me imploraba que la utilice, es-
cribí sin darme cuenta estas palabras: Feliz día María,
y firmé con mis iniciales cruzadas por una espada.
Me sentía Rubén Darío, o quizá algo más, Martí, y
decidí con los panas, que esa madrugada le llevaría
serenata con los ciegos de la avenida 24 de Mayo.
Antes de contratar a los ciegos nos tomamos
unos copetines con la Pecosa, una putita que hacía
la calle por la Maldonado, y que le gustaba acari-
ciarme las pelotas en cuanto me veía, fuimos al Casa
Blanca, un antro pestilente que brillaba en la noche
con el acerado cuchillo del peligro. A veces me gus-
taba ir a esa cantina antes de llegar donde María,
eso me daba coraje, un coraje cegatón que se daba
de tumbos apenas vislumbraba su imagen adorada,
porque desde la primera vez que la vi, en el coro de
la iglesia de los Redentoristas, cantando «Salve, sal-
ve, Gran Señora», yo ya sabía que ese vientre y esa
voz pararían en un libro, y empecé a reunir sus en-
cantamientos para encuadernarlos algún día.
A los ciegos les había contratado para cuatro
canciones (aunque todas las cantaban igual), a sa-
ber: Río Manzanares, que no sé por qué le fascinaba
a María, Un siglo de ausencia, de los Panchitos, Perdón,
que cantaba Daniel Santos, y una de Juan Legido
que en alguna parte decía: «En la palma de la mano
la gitana lo leyó», porque esa frase me convencía de
lo irremediable, convencimiento que, ahora lo en-
tiendo, era el resultado de esa nerviosa certeza que
tenemos los que vivimos en los límites del azar y la
hechicería.
Cuando se terminó la última canción y me dis-
ponía a tomarme un sorbito de Lima Dry, ella en-
treabrió la ventana y en ese momento tuve la certeza
de haber visto, sentido y tocado sus pechos, que
por aquel entonces eran como la macadamia o el
caimito, es decir casi no eran, solo parecían.
-236-
Desde esa noche me convertí en un sátiro que
ni por un instante dejaba en paz su cuerpo y apren-
dí a hacerle el amor (¡qué horrible expresión! ¿por
qué las expresiones están tan lejos del corazón?).
Aprendí a regarle mi amor con los ojos, de cerca,
de lejos, sin que estuviera, todo mi cuerpo era una
enorme ofrenda húmeda que se entregaba al suyo
apenas la miraba, y más aún, me excitaban su moji-
gatería, sus dulces rechazos, su cuerpo almidonado,
lleno de miedos y pecados, y procuraba no darle
respiro, leerle mis poemas, hablarle de Sartre y de
Fidel, y del partido y de las tareas, como si todo es-
to me ayudara a tender la trampa, la trampa para jil-
gueros que le estaba construyendo de puro amor, y
se me empezó a borrar el mundo y mi madre bien
podía irse al carajo y mis hermanas allá mismo, y el
colegio y el futuro, porque yo hacía abstracción de
todo lo que no fuera ella, no existía ni la política ni
el combate, ni la humillación, ni la pobreza, y yo
junto a María era un titán, un quijote que a la vez
contenía los molinos de viento y el aire que los za-
randeaba, y me gustaba verla cuando la dejaba en
reposo, cuando por fin me iba y no la atormenta-
ban las urgencias de mi amor, cuando no estaba
abriendo a la fuerza sus labios con los míos, tan-
gueándole sus piernas con las mías, arrinconando
con mis manos su precioso rechazo, me gustaba
verla en reposo, digo, espiarla con esa actitud sole-
dosa que la definía de cuerpo entero, olvidada ya de
mí, gata parsimoniosa con instinto de perro caza-
dor, es decir que de la cintura para abajo se quedaba
como serena y de la cintura para arriba parecía que
volaba, y yo, desde ese entonces empecé a vislum-
brar que mi única profesión, mi única habilidad en
adelante, sería acoplarme a sus huesos.
Decidí entonces aceptar el trabajo que nos
ofrecía un misionero evangélico que, desde luego,
parecía agente de la CIA, lo que a mí me importaba
un coño porque ya había ingresado a las juventudes
comunistas y el metal de mi cabeza y de mi cuerpo
-237-
eran incorruptibles, pues allí no entraban ni la car-
coma de Dios ni del Diablo. El trabajo consistía en
pintar postales, colorearlas con un pincel delgadito.
Creo que nos pagaba veinte centavos cada una, y yo
llegué a reunir como cien sucres o más, porque
quería comprarle a María aquel perfume espantoso
que usaba mi madre y que olía a su cartera y a su
mantilla, creo que se llamaba Maja y en el frasco
venía una imagen de mujer españolísima, como las
que no me han gustado nunca.
Cuando la vieja Raquel, dueña del bazar «La
Linares», que era el más barato de todo el barrio,
me regateó el precio del frasquito, tuve el gusto de
mandarle para la puta madre, y me fui con Patitas
para el mercado de Santa Clara, donde teníamos
que repartir hojas volantes y darles una arenga a las
madamitas del mote y la fritada. Fue allí donde me
topé de manos a boca, manos a hocico mejor dicho
con el perrito.
Estaba dentro de una jaula, tristísimo, despro-
tegido, aún sin nombre, sin padre ni madre, sin na-
die que le ladre. Me acerqué y metí un dedo entre la
malla para sentir su pelambre, abrió los ojos lángui-
dos y me miró con una complicidad de vagabundo.
Quedé tocado por esa mirada y sentí de golpe que
la ternura de María venía a depositarse directamente
en mi cabezota y a punto estuve de que se me esca-
para una lágrima furtiva en homenaje a todos los
perros abandonados del mundo. Tuve que com-
prarlo inmediatamente mientras el Patitas veía es-
fumarse las esperanzas de una tarde en el cine, con
los tabaquitos y las hermanitas Brizuela, que eran
las únicas fáciles de ese barrio de zánganos, purita-
nas y futbolistas.
Lo llevé en el bolsillo de la camisa. Era de un
color cenizo y sus orejas afelpadas colgaban como
lengüetas de plata, es decir que al final sus orejas se
tornaban blancas plomizas e igual de blancas plo-
mizas eran las cejas que tapaban sus bolas de cristal
inteligente como el cuarzo.
-238-
Cuando se lo entregué a María, el perrito aleteó
(ya sé que un perro no puede aletear, pero qué
quieres, si el lenguaje es tan limitado), aleteó en sus
manos y luego se acurrucó como si por fin hubiera
regresado al vientre cálido de su madre callejera. A
María se le fueron las lágrimas y no paraba de besar
ese pedazo de terciopelo, prodigándome a mí tam-
bién, como al descuido, uno que otro beso en mi
boca áspera y olor a los primeros cigarrillos. Era in-
creíble pensar que un perro me trajera esa felicidad,
porque desde ese momento ella sintió que yo era
bueno, y su entrega fue más desafiante y definitiva,
aunque yo sospechaba no sé por qué (técnico en
incertidumbres), que cuando acariciaba mi cuerpo
con insistencia, de alguna manera estaba acarician-
do al perrito, que por ese tiempo ya lo bautizamos
con el ritual comunista, con asistencia de toda la cé-
lula, y le habíamos puesto el nombre de compañero
Humo, «pero solo Humo para los amigos», como de-
cía ella desbordante de coquetería y sacando pecho
con orgullo. Pecho que, como anoté, no existía, si-
no sólo presentido por mi urgencia.
Y fue en carnaval (luego del loco juego con el
agua, ese pequeño simulacro de violencia sensual en
el que participábamos todos, y que nos unía más y
nos prodigaba la secreta camaradería que más tarde
terminaba irremediablemente en casa de la Rita Vi-
llafuerte, con el pickup a todo volumen, y las parejas
empapadas bailando al ritmo de las voces somno-
lientas y también mojadas de Aznavour o Gatica o
Leo Marini, escribiendo en la alfombra casta, los
nuevos jeroglíficos del amor y las certezas), y fue
allí, digo (lo recuerdo tan claramente como si aún
tuviera la ropa humedecida, mi camisa celeste de
niño pinta, como decía mi pobre madre para soste-
ner mi desgarbada figura, mi camisa celeste pegán-
dose al olor de su blusa blanca, de segundo curso,
atado a su blusa por el agua adormecida, con una
necesidad de fundirla en el bronce de mi afán, di-
ciéndole palabras resbalosas al oído, sintiendo su
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maravillosa mitad entre mis piernas y mi corazón,
mientras ella me regalaba su aliento suave y sosega-
do, como el de las panteras después de los excesos),
fue en ese carnaval que yo deposité en el caracol de
su oreja mi ruego desquiciado. Y fue mucho des-
pués de la insistencia y la epilepsia, que nos ence-
rramos en el baño de la casa, picados por alacranes
imprevistos, ciegos y tumultuosos, y allí fue quitán-
dose poco a poco su falda azul del uniforme, sus
enaguas interminables, sus dulces medias blancas de
colegiala, sus pantaloncitos que aprisionaban una
montaña escalada por mis labios, un volcán negro
que empezaba a regarme su lava. Y fuimos verda-
deros sobre las baldosas frías y conocimos la vida, y
presentimos la muerte, y otra vez la vida y otra vez
la muerte, y otra vez la muerte y otra vez la vida,
hasta que se nos apareció el hada madrina de la sa-
ciedad, luchando contra los fantasmas de miel de la
complicidad y la gratitud.
¿Cuántos años pasaron de ese amor carnava-
lesco? No lo sé. No quiero saberlo. Como decía mi
tío Nacho: «El amor es eterno mientras dura»: pero
lo que sí recuerdo es que el perrito empezó a hablar
con María. No, mentira, pero era como si hablara
porque sus ojos y su cola eran tan expresivos, que
bastaba una seña o una mirada de él, para que Ma-
ría le abriera la puerta del jardín, o le pusiera en su
plato preferido, las chuletas de cerdo, o las presas
de pollo, o las bolitas de carne. Entendía todo lo
que se le hablaba y cuando yo, por mortificarlo, pe-
día a María que saliéramos, el perrito se desesperaba
y empezaba a aplicar sus dos patas sobre el cuerpo
de María, reteniéndola, suplicándole que no se fuera,
y luego me miraba, rencoroso, gruñente. Era como
un hijo, engreído y molestoso, pero yo lo quería
también porque él empezó a alivianar a María de su
profunda soledad luego de la muerte de su padre,
cuando ella decidió romper con propios y extraños
para poder pasar unas horas con un fantasma que se
deshacía entre sus manos, con un espejismo etéreo,
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de una sustancia ambigua, gelatinosa y huidiza, que
era yo. El compañero Humo empezó entonces a crecer
en su corazón, y casi siempre la encontraba tirada
en la cama, repasando en voz alta sus libretos de
teatro, platicando con él de los más extraños temas
y luego me contaba las anécdotas del día donde
siempre estaba presente el perrito, o me decía obse-
siva: «Te juro, Manolito, te lo juro, es posible que
los perros no sepan reír, pero éste sí lo sabe, éste si
lo sabe...», y lo apretaba contra su corazón y le pro-
digaba besos en la boca y le cepillaba la piel con in-
sistencia, y le curaba maniáticamente sus pequeños
lastimados de las patas delanteras, que él se las
mordía para sentirse mimado y atendido. Era obvio
que a veces yo sobraba, y tanto, que en muchas
ocasiones, y como quien no quiere la cosa, María
salía para la sala con algún pretexto, seguida imper-
turbablemente del camarada Humo, y cuando demo-
raba y yo empezaba a sentir su ausencia, iba en su
búsqueda y la encontraba sentada en la alfombra,
leyéndole Brecht en voz alta mientras acariciaba su
barriguita cenicienta.
Como su casa ya no la retenía nada, puesto que
ella cargaba con la imagen de su padre a donde fue-
ra y a veces hasta transmigraba a su alma, María de-
cidió alquilar unas piezas en el barrio de San Juan.
Desde allí se divisaba todo Quito, un Quito a veces
neblinoso como el lomo del camarada Humo.
¿Fue allí, quizá? Fue allí donde su corazón em-
pezó a endurecerse, fue en ese bochorno de pobre-
za y sufrimiento, en el que las cosas suceden con el
ritmo frenético de la injusticia y el desamparo, don-
de su rostro se hizo más frío y su actitud se templó
como una lámina de acero. No lo sé, cada uno sabe
la intensidad de su hambre y de su dolor, lo cierto
es que desde ese tiempo ella empezó a participar en
las tareas del partido con más vehemencia y me re-
prochaba mi abulia, mi desencanto, esa enfermedad
idiosincrática que iba minando lo mejor de mí, lo
mejor de nuestro pueblo. «Somos pocos», le decía
-241-
yo cuando a veces accedía a una discusión, «somos
muy pocos». Y ella me contestaba firme, segura:
«Parecemos menos porque estamos dispersos...», y
movía la cabeza de un lado a otro, casi exactamente
como lo hacía el compañero Humo. Desde luego, empe-
zaron a parecerse físicamente, no sé, ciertos gestos,
cierta temperatura, cierta obsesividad, esa manifiesta,
secreta complicidad que me dejaba fuera, que me
hacía sentir indeseable.
En uno de aquellos días de desesperanza, se
perdió el perrito. Nunca había visto a María más
frenética, irascible y desesperada, al borde de la lo-
cura si la locura tiene bordes; me llamó por teléfo-
no, y entre sollozos y gritos me contó la desgracia:
en la mañana, le había llevado al camarada Humo a
donde una amiga, para que conociera a Pilú, una
perrita burguesa que pedía a gritos unirse con un
miembro del partido, y luego de dejarlos en la te-
rraza olisqueándose y midiéndose, María se fue a
ensayar, y cuando llegó a su casa, recibió la llamada
de su amiga que le contaba angustiada el aconteci-
miento: el perrito, sintiendo la ausencia de María,
había saltado desde la terraza y corrido calle abajo,
rastreándola. Lo buscaron toda la mañana, en carro,
a pie, en la motocicleta de su hermano, pero el pe-
rro, haciendo honor a su nombre se había hecho
humo, y luego de cuatro o cinco horas de recorrer
calles y timbrar puertas, descorazonada y empapada
por una lluvia pertinaz, María regresó a su casa y
me llamó. Al caer la tarde pude ir a verla, no sin an-
tes echarme una bielita en El Celeste, una madri-
guera para estudiantes. Algo bullía en mi corazón,
un pálpito, una certeza, una maldita esperanza.
Cuando la vi, sus lágrimas aún rodaban por esas
mejillas aceradas y dulces. La saqué a rastras y ca-
minamos y caminamos y caminamos, sin ton ni
son, a no ser por esa maravillosa intuición que en
ciertos momentos se despedía de mí y me permitía
rastrear los recovecos oscuros y siniestros del mis-
terio, de la otredad. (A veces yo sentía patéticamen-
-242-
te esas intuiciones diabólicas que me permitían ver
a través de las paredes, o de los días, o de los hom-
bres, y presentir el suceso, la persona o el terremoto
que estaba por acontecer, mamá me decía que era
de tanta lectura, pero yo sabía que mi hermano
muerto vivía unos días adelante de mí, encaramado
en mi mismo cuerpo y obligándome a ver lo invisi-
ble de las cosas, como cuando se toma zayapi o
ayaguashca, ese desayuno preferido por nuestros
shamanes de Imbabura. Por otra parte, yo siempre
me siento drogado, pero en eso no tiene que ver
ninguna yerba a no ser la yerba de la intensidad.)
«Ya no, Manolo, ya no, regresemos», me decía an-
gustiada, y yo necio, insistente, viraba a la derecha y
luego a la izquierda y luego a la derecha, como si es-
tuviera recorriendo un camino ya transitado y co-
nocido en algún sueño, hasta que nos topamos de
bruces con él, mojado, indigno, callejero, con sus
motas de terciopelo aplastadas, y sus orejas aún más
plateadas por la filigrana de la lluvia. «Ahí lo tienes»,
le dije, mientras el camarada Humo la miraba distan-
te, con sus ojillos cruzados por el reproche y el des-
consuelo.
Fue por aquel entonces, digo, que su corazón
empezó a endurecerse, o quizá sólo eran figuracio-
nes mías, lo cierto es que para apurar esa maldita
duda, yo buscaba la manera de que explotara, y un
día, mientras ella me hablaba del hueco inmenso
que había cavado en la carne la sabiduría ausente de
su padre, yo le contesté con desgano: «El mejor pa-
dre, es el padre muerto...» No me contestó nada pe-
ro percibí en sus ojos el mismo rencor del Humo, en
aquella tarde cruel. A la noche fuimos al recital del
poeta Cisneros, fuimos es un decir porque los caba-
llos del encono la alejaron a siete leguas de mí, en-
tonces bebió como una loca y se emborrachó y se
tiró en mitad del salón, enseñando la canela de sus
piernas maravillosamente altas, dando un espectá-
culo al respetable, que desde luego no se perdía la
ocasión de humillarme, y nadie la podía levantar
-243-
porque ella exigía que fuera el poeta Cisneros, lau-
reado y sacramentado, el que besara sus labios para
levantarse, especie de Blancanieves a destiempo,
tragada por la manzana de la perversidad, una tristí-
sima perversidad que a mí me tenía al borde de las
lágrimas, y que me obligó a desaparecer.
Ya en otros momentos me pasaba una cosa ex-
traña, sentía urgencia de abandonarla, pero cuando
la dejaba empezaba a extrañarla, parecía que más
bien estaba enamorado del sentimiento que me
producía su ausencia, pero esta vez su ausencia era
como si estuviera creciendo un absceso en el cere-
bro, y me venían a la cabeza los mejores momentos
de ese acontecer, como si el tiempo se encargara de
seleccionar solamente los buenos recuerdos para no
lesionar más aún el corazón, y evocaba la virginidad
de sus gestos, sus pucheros de los primeros lances.
(Siempre que terminábamos de hacer el amor, yo
quedaba listo para recibir sus lágrimas desatadas).
En esos días de su ausencia, me despertaba sin
ella, es decir con el bochorno de un día que había
que botar a la basura, y empezaba a elucubrar situa-
ciones donde Otelo era apenas una migaja, una
ameba, tanto que en la desesperación de los celos
yo llegaba a tejer ardides contra mí mismo, confa-
bulaba contra mí, para que la desgracia fuera más
definitiva, y salía despavorido a buscar entre la mul-
titud aquellos ojos que me hicieron tan feliz, ojos
de mujer y humo, es decir de mar, de abatido mar y
dolorida tierra. Finalmente la encontré y le supliqué
y le confundí, hasta que fuimos nuevamente a su
departamentito, donde yo empecé a mirar enmude-
cido la furia de mi cuerpo desatado, una furia llena
de maldad que la obligó a las posturas más extrañas,
a violar los nueve agujeros donde se escondía su in-
constancia, y que la dejó desmadejada por muchas
horas. Dolida y silenciosa, empezó a vestirse con
otros trapos que ya no eran mi lujuria, y me dijo:
«Debo ir a un ensayo, mañana estrenamos Esperan-
do a Godoy», me miró con piedad, acarició la cabeza
-244-
del perrito que yacía silencioso en la cajita de cartón
(respetando quizá la eroticidad sagrada de su due-
ña), y salió.
Desde que se fue, mi presente empezó a ser
tan sólo mi pasado; su lástima de mí quedó pegada
a las sábanas, junto a ese semen seco que empezaba
a ser la primera escultura del olvido. Hice un paneo
de la habitación. La fotografía de ella junto a un ti-
gre embalsamado, en Guano, donde juramos pasar
nuestra vejez, una lata de café colombiano, el som-
brero de su padre crucificado en el espejo, y Ber-
told Brecht y Alfred Harry, y Nietzsche, y Vallejo, y
Stanislavsky. En la cabecera de la cama, recortado y
pegado con engrudo, el título de ese cuentísimo de
Benedetti: «Gracias vientre leal». Fue el momento
en que el camarada Humo se acercó al velador, con
sus orejas levantadas extrañamente, y empezó a
hurgar con su hocico hasta que derrumbó todo el
papeleo en el que se distinguía, singular, nítida, dia-
bólica, la fotografía de mis certeros augurios: un
hombre desconocido para mí, serio y encorbatado,
con rostro de futuro brillante. Atrás de la fotogra-
fía, con letra segura y clara: «El sábado, en el aero-
puerto, no lo olvides, a las siete. Te amo».
El camarada Humo saltó sobre mi desnudez y yo
acaricié como autómata su lomo lleno de negros
sortilegios enroscados y empecé a sentirme solo, de
soledad absoluta, lelo y desprotegido como un grin-
go, como un hombre recién cortado el pelo, recor-
dando lo que decía Greta Garbo, aquello de que es
triste estar solo, aunque en ocasiones es más triste
estar con alguien, como ahora en que el compañero
Humo lengüeteaba mi desconsuelo y me decía con
su colita nerviosa y afelpada que yo, como el niño
de Günter Grass, no había crecido nunca y seguía
aferrado al tambor de hojalata de mi niñez.
Me vestí despacio, como en cámara lenta, y a
punto de abrir la puerta para largarme, regresé a mi-
rar al camarada, y su melancolía me traspasó. Volví
sobre mis pasos, fui a la cocina, saqué las dos copas
-245-
de cristal que utilizábamos en nuestras noches de
vino y rosas, las reduje a polvo con la piedra de mo-
ler, las junté a un pedazo de carne e hice tres bolitas
del tamaño de un rulimán. Las puse en el plato de
cerámica, que habíamos comprado en Pujilí, y en el
que yo había pintado con letras rojas ese nombre
maravilloso: «Humo», acaricié por última vez su ca-
beza de algodón negro, y salí.
Afuera, densos nubarrones presagiaban tor-
menta.

-246-
Qué será de mí
«Cuando te ausentes al verme de
nuevo muy solo, sin ti, cuando te
vayas dejándome en sombras que
será de mí... »
Leo Marini

La encontré una madrugada, descuajaringada,


saliendo del Seseribó, con su novio, un rubio que olía
a porvenir dorado.
Llevaba los ojos a la espalda y la cartera en
bandolera; uno de los tacones se había quebrado y
con el zapato en la mano, desconsolada, golpeaba
una y otra vez en la ventana del Bronco mil nueve
noventa y tres.
El rubio le increpó de mala manera con su voz
gangosa y ella se lanzó contra él, en cámara lenta,
con un gesto tristemente alcohólico. El hombre, re-
chazándola de un empujón, abrió la puerta, prendió
la máquina y se alejó tumbando el triángulo del
parqueo y gritando alguna blasfemia en inglés. Se
sentó desconsolada en la vereda y empezó a hurgar
desesperadamente en la cartera.
Me acerqué despacio y le ofrecí un cigarrillo
prendido. Levantó sus ojos vidriosos y entrecerrán-
dolos con esfuerzo me dijo:
-247-
—¿Eres milico?
—No —le dije—, es una chaqueta heredada.
Sonrió entonces y exclamó, ya segura:
—Soy una perversa en estado de pureza.
Luego empezó a llorar con dedicación, con
grandes suspiros, con gestos ambiguos, como si es-
tuviera ahogándose, limpiándose la nariz con el dor-
so de su mano dormida.
Me senté a su lado en silencio, mirando cómo
las lágrimas formaban un hilillo negro que iba de
sus mejillas a sus labios, y empecé a recordar lo que
decía mi tío Nacho con respecto a las lágrimas, lle-
no él también de soledad e ingratitud: «Toda gran
pasión termina en una gota de agua. La memoria
sólo existe para eso, para acumular olvido. Soportar
la ausencia es el olvido», y se tomaba su ron como
quien está comulgando.
—Vamos —le dije dulcemente—, te llevaré a
tu casa. En estos tiempos un hombre no significa
nada, peor si es gringo.
Se rió con ganas y se arrimó a mi hombro. Su
cabeza pesaba, olía a tabaco.
—Vamos —insistí—, ya es muy tarde.
La luna. Siempre la luna. Cara de tonta la luna
a esas horas. Una hora antes yo había salido de mi
casa, para enfrentarla (a la luna), para que me dijera
de una vez y al aire libre lo que quería decirme a tra-
vés de la ventana de mi dormitorio, mientras Viviana
dormía a mi lado con la placidez de los cadáveres, y
yo estropeaba la última pesadilla para levantarme
decidido e ir tras su huella de plata. Pero ya no me
importaba la luna. Me importaba ese juguete lloro-
so que a ratos se estremecía y lanzaba leves suspiros
que iban dejando atrás al llanto.
—Está bien —me dijo limpiándose las lágri-
mas—, me levanto si me das un beso.
Un beso. Sal, saliva y lágrima. Un beso que cu-
bra mi agobio, la pesadilla nocturna, la mariposa
negra de la cotidianeidad. Un beso entonces para
comenzar a recorrer los laberintos del azar.
-248-
Echamos a caminar.
—John es mi novio... —me dijo con una voz
asustada— Tengo un novio de porquería.
Entrelazó su mano a la mía y como siempre
empecé a ahogarme.
Caminaba danzando, metiendo en su cuerpo la
alegría de la madrugada. Por allí tomamos un taxi y
ella dio una dirección. Los Sauces. Avenida de Los
Sauces.
—Los sauces llorones —dije.
Ella se apretó contra mi pecho, alzó su rostro y
me dijo:
—No me dejes sola, no esta noche.
Así que también ella. Así que el vacío era ecu-
ménico. Así que esta luna regaba soledad por todas
partes. Así que el miedo y la tristeza y la angustia
viajaban en taxi por las calles de Quito. Así que nos
iba creciendo como una nueva piel, como una nue-
va costra.
Sus padres vivían en la casa delantera, ella en el
departamento de atrás. En el tiempo de las vacas
gordas ese departamento utilizaban las criadas. Pero
ahora, tú sabes...
—Podrían despertarse —dije, mientras ella ju-
gaba con las llaves como si fueran cascabeles.
—Siempre duermen como osos —me dijo—.
Duermen seis meses y seis meses trabajan. Son as-
querosos. Legañas y ojeras.
Prendió la luz. Un dormitorio de juguete. Ho-
rrorosos afiches de Frida Khalo sujetándose con
hebillas todas sus enfermedades. Por allí un Chaplin
que era un alivio. Un colchón en el suelo, libros ti-
rados, en una silla de mimbre dos o tres calzonarios
como rosas. Se acercó a la casetera y aplastó un bo-
tón. Un ronco estertor salió del aparato:
—Es Janis Joplin —dijo—, me muero por ella.
Me gustaría atravesar su garganta. Prepara un bare-
to —masculló, señalando los libros del veladorci-
to—. En el libro de la Yourcenar hay un poco de
hierba. Y luego fue al baño. El ruido de su vómito
-249-
espasmódico, largo, hizo por un momento dúo a la
voz de la Sony.
Cuando salió era otra. Pálida y bella como una
virgen del medioevo, con una camisa de hombre
por toda vestimenta, un cuerpo desprotegido, falto
de insolencia, un cuerpo de hermana, que me lo
ofreció sentándose junto a mí. Con tristeza empecé
a divertirme con los botones de su camisa, sus ges-
tos eran tan intensos que me reprochaba la pasivi-
dad de los míos, y he aquí que de pronto sentí la
bruja de su carne, bruja blanca apretada contra mí,
violentándome, produciéndome quejidos de asom-
bro y de deseo. Se sacó la camisa y dijo:
—Por hoy basta de preámbulos.
Su cuerpo desnudo era un canto al arte de la
brevedad, como esos cuentos perfectos que jamás
escribiré. La inteligencia de su cuerpo me avergon-
zaba como a un muchacho de escuela. Parada fren-
te a mí parecía un templo, un templo percibido en
sueños, un templo como el que alguna vez vi en
Samarcanda, ¿fue en Samarcanda o en Pyong Yang?
—Eres bella —le dije, tomándola en mis bra-
zos—, eres un cuerpo para toda la vida.
Meandros, algas marinas, tacto del sueño, caba-
llos galopando, caracoleando. Caricia infiel, solapa-
da y abierta, espuma, más espuma, vértigo y vértice,
imprecación su cuerpo, blasfemia. Ardilla persegui-
da y muerta y viva, túnel para llegar al otro día, má-
gico túnel por el que me estaba yendo, por el que
me iba.
Y luego ¿qué? ¿El restallar de la mariguana vi-
va, con su ojo abierto hacia el tumbado? ¿El cuerpo
agradecido virado hacia el lado de la culpa? ¿La ca-
ricia submarina y nostálgica del tiempo que se va?
Las palabras empezaron a caer como una lluvia
tenue mientras el día se sacaba la máscara. Palabras
maltrechas apoyándose en el bastón de la promesa,
de la ofrenda, palabras con esparadrapo para las lla-
gaduras.
-250-
—No sé tu nombre —me dijo, mientras acari-
ciaba mi rostro con su mano abierta— y sin embar-
go no he conocido nada más profundo. ¿Cómo es
esto? Has hurgado mi vida, me has violado, me has
robado, me has dejado sin mí. Quiero que me ames
siempre, para siempre.
—Sí —le dije, apenas apenado, chupando uno
a uno sus dedos húmedos—, te estoy amando para
siempre. La eternidad es solo este momento.
—Eres un monstruo, un malo —dijo.
—El azar produce monstruos —dije conven-
cido.
—Y ahora ¿qué haremos? —dijo desconsola-
da—, ¿qué harás?
—Sobreviviré —dije—. Estoy acostumbrado a
sobrevivir. Es lo único que el hombre contemporá-
neo ha aprendido: a sobrevivir. Somos los sobrevi-
vientes de la post-guerra, pero de la post-guerra
fría. En todo caso, parece que algo nuevo me llevo
entre los ojos.
Sonó el teléfono. Un cadáver sacó la mano del
ataúd.
—Sí, sí —dijo ella desde otra voz—, estoy
bien. Eres un puerco. Okey, a mediodía, I want to
talk to you.
Me vestí y salí. El sol de las once se clavaba en
mi cabeza como un puñal. No sabía si pasar por mi
hogar o irme directamente a la oficina.
Como Lázaro, eché a andar.

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