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Machitos

[por Juan David Rincón Huertas]


[proyecto de novela]
[seminario-taller de Novela Juvenil, Maestría en Escrituras Creativos]
Planteamiento argumental
Machitos es una novela sobre la construcción de la identidad durante la adolescencia y cómo
las relaciones familiares influyen en este proceso.

Es una novela sobre la adolescencia porque su protagonista, Santiago un joven de catorce


años, es quien narra (en primera persona) la historia de un momento preciso de su vida: cómo
afronta la muerte de su hermano, Felipe, quien se ha suicidado. En esa medida también es
sobre el duelo.

Es una novela sobre la familia ya que Santiago explora el porqué de la relación conflictiva
con su madre quien siempre prefirió a su hermano Felipe; y además trata de entender cómo
el universo familiar se transforma en medio de este duelo. Santiago explora cómo las
relaciones familiares se tensionan, transforman y reconstruyen a partir de ese difícil hecho.

Es una novela sobre la identidad porque Santiago se confronta con la idea del “machito”
patente en las costumbres de la familia y en la percepción de sus padres. Santiago está
inmerso en esa etapa de la adolescencia (una etapa de cambios y de inicio de la madurez). Él
es un joven que está por volverse “hombre” y que tiene que asumir una posición frente a los
ideales familiares y sociales sobre lo que se entiende por ser esa masculinidad de los
“machitos”. Preceptos con los que no se siente cómodo, considerando que, de algún modo,
estos están representados en su padre (en primera medida) y en su hermano muerto (quien
desde su punto de vista sí cumplía con esas expectativas de roles y comportamientos).
I
A mi mamá se le murió el hijo equivocado. El hijo bueno, el que no tenía defectos. Ese fue
el que se le murió y le tocó quedarse conmigo. A Felipe lo encontraron en su habitación el
mismo día en que iniciaría el campeonato intercolegial de fútbol y pues resulta que él era el
capitán del equipo de nuestro colegio. Felipe se tomó una cantidad tremenda de pastillas de
clonazepam que se había robado de la medicación de mi tía Sara que estaba en un tratamiento
psiquiátrico.

El día del funeral no pude llorar. Solo recordaba a mi papá, que toda la vida me había dicho
que los hombres no lloran por nada y menos delante de todo el mundo; y a mi mamá que,
aunque no me lo dijo, siempre había deseado que me pareciera más a Felipe. Qué Santiago
esto, qué Santiago lo otro, qué otra vez Santiago salió con esta vaina. Qué por qué Santiago
no podía hacer mejor las cosas. Qué qué estaría pagando ella con un hijo así.

Todos los del colegio fueron a la misa que se ofreció por Felipe y en la formación del día
siguiente hicimos un minuto de silencio y varios profesores dijeron algunas palabras,
destacando, por supuesto, todas las cualidades de mi hermano. Si antes era yo era conocido
por ser un pésimo estudiante, ahora sería conocido, además, por ser el hermano del muerto,
de Felipe, aquel al que todos le auguraban lo mejor de lo mejor.

Luego vino lo del equipo de futbol que no pasó de la primera ronda en el campeonato. Algo
que no había pasado antes, porque el equipo era imparable. Yo siempre iba a ver los partidos.
Pero no por Felipe, tan orgulloso de su camiseta y de su dominio en cada situación. Tampoco
iba por acompañar a mi mamá que no se perdía ningún partido. Iba por alguien más. Por
Alejandro. Alejandro también está en décimo como mi hermano. Eran compañeros y él iba a
mi casa a hacer tareas con Felipe. Yo me hacía el bobo, me quedaba en la sala viendo
televisión, pero me gustaba saber que Alejandro estaba ahí en el comedor, haciendo los
trabajos de trigonometría con mi hermano. En las noches, a la hora de la cena, cuando
Alejandro ya se había ido, yo pasaba al comedor y me sentaba en la misma silla en que él se
había estado toda la tarde. Pendejadas de ese tipo me hacían feliz, igual que verlo hacer los
pases durante los partidos. Pero desde que Felipe se murió, hace un mes, Alejandro dejó de
venir.
II
Pasa que las clases últimamente van mal. Creo que me tiraré álgebra porque no le entiendo
un carajo al profesor Arias, aunque él diría que, si pierdo la materia, otra vez, es por estar
distraído todo el tiempo. Pasa que tampoco está Felipe para que me explique, como hacía
antes. Pasa que en química también me ha ido mal siempre. Pasa que mi mamá opinará que
si me distraigo y no pongo atención nadie podría venir a decir que eso tiene algo que ver con
Felipe, porque en todo caso ya era un mal estudiante antes de que él decidiera que ya no
quería vivir más a pesar de ser el chico brillante del colegio. Pasa que todavía trato de buscarle
explicación a lo de Felipe y no entiendo nada.

Desde hace un mes, desde que Felipe no está, las cosas han cambiado bastante. En casa como
que ya nadie se habla con nadie. Todos lo llevamos a nuestro modo, supongo. Mi papá es
una máquina de silencio. Mi mamá no deja de decir que para ella Felipe no está muerto. La
habitación de Felipe sigue cerrada con llave.

Allá en el colegio todo está muy raro también. En las clases de religión se la pasan
hablándonos de prevención de suicidio, de depresión, del consumo de drogas. La psicóloga
siempre repite en la formación que ella está atenta a lo que lo podamos necesitar, a cualquier
cosa. Que, si queremos hablar de lo que nos pasa, ella estará ahí para escucharnos. Todos
creen entender lo que pasaba por la cabeza de Felipe y les preocupa que a alguien más le
pueda pasar. Pero nadie es capaz de decir en voz alta algo sobre la muerte de mi hermano.
Nadie puede saber nada sobre lo que le pasaba. Todos creen entenderlo, pero es una mentira.

El otro día, dos semanas después de lo de Felipe, vi a mi mamá en la habitación de él, tratando
de ordenar cosas. Entré con la intención de ayudarle en algo. La habitación de Felipe era más
grande que la mía y era la que tenía ventanas a la calle. Él tenía esa habitación no solo por
ser el mayor, sino también porque se lo merecía. Por ser tan juicioso siempre. Creo que yo
seguiré en mi habitación de siempre. Mi mamá no me dijo nada cuando entré, así que me
puse a hacer algo para ayudarle a lo que fuera que quisiera hacer. Corrí las cortinas para que
entrara un poquito de luz y me puse a levantar zapatos. Yendo de un momento a otro, ella se
puso a abrir cajones, a doblar camisetas, a limpiar el polvo del escritorio, a ordenar los
trofeos. Fue a cambiar los tendidos de la cama y le dio por levantar el colchón. Yo supe de
inmediato que eso era una mala idea, pero fui incapaz de decir algo.
Se quedó como una momia cuando vio las revistas. Yo traté de disimular, como que no me
había dado cuenta y me agaché debajo del escritorio fingiendo que buscaba algo. Y aunque
mi mamá todavía sostenía el colchón arriba, medio podía ver su reacción. Me dio la impresión
de que ella iba a pensar que yo no podía ver que había encontrado, que quería ocultármelo.
Era como encontrar una manchita particularmente fea después de haber estado lavando una
camisa fina. No podía ser cierto que le hubiéramos encontrado un defecto a Felipe. Algo
malo. Mi mamá bajó el colchón y lo dejó en su lugar. Me preguntó que qué estaba haciendo.

“Ayudando”, le dije.

Me pidió que me fuera más bien a mi cuarto a hacer tareas. Creo que solo quería botar las
revistas sin que yo me diera cuenta. En juego, alguna vez, Felipe me las había mostrado. Ni
que me interesaran.
III

Creo que mi mamá no le dijo nada a mi papá sobre las revistas de Felipe. Aún así, no estoy
seguro de que eso hubiera sido un motivo de disgusto para él. Más bien, podría apostar que,
si Felipe no estuviera muerto y le hubieran encontrado las revistas, mi papá habría buscado
la oportunidad de felicitarlo en secreto. Sería un motivo de orgullo. A lo mejor hasta mi papá
ya sabía de eso. El caso es que no creo que mi mamá le haya contado a alguien. A la hora de
la cena, durante estos días, han estado hablando de otras cosas, menos importantes. Por
ejemplo, esta semana citaron a mi mamá para que hablara con el rector, creo que es por algo
con el profesor Arias.

Debo caminar desde el colegio más o menos unos treinta minutos, pero últimamente me
demoro un poquito más de regreso a casa. Doy toda una vuelta, desviándome por el parque
del barrio. Allá suelen ir muchos del colegio después de las clases, compran helados, se
sientan y se ponen a hablar. Los chicos juegan futbol. Las niñas se ponen a hablar de cosas
que no podrían decir hablando por teléfono en sus casas. Vi a Paula, la exnovia de Felipe,
rodeada de sus amigas. Una de ellas la abrazaba. Últimamente mucha gente en el colegio está
pendiente de Paula. “Pobrecita, cómo debía de estar sufriendo”, dice todo el mundo. Se la
pasó la primera semana después del suicidio de Felipe encerrada en la oficina de la psicóloga.
“Le dado muy duro todo lo que pasó”, decía todo el mundo.

Mi intención de ir al parque era porque estaba buscando a Alejandro. Le quería preguntar si


iba a ir a la misa que mis papás iban a ofrecer por el mes del fallecimiento de Felipe. En
realidad, no le iba a preguntar nada, o al menos no se lo iba a preguntar así. Mejor dicho, no
sé de qué quería hablarle. A lo mejor no le decía nada. Solo quería ver si me lo encontraba
en el parque, si estaba con los que jugaban fútbol. Me compré un bonice porque no tenía
muchas monedas en el bolsillo y me senté cerca de la cancha. Veía a los chicos jugando, pero
Alejandro no andaba por ahí.

En ese momento, me di cuenta de que Paula se había sentado a mi lado.

“¿Lo extrañas?”.

“Hace un mes que no pasa por la casa”.

“¿Quién?”, volteé a verla y tenía una cara tremenda de confusión.


“¿Qué?”, le pregunté, haciéndome el que no había escuchado.

“¿Qué si extrañas a Felipe?”.

“¿Qué hora es?”.

“Van a ser las dos ¿por qué?”.

“Porque mi mamá me va a matar. Me tengo que ir. Hablamos luego, Paula. Chao”.

Solo atiné a irme del parque. Si Alejandro no estaba por ahí, no había motivos para quedarme.
Llegué a la casa casi a las dos. Mi mamá me regañó por llegar tan tarde. Ahora tenía que
volver a calentarme el almuerzo. También me dijo que tocaría comer solo porque ellos se
habían cansado de esperarme. Le dije que iba a subir a lavarme las manos. Abrí la puerta del
baño sin pensar que pudiera haber alguien dentro. Mi papá estaba casi en el piso, agarrado
del lavamanos. Estaba llorando. Yo le vi y cerré casi de inmediato la puerta. Me quedé quieto.
En el fondo podía entender a mi papá. Tal vez si hay ocasiones en las que nos es permitido
llorar. Me quedé junto a la puerta y mi papá salió. Se había lavado la cara. Por un momento
alcancé a pensar que me iba a abrazar. Era algo que ambos necesitábamos. Pero se quedó
viéndome y luego siguió de largo hacia las escaleras.

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