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Margot

Delacroix muere, pero su vida continúa fuera de ella, pues el destino le brinda
la posibilidad de regresar a la cotidianidad de la que ha sido expulsada pero
convertida, ahora, en Ruth, un ángel de la guarda. Su misión parece fácil, pero no lo
es, pues debe cuidar de una persona de la que sabe todo, desde el día en que nació
hasta el día de su muerte: ella misma.
Ruth, con la misión de repasar los acontecimientos más significativos de su vida,
comprende que puede observarlos con claridad, pero no puede modificarlos. Ni
siquiera aquellos hechos que, con el tiempo, perjudicaron la vida de quienes amó,
como Theo, su hijo adolescente. Sólo entonces se le ofrece la oportunidad de cambiar
lo que ha hecho, aunque las consecuencias pueden ser inimaginables.

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Carolyn Jess-Cooke

Diario de un ángel
ePub r1.0
Titivillus 04.12.2018

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Título original: The Guardian Angel’s Journal
Carolyn Jess-Cooke, 2011
Traducción: Mónica Rubio Fernández

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0

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Para mis tesoros, Melody, Summer y Phoenix

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Los ángeles son espíritus, pero no son ángeles por
que son espíritus. Se convierten en ángeles cuando
son enviados.

SAN AGUSTÍN

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UNA PLUMA CELESTIAL

Al morir, me convertí en ángel guardián.


Nandita me dio la noticia en el más allá sin preámbulos ni pequeña charla
introductoria. ¿Saben esa manera que tienen los dentistas de preguntar cuáles son tus
planes de Navidad justo antes de arrancarte un diente? Bueno, pues nada de eso. Fue
sencillamente así:
—Margot ha muerto, niña. Margot ha muerto.
—En absoluto —dije—. No estoy muerta.
Lo dijo de nuevo. «Margot ha muerto.» Siguió diciéndolo. Me cogió ambas
manos con las suyas y dijo: «Sé que es muy duro, he dejado atrás a cinco niños sin
padre en Pakistán. Todo irá bien».
Tuve que salir de allí. Miré en torno y vi que estábamos en un valle rodeado de
cipreses con un pequeño lago a un par de metros de donde nos hallábamos. El agua
estaba protegida por espadañas cuyas cabezas aterciopeladas como micrófonos
esperaban difundir mi respuesta. Bueno, no iba a haber ninguna. Advertí la mancha
de una carretera gris a lo lejos entre los prados. Empecé a caminar.
—Espera —dijo Nandita—. Quiero que conozcas a alguien.
—¿A quién? —dije—. ¿A Dios? Hemos llegado a la cima de lo Absurdo y
estamos clavando la bandera.
—Quiero que conozcas a Ruth —dijo Nandita, cogiéndome de la mano y
llevándome hacia el lago.
—¿Dónde?
Me incliné hacia delante, mirando a lo lejos entre los árboles.
—Ahí —dijo, señalando mi reflejo.
Y me empujó hacia delante.
Algunos ángeles guardianes son enviados de vuelta para vigilar a hermanos,
niños, gente a la que querían. Yo volví con Margot. Volví conmigo misma. Soy mi
propio ángel guardián, un escriba monástico de la biografía del arrepentimiento, que
tropieza sobre sus recuerdos, arrastrada por el tornado de una historia que no puedo
cambiar.
No debería decir «no puedo cambiar». Los ángeles guardianes, como todos
sabemos, evitan nuestras muertes más de mil veces. Es el deber de todo ángel
guardián proteger contra toda palabra, acto y consecuencia que no se corresponda con
el libre albedrío. Somos los que nos aseguramos de que no ocurran accidentes. Pero
lo nuestro es el cambio. Cambiamos las cosas cada segundo de cada minuto de cada
día.

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Cada día veo entre bastidores las experiencias que yo debería haber tenido, la
gente a la que debería haber amado, y querría coger una pluma celestial y cambiarlo
todo. Quiero escribir un guión para mí misma. Quiero escribir a esa mujer, la mujer
que yo era, y decirle todo lo que sé. Y quiero preguntarle: «Margot. Dime cómo
moriste».

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CONVERTIRSE EN RUTH

No recuerdo haber caído al agua. No recuerdo haber salido por el otro extremo del
lago. Pero lo que ocurrió durante aquel breve bautismo del mundo espiritual fue una
inmersión en conocimiento. No puedo explicar cómo ocurrió, pero cuando me
encontré en un pasillo mal iluminado, chorreando sobre baldosas rotas, la
comprensión de quién era yo y cuál era mi propósito me atravesó tan claramente
como el sol atraviesa las ramas. Ruth. Me llamo Ruth. Margot ha muerto.
Volví a la Tierra. A Belfast, Irlanda del Norte. Reconocí el lugar por mis años de
estudiante, y por el intenso e inimitable sonido de las bandas de la Orden de Orange
cuando practicaban de noche. Suponía que debía de ser julio, pero no sabía de qué
año.
Pasos tras de mí. Giré en redondo. Nandita, iridiscente en la oscuridad, sin que el
resplandor enfermizo de la farola de enfrente apagara el brillo de su vestido. Se
inclinó hacia mí con el rostro lleno de preocupación.
—Hay cuatro reglas —dijo, alzando cuatro dedos con anillos—. Primero, eres
testigo de todo lo que haga ella, todo lo que sienta, todo lo que experimente.
—Quieres decir, todo lo que yo experimentaba —dije.
Inmediatamente agitó la mano en el aire, como si mi frase fuera un bocadillo de
tebeo que estuviera espantando.
—Esto no es como ver una película —corrigió—. La vida que recuerdas no es
más que una piececita del puzle. Ahora, tienes que ver la imagen completa. Y encajar
algunas piezas. Pero tienes que ser muy cuidadosa. Ahora deja que te siga diciendo
las reglas.
Asentí disculpándome. Ella cogió aire.
—La segunda regla es que la protejas. Hay muchas fuerzas que tratarán de
interferir con las decisiones que tome. Protégela de ellas, esto es vital.
—Espera un momento —dije, alzando la mano—. ¿Qué quieres decir
exactamente con eso de interferir? Yo ya había tomado todas mis decisiones, ¿vale?
Así fue como acabé aquí…
—¿No me has escuchado?
—Sí, pero…
—Nada es fijo, ni siquiera cuando retrocedes en el tiempo. No puedes entenderlo
ahora, pero…

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Dudó, no muy segura de que yo fuera lo bastante lista como para entender lo que
estaba diciendo. O lo bastante dura como para aguantarlo.
—Sigue —dije.
—Incluso esto, ahora mismo, tú y yo… esto ya ha sucedido. Pero no estás en el
pasado del modo que recuerdas el pasado. El tiempo ya no existe. Pero estás presente
aquí, y tu visión del futuro sigue siendo confusa. Experimentarás muchas, muchas
cosas nuevas, y tienes que pensar cuidadosamente en las consecuencias.
Me dolía la cabeza.
—Vale —dije—. ¿Cuál es la tercera regla?
Nan señaló el líquido que me rezumaba de la espalda. Mis alas, podría decirse.
—La tercera regla es que lleves un registro, un diario, si quieres, de todo lo que
ocurre.
—¿Quieres que escriba todo lo que ocurre?
—No, mucho más fácil. Si te atienes a las dos primeras reglas, no tienes que
hacer nada. Tus alas lo harán todo por ti.
No me atrevía a preguntar cuál era la cuarta regla.
—Por último —dijo, volviendo a sonreír—. Quiere a Margot. Quiere a Margot.
Se besó las puntas de los dedos y me los apoyó en la frente. Luego cerró los ojos
y murmuró una plegaria en hindi, supuse. Moví los pies e incliné torpemente la
cabeza. Al final, terminó. Cuando abrió los ojos, la oscuridad de sus pupilas se había
convertido en luz blanca.
—Te volveré a visitar —dijo—. Recuerda que ahora eres un ángel. No debes
tener miedo.
La luz blanca de sus ojos se extendió por la cara y la boca y bajó por el cuello y
los brazos hasta que, en un gran estallido de luz, desapareció.
Miré a mi alrededor. Oí un débil gemido al final del pasillo que tenía a mi
derecha. Pisos baratos. Paredes interiores de ladrillo a vista, algún grafiti. Una
estrecha puerta de entrada abierta hacia la calle, y junto a ella un portero automático
cubierto con una pegajosa capa de Guinness. Un borracho encogido en la parte baja
de una escalera.
Me quedé allí de pie un momento, observando a mi alrededor. El primer impulso:
salir a la calle y alejarme de aquel lugar. Pero entonces me invadió la necesidad de
seguir aquel sonido, el gruñido que se oía al fondo del pasillo. Cuando digo la
necesidad, no me refiero a curiosidad, o suspicacia. Me refiero a algo que estaba a
medio camino entre la clase de intuición que empuja a una madre a ir a ver a un bebé
que lleva demasiado tiempo callado y lo encuentra a punto de meter al gato en la
secadora, y ese tipo de profundo instinto de las tripas que te dice cuándo te has dejado
la puerta de casa abierta, cuándo estás a punto de que te echen y cuándo estás
embarazada.
¿Saben cuál?

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Así que me encontré avanzando por el pasillo, pasé junto al borracho y subí tres
escalones hasta un descansillo. A lo largo del pasillo: cinco puertas, dos a cada lado y
una al fondo. Todas pintadas de negro. El ruido, un profundo gruñido animal, se oía
más cerca. Dio un paso más. Un grito. Un nombre. La voz de una mujer,
lloriqueando. Me dirigí hacia la puerta y me detuve.
A continuación me vi dentro. Un cuarto de estar. Sin luz, oscuridad de
medianoche. Distinguí un sofá y la pequeña forma cúbica de una vieja televisión. Una
ventana estaba abierta, la cortina golpeaba contra el alféizar y luego contra la mesa,
como si no supiera si quería estar dentro o fuera. Un largo aullido agónico. Pensé:
«¿Cómo es que nadie está oyendo esto? ¿Por qué no están los vecinos tirando la
puerta abajo?». Entonces me di cuenta. Esto es el este de Belfast durante la
temporada de las marchas. Están todos fuera, balanceándose al ritmo de «The Sash».
Fuera se había organizado un tumulto. Las sirenas de la policía sonaban en varias
direcciones. Se rompían botellas. Gritos, pies golpeando el suelo. Me abrí paso por el
cuarto de estar hasta donde se oían los gritos de la mujer.
Un dormitorio, iluminado por una lámpara parpadeante sobre una mesilla de
noche. Papel de pared color lila despegado, marcas de moho y humedad que
manchaban la pared del fondo como si fueran hollín. Una cama deshecha. Una joven
rubia con una camiseta larga azul, sola, arrodillada junto a la cama como en oración,
jadeando. Los brazos, delgados como palos y llenos de moratones, como si se hubiera
peleado. De pronto se alzó de rodillas con los ojos muy cerrados, el rostro hacia el
techo, la mandíbula apretada. Vi que llevaba mucho tiempo de embarazo. Alrededor
de los tobillos y las rodillas había un charco de agua roja.
«Debes de estar bromeando», pensé. «¿Qué se supone que tengo que hacer,
ayudarla a parir? ¿Dar la alarma? Estoy muerta. No puedo hacer nada más que mirar
cómo esta pobre chica golpea la cama con los puños.»
La contracción la hizo cambiar de postura. Se inclinó hacia delante y apoyó la
frente sobre la cama, con los ojos medio cerrados y en blanco. Me arrodillé junto a
ella y, con mucha suavidad, le puse una mano en el hombro. No hubo respuesta.
Jadeaba. La siguiente contracción iba creciendo y creciendo hasta que la joven se
arqueó hacia atrás y gritó durante un minuto entero. El grito fue convirtiéndose en
alivio, y se puso otra vez a jadear.
Le coloqué la mano sobre el antebrazo y noté varios agujeros pequeños. Miré más
de cerca. Agrupados alrededor del codo, diez círculos morados, más pequeños que
peniques. Marcas de aguja. Otra contracción. Se alzó de rodillas y jadeó
profundamente. La camiseta se le subió hasta las caderas. Más marcas de aguja en los
blancos muslos delgados. Miré rápidamente por la habitación. Cucharillas y platillos
en la cómoda. Dos jeringuillas que asomaban por debajo de la cama. O era una
diabética amante del té, o una heroinómana.
El charco de agua que tenía alrededor de las rodillas crecía. Le temblaban los
párpados, el gemido iba disminuyendo en lugar de crecer. Me di cuenta de que estaba

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perdiendo el sentido. Le cayó la cabeza a un lado, se le abrió la boca pequeña.
—Eh —dije en voz alta. No hubo respuesta—. ¡Eh!
Nada.
Me levanté y me puse a andar por la habitación. A cada rato el cuerpo de la chica
se estremecía y se inclinaba hacia delante y de un lado a otro. Se sentó sobre las
rodillas, con el pálido rostro vuelto hacia mí, los delgados brazos caídos a los
costados y las muñecas rozando la asquerosa alfombra llena de pulgas. Tuve una vez
un amigo que se hizo de oro con un negocio como revividor autónomo de yonquis. Se
pasaba largas horas en nuestro sofá haciendo detallados relatos sobre celebridades a
las que había rescatado de las garras de la muerte, metiendo la mano en el Infierno
con el largo brazo de su jeringuilla de adrenalina y arrancándolos del regazo de Satán.
Por supuesto, no podía recordar claramente cuál era el procedimiento. Dudo que mi
amigo hubiera rescatado nunca a yonquis durante el parto. Y desde luego, no cuando
estaba muerto.
De pronto la chica se apartó de la cama y cayó de lado, con los brazos unidos
como si estuviera esposada. Me di cuenta de que perdía más sangre. Me incliné
rápidamente y le separé las rodillas. Una corona de pelo oscuro inconfundible entre
sus piernas. Por primera vez, sentí el agua que me salía de la espalda, fría y sensible
como dos miembros de más, alerta a todo lo que ocurría en la habitación: el olor a
sudor, ceniza y sangre, la tristeza palpable, el sonido de los latidos del corazón de la
chica, cada vez más lento, los latidos galopantes del corazón del niño…
Tiré firmemente de las piernas de la chica hacia mí y le apoyé los pies en el suelo.
Cogí una almohada que había sobre la cama, arranqué la sábana más limpia del
colchón y la extendí bajo sus muslos. Me escurrí entre sus piernas y le puse las manos
bajo las nalgas tratando de no pensar mucho en ello. En cualquier otra ocasión habría
salido corriendo y me habría alejado kilómetros de algo así. Respiraba rápido, me
sentía mareada y sin embargo centradísima, curiosamente decidida a salvar aquella
pequeña vida.
Pude ver las cejas del niño y el puente de su nariz. Alcé la mano y le apreté el
vientre a la chica. Más agua empapó la almohada que tenía bajo las nalgas. Y luego
rápidamente, como un pez, el bebé entero salió de ella, tan deprisa que tuve que
atraparlo. La oscura cabeza húmeda, la cara arrugada, el cuerpecillo azul cubierto de
vérnix blanquecina. Una niña. La envolví en la sábana y mantuve una mano sobre el
grueso cordón azul, consciente de que al cabo de unos minutos tendría que tirar de
nuevo y sacar la placenta.
El bebé me estaba gimoteando en brazos, con la boquita fruncida como un pico,
abierta, buscando. Dentro de un minuto se la pondría a su madre al pecho, pero
primero tenía que ocuparme de una cosa. El asunto de mantener la triste alma de la
madre en aquel maltratado cuerpo.
El cordón umbilical se me estaba aflojando en la mano. Le di un rápido tirón.
Pude sentir el gran saco al otro extremo. Era como pescar. Otro tirón, un ligero giro.

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Lenta y firmemente, tiré de aquello para sacarlo, hasta que en la entrada hizo flop y
salió como una gruesa masa sanguinolenta que cayó sobre la almohada. Habían
transcurrido veinte años desde que yo viviera esa situación. ¿Qué había hecho la
comadrona? Cortar el cordón cerca del ombligo. Busqué algo afilado. Vi una navaja
automática sobre la cómoda. Eso serviría. Pero un momento. Otra cosa. La
comadrona había revisado la placenta. Recordé que nos la había mostrado y nos había
dicho que no quedaban restos dentro, momento en que Toby se inclinó en la
palangana más cercana y vomitó la comida.
La placenta de aquella chica no era la sustancia rojo intenso, semejante a un
cerebro que yo recordaba. Ésta era pequeña y delgada, como un animal muerto en la
carretera. Aún le salía mucha sangre. Tenía la respiración superficial y el pulso débil.
Tendría que ir a buscar a alguien.
Me levanté y puse al bebé en la cama, pero cuando miré hacia abajo, vi que
estaba azul. Azul como una vena. Su boquita ya no buscaba. Su preciosa carita de
muñeca estaba durmiéndose. Las cataratas que fluían de mi espalda como largas alas
parecían estar ahora sollozando, como si cada gota saliera de lo más profundo de mí.
Me estaban diciendo que se moría.
Cogí a la niña y recogí los largos pliegues de mi vestido (blanco, exactamente
como el de Nan, como si el Cielo sólo tuviera un sastre) alrededor de su cuerpecillo.
Daba pena lo delgada que estaba. Menos de dos kilos y medio. Sus puñitos apretados,
pegados al pecho, empezaron a abrirse, como pétalos desprendiéndose del tallo. Me
incliné hacia delante y le puse los labios alrededor de la boca, exhalando con fuerza.
Una vez. Dos veces. Su pequeño abdomen se infló como un diminuto colchón.
Apreté la oreja contra su pecho y lo palmeé ligeramente. Nada. Lo intenté de nuevo.
Una vez. Dos. Tres veces. Y entonces, sentí la intuición. El instinto. La guía.
«Colócale la mano sobre el corazón.»
La recogí y me la puse sobre el brazo, extendiendo la mano sobre su pecho. Y
lenta, sorprendentemente, pude sentir el corazoncito como si estuviera en mi propio
pecho, tropezando y poniéndose en marcha con dificultad, renqueando como un
motor gripado, un barco sacudido por fuertes olas. De mi mano salió un poco de luz.
Insistí. Allí, en la oscuridad anaranjada de aquella horrible habitación, una luz blanca
se coló entre mi mano y el pecho de la niña.
Sentí cómo su corazón se revolvía, deseando despertar. Cerré con fuerza los ojos
y pensé en todo lo bueno que había hecho a lo largo de mi vida, y me obligué a
sentirme mal por todo lo malo, una especie de oración, una rápida autocalificación
para ser el ángel de la guarda que aquella niña necesitaba en ese momento, para ser
merecedora de devolverle la vida con la fuerza que mi cuerpo pudiera poseer.
La luz se intensificó hasta que pareció llenar la habitación. El corazoncito se puso
a andar a tirones como una ternera corriendo sobre patas temblorosas por un prado. Y
entonces latió en mi propio corazón, golpeó con fuerza y vigor, tan sonoro en mis
oídos que me eché a reír, y cuando miré hacia abajo, vi el pequeño pecho subiendo y

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bajando, subiendo y bajando, los labios rosa de nuevo, frunciéndose cada vez que la
respiración entraba y salía de la boquita.
La luz se apagó. La envolví en la sábana y la coloqué sobre la cama. La madre
yacía en un charco de sangre, su pelo rubio era ahora rosa, las mejillas blancas
manchadas de rojo. Entre sus pechos flojos le busqué el latido del corazón. Nada.
Cerré los ojos y esperé que surgiera la luz. Nada. Tenía el pecho frío. La niña empezó
a lloriquear. Pensé que tendría hambre. Alcé la camiseta de la madre y le puse la niña
al pecho un minuto. Ella, con los ojos aún cerrados, se pegó al pezón y bebió y bebió.
Después de unos minutos la volví a poner sobre la cama. Coloqué rápidamente la
palma de la mano contra el pecho de la madre. Nada. «¡Venga!», grité. Pegué mis
labios a los suyos y respiré, pero el aire le infló las mejillas y se deslizó de nuevo de
su boca vacía, inútil.
—Déjala —dijo una voz.
Me di la vuelta. Junto a la ventana, otra mujer. Otra mujer de blanco. Se ve que
abundaban por allí.
—Déjala —volvió a decir la mujer, esta vez con suavidad.
Un ángel. Tenía el mismo aspecto que la mujer que yacía muerta en el suelo, el
mismo pelo espeso color mantequilla, la misma boca de picadura de abeja. Quizá una
pariente, pensé, que había venido a llevársela a casa.
El ángel recogió a la mujer y se dirigió a la puerta, llevando el cuerpo sin vida en
sus brazos, aunque cuando volví a mirar al suelo, el cuerpo seguía allí. Él ángel me
miró y sonrió. Después miró al bebé.
—Se llama Margot —dijo—. Cuídala bien.
—Pero… —dije.
Dentro de la palabra había un sinfín de preguntas.
Cuando alcé la vista, el ángel se había ido.

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2

EL PLAN

Lo primero a lo que tuve que acostumbrarme fue a no tener alas. Por lo menos, alas
con plumas.
Resulta que hasta el siglo IV los artistas no empezaron a pintar ángeles con alas, o
más bien con largos aparatos fluidos que surgen del hombro y se arrastran hasta el
pie.
Éstas no son de plumas, sino de agua.
Las muchas imágenes de ángeles a lo largo de la historia del mundo han hecho
que se imponga la idea de una criatura semejante a un ave, capaz de volar entre la
mortalidad y la divinidad, pero los testigos ocasionales no se ponen de acuerdo en la
noción de las alas. Un hombre de México escribió en el siglo XVI acerca de dos ríos[1]
en su diario, que su familia quemó discretamente una vez él estiró la pata. Otro
hombre, esta vez en Serbia, dijo que su visitante angélico tenía dos cascadas que le
caían de los omóplatos. Y una niñita en Nigeria hizo dibujo tras dibujo de un hermoso
mensajero celestial, cuyas alas se habían sustituido por agua que manaba hasta el río
que fluye eternamente ante el trono de Dios. Sus padres estaban muy satisfechos de
su activa imaginación.
La niñita estaba bien informada. Lo que ella no sabía, sin embargo, era que los
dos caños de líquido que fluyen de la sexta vértebra de la espina dorsal de un ángel
hasta el sacro forman un vínculo, un cordón umbilical, si se quiere, entre el ángel y su
Ser Protegido. Dentro de esas «alas de agua» hay un proceso de transcripción de cada
pensamiento y acción, como si el ángel estuviera escribiéndolo todo. Mejor incluso
que una cámara de vigilancia en circuito cerrado o una webcam. En lugar de simples
palabras o imágenes, toda la experiencia está saturada dentro del líquido, para contar
la historia completa en cualquier momento dado: la sensación de enamorarse por
primera vez, por ejemplo, unida a un abandono en la niñez por una red de olores,
recuerdos y respuestas químicas. Y así sucesivamente.
El diario de un ángel está en sus alas. Como lo está el instinto, la guía, el
conocimiento de todo lo vivo. Si uno está preparado para escuchar.
Lo segundo a lo que me costó un tiempo acostumbrarme fue a la idea de volver a
experimentar mi vida como testigo silencioso.
Lo diré francamente. Viví una vida intensa. Pero no viví una buena vida. Así que
ya pueden imaginar lo que me parecía la idea de vivirla dos veces.

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Supuse que me habían hecho volver como castigo, como una especie de
purgatorio ligero. ¿Quién disfruta de verdad viéndose a sí mismo en la pantalla?
¿Quién no se estremece al oír el sonido de la propia voz en un mensaje de
contestador? Multiplíquese esta experiencia por tropecientos millones y se podrá
saber más o menos qué es lo que tengo entre manos. Espejo, videocámara, molde de
escayola… Nada de esto tiene mucho que ver con estar junto a ti misma en carne y
hueso, sobre todo cuando ese tú misma está jodiendo con empeño toda tu vida.
Veía todo el tiempo a otros ángeles. Rara vez nos comunicábamos como colegas o
compañeros, o como si estuviéramos en el mismo barco. En general los encontraba
criaturas sombrías y altivas, ¿o debería decir más tiesos que un palo de escoba?, que
contemplaban a su Ser Protegido tan intensamente como si él o ella estuviera
tambaleándose sobre el canalón del Empire State. Volví a tener aquella sensación,
como si estuviera de nuevo en la escuela, de ser la niña que llevaba falda cuando las
demás niñas llevaban pantalones. O la adolescente que se teñía el pelo de rosa veinte
años antes de que se pusiera de moda. Se me puede llamar Sísifo: estaba de vuelta
donde siempre había estado, preguntándome dónde estaba, por qué estaba allí y cómo
iba a salir.
Cuando el bebé empezó a respirar de nuevo, cuando Margot empezó a respirar de
nuevo, salí corriendo del piso y le di una patada al borracho enroscado en la parte de
abajo de las escaleras para despertarlo. Finalmente se despertó y resultó ser mucho
más joven de lo que había pensado. Michael Allen Dwyer. Recién cumplidos los
veintiuno. Estudiante de Química en la Universidad de Queen (o más o menos; me
enteré de que había suspendido casi todo). Lo llaman Mick. Conseguí toda esta
información sólo con darle con el pie en el hombro. No tenía ni idea de por qué
aquello no había funcionado con la chica muerta unos minutos antes. Podía haberle
salvado la vida.
Lo puse de pie, me incliné hacia su oído y le dije que la chica del piso cuatro se
había muerto y que había allí un bebé también. Él se volvió hacia el descansillo,
luego sacudió la cabeza y se pasó las manos por el pelo, desechando la idea. Lo
intenté de nuevo. «Cuarto piso, idiota. Chica muerta. Recién nacido. Necesita ayuda.
Ahora.» Él se detuvo en seco y yo contuve el aliento. «¿Podrá oírme?», seguí
hablando. «Sí, sí, eso es, sigue caminando.» El aire a su alrededor había cambiado,
como si las palabras salidas de mi boca hubieran despejado el fino espacio que había
entre él y la gravedad, entrando en las células de su sangre, picándole en el instinto.
Puso un pie en el primer escalón, tratando de recordar qué estaba haciendo allí.
Cuando subió los dos últimos escalones pude ver neuronas y células gliales
zumbando por su cabeza como pequeños rayos, un poco más lentas de lo habitual,
por el alcohol, aunque vibrando en fusiones sinápticas.
A partir de ese momento dejé que la curiosidad lo llevara de la mano y lo guiara
dentro. La puerta negra estaba abierta de par en par (gracias a mí). El bebé («no
puede ser, no puedo ser yo, ¿verdad?») estaba llorando con un gemido patético, como

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un gatito a punto de ser ahogado en un barril de agua. El ruido llegó clarísimo a los
oídos de Mick y lo devolvió de golpe a la sobriedad.
Yo estaba allí cuando trató de reanimar a la madre. Yo intenté detenerlo, pero él
insistió y se pasó una buena media hora frotándole las manos y gritándole a la cara
antes de que se le ocurriera llamar a una ambulancia. Entonces me di cuenta. Habían
sido amantes. Aquella niña era suya. Era mi padre.
Aquí hay que hacer un inciso. No conocí a mis padres. Me dijeron que habían
muerto en un accidente de coche cuando yo era muy pequeña, que la serie de
personas que se ocuparon de mí hasta mi adolescencia podían haber sido delincuentes
comemierda de muchos tipos, pero oye, me mantuvieron viva. Más o menos.
Así que no tenía ni idea de lo que estaba a punto de ocurrir en aquel momento de
mi existencia, y ni idea de cómo podía contribuir a que el resultado fuera mejor. Si mi
padre estaba vivo y bien, ¿porqué acabé yo donde acabé?
Me senté en la cama junto al bebé, observando al chico que sollozaba sobre el
cuerpo de la chica muerta.
Voy a intentarlo de nuevo: me senté en la cama junto a mí misma, observando a
mi padre que sollozaba sobre el cuerpo de mi madre. Se levantaba de vez en cuando
para estampar el puño en algo rompible, daba patadas a las jeringuillas que había por
la habitación y finalmente vació el contenido de la cómoda de cajones en un ataque
de rabia.
Supe más tarde que se habían peleado sólo unas horas antes. Se había marchado
dando un portazo y se había caído por las escaleras. Ella le había dicho que se había
acabado. Pero no era la primera vez que se lo decía.
Finalmente alguien llamó a la policía. Un guardia mayor cogió a Mick del brazo y
lo condujo fuera. Era el superintendente Hinds, a quien su mujer francesa le había
mandado aquella misma mañana los papeles del divorcio, debido sobre todo a la gran
cantidad de dinero que él había perdido con un caballo que tropezó en el último salto
y a una habitación infantil que permanecía vacía. A pesar de su humor, el
superintendente Hinds se compadeció de Mick. En el pasillo se discutió si había que
esposarlo o no. Estaba claro que la chica era una drogadicta, le dijo el
superintendente Hinds a un colega. Estaba claro que se había muerto al dar a luz. El
colega, una mujer, insistió en que se siguiera el protocolo. Eso significaba una buena
hora de interrogatorio. Significaba que no quedaran huecos en los formularios que
había que rellenar y por lo tanto, que no hubiera acciones disciplinarias de la oficina
central.
Cuestionarios. Mi verdadero padre y yo nos separamos por culpa de los
formularios. Mi joven vida tomó el rumbo que tomó por culpa de los formularios.
El superintendente Hinds cerró los ojos y se apretó el puente de la nariz con los
dedos. Yo me acerqué a él muriéndome por inclinarme sobre su oído y gritarle quién
era yo, que Mick era mi padre, que tenía que llevarse a la niña al hospital. Pero mis
protestas no fueron a ninguna parte. Ahora me daba cuenta de la diferencia entre

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Mick y el superintendente Hinds, la razón por la que había conseguido llegar hasta
uno y no hasta el otro: la capa de emociones, ego y recuerdos que rodeaba a Mick
había revelado una grieta, justo en el momento en que le había hablado, y como un
viento que mueve las piedras de su asentamiento en las grietas de una pared,
permitiendo que las gotas de lluvia penetren y, que la humedad se amalgame con la
piedra, así conseguí yo llegar hasta Mick. Pero el superintendente Hinds era duro de
pelar, por así decirlo. Me encontré con eso una y otra vez: algunas personas me oían,
otras no. En general, era cuestión de suerte.
Margot soltó un chillido. El superintendente Hinds puso firmes a sus
subordinados.
—¡Vale! —ladró al equipo de guardias que se habían reunido en el pasillo—.
¡Usted! —Señaló al primer guardia que estaba a su derecha—: Llévese al chico a la
comisaría para interrogarlo. Usted… —Señaló al segundo guardia que estaba a su
derecha—: Pida que venga aquí una ambulancia inmediatamente. —La guardia lo
miró expectante. Él suspiró—. Llame al forense.
De pura frustración, protesté al superintendente Hinds y a su equipo, rogándoles
que no detuvieran a Mick. Y luego grité porque nadie podía oírme, porque estaba
muerta. Y luego los vi esposar a Mick y llevárselo lejos de Margot por última vez.
Junto a él, en un estado paralelo del tiempo que se abría como un pequeño rasguño en
la tela del presente, vi cómo lo liberaban a la mañana siguiente y cómo lo recogía su
padre, y vi cómo pasaban días, semanas y meses mientras Mick relegaba la idea de
Margot al fondo de su cabeza, hasta que no fue más que una niña abandonada
alimentada por un tubo en el Hospital del Ulster, con una pegatina blanca en la cuna
de plástico que ponía «Bebé X».
Pero en ese momento, mi plan despegó. Si todo lo que había dicho Nan era
verdad, si no había nada inmutable, decidí que cambiaría todo en mi vida: mi
educación, mis decisiones románticas, el pantano de pobreza por el que me había
movido hasta los cuarenta. Y la cadena perpetua por asesinato que mi hijo estaba
cumpliendo en el momento de mi muerte. Oh, sí, todo iba a cambiar.

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3

ANTEOJOS EXTRATERRESTRES

Pasé lo que acabaron siendo unos seis meses en la unidad infantil del Hospital del
Ulster, lo sé porque Margot ya se aguantaba sentada cuando la dejaron marchar,
paseando por el pasillo, observando a los médicos que examinaban a Margot,
pequeña, con ictericia y aún en la incubadora, rodeada de tubos.
Más de una vez, el doctor Edwards, el cardiólogo pediatra que estaba a cargo de
la recuperación de Margot, afirmó que no pasaría la noche. Más de una vez, metí la
mano en la incubadora y se la coloqué sobre el corazón, devolviéndola a la Tierra.
Ahora he de admitir que se me pasó por la cabeza dejarla morir. Sabiendo lo que
sabía sobre la infancia de Margot, no es que hubiera mucho por lo que vivir. Pero
entonces, pensaba en los buenos tiempos. Cuando bebía café por las mañanas con
Toby en nuestro chirriante balcón en Nueva York. Cuando escribía mala poesía en
Bondi Beach. Cuando finalmente puse en marcha mi propio negocio, cuando contraté
a K. P. Lanes. Y pensé: «Vale, chica, hagámoslo. Vamos a vivir».
Descubrí varias cosas durante aquella época.
Primer descubrimiento: Vigilar, proteger, tomar nota de lo que hacía y querer a
Margot significaba no separarme apenas de su lado. Una o dos veces pensé irme a dar
una vuelta, ya saben, explorar un poco, tomarme unas minivacaciones en algún sitio
cálido. Pero casi no podía ni abandonar el edificio. Estaba atada a ella, y no sólo
porque era yo. Tenía un sentido del deber que nunca había experimentado durante mi
vida, ni siquiera como esposa y madre.
Segundo descubrimiento: Mi visión cambió. Al principio, pensé que me estaba
quedando ciega. Pero entonces todo volvía a ser como era antes: un hervidor era un
hervidor, un piano era de madera con teclas blancas y negras, etcétera. Cada vez más
me encontraba a mí misma viendo el mundo como si lo hiciera a través de un par de
anteojos extraterrestres. El doctor Edwards pasaba de ser un sosias de Cary Grant a
ser un maniquí de neón, rodeado de tiras psicodélicas de luz de colores que giraban
desde su corazón hasta lo alto de su cabeza, alrededor de los brazos, alrededor de la
cintura como un hulahop, hasta bajar a los dedos de los pies. Como una especie de
infrarrojo, pero cien veces más raro. Y ése no era el único modo en que cambiaba mi
visión: a veces veía períodos de tiempo paralelos (varias escenas en un minuto), y a
veces descubría que tenía visión de rayos X y podía ver lo que pasaba en la
habitación de al lado. Veía cosas como a través de una enorme lupa. Una vez, vi los
pulmones del doctor Edwards, llenos de pegotes de alquitrán negro, cortesía de su

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afición a los puros. Pero lo más raro fue cuando vi el embrión de la enfermera
Harrison, concebido aquella misma mañana, rodando por sus trompas de Falopio
como una pelota de pimpón informe, hasta que cayó al fin en las aterciopeladas
cámaras de su vientre, como una piedra arrojada a un estanque. Me quedé tan
hipnotizada que seguí a la enfermera Harrison al aparcamiento del hospital hasta que
recordé a Margot, y entonces corrí de vuelta a aquella sórdida habitación, llena de
lloros de recién nacidos.
Tercer, y más importante, descubrimiento: No tengo ningún concepto de tiempo
en absoluto. Ni ritmos circadianos que me digan cuándo es de noche, ni capacidad
para recordar cuándo es Navidad. Funciona así: puedo ver el tiempo, pero la idea del
reloj ya no tiene sentido para mí. Digámoslo así: cuando se contempla la lluvia, se
ven pequeños globos de agua, ¿no? A veces en forma de una espesa cortina de agua
que cae por la ventana. Cuando yo veo lluvia, veo miles de millones de átomos de
hidrógeno que chocan contra sus vecinos de oxígeno. Como si fueran platitos blancos
girando entre botones grises sobre un mostrador. Lo mismo me pasaba con el tiempo.
Veo el tiempo como una galería de arte de átomos, agujeros de gusanos y partículas
de luz. Me deslizo por el tiempo como el que se pone una camisa, o como se aprieta
el botón de un ascensor y se encuentra uno en el piso veintiuno. Veo períodos de
tiempo paralelos abiertos por todas partes, que revelan el pasado y el futuro como las
acciones que suceden en el otro lado de una esquina de la calle.
No existo en el tiempo. Lo visito.
Como pueden imaginar, esto plantea un ligero obstáculo fundamental para mi
plan. Si no puedo atrapar el tiempo, ¿cómo voy a cambiar la vida de Margot?
Pasé toda mi etapa en el hospital planeando los modos en que podría influenciar a
Margot para que cambiara. Le susurraría al oído las respuestas de todos los exámenes
en la escuela, incluso le gritaría que permaneciera apartada de los hidratos de carbono
complejos y del azúcar, quizá la animase a seguir ese impulso que tenía muy dentro
de dedicarse al atletismo. Después la empujaría hasta que llegase a la magnificencia
financiera. Este último fin era importantísimo. ¿Por qué? Créanme, la pobreza no sólo
significa pasar hambre. Significa que a uno se le esfuman delante de las narices todas
las oportunidades de su vida.
Me dije a mí misma que quizá ésa fuera la razón por la que había vuelto como mi
propio ángel guardián: no sólo para ver el puzle completo, como había dicho Nan,
sino para cambiar ligeramente las piezas y conseguir que surgiera una imagen
diferente, para volver a poner las posibilidades en el conjunto.

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4

UNA HEBRA DE DESTINO

Los padres de acogida que recogieron a Margot del hospital eran gente
sorprendentemente maja. Maja de los que llevan camisa blanca y vestido de seda.
Maja también en todos los demás sentidos.
Descubrí inmediatamente que habían intentado, y no lo habían logrado, tener
hijos durante catorce años. El hombre, un abogado llamado Ben, recorrió el pasillo
con las manos hundidas en los bolsillos. La vida le había enseñado a esperar lo peor y
dejar que lo mejor lo sorprendiera. Me identifiqué con él. Su mujer, una mujer muy
baja y muy ancha llamada Una, daba rápidos pasitos a su lado. Caminaba colgada de
su brazo y usaba la mano libre para frotar un crucifijo de oro que llevaba al cuello.
Ambos parecían muy preocupados. Estaba claro que el doctor Edwards no les había
pintado muy de color rosa el estado de salud de Margot.
Yo estaba sentada en la cuna cuando llegaron, con las piernas entre las frías barras
de metal vede y colgando hacia un lado. Margot se reía de las caras que yo estaba
poniendo. Ya tenía una risa muy sucia. Una risa descarada. Tenía una fina capa de
cabello rubio revuelto, exactamente del tono que yo me había pasado la vida
persiguiendo con un frasco de decolorante, y ojos azules redondos que acabarían
volviéndose grises. Dos dientecillos se habían abierto paso a través de sus encías
rosadas. De vez en cuando veía rasgos de sus padres en su cara: la fuerte mandíbula
de Mick. Los labios carnosos de su madre biológica.
Una, la madre de acogida, se llevó una mano al pecho y masculló:
—¡Es preciosa! —Se volvió hacia el doctor Edwards, que estaba detrás de ellos
con los brazos cruzados, más serio que un enterrador—. ¡Parece muy saludable!
Una y Ben se miraron. Los hombros de Ben, alzados hasta las orejas por la
emoción, bajaron aliviados. Ambos empezaron a reírse. Me encanta ver eso: la base
de un matrimonio feliz. Me intriga. En el caso de Una y Ben, era la risa.
—¿Les gustaría cogerla en brazos?
El doctor Edwards me quitó a Margot del regazo. La sonrisa dentona de ella se
desvaneció, y empezó a enfadarse, pero yo me llevé un dedo a los labios y puse otra
mueca. Ella soltó una risita.
Una gorjeó tantas alabanzas a Margot que finalmente se volvió hacia ella y le
lanzó su sonrisa de gato de Cheshire. Más alabanzas de Una. Ben la cogió, vacilando,
una de sus manitas gordezuelas entre las suyas e hizo ruiditos. Yo reí, y Margot
también.

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El doctor Edwards se frotó la cara. Había presenciado esta escena demasiadas
veces. Un profundo odio a la culpa le impulsaba a decirle lo peor a la gente para
evitar cualquier tipo de responsabilidad. Así que dijo:
—No llegará a los tres años.
El rostro de Una se convirtió en una ventana destrozada.
—¿Por qué?
—Su corazón no late de manera regular. No deja que la sangre llegue a todos los
órganos. Finalmente, el suministro de oxígeno que le llega al cerebro se interrumpirá.
Y entonces morirá. —Suspiró—. No quisiera que me culparan por no decírselo de
entrada.
Ben miró hacia abajo y negó con la cabeza. Todos sus peores temores se hacían
realidad. Una y él estaban malditos desde el día de su boda, se dijo a sí mismo.
Tantas, tantas veces tuvo que ver llorar a su esposa… Tantas veces había querido
llorar él mismo. Con cada desilusión se acercaba un paso más a la verdad: que la vida
era cruel, y acababa con un ataúd y gusanos.
Sin embargo, Una estaba genéticamente inclinada al optimismo.
—Pero… ¿cómo puede estar seguro? —soltó—. ¿No puede haber una posibilidad
de que su corazón se fortalezca? He leído acerca de niños que superaban toda clase de
enfermedades una vez encontraban un hogar feliz…
Yo me levanté. El valor me galvaniza. Siempre ha sido así. Era lo que más me
gustaba de Toby.
—No, no, no, no —dijo el doctor Edwards, algo fríamente—. Puedo asegurarles
con toda certeza que en este caso el diagnóstico es correcto. La taquicardia
ventricular es una desgraciada enfermedad y, por así decirlo, virtualmente
intratable…
—Ma ma ma —dijo Margot.
Una gimió y gritó encantada.
—¿Lo han oído? ¡Me ha llamado «mamá»!
El doctor Edwards aún tenía la boca abierta.
—Vuelve a decir «mamá» —le dije a Margot.
—¡Ma ma MA! —dijo ella, y soltó una risita.
¿Qué puedo decir? Yo era una monada de niña.
Una rió e hizo saltar a Margot en sus brazos, volviendo la espalda completamente
al doctor Edwards.
Por supuesto, yo ya había visto el corazón de Margot. Del tamaño de una ciruela
más o menos, tartamudeando de vez en cuando. La luz que circulaba por él a veces
palidecía y perdía intensidad. Sabía que algo iba mal. Pero pensé que no tenía
recuerdos de problemas en el corazón. Me rompieron el corazón muchas veces
cuando era adolescente, por amor no correspondido. Estaba claro que el problema no
era tan grande como el doctor Edwards estaba empeñado en declarar.
—Vivirá —susurré al oído de Una.

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Ella se quedó tiesa un instante, como si un deseo de su alma acabara de
conectarse con su manifestación en algún lugar del extremo del universo. Cerró los
ojos y dijo una oración.
Justo entonces vi al ángel guardián de Una. Un hombre negro alto apareció detrás
de ella y la rodeó con sus brazos, apretando la mejilla contra la suya. Ella cerró los
ojos y durante un instante la rodeó un resplandor blanco. Era una visión hermosa. La
luz de la esperanza. Durante todo el tiempo que había estado en el hospital, era la
primera vez que la veía. Él alzó la mirada hacia mí y me guiñó un ojo. Luego
desapareció.
Después de aquello llegó la hora de los formularios. Firme esto, firme aquello. El
doctor Edwards escribió un puñado de recetas y organizó varias visitas para que Una
y Ben llevaran a Margot para hacerle pruebas. Vi cómo Ben empezaba a desinflarse,
no había dormido la noche anterior, y Una asentía y tarareaba y decía que sí pero no
oía nada, así que me aseguré de que prestara atención. Cuando se habló de fechas, di
un empujoncito a Una:
—Será mejor que te lo apuntes, chata.

A Margot le pusieron el nombre por la enfermera Harrison, después de largas


discusiones en la sala del té entre el doctor Edwards y su equipo de enfermeras. Ella
soltó el nombre de mala gana después de que la enfermera Murphy sugiriera
«Graìnne», que a mí no me gustaba mucho. Fue, mais oui, una servidora la que le
metió el nombre a la enfermera Harrison en la cabeza. Cuando las demás le
preguntaron, ella atribuyó la elección a Margot Fonteyn, la bailarina. El apellido de
Margot, Delacroix, era el de su madre biológica, cuyo nombre, según supe, era Zola.
El hogar de Ben y Una estaba en una de las zonas más ricas de Belfast, cerca de la
universidad. Ben trabajaba mucho en casa. Su despacho ocupaba el espacio bajo
cubierta de su casa victoriana de tres pisos, justo encima del cuarto de los niños, que
estaba lleno de juguetes de todas clases y colores.
El tiempo que pasé allí estuvo envuelto en sospechas. Se estaba urdiendo algo. No
recordaba a Ben y a Una, no sabía que habían tenido un papel tan importante en mi
mortalidad. Margot rara vez ocupaba la elaborada cuna tallada a mano de caoba del
cuarto de los niños. En lugar de ello, Una la tenía en brazos sobre la cadera derecha
por el día, y se la acurrucaba contra el pecho izquierdo por la noche, calentita como
una tostada entre ella y Ben.
Se hablaba mucho de adopción, conversaciones que yo fomentaba de buena gana.
Cada vez que Ben dejaba que sus miedos se apoderaran de él («Pero, ¿y si se
muere?»), yo hacía cosquillas a Margot hasta que ella se reía histéricamente, o
extendía los brazos mientras trataba de dar su primer paso. Una estaba enamorada. Yo
también estaba enamorada de aquella mujer encantadoramente maternal, un tipo de
mujer que no había comprendido nunca antes, que se levantaba cada mañana antes

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del amanecer con una sonrisa, que se pasaba a veces horas observando a Margot que
dormía en sus brazos y sonriendo. A veces, la luz dorada que la rodeaba ardía de
manera tan brillante que yo tenía que mirar hacia otro lado.
Pero entonces apareció otra luz. Como una serpiente que se abriera camino sin ser
vista por la puerta trasera, un sordo tinte metálico se enredó una tarde alrededor de
Ben y Una cuando estaban sentados a la mesa, celebrando el primer cumpleaños de
Margot con un pastelito rosa y una única vela, y un surtido nuevo de juguetes
envueltos en papel de regalo. La luz, más bien una sombra, en realidad, parecía
contener una especie de inteligencia, como si estuviera viva. Me sintió y retrocedió
bruscamente cuando me puse de pie delante de Margot, abriéndose paso lentamente
hacia Una y Ben. El ángel guardián de Una apareció un momento. Pero en lugar de
detener la luz, se apartó a un lado. Como la hiedra, la luz se enroscó lentamente
alrededor de la pierna de Ben, antes de desaparecer convertida en polvo oscuro.
Caminé por el cuarto de estar. Me sentía furiosa. Sentía como si me hubieran
dado un trabajo que hacer y ninguna capacidad para llevarlo a cabo. ¿Cómo iba a
proteger a nadie si había esas cosas de las que nadie me había hablado?
Ben y Una siguieron con la fiesta de cumpleaños sin darse cuenta de nada.
Bajaron a Margot por las escaleras hasta el jardín trasero, donde ella dio sus primeros
pasos justo delante de la cámara Polaroid de Ben.
Estaba empezando a pensar que quizá Ben tuviera razón. Las cosas estaban yendo
tan bien que no era más que la calma que precedía a la tempestad.
Caminé de un lado a otro durante toda la tarde, y finalmente me puse a llorar.
Conocía demasiado bien el destino de la niñez de Margot, pero ver lo que podía haber
sido era un millón de veces más patético que la perspectiva de vivir todos aquellos
abusos una vez más. Decidí que tenía que hacer algo. Si Ben y Una adoptaban a
Margot, se educaría en un hogar lleno de amor. Crecería bien adaptada, seguramente
menos inclinada hacia la autodestrucción. Que se jodan los ricos. En ese momento,
habría dado mi alma inmortal para que Margot creciera sintiéndose merecedora de
amor.
Nandita vino algo después. Se lo conté todo: el nacimiento, el hospital, la
serpiente de luz… Ella asintió y juntó las palmas de sus manos en una postura de
contemplación.
—La luz que viste es una hebra de destino —explicó—. Su color sugiere que está
conectada con una mala voluntad. —Le pedí que se explicara mejor—. Cada hebra de
destino se origina a partir de una decisión humana. En este caso, no parece que la
decisión fuera buena.
Me sentía frustrada por no haber visto todavía al ángel guardián de Ben. De
nuevo Nandita me lo explicó.
—Dale tiempo —dijo—. Pronto lo verás todo.
—Pero ¿qué hago con esa hebra de destino? —dije, de mala gana.
Me parecía muy cursi.

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—Nada —dijo Nan—. Tu papel…
—Es proteger a Margot. Sí, lo sé. Lo estoy intentando. No puedo hacerlo si no sé
lo que significa esa luz, ¿verdad?
Descubrí lo que era la hebra poco después de que ocurriera.
Ben estaba trabajando en casa como de costumbre mientras Margot dormía. El
olor a pan fresco ascendía desde la cocina. Él se sintió tentado y se alejó del escritorio
el tiempo suficiente para que yo pudiera echar un vistazo al caso en el que estaba
trabajando: una acusación de asesinato contra un terrorista. Un fino círculo de sombra
rodeaba el nombre del terrorista.
No soy tonta. Me di cuenta en ese mismo momento.
Que fuera una elección humana, y por tanto, se suponía que yo tenía que permitir
que ocurriera, no quería decir que yo me quedase allí de brazos cruzados. Cuando la
sombra volvió a moverse, abriéndose paso con firmeza esta vez hasta subir por los
cuerpos de Ben y Una mientras se abrazaban en la cocina, yo la ataqué con furia. Ella
sabía que yo estaba allí, claro, pero esa vez no cedió. Era más fuerte ahora, del color
del cielo un minuto antes de que llueva, palpable como una manguera. Y nada de lo
que yo hiciera la hacía desaparecer. Ni cuando grité. Ni cuando me tumbé encima de
ella y le ordené que muriera.
A Ben le había costado meses convencer a Una de que se separara en algún
momento de Margot. Ahora que parecía que finalmente iban a adoptar, él razonaba
que era lógico que se fueran a celebrarlo. Así pues Lily, la mujer de suaves modales
que vivía enfrente, se llevó a Margot durante un par de horas mientras Ben y Una
salían a cenar a la luz de las velas.
Vi la sombra desenroscarse tras el coche. No se interesaba por Margot. Ella
barboteaba alegremente por la cocina de Lily, con una cuchara de madera en una
mano y una Barbie desnuda en la otra, reluciendo con una pálida luz dorada que se le
había pegado de Una.
Cuando la bomba del coche explotó, vi que la luz disminuía un poco, pero le
ordené que se quedara. Si podía conservar aunque sólo fuera un poco del amor de
Una, me conformaría. Tendría que hacerlo.

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5

LA PUERTA MEDIO ABIERTA

En este momento debo decir que estaba disfrutando de ser la madre de Margot mucho
más de lo que disfruté criando a mi hijo Theo. Esto no es nada personal contra Theo.
Lo único que ocurre es que él llego en un momento de mi vida en el que estaba más
interesada por la perspectiva de la maternidad que por su realidad. Lo cual, en mi
caso, incluía desorientación, tendencias suicidas e insomnio, mucho antes de que se
acuñara el término «depresión posparto», o incluso de que fuera socialmente
aceptable.
Después de varios días en casa de Lily, y cuando la noticia de la bomba atrajo a
todos los residentes del pueblo hasta Margot, portando pequeños regalos como
ofrenda por la pérdida de sus futuros padres, vi cómo una trabajadora social llegaba
para llevarse a Margot a su nueva familia de acogida. Era Marion Trimble, una joven
recién licenciada, pero por desgracia maldita con una ingenuidad a prueba de bomba.
Una educación entre algodones con unos padres amantísimos puede conducir a veces
a cosas malas. En este caso, condujo a Marion a mandar a Margot con una pareja de
acogida cuyas cálidas sonrisas eran tan falsas como sus intenciones.
Padraig y Sally Teague vivían junto a Cavehill en Belfast, cerca del zoo. Su casita
daba por detrás a un edificio abandonado cubierto de grafitis. Las ventanas estaban
tapiadas; había cristales rotos y basura repartidos por los jardines delantero y trasero.
Unos setos altos y descuidados ocultaban el lugar de la carretera que pasaba por
delante. No había razón para que alguien creyera que el edificio no estuviera vacío.
Pero nada más lejos de eso.
La decisión de convertirse en padres de acogida la tomaron una mañana soleada
después de que Padraig leyera un anuncio en el periódico en el que se buscaban
padres de acogida por la bonita suma de veinticinco libras a la semana. Bueno, eran
los sesenta: aún podía comprarse una casa por menos de mil. Una rápida serie de
cálculos mentales después, Padraig dedujo que, como padres de acogida, podrían
sostener su creciente negocio en la industria de la inmigración ilegal. Los
transportistas de inmigrantes pedían veinticinco libras por camión de hombres y
mujeres de Europa del Este y a veces llevaba tiempo encontrar trabajo para todos.
Pero una vez encontraban trabajo, Padraig y Sally se llevaban una tajada del noventa
por ciento de sus ganancias a cambio de «cama y comida» en el edificio en ruinas.
Mas, ansiosos por ayudar a sus camaradas inmigrantes a encontrar un puesto, Padraig

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y Sally acababan metiendo hasta veinte pobres tipos en una misma habitación,
durante meses y meses y, al final, hasta en su propia y sórdida casa.
Que fue la razón por la que Margot tuvo que compartir el cuarto de los niños con
tres polacos, todos electricistas, que acampaban en el mismísimo suelo, por la
mañana, la tarde y a veces la noche. La mayor parte del tiempo, fumaban. A veces
bebían vodka y tazas de sopa. La mayor parte del tiempo, Sally se olvidaba de
Margot y la dejaba allí todo el día, con el mismo pañal, la misma ropa, la misma
barriga vacía.
Nada de lo que yo le hiciera a Sally tenía efecto alguno. Ni una vez advirtió mi
presencia, ni una vez oyó ninguna de las peticiones que le hice a favor de Margot,
nunca sintió las tortas que le daba en la cara. Esto era porque, y más tarde aún más,
igual que la casa de Sally estaba llena de extranjeros ilegales, el cuerpo de Sally
estaba repleto hasta los ojos de demonios migrantes. La poca conciencia que le
quedaba la adormecía una dosis diaria de cannabis.
Por suerte, a uno de los polacos que vivían en el cuarto de los niños, Dobrogost,
le hizo gracia Margot, pues había dejado atrás a su propia hija de un año en Szczecin
para encontrar empleo en el extranjero. Ayudé a Dobrogost a encontrar trabajo en una
obra cerca de los muelles, lo convencí para que mintiera a Padraig y Sally acerca de
su sueldo y finalmente lo persuadí para que comprara leche artificial y comida para
Margot. La pequeña estaba cubierta de llagas por la desnutrición y la falta de cambio
de pañales. De vez en cuando, yo la cogía de la cuna y la ayudaba a caminar por la
casa de noche. Eso alarmó a Padraig y Sally; encontrarse a la niña vagando por el
pasillo a las tres de la mañana, soltando risitas al aire. Me sentí tentada de cogerla y
despertarlos de madrugaba mientras ella revoloteaba sobre la cama. Luego pensé que
mejor no.
Un día Dobrogost desapareció. Los nuevos residentes del cuarto de los niños
hablaban en voz baja del descubrimiento de una nómina, de un cuerpo en un
maletero, de una maleta lastrada arrojada al mar. Los nuevos residentes del cuarto de
los niños no llevaban bien que Margot llorara por la noche porque echaba de menos a
Dobrogost. Ella ya estaba empezando a ignorarme y ansiaba el afecto humano. Los
nuevos residentes del cuarto de los niños trataron de tirarla por la ventana. Primero,
cerré la ventana a cal y canto. Cuando rompieron el cristal, me puse delante e hice
que soltaran a Margot. Pero no pude evitar que la abofetearan tan fuerte que sus
hermosos ojos azules casi desaparecieron tras la piel morada e hinchada, ni pude
evitar que la arrojaran contra una pared, provocándole minúsculas fracturas en la
parte trasera de su pequeño cráneo. Lloré de impotencia al ver su carita
ensangrentada. Pero descubrí que podía evitar que la mataran suavizando sus golpes.
Salí muchísimas veces en busca de ayuda, pero era inútil. Nadie me escuchaba.
El tercer cumpleaños de Margot llegó y se fue. Su pelo seguía siendo una pequeña
nube algodonosa, su cara angelical y de mejillas de melocotón. Pero ya pude advertir
una dureza que empezaba a asentarse en ella. Una pérdida. La luz dorada que la había

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rodeado durante muchos meses después de la muerte de Una se había reducido.
Ahora sólo le rodeaba el corazón.

Una mañana temprano volvieron los residentes del cuarto de los niños de un turno de
noche. Muertos de aburrimiento. Se les ocurrió que sería gracioso drogar a Margot.
Por la ventana vi algo que me llamó la atención: una luz azul brillante que se movía
rápidamente por la calle. Cuando volví a mirar, vi que era el doctor Edwards, vestido
con una chaqueta de chándal blanca empapada de sudor, pantalones cortos azul
marino y zapatillas de deporte. Corría tan deprisa que ya se había alejado casi treinta
metros cuando tomé la decisión de acercarme a él. Cerré los ojos y, por primera vez,
rogué a Dios que me dejara llegar hasta él. Sí, a Dios. Nan había dicho que no había
nada fijo, y yo sospeché que aquélla era, literalmente, la última oportunidad de
Margot. Si no actuaba en ese momento, la vida que yo había vivido acabaría antes de
poder recordarla, y no habría una segunda oportunidad.
Tan pronto hube acabado mi «oración», me encontré corriendo al lado del doctor
Edwards. Gracias a nuestro último encuentro, sabía que tenía que superar su amor por
la lógica. Nunca actuaría por impulso. Tenía que venderle una historia, tenía que
plantearlo de tal manera que lo impulsase a actuar.
Mientras corría, luchando por pensar cómo conseguir que aquel hombre se
acercara a la puerta de la casa y pidiera entrar, me descubrí de pronto frente a él,
quieta, y él corriendo hacia mí. Mirándome de frente.
—¿Puedo ayudarla? —dijo, deteniéndose y jadeando.
Miré a mi alrededor. «¿Podía verme?» Le eché una rápida mirada, con cuidado de
que no se me despistase y comprobando enseguida que estaba dirigiéndose a mí. Vi
que lo cubrían emociones y pensamientos y, en lugar de las astillas que aparecían a
veces cuando las personas me permitían entrar en sus conciencias, había un pequeño
cordón que parecía conectar de algún modo con mi aura, haciendo que ambos
estuviéramos en ese momento en el mismo plano.
Me sobrepuse rápidamente a la sorpresa. El tiempo era esencial.
—Hay una niña ahí —dije con vivacidad, señalando la casa de Sally y Padraig—.
Usted le salvó la vida una vez. Necesita que la vuelva a salvar.
Él se dio la vuelta lentamente y miró hacia la casa. Dio un paso hacia ella, otro.
Vi que un coche de policía giraba por la esquina, y di un salto. El doctor Edwards no
era un superhéroe; necesitaba refuerzos. Corrí hacia el coche de policía, me incliné
hacia el motor cuando el conductor aceleraba y tiré de un cable. Funcionó. El chisme
se detuvo, gimió y se escacharró. Ambos guardias salieron del vehículo en segundos.
El doctor Edwards se asustó bastante cuando se dio cuenta de que a la persona
que acababa de decirle que había una niña muriéndose no se la veía por ninguna
parte. Caminó lentamente hasta la casa y llamó a la puerta. Nadie respondió. Él miró
calle arriba y calle abajo, estiró las pantorrillas y volvió a llamar. Atraje la atención

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del sargento Mills, uno de los policías que estaban intentando arreglar el motor, hacia
el doctor Edwards. El sargento Mills había oído rumores de que en aquella casa había
problemas, y un hombre escasamente vestido llamando a la puerta al amanecer
despertó aún más sus sospechas.
Cuando se acercaban el sargento Mills y el sargento Bancroft, la puerta se abrió.
Una pulgada. El amargo aliento de Padraig que salía de la abertura hizo retroceder un
paso al doctor Edwards.
—Oh, hola —dijo el doctor Edwards. Se rascó la cabeza, no muy seguro de lo
que debía decir. Padraig lo miró y gruñó. El doctor Edwards se recompuso—. Me han
informado de que aquí hay una niña enferma —dijo—. Soy el doctor Edwards.
Sacó la identificación del hospital del bolsillo. Ni él ni yo supimos cómo había
llegado hasta allí.
La puerta se abrió un poco más.
—¿Una niña enferma? —repitió Padraig. Sabía que había una niña. Muy
probablemente enferma. No estaba muy dispuesto a dejar entrar a médicos. Pero
podía haber problemas si decía que no.
La puerta se abrió más aún.
—Arriba. Tercera puerta a la izquierda. Dese prisa.
El doctor Edwards asintió y subió trotando las escaleras. Inmediatamente, sus
fosas nasales se vieron asaltadas por un amargo hedor a sudor y a cannabis. Pudo oír
dos, tres acentos diferentes susurrando en las habitaciones junto a las que pasó. Se
apresuró hasta llegar al cuarto de los niños. Pudo oír ruidos de varios pies pesados
que se arrastraban. Y el llanto de una niña.
Los policías se encontraban ya delante de la casa. Padraig había dejado la puerta
abierta de par en par. El sargento Mills sugirió que entraran. El sargento Bancroft se
sentía menos inclinado a hacerlo; pensó que desayunar le parecía mucho más
atractivo. Razonó, insistiendo, que tenían que informar de la avería del motor.
Empezaron a alejarse.
El doctor Edwards empujó la puerta del cuarto de los niños. Yo lo seguí. Lo que
vio le hizo soltar un taco en voz alta. Más allá de una nube de humo, distinguió una
niña pequeña manchada de sangre atada a las patas de una silla. Junto a ella, dos
hombres y una pipa de agua. La cabeza de la niña oscilaba como un huevo en un
platillo.
El doctor Edwards, hombre amante del golf, del silencio y de las apacibles tardes
de domingo, se lanzó hacia la niña y dio una patada a la silla para liberarla, pero no
antes de que un puño ucraniano entrara en contacto con su sien.
—¿Qué ha sido eso?
Abajo, el sargento Mills sacó la pistola y volvió a dirigirse a la puerta. El sargento
Bancroft suspiró. De mala gana, abrió la funda de su pistola. Debía cinco libras al
sargento Mills. En cualquier otro momento, habría defendido sus derechos y se habría
ido por un bollo.

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—¡Es la policía! ¡Abran o entraremos por la fuerza!
Pasaron unos segundos. Otra advertencia del sargento Mills. Y entonces, con todo
el ánimo que yo pude insuflarle, de los labios de Margot salió un chillido corto y
penetrante.
Fue el sargento Bancroft el que descubrió las habitaciones de abajo llenas de
hombres y mujeres de ojos hundidos y ropa infestada de pulgas, comiendo en cajas de
cartón, durmiendo en hileras. De pronto sus escasos conocimientos de francés
traspasaron la barrera de su memoria y comprendió que la mujer que estaba debajo
del sofá le decía que eran inmigrantes prácticamente secuestrados por el hombre que
acababa de salir por la ventana del cuarto de baño hacía un momento. Que querían
marcharse a casa.
Fue el sargento Mills el que ayudó al doctor Edwards en su lucha en el piso de
arriba, el que descargó su pistola en el brazo del hombre que se había sacado una
navaja del bolsillo y el que esposó al otro a la cuna. Fue el doctor Edwards el que
recogió a Margot, tan ligera y frágil que él se quedó sin aliento, y la sacó de la casa
para que le diera el primer rayo de sol que le acariciaba la cara desde hacía meses.
Mientras la sujetaba en aquella tranquila calle, buscándole el pulso, yo extendí la
mano y le toqué la cabeza. Un destello de memoria me atravesó. Justo un brillito. La
cara de un hombre inclinada sobre mí, con un reguero de sangre sobre la frente por la
pelea que había tenido arriba. Recordé aquel momento. Las manos del doctor
Edwards le temblaban mientras examinaba el pequeño cuerpo de Margot, tomándole
el pulso. Vi mi oportunidad.
—Llévesela a casa —le susurré al oído.
Para alivio mío, oyó cada una de mis palabras.

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6

EL JUEGO

Dada la urgencia extrema que requería el estado de Margot, la policía no puso


objeción alguna a que el doctor Edwards se la llevara a su casa para tratarla.
Margot pasó las dos semanas siguientes en una blanda cama limpia con vistas a
suaves colinas y cielos claros. No es que mirara mucho por la ventana; se pasaba la
mayor parte del tiempo durmiendo. Yo me entretuve con un buen libro (el doctor
Edwards tenía una enorme colección de Dickens, primeras ediciones nada menos) en
una tumbona junto a la ventana. Le habían puesto un gotero y dieta de fruta fresca,
verduras y leche. Poco a poco, los hematomas de sus piernas y brazos se
desvanecieron, así como las sombras azules bajo sus ojos. Pero la luz dorada que
tenía alrededor del corazón no regresó.
El doctor Edwards (o Kyle, como le dijo a Margot que lo llamara), tenía esposa y
dos hijas, una de trece años y otra de dieciocho. En la repisa de la chimenea, en los
largos estantes que dominaban la escalera de caracol y en el escritorio victoriano de
su despacho se acumulaban fotos de todas ellas. Percibí una especie de cisma en la
unidad familiar: la hija mayor, Karina, posaba en cada foto como una glamurosa
modelo, con una mano recogiéndose el largo pelo oscuro sobre la cabeza, el otro
brazo en la cintura, y siempre con un pucherito y un guiño. Pero lo más revelador era
que la esposa, Lou, aparecía en todas las fotos rodeando a Karina con el brazo,
aunque sin la menor sonrisa. Cada vez que aparecía la hija pequeña, que era Kate,
ésta permanecía lejos de su madre y de su hermana mayor, con la cabeza ligeramente
inclinada de modo que su pelo liso y oscuro le cubría a medias la cara, con las manos
unidas delante de ella. Aun cuando el espacio aconsejaba que estuvieran bien juntas,
me di cuenta de que Kate siempre se apartaba de modo que ninguna parte de su
cuerpo tocaba ni a Lou ni a Karina.
Es más, la reconocí. Una vaga imagen se desperezó desde los muelles de mi
memoria: una lámpara de mesa de porcelana que caía al suelo y se hacía añicos. Un
juego de mesa. Intensa luz del sol que se colaba a través de la puerta de un cobertizo
y el rostro de Kate, contorsionado en un grito o en una carcajada. Miré por la ventana
hacia la parte trasera del largo jardín. Un gran cobertizo de madera. Debía de ser
aquél.
Lou, Kate y Karina estaban pasando el mes en Dublín, en casa de los padres de
Lou. Kyle pasaba los días intentando hacer trabajillos en la casa mientras Margot
dormía, pero estaba claro que el estado de las cosas lo distraía. Una caja-nido a medio

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hacer, un marco de puerta sin pintar… Lo seguía durante la mayor parte del tiempo,
asegurándome de que no quedaran clavos que Margot se pudiera tragar o pisar.
Podía ver lo que le andaba rondando por la cabeza a Kyle, de manera bastante
literal. Había sacado el dossier médico de Margot de sus archivos y poco a poco fue
recordando a la niña a la que había tratado unos años antes, la niña que se suponía
que no viviría tanto tiempo, sobre todo en una casa llena de drogas y violencia.
Películas cortas de preocupación y confusión se proyectaban en su cabeza durante
largas veladas en las que se echaba delante de la televisión con un gin-tonic. Hasta en
el baño, las preguntas lo bombardeaban. «¿Cómo es que sigue viva? La taquicardia
ventricular es incurable… ¿Me equivoqué al advertir a sus padres de acogida de su
muerte inminente? Hablando de lo cual, ¿quiénes son esos tipos? ¿Qué estaba
haciendo Margot en su casa?»
No podía dormir. Yo lo observaba, perpleja, cuando él bajaba de puntillas a su
despacho a altas horas de la mañana, cubriendo su escritorio de libros y revistas
médicas. Y yo quería responder, porque de algún modo lo sabía, íntima y
precisamente, a su duda con el mayor detalle. No era taquicardia ventricular. Margot
tenía una estenosis aórtica valvular, que requeriría un ecocardiograma transtorácico, o
una ecografía cardíaca. En aquellos días, la ecografía cardíaca era tan corriente como
las gallinas con dientes. Me acerqué al escritorio de Kyle y dejé abierta una de sus
revistas por un artículo del doctor Piers Wolmar, profesor de la Universidad de
Cardiff, que hablaba específicamente de la ultrasonografía. Hojeé las páginas un poco
para llamar la atención de Kyle. Él finalmente se acercó a la revista, la cogió y se la
acercó a la cara. Por octava vez aquel día, había perdido las gafas.
Lo leyó a fondo, dejando a un lado la revista de vez en cuando para pensar en voz
alta. Empezó a cuestionarse a sí mismo. ¿Y si al final no era taquicardia ventricular?
¿Y qué era ese procedimiento que describía el doctor Wolmar? ¿Ecocardiografía? La
tecnología estaba avanzando tan deprisa que hacía que la cabeza le diera vueltas.
Se pasó el resto de la tarde escribiendo una carta al doctor Wolmar, describiendo
los síntomas de Margot y pidiendo más información acerca de cómo tratarla. Cuando
el sol empezaba a salir sobre el Ulster como un gong, él se acabó durmiendo con la
cara apoyada en el escritorio.

Lou, Kate y Karina volvieron de Dublín. No, no sólo volvieron: explotaron en la casa
a través de la puerta de la cocina, cargadas con una cantidad impresionante de
maletas rebosantes y llamando a gritos a Kyle.
Margot se agitó. Kyle estaba junto a su cama, leyendo más artículos del doctor
Wolmar sobre ecocardiografía. Ella se despertó y se encontró con un estetoscopio en
el pecho desnudo. Alzó rápidamente la vista para mirar a Kyle y luego a mí. Yo le
aseguré que todo estaba bien. Ella reclinó la cabeza en la almohada y bostezó.
Kyle guardó rápidamente su estetoscopio al oír los gritos de abajo.

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—Bueno, Margot —dijo en voz baja—, sé buena chica y quédate aquí un
momento mientras hablo con mi mujer y mis hijas. Ellas todavía no saben que estás
aquí.
Margot asintió y se enroscó de lado. Me hizo una mueca y yo se la devolví, pero
la vez siguiente que me miró, no pudo ver que yo estaba allí. Creyó que me había ido.
Seguí a Kyle abajo. Karina y Lou hablaban a la vez, haciendo un apresurado
relato de sus vacaciones. Kate se sentó a la mesa de la cocina y se examinó las uñas.
Kyle alzó ambas manos delante de Karina y Lou como mostrando que se rendía. Les
dijo que se callaran.
—¿Qué pasa, papi? —dijo Karina, irritada.
Kyle señaló hacia arriba.
—Arriba, en el cuarto de invitados, tenemos una niña pequeña.
Lou y Karina intercambiaron miradas asombradas.
—¿Qué, papi?
—Kyle, explícate ahora mismo.
Él dejó caer las manos.
—Lo haré, pero no de inmediato. Está enferma y probablemente aterrorizada con
el ruido que estáis haciendo. Me gustaría que subierais en silencio a saludar.
—Pero…
Él miró por encima de las gafas a Lou y ella apretó con fuerza los rojos labios. Yo
sonreí sarcásticamente. Qué alegría debía haber sido vivir con ella los últimos veinte
años. Kyle merecía una medalla, o posiblemente una celda acolchada. No estaba
completamente segura.
Sin una palabra, Kate subió detrás de los demás hacia la habitación de Margot.
Los colores que la rodeaban me preocuparon. A veces emitía una luz rosa intenso,
que le latía desde el corazón, pero luego cambiaba a rojo sangre, y en lugar de latir,
fluía de ella. Incluso el ritmo cambiaba: en lugar de pulsar de manera vibrante (que es
lo que hacían la mayor parte de las auras, fluir y latir como un corazón) el color se
movía tan letárgica y pesadamente como la lava. A veces se le paraba en la garganta,
donde parecía arder. Y me di cuenta de que a pesar de su plácida presencia de alhelí,
estaba furiosa. Hervía de rabia contenida. Yo no sabía por qué.
Y no me importaba gran cosa. Era su ropa lo que realmente me llamaba la
atención. Al seguirla por las escaleras, advertí su interés por todo tipo de imágenes
satánicas: camiseta negra con un demonio de cuernos pintado en la espalda,
pendientes de demonios y, algo de lo que sus padres seguramente no sabían nada, un
tatuaje de seis centímetros en el omóplato derecho de una cruz invertida.
Se detuvo en mitad de las escaleras. Lou, Kyle y Karina siguieron avanzando sin
ella. Se dio la vuelta y me miró directamente con ojos del mismo tono marrón que
una fosa séptica. Sin calidez alguna.
—Vete —dijo llanamente.

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«¿Me está hablando a mí?», pensé. Entonces lo vi, exactamente como lo había
visto circular alrededor de Kyle: la capa de emociones de Kate tenía un lazo que la
conectaba con mi entorno. Pero, cosa rara, su lazo era como un tentáculo oscuro que
conectaba no sólo con mi entorno, sino con otra parte. Una parte que yo aún no había
conocido.
Cuando me di cuenta de que se estaba dirigiendo a mí, que podía verme, me
erguí.
—Me temo que me vas a tener que obligar —contesté.
—Vale —se encogió de hombros—. Pero no creas que te va a gustar.
Se dio la vuelta y siguió subiendo.
Negué con la cabeza y solté una risita, aunque estaba preocupada. Su perspicacia
me había descolocado. ¿Quién más, o qué más, podía verme?

Karina se derritió con Margot como si fuera una muñeca de carne y hueso. Antes de
que pudiera abrir la boca, Karina la cogió por debajo de los brazos y se la llevó a su
habitación, donde sacó todo el contenido de su cajón de maquillajes y convirtió a
Margot en una reina de la belleza en miniatura. Lou cruzó los brazos, dio golpecitos
con el pie en el suelo y escupió a Kyle un torrente de quejas. ¿Cómo se le había
ocurrido traer a casa a una desconocida? ¿Y durante cuánto tiempo, exactamente? ¿Y
si sus padres de acogida drogadictos venían a buscarla? Etcétera, etcétera.
Kyle trató de explicar que aquélla era la niña de la que se había ocupado cuando
llegó al hospital el día de su nacimiento, huérfana y casi muerta, y que el destino los
había vuelto a reunir. Pensó en hablarles de mí, la extraña mujer que había visto en la
calle a las seis de la mañana, que le había dicho que entrara en la casa del otro lado de
la calle y salvara a Margot, pero se lo pensó mejor.
—¡Siempre haces lo mismo, Kyle! —chilló Lou—. ¡Siempre tienes que ser el
salvador de todo el mundo! ¿Qué hay de mí, eh? ¿Y de Karina y Katie?
—¿Qué pasa con ellas? —dijo, encogiéndose de hombros.
Ella alzó las manos al cielo y salió de la habitación. Kyle soltó un largo suspiro e
hizo chasquear los nudillos. Yo le di una salva de aplausos. El premio Nobel a la
Santa Paciencia es para…
Me picaban las alas. Fui al dormitorio de Karina y me senté en la cama junto a
Margot. Ella estaba encantada con todo el material rosa y azul que Karina le estaba
pegoteando sobre la cara. Y yo que siempre me había preguntado de dónde venía mi
afición al maquillaje: mi madre adoptiva nunca lo llevaba, y no tenía hermanas
mayores. Kate estaba en la puerta, observando. Me miró, y luego miró a Margot.
—¿Quién es?
Karina suspiró con dramatismo.
—Vete, Kate. Margot y yo tenemos una fiesta de maquillaje, y tú no estás
invitada.

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—¿Se llama Margot?
—Margot —repitió Margot, y sonrió, orgullosa.
Finalmente, Kate le devolvió la sonrisa.
—Creo que tú y yo nos vamos a divertir, Margot.
Se dio la vuelta y se marchó.

Poco a poco, Margot fue saliendo de sí misma como un cangrejo que se aventurara
fuera de su caparazón bajo un cálido sol tropical. Se convirtió rápidamente en la
versión de tres años de Karina: usaba frases que usaba Karina («¡Eso es genial!»),
insistía en llevar ropa igual a la de Karina y bailaba con ella al ritmo de los Beatles
mucho después de la hora de irse a la cama. También desarrolló un apetito de caballo.
Yo no sabía que era tan adorable de pequeña. Tan graciosa, tan inocente. Una vez,
Margot se despertó asustada por una pesadilla, mientras yo la observaba preocupada.
Era un recuerdo de la época que había pasado con Sally y Padraig. Antes de que
pudiera despertar a los demás con sus gritos, la rodeé con mis brazos y la acuné en la
cama. Un intenso dolor se le aferraba al corazón, como un vicio. Cerré con fuerza los
ojos y traté de convocar lo que fuera que la hubiera curado antes. La suave luz dorada
que se había desvanecido hasta convertirse en un lejano resplandor parpadeó, como
una vela a lo lejos. Deseé que ganara fuerza. Creció hasta llegar al tamaño de una
pelota de tenis, lo bastante grande como para rodearle el corazón. Su respiración se
regularizó, pero pude ver su corazón y el peligro que allí había. Aunque estaba llena
de calma y amor, tenía un problema en el corazón cada vez mayor, que había que
arreglar. Deseé que Kyle pudiera actuar rápidamente.
A la mañana siguiente, Kyle recibió una carta del doctor Wolmar. Decía que
estaría encantado de hacerles una visita en el futuro y aconsejar a Kyle sobre el
procedimiento y el equipo necesarios para la ecocardiografía. También dijo que, por
lo que le decía de los síntomas de Margot, seguramente estaría sufriendo de estenosis
aórtica, lo cual era enteramente tratable.
Karina estaba en el comedor, enseñándole un baile a Margot. Lou se había ido de
compras. Se oyó una voz desde el jardín:
—¡Margot, Margot! ¡Sal a jugar!
Kate. Sonriendo. Kyle alzó la vista, la vio en la ventana y se puso de pie de un
salto. Estaba emocionado al ver que Kate mostraba su sonrisa anual. Corrió al
comedor.
—¡Margot! —gritó—. ¡Ve a jugar con Kate!
Karina puso mala cara.
—¿Con qué, con dagas? ¿Torturando animales?
Kyle frunció el ceño.
—No seas así, Karina. ¡Vamos, Margot!

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La cogió de la mano y la acompañó fuera. Ella dudó cuando vio a Kate. Miró a
Kyle y luego a mí. Yo asentí. «Sí, nena, yo también voy. No te preocupes».
Kate agitó la mano e invitó a Margot a jugar con ella en el cobertizo.
—No quiero ir —dijo Margot.
—Venga, tonta —dijo Kate sonriendo—. Hay chocolate. Y los Beatles.
—¿Beatles?
—Sí, Beatles.
Margot entró alegremente en el cobertizo.
Una vez dentro, Kate cerró con llave. Comprobó por las ventanas que sus padres
estaban aún en la casa y luego corrió las cortinas para no dejar pasar la luz del sol. El
polvo cubría un par de viejas bicicletas y una segadora desmontada. Yo esperé en un
rincón. Ella me miró y luego volvió a mirar a Margot. «¿Qué se propone esta cría?»
—Ahora, Margot, —dijo—, vamos a jugar a un jueguecito. Los juegos son
divertidos, ¿verdad?
Margot asintió y se retorció la falda. Estaba esperando oír a los Beatles. Kate
colocó el tablero en el suelo y en ese instante me di cuenta de dos cosas:
1. Era el tablero que yo recordaba.
2. No era un tablero de juego. Era una güija.
Kate se sentó en el suelo y cruzó las piernas. Margot hizo lo mismo. Yo pensé
rápidamente: «¿Voy y llamo la atención de Kyle? ¿O me quedo aquí y veo lo que está
tramando Kate?».
Kate apretó las yemas de los dedos sobre el triángulo de cartón que señalaba
hacia las letras del alfabeto del tablero.
—Esto nos dirá el nombre de tu ángel —le dijo a Margot.
Margot sonrió a su vez. Se dio la vuelta y me miró, emocionada.
—¿Cómo se llama el ángel que hay aquí?
La voz de Kate sonó dura y fría.
Lentamente, una oscuridad se coló en el cobertizo. Margot miró a su alrededor,
estremeciéndose.
—Quiero ir con Karina —dijo en voz baja.
—No —dijo Kate—. Estamos jugando a un juego, ¿recuerdas?
Dejó deslizarse el marcador de cartón. Lentamente, unas manos invisibles
movieron el marcador hacia la R. Luego la U. Luego la T. Luego la H. Hola. Una
manera muy desagradable de conocerse a sí misma.
—Ruth —dijo Kate, con los ojos brillantes—. Vete.
Yo no me moví. Nos miramos fijamente a los ojos durante unos segundos. Fui
consciente de que unas formas oscuras se deslizaban por la parte trasera del
cobertizo. Por primera vez en mucho tiempo, sentí miedo. No sabía qué esperar.
—Vale —dijo Kate—. Siervos de Satán, llevaos a Ruth.
Margot se levantó.
—Quiero irme —dijo, con los labios temblando.

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Ella también podía sentir las cosas oscuras. Tenía que sacarla de allí. Di un paso
hacia delante, protegiéndola. Pude ver la gran sombra oscura que se dirigía hacia mí.
Kate estaba chillando negros conjuros que habría aprendido en las malvadas historias
con que se llenaba la cabeza. Hablé en voz alta.
—Kate, no tienes ni idea de lo que estás haciendo…
No había acabado la frase antes de sentir que arrojaban algo contra mí por el aire.
Alcé una mano y deseé que un potente rayo de luz iluminara la habitación. En el
momento en que la luz se reflejó contra el objeto arrojado, también desvió su
trayectoria, haciéndolo caer al suelo con un chasquido. Pero el que lo había arrojado
se disponía a cargar de nuevo, haciendo vibrar todo el cobertizo con sus fuertes
pisadas.
Traté de enviar otro rayo de luz, pero no salió. Podía sentir que la cosa del tamaño
de un elefante corría hacia mí. Margot gritó. Me coloqué delante de ella, cerré los
ojos y me concentré con fuerza. De pronto la luz surgió de mi mano con tal
intensidad que me hizo tambalearme hacia atrás. Con un ruidoso gruñido, la
oscuridad que teníamos casi encima se desintegró en una nube.
La puerta del cobertizo se abrió, dejando entrar la luz del sol. Había estado
lloviendo antes. Ahora el cielo estaba azul, y un sol cegador cortaba la oscuridad
como una cuchilla. Margot corrió hasta la casa, llorando. Yo me mantuve firme,
mirando a Kate que yacía en el suelo, asombrada. Junto a ella, una vieja lámpara de
cerámica en pedazos.
—Te recomiendo que te busques un nuevo juego —dije, antes de volver junto a
Margot.
Kate no volvió a tocar el tablero.

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7

CAMBIO DE CORAZÓN

Cuando Margot llegó a la edad en que se posee una razonable capacidad de


comprensión, yo reventaba de ganas de darle montones de consejos. «Cuando
cumplas dieciséis años, tendrás unas ganas completamente nuevas de caer rendida
ante un chico llamado Seth. No lo hagas.» «¿Por qué?» «Confía en mí.» «Vale.» «Te
va a encantar Nueva York, cielo.» «¿Dónde está Nueva York?» «En Estados Unidos.
Estoy impaciente porque vayas.» «¿Están allí los Beatles?» «Algo así. Pero lo más
importante es que hay una mujer llamada Sonya que conocerás cuando tu perro se
suelte de la correa y arme un revuelo en el bar de la Quinta Avenida. Mantente
alejada de ella.» «¿Por qué?» «Porque te robará el marido.»
Poco antes de la Navidad de su cuarto año, empezó a ignorarme completamente.
Pasaban semanas y ella ni me miraba. Era como si el viento se estuviera calmando,
como si las piedrecillas de su conciencia se estuvieran colocando en su lugar,
impidiendo que penetrara mi influencia.
Me puse ansiosa. Me sentía abandonada, perdida y vencida. Creo que había
empezado a tomarme mi trabajo un poco más en serio en aquel momento. Y creo que
la verdad se hizo al fin evidente: yo estaba definitivamente muerta de verdad. Era un
auténtico ángel guardián.
Me obsesioné con mi reflejo (sí, aún lo tenía; soy un ángel, no un vampiro). No
podía quitar la vista del agua que me fluía de los hombros, abriéndose paso sin
interrupción a través de mi penoso e informe vestido blanco, como unas coletas
plateadas a lo Rapunzel. Aparentaba unos veintitantos años, aunque mi pelo era
distinto: no estaba decolorado. Mi color natural, marrón caramelo, me llegaba a los
hombros en rizos y tirabuzones. Tenía senos, genitales, incluso mis horribles dedos
gordos de los pies en forma de cuarto creciente. Tenía vello en las piernas. También
era ligeramente luminosa, como si en lugar de sangre circulasen por mis venas
minúsculas luces LED.
Margot cada día se parecía más a una versión femenina de Theo. Empecé a
sentirme hundida por el pasado, tan centrada en lo que había perdido y lo que había
desperdiciado y en cómo no podría nunca solucionarlo, que casi olvidé lo que se
suponía que estaba haciendo. Debía vigilar a Margot, cuidarla. Los niños crecen muy
deprisa. Cuando desperté de mi pequeño viaje autocompasivo ella había crecido
varios centímetros, se había cortado el pelo y estaba total e irrevocablemente
convertida en una segunda Karina. Tenía mucha presencia. Pero eso era bueno. Había

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aprendido a enfrentarse a Kate y parecía estar resistiendo la debilidad de su corazón
gracias a la pura desfachatez preadolescente.
Entonces, un día, se desmayó en el parque. Yo estaba tumbada debajo del
columpio, haciéndole cosquillas bajo las rodillas mientras oscilaba como el péndulo
del reloj de la vida por encima de mí, con la falda blanca flotando en la brisa, y en un
empujón hacia delante estaba riendo, y al retroceder estaba desmayada en el asiento,
inconsciente. Karina chilló. Margot cayó hacia atrás del columpio y se golpeó con el
suelo, pero no antes de que yo le hubiera sujetado la cabeza y evitado que se rompiera
el cráneo contra el cemento.
Kyle estaba corriendo alrededor del prado de enfrente. Karina salió disparada a
buscarlo, dejando a Margot en el suelo, con las piernas dobladas de manera extraña
bajo el cuerpo y los labios azulados. Pude ver los ventrículos de su corazón, y
mientras uno era grueso y transparente, el otro estaba tan pinchado como el
neumático de una bicicleta. Me incliné sobre ella y le apreté el corazón con la mano,
y esta vez la luz era dorada, una luz sanadora, que eliminó todo el azul de sus labios y
ojos. De momento.
Kyle y Karina corrieron hacia nosotros. Kyle cogió a Margot por debajo de los
hombros y le tomó el pulso. Apenas respiraba. La llevó hasta el coche y la condujo
directamente al hospital.
Me maldije a mí misma. No había prestado suficiente atención. Anduve por el
hospital, pensando en lo que tenía que hacer.
Y entonces ocurrió.
Primero, apareció Nan, sonriente y tranquila como de costumbre. Me colocó una
mano sobre el hombro y me hizo mirar hacia una pared vacía. Yo estaba a punto de
irritarme («¿Una pared?») cuando apareció una visión: una «película» tridimensional
de la cirugía de corazón que Margot necesitaba. Nan me dijo que observara, recordara
y repitiera todo lo que veía al cirujano. Lo entendí. Era un seminario informativo.
Así que observé. Era una visión del futuro tal como yo lo iba a dirigir. Apareció
una voz en mi cabeza, una voz femenina, estadounidense, diciéndome lo que
significaba cada acción, para qué servía, por qué no se había llevado aún a cabo esa
técnica en particular en estas tierras, hasta dónde había que llevar el escalpelo,
etcétera. Yo escuchaba y descubrí que cada palabra que se decía, cada acción, se
fijaba claramente en mi memoria como gotas de lluvia sobre un coche encerado. No
olvidé nada, ni un solo adverbio o signo de admiración.
Cuando la visión se desvaneció, Nan me condujo al quirófano. No parecía que
hubiera pasado el tiempo: la enfermera que se estaba poniendo la mascarilla cuando
empezó la visión aún estaba luchando con los cordones cuando acabó. Le hice un
nudo rápidamente y ella dijo «Gracias» sin darse la vuelta para ver quién la había
ayudado.
Dentro del quirófano, Margot yacía sobre la camilla bajo una lámpara de techo
que le decoloraba los rasgos. Peor aún, tenía el aura acuosa, fina. Se alzaba

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débilmente de su cuerpo como humo en el agua. Dos enfermeras, Kyle y la jefa de
cirugía, la doctora Lucille Murphy, se pusieron los guantes y se acercaron a Margot.
Cuando avancé, ligeramente por encima de Margot, miré hacia arriba de nuevo y vi
que la gente que había en la sala se había duplicado en número: había otros cuatro
ángeles guardianes con nosotros, uno por cada miembro de la sala. Los saludé a todos
con un movimiento de cabeza. Teníamos trabajo que hacer.
El ángel guardián de Lucille era su madre, Dena, una mujer baja y oronda que
irradiaba una calma tal que enseguida empecé a hacer respiraciones más lentas y
profundas. Dena apoyó la cabeza en el hombro de Lucille, y luego me miró y
retrocedió un paso, permitiéndome que me acercara a Lucille por la izquierda. Yo le
dije que no hiciera una incisión de doce centímetros en el centro del esternón, como
pensaba hacer. Le dije que hiciera mejor una incisión de cinco centímetros entre las
costillas. Dena repetía las instrucciones como una intérprete. Lucille parpadeó un par
de segundos y percibió en la conciencia, como un hilo vívido de inteligencia, el
revoloteo de los consejos de Dena.
—¿Doctora? —dijo Kyle.
Ella lo miró.
—Un momento.
Se quedó mirando al suelo, visiblemente dividida entre décadas de práctica
médica y la llegada de un nuevo método a su cabeza que, para su sorpresa, tenía todo
el sentido del mundo. Requería valentía hacer aquello rápidamente. Durante un
instante me pregunté si abandonaría. Finalmente, alzó la mirada.
—Hoy vamos a probar algo nuevo, compañeros. Una incisión de cinco
centímetros entre las costillas. Vamos a intentar salvar a esta jovencita por todos los
medios.
El equipo asintió. Sin pensar, me llevé la mano a la pequeña cicatriz que tenía
entre los senos. Una cicatriz cuyo origen no conocía, hasta ese momento.
A partir de entonces repetí todo lo que había oído durante la visión, y Dena
repetía lo que yo decía. Entonces me di cuenta: la voz de mujer estadounidense que
había oído durante la visión era la de Dena. Todo fue como había dicho Nan: todo
esto ya había ocurrido antes. Yo había estado allí antes. El tiempo tal como lo conocía
se había plegado. Aquello me hizo sentir mareada.
Cuando el proceso terminó, todos menos Kyle, Dena, Lucille y su segura
servidora abandonaron la sala. Los cuatro nos quedamos junto a Margot que yacía
sobre la mesa de operaciones, fantasmal e inmóvil, esperando su vuelta.
—¿Por qué ese repentino cambio de procedimiento? —dijo Kyle finalmente.
Lucille negó con la cabeza. Habían sido amantes en otro tiempo, así que fue
sincera.
—No lo sé, no lo sé. Pero recemos para que funcione —dijo mientras se quitaba
los guantes.

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Margot volvió a casa del hospital dos semanas más tarde, frágil, dolorida, pero
mostrando ya señales de que se estaba recuperando. Sus primeras palabras al
despertar de la cirugía fueron para pedir pastel de chocolate. Karina le había enviado
su LP de los Beatles, que estrechó contra su pecho como si fuera una prótesis. No
hizo mucho caso de las conversaciones entre médicos y enfermeras que oía a lo lejos,
según las cuales había estado a punto de morir. Sólo pensaba en bailar en el
dormitorio de Karina en una nube de polvo rosa y purpurina.
Llegamos a casa de los Edwards a primera hora de la tarde. El camino hacia la
casa estaba alfombrado de hojas amarillas y naranja. Deduje que era otoño. El tiempo
norirlandés deja pocas pistas a un cazador de estaciones.
Las chicas no estaban. Karina había ido a una fiesta y Kate estaba en un viaje
escolar por el extranjero. Kyle llevó a Margot arriba y la metió en su cama. Se pasó
un rato mirándole la temperatura, asegurándose de que las almohadas estaban
mullidas y metiéndole ositos debajo del brazo por si despertaba en medio de la noche
y se sentía sola.
Finalmente se inclinó para besarla en la frente y luego dudó. Margot lo miraba
con los ojos muy abiertos, con las mantas bien subidas hasta la barbilla. Se daba
cuenta de que algo iba mal. Kyle dio un largo suspiro.
—Kyle —dijo en voz baja—. Me gusta esta cama.
Él se volvió a medias.
—¿De verdad?
Ella asintió.
—Es tan cómoda. También me gusta esta habitación.
Kyle volvió a suspirar y miró a su alrededor.
—Sí, es una habitación bonita.
—La verdad es que me gusta toda la casa.
Él cruzó los brazos y se volvió hacia ella, sonriendo tristemente.
—A esta casa le gustas tú.
—¿Crees que puedo quedarme en esta casa para siempre? —dijo ella, bostezando.
Él rió.
—Para siempre es mucho tiempo, Margot. Quizá unos años para empezar, y luego
veremos lo que pasa, ¿vale?
Una pausa. Después de unos instantes, él volvió a ver si se había dormido y se
sobresaltó al darse cuenta de que ella estaba de lado, mirándolo con ojos muy
abiertos.
—Kyle —susurró.
—¿Sí?
—Si me quedo aquí, ¿serás mi papá?
Al oírla, Kyle rió, pero lo que le salió fue un sollozo. Lágrimas y mocos le
cayeron por la cara tan deprisa que se inclinó, le dio un rápido beso en la frente y
salió corriendo de la habitación.

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Me quedó claro. Él la quería.
Kyle bajó. Yo me quedé con Margot, forjando un plan. Sin duda no había razón
alguna para que yo no cambiara las cosas, para asegurarme de que se quedaba allí y
crecía con una familia, un hogar, una oportunidad. ¿No era eso recolocar las piezas
del puzle? Me detuve un momento, pensando en el episodio de la sala de operaciones.
«No hay nada fijo.» Sólo estaba empezando a entender que yo no era una simple
visitante del pasado que veía una galería de hechos tal como habían ocurrido, sino
una participante activa: podía añadir pintura al lienzo en blanco del futuro, por tomar
prestada una de las metáforas de Nan. Quizá pudiera recolocar un poco los detalles,
dibujar diferentes senderos para que Margot probase a caminar por ellos, mientras
condujeran todos al mismo destino.
Cuando oí gritar abajo, dejé a Margot durmiendo y fui a investigar.
Estaban en la cocina. Lou estaba junto al fregadero, mirando por la ventana
trasera hacia el jardín oscuro. Kyle parecía estar apoyado en la cocina. El ambiente
era como el de después de un incendio forestal. Apenas podía verlos a ninguno de los
dos a causa de la niebla de emociones que giraba por la habitación, espesa como el
humo.
Nadie habló durante unos instantes. Finalmente, Kyle dijo:
—Un divorcio.
En alguna parte, como al final de la declaración, había un signo de interrogación.
Miré a Lou.
—Yo no he dicho eso.
—Dijiste que querías marcharte.
Lou se dio la vuelta. Tenía las pestañas empapadas en lágrimas.
—Mucha gente sigue casada sin vivir junta. ¿No es lo que hemos estado haciendo
durante los últimos seis años? ¿Cohabitar? ¿Coexistir?
Y en ese momento, la niebla giratoria se despejó un poco. Una división. Kyle se
dio la vuelta y salió de la habitación. Ella salió tras él.
—¡Ésa es la cuestión, Kyle, marcharte cuando hay un problema!
Él giró en redondo y se lanzó hacia ella, casi tirándome al suelo.
—Eres tú la que ha estado huyendo —escupió—. ¿A Dublín a ver a tus padres?
¡Si los odias a los dos! No me tomes por imbécil. Lo sé.
Ella abrió la boca. Pude verlo todo: el aura de otro hombre sobre ella, una
corriente verde visible en el río rojo de la suya. No conocía lo suficiente a su marido
como para saber que él se había dado cuenta de todo. Se quedó mirando fijamente el
suelo.
—¿Y las niñas? —dijo Kyle, en voz más baja—. ¿Dónde irán?
Ella lo había previsto todo menos eso. Inmediatamente, pude ver que sus sueños
se estrellaban con la fuerza de la realidad. De lo único de lo que habían hablado Lou
y su amante era de los días que pasarían en una playa en Tralee, de Chardonay con
hielo, del infinito horizonte. No había pensado en la custodia de sus hijas.

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—Me las llevaré conmigo.
Kyle negó con la cabeza y cruzó los brazos. Ya se había decidido en los dos
segundos que ella había tardado en responder. Él se marcharía. Las niñas se quedarían
en la casa con su madre. Pensó en Margot. Por un momento, su aura se retiró al fondo
de sí mismo. De mala gana, se dio cuenta de que sólo había un modo de hacer las
cosas. Tendría que dejarla a ella también. Se consolaba pensando que la niña había
establecido un estrecho lazo con Karina. Allí tendrían todas estabilidad. Estarían a
salvo. Seguras. Sólo que sin él.
Se me cayó el alma a los pies. Kyle corrió escaleras arriba y buscó una maleta.
Después recordó que no tenía. Enfadado, sacó de debajo de la cama la maleta de
carey de Lou. Yo me quedé mirando, triste y silenciosa, mientras él la llenaba de
trajes y camisas, unos cuantos libros médicos, y un puñado de queridas fotografías
familiares. Pasó un largo rato junto a la cama de Margot, con la palma temblorosa
colocada sobre su corazón, y una oración profunda y dolorosa escribiéndose en el
suyo: «Si estás ahí, Dios, si puedes oírme, haz que se ponga bien».
Con cada palabra, la luz que había alrededor de ella crecía.

Se decidió que la partida repentina de Kyle se explicaría como un viaje de negocios.


Kate y Karina no preguntaron mucho, la compra de un cachorro de labrador por parte
de Lou las distrajo bastante, pero Margot se volvió silenciosa. Pasaba largas tardes en
el vestíbulo, sentada en el escalón más bajo, esperando a Kyle. Nada que yo hiciera la
hacía sonreír. Nada que yo hiciera la hacía mirarme. Al principio, pensé que estaba
esperando a Kyle. Pero los niños son muy listos. Estaba esperando que le dijeran que
no iba a volver.
Un poco más tarde, Lou llevó a Karina, Kate y Margot hasta Escocia para dejar a
Karina en la Universidad de Edimburgo, donde iba a estudiar la carrera de Geografía.
De vuelta a casa, dieron un rodeo sorpresa por el norte de Inglaterra hasta llegar a un
gran edificio gris en medio de ninguna parte llamado Hogar para Niños St Anthony, y
cuando se marcharon, tenían el asiento de la parte de atrás vacío, porque Lou y Kate
iban en la parte delantera, mientras que Margot se había quedado en el patio de St
Anthony, con un osito de peluche debajo de un brazo, una bolsita a los pies y el
corazón latiéndole con fuerza.
—Papá —dijo, mirando cómo se alejaba el coche.
Al mirar el edificio, gris como una catarata, me estremecí.
Conocía demasiado bien aquel lugar.

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8

SHEREN Y LA TUMBA

Déjenme sacar de mí todo lo que recuerdo acerca del Hogar para Niños St Anthony,
que soporté desde justo antes de cumplir cuatro años hasta la edad de doce años,
nueve meses y dieciséis días.
En primer lugar, quiero decir que pasé gran parte de mi vida adulta tratando de
eliminar el nudo permanente que había quedado en lo más profundo de mi estómago
con una botella de alcohol de cuello largo. No es ninguna excusa. Y ahora que veo las
circunstancias en las que llegué allí después de haber sabido lo que era ser querida,
después de la calidez y la comodidad del hogar de los Edwards, tras haber disfrutado
de mi propio dormitorio que era del tamaño de un dormitorio para doce niños en St
Anthony, tras tener una hermana mayor que me adoraba en lugar de un grupo de
niños mayores que se dedicaban a destrozar mi autoestima día y noche, ahora sé por
qué el dolor duró tanto, hasta mucho después de que saliera de allí. Más me habría
valido quedarme más tiempo en casa de Sally y Padraig, hasta que me hubieran
arrancado del todo cualquier esperanza de amor. St Anthony no me habría causado
entonces una impresión semejante.
De niña, y en mis recuerdos, el lugar me parecía enorme. Había sido un hospital
hasta el siglo XIX, y después se había convertido en un asilo para pobres antes de ser
transformado, sólo de nombre, en un orfanato. No sé por qué razón, recordaba que
había gárgolas en cada esquina del edificio, pues no había ninguna. La entrada
principal estaba al fondo de una serie de columnas, más allá de las que había dos
escalones fatales para las rodillas. Dos llamadores redondos de bronce, uno alto para
los adultos, otro más bajo para los niños, sobresalían de la puerta principal negra, y
recuerdo que la primera vez que llamé, el llamador era tan grueso que no podía
rodearlo con la mano. Las habitaciones, las veinticinco, parecían enormes, como los
viejos pupitres de madera y los dormitorios. No había ni un jirón de alfombra en
ninguna parte. Ni radiadores en los dormitorios. Ni agua caliente, al menos en los
baños comunales. Las únicas fotos de las paredes eran de gente que había trabajado
allí: fotos severas, color sepia, de tristes maestros y maestras que habían hecho lo
posible por amargar la vida de la mayoría de los niños que habían tenido la desgracia
de pasar por allí.
Volver a entrar allí me hizo recordar, con mucha claridad, lo que yo había sido en
el pasado. Había disfrutado de los años sesenta (era un sueño viajar en el citroën DS
19 blanco de Kyle, y me moría por los pantalones de campana de Lou y la colección

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de LP de vinilo de los Beatles de Karina) pero St Anthony había permanecido en un
bucle de tiempo, en 1066 d. de C. más o menos. Hay muchos lugares que no aceptan
ni aceptarán el avance del tiempo. También hay muchas personas así; Hilda Marx era
una de ellas.
La señorita Marx era la mujer que estaba a cargo de St Anthony. Era de Glasgow
y había sido maldecida con mejillas de pudín de Yorkshire y una mandíbula inferior
que le daba la apariencia de un sapo. Hilda Marx tenía un carácter personal que batía
con creces a la Gestapo. El castigo por llorar era cuatro latigazos. El castigo por
contestar, diez latigazos. Niños entre dos y quince años debían estar levantados a las
seis y en la cama a las nueve. Un minuto después de las seis o de las nueve
significaba un día sin comida. El instrumento usado para los latigazos era un palito
para los más pequeños y un látigo de cuero para los niños de más de cinco años,
aunque el látigo y yo nos conocimos mucho antes de que llegara a la edad
reglamentaria.
Margot permaneció de pie bajo la lluvia, viendo cómo se alejaban Lou y Kate
(ninguna de las dos miró hacia atrás) y durante largo tiempo después de que el coche
hubiera desaparecido y el polvo de la grava del patio se hubiera aposentado, se quedó
inmóvil, con el osito debajo del brazo, el pelo como espaguetis a causa de la lluvia y
el cuerpo lleno de dolor y confusión. Precoz e inteligente, comprendió que aquello
era definitivo. Les aseguro que es terrorífico ver a una niña tan pequeña dotada de
tanta sabiduría.
Observé el horizonte. Sólo campos y una pequeña aldea pobre en muchos
kilómetros. Quería ver si había algún modo de evitar que entrara por aquella puerta.
¿Había algún coche al que pudiera parar, alguna encantadora familia que pasara por
allí y que al ver a una niña de tres años junto a la carretera, se la llevara con ellos? ¿Y
los habitantes de la aldea? Sus rostros brillaron ante mí: sobre todo viejos granjeros,
unas cuantas esposas maltratadas. Nadie que sirviera. Había una ciudad más grande a
unos cuarenta kilómetros. Podíamos probar con eso. Toqué a Margot en el hombro y
le dije que me siguiera. La empujé ligeramente, pero ella no se movió. Intenté ver qué
pasaba si corría hasta la verja de entrada y gritaba su nombre hasta quedarme ronca.
No se movía. Y yo no podía irme sin ella. ¿El destino? De eso nada. Todo es una
decisión. Margot la había tomado sin darse cuenta ni entenderlo.
De mala gana, volví al lugar donde ella estaba. Me agaché junto a ella, la rodeé
con el brazo y traté de explicárselo todo. Traté de decirlo de un modo que una niña de
tres años pudiera digerir.
«¿Sabes qué, Margot? Eres una niña fuerte. Estarás mejor sin esa gente. Lou es
tan maternal como un tiburón blanco. Kate es el Anticristo. Estoy aquí contigo, nena.
Vas a pasar un poco más de tiempo del que quisieras detrás de esas puertas. Pero
¿sabes qué? Yo no te abandonaré. Me quedo en tu rincón. Aquí hay gente mala, no
creas. Hay gente mala en todas partes. Quizá sea mejor que los conozcas lo más
pronto posible. Créeme, cuanto antes aprendas a no soportar a los insensatos, mejor.

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Eso es bueno. Ahora no te asustes. No llores. Vale. Llora. Sácalo todo. Y que eso sea
todo. No más lágrimas hasta que salgas de este sitio. Cuestan demasiado.»
Ella esperó hasta que acabé antes de volverse hacia la puerta principal, coger el
llamador y llamar tan fuerte como pudo. Pasaron unos minutos. La lluvia se estaba
convirtiendo en cuerdas plateadas. Tras la puerta principal, se oyeron unos pesados
pasos. Giró un tirador. La puerta se abrió. En el umbral, cerniéndose sobre Margot,
estaba Hilda Marx. Se quedó mirando a Margot y ladró:
—¿Qué es esto? ¿Una rata ahogada?
Margot miró las rodillas de Hilda. Hilda se inclinó, puso los dedos en la barbilla
de Margot y le alzó la cara.
—¿Cuántos años tienes?
Margot siguió mirándola.
—¿Cómo-te-llamas?
—Margot Delacroix —dijo Margot con firmeza.
Ella alzó las cejas.
—Suena irlandés. Pronto te sacudiremos eso de encima. Lo mismo pasará con la
obstinación. Bueno, Margot Delacroix, hoy es tu día de suerte. Uno de nuestros
huéspedes acaba de fallecer, así que hay una cama libre. Entra rápido, entra. El calor
se guarda mejor dentro.
Cuando entramos, mis sentimientos de revulsión al volver al lugar de mis
mayores terrores de infancia pronto quedaron a un lado gracias a un extraño
encuentro. El ángel guardián de Hilda permanecía al pie de la escalera. Delgada,
triste, con largo pelo broncíneo, se parecía mucho a Hilda, como una hermana más
joven y guapa. Le hice un gesto con la cabeza. Hasta ese momento, los demás ángeles
tendían a guardar las distancias. Pero el ángel de Hilda se me acercó.
—Ruth —dije.
—Sheren —contestó el ángel, sonriendo débilmente, acercándose lo bastante
como para que pudiera ver el verde de sus ojos—. Pero en otro tiempo fui Hilda.
Me quedé mirándola fijamente. «¿Aquello era Hilda?» Enseguida el
reconocimiento hizo que la habitación empezara a girar. Sí, era Hilda, o Sheren, y el
encuentro me dejó sin aliento. Empecé a temblar, con las venas tensas de tantos
recuerdos creados por aquella mujer, mezclados con toda la rabia, el terror y la
tristeza. ¿Cómo podría perdonar nunca lo que me hizo?
Pero cuando levantó la mirada, le brillaron los ojos. No había nada de la malicia
de Hilda en el rostro de aquella mujer. Me cogió las manos. Inmediatamente pude
sentir la amarga y profunda punzada de pena que se retorcía en su interior, y dejé de
temblar.
—Sé que fuiste Margot —dijo—. Por favor, por favor, perdóname. Tenemos que
trabajar juntas mientras Margot permanezca aquí.
—¿Por qué? —conseguí decir al fin.

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Ahora la que temblaba era Sheren. El agua de su espalda se iba volviendo roja
poco a poco. Le cayeron lágrimas desde la cara al cuello, que formaron un collar
alrededor de sus pálidas clavículas. Finalmente habló.
—Estoy trabajando con los ángeles de cada niño que entra aquí para asegurarme
de que el mal que produce este lugar, por parte de Hilda, no dañe demasiado al
mundo. Aquí se han criado asesinos, violadores y adictos. No podemos evitar que
Hilda hiciera lo que hizo. Pero podemos tratar de curar las heridas de estas pequeñas
vidas hasta donde podamos.
Ambas miramos a Margot y a Hilda, que subían por las escaleras. Las seguimos.
—¿Cómo puedo ayudar?
—¿Recuerdas la Tumba?
Por un momento pensé que iba a vomitar. Había empujado a la Tumba a lo más
profundo de mis recuerdos. La Tumba era el resultado del arte purgatórico de Hilda:
una habitación pequeña, infestada de ratas y sin ninguna ventana, en la que un niño
de más de cinco años no podía estar de pie. Apestaba a excrementos, decadencia y
muerte. La Tumba se reservaba para castigos especiales. Dependiendo de la edad del
niño, Hilda desplegaba sus más preciadas formas de tortura: hambre, palizas y el
ataque a su sensibilidad haciendo ruidos monstruosos durante el amanecer a través de
una tubería enterrada en el suelo, asustando a los pequeños, desnudos y hambrientos
ocupantes, que se desorientaban hasta que salían cohibidos, sobresaltados y
silenciosos como ratones de iglesia y así permanecían durante los días que les
quedaban de estancia en St Anthony. La puerta se abría a diario, sólo para arrojar un
cubo de agua helada sobre el niño desnudo que estaba dentro, e introducir un
minúsculo cuenco con comida para mantenerlo vivo. Su forma favorita de tortura era
sacar al ocupante después de unos días, llevárselo al dormitorio el tiempo suficiente
para que sintiera alivio, y después, tras una paliza, volver a llevarlo sangrando y
gritando de nuevo hasta la Tumba, esta vez a pasar el doble de tiempo que ya había
pasado antes.
Si algún niño entraba en la Tumba con sólo una pizca de amor en el corazón, salía
de aquel lugar espantoso sabiendo, sin duda alguna, que el amor no existía.
Miré a Sheren. Ella sabía que yo lo recordaba todo. Hilda se había asegurado de
que nunca lo olvidara. Me acarició el rostro.
—Tenemos que estar en la Tumba con cada niño que Hilda meta allí.
—¿Quieres que vuelva a ese sitio?
Lentamente, asintió. Sabía muy bien lo que eso significaba para mí, lo mucho que
me estaba pidiendo. Me tocó la palma de la mano con los dedos y rápidamente un
fogonazo de imágenes me pasó por la mente, imágenes de la infancia de Hilda que
Sheren había presenciado, de cinco hombres viejos que habían abusado de ella
durante muchos, muchos años, de la forma especialmente calculada de tortura que
había experimentado en sus manos.
—Lo siento —dije al fin.

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—Sólo te lo enseño para que entiendas cómo Hilda se convirtió en Hilda.
—¿Cuándo empezamos?
—Va a llevar a un niño a la Tumba esta noche. Quédate con Margot hasta que te
llame.
—De acuerdo.

El primer niño del que Margot se hizo amiga fue uno de siete años que se llamaba
Tom. Pequeño para su edad, desnutrido y torpe, Tom se dejaba arrastrar muy
fácilmente por su rica imaginación a fantasías para conseguir el aprecio de su
profesor, el señor O’Hare. A Margot la pusieron en la guardería con niños mucho más
pequeños y, como resultado, se aburría. Quería bailar al ritmo de los Beatles como
había hecho con Karina. Quería aprender canciones con los niños mayores. Parecía
que los niños de la clase de enfrente se divertían mucho más que ella, que sólo jugaba
con ositos apolillados, bloques de madera y bebés demasiado pequeños para saber
andar. Se acercó a la ventana abierta y vio cómo el profesor de la clase dejaba de
hablar de repente, se acercaba al fondo del aula y salía del punto ciego de Margot con
Tom detrás, al que después arrojó al pasillo. El señor O’Hare reapareció unos
momentos después con un borrador de madera, que golpeó varias veces contra la
cabeza de Tom antes de volver a entrar en la clase.
Tomo se arrebujó en el suelo. Unos minutos más tarde, se sentó derecho,
frotándose la oreja. Un poco después, empezó a imaginarse que no estaba en el
pasillo, sino en el planeta Rusefog luchando con chimpancés guerreros para quitarles
un tesoro pirata. Entre sus manos tomó forma una ametralladora invisible. Apuntó a
la ventana de la guardería y empezó a hacer ruidos de disparos mientras sus torpedos
aterrizaban en una masa de fuegos artificiales.
Desde detrás de la ventana, Margot soltó una risita.
Tom se quedó inmóvil al oír su risa, temeroso de que le volvieran a pegar. Margot
vio que se había fijado en ella, se puso de puntillas y lo saludó con la mano. Él no la
vio. Volvía de su misión. Un chimpancé especialmente lúgubre avanzaba hacia él,
vestido de pies a cabeza con una armadura morada. Tuvo que dispararle a los pies
para que no lo cogiera. Se arrastró sobre la tripa, apuntó y disparó.
Desde donde estaba Margot, el pasillo era el sitio que parecía más divertido. Se
acercó a la encargada de la guardería.
—Tengo que hacer pis, por favor.
La encargada sonrió y miró a Margot a través de sus gafas.
—La frase es: «¿Puedo ir al lavabo, por favor, señorita Simmonds?» Sí, puedes,
Margot. Vete.
La señorita Simmonds abrió la puerta, dejó salir a Margot y cerró bien tras ella.
Margot miró arriba y abajo por el pasillo. Allí sólo estaban Tom y ella. Tom
estaba de pie al otro lado, a unos metros a su derecha. Con cuidado se acercó a él. El

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niño estaba tan concentrado en sus disparos que no vio a Margot de pie allí hasta que
ella agitó una mano delante de su cara.
—¡Oh! —Durante una fracción de segundo, Margot fue un chimpancé rubio—.
¡Oh! —volvió a decir, y Margot le sonrió.
Tom había pasado los primeros cuatro años de su vida en un hogar amable y
confortable al oeste de Newcastle upon Tyne, en el nordeste de Inglaterra. Cuando la
pobreza y la muerte golpearon doblemente su vida, fue pasando de un pariente a otro
hasta que, como Margot, se encontró a sí mismo ante las puertas negras de St
Anthony, sin nada más que sus fantasías para protegerlo de la maldad de aquel lugar.
No había olvidado sus modales. Extendió una mano sucia.
—Tom —dijo—. ¿Cómo te llamas?
—Me llamo Margot —dijo ella, y le estrechó la mano de mala gana—. ¿Puedo
jugar contigo?
Él se quedó pensando. Se mordió la mejilla por dentro, con la mano en la cadera y
los ojos escudriñando de izquierda a derecha.
—Toma —dijo, tendiéndole finalmente una ametralladora invisible—. Es un
laser-raptor. Úsalo para derretirles la cara a los chimpancés. No les dispares a la
armadura. Es impenetrable.
Margot parpadeó un instante.
—¡Pom, pom, pom! —silbó Tom, apuntando a la pared de enfrente.
Margot lo imitó.
—¡Oh, no! —gritó Tom, dejando caer los brazos, con los ojos abiertos de par en
par—. Tienes la ametralladora descargada. Trae, deja que te la recargue.
Y con cuidado, le quitó de los brazos la pesada arma y la recargó. La miró
preocupado.
—Vas a necesitar algo más que esto aquí, ¿sabes? —Se tocó la pantorrilla.
Suavemente, se sacó algo de su cinta invisible—. Ésta era la espada de mi padre —
susurró—. Es la espada de Lennon. Utilízala para cortarles los corazones.
Margot asintió y cogió la cuchilla invisible de manos de Tom. Estaba demasiado
extasiada para verme ante ella saltando y susurrando:
—¡Margot, Margot! ¡Vuelve a la clase! ¡Vuelve a la clase!
Pues al fondo del pasillo, volviendo una esquina, estaba Hilda Marx. Sheren se
había adelantado para advertirme de su presencia. El ángel guardián de Tom, un
hombre alto y delgado llamado Leon, se puso de pie a su lado y lo tocó. Finalmente
consiguió llamar la atención de Tom, pero no antes de que Tom hubiera gritado, en
dirección a Hilda:
—¡Tomad esto, demonios mutantes!
Ella los vio a los dos allí de pie, jugando a tonterías. Nada útil. Merecedores de un
buen castigo.
Sonrió, lo que nunca era buena señal, y se acercó.
—¿Qué es esto, niños? ¿Jueguecitos tontos?

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Tom dejó caer todas sus armas y se quedó mirando el suelo. Margot lo imitó.
—Tom, ¿por qué estás aquí fuera?
Él no respondió.
—¡Contéstame, niño!
—Yo… no estaba atendiendo, señorita Marx.
Ella se volvió para mirar furiosa a Margot.
—¿Y tú, Margot? ¿Por qué estás fuera de la guardería?
—Necesitaba hacer pis, señorita.
Los labios de Hilda se curvaron. Alzó un brazo como una rama gruesa, señalando
pasillo abajo.
—El lavabo está por allí, niña. Vete.
Margot salió corriendo en la dirección que señalaba el brazo de Hilda. Al legar a
la puerta de los lavabos, se dio la vuelta. La bofetada sobre el rostro de Tom resonó
hasta el fondo del pasillo.

El informe del señor O’Hare sobre la imprudencia de Tom, sus suspensos y la


incapacidad general para mantenerse quieto en clase confirmó que era necesaria la
Tumba para enderezar al chico.
Todos los ángeles se encontraron cuando se apagaron las luces en el descansillo
que dominaba el vestíbulo de entrada. Sheren nos dijo lo que ocurriría aquella noche:
Hilda y el señor O’Hare visitarían a Tom en el dormitorio cuando los demás se
hubieran dormido. Lo desnudarían, le darían una paliza y lo meterían en la Tumba
durante dos semanas. Ningún niño de menos de diez años había entrado nunca en la
Tumba durante más de diez días. Sheren nos dijo que el castigo era especialmente
duro porque Tom le recordaba a Hilda a sí misma. Cada ángel tenía que ayudar a Tom
durante aquellos momentos terribles, porque los posibles resultados de la experiencia
llegarían hasta muy avanzada su vida adulta con consecuencias devastadoras:
depresión maníaca, violencia, el desperdicio del talento de Tom como guionista, la
destrucción de su matrimonio y una muerte prematura. Todo eso antes de los treinta y
cinco años, y todo por culpa de Hilda Marx.
Volví con Margot. Era su primera noche en St Anthony y no podía dormir.
Demasiados cuerpos en la habitación. Demasiados crujidos, susurros, ronquidos y
sollozos para que no se sintiera aterrorizada. Le froté las manos. Por primera vez en
meses, me miró directamente. Yo sonreí.
—Hola, nena —dije.
Ella me devolvió la sonrisa. La sonrisa viajó de sus labios hasta su pecho,
eliminando la gran piedra que allí se alojaba, y después viajó por su cuerpo,
cambiando el color de su aura: del color del agua turbia a un amarillo dorado
brillante, fuerte como un amanecer. Lentamente, cayó en un profundo sueño.

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Leon caminó rápidamente hacia mí. Me hizo un gesto para que me acercara.
Comprobé que Margot estaba dormida y luego lo seguí. Él me condujo al siguiente
dormitorio, donde estaban reunidos todos los demás ángeles. Esperamos durante un
rato. La mayor parte de los niños estaban dormidos. Tom, magullado y ensangrentado
debido a su anterior encuentro con Hilda, estaba muy despierto, ideando un plan para
escapar de Rusefog y enfrentarse a los elefantes alienígenas del planeta Gymsock.
El ángel guardián de Tom, Leon, había sido su hermano gemelo. Había muerto
unos minutos antes de que Tom naciera. La misma energía nerviosa, el mismo cabello
que parecía un nido de pájaros. Se frotaba nerviosamente las manos.
Sheren miró a su derecha, y cuando seguí su mirada, pude oír unos susurros en el
pasillo. La luz de la luna que entraba por la ventana brilló sobre dos cabezas. Hilda y
el señor O’Hare. Se dirigían en silencio hacia el dormitorio. Nos hicimos a un lado
para dejarlos entrar, lo que me hizo arder ante nuestra impotencia, y observamos
cómo arrastraban a Tom fuera de la cama poniéndole una mano sobre la boca y un
grueso brazo alrededor de la cintura, y se lo llevaban a una habitación de abajo. Allí
le quitaron la ropa, lo golpearon con un ladrillo y entonces, cuando quedó
inconsciente, le arrojaron encima agua fría para que fuera consciente de que estaba
entrando en la Tumba. Esta última medida era una táctica para asustar; el sonido de
un niño chillando a media noche infundía a los demás niños un miedo que no los
abandonaría nunca en toda su vida. Los hacía más obedientes.
Volví a comprobar que Margot estuviera durmiendo y luego seguí a la
muchedumbre de ángeles hasta la Tumba, que estaba situada en un edificio exterior
junto a la fosa séptica. Escarabajos, cucarachas y ratas se congregaban en la tubería
que dejaba caer restos de las aguas negras en la Tumba, cubriendo unos cinco
centímetros del fondo. Había una gran piedra que sobresalía del cieno, que permitía a
los ocupantes subirse a ella y permanecer secos. Tom rogaba, vomitaba, arrastraba los
pies descalzos por la grava hasta que se le quedaron en carne viva. Nos metimos
dentro de la Tumba. Yo fui la última que entró. Me quedé de pie un momento,
recordando la vez que había entrado allí como una niña de ocho años, aquel momento
tan terrorífico que había dado forma a mi vida, que también era la constante de todas
las pesadillas, el último escalón de mi descenso al alcoholismo.
Contuve la respiración y entré. La puerta estaba cerrada, pero todos podíamos ver
al trío que se nos acercaba: el señor O’Hare e Hilda a ambos lados de Tom, medio
llevándolo, medio arrastrándolo. Cuando él se dio cuenta de dónde estaba, luchó con
el último resto de energía que le quedaba. Ellos lo dejaron debatirse unos minutos.
Un puño frío contra su pequeña mandíbula lo dejó inconsciente. Aterrizó de cara en
el cieno. La puerta se cerró herméticamente tras él.
Para evitar que Tom se ahogara, Leon tuvo que moverlo para que pudiera respirar.
Con cuidado subió a Tom a la piedra. Uno de los golpes le había provocado un
coágulo de sangre en la cabeza. Si no se curaba, viajaría hasta su cerebro y lo mataría
a la mañana siguiente. Leon puso ambas manos sobre la cabeza de Tom.

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Inmediatamente surgió una luz dorada de sus palmas y el coágulo de sangre se
evaporó.
Cuando Tom se despertó, el cuerpo le tembló violentamente de frío y de la
impresión. Ni su propia imaginación habría podido conjurar algo tan espantoso como
la Tumba. De la tubería salieron los bichos, señores de aquel territorio, y empezaron a
trepar por su espeso cabello, avanzando hacia sus genitales, mordiéndole los pies.
Sheren envió un rayo de luz azul y ellos retrocedieron. No volvieron a molestarlo.
Pero el miedo y el olor de las cañerías lo hicieron vaciarse por arriba y por abajo
hasta que el estómago se le quedó en carne viva. Se pasó el resto de la noche llorando
y llamando a su madre. No se daba cuenta de que Leon lo sostenía, sollozando.
Yo iba y venía de la Tumba a Margot para asegurarme de que estuviera bien. En
la cuarta noche, Tom tenía alucinaciones a causa de la sed y el hambre. Estaba seguro
de haber visto a sus padres. Peor aún, estaba seguro de que los estaban asesinando
delante de él. Sus gritos llegaron al edifico principal. Hilda envió al señor Kinnaird,
el guardés, con un cubo de agua fría y una rebanada de pan para que se ocupara del
inquilino de la Tumba. Sheren se ocupó de que el señor Kinnaird oyera mal a Hilda y
le llevara a Tom una barra de pan entera, que él se tragó.
Cada noche, a medida que el sol descendía y el terror de Tom aumentaba, nos
colocábamos en círculo a su alrededor, palma contra palma, formando una cúpula con
nuestras respectivas luces hasta que él sentía una calma abrumadora y finalmente caía
dormido. Durante la última noche, mientras Leon terminaba de curar las peores
heridas de Tom, permitió que una magulladura en su cerebro quedara allí.
—¿Por qué? —preguntamos.
—Para que olvide —contestó él—. Olvidará lo peor de todo esto si le dejo esa
magulladura.
Y así fue como sobrevivió el niño desnudo y esquelético que Hilda y el señor
O’Hare acabaron sacando de la Tumba. El señor Kinnaird, que también hacía de
médico de la casa, recetó a Tom dos semanas de descanso en cama, y se encontró de
pronto deseoso de complementar los patéticos platos de aguachirle con carne y
verduras. La imaginación de Tom se puso a funcionar al máximo de su actividad por
cortesía de Leon y, durante muchas noches oscuras, lo ayudaba a crear vías de escape
que no habían existido antes de lugares oscuros, a encontrar espadas en cajas
escondidas con las que luchar contra sus acérrimos enemigos imaginarios.
Más o menos un año después, un primo mayor llegó a St Anthony para llevarse a
Tom a su casa. Leon se marchó con él y, por lo que oí, se aseguró de que la mente de
Tom transformara todas las experiencias, tanto conscientes como subconscientes, de
St Anthony de igual modo que una ostra transforma un granito de arena.
Pero la atención de Hilda se dirigió entonces a las otras personas malvadas que
tenía a su cargo.
Una de ellas era Margot.

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9

LA CANCIÓN DE LAS ALMAS

Me sentí como si estuviera viviendo dentro de un sueño.


Los recuerdos de mi vida a los cuatro, cinco y seis años se empapan de emociones
infantiles, se entremezclan con interpretaciones y repeticiones de lo ya vivido, están
demasiado imbricados con mi comportamiento y creencias posteriores como para
existir meramente como recuerdos.
En otras palabras, cada vez que Hilda daba una paliza a Margot, cada vez que los
niños mayores le pegaban o los niños de su dormitorio la dejaban a un lado de
manera que se sentía absoluta y totalmente abandonada, el dolor de verla sufrir se
unía a la agonía más profunda de mis recuerdos. A veces, era insoportable.
Oíamos historias de ángeles cuyos Seres Protegidos eran pedófilos, asesinos en
serie, terroristas, y de todo lo que tenían que aguantar cada día. «Vigila. Protege.
Registra. Ama.» Ángeles que pasaron su mortalidad al servicio de la Iglesia o como
optimistas amas de casa que se ocupaban de hijos y nietos en la inocencia floral de
pastel de manzana de su hogar, se encontraban ahora dedicando otra vida a seguir a
camellos y chulos por garitos de droga, a ver cómo abortaban a hijos no deseados, a
tener que protegerlos contra cualquier cosa que frustrara la capacidad de elección
humana. Viéndose obligados a amarlos.
¿Por qué?
Simplemente tenía que hacerse, respondía Nan. «Dios no deja a ningún niño
solo.»
Mi propia situación me parecía peor que las historias que contaban los ángeles de
St Anthony. Nada, absolutamente nada comparado con una existencia en la que los
terribles recuerdos del pasado se derramaban en el presente. Nada comparado con
tener que pasar cada día hasta el cuello sumergida en el más profundo pesar. Ya sabía
el resultado. Y no podía hacer absolutamente nada para solucionarlo.
Parecía como una lotería. Bombardeaba a Nan con preguntas. ¿Cómo se nos
adjudicaban nuestros Seres Protegidos? ¿Cómo había acabado yo con Margot? ¿Tenía
algo que ver con el modo en que yo había muerto?
Acorralé a Sheren y le pregunté cómo había muerto ella.
—Quince aspirinas y una botella de jerez.
—¿Así que los suicidas acaban como ángeles guardianes? ¿Quieres decir que yo
me maté?
—No necesariamente.

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—¿Entonces qué?
—Conocí una vez a otro ángel que había pasado por lo que hemos pasado
nosotros. Dijo que era por el modo en que habíamos vivido.
—¿Lo que significa…?
Ella hizo un gesto hacia Hilda, que estaba señalando con un dedo artrítico la cara
de una niña de cuatro años que había mojado la cama.
—¿Conoces la Canción de las Almas?
—¿La qué?
Sheren negó con la cabeza e hizo un gesto de impaciencia. Yo me sentí estúpida.
—Es la diferencia entre nosotros y los demás ángeles. Cuando proteges tu ser
mortal, tienes una capacidad mayor para influenciar y proteger a esa persona.
Observa.
Caminó hacia Hilda. Ya había pensamientos acerca de la Tumba girando sobre
ella; estaba claro que pensaba mandar allí a la niña. Sheren se quedó de pie junto a
Hilda y empezó a cantar. La melodía sonaba como una nana tradicional escocesa,
aunque las palabras estaban en un idioma que no reconocí. Lenta, misteriosa, bella.
Su voz era resonante y fuerte, y aumentó de volumen hasta que el suelo vibró.
Mientras cantaba, las alas de Sheren se alzaron y ella empezó a moverse alrededor de
Hilda, rodeándola. Sus auras se volvieron del mismo tono de morado. Los
pensamientos de Hilda fueron alejándose poco a poco de la Tumba. En lugar de ello,
mandó a la niña a la cama sin cenar.
Me acerqué a Sheren.
—¿Dónde aprendiste eso?
—La Canción de las Almas es cualquier música que os armonice a ti y a Margot,
lo que sea que os conecte espiritualmente, a pesar del estadio en que ella se encuentre
como ser humano. ¿Qué canción recuerdas de cuando eras niña? ¿Qué música era
significativa para ti?
Pensé intensamente. Lo único que me venía a la cabeza eran cancioncillas
infantiles. Dios sabe que le había cantado muchísimas a Margot para que dejara de
llorar cuando estaba en casa de Sally y Padraig, pero entonces recordé algo que Toby
solía cantar cuando trataba de escribir. Era una canción irlandesa, «She Moved
Through the Fair». Y entonces lo recordé: Una también se la había cantado a Margot.
—Vale —dije—. ¿Cómo funciona?
—La Canción de las Almas une tu voluntad a la de Margot. Aún eres Margot,
sólo que con un nombre y una forma diferentes. Tenéis la misma voluntad, la misma
posibilidad de elegir.
—Entonces, ¿puedo hacer que elija de una manera diferente?
Sheren negó con la cabeza.
—No siempre. Ella es la que tiene cuerpo. Es la que manda. Tú sólo puedes
influenciarla.

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Me dolía la cabeza. Me fui a buscar a Margot. La Canción de las Almas, ¿eh?
Quizá pudiera cantarle hasta sacarla de allí.

A los ocho años, Margot era más alta que los demás niños de su edad. Ella sabía la
suya porque cada año, el diez de julio, una profesora le decía que ese día era un año
mayor, y que eso sería todo. Pero podía pasar fácilmente por una niña de once o doce,
lo que significaba que la castigaban por hacer tonterías de niña de ocho años.
Ninguna niña de ocho años quería ser amiga suya, y las de doce tampoco. Bueno, eso
no es del todo cierto. Dos niñas de doce años, Maggie y Edie, estaban obsesionadas
con Margot. Tenían celos de su cabello rubio casi blanco. Se ocupaban de que lo
llevara casi siempre teñido de rojo por culpa de una nariz que sangraba, o le ponían
los ojos tan negros que parecía un panda.
Yo quería ahogarlas a las dos. Quería empujar la enorme librería de roble que se
encontraba en lo alto de la escalera por la barandilla, justo encima de sus cabezas. Y
quería hacerlo no sólo porque yo era la que rodeaba a Margot con los brazos cuando
lloraba en la cama por la noche, o porque tuviera que estar mirando cuando Maggie
se sentaba encima de Margot mientras Edie le daba patadas en la cara, sino porque
me acordaba de todo aquello. Yo no resultaba inútil del todo (una vez me aseguré de
que un golpe feo que le dieron a Margot en la cabeza no le partiera la espina dorsal)
pero desde luego no me parecía que pudiera hacer gran cosa, y mucho menos
vengarme.
Como un padre enfadado, hablé del tema con los ángeles de Maggie y Edie.
Ambos explicaron las razones que había detrás de la violencia de las niñas. Abusos
por aquí, torturas por allá. Deseché sus excusas con un gesto de las manos. «No-me-
importa. Detenedlas antes de que lo haga yo.» Clio y Priya, así se llamaban sus
ángeles, se miraron. Cuando Maggie pasó una noche en la Tumba por contestar, se
encontró a sí misma pensando de pronto con una sensación de remordimiento sin
precedentes en los castigos que había infligido a Margot. Edie soñó con su abuela,
pues eso es lo que había sido Priya, que le decía que fuera una buena chica. Durante
un tiempo, Margot no tuvo cortes ni moratones.
Es decir, hasta que yo canté la Canción de las Almas.
Percibí que una familia amable y trabajadora se había trasladado al pueblo de al
lado. Los había visto en una visión: el marido, Will, tenía cuarenta y pocos años, y
era viajante. Su mujer, Gina, había sido profesora de piano durante muchos años
hasta el nacimiento de su hijo, Todd. Se habían trasladado al norte desde Exeter para
cuidar a los ancianos padres de Gina. Me pareció que podían ser una buena familia
para Margot y, lo más importante, sentí que podrían quedársela.
La revelación que me hizo Sheren acerca de la Canción de las Almas resultó ser
para mí lo que yo había supuesto: mi vida como Margot no estaba tallada en piedra.
Estaba simplemente escrita, como en una página, y por tanto era posible editarla un

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poco. Si podía animar a Margot a escoger de una manera diferente, podíamos salir de
St Anthony más pronto que tarde.
Y así, aquella noche, esperé hasta que se apagaron las luces antes de probar mi
oxidado juego de tuberías. Me levanté y, con cierta vergüenza, me aseguré de que los
demás ángeles no estaban mirando cuando inspiré y me dispuse a cantar. Empecé en
voz baja: «Mi joven amada me dijo, a mi madre no le importará…» Margot estaba
quedándose dormida, revolviéndose sobre el colchón lleno de bultos, tumbada sobre
el brazo izquierdo. «Y mi padre no te faltará el respeto porque no tienes clase…»
Estaba cogiéndole el tranquillo a la melodía. Seguí un poco más alto. «Y ella se alejó
de mí, y esto fue lo que dijo: No falta mucho tiempo, amor mío, para el día de nuestra
boda.» Ella abrió los ojos.
Sentí que las cascadas de mi espalda se alzaban, igual que había visto alzarse las
alas de Sheren por encima de ella como arcos de tormenta. Vi el aura de Margot
ensanchándose y volviéndose de un color más intenso. Me estaba mirando, pero no
podía verme ni oírme. Sólo podía sentir algo diferente, en lo más profundo de sus
entrañas. Canté más alto, hasta que todos los ángeles de la habitación se dieron la
vuelta para mirarme. «Cuando se alejó de mí, y cruzó la feria…» Pude ver el corazón
de Margot, más fuerte, curado. Y entonces vi en su alma, ese círculo de luz blanca,
semejante a un huevo, un solo deseo: una madre.
Mientras cantaba, me concentré intensamente en la familia que había visto en el
pueblo. Urdí un plan de escape en mi cabeza, con instrucciones para Margot:
«Haz correr el rumor de que vas a pasar una noche en la Tumba. Escóndete en el
cuarto de calderas hasta el amanecer, luego escapa al patio y, cuando salga el camión
de los suministros, salta en la trasera y escóndete bajo los sacos de carbón. Cuando el
camión disminuya la velocidad para cruzar la verja de las ovejas en la entrada del
pueblo, salta y corre hasta la casa de la puerta azul celeste. Ellos te recogerán».
Cuando dejé de cantar, Margot estaba sentada en la cama, con sus huesudas
rodillas pegadas al pecho y la mente funcionando. Podía ver sus pensamientos: estaba
imaginando mi plan de escape, sopesándolo. «Sí», pensó. «El camión de suministros
viene a las cinco de la mañana todos los jueves; pasado mañana.» Lo había visto unas
cuantas veces. El viejo Hugh, el chófer, estaba sordo de un oído. Lo utilizaría a su
favor.

A la mañana siguiente confió a Tilly, la niña de once años de la litera de arriba, que
iba a ir a la Tumba aquella noche.
—¿Ehhh?, ¿por qué?
Margot no había pensado en eso.
—Hummmm… por hacerle muecas a la señorita Marx.
—¿Le hiciste una mueca a la señorita Marx? ¡Qué valiente! ¡Espera a que se lo
cuente a los demás!

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A mediodía, todas las mesas hervían de rumores. La historia se había exagerado
un tanto. Margot ya no sólo había hecho una mueca. Oh, no. Había llamado «montón
de estiércol» a la señorita Marx a la cara. Entonces, cuando la señorita Marx había
intentado arrastrar a Margot a su despacho para azotarla, Margot la había abofeteado
dos veces, antes de levantarse la falda y enseñarle el culo. Margot se enfrentaba ahora
a pasar una eternidad en la Tumba.
Margot se enfrentaba a un problema: no podía fingir su propia ida a la Tumba.
Según una tradición reciente, Hilda y el señor O’Hare arrastraban desnudos a los
criminales a la Tumba desde sus dormitorios a la hora de acostarse: ahora el
espectáculo público era importante para saciar el ansia de Hilda de castigos. Así que
Margot hizo circular otro rumor: iba a esconderse de ellos para ponérselo más difícil.
Después de todo, su castigo ya era bastante terrible. ¿Cómo iban a poder empeorarlo?
Había algo de verdad en todo aquello: Margot sí se escondió. Después de la cena,
y animada por la mayoría de los demás niños, llenó una bolsa con unas cuantas
sobras y se deslizó por el pasillo hasta el cuarto de calderas, donde se echó una manta
sobre las rodillas y esperó.
Yo había informado a los demás ángeles del hecho. Sheren me miró, preocupada.
—Sabes lo que pasará, ¿no?
Yo negué con la cabeza. No recordaba aquel hecho, sólo una intensa esperanza de
que lo conseguiríamos. Sheren suspiró y volvió al despacho de Hilda, con la promesa
de que haría todo lo que pudiera.
Por suerte, le tocaba al señor Kinnaird apagar las luces. Cuando pasó por los
dormitorios haciendo recuento, descubrió vacía la cama de Margot.
—Está en la Tumba, señor —explicó Tilly.
—¿Ah sí? —Comprobó sus notas—. No tengo a nadie en la Tumba, por lo menos
esta noche.
—Ha vuelto a olvidarse de las gafas, ¿eh, señor?
Así era.
—Oh. Sí. Me he olvidado. Bueno, entonces la marco, ¿no?
Tilly asintió. Circularon susurros por toda la habitación. El señor Kinnaird no se
dio cuenta.
Margot no pudo dormir, a pesar del agobiante calor que hacía en el cuarto de
calderas. El lloriqueo y las vibraciones ocasionales de las tuberías hacían que se le
retorciera el estómago por el miedo de que alguien hubiera descubierto su plan y
fuera a sacarla de allí. Me quedé con ella toda la noche, envolviéndola en mi vestido
cuando empezaba a temblar de frío y de terror, prometiéndole que lo conseguiríamos.
La visión de la familia del pueblo se volvió tan clara que Margot pudo ver sus caras.
Ardía por ellos. Aporrearía su puerta y les rogaría que se la quedaran. «Os llevaré el
desayuno a la cama. Hare todas las tareas domésticas. Pero salvadme de St Anthony.
Dadme tan sólo una familia.»

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El sonido de la grava al crujir atravesó el silencio de las cinco de la mañana. Aún
estaba oscuro, pero el sol acariciaba con sus dedos el horizonte. El renqueante sonido
del motor del camión de reparto. El canturreo desafinado de Hugh. «Ahora», le dije a
Margot. Ella cogió su bolsa, abrió la puerta silenciosamente y salió de puntillas al frío
aire matinal.
Desde la puerta lateral pudo ver al hombre delante de la casa, caminando
despacio con sus pesadas botas de la furgoneta a la entrada, dejando grandes sacos de
carbón, comida y ropa donada en los pueblos. Ella apenas respiraba y el corazón le
latía tan deprisa que parecía que se fuera a desmayar. Hice un movimiento hacia el
camión, deseando comprobar si alguien podía verla, pero entonces le fallaron las
rodillas. Yo la sujeté cuando caía. Con mis dos brazos alrededor de sus hombros,
consiguió reponerse. «Quizá la esté empujando demasiado», pensé. «Quizá aún no
esté lista.»
Hugh volvió al camión y arrancó el motor. «¡Rápido!» Ella corrió por la grava
hasta llegar a la trasera del camión, abrió la puerta y saltó encima de verduras rancias
y sacos de carbón y leña. El camión salió por el sendero y se dirigió a la carretera
principal.
Margot hizo lo que había planeado, escondiéndose bajo los sacos de carbón. Yo
me llevé las manos al pecho y salté en el aire. «¡Lo hemos conseguido! ¡Ha
escapado!» Pensé en la familia del pueblo. Pensé que susurraría al oído de la madre
que Margot era la hija que nunca había tenido, la hija que deseaba, que estaba allí
para recibir su amor y sus cuidados para siempre.
Vi cómo se alejaba el camión y lloré. Margot también estaba llorando, llena de
tanta esperanza y miedo que creía que iba a reventar.
Entonces el motor se paró. En lo alto del camino. El camión se detuvo. Hugh
soltó un juramento, hizo girar la llave y metió una marcha. De debajo del capó no
salió más que una tos ronca y mecánica. Miré dentro del motor: estaba ahogado. Fácil
de arreglar. «¡Pero rápido!» Hugh silbaba alegremente mientras abría el capó y se
disponía a arreglar el problema.
Justo entonces, Sheren se apareció junto a mí.
—Lo siento, Ruth —dijo, y yo me quedé helada.
Un ruido de pies y un chillido. Las puertas del camión se abrieron de par en par.
Antes de que yo pudiera hacer nada, unas manos cayeron encima de Margot. Hilda la
arrastró de los pelos desde la parte trasera del camión hasta la puerta delantera de St
Anthony; el viejo Hugh no entendía nada.
Y allí mismo, en ese momento, la visión de la familia del pueblo se debilitó. Era
como si estuvieran muertos. Y lo mismo le ocurría a Margot.
Esta vez, la paliza no se llevó a cabo con las manos y los pies de Hilda, ni con el
látigo. Fue con la ayuda de un pequeño pero pesado saco de carbón, al que Margot se
había agarrado mientras la arrastraban fuera del camión, usándolo como punto de
anclaje. Sheren lloró mientras le cantaba a Hilda, haciendo todo lo que podía para

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impedirle levantar el saco sobre su cabeza y dejarlo caer sobre el pequeño cuerpo de
Margot, que estaba inmóvil en el suelo. De igual modo, lo único que yo podía hacer
era evitar que cada impacto del carbón le rompiera el cráneo o le reventara los
riñones. Y más tarde, mientras todos los ángeles pasaban noche tras noche cuidando
de Margot en la Tumba, formábamos un círculo a su alrededor, curando los daños que
ya se habían hecho, evitando que el veneno del castigo de Hilda se extendiese a lo
más profundo de la vida de Margot.

El plan de fuga que yo le había metido a Margot en la cabeza no desapareció. Es más,


enraizó y le crecieron hojas y ramas.
Llegaría a realizarse de una manera que no me esperaba.
Cuando Margot tenía trece años, Hilda decidió matarla. Sheren divulgó esta
información de mala gana, pero por pura necesidad. No es que hubiera decidido
simplemente matar a Margot, sino que el plan que había preparado para ella tendría
como resultado su muerte si no interveníamos. Después de haberse pasado años
causando problemas, la casi fuga de Margot fue la prueba final de que había que
cortarle las alas definitivamente. Iría a la Tumba durante un mes: el período de
tiempo más largo que ningún niño de St Anthony había pasado nunca allí.
No sería suficiente que los ángeles consolaran a Margot todas las noches en la
Tumba. Teníamos que evitar que llegara a entrar en ella. Sheren me dijo que siguiera
su ejemplo. Me quedé mirándola un instante. Había pasado mucho tiempo desde que
yo reconociera quién había sido, lo que había sido en otro tiempo para mí. Había
olvidado mi odio hacia ella. La había perdonado, en realidad.
Sheren nos dijo que dejáramos que sacasen a Margot de su cama por la noche.
Hilda y el señor O’Hare arrastraron a Margot a los servicios del piso de abajo, le
quitaron la ropa y la golpearon hasta dejarla inconsciente contra el viejo radiador
oxidado. Entonces dejé de contenerme, de mantenerme al margen. Me volví hacia
Sheren.
—Repítele esto a Margot —dijo ella rápidamente.
Me arrodillé junto a Margot, sujetándole la cabeza. Sangraba mucho por un corte
que tenía sobre la ceja. Respiraba superficialmente. Estaba aún inconsciente. Hilda le
dijo al señor O’Hare que se quitara el cinturón.
Repetí lo que había dicho Sheren:
«Cuando Hilda era pequeña, amaba a Marnie más que a nadie en el mundo. Y
Marnie la amaba a ella. Pero Marnie murió e Hilda se quedó muy, muy triste. Marnie
observa ahora a Hilda y ella es la que está triste. Ahora, repite conmigo, Margot. Di
las palabras: “Si Marnie pudiera verla ahora, se volvería a matar de nuevo”.»
Margot tosió y recuperó la conciencia.
—Cuando quiera, señor O’Hare —le dijo Hilda, mientras él se preparaba para
usar el cinturón.

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Pero su ángel lo detuvo; un breve instante de misericordia había permitido que el
ángel del señor O’Hare avanzara y le sujetara el brazo en el aire. Lentamente, lo dejó
caer y miró a Hilda. No podía pegar a Margot mientras estuviera en el suelo.
Con Sheren y yo a cada lado de ella, Margot se puso de pie. Desnuda y
sangrando, se volvió hacia Hilda. Cogió aire con fuerza y rabia y, antes de que el
señor O’Hare pudiera arrepentirse, dijo:
—Si Marnie pudiera verla ahora, se volvería a matar de nuevo.
Hilda se quedó con la boca abierta. Entrecerró los ojos.
—¿Qué has dicho?
Sheren susurró algo más, algo que yo transmití rápidamente a Margot.
Margot tensó la mandíbula. Habló alto y claro.
—¿Qué le dijo Marnie antes de morir? Sé una buena chica para que pueda verte
en el Cielo. Y mírese ahora, señorita Marx. Hilda. Marnie está triste. Se ha vuelto
usted exactamente igual que Ray, que Dan, que Patrick y que Callum.
Los nombres de los maltratadores de Hilda. Esta vez, sus ojos se alzaron. Se le
volvió el aura roja, y el odio afeó su rostro. Se lanzó contra Margot y le abofeteó la
mejilla. Yo me llevé el ardor de la bofetada. Margot volvió la cabeza y se quedó
mirando fijamente a Hilda y al señor O’Hare. Ninguno de los dos se movió. Ella
recogió su ropa, se dio la vuelta y salió del edificio.
«Ahora, corre.»
En cuanto se dio cuenta de que no la perseguían, salió corriendo de allí.
Arrastrándose con la falda, el jersey y no mucho más, abrió la puerta principal de par
en par y corrió hasta lo alto del camino de entrada. Y allí, entre las dos columnas de
piedra, las dos nos detuvimos y miramos hacia atrás. Margot jadeaba, la adrenalina la
hacía salivar tanto que apenas podía contener la saliva, y yo decía adiós con la mano.
Adiós a todos los ángeles que se habían reunido delante del edificio, despidiéndose
de mí. Sería la última vez que veía a la mayoría. Busqué a Sheren. Ella alzó los dos
brazos, como había hecho cuando me habló de la Canción de las Almas, y yo hice un
gesto con la cabeza. Supe lo que me quería decir.
Cuando Margot recuperó el aliento, las dos emprendimos el camino hacia el
pueblo. Helada, medio muerta y tropezando a la luz del amanecer, Margot encontró la
puerta azul celeste y la golpeó hasta que un hombre desaliñado y preocupado abrió.
Ella cayó de rodillas y lloró a sus pies.

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LA PROPUESTA DE GROGOR

El hombre que abrió la puerta no era el hombre que yo había visto en mi visión.
Resultó que la familia que yo había percibido en mi visión había vendido la casa
y había vuelto a Exeter, y el hombre que había abierto la puerta era el inquilino desde
hacía más de un año.
Pero cuando lo vi, grité de alegría. Di saltos de arriba abajo. Lo rodeé con mis
brazos y lo besé en la cara. Luego me puse a caminar, retorciéndome las manos,
hablándome a mí misma como una chiflada mientras Margot le explicaba quién era,
por qué estaba arrastrándose ante su puerta a las tres de la mañana, con aspecto de
haber salido directamente del fondo del mar.
Me sentí como Eneas en el Hades con los seres que había amado y perdido. Aquel
hombre era Graham Inglis, el hombre al que yo llamé papá durante diez largos y
hermosos años. Nunca me recuperé de su muerte. Me costó semanas hacerme a la
idea de que volvía a estar allí, con la cara roja, verrugoso como un cerdo viejo,
proclive a la flatulencia monstruosa y al eructo, un hombre que farfullaba sin parar
con la boca llena de pastel de carne, que lloraba por la más mínima cosa. Ah, papá.
Su corazón no era superficial. Se lo ponía en la mano a la gente cuando saludaba por
primera vez y dejaba que sangrase hacia sus venas.
Graham envolvió a Margot en una vieja manta, la llevó dentro y le dio una bebida
caliente. Le dijo que se quedara allí un momento mientras iba a buscar a Irina (mi
mamá durante un año entero), y mientras llevaban tranquilamente a Margot hasta el
cuarto de estar, yo me quedé en el pasillo, hiperventilando. Aquello era demasiado.
Yo me había quedado inmóvil, balbuceando para mí misma de asombro y mirando
fijamente a mamá como si estuviera a punto de desaparecer en cualquier momento,
disfrutando de todas las cosas que tanto había echado de menos; sus suaves manos
regordetas, siempre extendidas en ofrenda, el modo en que le daba un codazo a
Graham en la barriga cuando él decía algo jocoso o inapropiado mientras sofocaba
una risita, su costumbre de pasarse la coleta entre el índice y el pulgar cuando estaba
sumida en sus pensamientos. La profundidad aterciopelada y con olor a rosas de su
abrazo. Si hubiera estado cerca de ellos cuando Theo nació… digamos que
seguramente la vida hubiera sido un poco menos complicada.
En cualquier caso, estoy divagando. Creo que he perdido el hilo de los
acontecimientos durante un momento. Me dirigí al jardín trasero, donde Gin, el
labrador más cariñoso del mundo entero, dio un salto hacia mí. De pie, bajo un

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manzano, se encontraba Nan. Caminó rápidamente hacia mí. Yo la rodeé con los
brazos y sollocé.
—¡Nan! —grité contra su grueso hombro cálido—. ¿Sabes lo que acabo de ver?
Ella asintió y me agarró por los hombros.
—Sí, sí, por supuesto. Ya lo sé pero… tómatelo con calma.
Me tragué el asombro. Por así decirlo, lo que Nan estaba haciéndome en los
hombros me devolvió de golpe a la tierra. Me calmó inmediatamente.
—Lo siento —dije—. Sólo estaba…
Ella me puso un dedo en los labios.
—Camina conmigo —dijo—. Tenemos que charlar.

Antes de que hable de la charla, un recuerdo.


Era la semana antes de que mamá muriera. Un sábado por la mañana. Me
desperté con una extraña sensación. Había una quietud demasiado palpable en el aire,
demasiado cargada de miedo para ser apacible. Una inquietud, una sensación de
provisionalidad. Tenía el corazón acelerado sin ninguna razón especial. Fui a ver
cómo estaba mamá. Seguía en la cama, su rostro era una mancha amarilla en medio
de las sábanas blancas. Miré por la ventana y vi a papá emprendiendo su paseo
matinal con Gin. Me eché agua fría en la cara. La sensación era cada vez más fuerte,
se me encogió el estómago y empecé a pensar. «Va a pasar algo.»
Ya sabíamos que mamá estaba enferma. No era su muerte lo que yo sentía. Me
pregunté si habría habido algún asesinato en los campos aquella noche; esa especie de
premonición fuerte y extraña. ¿Había alguien en la casa? Incluso mientras bajaba por
las chirriantes escaleras, daba cada paso tan lenta y suavemente como podía, para no
hacer ni un ruido. Abajo, me dije a mí misma que tenía que calmarme. Cogí la taza de
café vacía de papá del alféizar de la ventana y entré en la sala de estar. Y cuando
atravesé la puerta di un grito, pues inclinado sobre el fuego había un hombre muy alto
con traje de rayas, pero no tenía piernas, sólo unas volutas de espeso humo negro,
como si estuviera ardiendo o disolviéndose en el sitio, y cuando se volvió y me miró,
sus ojos no tenían blanco, todo era negro. Dejé caer la taza de papá, que se rompió, y
cuando volví a mirar, el hombre ya no estaba.
Nunca le he contado a nadie este recuerdo. Comprenderán por qué.
Hablo de ello ahora porque lo que Nan me contó a continuación me hizo
retrotraerme a aquel momento. Habló del recuerdo como si ella hubiera estado allí, y
se refirió al hombre sin piernas no como a un capricho de mi imaginación, o como a
un fantasma, sino como a Grogor. Me dijo que Grogor era un demonio. Ya estaba
aquí. Y muy pronto lo conocería.
Hasta ese momento, los demonios que yo había conocido sólo eran sombras o
melancólicas influencias ambientales, nunca individuos. Había visto los demonios
que vivían en Sally. A veces su rostro parecía sobreimpresionado cuando un demonio

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estaba cerca de la superficie y el aura de ella cambiaba a menudo como un cielo de
tormenta, del naranja al negro medianoche. Había visto una niebla negra cerniéndose
sobre el vestíbulo de entrada de St Anthony, se hizo tan densa como un matorral
negro y todos los ángeles tenían que caminar rodeándola. Y a veces, cuando miraba
de cerca a Hilda, lo que yo creía que era una extensión de su aura parecía como una
melancólica influencia atmosférica, llena de su maldad y desprecio. Sin embargo,
hasta ahora habíamos coexistido sin chocar.
Pero ahora parecía que uno de ellos quería un enfrentamiento. Pues encantada.
—¿Por qué quiere conocerme? —le pregunté a Nan.
—No te olvides de que esta aquí por negocios —dijo Nan—. Tiene que hacerte
una propuesta.
Dejé de andar y me volví hacia ella.
—Quieres decir que está aquí porque yo estoy aquí.
—Eso me temo.
—¿Cuál es la propuesta?
—Quiere que Margot y tú os vayáis.
—¿Y si no?
Nan suspiró. No quería decírmelo.
—Pondrá enferma a mamá.
Entendí ahora por qué Nan dudaba tanto. Las rodillas me flojearon levemente y
me agarré a ella mientras asimilaba la noticia.
Mamá había enfermado muy deprisa, un mes más o menos después de que yo
cruzara el umbral de su casa. Nadie lo entendía. Los médicos no le encontraban nada
malo. Los medicamentos no servían de nada. Hasta el mismo instante de su muerte,
papá estuvo totalmente convencido de que se recuperaría. Y yo también.
Lo que Nan me dijo me hizo caer de rodillas, llevarme el rostro al regazo y llorar.
Estaba diciendo que yo era la razón de la muerte de mamá. Si no hubiera
aparecido en su puerta, si no me hubieran admitido, ella habría vivido otros veinte o
treinta años felices. Papá no habría quedado tan destrozado.
Tuve que reunir todo mi valor y enfrentarme a él. Nan y yo nos dirigimos de
vuelta a la casita. Mientras ella volvía al manzano, extendió la mano y me tocó la
cara.
—Recuerda, eres un ángel. Tienes tras de ti todo el poder de Dios. La mayor
parte, aún no puedes verlo.
Después, se fue.

La escena dentro de la casita me puso de buen humor. Margot estaba sentada junto al
fuego, envuelta en una manta sucia, sosteniendo una taza de té humeante sobre las
rodillas huesudas. Tartamudeaba y temblaba mientras contaba a Graham e Irina cómo
había acabado ante su puerta. Les habló de St Anthony, de cómo había acabado allí,

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de lo que allí ocurría, y les habló de la Tumba, de que a los niños los golpeaban con
ladrillos y de que las heridas de su cara eran de la paliza que le habían dado hacía
unas horas. Lo dijo con tanta tranquilidad que ellos no dudaron ni un momento de lo
que decía. Sólo le dieron más té y al final, tomaron notas. Cuando Margot terminó,
dejó escapar un largo grito. Graham se echo por encima la gabardina y se dirigió a la
comisaría de policía.
Cuando Irina pasó junto a mí, se coló en mi cabeza información sobre ella que yo
no conocía. Vi a su padre, un hombre frío, de boca rígida, a pesar de no haberlo
conocido ni haber visto una foto suya en mi vida. Vi conflictos con Graham que
nunca se habían resuelto, vi su profundo amor hacia aquel hombre, enraizado en su
alma como un viejo árbol, y luego vi su mayor pena. Un aborto. Graham a su lado.
Los dos muy jóvenes. «Mamá, lo siento», pensé. «No lo sabía.»
Irina fue hasta la cocina, sin saber lo que acababa de ocurrir. Yo caminé detrás de
ella y rodeé con los brazos su ancha cintura. En ese momento, ella se dio la vuelta y
miró hacia delante. Al principio, pensé que estaba mirando la puerta de la cocina.
Luego vi lo que estaba mirando: estaba observando a Margot por la rendija de la
puerta. Sonrió. Una niña tan bonita. «Sí, lo es», pensé a mi vez. Creo que está
diciendo la verdad, pensó ella. «Sí, lo está haciendo. Sí.»
Durante las dos semanas siguientes, lo que me había dicho Nan sobre Grogor fue
creciendo más y más en mi cabeza. La visita de Graham a la comisaría tuvo como
resultado una visita sorpresa a St Anthony del inspector acompañado de dos guardias,
y lo que encontraron allí hizo que cerraran el establecimiento inmediatamente sin
preaviso. Por el pueblo se extendieron rumores de que se había encontrado a un niño
de cinco años encerrado en un cuarto tan pequeño que el niño apenas podía ponerse
de pie, sin agua ni comida durante casi una semana. El niño estaba ahora en cuidados
intensivos. El resto de los niños había sido repartido por hogares de acogida y otros
orfanatos por todo el país. Respecto a Hilda Marx, la encontraron en su despacho, con
un frasco de pastillas en una mano, una botella vacía de jerez en la otra, y sin pulso.
Las noticias de la radio (los Inglis no tenían televisión) emitían una entrevista con
funcionarios del gobierno que deseaban comentar que estaban «motivados y
comprometidos» para destinar más dinero a hogares para niños en todo el país, y que
«prometían sinceramente» mejorar la calidad de los cuidados que se proporcionaban
a los niños. Irina miró a Margot, que se inclinaba sobre el caldo de pollo.
—Deberías estar orgullosa, cielo —dijo—. Eres tú la que has hecho todo esto.
Margot sonrió y miró hacia otro lado. Cuando volvió a mirar, Irina estaba aún de
pie junto a ella. Lentamente se arrodilló ante Margot, sus rodillas artríticas crujían
siempre cuando lo hacía, y cogió entre las suyas las delgadas manos frías de Margot.
—A Graham y a mí nos gustaría que te quedaras todo el tiempo que quieras —
dijo—. ¿Te gustaría?
Margot asintió muy deprisa.
—Sí —susurró.

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Irina sonrió. Sonreía de manera muy parecida a Nan. Supongo que por eso
siempre confié en Nan, desde el principio. La cara de Irina estaba arrugada y
enrojecida, sus ojos eran azul Caribe, el pelo infantilmente espeso y rubio, su cola de
caballo flexible y saludable. Entrecerró los ojos. Su sonrisa se borró de repente.
Margot se preguntó durante un instante si habría hecho algo mal.
—¿Eres un fantasma que ha venido a aparecérseme? —dijo Irina, muy en serio.
Un pensamiento se alzó sobre la cabeza de Margot, recuerdo haberlo pensado;
decía: «¿Estará hablando conmigo?». La confusión se dibujó en su cara. Irina alzó
una mano y le pasó a Margot mechones de cabello suelto por detrás de las orejas. A
modo de explicación, dijo:
—Es que… me recuerdas mucho a mí de pequeña. Pensé que…
Para Margot, eso no era ninguna explicación. Estaba muy confusa y le
preocupaba que la fueran a echar a la calle. Para mí, la explicación de Irina
finalmente cobraba sentido: pensaba que Margot era el fantasma del niño que había
abortado hacía tantos años. Yo me acerqué a Margot y le puse una mano en el
hombro, eliminando la preocupación que crecía en su garganta.
—No importa —dijo Irina en voz baja—. A la gente como yo se le ocurren
tonterías cuando hemos vivido demasiado tiempo.
Se levantó y se fue a buscar unas tostadas para Margot.

Graham e Irina eran escritores. Graham fabricaba novelas negras gráficas,


provocativas, bajo el nombre de Lewis Sharpe. Irina era una poetisa con un grupo de
seguidores pequeño pero devoto. Demasiado tímida para dar lecturas, escribía su
poesía lentamente, con cuidado, sentada junto al fuego, y publicaba un fino volumen
de poemas silenciosos, profundamente conmovedores, cada cuatro años. Su nueva
colección se llamaba La hilandera de recuerdos, y estaba a punto de acabarla.
Las tardes las pasaban escuchando la radio o, la mayor parte de las veces, en
conversaciones literarias. Margot se encontró en medio de una batalla sobre si lady
Macbeth tenía hijos o no («¡Por supuesto que tenía hijos! ¿Por qué iba a hablar de dar
de mamar si no los tenía?» «¡Es una metáfora, mujer! ¡No es más que un truco para
que Macbeth mate a Duncan!», etcétera), o haciendo de juez silencioso durante un
debate volcánico sobre si Sylvia Plath era mejor o no que Ted Hughes («¡Eso es algo
imposible de decir! ¿En qué sentido es mejor?» «¡No cuentes paparruchas
psicológicas acerca de la cría de avispas!» «¿Qué?», etcétera).
Intrigada, Margot se descubrió a si misma investigando durante largas tardes
sobre Plath, Hughes, Shakespeare, y luego sobre Plauto, Virgilio, Dickens, Updike,
Parker, Fitzgerald y Brontë. Los libros que había en St Anthony eran los sobados
restos de tiendas de segunda mano y escuelas, así que Margot tanto podía leer las
novelas que publicaban en Mills & Boon como la obra de Aphra Behn. Por lo
general, no leía mucho a esta última. Ahora, asediada por preguntas que requerían

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una respuesta (¿Heathcliff era irlandés?) y ambigüedades narrativas que exigían un
desarrollo (Hamlet y Ofelia: ¿hermanos o amantes?), Margot leía rápida e
intensamente. Estaba decidida a tener algo que decir durante las veladas en lugar de
preguntarse si Calibán y Eneas eran personas o planetas. Además, le gustaban los
desafíos.

En este punto debo mencionar que el comentario de Nan acerca de que yo no podía
verlo todo en el mundo espiritual me había estado dando vueltas en la cabeza. Había
visto un par de veces al ángel guardián de Irina, pero ni rastro del de Graham. Echaba
de menos a la comunidad de ángeles de St Anthony. Es más, me preguntaba por qué
no los veía todo el tiempo, por qué no estaba invadida por demonios y fantasmas, por
qué a veces me sentía humana.
De todos modos, sabía que Grogor estaba allí, y me preocupaba que pareciera
dominar el asunto de la invisibilidad. Quizá yo tuviera que esforzarme un poco más
en mirar.
Ocurrió una noche mientras Graham, Irina y Margot estaban hablando de «Tres
mujeres» de Plath. Graham había hecho una broma sobre la película de Polanski La
semilla del diablo e Irina y él habían reído. Margot tomó nota mental de ver la
película, decidida a no quedarse de nuevo sin saber de qué hablaban. Riendo aún,
Irina se levantó de la silla y fue a la cocina a buscar un vaso de agua. Con cuidado,
cerró la puerta. Vi cómo su sonrisa se desvanecía rápidamente. Se apoyó en el
fregadero de la cocina y miró por la ventana hacia la noche. Lentamente, inclinó la
cabeza y dejó que gruesas lágrimas calientes se deslizaran hasta el fregadero.
Cuando me acerqué para consolarla, apareció un hombre a su lado. La rodeó con
el brazo y apoyó la cabeza en su hombro. Durante un segundo supuse que sería su
ángel guardián, hasta que vi el traje a rayas, y luego el odioso humo negro girando
donde deberían estar sus piernas. La sujetaba como un amante, susurrándole al oído,
acariciándole el pelo.
El ángel guardián de Irina apareció al otro lado de la ventana. Parecía furioso y
confundido. Apoyaba las manos contra el cristal y gritaba un ruego sofocado para que
lo dejaran volver dentro. Era como si lo hubieran encerrado fuera, de algún modo.
Miré a Grogor y luego al ángel del otro lado de la ventana. Fuera lo que fuera lo que
Grogor estaba diciendo a Irina, la estaba alterando cada vez más, y por no sé qué
razón, su ángel guardián no podía hacer nada.
Me metí.
—Hola —dije en voz alta.
Sin quitar el brazo de los hombros de Irina, Grogor volvió la cabeza para
mirarme. Sonrió. Yo aparté la mirada de sus desagradables ojos negros, sus pupilas
que nadaban en lo que parecía alquitrán, su extraña piel derretida que parecía estar
hecha de cera.

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—He oído que querías verme —dije.
Muy lentamente, él se volvió de nuevo hacia Irina.
—¡Eh! —grité—. Estoy hablando contigo.
Antes de que yo o el ángel guardián de Irina pudiéramos hacer nada, Grogor
metió la mano en el cuerpo de ella con tanta facilidad como se puede meter la mano
en un armario y colocó algo en él. El ángel de Irina golpeó la ventana con los puños,
y después desapareció. También desapareció Grogor, pero un segundo más tarde,
estaba delante de mí. Me miró de arriba abajo.
—Ah, así que esto es en lo que te has convertido.
No pude localizar su acento; tenía un tono sorprendentemente nasal.
—Mi respuesta es no, así que puedes largarte.
Sonrió, me revolvió ver que no tenía dientes, sólo un agujero gris y húmedo por
boca, y asintió.
—Así que Nandita ha venido a verte, ¿eh? Apuesto a que no te lo ha dicho todo.
—Oh, estoy segura de que me ha dicho lo suficiente —dije.
Me escupió. Me escupió de verdad, una masa viscosa de las profundidades de esa
boca asquerosa, y luego se desvaneció.
Me limpié la cara y vomité. Inmediatamente, Irina se enderezó. Parecía como si
se hubiese quitado de encima un peso terrible, y en un momento muy oportuno. Se
abrió la puerta de la cocina. Era Graham. Ella se frotó rápidamente los ojos con la
manga y se volvió hacia él con una sonrisa.
—¿Estás bien, querida?
Ella cogió el vaso.
—Olvidé lo que había venido a buscar. Ya sabes cómo soy.
Él asintió, no muy convencido, y esperó a que ella lo siguiera a la otra habitación.

Yo dormí junto a Margot aquella noche, con el vestido envuelto protectoramente


alrededor de su cuerpo. Me sentía furiosa con los otros dos ángeles que acechaban
alrededor de la casa. Quizá si actuásemos como un equipo, podríamos echar a Grogor
de allí. Pero ellos se negaban a manifestarse.
Justo antes de la salida del sol, Grogor se apareció sobre mí, cerniéndose junto a
la pantalla de la lámpara como una nube de tormenta con cara. Yo lo ignoré. Él habló
después de unos minutos.
—Irina tiene una enfermedad particularmente dolorosa. Una manera muy mala de
irse, pobrecilla. Incurable. Por supuesto, lo único que tienes que hacer es llevarte a
Margot a otro sitio e Irina se sentirá mucho mejor.
—¿Por qué Irina? —silbé—. Ella no tiene nada que ver con esto. Esto es entre tú
y yo.
Él se movió hacia la derecha de mi cara, tan cerca que podía sentir su aliento en la
piel. Apreté los dientes.

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—¿Tú y yo? —dijo—. ¿Y quién crees que está entre tú y yo?
Me aparté de él y me enrosqué con más fuerza alrededor de Margot. Cuando él se
enfureció y me arrojó un pedrusco de alquitrán, alcé la mano y deseé que se formara
un escudo protector alrededor de la cama. Como una cúpula de luz, el escudo
absorbió la piedra negra. Al ver esto Grogor se disolvió en una nube de hollín,
cubriendo el escudo hasta que casi anuló su brillo. Yo tenía que concentrarme con
fuerza para mantener intacto el escudo, para evitar que se metiera dentro.
Finalmente, abandonó. Volvió a su malvada forma semihumana y se apretó contra
la cúpula.
—Pero recuérdalo. «Ella no tiene por qué morir.»

Mas, ¿qué podía hacer yo? Cada día en presencia de Irina, Margot se volvía más
brillante, más feliz, y era obvio que estaba saliendo del pozo emocional de St
Anthony. Yo observaba con el corazón roto cómo crecía la enfermedad en el interior
de Irina, igual que una potente mala hierba. Muy pronto empezó a quejarse de que le
picaba la piel. Una noche, al resplandor del fuego, su piel apareció amarilla y
macilenta. Margot se dio cuenta.
—¿Estás bien, Irina? —preguntó, una y otra vez.
Irina ignoraba la pregunta y contestaba:
—Llámame mamá.
Margot pasaba tardes leyendo o asomada a la ventana de su dormitorio, viendo
cómo los otros niños se reunían en jardines contiguos a los de la casa de Graham e
Irina, deseando hacer amigos. Yo le dije:
—Pasa tiempo con mamá, Margot. Te arrepentirás si no lo haces.
Así pues, ella cerró la ventana y bajó a la cocina, donde Irina estaba sentada en
bata a la mesa, tratando de beberse un tazón de sopa. Sus delgados brazos eran
demasiado débiles para sostener el tazón y tenía la garganta demasiado cerrada para
conseguir tragar más de una gota a la vez. Sin decir una palabra, Margot se sentó
frente a ella. Lentamente alzó una cucharilla y la usó para darle pequeñas cantidades
a Irina. Irina rodeó con su mano huesuda la de Margot cuando ella alzaba cada
cucharada hasta su boca. Aunque nunca dejaron de mirarse a los ojos en todo el
tiempo, ninguna de las dos habló. Cuando Margot terminó, los restos de la sopa
estaban fríos y su cara empañada en lágrimas.

En cierto modo, es difícil explicar por qué busqué a Grogor. No era tan sencillo como
no querer pasar por el dolor de perder a mamá. Margot era como una hija para mí, mi
hija. Muchas veces, sus experiencias y su dolor parecían distintos a los míos. Ya nos
estábamos volviendo diferentes.

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Le dije a Grogor que yo me marcharía; Margot se quedaba. Le dije que hablaría
con Nan y que organizaríamos que otro se convirtiera en el ángel guardián de Margot,
si eso era necesario. Ni siquiera sabía si era posible, o siquiera sensato, pero estaba
dispuesta a probar. La mirada en los ojos de Graham cuando observaba a mamá, que
pasaba cada vez más días en la cama, me estaba matando.
La respuesta de Grogor me confundió.
—Interesante —dijo, y se marchó.
Aunque mamá aguantó durante muchos meses, murió dolorosamente y sin
dignidad. Hubo alguna ayuda. El ángel guardián de Irina apareció con más
regularidad, al menos al final, fortaleciéndole los músculos de modo que podía
sentarse derecha en la cama, ofreciéndole pequeñas visiones del Cielo en sus sueños,
convenciéndola de que le dijera a Graham y a Margot las cosas que ellos necesitaban
oír. Que los amaba. Que siempre, siempre estaría con ellos. Y que era completamente
imposible que Hamlet y Ofelia fueran hermanos. A Graham tenían que examinarle la
cabeza sólo por haberlo sugerido. Estuvo de acuerdo sin embargo con Margot sobre
la teoría de Calibán: sin duda alguna, era una mujer.

El funeral tuvo lugar una neblinosa mañana de lunes de octubre. Un puñado de


acompañantes, ángeles y un sacerdote se arremolinaron alrededor de la tumba.
Cuando empezaron a bajar el ataúd a la tierra, yo empecé a alejarme todo lo que pude
de la gente, escondiendo mi llanto en los pliegues del vestido. Pero entonces me volví
y vi a Margot, apretándose las lágrimas con los puños, y a Graham, ceniciento y
aplastado, con la cara devastada, y me di cuenta de algo: «Estoy aquí para ayudarlos a
pasar por esto». Así pues, me acerqué a largos pasos a Margot, le rodeé la cintura y le
dije que le ofreciera el brazo a Graham. Él estaba de pie a cierta distancia, a su
izquierda. Ella dudó. «Sé que te resulta difícil», dije. «Hasta ahora, has estado más
cerca de mamá. Pero Graham te necesita. Y tú lo necesitas a él.»
Ella volvió a inspirar. El sacerdote estaba leyendo de la Biblia: «El ángel del
Señor acampa alrededor de los que lo temen, y los rescata…». Miré cómo Margot
extendía el brazo con cuidado hacia el de Graham y, muy, muy lentamente, lo
entrelazaba con el suyo. Él, al ver lo que ella hacía, se sobresaltó y dio un paso
lateral, de modo que ya no estuvieron separados.
—¿Estás bien, papá?
Graham parpadeó. Tras un instante, asintió. Algo en el uso de aquella palabra por
primera vez, aquel nuevo título, «Papá», le dio fuerza. Cerró su tosca mano alrededor
de la de Margot mientras ella lo agarraba del brazo. Juro que lo vi sonreír.

Pasaron muchos años antes de que yo entendiera cómo un demonio tenía la capacidad
de matar a un ser humano. Más tarde, Nan me dijo que no la tenía: la culpabilidad

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había matado a mamá. O al menos, la culpabilidad que había sentido por tener un
aborto había proporcionado el terreno abonado en el que pudiera enraizar el germen
que Grogor había puesto en su interior. La explicación no me hizo sentir mejor. Más
bien, sembró otra clase de semilla: la venganza.

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UN CORTO SOBRE LA ARROGANCIA

De acuerdo, debo advertírselo. Cuando era adolescente, no era ningún ángel.


Lo siento, no he podido evitarlo. Pero ya saben lo que quiero decir.
Cumplí los trece años y de pronto el mundo se convirtió en un pequeño saco de
pegamento. Descubrí que esta sustancia mágica tenía la capacidad de pegar pósteres
de Donny Osmond en la pared de mi dormitorio y, además, alejarme de la pena que
introducía sus botas embarradas debajo de la mesa del comedor tras la muerte de
mamá. No mucho después de que me inscribiera en la escuela local, quisieron
echarme. Papá luchó para que no lo hicieran. Mis notas en Literatura Inglesa eran las
mejores de la clase, así que dijeron que vale. Mientras dejara de hacer el gamberro y
animar a otros niños a colocarse.
Durante unos pocos años después de la muerte de mamá, deambulé como un lobo
solitario, escribiendo agónicos poemas por la noche para matar el silencio, haciendo
amistades con gente que no debía, observando cómo papá se pasaba los días mirando
fijamente el reloj que estaba sobre la repisa de la chimenea, que había dejado de
funcionar hacía mucho tiempo. Finalmente, terminó una novela nueva. Leí el
borrador y le di mi opinión detallada. Él se rió ante mi precoz habilidad para localizar
agujeros en la trama y personajes con poca entidad. Cogió la vieja máquina de
escribir de su escritorio y la dejó en mi tocador.
—Escribe —ordenó.
Y yo lo hice.
Muchas tonterías al principio. Después, unas cuantas historias cortas decentes.
Después, cartas de amor. Para un desgarbado tipo llamado Seth Boehmer. Seth
parecía tener problemas para mantenerse de pie, o estar sentado quieto. Se engrasaba
el pelo negro hasta que le caía sobre la mitad de la cara como el ala de un cuervo
muerto. Rara vez miraba a nadie a los ojos, siempre tenía las manos metidas en lo
más profundo de los bolsillos. Pero yo tenía dieciséis años. Él tenía veinte, era
lúgubre y conducía demasiado deprisa. ¿Cómo no iba a amarlo?
Observé cómo Margot cavaba un hoyo para sí misma antes de saltar en él. Perdí
muchas veces la paciencia y hablé mucho para mis adentros. Pueden llamarme cínica.
Yo había estado allí, de manera muy literal, había hecho todo aquello y ahora quería
vomitar violentamente al verlo. Seth era una especie de marca en el camino:
empezaba a ver hasta dónde había llegado desde la zambullida de Margot en la
autodestrucción.

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Pero ahora la cosa no me hacía gracia. Era como ver una telecomedia mala: uno
sabe exactamente quién es quién, lo que pasa y cuándo pasa, y podría poner un reloj a
la hora con las entradas de la música de violines. Era aburrido. Y yo estaba asustada.
Estaba viendo cosas que nunca, nunca, había visto antes. No me refiero a cosas
espirituales. No estoy hablando aquí de auras ni de trompas de Falopio. Me refiero a
las consecuencias de mis experiencias en St Anthony. Aunque habíamos trabajado
mucho para evitar esas consecuencias que destrozarían la vida de los niños que
atravesaron la puerta de St Anthony, a pesar de ello hubo muchas consecuencias. Seth
fue una de ellas.
Margot conoció a Seth una vez que fue a pasar la noche a casa de su mejor amiga,
Sophie. Seth era primo de Sophie. Huérfano desde pequeño, había pasado muchos
años en la casa de los padres de Sophie, de modo que, a pesar de haber heredado la
extensa granja de su padres, prefería pasar la mayor parte de las noches en el bungaló
lleno de gatos de sus tíos. Como Sophie había empezado a traerse a sus amigas a
dormir a casa, Seth empezó a aparecer con su propia almohada y su propia manta.
Un corto sobre la arrogancia:
Decorado: cocina. Hora: anochecer. Ambiente: a un pelo de terrorífico. Una niña
de dieciséis años baja las escaleras. Rebusca en los armarios para encontrar
paracetamol; tiene la regla y no puede dormir de dolor. No ve una silueta sentada a la
mesa de la cocina, leyendo y fumando. La silueta la observa durante unos minutos.
Había visto antes a Sophie y a su pandilla de amigas embadurnándose de maquillaje.
Alta (uno setenta y cinco), delgada como lo son las chicas de dieciséis años
(barriguita, muslos estrechos), espeso cabello de un rubio noruego hasta la cintura.
Jugosos labios rosa, ojos irreverentes. Y una risa muy descarada. Él la observa
registrar los armarios antes de revelar su presencia.
—¿Eres una ladrona o algo así?
Margot gira en redondo, dejando caer al suelo cajas de analgésicos. La figura de
la mesa se inclina hacia delante y saluda con la mano como la reina. La luz de la luna
permite adivinar que es el primo de Sophie.
—Qué hay —dice él, monótono.
Ella suelta una risita.
—Hum, qué hay —dice ella, torpe. Odio lo torpe que parece—. ¿Por qué estás
aquí abajo?
Él no contesta. En lugar de ello, palmea el tablero de la mesa que está delante de
él. Obediente, ella se sienta enfrente. Él da una larga calada al cigarrillo, probando
para ver cuánto tiempo le dará ella. Cuánto tiempo puede mantener su interés sin
esforzarse. Ella pasa el examen con nota.
—Bueno —dice él, rascándose las patillas con la uña del pulgar—. Estoy
levantado. Tú estás levantada. ¿Por qué no aprovechamos el tiempo para hacer algo
mejor que quedarnos mirando la luz de la luna?
Más risitas. Entonces, cuando él sonríe, mi propia risa con forma adolescente.

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—¿Como, por ejemplo, hacer un bizcocho?
Él arroja la colilla al fregadero, coloca las manos sobre la mesa y apoya en ellas la
barbilla, sonriéndole como un perro.
—Eres una chica lista, ya sabes de lo que hablo.
Ella hace un gesto de impaciencia.
—Hum, no creo que a Sophie le gustara que me acostase con su primo.
Él se endereza y saca otro cigarrillo de detrás de la oreja. Se hace el ofendido.
—¿Quién ha hablado de eso?
—Soy una chica lista, ya sé de lo que hablas.
No hay sonrisa. Ella lo devora con los ojos. Él abre mucho los suyos. Es mucho
más lista de lo que había pensado.
—¿Fumas?
—Vale.
—Oye, Margot.
—¿Qué?
Yo pronuncié en silencio sus palabras mientras él las decía.
—¿Qué te parece si tú y yo damos una larga vuelta por el parque?
Margot inhala el humo y hace lo posible por no toser.
—No hay parques por aquí.
—Eres una chica lista, ya sabes de lo que hablo.
Me apoyo en ella y digo con mucha claridad:
—No lo hagas.
Sé que estoy hablando en vano. Nunca sirvió de nada que me dijeran nada. Ni
cuando tenía cuarenta años; mucho menos cuando tenía dieciséis. Y sabía que los
obstáculos tampoco funcionaban; me hacían ser más decidida aún. Pensé
cuidadosamente en mi táctica. Lo único que podía hacer en aquella situación era
permanecer apartada y dejar que Margot hiciera lo que Margot hizo, y cuando todo
hubiera acabado, cuando se hubieran cometido todos los errores terribles, haría lo
posible por conseguir sacar algo hermoso de los restos. Por ejemplo, sabiduría.

Vale, nunca estudié Psicología en la universidad. Nunca di a Freud. Pero algo me


quedó muy claro durante aquella época, que proyectó una luz brillante sobre una
elección vital que nunca entendí del todo y de la que nunca me llegué a recuperar.
Margot se excitaba cuando se peleaban.
No, en serio. Aguantaba las bofetadas y las patadas, las provocaciones y las
mentiras, sabiendo que los besos sabían después más dulces, que las promesas y
gestos románticos de Seth eran más excitantes si llegaban después de los moratones.
Una vez, cuando Seth trepó por el canalón hasta el dormitorio de Margot al
amanecer e insistió en que ella lo acompañara a su coche, yo los seguí de mala gana

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mientras iban hasta un bar que estaba en una ciudad más grande a unos quince
kilómetros. Bajo el sonido de Johnny Cash en la radio, Seth:
—Te quiero, nena.
—Yo te quiero más, Seth.
Seth baja el volumen.
—¿Estás segura?
Margot asiente.
—Sí.
—¿Morirías por mí, Margot?
—¡Claro que sí!
Una pausa.
—¿Tú morirías por mí, Seth?
Él la mira sin pestañear. Tiene los ojos del color gris de las balas y sonríe como
un incendiario.
—Mataría por ti, Margot.
Ella se desmaya. Yo me remuevo nerviosa en mi asiento.
Menos de una hora después, Seth la saca del bar a rastras y la lanza contra una
pared de ladrillo. Le señala la cara con el dedo.
—¡Te he visto!
Margot contiene el aliento.
—¿Me has visto qué?
—Ese tío. Lo has mirado.
—¡No!
—¡No me mientas!
Ella le coge la cara con las manos.
—Seth… Te quiero a ti.
Él la abofetea. Con fuerza. Luego la besa. Suavemente.
Y, curiosamente, ella disfruta cada instante de teleserie.

Consulté con el ángel guardián de Graham mientras Margot paseaba por su


habitación, retorciéndose las manos y hablando consigo misma, pensando en cómo se
lo iba a decir. El ángel de Graham, Bonnie, su hermana pequeña, asintió y se esfumó.
Justo cuando estaba a punto de cuestionar su táctica, ¿esfumarse?, Bonnie reapareció
con alguien a su lado.
Era Irina, unas tres décadas más joven, con la cara lisa y los ojos claros, con un
largo vestido blanco. Sólo que no le salía agua de la espalda. Me miró, extendió una
mano y me acarició la cara. Yo me llevé las manos a la boca y se me llenaron los ojos
de lágrimas.
—Mamá —dije, y ella me atrajo hacia su pecho.
Después de un largo rato, se apartó y me sujetó la cara con las manos.

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—¿Cómo estás, cariño mío?
Una oleada de lágrimas me impidió contestar. Había tantas cosas que quería
decirle, tanto que quería preguntar.
—Te echo muchísimo de menos —fue lo único que conseguí decir.
—Oh, cielo —dijo ella—. Yo también te echo de menos. Pero ¿sabes? Todo va a
ir bien.
Miró hacia Graham. Supe que había venido para estar con él.
—¿Cuánto tiempo puedes quedarte? —pregunté rápidamente.
Ella le lanzó una mirada a Bonnie.
—No tengo mucho tiempo —dijo—. Sólo puedo venir de visita cuando es
necesario. Pero nos veremos pronto.
Me limpió las lágrimas, luego se llevó mis manos a la boca y las besó.
—Te quiero —susurré, y ella sonrió antes de sentarse junto a Graham en el sofá
mientras él yacía roncando y babeando, y le colocó la cabeza sobre el pecho.
Corrí escaleras arriba hasta la habitación de Margot. Ella estaba de pie ante el
espejo, pronunciando palabras en silencio.
No pude contenerme.
—¡Margot! —jadeé—. ¡Mamá está abajo, rápido!
Ella me ignoró y siguió ensayando su discursito. Un discurso que yo recordaba
muy bien.
«Sé que estás muy decepcionado conmigo, y sé que mamá también lo estaría…»
Empezaron a llenársele los ojos de lágrimas. «Pero como dijo lady Macbeth, lo que
se ha hecho no puede deshacerse. He pensado mucho en ello y he decidido quedarme
con el niño. Si decides o no echarme, es cosa tuya.»
Yo había visto al niño cuando era del tamaño de un germen, lo había visto girar y
desenroscarse hasta que se quedó sentado tranquilamente como un diamante sobre un
cojín rojo, con su pobre corazón temblando. Un niñito. Mi hijo.
Margot terminó su monólogo y se quedó mirándose un rato más en el espejo.
Durante un momento nuestros reflejos se fundieron. Éramos gemelas de extremos
opuestos de la mortalidad. Sólo la mirada en las profundidades de nuestros ojos era
diferente. Los ojos de Margot tenían la mirada de alguien que se acercaba a un puente
sobre un abismo. Los míos eran los ojos de alguien que lo había cruzado.
Bajó lentamente las escaleras.
—¿Papá?
Él roncó, aún dormido. Ella lo volvió a intentar. Irina lo sacudió dulcemente y él
se despertó. Margot se sintió invadida de inmediato por el miedo. Había esperado que
siguiera durmiendo y poder librarse. Él se sentó de un salto y miró a su alrededor. Vio
la cara de Margot.
—¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?
Se enderezó y buscó sus gafas entre el pelo.
Margot lo tranquilizó rápidamente.

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—Nada, nada, papá.
Ojalá.
—Ven y siéntate —dijo él, adormilado.
Margot lo hizo, escondiendo la mirada. Ya estaba llorando. Graham se fue a
tientas a la cocina.
—Estás más blanca que una sábana —dijo—. ¿Te sientes bien? Siéntate, haré té
para los dos. Es fatal dormir tanto… Estaba soñando con tu mamá, ¿sabes?
—¿De verdad? —dijo Margot, mientras las lágrimas le caían por las mejillas.
Él gritó desde la cocina.
—Me dijo que tenía que cuidar mejor de ti. Curioso, ¿eh?
Margot no dijo nada. En lugar de ello, se hundió las uñas en los muslos para no
gritar. Vi cómo Irina se acercaba a ella, rodeándole la cintura con los brazos.
Cuando Graham volvió, vio la cara de Margot, dejó la bandeja y le cogió las
manos entre las suyas. Con gran suavidad:
—¿Qué pasa, cariño?
Ella cerró los ojos y cogió aire con fuerza. Yo me quedé junto a ella y le puse una
mano en el hombro.
—Creo que estoy embarazada, papá.
Yo miré hacia otro lado. La visión del rostro de papá, envejeciendo en un instante,
cayendo en la pena, era demasiado como para soportarlo por segunda vez. Aun así,
cuando alcé la vista y vi su expresión me di cuenta de que no era pena, ni desilusión
ni enfado; al menos, no hacia Margot.
Era la viva imagen del fracaso.
Y allí había pinceladas visibles del hijo suyo y de Irina, de aquel que habían
decidido no quedarse.
—Bueno, bueno —le susurró Irina—. Necesita consejo, no que la juzguen.
Lentamente él se inclinó hacia el rostro de Margot, tan cerca que a ella no le
resultó difícil ver la tristeza que empañaba su mirada.
—Sea lo que sea lo que decidas hacer, debes escoger muy, muy cuidadosamente,
sin pensar mucho en el aquí y ahora, sino con el máximo cuidado con lo que respecta
al futuro.
Se dejó caer junto a ella y le cogió las manos heladas y temblorosas entre las
suyas.
—¿Él te quiere?
—¿Quién?
—El padre.
—Sí. No. No lo sé.
Ahora susurraba. Las lágrimas le caían de los labios al regazo.
—Porque si te quiere, tienes una oportunidad. Si no, tienes que pensar en tu
propio futuro.

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Ella hubiera deseado que le hubiese gritado y la hubiese echado de casa. Su
racionalidad la confundía aún más. Extendí la mano y se la coloqué en la cabeza. Los
latidos de su corazón se tranquilizaron. Después de unos instantes, dijo:
—Necesito averiguar si me quiere o no.
Graham asintió.
—Hazlo, hazlo. —Miró hacia el retrato de Irina que estaba sobre la repisa de la
chimenea, justo en el momento en que Irina me sonreía antes de desvanecerse hacia
el lugar de donde había venido—. Donde hay amor, nada puede detenerte.

Recordé que yo ya sabía la respuesta. Y ya sabía la solución. Lo que había querido


era que otra persona me dijera cuál era esa solución, que confirmara que yo no era
una persona malvada por querer deshacerme de él.
Tienen que comprender: los pensamientos de Margot eran como latigazos sobre
mi espalda. Sobre todo, la ignorancia de una muchacha de diecisiete años de lo que le
pasaba por la cabeza. No visualizó ni una vez a otro ser humano, a un bebé real. Veía
su embarazo como una topera en su vida que tenía que pisotear. «Estúpido niño»,
pensaba, y yo pensaba en Margot como un bebé, recién nacida, abandonada, en cómo
el deseo de que ella sobreviviera, creció y creció en mí hasta ser inextinguible.
«¿Cómo voy a cuidar a un bebé? ¿Por qué iba a querer hacerlo siquiera?», pensó. Y
yo pensé, con no poco sentimiento de culpabilidad, en cuando me había preguntado si
quizá no hubiera sido mejor que Margot muriera, que no hubiera vivido nunca. Hubo
más pensamientos que vi desplegarse desde la oscura mente de Margot que ni
siquiera soy capaz de escribir.
Localizó una clínica de abortos en Londres que se ocuparía del asunto por
doscientas libras. Le contó a Graham su plan, y él se limitó a asentir, le dijo que le
daría el dinero y le informó de que sería muy doloroso, pero que debía ser valiente.
Pasó una semana antes de que le hablara a Seth de su embarazo. Él abrió
ligeramente la boca y luego miró hacia otro lado y se puso a recorrer la habitación.
Ella lo dejó así durante unos minutos.
—Seth —dijo al final.
Él se volvió para mirarla. Su ancha sonrisa y sus ojos brillantes plantaron una
semilla de duda en su corazón. No había esperado que él se alegrara. Quizá eso fuera
bueno. Quizá siguieran juntos. Quizá se quedara con el niño después de todo.
Sabía lo que iba a venir a continuación como los pasos de un vals. Bajé la cabeza
y extendí una mano para evitar la fuerza de su bofetada. Ella perdió el equilibrio. Se
agarró al respaldo de una silla para sujetarse y se volvió para mirarlo, confusa y sin
aliento.
—¡Seth!
Y entonces, desde mis alas, surgió una voz que resonó a través de todas las
cámaras de mi alma. «Déjalo.» Avancé para prever los siguientes movimientos de

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Seth, pero de pronto me encontré al otro lado de una pared. Dentro, pude oír cada
puñetazo, el golpe sordo de sus patadas, y grité a un lado de la pared, y Margot gritó
al otro, y yo golpeé el frío ladrillo con los puños.
Miré rápidamente a mi alrededor. Estaba en el jardín trasero de Seth, entre las
malas hierbas y el sol poniente.
Un instante después, noté que un brazo me rodeaba la espalda. Alcé la vista.
Solomon, el ángel guardián de Seth. Nos habíamos conocido brevemente. Él me
cogió la mano para consolarme.
—Déjame —solté—. Sólo ayúdame a volver a entrar.
Él negó con la cabeza.
—No puedo —dijo—. Ya lo sabes.
—¿Por qué estamos aquí fuera? —chillé.
Solomon se limitó a mirarme.
—Hay cosas que tienen que ser —susurró— y otras que no. Cuando ellos toman
una decisión, nosotros no tenemos poder. —Otro grito desde dentro, y luego el sonido
de un portazo. Silencio. Solomon miró hacia la pared—. Puedes volver a entrar ahora.
Seth se ha ido —dijo en voz baja.
Yo avancé y me volví a encontrar junto a Margot.
Estaba tendida en el suelo, tratando de respirar, con el pelo revuelto y sucio de
sangre y lágrimas. Un destello de dolor en el abdomen la hizo sentarse derecha de
repente, chillando de dolor. Luchó por recuperar el aliento.
—Lento y profundo, lento y profundo —le dije, con la voz quebrada de sollozos.
Ella miró a su alrededor, aterrada de que Seth pudiera volver y, sin embargo,
deseando que él la consolara. Me incliné sobre ella para arreglar lo que sabía que era
irreparable. El diamante que había en su interior había desaparecido. El cojín rojo
desplegaba sus gruesas hilachas de terciopelo por todo el suelo.
Fui a buscar ayuda y conseguí convencer a una vecina de que fuera hasta la casa
de Seth. Como nadie contestaba, decidió entrar y comprobar si el joven Seth estaba
bien. Cuando encontró a Margot en el suelo, llamó a una ambulancia.

Mientras Margot trataba de hacerse a la idea de lo que había ocurrido, decidió


apartarse tan lejos como le fuera posible de Seth. Hizo girar el globo terráqueo que
estaba sobre el escritorio de Graham y extendió el dedo índice. Fui yo la que detuvo
el giro del globo, yo la que le puse el dedo en el mejor destino posible:
Nueva York.
Un sitio tan bueno que le pusieron el nombre dos veces.

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UN OCÉANO CADA VEZ MÁS OCSUCRO

Algo sobre lo que tomar nota: cuando alguien se convierte en ángel guardián (y no
todo el mundo lo hace), aparece una nueva categoría de viajes aéreos. Olviden la
clase business. La primera clase es para los cobardes. Prueben la clase angélica.
Supone sentarse en el morro del avión o, si uno quiere estirarse un poco, en el ala. Se
puede suponer que proporciona generosas vistas de nubes y puestas de sol. No se
engañen. No es un asiento de ventanilla magnificado. Sentada en el avión, pasando
sobre Groenlandia y luego Nueva Escocia, vi algo más que nubes. Vi al ángel de
Júpiter, tan grande que sus alas, hechas de viento, no de agua, envolvían el enorme
planeta y rechazaban sin parar meteoritos que se dirigían a la Tierra. Miré hacia abajo
y vi estratosferas de ángeles que se cernían sobre la Tierra, escuchando oraciones e
interviniendo para ayudar a ángeles guardianes. Vi los senderos de las oraciones y las
trayectorias de las decisiones humanas que avanzaban como gigantescas autopistas.
Vi ángeles en ciudades y desiertos, brillando como imágenes nocturnas de la Tierra
desde la Luna: la pera invertida de África, encendida con las velas de Ciudad del
Cabo y Johannesburgo; la cabeza de perro de Australia, rematada por llamas doradas;
y la bruja sobre su escoba, Irlanda, que mandaba peniques nuevos desde Dublín,
Cork, Derry y Belfast; no luces de ciudades, sino luz de los ángeles.
Margot se fue a Nueva York con la idea de que era sólo para pasar el verano. El
daño que le había causado Seth no se limitaba a la pérdida del niño, ni a la
humillación que había sentido cuando las enfermeras del hospital comentaron que
vaya, otra adolescente embarazada e ignoraron tanto la dignidad como el alivio del
dolor cuando le practicaron una dilatación y un curetaje, ni la pena cruda y la
sensación de traición que sintió una vez se dio cuenta plenamente de lo que había
hecho Seth. No, él no la había querido. Cada ser humano tiene una verdad que nunca
consigue aprender del todo. Tienen que seguir recibiendo la misma clase de
lecciones, cometiendo los mismos errores, hasta que se les mete en la cabeza. En el
caso de Margot, era su incapacidad para distinguir entre amor y odio. Imaginé que
Nueva York sería el lugar donde todo se unía. Y donde se desmoronaba todo.
Pero me estaba ocurriendo algo muy extraño. El día que nos fuimos al aeropuerto,
me di cuenta de que mi vestido tenía un brillo plateado. Supuse que estaría reflejando
otro color. Durante el viaje a Nueva York, el color se había convertido en lila.
Empezó a cambiar tan rápidamente que lo vi moverse por el espectro de violetas y
azules celeste hasta que, cuando aterrizamos en el JFK, me desplazaba por el

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vestíbulo de recogida de equipajes alzándome el vestido y preguntándome por qué
ahora era de color turquesa.
Cuando miré a mi alrededor, me llevé la mayor impresión de mi vida. Al parecer,
había adquirido una nueva forma de visión: el mundo espiritual se me revelaba al fin
sin sombras. Era como si hubieran apartado una cortina, poniendo uno al lado de otro
a los dos mundos, el humano y el espiritual. Cientos, no, miles de ángeles. ¿Qué es lo
que dice la Biblia? Multitudes, eso es. Multitudes, coros, cantidades, legiones; todos
estaban allí como una niebla llena de color. Ángeles que se reunían alrededor de
familias que saludaban a seres queridos en la puerta, o que ayudaban a hombres de
negocios barrigudos a sacar pesadas maletas de la cinta transportadora. Fantasmas, no
les engaño, que aparecían de vez en cuando en sitios extraños, desorientados,
perdidos, y con ellos sus ángeles, esperando pacientemente al día en que se dieran
cuenta de que sí, estaban muertos y de que sí, era hora de irse. Y, finalmente,
demonios.
No quiero pintar un panorama que insinúe la coexistencia fácil de demonios y
ángeles. Ahora que veía el reino espiritual con claridad, me di cuenta de que los
demonios vivían entre nosotros como ratas en un granero: conspirando para agarrar
cualquier resto humano que pudieran y, si se les dejaba a su aire, capaces de producir
una cantidad de daño impresionante.
Al igual que los ángeles, la apariencia de los demonios variaba. Vi que su forma,
ya fuera una negra sombra, una espesa niebla, un rostro suspendido en el aire o, como
había sido Grogor, un ser totalmente vestido y dotado de cara, tenía un fuerte vínculo
con el aura del ser humano al que seguían. Observé a un joven con vaqueros y una
apretada camiseta blanca que cruzaba la terminal del aeropuerto arrastrando una
maleta, mascando chicle, musculoso y alegre. Al mirarlo nadie pensaría que tenía
adjudicados no uno, sino dos demonios que caminaban con él, a su lado, vigilantes
como dóbermans. Después vi su aura, del morado casi negro de la berenjena. Y fuera
lo que fuera lo que aquel joven había hecho en su vida, él no tenía conciencia de ello:
la luz que la mayoría de la gente tiene alrededor de la coronilla, en él había
desaparecido. No quedaba ni una sombra.
Margot cogió su equipaje, una sola bolsa, de la cinta transportadora y miró a su
alrededor, abrumada por la cantidad de gente que iba y venía, no muy segura de
adónde tenía que ir a continuación. Tenía el número de teléfono del amigo de un
amigo que estaba dispuesto a hacerse cargo de ella hasta que encontrara un lugar. Yo
lo recordaba claramente: el amigo de un amigo poseía una librería y explotó
alegremente la disposición de Margot a trabajar gratis a cambio de una pequeña
habitación arriba que tenía una extraña alfombra que se movía, que era en realidad un
montón de cucarachas; así que di un golpecito en el hombro a un ángel que estaba de
pie junto a la salida y le pedí consejo. Me quedé encantada al comprobar que hablaba
con profundo acento del Bronx. Dijo que hablaría con su «colega», que, supuse, sería

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su Ser Protegido. Su «colega» era un taxista. Conduje a Margot hacia aquella
dirección.
Resultó que el taxista conocía un lugar donde Margot podía conseguir trabajo y
un sitio para dormir, en el mismísimo centro de la ciudad. Además, estaba a la vuelta
de la esquina del mejor café de puro estilo estadounidense de toda la ciudad.
Estupendas fritadas. Margot se alegró mucho de su suerte. Estaba resplandeciente
como una calabaza de Halloween cuando el taxi la llevó a su destino. Yo, por otra
parte, no podía creerme mi suerte. ¿Quieren adivinar dónde acabamos? Venga,
apuesten. No es difícil.
Babbington Books tenía la desgracia de parecer una tienda de empeños en vez de
una librería. Bob Babbington, el dueño, perezoso, explotador, mascador de tabaco,
había heredado el negocio de su padre. La decisión de continuar con el negocio tenía
menos que ver con su pasión por los libros, leía manuales de coches, ni con su deseo
de recoger el testigo de la tercera generación de libreros Babbington, que con una
tendencia a disfrutar del alquiler gratis y de un empleo que exigía que estuviese casi
todo el tiempo sentado fumando. Podría decirse que se veía a kilómetros que a Bob
no le apasionaba aquello. Pintado de negro, con jardineras llenas de malas hierbas
muertas y latas de cerveza, el exterior de la tienda era tan atractivo como una tumba
abierta. Dentro era peor.
Sin dejarse impresionar por el aspecto del sitio, Margot empujó la puerta y gritó:
«¿Hola?». Era el modo en que entraba la mayoría de los clientes, no muy seguros de
si estarían molestando o no. En el rincón más alejado de la tienda pudo distinguir un
pequeño arbusto de pelo negro y un bigote de guías, sobre el que bailoteaba un
penacho de humo y, debajo, una enorme sonrisa flotante, que resultó ser la tripa de
Bob, colgando por fuera de su ceñida camiseta. Él le echó un vistazo a la rubia reina
gitana vestida de tela escocesa que estaba en la puerta y pensó en unas esposas. Jo, jo.
Bueno. El caso fue que Bob le cedió a Margot una habitación arriba a cambio de
su «ayuda» abajo, en la tienda. Y yo apreté los dientes mientras los seguía, dando
patadas a Pirata, el gato ciego y leproso de Bob, y proyectando una lucecita para
dispersar a cucarachas y ratas.
Margot se metió entre las sábanas sucias del sofá cama, pensó en lo mucho que
echaba ya de menos a Graham y lloró hasta quedarse dormida. Yo recorrí el suelo
chirriante, viendo cómo el vestido me cambiaba de color de nuevo, como un océano
que profundiza su azul al oscurecerse el cielo. Esperé a Nan, que solía aparecer
cuando algo cambiaba en mi mundo, pero no apareció. Así que traté de saber de qué
iba aquello.
No tuve que pensar mucho. Podría decirse que había unas cuantas pistas. Así
como el mundo espiritual me había abierto las puertas sólo unas horas antes, el
mundo natural hizo lo mismo. Cuando miré hacia abajo, a la calle, vi lo que al
principio parecían ser nubes de polvo volando a unos dos metros de la acera. Después
me di cuenta de que aquellas «nubes» eran cúmulos de enfermedades por las que

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estaban pasando hombres y mujeres sin sospechar nada. Me senté allí y me quedé
mirando horrorizada cómo un hombre pasaba a través de una nube y se llevaba un
sarcoma de Kaposi, que se extendió por sus encías y la piel de alrededor de las
rodillas como las bolas de billar sobre la mesa, y luego una mujer que caminaba
rápidamente y se llevaba de recuerdo un virus de un siglo de antigüedad. Se lo advertí
a sus ángeles y cada vez sus respuestas resonaron en mi cabeza, tan claras como la
voz de un contestador: «Mira más de cerca, novata. Hay lecciones en cada virus».
Tardé mucho, mucho tiempo en llegar a mirar tan de cerca.
Como podrán imaginar, el dormitorio de Margot era el hotel California de los
gérmenes. Pasé la noche protegiendo sus pulmones de las esporas de humedad
suspendidas en el aire y de una forma muy resistente de gripe incrustada en la
almohada a la que ella estaba agarrada. Pero aquello no era nada comparado con mi
preocupación principal. Como en un juego de ajedrez, pasé el resto de la noche
desbaratando las marcas de un sendero que trataban de abrir hacia Margot tres
demonios, cuyos rostros no pude ver.
Déjenme explicarlo. Me enteré de que los demonios no andan dando codazos ni
susurrando sugerencias. Son científicos de la debilidad humana. Animan a las almas
gemelas a casarse y luego, al mismo tiempo, colocan diminutas fracturas en su unión
y se pasan años pisoteándolas hasta que, finalmente, el divorcio no sólo desgarra a las
almas gemelas, sino a sus hijos y nietos, y así sucesivamente, hasta que la fractura
destroza la vida de generaciones. Los demonios establecen sus objetivos con mucha
antelación. Son cazadores en manada. Tres de ellos pasaron gran parte de aquella
noche ejecutando un plan que llevaban organizando desde hacía años: convencer a
Margot de que se quitara la vida.
Vi marcas en cuanto puse el pie en la librería. La primera marca era Bob. Él había
visto a Margot y en lo primero en que había pensado había sido en unas esposas. Otro
pensamiento se le pasó por la cabeza, como un cortometraje: la mantendría en aquel
apartamento de arriba durante semanas, meses, quizá años. Podía cocinar y limpiar y
él le proporcionaría hierba suficiente como para que ella descartase cualquier plan de
huida. Su enfermizo sentido de la humanidad desechó el pensamiento, pero éste no
dejaba de volver. Yo y otros diez ángeles formamos un círculo alrededor de la cama
de Bob y llenamos sus sueños con recuerdos de su madre. Cuando la luz que tenía
alrededor de su cabeza se fortaleció, las otras tres fuerzas que había en el edificio
hicieron acto de presencia. Y ése fue el momento en que me enteré de que había
categorías en el mundo de los ángeles: cuatro de los ángeles sacaron espadas.
Cargadas de luz cegadora, si se miraban con la suficiente intensidad las hojas
parecían estar hechas de cuarzo. Fuera cual fuera el material del que estaban hechas,
funcionaron. Los demonios se marcharon y su plan se desbarató. Pero yo no quería
correr riesgos. Pasé toda la noche planeando un nuevo rumbo para la vida de Margot
con los demás ángeles. Ellos se marcharon a hacer lo que había que hacer.

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Por la mañana, mi vestido era añil, y yo estaba desorientada, asustada y
emocionada. Por no sé qué razón, mi vestido había cambiado de color justo cuando
yo rasgaba finalmente la cortina del mundo espiritual. Si hubiera sabido cuánta más
responsabilidad iba a tener sobre los hombros, cuánta más protección iba a necesitar
Margot, supongo que hubiera dejado la cortina donde estaba.
Pero era demasiado tarde.

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DEVOLVER LA PISTOLA

Inicié el nuevo día con un nuevo propósito. Descubrir cómo había muerto. Más
exactamente, descubrir quién me había matado.
Margot estaba a punto de cumplir los dieciocho años, y era ingenua como un
patito y atrayente como un cruasán. Y por si esa combinación no fuera lo bastante
peligrosa, tenía la cabeza repleta de sueños de una vida que nunca ocurriría: una
exitosa carrera de escritora mientras criaba a seis niños (tres niños y tres niñas) en
una casa con valla blanca de madera en el estado de Nueva York, preparando pasteles
de manzana para una versión de Graham en más guapo. Pero al observarla mientras
se asomaba a la ventana del apartamento, que daba a calles lavadas por una lluvia
sucia y taxis amarillos, mientras sus fantasías pintaban el aire que tenía alrededor tan
vívidamente como violetas, no pude evitar pensar con una pena paralizadora:
«¿Cuándo cambió todo? ¿Cuándo todo se estropeó?».
¿Fue por culpa de Hilda? ¿De Seth? ¿De Sally y Padraig? ¿De Lou y Kate? ¿De
Zola y Mick? ¿Fue por cosas que aún tenían que pasar, como la boda con Toby, el
nacimiento de Theo y la ruptura matrimonial que atravesé en un contenedor de
vodka? Ése era el momento de mi vida en que las cosas tenían que haberse elevado
hacia un cielo infinito. Una joven rubia que viviera en Manhattan en un momento en
que las mejores revoluciones fluían por las calles, sociales, políticas, sexuales,
económicas, no debería haber acabado muerta dos décadas más tarde en un hotel a
menos de diez kilómetros de allí. Desde luego, esas cosas pasan. Pero no durante mi
turno de guardia.
Margot cerró la ventana, se puso la ropa (pantalones de tela escocesa hechos en
casa y un jersey azul marino) y se cepilló el largo cabello. Miró su reflejo en un largo
espejo de pie. Yo me quedé detrás de ella, apoyando la barbilla en su hombro.
—Chica —suspiré—, tienes que conseguirte ropa nueva.
Ella hizo un pucherito con los labios, se pellizcó las mejillas, se examinó las
pobladas cejas. Dio un pequeño tirón a su ropa (¿he dicho que los pantalones
escoceses también eran de cintura alta y anchos en las caderas?) y luego frunció el
ceño. Como yo.
¿Tuve alguna vez ese aspecto? ¿Cómo es que nadie me detuvo?
En el piso de la tienda, Bob estaba amontonando libros sin un orden determinado
y tratando de comerse un bollo de canela. Vio a Margot y miró hacia otro lado con
ojos de cordero. Sus sueños sobre su madre habían sido muy claros y alarmantes.

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Habían desaparecido los pensamientos lascivos de encerrar a Margot. Empecé a ver
un lado distinto de él. Era un topo con forma humana. Curioso de una manera ciega,
gruñía y se arrastraba por los estrechos pasillos de repletas estanterías y le gustaba la
falta de contacto humano. Su ángel, su abuelo, Zenov, lo seguía con los brazos a la
espalda, moviendo la cabeza con desaprobación ante el caos de páginas y
sobrecubiertas. Y cuando yo me fijaba bien, podía ver mundos paralelos que
emergían a ambos lados de él como una pantalla de televisión debajo del agua,
aclarándose a medida que me concentraba, como si el agua estuviera aquietándose:
uno de él de niño, escondiéndose en su armario de un padre con el puño fácil, otro de
él como pensionista: soltero, senil, aún amontonando libros. Ambos me hicieron
sentir un poco de pena por él.
Le ofreció té a Margot, que ella rechazó, y después le enseñó la librería. Lo
siento, ¿he dicho librería? Debería haber dicho tesoro literario oculto. El tipo tenía
ejemplares de cien años de Plauto amontonándose en su mesa, ejemplares firmados
de Langston Hughes cogiendo polvo sobre el mostrador y una primera edición de
Ajmátova que estaba usando como posavasos. Mientras Bob se quejaba de lo mal que
iban las ventas, de que nadie se preocupaba por separar la historia en categorías
geográficas, bla bla bla, finalmente hice que Margot se fijara en el libro de Ajmátova.
Ella lo cogió y se quedó mirando la portada.
—¿Sabe quién es?
Pasó al menos un minuto.
—¿Quién?
—La mujer de la portada de este libro.
—Caray, me gusta tu acento. Por-taa-da. Di «portada» una vez más.
—Es Anna Ajmátova. Es una de las poetisas más revolucionarias de nuestro
tiempo.
—Ah…
—Y esto. —Cogió un ejemplar de las Obras de Shakespeare de otra estantería y
lo hojeó—. Está firmado por sir Lawrence Olivier. Estamos en el umbral de uno de
los mejores departamentos universitarios de literatura del mundo.
Se lo quedó mirando, expectante. Yo asentí. Muy cierto. Bob movió los pies.
—¿Cuánto tiempo lleva esto aquí?
Bob alzó las manos con gesto de disculpa.
—Eh, no sé…
Ella examinó más estanterías. Bob miraba a su alrededor como si esperase que el
resto de la Inquisición española entrara por la puerta de un momento a otro. Margot
dejó de mirar y se puso las manos en las caderas.
—Hummmm… —dijo ella, caminando.
Había conseguido que la curiosidad de Bob se centrara totalmente en ella.
—¿Qué? ¿Qué?
Ella se detuvo y lo señaló con el dedo, pensativa. Él tiró de su camiseta.

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—Necesitas cosas nuevas.
—¿Qué, ropa nueva?
—¡No! Libros nuevos. Tienes demasiadas cosas clásicas en estas estanterías. —
Más paseos—. Ventas de garaje. ¿Dónde se celebran aquí?
—¿Ventas de qué?
—Perdona, mercadillos, ventas de segunda mano, sitios donde la gente vende
cosas que ya no quiere.
—Hum…
—Podemos hallar cosas desechadas a buen precio en sitios así.
—¿Podemos…?
—Saldré a ver dónde podemos conseguir nuestro nuevo stock.
—Eh, Margot…
Ella se volvió en la puerta, con el abrigo ya puesto, y se lo quedó mirando.
—¿Qué?
Bob se rascó la barriga.
—Nada. Sólo que… buena suerte.
Ella sonrió y se marchó.

Para los que no se acuerdan, aún no vivían o estaban abandonados en una isla
desierta, Nueva York a finales de los setenta era una discoteca urbana abierta
veinticuatro horas, vibrante, empobrecida, atacada por el crimen, infestada de drogas,
llena de tugurios. Volver a ella me hizo sentir al mismo tiempo alerta y llena de
hormigueante excitación. Desde donde yo estaba, el lugar parecía contener diez
ángeles por cada ser humano. Diferentes clases de ángeles; algunos llevaban un
vestido blanco, algunos parecían estar ardiendo, otros eran enormes y llenos de luz
pulsátil. No es de extrañar que la ciudad latiera con una sensación de invencibilidad,
como si tuviera un juego de alas que pudiera levantarla por encima de cualquier cosa
que le cayera encima. Por ejemplo, las calles por las que Margot caminó aquella
mañana acababan de mancharse de sangre hacía poco, mientras periodistas y ratas
seguían los asesinatos del Hijo de Sam. Durante un tiempo, la zona había sentido el
peso del miedo y la sospecha, y el aire era irrespirable. Pero ahora, tan poco tiempo
después, la vida volvía a florecer. En las grietas del cemento que hacía poco habían
acordonado los policías, crecían desafiantes las amapolas. Y recordé que por eso me
había sentido segura a pesar de haber sido asaltada cuatro veces en dieciocho meses,
por eso me había encantado aquel lugar; no por los cafés que ocultaban escondites de
los Panteras Negras, ni por los poetas beat de la Sexta Avenida, ni por los
revolucionarios, sino por la resistencia que allí vibraba, la sensación de que podría
trepar por los altos muros de mi pasado y utilizarlos para llegar aún más arriba.
Había empezado a llover. Margot se echó el abrigo por la cabeza y trató de
descifrar su plano de la ciudad. Confundió una derecha con una izquierda y, muy

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pronto, se encontró caminando por una calle residencial, en la zona este. Hacía
mucho tiempo que no veía casas tan apretadas. Como troncos apilados en la parte
trasera de un granero. Se quedó allí unos minutos, mirando hacia la fila de casas
blancas de tres pisos con escalones que llevaban a las puertas delanteras. Unos metros
más adelante, un estudiante pijo de pelo revuelto y una mujer negra y alta, con un
largo vestido amarillo mostaza, sacaban cajas por una puerta abierta y las cargaban en
la parte trasera de una camioneta. Parecían estar en plena pelea. La mujer sacudió las
manos abiertas a ambos lados de su cabeza, con los ojos muy abiertos, y movió
rápidamente los labios. Tan pronto Margot estuvo lo suficientemente cerca para
oírlos, el Estudiante Pijo dejó caer su caja y entró en tromba en la casa. La mujer
siguió sacando cajas como si no pasara nada. Margot se acercó.
—Hola. ¿Se está mudando?
—No. Pero él sí —dijo la mujer, señalando hacia la puerta vacía.
Margot miró la caja que llevaba la mujer. Estaba llena de libros.
—¿Querría venderlos?
—Yo se los daría. Pero no son míos. Tendré que preguntárselo a él.
La mujer soltó un bufido y dejó la caja en el suelo. Luego sacó un libro y lo usó
como paraguas mientras corría hacia el interior de la casa. Margot se acercó
lentamente a la caja e inspeccionó el contenido. Salinger, Orwell, Tolstói… El lector
tenía buen gusto.
El Estudiante Pijo apareció en la puerta. De cerca no parecía tan pijo: era pálido
como un vampiro, tenía una mata de pelo negro como un arbusto y unos líquidos ojos
oscuros que habían presenciado demasiado dolor.
—Hola —le dijo a Margot—. ¿Quieres mis libros?
Margot sonrió.
—Hum, sí, por favor, si te interesa venderlos. O darlos, lo que prefieras.
Se rió. Los ojos de él se iluminaron.
—¿De dónde eres?
Él dio un paso hacia delante. La mujer reapareció. Retorció la boca y gruñó bajo
el peso de la caja. Yo rebusqué en mi memoria para recordar aquel encuentro.
—De Inglaterra. Bueno, de Irlanda originalmente —contestó Margot, sin sentir ya
la lluvia—. Acabo de llegar, en realidad. Estoy trabajando en una librería.
—¿De qué parte de Inglaterra?
—Del nordeste.
—Ajá.
—¿Podemos seguir, por favor? —dijo su novia, la señorita Irritada.
«Oh, lárgate», dije yo.
Su ángel guardián me lanzó una mirada furiosa.
—Oh, vale —dijo él, volviendo a ponerse en modo novio—. Lo siento, me mudo
hoy. No hay tiempo para recuerdos. Llévate esta caja, es tuya.
—¿Estás seguro?

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—Gratis para un compatriota. O, en este caso, una compatriota.
Sentí un golpecito en el hombro. Al volverme, vi a Leon, mi compañero de St
Anthony.
—¡Leon! —grité, rodeándolo con los brazos—. ¿Cómo estás?
Lo miré y después miré al Estudiante Pijo. Y entonces me caí del guindo.
El Estudiante Pijo era Tom, de St Anthony. Tom, el defensor del planeta Rusefog,
el primer niño al que protegí en la Tumba, el niño al que recordaba vagamente
tendiéndome una pistola invisible.
—¿Dónde has estado? —estaba preguntando Leon, pero yo andaba inmersa en
mis propios pensamientos.
Tom se dio la vuelta y volvió a entrar en la casa; un mundo paralelo se abrió allí
mismo en el pesado espacio que había entre ellos, o quizá fuera una proyección de
mis propios deseos, no estoy segura, de Margot y Tom, dos almas gemelas, viviendo
sus fantasías con millones de niños y tardes pasadas hablando de Kafka en la mesa
del comedor. Le grité a Margot:
—¡Es él, es él! ¡Es el pequeño Tom! ¡Dile quién eres! ¡Háblale de St Anthony!
Quizá llegué hasta ella o quizá no; en cualquier caso, Margot cogió la caja de
libros y se marchó, pero no sin antes haber escrito su nombre y su dirección en un
ejemplar de El informe de la minoría de Philip K. Dick y haberlo dejado en el
umbral.

Unos días más tarde, él fue a la librería y preguntó por Margot.


—¿De parte de quién? —dijo Bob, en plena forma anfibia.
—Dígale que es Tom. El fan de Philip K. Dick.
—Menudo churro.
—¿Está o no está?
—No sé.
Tom suspiró, sacó un cuaderno del bolsillo de su chaqueta y escribió su número.
—Dele esto, ¿quiere?
Yo me aseguré de que lo hiciera. Me aseguré de que Margot lo llamara. Y me
aseguré de que, cuando él le pidió que fuera a cenar con él, ella dijera que sí.
Y así Margot y yo, las dos igual de nerviosas, las dos igual de emocionadas,
cogimos un taxi una lluviosa noche de martes que nos llevó al Lenox Lounge en
Harlem. Y ambas nos imaginamos un futuro, yo, una larga vida con Tom, Margot,
algo muy parecido, y yo me maravillé de que al fin estuviera consiguiendo cambiar
algo. Estaba dirigiendo el barco de mi destino, hacia costas sin huellas ni
arrepentimientos.
Tom estaba esperando delante del Lenox Lounge con un traje negro y camisa
blanca, abierta en el cuello. Estaba sentado en un bolardo, con las piernas cruzadas
por los tobillos, limpiándose de vez en cuando la lluvia de los ojos. Vi a Leon de pie

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junto a él y lo saludé con la mano. Margot vio a Tom y chilló «¡Alto!» al taxista, de
manera tan alarmante que él tiró de los frenos e hizo una parada de emergencia en
medio de un tráfico atascadísimo. Margot arrojó monedas y disculpas al asiento
delantero y salió del coche. Yo la seguí. Alguien me estaba saludando desde el otro
lado de la calle. Era Nan. Dejé que Margot se adelantara y crucé la calle para
encontrarme con Nan.
Ella me dio un fuerte abrazo.
—Me gusta el nuevo color. Azul, ¿eh? Ahora debes de estar viendo las cosas de
manera diferente.
Me cogió del brazo y me hizo acompañarla calle arriba.
—Muy diferente —dije—. ¿Eso es lo que significa el cambio de color? Quiero
decir, ¿por qué cambia de color mi vestido?
—Bueno, una pregunta a la vez —dijo, y al mismo tiempo rió—. El cambio tiene
que ver con la progresión de tu viaje espiritual. Al parecer, has alcanzado un
importante hito en el camino. El azul es un buen color.
—Pero qué…
Ella se detuvo y me miró con mucha severidad.
—Tenemos que hablar de esos dos.
Volvió la cabeza hacia Margot y Tom, que estaban charlando y flirteando
torpemente.
—Te escucho.
—No escuches. Limítate a mirar.
Y allí mismo en Lenox Avenue, las nubes sobre los bulímicos cubos de basura y
desconchados edificios se apartaron para revelar una visión.
Era un niño, de unos nueve años, con la cara sucia y vestido con ropas que
recordaban a un pilluelo de la calle hacia 1850: gorra de tweed, camisa sucia,
pantalones cortos y una chaqueta deshilachada. Levantó los brazos y abrió la boca,
como si estuviera cantando. Un segundo más tarde, vi que estaba en un escenario.
Entre los cientos de personas del público estaba la mujer negra con el vestido
amarillo que habíamos visto antes. Era mayor, con el pelo muy corto, los ojos
brillantes, muy atenta a la interpretación. Y me di cuenta de que el niño era su hijo.
Entre bastidores se corrió una cortina y el niño desapareció. El hombre a cuyos
brazos se arrojó era Tom. Su padre.
—¿Has averiguado ya por qué estoy aquí?
Nan alzó una ceja.
—Quieres que detenga cualquier posibilidad de relación entre Margot y Tom.
Nan negó con la cabeza.
—Quiero que tengas en cuenta el puzle entero antes de que te pongas a jugar con
las piezas. Ya sabes con quién se casa Margot. Y ahora, también has visto el resultado
de las decisiones que tomó Tom.

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—¡Pero él aún no las ha tomado! Ni tampoco Margot. —Me detuve y cogí aire
con fuerza. Me estaba poniendo furiosa—. Mira, yo soy mi… el ángel guardián de
Margot por alguna razón, y creo que esa razón es porque conozco demasiado bien las
cosas que debería haber hecho y las que no. Y una de las cosas que no debería haber
hecho es casarse con Toby.
Nan se encogió de hombros.
—¿Por qué?
Le miré fijamente a la cara. ¿Por qué? ¿Por dónde empezaba?
—Créeme —dije—. Toby y yo… no éramos buenos el uno para el otro.
Rompimos, ¿vale? ¿De que sirve que deje a Margot embarcarse en un matrimonio
que no va a durar, eh?
Nan alzó una ceja.
—¿Y tú crees que las cosas serán muy diferentes con Tom?
Cerré los ojos y me incliné hacia atrás, exhalando toda mi frustración. Era como
tratar de explicar neurociencia a un hombre de las cavernas.
—Sabes, descubrí lo de la Canción de las Almas —dije al fin.
Ella me miró parpadeando.
—¿Ah, sí? ¿Y qué tal te funcionó?
Dejé de caminar.
—Hay algo más que la Canción de las Almas, ¿no? Puedo cambiar realmente las
cosas.
—Ruth…
—Puedo averiguar quién me mató y evitar que suceda. Puedo reorganizar el
resultado de mi vida…
Estábamos delante del Lenox Lounge.
Nan alzó la vista para mirarme a los ojos.
—Hay muchas, muchas cosas que puedes hacer como ángel guardián, sobre todo
en tu caso. Pero no se trata de «puedo». «Puedo» es un concepto humano, un mantra
del ego. Tú eres un ángel. Lo que importa ahora es la voluntad de Dios.
Empezó a alejarse.
Ahora me tocaba a mí jugar al juego del «por qué».
—Dime por qué es importante, Nan —dije—. Todavía no he visto a Dios
siquiera. ¿Por qué no puedo cambiar las cosas, a pesar de que sé exactamente cómo
podrían haber ocurrido las cosas buenas?, ¿eh?
—¿De verdad?
La piedad que se le reflejó en la cara me desarmó.
Continué, aunque algo menos convencida.
—Aunque esté muerta, aún puedo experimentar por delegación la vida de Margot.
Quizá pueda incluso dar la vuelta a las cosas, de modo que en lugar de morir joven y
dejar empantanada la relación con mi hijo, pueda vivir hasta una edad madura, quizá
hacer algún bien al mundo…

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Ella estaba ya desapareciendo, desoyendo mis protestas. Me mordí el labio. Me
molestaba terminar nuestras charlas bruscamente.
—Cuídate —dijo, y luego desapareció. Me di la vuelta y miré tras de mí. Una
niebla oscura y, en la ventanilla de un coche, un reflejo: la cara de Grogor. Me guiñó
un ojo.
Me quedé de pie bajo la lluvia, sintiendo que el agua de mi espalda latía. No sabía
si el corazón que me latía en el pecho era el mío o un recuerdo del mío: si las
decisiones que estaba tomando Margot eran mías o de ella; y no sabía, por primera
vez en mi vida, qué papel tenía yo en nada a partir de entonces. Y eso me enfurecía.

Era medianoche. Margot y Tom, del brazo, saliendo del Lenox Lounge. Seguían sin
darse cuenta de que se habían conocido en St Anthony. Sólo sabían que deseaban ser
amantes, y pronto.
Se abrazaron y luego se besaron durante largo tiempo.
—¿En el mismo sitio, mañana por la noche? —dijo Tom.
—Desde luego.
Margot lo volvió a besar. Yo me volví.
Tom localizó un taxi que se dirigía hacia ellos.
—Coge ése —dijo—. Yo creo que voy a ir andando a casa esta noche.
El taxi se detuvo. Margot saltó al interior. Echó una larga mirada a Tom y sonrió.
Con el rostro inexpresivo, Tom se sacó del bolsillo interior un magnum del 44
invisible y le disparó. Por un instante, el recuerdo de St Anthony le cruzó por la
cabeza, pero se desvaneció igual de rápido. Mientras yo permanecía junto a él, ambos
perdidos en nuestros recuerdos, el taxi se alejó hacia una marea de neón.

Me senté junto a Margot en el asiento trasero, observándola volverse una y otra vez
para mirar por la ventanilla trasera, riendo para sus adentros cuando pensaba en Tom.
Pude ver que la luz que tenía alrededor del corazón crecía y crecía, inundándose de
deseos. Pensé en lo que había dicho Nan. «¿Crees que las cosas serán diferentes con
Tom?». «Sí, pensé.» «Sí, estoy convencida.»
Cuando el coche disminuyó la marcha para detenerse ante un semáforo, oí unos
golpecitos en la ventanilla. El taxista la bajó y miró hacia la figura que estaba de pie
bajo la lluvia. Un hombre se inclinó hacia delante, protegiéndose del aguacero con un
cuaderno de cuero.
—¿Podría compartir su taxi? Me dirijo al West Village.
Yo me puse rígida. Habría conocido aquella voz aunque la enterraran en una
tumba egipcia y pusieran a tocar encima una banda de viento.
El taxista miró a Margot por el retrovisor.
—Claro —dijo ella, apartándose para hacer sitio al nuevo pasajero.

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«No», dije, cerrando los ojos.
El semáforo se puso verde. Un joven con un traje de pana verde lima se echó el
largo pelo hacia atrás y le tendió la mano a Margot.
—Gracias —dijo—. Soy Toby.
—Margot —dijo Margot, y yo lloré.
—Encantado de conocerla.

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TRES GRADOS DE ATRACCIÓN

¿Habrá algún modo en que yo pueda transmitirles la escena que se desarrolló en


aquel coche, la sensación que se balanceó sobre nosotros como un toldo lleno de agua
de lluvia, listo para reventar? La lluvia rebotaba sobre el parabrisas con chisporroteo
de radio. Los limpiaparabrisas bombeaban como un electrocardiograma y el taxista
tarareaba «Cantando bajo la lluvia» en húngaro.
Había tres clases, o tres grados de atracción en aquel coche:
1. Margot miraba a Toby y se sentía curiosamente atraída hacia su fino cabello
largo, del color de las hojas en otoño, la amabilidad que había en sus ojos y la
sinceridad de su «Gracias».
2. Toby miraba de reojo a Margot y pensaba «Bonitas piernas». A pesar de mi
frustración, aún removió algo en mi interior. Él había supuesto, así porque sí, que
Margot tenía novio, que era estudiante en Columbia (era por la falda de tweed corta,
verde musgo, que hacía furor entre las estudiantes aquel verano), y que no iba a sacar
nada de ella. Así que sonrió educadamente, se sacó un cuaderno del bolsillo y siguió
tomando notas para su cuento.
3. Mientras estaba sentada entre ellos, mi propia atracción hacia Toby era la
conexión profunda, leal, desgarrada con el hombre que fue el padre de mi hijo; mi
marido, mi cliente y, en una ocasión, mi mejor amigo. El cable que una vez estuvo
tendido, grueso como el cable de un tranvía, entre nosotros, se había roto y me había
golpeado en la cara. Y ahora, cuando estaba allí sentada tan cerca de él que podía ver
la fila de pecas anaranjadas que tenía bajo los ojos, la suavidad de sus mejillas en las
que deseaba que creciera vello para demostrar que tenía —finalmente— más de
veintiún años, me estremecí de amor, deseo, odio y dolor.
Aunque no tenía aliento que contener, lo contuve como un precioso don, rígida
como una estatua, hasta que él salió del coche, golpeó la ventanilla para despedirse y
desapareció en la noche. Yo abrí los puños y me reí hasta que el temblor nervioso de
mi voz resultó convincentemente sereno. Sabía que se volverían a encontrar, y la
parte de mí que aún lo odiaba rugió a la parte de mí que deseaba que lo hicieran.
En medio de este angelical conflicto, un descuido: cuando me volví hacia atrás y
miré a Margot, ella se estaba inclinando para recoger algo que se le había caído a
Toby del bolsillo cuando salió del coche. Antes de que yo pudiera hacer nada, antes
de que tuviera tiempo de reinsertarme a mí misma en el presente, ella lo estaba
leyendo.

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Era un cuento, quizá un ensayo, escrito con letra pequeña y puntiaguda, la letra de
un intelectual, pero con gordas vocales redondas, que daban idea del profundo
sentido de la empatía que tenía Toby. Curiosamente estaba escrito en una página que
había pertenecido a una edición de principios de siglo del Decamerón de Boccaccio,
tan vieja que la página era de color amarillo mostaza y el texto estaba casi borrado
por el tiempo.
Toby era lo que podría llamarse el auténtico artista muerto de hambre. Era tan
delgado que su traje de pana parecía más bien una especie de saco de dormir con
forma de traje, y sus largas manos delgadas siempre estaban llenas de manchas,
siempre frías. Vivía de sus cheques periódicos de la Universidad de Nueva York, lo
que significaba que dependía de los restos del puesto de perritos calientes de un viejo
amigo de la universidad para sobrevivir y del altillo del café abierto toda la noche en
Bleecker Street para tener un lugar donde reposar la cabeza. Nunca, nunca admitiría
que era pobre. Se atracaba de palabras, devoraba poesía y se sentía como un
millonario cuando conseguía una pluma llena de tinta y hojas blancas de papel. Era
un escritor; para Toby, lo peor de eso era que creía, incluso defendía, que la absoluta
pobreza era parte del paquete.
Así que si pueden imaginar un frágil pedazo de papel con palabras italianas
borrosas asomando por debajo de la artística caligrafía cargada de tinta de una pluma,
tendrán una idea de lo que Margot recogió del suelo, desdobló y leyó.

El hombre de madera
Por T. E. Poslusny

El hombre de madera no era una marioneta; al contrario que Pinocho, el hombre de madera era un hombre de
verdad, mientras que todos los que tenía a su alrededor no lo eran. En esta tierra de marionetas, la vida le
resultaba muy difícil al hombre de madera. Las oportunidades de trabajo no existían, a menos que uno tuviera
cuerdas atadas a los miembros y pudiera mantener la boca completamente inmóvil cuando hablaba. Tampoco
había casas ni edificios de oficinas, y había habido una reciente escasez de iglesias. El planeta entero se había
convertido en un gigantesco escenario en el que las marionetas se pavoneaban y peleaban, y el hombre de
madera se sentía cada vez más solo. Ya ven, el hombre de madera no estaba hecho de madera, pero su
corazón, sí: su corazón era más bien un árbol con muchas ramas, pero no crecían en él peras ni melocotones, y
ningún pájaro acudía a él a cantar.

Aunque Margot no sabía nada del hombre junto al que se había sentado a lo largo
de diecisiete manzanas, sintió como si le hubieran dado una ventana a su mundo, una
página de su diario, una carta de amor. La soledad desnuda que se escondía tras las
palabras encontró una base para su simpatía. Yo, por supuesto, las leí como una
tontería tímida, intertextual, de tono irritado, que apestaba a reflexivo posmacartismo.
El joven Toby Poslusny no era un maestro literario; pasarían muchos años antes de
que puliera su arte. Pero para una joven amante de la literatura, ligeramente
nostálgica, que podía recitar pasajes enteros de Cumbres borrascosas al pie de la
letra, el palimpsesto de Toby era una mina de delicioso simbolismo confesional.
Así pues, el hombre que sustituyó a Tom en los pensamientos de Margot no fue
Toby, sino uno de sus personajes. Tom fue cinco veces más a la librería. Cada vez

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Margot había salido a la calle, a recorrer librerías en busca del material que Bob
debería tener en sus estanterías, con la historia de Toby metida en la cabeza. Se sentía
cada vez más frustrada ante los tomos polvorientos de varones blancos muertos que
ocupaban sitio en la tienda de Bob; aunque pintara el exterior de blanco, sustituyera
las bombillas parpadeantes y se pasara un fin de semana entero arreglando el cartel de
BABBINGTON BOOKS, los clientes que se aventuraban a entrar no querían nada de
Hemingway ni de Wells. Quería las voces nuevas y rabiosas que surgían de los guetos
de Detroit, de los garitos de Londres, Manchester y Glasgow, de las viviendas
sociales de Moscú. Después de JFK, Vietnam, el Watergate y un asesino en serie a la
puerta, la nueva generación de lectores de veintitantos quería literatura que pusiera
voz a la locura.
Yo llegué finalmente a resignarme a que Tom hubiera perdido su oportunidad y
animé a Margot a llevar a cabo el siguiente movimiento con entusiasmo, aunque por
supuesto, conocía el coste que ello supondría: estudiar Literatura en la Universidad de
Nueva York. Ella llamó a Graham.
—¡Hola, papá, soy yo! ¿Cómo estás?
Un gruñido sofocado.
—¡Margot, Margot! ¿Eres tú?
Ella miró el reloj. Se había vuelto a equivocar con la diferencia horaria. En casa
eran las cuatro de la mañana.
—¿Margot?
—Sí, papá, lo siento. ¿Te he despertado?
—No, no. —Una tos como una palada de grava y el sonido de un escupitajo—.
Desde luego que no, no. Estaba a punto de levantarme. Pareces emocionada, ¿qué ha
pasado?
Y así, ella explicó jadeante lo que quería. Él rió al oír las palabras que ella había
escogido: «La oportunidad para evitar que me vuelva igual que los filisteos que
dirigen nuestro país». Le preguntó que cuánto costaría. En menos de un minuto, el
deseo fue concedido. Pagaría la matrícula y le enviaría algo de dinero a Bob para
cubrir el alquiler de otros doce meses. Tenía una petición que hacer: que ella leyera
su última novela y le diera su opinión. Eso estaba hecho.
Observé cuidadosamente Midtown West, dando un toque a Margot de vez en
cuando para que pasara por alto sus apocalípticos descampados y considerara en su
lugar su proximidad a Times Square, para que ignorara las guerras de pandillas y las
redadas de la policía a favor de su increíblemente barato precio de mercado. Cuando
el dinero de Graham apareció en el banco, era suficiente para comprar cuatro mil
metros de terreno. El banco le prestaría sin duda el resto del dinero para construir un
modesto hotel. Hice que la idea se colara en sus sueños, añadí unas cuantas imágenes
de ventiladas habitaciones de hotel con sábanas de lino recién planchadas, peonías
rosa en la mesilla, un fuego de chimenea en el vestíbulo… Me sentía como un
director de cine, aunque no necesitaba cámara, sólo imaginación y una mano apoyada

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sobre la frente de Margot. Cuando ella se despertó, tuvo repentinos deseos de
encontrarse en una cama más blanda, darse una ducha caliente y llamar al servicio de
habitaciones. Pero la idea del hotel nunca cuajó. La Universidad de Nueva York la
llamaba. Estaba inmersa en su propio ardor académico.
Así que caminé tras ella por toda la ciudad como una vieja cabra agotada,
cruzando Washington Square hasta llegar a la universidad, escaleras arriba del viejo
edificio victoriano con goteras, y vi cómo se sentaba dubitativa en una gran sala de
techos altos llena de corrientes de aire con una pizarra colocada sobre la repisa de
mármol de la chimenea. Los demás estudiantes de la clase, quince, estaban en
silencio, preparados, a punto de vomitar sus opiniones acerca del postestructuralismo
sobre el profesor, que no había aparecido todavía. Una china, una heredera china
skinhead llamada Xiao Chen, equipada con calentadores de satén dorados sobre unas
botas Doc Martens de quince agujeros y una cazadora de cuero cubierta de púas, miró
a Margot y sonrió. Yo miré a Xiao Chen y pensé inmediatamente en chupitos de
tequila y en un ratero que yacía medio muerto en un callejón. Oh, sí, Xiao Chen. Me
introdujo en el arte del robo.
Cuando los árboles se volvieron rojos, y luego blancos, y luego desnudos como
tridentes, Margot y Xiao Chen se sumergieron en enormes cantidades de páginas y yo
observé, torturada, cómo los ladrillos de un nuevo edificio se iban colocando uno tras
otro en el descampado de Midtown West como losas de oro en lingotes.

Yo había descubierto que Toby trabajaba en la Universidad de Nueva York mientras


yo estudiaba allí, aunque pasarían muchos meses antes de que Margot y él se
cruzaran. Lo habían contratado para dar unos cuantos seminarios cuando la profesora
Godivala se tomó un tiempo libre para cuidar de su bebé. El curso de Toby,
Shakespeare freudiano, se llenó horas después de que lo anunciaran en el tablón.
Margot hizo cola, bolígrafo en ristre, deseosa de apuntarse. Vi el nombre del tutor,
«Señor Tobias Poslusny», y saqué la Canción de las Almas, para gran impresión de
los demás ángeles entre la multitud de estudiantes que se dirigían al tablón. Margot
dudó y luego escribió su nombre. Felizmente, Xiao Chen se acercó y me salvó el
cuello.
—No irás a apuntarte a esa clase.
—No, Xiao Chen, por eso estoy escribiendo mi nombre. ¿Por qué? ¿Tú no te
apuntas?
Xiao Chen negó con la cabeza.
—El seminario es el lunes por la mañana a las ocho y media. Además, tú odias a
Shakespeare. Ven a la clase de modernismo conmigo.
Margot dudó.
—Invito al bar si dices que sí —dio Xiao Chen, y le quitó a Margot el bolígrafo
de la mano, tachó su nombre y luego la acompañó al tablero de modernismo.

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Margot escribió su nombre y las dos se fueron una detrás de otra a la sala de
estudiantes.
Pero mientras las seguía, advirtiendo que las semillas que había sobre el duro
suelo del parque de Washington Square maduraban como corazones verdes,
preparándose para un largo viaje hacia la luz, vi a Toby solo en un banco,
escribiendo. Un par de chicos se tropezaron con Xiao Chen y las entretuvieron a ella
y a Margot ligando y riéndose mientras yo me acercaba a Toby.
En las ramas de un sauce que estaba tras él se sentaba un ángel con largo cabello
plateado y un rostro largo y sobrio. Era tan brillante que desde lejos la escena parecía
una cascada al sol cayendo en medio de las ramas. A medida que me acercaba, me di
cuenta de que era Gaia, el ángel guardián de Toby y también su madre. No nos
habíamos conocido cuando yo estaba viva. Gaia me miró y asintió, aunque su boca
no llegó a sonreír. Yo me senté junto a Toby. Estaba escribiendo muy concentrado,
con una pierna cruzada sobre la otra, profundamente pensativo.
—Me alegro de verte, Toby —dije.
—Yo me alegro de verte también —dijo él, distraído, aunque vaciló al decir
«también» y levantó la vista, confuso.
Me puse en pie de un salto. Toby miró a su alrededor, se rascó la cabeza y volvió
a ponerse a escribir. Mientras escribía, la capa de emociones y procesos de
pensamiento, que a menudo parecían como una pared palpitante, llena de colores,
texturas y pequeñas chispas, se llenó de grietas a medida que se establecían
rápidamente nuevas conexiones entre todas las ideas que surgían de esa capa, y
entonces vi mi oportunidad.
Tenía que preguntar.
Tenía que saberlo, porque si él era el que iba a matar a Margot, si mi vida había
acabado tan bruscamente a causa de ese hombre, yo tenía que proporcionarle a ella un
modo de alejarse lo máximo posible de él.
—¿Mataste a Margot, Toby?
Él siguió escribiendo.
Hablé más alto.
—¿Mataste a Margot?
Gaia alzó la vista.
Me esforcé por ver imágenes de su pasado y futuro que aparecían junto a él como
mundos paralelos, deseando encontrar pistas. Pero lo único que aparecía eran las
caras de sus estudiantes, el personaje del hombre de madera bailando solo en la tierra
de las marionetas, un poema que aún era un embrión yámbico.
Y un destello de Margot en el taxi.
Me acerqué un paso más. Él sonrió como si estuviera disfrutando de una nostalgia
secreta, y luego siguió escribiendo. Otra vez. Por encima de su cabeza, el rostro de
Margot, sonriendo desde dentro del taxi: semillas creciendo en invierno.

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Miré hacia Margot y Xiao Chen, prisioneras voluntarias de los chicarrones de
ojos azules, y me senté junto a Toby.
—Mi hijo no es un asesino.
Gaia estaba de pie frente a mí, plateada como una cuchilla nueva.
—Entonces ¿quién mató a Margot?
Ella se encogió de hombros.
—Lo siento, no lo sé. Pero no fue Toby.
Se alejó. Una ráfaga de viento recorrió el parque, alzando la falda de una chica y
provocando aplausos aquí y allá. Pasó sobre Toby y sobre mí, pero no alteró sus
pensamientos.
Me permití estudiarlo. Vi la paleta terrosa de su aura, contuve el aliento cuando vi
en qué mal estado tenía los riñones, lo frágiles que eran sus huesos. Y observé su
rostro tranquilo, femenino, los ojos dorados y penetrantes; vi la luz blanca de su alma
contraerse y expandirse mientras él tropezaba con una idea que coincidía con sus más
profundos deseos, y vi esos deseos saliendo del centro de su ser como pequeñas
pantallas que contenían proyecciones de esperanza: ser amado. Escribir libros que
llevaran al mundo a un estado de compasión y cambio. Conseguir un puesto fijo en la
Universidad de Nueva York. Tener un hijo con la mujer adecuada.
Los chicarrones se marchaban, y Margot y Xiao Chen los seguían. Pasaría otro
año antes de que Margot y Toby se encontraran debidamente. Me incliné y lo besé,
suavemente, en un lado de la cara. Él me miró de frente, y lo que a él le pareció que
era una nube oscura rompiendo en lluvia era mi corazón descomponiéndose en mil
pedazos de pena.
Me estaba volviendo a enamorar de él.

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UNA PERRO Y UNA TIENDA


DE COMIDA PREPARADA

Mientras tanto, Margot estaba muy ocupada enamorándose del equipo de hockey
sobre hielo de la Universidad de Nueva York. Dirigió su amor hacia el entrenador,
hasta que su esposa lo descubrió, y luego extendió su amor hacia los componentes
masculinos del club de kárate. Su amor era tan hambriento que comprendía a la mitad
de la facultad. Después, devoró a Jason. Pero Jason era el novio de Xiao Chen.
Después de robar a una docena larga de rubias de Connecticut sus devotos novios
deportistas, Xiao Chen había empezado a trasladar sus cosas al apartamento de Jason.
Xiao Chen no tenía derecho a sorprenderse. En lo que se refería a Margot, era un
sencillo caso de estudiante que supera a la maestra. No hay ni que decir que su
amistad acabó mal.
Por mi parte, estaba empezando a detestar cada día más a Margot. Margot, le
decía. Cómo te odio. Déjame que te lo explique:
1. Odio tu falso acento estadounidense.
2. Odio tu seudocompromiso con el feminismo y tu devoción religiosa hacia el
puterío.
3. Odio tus mentiras a papá. Cuando descubra que estás suspendiendo, se llevará
un disgusto tremendo.
4. Odio tu filosofía de tres al cuarto y tu profunda voz de fumadora. La odio
porque tú nunca oyes la mía.
5. Por encima de todo, Margot, odio que una vez fui tú.
Llegó el tiempo de los exámenes. Reuní a un grupo de ángeles y trabajamos
intensamente para que nuestros Seres Protegidos hincaran los codos y consiguieran
un futuro mejor. Pero Bob había estado prestando atención a las pequeñas escapadas
de Margot al piso de arriba con todo bicho viviente que se cruzara en su camino. Y
pensó que quizá él también pudiera tener suerte. Así pues, la noche antes del primer
examen de Margot, se pasó la mano por el revuelto peinado afro, se remetió su mejor
camiseta por sus mejores vaqueros y llamó a su puerta.
—¿Margot?
—Estoy durmiendo.
—No, no lo estás, porque si lo estuvieras, no habrías contestado.
—Vete, Bob.
—He traído vino. Es tinto. Cha-bliss.

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La puerta se abrió de par en par. Margot apareció en camisón con su sonrisa
menos cándida.
—¿Alguien ha dicho chablis?
Bob revisó la botella y luego miró a Margot.
—Hum. Sí.
—Entra.

Conseguí evitar que los deseos de Bob se hicieran realidad, pero a costa de que
ambos se desmayaran en la cocinita. Demasiado Chablis adormece al hombre blanco,
como dijo Bob.
Tuve menos éxito cuando quise que Margot oyera mis respuestas a su examen.
Estaba sentada en la sala de examen, derrumbada sobre el pupitre, arrastrándose
mentalmente sobre el escarpado muro de su resaca. Alcé las manos y me dirigí a la
ventana. Sentado en el escritorio del supervisor del examen estaba Toby. Yo me senté
junto a él y lo miré escribir.
Reconocí algunas de las frases que estaba escribiendo: aparecerían más tarde en
su primera novela, Hielo negro. Un par de veces, chasqueó la lengua y tachó con
gruesas y punitivas rayas una palabra o frase, hasta que Gaia le colocó un brazo sobre
el hombro y lo animó a continuar. Una vez la vi extender la mano hacia delante
cuando él pasaba su pluma con fuerza por la página, pero no podía tocarlo. Unos
minutos más tarde, pudo. Observé de cerca. A medida que los pensamientos de él
trazaban el paisaje de ideas que surgían en su mente, su aura se contraía de pronto, y
una gruesa barrera, parecía hielo glacial, lo encerraba durante unos diez segundos.
Gaia lo llamaba por su nombre una y otra vez hasta que la barrera parecía disolverse.
Y no se disolvía en el éter: se disolvía dentro de Toby.
—¿Qué es eso? —le pregunté a Gaia al cabo de un rato.
Ella posó sus ojos sobre mí.
—Es miedo. A Toby le da miedo no ser lo bastante bueno. ¿No lo has encontrado
nunca en Margot?
Negué con la cabeza. No así.
—Supongo que adopta diferentes formas. —Se encogió de hombros—. Ésta es la
de Toby. Lo protege. Pero estoy preocupada. Últimamente se está protegiendo de
cosas buenas. Y yo no puedo atravesarlo.
Asentí.
—Puede que podamos trabajar juntas contra eso.
Sonrió.
—Puede.
Gaia siguió intentando sacarlo de su molde, pero el escudo se alzaba y, una vez
desencadenaba sus miedos, sólo Toby podía disolverlo. Era inútil luchar contra él. Si

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se lo hubiera sacudido él mismo, podría haber visto que Margot recogía sus cosas y
se marchaba una hora antes de acabar.
Yo la seguí. Ella se abrazaba a sí misma y miraba hacia el Hudson. Luego empezó
a caminar, deprisa, hasta que echó a correr, y no se detuvo hasta que las dos corrimos
a gran velocidad, con la cara perlada de sudor y la larga melena de Gaia tras ella
como la cola de un cometa.
Corrimos y corrimos hasta que nos encontramos en el puente de Brooklyn.
Margot jadeaba y se ponía las manos en las rodillas, con el corazón latiéndole en el
pecho a toda velocidad. Miró hacia el tráfico que pasaba por debajo, y luego se apoyó
contra el entramado de barandillas y miró hacia la línea del cielo de Manhattan. El sol
aún estaba alto y la obligó a alzar una mano para protegerse los ojos. Parecía que
estuviera buscando a alguien, bizqueando hacia las Torres Gemelas y luego hacia el
Muelle 45, hasta que finalmente se alejó trastabillando hasta un banco público y se
dejó caer en él.
A su alrededor, la pena y la confusión brillaban como pequeños estallidos de
relámpagos. Mientras estuvo sentada, encogida sobre las rodillas, cientos de lucecitas
rosa salían disparadas de su corazón, circulaban alrededor de su cuerpo y se vertían
en su aura. Tenía los ojos fuertemente cerrados, y estaba pensando en mamá, con la
barbilla temblorosa. Lo único que pude hacer fue ponerle una mano sobre la cabeza.
«Vamos, vamos, nena. No todo es tan malo.» Cuando me senté junto a ella, hundió
los codos en los muslos, la cabeza en las palmas, y lloró con largos sollozos sin
fondo. A veces la distancia más larga está entre la desesperación y la aceptación.
Se quedó allí mientras docenas de ciclistas pasaban volando junto a ella, mientras
el sol iba cambiando de tonos de dorado hasta que, finalmente, la ciudad brilló color
bronce, y el río Hudson ardió.
Rebusqué aquel momento en mis recuerdos, pero no estaba allí. Así que dejé de
buscar y empecé a hablar.
—¿Estás pensando en tirarte por este puente, niña? Porque te digo una cosa, el
pelotón del suicidio va un paso por delante.
Golpeé el entramado de barandillas.
Empezó a llorar de nuevo. Yo suavicé el tono. Aunque no pudiera oírme. Pero
quizá pudiera sentirme.
—¿Qué pasa, Margot? ¿Por qué estás aún aquí? ¿Por qué no estás reposando,
estudiando como prometiste, haciendo algo de provecho contigo misma?
Y luego me encontré lanzándome a hacer declaraciones como «El mundo es tu
ostra» y suspiré. Cambié de táctica.
—Todos esos tíos con los que te acuestas, ¿te hacen feliz? ¿Amas a alguno de
ellos?
Lentamente, ella negó con la cabeza.
—No —masculló.
Le cayeron lágrimas por la cara. Insistí.

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—Entonces, ¿por qué lo haces? ¿Y si vuelves a quedarte embarazada? ¿O coges
el sida?
Ella alzó la mirada y se limpió las lágrimas, y luego rió.
—Estoy hablando sola. Me estoy volviendo loca.
Se inclinó sobre sus brazos cruzados, mirando más allá de la línea del cielo,
mirando lo más lejos posible hacia el horizonte.
—Estamos realmente solos en este mundo, ¿eh? —dijo en voz baja.
No era una pregunta. Y yo recordé entonces la poderosa necesidad desgarradora
de ser rescatada. Recordé que me había sentido en aquel puente como si estuviera a
un millón de kilómetros de tierra firme, atrapada en una roca en medio del espacio. Y
nadie venía.
Pero yo estaba allí. La rodeé con mis brazos, y después sentí otro par de brazos
sobre los míos, y otro más, y cuando miré hacia arriba, vi que Irina y Una estaban
allí, espíritus visitantes desde el otro lado, abrazándonos a Margot y a mí, diciéndole
a ella con dulzura que todo estaba bien, que estaban allí, que estaban esperando. Yo
lloré y les toqué las manos, queriendo sujetarlas durante todo el tiempo que pudiese,
y ellas me besaron y me abrazaron y me dijeron que siempre estaban allí, que me
echaban de menos. Lloré hasta que creí que se me iba a romper el corazón. La luz que
había alrededor del corazón de Margot parpadeó como una vela junto al mar.
Finalmente, se levantó, con la mandíbula firme. Caminó lentamente por la rampa
y cogió un taxi hasta casa, y las estrellas escondieron sus secretos detrás de una nube
impenetrable.

La mala noticia, por supuesto, fue que suspendió los exámenes. Hubo cierto éxito en
el fracaso: había suspendido más que ningún otro estudiante aquel año. Podría decirse
que había fracasado a lo grande. Bob le organizó una fiesta de libros y bebida, y los
dos disfrutaron de una velada irritantemente estridente para celebrar su tremenda
catástrofe académica.
La buena noticia era que podía repetir su primer año. Conseguí llegar hasta ella
para animarla a establecer un plan. No podía decirle a Graham que había malgastado
su dinero en una prolongada resaca. Así que decidió que iba a conseguir otros dos
trabajos, a ahorrar todo el verano y luego pagarse su segundo año en primero.
Consiguió un trabajo en un pub irlandés atendiendo mesas durante las noches
entre semana, y otro trabajo paseando perros para gente rica en el Upper East Side.
Yo eché un vistazo a uno de los pompones que ladraban al otro extremo de la correa y
gruñí. Nos dirigíamos al encuentro de Sonya, no había duda.
Había dos razones por las que no hice más por evitar una reunión con Sonya
Hemingway.
En primer lugar, Sonya era la bomba. Alta, llena de curvas, con una melena roja
como un corazón y larga hasta el culo que se planchaba durante media hora cada

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mañana. A Sonya le gustaban las alturas, las drogas duras y las medias verdades. No
tenía ningún objetivo a largo plazo. También era una pariente lejana de Ernest
Hemingway, un hecho (o no) que espetaba a diseñadores, traficantes de drogas y a
cualquiera que la escuchara. Daba resultados. Entre las ventajas de sus grandes
historias estaba una carrera vertiginosa como modelo y una ventisca constante de
polvo blanco alucinógeno.
En segundo lugar, había un signo de interrogación colgando sobre mí. ¿Había
tenido una aventura con Toby, o no? Yo me imaginaba que, ya que estaba en una
posición en la que podía resolver ese particular bocadito existencial, podía
perfectamente aprovecharlo.
Pero nos estábamos alejando de ella. El perro —Paris— paseaba obediente junto
a Margot, con la correa intacta. Me di la vuelta y miré la calle en busca de Sonya.
Ella seguía al otro lado de la Quinta Avenida. Pensé que quizá debería intervenir.
Me incliné hacia delante y froté las orejas peludas de Paris, y luego le apoyé la
mano en la frente.
—Es hora de comer, ¿verdad, chico?
Paris babeó, entusiasta. Inmediatamente, envié imágenes de toda clase de platos
para perros a la mente de Paris.
—¿Qué te apetece, eh? ¿Pavo? ¿Beicon?
En un segundo apareció pavo asado y beicon en la cabeza de Paris. Ladró.
—Espera, ya sé —dije—. ¡Una megatonelada de salami!
Ante eso, Paris alzó el vuelo. Un poco más deprisa de lo que yo había previsto, y
con sorprendente fuerza. Tiró de Margot hacia delante, hacia la calzada, obligando a
dos taxis y a un chevy a parar a unos centímetros de Margot. Ella gritó y soltó la
correa. Paris se lanzó hacia delante, con la colita girando como una hélice, obligando
a detenerse en seco a otro coche y mandando a un ciclista a un puesto de perritos
calientes al salir disparado por encima del manillar. Al ciclista no le gustó nada.
Margot cruzó la calle avergonzada, esperando el verde a modo de disculpa. Una
vez llegó al otro lado, se lanzó hacia la tienda de comida preparada. Yo me quedé
junto a la puerta riéndome; la segunda vez había sido mucho más divertida. Paris se
había ido derecho a buscar el nuevo pedido de cerdo que estaba en la parte de atrás de
la tienda y, con su ansia de pequeño can por conseguir el trozo más grande, volcó el
dispensador de agua, derramando el contenido por toda la tienda. El dueño se quejó y
trató de espantar a Paris para que saliera de la tienda. Paris aceptó alegremente, con
un trozo de carne entre las mandíbulas. Margot agarró a Paris, le dio unos cuantos
cachetes en el morro y lo volvió a arrastrar dentro para disculparse. Se enfrentó al
dueño, que luchaba por recoger los restos dispersos de carne.
—¡Lo siento! ¡Le prometo que se lo pagaré todo! Por favor, haga una lista y se lo
devolveré en cuanto pueda, como sea.
El dueño la miró furioso y le dijo en italiano que se guardara sus disculpas donde
no luce el sol. Margot volvió la mirada hacia la chica de largo pelo rojo que estaba en

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la esquina, empapada por el agua que había esparcido Paris, que se miraba la ropa y
reía. Era Sonya.
—Eh, lo siento —dijo Margot—. No es mi perro.
Sonya se retorció el rojo pelo.
—Eres inglesa, ¿eh?
Margot se encogió de hombros.
—Algo así.
—No hablas como la reina.
—Siento de verdad lo de tu blusa. ¿Se ha estropeado?
Sonya se le acercó. Tenía la costumbre de pasar por alto las reglas que respetaban
el espacio personal. Se acercaba a desconocidos, como Margot, en este caso, y se
pegaba tanto que casi tropezaba con su nariz. Había aprendido de la peor manera, a
muy corta edad, que la gente respondía a la confrontación. A veces bien, a veces mal.
En cualquier caso, conseguía la atención buscada.
—Oye, algo así como inglesa, ¿tienes una cita esta noche?
Margot retrocedió un paso. Podía ver el blanco de los ojos de Sonya, la barra de
labios roja en sus dientes.
Sonya avanzó otro paso. Paris le lamió el brazo.
—Le gusto a tu perro, ¿eh?
Margot recuperó la compostura.
—Siento lo de tu blusa. Es preciosa.
Sonya bajó la mirada hacia su blusa fruncida de seda violeta. Que se le había
pegado al pecho.
—No importa, tengo montones como ésta. —De no se sabe dónde sacó una tarjeta
negra de visita y la deslizó debajo del collar de Paris—. Puedes compensarme
viniendo esta noche a mi fiesta.
Le hizo a Margot un pícaro guiño y salió a la Quinta Avenida, aún chorreando.

Sin perro, sin idea de lo que pasaba, Margot apareció aquella noche en la casa de
Sonya en Carnegie Hill, bizqueando para ver la dirección en la tarjeta, convencida de
que se había equivocado de sitio. Tocó el timbre. Inmediatamente, la puerta se abrió
para revelar a una resplandeciente Sonya con un vestido muy ceñido con estampado
de leopardo.
—¡Algoasí! —gritó, tirando de Margot hacia dentro.
Yo solté una risita. Algoasí. Qué cara.
Sonya presentó a Margot a sus invitados; tuvo que gritar sus nombres por encima
de la música de Bob Marley, que aullaba a través de dos enormes altavoces en la
parte delantera de la casa, hasta que finalmente llegó a un hombre al que presentó
como el «señor Shakespeare, A Quien Le Gusta Pasarse Las Fiestas Enterrado en un
Libro». Contuve el aliento. Era Toby.

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—Hola —dijo Margot, tendiendo la mano a la figura protegida por un libro que
estaba en la silla.
—Qué hay —dijo él desde detrás del libro, y cuando la vio, dijo «qué hay» otra
vez, pero con un signo de admiración al final.
—Toby —dijo Toby, levantándose.
—Margot —dijo Margot—. Creo que ya nos conocemos.
—Os dejo para que charléis —dijo Sonya, antes de marcharse.
Margot y Toby se miraron a los ojos y luego, con torpeza, apartaron la mirada.
Margot se sentó y cogió el libro que él había estado leyendo. Toby jugueteó con las
trabillas del pantalón antes de sentarse junto a ella. Una mirada a Sonya mientras ésta
flirteaba y reía en el otro extremo de la habitación confirmó mis sospechas: siempre
la había preferido a ella a mí, desde el mismísimo principio.
—Bueno —dijo Margot—. Tú eres Toby.
—Sí —dijo Toby—. Sí, lo soy.
¿De verdad había sido la cosa tan torpe? Siempre había recordado nuestro primer
encuentro como algo mucho más dinámico. Y así siguió.
—¿Sonya es tu novia?
Toby parpadeó unos segundos, luego abrió la boca y la volvió a cerrar.
—Eh, cómo describir nuestra relación… Solía robarme el chupete cuando era un
bebé. Creo que hubo un episodio en el que se quitó toda la ropa y trepó a mi cuna,
pero aparte de eso, nuestra relación ha sido bastante platónica.
Margot asintió y sonrió. Gaia avanzó y se inclinó sobre el hombro de Toby.
—Margot es Ella, Toby.
Lo dijo exactamente así. Y es más, Toby la oyó. Por un momento, se volvió hacia
Gaia, con el corazón acelerado ante el repentino destello de conocimiento que le
habían instilado en el alma y yo seguí observando, abrumada por la admiración y la
humildad. Gaia sabía que yo había sido Margot, y me había visto acusar a su hijo de
asesinato. Aun así, allí estaba, animándolo a estar con ella.
Toby se volvió hacia Margot, ansioso de pronto por conocerla un poco más. Ella
estaba enfrascada en la lectura del libro.
—¿Puedo suponer que te gustan los libros?
Ella volvió una página.
—Sí.
—Sabes, en estos tiempos todo el mundo está muy en contra de Shakespeare,
pero Romeo y Julieta te tiene que gustar, ¿no?
Yo me reí. A Toby se le daba fatal la charla insustancial.
Sin embargo, Margot se inclinaba por destrozar la conversación. Levantó la
mirada de su libro, cruzó las piernas y lo miró muy seria.
—Romeo y Julieta es una fantasía chauvinista de romanticismo. Creo que Julieta
debería haber vertido una cuba de aceite hirviendo por aquel balcón.

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La sonrisa de Toby se marchitó como un helecho en llamas. Miró hacia otro lado,
buscando una respuesta en su mente. Margot hizo un gesto de impacienca y se puso
de pie para marcharse. Inmediatamente Gaia se colocó a su lado y le susurró algo. Vi
cómo Margot miraba por la habitación buscando a alguien más con quien hablar,
alguien mucho más dispuesto a arriesgarse, y me di cuenta de que me ponía de parte
de Toby.
Ninguno de los susurros de Gaia le llegaban a Toby, cuyas emociones eran de lo
más caóticas ante el repentino deseo que lo abrumaba de conectar con Margot. Se
sentía nervioso, tenso, no muy seguro de por qué se sentía tan atraído hacia alguien
que no era su tipo.
Finalmente, avancé.
—Toby —dije con firmeza—. Desafíala.
Lo volví a decir. Y lo dije de nuevo. Gaia me miró como si yo hubiera perdido la
razón. Finalmente, Toby se puso de pie.
—Margot —dijo en voz alta mientras ella se alejaba—. ¡Margot! —dijo de nuevo,
y ella se detuvo. Una pausa en la música. Varias cabezas se volvieron a mirarlos.
Toby la señaló—. Estás equivocada, Margot. Esa obra trata de almas gemelas que
superan todos los obstáculos. Es sobre amor, no sobre chauvinismo.
La música volvió a sonar: los primeros compases de «I Shot the Sheriff». Sonya
animó a todos a levantarse de sus asientos para bailar al ritmo de la música. Margot
observó a través de la gente a Toby, cruzando la mirada con él. Por un momento quiso
darle una respuesta ingeniosa. Pero algo en la mirada de él la detuvo. Así que se
alejó, salió por la puerta y se fue a su apartamento, encima de Babbington Books.

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16

LA OLEADA DE ALMAS PERDIDAS

Durante los meses que siguieron, tuve unos cuantos encontronazos con demonios. El
ángel de Sonya, su padre, Ezekiel, que había estado muy poco presente en su vida,
recorría pacientemente el pasillo de su casa, obstaculizado con regularidad por la
dependencia que tenía Sonya de dos demonios, Luciana y Pui. Contrariamente a
Grogor, era muy difícil distinguirlos de los muchos seres humanos hermosos que
cruzaban el umbral de la casa de Sonya. Sabía que pasaban mucho tiempo con Sonya,
pero la mayor parte del tiempo no podía verlos.
Y entonces fue cuando aprendí que los demonios pueden esconderse
notablemente bien. Como los millones de insectos que rondan por los cubículos y
grietas del suelo de una casa, igual los demonios se cuelan en los estrechos espacios
de los vivos. Vi cómo Sonya se quitaba un collar con un grueso colgante de
madreperla, y cuando lo colocaba sobre el tocador, vi los rostros de Luciana y Pui
mirando desde su interior. A veces se daban un paseo en su bolso de diseñadora; otras
veces, se enroscaban alrededor de su antebrazo como un amuleto. Como Sonya era,
digamos, voluble respecto a sus gustos (por ejemplo, el lunes se la podía ver haciendo
yoga y tomando aloe vera; el martes podía aparecer drogada e inconsciente sobre su
propio vómito), Luciana y Pui estaban, o bien tumbados sobre el enorme sofá de
Sonya con forma totalmente humana, o reducidos a una mancha sobre el alma de
Sonya. Pero nunca la abandonaban.
Al cabo de un par de semanas, Sonya invitó a Margot a mudarse con ella. Dijo
que le daba pena Margot, que tenía tres trabajos y además viéndose obligada a vivir
en el horrible apartamento de Bob. Lo cierto era que Sonya se sentía sola. Hasta la
presencia de Luciana y Pui tenía que ver con su soledad. Ella nunca entendió por qué,
cuando se aficionó a las drogas, se empezó a sentir de pronto menos sola. Lo achacó
a los efectos que las drogas tenían en su cerebro. Una equivocación. Era porque
Luciana y Pui se ciñeron alrededor de ella como hiedra alrededor de un árbol, como
los más devotos y nefastos compañeros.
Dejé claro desde el principio que no iba a estar paseando por el pasillo mientras
aquellos dos aniquilaban el alma de Sonya. La convertían en una mala influencia para
Margot, que ya estaba probando un poco de hierba por aquí, un poco de crack por
allá, y vi lo que se acercaba como los faros de una máquina de vapor dirigiéndose a
ella mientras yacía sobre las vías. Luciana y Pui no se tomaron muy bien mi actitud.
Cambiaron de aspecto, alzándose como dos columnas de humo rojo con forma de

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cobra, escupiendo bolas de fuego hacia mí. E igual que en la vida real, me encontré
en una situación para la que no había recibido entrenamiento alguno, ninguna
advertencia previa. Como en la vida real, actué por instinto: alcé ambas manos y
detuve el fuego. Después cerré los ojos e imaginé que la luz de mi cuerpo crecía y
crecía, cosa que sucedió, y cuando volví a abrir los ojos, la luz se había vuelto tan
fuerte que ellos retrocedieron hacia un rincón, como sombras a mediodía, y no me
volvieron a enseñar las caras durante bastante tiempo.
Ezekiel volvió a la vida de Sonya con salud de hierro. Ella se puso a pensar en
dejar las drogas, en adoptar un estilo de vida más saludable, quizá incluso en
formalizar una relación con un hombre agradable. Indefinidamente.
—¿Qué te parece Toby? —le dijo Sonya a Margot mientras tomaban un café por
la mañana.
Margot se encogió de hombros.
—Parece agradable. Silencioso.
—Estoy pensando en salir con él.
Margot soltó una tos exagerada.
—¿Salir con él? ¿Vas a empezar también, no sé, a hacer pan y a tejer bufandas?
Sonya se sintió ofendida; tendrían que imaginársela, inclinada sobre su café con
leche con un vestido de seda negra y un sujetador de balconete de terciopelo rojo, con
el pelo alborotado y sin planchar que le caía sobre la pálida cara como una herida en
la cabeza. Se sintió más ofendida por el hecho de que en realidad, no se sentía
ofendida por la idea de hacer pan y tejer bufandas.
—Creo que me estoy haciendo vieja.
—¿Tenéis un pasado Toby y tú?
Sonya negó con la cabeza. Por una vez, decía la verdad.
—Fuimos juntos a la guardería. Es como mi hermano. Ay, en qué estaba
pensando. En cualquier caso, vosotros tuvisteis algo en mi fiesta hace unos meses,
¿no?
—Lo insulté.
—¿Y?
—Y nada. No lo he visto desde entonces.
—¿Te gustaría?
Margot se lo pensó. Al final, asintió.

Y así, Margot y Toby se encontraron en una cita no oficial.


Él apareció en la librería de Bob. Bob estaba en su posición habitual, es decir,
detrás del mostrador en una silla, fumando una mezcla de hierba y tabaco, y leyendo
acerca del nuevo Cadillac Fleetwood Brougham. Le lanzó una mirada a Toby y arrojó
la colilla en su dirección.
—He venido a buscar a Margot.

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Una tos desde detrás del mostrador. Toby miró por encima del estante de
«Novedades».
—Hay buenos libros aquí. Nunca había oído hablar de este sitio.
—Ajá.
—Bueno. ¿Está Margot?
—Tendrás que preguntárselo a ella.
Siempre admiré la infinita paciencia de Toby. Eché un vistazo al ángel de Bob,
Zenov, que estaba apoyado en el mostrador, y fingí la acción de dar un capón a Bob
en la cabeza. Zenov negó como diciendo «Pero ¿qué haces?».
Toby se cruzó las manos a la espalda y consideró la sugerencia de Bob.
—¿Margot? —gritó entonces con toda la fuerza de sus pulmones.
Bob se cayó de su asiento y se dio de culo contra el suelo.
—¡Margot Delacroix, soy Toby Poslusny, y estoy aquí por nuestra cita no oficial!
¿Estás aquí, Margot?
Lo rugió desde su actitud calmada e imperturbable, con el volumen y la exigencia
de un predicador evangélico, mientras miraba fijamente a Bob.
Bob se puso de pie mientras Zenov reía tapándose la boca con la mano.
—Hummm, déjame comprobar si está…
—Gracias.
Toby, aún sonriendo, le hizo a Bob un gesto de asentimiento con la cabeza.
Margot salió de detrás del biombo unos minutos más tarde, con un vestido de
fiesta de los años cincuenta, de tul verde, que le quedaba dos tallas pequeño. Aún se
estaba recogiendo el pelo, ruborizada de nervios. Vi a Toby reaccionar tarde,
asimilando su vestido, su cuello de bailarina. Sus piernas.
—Hola —dijo ella—. Siento haberte hecho esperar.
Toby le hizo un gesto con la cabeza y le tendió el brazo doblado, para que ella se
lo cogiera.
Ella así lo hizo y salieron de la tienda.
—Cierro a las once… —tosió Bob, pero la puerta se cerró de un portazo antes de
que él acabara.

Dicen que las dos primeras semanas de toda relación dan un panorama verosímil de
lo que va a ser el asunto. Yo digo que menos que eso. Las primeras citas son un mapa
del territorio.
Toby no hizo nada de lo considerado normal. No la llevó a cenar y al cine. La
llevó a dar un paseo en barca por el Hudson. A Margot el asunto le pareció
divertidísimo. Un importante hito en la relación. Luego Toby perdió un remo y
empezó a recitar a W. B. Yeats. A Margot eso le pareció fascinante. Y entonces…
bueno, ¿acaso no debía hacerlo?… ella sacó cocaína. Lo que a Toby le pareció de mal
gusto.

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—Guárdatela. Yo no tomo esas cosas.
Margot lo miró como si le hubiera crecido otra cabeza.
—Pero tú eres amigo de Son, ¿no?
—Sí, pero eso no quiere decir que sea un yonqui.
—Yo no soy una yonqui, Toby. Me interesa encontrar un poco de diversión, eso
es todo…
Él miró hacia otro lado. Yo miré hacia otro lado, avergonzada. Me odiaba a mí
misma. Odié aquel momento, una de las muchas manchas en lo que podría haber sido
el bonito paisaje de una relación. Y, como siempre, por mi culpa.
Margot se ofendió.
—Bueno, si no quieres, ¡más para mí!
Esnifó las dos rayas.
Toby se quedó mirando los edificios del otro lado del río. Las farolas empezaban
a relucir a lo largo de los bordes del agua, arrojando cintas rojas y doradas que se
alargaban hacia la barca. Sonrió. Después dejó el remo en el fondo de la barca. Se
quitó la chaqueta, los zapatos. Luego la camisa.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Margot.
Él siguió desvistiéndose hasta quedar en calzoncillos. Después se enderezó, lanzó
sus delgados brazos blancos hacia delante, inclinó su huesudo torso hacia las rodillas
en pose de saltador y se lanzó al río.
Margot dejó caer la coca y se inclinó por el borde de la barca, asombrada. Él
estuvo bajo el agua durante mucho tiempo. Margot esperó, retorciéndose las manos.
Seguía sin haber ni rastro de él. Se preguntó si no debería gritar pidiendo socorro.
Finalmente, se quitó la chaqueta y los zapatos y saltó tras él. En ese momento, él salió
a la superficie, muerto de risa.
—¡Toby! —gritó ella, castañeteando los dientes—. ¡Me has tomado el pelo!
Toby se rió y empujó una brazada de agua hacia ella.
—No, mi dulce Margot, eres tú la que te estás tomando el pelo a ti misma.
Ella lo miró. «Qué sabio es», pensé. «Qué loco está», pensó Margot.
—¿Eh?
Él manoteó hacia ella.
—¿De verdad crees que tomar coca te convierte en una persona divertida? —dijo
—. Porque si es así, eres mucho más tonta de lo que me habías parecido.
Le goteaba agua de la nariz, y el frío le hacía temblar la voz. Margot se lo quedó
mirando, y justo en el momento en que se le pasó por la cabeza la idea de besarlo, él
se inclinó y la besó. Fue, puedo atestiguarlo, el beso más dulce y sincero de su vida.

Pasé los meses después de aquello en el pequeño altillo de Toby encima del café
abierto toda la noche, estudiando cuidadosamente a Margot y a Toby mientras ellos
caían más y más profundamente en una grieta espiritual que empezaba a parecerse al

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amor. Al principio, me dije a mí misma que los dos se estaban enamorando del amor,
que era la circunstancia y no el amor lo que los mantenía juntos, a pesar de no tener
dinero, ni futuro, ni gran cosa en común. Pero al verlos envueltos en toallas en el
tembloroso balcón del quinto piso que dominaba el West Village, bebiendo café y
leyendo los periódicos matutinos como una vieja pareja, pensé: «Espera un momento.
¿Qué me estoy perdiendo? ¿Qué me perdí la primera vez?».
¿Me sentía como la carabina? Digamos que ayudaba que Gaia estuviera allí. Me
tomé un tiempo para conocerla. Durante los momentos más íntimos de Toby y
Margot, momentos que yo quería respetar y cuidar en términos de su privacidad e
inviolabilidad, Gaia y yo hablábamos de la infancia de Toby. Ella había muerto de
cáncer de cérvix cuando Toby tenía cuatro años. Hasta entonces, el ángel guardián de
Toby había sido su tía Sarah. Oh, dije sorprendida. Creía que los ángeles guardianes
estaban asignados a una sola persona. «No», dijo Gaia. «Mientras se nos necesita,
cuando se nos necesita. Una persona puede tener veinte ángeles guardianes diferentes
en su vida. Y tú también serás guardiana de más de una persona, probablemente.»
Esa idea hizo que la cabeza me diera vueltas.
Toby me había contado que sólo tenía un recuerdo de su madre. Ella lo estaba
enseñando a ir en bicicleta. A él le daba miedo caerse y se quedó inmóvil en la puerta
de su casa agarrado al manillar. Recordaba que ella le había dicho que fuera sólo
hasta el final del sendero del jardín, y que si podía llegar hasta allí, podía intentar ir
hasta el final de la calle, y luego hasta el final de la manzana, y así sucesivamente.
Cuando consiguió llegar al final del sendero, los cuatro metros, ella aplaudió con tal
entusiasmo que él empezó a dirigirse hacia el otro extremo del pueblo, hasta que ella
lo arrastró hacia casa. Me dijo que desde entonces había usado una técnica similar en
su escritura: escribía hasta el final de la página, luego hasta el final del capítulo, y así,
hasta que terminaba la novela entera. Y siempre conservaba aquella imagen de su
madre aplaudiendo en primer término en su mente.
Gaia sonrió.
—Sabes, recuerdo la aventura aquella de la bicicleta.
—¿Sí?
—Sí. Pero lo gracioso es que Toby no tenía cuatro años por entonces. Tenía uno
más. Y yo no vivía. Era su ángel en aquel momento.
Me quedé mirándola.
—¿Estás segura?
Ella asintió.
—Toby ha sido capaz de verme algunas veces durante su vida. No sabe que soy
su madre, o su ángel. A veces cree que soy alguien a quien reconoce del colegio, o
quizá una antigua vecina, o simplemente una mujer chiflada que se acerca demasiado
en la librería. Es raro, pero pasa.
Miré a Toby y a Margot, que yacían en el viejo sofá de cuero de Toby, enlazando
y soltando los dedos, y me pregunté y deseé: ¿me verá Toby alguna vez? ¿Y si lo

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hace? ¿Podría pedirle perdón? ¿Podría de alguna manera solucionar lo que hice?

La boda tuvo lugar en la Capilla de las Flores en Las Vegas, nueve felices meses
después de aquella desastrosa primera cita. Yo intenté, sin éxito, convencer a Margot
de que esperara para casarse en Inglaterra, un asunto más ceremonioso que daría a
Graham la oportunidad única de entregar a su única hija en matrimonio. Me había
pasado la vida inventándome historias sobre aquella boda, adornándola un poco y
contándola como me hubiera gustado que fuera retrospectivamente. Pero el hecho fue
que Toby apareció una noche en el pub irlandés donde Margot trabajaba. Había
solicitado plaza fija en la Universidad de Nueva York, y parecía que se la iban a dar.
Así pues, se compró un chevy de 1964 y le compró un regalo a Margot. Era un
modesto diamante solitario.
Ella lo miró.
—¿Hablas en serio?
Él guiñó un ojo.
—Es demasiado grande para mi dedo nupcial, ¿sabes?
Su sonrisa se esfumó.
—¿Lo es?
—Me vale en el pulgar. Supongo que no es un anillo de compromiso, entonces.
—Esta vez, el ojo lo guiñó ella, y cogió aire con fuerza. «¿Lo es realmente?» pensó.
«Sí», le dije. «Lo es.» Miró a Toby—. ¿No se supone que me tienes que preguntar
algo?
Él apoyó una rodilla en el suelo y le cogió la mano.
—Margot Delacroix…
—¿Sí?
—Agitó coqueta las pestañas. Yo estaba de pie junto a ella, observándolo a él
cuidadosamente. Quería que ella se alegrara, que fuera seria, que se empapase del
momento. Quería estar en su lugar, decir «sí» y sentirlo con todo mi corazón.
—Margot Delacroix —dijo de nuevo Toby, muy serio—. Discutidora, inmoderada
—la sonrisa de ella se esfumó—, apasionada, cabezota, hermosa Julieta de mi
corazón —ella recuperó la sonrisa—, la mujer de mis sueños, por favor, por favor,
intenta no echarme un cubo de aceite hirviendo por encima de la cabeza y en lugar de
ello, conviértete en mi esposa.
Ella lo miró con ojos sonrientes, mordiéndose la mejilla por dentro. Finalmente
habló.
—Toby Poslusny. Romeo de mi alma, introspectivo esclavo de la literatura,
sufridor del síndrome de mártir… —Él asintió. Todo era cierto, la verdad. Pero había
más. Ella dejó que esperara—. Dulce, amoroso, paciente Toby…
Pasó un minuto.
—¿Margot?

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Toby le apretó la mano. Le dolían las rodillas.
—¿No he dicho que sí ya?
Él negó con la cabeza.
—¡Sí!
Dio un salto en el aire.
Él tragó saliva aliviado y se puso de pie. Ella admiró su anillo y después tuvo una
idea brillante. O, pensándolo con perspectiva, un momento de locura. ¿Listos?
—¡Casémonos en Las Vegas!
Lo prometo, traté de convencerla de que no lo hiciera. Incluso canté la Canción
de las Almas. Ella no me hizo ni caso.
Toby se quedó pensando. Imaginaba una boda blanca el año siguiente en una
encantadora capilla inglesa, rebosante de lirios y rosas, a Graham acompañándola al
altar. Yo pronuncié en silencio las palabras de ella. «Aburrido», dijo. «¿Por qué
esperar?»
Toby transigió. Hizo lo más honorable. Buscó la cabina telefónica más cercana y
llamó a Graham para pedirle la mano de Margot.
No, Margot no estaba embarazada, le aseguró. Sencillamente, él la amaba. Y ella
simplemente no quería esperar ni un minuto más. Silencio al otro lado del teléfono.
Finalmente, Graham habló, ahogado por las lágrimas. Por supuesto, tenían su
bendición. Él pagaría la ceremonia y una luna de miel en Inglaterra. Margot chilló:
«¡Gracias!» y «¡Te quiero, papá!» al auricular (no pudo esperar ni siquiera el tiempo
suficiente para tener una charla decente con él, por lo que me hubiera gustado darle
una patada en el culo) antes de arrastrar a Toby al coche. El auricular se quedó
colgando en el aire, y nadie oyó las felicitaciones de Graham.
Se fueron a Las Vegas en el chevy de Toby. Un viaje de sólo tres días. Pasaron
por casa de Sonya y consiguieron un traje de novia, un vestido prestado con
estampado de leopardo y tacones de aguja rojos de charol, y un pendiente de aro
dorado del joyero de Margot que le serviría a Toby de anillo de boda. ¿Comida?
¿Provisiones para el largo viaje? No sean tontos. Estaban ¡enamorados! ¿Qué otra
cosa necesitaban?

El sol empezaba a ocultarse tras las lejanas colinas cuando Nan apareció en la parte
de atrás del chevy de Toby.
—Vaya, hola, Nan —dije—. ¿Vienes a decirme que debería haber evitado que se
casaran finalmente?
Yo aún estaba un poco dolida después de nuestro último encuentro. Ella miró al
frente, frunciendo el ceño.
—¿Qué pasa?
Se inclinó hacia delante sin quitar la vista del paisaje que se iba oscureciendo
fuera.

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—Margot y Toby viajan exactamente hacia el centro de una Casa Polar.
Parpadeé.
—¿Qué es una Casa Polar?
—Es una reunión de demonios. Esta Casa Polar en particular es muy grande.
Sabrán que Toby y Margot van de viaje para casarse y tratarán de evitarlo.
—¿Por qué?
Me echó una mirada.
—El matrimonio significa amor y familia. Es lo que más le fastidia a un demonio,
aparte de la vida en sí.
Yo seguí su mirada por la ventanilla. Sólo veía el guiño naranja del sol que
desaparecía, el resplandor de los faros de los coches que pasaban por el otro lado de
la carretera.
—Quizá ya lo hayamos pasado.
Nan negó con la cabeza y siguió mirando hacia fuera, nerviosa.
De repente, el coche se balanceó de un lado a otro, derrapando bruscamente por la
carretera. Yo me agarré al asiento de Toby, extendiendo la mano hacia delante para
proteger a Margot.
—Todavía no —dijo Nan tranquilamente.
Pero el coche se ladeó pesadamente hacia la izquierda y por un instante pensé que
nos íbamos a dar una vuelta de campana o a estrellarnos contra los coches que venían
de frente. Sentí que Nan me agarraba la mano.
—¿Qué hacemos? —grité.
—¡Ahora! —gritó Nan, agarrándome del brazo, y en ese momento nos vimos
fuera con Gaia, sujetándonos al capó que avanzaba por la autopista, llevándolo de
nuevo hacia la derecha.
Delante sonaban bocinas de coches. Varios coches derraparon hacia el arcén.
Toby luchó con el volante y apartó el coche de delante de los faros relucientes de un
camión.
El coche se enderezó y Toby lo detuvo en un camino de tierra junto a una señal
que decía BIENVENIDOS A NEVADA. El motor se paró y yo traté de recuperar mis
sentidos. Pude oír a Margot y a Toby riendo en el coche.
—¡Caray, qué susto!
—Voy a revisar el capó.
Voces desde el asiento delantero. Nerviosas. Emocionadas.
Nan había empezado a caminar hacia el borde de la llanura amarilla, silueteada
contra el sol. Me puse una mano sobre los ojos y traté de ver qué estaba mirando.
—¿Qué ves?
No hubo respuesta. Miré a mi alrededor. Más allá de los contornos de las colinas
moradas, pude ver a unas figuras que empezaban a avanzar hacia mí. Yo empecé a
avanzar hacia ellos, alzando un brazo, lista para lanzar mi luz más brillante. Entonces
los vi. Al principio, pensé que eran la flor y nata del Infierno. Brillaban tanto que tuve

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que apartar la vista. Cien seres dorados o más, llameantes, mucho más altos que yo,
con las alas de fuego. Me volví para llamar a Nan, pero ella ya estaba a mi lado.
—Arcángeles —dijo—. Nos avisan de que están aquí.
—Sí —dije—. Pero ¿por qué están aquí?
—¿No lo has sentido? —dijo Nan—. Mírate las alas.
Las alas, densas y oscuras como el líquido que rezuma de un depósito, me
envolvían, de modo que el agua me cruzaba el pecho y fluía hacia mis pies. Y
entonces lo sentí, tan intenso y atemorizador como alcanzar el precipicio del Infierno:
nos estaban persiguiendo.
Toby cerró el capó y se limpió las manos con un trapo.
—No tema, damisela, todo va bien —gritó alegremente a Margot, que, asomada a
la ventanilla del pasajero, soltaba risitas.
Él volvió a entrar en el coche y puso en marcha el motor.
Yo hice ademán de entrar en el coche, pero Nan me retuvo.
—Mira —dijo y señaló hacia el coche.
Vi un humo negro que chorreaba y luego se hinchaba desde debajo del capó, y me
pregunté durante un instante por qué Toby no apagaba el motor y comprobaba qué
era lo que estaba pasando. En lugar de ello, el coche arrancó suavemente y el humo
siguió rizándose desde debajo del capó, cubriendo el techo y llegando al maletero,
hasta que envolvió el coche como una piel o un escudo; casi como el que había visto
alrededor de Toby.
Y entonces, un rostro entre el humo.
Grogor.
Salí disparada tras el coche y salté sobre el capó y luego sobre el techo. Los
últimos retazos de luz del sol se disolvían en el horizonte, dejándome de momento a
oscuras, incapaz de ver el volumen del humo que crecía alrededor de mis pies. A lo
lejos, detrás de mí, Nan alzó una bola de luz por encima de su cabeza. Ésta empezó a
viajar hacia mí, cada vez más brillante y cercana. Miré hacia abajo y vi que el humo
se apartaba de mí en un círculo, pero seguía espesándose por los demás sitios,
subiendo continuo como un muro de barro.
—¡Ruth! —gritó Nan en la distancia.
Inmediatamente, una pared de humo negro se alzó sobre mí como una ola.
Cuando la bola de luz llegó hasta mí y se colocó justo encima de mi cabeza, pude ver
que no era humo: eran cientos de manos negras como el carbón, estirándose para
agarrarme.
—¡Nan! —grité.
Me latían las alas. La ola cayó sobre mí con la fuerza de una avalancha.

Cuando me recuperé, yacía a un lado de la autopista, incapaz de moverme. Me estiré


para ver a Nan. Giré la cabeza y vi, allí mismo entre coches y monstruos en medio de

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la autopista, una guerra. Cientos de demonios estaban atacando a los Arcángeles que
había visto en el desierto, arrojando enormes bolas, pedruscos en llamas y flechas
encendidas, que los Arcángeles rechazaban con espadas. De vez en cuando veía a un
Arcángel caer al suelo y desaparecer. «¿Se estaban muriendo? ¿Cómo era posible?»
Pude oír cómo alguien llegaba por detrás. Traté de levantarme.
—¡Nan! —grité, pero mientras lo decía, me di cuenta de que no era Nan. Era
Grogor.
Los pasos cesaron a un lado de mi cabeza. La estiré y miré hacia arriba. Por
encima de mí, no había dos piernas hechas de humo, ni una cara con un tiro de pistola
por boca, sino un ser muy humano. Un hombre alto, afilado como un cuchillo, con
traje oscuro. Me dio una ligera patada en las piernas para comprobar que estaba
inmovilizada. Después se agachó junto a mí.
—¿Por qué no vienes a unirte al equipo ganador? —dijo.
—¿Por qué no vas a hacerte sacerdote? —dije yo.
Él sonrió sarcásticamente.
—¿De verdad quieres acabar así?
Levantó la vista para mirar a un Arcángel que había recibido una bola de fuego en
pleno pecho. Contemplé, sorprendida y horrorizada, cuando cayó al suelo y se
desvaneció en una explosión de luz.
—Como si no fuera ya lo bastante malo que todos vosotros andéis por ahí,
contemplando cómo los humanos lo echan todo a perder —continuó, chasqueando la
lengua—. Pero creo que tú ya lo sabes, Ruth. Tú preferirías cambiar las cosas, hacer
que fueran mejores. ¿Y por qué no?
De pronto, sentí que mis alas se introducían dentro de mí. La corriente viajaba
hacia dentro. Y en la corriente, un mensaje, una voz en mi cabeza: «Levántate».
Mientras me ponía de pie, hubo una explosión de luz carmesí y un fuerte temblor
que hizo latir la tierra que tenía debajo, como si una bomba hubiera explotado bajo
tierra. Alcé la vista y vi que los Arcángeles rodeaban a los demonios, con sus espadas
apuntando uniformemente hacia el cielo. Entonces, volando desde las nubes, una
enorme explosión de fuego destrozó a todos los demonios y los convirtió en una
espesa nube de humo. Cuando volví a mirar, Grogor había desaparecido.
Nan se acercó corriendo directamente hacia mí a través de la bola de fuego. Me
cogió de la mano y me ayudó a levantarme.
—¿Estás bien? —dijo.
—Pensé que no podían hacernos daño.
Ella me miró de arriba abajo con cuidado.
—Claro que pueden hacernos daño, Ruth. ¿Por qué si no crees que tenemos que
defendernos?
—Creí que habías dicho que no tenía nada que temer.
Ella me sacudió el polvo del vestido.
—¿Qué te ha dicho Grogor?

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Negué con la cabeza. No quería repetirlo, admitir que lo que había dicho era
verdad. Nan arqueó una ceja.
—No puedes permitirte sentir culpa, dudas o miedo, o cualquiera de las
emociones paralizantes que sentías como ser humano. Eres un ángel. Tienes detrás a
Dios, y al Cielo por delante.
—Eso me dices todo el tiempo.
Amanecía sobre las colinas. Los demás ángeles miraron hacia el amanecer y
empezaron a desvanecerse por el cielo rosado.
—Lo peor ha pasado —dijo Nan—. Ve a buscar a Margot. Te visitaré muy pronto.
Se encaminó hacia las colinas.
—Espera —dije. Ella se volvió.
—Estoy enamorada de Toby —dije—. Y si no encuentro un modo de cambiar las
cosas, no lo volveré a ver. Por favor, ayúdame, Nan.
Estaba suplicando. Desesperada.
—Lo siento, Ruth. Pero es como te dije. Tú ya has tenido una vida para tomar
decisiones. Esta vida no es para cambiarlas. Es para que ayudes a Margot a tomarlas.
—¿Así que eso es todo? —grité—. ¿Sólo tengo una oportunidad? ¡Creí que Dios
siempre daba una segunda oportunidad!
Pero ella ya se había ido, y yo estaba sola en medio de la Ruta 76, mirando a los
cielos, buscando a Dios.
—Así que me amas, ¿eh? —chillé—. ¿Así es como lo demuestras?
Nada más que una repentina lluvia; el sonido del viento que sonaba shhhh…

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17

UNA SEMILLA

Llegué a Las Vegas poco después. Gaia trató de contarme todos los detalles de la
boda pero, de manera bastante brusca, lo admito, le dije que no se molestara. La
recordaba perfectamente. El letrero de neón roto de la capilla, que parecía un corazón
partido, como un mal presagio. Las flores kitsch de plástico y la música cutre de
ascensor que salía de un órgano eléctrico en el vestíbulo, el tupé del registrador
oscilando bajo el aire acondicionado como el ala de un pájaro muerto. Toby
conteniendo la risa mientras decía sus votos. Mis dudas cuando yo dije «Sí»,
deseando en vez de eso preguntar cómo era el matrimonio, cómo se suponía que uno
sabía si ésa era la persona adecuada o no. Qué sensación era la de estar realmente
enamorada en vez de, como tantas veces había estado, metida hasta el cuello en la
profunda necesidad de que me dijeran que yo no servía para nada. Y recordaba que
aquél no era quizá el mejor momento para ese tipo de discusión, que quizá debería
limitarme a un simple «Sí», y viviríamos felices para siempre. Por supuesto.
La luna de miel tuvo lugar una semana más tarde. Utilizando todos sus ahorros, se
compraron unos billetes de ida y vuelta a Newcastle upon Tyne, en el nordeste de
Inglaterra. Margot corrió a través de la pequeña terminal, arrastrando tras ella a Toby,
deseosa de ver a Graham por primera vez en tres años.
Llegaron hasta la puerta de salida, pero no había ni rastro de Graham.
—¿Crees que se puede haber olvidado? —preguntó Toby—. Quizá deberíamos
coger un taxi hasta allí.
Margot negó con la cabeza y escudriñó todo el aeropuerto ansiosamente.
—Claro que no se ha olvidado. No es que tenga cincuenta hijas, ¿sabes?
Toby asintió y se sentó encima de la maleta.
Cuando vi la figura oscurecida que surgía por el otro extremo de la terminal, me
incliné hacia Margot y le dije, dolorosamente: «Aquí está».
Ella volvió la cabeza y miró directamente a la figura que estaba junto a la puerta.
—¿Es él? —preguntó Toby, siguiendo su mirada.
—No. Ese tipo es demasiado delgado. Y lleva bastón. Papá estaría corriendo
hacia aquí.
La figura se detuvo un momento, mirándola. Luego, muy lentamente, un hombre
se deslizó de entre las sombras y, con cada paso renqueante, apareció como el
demacrado y envejecido Graham.

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Por un momento Margot trató de reconciliar la imagen del hombre que caminaba
lentamente hacia ella con el retrato de Graham que tenía en la cabeza. Yo recordaba
aquel momento con tan dolorosa claridad que apenas podía mirar, porque lo que
apareció ante Margot fue una serie de sorprendentes sustituciones: el vientre de Santa
Claus, los anchos hombros y las gruesas manos de carnicero habían sido sustituidos
mientras ella estaba fuera por una versión de Graham que parecía como si acabara de
recorrer el desierto del Sahara. Su gruesa mata de pelo era ahora un puñado de
pelillos, sus mejillas redondas y rubicundas estaban hundidas bajo los pómulos y sus
ojos, lo más chocante de todo, no tenían el más mínimo destello de ingenio ni de
belicosidad.
—¿Papá? —murmuró Margot, aún inmóvil en el mismo sitio.
Toby distinguió el pánico que había en su voz. Miró a Margot y luego al hombre
que se arrastraba hacia ellos con los brazos levemente abiertos, y se adelantó.
—Graham, supongo —dijo alegremente, estrechando la floja mano de Graham,
consiguiendo atraparlo en el momento en que él tropezaba y se precipitaba hacia sus
brazos.
Margot se llevó las dos manos a la cara. «Tranquila», le dije. «Contente, cariño.
Lo que menos necesita papá ahora es una catarata.» Y en efecto, ésas fueron sabias
palabras, pues yo también estaba demasiado horrorizada al verlo, no por su forma
física, sino por su aura: la luz que tenía alrededor del corazón estaba rota en docenas
de tiras que caían y latían débilmente, como pequeños sangrados de una herida sin
curar. Por encima de su cabeza, los enérgicos fuegos artificiales de su inteligencia y
creatividad eran fusibles húmedos que se balanceaban lentamente, como en la niebla.
Fiel a su manera de ser, Graham palmeó a Toby en la espalda de una manera
aprobadora antes de apartarlo para llegar hasta Margot. Ella, con lágrimas que le
mojaban la cara, apretó la mejilla contra su hombro y lo abrazó con fuerza.
—Papá —susurró, aspirando su olor.
Graham no contestó. Sollozaba sobre su pelo.

Ya en casa de Graham, Margot se fue derecha a la cama para quitarse de encima el jet
lag mientras Toby inspeccionaba las novelas que llenaban la estantería, que llevaban
el nombre de Lewis Sharpe y la foto de Graham. Gaia, yo, Bonnie y los dos hombres
nos sentamos alrededor del vivo fuego. Por un momento, hubo silencio. Después,
Graham dijo:
—Bueno, ¿cómo conseguiste que te dijera que sí?
Toby se tapó la boca con el puño para toser.
—Ah, la pedida. Bueno, saqué el anillo, como soborno, claro, e hice la pregunta
de todas las preguntas…
Graham sonrió débilmente. Se inclinó hacia delante, apoyando los codos en las
rodillas. Me di cuenta de que la boca se le torcía ligeramente hacia la derecha.

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—No, lo que quiero decir es que estamos hablando de Margot. Es más fácil
atrapar con lazo a un colibrí que hacer de Margot una esposa, eso es lo que solía decir
mi mujer. Margot siempre fue un poni salvaje. ¿Qué ha cambiado?
Toby tardó un minuto o dos en pensar en lo que estaba diciendo Graham. Yo miré
las fotos de Margot e Irina sobre la repisa de la chimenea y me sentí triste. No sabía
que así era como me veía papá.
—Bien, señor —dijo Toby, rascándose la barba—. Sé que puede parecer que
Margot es así. Tiene usted toda la razón. Pero en el fondo, creo que ella desea esto
más que nada en el mundo. Actúa de una manera ligera y no comprometida porque la
vida le ha enseñado que el compromiso significa dolor.
Graham asintió. Lentamente se inclinó hacia la botella de whisky que estaba en la
mesita baja delante de él y sirvió unas copas para ambos.
—Quiero que sepas algo —dijo en voz baja.
Alerta ante el tono de voz de Graham, Toby se sentó enfrente de él y asintió.
Graham apuró su vaso, lo colocó ruidosamente sobre la mesita y miró a Toby.
—Me estoy muriendo —dijo.
Se impuso una larga pausa ante la gravedad de esas palabras.
—Yo… es… Siento muchísimo oír eso, señor.
Graham movió las manos ligeramente de un lado a otro como banderas de
rendición.
—Eso no es lo que quiero que sepas. Eso no es más que la introducción. —Se
aclaró la garganta—. Me estoy muriendo, lo que no me supone ningún problema.
Tengo una esposa por ahí fuera. Estoy deseando volver a verla. Pero, sabes… —Se
inclinó hacia delante en su asiento para acercarse a Toby, tan cerca que éste pudo ver
las llamas de la chimenea bailando en los ojos del anciano—. No puedo morirme
hasta que sepa que cuidarás por mí de Margot.
Toby se reclinó en su asiento y observó la ansiedad en el rostro de Graham. Ahora
todo estaba muy claro. Se rascó la barba y sonrió. Por un momento, una abrumadora
sensación de alegría aligeró el peso de la noticia de Graham. Pude ver que se alegraba
de que a Graham le importara tanto. Se alegraba al sentir que Graham le confiaba
algo tan precioso como su única hija.
Finalmente, dio la única respuesta que podía garantizar.
—Nunca la abandonaré. Lo prometo.
El fuego se estaba apagando. Sonriendo ante las palabras que había escogido
Toby, Graham volvió a reclinarse en su asiento y pronto se quedó dormido.

Más tarde, mientras Toby yacía en la cama junto a Margot, aún a la hora de Nueva
York, la observó dormir y pensó en la petición de Graham. Se frotó la cara, urdiendo
ya un modo de decírselo. Luego pensó en lo que Graham había dicho de ella. «Es
más fácil atrapar con lazo a un colibrí que hacer de Margot una esposa». Entonces,

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como por arte de magia, la barrera de hielo se alzó a su alrededor. Gaia y yo nos
miramos. La barrera era más espesa de lo que habíamos visto nunca, dura y cristalina.
Vimos cómo Toby miraba fijamente a Margot y yo me di cuenta: había corrido un
gran riesgo al casarse conmigo. El miedo más grande y paralizador de Toby era
perderme, y no sólo por la promesa que había hecho a Graham. Yo siempre había
sabido que él había perdido a su madre a muy corta edad, pero ahora vi que aquella
pérdida había llenado cada rincón de su vida. Estaba escrita sobre todas sus creencias,
sobre su visión del mundo. ¿Y si Margot lo dejaba a él? ¿Y si todo terminaba?
Entonces ¿qué?
Mi finalidad a partir de aquel momento fue hacerlo funcionar. Cantaría la Canción
de las Almas cada minuto de cada día, si era necesario. Susurraría las cosas buenas de
Toby al oído de ella, le diría lo que tenía que hacer para que su matrimonio fuera un
paraíso en vez de un purgatorio.
Pero ¿a quién quería engañar? ¿Cómo iba a saber yo cómo hacerlo funcionar?

Una semana más tarde ya era hora de marcharse. Margot dijo adiós a papá llorosa y
de mala gana, no en el aeropuerto, sino a la puerta de su casa. Allí no parecía tan
disminuido por el jaleo y el ruido del mundo exterior; en casa, parecía menos roto,
vivificado por el entorno inmutable de la chimenea abierta, las fotos de mamá, la
presencia durmiente de Gin enroscado en un rincón.
Pero cuando Margot y Toby llegaron a Nueva York, se encontraron con un par de
sorpresas:
1. La solicitud de plaza fija de Toby en la Universidad de Nueva York había sido
rechazada y sus clases canceladas. Ya no les hacía falta.
2. Su apartamento sobre el café abierto veinticuatro horas estaba siendo
convertido en una extensión del café. Lo que había sido un cuarto de estar estaba
ahora lleno de mesas y menús. Las pertenencias de Toby estaban metidas en cajas de
cartón y almacenadas en la cocina, junto al congelador de carne, así que todos sus
libros y cuadernos apestaron para siempre a vaca muerta.
Tenían dos posibilidades: trasladarse a vivir con Bob o mudarse con Sonya, que
les había ofrecido el piso de arriba de su casa mientras Toby encontraba trabajo. Se
llevaron todas las cosas de Toby al piso de Sonya y durante las primeras noches, el
lugar fue muy confortable. Sonya no estaba por el medio. Margot siguió atendiendo
mesas en el pub irlandés, apartando en secreto cuartos de dólar para hacer otro viaje a
Inglaterra. Toby se quedaba despierto hasta altas horas de la madrugada, fumando en
el balcón, observando a la gente de las casas de enfrente, luchando con el peor de los
últimos acontecimientos: sufría el bloqueo del escritor.

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El joven atrapó a Margot de camino a su trabajo. Ella había dejado recientemente la
Universidad de Nueva York (le dijo a todo el mundo, incluida ella misma, que se
estaba tomando un año libre) y trabajaba siete días a la semana para ahorrar para la
entrada de un apartamento. Pero se sentía sola, nostálgica y deprimida. Toby
intentaba terminar su novela, una obra literaria sobre un héroe trágico que
irónicamente no consigue superar su miedo al fracaso, escrita en forma de una serie
de cartas, mientras buscaba trabajo. Lo intentó incluso en los muelles. Los tipos con
monos sucios le echaron un vistazo y le dijeron que se largara. No necesitaban a un
tío que pudiera escribir un ensayo. Necesitaban a alguien que pudiera cargar cuarenta
kilos de carbón de un punto a otro cien veces al día.
Por ello, que Luciana y Pui enviaran al joven pareció, no, fue, muy oportuno. Oh,
sí, aún andaban por allí, a pesar de la reciente conversión de Sonya a la religión y a la
vida saludable. Ahora era budista y vegetariana estricta. A pesar de su irritante
compulsión por convertir a todos los que tenía a su alrededor («¿Sabías que la leche
provoca cáncer de verdad?»), estaba más saludable, más feliz y era mucho más
agradable tenerla cerca. También era una influencia mucho mejor para Margot. Yo
casi había olvidado el rencor que le tuve durante muchos, muchos años. El rencor que
estaba empezando a enraizar en Margot.
La semilla de ese rencor se encontraba en el bolsillo del joven. Una muestra, dijo,
del material que solía venderle a Sonya. Si a Margot le gustaba, si le funcionaba,
podría venir la semana siguiente y venderle un poco más con descuento. Margot lo
miró de arriba abajo. No tenía más de diecisiete años. No había nada especialmente
engañoso en su aspecto, una historia diferente desde donde yo me encontraba, se lo
aseguro, y, de hecho, era bastante agradable. ¿Cómo se llama?, preguntó ella. El
material. Sonrió. Dietilamida de ácido lisérgico, dijo, comúnmente llamada la píldora
de la felicidad. Dicho esto, se despidió con un gesto de la mano.
Me retorcí las manos y traté de recordar aquel momento. El problema de las
drogas es que tienden a destrozar la mente. Finalmente, dije una oración y hablé muy
seriamente con ella.
—Margot —dije—. Esa cosa es tóxica. No quieres metértela en el cuerpo. Te
arruinará la vida.
La sabiduría se desvirtúa con los necesarios tópicos.
Ella no me oyó. Y así, cuando el chico apareció a la semana siguiente, y la
semana de después, y la otra, Margot compró más y más de sus semillas, y ellas
enraizaron, y echaron flores horribles.

El libro de Toby estaba casi acabado. Su bloqueo de escritor se había curado después
de que Toby se encerrara en la pequeña habitación adyacente al dormitorio suyo y de

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Margot durante días y noches, aporreando la vieja máquina de escribir de Graham.
Hasta ese momento, no había advertido ningún cambio en Margot. Mecanografió la
palabra «Fin», una tradición suya, aunque el editor siempre la quitaba, se levantó de
la silla y dio un puñetazo al aire. Abrió todos los cerrojos y anunció:
—¿Margot? ¡Margot, amor mío! ¡He terminado! ¡Vamos a comer!
Se la encontró caminando por el cuarto de estar, sacando libros de la estantería y
tirándolos al suelo, quitando los cojines del sofá, cogiendo zapatos y sacudiéndolos
boca abajo, como si hubiera algo metido dentro. A su alrededor, una niebla de plumas
blancas del colchón que había rajado.
—¿Margot?
Ella lo ignoró y siguió buscando.
—Margot, ¿qué pasa? ¡Margot! —La agarró por los hombros y la miró—. Cariño,
¿qué has perdido?
«La cabeza», quise decir yo, pero no era momento para bromas. Toby no podía
verlo, nunca se había fumado ni un porro, pero ella estaba atrapada en una adicción
que, como yo sabía muy bien, se tardaba años en superar. Y eso es precisamente lo
que parecía. Similar a la cinta de destino que yo había visto en la casa de Una y Ben,
la adicción de Margot se aferraba con fuerza a su corazón, y luego salía hacia fuera
hasta que cada uno de sus órganos, arterias y glóbulos se encontraba envuelto en
necesidad.
Margot miró a Toby sin verlo.
—Suéltame.
Él la soltó y la miró, confundido y herido.
—Mira, dime lo que has perdido y lo buscaremos juntos.
—No, no puedes. Él va a venir.
Una pausa.
—¿Quién va a venir?
—No sé cómo se llama.
—¿Por qué viene? ¿Va a venir aquí? ¿Margot?
Trató de agarrarla de nuevo, pero ella lo empujó y corrió escaleras abajo. Toby,
Gaia y yo la seguimos.
Sonya estaba en la cocina, tomando sopa de miso y leyendo. Margot fue hasta ella
con la mano extendida.
—Necesito cien dólares.
Un puñado de calderilla en los años ochenta.
Sonya se la quedó mirando. Se le pasó por la cabeza que era una especie de
broma. Luego vio los ojos de Margot, el sudor que le cubría la cara, la mano
temblorosa. Dejó la sopa y se levantó.
—Margot, ¿qué te has tomado, cariño? No pareces tú…
Toby interrumpió.
—Creo que está mala. ¿No hay fiebre amarilla por ahí?

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Sonya levantó una mano para hacerlo callar.
—No es fiebre amarilla, niños.
—¿Niños?
Margot. La estaba invadiendo con ímpetu la paranoia. Miró a Toby y luego a
Sonya. Estaban evitando que consiguiera lo que quería. Estaban actuando juntos.
Querían echarla. No, espera. Eran amantes.
—¿Te has acostado con ella? —Margot a Toby.
—Tenemos que ir a un médico, y rápido. —Sonya a Toby.
—¿Me va a decir alguien lo que está pasando aquí? —Toby al aire.
Una llamada en la puerta. Ah, el señor Camello de Diecisiete Años. Pasa, pasa.
Sonya atravesó el cuarto de estar y abrió la puerta de par en par. Lo reconoció
inmediatamente.
—¿Patrick?
—Hola.
Miró a Sonya y a Margot.
—Os he dicho que yo ya no… ¿Has venido por Margot?
Patrick se lo pensó.
—Hum. ¿No?
Toby soltó a Margot y se acercó a Sonya.
—¿Quién es este tío? ¿Qué quiere de Margot?
Patrick tenía algo en la mano.
—¡Enséñame eso! —gritó Sonya, y antes de que él pudiera metérselo otra vez en
el bolsillo, Toby extendió la mano y le arrancó el objeto.
Un dije dorado.
—¿Esto es para Margot? —dijo Toby en voz baja.
Se dio la vuelta para mirar a Margot, con la respiración acelerada, mientras la
barrera de hielo iba formándose a su alrededor.
—No, es mío —dijo Sonya, quitándole el dije—. Mira. —Lo abrió para enseñarle
dos fotos en miniatura de sus padres—. ¿Por qué tienes esto, Patrick? ¿Me lo has
robado a mí?
Patrick tartamudeó.
—Vale menos de lo que ella dijo —dijo señalando a Margot. Y salió corriendo.
Ah, sí, mi mejor hora. Por supuesto, no recordaba aquello en absoluto. Estaba en
el lado más alejado de la realidad. Margot caminaba formando un círculo perfecto por
la alfombra de piel de oso que había delante de la chimenea, agitando las manos y
sollozando. Toby se acercó a ella.
—¿Cielo? ¿Margot? —Ella dejó de caminar y lo miró—. Lo siento, corazón. Yo
soy el culpable de esto. He pasado demasiado tiempo con mi estúpido libro… —
Suavemente alzó las manos y le cogió la cara, con los ojos llenos de lágrimas—. Lo
arreglaré, te lo prometo.
Se inclinó para besarla. Ella retiró la cara bruscamente y caminó hacia Sonya.

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—¡No puedes andar por ahí acostándote con los maridos de las demás! —gritó,
alzando la mano y dejándola caer con fuerza sobre la cara de Sonya.
Sonya retrocedió, sujetándose la mejilla con la mano. Se palpó el labio: tenía
sangre donde le había dado el anillo de boda de Margot.
—Os quiero a vosotros y a vuestras cosas fuera de aquí.
Miró a Toby.
Él asintió.
—Deja que antes la lleve a un médico.
Entonces, aparecieron Luciana y Pui, surgiendo de las esquinas de la habitación y
rodeando a Margot como lobos. Le susurraron, ronroneando como gatitos:
«Siempre ha preferido a Sonya. ¿No es ésa la única razón por la que se casó
contigo? Para estar cerca de Sonya. La hermosa y divertida Sonya. No como tú».
Por un momento pensé en pelearme con los dos, pero entonces tuve una sensación
familiar en las alas, una voz traída por su corriente: «Ponle la mano en la cabeza y
piensa en Toby». Me coloqué delante de Margot, apoyé la mano sobre su frente y la
llené de todos los buenos recuerdos de ella y Toby, de la noche en que remaron por el
Hudson, del viaje en coche a Las Vegas, de la promesa de él de serle siempre fiel, del
profundo sentimiento que ella tuvo en el fondo de su corazón de que así sería
siempre.
Ella cayó de rodillas, sollozando profundamente, sin lágrimas.
Sonya se fue a la cocina y volvió unos instantes después con un vaso de agua y un
Xanax.
—Dale esto —le dijo a Toby.
—¡No! —gritó él—. ¡No más drogas!
Ella se lo puso en la mano.
—La hará dormir mientras tú arreglas esto. Parece que no duerme desde hace
días.
Tenía razón. Margot no había dormido. Y Toby no se había dado cuenta.
De mala gana, le dio la píldora a Margot. «¿Es la píldora de la felicidad, Toby?»
«Sí, Margot, es la píldora de la felicidad.» «Vale, Toby.» «Bebe también el agua,
Margot.» «Vale.»

Poco después, estaba enroscada en el sofá, profundamente dormida.


Sonya salió de la cocina y le tendió a Toby una taza de café.
—Lo siento, Tobes, pero no voy a dejar de ninguna manera que me quite mis
cosas. Esto era de mi madre.
Alzó el dije.
Toby se dejó caer junto a Margot y sollozó en silencio mientras Sonya le
explicaba los efectos de la droga, lo que tenía que hacer a partir de ese momento y

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cómo podía ayudarla a salir de aquello. Y yo pensé, por primera vez en décadas: es
una verdadera amiga. La mejor de todas mis amigas.
Y no la culpé cuando se aferró a su palabra e insistió en que Toby y Margot se
fueran cuando su amiga hubo pasado dos semanas en la cama, dos semanas sin
drogas. Prometió seguir siendo amiga suya. Incluso los ayudó a trasladar todas sus
cosas al nuevo piso en la Décima Avenida.

El viaje de vuelta desde esta caída en desgracia fue una ascensión sin cuerdas por la
cara de un acantilado vertical. Margot se negó a buscar ayuda. En lugar de ello, se
rehabilitó al estilo de la vieja escuela: en la cama, con la puerta cerrada, rodeada de
libros, agua y almohadas, contra las que chillaba cuando el puño de la adicción
apretaba. Silenciosamente, Toby estableció la rutina de llevarle más café y ponerla al
día, con noticias cortas y agradables, de lo que estaba pasando en el mundo exterior.
«Pat Tabler ha sido traspasado de los Yankees a los Cubs. Reagan ha nombrado hoy a
la primera presidenta femenina de la Corte Suprema. Simon y Garfunkel acaban de
dar un concierto gratuito en Central Park. No, no fui. Quería asegurarme de que
tenías suficiente café.»
Cuando ella empezó a atreverse a salir del dormitorio y de su adicción, Toby
encontró trabajo en un instituto cercano. Por orden de Gaia, puso a trabajar a Margot,
corrigiendo su nueva novela antes de mandarla a los editores, y ella aprovechó la
oportunidad para sumergirse de nuevo en los libros. Como yo. Ver el borrador de la
primera novela de Toby, que, lo aseguro, vendió la primera tirada en dos meses, fue
un auténtico regalo. Yo leía junto a ella, haciendo sugerencias, aguzando su ojo
editor, haciéndola cuestionarse cada escena, cada personaje. Por primera vez en
mucho tiempo, me escuchaba.
Y entonces, reconocí una mañana. Escolares que corrían por la calle con cabezas
de calabaza y máscaras de fantasmas. Las hojas caídas del otoño que se amontonaban
en la escalera de afuera. «Estás embarazada», le dije a Margot. No, no lo estoy, pensó
ella. «Bueno, hazte una prueba», dije. «Ya verás. Ya verás.»

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18

MENSAJE EN EL AGUA

Supongo que es exactamente como dicen: la maternidad es mejor la segunda vez.


O quizá yo estuviera preparada esta vez. No lo sé. Pero a medida que observaba
crecer el granito de luz en lo más profundo de ella, deseé que su corazón empezara a
emitir su código morse, su ritmo ansioso por vivir. Observé con el corazón en la boca
cómo, en docenas de ocasiones, el cuerpo de Margot amenazaba con ahogar la suave
melodía de esta nueva vida con virus, toxinas y mareas hormonales. Pero la luz se
aferraba dentro, como una pequeña figura abrazada a un mástil que se hundiera
oscilando en una tempestad roja.
Se lo dijo a Toby. Gaia soltó un viva y dio un salto en el aire (yo no le había dicho
nada, sólo para ver su reacción) y Toby dio un paso hacia atrás, leyendo el desencanto
en el rostro de Margot, luchando por contener su emoción.
—¿Un niño? Oh, Dios, qué fuerte. Es… Bueno, es maravilloso, ¿eh? ¿No?
Margot se encogió de hombros y cruzó los brazos. Toby la cogió por los hombros
y la atrajo hacia sí.
—Cielo, todo va bien. No tenemos por qué tenerlo si no quieres.
Ella lo apartó.
—Sabía que no querrías tener un hijo conmigo…
Proyecciones de sus propios sentimientos. Yo me mantuve lejos del brillo del sol,
envolviéndome en sombras.
—Ya he tratado de deshacerme de él.
Suspiró, con los ojos llenos de lágrimas. Mentiras. Lo estaba poniendo a prueba.
El rostro de Toby se vino abajo. Una larga pausa. Una mirada grave. Pensé que
allí era donde empezaba la avalancha.
—¿Lo hiciste?
—Ajá. Yo… intenté caerme por las escaleras. No funcionó.
Más mentiras. Se abrazó a sí misma.
Alivio e ira lucharon en el rostro de Toby. Cerró los ojos. Gaia lo rodeó con sus
brazos y le habló: «Ella necesita saber que no la vas a abandonar».
Él la dejó acercarse a la ventana, con los brazos cayéndole a los costados.
—No te voy a dejar, Margot. Es nuestro hijo. —Y luego, con menos convicción
—: Es nuestro matrimonio.
Vacilante, se acercó a ella. Al ver que no retrocedía, la rodeó con los brazos desde
atrás, apretándole las palmas contra la tripa.

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—Es nuestro hijo —dijo suavemente, y ella sonrió, se volvió muy lentamente y
aceptó su abrazo.

Pasé gran parte del embarazo de Margot recordando con punzante claridad todas las
cosas que había hecho para tratar de evitar la realidad, oscilando entre la vergüenza y
la emoción. Vergüenza por la marihuana que ella fumó en casa de Sonya cuando
Toby estaba en el trabajo, vergüenza por las mentiras que contaba («¿No es malo para
el niño, Margie?» «En absoluto. Si estoy más relajada, el bebé tendrá más vitaminas»,
etcétera). Vergüenza por los efectos de las drogas que yo veía descender por dentro de
ella hacia la luz vacilante. Vergüenza por los pensamientos que tenía ella («Quizá
debería intentar caerme por las escaleras, quizá tuviera suerte y lo perdiera»,
etcétera). Y luego, poco a poco, ella se fue emocionando, como me estaba
emocionando yo. Compartíamos la emoción ante las sombras de la cara de Theo que
esculpía la luz en el vientre de Margot, emoción por la sorpresa de Margot al ver un
piececito sobresaliendo de la pared de su vientre, el momento en que de pronto se dio
cuenta de verdad de que había un bebé auténtico dentro de ella, de que aquello era
real.
Luciana y Pui habían establecido su residencia en el alféizar de la ventana del
apartamento de Margot y Toby.
—Gatos en el palomar, ¿eh? —les grité, y ellos fruncieron el ceño y llamaron a
Margot para convencerla de que fuera a casa de Sonya a buscar más vitaminas para el
niño.
Entonces hice que Theo diera una patada, y Margot decidió que no quería visitar a
Sonya sino ir a pasear al Inwood Hill Park para tomar el aire y tener una visión
diferente. Eso hizo todos los días.

Reconocí la vieja puerta marrón del apartamento de enfrente, con largas tiras de
pintura antigua curvándose hacia arriba desde la parte de abajo. Margot se había dado
cuenta de que fuera se acumulaban periódicos y botellas de leche. Estaba bastante
segura de que allí vivía alguien. De vez en cuando la luz del cuarto de estar estaba
encendida de madrugada, pero por la mañana se había apagado. Las cortinas siempre
estaban echadas. En un vecindario así, los vecinos eran discretos. Margot vaciló.
¿Debería ir a ver si pasaba algo? Sí, le dije. Ella se miró el vientre embarazado. «Está
bien, nena», dije. «Nada va a hacerte daño. Vete, vete.»
La puerta principal estaba ligeramente abierta. Aun así, ella tuvo la precaución de
llamar. No hubo respuesta.
—¿Hola? —dijo. Abrió un poco más la puerta y sus dedos tocaron polvo—. ¿Hay
alguien en casa?

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El olor la abofeteó como si le hubieran dado con un trapo. Basura, humedad y
excrementos. Boqueó y levantó la mano para cubrirse la boca y la nariz. Yo vacilé.
Sí, sabía quién vivía allí, pero ya no estaba segura de si debía animarla a seguir. Y
entonces empezaron a fluir mensajes por el agua de mi espalda: «La necesitan aquí.
Hazla entrar.»
Antes de que Margot pudiera convencerse de que tenía que irse, una voz rasposa
preguntó:
—¿Quién anda ahí?
Una voz de mujer. Rose Workman. Yo entré corriendo por delante de Margot a la
habitación oscura y olvidada hasta llegar a la figura que yacía en el sofá, ansiosa por
ver la cara de Rose, arrugada como una hoja de papel que se ha tirado a la papelera y
luego se ha alisado, los pesados anillos de sus largos dedos negros como monedas en
equilibrio sobre sus nudillos, cada uno con su historia. Historias que nunca me habían
abandonado.
La figura del sofá no era Rose Workman. Un hombre blanco y gordo, desnudo
hasta la cintura, arrojó una manta y me gruñó. Era un demonio. Yo salté hacia atrás,
sorprendida y confusa.
—¿Hola? ¿Quién está ahí?
La voz de Rose desde la cocina, el tap tap de su bastón, guiando el arrastre de su
pies a través de la oscuridad. Margot se acercó muy despacio.
—Hola —dijo, aliviada y repugnada—. Vivo en el apartamento de enfrente. Sólo
quería saludar.
Rose se puso las gafas y miró a Margot fijamente. Sonrió con una expresión más
que acogedora que convirtió sus ojos en oscuras ranuras entre los profundos pliegues
de su cara.
—Bueno, entra, niña. No suelo tener muchas visitas, no.
Margot la siguió a la cocina, observando las paredes húmedas y vacías, la capa de
polvo sobre la podrida mesa de comer, el eco de sus tacones resonando sobre un suelo
desnudo. Al pasar junto al viejo del sofá, se estremeció. Quería marcharse. Y yo
también.
El demonio se puso en pie de un salto y caminó hacia mí. Ciento cincuenta kilos
de piel lampiña y blanca, con ojos como alfileres y ceño fruncido, desnudo hasta la
cintura. Se irguió ante mí, gruñó y me empujó hacia atrás.
—No tienes nada que hacer aquí —ladró.
Yo planté los pies con firmeza en el suelo, sin dejar de mirar por el rabillo del ojo
a Margot y a Rose en la cocina, y buscando a mi alrededor al ángel de Rose. Él me
volvió a empujar pero yo alcé una mano y, con ella, lancé una bala de cañón de
fuego.
—Vuelve a tocarme y te convierto en carne de hamburguesas —dije con firmeza.
Él alzó una ceja y se rió sarcásticamente. Estaba claro que las contestaciones
ingeniosas no eran su fuerte. Retorció la cara y señaló con el dedo.

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—Deja en paz mis asuntos —masculló.
Luego se volvió a tirar en el sofá y se cubrió con la manta. Yo recorrí la
habitación, sorprendida por el encuentro, tratando de averiguar por qué había un
demonio, pero ningún ángel.
Un poco después Margot volvió de la cocina llevando en la mano un plato de
galletas cubiertas con papel de aluminio. Rose tenía un brazo alrededor de los
hombros de Margot y le contaba la historia del anillo de su dedo índice izquierdo.
Tenía que ver con su hijo mayor, muerto en la guerra. Se dirigieron a la puerta de
entrada.
—Lo siento, me tengo que ir —dijo Margot—. Le dije a mi marido que nos
encontraríamos en el parque. Pero me volveré a pasar.
—Claro, claro —dijo Rose, y la despidió con la mano.
Yo la seguí, desconcertada. ¿No había ángel? ¿No había dicho Nan que Dios no
dejaba a ninguno de sus hijos solo?

Margot visitó a Rose al día siguiente, y al otro, y al otro, hasta que acabó entrando y
saliendo tres veces al día. Igual que a mí me habían encantado en otro tiempo
aquellas visitas, disfrutando de la seguridad que me ofrecía una mujer que había dado
a luz trece veces y que, para alegría mía, hacía que el nacimiento y la maternidad
parecieran más un don que el purgatorio que yo imaginaba, de igual modo ahora
temía la visión de aquella puerta descascarillada, las amenazas y provocaciones que
llegaban desde el sofá, los ataques constantes.
Finalmente, convoqué a Nan. No me había visitado desde la batalla de Nevada, y
pensé que nos habíamos separado para siempre. Pero la echaba de menos. Y, por
encima de todo, la necesitaba.
Unos minutos más tarde, apareció junto a mí. Yo empecé a hablar con una nota de
arrepentimiento.
—Nan, lo siento —suspiré—. Lo siento, lo siento mucho.
Ella rechazó mis disculpas con un gesto de la mano, siempre tan selectiva con lo
que deseaba y no deseaba oír.
—Está bien —dijo, atrayéndome hacia sí para darme un abrazo—. Es la primera
vez que eres un ángel, así que tienes muchas cosas que aprender.
Le expliqué la situación con el demonio de Rose.
—¿Por qué no hay ningún ángel asignado a Rose? —pregunté—. ¿Y por qué está
viviendo esa morsa en el sofá de Rose?
Ella pareció sorprendida. Sinceramente sorprendida.
—Pero… tú no… ¡Margot es el ángel de Rose!
¿Cómo?
Ella rió, pero luego vio la expresión de mi cara y se puso seria.
—¿Sabes que un ser humano puede tener más de un ángel guardián?

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Ajá.
—¿Y sabes que el ángel guardián de Rose fue reasignado recientemente?
No, pero continúa.
Ella suspiró.
—Querida mía, realmente deberías empezar a usar esto. —Palmeó mis alas—.
Ahora mismo, Margot está actuando como un ángel con Rose.
Me la quedé mirando. Parecía haber algunos huecos en los detalles. Como el
hecho de que Margot fuera mortal.
Nan se encogió de hombros.
—¿Y qué? —dijo—. No sólo los muertos actúan como ángeles, querida. De otro
modo, ¿de qué servirían los padres? ¿O los amigos, los hermanos, las enfermeras, los
médicos…?
—Ya lo pillo —dije, aunque no era verdad.
—Tu función, ahora mismo, es protegerla a ella de Ram.
—¿El demonio?
—Sí. Probablemente te habrás imaginado que influye mucho en Rose.
Yo pensé en eso. Había imaginado que, por la razón que fuera, había podido
establecerse en la vida de Rose como un marido al que ella no podía echar. Pero,
hasta donde yo podía ver, él no la tentaba mucho. Rose iba a la iglesia. No tenía
adicciones. No había matado a nadie. No era capaz ni de pisar las cucarachas que
recorrían felices el suelo de la cocina.
—Observa más atentamente —me aconsejó Nan—. Verás sus propósitos, y la
fuerza de su influencia sobre Rose.

Ocurrió el día en que Rose le contó a Margot la historia que había tras el anillo con el
soberano de oro que llevaba en el dedo anular.
—Este anillo —dijo pensativa dándole unos golpecitos—, llegó a mi vida una
tarde cuando era niña, no tendría más de doce años. Estaba en la granja de mi padre,
sabes, recogiendo manzanas del huerto junto al granero. Hacía tanto calor que se
podía hacer un asado allí mismo en los campos, sí señora. Hasta las vacas se
desmayaban; sus barriles de agua se quedaban secos como dunas antes de que
pudieran cruzar el prado. Sabía que no debía hacerlo, pero no lo pude evitar. Fui hasta
el pantano, me desnudé, dije una oración y me metí en el fresco líquido negro. Metí
incluso la cabeza. Aún puedo sentir esas agujas de agua corriéndome entre el pelo,
entre las piernas desnudas… Me hubiera quedado allí toda la tarde si hubiera podido
aguantar la respiración el tiempo suficiente. Pero resulta que tuve que aguantar la
respiración más tiempo de lo que había pensado. Al principio pensé que lo que tiraba
de mí era la corriente, sabes, arrastrándome río abajo. Y luego sentí un calor
alrededor del tobillo, un calor que se convirtió en una quemazón, y una quemazón
que me hizo chillar como un cerdo en Navidad. Cuando abrí los ojos, la sangre

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incluso parecía fuego. Más allá de las burbujas y la sangre pude ver una larga cola.
Un caimán, largo como un camión. Recordé que mi padre me había dicho que sus
ojos eran vulnerables, así que me incliné hacia el hocico y le clavé un pulgar justo en
el ojo. Durante un segundo me soltó, y en ese segundo agité las piernas y subí a la
superficie, el tiempo suficiente para coger un poco de aire. Pero entonces el caimán
fue a por mi otra pierna, y esta vez me llevó hasta el fondo. Me pareció estar allí
abajo tanto tiempo que pensé, un segundo más y estoy con Jesús. Pero justo entonces,
un hombre me sacó al calor del día, al calor de una nueva vida. Fue el hombre que me
dio este anillo.
¿Quién sabe si esas historias eran ciertas? Pero cada vez que Rose las contaba, la
luz que tenía alrededor brillaba tanto que Ram se arrastraba del sofá y gruñía al
dirigirse a la puerta trasera, como un oso con dolor de cabeza.
—Mi primer marido me dio esto —decía Rose, sonriendo a la foto de un hombre
guapo que colgaba de la pared cubierta de telarañas—. Me dijo que nunca dejara de
contar mis historias, que se las contara a todo el mundo. Me compró una bonita
pluma y cuadernos de cuero, y me hizo escribirlas. Y yo nunca me paré.
—¿Y esos cuadernos? —dijo Margot—. ¿Dónde están?
Rose agitó una mano.
—Oh, no, no los voy a sacar. ¡Son demasiados!
Margot levantó un cuaderno nuevo de tapas duras del suelo.
—¿Éste es el último?
Rose lo cogió con sus dedos retorcidos.
—Sí, pero me duele demasiado la mano. Ya no puedo escribir.
Margot empezó a leer en voz alta. A medida que lo hacía, las pequeñas palabras
paralelas que entraban y salían del aura de Rose se abrieron hacia fuera hasta que
llenaron toda la habitación. Yo observé mientras el montaje de imágenes resplandecía
ante mí: Rose de pequeña, acudiendo cuando sus padres la llamaban para que le
contase historias al resto de la familia en Luisiana; luego ya madre, escribiendo
cuentos al lado de una cuna; y luego Rose, a la edad que tenía ahora, pero más
delgada, más en forma, sentada a una mesa más allá de las ventanas emplomadas de
la Low Library de la Universidad de Columbia, rodeada de hombres y mujeres
elegantes, sonriendo como para una fotografía, y luego alguien tendiéndole un
diploma. Cuando agucé la vista para leer el texto, me sorprendió: el premio Pulitzer
de Ficción.
Entonces la visión se convirtió en un primer plano del mismo diploma,
enmarcado y colgado de la pared del cuarto de estar de Rose, pero no era el cuarto de
estar en el que ella estaba sentada: el de la visión era tres veces más grande, con una
chimenea de mármol, moqueta y cortinas color marfil en las ventanas saledizas. Una
doncella desempolvaba las innumerables fotos enmarcadas en oro de los amados
hijos y nietos de Rose y, esto me hizo llorar, las imágenes de las fotos mostraban las
graduaciones de sus hijos, sus fotos del servicio militar, uno de ellos estrechándole la

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mano al presidente Reagan. Que yo supiera, ninguno de sus hijos se había llegado a
graduar en el instituto.
La visión desapareció y yo me quedé allí, asombrada y sin aliento, hasta que me
di cuenta de que Ram había vuelto.
Margot estaba hojeando el cuaderno de Rose.
—Esto es increíble —dijo—. ¿Por qué no lo has publicado?
Entonces Ram, sentado junto a Rose, cogiéndole la mano dulcemente, dijo:
—«No eres lo bastante buena, Rosie».
Rose repitió, negando con la cabeza.
—No soy lo bastante buena, hija.
—«Los libros son para la gente rica, no como tú».
Rose, como un robot:
—Los libros son para la gente rica, no como yo.
—Ésas son tonterías —interrumpió Margot. Ram la miró furioso—. Esto es
precioso. Escribes de maravilla.
Ram gritó más.
—«No te interesa el dinero. El dinero vuelve mala a la gente».
Una sombra cayó sobre el rostro de Rose. Repitió las palabras de Ram.
Margot parecía confusa.
—Siento que pienses así —dijo en voz baja. Luego se le ocurrió una idea. Yo no
tuve nada que ver con ello—. ¿Puedo enseñarle tus cuadernos a mi marido? Él
también es escritor.
Ram se puso de pie. Abrió su sucia boca y le chilló a Margot. Rose se tapó los
oídos como si le estuviera dando un ataque. Margot extendió una mano hacia ella.
—Rose, ¿qué pasa?
Rose se estremeció.
—Vete. Por favor.
Pero luego se inclinó hacia delante y, con manos temblorosas, cerró sus nudosos
dedos alrededor de los de Margot, apretándolos sobre el canto de su cuaderno que
estaba en el regazo de Margot. Ram siguió mirando, pateando el suelo junto a Rose
como protesta. Rose abrió la boca para hablar, pero pudo sentir que el aire a su
alrededor pesaba con el descontento de Ram.
—Vete —volvió a susurrar.
Margot pasó la mirada de Rose al cuaderno, confusa, y luego dio un paso hacia la
puerta.
Ram echó la cabeza hacia atrás y miró el viejo ventilador de madera que colgaba
encima de Margot.
—No te atrevas —dije, dando un paso hacia delante.
Él me hizo una mueca, saltó, y se colgó de él.
—¡Rápido! —le chillé a Margot, antes de arrojarme contra la tripa de Ram y
tirarlo al suelo.

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Vi cómo Margot cerraba la puerta del apartamento tras ella mientras del
ventilador caían pedacitos de escayola. Rose aulló. Ram se enderezó y me echó una
mirada asesina, resoplando por la nariz. Dobló las rodillas y se preparó para cargar
contra mí, pero justo en ese momento, sin previo aviso, el agua de mi espalda se
convirtió en fuego. Con la boca abierta, Ram se acobardó antes de esconderse como
una cucaracha en el marco de la foto del primer marido de Rose.
Entonces pasó algo que no entendí. Rose se puso de pie frente a mí, serena,
sonriendo. Me estaba mirando directamente.
—Estoy lista —dijo—. Haz que ese hombre no me moleste más. Llévame a casa.
Extendió una mano y yo la tomé. Sentí que entraba andando en mi cuerpo,
atravesaba las alas y desaparecía.

Pasé la noche en el apartamento de Rose, caminando, mirando las fotos que había
atesorado, llorando ante los armarios de cocina vacíos, las ratas que vivían
domesticadas bajo su cama, la suciedad del agua que salía a ratos del viejo grifo.
Traté de averiguar por qué había escogido aquel lugar, por qué se había acobardado
en el puño de un demonio en vez de vivir la vida que se suponía que tenía que vivir.
Pero no encontré respuesta.
En lugar de ello, hice lo que era necesario. Cuando Margot vino al día siguiente y
encontró el cuerpo de Rose enroscado sobre el sofá, cuando se atragantó y sollozó en
el suelo, la rodeé con mis brazos, susurrándole al oído que fuera valiente, calmándola,
recordándole los cuadernos. Después de llamar a la ambulancia, se atrevió a subir al
piso de arriba, al armario ropero que estaba junto a la cama de Rose. Dentro no había
ropa, sino docenas de cuadernos repletos de la escritura de Rose. Llenó varias maletas
con los cuadernos y pidió ayuda a Toby para llevárselas a su apartamento antes de
que llegara la ambulancia.
Un poco después, llegó una llamada del editor de Toby. Estaba interesado en los
cuadernos de Rose, pero sería necesario hacer una buena selección y él no tenía
tiempo. ¿Estaría Margot disponible al día siguiente? Ella miró hacia el pequeño
planeta que surgía de su abdomen y rogó porque el bebé se quedara allí un poco más
de tiempo. Sí, dijo. Estoy disponible.
Debo mencionar una cosa: esto era un sueño hecho realidad. Había ido creciendo
en mí como un secreto que había jurado no compartir, como el bebé, supongo,
durante mucho tiempo. Nunca tuve la sensación de lo que quería ser cuando creciera,
supongo que nunca estuve segura de cuándo sería mayor oficialmente, pero ahora,
tras haber devorado los libros de casa de Graham e Irina, tras haber pasado tantas
horas diseccionando las novelas de Toby para encontrar la verdad en la ficción, la flor
en el capullo, sabía exactamente lo que de verdad quería hacer.
Y eso no es lo más gracioso: caí de bruces en mi trabajo ideal. Y ni siquiera lo vi.
Al menos, no entonces. Caminé aquella mañana junto a Margot con confianza y

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determinación. «Corazón», le dije, «si pudiera empezarlo todo de nuevo, esto sería lo
único que no cambiaría.» Finalmente, pensé, las cosas empezaban a ir como debían.
El despacho del editor estaba encima de la famosa tienda de comida preparada de
la Quinta Avenida, la que había profanado Margot tan memorablemente hacía unos
años. Escondió la cara cuando pasó junto al dueño, y subimos hasta el tercer piso.
Hugo Benet, director de Benet Books y el hombre con los dientes más blancos,
rectos y grandes que había visto en mi vida, era un veterano del mundo editorial. A
pesar de todos sus esfuerzos, no había sido capaz de encontrar un ayudante decente
en todo el tiempo que había pasado fuera de su Toronto natal. Los cuadernos eran un
buen hallazgo, le dijo a Margot. Iban a publicar la primera tanda, después de que
hubieran pasado por el proceso de edición habitual. ¿Le interesaba a ella ocuparse de
ese trabajo?
Ella no estaba segura.
Por supuesto que te interesa, le dije.
Por supuesto que me interesa, dijo ella, sintiendo un lento fluir de agua a lo largo
de su muslo, un dolor restallante en su vientre, resistiendo la necesidad repentina de
chillar.

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19

EL AUTOBÚS

Después de diez horas de parto, Margot decidió que ya no quería dar a luz. Había
decidido que la maternidad no era lo suyo, que en realidad no quería tener un niño, y
¿no podría irse ya a casa, por favor?
Le llegó otra contracción antes de acabar de recitar su pequeño discurso a la
enfermera Mae. «No, señora Poslusny», dijo la enfermera Mae con firmeza. «Sólo un
empujón más y acabamos. Si puede reservar su voz para empujar en vez de gritar,
podríamos tener al niño fuera antes. Gracias.»
Margot echó sapos y culebras por la boca. Toby recorría el pasillo de fuera, y se
descubrió a sí mismo canturreando la «Shemá» por primera vez en años.
La enfermera Mae metió las manos entre las piernas de Margot y palpó la
posición del bebé. Aún estaba alto en el cuello uterino. Pero en lugar de la cabeza,
una pierna. Miró a Margot.
—Ahora mismo vuelvo —dijo, y salió corriendo en busca de un médico.
Otra contracción pasó por encima de Margot como un tanque de acero. Caray,
vaya si me acuerdo de lo que dolía. Dicen que te olvidas, pero no. Y por supuesto,
volver a verlo todo otra vez sin duda te refresca la memoria. Contemplé el mordisco
de las mandíbulas ensangrentadas de la contracción, feroz, cerré los ojos y puse las
manos sobre su pelvis. Entonces, junto a mí, vi otro ángel. Un joven, de veintipocos
años, con pelo de color café con leche que le llegaba a la mandíbula y una intensidad
silenciosa en los ojos. Había en él algo que me resultaba familiar. Lo miré
entrecerrando los ojos.
—¿Te conozco?
Él estaba observando la escena de la cama de hospital e hizo un gesto de dolor.
—James —dijo rápidamente, sin apartar la mirada de Margot—. Soy el ángel
guardián de Theo.
Margot gritó otra vez. Luchaba por levantarse de la cama.
—Aguanta —le dije—. Estoy tratando de darle la vuelta a Theo.
—¿Theo? —gimió ella.
Yo alcé la vista. Me había oído. Otra impresión: me estaba mirando como si
pudiera verme.
—¡Enfermera! —rogó, extendiendo una mano hacia mí—. Deme drogas. Deme lo
que sea. Ya no puedo más.

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Me atrevo a decir que yo tenía los ojos como platos. Hacía más de diez años que
ella no me veía. Me pregunté por un momento qué aspecto tendría yo para ella.
Después, volvió a chillar y yo volví a la realidad.
—El niño viene de nalgas —dije tranquilamente—. Voy a tratar de darle la vuelta.
Pero tienes que estar todo lo tranquila que puedas.
Miré un momento hacia la puerta. Pude oír voces en el extremo del pasillo: la
enfermera y el médico que volvían.
—¿Cómo sabe que es un niño? —dijo ella, jadeando.
La ignoré y le coloqué la mano sobre la tripa. Eché un vistazo a James, que
parecía un poco asustado.
—Acércate —dije—. Eres el ángel de Theo, ¿no?
James asintió.
—Entonces haz que este chiquito se dé la vuelta, que se ponga como debe estar.
James colocó las manos encima de las mías, cerró los ojos y de inmediato una luz
dorada fluyó a través del cuerpo de Margot. Traté de absorber parte del dolor, como
tantas veces había hecho antes. Cerré con fuerza los ojos y, cuando llegó la siguiente
contracción, lo agarré, tiré de él como si fuera una barra de metal, y lo atraje hacia
mí. E igual que Rose había entrado dentro de mí, del mismo modo viajó la barra de
metal a través de mí hasta mis alas, desplazándose por ellas hasta algún otro lugar del
universo. Margot suspiró de alivio.
Ahora podía ver al bebé, al pequeño Theo, asustado y confuso, que empezaba a
darse la vuelta. Margot volvía a gritar; las contracciones caían sobre ella como
rascacielos hundiéndose. Me acerqué a su cabeza y le coloqué la mano en el corazón.
—Tienes que intentar estar todo lo tranquila que puedas —dije—. Theo necesita
que respires despacio, despacio, despacio…
Ella respiró tan despacio y tan profundamente como pudo, y justo en el momento
en que James colocó al bebé en su posición definitiva, situándolo en la fría entrada al
mundo, llegaron el médico y la enfermera.
—¡Vaya, caramba! —dijo la enfermera, pues la cabeza del niño estaba allí mismo,
y ella llegó justo en el momento en que Margot dio el último empujón impresionante,
sintiendo cómo el niño entero salía de ella de cabeza.
—Señora Poslusny —dijo la enfermera, jadeando—, menudo niño tiene usted
aquí.
Margot trató de levantar la cabeza.
—Theo —dijo—. Creo que se llama Theo.

Theo Graham Poslusny, de cuatro kilos y medio, se arrebujó contra el pecho de


Margot y no dejó de mamar hasta el anochecer.
Margot tuvo problemas con su placenta, por lo que la retuvieron unas semanas. Se
llevaban al bebé a la unidad infantil por las noches para que pudiera dormir. Supongo

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que debería haber dejado a James hacer su trabajo mientras yo vigilaba a Margot,
pero no podía evitarlo. Estaba arrobada con la cosita rosada que gemía en la cuna de
plástico, con su mata de pelo rojo cubierta por el gorrito de lana que Rose le había
tejido hacía unos meses. Tenía tanta hambre que se pasaba toda la noche buscando un
pecho invisible, pero las enfermeras lo tranquilizaban con un chupete, y yo acariciaba
su hermosa carita.
Finalmente, James se acercó a mí. Pensé que era muy valiente.
—Mira —me dijo tras unos momentos en silencio junto a mí, ante la cuna de
Theo—. Cuidar de Theo es mi trabajo. Se supone que tú tienes que estar con Margot.
Miré a Margot, a la que podía ver a través de la cortina cerrada de su habitación
de hospital. Estaba profundamente dormida.
—¿Te crees que no lo hago? Puedo verla perfectamente. ¿Habías olvidado que
soy un ángel? Podemos hacer esas cosas, ¿sabes?
Él ladeó la cabeza y frunció el ceño.
—Quizá debería explicar mi relación con Theo…
—Lo único que me importa es que te asegures de que no acabe con una cadena
perpetua por asesinato.
Por el rabillo del ojo vi que daba un paso atrás. Pensé que quizá había sido un
poco brusca. Seguramente sería algún pariente lejano de Toby. Un tío, o algo así. En
cualquier caso, yo no tenía por qué cargármelo. Pero lo cierto era que quería a Theo
para mí sola. Tenía una oportunidad que me parecía no haber tenido nunca, y que
nunca creía haber deseado: experimentar de nuevo el milagro de mi primer hijo. Me
sentía como una loba, enseñando los dientes a los predadores. Quería que James se
sentara en segunda fila. Pero era obvio que él no estaba dispuesto.
Volví la cara hacia él.
—Lo siento, ¿vale? —dije, tendiendo las manos en un gesto de sinceridad.
Él me miró a los ojos y mantuvo la mirada sin contestar. Durante un rato nos
miramos así el uno al otro, yo hundiéndome más profundamente en el eco de mis
palabras insensatas, James rechazando en silencio mis disculpas. Finalmente, cuando
Theo empezó a gemir, él se puso de pie. Yo me moví para acariciar la mejilla de
Theo, pero James llegó antes. Colocó su mano sobre la cabeza de Theo y él
inmediatamente volvió a dormirse.
—No tengo por qué gustarte —murmuró James sin mirarme—. Pero te pido que
confíes en mí.
Yo asentí. Una segunda disculpa se formó en silencio en mi boca. James se apartó
de mí y yo volví en silencio junto a Margot.

Varios días después, Margot llegó a casa y se encontró con un apartamento limpio
como los chorros del oro, junto con un cuarto de los niños recién pintado, lleno de
todos los artilugios infantiles que ella había admirado en la tienda de niños. Toby,

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adelantándose a su tiempo, insistió en que su jefe le concediera una semana de
permiso de paternidad. Cuando la petición le fue denegada, él se tomó la semana de
todas maneras, y enseguida lo despidieron. Pero, ¿acaso la visión de un recién nacido
no llena el mundo de esperanza? Sin trabajo, sin un penique y con el sonido
retumbante de las sirenas de la policía a su alrededor, Toby sentía que su pequeña
familia era invencible.
Lo mejor estaba aún por venir: informó a Margot de que, con lo que le quedaba
de sus ahorros, había pagado a Graham un billete hasta el aeropuerto JFK al día
siguiente para que conociera a su nieto. Y entonces fue cuando yo canté la Canción
de las Almas por primera vez en mucho tiempo. «Llama a papá», le dije a Margot, y
al principio la idea se hundió como una piedra entre su estado de nervios.
«¿Llamarlo?», pensó. «Si no tengo tiempo… Tengo tanto que hacer antes de que
llegue…» Yo la animé de nuevo a hacerlo, y finalmente ella accedió.
Yo escuché, llorando lágrimas de alegría y tristeza, la llamada de teléfono que
nunca hice, aliviada de saber que, de algún modo, alguien allá fuera me permitía
reajustar las piezas sólo un poco, lo suficiente para decir las cosas que nunca había
dicho.
—¡Papá!
Le llegaron sonidos roncos de carraspeos y tos. Como de costumbre, no había
tenido en cuenta la diferencia horaria. Pero no importaba.
—¡Papá! ¡Toby me lo acaba de decir! ¿Cuánto tiempo te quedarás? ¿Vas a coger
el primer vuelo de mañana por la mañana?
Una pausa.
—Sí, sí, Margot, querida mía. El vuelo sale a las siete, así que un taxi vendrá a
recogerme a las cuatro… —Theo empezó a lloriquear—. ¿Lo que oigo es mi nieto?
Toby le pasó a Theo a Margot y ella le puso el teléfono cerca, dejando que sus
lamentos llegaran hasta Inglaterra. Finalmente, se lo pasó a Toby. Él se agarró
inmediatamente al dedo meñique de Toby y empezó a chupar.
—Creo que tiene hambre —susurró Toby.
Ella asintió.
—Papá, tengo que dejarte. Pero estoy impaciente por verte mañana. Viaja con
cuidado, ¿vale?
Silencio.
—¿Papá?
—Te quiero, mi dulce niña.
—Yo también te quiero, papá. Nos vemos pronto.
—Nos vemos pronto.
Durante toda la noche, mientras Margot se agitaba y daba vueltas, incapaz de
dormir de la emoción, yo paseaba por la habitación, al tiempo abrumada por el alivio
de haber podido colocar la pieza que siempre faltaba y desolada por lo que iba a

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ocurrir. Porque sabía que sólo podía cambiar las cosas un poco. Incluso ahora, había
demasiado que escapaba a mi control.
La llamada de teléfono de la señora Bieber, la vecina de al lado de Graham, llegó
a última hora de la mañana, para informar a Margot con dulzura y vacilación de que
hacía una hora que a su puerta había llamado un taxista que había descubierto a
Graham sentado en el umbral de su casa, con la maleta en la mano, frío e inmóvil.
Había fallecido tranquilamente, dijo, y sin dolor.
Margot estaba inconsolable. Me senté junto a ella, encerrada en el pequeño cuarto
de baño, y lloré las mismas lágrimas que goteaban constantemente sobre sus manos.

¿Saben?, había conseguido convencerme a mí misma de que los sentimientos que


aparecieron poco después del nacimiento de Theo me los había inventado yo. Ahora,
al ver las hormonas retorciéndose en la cabeza de Margot, al presenciar cómo las
células nerviosas se aceleraban hasta chocar, vi el retrato de la depresión posparto de
primera mano. Cada vez que Theo lloraba, cosa que hacía a menudo, durante horas y
horas, una oleada roja le atravesaba el cuerpo, y sus células nerviosas viajaban más
rápido hasta que todo su cuerpo temblaba de dentro hacia fuera. Parecía estar
alimentándolo todo el día, todos los días. Estaba anémica, aunque los médicos le
aseguraban lo contrario, y tenía una infección de cuello uterino que no le habían
encontrado. Y descubrió que de pronto odiaba a Toby. Lo odiaba porque él tenía el
don mágico de ser capaz de dormir profundamente mientras el niño aullaba desde la
cuna justo al lado de su cabeza. Lo odiaba porque no tenía que convertirse en una
máquina alimentadora y sangrante. Lo odiaba porque estaba exhausta, confusa y
asustadísima al pensar en que tendría que soportar aquel caos un día más.
Observé cómo Toby se esforzaba por complacerla. Y entonces tuvo lugar una
agradable sorpresa. El libro de Toby, Hielo negro, llegó a la lista nacional de
superventas. Bueno, eso lo sabía. Pero no lo supe hasta meses después de que hubiera
pasado. Toby recibió la llamada y le dio las gracias a su editor, viendo cómo Margot
se esforzaba por alimentar a Theo por séptima vez en una hora, con la cara roja de
lágrimas. Ahora me daba cuenta de lo que no había entendido entonces: Theo no
estaba recibiendo leche alguna. Los ruidos que hacía eran tragos de aire. Y mientras
la barriguita le dolía de hambre, los pechos de Margot rebosaban de leche sobrante.
—¡Haz algo! —le silbé a James.
Él me miró parpadeando.
—Lo estoy intentando.
Gaia entró.
—Dejadme intentarlo a mí.
Le susurró algo a Toby.
Él dejó el teléfono y se acercó a Margot.
—Cariño.

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Ella lo ignoró. Él le puso un brazo en el hombro.
—¿Margot?
—¿Qué pasa, Toby?
—¿Por qué no sales a dar una vuelta? Yo puedo vigilar al bebé.
Ella alzó la vista hacia él.
—Tú no tienes pechos, Toby. Necesitará comer dentro de otros diez minutos.
Toby sonrió.
—No, pero puedo darle leche en polvo. Venga, vete a una peluquería o algo así.
Date un capricho.
Ella lo miró.
—¿Lo dices en serio?
—Absolutamente.
—No tenemos dinero.
Él apartó la mirada. Mentía muy mal, aunque fuera para bien.
—Digamos que he ahorrado un poco para momentos así.
—¿De verdad?
—De verdad.
—¿Cuánto?
—¡Deja de preguntar! ¡Coge el talonario y vete! Hazte un tratamiento facial, una
pedicura, lo que os hagáis las chicas en las uñas, pero vete, sal de aquí.
Ella salió antes de lo que se tarda en decir «masaje sueco».

La seguí escaleras abajo, por la calle, hacia la parada de autobús. Las alas me latían
de mensajes: «Anímala a caminar. No dejes que coja el autobús».
«¿Por qué?», pensé. Vi que el autobús se acercaba. «¿Por qué?», volví a
preguntar. Pero no obtuve respuesta. «Muy bien», pensé. «Si no me lo vas a decir, no
escucharé.»
Nos sentamos en la parte de atrás. Margot se apretó un paño contra la cabeza, y el
dolor que sentía en el pecho disminuyó con la brisa fresca que corría por las
ventanillas abiertas. El autobús se detuvo en la Undécima Avenida. Otro puñado de
pasajeros subió a bordo. Una mujer caminó hacia nosotras y se sentó enfrente de
Margot. Y a mí se me encogió el estómago.
La mujer era la doble de Hilda Marx. El brillante cabello anaranjado salpicado de
plata y recogido en lo alto de la cabeza, la nariz eternamente roja destacando en la
cara, la mandíbula de bulldog… Vi que Margot contenía de repente la respiración
mientras miraba cómo la mujer se quitaba el abrigo, una trenca negra, tan parecida a
la que Hilda llevaba cuando salía, y apretaba la mandíbula, exactamente igual que
hacía Hilda. Al cabo de un momento quedó claro que la mujer no era Hilda. Otra
persona que estaba más lejos en el autobús la reconoció como Karen, y cuando ella

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sonrió y se puso a charlar, su rostro adquirió un aspecto diferente. Tenía la voz de una
persona nacida y criada en Nueva Jersey.
Y por supuesto, yo debería haberlo recordado. Seguí mirando indefensa mientras
los pensamientos de Margot volvían a St Anthony. Se le encogió la piel al recordar la
Tumba: el miedo, la humillación y la desesperanza que inundaban sus recuerdos de
aquel lugar salpicaron el primer plano de su mente como los restos de un naufragio al
salir a la superficie, con todos los cuerpos hinchados y muertos mostrando sus feos
rostros al sol. Ella se miró los pies y jadeó. Yo le apreté las manos sobre los hombros
y la tranquilicé: «Estás aquí, ahora. Todo eso quedó atrás. Estás a salvo». Ella respiró
despacio, profundamente, y trató de ignorar las imágenes que emborronaban su
visión: Hilda pegándole con el saco de carbón. Hilda arrastrándola fuera de la Tumba
para volver a arrastrarla dentro de nuevo. Hilda diciéndole que ella no era nada.
Bajó del autobús en la siguiente parada y caminó deprisa, aunque no estaba muy
segura de dónde estaba o de adónde iba. La idea del masaje había desaparecido hacía
tiempo. En su lugar sentía un deseo abrumador de emborracharse. Deseó por un
momento poder llamar a Xiao Chen y dirigirse al bar de la Universidad de Nueva
York. Al cabo de un segundo, decidió que podía ir ella sola.
«Vale», dije en voz alta. Dirigiéndome a Dios, creo. «Te estoy escuchando.
Mándame mensajes, alguna pista de lo que se supone que tengo que hacer ahora. Ya
ves, sé lo que pasa. Sé que se gasta cincuenta dólares en copas, y sé que se lo monta
con un tío cuyo nombre se me escapa, y sé que sale de allí a media noche, tras olvidar
que tiene un marido y un hogar. Ah, y un niño.»
¿Y saben qué ocurrió? Nada[2]. Ni un susurro. Ni mensajes en mis alas, ni
sensaciones. Por supuesto, hablé con Margot, chillé con toda la fuerza de mis
pulmones, canté la Canción de las Almas… pero ella me apagó. Lo peor fue que
cuando llegamos al bar allí estaba Grogor, esperando en la entrada. Cuando Margot
entró, le rodeó la cintura con el brazo y la acompañó. Y yo no pude hacer nada.

La razón por la que Toby no le habló a Margot del éxito de Hielo negro fue porque,
durante semanas, no se hablaron. Un antiguo colega de la Universidad de Nueva York
lo llamó desde el bar donde había visto a Margot tragando cócteles y besuqueando a
un estudiante. La llamada fue como sigue:
El teléfono suena en la cocina de Toby y Margot a las once de la noche. Toby se
ha quedado sin leche en polvo y todas las tiendas están cerradas. Theo chilla.
—¿Hola?
Inmediatamente, separa el auricular de la oreja. Al otro extremo se oye música
fuerte.
—Hola, tío, soy Jed. Oye, Tobes, ¿no has tenido un niño hace poco?
Un latido.
—Ajá.

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—Y… ¿no te casaste con una chavala rubia llamada Margot?
—Ajá.
—¿Y dónde debería estar ahora mismo?
Toby mira a su alrededor. Se había dormido hacía un rato. Mira en el dormitorio.
—No estoy seguro. ¿Por?
—Tío, no sé cómo decírtelo. Creo que está aquí.
—¿Dónde?
Así que Toby coge al niño, lo envuelve en una manta y los dos se van en coche
hasta donde Margot le coge la mano a otro tío mientras vomita hasta los hígados bajo
una farola.

Yo observaba, impotente y arrepentida, más arrepentida de lo que nadie podría


imaginar, mientras Toby aparcaba junto a Margot, echando un vistazo a Theo antes de
saltar fuera del coche. Gaia y James se quedaron en el coche. Yo miraba hacia otra
parte. Toby se acercó a Margot y ella supo que él estaba allí, pero se negó a contestar,
hasta que él finalmente dijo:
—Theo te necesita —y algo de esa responsabilidad, de ese amor, penetró en ella,
que fue tropezando hasta el coche, y casi cayó sobre Theo en el asiento delantero.

No hay palabras.
No hay palabras para describir lo que me sucedió aquella noche.
Lo único que sé es que:
Quería cambiarlo todo. Quería desgarrar la cortina que nos separaba a Margot y a
mí y quería volver a introducirme en su carne y suplicar el perdón de Toby. Quería
coger a Theo y quería huir con él; quería llevarlo lejos, lejos de aquella mujer terrible,
destrozada, y al mismo tiempo, quería curar todas sus heridas; quería retroceder en el
tiempo, quería encontrarme con Dios y ponerlo de vuelta y media porque había
permitido que todo aquello le sucediera.
Desde aquella noche, un matrimonio que había sido apuñalado fatalmente antes
de empezar yació sangrando en el silencio que había entre Toby y Margot, y Toby
pasaba los días escribiendo, y Margot editaba los cuadernos de Rose, y Theo paseaba
la vista de una cara triste a otra, y luego me miraba a mí. Le dije que lo quería, que
amaba a su padre. Que lo sentía.
Y recé porque alguien, en alguna parte, me oyera.

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20

LA OPORTUNIDAD DE CAMBIAR

Cuando el horror total de aquella noche se había reducido al tamaño de un mal


recuerdo, cuando Toby acabó finalmente por escuchar a Gaia, que le aconsejaba que
perdonase a Margot, los dos decidieron volver a intentarlo. Fue el día más feliz de mi
vida, tanto antes como después de mi muerte.
Margot había visto un cartel del libro de Toby en una parada de autobús. Volvió a
casa, cargada con una bolsa de comestibles, y se encontró con la espalda de él.
Era un recibimiento ya familiar. Pero esta vez, ella estaba furiosa. Y herida.
—¿Cómo es que nunca me hablaste de tu libro?
Un instante.
—¿Eh?
Él no se volvió.
Ella dejó los comestibles en el suelo.
—Tu libro —dijo de nuevo—. Tu «superventas internacional». ¿Por qué he sido
la última en enterarme? Todo el mundo lo conoce en el Port Autorithy. Yo soy tu
mujer.
Al fin, él se dio la vuelta. Ella se dio cuenta de repente de que hacía más de una
semana que no lo miraba a los ojos.
—Mi mujer —susurró él, pronunciando la palabra como si estuviera en un idioma
extranjero—. Mi mujer.
La cara de ella se suavizó. De pronto, sin saber por qué, rompió a llorar.
—Mi mujer —volvió a decir Toby, levantándose de su silla y caminando
lentamente hacia ella.
—Lo siento —dijo ella a través de las lágrimas.
—Yo también lo siento —dijo Toby, rodeándola con sus brazos.
Ella no se apartó.
Les aseguro que cada vez que aquellos mensajes me llegaban a través de las alas,
yo escuchaba y hacía lo que me decían. Nunca más volví a cuestionar quién, qué,
dónde o por qué. Simplemente no importaba si era Dios, otro ángel o mi propia
conciencia el que mandaba esos mensajes. El hecho era que si hubiera escuchado, si
hubiera animado a Margot a no subir al autobús, el iceberg que casi hunde su
matrimonio hubiera podido evitarse.
Y me di cuenta de que no sólo su matrimonio había quedado herido. Toby era una
persona diferente. Tenía los ojos llenos de una tristeza que no había estado allí antes.

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Se aficionó a añadirle whisky al café. Primero un poquito, luego un chorro. Miraba a
otras mujeres y pensaba: «¿Y si? ¿Y si me casé con la mujer equivocada?».
Era insoportable. Los recuerdos de nuestra ruptura llegaron rápidamente, con toda
la animosidad y sentimientos de traición que la acompañaron. Y pensé: «La culpa fue
mía. Yo tuve la culpa de que me engañara».
Pero aun así, seguía colgando un signo de interrogación sobre el tema como una
espada de Damocles. Lo cierto es que nunca lo pillé con las manos en la masa. De
hecho, gran parte de la razón por la que creía que me había engañado se había
disipado en el éter. Aparte de las pruebas reales, siempre había sido una cosa bastante
incuestionable. Se había acostado con Sonya. Y yo lo desprecié por ello.

Poco después del primer cumpleaños de Theo, cuando la alegría de Margot y Toby al
presenciar los primeros esfuerzos de Theo por caminar quedó empañada por la
constatación de que ahora su gordezuelo nene podía llegar a la ventana de la sala de
estar, abierta sobre el cemento que estaba unos cuatro pisos por debajo, se mudaron a
un sitio en el West Village, cerca del viejo desván de Toby, aunque cinco veces más
grande. Un saludable cheque con los derechos de autor por el libro de Toby les
permitió hacerse con un hogar que se adaptaba a los ideales de Margot respecto a la
comodidad y la seguridad: una cama de hierro forjado, demasiados sofás, su primera
televisión y, con el tiempo, un teléfono. Era como si una red gigante hubiera
aparecido de repente debajo del mundo de Margot. Al fin se sentía segura. Y era feliz.
Así pues, el resto de la casa era feliz. James y yo incluso conseguimos dejar a un
lado nuestra pequeña lucha de poder. James, Gaia y yo, que formábamos nuestra
pequeña familia de ángeles, vigilábamos al otro trío, Theo, Toby y Margot, que
lentamente pero con seguridad se iban alejando del basurero de su pasado hacia un
futuro más prometedor, menos destructivo. Toby se pasaba las veladas escribiendo su
nuevo libro mientras Margot criticaba y expurgaba sus borradores, y durante el día se
llevaban a Theo al parque, le enseñaban los nombres de los animales del zoo, lo
agarraban fuerte entre ellos cuando lloraba al oír sirenas, disparos o discusiones en la
casa de al lado.

Finalmente, Toby consiguió convencer a Margot de que reanudase su desfalleciente


amistad con Sonya.
—De ninguna manera —dijo ella—. ¿Estás loco? ¿Después de que nos echara de
su piso sin que tuviéramos ningún sitio a donde ir?
Toby pensó en sacar a relucir el dije de Sonya, pero se mordió la lengua.
—Vale —dijo—. Sólo que… odio verte sola, ¿sabes? Las madres necesitan una
red de apoyo. —Había estado viendo otra vez el programa de Oprah. Suspiró—. Creo
que sería sano para ti tener compañía femenina. Y Son y tú solíais ser como…

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—¿Cómo qué?
—… como hermanas, caray. Así erais. —Cruzó el dedo medio sobre el índice—.
Estabais unidas, ¿sabes?
Sí, pensé yo. Lo estábamos. En otro tiempo.

Margot insistió en que Toby hiciera la llamada. Satisfecha al saber que Sonya no iba a
rechazarla, le cogió el auricular. Al cabo de un rato, mientras Toby pronunciaba las
palabras sin sonido desde el otro lado de la habitación, consiguió decir:
—Por qué no te pasas un día a cenar —aunque lo dijo como una afirmación, no
como una pregunta.
Le disgustaba tener que rogar.
A mí tampoco me convencía mucho la idea. Mis sospechas no disminuyeron en
absoluto. Pero no hice nada. Vi cómo los tres pasaban una velada perfectamente
agradable tirados sobre los nuevos sofás de cuero, brindando por el éxito de Toby
mientras Theo, que ya tenía cuatro años, dormía como un tronco. Y esperé.

Sonya había vivido en París durante los últimos dos años. Más delgada, y más alta
con sus zapatos de diez centímetros de plataforma, salpicó la conversación con
palabras francesas y nombres de famosos y de conocidos fotógrafos. Margot se
revolvía en su sillón. Parecía deprimida con su jersey viejo de segunda mano,
agujereado bajo los brazos, y los vaqueros que estaban empezando a romperse por las
rodillas. Luego miró a Sonya, envuelta en couture francesa, con sus largas piernas de
nadadora. «Qué guapa es», pensó Margot. «¿Por qué no habré podido ser como ella?
Quizá Toby estuviera mejor con ella que conmigo.» Y por primera vez, lo vi: como
una anoréxica que finalmente mira las fotos de su ser esquelético y dice, sí, la verdad
es que no estaba gorda, pensé, sí, ahora lo sé. No era que Toby no me quisiera. Era
que no me quería yo.
Así que seguí con la monserga. «Toby te quiere», le dije. Pero mientras miraba a
Sonya que dirigía su tedioso relato sobre la comunidad artística de Montmartre a
Toby, inclinándose hacia delante de vez en cuando para quitarle una pelusilla
invisible del pantalón, Margot descendió a las profundidades de su derrota. Al final
Sonya le cogió la mano a Toby y la agitó arriba y abajo.
—¡Promete que me visitarás en París, Tobes, por favor!
Gaia trataba de que Toby viera la expresión que Margot tenía en la cara. Había
pasado un rato desde que se había tomado cuatro gin-tonics seguidos. Como resultado
se iba inclinando más y más hacia Sonya, diciendo que sí, que iba a ir a París y luego,
para empeorar aún más las cosas, haciendo bromas sobre un pasado en el que Margot
no había tomado parte. Finalmente, Gaia rompió la membrana que rodeaba la lucidez

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de Toby y hurgó en su conciencia. Él miró hacia Margot y retiró su mano de la de
Sonya.
—¿Estás bien, cariño? —dijo suavemente.
Ella miró hacia otro lado, molesta. Justo entonces, se oyó un grito en el
dormitorio de Theo.
—Ya voy yo —dijo Margot, y salió de la habitación.
Toby no estaba tan borracho como para ignorar el humor de Margot. Se volvió
hacia Sonya y miró su reloj haciendo muchos aspavientos, acercándoselo mucho a la
nariz.
—Oye, Son, ha sido estupendo verte, pero se está haciendo un poco tarde…
Sonya le echó una mirada antes de apurar el contenido de su vaso. Se inclinó
hacia delante, mirándolo a los ojos.
—¿Le hablaste a Margot de nuestra conversación en el bar?
Margot, que estaba en el pasillo de fuera, oyó que mencionaban su nombre en voz
baja. Se quedó inmóvil en la puerta, toda oídos.
Lentamente Sonya sacó sus largas piernas del sofá y se acercó un poco.
—No —dijo Toby—. ¿Por qué?
Sonya se encogió de hombros y sonrió.
—Oye, eres un hombre casado, no te estoy diciendo lo que tienes que hacer. Sólo
que…
Miró hacia la puerta.
—¿Qué?
Una sonrisa más ancha.
—Me estaba preguntando de quién fue la idea de invitarme a cenar. ¿Tuya o de
ella?
Recuerdo esta frase como si me la hubieran grabado en las neuronas. Margot, que
escuchaba fuera, dejó que las preguntas que rodeaban esas palabras se grabaran en su
desconfianza.
Toby parpadeó al oír a Sonya, no muy seguro de adónde quería ir ella a parar.
—Mía, supongo.
Sonya asintió.
—¿Y qué más ideas tienes, si te lo puedo preguntar?
Vi cómo deslizaba una mano por la pierna de Toby, deteniéndose justo debajo de
la ingle, y luego soltó una risita. Toby puso su mano sobre la de ella y la apretó.
—Son —dijo—. ¿Qué estás haciendo?
En la puerta, Margot podía oír la voz seductora de Sonya. Puso una mano en el
picaporte.
Sonya se reclinó hacia atrás.
—¿Qué crees que estoy haciendo, Toby? ¿No es eso lo que quieres?
Yo estaba respirando tan fuerte que me mareé. Gaia estaba junto a mí y dijo:
«Mira, mira», y yo le dije que no podía. En la puerta, Margot sentía lo mismo. Una

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parte de ella quería entrar en tromba y la otra parte quería salir corriendo.
Así que miré. Toby, siempre tan rápido con las palabras, balbuceó incoherente.
—¿Eso es un sí? —dijo Sonya, hablando por él.
Tiró de su mano hacia su muslo. Él la apartó.
De pronto, se rehízo.
—¡Son, no seas así!
Se sentó erguido, negando con la cabeza. Gaia me miró, muy seria. ¿Él no se
había acostado con ella?, pensé. ¿No?
Sonya se recostó tranquilamente en el sofá, cruzando las largas piernas y
jugueteando con los volantes de su vestido.
—Dime sólo una cosa —dijo muy seria. Toby la miró—. Aquella vez que me
dijiste que me querías… ¿lo decías en serio?
Vi que en el pasillo, Margot se llevaba una mano a la boca. Observé
cuidadosamente.
—Eso fue hace tantos años… —murmuró Toby, hacia sus pies.
—¿Lo decías en serio? —insistió Sonya con voz apremiante.
Ezekiel surgió de su sitio en el rincón y le colocó una mano en el hombro. Había
en su pregunta una vulnerabilidad, un dolor, enraizado en algo que estaba mucho más
allá de Toby.
Toby alzó la mirada hacia ella.
—Sí.
Ella se lanzó hacia él, le pasó la pierna derecha por encima, se puso a horcajadas
sobre él, y se inclinó hacia delante para besarlo.
Y sí, ése fue el momento en que Margot entró en la habitación.
Ése fue el momento en que se desató el infierno.
Ése fue el momento en que se acabó mi matrimonio.

Margot lo obligó a hacer las maletas a la mañana siguiente. Sus emociones se


convirtieron en una fortaleza contra todos mis ruegos, contra todas las excusas de
Toby. Así pues, él cogió un poco de ropa y se marchó a casa de un amigo. Después de
un mes, se hizo cargo del alquiler del amigo cuando éste se mudó fuera de la ciudad.
Margot estaba atontada. Yo estaba desolada. Después de seis meses, Margot pidió la
separación legal. En la mañana en que recibió la carta, Toby arrancó un espejo de la
pared y lo destrozó contra el suelo, como un mosaico de frustración. En cada
fragmento apareció mi cara, sólo un instante, antes de que sus lágrimas la borraran y
la olvidaran.
Mi dolor ante su separación pronto se convirtió en desesperación total cuando
reflexioné sobre lo que recordaba acerca de mi vida inmediatamente antes de mi
muerte. Las circunstancias de mi muerte aún estaban sin resolver: un día estaba viva
y al siguiente estaba mirando mi cuerpo muerto y, en un instante, charlando con Nan

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en el más allá. Pero la época anterior a eso estaba clara en mi recuerdo como agua de
glaciar: a Theo lo habían metido en la cárcel. Para toda la vida. Y algo en mis
entrañas estaba empezando a girar el dedo de la culpabilidad en dirección hacia mí.
Poco después, apareció Grogor. Decidió hacer su aparición en el dormitorio de
Theo, pensé que como una amenaza implícita, e hizo gritar a Theo en su sueño. Eso
distrajo a Margot el tiempo suficiente para que él tuviera una charla conmigo.
No sé por qué, y no deseo saber cómo, pero Grogor ya no era el monstruo
ardiente de horrible cara con el que me había encontrado la primera vez. Era
sumamente humano. Alto, de mandíbula cuadrada, con pelo negro como la tinta
peinado detrás de las orejas; un tipo de hombre por el que me habría sentido atraída
en otros tiempos. Tenía incluso sombra de barba y un diente delantero roto. Tan
humano que me cogió con la guardia baja.
—Vengo en son de paz —dijo, alzando las manos y sonriendo.
—Vete, Grogor —dije, sosteniendo un puñado de luz.
No me había olvidado de nuestro último tango.
—Por favor, no —dijo, juntando las manos en actitud de penitencia—. He venido
para disculparme. Sinceramente.
Le lancé un rayo de luz, poderoso como un portazo de coche, y lo envié al otro
extremo de la habitación. Aterrizó contra la cómoda y tosió a cuatro patas.
—Si no te vas, te mato —dije.
—¿Me matas? —Rió, poniéndose de pie—. Eso sí que me gustaría verlo.
—Muy bien —contesté, encogiéndome de hombros—. Me conformo con hacerte
estallar en pedazos.
Alcé otra bola de luz más pequeña y le apunté a las piernas.
—¡No! —dijo, encogiéndose ligeramente. Ladeé la cabeza. Él alzó una mano—.
Creo que tengo una oferta muy generosa que hacerte. Escúchame.
—Tienes diez segundos.
Él se enderezó y se tiró de la chaqueta, recuperando la compostura.
—Sé que quieres cambiar las cosas. Sé que Margot está muy ocupada cargándose
una vida maravillosa, una vida de la que al menos te gustaría tener algunos buenos
recuerdos, una vida en la que te hubiera encantado organizar un futuro mejor para
Theo…
Me volví y me encaré con él. Las alas estaban mandándome mensajes, rápidos y
furiosos. «Échalo ya. Está disfrazando de mentira una verdad. Échalo.»
—Vete, Grogor, antes de que te enseñe mi lado desagradable.
Él sonrió.
—Entendido. —Se dirigió hacia la ventana y luego se dio la vuelta—. Si cambias
de opinión, te prometo que hay una manera. Puedes evitar el destino de Theo.
Y con estas palabras, se marchó.
Inmediatamente Theo se tranquilizó. Margot le acarició la cara y él se durmió de
nuevo, con la cara tranquila como rocío de la mañana. Margot se sentó junto a él y

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relegó los pensamientos acerca de Toby hacia el fondo de su mente. Yo la miré y
pensé que aún podía cambiar las cosas. Aún podía hacer que todo fuera bien.
Y por supuesto, todos sabemos lo que vale recapacitar.

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21

LOS SOSPECHOSOS HABITUALES

Cuando Nan volvió a visitarme, le hice la pregunta que no me dejaba tranquila desde
la visita de Grogor.
—¿Qué ocurriría si yo cambiara el resultado de la vida de Margot?
Estábamos en el tejado del edificio de Margot, mirando hacia abajo, a los
cuadrados de luz anaranjada que latían desde las ventanas de los hogares de toda la
ciudad, con siluetas que de vez en cuando tapaban la luz, abrazándose, discutiendo,
solitarias, como insectos en ámbar.
Tardó un largo rato en contestar. Luego, me echó la bronca.
—Sabes muy bien que no estamos aquí para reorquestar la sinfonía. Estamos aquí
para asegurarnos de que la sinfonía se toca del modo en que el compositor la escribió.
Yo siempre luchaba con sus metáforas.
—Pero me dijiste que podía reajustar un poco las piezas del puzle, ¿no? ¿Y si
cambiara todo el panorama? ¿Y si lo mejorase?
—¿Quién ha venido a verte? —preguntó siempre tan sabia.
—Grogor —confesé.
Ella parpadeó.
—¿El demonio que mató a tu madre?
—Dijiste que la culpa había matado a mamá.
—¿Mencionó Grogor el coste que tendría cambiar el panorama, eh?
—No.
Ella alzó las manos.
—¡Siempre, siempre hay un coste! Por eso no cambiamos las cosas más allá de lo
que se nos dice: el navegante guía el aeroplano, no la gente que va en él. Pero eso tú
ya lo sabes. ¿No?
Asentí rápidamente.
—Claro, claro, sólo estaba preguntando.
—Estamos aquí con cuatro propósitos. Vigilar, proteger, registrar…
—… y amar. —Terminé la frase por ella. Sí, ya sabía muy bien todo aquello.
—Sólo por curiosidad —dije después de una respetable pausa—. ¿Cuál es el
coste?
Ella entrecerró los ojos.
—¿Por qué lo quieres saber?

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Le expliqué lo mejor que pude a alguien que no estaba en realidad en la
desquiciante posición de ser su propio ángel guardián, de tener que sufrir la más
dolorosa de las penas con una frecuencia constante, que simplemente había cosas de
mi pasado que me hubiera gustado hacer un poco mejor. Y que deseaba mucho más
para Theo. Mucho más que una cadena perpetua por asesinato.
—El coste es éste —dijo, extendiendo la palma de la mano vacía—. Ahora mismo
tienes la oportunidad de ir al Cielo, en la palma de tu mano. Los ángeles no sólo son
sirvientes, ¿sabes? Se nos da trabajo para demostrar que merecemos entrar en el
Cielo, porque la mayor parte de nosotros no hizo el trabajo suficiente de ese tipo en la
vida. El coste es esto. —Golpeó con la otra mano su palma abierta—. Cuando dejas
de ser un ángel, no ves el Cielo.
Yo empecé a llorar. Le dije que estaba enamorada de Toby, que Margot estaba
muy ocupada pidiendo el divorcio. Lo que hacía que una reconciliación con Toby
fuera de lo más improbable.
Ella suspiró.
—Yo estuve una vez donde tú estás ahora. Haciendo preguntas, sintiendo lástima,
sintiendo la pérdida. Verás a Dios. Verás el Cielo. Y en el Cielo, sólo hay alegría.
Recuérdalo.
Pero cada vez que veía las miradas de nostalgia y dolor en el rostro de Toby
cuando recogía a Theo, cada vez que contemplaba los sueños de Margot sobre su vida
con Toby y la veía llorar y profundizar el odio que sentía ante la traición de Toby, las
palabras de Grogor resonaban en mis oídos, hasta que las mentiras que se ocultaban
detrás acabaron encogiéndose y volviéndose insignificantes.

¿Acaso identificamos alguna vez los momentos de nuestra vida cortados por el
mismo patrón, los momentos hechos apretando sobre la masa de nuestras vidas y que
nos conforman para siempre? ¿Podríamos alguna vez localizar dichos momentos,
aunque pudiéramos volver hacia atrás y revivir nuestra vida, aunque pudiéramos
poner en fila todos los malos momentos de nuestras vidas como a los sospechosos
habituales? ¿Podríamos señalarlos? «Sí, oficial, es el sospechoso de las respuestas
cortantes. Sí, señor, es ése, el que se parece a mi padre. Vaya, sí, reconozco a ése, el
que echó mi vida por la borda.»
Yo había dejado de intentar reconocer mis momentos definitorios. Margot era lo
que era, y lo único que podía hacer yo era aquello para lo que había sido destinada.
Luchaba con la última, pero más importante, parte de mi trabajo: amarla. Sin duda
ella lo ponía difícil. Piensen en este momento:
Margot se dispone a leer un libro. También se muere por tomarse una copa.
Encuentra la botella detrás de la chimenea y la tira contra una pared. Está vacía. Caen
cristales por todas partes. Theo se despierta. Ya llega tarde al colegio. Tiene siete
años. Tiene la mirada serena y el pelo pelirrojo de su padre. Tiene el temperamento

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de Margot: veloz como un látigo para enfadarse, aunque igual de veloz para amar.
Adora a su padre. Trata de escribir historias como su papá, pero tiene que luchar
contra la dislexia. Sus letras torpes y su extraña ortografía lo ponen furioso.
Margot chilla a Theo que se levante. Ella es la que ha olvidado despertarlo, pero
no se acuerda y él sale de entre las sábanas y se va al cuarto de baño. Intenta orinar,
pero mientras está en ello, Margot lo quita de en medio y rebusca detrás de la
cisterna. Él grita. Ella grita a su vez. Tiene un dolor de cabeza tremendo y él lo está
empeorando. Ella le dice que él lo empeora todo. Siempre lo ha hecho. ¿Qué quieres
decir?, grita él. Tú eres la que está siempre borracha. Ella responde a su pregunta.
¿Que qué quiero decir? Quiero decir que mi vida habría sido mucho mejor si tú no
estuvieras en ella. Mi vida habría sido mucho mejor si tú no hubieras nacido.
Estupendo, dice él. Me iré a vivir con papá. Y se viste para ir al colegio y cierra la
puerta de un portazo, y luego, cuando es hora de volver a casa, vuelve a casa y nadie
habla.
El momento definitivo de Theo no fue el momento en que Margot le anunció que
deseaba que nunca hubiera nacido. Ya llevaba tiempo oyendo esa clase de cosas. No.
El momento definitivo de Theo fue un poco más adelante, pero el principio fue ver a
Margot buscando frenéticamente la botella de vodka. A pesar de haber llegado a la
conclusión de que su madre era una borracha, que estaba como una cabra y que qué
estaría pensando su padre cuando se casó con ella, a pesar de todo aquello, una
pregunta: ¿Qué es eso que es tan bueno como para que ella lo busque como si fuera
el elixir de la eterna juventud?
Y en el fondo de esta pregunta, una respuesta, cuando le ofrecieron a los diez
años una botella de Jack Daniels:
Por supuesto.
Y en esta respuesta, una consecuencia. Borrachera cegadora. Y en medio de la
borrachera, una pelea con un niño más pequeño. Un niño más pequeño que llevaba un
cuchillo. Un cuchillo que llegó a las manos de Theo. Un cuchillo que acabó en las
tripas del niño más pequeño.
Y así, el Departamento de Justicia de Menores de la ciudad de Nueva York
decidió que a Theo le hacía falta pasar un mes en un centro de detención con otros
delincuentes juveniles. Delincuentes juveniles que tenían historiales de violaciones y
graves agresiones físicas, que seguían poniendo en práctica con sus compañeros de
detención. Theo fue uno de ellos.

Me enteré de esto por James. James volvió con Theo un mes más tarde, con el rostro
como madera petrificada y las alas goteando sangre. Y cuando vi a Theo, lloré con
James. Alrededor del aura color bronce brillante de Theo había una armadura mellada
de dolor, tan densa y plomiza que parecía inclinarlo bajo su peso. Al mirar más de
cerca, vi extraños tentáculos que partían hacia dentro desde la armadura, que le

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atravesaban el aura y le llegaban al corazón. Era como si estuviera bajo un paracaídas
rígido y poco protector, amarrado a su alma. Era la peor clase de fortaleza emocional
que habíamos visto nunca: Theo se estaba convirtiendo en prisionero de su propio
dolor.
No habló con Toby durante días. Dejó sus bolsas en la habitación y luego sacó los
cuchillos de carne de la parte de atrás del cajón de la cocina y los metió debajo de su
cama. Cuando el asistente social llamó, Theo amenazó con saltar por la ventana si
intentaba hablar con él.
Aquella noche vi que las pesadillas de Theo llenaban la habitación. Recuerdos
recientes de sus atacantes en el centro de detención. Dos niños dándole puñetazos en
la barriga con un puño americano que un visitante había conseguido colar en el
centro. Otro chico mayor sujetándole la cabeza debajo del agua hasta que perdía la
conciencia. El mismo niño sujetándole una almohada sobre la cara por la noche. El
mismo niño violándolo.
Y por si eso no era suficiente, entre el puñado de pesadillas se alzaban en espiral
mundos paralelos, que mostraban imágenes de Theo de mayor, con el cuerpo cubierto
de tatuajes y ambas muñecas con señales de repetidos intentos de suicidio. Al
principio me sentí aliviada al ver que ya no estaba en la cárcel. Pero después pude ver
cómo se metía una pistola en el pantalón, abría el maletero de su coche y ayudaba a
otro hombre a sacar de él una pesada bolsa para cadáveres. Cuando la bolsa se
retorció, Theo alzó la pistola, apuntó a la bolsa y disparó cuatro tiros.
La armadura que le había salido ya no era una segunda piel: lo había convertido
en un arma viviente.
¿Qué habrían hecho ustedes? ¿Les habría importado cuál era el coste?

Salí al aire nocturno, caminé hasta lo alto del edificio de apartamentos y convoqué a
Grogor.
Al instante, un par de pies aparecieron entre las sombras. Él avanzó con rostro
solemne, ambos ojos tan penetrantes como cuchillas.
—Dime por qué.
—¿Por qué qué?
—Por qué has cambiado de opinión.
Me quedé mirándolo.
—Necesito volver a ser Margot, sólo el tiempo suficiente para arreglar las cosas.
Dime cuál es el precio.
—¿Mi precio? ¿Acaso soy un vendedor?
—Ya sabes lo que quiero decir.
Él se acercó más, tanto que podía verle las venas del cuello, ligeras arrugas de risa
abriéndose hacia fuera desde sus pómulos. Tan real, tan humano.

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—Creo que la palabra que estás buscando es «oportunidad». Para convertirte en
mortal el tiempo suficiente para hacer lo que hay que hacer, tienes que ponerte un
tapón en esas dos.
Señaló mis alas.
—¿Y eso cómo se hace?
Él se apretó una mano contra el pecho y se inclinó profundamente.
—Me sentiría profundamente honrado de hacerlo. Tienen que sellarse o, por
decirlo de otra manera, tienen que condenarse desde el río de la eternidad que fluye
ante el trono de Dios, para que Dios ya no pueda ver lo que estás haciendo. Y así es
como consigues la oportunidad para cambiar lo que ha de cambiarse. ¿Entendido?
—Vamos, Grogor. ¿Y qué más?
Él fingió desconcierto. Yo lo miré fijamente. Él retiró la mirada y se encogió de
hombros.
—Dependiendo de tu actitud, hay un riesgo.
—¿Y cuál es ese riesgo?
Hizo una pausa.
—¿Qué crees que pensará Dios de uno de sus ángeles que actúa en contra de las
reglas?
—Puede que nunca vea el Cielo.
Aplaudió muy lentamente.
—Puede que nunca veas el Cielo.
Pero tampoco lo haría Theo.
¿Creen que dudé en algún momento?

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22

SIETE DÍAS

Y así fue como, igual que Cenicienta salió de entre sus andrajos y se introdujo en el
traje de baile, yo salí de mi traje azul y me metí en el tiempo.
Dejé que Grogor me aplicara en las alas puñados calientes de alquitrán
procedente de las tripas del Infierno y entonces, cuando el agua dejó de fluir, cuando
empecé a sentir, grité al notar en la piel la sensación de dolor provocada por el
alquitrán, me estremecí cuando la humedad fría de los azulejos del cuarto de baño se
extendió bajo mis pies descalzos, y después trastabillé, abrumada por el peso de mi
propio cuerpo, como si me hubieran tirado un elefante encima desde una gran altura.
No tan grácil como Cenicienta. Pero dejé atrás una zapatilla de cristal.
O al menos, en cuanto me desvestí, mi vestido azul se encogió para convertirse en
una pequeña joya azul. La escondí en uno de los cajones de la cómoda de Margot. Ya
era una espía en el mundo humano. Tenía que esconder cada rastro de lo que había
hecho hasta que consiguiera lo que me había propuesto conseguir. Que era volver a
conectarme con Theo, curar sus heridas. Quizá fuera arrogancia por mi parte. Pero
creía que, a pesar de lo mal que me había salido la vez anterior, quizá un segundo
esfuerzo por ser su madre me permitiría untar el bálsamo del amor maternal sobre su
dolor. Y de algún modo, eso podía organizarlo montando un plan a largo plazo a base
de agitar la conciencia que tenía Margot de que él lo necesitaba, lo suficiente como
para que ella reconociera su vulnerabilidad y su sufrimiento.
Había escogido con cuidado el orden en que iba a hacer las cosas. Había
observado cómo el abogado de Margot le había aconsejado que pasara cuatro
semanas en rehabilitación para demostrar al juez que era apta como madre. Para
demostrar que merecía la custodia o, en el peor de los casos, una custodia compartida.
Sin problemas, dijo ella, aunque no estaba muy segura de desearlo. Sólo sabía que
quería ganar algo, cualquier cosa, para demostrar que no lo había perdido
absolutamente todo.
Así pues, cuando Margot ingresó en Riverstone, una clínica de recuperación de
adicciones de alto copete en los Hamptons, me encontré a mí misma sola en su
apartamento, revisando la ropa de su armario, bebiéndome su leche, ocupando su
espacio en el mundo. Theo estaba con Toby a la vuelta de la esquina. Yo me pasé
aquel primer día hipnotizada con la sensación de la piel y el pelo, la sensación de
calor y frío, la del sonido de mi mano cuando la golpeaba sobre la mesa, la de comer
pizza. Cuando cortaba aquella pizza de treinta y cinco centímetros, cubierta de queso

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y con doble de pimientos y extra de mozzarella, me corté la punta del pulgar con el
cuchillo del pan. Por un momento lo miré atontada, y entonces la sangre surgió del
corte blanco, cayéndome de repente por el brazo como tinta roja, y casi olvidé lo que
tenía que hacer hasta que eché un vistazo al jarrón con girasoles que estaba sobre la
mesa del comedor, metí el brazo entero dentro y toda la mano me dolió y me ardió.
Qué sólido era todo. Cuando miré hacia la mesa, no vi la habitación de al lado a
través de ella, no vi las huellas de la gente que se había sentado allí ni los nudos de la
madera a través del barniz. No veía el tiempo bailando como una tormenta de polvo
de ondas y partículas. Cualquiera que me viera aquella noche llamaría a los loqueros,
eso sin duda. Pasé mucho tiempo caminando junto a las paredes, pegada a la
escayola, asombrada ante la repentina materialidad familiar de este mundo,
golpeando ladrillos, recordando la ilusión de los límites que invaden la mortalidad, la
profunda, incesante aceptación que supone tener un cuerpo lleno de sangre.
Quizá el mayor de mis crímenes fue abandonar a Margot, dejándola desprotegida
en un momento en que más lo necesitaba. De mala gana, llamé a Nan, sabiendo lo
que me jugaba.
Finalmente, oí una voz que sonaba muy, muy lejana, como si el que hablaba
estuviese al final de un largo pasillo.
—¿Entiendes lo que has hecho?
Miré a mi alrededor.
—¿Dónde estás?
—Junto a la mesa.
Miré.
—¿Por qué no puedo verte?
—Porque hiciste un trato con un demonio. Un trato que puede costarte todo y no
suponerte ningún beneficio.
Su voz vaciló, temblorosa de emoción. Yo me acerqué a la mesa. Finalmente la
vi. Estaba de pie detrás del jarrón de girasoles y parecía un rayo de luna.
—Sabía que no lo entenderías, Nan —suspiré—. Esto no es permanente. Tengo
siete días para deshacer lo que se hizo.
—Puede que no tengas ni siete horas —contestó ella.
—¿Qué?
La luz que tenía alrededor tembló cuando ella soltó un largo suspiro.
—Eres tan vulnerable como un barco de papel en un tsunami. ¿Sabes que ahora
eres muy buen blanco para los demonios? No tienes la capacidad de un ángel para
luchar con ellos, ni la defensa que Dios ha dado a los seres humanos contra ellos,
porque ahora mismo no eres ninguna de las dos cosas. Eres la marioneta de Grogor.
No esperará a descubrir si Dios te manda al Infierno o no. Tratará de llevarte él
mismo.
Absorbí el impacto de sus palabras. La verdad que contenían hizo que se me
aflojaran las rodillas.

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—Ayúdame —susurré.
Ella extendió la mano y cogió la mía entre las suyas. Su piel, siempre oscura y
acanalada, brilló alrededor de la mía en una fina niebla.
—Haré todo lo que pueda.
Y me volvió a dejar sola, vigilando indefensa por toda la ciudad, muriéndome por
descubrir la presencia de los Arcángeles.

Dormí hasta tarde, rodé de la cama hasta caer al suelo de madera y luego me abrasé
en la ducha cuando olvidé que rojo significaba caliente y azul frío. Me metí en unos
vaqueros y una camisa negra de Margot y me puse a rebuscar algún resto de
maquillaje. Me miré en el espejo: parecía más joven de lo que Margot era ahora, un
poco más delgada, un poco más saludable. Tenía el pelo más largo, más oscuro, las
cejas más claras y por desgracia más gruesas que las de ella. Encontré barra de labios,
pinzas y colorete. Luego me eché una botella de agua oxigenada por la cabeza y
esperé que ocurriera lo mejor. A continuación, tijeras. Cuando terminé, había
olvidado todas las amenazas de los demonios, decidida a llevar a cabo mi plan.
Salí a la fresca mañana de Manhattan, dispuesta a tomar el autobús hasta la
escuela de Theo, pero me encontré disfrutando tanto de la sensación del aire en la
cara que caminé las treinta manzanas enteras. Una mujer que pasó junto a mí dijo:
«Buenos días». Y yo contesté: «Muy buenos, ¿verdad?», y luego un sin techo me
pidió monedas y yo me detuve a decirle la suerte que tenía de estar vivo, y él me miró
con expresión estúpida mientras yo me alejaba riéndome, disfrutando de poder hablar
a la gente y de que me oyeran y me contestaran.
Caminé más despacio a medida que me acercaba a la escuela de Theo. Tenía que
pensar mis movimientos siguientes con mucho cuidado. Esto ya no era un sueño, ni
una carta que podía reescribir, ni una interpretación que podía repetir. Sentía que cada
palabra y cada acción se estaban grabando en piedra. No, era algo más fuerte que eso,
tenía más consecuencias. Era como si estuviera cortando una piedra que ya hubiera
sido tallada. Y si no tenía cuidado, esa piedra podía partirse en dos.
Imaginé que esperaría a que sonara la campana de la escuela, recogería a Theo en
la verja delantera, lo invitaría a dar un paseo. Pero ¿y si Toby estaba allí? ¿Y si Theo
me veía y salía corriendo? Decidí entrar en la escuela y sacarlo de clase. Si las
profesoras le decían que tenía que venir conmigo, probablemente lo haría. Aunque
con un gruñido.
Me presenté en la recepción. Reconocí a Cassie, la recepcionista de la escuela de
pesados párpados, y le sonreí. Ella no me devolvió la sonrisa; recordaba que
habíamos tenido algunos encontronazos con anterioridad. Me miró de arriba abajo,
frunció los labios y dijo:
—¿En qué puedo ayudarte?

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No pude evitar soltar una risita. Aún me admiraba que la gente hablara conmigo
por todas partes. Probablemente pensó que estaba colocada.
—Eh, hola. ¿Cómo estás? Hum, sí, soy Ruth… No, perdona, no es así. Soy
Margot. Margot Delacroix.
Ella me miró con los ojos muy abiertos. Sí, había metido la pata. «Soy Margot,
Margot, Margot», me dije a mí misma. Y entonces me di cuenta de que lo había dicho
en voz alta, con lo que Cassie se quedó con la boca abierta.
—Soy la madre de Theo Poslusny —continué, muy lentamente, como si el inglés
fuera mi segundo idioma—. Tengo que llevármelo de la clase un rato. Tenemos una
urgencia familiar.
Apreté los labios. Era demasiado peligroso hablar, pensé. Cassie levantó el
auricular del teléfono y marcó. Había un cincuenta por ciento de probabilidades de
que estuviera llamando a la unidad de psiquiatría o a la profesora de Theo.
—Hola, llamo de Recepción. La madre de Theo Poslusny está aquí. Quiere hablar
con él. Sí, lo que sea.
Colgó el teléfono, me miró parpadeando y dijo:
—Ahora viene.
Saludé y junté los talones. Lo juro, era como si tuviera el síndrome de Tourette.
Miré a mi alrededor, encontré una silla y corrí hacia ella, cruzando los tobillos y los
brazos.
Entonces llegó Theo. Theo con su mochila al hombro, su camisa azul medio
colgando por fuera de los pantalones, su pelo rojo de punta con brillantina y que se le
rizaba en la nuca formando pétalos. Theo con las pecas de su padre, la nariz aún
encantadora y de champiñón, sus zapatillas llenas de barro y medio rotas, la cara
arrugada de confusión, sospecha y dureza.
Y sí, estallé en lágrimas. Y me aguanté el deseo de caer de rodillas y pedirle
perdón por todo, incluso por cosas que él no había experimentado aún. Rechacé la
oleada de culpabilidad que quería arrojar a sus pies, y traté de decir sólo «Hola,
Theo», como si las palabras no pudieran encajarme en la boca, como si fueran
demasiado grandes, tan llenas de nostalgia, años de espera y el repentino dolor ciego
que sentía en el corazón por abrazarlo.
Él se limitó a mirarme fijamente. Cassie al rescate.
—Theo —dijo sonriendo—. Tu mamá dice que ha habido una urgencia familiar.
Tomaos el tiempo necesario para arreglar las cosas, ¿vale? No hay prisa. Ya sabes que
estoy de tu parte, ¿eh, compañero?
Guiñó un ojo. Le agradecí la pausa. Me rehíce y me tragué las lágrimas. Theo,
aún desconcertado, me permitió ponerle una mano en el hombro y salió conmigo
hacia la luz del sol.
Caminamos al menos dos manzanas antes de que hablara.
—¿Se ha muerto papá?
Yo había olvidado completamente lo de la «urgencia familiar». Me detuve.

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—No, no, Toby está bien. Sólo quería… pasar un rato contigo, ya sabes.
Divertirnos.
Theo negó con la cabeza y empezó a alejarse. Yo corrí tras él.
—¡Theo! ¿Qué pasa?
—Siempre haces lo mismo.
¿Lo hacía?
—¿Qué? —dije—. ¿Qué hago?
—Déjame en paz —dijo, y se puso a caminar más deprisa—. Sabía que estabas
mintiendo. ¿Qué quieres esta vez, eh? ¿Vas a secuestrarme para liarla con papá?
Quieres envenenarme contra él, ¿es eso? Bueno, pues no va a pasar.
Siguió andando. Cada palabra era como una patada en el pecho. Me detuve y lo
observé un momento. Luego me rehíce y corrí por la calle detrás de él.
—Theo, escúchame.
Él se detuvo y respiró profundamente, negándose a mirarme a la cara.
—¿Y si te digo que podríamos hacer cualquier cosa en el mundo, eh? ¿Qué sería
para ti un sueño hecho realidad? ¿Qué te gustaría más que nada en todo el mundo?
Él levantó la vista para ver si hablaba en serio, y luego pensó.
—Me gustaría tener cien dólares.
Yo lo pensé.
—Hecho. ¿Qué más?
—Una Nintendo. Con diez juegos.
—Vale. ¿Qué más?
—Quiero un traje de Luke Skywalker, con la capa, las botas, la espada ¡y todo!
—Buena elección. ¿Algo más?
Se quedó pensando. Traté de llevarlo por el buen camino.
—¿Algo que te gustaría hacer conmigo? ¿Tú y yo? ¿Como, quizá, ir al zoo? ¿A
cenar y al cine? Venga, que invito.
Él se encogió de hombros.
—Nada[3].
Y empezó a andar. Una vez más, corrí tras él. Luego me di cuenta de que
probablemente James estaría con él.
—James —susurré—, ayúdame.
Una voz.
—Quiere jugar a las cartas contigo y con Toby.
¿A las cartas? ¿Eso era todo? Entonces recordé de pronto algo acerca de los tres.
Una vez que estábamos intentando arreglar las cosas. Theo no debía tener más de
cinco años. Toby había empezado a usar una baraja de cartas para enseñar a Theo la
tabla del dos, y al cabo de un rato estábamos sentados en el suelo del cuarto de estar
enseñándole a Theo las reglas básicas del póquer y riendo cuando consiguió darnos
una paliza a los dos en menos de una hora.

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Fue sólo una noche, sólo una vez. Y de pronto, aquel niño deseaba más jugar a las
cartas que un viaje a Disneylandia o al Sea World. Lo que hay que ver.
—¿Y si jugamos a las cartas? —le grité. Él se detuvo. Caminé rápidamente hacia
él—. Ya sabes, tú, papá y yo. Como en los viejos tiempos.
—Papá y tú —dijo, mirándome de cerca—. Pero si lo odias.
Yo retrocedí. Si supieras, pensé.
—No lo odio —fue lo mejor que se me ocurrió—. Yo quiero a tu padre.
Vio en mis ojos que estaba diciendo la verdad.
—De eso nada.
Yo lo repetí y él me creyó. Me pareció que eso lo alteraba un poco, que echaba a
rodar una serie de posibilidades en su cabeza como si fueran canicas, encendía una
vela muy dentro de él.
—No quiero lo otro —dijo—. Sólo quiero jugar a las cartas.
Buf, pensé. La verdad es que no tenía ni idea de cómo conseguir cien dólares.

Fuimos a casa y yo llamé a Toby. Vi a Nan allí cuando colgué el abrigo (de nuevo
apareció como una niebla brillante, de pie junto a las escaleras) y di un gran suspiro
de alivio. Estaba de mi parte. Aun así, tenía otras cosas de las que preocuparme. No
había planeado tener que tratar con Toby en este viaje. Todo se trataba de lo que
podía hacer por Theo, cómo podía cambiarlo, cómo podía decir y hacer las cosas que
curarían las heridas que le había infligido en su joven vida.
Pero yo precisamente debía haberlo sabido. A veces la piedra golpea siglos
después de haber sido arrojada.
Llamé a Toby a su apartamento. Sabía que estaría trabajando en casa, acabando
de corregir su nuevo libro. Oyó el tono de mi voz y dijo inmediatamente, con voz
tensa y suspicaz:
—¿Qué ha pasado?
—Eh, nada, absolutamente nada. Theo y yo nos preguntábamos si te apetecería
venir esta noche a jugar al póquer.
Una pausa.
—¿Es una broma o qué?
Parpadeé. Theo sonreía, lo que era estimulante, y mientras yo sujetaba el auricular
contra la oreja me indicaba por gestos que quería comer.
—Y… creo que Theo quiere que pidamos comida. —Theo dio un golpe de kung-
fu—. China, a poder ser.
—Margot. —La voz de Toby, severa e impaciente—. Creí que habíamos acordado
que estarías un mes en rehabilitación. ¿Eh? ¿O también has roto esa promesa?
La ira de su voz me desanimó. Dudé. «Gaia», pensé, «por favor, déjale darme una
oportunidad. Sólo una vez. Sólo esta vez.»
—Toby —dije en voz baja—. Lo siento. Lo siento.

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Vi el rostro de Theo caer… no, derretirse de alegría y asombro. Y cuando escuché
la respiración de Toby al otro extremo, más lenta, imaginé que su mente estaba
evaluando conclusiones —¿Estará colocada? ¿Embarazada? ¿Terminal?— antes de
llegar a la posibilidad de que estuviese siendo sincera.
—Mira, Margot… —dijo, y antes de que continuara, yo intervine.
—Estoy apuntada a rehabilitación la semana que viene. Tienes mi palabra, Toby.
Te lo prometo. La semana que viene voy y me quedaré limpia. —Me reí—. Y ahora
ven antes de que Theo y yo cortemos la baraja sin ti.
Así, por primera vez en más de cuarenta años, me senté con mi hijo y mi marido y
jugamos al póquer, un juego que hacía tanto tiempo que no jugaba que los dos se
pasaron el tiempo enseñándome de nuevo las reglas, explicándome las jugadas como
si tuviera dos años, pareciéndoles divertidísimo lo torpe que me había vuelto. Y comí
comida china con un tenedor en vez de palillos, lo que les dio aún más risa, y después
hice de todo para hacer reír a Theo, cualquier cosa que alzara su voz como una
pluma, sin preocupaciones a la luz de la luna, y empecé conversaciones que sabía que
le iban a emocionar. Las venas de la cabeza le palpitaron de entusiamo al hablar de la
nueva película de Spielberg y contar que él también iba a ser actor. Toby paseaba la
mirada de uno a otro, sosteniendo las cartas como la cola de un pavo real, sonriendo y
pensando.
Cuando llegaron las diez, y el cuerpecillo de Theo estaba a punto de estallar como
una bolsa de palomitas de tanta excitación, Toby lo llevó a la cama. Minutos más
tarde, bajó. Recogió el abrigo del sillón, se lo echó sobre los delgados hombros y
dijo:
—Bueno, buenas noches.
—Espera —dije.
Él giró el pomo de la puerta y se detuvo.
—¿De verdad tienes que irte tan deprisa?
Me obligué a reír. La risa sonó forzada. Él se volvió.
—¿Qué quieres, Margot?
Junté las manos.
—Quiero que sepas que lo siento.
Él apretó los dientes.
—¿Por qué? ¿Por estar hecha polvo delante de nuestro hijo todo el día, todos los
días durante… durante semanas? ¿Por acostarte con su profesor y ponerlo en ridículo
delante de toda la escuela? ¿Por mandarlo allí con la ropa sucia, por no llevarlo al
médico cuando tuvo apendicitis? ¿O qué?
Abrí la boca. No me salían las palabras. Él continuó.
—¿O es por el modo en que me has tratado, Margot? Caramba, podríamos
pasarnos la noche enumerando esa lista de pecados, ¿no? Te diré una cosa. Yo soy el
que lo siente. ¿Qué te parece?
—¿Sientes qué?

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—Siento no poder aceptar tu disculpa. No me lo creo. No puedo.
Sin mirarme, salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí.

Llevé a Theo a la escuela al día siguiente. Me había despertado sobre una mancha
húmeda y me di cuenta: «Mis alas están volviendo. No he durado mucho».
Mientras caminaba, no, saltaba, junto a mí, charlando sobre cuando papá y yo
íbamos a jugar la segunda vuelta de la partida de póquer, lo guay que había sido
porque él tenía tres ases y una jota y yo sólo tenía treses y nueves, diciendo que
podíamos ir todos al zoo en su cumpleaños, pensé en Margot. Hacía falta que aquel
plan durara. Necesitaba enfrentarme a ella de alguna manera, comprobar que no se
cargaba lo que yo había conseguido durante mi corta visita. Estaba aterrada, no,
histérica, horrorizada ante la posibilidad de que, después de todo lo que había hecho,
después de lo que había sacrificado, Margot pudiera estropearlo todo con un acto tan
simple como preguntar que quién se había llevado a Theo de la escuela aquel día. ¿Y
si todo lo que había hecho colocaba las expectativas de Theo y Toby mucho más altas
y Margot las echaba, irreparablemente, por tierra?

El lugar, Riverstone, me pareció un extenso edificio blanco con forma de platillo


volante, con cigüeñas de plástico de tamaño natural en el césped y Budas de bronce
sentados plácidamente entre las blancas columnas. Un estanque de patos relucía más
allá de los arbustos que rodeaban el edificio circular. Seguí las señales que conducían
a la recepción.
Mis recuerdos de Riverstone eran vagos, por decir algo. Como un charco en la
lluvia, recordaba sólo destellos de escenas cortas y vívidas: una terapeuta mandona en
una habitación que olía como una piscina; mirarme las manos una mañana y darme
cuenta de que tenía dos dedos más en cada mano, el efecto de los tranquilizantes, sin
duda, pues los dedos de más pronto se me cayeron, y una mujer que sonreía, me cogía
la mano y me hablaba de canguros.
Encontré a la recepcionista sentada en un cubículo de la era espacial, cubierta por
una cúpula de cristal. Me presenté como Ruth, aliviada de poder usar al fin mi propio
nombre.
—¿Es usted la… hermana de la señora Delacroix? —dijo la recepcionista.
Yo me había molestado mucho por deshacer la semejanza física. Gafas. Una
boina. Mucho maquillaje. Estaba claro que no había funcionado muy bien.
—Prima —dije.
—Ya se ve. —Sonrió y arrugó la nariz—. Bueno, normalmente no permitimos
visitas…
—Es una emergencia —dije. Era cierto—. Un familiar se está muriendo, y
prefiero que lo sepa ahora, y no un mes después.

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A la recepcionista le cambió la cara.
—Oh. Hum. Vale. Llamaré a su terapeuta. Pero no le prometo nada.
Me llevaron a la zona común, donde Margot y los demás «invitados» pasaban
aparentemente «un rato tranquilo». Parecía aburridísimo. Margot probablemente se
estuviera volviendo loca. Sé que a mí me habría pasado. Las paredes estaban
cubiertas de cuadros grandes, con marco dorado con palabras como «Aceptación» o
declaraciones altisonantes como «Actitud es altitud» debajo. Hice un gesto de
impacienca y me imaginé que sustituía las palabras por «Cinismo» y declaraciones
como «El fracaso es inevitable». No hay como un fuerte sentido de la realidad para
contribuir a la recuperación. De momento, quien diseñase el lugar había equiparado
la recuperación a montones de sofás de terciopelo blanco y mesitas de cristal por
todas partes, cubiertas de velitas y tulipanes. De un altavoz invisible surgía delicada
música clásica. Miré el gran reloj al estilo del Big Ben que estaba encima de la puerta
y sentí que se me aceleraba el corazón. Si me decían que volviera mañana, estaba
lista.
Ante las puertas blancas de la sala común, la terapeuta, una canadiense baja y
huesuda con espeso flequillo negro llamada doctora Gale, me cogió del brazo y me
miró a los ojos por encima de las gafas.
—Me temo que no puedo dejarle ver a Margot —dijo—. Va contra las normas de
la empresa. Pero puedo pasarle cualquier mensaje que desee.
Pensé rápidamente.
—Tengo que verla —dije—. ¿No lo entiende? Nunca se recuperará si descubre…
que Nan murió mientras ella estaba en este lugar. De hecho, lo más probable es que
eso termine de hundirla definitivamente.
—Lo siento —dijo enfáticamente la doctora Gale—. Margot ya ha firmado una
lista de términos y condiciones y eso incluye las tragedias familiares. Es importante
para su recuperación. Espero que lo comprenda.
Una sonrisa, breve como un guiño. Después giró sobre los talones y se alejó.
Cerré los ojos e inspiré. No había esperado este inconveniente. Pensé
rápidamente: ¿Cómo entro sin prender fuego a este sitio? Vale, pensé. Adelante. Y
recé. «Que el ángel de esta mujer le dé un empujoncito en la dirección correcta.»
—¿Doctora Gale? —medio grité a través de la habitación.
Unas cuantas cabezas vacilantes se volvieron en los sofás y me miraron.
La doctora Gale se detuvo.
—Por favor, baje la voz —soltó.
—Realmente necesito ver a Margot —dije—. Le prometo que no interferiré con
su tratamiento. Pero tiene que enterarse de una cosa. Yo no estaré por aquí cuando
salga. Necesito verla esta última vez.
La doctora Gale miró a su alrededor. Unos cuantos colegas suyos estaban
mirando. Su pie derecho se volvió hacia la puerta, pero luego empezó a caminar hacia
mí.

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Se quedó frente a mí de nuevo y me miró de arriba abajo.
—De acuerdo —dijo—. Puede estar diez minutos con ella. —Hizo una pausa y
luego dijo en voz baja—: Hemos tenido que sedar varias veces a Margot desde su
admisión, así que puede que la encuentre un poco adormilada. Es normal. No trate de
hablar demasiado alto ni demasiado deprisa.
Asentí y seguí a la doctora Gale por un largo pasillo hacia una salita que había en
el extremo. Ella empujó la puerta y llamó a Margot. Una figura alzó la vista desde
una silla junto a la ventana.
—Margot —dijo tranquilamente la doctora Gale—. Está aquí su prima. Me temo
que tiene malas noticias.
—¿Mi… prima? —dijo Margot.
En ese momento parecía bastante ausente. Parpadeó muy despacio y me miró. La
doctora Gale asintió.
—Le doy diez minutos.
En cuanto se cerró la puerta, me senté lentamente en la silla que estaba frente a
Margot, y luego me incliné hacia delante y le cogí la mano. Ella la retiró y se quedó
mirando su regazo. Verla en carne y hueso me cortó la respiración. Poder sentir mi
propio estado físico, el de ella, me dio ganas de llorar. Parecía tan frágil, tan atontada
por las drogas y la desesperación. Y yo también sentía la vergüenza de no protegerla
más. De no ayudarla a salir adelante.
Finalmente, me dejó cogerle la mano, que yació floja y sin fuerza como una hoja
sobre la palma de la mía.
—Margot, necesito que me prestes atención —dije con firmeza. Ella levantó la
cabeza para mirarme. Cogí aire con fuerza y continué—. Tengo algo muy importante
que decirte, y necesito que lo escuches ahora mismo, ¿vale?
Ella bizqueó, con la cabeza vacilante.
—¿Te conozco?
—Algo así.
Una pausa. Hizo una mueca. Le acababa de recordar su primer encuentro con
Sonya.
—Tienes un acento raro. ¿De dónde eres?
Me di cuenta que mi voz a veces adquiría el acento australiano que se me había
pegado durante los años que pasé allí. Años por los que Margot aún no había pasado.
—De Sídney —dije.
—¿En Australia?
—Ajá.
Una larga pausa.
—Hay guros, ¿eh?
—¿Guros?
Retiró la mano de la mía y alzó ambas manos hasta la cara, como garras.
—¡Ah! —dije—. Canguros.

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Asintió.
—Sí, hay canguros allí.
Pensé cuidadosamente en lo que le tenía que decir. Se me había pasado por la
cabeza decirle que yo era ella, de visita desde el futuro. Rápidamente cambié de
opinión. Sin duda ninguna, no podía pedirle que confiara en mí. Yo nunca había
confiado en nadie durante toda mi vida adulta. Ni siquiera en mi propio marido. Ni
siquiera en mí misma.
Así que utilicé lo que había funcionado conmigo.
Le hablé de lo que le había ocurrido a Theo en el centro de detención. No me
guardé nada. Se lo conté con detalles crudos y gráficos, hasta que acabé llorando, y
Margot se quedó mirando por la ventana, cada vez más lejos, asintiendo de vez en
cuando cada vez que yo le hacía una pregunta, tocándole la cara cuando describía lo
que Theo había sufrido, lo que yo necesitaba de ella para que todo fuera bien.
Al fin, llegué al meollo de la cuestión. La auténtica razón por la que estaba aquí.
—Necesito que perdones a Toby.
Ella se dio la vuelta para mirarme, con la cabeza poco firme. Lo que le habían
dado, fuera lo que fuese, la había llevado hasta el espacio exterior.
—Me traicionó. Con mi mejor amiga.
—No, no lo hizo, Margot. Te prometo que no lo hizo.
Ella me miró fijamente. Yo quise sacudirla. Permanecía muy quieta. Busqué en
mi mente algo que decirle que pudiera abrirse paso entre las drogas, algo que pudiera
superar los años de sospecha e incredulidad, las capas de autoprotección y dolor.
Y antes de que yo pudiera hablar, dijo:
—¿Sabes?, solía ver ángeles cuando era pequeña. Hace mucho tiempo. ¿Tú crees
en ángeles?
Después de un momento, asentí, estupefacta.
Ella no dijo nada durante un largo rato, se limitó a mirar por la ventana, perdida
en los recuerdos.
Me incliné hacia delante y le cogí la mano.
—Toby aún está enamorado de ti. Tienes una oportunidad, sólo una, de recuperar
ese amor. Pero si la pierdes, desaparecerá para siempre.

Fui a buscar a Theo al colegio. Corrí casi todo el camino cuando perdí el autobús,
sintiendo la humedad de mis alas contra la espalda de la blusa. Cada segundo era
ahora precioso, y por ello puse especial cuidado en el tiempo que pasamos juntos.
Cenamos en IHOP y fuimos a ver Hook en el cine de Union Square. Le compré un
vestuario nuevo entero, todo con la tarjeta de crédito de Margot, y nos quedamos
levantados hasta las tantas cambiando su dormitorio, poniendo carteles de Batman en
las paredes, limpiando la alfombra, cambiando la ropa de cama y atornillando los
paneles sueltos de su ropero, para que no pareciese que se le iba a caer encima

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durante la noche. Finalmente, arreglé los estores y doblé toda su ropa. Le dije que se
fuera a la cama y le llevé un vaso de agua, pero cuando volví, se había dormido.
Me dirigí al dormitorio de Margot. En el extremo del pasillo, una luz. Pensé que
sería Nan. Caminé hacia ella. Justo entonces, oí la voz de Nan que llegaba de la
habitación que estaba a mi izquierda.
—¡Ruth!
Un segundo más tarde, me caí al suelo, con la cara sangrando y ardiéndome por
culpa de lo que fuera que me hubiese golpeado, con los pulmones tan aplastados que
apenas podía respirar. Jadeé y me puse en pie vacilante. Justo delante de mí estaban
Ram, Luciana y Pui. Se agruparon, y al principio parecían tres columnas de sombra.
Ram sujetaba una bola de pinchos al extremo de una cadena.
Sólo se podía hacer una cosa. Correr.
Ram retrocedió, dispuesto a golpearme otra vez con la bola. Corrí hacia el cuarto
de estar y, cuando me alcanzó, alcé las manos hasta las sienes, dispuesta a sentir la
explosión contra mi cabeza. Vi a Nan con el rabillo del ojo. Vi que extendía una
mano y desviaba el golpe. Mientras lo hacía, sentí dos brazos que me cogían por las
axilas y me sujetaban en el aire: Luciana, que me sujetaba mientras Pui me hundía la
mano en el pecho. Sentí como si me hubieran cortado por la mitad y grité. Oí que
Theo me llamaba desde su dormitorio. James apareció junto a mí y se dirigió a la
habitación de Theo. Pero Luciana y Pui lo habían visto.
—¡No os atreváis! —chillé, y Pui me sonrió en la cara, se inclinó hacia delante y
se hundió en mí con tanta facilidad como uno se mete en un armario.
En ese momento, creo que vi el Infierno. Pui me estaba llevando allí,
arrastrándome fuera de mi carne y haciéndome caer en un mundo tan terrorífico que
sentí su crueldad en los huesos.
Y después, la oscuridad.
Oí golpes, rugidos y gritos, pero muy lejanos, como si me estuvieran arrastrando
a otro lugar, a otro tiempo.

Cuando desperté, estaba tirada en el suelo de una habitación blanca, desnuda.


Aterrorizada. ¿Era esto? ¿Estaba en el Infierno?
Pegué las rodillas al pecho y me estremecí.
—¿Nan? —llamé. Y luego—: ¿Theo? ¿Toby?
Pasos detrás de mí.
Me di la vuelta. Tardé unos instantes en darme cuenta de que la figura brillante
que tenía delante era Nan. Su rostro relucía como la luna, y tenía las alas extendidas a
ambos lados de su silueta, como anchas bandas de luz roja. Su vestido no era tan
blanco como antes, y no era material; era como si hubiera alzado la superficie de un
lago tranquilo en el que se refleja la puesta de sol y se la hubiera echado por encima.

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—Cuéntame —le dije, temblando tanto que las palabras parecían salir a
borbotones de mi boca—. ¿Voy a ir ahora al Infierno?
—No lo creo —dijo Nan tranquilamente—. Acabo de evitar que te convirtieras en
su más reciente habitante.
—Pero voy a ir al Infierno, ¿no? ¿En el futuro?
—Sólo Dios decide las consecuencias que tendrá tu elección.
Era un magro consuelo. Supe que no iba a mentirme. Pero tenía que enfrentarme
a ello. Nan no me había salvado indefinidamente del Infierno. Sólo había retrasado
mi llegada.
Me puse de pie. Extendí la mano y le toqué el vestido.
—¿Por qué has cambiado?
—Todos cambiamos —dijo después de largo rato—. Igual que tu pasaste de bebé
a adulta cuando eras mortal. Cuando te salvé, me convertí en Arcángel.
—¿Por qué?
—Cada tipo de ángel tiene un papel específico al servicio de Dios. Algunos nos
convertiremos en Poderes; otros, en Virtudes. Pocos nos convertiremos en
Querubines, que protegen y ayudan a los seres humanos para llegar a conocer a Dios.
Menos aún nos convertimos en Serafines.
—Y menos aún acabamos en el Infierno, ¿eh?
Una ligera sonrisa.
—Toma —dijo, y yo alcé la mano para protegerme los ojos cuando miré su palma
extendida. Sostenía un vestido blanco.
—¿Y el azul?
—No se puede volver a llevar. Esto es todo lo que queda.
Y me tendió una pequeña joya azul en el extremo de una cadena de oro. Me puse
el vestido blanco y me abroché la cadena alrededor del cuello.
—¿Qué pasa a continuación? —pregunté—. ¿He cambiado la vida de Theo?
Ella volvió a extender la mano. Dentro de ella, apareció un mundo paralelo del
tamaño de un globo de nieve, que se expandió hasta ser del tamaño de un melón. Me
acerqué y miré dentro. En el interior, como reflejos en un charco de agua, una imagen
de Theo al final de su adolescencia. Embrutecido, frunciendo el ceño. Al principio,
pensé que estaba sentado tras el escritorio de madera de una oficina, pero me di
cuenta de que estaba ante un tribunal, vestido con el mono anaranjado de los presos,
dejando caer la cabeza cuando se anunció el veredicto. Una voz de mujer dijo:
«¡Culpable!». Pusieron a Theo de pie y se lo llevaron a rastras.
—¿Eso es todo? —grité—. ¿Después de todo esto, Theo es condenado a cadena
perpetua y yo voy al Infierno?
Miré a Nan en busca de una respuesta. No me dio ninguna.
Caí de rodillas.
Durante largo tiempo sollocé a cuatro patas, dejando que mis lágrimas cayeran
sobre el suelo blanco. Todo aquello no había servido de nada. No puedo ni decir

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cómo me sentía.
Finalmente, me limpié la cara y me puse de pie frente a Nan.
—¿Qué hago ahora? —dije—. ¿He cambiado algo?
—Sí —dijo Nan—. Y no todo te va a gustar. Puedes presenciar cómo Margot
toma decisiones que frustran todos tus planes.
—Yo ya no tengo planes, Nan. Voy a ir al Infierno, ¿recuerdas?
—Es como te dije al principio —dijo ella, muy seria—. Nada es seguro.
Me sequé los ojos. Me estaba dando esperanzas. Pero, por una vez, parecía un
acto de crueldad.
—¿Qué hago ahora? —dije.
Por primera vez en mucho tiempo, Nan sonrió.
—Tienes una tarea que hacer. Ve y hazla.

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23

LA PALABRA MÁS DURA

Yo estaba delante cuando Margot volvió a casa de Riverstone, desprovista de sus


adicciones pero desprovista también de la percepción de sí misma, de dónde había
venido y de por qué estaba allí. Dejó en el suelo sus bolsas, se apartó el pelo de la
cara y suspiró. Para su sorpresa, Toby y Theo estaban esperándola en el comedor.
Pero ella no fijó la mirada en ellos, sino en los girasoles marchitos que había en el
jarrón.
—¿Margot?
Ella miró a Toby.
—¿Sí?
—Esto… —Miró a Theo—. Oye, amigo, ¿puedes dejarnos solos a tu mamá y a
mí un minuto?
Theo asintió y se fue a su cuarto. Yo miré hacia Gaia, que estaba de pie en la
puerta. Ella caminó hacia mí y puso un brazo sobre el mío.
—¿Estás bien? —preguntó.
Yo asentí, aunque estaba lejos de estar bien.
Vi cómo Toby sacaba un fajo de papeles de su enorme chaqueta de pescador y los
colocaba sobre la mesa del comedor. Sabía lo que eran. Él se aclaró la garganta e
irguió los hombros, usando una mano para buscar algo en los bolsillos de la chaqueta.
Su certeza, pensé. Durante un minuto o dos, mantuvo la mano sobre los papeles,
como si soltarlos del todo fuera un acto irrevocable, algo que nunca, nunca podría
cambiar.
«Dile que lo amas, Margot», dije muy alto, pero ella siguió mirando los girasoles.
—Esto son… los papeles del divorcio —dijo Toby, conteniendo el aliento—. Lo
único que tienes que hacer es firmar debajo de donde he firmado yo y los dos…
podemos seguir adelante con nuestras cosas.
Margot sacó los tallos secos del jarrón y entró en la cocina sin mirarlo a los ojos.
Toby la siguió.
—¿Margot?
—¿Qué?
—¿Me has oído?
Ella alzó los tallos secos.
—Se murieron mientras yo estaba fuera.
—¿Sí?

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—¿No les cambiaste el agua?
—No. No vivo aquí, ¿recuerdas? Acuérdate, tú me echaste… En cualquier caso,
no nos metamos en eso.
Pude ver a Theo en la puerta de su cuarto, pasillo adelante, escuchando
atentamente, con un deseo en su corazón que brillaba como una brasa. «Por favor, por
favor…»
Margot miró los girasoles que tenía en la mano.
—Sabes, aunque meta estas cosas en una bañera llena de agua, aunque las
empape durante días y días, están muertas. Y así son las cosas. —Miró a Toby—.
¿Sabes?
Él asintió muy lentamente y se metió las manos en el fondo de los bolsillos.
Luego negó con la cabeza.
—No, en realidad no lo sé. ¿De qué estás hablando, Margot? Primero me dices
que lo sientes y después… después estamos jugando todos a las cartas como si
volviéramos a ser una gran familia feliz…
Ella alzó la vista rápidamente y dijo:
—¿Cartas? —como si no pudiera recordar, lo que puso furioso a Toby.
Habló más fuerte.
—He esperado seis años para que me perdonaras, para que plantearas la
posibilidad de que quizá, sólo quizá, yo no te hubiera engañado, que quizá lo que
viste no fue la verdad, que quizá te ame…
Ella lo miró.
—¿De verdad?
—Te amaba —dijo—. Quería decir que te amaba.
Extendió los papeles sobre la mesa.
—¿Sabes qué? Esas flores están muertas. Yo necesito seguir adelante con mi vida.
Se marchó. El silencio quedó colgado en la habitación como un suicida.

A la mañana siguiente llegó una carta de Hugo Benet, en la que daba las gracias a
Margot por sus servicios editoriales y alababa su trabajo con los cuadernos de Rose
Workman, por los que le enviaba un cheque con los derechos atrasados.
El cheque era de veinticinco mil dólares.
La vi recorrer sin ton ni son el apartamento y recordé el vacío que se había
establecido cuando eliminé el alcohol de mi vida, como una piedra gigante que se
quita de la entrada de una cueva. Se miró el pelo en el espejo. «Necesito un corte»,
pensó. Luego se tocó la cara. No había más que arrugas y tristeza.
Caminó lentamente por el pasillo hasta la habitación de Theo, como un artista de
la cuerda floja colocando los pies cuidadosamente en línea, con cuidado de no caerse.
La habían aplaudido al terminar la rehabilitación, le habían colocado un elaborado
ramo de lirios y orquídeas en los brazos y, como un ungimiento, la habían declarado

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finalmente limpia. Incluso le habían hecho una Polaroid a ella y a los demás internos
en la entrada de Riverstone, la que tenía los Budas y las cigüeñas, y ella había
colocado la foto sobre la chimenea como recuerdo: «Ahora estás limpia. No lo
olvides». Pero eso es lo que pasa con la rehabilitación: te dejan tan limpia que te
parece poco natural, demasiado difícil seguir así para siempre jamás, permanecer tan
blanca, tan lavada de humanidad. Al menos, así era como yo me había sentido.
Habría querido que alguien me enseñara cómo vivir una vida normal. Cómo vivir sin
los pilares de las botellas vacías de alcohol para levantarme el ánimo.
Theo estaba enroscado en la cama, haciéndose el dormido. Todo lo que había oído
decir a Toby le daba vueltas en la cabeza, y hacía lo posible por asimilarlo. James
estaba sentado al borde de la cama, tratando de distraerlo estimulándole la
imaginación. Pero no funcionaba. Theo vio a Margot de pie en su puerta y lentamente
se incorporó.
—¿Qué te parecería que nos fuéramos a un sitio nuevo?
Lo dijo de la manera más ligera posible, como si lo hubiera pensado muy bien,
como si supiera exactamente lo que estaba haciendo.
—¿Como cuál?
Ella se encogió de hombros.
—Como Nueva Jersey, por ejemplo.
Rió.
—¿Adónde entonces? ¿A Las Vegas?
Ella se acercó al mapamundi que estaba en la pared encima del escritorio.
—Sabes, tu padre y yo nos casamos allí.
—Pues entonces vámonos allí.
Ella examinó el mapa, con los brazos aún cruzados.
—¿Y qué tal Australia?
Theo lo pensó.
—¿Eso no está a millones de kilómetros?
—A unos quince mil.
—De ninguna manera.
—¿Por qué no? Hay canguros.
Theo suspiró y sacó los pies por el borde de la cama.
—¿De verdad quieres irte a Australia? ¿O es otra manera de fastidiar a papá?
—¿Te vendrías conmigo?
Theo se miró los pies y arrugó la frente. De nuevo se sentía desgarrado en dos
pedazos. Miré a James. «Dile que no pasa nada por decir que no», dije. «Puede
quedarse con Toby.»
Después de un buen rato, Theo alzó la mirada.
—Mamá —dijo—. ¿Podré visitarte en Australia?
Era su respuesta. Margot lo miró y sonrió.
—Claro.

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—¿Por ejemplo, cada verano?
—Sí, aunque el verano es el invierno de aquí.
—¿Podré tener un canguro como mascota?
—Quizá. Pero sin duda podrás venir y quedarte todo el tiempo que quieras.

Por supuesto, yo había previsto aquella jugada hacía mucho tiempo. Por mucho que
yo adjudicara a las cálidas costas de Sídney mi largo tiempo de merecida sensación
de bienestar, me odié a mí misma por abandonar a Theo. Era injusto ponerlo en la
posición de tener que escoger entre Toby y yo. Había sido cruel y deliberadamente
egoísta al trasladarme, no a otra parte de la ciudad, no a otro estado, sino a otro
continente.
Y aun así, después de todo lo que yo había pasado, después de la serie de
acontecimientos que casi me habían destrozado, era mi tabla de salvación.
Margot empezó su autotransformación con un corte de pelo radical, un corte de
tazón color chocolate que se alargaba por los extremos, y un bronceado en espray.
Ingresó el cheque de Hugo, se compró un colgador entero de ropa nueva en Saks y
pidió una cita con un cirujano plástico. Blefaroplastia, o eliminación de la tristeza
alrededor de los ojos. Quítate todas las bolsas que quieras, le dije. La tristeza está en
el alma.
Decidió quedarse el piso durante un mes o dos más, por si las cosas no salían
bien. Yo le había dicho que no haría falta, pero desde que había vuelto de Riverstone,
no respondía ni a una de las palabras que yo le decía. Cuando yo canté la Canción de
las Almas (sólo una vez, para ver si había conexión entre nosotras), ella ni parpadeó,
no se irguió y miró a su alrededor, no se estremeció al sentir mi presencia. Si no lo
hubiera sabido bien, habría imaginado que era otra persona completamente diferente.
Nan vino la noche antes de que Margot se marchara a Sídney. Yo me senté con las
piernas cruzadas en el tejado del apartamento, bajo un cielo curiosamente brillante,
sintiéndome desconectada de todo y de todos: Dios, mi familia, yo misma. Di un
paso, al borde mismo del tejado. Llámenme reina del drama. No es que fuera un
intento suicida. Quería ver si realmente estaba acabada, si mi trato con Grogor había
cambiado las reglas. Caí durante medio segundo y después… nada. Me quedé
suspendida en el aire, como un buceador en una piscina. Por una vez, aquello me
tranquilizó.
Nan escuchó mis quejas con su habitual paciencia estoica. Cuando terminé, me
dijo que mirara a mi alrededor. Lo que había sido una negrura iluminada por la luna
un momento antes, era ahora un paisaje de relucientes tejados sobre los que estaban
sentadas filas y filas de Arcángeles, todos ellos como rubíes de tres metros de alto
atravesados de luz, con rostros firmes y humanos que mostraban expresiones de
determinación y valor. Tiras de fuego de varios grosores y fuerza orbitaban alrededor
de sus cuerpos, brillantes como cometas. Algunos iban armados de espadas y

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escudos, otros con arco y flechas. Todos me estaban mirando. Recordándome su
solidaridad. Que me estaban cuidando.
Nan no dijo nada durante el tiempo que estuve parloteando sobre Theo, Toby y
Margot. Cuando hice mi pregunta habitual, «¿Qué se supone que tengo que hacer?»,
se puso de pie y miró hacia una nube que, como una oveja descarriada, se movía por
el cielo lleno de lentejuelas.
—¿Qué es? —dije ansiosamente.
—Mira mejor —contestó.
Yo miré fijamente. La nube se movió lenta hacia la luna hasta que cubrió la
blanca uña en el cielo. Y entonces tuve una visión.
Imaginen el tráiler de una película: la visión consistía en trozos de un hecho,
como escenas montadas con torpeza por un montador borracho. Estaba
desincronizado: Margot conduciendo su coche, cantando con la radio. Luego un salto
hacia delante, fragmentos de metal volando por el aire a cámara lenta. La cabeza de
Margot cayendo hacia delante tras un impacto. Otro coche girando y girando en la
carretera como una peonza. Un primer plano de un tapacubos rodando hacia la acera.
El cristal de un parabrisas rompiéndose. Un Lincoln negro derrapando y dirigiéndose
directamente hacia una mujer que empujaba un cochecito por la acera. Margot
atravesando el parabrisas, con la cara hinchada y sangrando a cámara lenta, cayendo
sobre el asfalto bajo el cálido sol de la mañana, el brazo doblándosele a la espalda,
rompiéndose, todo el cuerpo rebotando, aterrizando sobre la cadera izquierda,
aplastándole la pelvis, luego deslizándose —ya no a cámara lenta— hasta el
neumático doblado de otro coche que echaba humo por el capó.
—¿Qué es eso?
Miré a Nan.
—Es algo que tienes que evitar que suceda —dijo—. Uno de los efectos de los
cambios que hiciste es lo que has visto ante ti. A menos que lo evites.
Se me aceleró el corazón.
—¿Y si fracaso?
—No fracasarás.
—Pero ¿y si…?
—¿De verdad quieres saberlo?
Me tocaba a mí echarle a Nan una mirada.
Ella me la sostuvo.
—Margot quedará paralizada del cuello hacia abajo, confinada a una silla de
ruedas y necesitada de cuidados las veinticuatro horas durante el resto de su vida.
Pero habrá tenido suerte. Morirán cuatro personas en el accidente, entre ellos un
bebé, un hombre que está a punto de casarse y una mujer que es imprescindible para
evitar un importante ataque terrorista en el futuro.
Me incliné sobre las rodillas y respiré a fondo.
—¿Cómo lo detengo?

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—Presta atención —dijo Nan, muy severa—. Esto es tu aprendizaje y a la vez una
cuestión urgente. Es todo lo que me han dicho.
—¿Prestar atención? —medio grité—. ¿Ésas son mis únicas instrucciones?
Se acercó un paso mientras la visión se desvanecía.
—Mira a tu alrededor —dijo con calma—. ¿De verdad crees que tienes algo que
temer? Incluso ahora, como ángel, sabiendo que Dios existe, viendo lo que ves, ¿por
qué el miedo es aún parte de tu ser?
Cerré la boca. No sabía la respuesta.
—Se te ha mandado que hagas algo, no que lo temas. Así que hazlo.
Se alejó hacia el extremo del tejado. Me volví.
—¿Qué quieres decir con lo de mi aprendizaje?
Pero ya se había ido.

¿Caminar sobre cáscaras de huevo? ¿Saltar ante cada sonido, cada movimiento? La
paranoia no describe en absoluto mi estado mental a la mañana siguiente. Vi cómo
salía el sol y gemí. Recé: «Por favor, que vuelvan a aparecer los mensajes. Estoy
escuchando, de verdad. Siento haberla fastidiado. Por favor, por favor, decidme qué
tengo que hacer.»
Pero mis alas goteaban fláccidas, impotentes como agua en un canalón.
Margot había estado soñando con Sonya. Se había presentado en casa de Sonya y
se había enfrentado a ella acerca del asunto de su aventura con Toby. Se quitó toda la
ropa, el vestido con estampado de leopardo y los zapatos rojos que le había pedido
prestados la noche en que ella y Toby se casaron, y se los tiró a Sonya a los pies.
Entonces, Sonya se disculpó. Margot se sintió fatal, porque se dio cuenta de que
durante todo aquel tiempo, Sonya lo había sentido. Se dio cuenta de que, durante todo
aquel tiempo, ella había estado equivocada.
Cuando despertó, se sintió hueca. Por primera vez vi los restos de un sueño
colgando en su aura como café derramado: al principio, sus imágenes salpicaban la
suave luz rosada que se alzaba de su piel como rocío matinal hasta que finalmente,
cuando el crudo filo del día empezó a abrirse paso en su sentido de la realidad, el
sueño no fue más que unas cuantas gotas, cada una de las cuales contenía la imagen
del rostro de Sonya, penitente, sincero.
Las tareas pendientes antes de que Margot hiciera las maletas y se dirigiera a
Sídney incluían almacenar las piezas más grandes de su mobiliario y recoger el
visado de la oficina de pasaportes en el centro. Se puso los mismos vaqueros y la
camiseta negra que yo había llevado unas semanas antes, preguntándose por un
momento por qué estarían doblados sobre el baúl de madera que tenía a los pies de la
cama, y luego cogió las llaves del coche y bajó las escaleras.
Lo que me pareció al principio una fuga de aceite resultó ser una pequeña mancha
de sombra, justo debajo del coche. Me quedé fuera del vehículo, echando un atento

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vistazo al aparcamiento para ver si había demonios (medio deseaba, medio esperaba
encontrarme con Ram, Luciana, Pui o Grogor, para devolverles con creces su reciente
hospitalidad) y después volví a fijarme en el viejo Buick plateado de Margot. Ella
salió marcha atrás, casi volcando un cubo de basura, y yo vi que la sombra se
tambaleaba como si la gravedad la atase a la parte lateral inferior. Entonces, cuando
ella empezaba a avanzar calle abajo, vi lo que era en realidad: un tallo negro, como la
curva oscurecida de un arco iris que se abría paso desde la sombra, más allá de los
cubos de basura, y llegaba hasta la cima de la colina.
Recordé la visión. No había visto a nadie más, al menos durante no más de unos
segundos. Había una mujer en la acera, empujando un cochecito. No le había visto la
cara. ¿Era la decisión de alguien que había decidido dormir hasta tarde aquella
mañana y estaba a punto de causar un accidente porque iba muy deprisa al trabajo?
¿O alguien que había decidido meterse entre pecho y espalda una botella de Jack
Daniels mientras conducía por Lexington Avenue? ¿Le pasaba algo malo al coche?
Entonces recordé un detalle de la visión. Justo antes de que Margot saliese
disparada hacia delante, atravesando el parabrisas, se había vuelto y había dicho algo.
Supongo que pensé que me estaba diciendo algo a mí. Pero entonces me di cuenta.
Fuera quien fuera con quien estuviese hablando estaba sentado a su derecha. Justo en
el asiento del pasajero.
Me metí en el siento trasero del coche y me incliné hacia delante, cerca de su
oreja.
—¡Margot! —grité—. No te detengas. No recojas a nadie, ¿me oyes? A nadie,
aunque se acabe el mundo. ¿Me oyes, Margot?
No me oía. Me latían las alas. Sollocé de alivio. «Sí», pensé. «Dadme
instrucciones. Dadme instinto. Dadme cualquier cosa que me diga lo que está
pasando.» Pero entonces el latido se detuvo. Miré frenética a mi alrededor.
Allí mismo, junto a mí, estaba Grogor.
—¿Disfrutas del viaje? —dijo.
Ahora era más joven. Treinta y tantos. Parecía un guapo abogado joven, quizá un
banquero. Bien afeitado, piel morena. Un traje negro nuevo. De acuerdo con los
tiempos. Me volví para enfrentarme a él, dispuesta a pelear.
—Vete —dije.
Él chasqueó la lengua.
—Vamos, vamos —dijo—. Sólo me he pasado por aquí para ver qué tal estabas.
He oído que tuviste un encontronazo con Ram y compañía. —Frunció el ceño—. Eso
no me ha gustado. Puedo asegurarte que se les ha administrado el castigo
correspondiente.
De repente sentí mensajes en las alas: «Él es una distracción».
Lo ignoré y miré por la ventanilla, asimilándolo todo, tratando de relacionar
frenéticamente lo que había visto con lo que estaba viendo allí en ese momento.
—Tengo otra oferta —continuó—. Creo que deberías escucharme.

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Lo ignoré, examinando la calle. Localicé a una mujer que llevaba a un niño en un
cochecito y salté. Pero entonces el semáforo cambió y arrancamos. ¿Era posible que
la visión de Nan fuera un error?
—Sabes que vas a ir al Infierno —dijo Grogor cuidadosamente—. Y sabes que
allí no habrá sólo tres demonios a los que no les gustes. Habrá millones.
Extendió la mano y sumergió la punta del dedo en mi ala, sólo un segundo. Y
durante ese largo momento espantoso, vi un destello del Infierno. Nada de fuego ni
azufre. Sólo una amargura insoportable, palpable. Una habitación oscura sin alfombra
ni puertas ni ventanas, sólo un interior sin luces. Luego, como si fuera un reflector, un
atisbo de rojo que sacaba a la luz los objetos: un joven siendo desmembrado por una
multitud de figuras en sombras. Los vi recosiéndolo tranquilamente como si fuera un
muñeco de trapo, ignorando sus gritos. Vi otras habitaciones donde la gente caminaba
a través de proyecciones tridimensionales de sus propias vidas, y extensiones de esas
vidas, gritando cuando se veían hundiendo la cuchilla que no podría volver atrás;
hombres que trataban de atrapar todos los pedazos de la explosión que destrozaba la
habitación como cristal que se rompe a cámara lenta. Supe de algún modo que las
proyecciones virtuales se estarían repitiendo durante el resto de los tiempos.
Vi cosas que no puedo ni empezar a describir. Parecí alzarme de aquel lugar sin
salidas y vi enormes edificios negros llenos de habitaciones como las que había visto
antes, llenas de chillidos. Y me vi a mí misma, llegando a la entrada de aquel edificio.
Como había hecho en St Anthony, llamaba a la puerta. Todas las cabezas se volvían.
Estaban llegando.
—Déjame en paz —le silbé.
Él se chupó el dedo. Mis alas se lo habían quemado. Me echó una rápida mirada.
—Eso no fue más que un vistazo —dijo—. ¿Te imaginas una eternidad así, Ruth?
Pero qué suerte tienes, porque hay una alternativa.
Yo vacilé.
—¿Que es…?
Él pareció confundido.
—Ruth… ¿no sabes quién soy?
Lo miré sin expresión. Él negó con la cabeza, como si no pudiera creerlo.
—Mira —dijo—. Si vienes ahora conmigo, me aseguraré de que no recibas más
que una mirada fría de los millones de demonios que te están esperando. Inmunidad,
por así decirlo.
Me lo pensé, durante mucho más tiempo del que hubiera debido. Y confieso que
una parte de mí quería decir que sí. Gran parte de lo que había dicho era cierto. Yo
había llevado a cabo un acto que significaba que me estaba deslizando lentamente
hacia el Infierno. Cuando un policía acaba en la cárcel, también se encuentra cara a
cara con un montón de criminales que quieren su sangre. Pero estos criminales no
querían mi sangre sino mi alma.
Entonces oí las palabras de Nan: «¿De verdad crees que tienes algo que temer?».

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Me moví en mi asiento y me obligué a sonreír. Él sonrió a su vez y se inclinó
hacia delante. Había, si no me equivoco, cierto atisbo de deseo en sus ojos.
—¿Y bien? —dijo.
—Debes creer que soy una cobarde, Grogor. Así que déjame decírtelo bien
clarito. Preferiría estar con todos los residentes del Infierno que pasar un segundo
más en tu compañía.
A él no se le movió un pelo.
—No lo dices en serio —dijo sonriendo, pero en el reflejo oscuro de sus ojos
pude ver que había alguien en la ventanilla detrás de mí.
Justo entonces, se abrió la puerta del coche y Grogor se desvaneció. Alguien
subió al asiento del pasajero y cerró de un portazo.
—¿Qué demonios…? —gritó Margot a la mujer que estaba sentada junto a ella.
—Conduce.
Era Sonya. Una Sonya mucho más corpulenta, con los senos asomando de un
ceñido corpiño gótico, con el pelo anaranjado y rastas. Los años no habían sido
amables con ella. Margot la miró a los ojos. Rápidamente metió primera y arrancó.
—¿Adónde vamos?
—Calla y conduce.
—Me alegro de verte, Son.
Una pausa. «Es así como ocurre», pensé. «Sonya le hace estrellar el coche.» Pero
entonces, recordé la visión. No había señal alguna de Sonya en el coche cuando se
estrellaba. ¿La había?
Ezekiel, el ángel guardián de Sonya, estaba fuera, sobre el parabrisas, atrapado
por el cristal. Pensé con fuerza y recé con más fuerza todavía. «Decidme qué
hago…»
—¿Qué es esto, Son? Ahora mismo estoy de lo más ocupada…
Margot dio una curva a toda velocidad, haciendo que Sonya se golpease contra la
ventanilla del pasajero.
Sonya se rehízo. Se volvió hacia Margot.
—Oye, pensé que hacía tiempo que no nos veíamos, así que deberíamos reunirnos
y, no sé, comparar notas de lo mal que nos ha ido la vida. Puede que debiéramos
hacer un concurso.
—Has escogido un momento estupendo para eso, Son. Siempre fuiste una gran
planificadora.
Sonya frunció el ceño.
—¿Sabes?, solía pensar que yo era la que te debía una disculpa. Pero últimamente
he estado pensando que es al revés.
Margot pisó el freno ante un semáforo en rojo, mandando a Sonya contra el
salpicadero.
—Que yo recuerde, ganaste una medalla de oro en las Olimpiadas por destrucción
matrimonial.

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Sonya apretó las manos contra el cristal y se volvió a arrellanar en su asiento.
—Sabes, eso es precisamente de lo que estoy hablando. Yo no destruí tu
matrimonio. —Le tembló la voz—. ¿Sabes lo que ha sido vivir con eso desde
entonces?
Margot la interrumpió.
—Oh, ¿hubo una fiesta de arrepentimiento que me perdí?
Puso el coche en primera y pisó a fondo el acelerador.
Sonya ladeó lentamente la cabeza y miró a Margot. Gruesas lágrimas negras
surgieron de sus ojos y le corrieron por la cara.
—Sigues sin entenderlo, Margie —dijo—. Me he disculpado contigo muchas,
muchas veces. He intentado una y otra vez reparar lo que pasó aquella noche. He
pasado cientos de horas en terapia. Pero tú no lo aceptas. No es suficiente. Así que
ahora…
Sacó del bolsillo una pistola pequeña. Se la metió en la boca.
—¡No!
Margot desvió el coche, evitando por los pelos un taxi que venía de frente.
Sonaron bocinas alrededor. Ella trató de mantener el coche recto mientras extendía
una mano para coger la pistola, sacándola cuidadosamente de la boca de Sonya. Hubo
un momento en que no estuvo segura de si Sonya iba a apretar el gatillo. Me asomé
por la ventanilla del coche y empujé la puerta del taxi que estaba junto a nosotras, con
lo que pudimos seguir adelante.
Finalmente, la pistola bajó.
—Voy a aparcar —dijo Margot con voz temblorosa.
—Sigue conduciendo —dijo Sonya, volviendo la pistola y apretándola contra la
sien de Margot. Margot respiró con fuerza y yo me quedé helada de terror. «¿Qué
hago? ¿Qué hago?»
Sonya apretó los dientes.
—Ahora escucha, cariño. Estoy harta de todas tus acusaciones farisaicas, de que
me cuelgues el teléfono, de que me rechaces los correos, y ahora todo esto de Toby.
Fuiste tú la que saboteaste tu matrimonio, no yo.
—¿Has esperado años para decir eso?
Sonya apretó la pistola contra la cabeza de Margot hasta que ésta tuvo que
ladearse.
—Te casaste con el mejor tío que he conocido nunca. Y sí, joder, yo lo quería.
Pensé que lo tratabas tan mal que no lo merecías. Pero ¿sabes qué? Cuando traté de
llevármelo, incluso cuando tú lo empujaste tan lejos del matrimonio que él estaba
maduro para que lo recogieran, él dijo que no. Dijo que no, Margot. Y aun así, tú lo
dejaste. Ahora te estoy diciendo que lo siento. Y te digo que Toby no hizo nada,
absolutamente nada. Pero quiero oírte decirlo. Dilo, Margot. Di que me crees. Di que
me perdonas.
Sus dedos se curvaron alrededor de la pistola.

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—Te creo —dijo Margot en voz baja—. Te perdono.
—¿Lo dices de verdad?
Lentamente Margot se volvió, permitió que el cañón le acariciara la frente. Miró a
Sonya a los ojos.
—Lo digo de verdad.
Una larga pausa terrorífica. Sonya dio un enorme suspiro de alivio, hasta que los
hombros le cayeron hacia delante y bajó la pistola a su regazo. Vi que su aura parecía
haberse quedado sin su color, un amarillo cetrino, y cambiaba a vibrante turquesa.
Entonces, el coche se desvió hacia la izquierda.
—¿Qué ha sido eso? —gritó Sonya. Margot trató de mantener el coche recto,
evitando por poco a otro vehículo.
Yo me puse alerta. Vi a la mujer con bebé en el cochecito a mi derecha y salté
fuera como una flecha. De inmediato, un mensaje de mis alas, alto y claro:
«Confía.»
Entonces, a unos dos metros más allá, llegó un hombre en un Lincoln negro,
saliendo de una calle lateral. «Si llego a él, puedo detener esto.»
«Confía.»
El coche negro estaba tan cerca que pude ver mi reflejo en el parabrisas. «¿Qué
quieres decir con lo de confiar?», grité. «¿Qué se supone que tengo que hacer,
quedarme quieta y no hacer nada?»
Era como si el ruido de los motores de los coches, la charla que salía del café que
estaba en la acera, el ruido del tráfico, las sirenas de la policía, los trenes
subterráneos, las cañerías corriendo, todo ello se detuviera en seco. Y sólo un sonido
que atravesaba el aire, como un susurro:
«Confía.»
Así pues, cerré los ojos, y en ese momento confié en que todo fuera como debía
ser: el coche se detendría, más allá de la mujer que empujaba el cochecito, más allá
del coche negro que llevaba al hombre que estaba a punto de casarse. Me quedé en
medio del tráfico y cerré los ojos.
En ese mismo momento hubo un resplandor de luz, que salió de mí y lo rodeó
todo. Era como si me hubiera convertido en un diamante cortado que reflejara un
intenso rayo de sol, pues de pronto todo color imaginable salió de mí y se extendió
por cada rincón de la calle. Y galopando sobre los rayos, los Arcángeles, que se
precipitaron ante la mujer, guiando su recorrido al Lincoln negro, manteniendo el
neumático en su sitio mientras Margot aparcaba, justo enfrente del cruce que reconocí
gracias a la visión de Nan.
Me quedé junto al coche, viendo cómo los Arcángeles consolaban a la madre y a
su lloroso niño, cómo le susurraban al hombre del coche negro que siguiera hacia su
destino, cómo guiaban a los transeúntes por su camino, consultándolo con sus
ángeles. Entonces desaparecieron tan deprisa como habían venido, retirándose hacia
radios de sol y brillantes discos de restos de lluvia.

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Poco a poco, la luz se fue apagando a mi alrededor. Me toqué los brazos y la cara
y me di cuenta de que estaba empapada en sudor.
Caminé hacia el coche de Margot y entré en el asiento trasero, preguntándome
qué era lo que me acababa de ocurrir. Necesitaba desesperadamente que Nan me lo
explicara, pero ella no apareció.
Margot miró hacia Sonya.
—¿Sabes?, la próxima vez no hace falta que traigas una pistola.
Sonya le devolvió la mirada.
—Ha funcionado, ¿verdad? —Una pausa—. Lo siento, ¿sabes?
—Sí. Yo también lo siento.
—Mi tarjeta —dijo Sonya, arrojando una tarjeta de visita negra sobre el
salpicadero—. Mantente en contacto, Margie.
Salió del coche, metiendo la pistola de nuevo en su bolso.
—Hazme un favor —dijo—. Vuelve con Tobes.
Y con aquellas palabras, se alejó.

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24

VOLVER A BARAJAR LAS CARTAS

La tarde siguiente, cogí un asiento en clase angelical en el vuelo de Qantas de Nueva


York a Sídney, y contemplé las luces que cubrían la Tierra, los ángeles que
custodiaban las estrellas y los planetas que estaban por encima de mí. Pensé en lo que
había dicho Nan («Éste es tu aprendizaje») y quemé unas cuantas células cerebrales
tratando de descubrir qué habría querido decir con eso. ¿Por qué estaría aprendiendo
ahora? Un poco tarde para eso, ¿no? ¿O era el aprendizaje de otra cosa?
Y pensé en el mensaje que había sentido en mis alas en aquel momento crucial.
Confía. Me sentí a un tiempo aliviada por haber optado por escuchar y confusa
porque no sabía por qué me habían aconsejado que confiara, simplemente. ¿No me
habían mandado en aquel coche para hacer algo, para evitar el accidente? Lo único
que había hecho había sido obligarme a creer que, de algún modo, todo saldría bien.
No tenía ni idea de cómo había funcionado. Pero algo había ocurrido cuando lo hice,
algo vital. Me había cambiado por un breve momento de tiempo por otra cosa, por
otra persona. Estaba decidida a hacer otro intento.
Y practiqué el hermoso arte de la esperanza.
Vana esperanza, quizá, pero en cualquier caso, esperanza. Esperanza de que quizá
ganase unos puntos ante Dios, los suficientes como para relegar mi traición al fondo
de Su mente. Esperanza, a pesar de la visión que me había enseñado Nan de Theo a
punto de que lo encerraran de por vida, de que quizá hubiera aún algún modo de que
pudiera hacer lo suficiente como para ayudarlo a evitar ese destino. Esperanza de
volver a encontrar un camino hasta Toby. Estaba dispuesta a morir por intentarlo.
Aunque tuviera que morir por segunda vez.

Como había predicho Nan, se apreciaban señales de que las cosas habían mejorado,
de que las cosas habían cambiado. Cuando me trasladé a Sídney, tardé semanas en
encontrar un lugar para vivir, así que acabé pasando mucho tiempo en un hostal en
Coogee, a las afueras del este de Sídney, donde compartía un dormitorio con algunos
estudiantes tailandeses y una mujer de Moscú que permanecía dentro de casa todo el
día y toda la noche, fumando largos y gruesos puros y bebiendo vodka. Mi recaída
había sido virtualmente inevitable: pronto me uní a ella, y mi búsqueda de casa y
trabajo desapareció tras las botellas con letras rusas escritas en ellas.

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Margot llegó al aeropuerto internacional de Sídney a primera hora de la mañana
de un lunes de septiembre. Pensé que le ahorraría el desagradable dormitorio
comunitario de Coogee y le sugerí que fuera directamente a Manly y alquilara un
apartamento con vistas a la playa. Había muchas posibilidades de que me hubiera
anticipado un poco proponiéndole el apartamento (yo lo había alquilado desde
principios de diciembre de aquel año) pero la idea de Manly echó raíces y ella
preguntó cómo se iba. Un autobús y un ferry después, Margot arrastraba la maleta
paseo arriba, abriendo la boca al ver la fila de pinos de Norfolk Island que de pronto
se le aparecieron como gigantescos árboles de Navidad, la bufanda color marfil de
arena, el mechón añil de océano que derribaba a los surfistas aficionados de sus
tablas.
Mientras yo le daba instrucciones para ir al apartamento, me llegó un mensaje a
las alas. Más fuerte de lo que había experimentado nunca. No sólo un mensaje, sino
una corriente que circulaba a través de mi cuerpo, y por esa corriente, una imagen de
Margot, con el pelo largo y rubio de nuevo, caminando por campos, pasando junto a
un lago, hacia una carretera en la ladera de una colina. Miré a mi alrededor para
buscar un sitio así y después busqué en mis recuerdos. No había ningún sitio que se
pareciera al lugar que acababa de ver, ni en ninguna parte de Sídney que yo
recordara. Y entonces me di cuenta: la mujer de la imagen no era Margot. Era yo.
«Vigila. Protege. Registra. Ama.» Había tardado treinta y tantos años en
reconocer la ausencia de la palabra «cambia» en ese juego de directivas, así como la
omisión de las palabras «influencia» y «controla». Así que mientras Margot vagaba
por las calles de Manly, con jet lag y abrumada por la belleza del lugar, la novedad de
cada escaparate y esquina de calle, yo canturreé esas cuatro palabras como un mantra.
Me resistí al deseo de empujarla en la dirección de aquel bonito apartamento (el salón
abierto con un balcón que daba a la playa, la cama con dosel, la bañera de cobre, la
mesita de café con peces tropicales nadando dentro) y me retiré mientras ella recorría
el lugar, el tiempo, como si aquello nunca hubiera ocurrido antes. Como si todo
estuviera ocurriendo realmente ahora.
Y supongo que me di cuenta de que había pasado gran parte de los últimos quince
años como una madre que ha olvidado totalmente lo que es soñar con las Navidades,
lo que se siente al entrar en una juguetería cuando tienes cinco, seis o siete años, o
por qué en lugares como Disneylandia tiene que haber un frenesí absoluto y miles de
decibelios. El privilegio de vivir en el presente consistía en oportunidades sin fin de
entusiasmo y sorpresa. No era así en mi caso. Como resultado, había tratado a Margot
con la misma falta de comprensión que ella le demostraba a Theo. La había tratado
con una falta absoluta de generosidad.
Así que probé un nuevo sistema: dejaría que se equivocara, la dejaría caer, y si
caía demasiado bajo, la recogería y la dirigiría hacia donde tenía que estar. Como
cuando había pasado de sentirse excitada y eufórica aquella primera noche en
Australia hasta sentirse perdida y sola. Se había alojado en un hotel del paseo y pasó

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veinte minutos mirando de hito en hito el minibar. «No lo hagas», le advertí. Ella
dudó y luego bajó las dos piernas de la cama y abrió la puerta de un tirón. «Mejor
no», dije. «Eres una adicta, cariño. Tu hígado no puede aguantar más.» Así pues, ella
puso en fila tres botellas de Baileys y medio gin-tonic antes de mirarse las manos
temblorosas y pensar: «Quizá debería detenerme».
Tal como yo recordaba, ella decidió establecer un plan. Supongo que podría
llamarse una serie de objetivos. A mí nunca se me dio muy bien hacer listas. Me
arreglaba mucho mejor con imágenes. Así pues, se sentó con un montón de
periódicos y revistas extendidas en el suelo de la habitación del hotel, recortando
imágenes que atrapaban lo que ella deseaba de la vida, y mientras ella recortaba fotos
de casas con vallas de madera blanca, gatitos, una cocina de gas, una paloma,
Harrison Ford, las imágenes que inundaban mi mente con mis propios objetivos eran
idénticas. Observé, sonriendo aviesamente, cuando ella redujo la imagen de Harrison
Ford a un par de ojos, después recortó la mandíbula de Ralph Fiennes y luego le cortó
el cráneo a un modelo masculino con el pelo rojo. Juntó las imágenes y creó un
collage de Toby.
Después recortó una imagen en el periódico que no tenía ningún punto de
referencia: la foto de la cubierta de un libro que llevaba la imagen de Ayers Rock con
una ballena delante. El título era La cárcel de Jonás, y el autor era K. P. Lanes. Te
gustaría leer ese libro, le dije.
Una llamada de teléfono a recepción.
—Buenas noches, señora Delacroix. ¿En qué puedo servirla?
—¿Hay alguna librería abierta por aquí?
—Eh, no, lo siento, señora, son las diez y media de la noche. Las librerías no
abren hasta mañana.
—Oh.
—¿Puedo ayudarla en alguna otra cosa?
—Sí. ¿Ha oído hablar de un autor llamado K. P. Lanes?
—Bueno, la verdad es que sí. Es mi tío.
—¿Bromea? Acabo de ver una foto de su libro en el Sydney Morning Herald.
—Sí, es precioso. ¿Lo ha leído?
—No, acabo de llegar esta mañana…
—¿Le gustaría leerlo?
—Bueno, la verdad, sí…
—Muy bien. Le mandaré mi ejemplar en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Oh, eso sería maravilloso!
—No hay problema.
Ella leyó el libro de cabo a rabo, antes de dormirse y despertar al cabo de doce
horas.
De nuevo aquello no era lo que me había pasado a mí en Sydney. Era como si
alguien hubiera vuelto a barajar la mano de cartas con la que había estado jugando

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durante toda mi vida. Mientras yo me encontraba con K. P. Lanes en el vestíbulo de
uno de los muchos editores a los que había pedido trabajo, Margot lo conoció unos
días más tarde en el vestíbulo del hotel.
Iba a ser la primera de muchas diferencias con mi propia vida. Empecé a
preguntarme sobre la fiabilidad de la memoria. Y luego pensé: «En realidad somos
dos personas distintas. Lo que hace ella, lo que hago yo, ya no son lo mismo». Como
la afición de Toby de escribir en viejos manuscritos descoloridos, esa especie de
perversa intriga al espiar los pálidos fantasmas de las palabras asomando bajo su
propia escritura, decidí, allí mismo en el vestíbulo mientras Margot estrechaba la gran
mano aborigen de Kit: «Que así sea. Que así sea».

La versión de los hechos que había en mis recuerdos no era sin embargo totalmente
diferente. Kit —o K. P. Lanes, tal como era conocido en el mundo literario— era un
detective retirado que había estado escribiendo de varias formas durante toda su vida.
Alto, amable y muy tímido, había tardado diez años en escribir La cárcel de Jonás y
veinte años en publicarlo. Puesto que había revelado algunas tradiciones indígenas
supuestamente sagradas para su clan, la mayoría de su familia y amigos habían
cortado con él. Como una vez me contó, y ahora contaba a una llorosa y admirada
Margot, sólo había revelado los secretos de su pueblo precisamente porque aquella
gente se estaba muriendo. Quería que esas tradiciones sobrevivieran.
La cárcel de Jonás había sido publicada por un editor independiente y sólo se
habían impreso cien ejemplares. No había habido lanzamiento. El sueño de Kit de
contar al mundo las creencias y valores de su gente se hizo pedazos. Pero eso a él no
lo amargó. Estaba seguro de que sus ancestros lo ayudarían. Margot sólo estaba
segura de dos cosas:
1. Su libro era estupendo por varios motivos.
2. Sólo él podía ayudarla.
Y así, lo que quedaba del cheque que Hugo Benet le había mandado sirvió para
que se imprimieran otros dos mil ejemplares del libro, para una modesta campaña
promocional y para el lanzamiento del libro de Kit en la biblioteca Surry Hills. Y allí
fue donde yo pude resultar útil: en el lanzamiento, reconocí al periodista, Jimmy
Farrel, que había sido fundamental al publicar la historia del viaje que Kit había
hecho para contar su historia, los sacrificios culturales que había llevado a cabo, y el
hecho palmario de que, menos de seis meses después de que el Tribunal Supremo de
Australia hubiera anulado el polémico terra nullius referente al derecho a reclamar
tierra nativa, allí había un indígena australiano que escribía sobre temas de territorio e
identidad.
«Ve a hablar con él», le dije a Margot, empujándola en dirección a Jimmy.
En diciembre se habían vendido más de diez mil ejemplares del libro de Kit, y
Margot y él habían empezado a tener una aventura. Kit se marchó para recorrer las

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islas en una gira de cuatro meses con su libro mientras Margot alquilaba un pequeño
y estrecho despacho en Pitt Street, con una vista medio decente (si uno se subía a un
montón de libros y estiraba el cuello, podía ver las aletas dorsales blancas de la Opera
House) y registró su negocio: Agencia Literaria Margot Delacroix.
Entonces llegó una llamada de Toby.
—Hola Margot. Soy yo, Toby.
Eran las seis de la mañana. Contrariamente a su proceder habitual, ya estaba
levantada, recorriendo el cálido suelo de su cocina en bata, bebiendo su nuevo
veneno: agua caliente con limón y miel.
—Hola, Toby. ¿Cómo está Theo?
—Bueno, es curioso que menciones a nuestro hijo. Él es la razón por la que
llamo.
Ella recordó que hacía una semana que no hablaba con Theo. Se golpeó el dedo
gordo del pie contra la nevera. Penitencia.
—Lo siento, Tobes, ha habido muchísimo jaleo aquí…
—Ha habido algunos problemas.
Toby suspiró. Una larga pausa. Ella se dio cuenta de que estaba llorando.
—¿Toby? ¿Está bien Theo?
—Sí. Bueno, sí… no está herido ni nada de eso. Pero está en el hospital. Se quedó
en casa de Harry anoche y los dos pensaron que sería divertido hacer un concurso de
bebida, así que ahora Theo está en el hospital con un coma etílico…
Ella se sujetó el teléfono contra el pecho y cerró los ojos. Pensó: «Tengo la
culpa».
—¿Margot? ¿Estás ahí?
—Sí. Estoy aquí.
—Mira, no te estoy pidiendo… Sólo te llamo para contártelo, eso es todo.
—¿Quieres que vaya a casa?
—No, yo… ¿Por qué, vas a volver a casa? ¿Cómo están saliendo las cosas por
allí?
Ella dudó. Se moría de ganas de contarle lo de Kit, lo del libro. Pero luego pensó
en su relación con Kit. Toby no había tenido una relación desde que se había ido de
casa. Ella había tenido muchas aventuras. Habían pasado siete años. Siete años que
habían volado como hojas en la brisa.
—Las cosas van bien, las cosas van bien. Oye, Toby, ¿y si voy en Navidades?
Quizá pudiéramos jugar juntos a las cartas.
—Apuesto a que a Theo le encantaría.
—¿Sí? —Estaba sonriendo—. ¿Y a ti?
—Sí. A mí también me gustaría.

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Voló a casa una semana más tarde con una maleta llena de pantalones cortos y
sandalias y llegó a un Nueva York navideño y helador. Sólo habían pasado unos
meses, pero el ritmo de la ciudad parecía sobrepasarla, como si se hubiera unido a
una carrera a paso lento. Ya sentía que su lugar en Nueva York había sido ocupado.
La ciudad requería ciertas habilidades, y las suyas habían quedado adormecidas por el
estilo de vida soleado y tranquilo de Sídney. Tardó media hora en conseguir parar un
taxi. Yo di saltos de alegría al pensar en volver a ver a Gaia y a James.
—Hola, mamá —dijo el skinhead delgado como un palo que le abrió la puerta.
Margot parpadeó.
—¿Theo?
Él hizo una mueca que brilló con el refulgir de su aparato y se inclinó hacia
delante para abrazarla de mala gana.
—Me alegro de verte, hijo —dijo ella en voz baja.
Él se volvió y se arrastró hacia el interior, bostezando. Margot lo siguió, tirando
de su maleta.
—Papá, ha llegado mamá.
La figura sentada junto a la ventana se levantó.
—Estaba esperando que llamaras para irte a buscar —dijo ansiosamente—. Dime
que no has venido en taxi desde el JFK.
Margot lo ignoró y miró fijamente a Theo.
—¿Has donado tu pelo a una obra de caridad, niño?
—Tuve cáncer. Gracias por ser tan sensible.
Toby sonrió a modo de disculpa y se metió las manos en los bolsillos.
—Veo que tenemos un empate en el Campeonato de Sarcasmos. —Se inclinó
hacia delante y dio a Margot un beso torpe en la mejilla—. Me alegro de verte,
Margot, en serio —dijo.
Ella sonrió y volvió a mirar a Theo. Le llamó la atención que su agudeza precoz y
su madurez física fueran el producto de una necesidad de crecer demasiado deprisa.
Se preguntó si habría sido ella la que había provocado aquella necesidad.
Theo seguía aún allí, visiblemente impaciente. Toby lo miró.
—Escúchame, jovencito, no más tarde de las ocho, ¿me oyes?
Echó a Margot una mirada que decía «Lo estoy atando un poco corto».
Theo se despidió.
—Oído. Hasta luego, papá. —Una pausa—. Mamá.
Se dirigió a la puerta de entrada.
—Te quiero, hijo —gritó Toby a su espalda.
—Yo también te quiero.
La puerta se cerró de un portazo.

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Cuando Theo se fue, la incomodidad que había entre Margot y Toby en el cuarto
de estar contrastaba dramáticamente con la reunión entre James, Gaia y yo en el
comedor. Mientras Margot y Toby estaban sentados rígidos en lados opuestos de la
habitación, pasando de puntillas por temas inocuos de conversación, James, Gaia y yo
devoramos las noticias de los demás. Después de un largo tiempo de hablar
interrumpiéndonos unos a otros, finalmente nos callamos y estallamos en risas. Se
habían convertido en mi familia, y los había echado de menos cada día. Incluso me
maldije por animar a Margot a trasladarse tan lejos, aunque podía ver que la distancia
entre ella y Toby había sido buena para ellos. De pronto, las viejas heridas de guerra
parecían nada más que diminutas muescas en su relación. Eran educados el uno con
el otro, se alegraban de la compañía de alguien que les resultaba familiar, alguien a
quien habían amado en otro tiempo.
A quien más deseaba interrogar yo era a James. Gaia me informó de las
actividades de Toby: sobre todo, debido a mis preguntas insistentes, como si fuera
una celosa exesposa, de las de tipo romántico, a las que, me alegré de comprobar, no
había nada que responder. Finalmente, me volví hacia James.
—Sé sincero conmigo —dije—. ¿Algo de lo que hice ha cambiado las cosas para
Theo? Parece peor que cuando Margot se marchó.
James examinó el suelo.
—Supongo que tenemos que pensar a largo plazo cuando se trata de cosas así.
Me volví hacia Gaia.
—Toby es un buen padre —dijo, para consolarme, pensé—. Vigila bien al chico.
Y James es el mejor ángel que podría pedir un niño. —Palmeó la pierna de James—.
Theo responde a veces a la presencia de James, lo que es buena cosa. A veces, cuando
James le habla en su sueño, Theo contesta.
Miré a James, sorprendida.
—¡Eso es fantástico! —dije—. ¿Qué dice?
James se encogió de hombros.
—Letras de Megadeth, las tablas del doce, una frase de un episodio de Batman de
vez en cuando…
Gaia y James empezaron a reír de nuevo. Yo también me reí, pero por dentro
estaba desanimada. Seguía sin haber pruebas de que lo que yo había hecho hubiera
beneficiado a nadie, y yo seguía enfrentándome al precio que tenía que pagar.
Las cosas no mejoraron. Theo volvió a casa después de medianoche, se quedó
dormido hasta tarde la mañana de Navidad y luego, con la excusa de que se había
dejado su consola Sega en casa de Harry, desapareció durante el resto de la tarde. Seis
días más tarde, cuando fue hora de que Margot volviera a Sídney, ella había
conseguido mantener cuatro conversaciones con Theo, que fueron más o menos como
sigue:
Margot: «Eh, Theo, he oído que los Knicks juegan pasado mañana, ¿quieres ir?».
Toby: «Uh».

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Margot: «Hijo, ¿eso es una calcomanía o un tatuaje de verdad?».
Theo: «Mmm».
Margot: «Theo, es la una de la mañana. Tu padre dijo a las ocho. ¿Qué pasa
aquí?».
Theo: «Nnn».
Margot: «Adiós, Theo. Te mandaré un billete y, hum, hablaremos, ¿vale?».
Silencio.

Gaia y James me aseguraron que harían todo lo posible por proteger a Theo del
destino que, según había visto yo, lo esperaba. Pero cuando Margot volvió el verano
siguiente, Theo había visitado el hospital otras cinco veces por abuso de sustancias
peligrosas. También había sido detenido. Sólo tenía trece años.
Le conté a ella la historia del centro de detención una y otra vez.
—Recuerda, Margot —decía yo—, ¿recuerdas lo que te dije en Riverstone?
Y entonces le volvía a contar las cosas terribles que Theo había sufrido, y a
menudo yo lloraba, y James venía y me rodeaba con sus brazos. Una vez, me dijo que
había recibido un mensaje en las alas que le decía que todo lo que Theo había
experimentado acabaría convirtiéndolo en el hombre que debía ser, que todo acabaría
siendo por su propio bien.
Yo no podía decirle que había visto exactamente aquello en lo que Theo se
convertiría. Grogor se había asegurado de darme una visión completa y horrible del
Theo adulto.
Entonces hubo un cambio.
Yo me estaba repitiendo por quincuagésima vez cuando, de pronto, Margot me
interrumpió en mitad de una frase. Ella y Theo estaban en la mesa de la cocina,
cascando huevos y poniendo mantequilla a unas tostadas.
—Sabes, Theo —dijo pensativa—. ¿Te he contado alguna vez que pasé ocho años
de mi vida en un orfanato?
Él frunció el ceño.
—Oh.
Ella mordió la tostada. Él se quedó mirándola.
—¿Por qué estabas en un orfanato?
Ella masticó y pensó.
—No estoy muy segura. Creo que a mis padres los mató una bomba.
—¿Una bomba?
—Sí. Eso creo. No me acuerdo en realidad. Yo era muy pequeña. Tenía más o
menos tu edad cuando me escapé finalmente del orfanato.
El interés de Theo se avivó. Se quedó mirando la mesa y habló deprisa.
—¿Por qué te escapaste? ¿No te cogieron?

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Y ella le contó, sin omitir nada, cómo su primer intento por huir tuvo como
resultado una paliza que casi la mata, cómo la habían arrojado a la Tumba, y allí,
Theo le hizo repetir con pelos y señales las dimensiones del lugar y el terror que
inspiraba, cómo se había escapado una segunda vez, la habían cogido y se había
enfrentado a Hilda y al señor O’Hare.
Theo miraba a su madre con los ojos abiertos como platos.
«Pregúntale sobre el centro de detención», le dije.
Ella se volvió hacia él.
—Sabes, no era la primera vez que me pegaban, Theo. No fue la última. El
recuerdo de Seth apareció en primer término en su mente y los ojos se le llenaron de
lágrimas. Pensó en el niño que había perdido. James se acercó a Theo y le rodeó los
hombros con el brazo.
—Bueno —dijo ella, muy seria, acercando la cara a la de Theo—, sé que te
pasaron cosas muy malas en el centro de detención. Y necesito que me lo cuentes
porque, por Dios, hijo mío, descubriré quién lo hizo y acabaré con ellos, te lo
aseguro.
Él se puso rojo como un tomate. Se quedó mirándose las manos, colocadas sobre
la mesa, una encima de la otra. Muy lentamente, las deslizó de la superficie y se las
metió debajo de las piernas.
Luego se levantó y abandonó la habitación. La naturaleza de las cosas que le
habían hecho era tal que había acabado por pensar que él era una mala persona. Que
le pegaran en la cara o le dieran patadas en la tripa era explicable, tenía un nombre.
Pero, ¿lo otro? No tenía palabras.

Transcurrió otro año. Theo pasaba menos tiempo en el hospital y más tiempo en el
sótano de su amigo bebiendo whisky, luego esnifando pegamento y después fumando
hierba. Margot caminaba de un lado a otro en su apartamento de Sídney sin saber qué
hacer. Parecía que sólo ayer era un bebé, cuando las dimensiones de sus necesidades
eran tan sencillas como comer y dormir. Pero ahora, en tan poco tiempo, las
necesidades de Theo eran un nudo que no podía ni deshacer ni atar.
Kit se acercó a ella cuando estaba sentada en el balcón, y le sirvió su primer gin-
tonic en mucho tiempo. Yo hice un gesto de cabeza a Adoni, el ángel guardián de Kit
y pariente lejano, que solía estar muy callado.
Yo observaba a Kit cuidadosamente. Llevaba por allí mucho más tiempo de lo
que yo hubiera esperado. Sí, había conseguido cambiar las cosas, pero ¿me alegraba
de todo lo que había conseguido cambiar? No del todo. En mi versión, Kit y yo
habíamos sido amantes durante unos meses, habíamos descubierto que preferíamos la
relación de trabajo y habíamos seguido con nuestras vidas por separado. Esa versión
habría facilitado una reconciliación entre Margot y Toby. Pero ahora, al ver a Margot
que le soltaba sus quejas a Kit, viendo cómo él se limitaba a escuchar, asintiendo

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cuando era necesario, empecé a dudar. Quizá debería quedarse con Kit. Quizá fuera
bueno para ella.
—¿Qué puedo hacer? —dijo él finalmente, cogiendo entre las suyas, una de las
manos pequeñas y pálidas de ella.
Ella retiró la mano.
—No sé cómo manejar esta situación —dijo—. Theo está haciendo exactamente
lo que hice yo. Soy una hipócrita cuando le digo que no lo haga.
—No, no lo eres —dijo Kit—. Eres su madre. El hecho de que hicieras todo eso
te da más derecho aún a darle una patada en el trasero.
Ella se mordió una uña.
—Quizá debería ir allí…
Kit se reclinó hacia atrás en su silla. Se quedó pensando unos momentos y luego
dijo:
—Tráelo aquí. Deja que por fin lo conozca.
Pasó un minuto. Ella pensó. ¿Estaba lista para algo así?

Poco después, un aborigen alto con cabello plateado y trenzado y cicatrices en la cara
recibió a Theo en el aeropuerto de Sídney. Se presentó a sí mismo como Kit.
Como no había visto nunca un aborigen, podemos imaginar la reacción de Theo.
Kit se llevó a Theo a su viejo jeep en el aparcamiento y le dijo que subiera.
—¿Adónde vamos? —bostezó Theo, dejando caer la mochila en el asiento a su
lado.
Kit gritó por encima del ruido del motor.
—Descansa, amiguito, échate una siesta. Llegaremos en un abrir y cerrar de ojos.
Viajaron durante horas. Theo se quedó dormido en el asiento trasero, enroscado
alrededor de su mochila. Cuando despertó, estaba en medio de la parte más remota de
Australia, bajo un cielo que brillaba de constelaciones, rodeado del sonoro canto de
los grillos. El jeep de Kit estaba aparcado bajo un árbol. Miró a su alrededor,
olvidando por un momento que estaba en Australia, y se preguntó dónde estaría su
madre.
Kit apareció junto a la puerta del pasajero. Pero ya no estaba vestido con un polo
y pantalones chinos. Estaba desnudo hasta la cintura, con un trapo rojo atado a ella, y
la cara y el torso pintados con gruesos círculos blancos. En la mano derecha, un largo
palo.
Theo se dio un susto de muerte.
Kit extendió una mano.
—Vamos —dijo—. Salta. Cuando acabe contigo, te habrás convertido en un
auténtico nativo.
Theo se echó hacia atrás, alejándose de la mano extendida que tenía delante.
—¿Cuánto tardaremos?

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Kit se encogió de hombros.
—¿Cuán largo es un trozo de cuerda?

Tres semanas más tarde, Theo voló de vuelta a casa. Con excepción del tiempo que
pasó en casa de Margot, había pasado las noches bajo un ancho cielo, despertándose
de vez en cuando al sentir una serpiente junto a su almohada, y luego recibiendo las
instrucciones, gracias a una voz tenue que procedía de las sombras, para atravesarla y
despellejarla. Pasó los días encendiendo fuegos con dos trozos de madera seca, o
haciendo una pasta con piedra y agua, que después aplicaba a su propia piel desnuda,
o a la parte de atrás de una gran hoja negra.
—¿Cuál es tu Sueño? —le decía Kit, una y otra vez.
Theo movía la cabeza de un lado a otro y decía cosas como «Quiero entrar en los
Knicks» o «Quiero una moto para Navidad», y Kit negaba con la cabeza y dibujaba
un tiburón o un pelícano. «¿Cuál es tu Sueño?», decía, hasta que un día Theo le cogió
el palo y la pasta y dibujó un cocodrilo.
—Éste es mi Sueño —dijo.
Kit asintió y señaló el dibujo.
—El cocodrilo mata a su presa arrastrándola bajo el agua y sujetándola hasta que
se ahoga. Se lleva la unidad básica de supervivencia de la criatura. —Señaló a Theo
con su palo—. No abandones tan fácilmente tu propia supervivencia. Ahora —dijo
alejándose—, hemos acabado.
Theo miró su dibujo, las marcas blancas sobre su piel quemada por el sol, la tierra
roja incrustada bajo las uñas. Pensó en el cocodrilo. Indestructible. Un arma pura. Era
aquello en lo que quería convertirse.
Y lo hizo, hasta cierto punto. Cuando volvió a Nueva York, anestesió las
emociones de su pasado con todas las sustancias que encontró a mano y se metió en
todas las peleas que pudo. Y cuando Margot volvía a casa cada Navidad, le contaba a
Theo un poco más sobre el orfanato, y cada año le pedía que le hablara del centro de
detención, y cada vez que ella preguntaba, él se marchaba.
Pero hubo una diferencia en la vida de Margot por la que yo salté de alegría:
llamó a Toby y le pidió que fuera uno de sus clientes. Él dijo que sí. «¡Fabulosa
idea!», grité. «¿Por qué no se me había ocurrido antes? ¡Tiene todo el sentido del
mundo!» Y empecé a soñar en que los dos volvían a estar juntos, en que la segunda
vez las cosas serían mucho mejores, en que habría más amor y menos egos frágiles,
en lo feliz que se sentiría Theo, en lo felices que seríamos todos, quizá, en el Cielo…
Entonces, en el momento en que Margot colgaba el auricular, sonaron unos pasos
en el pasillo.
Una figura en la puerta.
—¿Kit?

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Él avanzó sonriendo con su sonrisa ancha y blanca, y las manos hundidas en los
bolsillos.
—¿No se suponía que tenías que estar en Malasia?
Él se encogió de hombros.
—No me gusta dar entrevistas.
Ella le pasó los brazos por el cuello y le besó la cara. Él la alzó y se la llevó,
gritando y riendo, al balcón y dijo:
—Margot, amor mío. Cásate conmigo.
Yo observaba con el corazón desbocado en el pecho mientras Margot miraba a lo
lejos, al océano que tenían debajo. Las olas descansaban sus rostros en las palmas
abiertas de la playa.
Entonces lo vi.
Ella levantó la mirada hacia Kit y sonrió, pero su aura tenía el mismo tono dorado
de la de Toby, y en ese momento fluía como un río caudaloso, rico y lleno de
corrientes que arrastraban su corazón por el Pacífico hacia Toby.
Pero empezó a asentir.
«¡No, no!», grité, ignorando la voz de mi cabeza que me recordaba la promesa de
ceñirme a las cuatro instrucciones —vigila, protege, registra, ama—, que me decía
que no debía intervenir, y le dije a la voz que se fuera al infierno y a ella: «¡No te
cases con él, Margot!», y ella lo miró y dijo, con el ceño imperceptiblemente
fruncido:
—Kit, soy toda tuya.

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25

LA LÍNEA NO FIRMADA

El plan tenía un pequeño problema, para gran alegría mía.


Margot no había firmado los papeles del divorcio. De hecho, ni ella ni Toby
tenían la menor idea de dónde estaban los papeles. Había pasado tanto tiempo desde
que se había separado que se habían establecido en la comodidad de una relación que
nunca había llevado el horrible pincho de la etiqueta «divorcio», pero que, al mismo
tiempo, se parecía tanto a un matrimonio como un ratón se parece a un mango.
Se fue a Nueva York para hablar de ello. El momento coincidió con el
decimoctavo cumpleaños de Theo, así que le dijo a Theo y a Toby que ésa era la
razón de su repentina visita. Pero Toby sospechaba. Había conocido a su futura
exesposa en las calles de Manhattan. Y por supuesto, Margot no era nada sutil. El
pedrusco que llevaba en el dedo anular era tan grande como una castaña pilonga.
—Bonito anillo —fueron las primeras palabras de Toby al recibirla en JFK.
—El vuelo fue estupendo, gracias. Conseguí que me pasaran a primera.
Caminaron en silencio hasta el aparcamiento. Toby abrió la puerta de su viejo
chevy. Entraron. Después de cuatro intentos, el motor cobró vida.
—Por los clavos de Cristo, Tobes, ¿no se te ha ocurrido cambiar este vejestorio
después de… cuántos años tiene ya?
—Nunca sustituiré este coche. Me van a enterrar en él, ¿no lo sabías?
—Fuimos a Las Vegas en este coche, ¿no?
—Para casarnos.
—Sí. Para casarnos.
Ya en el apartamento, Toby hizo café. Era de pronto imprescindible que todos los
que estaban en la habitación tuvieran una taza de algo caliente en la mano, y la taza
tenía que limpiarse a fondo. Se ocupó de ello para que ambos dejaran de pensar en la
enormidad del tema que los ocupaba: el divorcio.
Margot sabía lo que él estaba haciendo. La entristecía. Había esperado que fuera
más valiente. Pero puedo decirles aquí y ahora que si él se hubiera puesto en plan
«¿Y qué?», ella hubiera lloriqueado como un bebé. El hecho era que habían
reaccionado el uno contra el otro durante años. Ahora era hora de que todos se
mantuvieran tranquilos y fueran neutrales. Iba a costar mucho trabajo.
—Voy a casarme —dijo ella al fin.
—Ya lo veo —dijo Toby a su café—. ¿Cuándo?
—Cuando tú y yo hayamos… ya sabes.

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—¿Qué?
—Hecho eso que empieza con una D mayúscula.
—¿No firmaste los papeles?
—No.
—Oh. ¿Por qué no?
—Toby…
—No, de verdad tengo mucha curiosidad por saberlo.
—No lo sé, ¿vale?
Silencio.
—¿Quién es él?
—¿Quién?
Toby rió. De nuevo le dijo a su café:
—El tipo. El señor Delacroix.
—Kit. También conocido como K. P. Lanes.
—Ah. El cliente. ¿Eso no es ilegal?
—No, Toby. Si no, técnicamente tú y yo iríamos a la cárcel.
—Oh, sí. Porque aún estamos casados.
—Sí. Aún estamos casados.

Habían pasado ocho meses desde que había visto a Theo. Pero ocho meses durante la
adolescencia son comparables a los saltos de desarrollo que tienen lugar en la primera
infancia, porque Theo había abandonado su silueta baja y nervuda y se había
convertido en un alto jugador de fútbol de anchos hombros. El parecido de Toby con
su hijo era tan escaso que una demanda de paternidad no habría resultado poco
razonable. Imagínenselos, por favor, uno al lado del otro: Toby, de huesos finos y
mandíbula dulce, pelo escaso y dorado, manos delgadas y femeninas, con las gafas
cuadradas de metal sobre la estrecha nariz romana; luego estaba Theo, que se
inclinaba para evitar los marcos de las puertas, la nariz gruesa y bulbosa sobre la cara.
Tenía una voz de bajo doble, cortesía de su ávida afición a la hierba, y la barbilla
sobresalía en los ángulos adecuados de la mandíbula, formando otro ángulo en el que
se apreciaba un hoyuelo, justo debajo de la boca. Llevaba el pelo largo y lavantado en
la parte superior, formando una especie de cresta roja como la de un gallo, al estilo
mohicano. La ropa, toda negra, le sobraba, le arrastraba y le colgaba. Hasta los
zapatos.
—Hola, mamá —dijo cuando Margot llamó a la puerta de su dormitorio y lo
encontró, a las tres de la tarde, dormido.
Ella tardó uno o dos minutos en advertir lo diferente que se había vuelto, cómo
había crecido de repente, cómo su forma medio desnuda era de pronto un paisaje de
bíceps y tríceps. Vio un banco de pesas en el rincón. Él se enderezó y sacó una botella

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de vodka de debajo del colchón, e hizo una pausa antes de echar un trago para
llevarse un dedo a los labios:
—Chist —dijo—. No se lo digas a papá.
Vi cómo ella se disponía a regañarlo y luego se detenía. ¿Qué podía decirle?
Así pues, dijo:
—Hola, Theo.
Y nada más.

El abogado de Toby tardó una semana en rehacer el borrador de los papeles del
divorcio. Yo observé a Toby desde la ventana del apartamento, con el sobre bajo el
brazo, el aura floja y gris, los huesos, siempre frágiles, cada vez más débiles. Desde
la distancia parecía mucho mayor de los cuarenta y tres años que tenía. Pero de cerca,
sus ojos seguían siendo los mismos.
Colocó una silla frente a Margot y leyó los papeles. Margot le daba vueltas a su
anillo de compromiso.
—Bueno, veamos —dijo Toby, buscando dónde firmar, a pesar de la enorme X
que el abogado había puesto junto a la línea donde se requería la firma de Toby—.
Ah, aquí está.
Margot lo miraba. No dijo nada, pues no quería hacérselo más difícil de lo
necesario. Una buena parte de ella achacó la vacilación de Toby a su incapacidad para
dejar marchar el pasado. El chevy, sus viejos zapatos, hasta el tipo de libros que
escribía… todo ello lo anclaba en los años más felices de su vida. Mientras
reflexionaba sobre esto, le recordé: «Margot, cariño, tú eres exactamente igual.
Tampoco has conseguido superar el pasado. Todavía no».
Toby apretó la pluma sobre la línea. Chasqueó la lengua contra los dientes.
—¿Quieres hacerlo en otro momento? —preguntó Margot.
Él miró fijamente hacia la pared.
—Sólo quiero dejar una cosa muy clara —dijo.
Luego hizo una larga pausa. Todos sabíamos que estaba hablando de Sonya, pero
incluso sacarlo a relucir en ese momento valía menos que la reivindicación que
deseaba dejar clara.
Finalmente, Margot acudió en su ayuda.
—Sé que no te acostaste con Son.
La pluma cayó sobre la mesa.
—¿Qué?
—Ella vino a verme —explicó Margot amablemente.
—Entonces, ¿por qué…?
—No sé, Toby. Así que no preguntes.
Él se levantó, se metió las manos en los bolsillos y caminó por la habitación.
Finalmente, susurró lo que era evidente.

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—Deberíamos haber hecho esto hace años, ¿verdad?
—Sí. Deberíamos.
Él volvió a mirar los papeles.
—Firma tú primero. Luego firmaré yo y los llevaré al abogado. Y estará todo
hecho.
—Vale.
Era el turno de Margot. Cogió la pluma y se quedó mirando la línea que esperaba
su firma. «¿Qué, creías que iba a ser fácil?», dije.
Dejó la pluma.
—Esto puede esperar —dijo—. Vamos a comer.

Fueron a su restaurante habitual en el East Village y se sentaron fuera, junto a una


mesa llena de ruidosos turistas. Una buena distracción. Una oportunidad para hablar
del calor que hacía, de cómo las estaciones se confundían, y de si ella no había visto
el documental sobre el calentamiento global, que decía que el mundo estaría bajo el
agua en el siglo veintidós. Sobre la mesa iba y venía la charla inconsecuente del
deseo de quitarse de encima los remordimientos. Hablaron del siguiente libro de
Toby. De la raíz de una muela de ella. Lugares comunes.
Los papeles del divorcio se olvidaron.

James vino a buscarme. Era de noche. Yo ya había oído pasar coches de policía.
James jadeaba, con los ojos fuera de las órbitas.
—¿Qué pasa? —dije, y él empezó a llorar.
Theo había matado a alguien.
El chico había recibido una puñalada en la nuca, y luego le habían dado tal paliza
que se había ahogado en su propia sangre. En algún momento de la paliza, Theo le
había disparado dos tiros en la pierna.
—¿Por qué lo hizo? —chillé.
Antes de que James pudiera contestar, Theo entró en tromba por la puerta. El
ruido hizo que Toby y Margot salieran de sus dormitorios. Cuando vieron a Theo,
ambos pensaron que la sangre que le chorreaba de las manos era la suya. En parte, así
era. Tenía la nariz rota y una profunda herida de arma blanca en la cadera. El resto era
la sangre de un chico muerto.
Margot corrió a buscar toallas y vendas para sus heridas.
—¡Llama a una ambulancia!
Theo rebuscó el teléfono inalámbrico, hasta que finalmente sacó su móvil y llamó
al 911.
Y entonces, justo cuando Theo conseguía hablar con un operador y le daba su
dirección, se oyó una voz desde detrás de la puerta:

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—¡Policía! ¡Abran!
Toby abrió la puerta de par en par y pronto se vio empujado contra la pared, con
las manos esposadas, como las de Theo y Margot, mientras Theo gritaba:
—¡La estaba violando! ¡La estaba violando!

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26

CONFIANZA CIEGA

En mi versión, yo estaba en Sídney en aquel momento. Llamé a Theo y le hice una


transferencia bancaria para celebrar sus dieciocho años y después pasé el día leyendo
el nuevo manuscrito de Kit. Estaba en medio de una reunión con un cliente cuando
Toby llamó con la noticia de la detención de Theo. Por no sé qué razón, lo minimicé
en mi cabeza. Cuando llegué a Nueva York unos días después, me sorprendió
descubrir noticias sobre el asesinato, con la cara de Theo publicada debajo. Y, como
siempre, pensé que era totalmente culpa de Toby.
Gaia y yo apremiamos a James para que nos contara lo que había pasado. En
lugar de contárnoslo, alzó las alas por encima de la cabeza hasta que un pequeño
gong de agua quedó colgado del aire, y en ese gong vimos un reflejo:
Theo, dirigiéndose a casa después de celebrar su cumpleaños en un bar del centro,
colocado y borracho. Lleva vaqueros sucios, una camiseta manchada de sangre y un
hermoso ojo negro a causa de una pelea en un bar por una chica. Se detiene junto a un
callejón para encender un cigarrillo. Se oyen voces. Una pelea. Una chica, llorando.
Un chico, amenazando y diciendo tacos. Después una bofetada. Un grito. Otra
bofetada, otra amenaza. Theo se endereza, recuperando visiblemente su sobriedad. Se
vuelve hacia el callejón. Ve muy claramente a un matón inclinado sobre una chica,
con los pantalones por las rodillas, empujando las caderas hacia ella. Durante una
décima de segundo, Theo piensa en largarse. No quiere mezclarse en los asuntos de
otras personas. Y luego, un llanto. Cuando Theo vuelve a mirar, ve que el tipo alza el
puño y le pega a la chica en la cara. «¡Eh!», grita Theo. El tipo levanta la vista. Da un
paso hacia atrás. La chica cae al suelo y solloza, abrazándose las rodillas.
—¿Qué estás haciendo, tío? —grita Theo, yendo hacia el tipo.
El tipo, rubio, ligeramente mayor que Theo, con vaqueros lavados a la piedra y
una chaqueta blanca de la Universidad de Nueva York, se sube los pantalones y
espera hasta que Theo está a medio metro antes de sacarse una pistola del bolsillo.
Theo levanta las manos y retrocede un paso.
—Eh, eh, eh, ¿qué haces, tío?
El tipo apunta con la pistola a la cara de Theo.
—Lárgate o te hago un agujero en la cara.
Theo mira a la chica que está en el suelo. Tiene la cara hinchada y está sangrando.
Se está formando un pequeño charco de sangre a sus pies.
—¿Por qué le haces eso a tu chica, eh?

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—No es asunto tuyo —dice el tipo—. Ahora date la vuelta como un buen chico o
te disparo entre los ojos.
Theo se muerde las mejillas y mira a la chica.
—No, tío. Lo siento.
—¿Cómo que lo sientes?
Theo lo mira. En su cabeza, imágenes de su época en el centro de detención.
Recuerdos de violaciones.
—Eso no está bien —dice en voz baja. Mira a la chica, que sangra y tiembla—.
Eso no está bien —vuelve a decir.
Antes de que el tipo sepa lo que está pasando, Theo lanza el brazo y le quita la
pistola de la mano. Apunta al tipo.
—¡Contra la pared! —grita—. Date la vuelta y pon la nariz contra los ladrillos o
te mato.
El tipo se limita a sonreír.
—¡Contra la pared!
El tipo se inclina hacia delante, con la cara amenazadoramente desfigurada. Saca
un cuchillo del bolsillo trasero y se lanza hacia Theo.
Theo baja la pistola y dispara dos veces al muslo del tipo. Éste chilla y cae de
rodillas. Theo mira a la chica.
—Venga, vete de aquí —dice.
Ella se levanta y sale corriendo.
Theo deja caer la pistola al suelo. Está temblando. Se inclina sobre el tipo, que
gime a sus pies.
—Eh, lo siento, tío, pero no me dejaste elección…
Antes de que pueda decir nada más, el tipo hunde el cuchillo en la cadera de
Theo. Él chilla, y por puro instinto se saca el cuchillo de la carne, pero no antes de
que el tipo lo golpee en la cara. Theo retrocede y le hunde el cuchillo al tipo en el
cuello. Después le da un puñetazo. Y no se detiene hasta que alguien llama a la
policía.
Theo le contó todo esto a la policía. Ellos le hicieron un análisis de orina.
Marihuana, alcohol, cocaína. El otro tipo estaba limpio. ¿Qué chica? Nadie había
visto a ninguna chica. El muerto era un excelente estudiante de Columbia. Theo tenía
unos antecedentes más gruesos que la Biblia.
¿Cómo me sentí yo durante todo esto? La rabia que me invadió cuando me enteré
de lo que le había pasado a Theo en el centro de detención había desaparecido. En
lugar de ello, sentía como si me hubiera caído al suelo del sótano de la esperanza.
Echaba de menos a James. Echaba de menos a Theo. Vi a Margot llorar, sollozar y
recorrer el apartamento durante toda la noche y vi cómo Toby trataba de consolarla y
responder a sus preguntas. «¿Nosotros hicimos esto? ¿Es culpa nuestra?» Toby dijo:
«Espera. Espera al juicio. Se hará justicia. Ya lo verás. Ya lo verás».

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Kit llegó unas semanas más tarde. Hubo cierta incomodidad entre él y Toby.
Tácitamente se decidió que era mejor para todos que Margot y Kit se quedaran en un
hotel. Se inscribieron en el Ritz-Carlton y luego se vieron para cenar y hablar de sus
planes.
Toby, que sabía muy bien que Kit era vegetariano, reservó una mesa para tres en
el Gourmet Burger en NoHo.
—Lo siento —le susurró Margot a Kit por detrás de la carta.
Él hizo un ligero movimiento con la mano que significaba: «No pasa nada».
Verlos a los tres me hizo sentir temblorosa como un ratón de campo cruzando una
autopista. Esto era el resultado de los cambios que yo había puesto en marcha, y me
sentía completamente indefensa, como si observara un vagón de tren que se
precipitaba sin frenos montaña abajo y en cuyo interior viajaban todas las personas
que me importaban.
Margot también estaba inquieta. Se mantuvo callada como una muerta, incapaz de
comer de nervios. Kit sentía su nerviosismo y mantuvo cierto equilibrio a su lado de
la mesa sonriendo ante su plato de bollo sin hamburguesa y lechuga y mostrándose
exagerada y ridículamente amable con Toby. Incluso lo felicitó por su novela, lo que
hizo avergonzar a Margot. Ella no advertía que a Kit le daba pena Toby. Un padre en
la posición de Toby no despertaba sino la mayor simpatía por parte de Kit.
—Vale, Kit, vamos a ir al grano —dijo Toby, una vez que el vino hubo enfriado
sus celos.
Bajó la mano al maletín que tenía entre los pies y sacó un fajo de papeles.
Kit entrecruzó los dedos y miró atento a Toby.
—Margot dice que fuiste detective. —Colocó los papeles sobre la mesa y
tamborileó sobre ellos con los dedos—. No creo que mi… nuestro hijo matara a ese
chico a sangre fría. Creo que tuvo lugar una violación, y que en alguna parte hay una
chica que podría salvar a mi hijo de la guillotina.
Kit asintió y sonrió, pero no dijo nada. Los ojos de Toby sobresalían ligeramente.
El dilema de Theo ocupaba cada pensamiento que le pasaba por la cabeza. Hacía días
que no dormía. Margot intervino.
—Kit, creo que lo que Toby está tratando de decir es que necesitamos tus
servicios. La policía de Nueva York no está de nuestra parte. Necesitamos hacer
algunas averiguaciones por nuestra cuenta para ayudar a Theo.
Kit llenó su vaso de vino. Sin mirar a nadie en particular, dijo:
—Quiero que los dos os vayáis a casa, durmáis un poco y me dejéis que lea estos
archivos, ¿de acuerdo?
Se inclinó hacia delante y trató de sacar los papeles de debajo de las manos de
Toby. Pero por alguna razón, Toby los sujetó y miró fijamente a Kit.
—Toby —dijo Margot, suplicando a Toby tanto con el tono como con las patadas
por debajo de la mesa para no dejar que la ira de él ante las dificultades por las que
estaba pasando Theo interfiriera en la relación de ella con Kit.

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Kit, sensible al ambiente que reinaba, sonrió y alzó las manos.
—¿Más tarde, quizá?
Más tamborileo de dedos. Toby parecía estar hirviendo. Finalmente, levantó la
mirada hacia Kit.
—Quiero que sepas una cosa —dijo, señalando hacia él—. Hace mucho tiempo,
prometí que no la abandonaría. Y ahora tú me estás obligando. Quiero que lo sepas.
Apuró su vaso, lo dejó de un golpe y empujó el montón de papeles a través de la
mesa.
Yo me incliné hacia él y lo rodeé con los brazos. Él pensó que la sensación de
estar siendo abrazado era una proyección de su más profundo deseo, y sollozó
audiblemente. Yo lo solté.
Como si nada hubiera ocurrido, Kit sacó sus gafas de leer del bolsillo interior y
miró fijamente los papeles. Después de un momento, alzó la vista, sorprendido.
—¿Qué, aún seguís aquí?
Los dos se levantaron y se marcharon. Después de un segundo, Margot volvió y
besó a Kit en la cabeza, antes de salir del restaurante hacia la amplia noche.

Un aborigen de metro ochenta con cicatrices tribales llamando a la puerta de los pisos
que estaban sobre el callejón animó a hablar a muchos vecinos que, de otro modo,
hubieran sido reticentes a soltar algunos detalles.
—Tengo un nombre —les comunicó a Margot y a Toby varias noches después.
Dejó su cuaderno de notas sobre la mesa del comedor y se sentó. Margot y Toby
acercaron apresuradamente sus sillas. Gaia, Adoni y yo nos reunimos a su alrededor.
—¿Cuál es el nombre? —preguntó Margot rápidamente.
—Valita. Eso es todo lo que tengo. Ni familia ni parientes vivos que sepamos.
Adolescente. Inmigrante ilegal. Prostituta. Alguien la vio en la zona durante las
primeras horas de la madrugada en que tuvo lugar el asesinato.
—¿Tenemos una dirección? ¿Un apellido? —dijo Toby, temblando por la
adrenalina.
Kit negó con la cabeza.
—Todavía no, pero estoy en ello.
Adoni nos miró a Gaia y a mí, con el ceño perpetuo dibujado en la cara.
—Esa chica aún no está lista para aparecer —dijo—. He visto a su ángel.
—¿Sí?
Casi me arrojé sobre él desde el otro lado de la mesa. Exactamente al mismo
tiempo, Margot se puso de pie y empezó a caminar por la habitación.
—¿Cómo conseguimos la dirección? Quiero decir que habrá algún tipo de base de
datos donde podamos buscar, ¿no? ¿No deberíamos llevar su nombre a la policía?
Kit negó con la cabeza.

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—¿Por qué no? —pregunté a Adoni y, de nuevo, mi voz resonó junto a la de
Margot, que le preguntaba lo mismo a Kit.
Kit habló primero.
—Esto queda entre nosotros hasta que consigamos más detalles. Si se enteran de
que estamos husmeando por nuestra cuenta, nos seguirán los pasos tan de cerca que
será difícil llevar a cabo cualquier tipo de investigación privada. Confiad en mí, es lo
único que os pido.
Finalmente, Toby habló.
—Estoy de acuerdo con Margot —dijo—. Preferiría que la policía se ocupara.
Kit miró a Margot. Ella cruzó los brazos y frunció el ceño.
—Él tiene razón —le dijo Adoni a James, a Gaia y a mí—. Hay un demonio muy
poderoso que trabaja cerca del equipo que se ocupa del caso de Theo. Tenemos que
mantener todo esto en secreto de momento.
Me acerqué a Margot. Con muchas dudas, le dije que confiara en Kit. Cuando
llegué hasta ella, se deshizo en lágrimas. Toby se precipitó a su lado, a punto de
rodearla con los brazos, y luego se detuvo. Kit se levantó, echó a Toby una mirada y
caminó hacia Margot. Le apretó la cabeza contra su hombro y le acarició la espalda.
Ella miró hacia Toby. Él se metió las manos en los bolsillos y miró hacia fuera, al sol
poniente.

Y entonces, deus ex machina.


Toby, Kit y Margot estaban sentados en la mesa de una terraza cerca de
Washington Square. De pronto, Adoni cruzó corriendo la calle para alcanzar a otro
ángel que iba vestido de rojo, y agitó la mano rápidamente para que Gaia y yo nos
uniéramos a él. El ángel, una anciana ecuatoriana, estaba agitado, aunque parecía
aliviado de vernos.
—Ésta es Tygren —dijo Adoni.
Tygren se volvió hacia nosotros.
—Yo estaba allí cuando todo ocurrió. Creedme, estoy esforzándome al máximo
para que Valita vaya a la policía, pero puede pasar algún tiempo antes de que lo
consiga. No sé si será demasiado tarde.
—¿Dónde está? —pregunté.
—Mira allí —dijo ella, señalando hacia una pequeña figura con capucha sentada
en un banco del parque más allá de un pequeño seto—. Ésa es Valita —dijo.
Yo entrecerré los ojos para ver a la chica. Estaba fumando. Le temblaba la mano a
cada calada.
—¿Por qué no ha ido a la policía? —dijo Gaia rápidamente.
—¿No puedes convencerla? —dije, interrumpiendo a Gaia—. No tenemos mucho
tiempo.
Tygren alzó las dos manos.

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—Lo estoy intentando —dijo—. Pero antes tiene que solucionar una historia entre
ella y el chico que murió. Están a punto de deportar a su familia. Y ella está
embarazada.
Volví a mirar hacia Valita. Cuando la miré mejor, vi sombras orbitando a su
alrededor, chocando a veces, penetrando en ella de vez en cuando. Y entonces, en lo
más profundo de su vientre, la lucecita de una criatura. Acabó su cigarrillo y aplastó
la colilla con el zapato, y luego se abrazó a sí misma, arrebujándose en su cazadora.
Parecía como si sencillamente quisiera desaparecer.
Adoni cogió ambas manos de Tygren con las suyas y dijo algo en quechua.
Tygren sonrió y asintió.
Valita se puso de pie de pronto y empezó a caminar en dirección opuesta.
—¡Tengo que irme! —dijo Tygren—. Volveré a veros, os lo prometo.
—¿Cómo te encontraremos? —grité.
Un segundo más tarde, había desaparecido.

A partir de ese momento, mientras Toby, Kit y Margot pasaban día tras día en
callejones sin salida, Gaia, Adoni y yo esperábamos la aparición de Tygren.
Llegó la Navidad y pasó sin celebraciones. Finalmente, y a pesar de nuestros
intentos persuasivos, Margot y Toby acabaron por convencer a Kit de que pasara el
nombre de «Valita» al investigador que estaba a cargo del caso. Como había predicho
Kit, al investigador no le interesó. No había pruebas, no había declaraciones de
testigos. Las vistas preliminares sacaron mucho jugo a la torpe declaración de Theo,
en la que él dijo no saber a quién pertenecía el cuchillo. Podía haber sido suyo. La
acusación lo aprovechó. Encontraron cuchillos parecidos bajo su cama. Los
investigadores plantearon la posibilidad de que hubiera una chica cuando los forenses
informaron de que sólo había dos tipos de sangre en la escena del crimen, sin tener en
cuenta el hecho de que había llovido más tarde aquella noche. Gracias a Grogor, las
acusaciones hechas durante las vistas previas sirvieron sólo para enfurecer a Theo,
hasta el punto de que pareció mucho menos una víctima inocente que un matón
agresivo.

Gaia, Adoni y yo seguimos vigilando por si veíamos a Tygren, pero no había señales
de ella. Imaginamos que Valita podía haberse trasladado de estado, o abandonado el
país. Una parte de mí no la culpaba. La otra parte estaba deseando ver a Theo y a
James, aunque sólo fuera una vez más, aunque sólo fuera para decirles que los amaba
a los dos.
Una noche fui a Rikers Island, atravesando un mar de demonios para encontrarme
a Theo metido en una sala asquerosa repleta de gente, de pronto muy pequeño y
encogido por la gravedad de lo que le rodeaba. Un interno que estaba unas celdas más

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allá gritaba el nombre de una mujer y amenazaba con cortarse las venas. Vi aparecer
los crímenes que acarreaban todos los hombres del bloque dentro de sus celdas como
mundos paralelos, insignias espirituales de sus pecados, y vi sus demonios, que
tenían exactamente el mismo aspecto que Grogor cuando lo vi por primera vez:
monstruosos, bestiales, empeñados en destruirme. Pero allí también había ángeles. La
mayoría eran hombres, algunas mujeres dulces y maternales, de pie entre hombres
cuyos crímenes me daban náuseas. A pesar del horror de sus crímenes, sus ángeles
aún los amaban. Aún eran tiernos.
Me di cuenta de pronto de que no tenía ni idea de qué o quién había sido James
durante su vida mortal, pero cuando lo encontré con Theo, estuve segura de una cosa:
aquel chico, al que yo tan rápidamente desprecié cuando nos conocimos, estaba
hecho de un material fuerte. Theo tenía cuatro demonios en su celda, todos parecidos
a jugadores de fútbol de Tonga, de aspecto amenazador frente a la esbelta forma de
James. Pero estaban arrinconados en una esquina y sólo se atrevían a lanzar alguna
provocación de vez en cuando a Theo. Al parecer, el que mandaba era James.
—¿Qué estás haciendo aquí? —dijo James cuando aparecí.
Inmediatamente, los demonios de Theo se pusieron de pie para meterse conmigo.
Él les echó una mirada aplastante.
Yo lo abracé con fuerza y miré hacia Theo, que echó un vistazo a su alrededor.
—¿Hay alguien aquí?
Miré a James.
—¿Puede sentirme?
James asintió.
—Eso parece —dijo—. No te mentiré, lo ha pasado mal aquí. Pero de momento
creo que le hemos ahorrado lo peor. Lo bueno es que está apreciando lo bien que
estaban las cosas antes. Pensaba que era un tipo duro hasta que cerraron estas puertas.
Ahora está haciendo una larga lista de planes para cuando salga.
—¿Así que no ha perdido la esperanza?
James negó con la cabeza.
—No puede permitírselo. Ver a los demás tíos que hay aquí… bueno, le ha hecho
empeñarse en salir libre, te lo aseguro.
Así pues me marché, dejándolos aguantar juntos en uno de los lugares más
oscuros de la Tierra, como dos velas en la tormenta, y me atreví a confiar en que, de
algún modo, conseguirían salir.

No mucho después, Kit se marchó ante la insistencia de Margot. Tenía que


reincorporarse a la gira de promoción de su libro, y se le estaba acabando el dinero.
Me quedé encantada al ver que las conversaciones sobre sus planes de boda habían
cesado. Había visto a Margot reincorporarse a Nueva York, a una vida en la que Kit

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no tenía parte alguna. En su suite del Ritz-Carlton había empezado a dormir en el
sofá. Testaruda, Margot pretendió que no se había dado cuenta.
La estaba esperando una noche en que ella volvía del apartamento de Toby. Yo
sabía que habían estado hablando nada menos que de lo que le ocurriría a Theo si se
declaraba culpable, que la velada no había sido más romántica que una cena en una
morgue, pero Kit no pensaba así. Estaba celoso. Aquello debilitaba su dignidad.
—Pareces encontrarte muy a gusto con Toby —se oyó la voz de Kit desde un
rincón cuando ella entró en la habitación.
Ella se sobresaltó.
—Déjalo, Kit —contestó—. Toby es el padre de Theo, ¿qué voy a hacer yo?
¿Ignorarlo mientras nuestro hijo es acusado de asesinato?
Kit se encogió de hombros:
—O quizá deberías acostarte con él.
Ella le echó una mirada furiosa y entró en cólera.
Kit tomó su silencio por una admisión de culpabilidad. Yo suspiré.
—Dile que no ha pasado nada —le dije a Adoni.
Él asintió y susurró al oído de Kit.
Kit se levantó y se acercó despacio a ella.
—¿Ya no me quieres? —dijo.
El dolor que había en su voz me hizo estremecer.
—Mira —dijo ella después de una pausa—. Éste es un mal momento para todos.
Vuelve a Sídney, haz tu gira y yo te seguiré dentro de un par de semanas.
Él estaba ya de pie cerca de ella, con los brazos caídos a ambos lados.
—¿Ya no me quieres? —repitió.
Esta vez, lo dijo como una afirmación.
Yo observé mientras las respuestas se arremolinaban en la cabeza de ella. «¿Lo
quiero? No. Sí. Ya no lo sé. Quiero a Toby. No, no lo quiero. Sí. No quiero estar sola.
Estoy asustadísima».
Estalló en lágrimas. Enormes lágrimas retenidas que le explotaron en la palma de
la mano, y luego en el pecho de Kit cuando él tiró de ella y la abrazó.
Finalmente, ella dio un paso atrás y se limpió los ojos.
—Prométeme que volverás a casa —dijo Kit suavemente.
Ella lo miró.
—Te prometo que volveré a casa —dijo.
Él se inclinó y la besó en la frente. Al cabo de unos minutos, se fue.
Yo debería haberme alegrado. Pero en lugar de ello, al ver cómo Margot acababa
con las bebidas del minibar, pasándose una noche sin sueño empapada en lágrimas y
vino, dudé de todo. Ya no sabía qué sería lo mejor para ella. Así que recé.

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Al día siguiente la seguí mientras iba al apartamento de Toby, vigilando por si veía
alguna señal de Tygren. Ella llamó a la puerta de Toby, pero ya estaba abierto. Él la
estaba esperando.
Lo encontró de pie junto a la ventana mirando hacia la calle, listo para arrojarse
sobre cualquier joven que se pareciese a la descripción que Theo había hecho de
Valita. Había pasado tantos días así, envuelto en su viejo jersey de Aran, olvidándose
de comer y beber, mirando fijamente, con los ojos replegándose despacio sobre sí
mismos. Y cuando ella lo miró, recordó aquella noche en el Hudson, aquellos pocos
segundos en que permaneció sentada sola en la barca, esperando a que Toby saliera a
la superficie. Estaba haciendo lo mismo en ese momento. Y se sentía igual de ansiosa
y, para su gran preocupación, igual de enamorada.
—Voy a volver a Sídney —dijo.
Él se dio la vuelta y la miró, con ojos doloridos por la falta de sueño. Rebuscó
mentalmente entre una serie de desconcertadas respuestas. Finalmente, encontró la
palabra:
—¿Por qué?
Ella suspiró.
—Necesito seguir con mis cosas, Toby. Volveré pronto. Pero necesito… no tengo
nada que hacer aquí, ¿sabes?
Él asintió.
Ella sonrió débilmente y se volvió para marcharse.
—¿No vas a firmar los papeles?
Ella se detuvo en seco.
—Lo olvidé. Lo haré ahora.
Se dirigió hacia la mesa y se sentó. Toby sacó los papeles de un cajón de la cocina
y se los colocó delante.
—¿Tienes una pluma?
Él le tendió una.
—Gracias.
Se quedó mirando la página.
Lenta, muy lentamente, Toby puso una mano sobre la de ella. Ella lo miró.
—¿Toby?
Él no la soltó. En lugar de ello, la puso lentamente de pie y le rodeó la cintura con
el brazo. Ella lo miró a los ojos, que parecián hojas en invierno. Hacía mucho, mucho
tiempo que no estaban tan cerca. Entonces él se inclinó y la besó. El beso más dulce y
sincero de su vida.
Ella lo apartó. Él se inclinó de nuevo.
Esta vez, ella no lo apartó.

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27

LA JOYA AZUL

En este momento debería mencionar que mi gran plan para que Margot volviera con
Toby se había desintegrado entre la confusión y la culpabilidad que había sentido
cuando vi brillar prometedoramente su relación con Kit, sólo para estropearse. Lo
juro, no lo hice. No la estropeé. De hecho, juré no inmiscuirme y dejar que hiciera lo
que quisiera.
En aquel momento crucial tuve que hacer enormes esfuerzos por no meterme y
volver las tornas a mi favor.
Ella apoyó las manos en el pecho de Toby y lo apartó.
—¿Qué estás haciendo, Toby?
Él la miró de cerca y sonrió.
—Te estoy diciendo adiós.
Retrocedió, cogió la pluma que estaba sobre la mesa y se la tendió.
—Estabas a punto de firmar.
Ella miró la pluma. Volvió a mirar a Toby. Y cuando miró de nuevo, no vio al
Toby que había pasado por lo peor de su matrimonio y la detención de su hijo. Vio al
Toby que había salido a la superficie del Hudson hacía veinte años. El Toby que creía
que se había ahogado, el Toby que nunca, nunca, quiso perder.
—Necesito pensar —dijo, antes de dejar la pluma.
—No lo hagas, Margot —dijo él detrás de ella—. No me dejes colgado con esto
mientras tú te largas al otro lado del planeta.
Ella se giró en el pasillo.
—Mi vuelo es mañana. Me vuelvo al hotel.
—Así que ¿esto es todo? —dijo Toby enfadado—. ¿Ni siquiera firmarás los
papeles del divorcio?
Una pausa. Luego ella caminó hacia él, cogió los papeles y la pluma y escribió su
nombre sobre la línea.
Le devolvió los papeles sin decir una palabra.

De vuelta en el hotel, se dio un largo baño. Rebobinó el beso en su mente, y al


principio apareció por encima de su cabeza como una película de horror, después una
comedia, hasta que por último se hundió más profundamente en el agua y dejó que
apareciera tal como había sucedido. Lo que había sentido. El hogar. La paz.

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Una llamada de recepción la hizo saltar de la bañera. Tenía un visitante, dijo el
portero. Un tal Toby Poslusny. ¿Podía subir? Vaciló. «Sí», le dije, con el corazón
acelerado. Vale, dijo ella.
Era como estar en las escenas descartadas de una película. Volví a pensar en aquel
momento de mi vida, cuando me quedé sola en el hotel durante las vistas
preliminares, soportando de vez en cuando amargas reuniones con Toby para hablar
de las visitas a Theo, o la fecha de la siguiente vista. Ahora todo era nuevo y yo no
tenía ni idea de lo que iba a pasar.
Entonces pensé en mi muerte. Siempre había estado borrosa en mi memoria, tan
repentina. Pónganme una pistola en la cabeza, pregúntenme cómo fue la muerte, y yo
tendría que decirles que apretaran el gatillo. No tenía ni idea. Me habían arrancado de
este mundo más rápido de lo que a uno le roban la cartera en Manhattan. Un minuto
estaba en la habitación de un hotel, al siguiente estaba de pie ante mi cuerpo y, una
décima de segundo después, en la reunión del más allá con Nan.
Margot se envolvió en un albornoz blanco y abrió la puerta. Toby se quedó allí un
momento, frunciendo el ceño hasta que ella lo invitó a pasar.
—¿Por qué estás aquí, Toby?
—Porque olvidaste algo.
—¿Sí?
—Ajá.
Ella lo miró fijamente y luego alzó una mano en el aire, exasperada.
—¿Qué olvidé?
Él le devolvió la mirada.
—Olvidaste que tienes un marido. Y una casa. Oh, y un hijo.
—Toby…
Ella se dejó caer sobre la cama.
Él se arrodilló ante ella y le cogió la cara entre las manos.
—Si me pides que pare, pararé. Lo prometo.
La besó. Ella no le pidió que parara.

No fue el hecho de que él dijera «Te quiero» lo que me hizo saltar de alegría, ni su
«Yo también te quiero», ni el que hicieran el amor. Fue el hecho de que, después de
muchas horas de hablar sobre el pasado y, después, sobre el futuro, decidieron, por
encima del ruido del parque, contra las brillantes luces de las celebraciones del Año
Nuevo Chino, intentarlo de nuevo.
Y mientras la música y los disparos plagaban el aire por toda la ciudad, y mientras
el aura de Margot ardía dorada y la luz que tenía alrededor del corazón latía, Gaia y
yo nos abrazamos la una a la otra, y yo sollocé y le rogué que me dijera que no estaba
soñando. Eso fue todo lo que en realidad sucedió.

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Durante largo tiempo, se abrazaron el uno al otro en la cama, entrelazando y
soltándose los dedos como habían hecho hacía tantos años en el desastrado
apartamento de Toby en el West Village.
—¿Qué hora es?
Toby se inclinó por encima de Margot para mirar su reloj.
—Las once. ¿Por qué?
Él se levantó de un salto y se puso la camisa.
—¿Adónde vas? —dijo incorporándose—. Dime que no te vas a ir a casa.
—Me voy a casa. —Se lanzó hacia delante y le dio un beso en la frente—. Pero
volveré enseguida.
—¿Por qué te vas a casa?
—Mi móvil —dijo él—. ¿Y si uno de los investigadores llama para decir algo
sobre Theo? No pueden ponerse en contacto conmigo aquí.
Toby la contempló en la cama, enroscada alrededor de una almohada.
—No tardaré.
Después dudó y la observó, muy serio. Y yo vi, por primera vez en muchos,
muchos años, el hielo formándose a su alrededor. Su miedo.
—Me esperarás, ¿no?
Margot rió.
—Tobes, ¿adónde voy a ir? —Él la miró fijamente—. Sí —dijo—. Esperaré.
Y él se marchó.

Pensé que por eso no tenía recuerdos del modo en que había muerto. Porque en algún
lugar hacia el final de mi vida, la carretera se había bifurcado. Cuando yo había
escogido un camino, Margot escogía el otro. De algún modo, aquellos dos caminos
tenían una relación que yo no podía ver. Se unían de algún modo para llevarme hasta
el final. Y ahora que podía ver adónde llevaba el camino, a una nueva vida con Toby,
a un matrimonio que esta vez sí podía funcionar, yo no quería que el camino
terminara.
Y así, cuando me llegaron a través de las alas mensajes que decían «Déjalo estar,
déjalo estar», no pude.
Un golpe en la puerta. Di un salto.
—Servicio de habitaciones, señora —dijo una voz.
Cuando Margot abrió la puerta, yo estaba preparada. El joven de pie frente a ella
sujetando la bandeja con comida la miró y luego colocó la bandeja sobre la cama y
salió sin esperar propina.
Vi cómo Margot se metía en la ducha y luego comprobé que no hubiera demonios
en el pasillo del hotel. Grogor acechaba en alguna parte. Podía sentirlo.

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Toby volvió a su apartamento y descubrió que alguien había deslizado una nota por
debajo de la puerta. Por poco no la encuentra. Después de sacar su móvil y el
cargador del cajón de la cocina, y luego echarse un poco de loción para el afeitado en
las mejillas y revisarse los dientes, cogió un poco de ropa limpia y se dispuso a volver
con Margot. Pero entonces lo vio.
Un sobre blanco. Sin nombre ni dirección. Lo abrió. Una página blanca y
arrugada con escritura infantil. Decía:

Señor
Escribo para decir que siento de su hijo. Soy la chica de la que hablan los periódicos. Por razones que no
puede explicar aquí no quiero ser identificada. Lo llamo otra vez y podemos hablar esto. No quiero mandar a
un inocente a la carcel. Lo que dice su hijo es verdad.
V.

Toby salió corriendo al pasillo. La anciana señora O’Connor, del piso de enfrente,
volvía de su paseo nocturno. Toby la agarró como un poseso.
—Señora O’Connor, ¿ha visto a alguien delante de mi puerta esta tarde?
Ella se lo quedó mirando.
—Eh, no, cariño, creo que no…
Se lanzó hacia otra puerta y la aporreó. Después de unos minutos, ésta se abrió.
Dentro retumbaba la música. Un chico chino como una cuba en la puerta.
—¡Feliz Año Nuevo, tío!
No merecía la pena preguntar. Toby volvió corriendo a su apartamento. Agarró la
carta con manos temblorosas y la leyó varias veces. Después marcó el 911 y rezó
porque Margot cumpliera su palabra. Porque lo siguiera esperando.

Cosa que ella hacía. Se comió el pato glaseado con albaricoque sobre arroz de
jengibre y se bebió la mitad de la botella especial de la casa. Pensó en lo que haría a
continuación. Pensó en lo que desearía que sucediera a continuación. Y volvió a
aquel sueño que había tenido hacía tantos años: una casa con valla de madera. Toby
escribiendo. Theo, libre.
Quizá estuviera a su alcance.
Pero yo estaba histérica, porque estaba viendo su sueño y la veía enamorarse de
nuevo, veía cómo su cuerpo se iluminaba con el brillo de la esperanza, la luz que
había alrededor de su corazón que había estado durmiente durante todos aquellos
años, latía y se expandía a su alrededor como un eclipse blanco y cegador, y los
mensajes que me llegaban decían: «Déjalo estar. Déjalo estar». Y yo estaba frenética,
porque recordaba lo que había visto inmediatamente después de morir: mi propio
cuerpo, yaciendo en esa cama, en esas sábanas, boca abajo sobre mi propia sangre.

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«No dejes entrar a nadie», le dije. ¿Me había matado Toby?, pensé. ¿Había sido
Toby? ¿Había sido Kit? ¿Valita? ¿Sonya? Canté la Canción de las Almas. «¡Vete!
¡Vete!», le dije. Quien fuera a aparecer por aquella puerta iba a matarla, estaba
segura. Finalmente le dije: ve a mirar las celebraciones por la ventana. Es el Año
Nuevo Chino. El Año de la Serpiente. Mira, tienen hasta carrozas con forma de
serpientes. Y fuegos artificiales. Mira, baja y echa un vistazo. Compruébalo.
Ella cogió el resto del vino y se acercó a la ventana a mirar al parque de abajo.
Justo debajo había una muchedumbre. Un desfile se abría paso por el parque. Los
fuegos artificiales crepitaban en el cielo, enmascarando los disparos que se oían de
vez en cuando. Ella abrió la ventana y miró hacia atrás, al reloj que estaba junto a la
cama. Casi medianoche. «Oh, Toby», pensó. «¿Por qué no podrías quedarte a ver
esto?» Y yo le dije: «Cierra la puerta con llave». Pero ella rió y desechó el
pensamiento de su mente.
Y entonces, llegó la medianoche.
El sonido del reloj resuena por una serie de altavoces abajo. Una… Margot apoya
las palmas sobre el alféizar y mira hacia abajo. Dos… Al otro lado de la ciudad, Toby
ha abandonado la idea de coger un taxi y corre hacia el hotel. Tres… Miro la piedra
azul que llevo al cuello. ¿Qué decían que llevaba cuando encontraron mi cuerpo? ¿Un
zafiro de Cachemira? Cuatro… Margot coge la chaqueta de Toby y se la pone sobre
los hombros, protegiéndose del frío. Cinco… En el parque de abajo, alguien grita de
alegría y apunta con una pistola al cielo. Seis… La veo. Veo la bala que atraviesa el
aire oscuro. La veo como podría verse una moneda arrojada hacia ti o una pelota que
una raqueta ha golpeado. Veo a dónde se dirige, derecha hacia la ventana. Y sé, sé en
ese instante: «No puedo alcanzarla. No puedo detenerla». Entonces, el mensaje de
mis alas: Déjalo estar. Siete… ¿Por qué?, pregunto en voz alta. Ocho… Déjalo estar.
Nueve… Toby llega al vestíbulo del hotel. Pulsa el botón del ascensor. Diez… Cierra
los ojos. Once… La bala llega a su destino, cerca del corazón de Margot. Doce… Ella
cae hacia atrás, jadeando un instante, mirándome directamente a los ojos cuando me
inclino sobre ella. La sostengo, llorando y le digo que todo va bien, todo va bien, que
ya se ha acabado. Se ha acabado. Entonces me mira, extiende la mano. Yo se la cojo.
Somos una sola.

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28

LA CARRETERA ENTRE LAS COLINAS

Hay una intimidad en el papel de los ángeles que es propia de lo sagrado. Cuando yo
era un ser humano no habría visto más allá de las exigencias de mis responsabilidades
angelicales sin sentirme extrañada de lo voyeurístico que todo parecía, de las
perversiones de la privacidad. Sólo como ángel pude comprender lo empática que era
en realidad ese tipo de protección, lo tierno que era ese acompañamiento. Sólo como
ángel pude comprender la muerte como lo que realmente era.
Me levanté y miré el cuerpo de Margot, volviendo a experimentar todo lo que
había sentido la primera vez, inmediatamente después de mi muerte. La impresión de
verme ante mí sin pulso. El horror de lo que eso significaba. Sólo que esta vez lo
acepté. No extendí la mano para tocarle la mejilla porque era yo; la extendí para
confirmar el pensamiento que me había embargado: que había llegado al final del
camino de la mortalidad. Dejaba atrás a Margot.
Nan llegó justo antes de que lo hiciera Toby. Felizmente, supongo. No habría
podido soportar verlo entrar en la habitación del hotel, con la cara roja y el corazón
acelerado, para encontrarse con el cuerpo. Ya era bastante malo imaginarlo. Nan me
dijo que la siguiera, y rápido.
En un mar de lágrimas, me incliné sobre la chaqueta de Toby y aspiré su olor.
Tenía una necesidad urgente de dejar algo tras de mí, una nota, quizá, una indicación
de que, aunque no era probable que volviera a verlo nunca, siempre lo amaría. Pero
no podía hacer nada más que seguir lentamente a Nan a través de la noche.
Me vi a mí misma de vuelta en el silencio oscuro y húmedo de la celda de Theo,
junto a él, que estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, dibujando.
Canturreaba en voz baja para sí, una melodía que sonaba muy parecida a la Canción
de las Almas. James estaba de pie junto a la ventana, reflejado en la luz de la luna.
Caminó hacia mí y me rodeó con sus brazos.
—Tengo noticias —dijo, apretándome las manos—. Tygren ha venido a verme.
Confía en poder convencer a Valita de que hable ya.
Cerré los ojos y suspiré de alivio.
—Eso es maravilloso —dije; y entonces empecé a llorar.
—¿Qué pasa? —dijo James. Miré a Theo. No sabía cuándo lo volvería a ver, o si
lo volvería a ver siquiera. Traté de explicárselo a James, pero todo salió en una serie
de gemidos agudos, hasta que él se volvió hacia Nan para pedir una explicación. Ella
se limitó a negar con la cabeza, como diciendo: No me toca a mí explicarlo. Yo me

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agaché, extendí los brazos hacia Theo y lo abracé. Él alzó la vista un segundo,
consciente de que el aire que había a su alrededor se había vuelto diferente. Después
siguió dibujando. Estaba cubriendo el suelo de pizarra de cocodrilos de tiza.
—Tenemos que irnos —me apremió Nan.
James miró a Nan y luego a mí.
—¿Adónde vais?
—Margot ha muerto —dije, limpiándome los ojos y suspirando profundamente
—. He venido a despedirme de Theo y de ti. —Yo quería decir mucho más—. Quiero
que sepas que no hay absolutamente nadie en esta Tierra en quien confiaría tanto
como en ti para cuidarlo.
Sonreí y me di la vuelta para marcharme.
—Espera. —James avanzó, con expresión seria—. Espera… Ruth. —Echó una
mirada a Nan—. Esto es importante. Sólo me llevará un segundo. —Me cogió ambas
manos y me miró fijamente—. Sabes, nunca me has preguntado quién era yo, por qué
soy el ángel de Theo.
Parpadeé.
—¿Quién eres?
Él me sostuvo la mirada un momento.
—Yo era el diamante que no pudiste salvar —dijo—. Soy tu hijo.
Di un paso atrás y pasé la mirada de él a Theo. Entonces vi que el parecido entre
ellos se me aparecía como una verdad revelada: la mandíbula desafiante, las palmas
cuadradas y robustas. Y recordé haber visto al bebé que estaba dentro de Margot, el
niño de Seth, la sensación de perderlo, la confusión, el no saber lo que había perdido.
Preguntándome en cada uno de sus futuros cumpleaños lo que habría sido mi vida si
aquel niño hubiera vivido.
Y ahora me encontraba con él.
—No tenemos mucho tiempo —me advirtió Nan, tras de mí.
Caminé hacia James y lo abracé con fuerza.
—¿Por qué no lo dijiste antes?
—¿En realidad eso habría cambiado algo? En cualquier caso, somos familia.
Se volvió hacia Theo.
—Un día, nos encontraremos como hermanos.
Los miré a los dos, el hombre y su ángel. Mis hijos.
Besé a James en la cara y antes de que pudiera decir nada más, desapareció.

Nan y yo llegamos al valle del lago, donde nos encontramos por primera vez. Sentí
una extraña sensación de simetría. Medio esperaba que me volviera a empujar al lago,
mandándome a la Tierra por tercera vez. Cerré los ojos y sentí la larga hierba que me
rozaba los dedos, la tierra húmeda bajo los dedos de los pies. Me preparé para lo que

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estaba por venir. Allá delante veía la carretera de nuevo, enroscándose por las verdes
colinas, y se me cayó el alma a los pies. Supuse que ahora sabía adónde conducía.
—¿Voy a ir ahora al Infierno? —pregunté, con voz temblorosa.
Ella se detuvo y me miró.
Pasaron unos instantes.
—¿Nan?
Finalmente, Nan habló.
—Ahora tienes que entregarle tu diario a Dios, Ruth.
Me cogió de la mano y me condujo hasta el lago.
—No —dije, cuando llegamos al borde del agua—. No voy a volver. No señor.
Ella me ignoró.
—Pon tu diario en el agua. Entrégaselo a Dios. Ahora es suyo.
—¿Cómo lo hago?
—Bueno, sé que no te gusta cómo suena, pero tienes que entrar de verdad en el
agua. Te prometo que no te ahogarás.
Entré en el agua, sujetándome a sus manos con fuerza. Inmediatamente, el agua
que fluía de mi espalda se desenredó como si fueran dos cintas, soltándose de mi
espalda, rezumando hacia las ondas verdes. Y en esas ondas, imágenes de Margot,
imágenes de Toby y de Theo, imágenes de todo lo que había visto, oído, tocado y
sentido. Todo lo que había temido y amado, todo aquello en lo que había confiado.
Todo ello, llevado por el agua. Una especie de libro que viajaba a lo largo de todo el
camino hasta el trono de Dios.
—¿Y ahora qué? —pregunté—. ¿El Infierno está al final de esa carretera de allí?
Seguíamos en el lago.
—¿Recuerdas lo que ocurrió el día que evitaste el accidente de coche? —dijo ella.
—Lo paré.
—¿Y cómo lo hiciste?
—Creo que tenía algo que ver con la confianza.
—¿Y entonces qué pasó?
—Mi cuerpo cambió.
Ella se acercó y su vestido se abrió en el agua como un abanico.
—Te convertiste en Serafín. El más elevado de los ángeles, el ejército de luz, que
se encuentra entre el Cielo y el Infierno, como una espada en la mano de Dios.
—¿Una qué?
—Una espada en la mano de Dios —dijo muy lentamente—. Una espada
viviente. Que separa la luz de la oscuridad. Y por eso pasaste por las experiencias
más desgarradoras. Sólo puedes convertirte en Serafín si pasas por el fuego
purificador. Sufriendo, como sólo alguien que ha vuelto como su propio ángel
guardián puede sufrir.
Sentí los nudos de confusión que se deshacían en una parte tan profunda de mí
que por un momento me incliné hacia delante, sintiendo la liberación como una

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cometa empujada por fuertes vientos. Nan esperó que me irguiera y luego continuó.
—Cuando volviste en forma de ángel, tu presente también era tu pasado, y como
tal, tenías la posibilidad de hacer elecciones que afectarían tanto a tu sendero mortal
como a tu sendero inmortal. Fueron esas elecciones las que determinaron adónde te
llevaría tu destino espiritual. Todo lo que pasaste, fue por eso.
—Pero, ¿y Grogor? —dije en voz baja—. ¿Y el trato que hice? Pensé que iba a ir
al Infierno.
—Podría haber sido el caso si tus razones hubieran sido egoístas. Pero escogiste
sacrificar tu propia felicidad para conseguir la de Theo. Dios supo entonces que ibas a
ser uno de sus mejores ángeles. Pero antes, tenías que aprender a confiar.
Me apoyé en ella y después me incliné hacia delante, igual que había hecho hacia
tantos años, jadeando para respirar. Esta vez, de alivio, no de impresión. Miré hacia la
carretera de las colinas.
—Así que… ¿ésa no es la carretera hacia el Infierno?
—Más bien lo contrario.
Cuando me rehíce de nuevo, la miré a los ojos y pensé en la pregunta que me
había ardido en la mente todos aquellos años, la pregunta que subyacía en cada una
de mis experiencias, en cada dimensión de mi dolor.
—¿Por qué he tenido que pasar por todo esto? —dije en voz baja—. ¿Por qué no
volví como ángel guardián de alguna amable viuda anciana, o de algún famoso, o de
alguien que llevara una agradable vida tranquila…? ¿Por qué volví como ángel de
Margot? ¿Fue un error?
—En absoluto —dijo Nan cuidadosamente—. Se te escogió como tu propio ángel
guardián porque era el único modo de completar tu viaje espiritual. Era el único
modo de que te convirtieras en lo que ahora eres. —Se inclinó hacia atrás y sonrió—.
Una espada no está hecha de agua, Ruth. Está hecha de fuego.
Miré hacia la carretera que tenía delante, al paisaje que me rodeaba. Y pensé en
Toby. ¿Volvería a verlo alguna vez?
Nan me apretó los hombros. «Confía», dijo. «Confía.»
Asentí.
Vale, dije. Hagámoslo.
Y ella me llevó hasta allí, por la carretera, hasta el final.
Una espada en la mano de Dios.

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UNA ESPADA CELESTIAL

Han pasado muchos años desde que dejé por primera vez mi diario en el agua y dejé
que flotara hacia… donde fuera. Espero que fuera una buena lectura. Espero que
sirviera de algo.
Desde entonces, he estado ocupadísima. Mis actividades han sido mucho más
internacionales, por así decirlo, que mi primera salida como ángel. He evitado
docenas de guerras mundiales. He estado entre los Serafines que se encuentran en las
gélidas profundidades azul zafiro del Antártico y sujetan el agua derretida,
convirtiéndola en nubes, llevándola hacia lo más alejado de la estratosfera, y hasta
abriendo la Tierra y dejando que los océanos se viertan hacia abajo, muy hacia abajo,
hacia su rojo corazón. He entrado en el silencio de los tornados, sí, igual que Dorothy,
y los he apartado de casas llenas de niños; he levantado reses que habían caído dentro
de su vacío, las he sostenido a salvo hasta que el tornado se detenía, y las he dejado
en su sitio. He hecho retroceder tsunamis, altos como paredes, de tierras llenas de
hoteles, hogares, pequeñas figuras que construían castillos de arena en la playa,
ignorantes del peligro.
De vez en cuando, me dicen que lo deje. Me dicen que observe cómo el tornado
se lleva esa casa, y esa vida; me dicen que deje que el terremoto tenga lugar y que me
limite a recoger los pedazos; o bien me dicen que deje avanzar el tsunami. No tengo
idea de por qué.
Pero yo lo dejo.
Aún veo a Toby. Lo he visto andar por su casa con una chaqueta gastadísima y
zapatos tan agujereados como un queso suizo. Lo he visto sustituir sus gafas con
lentes más gruesas y sus dientes con más y más pedacitos de porcelana. Lo he visto
cuando hablaba de mí en la boda de Theo, esperando que no hablara de lo de las
drogas, y lo he visto coger en brazos a nuestras nietas gemelas e insistir para que una
de ellas se llamara Margot.
Hablo con él. Le cuento cómo son las cosas aquí. Le digo que vaya al médico y,
pronto, que se vigile la mano, el catarro. O ese dolor en la tripa. Echo un vistazo a sus
manuscritos y le digo dónde le falta una coma, dónde podría mejorar las cosas. Le
digo que lo amo.
Y le digo que estoy siempre aquí.
Que estoy esperando.

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AGRADECIMIENTOS

Esta sección debería llamarse en realidad «Gratitud bañada en chocolate», porque eso
es exactamente lo que quisiera transmitir aquí a las siguientes personas:
En primer lugar, mi marido, Jared Jess-Cooke. No hay otra persona en el mundo
que haya animado, engatusado, razonado, amado y defendido a otro ser humano
como has hecho tú conmigo durante la escritura de este libro. No tengo palabras para
describir mi gratitud ante tus insistentes poderes de optimismo y fe en mí; por evitar
que la casa se desmoronara mientras yo escribía; por leer borradores y darme las
opiniones más honradas y fiables. Como poco, te debo una mañana en la cama.
Soy sumamente afortunada por haber dado con una agente tan astuta, proactiva y
auténticamente cariñosa como Madeleine Buston. Gracias un millón de veces por tu
pasión y por tu fe en este libro.
También estoy sumamente agradecida por haber tenido a Emma Beswetherick
como editora y compañera de embarazo. Gracias, Emma, por todos tus comentarios y
sugerencias que, sin duda, explotaron el potencial de este libro, por convertir el
proceso de edición en un placer total y absoluto.
Desearía dar las gracias al equipo de New Writing North, sobre todo a Claire
Malcolm, por sus ánimos durante los últimos años: el viaje de todos a Londres para
mostrar nuestra mercancía fue un punto de inflexión en mi carrera, como lo fue la
tarde en que le susurré a Claire mi idea para este libro. Su respuesta, «¡Qué
fabuloso!», me animó a pensar que a lo mejor sí que lo era.
Como siempre, gracias a mi suegra, Evita Cooke, por proporcionarme los mejores
cuidados a los niños mientras escribía; a mi madre, Carol Stewart Moffet, por leer
cuidadosamente un primer borrador y, no menos, por inculcarme la pasión por las
historias a muy temprana edad.
También me gustaría dar las gracias a Lorna Byrne por su libro Angels on my
Hair. De todas las investigaciones que llevé a cabo mientras escribía la novela,
ninguna fue tan inspiradora como tu historia autobiográfica sobre ángeles.
Finalmente, quiero dar las gracias a mis hijos, Melody, Phoenix y Summer, por no
hacer nada para ayudar a la escritura de este libro pero todo por ayudar a su
inspiración. Mis tres tesoros, me aportáis alegría cada día.

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NOTAS

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[1] En español en el original. <<

www.lectulandia.com - Página 222


[2] En castellano en el original. <<

www.lectulandia.com - Página 223


[3] En español en el original. <<

www.lectulandia.com - Página 224

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