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Índice
Página
Prólogo…………………………………………………………………………… 3
Mo Juba Oluwa Mo Juba Eggún……………………………………………… 4
Mo Ku Iba…………………………………………………………………………. 7
Ni Ojo Kan, Omodé Kan………………………………………………………… 8
Mo Ri Ara Birin Ayodele Lano………………………………………………… 10
Ígb á otútú………………………………………………………………………… 14
Iberu Olorun ni Iberu Eggún…………………………………………………… 17
Oluwa Sanu……………………………………………………………………….. 20
Baba wa timbe Lorun…………………………………………………………… 22
Glosario……………………………………………………………………………. 25
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Prólogo
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Mo Juba Oluwa Mo Juba Eggún
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La micción concluye, y los pensamientos le siguen. Hallo el alivio, y todo me
conduce a volver hacia dentro de la casa; donde me encierro tras verificar que es
segura la entrada evitable de algún obstinado sujeto.
Pero, como he de respetar la cronología de los hechos, debo confesar que en el
momento en que me disponía para albergarme en la vivienda, un felino como el
ébano flexible célere se cruzó entre mis pies, para internarse en el oscuro patio
que lo oculta. Yo, que no creo mucho en las supersticiones al considerar que solo
originan subdesarrollo, me dejo intimidar un poco con eso de que los gatos negros
traen mala suerte. Mas, prefiero conciliarme con la tranquilidad, al recordar que
aquel animal me resultaba familiar.
Así, de regreso en la sala penumbrosa decidí apagar el televisor. Recogí mi
colcha azul, y me dirigí hacia mi recámara, sin querer mirar hacia el espejo. Es
algo irónico. A mi “iyá”, Oshún Yeyé Cari, le fascina contemplar su divina beldad
en el espejo, objeto que también se le atribuye. Dicen que pasa horas y horas
sentada en la ribera de su “ilé”, el río, peinando su profusa cabellera tan negra
como la misma noche, mientras se contempla en el espejo; donde se reafirma a sí
misma, porque ella sabe que de las bellas, es la más bella. Si la mujer también
pudiera ser narcisista, esta Afrodita mestiza lo sería.
Sin embargo, no soy de los que se mira muy a menudo en el espejo, aunque, lo
confieso, es algo que me gusta.
Quizá se debe a la percepción de que el espejo constituye una ventana entre el
aiyé y el orún, el más acá y el más allá. Por eso es que ignoro la presencia del que
está colgado en una pared, cerca de la cual astricto debo pasar para acceder a mi
cuarto. Es que no quiero ver allí lo que no deseo encontrar.
El reloj me revela el horario cuando le pregunto con la mirada. Son las doce
menos cuarto. Casi de medianoche. Por el temor que me inspira esa hora me
apresuro en organizar mi cama. Siempre he creído que durante la medianoche,
entre las doce y las tres de la mañana, transcurre el horario perfecto para que los
eggún aparezcan, ya sea en sueño o despierto el vidente, aunque se anuncien o
se hagan sentir.
Esta vez el universo parece aferrado a retrasarme. La piel henchida y trepidante
se manifiesta advirtiendo una posible posesión; a lo que me rehúso por ignorar las
consecuencias de la misma. Ya casi estoy al apagar la luz, cuando mi olfato no me
traiciona. Huelo. Entonces acude a mí la reminiscencia del Taita, el espíritu de un
santero familiar, que en una consulta me confirmó que el hedor desapacible que
en ocasiones sentía por mi alrededor correspondía a la de un ser de origen lucumí
que funge como protector, y al cual alguna vez podría servirle de “caballo”.
Apago la luz, pero el fétido del eggún, indescriptible para deletrearlo, aún
persiste.
Me apresuro en acostarme, donde las sábanas y la colcha azul me cubren con el
ansia de ocultarme de lo que se quiere revelar. Pienso en el ser de origen lucumí y
su pestilencia; pienso en Tá Sé, el espíritu del anciano que en otras ocasiones he
“bajado” para consultas y despojos; ato cabos; y recuerdo la última vez que Tá Sé
bajó a la tierra, cuando aquello acabó como la fiesta del guatabo, por la bajada de
un eggún oscuro, al que los presentes por desconocimiento no supieron cómo
retirar de la manera correspondiente. Pienso q ue Tá Sé pretende dar un cierre
esta vez, dejar algunas indicaciones, la orientación de los “ebbó” necesarios…
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Pero, lo neutralizo sosteniendo que no es el momento congruente. Cierro los ojos
anhelando la captura del sueño; invoco a Dios:
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Mo Ku Iba
La mañana siguiente la recibo con más calma. Mentiría al decir que he tenido
una noche perfecta, pero al menos pude descansar. Lo primero que realizo al
despertar es escribir un poco. Estoy de vacaciones, y aprovecho para dedicarle
tiempo a una de mis mayores pasiones, donde me dedico a asumir por unos
instantes el rol de un B. Caignet. Una vez satisfecho, la cama me expulsa, y ya
levantado acudo a asearme.
Otra vez vuelvo a detenerme frente a mi modesto y humilde altar, consagrado a
mis principales “orishas”, aunque en él no estén todos los que deben estar. Es
miércoles, el día de Babalú Ayé, el Padre del mundo; a quien equiparamos con
San Lázaro. Pero no con el Lázaro canonizado por la Iglesia Católica, apostólica y
romana; sino el Lázaro mendigo y paupérrimo, representado como un anciano que
se apoya en dos muletas, con las piernas llenas de llagas y acompañado por los
perros, que se venera con gran popularidad y se le reconoce como el patrón de
las epidemias y enfermedades; ese de quien se habla en la Biblia que fue
hermano de Martha y María de Betania, ambas santificadas; y resucitado por
Jesucristo.
Arrodillado frente a mi Elegguá, el guardián del camino, niño orisha designado
por el propio Olofin como la primera deidad en todo y para todo, por el hecho de
ser el principio y el fin; tomo uno de sus tabacos colocados ante él, lo enciendo y
eximo relajado varias bocanadas de humo. Permito que el humo se comunique
con el santo africano, como la sábana que cubre al bebé desprotegido para
brindarle calor y protección, porque el tabaco tiene ashé. Luego me alzo un poco y
llego a soplar algo de humo a mis tres vírgenes veneradas en mi sencillo altar: la
Virgen de la Caridad, la Virgen de Regla y la Virgen de las Mercedes; equiparadas
estas en el panteón yoruba, respectivamente, con Oshún, Yemayá y Obatalá.
Mi atención la centro nuevamente en mi Elegguá, a quien dedico un rezo, cuya
letra pretendo grabar en mi mente, en mi piel, como se aprende el Padre Nuestro
o el Ave María en el catecismo:
“Elegguá laroye asu comaché ichá fofá guara omi tuto, ana tuto, tú tu babami cosi
ikú, cosi ano, cosi ofó, arayé, cosi achelú, cosi éun afonfó molei delo omodei”.
Al Señor del destino le ruego para que me libre de lo malo, alejándome de las
enfermedades, de la tragedia, de las revoluciones, de la muerte; para que me
convierta en un usuario beneficiario de su protección, al igual que a los míos: a mi
familia, a mis amistades.
Con Elegbara se debe contar siempre para todo; pues él abre y cierra los
caminos a su antojo. Por eso, cada vez que abandono un lugar me digo: “Elegguá,
usted delante y yo detrás”. Entonces yo lo sigo, porque él va ahí: abriéndome los
caminos, librándome de cualquier óbice que se interponga. Y a mis enemigos o
amistades falsas, se los dejo a él, que tanto le gusta jugar bromas pesadas, la
lipidia y la travesura, que lo mismo construye un imperio o desbarata un castillo
como si se tratase de un juego de naipes. Porque mi Eleggúa es muy poderoso. A
él lo atiendo los lunes, que es su día; pero, cada vez que puedo, enciendo su
tabaco, porque si él simboliza el inicio y el final, todos han de ser sus días
también, aunque no lo sea así sustantivamente.
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Ni Ojo Kan, Omodé Kan
Esta vez me remonto a mi puericia. Tengo unos nueve años, que es la edad
cuando empecé a ver con mayor frecuencia a los eggún. ¡Qué casualidad! Son
nueve oruns, el nueve es el número cabalístico de Oyá, la reina del cementerio,
“iyá mesan orun”, la orisha más ligada al proceso de la muerte, cuyo séquito está
conformado por un ejército de “eggúnes”; el señor y rey de los muertos y su
mundo es Orun, cuyo número mágico también coincide con el de la “ayaba” antes
mencionada; e igual sucede con Obbá, otra de las orishas muerteras; nací un día
27, donde al sumar 2+7 el resultado es 9, precisamente en el mes de septiembre,
que coincide con el número 9 al contar los meses, en el año 91, y 9 por 1 es igual
a 9; y desde los nueve años comenzó a desarrollarse mi vista para ver espíritus, y
un poco más allá.
Para ese entonces vivía con mi madre biológica, en una casita de un solo cuarto.
En la cama grande dormía ella junto a su marido y su hija menor, mi media
hermana; y en una camita colocada al lado me recostaban.
Me despierto en la madrugada. No sé exactamente qué hora es. Algo me obliga
a dirigir mi vista hacia la puerta del cuarto, por donde veo entrar a una fémi na de
piel blanca, atractivo semblante, cabello negro cayendo sobre su espalda. Es
joven, como de unos treinta años quizás; está vestida de blanco; y algo que no
logro ver es a sus pies caminando sobre el suelo. A mí se me parece a una
modelo cuya faz promovía la marca del jabón Lux, y entonces la veo sensual.
Como a la otra mujer que ya he visto antes, no le tengo miedo. Al inicio pienso
que es la misma, pero luego reconozco mi equivocación. Aquella era parda y ya
entrada en la senectud. Esta joven desco nocida también me inspira calma,
confianza. Mi vista la persigue, hasta que la veo desvanecerse a la entrada del
baño. Ella solo había sido el preámbulo de lo que vería después.
La casa estaba nocturna. Empero, con la presentación de aquella mujer, esa
condición no me vedó de la oportunidad de avizorarla físicamente. Su irradiante y
a la vez serena lumbre me permite verla tal y como es, al extremo de que sería
capaz de realizar un retrato hablado de su persona.
Con su partida, la oscuridad volvió a asentarse como soberana exclusiva. Sé que
había sido un espíritu lo anteriormente manifestado, como igual reconocí al que se
me presentaría in continenti.
Retorno el atisbo hacia la misma entrada del cuarto, donde veo detenido algo
que la negrura no me permite distinguir muy bien. Estaba confuso al inicio. Mas,
cuando algo se quiere ver, se deja ver…
Pronto me percato de que se trata de un hombre esta vez, por su aspecto físico.
Es alto; y aunque no lo percibo muy bien, sé que es fuerte, como un hotentote, y
no es tan viejo. Eso sí, es muy serio. No es exactamente un muerto oscuro, pero
al venir sin Luz no lo puedo ver. No sé quién es, y eso me asusta.
Comienza a moverse siguiendo una dirección que lo acerca hacia mí. El temor
me aprehende por cada paso en el aire que da. Lo veo tambalearse. Es que no
está muy fuerte. Le falta Luz. Se acerca. Va buscándome. Una película de
Spielberg que vi después, al cabo de unos meses, me permite parearlo con el
progenitor del extraterrestre E.T.
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Entonces un grito asustadizo que libero me deja asentado en la cama. El alarido
es fuerte y alto, como para levantar a medio vecindario. Mi mamá y mi padrastro
se despiertan enseguida, encienden la luz eléctrica y aquel ser se disipa en ese
cuarto iluminado. Bajo la cama me colocan los zapatos en cruz y un vaso de agua.
Sin embargo, me quedo asustado.
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Mo Ri Ara Birin Ayodele Lano
Con frecuencia suelo pensar que estoy vesánico. Las cosas que veo, que siento,
que escucho me conducen a tal consideración. Mi ánimo se comporta muy
conmutativo. Como las olas del mar, que a veces están serenas, y cuando menos
se lo espera irascible se aventa contra las rocas. El solo hecho de saber que por
alguna razón tengo este don me controla un poco, entonces me dejo llevar por la
corriente.
Ahora escucho las olas del mar. Las siento estrellarse en las rocas en su ir y
venir, que es la manera que encuentra para sonreírle al mundo. Porque el mar
también puede reír; y puede experimentar emociones. Es que el propio mar es la
misma Yemayá, la Madre de los peces, Reina del Universo, porque “okún” dio la
vida, y ese es su reino.
Ese constante ir y venir de las olas, que se mueven al compás de las sayas
agitadas de la orisha soberana de la “casa de Olokún”, me hace viajar a mi
pasado, donde tengo unos dieciséis años. Ya lo he dicho: tengo ahora 16, sin
embargo; oso ser reiterativo para enfatizar en que es el número 16 el número
cabalístico del Gran Creador, Obatalá, el Señor de la Paz que tanto necesita n los
pueblos del mundo, mientras en aiyé continúe Alláguna, el “ayogun” encargado de
suscitar rebeliones bélicas entre las naciones hasta que estas no se fortalezcan en
la unidad.
Antes de proseguir, otro atrevimiento para realizar un paréntesis donde decir que
para esa edad ya me he convertido en “caballo” para eggún y osha. Es que en eso
de las posesiones fui algo prematuro. La primera vez que monté fue en un
“bembé” celebrado en mi Guasimal querido donde se le cantaba en ese momento
a Obatalá, el orisha creador del género humano; la canción que ulteriormente
reproduciré:
Viva la Orisa e,
Viva la Orisa e.
Que vivan to´ los santos,
y que baile la Merced.
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Mis condiscípulos se recogen en el albergue. Las literas se alistan entre bromas
y pláticas desinteresadas. Cada uno está dividido en grupos, por zonas o por
afinidades. Llega el turno de acostarse. Después, la luz se apaga, permaneciendo
el albergue penumbroso. Quedo sin cómplice para lo que estoy a punto de hacer.
Mis labios musitan una oración que invoca al espíritu de la desconocida para un
diálogo de tú a tú, donde esclarecer varias cosas:
Mi alma va a encontrarse un instante con los otros espíritus. Que vengan los
buenos y me ayuden con sus consejos. Ángel de la guarda, haced que al
despertar conserve de ellos una impresión saludable y duradera.
Rezo, para solicitar la presentación en sueños del “iwi” femenino, para que el
Ángel de la Guarda, espíritu protector, me permita recordar lo soñado una vez que
quede despierto así como para que me proteja; y para que ese buen ser sea
capaz de expresar quién es, lo que persigue, por qué la he visto…y otras
preguntas que ahora no acompañan mis remembranzas.
Pronto quedo dormido. Cuando uno sueña, el alma abandona el cuerpo para
internarse en inusitados lugares. Es como un viaje en el espacio; donde
compartimos con gente conocida o desconocidas y experimentamos cada
vivencia.
Este sueño me coloca en una calle pavimentada, como si viajara a pies rumbo a
Trinidad de Cuba, una de las primeras villas fundadas por el Adelantado, Diego
Velásquez, en 1514. Mis pies se resisten a continuar sobre el pavimento, y me
conducen hacia un cañaveral inmenso a plena luz del día; donde descubro una
guardarraya que me convida a proseguir.
Cedo ante la invitación tentadora, como si tomara un atajo. Voy sin miedo. El sol
lo ilumina todo, y sus rayos fugitivos calientan la tierra fértil. El cielo descansa con
su azul sereno, donde le faltan a Urano sus tiernas barbas. La guardarraya finaliza
en el lugar en que aparece un bohío pequeño construido de tablas –casi estoy
seguro de que es de palmas-, con el techo de guano, y en el suelo se conserva la
fecunda tierra. Aprehendido por la curiosidad entro en la vivienda del tamaño de
un cuartucho, en el que solo hay una habitación. Me gusta escudriñar, y empiezo a
observarlo todo.
El interior está decorado por sacros objetos dedicados al culto sincrético nacido
en estas tierras, traído por los yorubas africanos que al beber de los elementos del
catolicismo darían origen a la renombrada “santería“, camino de los santos.
Descubro altares enhiestos consagrados a deidades lucumís “catolizadas“, algún
que otro retrato-supongo- de familiares fenecidos, crucifijos, banderas colocadas
sobre la puerta, receptáculos representativos de los Orisha Oddé, y hacia una
esquina se destaca algo semejante a una “nganga“.
Todo atributo está repartido por los rincones de aquella sala, donde en el centro
resalta algo aún más interesante. Velas encendidas, flores. Una mesa con mantel
blanco, con unos vasos con agua fresca y límpida. Omi tutu.
Ahí estaba sentada ella, la misma señora que la noche anterior me había visitado
en la beca. La reconozco enseguida. Su vestimenta es la misma: un amarillo-
naranja cenizo. Noto algo extraño en ella. Fuma un tabaco y en sus manos
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barajea un tarot. Está frente a mi, que es igual a estar frente a la puerta que
permite la entrada al local, en aquella mesa que ocupa el centro de todo.
Un ademán esperado me convida a sentarme en el taburete vacío que le queda
al otro borde de la mesa, frente a ella. Obtempero. Entonces se prepara para la
cartomancia. Me tira las cartas para consultarme. Con la interpretación que
realiza, vaticina un buen futuro. Augura el signo de “iré“, entre otras cosas. La
escucho despejado, hasta que su voz se apaga por un instante.
Finaliza la sesión presentándose como Ma´ Florentina, una santera trinitaria que
vivió hace ya algún tiempo. Me dice también que la he recogido en el instituto
preuniversitario en el que estudio. Pero tranquilo, no me hará daño. Es un espíritu
de Luz que ha venido a protegerme y a acompañarme. Ahora está en mi comisión
espiritual. Ya no hay nada de qué temer.
Después despierto de aquel sueño, y los recuerdos permanecen. Un tiempo
después, aún en el bachillerato, empiezo a tirar las cartas. Es extraño. Nunca
antes había creído en la cartomancia. No sé bien lo que hago; ni tan siquiera sé
cómo leerlas. No conozco absolutamente nada de la cartomancia. Pero me doy al
juego. Le tiro las cartas a varios camaradas; y es increíble el acierto para alguien
que no tiene idea alguna de lo que hace. Tiraba aquellas cartas, rezaba en voz
baja, y por un ser inspirador se me atribuía la gracia de interpretarlas sin
equivocación en lo que digo.
Entonces se me corre la fama de brujo, y algunos me respetan temerosos, otros
me rechazan. Hasta que las lágrimas que provoco en varios de los consultantes
con mis aciertos, me obligan a alejarme de aquella práctica.
Hasta el día de hoy, no he vuelto a tirar las cartas. Pero, cuando lo hago, Ma´
Florentina me acompaña. Ese es el espíritu que me inspira y me guía para
interpretar, con un don especial, la tirada de las cartas; a pesar de mi ignorancia
ante este ejercicio que, lamentablemente, no está entre mis favoritos.
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Ígb á otútú
Este enero invernal es cada vez más frío. El céfiro se expresa vehemente e
irascible. Un rayo de sol se refleja en las hojas secas de las plantas para deletrear
su mensaje. Exclama eufórico. Iracundo. Frío como la nieve.
Este enero no es igual al de unos años atrás; cuando en los albores de la
segunda quincena del mes, enfrenté mi primera pérdida.
Antes había idealizado a la muerte. La concebía como un suceso personal
hiriente, doloroso, espeluznante, terrorífico. La Parca llegaba para llevarte en sus
helados y agrestes brazos blanquecinos cubiertos por mangas negras, sabe Dios
a qué lugar.
Como católico nunca he creído ni en el averno ni en el paraíso. Para mi el hades
es un escenario para una película de Hitchcock; y el edén un verso escapado en la
más sensual y dulce poesía. Como santero y espiritista solo he creído en “ aiyé “ y
en “orun“; lugares que visitamos todos.
Los practicantes de la Regla de Osha perciben a Orun en dos acepciones:
aparece como el lugar de las sombras y las tinieblas, adonde acuden las almas
que abandonan el cuerpo del fenecido al que recibe Oyá Funké en su reino; y a la
vez es el Rey y Señor de los muertos. Tiene Oro un mensajero, el ayogun Ikú, que
es la propia muerte personificada; por medio del cual trabaja enviándolo en
búsqueda de la persona a la que le llegó la hora, porque se le acabó su tiempo en
la tierra. Pues, después que uno nace, solo se espera una cosa: al Comandante
de los Guerreros del Mal.
Este frío soberbio había recesado para el enero de aquel entonces; cuando
experimenté mi primera vivencia con la defunción, al perder a uno de mis seres
más queridos. Él no sintió nada cuando Oro envió a Ikú a buscarle para llevarle al
“Ará Orún“. Su fenecer fue como un reposo, con calma y serenidad.
Mis remembranzas me lo traen acostado en la cama del cuarto, en donde había
estado en la mañana de ese día fatal llamando a sus predecesores, como si los
estuviese viendo con sus ojos cerrados: a su mamá, a su abuela africana, a su
familia que ya no está. Entonces tenía el ánimo agitado. Fue un momento en el
que familiares y vecinos nos conglomeramos entre la sala y el cuarto, en espera
de su partida. Mas, no fuimos los únicos ahí presentes.
Sé que también estaban entre nosotros los espíritus de sus ancestros, que
también lo esperaban. El Elemié tomó su respiración, y la Ikú entregó su alma en
los brazos de su “babá“, Obatalá, que acompañado por los eggunes sanguíneos lo
llevarían luego al lugar que Oloddumare había destinado para él.
No sé si realmente otros orishas, independientemente a los muerteros, se
involucran en la partida de los seres humanos. Prefiero imaginarlo como sucedía
con las deidades griegas en las grandes batallas épicas, en que esos dioses
acudían por sus hijos, los mortales, como así lo cuenta Homero en su Ilíada.
Es así que fantaseo con que los “omo“ de Yemayá van a parar a su seno, allá en
la profundidad del “Okún“; o los descendientes de Oshún finalizamos a su lado en
el río; y así, sucesivamente, ocurren con todos los oshas que como padres o
madres amorosos siempre recogen al bienamado hijo, mientras Olorun descide su
estancia definitiva en el Orún o su reincorporación en otra vida y en otro cuerpo en
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este Aiyé, a través de la reencarnación. Ya sea metamorfoseado en un animal, un
objeto de poder, o reencarnado como una “obini“ o un “okuni“ propiamente.
Ese día, el día en que uno se va de la tierra, puede o no estar acompañado por
familiares vivos o fallecidos, aunque siempre estará solo. Porque la muerte es un
acto personal.
Después de su traslado de nuestro lugar terrenal aquel día 16 –que, para mayor
honor, coincide con el número cabalístico de Obatalá, s u padre-; solo he visto dos
veces, hasta ahora, a ese ser idolatrado. Su visita se ha presentado en ambas
ocasiones como augurio de sucesos trágicos. Un advenimiento para la misión
encomendada por Oro a Ikú, el Comandante de los Ajogún.
En el primer sueño me avisaba de la desaparición física de una señora, vecina
nuestra, cuya salud quebrantada para su edad avanzada, casi aseguraba el
anuncio. No obstante, al tercer día tuvo su caída uno de los hijos de aquella
anciana, para sorpresa de todos aquellos que aguardaban la ida de la mujer, y no
del descendiente más cercano.
El segundo sueño fue para anunciar la partida de un familiar nuestro, una de sus
sobrinas, que también fue “caballo de espíritus“. No llegó al tercer mes, cuando el
suceso aconteció. Y esta vez no hubo error.
Algo peculiar en ambos sueños es que no dijo ni una palabra. Solo se presentó
augurando los acontecimientos. Como si fuese un mensajero que nos avisa para
prepararnos, y así poder eludir un mayor dolor o pesar.
Desde entonces no lo he vuelto a ver.
Pero su imagen me acompaña. A veces lo siento de cerca, y me siento protegido.
Lo imagino con la forma de una mosca que nos “limpia“ al pasarnos por el cuerpo,
o como una “eyele“ que vuela libre por lo alto del cielo, desde donde nos vigila.
Aunque, en mi interior, prefiero pensarlo como alguien a quien convertirán en
orisha. Si en vida fue una leyenda dado su profundo conocimiento de la cultura
yoruba, poseedor de los secretos de Osaín al conocer los 101 “ewé“ que hay en el
monte, convertido en la propia voz del tambor en los “ ilé osha “ donde armonizó
los bembé; existe la posibilidad de que sea deificado también, como lo fue
Shangó, el Rey de Reyes, cuarto Alafin de Oyó, quien antes de convertirse en uno
de los orishas de cabecera más populares, fue un mortal soberano y guerrero que
conquistó gran parte del mundo, hasta que al ser considerado como un soberbio y
déspota tirano, tuvo que ahorcarse como dictaba la tradición en aquellos reinos.
¡Oba so! Porque “ikú lobi osha“, o sea, los orishas fueron deificados después de
haber muerto, pues ellos en su gran mayoría fueron seres humanos, para
interceder ante el hombre y Olofin.
Algo similar a como sucede en el catolicismo, cuando alguien devoto que llevó
toda una vida de fe y caridad, conservando almas puras, son canonizados por el
Sumo Pontífice y la Santa Iglesia y convertidos en santos: santo Tomás de
Aquino, santa Rita de Casia, san Alberto Magno…todos ellos fueron en vida
grandes hombres y mujeres.
Él puede aparecer ahora como un orisha más. Se dice que en total hay 401
orishas, pero eso solo son los que se conocen. Hay más. Mucho más. Quizá hasta
se convierta en un camino de Obatalá, su babá osha; corriendo similar suerte a la
de Mamá Francisca, espíritu milagroso y portentoso, corriente de Yemayá, como
mismo versa una estrofa en uno de sus cantos de invocación:
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Mamá Francisca en la tierra;
corriente de Yemayá.
Que cuando baja a la tierra:
¡Hace la Tierra temblar!
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Iberu Olorun ni Iberu Eggún
Todo es luctuoso, tétrico, deprimente. Los más allegados lloran. Sufren. Las
personas intrusas se aglomeran, junto a aquellos que quieren manifestar su
honesta consideración. Dejan un pésame al aire, que se pierde en el vacío. Todos
quieren ver el féretro. No sé por qué siempre hacen lo mismo. No me hubiera
gustado haber visto a Marilyn Monroe sin maquillaje, dentro de su ataúd. Esa no
sería la última imagen que de ella conservaría. Si hubiera vivido en su tiempo y la
hubiera conocido de cerca, la recordaría siempre bella, con su sonrisa sensual a
flor de labios y su mirada inocente que zalamera la vuelve. Y no sin maquillaje,
con los labios y los ojos cerrados.
Aún así, las personas se aferran en fijar como último recuerdo el semblante
sereno, insensible, y solemnemente lóbrego de alguien fallecido.
Recuerdo que mi primer contacto con un evento tan hierático como un velorio lo
tuve a los once años. Había tenido su deceso la abuela de una compañera de
estudios, que a su vez fue la esposa de un sobrino de mis bisabuelos, los padres
de mi abuela materna.
La casa estaba sombría, sin adornos, fúnebre. Varias coronas de flores con
cintas dedicadas colgaban las paredes dentro de la habitación principal en la
vivienda. Allí estaban congregados los familiares más cercanos, mientras que en
el portal permanecía el resto de la población que para esta vez prescindió de
plañideras. Allí estaba en el centro la caja, muy estática, sin aparentar el deseo de
ser trasladado a otro lugar donde descansar. Eso es algo irónico. Supuestamente
el hombre viene del mar, porque Okún dio la vida y, sin embargo, concluye
paradójicamente seis pies bajo tierra, sabrá Dios en qué rincón. ¿Por qué no
regresar, después de muertos, al lugar que nos dio la vida? Solo que de ser así, el
mar se convertiría en isokun, Obbá ya no cuidaría las tumbas, y Oyá perdería su
reino.
Yo estuve allí, y para ofrecer mi condolencia me esforcé en el intento de liberar
algunas lágrimas. Fue esa la primera vez que lloré por una persona muerta.
Aunque la conocía, no sabía bien quién era; pues la consideraba familia
sanguínea cuando en realidad no lo era. Quizá estaba asustado, o me conmovió el
llanto muy sentido de sus parientes.
Solo sé que quise llorar, y lo hice.
Desde entonces comprendí que pensaría similar a Woody Allen, al considerar
que no le temo a la muerte, solo que no me gustaría estar allí cuando suceda; muy
a pesar de que la muerte no sea el final, porque la muerte es el comienzo para
una nueva vida.
Comencé a idealizar la muerte. Y sobre todo: a temerle. Esa vez entendí también
que cuando alguien abandona el aiyé, ya no regresa más, a menos que se le
invoque en una misa espiritual.
Recuerdo que esa noche no pude dormir bien.
El espacio nocturno suele ser traicionero, sin perdonar horario alguno. Llega con
su misteriosa negrura, su bóreas a veces exaltado, en otras ocasiones más
calmado. Pero siempre presente. Se hace notar helado, dejando la piel henchida,
escalofriante. O solamente se presenta taciturno, aunque uno sabe que está ahí. Y
después de la diez de la noche…ni hablar de lo que sucede después.
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Por ese tiempo vivía con mis abuelos. Mi bisabuelo había pasado a visitar por un
tiempo a su hermana, en una ciudad distante.
Me detengo. Trato de cavilar. Evoco las memorias. Hasta que me veo muy niño,
ya casi púbero; acostado en la cama. Había despertado en la madrugada. Todo
estaba muy oscuro. Creo que nunca antes había visto tanta oscuridad. Ni la más
tenue lumbre tenía acceso a la recámara. Además, coronaba aquel estado un
silencio absoluto, de esos que no dicen nada pero que quieren decirlo todo. Tanta
calma en el mar nocturno no augura una buena señal. Y ese momento fue para mí
como la noche final del Titanic, aunque la historia haya sido totalmente diversa.
De repente, unos pasos extraños invadieron esa calma bruna. Ninguna figura
humana se reveló con ellos. Aquellos pasos se sintieron por toda la casa: de la
cocina al comedor, del comedor a la sala, de la sala al dormitorio, del dormitorio a
la sala…Chac…Chac…Chac…
Esos pasos perdidos aprovecharon la susceptibilidad de la madrugada y se
internaron con petulancia soberanía dentro de la frívola casa. Lo caminaron todo.
Sin renuncia. Dentro del cuarto se movieron alrededor de la cama, se detuvieron, y
luego echaron a andar nuevamente.
Chac…chac…chac…
Logro agitarme. Me estremezco. Permanezco quieto, mientras me sacudía un
terremoto. El corazón late agitado. Yo sigo asustado.
Chac…chac…chac… continuaron los pasos. Cierro los ojos para no ver lo que no
deseo. Aunque es algo irrisorio: no hay nada; al menos nada que se represente
tras los firmes pasos.
Entonces busco en la cama la compañía de mi abuelo; y descubro lo que menos
esperaba a pesar de estar consciente de que así sucedería: mi abuelo no está.
Con ese hallazgo me asusto mucho más. Ahora estoy solo en el domicilio. Solo
unos pasos extraños me acompañan.
Deambulan por las habitaciones, hasta que regresa a mi cuarto. Asedia la cama,
y no reconozco su objetivo. Reproduce la misma operación perturbadora:
Chac…chac…chac…
Un alarido inquieto me tumba del mueble que me mantuvo recostado; en menos
de 30 segundos llego a la sala, quito el sillón que preserva la puerta cerrada, y
unas manos vivas me ayudan céleres a abrir la poterna. Ahí estaba mi abuelo, que
asustado acudió a socorrer mis gritos. Le seguían dos compañeros de trabajo. Es
que todo ese tiempo habían estado sentados en el portal, aguardando por el carro
de los trabajadores que los traslada hacia su centro de trabajo.
Le explico que había tenido una pesadilla, y que tengo mucho miedo. Asume la
decisión de dejarme durmiendo en la casa de mi madre, y con un poco de calma
recupero el sueño.
Desde esa noche los pasos llegarían para acompañarme por un buen tiempo.
Incluso hasta después que me fui a vivir para la casa de mi madre biológica. Me
despertaba en las madrugadas, y esos pasos perdidos, muy oportunistas,
aprovechaban para presentarse.
Los gritos no volverían a abandonar mi garganta. Con el tiempo me acostumbré a
ellos. A su chac…chac…chac… Pero nunca dejé de asustarme.
Solo después de mis catorce años, que me mudé para la casa de una prima, dejé
de sentirlos. En aquella casa vi y sentí otras cosas supernaturales, pero nada que
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ver con aquellos pasos. Hasta que retorné a mi anterior residencia, y, aunque en
menor frecuencia, volví a escucharlos.
Nunca supe a quién pertenecían aquellos pasos que escuchaba en las
madrugadas durante mi pubertad. Esos sí: he estado seguro de que era un iwi,
porque eran pasos de un hombre que ya no está entre nosotros físicamente. O de
una mujer. ¿Quién lo sabe?
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Oluwa Sanu
Mi alma va a encontrarse un instante con los otros espíritus. Que vengan los
buenos y me ayuden con sus consejos. Ángel de la guarda, haced que al
despertar conserve de ellos una impresión saludable y duradera.
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Baba wa timbe Lorun
Si alguien preguntara:
- ¿A qué edad comenzaste a ver espíritus?
Diría:
- A los nueve años.
Pero, ¿qué tan cierto puede ser que haya comenzado a ver más allá de la
realidad, esas cosas que algunos creen que no existen y otros que saben que
están; para ese entonces?
Unos años antes, cuando contaba con 5 o 6 años tuve mi primera visión.
Estaba sentado en el portal de la casa de mi tía abuela, creo que jugando con un
primo menor. No sé por qué razón me disperso, y permanezco sentado en un
muro en el portal bien quieto. Dirijo mi vista hacia el frente, donde quedaba el patio
de una casa, y ahí pude observar un platanal que mostró algo muy inusual: ahí
estaba, colgado de una mata de plátano un hombre de estatura baja, jovial
semblante y con un atuendo semejante a la de un payaso, que me miraba con una
falsa sonrisa.
Enseguida me percaté de que no se trataba de un ser vivo. Y menos podía serlo,
cuando estaba en el patio de una casa habitada únicamente por personas negras,
donde la concurrencia de la piel blanca era casi nula, salvo por la asistencia al
hogar de vez en cuando de una señora clara, incapaz de prestarse para ese tipo
de bromas.
Hasta hoy no sé si se trató de un espíritu burlón o sabrá Oloddumare qué pudo
haber sido. Eso que vi, tan prematuramente –que es lo que ahora recuerdo- me
asustó sobremanera. Comencé a llorar, y los adultos se reían porque no le
encontraban lógica a mi llanto. Me preguntaban:
- Pero, muchacho; ¿qué tú ves ahí?
Y yo respondía entre sollozos:
- ¡Un hombre; un hombre!
Por más que aquellos intentaron hacerme percibir que allí no había nadie, no
pudieron persuadirme. Porque yo veía lo que ellos no podían. Las risas satíricas
acrecentaron mi llanto. El hombre no desaparecía. Aquella vez sentí mucho temor.
Demasiado. Fue un lunes, y recuerdo que mi prima mayor tuvo que llevarme hasta
mi casa, que estaba a una cuadra. Solo, ni pensar en regresar.
Si. Supongo que eso fue como un preámbulo. O al menos de esa manera
prefiero recordarlo.
Después no volví a ver nada, ni a sentir ningún espíritu, hasta que cumplí los
nueve años.
Iyá mesam oruns.
Mi iworo es una localidad de alta concentración de practicantes de las más
heterogéneas religiones. Los hay católicos, santeros, paleros, espiritistas, y
últimamente Testigos de Jehová y Pentecostal. Y, sin embargo, de todas esas
manifestaciones han perdurado en casi más de medio bicentenario las creencias
afrocubanas, donde se concentran el mayor número de devotos. Porque aquí
hubo africanos de todas partes: congos, iyesás, carabalís…
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Uno de los cabildos que recuerdo de mi infancia era el de la difunta Pancha. Sus
hijos continuaron su legado, y aún se mantienen al tanto; donde se venera a
Shangó bajo la advocación de Santa Bárbara.
El primer bembé que recuerdo –aunque no debió haber sido el primero al que fui-
, fue dado por los descendientes de aquella mujer, un 4 de diciembre. Yo era un
niño de unos 7 u 8 años. Me gustaba mucho el color amarillo, simpatizaba con la
Virgen de la Caridad del Cobre, pero no sabía nada de la santería ni de otra
religión, a pesar de que mis primeros pasos en esta área fueron exactamente en la
religión católica, apostólica y romana. No sabía el nombre de ningún orisha ni
sabía lo que eso significaba.
De ese bembé puedo evocar un canto a Yemayá:
Ay, mi Yemayá, llévate lo malo.
Llévate lo malo,
y échalo a la mar.
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Glosario
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