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MI PRINCESA DE OJOS VERDES

Carlota se despertó aquella mañana con la sensación de que iba a ser un buen
día, algo que no era de extrañar teniendo en cuenta que pasadas unas horas pondría
rumbo hacia Cádiz, para disfrutar de un fin de semana haciendo lo que más le
apasionaba: bailar. La danza para Carlota era una forma de expresión, una vía de escape
y el mejor remedio para curar sus heridas. Cuando bailaba se sentía libre, segura y feliz;
al sonar la música solo existían las líneas que dibujaba cada uno de sus movimientos,
los cuales se fusionaban suavemente hasta formar una imagen en la que se podía
apreciar claramente, todo aquello que su corazón escondía.

Llegaron al hotel y recogieron las acreditaciones y los programas del congreso, y


cada uno se dirigió hacia su habitación, a dejar el equipaje, y prepararse para el primer
taller. Cuando Carlota se instaló, tomó el programa de la mesita de noche, y al desplegar
el tríptico y comenzar a ojearlo, dos lágrimas brotaron de sus ojos al leer en él las
siguientes palabras: “Mi princesa de ojos verdes, muestra de danza africana, primera
bailarina: Carlota Escudero”. Y es que no pudo evitar emocionarse al leer su nombre en
el programa. Ella formaba parte de una compañía de danza universitaria, aunque desde
que era una niña amaba el baile, no fue hasta que comenzó sus estudios superiores
cuando descubrió en primera persona, el apasionante mundo de la danza. Y para ella era
un sueño subirse a un escenario para compartir con los demás su verdadera pasión,
sueño que se vio cumplido pocas horas después.

Al terminar su actuación, Carlota se sintió especial, en otro mundo, flotando


sobre las nubes, disfrutando de una suave brisa que acariciaba su rostro. Y aunque la
obra había resultado todo un éxito, no era ese el motivo de su sentir. Al sonar la música,
ella comenzó a bailar, ante cientos de espectadores que no apartaban la mirada de su
silueta, pero sólo una se clavó en sus ojos.

Durante el resto de la obra, solo había dos personas en el teatro: ella y él. Esa
mirada que no olvidaría nunca, le transmitió algo especial; era intensa y llena de luz, la
cual se apagó al no volver a verla durante el resto del congreso.

Darío no tenía muchas ganas de levantarse de la cama aquella mañana. Y es que


no podría asistir a un importante partido de baloncesto por tener que cursar un aburrido
congreso de danza para aprobar la última asignatura de su grado en Medicina,
Traumatología deportiva. Esa materia se le atragantó desde el primer momento y su
profesor le propuso esa opción para ayudarle a aprobar.

Finalmente se levantó de la cama pensando en el aliciente de que al menos


pasaría el fin de semana con sus compañeros y en que pronto obtendría ese aprobado
que tanto ansiaba para conseguir su título universitario. Llegó el momento de aburrirse
con la primera actuación, una muestra de danza africana que tenía por nombre “Mi
princesa de ojos verdes”, menudo tostón, pensó mientras se apagaban las luces. Pero el
telón se abrió y todo se paralizó, nada ni nadie había a su alrededor, solo ella. Sus
sutiles movimientos y toda la belleza que estos deprendían, consiguieron atraparle, y al
ver esa sonrisa y contemplar su mirada, definitivamente quedó cautivado. Al cerrarse el
telón y encenderse las luces, un solo pensamiento rondaba la cabeza de Darío: “tengo
tres días para conocerla”. Pero en ese momento, la vibración se su móvil le hizo volver a
la realidad y contestó la llamada que hizo que esos tres días nunca pudieran transcurrir,
una obligación ineludible le hizo abandonar el congreso.

Habían pasado diez años desde aquella muestra de danza que tan especial había
sido para Carlota. La suerte le jugó una mala pasada en su última actuación, en la que
por una fatal caída perdió el conocimiento y tuvo que ser trasladada de urgencia al
hospital. Durante su inconsciencia se trasladó años atrás, mientras debutaba en un
escenario en Cádiz, en el que por primera vez en mucho tiempo, sintió amor por algo
más que la danza, por una dulce mirada, por él. “No me dejes, no te vayas”, repetía una
y otra vez delirando por el dolor y la medicación. Y al despertar, un médico al pie de su
cama la miró y le dijo: “no me marcho a ningún sitio, mi princesa de ojos verdes”.

Carlota creía que estaba soñando cuando vio la figura de Darío junto a ella, y la
primera palabra que salió de su boca fue: “tú…”.

Él, sonriendo, le contestó en tono bromista: “Sí, soy yo. Hay que ver la de cosas
que has planeado para volver a encontrarte conmigo ¿eh?”. Ella intentó reírse, pero el
dolor causado por los diversos golpes sufridos se lo impedían. Carlota estuvo una
semana ingresada en el hospital, siete días que Darío no desaprovechó para cuidarla y a
la vez conocerla. Una conexión especial existía entre ambos, algo difícil de explicar,
pero muy intenso; algo que pese al tiempo transcurrido, se había mantenido vivo.

Y llegó el día en que Carlota se iba a casa. Darío se dirigía a verla para
entregarle el alta, con la intención de decirle muchas cosas más. Había vuelto a aparecer
en su vida y se negaba a perderla de nuevo. Pero el destino hizo que Darío recibiera un
aviso de urgencia y tuviera que marcharse al quirófano inmediatamente. Así que otro
médico le entregó el alta a Carlota, que decepcionada, abandonó el hospital pensando
que Darío no tenía el más mínimo interés en volver a saber de ella.

En cuanto terminó la operación, Darío corrió hacia el archivo del hospital para
buscar el teléfono de Carlota en su historial médico, y no dudó ni un momento en coger
su móvil y llamarla. “No se me vuelve a escapar”, pensó. Pero no pudo hablar con ella,
el teléfono estaba apagado. Darío insistió durante varios días, pero no hubo ,amera de
contactar con ella.

Pasaron las semanas, y Darío fue perdiendo la esperanza de volver a ver a


Carlota, hasta que, paseando por la calle, vio en una farola un cartel que decía: “Décimo
aniversario del congreso nacional de danza Ciudad de Cádiz”.
Carlota estaba con una extraña sensación antes de salir al escenario. Siempre se
ponía nerviosa antes de actuar, pero aquella vez se sentía diferente. Cuando se abrió el
telón y comenzó a sonar la música, Carlota empezó a bailar, sin dejar de mirar hacia el
público, buscando a una persona en cuestión. Dos ojos que le hicieron brillar diez años
atrás, una mirada que le cautivó, y que en esa ocasión, pese a su esperanza de que
volviera a ocurrir, no se encontraba en el público. Carlota decepcionada, siguió
bailando, apenada y desilusionada, preguntándose por qué aquel día no acudió Darío a
darle el alta y pensando en qué hubiera ocurrido, si aquel día no le hubieran robado el
bolso, con su móvil, al salir del hospital. “¿Me habrá llamado?”, se preguntó. Al
terminar la actuación, el público se puso en pie para aplaudir, y mientras Carlota
saludaba como agradecimiento, pensaba a la vez: “Olvídalo, no le interesas”. En ese
momento, solo quería desaparecer del escenario para llorar tranquila por esa ilusión rota
al no encontrar a Darío entre el público.

Como es costumbre en la danza, la primera bailarina siempre recibe al final de la


obra, un ramo de flores. “Que suba ya la azafata con las flores por favor”, se decía
Carlota una y otra vez. Y a lo lejos, divisó tan ansiado ramo de flores, portado por una
figura masculina, que lógicamente no era una azafata, ni ningún empleado del teatro, era
él. Carlota no lo podía creer, se quedó petrificada al ver que Darío estaba allí,
acercándose hacia ella; pensó que se trataba de un sueño, del que rápidamente despertó
cuando él llegó hasta ella y le dio un interminable beso.

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