Christopher Small

ara Christopher Small la música - de cualquier tipo

que fuere - no debería limitarse a ser algo que un
profes ional o un grupo de ,profesionales ejecuta para
que la escuche un público que, en su mayor parte,
e lt·:-.r, >11<> ~ l leng uaje musical y las características de la construc-
1 I< ) 11 so nora que oye, sino llegar a ser parte integrante de la vida
< <)1 idia n a de todos y cada uno de los miembros del auditorio. En
Mi'1si ·a. Sociedad. Educación el autor parte de un examen de
l.1 111ús i a oc cidental de los últimos 400 años, así como de la
111( 1: ic t ele los países africanos y asiáticos para hacernos ver cómo
l:1 11:11u raleza de una sociedad se puede deducir a partir de su
1111'11,i ·:1 y cómo las diferentes pautas y modelos musicales no sólo
¡111('drn r ·flejar los cambios que se dan en la sociedad, sino
i 111 lusn influ .ir sobre ellos. Critica el papel actual de la música en

l.1 t'du ·ación y en unda claramente lo que debería hacerse para

q11v 1:11110 la educación como la música sean realmente accesibles
v v ,·1(,11 v ' rd aderamente relacionadas con la situación vital y
•,, )(·1:tl d · hoy .

r-

SOCIEDAD EDUCACION
HL 3 7 . 5
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Alianza Editorial i,A.Ji;¿i.9za

Música
AlianzaMúsica
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Christopher~mall

La colección ALIANZA MUSICA ha sido patrocinada por el Fondo Musical Adolfo

Música. Sociedad. Educación
Sala:1.ar,
creado en México por D. Carlos Prieto en memoria y homenaje al historiador Un examen de la función de la música
y crítico musical español que vivió, trabajó y falleció en la capital mexicana, en las culturas occidentales, orientales y africanas,
que estudia su influencia sobre la sociedad
y sus usos en la educación

Versión española de:

Marta I. Guastavino

Alianza Editorial

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Título orl1ln1l1 ··
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1!111obra ha ■Ido publicada •n ln11'1por
Music,Soc/11~,Btl11C11id11, Indice
John Calder Publi■her■, Ltd,, de Landre■

Introducción . . . :. . .. . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . .. 11
1. La cadencia perfecta y la sala de conciertos 17
2. La música fuera del marco europeo 43
3. El dominio de la naturaleza ..... . 67
4. La visión científica . del mundo ..... . 87
5. La visión de una sociedad potencial . . . . . . . . . .. . 103
6. Un tambor diferente ....................... . 133
7. Plus fa change... ........... . 163
8. Los niños como consumidores 185
9. Los niños como artistas . .. . .. . . . . . . .. . . . . . .. .. . .. . 257

© 1980 Christopher Small

© Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1989
Calle Milán, 38, 28043 Madrid; teléf. 200 00 45
ISBN: 84-206-8545-3
Depósito legal: M. 8.487-1989
Compuesto en Fernández Ciudad, S. L.
Impreso en Lave!. Los Llanos, nave 6. Humanes (:Madrid)
Printed in Spain. r ' .
12~089
BibliotecaCentral 7

Univ.Veracruzani
J
 En memoria de mi madre y de mi padre

l
 Introducción

«La imaginación, por ende, es mucho más que lo imagi-

nario. Abarca la existencia entera del hombre. Porque no
sólo respondemos con el sentimiento o la admiración, sino
que, por mediación de los símbolos que nos ofrece una
obra de la imaginación, participamos en una sociedad po-
tencial que está más allá de nuestro alcance.»
Es cosa generalmente reconocida que la tradición musical de la Europa
}EAN DtJvIGNAUD
posrenacentista y de sus retoños es uno de los . fenómenos culturales más
The Sociolngy of Art
brillantes y sorprendentes de la historia humana. Es probable que, por su
alcance y su poder, no admita ser equiparado más que a otro logro inte-
lectual: la ciencia de la Europa posrenacentista. Por lo tanto, es compren-
sible que quienes somos sus herederos (una categoría que no sólo incluye
a las Américas y a muchas colonias y ex colonias de Europa, sino también,
en la actualidad, a buena parte del mundo no occidental) nos inclinemos
a encontrar en la tradición musical europea la norma y el ideal de toda
experiencia musical -tal como en las actitudes de la ciencia occidental se
encuentra el paradigma para la adquisición de todo conocimiento- y a
considerar que todas las demás culturas musicales son, en el mejor de
los casos, exóticas y raras. De hecho, es precisamente esta convicción inamo-
vible de la superioridad de la cultura europea sobre todas las otras lo que
ha dado a los europeos, y posteriormente a sus herederos americanos, la
confianza necesaria para emprender la colonización cultural del mundo e
imponer a la raza humana, en su totalidad, los. valores y los hábitos del
pensamiento europeo.
Sin embargo, no debemos permitir que el brillo de la tradición musical
de Occidente nos ciegue para lo que ésta tiene de limitación, e incluso,
en ciertos dominios, de empobrecimiento liso y llano. Es probable que
sintamos cierta renuencia a pensar que nuestra vida musical, con sus grandes
orquestas sinfónicas, su Bach y su Beethoven, sus majestuosos teatros de
ópera y salas de concierto, esté en ningún sentido empobrecida; y, sin em-
bargo, debemos admitir que no tenemos nada que pueda compararse con
la complejidad rítmica de los indios, o de lo que nos inclinamos a desdeñar
como la «primitiva» música africana; que nuestros oídos son sordos para
las sutilezas de la inflexión tonal de las ragas indias o de la música litúrgica
bizantina; que el cultivo del bel canto como ideal de la voz cantante nos
ha cerrado las puertas de casi todas aquellas posibilidades sonoras, y de
11
12 Música. Sociedad. Educación
aquel potencial expresivo de la voz humana, que son parte de los recursos
que usa día tras día un cantante folk de los Balcanes o un esquimal;
y que en el sonido terso y melifluo de la orquesta sinfónica del romanti-
cismo se ahogan los fascinantes zumbidos y las distorsiones sonoras que
cultivaban los músicos de la Europa medieval y, en nuestra propia época,
los africanos.
Sólo en tiempos relativamente recientes han llegado los europeos a in-
teresarse por estas y otras culturas musicales en la medida necesaria para
oír en ellas algo más que rarezas o cacofonías; hasta entonces, estábamos
en la situación del pez en la metáfora de Albert Einstein, que no tiene
conciencia del agua porque no tiene noticia de que exista ningún otro
medio. Hoy, en parte gracias a nuestro conocimiento, cada vez mayor,
de otras culturas musicales, tenemos oportunidad de tomar conciencia de
nuestra propia tradición en cuanto medio que nos rodea, nos sostiene y
configura nuestras percepciones y nuestras actitudes de la misma manera
que las exigencias de la hidrodinámica configuran el cuerpo del pez; este
libro es, en parte, un intento de examinar la tradición musical de Occi-
dente no sólo a través de esta experiencia, sino también en sí misma, de
verla -como si fuese desde afuera- a través del espejo de estas otras
tradiciones musicales y, al hacerlo así, de aprender algo de la naturaleza
íntima e inexpresada de la cultura occidental como tal. Procuraremos mirar
debajo de la superficie de la música, debajo del «mensaje», si lo hay, que
el compositor se propuso conscientemente transmitir (e incluso el hecho
de que exista la intención de un mensaje puede ser importante en sí mismo),
para llegar a sus medios técnicos y a sus supuestos básicos -que general-
mente aceptamos sin darnos cuenta- referentes a cuestionés tales como la
naturaleza del sonido, la manera de escuchar, el paso del tiempo, como
también aceptamos su situación social y sus relaciones, para ver qué es lo
que en todo ello se oculta.
Porque es en las artes de nuestra cultura (de hecho, en las de cualquier
cultura) donde vemos no solamente una metáfora de los supuestos, por lo
demás no formulados ni tampoco examinados, en que ésta se funda, sino
también una manera de trascenderlos. El arte puede revelarnos modos
nuevos de la percepción y del sentimiento, que nos arranquen con un so-
bresalto de nuestros usos habituales; puede hacernos tomar conciencia de
posibilidades de sociedades alternativas cuya existencia no se ha dado to-
davía. Muchos son los escritores y críticos que, en el campo de las artes
visuales y plásticas y de la literatura, han intentado formular explícitamente
las implicaciones sociales de la actividad artística que han escogido; y jamás
deja de sorprenderme que sean tan pocos los autores que hayan abordado
un intento comparable en la música, un arte del cual la crítica y la apre-
ciación se dan, en su mayor parte, en un vado social. Quizá sea la falta
de un tema explícito en la música lo que asusta y aleja a la gente. Si hago
aquí el intento, es con gran vacilación, pero lo siento como un imperativo,
no con el mero objeto de construir una nueva estética de la música (por
más que incluso hacer esto· de manera tal que tenga en cuenta la experiencia
musical de otras culturas sería un proyecto digno de ser llevado a la prác-
Introducción 13
tica), sino por lo que considero la importancia y la urgencia, desde el punto
de vista social y especialmente desde el educacional, de lo que he aprendido
en mis investigaciones. A medida que siga estas investigaciones en el libro,
el lector advertirá que ocasionalmente vuelvo más de una vez sobre el
mismo punto, y debo rogarle que no considere estas repeticiones como
signos de simple garrulería, sino más bien como puntos nodales de una
estructura en forma de red, con la cual mi argumentación tiene mayor pa-
recido que con una línea lógica directa. Es probable que, en un territorio
extraño, el explorador (para introducir ya una metáfora que terminará por
volverse familiar) pase y vuelva a pasar varias veces por el mismo lugar,
pero cada vez llegará a él desde una dirección diferente a medida que re-
corre el terreno, y si tiene suerte, lo verá cada vez desde un punto de vista
nuevo. Y si tiene la impresión de que me aparto del tema e introduzco
cosas que nada tienen que ver con él, debo pedir al lector que confíe en
que, finalmente, conseguiré hacer que vea con claridad estas relaciones.
Comenzaré . mi investigación exponiendo lo que veo como las caracte-
rísticas principales de la música clásica occidental, y de las convenciones de
dicha música, tanto de orden social como técnico. Intentaré demostrar
cómo tanto la música clásica occidental como la ciencia de Occidente nos
hablan de estados anímicos muy profundamente arraigados en los europeos,
y por causa de los cuales hemos llegado al incómodo -por no decir direc-
tamente peligroso- estado de nuestras relaciones recíprocas y con la na-
turaleza. Sugeriré que la educación, o mejor dicho la escolaridad, tal como
se la concibe actualmente en nuestra sociedad, ha colaborado en la perpe-
tuación de esos estados de ánimo en virtud de los cuales vemos a la na-
turaleza como un mero objeto de uso, a los productos como lo único im-
portante, sin que en ello tenga nada que ver el proceso mediante el cual
se los obtenga, y al conocimiento como una abstracción que existe «ahí
fuera», independientemente de la experiencia del sujeto cognoscente; y a
estas tres ideas vinculadas por una intrincada maraña de causa y efecto .
Al presentar a la atención del lector otras culturas musicales, intentaré
mostrarle que son posibles diferentes estéticas de la músisca, que pueden
constituirse en metáforas de visiones del mundo muy diferentes, de siste--
mas de relaciones, interiores al marco de la sociedad y de la naturaleza,
que son diferentes del nuestro. Describiré los diversos intentos que se han
hecho, en la música de nuestro siglo, de sistematizar una crítica de nuestra
sociedad actual y de su visión del mundo, mientras que un breve recorri-
do de la música en los Estados Unidos hará ver que este país posee una
cultura que no sólo está más lejana de lo que nos imaginamos de la cultura
europea, sino que también ha llevado desde hace tiempo en su seno la
visión de una sociedad potencial que es quizá más fuerte y más radical
que cualquier cosa que pueda ofrecernos la cultura europea. Y, finalmente ,
intentaré mostrar cómo la nueva visión del arte así revelada puede servir
como modelo para una nueva visión de la educación, y posiblemente de la
sociedad. ·
He basado mis investigaciones sobre dos postulados: el primero, que
el arte es algo más que la producción de objetos bellos, o incluso expre-
14 Música. Sociedad. Educación
sivos (contando entre ellos los objetos sonoros, tales como sinfonías y con-
ciertos) para que otros los contemplen y admiren; es esencialmente un
proceso, por mediación del cual exploramos nuestro medio, tanto el inte -
rior como el exterior, y aprendemos a vivir en él. El artista, ya sea Beetho-
ven en su pugna por traer a la existenda una sinfonía, Miguel Angel em-
peñado en arrancar sus formas al mármol, el fervoroso jardinero que di-
seña su jardín o el niño que hace el retrato, sumamente formalizado, de las
personas y las cosas importantes que hay en su vida, está explorando su
medio, y sus respuestas ante él, en no menor medida que un científico en
su laboratorio; está ordenando sus percepciones y haciendo un modelo de
la realidad, a la vez presente y potencial. Si es un artista suficient~mente
dotado, su arte ayudará a otros a hacer lo mismo. El arte es, pues, pese
a su devaluación en la sociedad posrenacentista, una actividad tan vital
como la ciencia, y de hecho penetra en ámbitos de Ja actividad humana
que la ciencia es incapaz de tocar. El segundo postulado es que la naturale-
za de estos medios de exploración -de la ciencia y del arte-, sus técnicas
y sus actitudes, son un seguro indicador de la naturaleza y de las preocupa-
ciones de la sociedad que les dio nacimiento. Encontraremos que nuestra
cultura está sufriendo en la actualidad una transformación tan profunda
como la que tuvo lugar en los siglos xv y xv1, y a la que llamamos Rena-
cimiento, y que, como el Renacimiento, esa transformación no se está
produciendo sólo en el nivel de las opiniones y de los conceptos conscien-
tes sino, lo que es más importante, en el de la percepción y los hábitos de
pensamiento, con frecuencia inconscientes, sobre los cuales basamos nues-
tro discurso y nuestra acción de todos los días. Y puesto que son la per-
cepción y lo subconsciente lo que constituye la preocupación del arte, son
los métodos del arte, más bien que los de la ciencia, los que pueden ser-
virnos de modelo y de guía para el nuevo universo conceptual hacia el cual
nos movemos.
Es un error grave, aunque común, pensar que los ·objetivos del arte y
de la ciencia son idénticos o complementarios, o incluso que armonizan
el uno con el otro. Es verdad que tanto el arte como la ciencia son medios
de exploración, pero la intención, el método y el tipo de realidad que
exploran son muy diferentes. No se trata aquí simplemente de la escisión
cartesiana entre materia y mente (de hecho, debemos partir del supuesto
de que son idénticas), sino más bien d~ que el objetivo del arte es capa-
citarnos para vivir en el mundo, en tanto que el de la ciencia es capacitar-
nos para dominarlo. Por esta razón insisto en la suprema importancia del
proceso artístico, y en la relativa falta de importancia del objeto artístico;
el instrumento esencial del arte es la experiencia irrepetible. Con la ciencia,
lo que cuenta es el producto terminado, la teoría , la hipótesis , el conoci-
miento objetivado; lo obtenemos por cualquier medio de que podamos
disponer, y su instrumento es el experimento repetible. El arte es co-
nocimiento como experiencia, como vivencia, la estructuración y el ordena-
miento del sentimiento y de la percepción, en tanto que la ciencia es un
conocimiento abstracto, divorciado tan completamente como sea posible
de la experiencia; un cuerpo de hechos y de conceptos que existen · fuera
Introducción 15
del sujeto cognoscente e independientemente de él. Ambas son actividades
hu,manas válidas, pero desde el Renacimiento en adelante hemos dejado
que sean las actitudes y los valores de la ciencia los que predominen sobre
los del arte, en detrimento de la calidad de nuestra experiencia.
Nuestras escuelas, por ejemplo, se preocupan casi exclusivamente por
l. el conocimiento abstracto, en la esperanza de que los alumnos lo absorban
inmediatamente para luego regurgitado a pedido. Y a pueden --o no-- los
alumnos estar deseosos (o ser capaces) de absorber el conocimiento; la
única lección que, de hecho, todos aprenden, es que pueden ser consumi-
dores -no productores- de conocimiento, y que el único conocimiento
que tiene validez es el que les llega por mediación del sistema escolar. Se
les enseña mucho sobre el mundo, pero su experiencia de él, aparte el
mundo hermético del aula y del patio de juegos, está gravemente deterio-
rada. Y también lo está la de nuestra cultura en su totalidad. Sabemos más'
del mundo, y tenemos menos experiencia de él, probablemente, que ninguna
generación de las que nos han precedido en la historia; de la misma ma-
nera, la musicología ha puesto a nuestro alcance más conocimientos sobre
la música que nunca, y sin embargo, nuestra vivencia de ella está suma-
mente diluida por el hecho de llegarnos mediada por el conocimiento de los
expertos. Tenemos miedo de enfrentarnos con experiencias musicales nue-
vas, en las que el conocimiento y la condición de expertos no nos sirven
para orientarnos, y solamente puede servirnos la vivencia subjetiva, sentida
con tal honestidad, y por eso nos refugiamos en la seguridad del pasado,
donde sabemos qué hemos de esperar, y donde lo que más importa es la
condición de connoisseur.
Aquí hemos de sugerir que, debidamente entendida, la actividad artís-
tica no solamente puede proporcionarnos una manera de salir de este im-
passe en la apreciación musical -un asunto que en sí carece de .impor-
tancia-, sino también una forma de enfocar la reestructuración de la
educación, y quizás incluso de nuestrá sociedad. Simplemente porque el
artista se pone sus propias metas, y trabaja con todo su ser -razón, in-
tuición, la autocrítica más despiadada y una evaluación realista de una
situación, libremente, sin compulsión externa y con amor- el arte es un
modelo de lo que podría ser el trabajo si fuera una empresa asumida li-
bremente y con amor en vez de ser, como le sucede hoy a la mayoría,
algo forzado, monótono y aburrido. Los cambios espectaculares que ha su-
frido en nuestro siglo el arte occidental son metáforas de cambios que
todavía apenas si están latentes en nuestra cultura. Y sin embargo, nos
muestran que en la matriz de la sociedad hay efectivamente fuerzas que
son favorables a esos cambios, que podrían llegar a liberarnos de la domi-
nación cientificista y tecnocrática de nuestras vidas, del esfuerzo repetitivo y
sin sentido que a la mayoría de las personas se les hace pasar por trabajo,
y -en el caso de nuestros hijos- de las cicatrices que, por mejor inten-
cionadas que sean, infligen hoy por hoy nuestras escuelas a todos aquellos
que, ya sea con éxito o sin él, tienen que pasar por ellas.
 Capítulo 1
La cadenciaperfectay la sala de conciertos

Con frecuencia se dice, aunque es imposible reiterarlo demasiado, que

todos los seres humanos están condicionados, en una medida imposible de
estimar, por los supuestos de la cultura en que viven. Hechizo, solía lla-
marlo el difunto Harry Partch, y en sonora expresión añadía: «Como la
fosa de Mindanao en el Pacífico, el hechizo es profundo y misterioso 1.»
De este hechizo profundo y misterioso está impregnada nuestra vida en
todos sus aspectos; lª- estructurll _l!li~ll:ll!elenuestra . len~a nos impone
! usos
modos -de pensar y de· perciifr;--ñue:¡_troshábitos, cos-i:Üiñbres_y __-·po-
r pulares . nOS-.parecen .dones inviolables de Dios, nuestra ciencia y nuestra
tecnología las únicas respuestas válidas para las cuestiones que la naturaleza
nos plantea .. Creemos que la forma en que educamos a nuestros hijos se
1 basa en principios seguros y evidentes referentes a la naturaleza del cono-
cimiento y del proceso de aprendizaje, y al mismo tiempo, nuestras artes
reflejan maneras de percibir y de sentir que están culturalmente determi-
nadas y que, a su vez, refuerzan en nosotros las mismas condiciones que
las generan; de hecho, desde cierto punto de vista es posible considerar
a nuestras artes como metáforas de las actitudes y supuestos de nuestra
cultura. ,
Aquí tenemos, por ejemplo, unos breves pasajes tomados de la monu-
mental Music in Western Civilization (La música en la civilización occi-
¡) dental) de Paul Henry Lang 2, reconocidamente una de las grandes histo-
rias de la música occidental aparecidas en lengua inglesa. He señalado en
h cursiva algunas frases que llevan implícitos importantes supuestos referen-
tes a la naturaleza de la músisca y de los valores musicales, a los que tá-
citamente se asigna validez universal, pero que, como luego veremos, en

1 Harry Partch, nota para la funda de la grabación de The Bewitched, CRI SD

304, 1973.
2 Paul Henry Lang, Music in Western Civilization, Nueva York, Norton, 1941,
p. 711.
17
18 Música. Sociedad. Educación
realidad son características peculiares de la música occidental posrenacen-
tista. El autor habla aquí de los primeros sinfonistas clásicos:
Pero el «efecto» orquestal y el color tonal, por más variados y ricos que fueran,
jamás constituyeron un fin en sí mismos, pues el estilo clásico subordinaba todos los
detalles a una idea central única de crecimiento orgánico, en la cual los meros efectos
no tenían cabida a no ser que estuvieran en una relación definida y lógica con el todo.
Esto no significa que la sinfonía clásica no abundara en efectos orquestales ingeniosos,
sino que éstos están invariablemente motivados por el material musical y no por las
posibilidades técnicas de los instrumentos .. . La orquestación y el color tonal sirven
para solidificar y destacar la construcción arqµitectónica.
Como es natural, este condicionamiento no es necesariamente deplora-
ble, sino que se lo ha de considerar más bien como un medio gracias al
cual reducimos a un orden manejable esa «floreciente confusión sonora»
de estímulos externos e internos, para que en épocas más tranquilas los
hombres puedan vivir bien su vida, sin la menor conciencia de que existan
otras maneras posibles de organizar su experiencia. Pero aunque no poda-
mos escapar del conc:Ucionamiento que nos impone nuestra cultura, no es
necesario que sigamos hechizados por él; el pez puede llegar a tener con-
ciencia del agua en que nada. Es más; en épocas de cambio tan profundo
y turbulento como la que, al parecer, con tan incómoda rapidez se avecina,
la necesidad de hacerlo se convierte en urgente imperativo.
De todas las artes, es la música -probablemente por su casi total ca-
rencia de contenido verbal o representativo explícito- Ja..que más -clara-
mente revela los supuestos básicos de una ·cultura; comencemos, pues, por
examinar un fenómeno que es familiar para la mayoría de lo_s M!aJ1tes de
la música: la grart tradición occidental posrenacentista, ,que se extendió
aproximadamente entre 1600 y 1910 .. Es el período de casi todos los bien
conocidos «grandes» del repertorio operístico y de concierto, y se le suele
conocer, sobre la base del rasgo técnico que más destaca en él, como
el período de la armonía funcional tonal. Estamos tan próximos a esta
música f1ue, para muchos aficionados, es ella la que ocupa la totalidad
del campo de su percepción musical, y se convierte en la encarnación es-
pecífica de lo que ellos consideran las verdades eternas del arte. Pero, tal
como observó Harry Partch, «la música . .. no tiene más que dos ingre-
dientes a los que se pueda llamar dones de Dios: la capacidad de un cuerpo
para vibrar y .producir sonido, y el mecanismo del oído humano que lo
registra ... Todo lo demás que pueda ser estudiado y analizado en el arte de
la música fue creado por el hombre, o está ~mplícito en los actos humanos
y, por consiguiente, sujeto al más riguroso de los escrutinios 3». Dicho de
otra manera, que ciertos supuestos de nuestra tradición musical «clásica»,
a los que consideramos elementos básicos y universales de toda música,
están, de hecho, muy lejos de ser tal cosa. Además, es necesario que nos
liberemos de la impresión delirante de que la música occidental es, en el
3 Harry Partch, Genesis of a Music, Nueva York, Da Capo Press, 2.ª ed., 1964,
p. xvi.
La cadencia perfecta y la sala de conciertos 19
ámbito del sonido, el logro supremo de la humanidad, y de que otras cul-
turas no representan otra cosa que estadios de una evolución conducente
a ese logro. Otras culturas hacen otros supuestos y se interesan por otros
aspectos del sonido organizado; no son inferiores ni superiores, sino dife-
rentes, y los juicios de valor que establecen comparaciones entre nosotros
y ellas no tienen, en el mejor de los casos, nada que ver con la reali-
dad, y en el peor, tienden a reforzar nuestras creencias, tan peligrosas como
delirantes, en Ta superioridad cultural europea. En The Wellsprings of
Music (Las fuentes de la música), su intento de resumir la sabiduría que
aporta toda una vida de experiencia del mundo musical, expresa Curt
Sachs: «No podemos escapar de la cultura que nosotros mismos hemos
edificado. Pero ver y sopesar la diferencia entre los dos mundos musicales
podría contribuir a que nos diéramos cuenta de que nuestra ganancia es
nuestra pérdida, de que nuestro crecimiento es nuestra mengua . Podría
ayudarnos a entender que no hemos progresado; apenas si hemos cambia-
do. Y, cuando lo vemos desde el punto de vista cultural, ese cambio no
siempre ha sido para bien 4 .»
Debemos recordar también que esta tradición se encuentra restringida, "-
desde el punto de vista geográfico, a los pueblos del subcontinente europeo
(y, en la actualidad, de su progenie y de sus puestos avanzados), y que
-incluso en función de la historia europea- no ocupa más que una por-
ción temporal pequeñísima, de menos de cuatrocientos años o cosa así.
Sus supuestos son los mismos del humanismo y el individualismo posrena-
centistas, y en cuanto tradición, tiene las virtudes y las limitaciones carac-
terísticas de ese punto de vista. Si la comparamos con la música del resto
de la historia de Europa -por no hablar de la del resto de la humanidad-
empieza a parecernos una especie de aberración ·histórica. Esto no significa
negar la grandeza..de sus logros, sino simplemente señalar que tiene carac-
terísticas que no son compartidas por ninguna de las demás culturas mu-
sicales del mundo, y que muchas de tales características no son necesaria-
mente más ricas y complejas ni más «avanzadas» que las de esas otras
culturas ... incluso la de nuestros antepasados medievales. Es probable que
la idea de «progreso» tenga algún sentido en relación con la ciencia, que se
ocupa de la acumulación de un conocimiento abstracto y objetivo divorciado
de la personalidad, pero es imposible defenderla en'.las artes, basadas como
están en la experiencia, que es peculiar del individuo y debe ser renovada
con cada generación sucesiva. .
Es indudable que, a lo largo de aproximadamente tres siglos de vida,
la música de la tradición armónico-tonal es de .una riqueza y una diversidad
increíbles. Sin embargo, hay ciertas características que unen a Monteverdi
y a Wagner, a Beethoven y a Delibes, a Caccini y a Reger; ciertos temas
cuyo hilo es posible seguir a lo largo de toda su historia, y que son lo que
ahora me interesa considerar.
Se podrían rastrear los orígenes de la tradición hasta antes del 1600
por supuesto, y quizás hasta por lo menos la obra de Guillaume Dufay ,
4 Curt Sachs, Tbe W ellsprings of Music, La Haya, Martinus Nijhoff, 1962, p. 222.
20 Música. Sociedad. Educación
cuyo motete de 1474, Ave Regina Cr:elorum, contiene, como señala Wilfrid
Mellers 5, un hermoso ejemplo temprano del uso de la tercera menor en
contraste con la tercera mayor para obtener un efecto expresivo personal
y dramático. Merced a la obra de maestros como Dufay y Ockeghem, y a
los grandes contrapuntistas del siglo XVI -Palestrina, Byrd, Victoria y
di Lasso- vemos cómo el cambio en la conciencia europea que denomina-
mos Renacimiento tiene su efecto en la música con la sustitución del punto
de vista teocrático y universalista de la Edad Media por la visión personal
y humanística de la época, que se expresa en términos técnicos en un mayor
interés por los acordes y sus efectos en yuxtaposición, y específicamente
en la cadencia perfecta y la disonancia suspendida, más bien que en la
polifonía y en la vida independiente de la voz individual. Thomas Mann
hace que uno de los personajes de su Doctor Faustus, el erudito judío
Breisacher, ponga patas arriba la visión convencional de estos maestros,
pura, abstracta e infinitamente elevada:
Esta fue, pues, la declinación, esto es, el deterioro del grande y único verdadero
arte del contrapunto, el juego calmo y sagrado de los números, que a Dios gracias nada
tenían que ver con la prostitución del sentimiento ni con la dinámica blasfema ...
El ablandamiento, el afeminamiento y la falsificación, [que] la nueva interpretación
superpuso a la vieja y auténtica polifonía entendida como el sonido combinado de
diversas voces en el acorde armónico, se había iniciado ya en el siglo XVI, y gentes
como Palestrina, los dos Gabrieli y el bueno de nuestro Orlando di Lasso... habían
desempeñado ya su vergonzoso papel en ello. Estos caballeros nos aportaron la
concepción del arte polifónico vocal, «humanamente» al principio, oh, sí, y por ende
nos parecieron los maestros supremos de este estilo. Pero eso se i::lebro-simplemente
a que en su mayor parte se complacían en una textura puramente acórdica de la
frase, y a que su forma de tratar el estilo polifónico se había visto musicalmente
debilitada por su consideración por el factor armónico, por la relación de consonancia
y disonancia 6.
El narrador de Mann, un académico apacible y conservador, se escan-
daliza ante esas palabras, y el lector se queda pensando hasta dónde llegaba
la ironía de Mann, pero el pasaje pone efectivamente en claro la naturaleza
de la continuidad existente entre la obra de los maestros renacentistas y
sus sucesores posteriores a 1600. Sin embargo, de hecho algo cambió por .
aquella fecha, por más que incluso hasta la época de J. S. Bach hayan
llegado remanentes de la antigua tradición medieval. Se podría decir que
los acordes y las disonancias suspendidas, reunidos en la música del Rena-
cimiento, empezaron a moverse en el Barroco. Como dice Richard Cracker:
«Hacia 1600, varios importantes cambios de acentuación contribuyeron a
dar forma nueva al estilo musical. El cambio principal fue de largo alcance;
llevó tiempo para hacerse, y sus efectos siguen sintiéndose hoy. Incluyó el
reconocimiento de las triadas armónicas como unidades básicas de la com-
s Wilfrid Mellers, Galiban Reborn: Renewal in Twentieth-Century Music, Londres,
Gollancz, 1968, p. 18.
6 Thomas Mann, Doctor Faustus, trad. inglesa de H. T. Lowe Porter, 1949, Hard-
monsworth, Penguin Books, 1968, p. 271.
La cadencia perfecta y la sala de conciertos 21
posición musical. A nosotros se nos hace difícil captar la importancia de
este cambio, simplemente porqué ya se produjo, y si ahora las triadas nos
parecen obvias como entidades musicales, es porque llegaron a serlo hacia
el 1600, en tanto que no lo habían sido antes 7 .» También fue por aquella
época cuando el desplazamiento del interés desde el movimiento de las
voces individúales --que casi incidentalmente hacían combinaciones armó-
nicas, como sucedía en la polifonía medieval- a las progresiones de triadas,
que regían los movimientos de la voz, y por tanto todas las formas meló-
dicas, llegó a ser tan completo que el cambio cuantitativo se volvió cuali-
tativo. En este momento nació la técnica de la armonía funcional tonal, el
movimiento formalizado de los acordes en sucesión, que se convirtió en
un medio expresivo por derecho propio, y que durante tres siglos habría
de ser la técnica domínante en la música de Occidente. Más adelante volveré
sobre el tema de la armonía tonal;. aquí sólo es necesario observar que la
tonalidad, la disposición lógica de los acordes en torno de una tónica,
llegó a ser una fuerza fundamental en la música europea aproximadamente
a partir de esa fecha. Y con la armonía va también el concepto de la música
como drama anímico individual, bosquejado en la obra de los maestros
del Renacimiento y que llegó a su madurez inicial, convenientemente, en
1600, con la representación de la primera ópera de verdad, l'Euridice, de
Peri, por un grupo florentino de litterati y aficionados a la música, conven-
cidos de que estaban reviviendo el estilo de representación de la antigua
tragedia griega.
No es fácil asignar i,ina fecha tan definida al final de la tradición armó-
nico-tonal y la elección de 1910 es arbitraria, ya que, de hecho, ciertos
aspectos de la tradición aún sobreviven. Pero 1910 fue el último año com-
pleto de vida de Mahler, y el año de El pájaro de fuego, de Stravinski;
para entonces, Debussy había compuesto El mar, Schoenberg su Segundo
cuarteto para cuerdas y Erwartung, Webern los Cinco movimientos para
cuarteto de cuerdas e Ives The Unanswered Question (La pregunta sin
respuesta). Es verdad que gran parte de la obra de Strauss, Sibelius, Vaughan
Williams y otros, era aún cosa del futuro; estas composiciones representan
el resplandor crepuscular de la tradición, no menos hermoso quizás, ni
menos conmovedor, que el crepúsculo de cualquier día glorioso. El verda-
dero trabajo de exploración se había desplazado de lugar. Debussy, Schoen-
berg, Stravinski y W ebern en Europa, lo mismo que I ves en América,
tenían los ojos puestos más allá de la tradición armónico-tonal, más allá de
la función individualista-expresiva de la música, y estábamos ya empezando
a explorar un paisaje nuevo, cuyas leyes no eran las del mundo, lógico
y bañado por la luz en un día soleado, de la armonía tonal. También en
1910 comenzaba el jazz -el más vigoroso de los múltiples estilos musicales
que surgieron en las Américas a partir del contacto forzado entre la música
europea y las del continente africano-- a lanzar su reto a muchas de las
7 Richard Crocker, A History of Musical Style, Nueva York, McGraw Hill, 1966,
p. 224.
 22 Música. Sociedad. Educación
formas de hacer y de escu~har música que caracterizaban entonces a la or-
todoxia occidental. ··
En los siglos que J:> cedieron al Renacimiento, Europa fue una cultura
comunal y generalme ,,.'] 'analfabeta, no muy diferente en estilo del resto
del mundo. Fue haciii"niediados del siglo xv cuando nuestra cultura co-
menzó a revelar las actitudes y conceptos nuevos, las maneras de sentir,
de ver y de oír que habrían de separar a Europa del resto de la humanidad
y que convertirían su cultura, y dentro de ella su música, en algo peculiar.
Los cambios son tema familiar en la historia: el crecimiento del humanismo
y del individualismo, el cuestionamiento del mundo teocéntrico y la desa-
cralización de la naturaleza que dieron origen a la visión científica del
mundo, la «invención» del hombre en cuanto individuo privado (este último
asociado posiblemente con el desarrollo contemporáneo de la imprenta y
con el auge creciente del libro impreso). Estos cambios se hicieron visibles
en la pintura ya desde Giotto, en el siglo XIII, mucho antes de que fueran
audibles en la música. El pintor medieval había visto sus temas, por así
decirlo, bajo los ojos de Dios, que lo ve todo, para quien todos los acon-
tecimientos son simultáneos, y dio expresión a una conciencia más comu-
nal que personal. Así, podríamos tener un cuadro de una ciudad donde
todo está representado de tal manera como jamás podría verlo un indivi-
duo situado en un lugar único y concreto, pero de la cual se podría decir
que representa la visión que tiene Dios, y al mismo tiempo la experiencia
que toda la comunidad tiene de la ciudad . En tanto que los pintores man-
tuvieron una actitud así, la perspectiva no evolucionó, no porque los pin-
tores no fueran capaces de cultivarla , sino porque como técnica no les
servía o no les interesaba. De modo similar, podemos ver la representación
de la vida de un santo, en la cual el nacimiento, varios milagros, el martirio
y la apoteosis están, todos, contenidos en un campo visual único. Esto se
puede interpretar no sólo en el sentido de que representa la visión combi-
nada de todos cuantos conocieron al santo -la experiencia comunal-, sino
también como la visión divina e intemporal de su vida por el ojo de Dios,
para la cual no se trata de que todos los acontecimientos estén preordena-
dos, sino de que son simplemente simultáneos. (Al pintor le preocupaba
tan poco la vivencia individual que, por lo común, el cuadro no estaba
firmado.) Por otra parte, el artista posrenacentista veía su tema a través
del ojo de un espectador aislado en un sitio determinado y en un mo-
mento determinado. La perspectiva, la disposición de todos los elementos
del cuadro en relación lógica unos con otros y con un «punto de fuga»,
supone que miramos más bien a través de los ojos del hombre que de los
de Dios, del individuo y ya no de la .comunidad, y al mismo tiempo , la
instantaneidad de la visión del pintor nos habla de un concepto del tiempo
muy diferente del medieval. El hombre individual , que vive en el tiempo
ha desplazado del centro del universo a Dios, que vive en la eternidad.
Sir Donald Tovey, que escribió hacia la tercera década de nuestro siglo,
dijo quizá más verdad de lo que él creía cuando llamó a la armonía tonal el
análogo musical de la perspectiva. , Como la perspectiva, la armonía tonal
es asunto _lógico, y mediante sus sucesiones de tensión y relajación expresa
La cadencia perfecta y la sala de conciertos 23
la experiencia del individuo aislado. «La armonía tonal es de hecho el tipo
de lenguaje musical en donde reina la lógica ·más transparente, en donde
realmente la lógki se hace carne y, . como . prut!ba_}<:: l:i trascendencia ab-
soluta de la razón individual, se convierte en el oPttlf>d<::un placer ónico
e irreemplazable», ha dicho Henri Pousseur 8 • In¿t't]ablemente, personas
sin talento alguno, una vez que han captado la naturaleza de las relaciones
lógicas de las triadas dentro de una tonalidad pueden escribir . secuencias
armónicas perfectamente correctas (aunque no inspiradas), así como gentes
igualment~ ·faltas de talento pueden, una vez que han entendido el conjunto
de relaciones lógicas referentes al punto de fuga, dibujar perspectivas per-
fectamente correctas.
La l<Sgicay las relaciones lógicas son, de hecho, con.c.~p_t<?~ _slay~~ d~J..a.r.~~
occid_ental. La obra de arte es explica~le lójQc:amente, y._~.n_1j)Jµpa ½.~.ll!!J.-
cia, cognoscible; en las ·'iefacionei que contiene - ña:a ·a..puede quedar oscuro
ni resistirse al análisis . Cada ..elemen.to....se.relaciona lógicamente con c.ada
uno de los otros, y con la estructura .principal de la obra. Quien escucha
la música puede «abrirse paso oyendo» entre los sonidos, y entender los
procesos que están en juego, aun cuando no pueda darles nombre. Y, como
dice Pousseur, eri el corazón de los procesos lógicos de la música está la
armonía tonal. ·
Es necesario que pongamos en claro lo que queremos decir con ~lll'. .~
rponía tonal». Se la puede definir como el eslabonamiento d<::una sucesión
de tríadas ·en relación con una tónica, de manera tal ·que formen una se-
cuencia que es significa~iva y expresiva para ·e1oído .acostumbrado; y en la
cultura occidental casi todos están acostumbrados desde la infancia a com-
prender estas secuencias tonales ( si esta definición parece circular, es por-
que la comprensión de tales secuencias armónicas es esencialmente un pro-
ceso aprendido). La armonía se ocupa de las relaciones entre tríadas más
bien que de las triadas como tales, que sólo adquieren verdadero significado
cuando están unidas en sucesión. •
L-ª.J.!.Í~da, la materia prima de la armonía tonal, es un grupo de tres
notas que se tocan juntas: tiria primera nota, la que se encuentra a una
tercerª mayor o menor A0t encima de ella, y la que está una quinta justa
por encima ck la pdip._<:!,ta (por ejemplo, Do, Mi, Sol, o Do, Mi bemol, Sol).
Aun cuando no sepamos darle nombre, todos conocemos el sonido de una
tríada; es el sonido que ha dominado la música occidental désde Monteverdi
hasta Debussy, e incluso posteriormente . En sí mt~ma, es una estructura
de..sonidQl~a (no prestamos aquí atención · a las distorsiones introducidas
por afinaciones temperadas), qy<::consiste en notas cuyª _fr<::¡;uendarecíproca
.está en una proporción arittllética · simple . Reconocemos el sonido de la
tríada independientemente de la altura a que se toque, y de cualquier ma-
nera que estén dispuestas las tres notas (pueden darse en cualquier octava
y estar duplicadas, o «dobladas» en cualquier octava, pero en tanto que
8 Henri Pousseur, Fragments Théoriques sur la Musique Expérimentale, Bruselas,
Editions de l'lnstitut de Sociologie, Université Libre de Bruselles, 1970, p. 87. Tra-
ducción inglesa del autor.
24 Música. Sociedad. Educación
todas sean -por ejemplo-- Does, Míes y Soles, a la combinación se la
conoce como el acorde de Do, o de base Do), porque lo que define la tríada
son las relaciones entre las notas, más.que.J .as..notas .mism¡is. Este concepto
es importante, pero lo damos por sentado cuando trasponemos melodías y
secuencias de acordes de una octava a otra y de una a otra tonalidad. Es
evidente que después de tales trasposiciones los grupos de sonidos no son
los mismos y, sin embargo, los tratamos como si lo fuesen. Si podemos
hacerlo es sólo porque la música de la tradición armónico-tonal no 'se inte-
resa en los sonidos como tales, sino en las relaciones que hay entre ellos.
Las tríadas se disponen en secuencias, de manera tal que entre ellas
se establecen relaciones significativas. Cuando tocamos las dos primeras
tríadas del ejemplo 1, digamos, la manera de pensar que hemos cultivado
durante tres siglos o más nos lleva a esperar la tercera, estableciendo entre
la segunda y la tercera la . relación que llamamos cadencia perfecti!__O_de
cinco-uno, la r.elación arm,qp.icamás fuerte y más fundamental, deJa cual
se.han derii.zadotodas las. C.QP.1I2kiida.des...deJa
..atmo11ialQJ.lal.Históricamen-
te, fue la primera relación armónica que emergió como una entidad, y se
la puede oír en las obras de los grandes contrapuntistas del siglo XVI, gene
talmente al final de una frase musical.
Ej.1:
1 1 _l
,~ ' 1
•4-
y •
1
Si demoramos la llegada de la penúltima tríada insertando otras antes
de ella en la secuencia sentimos aún con más fuerza, en la cadencia de
cinco-uno, el impulso a resolverse (ejemplo 2):
Ej. 2:
1 f
El desarrollo histórico del arte de la armonía, y de aquellas formas dra-
máticas en gran escala que se basan en ella, como la sinfonía, el concierto
y la ópera, se puede ver, desde cierto ·punto de vista, como una demora
cada vez más .prolongada de la. cadencia. perfocta final. De modo . similar,
la adición de una nota disonante, en cuanto se pueda demostrar finalmente
La cadencia perfecta y la sala de conciertos 25
que tiene una relación lógica con la secuencia armónica de base, también
puede reforzar el impulso a resolverse de la cadencia. En el ejemplo 3
tenemos dos de estas disonancias: el Fa añadido al acorde de V es expii
cable como una «nota de paso» que se mueve suave y gradualmente entre
las dos notas armónicas Sol y Mi. Posteriormente, esta nota hubo de ser
incorporada por un proceso de condensación elíptica, análogo a los proce-
sos que se dan en los lenguajes verbales, a la propia tríada de V, haciendo
el acorde suavemente disonante que conocemos como séptima dominante.
Este proceso de condensación ha sido un factor importante en el desarrollo
de los acordes disonantes. La segunda nota disonante Do en el acorde
precedente refuerza el impulso hacia adelante hacia el acorde de V, cuya
lógica explicaremos más tarde.
Ej. 3:
y 1
Desde este punto de vista se puede considerar no sólo el desarrollo
histórico de la armonía,_sino el de las formas armónicas en gran escala,
como la introducción de cada vez más disonancias, y más agudas, con el
fin de incrementar la tensión y el impulso a resolverse de la secuencia. En
la práctica, tanto la demora en la resolución como el incremento en la
tensión disonante se dieron simultáneamente, y durante la era armónico-
tonal los compositores las usaron de diversas maneras. La culminación del
proceso dual puede verse en una obra como Tristán e !solda, de Wagner ,
donde la fortísima disonancia establecida en los primeros compases del
Preludio no se resuelve hasta los compases finales de la Muerte de amor,
tres enormes actos y casi cinco horas más tarde.
No es necesario recurrir a la física del sonido para explicarnos el senti-
miento de expectación y satisfacción, de tensión y relajación; que obtenemos
de esta forma de asociación de las tríªcfas. Es una convención puramente
lingüísti.ca, uria sintaxis, ni más ni menos arbitraria que cualquier otra sin-
taxis (cosa que, si tienen razón Chomsk.y__y otros autores, quizá no sea en
absoluto arbitraria). La expectación, e incluso la frustración que se crea
si tocamos, pongamos por caso, el primer compás del ejemplo 3 sin la
tríada tónica final es de la misma clase que se crea al decir: «Mi mamá
me ... » En ambos casos tenemos una sensación de tensión residual, de signi-
nificado incompleto (aunque, por cierto, poetas y compositores han usado
como recurso el hecho de que, una vez que sabemos cómo debe terminar
la secuencia, no sólo podemos aportar nosotros mismos los elementos que
faltan, sino que hasta podemos obtener placer al hacerlo). Esta es una res-
puesta puramente aprendida; gentes provenientes de otras culturas musica-
26 Música. Sociedad. Educación
les, aunque sean músicos, si no están familiarizados con la sintaxis de esta
música, se quedan tan impasibles al oír las (para nuestro oído) más fasci-
nantes progresiones armónicas de Schubert como podría quedarse un inglés
que no supiera más que su propia lengua ante una lectura de Homero en
griego antiguo.
El desarrollo de la armonía tonal tuvo una consecuencia importante
para la dimensión rítmica de la música europea: una restricción de esa
libertad del acento y de la métrica que encontramos en la música no ar-
mónica. Independientemente de cuál sea nuestra intención, una disonancia
atrae sobre sí un acento. Uno de los primeros recursos de la armonía, am-
pliamente usado por los maestros del siglo XVI para crear tensión, fue el de
la «disonancia suspendida», el incremento de la tensión disonante exten-
diendo una nota de una tríada a la siguiente, con la cual no es compatible.
Esta disonancia pasajera, que quizá no dure más de un solo tiempo antes
de pasar a la nota consonante (o de resolverse) , tiene un efecto muy emo-
tivo y es un medio importante de generar tensión y expectación. De ello
vemos un caso leve en el ejemplo 3, donde el Do de la segunda tríada se
mantiene en la tercera, creando una disonancia con el Re de esa tríada
antes de pasar suavemente a convertirse en el Si de la penúltima tríada.
Observemos cómo esta disonancia da a la tercera tríada un acento que no
tiene la tríada correspondiente del ejemplo 2. La sucesión regular de estas
suspensiones impuso tempranamente una alternancia regular de tiempos
débiles y fuertes. Como dice Wilfrid Mellers: «La revolución armónica
es inseparable de la revolución rítmica ... De modo similar, el concepto de
la disonancia suspendida -el suspiro de tristeza, el grito de dolor- es
impensable a no ser con referencia a un tiempo fuerte y uno débil sobre
el cual se prepara y se resuelve la disonancia 9 .» Así surgió lá alternancia
regular de tiempos fuertes y débiles qt;le:! _ha caracterizado a nuestra música
durante. .más.de. tr.es...sigl.os;aún hoy, la concepción popular del ritmo signi-
fjca ~!_ritmo corporal, _cd ritmo de la danza.
El empobrecimiento rítmico que esto ha producido se puede ver níti-
damente en un episodio que relata Curt Sachs, de un buen músico folclórico
albanés a quien, como primer contacto con la música occidental de con-
cierto, llevaron a oír la Novena sinfonía de Beethoven. Después de mucho
insistirle para que diera siI opinión sobre la obra, expresó: «Está bien ... ,
pero es muy, muy simple.» Comenta Sachs: «El albanés no hablaba con
arrogancia ni era un incompetente. Simplemente tenía una norma diferente.
El ritmo, unificado y supersimplificado, no podía de ninguna 'manera
satisfacer a su oído oriental, de la misma manera que las negras y las
corcheas de la música occidental le parecerían aburridas a un africano anal-
fabeto ... Lo que le ofrecían eran ritmos «divisivos» donde, en forma to-
talmente mecánica, un acento se anteponía a cada dos o tres unidades no
acentuadas de igual duración, como UNO-dos-tres: un empobrecimiento que
la música europea debió al influjo creciente de la armonía acórdica 10.»
9 Wilfrid Mellers, op. cit., p. 19.
10 Curt Sachs, op. cit., p. 218.
La cadencia perfecta y la sala de conciertos
27
La técnica de la disonancia suspendida fue el principal agente en la
creciente complejidad de las texturas armónicas desde el siglo xvr hasta
comienzos del xx. Obras tan importantes como Tristán e !solda o La noche
transfigurada, de Schoenberg, tienen largos pasajes cuyo movimiento se
mantiene por la superposición de cadenas de suspensiones, una de las
cuales se prepara en una voz al mismo tiempo que la otra se resuelve en
otra, de manera que la tensión nunca acaba de relajarse y continuamente
nos vemos llevados hacia adelante en el tiempo.
La naturaleza lógica de la armonía tonal es tal que el oído armónica-
mente afinado aceptará prácticamente cualquier disonancia, siempre que se
pueda demostrar finalmente que tenía una relación lógica con la estructura
armónica del todo; más aún, incluso es posible que el oído no advierta
siquiera las disonancias. (La música de Mozart bulle de disonancias mar-
cadísimas, dispuestas de manera tan astuta y tan poco evidente que, aunque
conscientemente no las registremos, es probable que contribuyan a su pun-
zante calidad emocional.) Sabemos que, por más lejos que nos lleve el com-
positor en el dominio de las disonancias y de los más remotos ámbitos
tonales, finalmente terminaremos por volver, en la cadencia final, a la
tonalidad -inicial. Quizá se burle un poco de nosotros y hasta se ponga
paradójico. Cuando oímos aquel mordaz despropósito de Osear Wilde, según
el cual «el trabajo es la maldición de las clases bebedoras» *, durante un
momento nos quedamos pensando que ahí debe de haber algún error, hasta
que captamos la lógica inesperada de la ocurrencia. De la misma manera,
el compositor puede perturbar nuestras expectativas, conduciéndonos en
direcciones armónicas inesperadas: una sorpresa de la que disfrutamos
siempre y cuando, finalmente, se nos haga entender cuál era su lógica. De
todos los grandes maestros, quizás haya sido Schubert el maestro de la
paradoja armónica; por ejemplo, en los tres o cuatro falsos finales que da
a la deliciosa melodía al final del movimiento lento de su Quinta sinfonía,
percibo esa especie de recíproco jugueteo sensual, tierno y ocioso en que
suelen complacerse los amantes.
Que la lógica de la armonía tonal pueda ser, de hecho, un «objeto de
placer único» es algo que entendía muy bien J. S. Bach; pese a su repu-
tación como contrapuntista, lo que primero y principalmente explotó fue
el recurso armónico. En el preludio en Do mayor del Primer Libro del
Clave bien temperado las relaciones armónicas constituyen virtualmente el
único material. Bach optó por descomponer los acordes en arpegios para
destacar más vivamente la textura, pero podemos tocar los acordes como
tales y seguir obteniendo pl~cer de la pura secuencia armónica. Es impor-
tante observar que el placer que sentimos no proviene de las cualidades
de los sonidos individuales, ni siquiera de los acordes individuales, sino de
las relaciones entre ellos, de la manera en que los acordes se suceden
en rela,ción con la tonalidad central . En realidad, los acordes individuales
son triviales y carentes de-significado o de interés; el significado les viene
* Con estas palabras, Wilde parodió satíricamente la máxima de la moralidad
victoriana según la cual «la bebida es la maldición de las clases trabajadoras».
 Música. Sociedad. Educacíón
28
del hecho de estar asociados en un orden determinado. Tovey observa que
el apático organista de la canción de Sullivan no debe de haber encontrado
un acorde perdido *, sino una progresi6n perdida, que destacó un acorde en
sí trivial proyectando sobre él una luz nueva e inesperada. De la misma ma-
nera, también un grupo de palabras triviales pueden, al unirse, llegar a
convertirse en lo que para mí es una de las expresiones más mágicas de la
lengua inglesa:
Be not afeard; the isle is full of noises
Sounds, and sweet airs, that give delight and hur not.
[No temas; la isla está llena de ruidos,
Sonidos y dulces aires, que deleitan y no dañan.]
(Shakespeare, La tempestad, acto 3, escena 3.)
Por cierto que aquí, como en la lengua hablada, puede entrar en juego
la ley de rendimientos decrecientes, y secuencias armónicas tan bellas como
sorprendentes pueden convertirse en frases hechas. Fue lo qu observó De-
bussy al decir: «Régnier me habló de la degradación que el uso ha impues-
to a ciertas palabras en francés, y pensé que esto se aplicaba también a
11
ciertos acordes que se han vulgarizado de la misma manera .» De hecho,
la historia de la música armónico-tonal se puede ver desde cierto punto de
vista como la pugna constante por ir dejando atrás las frases hechas; una
vez que empieza uno a cabalgar el tigre de· la sorpresa armónica, es muy
difícil desmontarse de él. Los últimos compositores románticos solían cons-
truir estructuras de acordes cada vez más complejas y disonantes sobre la
base de múltiples suspensiones, para revelar luego la lógica oculta tras las
relaciones paradójicas de las notas; su propósito tendía a ser no tanto el
ingenio como una expresión emocional realzada. y una necesidad, a veces
frenética, de sorprender. A veces en la música se oyen notas, y hasta frases
enteras, que parecen haberse alejado tanto de la dominante lógica de la
tonalidad -como sucede en Strauss, por ejemplo, en Reger o en las pri-
meras obras de Schoenberg- como para haber perdido totalmente el con-
tacto con ella, y en ocasiones se tiene la impresión de que sólo por un
pelo la pieza ha alcanzado a ·encontrar el camino de vuelta a la tonalidad
originaria; pero al mismo tiempo, durante toda la duración de una pieza,
jamás perdieron completamente el contacto con la tonalidad. Fue Schoen-
berg quien, en 1909, entendió a dónde había conducido tal situación y, en
el último movimiento de su Segundo cuarte(o para cuerda, dio el paso
decisivo: en este movimiento, la falta de armadura en la clave significa,
por primera vez en la música europea, no la tonalidad de Do mayor, sino
la ausencia de toda tonalidad y de las relaciones lógicas que la definen.
Hacia el final del movimiento, la tonalidad de Fa sostenido -la tonalidad
* Referencia a la canción de Arthur Sullivan The Lost Chord [El acorde per-
dido], enormemente popular en la era victoriana.
11 Edward Lockspeiser, Debussy: His Life and Mind, Londres, Cassell, 1962, vol. I,
p. 29.
La cadencia perfecta y la sala de cónciertos 29
ostensible de la obra- se ha restablecido, pero Schoenberg había tenido
un atisbo de un nuevo mundo sonoro, atonal, libre de las trabas impuestas
por las exigencias de la lógica armónica; y en la secuencia de obras que
siguieron a este cuarteto, aprendió a moverse en ese mundo cada vez con
mayor libertad y más confianza. Más adelante analizaremos los problemas
que planteaba la nueva situación y los métodos que el compositor adoptó
para abordarlos . Aquí me limitaré a sugerir que lo que hace a las obras
«atonales» de Schoenberg tan difíciles para un oyente de formación tradi -
cional es, por lo menos en parte, la inexj:>licabilidadlógica de la armonía,
más bien que ningún nivel de disonancia especialmente alto (el de buena
parte de las obras de Strauss, por ejemplo, es casi igualmente alto, pero en
ellas la armonía sigu~ siendo lógicamente explicable).
De la medida en que nos encontramos aquí frente a un arte de rela-
ciones abstractas, y no de los sonidos como tales, da testimonio el hecho
de que las secuencias triádicas de los ejemplos 1 a 3 no contengan refe-
rencia alguna al sonido concreto, es decir, a los instrumentos que se su-
pone que han de producir los sonidos que oigamos, ni tiene esto importan-
cia alguna. El significado es el mismo si los canta un coro o se los toca
en el piano o en el armonio, si los interpreta una orquesta sinfónica, un
cuarteto de saxofones o un sintetizador. El material básico son las relacio-
nes entre las alturas y la for.tna..enque éstas se dan eh el"tieínpo "(es decir;
el ritmo); son esas relaciones lo que primero concibe el compositor, para
después vestirlas con el ropaje · de los sonidos instrumentales. Los lectores
que se hayan abierto paso por entre libros de ejercicios de armonía recor-
darán quizás haber cubierto páginas enteras con esos diseños tan abstrac-
tos, muchas veces sin la menor referencia a lo que tales diseños podían
significar en función de un sonido real, es decir, vocal o instrumental.
Esto no es la aberración pedagógica que podría parecer; expresa simple-
mente las prioridades reales de la tradición musical posrenacentista, en la
que los sonidos concretos no son más que los portadores del mensaje del
compositor. Por cierto que para poder componer es necesario llegar a domi-
nar también los sonidos concretos -la textura, la disposición acórdica, la
instrumentación-; pero estos elementos siguen siendo esencialmente de-
corativos. El materiaLbásico reside ·en ·las estructuras melódica.s y armóni-
cas, que s~ pueden estudiar en forma ..abs.tr_a_cra.,
También es interesante que
la armonía, el elemento lógico por excelencia, sea el que se enseña en forma
más sistemática, y el más restringido por reglas. Cuando enseña la compo-
sición de melodías, la instrumentación o el ritmo, el maestro puede acon-
sejar y criticar, pero sólo hay «reglas» para la armonía.
Una transcripción para piano de una obra orquestal de la tradición
clásica (o tambié.n la transcripción orquestal de una pieza para piano) re-
velará hasta qué punto las relaciones de altura son la materia prima de la
música; en todos los aspectos esenciales, la pieza sigue siendo la misma .
después de la transcripción. La pérdida de los exquisitos colores de la
orquesta de Mozart, o del colorido audaz y vigoroso de Beethoven no
destruye la identidad esencial de la obra, aunque pueda menoscabarla algo
en cuanto experiencia, como sucede cuando se reproduce un cuadro en
30 Música. Sociedad. Educación
blanco y negro . De hecho, fue en la forma de arreglos para piano, general-
mente para la simpática forma de la ejecución a cuatro manos en el mismo
teclado (más simpática quizás, y por ende más fiel a la íntima naturaleza
de la experiencia musical que las grabaciones fonográficas), como la mayo-
ría de los amantes de la música, aun sin tener acceso directo a la audición de
una orquesta, pudieron familiarizarse con las obras orquestales de su época
antes del advenimiento de los discos y de la radio . (La importancia del
teclado, que somete texturas complejas al control de un solo individuo,
merece ser considerada a la luz del individualismo posrenacentista; es el
instrumento esencial de la música posrenacentista.) Además, Schumann
pudo escribir una extensa reseña analítica de la Sinfonía fantástica de Ber-
lioz a partir del estudio de la transcripción para piano de Liszt; indudable-
mente, un tributo al genio de Liszt como arreglador, pero también a la pri-
macía de la altura y de las estructuras rítmicas en la construcción de la
obra. A estas estructuras se refiere Lang en la cita que aparece al comienzo
de este capítulo, llamándolas el verdadero «material musical» de una obra
clásica, al cual se subordinan, como «meros efectos» los colores tonales. Lo
mismo que el color ,en--los-cuadro.s..de fa ép.oca posrenacentista, _el so_niéfo
instrumental concreto no tie1_1efµ1_1cjón ~estru.ctur.al,..aunque _puecla servir
para llamar la ateución sobre ciertos . rasgos estru,cturales, _lo mismo que
puede hacerlo el color en µn cua.dto. · mente turcas. Tras haber dejado recientemente de ser una amenaza militar
Si el material básico de la música posrenacentissta son las alturas y las
relaciones lógicas que hay entre ellas, cabe esperar que esta música muestre
una limitación drástica de los materiales adecuados para el uso musical,
que se ven reducidos a no más -y con frecuencia a menos- de doce notas
en cada octava, dispuestas en una de sólo dos maneras posibles, los modos
mayor y menor... e incluso éstos se interpenetran en forma casi insepara-
ble. Por consiguiente, los únicos instrumentos que fueron admitidos en el
conjunto de la música europea fueron aquellos capaces de producir sonidos
de altura clara y definida, y que poseyeran una estructura armónica precisa.
En este aspecto, la música posrenacentista difiere de casi todas las otras,
a las que les encanta usar tanto el ruido -es decir, sonidos sin una altura
precisa ni una estructura armónica definida- como alturas que se encuen-
tran entre nuestras doce divisiones de la octava, ·y que para nuestra música
son «desafinadas». Incluso en la música medieval europea se usaban mucho
los sonidos no armónicos; no solamente la percusión --campanas, tambo-
res, matracas y sonajeros, panderos y triángulos-, sino también instru-
mentos afinados que producen sonidos con una alta proporción de ruido
no armónico, como el orlo, el racket *, la gaita, el caramillo y el saca-
buche, que al oído posrenacentista le suenan ásperos e incluso primitivos.
También es probable que en la producción -medieval de •1a voz se usaran
muchos más sonidos no armónicos, y de ahí. que fuera más áspera, más
dura y más nasal de lo que admitiría la tradición posrenacentista; y no,
* Antiguo instrumento de viento del tipo del fagot, que tiene boquilla de doble len-
güeta y tubo de madera doblado sobre sí mismo, con agujeros, pero sin llaves. (N. de la T.)
La cadencia perfecta y la sala de conciertos
31
debemos insistir en ello, porque no supieran producir sonidos «suaves», sino
porque lesgustaban.los...«.tosco.si>.
Los músicos posteriores al Renacimiento no pudieron tolerar estos so-
nidos, acústicamente ilógicos y poco claros, que no eran susceptibles de
un control total. Por ende, del conjunto de los instrumentos de esta tradi-
ción se terminó por excluir todos los instrumentos de percusión, y sólo
a fines del siglo xvrr se volvió a admitir, entre los primeros instrumentos
de percusión, los timbales, que se podían afinar por altura; pero aun en-
tonces, como no eran de altura clara e inequívoca, la nota que daban se
duplicaba siempre cuidadosamente con cellos, contrabajos y bajones, a fin
de que la altura fuese clara. (Contra este telón de fondo se ha de apreciar
la originalidad del uso de los timbales aislados que hace Haydn en su
\ Sinfonía núm. 103.) Fue en la época de Haydn cuando se empezaron a
introducir o a reintroducir otros instrumentos de percusión, en un primer
momento sólo como pinceladas de_color local o exótico; lo mismo que con
tantos adelantos técnicos de aquel período, su uso provenía de las exi-
gencias dramáticas y emocionales de la ópera (más tarde veremos de qué
manera dominaron los criterios dramáticos la música del pos-Renacimiento).
El final del siglo XVIII estuvo fascinado por las cosas orientales, especial-
para Europa, ahora se podía considerar a los turcos, sin más que un ligero
estremecimiento, como pintorescos (el Rapto en el serrallo, de Mozart,
no fue más que uno entre muchos de esos dramas _exóticos de la época), y
la primera percusión no afinada que se usó en la música europea de
concierto fue la llamada· percusión «turca»: bombo, triángulo y címbalos,
que generalmente se tocaban juntos. Se los puede oír claramente en la
obertura del Rapto, lo mismo que en los movimientos segundo y cuarto de
la Sinfonía núm. 100 de Haydn.
Durante el siglo xrx y comienzos.. del xx todaJa gama de los.. Íp.stru-
mentos de percusión (mas o menos), tal como los conocemos hoy, ~e.fue
domesticando gi:~dualII1entehasta integrarse en el _sqnjunto --acep,t,ago. Sin
embargo, aún seguían sin tener otra funcióri más que la decorativa de
destacar los sonidos y potenciar y poner énfasis en los momentos culmi-
nantes, siempre como pinceladas sonoras más o menos prescindibles, jamás
integradas en la concepción básica de la pieza, que seguía estando tan fir-
memente asentada como siempre en el juego recíproco de las relaciones
abstractas de altura. En tanto que siguió siendo así, la función de la per-
cusión, y del color tonal en general, jamás pudo ser otra que el aporte de
color y de emoción. Cuando una obra se reducía a un solo color tonal,
como en un arreglo para piano, su identidad básica se mantenía intacta.
Esto es válido incluso para obras maestras tan orientadas hacia el futuro
como La consagración de la primavera, de Stravinski, de la que el com-
positor pudo hacer una transcripción para dos pianos perfectamente válida
(si es que, conociendo como conocemos el método de trabajo de Stravinski,
no nació en el teclado). El y Debussy la tocaron juntos algún tiempo antes
de la sensacional premiere en París, y Debussy le escribió después: «Ha
ensanchado usted los límites de lo posible en el mundo del sonido. Es
 32 Música. Sociedad. Educación
algo que me acosa como una hermosa pesadilla, y en vano intento recaptu-
rar esa tremenda impresión» 12; prueba suficiente de que la transcripción
contenía todo el material necesario para la comprensión de su importancia.
La posición central de la ópeta . en.la .música pqsterjor al Renacimiento,
y su papel como generadora de la mayor parte de su experimerifacióñ
técnica, subtllya la_ ~aturaleza esencialmente teatral de esta música. No
sólo la ópera, sino .todás..lás:grandes .formas armónicas _::la sinfonía como'
.,Jasona-ta y d -poema•tonal-,, .son esencialmente psicodramas, el
el coni;:i~rio
viaje espiritual de un indiviqllq. En sus orígenes, la ópera füe""•rífua:l en
no menor medida que lo había sido el drama religioso medieval, aunque
el ritual no fuera ya cristiano, sino humanístico (es sorprendente la ausencia
casi total de temas bíblicos en la ópera). Incluso hoy, la estructura física
de los teatros de ópera conserva algo de las formas exteriores del ritual,
aunque su íntimo espíritu se haya desvanecido hace tiempo. ~nlos prime~s
días de la ópera, la concurrencia solía ser la comuniad entera;-·-s.e-para .dª ·-
. •jerattju\camente en gradas y pisos de acuerdo. con su posición sodal; los
más grandes · y·de-ctmdidó'n ·más e!ev'ádª'-que..probable.me.nt~.habían .pªgadp
la_ pr~__~entadón, y ·cuya .riquezá _y· poder se procuraba encare~er con e.l
espectáQ.Uo;cicüpábañ1ós- me}ores asientos, Tosiñas ··- próximos al escenario,
y los inferiores se amontonaban en el piso alto, estrecho y sofocante, a
donde se tenía acceso por una entrada aparte, una práctica que se man-
tiene aún hoy en los teatros más antiguos. La sala. de ópera era un modelo
de 1a sociedad del s-i-glo.xv1r.que estando, a decir verdad, jerárqúka y
rígidamente estratificada, ...seguía .siendp una comunidad, en tanto que los
mitos griegos..y -rom.anos--de .donde provenían casi todos los temas dramá 0
ticos eran- el equivalente humanista de las moralidades medievales, trans-
foi;mada lamisericordia--.divina en la..clemencia de los .reyes, y la apoteosis
de Orfeo en un paralelo de la de Cristo. Como las moralidades, y en efecto
como todo ritual viviente, la ópera fue, al mismo tiempo que entretenimien-
to, la nueva representación de los mitos que proporcionaban cohesión a
la cultura, y que la gente acudía a ver, principalmente, porque disfrutaba
con ellos. Como observa Umberto Eco: «La acción musical y escénica con-
tribuyen a la formación de una unidad melodramática compleja, que en
virtud de sus tendencias al orden lleva al público a la participación y la
aceptación. En sus comienzos, esta forma "unidireccional" representó un
modo de influencia auténtico; dentro de la estructura dramática, la moral
del espectador podía verse comprometida en el tratamiento de cuestiones
importantísimas» 13• . horas que dura un concierto, se le pide que musicalmente se conduzca
Lo que a los públicos modernos se les aparece como la «rigidez» o
el «formalismo» de la ópera del siglo XV1I o comienzos del XVIII es, en
realidad, función de su naturaleza ritualista; tal formalismo es una carac-
terística del drama ritual en el mundo entero, como lo son también recursos
tales como un maquillaje sumamente estilizado, las máscaras y los gestos
12 Citado en Donald Mitchell, T-he Language of Modern Music, Londres, Faber,
2.ª ed., 1966, p. 22.
B Umberto Eco, nota al programa de la primera ejecución de Passagio, por Lu-
ciano Berio, Milán, 1963.
La cadencia perfecta y la sala de conciertos 33
estereotipados. Todo ello tiende a borrar la individualidad del actor y a
hacer que quede asimilado por el personaje. El actor se convierte en el
dios, el héroe o el demonio que encarna, y al hacerlo oscurece su propio
carácter y su apariencia. En el teatrc;>secularizado y no ritual que vino
luego, el actor superpone a su propia personalidad el personaje que repre-
senta, de modo que seguimos teniendo conciencia tanto de él como del
personaje (una dualidad que alcanzó su apogeo quizá en los filmes holly-
woodenses de los años treinta y cuarenta, en que a menudo la personalidad
-o «calidad estelar»- de una Bette Davis, una Garbo o un Gable primaba
sobre los personajes que ostensiblemente estaban representando). El actor
simula las emociones y las reacciones del personaje mientras se mantiene
esencialmente fuera de ellas; si no pudiera hacerlo, lo desgarrarían en pe-
\
dazos las exigencias emocionales de la representación prolongada de una
pieza, aun cuando ésta fuese una farsa. El drama ritual, por otra parte,
lo mismo que la música ritual, no es algo que haya de ser interminable-
mente repetido de esta manera en presencia de sucesivos públicos prácti-
camente imposibles de distinguir; pertenece a una ocasión, un momento y un
lugar, y el actor se somete por entero a las vivencias del personaje. Podría
ser que la costumbre de los teatros de ópera de . representar óperas «de
repertorio», ofreciendo una obra diferente cada noche, sea un eco remoto
de la época en que la ópera era un ritual comunal. En todo caso, poco
queda hoy de fuerza social en la ópera. Y los nobles intentos, como los de
Tippett y Berg, de revivirla en su antigua función están condenados a la
trivialidad por la esencial frivolidad del público.
Continúa Umberto Eco: «Para los públicos de hoy, una parte impor-
tante del impacto se ha perdido . El público que se retira una vez terminado
el ritual de la representación de una ópera no analiza los problemas huma-
nos subyacentes en ella, sino que juzga en cambio el poder vocal del
barítono, la gracia de la soprano o la imaginación de la puesta en escena.
Sin darse cuenta, reducen a una comedia de formas lo que en su momento
fue un gran teatro de ideas y de pasiones; participan en una liturgia sin
fe, con su altar profanado y su auditorio de ateos que contemplan ~1espec-
táculo desde las vacías órbitas . de los palcos. Separado de sus raíces dramá-
ticas, el disfrute de un aria tiende a convertirse en una rapiña arqueológica
o en un pretexto para· el escapismo sentimental» 13•
Al ejecutante musical de la tradición posrenacentista se le exige que
en la simulación sea más versátil que el actor; en el término de las dos
como si sintiera, en sucesión, las penas de Chaikowsky, la arrogancia su-
blime de Beethoven y el sobrio éxtasis de Brahms. Y de cada uno de esos
personajes que imita se mantiene aparte, valiéndose del don grande y fatal
del hombre de Occidente: actuar sin reaccionar, mantenerse fuera de todo
compromiso.
Lncluso los compositores adoptan en su comportamiento este estilo
del «como si». Leemos, por ejemplo, que la época en que estaba compo-
niendo la Sinfonía Patética fue la más feliz y la más satisfactoria de la vida
de Chaikowsky, quien una vez terminada la obra, escribió a su editor:
126089
34 Música. Sociedad. Educación
«Os doy mi palabra de honor de que jamás en mi vida me he sentido tan
satisfecho, tan orgulloso, tan feliz en el conocimiento de haber escrito una
pieza buena.» Es sorprendente encontrar en semejante estado de ánimo al
compositor de una obra de la que generalmente se considera que no con-
tiene sino la más sombría desesperación, pero lo es sólo si olvidamos
que un hombre en el estado de desintegración extrema que nos pinta Chai-
kowsky no estaría, en modo alguno, en condiciones de emprender la tarea
agotadora de componer una sinfonía. Y a la inversa, nos encontramos con
que la época en que Beethoven estaba componiendo su soleada y exube-
rante Segunda sinfonía era el momento en que, tal como lo atestigua el
famoso Testamento de Heiligenstadt, confirmado ya el carácter incurable
de su sordera, el músico estaba pensando en suicidarse. Por cierto, Beet-
hoven y Chaikowsky no fueron únicos en su capacidad de mantenerse al
margen de sus creaciones; es más, por lo común se supone que sin este
margen de distanciamiento, el arte no sería posible. La definición que da
Wordsworth de la poesía, como «la emoción evocada en tranquilidad»,
sólo podía haber sido acuñada por un europeo; otras culturas tienen visio-
nes diferentes de .la naturaleza y la función del arte. Parte del genio de
Gustav Mahler fue reconocer esta cualidad de «actuación» en la música
occidental. Así como un gran actor nos revela y comunica un personaje
mediante una acentuación y una exageración selectivas, así también Mahler
revela el verdadero carácter de la música occidental por medio de una exa-
geración deliberada de sus gestos. Fue esta la causa de que los críticos
contemporáneos decretaran la «falta de gusto» de su música: sentían, y
con razón, que ahí se estaban subvirtiendo algunas de las cualidades más
fundamentales de la música de Occidente.
Un distanciamiento similar al existente entre el .artista y su arte se
puede ver -entre la obra,,de .arte y quien la recibe, :así como ,entre elmundo
de la obra de arte y el de la vida diaria. El cuadro posrenacentista está
puesto en un marco, cuya función es sin duda definir sus límites, con pre-
cisión y sin ambigüedad; a veces, al visitante ingenuo que se pasea por una
galería ~e arte le parece que se ha puesto casi tanto cuidado en hacer los
marcos como en algunos de los cuadros mismos. De modo similar, la rica
decoración del arco del proscenio en un teatro destaca su función de man-
tener el drama a una distancia segura, en tanto que el casi siempre suntuoso
telón sirve, al subir y caer, para marcar con precisión los límites tempora-
les del drama. Ese cuidado, esa decoración, dan la medida de la importancia
asignada, aunque sea inconscientemente, a la función del marco: distanciar-
nos de la obra de arte. A la música también se la pone en un marco;
como con el drama, es en realidad un doble marco, espacial y temporal. El
marco espacial es bastante obvio; situamos los sonidos en un edificio o en
otro espacio construido o reservado para ese fin y cuidadosamente aisla-
do para que no puedan entrar los ruidos de la vida diaria -y quizá tam-
bién para que los sonidos no puedan escapar hacia el mundo--, mientras que
los ejecutantes están instalados sobre una plataforma, aparte del público. La
separación entre el mundo de la música y el de la vida diaria se acentúa
por obra de los rituales menudos de la sala de conciertos y del teatro de
La cadencia perfecta y la sala de conciertos 35
ópera -la compra de entradas, la reserva de asientos, las convenciones so-
bre el atuendo y el comportamiento de ejecutantes y público-, encaminados
a definir la ejecución del concierto o la ópera como una ocasión especial, un
momento diferente del resto de la vida de uno. El marco temporal es menos
obvio, quizá porque se le da más por supuesto. El tiempo que ha de ser
ocupado por la música está claramente definido. Añtes·c:Ie'"-empeiar la eje-
cución, sabemos con un margen de minutos cuánto ha de durar; a veces,
un anuncio a la entrada precisa a qué hora exacta acabará. Una vez sentado
en silencio el público, el director levanta la batuta, el pianista lleva las
manos al teclado ·y la obra sigue el curso preestablecido sin que nada, a
no ser un desastre natural o una huelga de músicos, le impida llegar
al acorde final. El primer sonido, con frecuencia un fuerte acorde, siempre
algún tipo de gesto positivo, señala el comienzo del curso; el final, gene-
\
ralmente, se indica con más energía, con una cadencia perfecta en fortissimo
o incluso con una serie de acordes. No se nos deja la menor duda de la
duración temporal de la obra, ni de cuándo es la música y cuándo no. El
cuidado que se pone en delinear claramente los límites de la obra de arte no
es fruto del azar, sino un signo de la posición especial y aislada del arte
en la Europa posrenacentista.
Así como los elementos de un cuadro están dispuestos muy cuidadosa-
mente en relación con el marco, también lo que sucede en una obra musical
está dispuesto en la secuencia temporal con gran cuidado, en relación con
el comienzo y con el final. La planificación en gran escala de los aconteci-
mientos en el tiempo -aquello a lo que llamamos forma- es un elemento
de gran -importancia en esta música. Es como si no nos gustara perdernos
en el tiempo. C::tda obra musical . representa una progresión lineal en el
tiempo, que va desde el bien definido comienzo hasta el final inevitable,
y el oyente familiarizado con el estilo sabe siempre dónde está en relación
con el comienzo y con el fin, aun cuando sea la primera vez que oye una
obra. Podría ser que los recursos formales de esta música -no sólo las
sonatas, ritornelli, rondós y cosas semejantes,-· sino todos los recursos de
la organización secciona!, desde la ópera al ragtime- fueran recursos para
que resulte clara la articulación en el tiempo; de hecho, se podría definir
la música armónico-tonal como la articulación consciente del tiempo me-
diante el sonido. Compárese el inmediato -muchas veces demasiadO' inme-
diato-- estallido de los aplausos que saludan el final de un concierto clásico
con el silencio breve e incómodo y las escasas palmadas que funcionan como
preludios del aplauso en una premiere de música de vanguardia. Entre el
público, a muchas de las personas de mentalidad más tradicional les dis-
gusta una obra de vanguardia porque, simplemente, «con eso uno nunca
sabe dónde está».
Tanto en la pintura como en la música del período posrenacentista se
puede detectar un orden de importancia jerárquica entre los elementos que
comprende la obra de arte. Algunas partes del cuadro están totalmente
«presentes» y terminadas, con Ja intención de reclamar la atención plena
del espectador, en tanto que hay otras que sólo están ahí para dejar que
la mirada resbale sobre ellas, para dirigir la atención hacia los elementos
36 Música. Sociedad. Educación
que están más cabalmente presentes. Estos elementos menores, sin em-
bargo, no carecen de importancia ni están ahí por el mero afán de llenar
espacio en la tela; por .el contrario, son vitales para la composición del
cuadro y para el ordenamiento del campo visual. De modo similar, en i.:t:11~
obra mµsical hay pasajes que sirven, por decirlo de algún modo, como
fonclu: pasajes de transición, por ejemplo, que con frecuencia ·coñsísten · en
secuencias convencionales de escalas o de acordes que, si se las abstrajera
del diseño de la obra, serían virtuales sinsentidos, o por lo menos estereo-
tipos aburridos, pero que en el contexto de la pieza sirven para _que la
atención retroceda o se adelante en el tiempo para fijarse en los pasajes
más cabalmente presentes (normalmente, a estos últimos se los llama
«temas»). Estos elementos tienen una importante función estructural, y
su carencia relativa de interés intrínseco no indica falta de inspiración
\
ni fallos técnicos de parte del compositor; por el contrario, -los sitúa firme-
mente como fondo de la obra y permite que el material temático se desta-
que más plenamente por contraste, tal como lo hace también, digamos, el
cielo básicamente indiferenciado en un paisaje de Canaletto. Analizar un
movimiento de una sonata clásica en función del fondo, el plano interme-
dio y el primer plano, y en relación con aquellas secciones que están total-
mente presentes y con las que dirigen la atención hacia adelante, hacia
acontecimientos que se aproximan (como las introducciones, las transicio-
nes y, en general, las partes que ponen fin a las secciones de desarrollo),
y con aquellas otras que la devuelven a los acontecimientos pasados (por
ejemplo, las diversas formas de desarrollos), puede resultar más fructífero
que la disección convencional · en primer y segundo tema, exposiciones,
desarrollos y recapitulaciones; y no revelará una simetría estática que se da
sobre el papel, sino un proceso dinámico que tiene lugar en el tiempo.
Pero incluso en el período más clásico de fines del siglo xvm y co-
mienzos del XIX, en la música de Haydn, Mozart . y Beethoven, vemos en
acción una tendencia opuesta, una tendencia de la cual se cita frecuente-
mente, como ejemplo clásico, el primer movimiento de la Quinta sinfonía
de Beethoven: la tendencia a incorporar cada vez más, en la trama musical,
esos elementos de «espaciamiento», procurando que cada acontecimiento
se derive de una cantidad mínima de material temático dado. Un proceso
paralelo estaba en marcha en la pintura, tal como se puede ver en los
deslumbrantes cielos de East Anglia que pinta Constable, donde cada frag-
mento está tan meticulosamente pintado como cualquier otra parte del
cuadro, y resulta no menos gratificante para el ojo. En ambas artes, el
efecto fue reducir la diferenciación entre primer plano y fondo, lo que
condujo a una desintegración de la estética jerárquica que originalmente
había permitido el surgimiento del estilo «clásico» en pintura .y en música.
En tanto que en la música perduró algún remanente de armonía tonal, como
en las últimas obras de Brahms y en las primeras de Schoenberg, en tanto
que en la pintura se mantuvo algún resto de perspectiva lineal, como en
Cézanne y en los posimpresionistas, la distinción conservó cierta fuerza,
pero con el cubismo, que ve al objeto simultáneamente desde todos los pun-
tos de vista, y con la atonalidad schoenberguiana, en que todos los elemen-
La cadencia perfecta y la sala de conciertos 37
tos de una obra son temáticos y tienen igual importancia, la polaridad entre
primer plano .y fondo fue finalmente abandonada, tanto en pintura como
en música. De hecho, a Las señoritas de Avignon de Picasso se lo ha consi-
derado el análogo visual del Segundo cuarteto para cuerdas de Schoenberg 14.
Y es seguro que la brevedad de las obras del período «atonal libre» de
Schoenberg -Erwartung, por ejemplo, las Cinco piezas para orquesta y las
Seis pequeñas piezas para piano- es, en parte, consecuencia de esta falta
de material de fondo o de espaciamiento.
Pero, por más interesantes (y con frecuencia esclarecedoras) que sean
las analogías entre las artes visuales y la música, no hay que llevarlas de-
masiado lejos. Un cuadro es un objeto sólido que se puede encontrar en
un lugar determinado, y cuya existencia material es indudable, pero lo
que, en nuestra cultura, constituye efectivamente una obra musical no
es cosa tan segura. La partitura no es más que una serie de instrucciones
codificadas para los intérpretes, y no se puede decir que sea la obra misma
(aunque el hecho de que podamos llamarla «la música» da a entender que
la consideramos de vital importancia), en tanto que el consenso común
acepta que cualquier ejecución, por más eminente que sea el intérprete, no
abarca más que parcialmente la esencia de la obra. Parece como si la obra
misma sólo existiera como una idea en la mente del compositor, del ejecu-
tante (que la toca lo mejor que se lo permite su capacidad, pero no deja
de tener dolorosa conciencia de la brecha abierta entre su concepto y los
sonidos reales que produce) y del oyente (que en una ejecución está
atento a aquellos sonidos que concuerden lo más estrechamente que sea
posible con la idea que tiene de la obra); es una abstracción que quizá
nunca se pueda concretar perfectamente en sonidos reales.
Esta cualidad abstracta de la música posrenacentista se relaciona con
otra característica, que es su autosuficiencia. Hemos observado ya que a la
música se la sitúa dentro de un marco, aparte de la vida cotidiana del
oyente; observamos también que es algo que se escucha porque sí, y que
la escuchan públicos que, con palabras de Curt Sachs, «tienen una devoción
total por su complejo detallismo y ornamento» 15• La música de esta tradi-
ción carece esencialmente de . función. Es verdad que en ciertas ocasiones
se usa música en los grandes rituales del Estado y de la Iglesia -en una
boda regia, en el entierro de un anciano estadista o en la consagración de
un arzobispo-, y también en los pequeños rituales_de las personas priva-
das, como puede ser una boda, una graduación o un funeral, pero su aso-
ciación es muy laxa. La música es un adorno, pero no forma parte esencial
de la ceremonia, que se puede celebrar perfectamente bien sin ella. Una
pareja no se siente menos casada si nadie les toca la Marcha nupcial y,
a la inversa, se puede tocar la Marcha nupcial aunque nadie se case. (¿Será
por pura coincidencia que las· dos marchas nupciales famosas que se usan
en Europa occidental se derivan del mundo ficticio del teatro?) No existe
el sentimiento de que determinada música corresponda exclusivamente a
14 Donald Mitchell, op. cit., p. 77.
15 Curt Sachs, op. cit., p. 124.
38 Música. Sociedad. Educación
ciertos momentos, temporadas o lugares; lo más común es que misas, him-
nos y réquiems se ofrezcan indiscriminadamente a nuestra apreciación en
salas de concierto, sin que nadie lo sienta como inadecuado. La aparición
y el progreso de los discos y de la radio han favorecido esta tendencia,
haciendo que cualquier música esté universalmente al alcance de todos,
en cualquier momento y en todas partes (se pregunta uno si una cultura
que se preocupase mucho, como sucede con tantas otras, por la coincidencia
y adecuación de la música con un lugar o un momento específico habría
llegado siquiera a idear técnicas de grabación). La vivencia que el oyente
tiene de la música es esencialmente privada; la estructura y la disposición
de los asientos en una sala de conciertos o de ópera no facilita la interacción
entre los asistentes en mayor medida de lo que puede facilitarla un aula
convencional de clase. Ambos son ámbitos que hacen pensar en un tipo de
experiencia que irradia desde el ejecutante instalado sobre una plataforma
hacia cada uno de los que individualmente lo escuchan. Es una celebración
de la autonomía y del carácter esencialmente solitario del individuo en la
sociedad europea posrenacentista.
El oyente mismo no participa en modo alguno en el proceso creativo;
su tarea se reduce a· contemplar el producto acabado de los esfuerzos del
artista, a responder interiormente ante él, sin ninguna demostración exte-
rior ni reacción física (incluso mover el pie al compás de la música es
exponerse a que lo tachen a uno de ignorante o de palurdo). La obra se
le ofrece completa y terminada, como el producto de un proceso de fabri-
cación, y -lo mismo que sucede con el producto de cualquier otro proceso
de fabricación- la única opción que él tiene es la de aceptarlo o recha-
zarlo; el estar separado tanto del compositor (a quien es sumamente impro-
bable que jamás haya visto siquiera) como del ejecutante hace que le sea
imposible desempeñar ningún papel en el proceso de crear una obra de
arte. Está, sin embargo, en libertad de desinteresarse totalmente de este
arte de la música y no volver jamás a poner los pies en una sala de con-
cierto o en un teatro de ópera ... y este es, de hecho, el camino que sigue
la mayor parte de la población. · allá de su propio entendimiento. Un niño de doce años puede leer en alta
La idea de que el compositor esté separado tanto del ejecutante, por
una parte, como del público por la otra se relaciona con otra idea que
nos parece natural, pero que en realidad ~ peculiar de la música pos-
renacentista: la visión del compositor como un héroe, un hombre que
-con frecuencia pagando un alto precio por ello- tiene la vivencia de
un dominio de la realidad psíquica y quiere dárnosla a conocer; una visión
en que la música es una especie de comunicado que viene de Allá Afuera,
y en que de hecho la idea de la música, como tal, es la de una expresión
o comunicación de la experiencia o de la personalidad de un individuo.
Y, cosa nada sorprendente en vista de la preocupación básica de nuestra
cultura por el poder y la victoria, este mensaje tiende a asumir la forma
de una pugna, de un drama; de acuerdo con ello, los criterios mediante los
cuales juzgamos una pieza musical son esencialmente criterios dramáticos:
¿nos conmueve, nos asombra, nos emociona, nos hace llorar? .!,a t~cnica
central mediante la CllaLs€:!)ograeste objetivo draroático, lo que Poussegr
La cadencia perfecta y la sala de conciertos 39
llªma «el verdadero terreno .donde se despliega el drama de la música» 16,
es la ai;monfa.-.ronal-;
coo su .pode.t..de creactensión .y r.elajad.ón,.,
AUS cambios
súbitos _de hulllor y de atmósfera, ya sean cómicos, irónicos o de -trágica
paradoja, en tanto que al compositor mismo se le considera"como algtri:en
que,. en su pugna. -que esperamos ver culminar en victoria- con el des-
tino. (de lo cual, naturalmente, Beethoven es el ejemplo supremo)__:tién~
algo que decirnos por mediación de su arte. La música es el medio para·
su meñs ·aje;-·y
·ñas"ia·
·se-pueae·decir qu-e no tiene otra razón de existir,
aparte del mensaje. AJos . sonido_s_,.J~-~~t~Eia PE~ª natural. del. arte, se
lo:Lrnmide,rn.co1TI0meros materiales recalcitrantes, a los que la fuerza de
voluntacl_yJa inteligencia han de. imponer orden. Leonard Berñstein ha
señalado cómo los cuadernos de bocetos musicales de Beethoven tienen el
\ aspecto de un cruento campo de batalla donde el compositor luchó por
imponer el control a sus materiales 17•
Un músico proveniente de otra cultura podría quedarse atónito al
descubrir que una lucha semejante, aun si se admitiera que es necesaria,
haya debido librarse no en sonidos, sino sobre papel. Es verdad que muchas
culturas han llegado a establecer formas de notación musical, pero estas
notaciones han funcionado principalmente a modo de recursos mnemotéc-
nicos, posteriores al hecho creativo, para ayudar al músico a recordar lo
ya hecho; sólo en la música occidental la partitura ha llegado a convertirse
en el medio gracias al cual tiene lugar el acto de la composición, y esto
mucho antes de que se oigan efectivamente los sonidos, mientras el compo-
sitor se debate con los problemas de la composición en el silencio y el ais-
lamiento de su estudio:
Esta manera de trabajar tiene sus ventajas, ya que permite que el com-
positor planee y trabaje, sin apremios <le tiempo, estructuras ,armónicas y
formales· largas y de ..gran. -complejidad·{aunque, .como ,veremos ·--end ,pr-0-
ximo capítulo, algunas culturas musicales se las arreglan para construir com-
posiciones extensas y complejas sin recurrir a notación alguna), y -como
dice Cornelius Cardew- permite a la gente «decir cosas que van más
voz a Kant; un chiquillo dotado puede tocar las últimas piezas de Beetho-
ven» 18• Esto mismo tiene, sin embargo, el efecto de distanciar, tanto al
ejecutante como al oyente, de lo que realmente importa en arte, que es
el acto de la creación. Ambos reciben el producto del proceso de creación,
pero no intervienen en él, ya que se ha completado antes de que ningún
ejecutante se aproxime siquiera a la obra. La aventura ha terminado, y el
explorador ha vuelto a casa sano y salvo, antes de que nadie se entere de
nada de lo referente al viaje; ejecutante y oyente deben contentarse con
contarlo y con que se lo cuenten, en vez de tener la experiencia directa.
Por lo demás, el sistema de notación tiende a imponer límites a lo
que puede imaginar un compositor o tocar un ejecutante. Tal como cabía
16 Henri Pousseur, op. cit., p. 88.
17 Leonard Bemstein, «Beethoven's First Symphony», en The.Joy of Music, Lon-
dres, Weidenfeld and Nicholson, 1960, p. 81.
18 Cornelius Cardew, Treatise Handbook, Londres, Peters, 1971, p. xix.
40 Música. Sociedad. Educación
esperar, refleja las prioridades de la cultura musical donde se da; en
nuestra cultura, la notación está bien adaptada a la elaboración de la ar-
monía en la escala diatónica temperada (cuanto más se aparta la música
de la escala diatónica, tanto más complejo se hace anotarla y leerla, aunque
no necesariamente tocarla), a las pautas simples y regulares de longitudes
de notas que se dividen en múltiplos de dos, y al despliegue de grandes
conjuntos instrumentales y vocales. Las notorias dificultades rítmicas de
obras tales como las de los compositores de la Escuela de Darmstadt des-
pués de la segunda guerra mundial, y las de Charles I ves antes de la
primera, no se deben a complejidades de la música (gran parte de la música
africana presenta pautas rítmicas que la hacen parecer de una simplicidad
casi infantil, pero como no se le pide a nadie que las escriba ni que las
lea, a esa música se le pone el rótulo de «primitiva»), sino de la notación,
debido especialmente al hecho de qúe las pautas rítmicas se apartan de
las regularidades «divididas por dos» que la notación favorece. Una gene-
ración tras otra, los músicos han estado tan condicionados por las pulcras
disposiciones de puntos negros en el pentagrama que sólo en esos términos
son capaces de pensar en la música; Harry Partch señala: «Lgs cm;npQ&-
tores sólo son capacés de "pensar» en Temperado Igualitario precisamente
por esa única razón: porque es el único modo -que tienen de pensar» 19•
Sólo en nuestra propia época muchos músicos han intentado, con diversos
grados de éxito, romper con el condicionamiento, y han ideado medios
de notación que. son o bien extensiones del antiguo, o bien radicalmente
nuevos.
Un sistema de notación tan desarrollado como el nuestro permite que
lleguen a generarse clásicos, obras musicales que sobreviven a sus creado-
res para convertirse en rasgos aparentemente permanentes del paisaje mu-
sical. Damos por sentado que está bien que podamos preservar en su tota-
lidad el sumario de la historia musical, tocar de alguna manera la música
de todos_ los períodos, y conservar la música «inmortal» de Machaut, de
Bach, de Mozart, Beethoven, Brams y Schoenberg, pero deberíamos darnos
cuenta de que esta tendencia a fabricar clásicos es peculiar de nuestra
cultura musical, y depende de nuestro sistema de notación. Además, podría
ser que el hecho de que el medio musical de hoy siga estando dominado
por esos clásicos no sea necesariamente una pura bendición si se lo piensa
en función de la creatividad actual. Podría ser que estuviéramos aferrándo-
nos a ellos en la temerosa certidumbre de que nada volverá a ser jamás
tan bueno como Mozart o Beethoven; podría ser que -por más que po-
damos reverenciarlos y amarlos- fuera mejor que nos ocupásemos de
hacer y de tocar nuestras propias obras de arte que de seguir repitiendo y
contemplando interminablemente las obras de aquellos maestros hace tanto
tiempo desaparecidos, y que debamos recuperar nuestra perdida confianza
y nuestro poder creativo rechazándolos, por más que los amemos, de la
misma maneta que un joven puede tener necesidad de rechazar a sus padres
excesivamente dominantes para llegar a set plenamente adulto.
19 Harry Partch, op. cit., p. 194.
La cadencia perfecta y la sala de conciertos 41
Finalmente, l~_stencia de un sistemade notación pettnit!! el naci-
miento y el cultivo delfm\1~!~ot9gía, esa hija· bastarda de la música y
la. cienda, que está al servicio de nuestra. pasión por la «autenticidad»
en la ejecución, una. pasión que -una vez más- refleja nuestra falta
de confianza en nuestra propia- Qr€atividad, Una pasión creativa que esté
verdaderamente segura de sí toma las grandes obras del pasado pata reha-
cerlas constantemente, renovando así el acto de la creación a lo largo de
las generaciones, de la misma manera que el siglo XVII reelaboró las obras
de Shakespeare (que a su vez reelaboraban en gran medida, para adecuarlas
al ánimo de su época, otras obras anteriores) y tal como Stokowski trabajó
sobre las piezas para órgano de Bach, para adecuarlas a su sensibilidad,
esencialmente del siglo xrx. Es probable que estas reelaboraciones, por más
\
desabridas que puedan parecerle a nuestra generación, sean más fieles
al espíritu creativo que nuestros intentos, basados en cuidadosas investiga-
ciones, de recuperar el texto originario de una primera adición que nos
devuelva la letra del original, intentos cuyo grado de éxito, en todo caso,
no tenemos manera alguna de evaluar. Bien puede ser que la generación
siguiente se mofe de la disposición musicológica actual, considerándola una
pedante restricción de la creatividad, y crea -con toda la razón- que es
perfectamente posible, e incluso necesario, acercarse directamente a las
obras del pasado, sin la intervención de los musicólogos.
Más adelante volveré sobre este y otros temas a los que me he referido
en este capítulo, al mismo tiempo que intentaré establecer qué es lo que
la naturaleza de nuestra tradición clásica tiene pata decirnos sobre la cultura
que le dio nacimiento. ·Antes de ello, sin embargo, vamos a examinar bre-
vemente algunas músicas que no provienen de nuestra propia cultura, para
ver qué es lo que significa la música para otros miembros de la taza
humana. Porque esas otras músicas, por más fascinantes y bellas que sean
de propio derecho, también pueden ofrecernos un espejo gracias al cual
podamos llegar a ver, o mejor dicho a oír con más claridad nuestra propia
música, y a apreciarla mejor, no sólo en cuanto experiencia estética sino
también como una institución y una fuerza potencial en el seno de nuestra
sociedad.
 Capítulo 2
La música fuera del marco europeo

Un pez no tiene conciencia del agua, porque no tiene noticia de nin-

gún otro medio. Hasta hace muy poco tiempo, esta ha sido la posición de
la cultura europea frente al resto del mundo; durante más de tres siglos, la
total e invencible certidumbre de la superioridad axiomática del arte
europeo en relación con la del resto del mundo garantizó que Europa se
viera aislada de la influencia fecundante de otras culturas, que para los
europeos eran raras y .exóticas, en el mejor de los casos, y en el peor,
primitivas e indignas de fijarse en ellas.
. La primera ruptura manifiesta con esta actitud se produjo con la Gran
Exposición Mundial de París, celebrada en 1889 en el Campo de Marte,
donde se pudo oír por primera vez en Europa el gamelán de Java y el
teatro musical de Cochinchina. El efecto de los nuevos sonidos fue sensa-
cional; el entusiasmo por su exotismo y su misterio no conoció límites, y
sin embargo, de todos los que lo oyeron y se entusiasmaron con el juego
fascinante del metalófono, el gong y el tambor, el único músico occidental
que realmente entendió su importancia fue Claude-Achille Debussy, por
entonces de veintisiete años, quien muchos años después, en 1913, habría
de recordar: «Su conservatorio es el ritmo eterno del mar, el viento entre
las hojas y los mil sonidos de la naturaleza que ellos entienden sin con-
sultar ningún tratado arbitrario. Sus tradiciones residen en los antiguos
cantos, combinados con danzas, cultivados y consolidados durante siglos.
Y, sin embargo, la música javanesa se basa _enun tipo de contrapunto en
comparación con el cual el de Palestrina es un juego de niños. Y si escu-
chamos el encanto de su percusión despojados de nuestros prejuicios eu-
ropeos, debemos confesar que la nuestra semeja ruidos primitivos en una
feria de aldea» 1•

1 Edward Loc.kspeiser, Debussy: His Life and Mind, Londres, Cassell, 1962, vol. I,
p. 115.
43
44 Música. Sociedad. Educación
En un capítulo posterior analizaré la influencia directa que tuvieron
esos sonidos maravillosos sobre la música de Debussy; aquí sólo obser-
varemos que efectivamente, Debussy fue el primer músico occidental que
supo reconocer y aceptar el hecho de que se encontraba frente a una cultura
musical que, juzgada en sus propios términos, era plenamente equiparable
a la occidental, una cultura de la cual Occidente podía aprender. Como
veremos, Debussy estaba mentalmente preparado para esta nueva experien-
cia, y entre los músicos de su época, fue el único capaz de incorporar a
su propia obra las lecciones de la nueva música, yendo al hacerlo más
allá de un manierismo exótico y superficial. Y si no comprendió plenamente
la significación más profunda de la música, de su lugar en la sociedad orien-
tal, ello se debió a que no tuvo oportunidad, en aquellas vastas salas de
exposición cobijadas por la sombra de la flamante Torre Eiffel, de oír la
música en su marco natural.
En los capítulos que siguen intentaré ver nuestra propia música occi-
dental en el marco de la sociedad y de las actitudes sociales de Occidente,
pero antes será instructivo que examinemos algunas músicas no occidenta-
les, en la medida en que podamos generalizar acerca de ellas, con el fin
de establecer los tipos de música y los tipos de relación entre música y
sociedad que son posibles en culturas diferentes de la nuestra. Este reco-
rrido no puede menos que ser superficial; no tiene otro propósito que el
de establecer el hecho de que son posibles otras actitudes diferentes de
la nuestra, y que estas actitudes se reflejan en los procedimientos técnicos
de la música. Podremos así destacar nuestra investigación de la música
occidental en su marco social contra un telón de fondo más nítido, y llegar
a ser conscientes de nuestra propia tradición en cuanto medio que nos
rodea, nos sostiene, y penetra todas nuestras actitudes y percepciones. Al
tomar conciencia de la naturaleza de nuestra tradición, podemos tomarla
también de la naturaleza y la medida de los cambios que en ella se han
producido a lo largo de los últimos setenta años, aproximadamente.
En el capítulo anterior estudié diversos rasgos de la música clásica
de Occidente que le dan un carácter peculiar entre las culturas musicales
del mundo. No debemos permitir que nuestra familiaridad con esta música
nos induzca a pensar, erróneamente, que dichos rasgos representan la única
manera de hacer música, ni siquiera necesariamente la más compleja y re-
finada; por cada uno de ellos hemos pagado, en otros sentidos, un alto
coste. La libertad de modulación y la flexibilidad expresiva de la armonía
funcional tonal, por ejemplo, se obtienen al precio de una rigidez en la
altura y un tipo de libre afinación respecto de la escala de temperado
igualitario que en otras culturas parecería intolerable y que, en realidad,
sólo podemos hacer tolerable recurriendo al vibrato para suavizar la de-
finición de los tonos, y a expensas de una simplificación del ritmo que
otras culturas tal vez considerarían infantil. Nuestra generación tiene la
suerte, gracias a las grabaciones y a las visitas ocasionales de compañías
de arte folklórico, de poder reunir material de virtualmente todas las cul-
turas musicales ·del mundo, desde las aparen.temente más. simples y primi-
vas hasta las grandes culturas de Oriente y de Africa. Aunque esta forma
La música fuera del marco europeo 4,
de escuchar no llegue a darnos acceso a lo que bien puede ser el aspecto
más importante de la músicá -su aspecto social-, de todos modos po-
demos oír cómo suena la música, de una manera que les fue negada a las
generaciones anteriores. Pero para oír realmente esta música en lo que
tiene de propio, es menester despojarse de gran parte de los supuestos y
expectativas de la música occidental -una tarea que en realidad no es tan
difícil como se podría imaginar- y tratar de descubrir sus verdaderas
preocupaciones. Entre los supuestos que hay que rechazar se cuentan:
1. La idea de la música como un arte completo y cerrado en sí mismo,
destinado a que un público --digámoslo con palabras de Curt Sachs-
«totalmente devoto de su engañosa elaboración» 2 lo contemple como a
\
un fin en sí, generalmente en edificios u otros espacios que le están re-
servados, y a los que en ocasiones se aparta de la vida cotidiana.
2. La idea de que una composición musical tiene, aparte del ejecu-
tante y de la ejecución, una existencia abstracta que el ejecutante aspira
a presentar de manera tan aproximada como le sea posible; e igualmente,
la idea de que el compositor es alguien aparte, tanto del ejecutante como
del público, un hombre que tiene algo propio que comunicar... en una
palabra, la totalidad de la idea de la música como comunicación.
3. La idea de que las técnicas de la armonía y del contrapunto regido
armónicamente para alcanzar los fines expresivos del compositor son los
recursos musicales supremos y que, como técnicas musicales, predominan
sobre todos los demás elementos de la música.
·4. La primordial atención que se presta a las relaciones de altura, y la
relativa falta de interés por el color tonal, la textura y el timbre, por lo
menos en cuanto elementos estructurales.
5. La aceptación del empobrecimiento del elemento rítmico en la mú-
sica, y la relativa falta de atención que se le presta, en cuanto principio
de organización.
6. La idea de la música como organización consciente del tiempo, de
modo tal que uno siempre sabe, o espera saber, dónde se encuentra en
relación con el comienzo y con el final; es decir, la idea de la música
como una progresión lineal en el tiempo, que viene de un comienzo bien
delimitado y se encamina a un final preestablecido; y
7. La idea de que es necesario valerse de recursos conscientes, como
las grandes formas armónicas, para hacer explícita la organización del
tiempo y evitar que el oyente se pierda en él.
En la mayor parte de las culturas no europeas se considera la música
casi como una parte de la tecnología, es decir, como una de las habilidades
necesarias para sobrevivir bien. Como dice Sachs: «Todo lo que suena,
ya sea en la tosca forma de un ruido aterrador o ajustándose a las pautas
organizadas de la música, carga con el peso de la eterna lucha del género
2 Curt Sachs, Tbe Wellsprings of Music, La Haya, Martinus Nijhoff, 1962, p. 124.

46 Música. Sociedad. Educación
humano contra las fuerzas que amenazan su vida y· su bienestar» 3 • De
hecho, es una especie de magia (una palabra que podemos usar sin la
menor connotación de condescendencia hacia las culturas en cuestión,
puesto que en la nuestra propia la magia es tan común como en cualquier
otra, por más que nos resistamos a admitirlo) destinada a superar el
miedo, incrementar el sentimiento de comunidad y establecer un acuerdo
con el medio. Su propósito, como dice Wilfrid Mellers, «no es expresar,
sino revelar. No hay un público con quien haya que comunicarse, puesto
que el compositor-ejecutante y sus oyentes participan en un rito» 4• No
se toca música en cuanto «yo», compositor o ejecutante, me dirijo a
«vosotros», el público, sino en cuanto todos nosotros -entre quienes
puede haber algunos que sean músicos y otros que no- participamos en
el ritual o en la actividad común, una situación cuyos equivalentes más
próximos en la cultura occidental de hoy quizá sean el coro y la congrega-
ción en la celebración de la misa católica. La personalidad del compositor-
ejecutante carece de importancia, ya que él no es más que el canal a
través del cual pasa la música (aunque al decir esto no negamos la exis-
tencia de compositores o ejecutantes de renombre en las tradiciones no
europeas). La idea de un concierto o de una ejecución en el sentido que
damos a estas palabras es, pues, virtualmente desconocida.
Sería posible, como hacen muchos autores de etnomusicología, citar
ejemplos tomados de culturas musicales del mundo entero para ejemplifi-
car las diferencias existentes entre las actitudes no occidentales y las de
nuestra tradición, tal como las enumeramos antes. Se podría citar, por
ejemplo, la escala de veintidós tonos (o srutis) que se usa en la música
clásica india, en cuyos intervalos no existe la regularidad mecánica de la
escala temperada, y también las ragas, u ordenamientos de la escala sobre
los cuales se construyen las improvisaciones de los músicos, cada una de
las cuales corresponde a cierto tiempo o estación, y no se ha de usar en
otros momentos. Se podría citar el hecho de que, a pesar de la abundancia
de alusiones literarias y de escritos teóricos referidos a la música entre
los antiguos griegos, y de la evidente estima por la música que caracterizó
a aquella refinadísima cultura, su música desconocía totalmente la armonía,
en cualquier sentido que podamos dar nosotros al término. Podríamos te-
ner en cuenta a los esquimales, raza de cantantes y poetas que resuelven sus
rencillas con competiciones de canto, y entre quienes es un insulto grave
decir que una persona «ni siquiera sabe cantar», o considerar a los grupos
aborígenes de la Tierra de Arnhem, que durante toda la vida, de acuerdo
con William Malm, «usan la música... para enseñar [a sus miembros]
lo que deben saber sobre su cultura, sobre el lugar que ocupan en ella y
en el mundo de la naturaleza y la supernaturaleza ... Su maduración se
puede medir por el conocimiento esotérico que han adquirido gracias a la
canción, y llegado a la vejez, un hombre sabe que su honor se basa, en
3
Curt Sachs, ibid., p. 83.
4
Wilfrid Mellers, Galiban Reborn: Renewal in Twentieth-Century Music. Londres,
Gollancz, 1968, p. 6.
...
La música fuera del marco europeo 47
parte, sobre su dominio de las canciones sagradas y secretas del grupo»'•
O ,evocar la antigua China, donde, según nos dice Curt Sachs: «La corree•
ción en música no era ante todo, si es que en alguna medida lo era, una
preocupación musical. Era algo esencial para el cosmos.. . en la música (el
hombre) asumía la pesada responsabilidad de reforzar o de poner en peligro
el equilibrio del mundo. Y su responsabilidad incluía las imágenes máa
válidas del mundo, las de la dinastía y el país; el bienestar del imperio
dependía de la corrección de las alturas y las escalas» 6 • Y para que no
podamos pensar que todo aquello fuera mero engreimiento de un pueblo
primitivo y supersticioso, William Malm nos recuerda que «en acústica,
los antiguos chinos eran [técnicamente] hábiles y de fiar. Buena parte de
las leyendas y de los términos coprichosos de antaño eran en realidad an•
tiguas maneras de registrar importantes descubrimientos científicos y mu•
sicales, derivados de una experimentación empírica controlada. Hace por
lo menos dos mil años, los científicos chinos sabían tanto sobre el uso de
laboratorios insonorizados para investigación, y sobre las leyes de las vibra-
ciones y la afinación, como llegaron a saber los científicos occidentales de
comienzos de nuestro siglo» 7 •
Pero multiplicar los ejemplos de otras técnicas y otras actitudes po-
sibles en música no serviría más que para confundir, y lo que me propongo
es, por consiguiente, examinar con cierto detalle dos culturas musicales
importantes, sus características técnicas, sus convenciones para la actuación
y sus métodos de educación, como también la posición y el papel de la
música en la sociedad donde florecen estas culturas, e intentaré descubrir
qué es lo que todo ello puede decirnos de la naturaleza de esas sociedades.
De ambas culturas, la de Bali y la del Africa negra (ya que en esta última,
y a pesar de una gran diversidad, es posible encontrar muchas características
que nos permiten considerarla como una única cultura), tenemos abundante
documentación, tanto grabada como impresa; y aunque sea necesario hacer
un estudio de segunda mano de las tradiciones que ·rigen la ejecución del
arte y sus relaciones sociales, contamos sin embargo con varios observadores
de confianza, que pueden dar cuerpo y solidez a nuestras conjeturas, para
así confirmarlas o refutarlas.
En primer lugar, Bali, esa isla minúscula y populosa que, separada por
un angosto estrecho, se encuentra al este de Java y ostenta una de las
tradiciones artísticas más ricas de que pueda enorgullecerse la raza humana.
A tal punto su cultura está penetrada por las artes, que los balineses no
tienen una palabra que designe al arte ni al artista: al arte no se le con-
sidera, en modo alguno, una actividad aparte, sino simplemente como parte
de la preocupaci~n balinesa por «hacer las cosas lo mejor posible» . En
cierto sentido, hasta se hace difícil hablar de la música como un arte sepa-
5 William P. Malm, Music Cultures of the Pacific, Near East and Asia, Englewood
Cliffs, Prentice-Hall, 1967; p. 112.
6 Curt Sachs, Tbe Rise of Music in the Ancient World, East and West, Nueva
York, Norton, 1943, p. 112.
7 William P. Malm, op. cit., p. 111.
8 Colin McPhee, Music in Bali, New Haven, Yale University Press, 1966, p. 1',
48 Música. Sociedad. Educación
rado, puesto que se da inextricablemente mezclada con las ceremonias de
los balineses, con los innumerables festivales que celebran en sus templos,
con la danza, cori las representaciones teatrales que -protagonizadas por
actores que son al mismo tiempo bailarines o por marionetas perfiladas-
se prolongan toda la noche, con los bulliciosos rituales funerarios y, sim-
plemente, con su vida cotidiana. Lamentablemente, es necesario aclarar
que todas estas observaciones se refieren a la vida balinesa tradicional, que
-como tantas otras culturas del mundo- va desapareciendo rápidamente
bajo el impacto de la colonización económica occidental; allí donde llegan
los valores del capitalismo y el consumismo de Occidente, llega también
la música occidental, y pocas son hoy las ciudades orientales que no se
vanaglorien de su orquesta sinfónica en el mejor estilo occidental, de sus
bandas militares o de los innumerables grupos que, en night-clubs y cafe-
\
terías, ofrecen con demasiada frecuencia imitaciones lamentables de los
gestos de la música sinfónica de fines del romanticismo, o de la música
europea de café-concert,que los músicos locales se han visto persuadidos
-u obligados por la necesidad económica- a aceptar como superior a la
propia músiéa indígena.
Así nos enteramos de que en Java las grabaciones en cinta van reem-
plazando, en las, ceremonias aldeanas, a los gamelanes en vivo, en tanto
que a éstos se los reserva principalmente como motivo de atracción turís-
tica. La idea de que los aldeanos usen cintas grabadas para acompañar sus
antiquísimas danzas y representaciones de sombras sería cómica si no fuera
al mismo tiempo un indicio tan claro de que aquí, como en el resto del
mundo, el interés se ha desplazado desde el proceso creativo a la pro-
ducción de la música como bien de consumo, y de que incluso en aquellas
islas paradisíacas, los valores de la sociedad de consumo están llegando a
dominar la cultura. En buena parte de Africa, además, a medida que la
complejísima organización tribal se disuelve, va siendo reemplazada por las
relaciones funcionales, más burdas, del comercio y el consumismo, de modo
que empiezan a dominar los . valores y las convenciones de la música occi-
dental, en tanto que la música y las maneras de ejecutarla qúe eran
herencia ancestral quedan relegadas al pintoresquismo del pasado y al trato
con los turistas. Por cierto, los africanos han demostrado siempre ser enor-
memente adaptables, y el choque entre su música y la europea ha sido
una de las escasas consecuencias buenas y fructíferas del desastre de la
esclavitud. De modo similar, la imposición de los valores occidentales al
Africa de hoy ha producido tanto el crecimiento de algunos híbridos su-
mamente vigorosos como el de unos pocos monstruos deformes (no sólo
cuando los africanos han intentado imitar las modalidades de la música
clásica de Occidente, sino también cuando los europeos intentaron remedar
modalidades africanas); como sucede casi invariablemente cuando hay una
colisión de dos culturas, los crecimientos más vigorosos .se encuentran
más bien entre la música popular de la que nadie hace caso que entre las
producciones, intencionalmente más complejas y rebuscadas, de sus supe-
riores en el nivel social.
La música fuera del marco europeo 49
Si tenemos en cuenta estos hechos, pues, debemos -aun lamentándo-
lo- limitar nuestro análisis a la música de las culturas tradicionales afri-
cana y balinesa, música que data de antes de que se hiciera sentir el
impacto principal de Occidente. Para referirme a la música y a la sociedad
me valdré de lo que se conoce como «presente antropológico», usando el
tiempo presente -inexacto, pero útil- para descubrir la cultura como
era en el período en que los europeos entraron en contacto con ella, sin
poder todavía cambiarla materialmente. El <ipresente antropológico» puede
referirse a un presente real, en ciertas regiones remotas, o bien a un
período que acabó hará unos cincuenta años, en las zonas que sucumbie-
ron rápidamente a la influencia europea. Por lo que toca a la música y a la
sociedad balinesa tradicionales, tenemos la suerte de que varios artistas,
músicos y antropólogos de gran sensibilidad hayan vivido durante largos
períodos en Bali durante los años treinta, cuando -por lo menos fuera
de los centros gubernamentales y administrativos- la sociedad se mante-
nía aun en buena parte incontaminada por la influencia occidental. Entre
ellos figuran los antropólogos Margaret Mead, Gregory Bateson y Jane Belo,
los artistas Walter Spies y Miguel Covarrubias, y el compositor Colín
McPhee, cuya monumental obra Music in Bali («La música en Bali») sigue
siendo clásica en este campo.
El principal cuerpo musical tanto de Bali como de Java, y el más
famoso, es el gamelán, una orquesta de hasta treinta músicos, que usan
metalófonos de teclas de bronce con resonadores afinados de bambú, gongs
de bronce, afinados o ·no afinados, címbalos, una o más flautas y un par
de tambores de- doble parche que se baten a mano, y uno de los cuales
lo toca el director del grupo. Esta orquesta produce estructuras sónicas de
gran delicadeza y vigor rítmico, y sumamente intrincadas, cuyo principio
de organización es el de la variación simultánea sobre un tema simple y de
movimiento lento; este «tema medular» está a cargo de los instrumentos
de tesitura baja, y lo duplican, una y dos octavas más arriba, metalófonos
más pequeños que lo repiten .en variaciones ingeniosamente variadas y em-
bellecidas. Las flautas reproducen por lo común el tema medular, los
tambores marcan un compás regular, y el fraseo musical va siendo destacado
por golpes de los diversos gongs. La música se construye generalmente
sobre una de dos escalas pentatónicas, extraídas ambas de una escala teó-
rica de siete tonos, ninguna de las cuales es exactamente lo mismo que
nuestra familiar escala «de teclas negras»; una, llamada slendro, es prác-
ticamente una división igual de la octava en cinco intervalos~ en tanto
que la otra, pelog, se aproxima a nuestras notas Do sostenido, Re, Mi,
Sol sostenido, La. Se advertirá que esta última, a diferencia de la de teclas
negras, incorpora ambos semitonos de nuestra escala diatónica, y esto da
origen a muchas más disonancias que la .escala de teclas negras, que no
tiene semitonos; se trata de un rasgo que, al parecer, da placer a los bali-
neses, puesto que lo subrayan desafinando ligeramente, en forma deliberada,
los instrumentos de tesitura más alta que repiten el tema. La música es,
sin duda, por completo inarmónica; la concurrencia de varios sonidos
simultáneos se debe enteramente al juego recíproco de las diversas «partes»
 50 Música. Sociedad. Educación
instrumentales, y a su elaborado entramado heterofónico, de modo que no
produce en modo alguno ese sentimiento de anticipación, de verse arrastra-
do hacia una culminación, que se experimenta con la música armónica de
Occidente. Nos encontramos, por decirlo con palabras de McPhee, ·«en
un estado de música; la naturaleza principalmente utilitaria de esta mú-
sica... subraya una concepción muy diferente de la nuestra, a saber, que la
música puede ser algo que no está para ser escuchado en sí mismo ... Jamás /
se convertirá en nada personal, ni contendrá emoción alguna. En una ce-
remonia, su presencia es tan necesaria como la del incienso, las flores y
las ofrendas. Aquí se requiere durante cierto tiempo un estado de mús ica,
· ni más ni menos» 9 • (La cursiva es de McPhee.) De hecho, el concepto todo
de un clímax y de una resolución, que ocupa un lugar tan central en · las
artes occidentales que existen en el tiempo, falta por completo en la mú-
sica balinesa, que McPhee describe como circular, y en la cual «cada sección
de una composición retorna a la nota inicial y se. repite inmediatamente
la nota final, con lo que se genera un nuevo comienzo» 9 •
La música no se toca casi nunca con ocasión de un concierto, sino que
forma siempre el acompañamiento de las ceremonias en el templo o las
piezas teatrales danzadas que repiten en forma sumamente estilizada la
narración de los antiguos mitos y leyendas hindúes; del teatro de sombras
wayang, en que las sombras de marionetas de cuero de intrincado diseño
se proyectan sobre una pantalla; de las payasadas del Barong, extraña bestia
animada, benévola pero caprichosa, representada por dos hombres que
imitan una especie de caballo enorme y fogoso, mientras se entrega a sus
interminables y por siempre inconclusas pugnas contra la maligna bruja
Rangda y sus sirvientes; de las nobles y viriles danzas baris, o del kebyar,
una danza del siglo xx en la que el bailarín permanece todo el tiempo sen-
tado, acompañado por una música brillante y de virtuosismo tempestuoso
(kebyar significa inflamarse, encenderse en llamas). Las formas y estilos
de la música balinesa son muchos, pero el propósito es siempre el mismo:
aportar un «estado de música», un telón de fondo contra el cual se puedan
representar las danzas, ceremonias y dramas que, si no se destacaran contra
él, de nada servirían.
Hay pocos músicos profesionales en Bali; la música la crean y la ejecu-
tan granjeros, comerciantes, hasta príncipes y niños, . que forman clubes y
tocan donde y cuando les pidan , por sumas que apenas si cubren los gastos
de mantenimiento de sus instrumentos suntuosamente decorados. McPhee
relata que en una aldea donde vivió, con una población de unas dos mil
personas, había no menos de diez de esos clubes, cada uno especializado
en un aspecto de la música ritual. En cuestiones artísticas tendían a dejar
la iniciativa a los grandes gamelanes mantenidos por los príncipes locales,
que solían participar en forma del todo igualitaria en la orquesta o en el
grupo de danza; en el gamelán desaparecen las diferencias de edad, profe-
sión y casta. Beryl de Zoete relata que uno de los mejores gamelanes de
9 Colin McPhee, «Dance in Bali», en Jane Belo (ed.), Traditional Balinese Culture,
Nueva York, Columbia University Press, 1970, p. 311.
La música fuera del marco europeo
• .51
Bali estaba dirigido por un chófer, cuyo asistente era un niño de unos
cinco años.
Los gamelanes ensayan por las tardes, una vez terminado el trabajo del
día, pero hasta el concepto de ensayo difiere del nuestro. La composición
que se ha de aprender la enseña, por imitación, un músico que puede venir
de otra aldea o pertenecer al gamelán de un príncipe, pero cada ejecutante
puede hacer contribuciones creativas y aportar sugerencias que pueden -o
no-- ser incorporadas a la música. A diferencia de lo que sucede con los
músicos aficionados de Occidente, para quienes está bien claro que están
intentando algo que otros han hecho antes multitud de veces, y muchísimo
mejor, el aporte creativo de estos ejecutantes se dirige a la sustancia misma
de lo que terminará por ser, en forma muy peculiar, su propia pieza. Los
ensayos son públicos, y observados con interés por los demás pobladores
de la ciudad o aldea, que comentan la actuación con conocimiento de causa
y a menudo hacen sugerencias. Así, la pieza va creciendo bajo los· ojos de
todos, y el clima de la función o actuación final difiere muy poco del de
los ensayos. No es raro que un gamelán precise seis meses para resolver
los intrincados detalles de una pieza y lograr la precisión de conjunto que
es el sello distintivo de una buena actuación. Cada uno de los músicos,
en realidad, tiene que tocar una parte bastante poco complicada, ya que
la complejidad de la textura musical se genera en la interacción de las
diversas partes .
La educación de los músicos jóvenes no tiene lugar en academias ni
escuelas, sino en el seno del propio gamelán. Los niños están siempre en
primera fila en cualquier grupo que esté observando un ensayo o una ac-
tuación, y en las piezas de sombras que duran toda la noche se los ve
dormitar, despertarse y aplaudir ruidosamente los pasajes más interesantes.
Y la verdad es que durante estas representaciones no es necesario observar
hasta el último detalle, como nos sentimos obligados a hacer en Occidente;
Beryl de Zoete observa: «Estar atento a la danza ... es casi una forma de
ser, un sentimiento más bien que una acción. Nosotros miramos y miramos
con una seriedad tal que se nos hace fatigoso mucho antes de que termine
la danza. El balinés ... se sumerge en la atmósfera de la danza y allí se
queda, como en un paisaje familiar. La naturaleza no le impone a uno la
exigencia de una atención perpetua, como no se la impone una representa-
ción de danza belinesa, que está ahí simplemente para que uno disfrute de
ella de diversas maneras» 10• A los niños se les acostumbra desde el prin-
cipio a los ritmos intrincados y a la compleja polifonía no-armónica de la
música, y muchos empiezan a tocar a edad muy temprana. Más de un autor
ha observado cómo, durante una actuación, uno de los miembros de un
gamelán se sentaba en las rodillas a su hijito y, poniéndole en las manitas
los palillos del metalófono, le hacía tocar las teclas necesarias en el momento
adecuado.
1º Beryl de Zoete y Walter Spies, Dance and Drama in Bali, Londres, Oxford
University Press, 2.ª cd., 1973, p. 16.
52 Música. Sociedad. Educación
Margaret Mead da, en cuatro párrafos, un resumen tan completo de
la posición que ocupa la música en la sociedad tradicional balinesa, que
no me siento en la necesidad de disculparme por citarlos completos:
Puede darse el caso de que los balineses comenten, divertidos pero no sorpren-
didos, que el principal ejecutante de metalófono en una orquesta de nota es tan
pequeño que tiene que subirse a un banquito para alcanzar las teclas; y la misma
actitud divertida adoptarán si alguien se vuelca hacia un arte diferente cuando el
temblor de la edad ha restado precisión a sus manos. Pero, en un continuo dentro
del cual la distinción entre el más dotado y el menos dotado pierde importancia ante
el hecho de que todo el mundo participa, la distinción entre niño y adulto -en
cuanto ejecutante , actor o músico- se pierde, a no ser en aquellos casos en que
la distinción es ritual , como cuando una danza especial exige una niña que no haya
llegado aún a la pubertad.
En Bali parece decisiva la ausencia de secuencia, incluso durante la vida del
individuo, y la ausencia de discontinuidad entre el rol ritual y el cotidiano. El ar-
tista, el danzarín, el sacerdote, es también un agricultor que cultiva sus campos de
arroz. A veces un artista se hace tan famoso que se deja crecer las uñas porque no
hace ya otro trabajo, y -dicen los balineses-- empieza a engordar, a volverse descui-
dado y haragán, y sus habilidades artísticas disminuyen . Ya puede el sacerdote, ata-
viado de blanco durante la ceremonia, oficiar durante el largo ritual en que se
invita a los dioses a descender a la tierra , vistiéndolos, alimentándolos, bañándolos,
ofertándoles danzas y representaciones teatrales para finalmente volver a enviarlos
durante doscientos diez días más al cielo; el día después de la ceremonia es un simple
ciudadano de la aldea que, si es dueño de la tierra que cultiva, se lo debe solamente
a que los · días de fiesta trabaja como guardián del templo.
Tampoco existe brecha alguna entre profesional y aficionado. En Bali no hay
virtualmente aficionados; no hay una danza popular en que la gente haga las cosas
tradicionales sin respetar un canon artístico . Hay enormes diferencias en la habilidad,
la gracia y la belleza de la actuación, pero príncipes y campesinos, los muy dotados
y los poco dotados, todos hacen con seriedad lo que hacen y, llegado el momento,
se convierten en espectadores críticos y se ríen sin compasión de los fallos técnicos
de los demás. Entre el público que se reúne para ver la función y los actores
existe siempre el vínculo de un interés profesional , en cuanto el público critica la
forma en que se mueve o canta el actor o la actriz que representa a la princesa, en
vez de identificarse con su destino, por más perdida que pueda estar en una densa
selva escenográfica.
Y tampoco existe brecha entre ensayo y representación. Desde el momento en
que una orquesta empieza a practicar una vieja pieza de música, hay un círculo de
espectadores, aspirantes a actores, actores suplentes, niños y ancianos, todos igualmente
absortos en la siempre renovada creación de una manera nueva de tocar una vieja pieza
de música u . · los músicos reside tanto en inventar variaciones y ornamentos nuevos du-
Vemos, pues, que en Bali la música es un arte intensamente comunita-
rio. Las composiciones no se anotan, sino que los músicos las llevan de una
comunidad a otra, y allí son re-creadas, ya que cada comunidad va haciendo
sus propias variaciones sobre la pieza. Los gamelanes viajan mucho, espe--
cialmente durante las temporadas festivas, llevando consigo su música. Los
modelos son, en general, las antiguas cortes principescas que compiten entre
11 Margaret Mead, «Children and Ritual in Bali», en Jane Belo (ed.), op. cit.,
p. 199.
La música fuera del marco europeo ,,
sí en el esplendor y la excelencia de los espectáculos, pero sus é:rftC!Ollll
no excluyen ni siquiera al más humilde de los campesinos que se amontonlD
en el patio para ver y oír. Las ideas nuevas se convierten muy rápidanntl
en propiedad común, aunque adopten siempre el acento individual de cada
ciudad o aldea; constantemente se forman y se vuelven a formar clube1
nuevos, en función de la presencia o ausencia de individuos entusiatu
y dotados. Puede ser que una aldea decida tener un Barong y empiece 1
preparar los trajes y las máscaras, al mismo tiempo que ensaya la má1ic1
que lo acompaña. Durante los festivales, los actores deambulan de una
aldea a otra, llevando consigo su Barong, que es recibido como un Dio,;
como lo expresa Margaret Mead: «Así, los actores ambulantes que llevan
de una a otra parte de Bali las formas nuevas y las formas viejas, nueva•
mente remodeladas, obtienen dignidad y seguridad» 12•
Que quede claro que a la improvisación no le cabe papel alguno en la
actuación. de un gamelán; las composiciones se trabajan en los ensayos;
se les agregan y se les quitan partes, se inventan variaciones, se prueban
nuevos timbres instrumentales, pero una vez que todo eso está decidido
y ensayado, queda fijo, y no se puede introducir desviación alguna sin des-
baratar la precisión y la claridad en pos de las cuales van todos los músicos,
pese a lo intrincado de la textura. Y por cierto que hay motivo para ma-
ravillarse ante la precisión de una buena ejecución de gamelán; los músicos
resuelven cambios rapidísimos en el tempo, la dinámica y las pautas rít-
micas, tan sutiles como vivaces, con una precisión y una soltura que harían
honor a una orquesta sinfónica profesional de Occidente. Ni queda tampoco
mucho margen para el virtuosismo individual. Tomada individualmente,
cada parte instrumental plantea pocas exigencias al ejecutante; la habilidad
reside en la integración de cada parte en la totalidad , en la precisa exac-
titud con que se marca el compás, en la interacción de dos instrumentos
que pueden compartir la misma línea melódica ... cosas todas que exigen un
virtuosismo más bien comunitario que individual, y habilidades sociales más
bien que individuales.
Pero esto no significa que las piezas queden fijadas de una vez por
todas a la manera de los clásicos de la música occidental; a los balineses
les inspira poco respeto la idea de mantenerse nota por nota fieles a un
original, y cuando se aprende una pieza nueva, cada músico tiene su opor-
tunidad de hacer modificaciones, de modo que la misma pieza puede existir
en tantas formas como gamelanes haya que la toquen. Como el placer de
rante los ensayos como en la representación final, las piezas van evolucio-
nando constantemente. Los músicos se gozan en el proceso de creación, y
no les importa tanto el producto acabado, que puede desaparecer sin que
nadie lo llore una vez que los músicos se cansan de él. Su contacto con el
pasado no se da mediante varios clásicos establecidos, como en la música
occidental, sino por medio de la continuidad que se genera en un cambio
12 Margaret Mead, «The Strolling Players in the Mountains», en Jane Belo (ed.),
op. cit., p. 145.
54 Música. Sociedad. Educación
gradual. No les interesa para nada la idea de progreso . Es muy probable
que tal o cual innovación sea, de hecho, el renacer de algo que se hizo
en épocas anteriores y después se perdió, pero eso a los balineses no les
preocupa; como sucede con muchos otros pueblos orientales, su concepto
del tiempo no es lineal, sino circular. Por consiguiente, no puede tener
sentido el intento de aferrarse a una obra del pasado, porque el pasado no
está, como creemos nosotros, irremediablemente perdido; volverá, y con
él, cuando sea el momento, volverán las formas artísticas apropiadas. Este
carácter circular del tiempo no sólo se revela en la música, sino también
en muchos de los rituales y de las costumbres sociales de Bali. Por ejem-
plo, el término con que se designa al bisabuelo y al bisnieto es el mismo;
como estos son los antepasados y los descendientes más distantes que un
hombre tiene la probabilidad de conocer en su vida, la identificación de
las dos generaciones sugiere la idea de una recurrencia circular y continua
de las generaciones en ciclos sin término, una idea reforzada por el hecho de
que cuando un hombre muere, a sus bisnietos, si los tiene, les está prohibi-
do llorarlo.
De modo similar, el calendario refleja la circularidad del sentido bali-
nés del tiempo. Lo que mide no es el transcurrir del tiempo, sino las
características de las diversas partes de los ciclos temporales. De hecho,
los balineses se guían pór un calendario soli-lunar, como cabía esperarlo
de un pueblo principalmente agrícola, pero que tiene menos importancia
en su vida (el hecho de que sea un pueblo tropical hace, naturalmente,
que el cambio estacional se acentúe menos que en los climas templados) que
un segundo calendario, que señala la rotación de varios ciclos, cada uno de
ellos señalado por los nombres de los días. Estos ciclos se extienden
entre dos y diez días, y a medida que varios de ellos van coincidiendo
(por ejemplo, los ciclos de cinco y de seis días coincidirán cada treinta
días) se realizan festivales. Como los ciclos más importantes son los de
cinco, seis y siete días, el festival principal del año tiene lugar cada dos-
cientos diez días; es lo que se conoce como Galungan.
Observa Clifford Geertz: «Detalles aparte, está claro que la naturaleza
del cálculo del tiempo que permite este calendario es más bien "puntual"
que "duracional". Es decir, que no se lo usa (y sólo se lo podría usar en
forma muy burda y mediante la adición de algunos recursos auxiliares) para
medir la rapidez con que pasa el tiempo, la cantidad de tiempo que ha
pasado desde que sucedió cierto acontecimiento o la que falta para que
se pueda completar cierto proyecto; está adaptado, y se lo usa, para dis-
tinguir y clasificar partículas temporales discretas existentes en sí mismas,
es decir, «días». Los ciclos y superciclos son interminables, sin anclaje,
incontables y, como su orden interno no tiene significado alguno, sin clímax.
No se acumulan, no se superponen y no se consumen. No le dicen a uno
qué momento es, sino qué clase de momento es» 13•
La ausencia de clímax es un rasgo de la vida balinesa sobre el cual se
13 Clifford Geertz, Person, Time and Conduct in Bali: An Essay in cultural Ana-
lysis, New Haven, Yale Southeast Asia Studies, 1966, p. 47.
La música fuera del marco europeo 55
insiste con frecuencia: lo hemos advertido ya en la música. Como dice
Gregory Bateson: «En general, la falta de clímax es característica de la
música, el drama y otras formas del arte balinés. Típicamente, la música
tiene una progresión, derivada de la lógica de la estructura formal, y mo-
dificaciones de intensidad determinadas por la duración y el progreso de
la elaboración de estas relaciones formales. No tiene la intensidad creciente
y la estructura orientada hacia un clímax que caracteriza a la música occi-
dental moderna, sino más bien una progresión formal» 14.Bateson encuentra
una relación directa entre esta característica del arte balinés y el carácter
balinés en general; señala, por ejemplo, que los hábitos balineses de crianza
de los niños se encaminan a atenuar el sentido del clímax, ya sea interrum-
piendo la estimulación cuando se aproxima al momento culminante, o bien
fastidiando, cosa que también tiene el efecto de disminuir la tendencia del
niño hacia el comportamiento competitivo. Observa que en Bali parece
como si las rencillas casi nunca llegaran a un punto crítico, sino que más
bien se disuelven, y socialmente se las resuelve con un reconocimiento for-
mal de las posiciones de ambas partes. Incluso las guerras, en la medida
en que las había, tenían lugar de tal manera que cada una de las partes
hacía todos los esfuerzos posibles por evitar el encuentro con la otra (por
lo cual no es de asombrarse que, a comienzos de este siglo, fueran tan fácil
presa para los holandeses). Esta sencilla adaptación no es, sin embargo,
perfecta ni completa, y algunas tensiones de la vida balinesa (Margaret
Mead compara la gracia de este pueblo con la de los volatineros) encuentran
expresión en forma socialmente aceptada en danzas en estado de trance,
en las cuales no son desconocidas las automutilaciones, y ocasionalmente en
forma inaceptable, como cuando un individuo, presa del amok, se descon-
trola totalmente en una orgía de matanza y destrucción, y termina con fre-
cuencia por hacerse matar.
La ausencia de este sentido del clímax se vincula estrechamente con
uno de los rasgos más importantes de la vida balinesa, que sin duda debe
tener una influencia formativa vital sobre la música de la isla: las activida-
des en general no se practican como algo conducente a un objetivo deseado
pero diferido, sino com(J"algo que lleva en sí una satisfacción inherente.
La valoración del momento por el momento mismo no es necesariamente
imprevisión (cualquier jardinero estará de acuerdo en que sembrar es exac-
tamente tan satisfactorio como cosechar), pero difiere totalmente de ese
hábito del pensamiento occidental que Max Weber llamó la «ética protes-
tante»; más adelante volveremos sobre este hábito de postergar la satis-
facción presente eri aras de ventajas futuras. El temperamento balinés se
pone de manifiesto, por ejemplo, en un sentido cinestésico sumamente sutil
y desarrollado, én un interés por la elegancia física, una tendencia a hacer
bien las cosas, es decir, con la mayor gracia posible, incluso con soltura,
y en una preocupación por lo ritual y lo ceremonial, tanto en privado
como en público. Es un temperamento que no se presta a modalidades ad-
14 Gregory Bateson, «Bali: The Value System of a Steady State», en Steps to an
Ecology of Mind, Londres, Paladín, 1973, p. 86.
56 Música. Sociedad. Educación
quisitivas a largo plazo ni a embarcarse en grandes empresas que signifiquen
sacrificios prolongados para cuya concreción quizá haya que esperar años
(cosa que puede o no estar mal), que no está dispuesto a trabajar en
fábricas ni a hacer los sacrificios de espontaneidad necesarios para el cre-
cimiento de la industrialización. Y es obvia su relación con la música
balinesa, con . su falta de tensiones armónicas y su ausencia de clímax,
destinada como está a ser disfrutada momento a momento.
Una vez más debo insistir en que desde el final de la segunda guerra
mundial estos valores han sufrido un intenso desgaste, a medida que los
valores comerciales y el consumismo de Occidente ganaban terreno; el
cambio que conduce de la creación artística como proceso en el que está
en juego la comunidad entera, al arte como producto hecho para la venta
por unos pocos artistas profesionales se ha producido aquí, lo mismo
que en todo el mundo europeo, con una velocidad vertiginosa. A medida que
los balineses van siendo ganados por los valores industriales, el tiempo
mismo se convierte en un bien que escasea y que hay que gastar con
cuidado, de modo que se llega a la situación en que los gamelanes tocan
únicamente en los grandes centros urbanos, para solaz de los turistas,
en tanto que las aldeas acompañan las ceremonias que aún restan con gra-
baciones en cinta, que ahorran tiempo, mientras sus instrumentos se pudren
en algún cobertizo. Entre tanto, en Occidente las escuelas y universidades
han adquirido sus propios conjuntos de instrumentos de gamelán, y los
estudiosos serios, bajo la tutela de un músico balinés o javanés, están
manteniendo por lo menos algo del antiguo arte; irónicamente, en nuestra
sociedad sólo a los estudiantes se les permite dejar en suspenso el tiempo
industrial. Es posible que, en el paciente proceso de aprender las técnicas
del gamelán, estos jóvenes músicos están buscando algo de la antigua ética
de la sociedad balinesa, de su continuidad, su carácter comunal y su indi-
ferencia hacia las nociones occidentales de tiempo, como antídoto para el
malestar de nuestra propia y acorralada sociedad. Es improbable que en esto
encuentren algo más que un solaz temporario; divorciada de su ritual, des-
pojada de sus raíces ceremoniales y ejecutada en las condiciones del con-
cierto occidental, la música simplemente se convierte en otra sensación
exótica, en otro tipo de experiencia musical para añadir a la deslumbrante
variedad que tienen a su alcance los oyentes de nuestra época, en otra
influencia -fascinante y hermosa, pero que no ofrece promesa alguna
para la ansiada renovación del arte musical de Occidente- sobre el com-
positor contemporáneo de música de concierto.
Por contraste, el encuentro entre la música europea y la africana ha sido
uno de los intercambios más fecundos en toda la historia de la música.
Me refiero no solamente a las bien conocidas formas del blues y del jazz,
sino a la cultura de la música afroamericana en su totalidad, tal como hoy
existe a lo largo de toda la extensión de los continentes americanos y en
el Caribe; de hecho, en todas partes donde alcanzó el tráfico de 1esclavos
africanos. Ello puede deberse, como lo sugiere Gunther Schuller 5, a que
15 Gunther Schuller, Early Jazz: Its Roots and Musical Development, Nueva York,
Oxford University Press, 1968, p . 43.
La música fuera del marco europeo '57
entre las dos músicas hubo las similitudes suficientes para hacer posible
una síntesis, pero creo que obedece, más aún, a que los africanos -arran-
cados bruscamente de su tierra natal, sujetos a penurias y degradaciones
sin cuento- se vieron obligados a reconstruir una cultura a partir de
cualquier hilacha y fragmento que tuvieran a mano. La música africana
no era -y no es- en modo alguno un arte primitivo (entiéndase por tal
cosa lo que se quiera), sino una principalísima expresión de un pueblo
sutil y espiritual, que había colonizado en su totalidad aquel continente,
vasto y muchas veces inhóspito, y logrado desarrollar estructuras políticas
que, por lo común, tenían éxito allí donde las nuestras tan señaladamente
han fracasado: para contener la ambición desenfrenada de los individuos y
para mantener las estructuras sociales en una dimensión lo bastante redu-
cida como para que fueran manejables ( tiranías como las de Dingiswayo
y Shaka fueron, sobre todo, una respuesta al desbaratamiento de las cos-
tumbres africanas por obra de la colonización europea). «¿Dónde, final-
mente, se encontraba el precedente de las estructuras sociales e ideológicas
construidas por los africanos, tan diversas y tan adaptables, unidas en forma
tan intrincada, en un entrelazamiento tan hábil de lo posible y lo deseable?
¿De dónde sacaron esos sistemas su savia y su vigor, a no ser de las pobla-
ciones que los cultivaron como forma de su propia creatividad?», se pre-
gunta Basil Davidson 16• Esa creatividad se muestra de la manera más
destacada en las artes. «En un sentido profundo», dice Davidson, «las artes
del Africa iletrada compusieron sus libros y testamentos sagrados» 17• Y de
todas las artes de Afrka, la más extendida y más rica es la música. Hasta
entre los esclavos, como un reverendo John Davies, de Virginia, señalaba
en una carta a John Wesley, hacia 1735, «no puedo menos que observar
que los negros, por encima de todos los humanos que haya conocido, tienen
el oído más sutil para la música» 18• Es más, tan penetrada está de música
la cultura africana que, como señala Francis Bebey, muchas lenguas africa-
nas no tienen una palabra para nombrarla; las tienen para las formas y
tipos musicales, pero ese gran arte, en sí, es parte de su medio a tal punto
que no lo ven como poseedor de una identidad aparte.
Debemos recordar también que Africa no fue jamás el «continente
negro» de la imaginación popular; la historia de Africa, que en ·la actuali-
dad se está reuniendo e hilvanando, es la de una cultura compleja y refi-
nada, tan humanista y antigua como la de la raza humana, de la cual es
muy probablemente la cuna. En ella se viajaba y se comerciaba libremente,
no sólo con el mundo árabe, sino también con la antigua Grecia, e incluso
con China e Indonesia (de donde es muy probable que haya provenido el
xilófono africano). Tenía también grandes ciudades, no solamente Benin,
visitada en los siglos XVII y XVIII por muchos viajeros que la consideraron
tan espléndida como cualquier ciudad europea, sino también una cadena
16 Basil Davidson, The Africans: An Entry to Cultural History, Hardmonsworth,
PenBuin African Library, 1973, p . 36.
1 Basil Davidson , ibid., p. 137.
18 Citado en Gilber Chase, American Music, Nueva York, McGraw-Hill, 2.• ed.,
1966, p. 80.
58 Música. Sociedad. Educación
de ciudades de gran actividad comercial que, con su «riqueza y comodidad
urbanas, con sus altas naves ... y su comercio en oro y marfil» (Davidson 19),
dejaron maravillado a Vasco da Gama tras haber doblado el Cabo de
Buena Esperanza pese a lo cual él y sus sucesores se mostraron presurosos
en saquearlas e incendiarlas. Como Africa es un continente enorme, no es
sorprendente su falta de homogeneidad cultural ni el hecho de que su
música muestre grandes variaciones, no solamente entre el norte, de po-
blación árabe, y el centro y el sur étnicamente negros, sino también de
una región a otra, de uno a otro país y entre tribus diferentes. Hay, sin
embargo, ·ciertos rasgos que son comunes por lo menos a la música de
Africa negra, y de ellos pasaré ahora a ocuparme brevemente.
Primero, debemos liberarnos de una vez por todas de cualquier idea de
que la música africana sea primitiva; cuando los músicos occidentales ha-
blan de «música primitiva» se refieren, por lo general, a una música que
se interesa por cosas que no son las que interesan a nuestra música. En
tanto que, como hemos visto, el interés principal de la música europea se
centra en las relaciones de altura, y más especialmente en la armonía, el
de la música africana está puesto en el ritmo. Algunos comentaristas occi-
dentales se han apresurado a insinuar que esto es, en sí mismo, la prueba
de su carácter primitivo, ya que, de todos los elementos de la música, el
ritmo es el más corpóreo, el más próximo al cuerpo, y es verdad que la
mayor parte de los negros están generalmente menos alienados de su ser
físico que la mayoría de los europeos; pero calificar de primitiva a esta
característica dice tanto de los que aplican este rótulo como de quienes
son así rotulados. En todo caso, lo que aquí nos interesa, además de con-
siderar la música africana en sus propios términos, y no en relación con
ningún criterio -que puedan establecer los no africanos~ es tratar -de apren-
der ·lo .que ella pueda .enseñarnos ·respecto de fa ·naturaleza <le .nuestra
propia cultura musical. · palabras), y su técnica tiende a lograr una interpretación tan fiel como sea
Tal como en Bali, y de hecho en casi todas las sociedades no europeas,
la música no es algo aparte de la vida diaria, sinó que forma parte inte-
grante de ésta; escucharla como nosotros escuchamos, por ejemplo, una
sinfonía, es algo tan desconocido en la cultura tradicional africana como en
Bali. Con ello no se dice que los africanos no toquen música para sus
amigos o para sí mismos como puro entretenimiento; estas formas musi-
cales son parte importante de la vida africana. Ni se quiere decir tampoco
que todos sean ejecutantes expertos, ni que en la cultura tradicional afri-
cana no haya músicos profesionales, sino que la relación entre ejecutante
y oyente es de un tipo totalmente distinto, ya que ambos están íntimamente
vinculados en el seno de una comunidad. El desapego con que un oyente
occidental presencia una actuación orquestal no tiene cabida en la vida
musical ni en las costumbres musicales del africano, y en casi toda su
música hay oportunidad para la participación, cantando las partes corales,
batiendo palmas y bailando. Hasta cuando están escuchando una actuación,
19 Basil Davidson, A/rica in History: Themes and Outlines, Londres, Paladín,
1964, p. 180.
La música fuera del marco europeo 59
los oyentes responden sonora y activamente sin inhibición alguna, ya que
como dice J. H. K. Nketia, la respuesta motriz no sólo insensifica el dis-
frute de la música, sino que también da ocasión para la interacción social
en un contexto musical 20 •
La música se encuentra en todas las situaciones de la vida, desde las
actividades cotidianas hasta los grandes rituales de jefes y reyes. Aparte
los ejemplos más obvios, como las canciones de cuna, las que acompañan
el trabajo y otras semejantes, de un tipo que nos es familiar por la música
folclórica de Occidente, hay canciones que forman parte de los rituales
de iniciación, como las hay que son portadoras de noticias o habladurías, de
alabanzas o insultos, o que sirven de advertencia o de exhortación a quienes
las escuchan. Las «canciones de los ancianos» recuerdan a las gentes su
pasado y los valores de su sociedad, hacen la crónica de la historia del
pueblo, y les confirman la legitimidad de sus jefes y sus reyes. Otras can-
ciones se ocupan de cuestiones religiosas y filosóficas, y al mismo tiempo
hay ocupaciones, como las de cazador, pescador o pastor, que con sus
propios cantos proclaman las alabanzas de aquello que cazan o que cuidan.
A veces los reyes se valen de cantantes profesionales que entonan sus
glorias; estos cantantés, llamados griots, suelen pertenecer a una casta
hereditaria.
Es la voz humana lo que, aún más que el tambor, se encuentra en el
corazón de la música africana, y son pocas las actuaciones en que no se
le reserva alguna parte. La voz no es nunca una voz «cultivada», en el
sentido occidental, para que produzca sonidos alejados de los del habla;
la música vocal de Africa tiene una estrecha relación con el discurso (y
esto es especialmente válido en el caso de los pueblos cuyo lenguaje es
tonal, es decir, que, como sucede con los chinos, sus diversos significados
dependen tanto de las inflexiones vocales como de la forma misma de las
posible de un habla más precisa y definida. Los africanos usan una variedad
deslumbrante de formas de cantar, que dependen de la situación dramática
que se necesite: tonos que resuenan en la cabeza o en el pecho, gruñidos,
susurros, imitaciones de un realismo sorprendente de pájaros, animales y
otros sonidos naturales, sonidos ululantes y yodels, todo eso es parte de
su repertorio. A diferencia de los cantantes occidentales, los africanos cul-
tivan en forma deliberada marcadas diferencias entre los diversos registros
de la voz, llegando incluso a enfatizar las rupturas que hay entre ellos,
desde un gruñido a un falsetto e incluso casi un chillido; además, son ca-
paces de usar con virtuosismo los diversos sonidos armónicos y no armó-
nicos de que es capaz la voz humana.
Todos los autores están de acuerdo en que, desde el punto de vista
africano, una hermosa voz no hace de quien la tiene un buen cantante;
de hecho, ni siquiera viene al caso si un cantante tiene o no buena voz.
Lo que importa es el uso artístico que haga de la voz que tiene. El paralelo
más cercano que este concepto tiene en nuestra cultura es quizás el orador,
20 J. H. Kwabena Nketia, The Music of A/rica, Londres, Gollancz, 1975, p. 207.
60 Música. Sociedad. Educación
que descubre las peculiaridades de su voz, de su presencia y de su porte,
y de ellas saca partido, no de acuerdo con ningún canon aceptado de gusto
o de calidad vocal, sino de una manera que le ayuda a comunicar, en la
forma más eficaz posible, no sólo lo que tiene que decir, sino quién es.
Se trata de un rasgo que encontramos también en los cantantes populares
y folk (Bob Dylan, Rod Stewart y, en otro terreno, Rex Harrison, son tres
nombres que acuden a la memoria), que quizá no tengan, en el sentido clá-
sico, «voz para cantar», pero que han convertido la voz que tienen en un
instrumento expresivo eficaz y elocuente.
Pese a la indudable preeminencia de la voz, los músicos africanos tocan
también una amplia variedad de instrumentos. Al pensar en la música afri-
cana, la mayoría de los europeos piensan en tambores, pero la verdad es
que casi todos los tipos. de instrumentos que conocemos en la música
europea, excepción hecha del teclado, tienen algún tipo de equivalente afri-
cano: los violines, las liras y laúdes, un curioso y bello híbrido de arpa
y laúd que se llama kora, cuernos, flautas, lo mismo que idiófonos, tales
como xilófonos, sonajeros, campanas y otros semejantes, e incluso casta-
ñuelas metálicas y piedras afinadas. Hay también un instrumento peculiar
de Africa (aunque ahora se encuentra en el mercado una versión europeiza-
da), que, de hecho, es casi universal en toda Africa negra bajo diversos
nombres: mbira, kalimba, sansa, ikembe o, en lenguas occidentales, piano
africano o piano de · pulgar. Consiste en una pequeña tabla de armonía
de unos cuantos centímetros de largo, que lleva aseguradas varias púas de
metal o de madera, fijas en un extremo, que pasan sobre un puente y
quedan sueltas en el otro. Como la guitarra, la mbira es un instrumento
muy íntimo: el ejecutante la sostiene con ambas manos muy cerca del
cuerpo y, más que pulsarlas, acaricia las púas con los pulgares (los europeos
que intentan tocar por primera vez el instrumento casi siempre lo pulsan
con demasiada fuerza y estropean la delicadeza de su tono). Puede ser que
un instrumento pequeño no tenga más que una media docena de púas,
pero una mbira grande puede tener hasta cuarenta y cinco, dispuestas con
frecuencia en dos o tres teclados; la tabla de armonía puede ir montada
sobre una caja hueca o colocada en el interior de una calabaza, que actúan
ambas como resonadores, y el instrumento produce un sonido suave y
obsesionante (en la mayor parte de la música africana hay, sorprendente-
mente, una gran suavidad) que no se parece al de ningún otro instrumento.
Es frecuente que, al tomarlo en la mano y antes de arrancarle un solo
sonido, un instrumento musical nos diga ya mucho sobre su cultura de
origen, y un buen ejemplo de esto es la mbira. Primero, personifica la. íntima
relación que existe entre un músico africano y su instrumento; lo más
probable es que él mismo se la haya hecho, puesto que los fabricantes
profesionales de instrumentos son pocos; o, si la ha recibido de alguien,
lo más probable es que haya sido un regalo o una herencia. Es raro que
se vendan instrumentos, y Francis Bebey nos cuenta cómo, cuando intentó
comprarle un instrumento a un excelente músico local, éste se limitó a
responderle fríamente que él -el músico-- había ido a la ciudad a tocar
La música fuera dd marco europeo
61
el tambor para la fiesta, y no para entregar un esclavo en cautiverb 21•
Los instrumentos no son meros objetos, sino colegas en el trabaje de
creación, y --como dice Bebey- símbolos de la época en que Dios itiun-
dió vida al hombre y le concedió el discurso 22•
En segundo lugar, alrededor de cada púa de la mbira se enrosca flo-
jamente una pieza de metal que, al pulsar la púa, zumba emitiendo un
sonido no armónico que tiende una especie de velo sobre la música Es
un tipo de sonido que, si un músico de la tradición clásica occident~l lo
oyera en su instrumento, no vacilaría en desmontarlo para encontrar.o y
hacerlo desaparecer. Y sin embargo, parece que a los africanos les en::an-
tara, ya que su música está llena de sonidos no armónicos, procedente; de
tambores, sonajeros, raspadores y cosas semejantes. Es más: los chóp de
Mozambique, sobre quienes volveré más adelante, atraviesan sobre la \oca
de las calabazas que usan como resonadores disponiéndolas debajo de: te-
clado de los xilófonos, las ootecas de ciertas especies de arañas, tan dilga-
das y flexibles como papel de arroz, para superponer el zumbido que ~stas
producen al sonido de los instrumentos. Y el amor por los sonidos ne ar-
mónicos y percusivos se advierte también en el predominio de los imtru-
mentos de cuerda que se tocan por pulsión sobre los de arco, y muy espe-
cialmente en la apasionada preferencia por los tambores y la percusión.
Unido a la acentuación del ritmo en cuanto principal principio organiza:lor,
el amor por los instrumentos de percusión ha generado músicas qu~ se
cuentan entre las más bellas y conmovedoras que hay.
Tercero, cada instrumento individual difiere ligeramente de todos los
otros. Por cierto que, en términos generales, se pueden establecer cat~go-
rías de instrumentos, pero cada uno de ellos tomado individualmente ~ene
sus virtudes y defectos característicos. De igual manera, el carácter in<livi-
dual de los músicos se muestra en forma mucho más acentuada que e1tre
los occidentales, en parte debido a la individualidad de cada instrume:ito,
pero también gracias al hecho de que generalmente la formación mu:ical
formal es muy breve. Puede ser que al músico le enseñen los rudimelltos
de su instrumento, pero a partir de allí, poca atención presta a la técnica
por la técnica misma. Un africano no practica; toca. Como dice Nk(tia:
«Generalmente, la instrucción tradicional no se organiza sobre una l,ase
institucional formal, porque se cree que lo más necesario son, esencial-
mente, las dotes naturales de cada persona y su capacidad natural para
evolucionar por sí misma. Y estas dotes pueden incluir el conocimi~nto
innato, ya que, según dicen los akan, "al hijo del herrero no se le en:eña
el oficio de su padre. Si lo conoce es porque Dios se lo enseñó". Parece
que el principio ... consistiera en aprender por experiencia social. Se imiste
más en el contacto con situaciones musicales y en la participación en ~llas
que en la enseñanza formal. La organización de la música tradicional eo la
vida social permite que el individuo adquiera su conocimiento musical por
21
Francis Bebey, African Music - A People's Art, trad. inglesa de Josephine Ben-
nett, Londres, Harrap, 1975, p. 120.
22 Francis Bebey, ibid., p. 120. .
62 Música. Sociedad. Educación
etapas lentas, y que amplíe su experiencia de la música de su cultura por
mediación de los grupos sociales en los- que lentamente se va absorbiendo,
y de las actividades en que participa» 23• Esto no significa, por cierto, que
las técnicas de la música africana se puedan adquirir en poco tiempo ni de
manera despreocupada; antes de aceptarlo como maestro del tambor -si
es que finalmente lo aceptan- a un hombre pueden dejarle tocar el tam-
bor durante años. Significa, eso sí, que el mismo tipo de . instrumento se
puede tocar en multitud de estilos diferentes; como señala Bebey, la técnica
es en gran medida cuestión de gusto individual: «La ausencia de ' técnica
-en el sentido occidental del término-- no impli_ca en modo alguno au-
sencia de capacidad artística . El arte es un servicio público, y la música,
como ya hemos visto, es una necesidad, una función vital. La música es la
manifestación exterior y audible de funciones biológicas interiores; es el
soporte y la realización de su propósito metafísico» 24•
El logro fundamental de la música africana se da indudablemente en el
dominio del ritmo. «El ritmo», dice A. M. Jones, cuyo libro Studies in
African Music es un clásico en este campo, «es para el africano lo que para
el europeo es' la armonía, y donde él encuentra mayor satisfacción estética
es en el complejo entretejimiento de pautas rítmicas contrastantes. Para lo-
grarlas se ha construido un principio rítmico totalmente diferente del de
la música occidental, que sin embargo está presente en las canciones afri-
canas más simples ... Sean cuales fueren los recursos usados para produ-
cirlos, en la música africana hay prácticamente siempre un choque de rit-
mos; este es un principio cardinal. Hasta una canción aparentemente mo-
norrítmica revelará, si se la investiga, que está constituida por dos pautas
rítmicas, independientes aunque estrictamente relacionadas, una inherente
en la melodía y otra perteneciente al acompañamiento» 25•
Para un africano es un juego de niños cantar (por decirlo con términos
europeos) en un metro constantemente cambiante, al mismo tiempo que
sigue batiendo palmas de acuerdo con una estricta pauta rítmica del tipo
1 2 1 2 1 2 3 1 2 1 2 3; con frecuencia hay hasta seis u ocho pautas rítmi-
cas diferentes tocadas por tambores, palmas, los otros instrumentos y las
voces, que ne sólo se ajustan a pautas diferentes, sino que trabajan con
diferentes metros con puntos de acentuación diferentes, de manera que los
tiempos fuertes no coinciden. Además, es posible que el maestro del tam-
bor, a cuyo compás deben ajustarse todos los demás músicos, esté conti-
nuamente cambiando sus pautas rítmicas . El único elemento que mantiene
la coherencia en la ejecución es el tiempo, que es idéntico para todas las
líneas, y en torno de este único factor constante se construyen estructuras
rítmicas complejas y fascinantes que la mayoría de los europeos apenas si
pueden entender, y mucho menos ejecutar. · comarca teatral. Van en pos de la vivencia extática de una participación
La acentuación del ritmo no significa, sin embargo, que la música
africana sea deficiente desde el punto de vista melódico. Hay una amplia
variedad de escalas (aunque no sea así como las conciben los músicos africa-
23 J. H. Kwabena Nketia, op. cit., p. 58.
24 Francis Bebey, op. cit., p. 132.
25 A.M. Jones, «African Rythm», Africa, vol. XXIV, núm. 1, enero 1954, pp. 26-7.
La música fuera del marco europeo 63
nos), no sólo de cuatro, cinco, seis o siete tonos en la octava (de las cuales,
la pentatónica es la más común), sino también en gran cantidad de afina-
ciones diferentes. Muy pocas, si hay alguna, coinciden exactamente con los
tonos de la escala temperada -occidental (que a muchos africanos les suena
intolerablemente desafinada); cada región, e incluso cada tribu o aldea,
tiene su propio y sutil matiz de altura, y hasta las hay que tienden a una
división igual de la octava, como en nuestra escala constituida solamente
por tonos enteros. Estas afinaciones no son aleatorias ni accidentales, sino
que se las discute, se las trabaja y se las precisa con metódica exactitud;
un músico chopi, por ejemplo, que vaya de una aldea a otra, tendrá que
volver a afinar su xilófono para poder tocar en la orquesta. Pero se consi-
dera que las alturas básicas, por lo menos en la música vocal, constituyen
puntos de referencia a partir de los cuales puede moverse el cantante,
«flexibilizando» las alturas y deslizándose de un tono al siguiente tal como
podría hacerlo un cornetista de jazz; los verdaderos tonos siempre están
implícitamente presentes.
Las frases melódicas tienden a ser cortas, y la repetición es común;
de hecho, la repetición es una de las características de la música africana.
La improvisación es menos común de lo que uno se podría imaginar, y la
improvisación libre, sin marco de contención alguno, casi desconocida. Una
secuencia de llamada y respuesta puede prolongarse durante varias horas,
con una repetición aparentemente monótona de una misma frase breve en-
tonada por un líder y respondida por el coro, pero en realidad se van
produciendo continuamente sutiles variaciones, no sólo en las propias líneas
melódicas, sino también en su relación con el complejo entrecruzamiento
de ritmos al que se van ajustando los tambores o el batir de palmas que
constituyen -el ac-0mpañamiento. Al .principio, .al oyente .occidental se le
hace .difícil·&stin,guir ,melodías .en:buena .parte .de::la,,músíca ·vocal .africana;
con frecuencia, ésta le parece una mera exageración de las inflexiones del
habla, con sus glissandi y distorsiones tonales, y sus desconocidas relaciones
de altura, pero eso es exactamente lo que las melodías se proponen ser.
El estilo de la mayor parte de la música vocal africana tiende «a imitar
tan fielmente como sea posible, y sin ningún adorno, el habla y los pensa-
mientos del pueblo» (Bebey 26), y a los europeos les lleva cierto tiempo
llegar a percibir los diferentes contornos melódicos en lo que tienen de
claro, individualizado y expresivo. Es raro que la melodía se use en una
forma expresiva personal; un poema puede lamentar la muerte de un niño,
pero lo más probable es que se le acompañe con una música vivaz. « [ Los
africanos] no procuran evocar las cavilosas emociones que asociamos con
nuestras baladas sentimentales, compuestas en el marco de alguna lejana
total, en la música y la danza, de su dolor común. Así ellos, al bailar juntos,
comparten» (Tracey 27 ). Las repeticiones de la música africana tienen una
función en el tiempo que es la inversa de nuestra propia música: disolver
26 Francis Bebey, op. cit., p. 132.
27 Hugh Tracey, Chopi Musicians, Londres, Oxford University Press for the Inter-
national African Institute, 2.ª ed., 1970, p. 4.
64 Música. Sociedad. Educación
el pasado y el futuro en un único presente eterno, en el que no se advierte
ya el paso del tiempo. Una actuación puede prolongarse durante varias
horas o toda la noche, sin tener formalmente ni comienzo ni final; más
bien, necesitará cierto tiempo para cobrar impulso y es probable que final-
mente se vaya «desinflando» a medida que los músícos se cansan y van
perdiendo entusiasmo, pero no porque haya un límite de tiempo esta-
blecido.
La músíca afrícana que en general agrada más al oído europeo es la
que funciona exclusivamente como entretenimiento; a uno puede acosarle
con persistencia obsesiva el sonido de dos flautistas baoulé, de Guinea,
trabados en una polifonía a la vez rítmíca y tonal, el de una sola mbira
pulsada por un músico shona de Zimbabue o el de la flauta con que un
pastor hutu quiebra el silencio de la noche (y, de paso, advierte a los
merodeadores que el ganado está vigilado). Todos estos sonidos, y otros
más, se pueden oír actualmente en la cantidad cada vez mayor de buenas
grabaciones a las que en la actualidad podemos recurrir para que nos mues-
tren la riqueza de la músíca africana. Es claro que la que más lograda
resulta en el disco es este tipo de músíca contemplativa, porque la que
tiene un carácter más ritual y comunitario se reduce en la grabación a una
mera sombra de sí misma, debido a la ausencia de la .acción y del espec-
táculo, pero sobre todo de la participación y el compromiso.
Antes de dar término a esta brevísima descripción de la cultura musícal
africana, valdría la pena examinar con algo más de detalle un grupo de
músícos afrícanos cuyas habilidades y actitudes musícales ponen en entre-
dícho muchas nociones occidentales referentes no sólo a la músíca africana,
sino también a las bases mismas de la música y de la técnica musical. Se
trata de los chopi, que viven en las proximidades de la costa mozambi-
queña, al norte del puerto de Maputo. Su música fue exhaustivamente es-
tudiada durante la década de 1940 por el etnomusicólogo Hugh Tracey,
cuyo libro Chopi Musicians ia (Los músicos chopi) es la fuente de mi infor-
mación, por más que las conclusiones que extraigo de ella me pertenezcan.
Las aldeas más grandes de los chopi tienen siempre su propio ngodo
u orquesta con cantantes-bailarines, presidida por su propio compositor. y
director musical, responsable de la composición -tanto de la letra como
de la música- de obras musicales de magnitud sinfónica, para voces y
timbila o xilófonos, que llegan a durar hasta una hora, y que son luego
coreografiadas por un director de danza. Son obras en varios movimientos,
cada uno de los cuales dura hasta cinco o seis minutos, que incluyen una
introducción orquestal (en ocasiones, más de una) y un final, y que cul-
minan en el Mzeno o Gran Canto, que constituye el corazón de la obra.
Cuando el doctor Tracey estuvo en Mozambique, a mediados de los años
cuarenta, había dos músicos sobresalientes, Katini weNyamombe y Gomu-
komu weSimbi (a quienes el autor, en gesto encomiable, dedica el libro) ,
y Tracey reproduce los textos de varias de sus obras en chichopi y en inglés,
con la aclaración de una serie de alusiones locales y tópicas, sin la cual
2B Hugh Tracey, ibid.
La música fuera del marco europeo 65
incluso la versión inglesa sería incomprensible . Estos textos son clarísimos
ejemplos del carácter alusivo e indirecto de la poesía africana, en su hábil
mezcla de regocijo y tristeza, de comentario y protesta política y cotilleo
liso y llano; son estallidos de vitalidad que permanecen indisolublemente
ligados con la vida concreta de las personas en quienes se originan, y que
sin embargo transmiten al mismo tiempo un mensaje universalmente hu-
mano y espiritual. Tracey describe la manera de trabajar del compositor
(sin la menor influencia, insiste, de la música europea), la forma en que,
ante todo, construye su texto (que, dice el autor, «cumple una función
altamente social y catártica en una sociedad que no conoce periódicos ni
publicaciones, ni cuenta con otro escenario que la plaza de la aldea para
expresar públicamente sus sentimientos o verbalizar su protesta contra los
problemas de su época» 29 ), para después dar comienzo a los arreglos mu-
sicales, pensándoselos primero, y luego dando forma a sus ideas melódicas
y rítmicas en su timbila, elaborando contramelodías y ritmos cruzados.
Llama entonces a sus colegas, los músicos de la orquesta -todos ellos, na-
turalmente, vecinos de la aldea, y la mayoría de los cuales, durante los años
cuarenta, estuvieron reclutados para trabajar en las minas del Rand-
y entre todos resuelven las diversas figuras y texturas del acompañamiento,
que generalmente toman la forma de variaciones sobre un «ground»; todo
se hace bajo la dirección del compositor, que tiene la última palabra para
decidir cuáles son las ideas que se usan, y da los toques finales. a la
composición musical. Entonces entra en escena el director de danza; se
le toca la obra y él va_adecuándole la coreografía, pidiendo en ocasiones,
como cualquier otro coreógrafo, que se cambie un poco aquí y se agregue
algo allá, hasta que finalmente se llega a un acuerdo. Así se completa un
movimiento, y de esta manera, movimiento tras movimiento, se va creando
toda la obra.
A juzgar por las grabaciones de que actualmente se dispone, la música
-sea cual fuere la norma con que se la juzgue- es de una riqueza digna
y satisfactoria en cuanto a la melodía, el ritmo y la textura. Es sumamente
compleja y abunda en incidentes; se genera en Un proceso cabal de com-
posición y, sin embargo, no se ha escrito una sola palabra o signo musical.
La capacidad de estos músicos para imaginar una obra de dimensiones sin-
fónicas sin ponerla por escrito no cuestiona solamente muchas ideas occi-
dentales sobre los·límites de la memoria musical, sino también los supuestos
referentes a la necesidad de notación; para lo que fuere que ésta sea ne-
cesaria, ciertamente para la elaboración de una composisción no lo parece.
Pero la forma misma en que se usan estas obras representa un cuestio-
namiento más importante aún de las ideas europeas. La obra nueva se va
insertando en la y'a existente, movimiento por movimiento, hasta que llega
a completarse, y finalmente reemplaza por completo a la antigua. Entonces
la obra anterior queda olvidada; por más bella o magistral que pueda haber
sido (Tracey describe el lenguaje musical de Gomukomu como «maduro y
convincente», una opinión que las grabaciones respaldan), ha cumplido su
29 Hugh Tracey, ibid., p. J.
66 Música. Sociedad. Educación
propósito y se la puede hacer de lado. Tracey dice que Katini, que había
compuesto por lo menos diez de estas obras , no podía recordar más que
las dos o tres últimas, y algunos fragmentos de las anteriores, y eso no
parecía preocuparle en absoluto. Había mucho más, al parecer, en la fuente
de donde aquéllos habían venido, y los chopi --como los balineses- no
ven· qué necesidad hay de «clásicos» que los mantengan en contacto con
su pasado, ni necesitan refugiarse en el pasado de las presiones del pre-
sente . Para estos músicos africanos, lo importante es el proceso de la crea-
ción; la importancia del producto es muy relativa, y se le puede descartar
sin remordimiento ni pena, lo cual es un signo de la existencia, en estos
artistas tan pródigamente creativos, de una confianza en sí mismos de
la que al parecer se carece en Occidente.
Finalmente, aunque son sumamente admirados y respetados por las
comunidades aldeanas en donde viven, estos compositores no se apartan
en modo alguno de ellas. Parece que en cierta medida la comunidad los
mantiene, pero, por cierto, no son profesionales en ningún sentido europeo
que pueda tener la palabra . Su función no consiste en ofrecer obras de
arte terminadas para que otros profesionales las toquen . y la comunidad
las escuche; más bien actúan como líderes que dan las pautas en el trabajo
comunitario de creación musical y coreográfica. Es una situación que ·po-
drían envidiar muchos compositores europeos.
Las dos culturas musicales -diferentes y, sin embargo, en muchos
sentidos similares-'- del Africa negra y de Bali tendrán que erigirse en
representantes de las innumerables culturas y sociedades que, en todo el
mundo, exhiben características que la nuestra no comparte. Debo insistir
en que mi propósito al describir estas músicas y estas sociedades no ha
sido demostrar que sean superiores a la de Europa (por más que induda-
blemente posean rasgos de los cuales podríamos aprender), sino cuestionar
los supuestos, muchas veces no examinados e incluso inconscientes, que
condicionan la visión que tenemos de nuestra propia música y de nuestra
sociedad. Estos supuestos no se refieren solamente a características técnicas
como la armonía, el ritmo, el color tonal y la articulación del tiempo , sino
también a las convenciones que rigen la ejecución, a las relaciones sociales
y la función del arte en la sociedad y, de hecho, a la totalidad de su
fundamento filosófico. He sugerido algunas maneras en que estas músicas
no europeas podrían relacionarse con sus respectivas sociedades; más ade-
lante me valdré de estas ideas para revelar lo que puede decirnos nuestra
propia música sobre los cimientos de nuestra propia cultura. Primero de-
bemos examinar otra actividad que es característica de la sociedad occi-
dental, que se originó en su seno, y que no sólo ha transformado la propia
matriz de donde nació, sino, en los últimos tiempos , virtualmente el mundo
entero. Me refiero, como es natural, a la ciencia occidental, de la cual
hemos recibido un paradigma del conocimiento que, aunque en muchos
sentidos ha actuado como una influencia liberadora y vigorizante para el
pensamiento y la sociedad de Occidente , al mismo tiempo nos tiene he-
chizados con una fascinación tan profunda y misteriosa como la fosa de
Mindanao.
Capítulo3
El dominio de la naturaleza
Así como para muchos amantes de la música todo el campo de su ex-
periencia musical está ocupado por la música clásica de Occidente, tam-
bién para muchas personas dadas al cultivo del pensamiento los métodos
y el enfoque de la ciencia occidental constituyen el paradigma de la ad-
quisición de todo conocimiento. Para esas personas, el método científico es
el único medio válido de exploración del universo , y el ojo científico la
única forma de visión -válida. Y la verdad es que los espectaculares logros
de los músicos europeos a partir del siglo xvn y hasta el XIX presentan un
paralelismo sorprendente con los alcanzados durante el mismo período por
hombres de ciencia como Newton, Lavoisier, Gauss, Pasteur y Darwin.
Como la música del mismo período, e incluso como la totalidad de la
cultura occidental de la época, la ciencia se caracteriza por una soberbia
confianza en sí misma, una convicción total de su capacidad para incluir
dentro de sí todo el universo del conocimiento . Pero , una vez más como
la música de la época, sus métodos , y hasta la naturaleza del conocimiento
obtenido, se basan en un conjunto de actitudes y supuestos que no son
nec.esariamente de validez universal, y que a menudo permanecen fuera del
alcance de la vista de quienes los ejercitan, o bien son apenas entendidos
de manera imperfecta. Así como la importancia de una obra de arte se
encuentra en un nivel más profundo que el de su tema explícito, también
la de la ciencia se encuentra a mayor profundidad que la de sus descu-
brimientos concretos, por más importancia que éstos alcancen y por más
que puedan influir en nuestro pensamiento; ambas, la música y la ciencia,
nos dan pistas referentes a lo que verdaderamente preocupa a la cultura,
y me propongo dedicar este capítulo a la consideración de los supúestos y
de las actitudes subyacentes en la ciencia occidental.
Me doy clara cuenta de que al hacerlo estoy invadiendo el campo de
expertos que saben de la ciencia mucho más que yo; sin embargo, creo
que es menester llevar adelante el proyecto si es que hemos de tomar con-
ciencia de las limitaciones de la visión científica del mundo, que tan po-
67
 68 Música. Sociedad. Educación
derosa influencia ejerce sobre nuestra cultura y, por ende, de liberarnos
mentalmente de ellas. Se trata de limitaciones que están incorparadas a la
estructura misma del pensamiento científico, y en particular a la universal
práctica científica de transformar todo aquello que le interesa en un ob-
jeto, es decir, en algo que se observa y no que se vivencia. Aún así, no
osaría arriesgarme a semejante invasión si no estuviera convencido de
que el asunto tiene tanto una dimensión moral como una intelectual. Es
derecho -por no decir deber- de todos cuestionar, en asuntos como éste,
la autoridad de los expertos a quienes ya llevamos demasiado tiempo per-
mitiendo no sólo que piensen, sino incluso que sientan por nosotros.
Hemos visto que el período «clásico» de la música occidental se exten•
dió aproximadamente desde 1600 hasta 1919, época durante la cual se
caracterizó por un grado de lógica, de abstracción y de aislamiento de la
vida cotidiana que le confieren un· carácter más o menos excepcional entre
las culturas musicales del mundo. Es interesante, y en mi opinión signi-
ficativo, que el período «clásico» de la ciencia occidental (a la que a veces
hasta se conoce por este nombre) ocupara casi exactamente la misma época.
Que el pensamiento científico, o la ciencia, haya existido antes de mediados
del siglo XVI depende de cómo se defina lo que es ciencia. Si se la define
estrictamente como la interrogación de la naturaleza «objetificada» por
medio de experimentos controlados y repetibles, y el intento de formular
:! las respuestas en forma matemática, como «leyes» y «teorías» causales (dos
palabras que tienen un significado muy preciso en el contexto científico),
entonces no cabe duda de que sus comienzos están señalados por los años
intermedios del siglo XVI. Las investigaciones sobre la naturaleza del mundo
físico llevadas a cabo por los griegos y los árabes, y a las que se ha llamado
«primera» ciencia para distinguirla de la «segunda» ciencia del período al
cual nos referimos, se basaban en diferentes supuestos tocantes a la na-
turaleza y a las relaciones que el hombre tiene con ella. Esto vale también
para la ciencia china, de la que me ocuparé brevemente más adelante. Para
los griegos, la naturaleza era algo vivo, impregnado por la mente, y el
hombre tenía, por lo tanto, un parentesco intelectual y espiritual con la
totalidad de ella y con todas las criaturas: una idea que, como veremos,
imposibilitó el desarrollo de la ciencia en su forma moderna , pero que
quizá, de hecho, facilitó el vivir en el mundo. Por eso los métodos de la
ciencia griega eran diferentes; al ser diferentes de las nuestras las cuestiones
que ellos se planteaban, también lo eran las respuestas que recibían. De
aquellas respuestas, la segunda ciencia tomó lo que podía usar -la geome-
tría de Euclides, por ejemplo-, y el resto quedó arrumbado en el ámbito
de la «protociencia» o ciencia «primitiva» (ignorando el hecho de que
sus intereses eran completamente diferentes), de manera muy similar a
como los músicos occidentales se han acostumbrado a dejar de lado a la
música no occidental.
La ciencia moderna, en cuanto manera de investigar la naturaleza, se
inició realmente con la obra de Copérnico y de Giordano Bruno, y su
filosofía fue expresada por primera vez en forma explícita en los escritos
de René Descartes y de Francis Bacon; el primero daba por sentada la
El dominio de la naturaleza 69
supremacía de la razón por sobre todas las demás funciones humanas:
«pienso, luego existo» -y uno se pregunta qué clase de conocimiento se
podría derivar de la proposición, aparentemente más básica, «siento, luego
existo»-, en tanto que el segundo proclamaba la posibilip.ad, por no decir
la auténtica obligación humana, de alcanzar el dominio de la naturaleza
mediante el descubrimiento de sus modos de operación, y en una sola
sentencia majestuosa daba la clave de los propósitos y métodos de la
ciencia: «Para dominar a la naturaleza, hay que obedecerla.» Hacia la misma
época, fue Galileo quien por primera vez concibió la idea de que un
fenómeno natural pudiera ser susceptible de reducción a una expresión
matemática, en tanto que, más avanzado ya el siglo xvu, Newton demos-
tró, triunfante, la verdad de la afirmación de Galileo con su formulación
de la ley de la gravitación universal, en tanto que, con cierta incomodidad,
admitía que su fórmula no alcanzaba a explicar la verdadera naturaleza de
fuerzas que, como la de gravitación, actúan a distancia. A Newton, que
seguía estando lo bastante próximo a los comienzos de la segunda ciencia
como para haber practicado tanto la alquimia como la ciencia (distinción
ésta que sólo es visible retrospectivamente), le preocupaba la separación
entre conocimiento y experiencia implícita en el trabajo científico, y en sus
propias notas a la Opticks se extrañaba de que la vivencia del color quedara
reducida a una expresión matemática.
Las raíces del pensamiento de Copérnico, Galileo, Bacon y Descartes
se hunden profundamente en el pasado de la tradición judea-cristiana, no
sólo en el famoso pasaje del Génesis, donde Jahvé concede a Adán el do-
minio sobre todo el mundo de la naturaleza, sino -más sutil y más pro-
fundamente- en el odio casi obsesivo, que cabe observar no solamente
en la tradición judía y cristiana, sino también en la musulmana, hacia lo
que se llamaba idolatría: la adoración -tal como ellos la veían- de un
objeto natural. Un ojo más imparcial podría ver en esta «idolatría» el reco-
nocimiento del carácter sagrado que impregna a la totalidad del mundo
físico; sin embargo, en un estado de estupidez poco menos que deliberado,
estas tradiciones se negaron a comprender que aquello ante lo cual, para
decirlo citando un viejo himno, se inclinaba «el pagano en su ceguera»
no era apenas «madera y piedra», sino una divinidad omnímoda que se
manifestaba en toda la naturaleza y se concentraba sobre el objeto físico;
que el mundo donde moraba el «idólatra» estaba completamente traspasado
de divinidad ( San Francisco de Asís ha sido siempre un estorbo para la
Iglesia, pero no parece que su panteísmo cristiano vaya a desaparecer
fácilmente). Tampoco llegaron a ver que la atribución exclusiva y exclu-
yente del carácter divino a un ser que residía fuera del cosmos equivalía
a despojar al propio cosmos de su carácter sagrado, y a reducirlo --como a
nuestros compañeros, todos los demás seres que hay en él-, a la con-
dición de meros objetos, ni que atribuir a la raza humana otro origen que
el del resto de la naturaleza no podía menos que convertirnos en solitarios
intrusos en un mundo con el cual no podríamos tener otras relaciones que
las de agresión, y hasta de antagonismo. Por último, la desvalorización
protestante de la vivencia de la revelación y de su poner en juego la tota-
70 Música. Sociedad. Educación
lidad del ser -mente, emoción, sensación y todo--, unida a la construcción
de elaboradas teologías («ciencias de Dios»), vino a completar la escisión
entre hombre y naturaleza, entre intelecto y experiencia; . una escisión que
hubo de cumplirse antes de que la «segunda» ciencia pudiera cobrar forma
en la mente de los primeros pensadores, y que R. G. Collingwood describe
como «la negación de que el mundo de la naturaleza, el mundo que estudia
la ciencia física, sesa un organismo, y la aseveración de que carece de inte-
ligencia y de vida». Y continúa: «Por consiguiente, es incapaz de ordenar
sus propios movimientos de manera racional, e incluso incapaz de moverse
en modo alguno. Los movimientos que exhibe, y a los que el físisco in-
terroga, le son impuestos desde afuera, y su regularidad se debe a las
"leyes de la naturaleza", también impuestas desde afuera. En vez de un
organismo, el mundo es una máquina: una máquina en el sentido propio
y literal de la ·palabra, una disposición de partes corporales diseñadas por
una mente inteligente que es exterior a ella. Los pensadores del Renaci-
miento, como los griegos, veían en el carácter ordenado del mundo natural
una expresión de inteligencia; pero para los griegos, esa inteligencia era
la propia de la naturaleza. Para los pensadores renacentistas era la inteli-
gencia de algo diferente de la naturaleza» 1• Lo que importa aquí es que
esto implica que, de hecho, lejos de poder pretender que tiene -acceso a la
verdad absoluta, la ciencia occidental está tan limitada como cualquier
otro sistema de conocimiento por los supuestos y los sistemas de creencias
de su cultura.
La pretensión, implícita en ella, de ir en persecución de partes de la
verdad absoluta y de estar poco a poco descubriéndolas nos trae al tercer
aspecto de la escisión que dio nacimiento a la ciencia; el que se da entre
verdad y valor, algo que se puede encontrar ya en los últimos pensadores
atenienses, de quienes el más notable es quizás Aristóteles (cosa interesante,
el filósofo griego más admirado por la Iglesia medieval). La ciencia occi-
dental moderna se pone decididamente de parte de la idea de que la verdad
ha de ser perseguida sin tener en cuenta sus consecuencias; lo que se pueda
descubrir debe ser descubierto, y de lo que se descubre se dice que es
ajeno a toda valoración, ni bueno ni malo. Es cosa nuestra, nos enrostra
el físico mientras sin que nadie se lo haya pedido nos sirve en bandeja la
fisión del átomo o el gene artificial (y las ulteriores consecuencias de su
curiosidad), decidir qué uso hacemos de su descubrimiento; si se vuelve
contra nosotros, eso se debe a la irredimible perversidad o estupidez de
nuestra naturaleza. Pero yo creo, y más adelante defenderé mi posición,
que el conocimiento obtenido por la ciencia occidental no es, en modo
alguno, moralmente neutro; tanto la visión del mundo que lo anima, como
la motivación de su adquisición y el método usado para adquirirlo sirven
para imprimirle un carácter determinado.
Para empezar, al haber sido reducida a la condición de objeto, la na-
turaleza no tiene derecho alguno en ningún conflicto de i,ntereses con las
1 R. G. Collingwood, The Idea of Nature, Londres, Oxford University Press, 1945,
p. 5. . de su ciencia hay razón alguna por la cual debieran haberlo hecho. Los
El dominio de la naturaleza 71
necesidades y hasta con los deseos de la raza humana (y observemos que
incluso tal formulación implica que a esta altura hemos perdido ya toda
sensación de pertenencia al mundo natural), y en segundo lugar, en cuanto
máquina, se la considera finita como son todas ellas y, por ende, com-
pletamente cognoscible, en última instancia, para la mente humana. El
confiado supuesto de los primeros científicos era que si una cantidad su-
ficiente de seres humanos consagraban al esfuerzo el tiempo suficiente -y
por más que, como dijo Bacon, «hagan falta siglos para lograr estas cosas»-,
finalmente quedaría revelado hasta el último secreto de la naturaleza, ésta
no guardaría ya ningún misterio, y el hombre sería su dueño y señor. Es
obvio que semejante idea habría sido inconcebible en el marco de una
visión del mundo que percibiera a la naturaleza como algo viviente y sa-
grado, y a la raza humana como parte inseparable de ella; fue necesario
que la naturaleza muriera, y que nos escindiéramos de ella, antes de que
pudiera nacer la verdadera ciencia. De esta actitud depende la naturaleza
misma del experimento científico. El experimentador obliga a la materia,
animada o inanimada, a conducirse de una manera que para ella no es
natural, y al hacerlo obtiene información referente a un aspecto determi-
nado de su funcionamiento, generalmente un solo aspecto por vez. El
permanece fuera y se siente distinto de aquello con lo que está experimen-
tando, y no le preocupa la experiencia vivencia! ·de aquello sobre lo cual se
realiza el experimento, trátese de un tubo de gas, un frasco de ácido,
una ameba, una rata, un sabueso... o un ser humano, tal como lo atesti-
guó hace unos años -la demostración -sensacional, pero sin duda total-
mente superflua- con que el doctor Stanley Milgran confirmó la dispo-
sición del ser humano a obedecer órdenes, por más repugnantes que puedan
ser para su conciencia. .
De hecho, la experiencia en cuanto tal no tiene cabida en la visión
científica del mundo. Al conocimiento científico se le consideraba -y se
le considera- como un cuerpo abstracto de conocimientos y de teoría que
existe fuera e independientemente de la persona que conoce; además, es
un conocimiento que se va incrementando cuantitativamente con el tiempo,
de modo que cada generación sabe más que la precedente; el conocimiento
a cuya obtención Galileo necesitó dedicar buena parte de su vida integra
en la actualidad el bagaje mental de cualquier escolar. Las experiencias por
las que pasó Galileo para obtener aquel conocimiento nada tienen que ver
con la naturaleza del conocimiento mismo; lo que nos interesa no son ni
siquiera los procesos mentales que contribuyeron a él, sino solamente el
producto final del pensamiento. Es probable que recordemos vagamente
que por sus opiniones terminaron llevándolo ante la Inquisición; tal vez
su personalidad viva y vigorosa nos parezca interesante, e incluso atrayente,
pero esto nada tiene que ver con el conocimiento al cual él dio origen,
y que existe en un mundo diferente. Los científicos, en cuanto científicos,
no se preocupan por la historia de la ciencia. Pocos matemáticos han leído
los Principia Mathematica de Newton, como tampoco se leen los astróno-
mos De revolutionibus orbium coelestium de Copérnico, ni en la práctica
72 Música. Sociedad. Educación
descubrimientos, una vez alcanzados, se les puede resumir por lo común
en una fórmula, o cuando más en unos pocos párrafos o páginas en un
libro; incluso puede ser que la referencia al material original sea causa de
confusión para el científico, puesto que --como señala Thomas Kuhn-
es probable que una sucesión de revoluciones científicas que se han ido
produciendo desde que se escribió la obra original hayan alterado de ma-
nera irreconocible el mundo contextual del conocimiento. Vemos aquí una
importante diferencia con la práctica de las artes en el mundo occidental
moderno, una actividad en la cual, por consenso común, se considera ne-
cesario cierto conocimiento del mundo vivencia! del artista creativo para
poder entender sus búsquedas, y en la que no cabe esperar que resumen
alguno transmita el significado que el creador tetúa en la mente.
La visión del conocimiento científico como algo simplemente acumula-
tivo no es, sin embargo, como también observa Kuhn, necesariamente vá-
lida, sino una consecuencia de la necesaria reelaboración de los textos como
secuela de cada revolución científica. Una reelaboración en virtud de la
cual, dice Kuhn, los textos «disfrazan inevitablemente no sólo el papel que
les ha cabido a las revoludones que los produjeron, sino su existencia
misma». A los científicos de épocas anteriores se les presenta como si
«hubieran trabajado con el mismo conjunto de problemas establecidos y de
acuerdo con el mismo conjunto de cánones fijos que hace aparecer como
científicos la revolución más reciente en la teoría y en el método científi-
co» 2 • Y puesto que la formación de los científicos se realiza en gran parte
por mediación de los textos (¿y qué mejor manera se puede encontrar,
cabría preguntarse, para la transmisión de este cuerpo de conocimientos
aparentemente objetivo?), los propios científicos, no menos que los legos,
se ven generalmente enredados en la misma trampa conceptual, y llegan
a ver a la ciencia como una mera acumulación gradual y esencialmente
ordenada de hechos y explicaciones, en que la controversia, cuando se
plantea, tiene lugar en el contexto de un conjunto generalmente aceptado
de conceptos y valores básicos, es decir, de un acuerdo general respecto de
lo que es el material legítimo de la ciencia. Kuhn demuestra que esto no
es así en modo alguno (los estudios alquímicos de Newton, por ejemplo,
y su obsesión con el Libro de la revelación, harían de él un insólito com-
pañero para un hombre de ciencia moderno), pero pese a todo no es poca
maravilla que esta visión de la ciencia sea generalmente aceptada sin cues-
tionamiento alguno tanto por los científicos como por los legos; y puesto
que lo que la gente considera verdad es, en cuanto influencia, tan poderosa
como lo que realmente lo es, y como en nuestra cultura se toma al cono-
cimiento científico como el paradigma de todo conocimiento, nuestro pen-
samiento ha llegado a estar dominado por la idea de un crecimiento gradual
y ordenado del conocimiento. El hecho de que existan, por ejemplo, histo-
rias de la música con títulos tales como El progreso de lr¡,música y El cre-
cimiento de la música, ambas escritas por respetados eruditos musicales,
2 Thomas Kuhn, The Structure of Scientific Revolutions, Chicago, University of
Chicago Press, 2.ª ed., 1928, p. 137.
El dominio de la naturaleza 73
muestra lo fácil que nos resulta dejar que nut:;stro pensamiento vaya siendo
configurado por ideas totalmente inadecuadas de progreso científico, en
tanto que la mayor parte de nosotros no somos del todo inmunes al tipo
de pensamiento que supone automáticamente que, al adquirir las técnicas de
la perspectiva lineal, la pintura europea mejoró con respecto a la me-
dieval, o por lo menos se volvió más compleja y refinada; y algo similar
sucede en .música con la elaboración de la armotúa y con el recurso or-
questal.
Esta tajante separación entre el conocimiento científico y el ámbito de
la experiencia es, naturalmente, esencial para la idea del conocimiento como
algo que se acumula a lo largo del tiempo, puesto que la manera más efi-
ciente de transmitir hechos y teorías es independizarlos de algo que viene
tan poco a cuento como el mundo vivencia! del individuo. Las experiencias
son irrepetibles, propias del individuo y, a la larga, intransmisibles (ex-
cepto, en forma limitada, por mediación del arte); para que el conocimiento
científico pueda ser transmitido con exactitud debe haberse divorciado de
la experiencia, y estará tanto más completamente divorciado cuanto más
exacta haya de ser la transmisión. En todo caso, la naturaleza de los pro-
cesos atómicos y subatómicos, de la biología celular y de la evolución de las
galaxias es inaccesible a los sentidos humanos, y sólo puede ser inferida
a partir de la lectura de instrumentos, placas fotográficas, huellas en el
fluoroscopio y otros recursos semejantes. La forma que tiene el científico
de objetivar su experiencia (ya que hasta el hecho de leer un instrumento
o examjnar una fotografía es indudablemente una experiencia) es reducirla
hasta donde le sea posible a esos conjuntos de relaciones abstractas que
llamamos matemáticas, pero al hacerlo impone graves limitaciones a los
tipos de conocimiento de que puede ocuparse; unas limitaciones ·que ve-
ríamos con más claridad si no estuviéramos tan fascinados por el indu-
dable grado de dominio sobre la naturaleza que nos ha permitido este
conocimiento, y ·por. los beneficios materiales que de él han resultado.
Un examen de física elemental, por ejemplo, puede plantear al candidato un
problema por el estilo de este: <<Unelefante de dos toneladas de peso se
desliza por la ladera de una colina que hace una pendiente de sesenta
grados. ¿Qué rapidez habrá alcanzado después de deslizarses durante tres-
cientos metros?» Sir Arthur Eddington, que inventó este ejemplo bastante
ridículo, sigue diciendo: «No es necesario que el candidato experimentado
preste demasiada atención al elefante, que no está puesto ahí más que para
dar una impresión de realismo» 3• Lo que aquí importa, por supuesto, son
las cantidades que están en juego, y las relaciones que hay entre ellas.
Lo que Eddington no señala es que el problema no se ocupa en modo alguno
de las cuestiones, no menos interesantes, de cómo fue que el elefante ter-
minó deslizándose colina abajo, si estaba asustado y cómo reaccionaba ante
la situación. Lo que nos preocupa no es ninguna .cualidad que tenga que
ver con vivencias, sino solamente.con cantidades; tqdo lo que no se presta
3 Arthur S. Eddington, The Nature of the Physical World, Cambridge, Cambridge
University Press, 1928, p. 251.
74 Música. Sociedad. Educación
a la cuantificación lo ignoram_os y, de hecho, en su mayor parte no es·, en
modo alguno, susceptible de ser investigado· por los métodos de la ciencia.
Un- corolario de este hecho es que aquellas ciencias que más se inte-
resan por la cuantificación se las considera las más respetables intelectual-
mente; son las ciencias «duras», de las cuales el principal ejemplo es, cier-
tamente, la física. Y de la misma manera que, según el viejo adagio, todas
las artes aspiran a la condición de la música, todas las ciencias aspiran a
la de la física; el acceso, relativamente reciente, de las ciencias biológicas
al status de ciencia «dura» da testimonio de la medida en que han conse-
guido reducir la carne viviente a la abstracción de las matemáticas. Los
psicólogos académicos y los sociólogos, por otra parte, reaccionan ante
la condescendencia de las ciencias duras con una pasión por la cuantifica-
ción de la experiencia y del comportamiento humano (suponiendo que ad-
mitan la existencia de la primera) que los muestra como exponentes de
los clásicos síntomas adlerianos del complejo de inferioridad.
Con frecuencia se ha señalado que el siglo XVII fue la época de oro de
la fabricación de relojes; no es sorprendente, por lo tanto, que los primeros
científicos inclinados a endiosar las matemáticas hayan encontrado en el
reloj el modelo más atrayente del universo tal como ellos lo percibían.
Virtualmente hasta fines del siglo XIX, la idea del cosmos como un meca-
nismo enormemente intrincado, aunque finito, formado por innumerables
partes separadas que se trataban entre sí de acuerdo con estrictas leyes de
causa y efecto, a modo de engranajes que era posible desmontar para exa-
minar individualmente sus elementos, dominó -con la excepción de unos
pocos disidentes- la imaginación del hombre occidental ... y aún hoy sigue
dominándola en buena parte, aunque haya sido abandonada hace ya tiempo
por la mayoría de los científicos. El perfeccionamiento simultáneo de los
relojes y del modelo de un universo «de relojería» llevó consigo la impli-
cación de que el tiempo era una dimensión de la realidad externa a la
conciencia humana, algo que fluye de la manera regular y homogénea que
caracteriza a las manecillas del reloj, y que es independiente de cómo lo
percibamos: una dimensión que se podía medir con un reloj tal como la
longitud se podía medir con una regla. El tiempo llegó a ser considerado
una progresión lineal, que tenía un comienzo e indudablemente tendría un
fin, así como el espacio tenía puntos extremos, un largo, un ancho y una
profundidad absolutas.
Una vez aceptado este universo mecanicista como el verdadero modelo
de la realidad, gracias a él fue posible obtener una vasta suma de cono-
cimientos, y extender ampliamente el dominio de la especulación referente
al universo físico, con un éxito tal que la visión mecanicista se desbordó
hacia otros ámbitos del conocimiento donde su validez era, por decirlo
sin exageración, dudosa: hacia el de las criaturas vivientes y, en particular,
hacia el del hombre; las ideas conductistas de Watson, y más recientemente
las de Skinner, que ven al «yo» que tiene las vivencias como un mero
epifenómeno de un sistema vasto y complejo de reacciones químicas y me-
cánicas -o, en el mejor de los casos, fisiológicas y bioquímicas-, se
derivaron de esta extensión. Aplicado al mundo viviente, el punto de vista
El dominio de la naturaleza 75
mecanicista produjo también una imagen del cosmos biológico como algo
fijo y estable, en vez de reconocerlo como dinámico y en evolución, e
hizo posible el desarrollo del sistema taxonómico y clasificatorio de Carl
von Linné, o Linneo, el botánico sueco del siglo XVIII que se negaba a
creer que los reinos vegetal y animal pudieran enoonttarse en un estado de
cambio. La estratificación y jerarquización extremas de la sociedad europea
de la época favorecieron la idea de un universo biológico lo más semejante
posible a ella: una especie de pirámide que tenía como base las formas
de vida más simples y cuya cúspide estaba, naturalmente, ocupada sólo
por el hombre a modo de un monarca absoluto, sin parientes ni amigos en
ese universo mecanicista en el cual parecía poco menos que haberse extra-
viado por error. Una actitud que, por más sorprendente que parezca,
sobrevive incluso hoy entre algunos biólogos: el difunto C. H. Waddington,
entonces profesor de genética animal en la Universidad de Edimburgo, en
su extenso y fascinante estudio de las relaciones entre la ciencia y las
artes visuales en nuestro siglo, dice: «Si consideramos el reino animal
en general -la totalidad del sistema afectado por la evolución- [ veremos
que] define su propio criterio, en virtud del cual está claro que animales
como los leones, los caballos -y los hombres- son mejoras en relación
con las lombrices y los berberechos» 4•
Por supuesto que el modelo científico del conocimiento significó un
éxito enorme, no sólo en función de su efecto liberador de la rígida
visión del mundo impuesta por las creencias de la Iglesia cristiana, que
insistía en que sus acontecimientos sagrados fueran situados en un contexto
estrictamente histórico, y no en el tiempo ilimitado del mito, y que proce-
dió luego a limitar la extensión de la historia para acomodarse a los acon-
tecimientos que ocurrieron en el Mediterráneo oriental en el primer siglo
antes de Cristo (de acuerdo con el famoso obispo Usher, la creación uni-
versal tuvo lugar en 4004 a. C.), sino también en función de los beneficios
materiales y del poder sobre la naturaleza que este modelo aseguró a la
sociedad europea. A medida que se acumulaba el conocimiento y se sutili-
zaban los conceptos, las primeras herramientas conceptuales de la ciencia
demostraron ser inadecuadas para estudiar los nuevos fenómenos que ellas
mismas habían revelado, o para proporcionar los medios necesarios para
ulteriores especulaciones. Las metáforas cambiaron: ya no era posible pensar
en la electricidad como algo en cierto sentido análogo al fluir del agua por
un .caño, ni en los átomos como semejantes a diminutas bolas de billar.
Hacia los primeros años de nuestro siglo, Einstein y otros estudiosos habían
puesto patas arriba el universo mecánico newtoniano, Darwin y Lamarck
habían subvertido el universo biológico estable de Linneo, y los trabajos
de Freud y de sus discípulos comenzaban a revelar el oscuro mundo de la
vida psíquica que se ocultaba por debajo de la superficie aparentemente
tersa de la racionalidad. Estas revoluciones en el pensamiento científico
tuvieron, es claro, una inmensa importancia, como introductoras de la nueva
4 C. H. Waddington, Bebind Appearance, Edimburgo, Edinburgh University Press,
1969, p. 107.
 76 Música. Sociedad. Educaci6n
era de la «tercera» ciencia, y presentaron un modelo completamente nuevo
del universo físico, pero la naturaleza básica de la· ciencia, sus objetivos
y sus métodos siguieron siendo los mismos, y siguen siéndolo aún hoy. La
ciencia como actividad, como modo del pensamiento, se sigue ocupando
del conocimiento objetivo y no vivencial; su meta sigue siendo el total
dominio de la naturaleza, y para lograrlo sigue intentando descubrir sus
secretos, y su enfoque lleva implícita la transformación del «otro obser-
vado» en un objeto.
Agregó un elemento más a la situación el hecho de que los nuevos des-
cubrimientos y conceptos en física, especialmente la teoría de los cuantos
y la de la relatividad, los principios de complementariedad y de incerti-
dumbre, y la sustitución de la idea de una causalidad rígida por la de
probabilidad no sólo lograron que el modelo mecánico del universo se hicie-
ra imposible de sostener, y lo reemplazaron poco a poco por un modelo
que concibe el universo como un vasto campo unificado donde todo es
parte de todo lo demás -más en el estilo de un circuito electrónico
integrado que en el de una máquina, pero que, observémoslo, aún seguía
siendo inanimado y necesitando de algún primer motor externo--, sino que
también, y gracias a su pura complejidad, los situaba eficazmente más allá
de la participación e incluso de la comprensión del más asiduo de los
«legos» atraídos por la ciencia (una palabra interesante, «legos», en cuanto
sugiere la idea complementaria de un sacerdocio científico que se halla en
posesión de conocimientos esotérico!$que a otros les están negados), cuando
no, incluso, fuera del alcance de muchos físicos. Esto no había sido siem-
pre así, ya que en el siglo XVIII y hasta en el XIX la ciencia no era nor-
malmente, en modo alguno, una profesión (la misma palabra scientist [en
inglés, «científico», en su acepción sustantiva] es de cuño sorprendente-
mente reciente, ya que aparece sólo hacia mediados del siglo x1x), y al
que por afición se interesaba en su práctica solía caberle un importante
papel. Hoy, en cambio, las especializaciones se han vuelto cada vez más
estrictas, y el mero volumen de la información que es menester asimilar
impide que nadie esté al tanto de lo que está pasando en más que una
diminuta fracción de un campo dado. La ignorancia del lego en ciencia
encuentra el correspondiente paralelo en la .falta de preocupación del cien-
tífico promedio por las artes y por lo que se conoce como humanidades,
y esto produce una situación a la que nuestra sociedad denomina, errónea-
mente, las «dos culturas». No hay dos culturas; hay sólo una, aunque está
afectada gravemente, y cada vez más, de esquizoidia.
Entre tal proliferación de especialidades (o «disciplinas», para decirlo
con otra palabra interesante, que hace pensar en un papel semejante al de
un soldado puesto al servicio del orden contra el caos) ha sido un rasgo
fascinante el desarrollo de nuevos campos de estudio, a los que se conoce
como las ciencias sociales, que aspiran a tratar a los seres humanos dentro
de su marco social con el rigor matemático (que por ende les conferirá
el mismo estatus) de las ciencias duras. Y es bastante natural que, al
asumir ·el enfoque y la metodología de las ciencias físicas sin preguntarse
si son apropiados para ellas y su óbjeto asuman también, en forma más
L- ---···
·
El dominio de la naturaleza 77
o menos incuestionada, su ideología y su ética del dominio. Roy Willis
destaca este punto en un artículo esclarecedor sobre los antropólogos.
Habla del impacto que recibe el antropólogo y de los sentimientos de deso-
lación que experimenta cuando empieza por primera vez sus estudios de
campo, y describe cómo va siendo poco a poco aceptado entre el pueblo que
está estudiando y que simpatiza, hasta llegar incluso a compadecerse, con
su desvalimiento, y reconoce su común condición humana. De hecho, lo
tratan un poco como si fuera un niño sin madre. «Pero la importancia de
esta " aceptación" inicial del antropólogo se magnifica más aún por el
hecho de que la antropología social establecida nada tiene que decir al
respecto. Este pasar por alto las verdaderas relaciones entre el antropólogo
y los "nativos" parece relacionarse con el supuesto, rector del pensamiento
occidental, de que el conocimiento es esencialmente cerebral, y de que
por lo tanto, la experiencia práctica del antropólogo no viene para nada
al caso. La antropología social desencarna al antropólogo, despojándolo
de su plena humanidad de manera .tan implacable como el colonialismo
negó o disminuyó la condición humana de los colonizados. . . De manera
que, paradójicamente, fue precisamente ahí, en esa sociedad donde el an-
tropólogo occidental tuvo la vivencia de sí mismo cotl).o un ser más
plenamente humano -donde se sintió más libre, más integrado, más autó-
nomo, y además, «creciendo»- donde también, al mismo tiempo, su
sociedad y su cultura lo usaron como un medio pasivo de incrementar el
dominio intelectual y científico de Occidente sobre el mundo» 5 • (Las cur-
sivas son del autor, pero yo-las habría puesto exactamente en los mismos
lugares.)
Tal vez se pueda justificar la avidez por dominar el mundo y enseño-
rearse de él en el caso de las ciencias físicas (aunque hay razones igual-
mente buenas que se le pueden oponer, y en los términos más prácticos,
ya que todos habríamos podido dormir mucho más tranquilos si no se
hubiera llegado jamás a la fisión del átomo), pero la situación se vuelve
moralmente ambigua, por decir lo menos, en el caso de las ciencias sociales
y psicológicas. Si se ha de buscar el conocimiento, cabe preguntarse en
justicia quién es el cognoscente y quién el conocido; y si lo que se busca
es el poder, entonces uno puede preguntar poder para quién, e incluso
poder sobre quién. Con demasiada frecuencia se ve que el psicólogo da
por supuesta con sus «sujetos» (otra palabra bien interesante) una relación
similar a la que supóne el físico con sus materiales inanimados. Los en-
gaños, burdos y cínicos, a que con tanta frecuencia someten los experimen-
tadores psicológicos a sus sujetos (que muy a menudo son estudiantes y
no están en situación de rehusar la invitación del profesor a tomar parte
en sus juegos) en nombre del conocimiento le hacen pensar a uno a qué
clase de conocimiento se podrá arribar por semejantes métodos. Por otra
parte , la obsesión por la cuantificación que generan las aspiraciones al
status de ciencia exacta ha obligado a los psicólogos a ignorar aquellos as-
5 Roy Mason, «Is the Anthropologist Human?», .New Society, 27 de marzo de
1975, p. 778.
78 Música. Sociedad. Educación
pectos de la experiencia y del comportamiento humano que no es posible
cuantificar; y como éstos incluyen prácticamente todas las facetas más inte-
resantes y más importantes, no es tan sorprendente que los psicólogos se
encuentren con que son menos capaces de decir algo importante sobre la
vida psíquica humana que cualquier novelista competente. Insistamos en
que los métodos de la ciencia física pueden ser justificables en su propio
terreno, dado el avance espectacular que han producido en el conocimiento
de la naturaleza y el poder sobre ella, mientras que la aplicación de estos
métodos al estudio de la mente humana no ha producido nada de valor,
como no sea la reiteración, generalmente con muchas más palabras y en
forma menos inteligible, de verdades mínimas que son parte de la sabiduría
convencional de cualquier cultura de aldea. Simplemente, no es válido
que en defensa de sus métodos, los psicólogos citen proverbios mutuamente
contradictorios, como «Muchas manos en un plato hacen mucho garabato»
y «Cuatro ojos ven más que dos»; un hombre prudente no necesita que la
psicología venga a decirle que los dos son válidos en diferentes contextos,
en tanto que el necio verá confirmada su necedad por su fe ciega en las
perogrulladas estadísticas que se encuentran en los libros de psicología
social. . naturaleza y estén dispuestos a esperar a que .ella se les revele, los que
La búsqueda del conocimiento por el conocimiento mismo es una qui-
mera, comoJo es también la persecución del arte por el arte, y lo ha sido
siempre, pese a las protestas de hombres indudablemente distinguidos y
humanos, como Jacob Bronowski. No hay más que dos motivaciones po-
sibles para la búsqueda del conocimiento, y son el amor y la avidez
de poder. Hasta el momento, el conocimiento científico ha estado motivado
casi exclusivamente por esta última, y ha alcanzado éxito en la medida
en que ha sido capaz de producir poder. Aquellos físicos alemanes de los
años veinte y treinta a quienes Bronowski, tanto en su espectacular pro-
grama de televisión como en su libro T he Ascent of Man 6, ensalzó por
haber estado buscando como un fin en sí mismo el conocimiento del ·átomo
deliraban; pero el suyo es un delirio compartido por todos aquellos que
divorcian el conocimiento de la experiencia vivencia!, la verdad del valor
y sobre todo que se divorcian, ellos mismos, de la naturaleza.
La asignación de recursos para la investigación científica se hace te-
niendo en cuenta el poder, y la mayor parte de los recursos van allí donde
se puede ganar más poder, en tanto que la historia da para pensar que
la mayoría de los científicos. están dispuestos a trabajar para cualquiera
que les facilite tales recursos; cosa que tampoco, desde su propio punto
de vista, está necesariamente mal, puesto que si el conocimiento que
alcanzan no tiene, según ellos creen, nada que ver con los valores, no tiene
importancia quién pague, con tal de que así se llegue al conocimiento.
Tal como expresa Leslie Sklair: «La función de la ciencia y de la tecnología
en las sociedades urbanas no es otra que la de incrementar la capacidad
económica y militar de tales sociedades. Pese a las intenciones expresas de
6 Jacob Bronowski, The Ascent of Man, Londres, British Broadcasting Corpora-
tion, 1973, cap. 11.
El domínio de la naturaleza 79
algunos de los que deciden sobre las finanzas de la ciencia y de la tecno-
logía, y de muchos de los que colaboran en ellas, es imposible negar las con-
secuencias utilitarias» 7•
Pero el conocimiento que se obtiene con miras al poder es, por su
naturaleza misma, muy limitado . Quienes quieran alcanzar, para sus propios
fines, el control sobre una persona o un grupo bien pueden estudiárselos
íntimamente, como hacen los publicitarios, los manipuladores políticos e
incluso, lamentablemente, algunos psicólogos y sociólogos, muchos de los
cuales obtienen así gran cantidad de conocimientos orientados al poder,
que les permiten usar a esas personas para sus propios fines, pero jamás
llegarán a saber de ellos lo que saben el uno del otro los amantes. La
amorosa investigación recíproca en que se complacen los enamorados es
un universo totalmente aparte de tales investigaciones, y el conocimiento
que ella proporciona no es mayor ni menor: es de un orden diferente.
La investigación científica ortodoxa, motivada como está por la búsqueda
de poder y desentendiéndose de la vivencia de aquello que investiga, dará
como frutos muchos conocimientos de un tipo específico, pero jamás con-
ducirá a los secretos últimos del universo. Sólo quienes se sometan a la
se demoren tiernamente en sus secretos como el amante se demora en su
amada, alcanzarán de ella ese conocimiento auténtico que es experiencia
vivencia!.
Sería fácil, a esta altura, aseverar que la única forma, en nuestra socie-
dad, en que puede uno obtener ese conocimiento que es experiencia es
mediante la creación artística, pero esa no es toda la verdad. Los balineses
dicen que ellos no tienen arte, sino que simplemente hacen las cosas lo
mejor que pueden, en tanto que la palabra griega para «arte» -techne-
era también la palabra que significaba «hacer», y es naturalmente la raíz
de «tecnología». Sobre estas ideas volveremos luego. Por el momento, así
como hemos estudiado otras músicas para poner en claro algunos de los
supuestos de la música de Occidente, echaremos también un breve vistazo
a un concepto de la ciencia en la única cultura, aparte la nuestra, que llegó a
generar un cuerpo sustancial de conocimientos sobre el mundo físico y
una tecnología avanzada; me refiero a China. Esto nos recordará, espero,
que incluso en un campo donde nos consideramos preocupados exclusi-
vamente por el conocimiento objetivo, aún sigue habiendo gran cantidad
de supuestos subjetivos y de actitudes culturalmente condicionadas, y que
son posibles otras actitudes diferentes de la nuestra.
Joseph Needham se ha dedicado durante toda su vida al estudio de la
ciencia china, y ha encarado el problema de por qué la ciencia china,
que hasta el siglo XVII estuvo decididamente por delante de la occidental
(Needham no sólo enumera logros tan bien conocidos como los explosivos,
el estudio del magnetismo y la imprenta, sino también la tecnología del
hierro forjado, el estribo y los jaeces, muchos adelantos en salud pública
y en epidemiología, así como el reconocimiento de las enfermedades caren-
7 Leslie Sklair, Organized Knowledge, Londres, Paladín, 1973, p. 71.
r 80 Música. Socic;dad. Educación
dales, muchos conocumentos astronómicos y otros adelantos decisivos,
diciendo que fueron importados de China a Occidente), desfalleció (es la
palabra que usa Needham) después, cuando se trataba de mantener el ritmo.
Señala que uno de los conceptos claves de la ciencia de Occidente, que no
encuentra paralelo en la cultura tradicional china, es el de leyes, es decir,
principios claves que rigen el funcionamiento de la naturaleza indepen-
dientemente de la sustancia física de las cosas por ellos regidas; una idea
cuya pista Needham sigue retrospectivamente hasta la idea, expresada en
el Antiguo Testamento, de Jahvé como legislador divi14>de la totalidad
del universo (aquí volvemos a encontrarnos con la idea del ser divino que
reside fuera del orden de la naturaleza), y que es un concepto que jamás
se desarrolló entre los chinos, con su antigua desconfianza ante todo lo
que fuera ley form\llada con precisión y codificada. Para ellos el concepto
de ley, dice Needham, tenía que ver más bien con las buenas costumbres
aceptadas, y para su visión del cosmos no se trataba de que las cosas
obedecieran las órdenes de una autoridad superior (una idea tan poderosa
en Occidente que en el siglo XVII un gallo que había puesto un huevo
fue procesado judicialmente por haber violado la ley divina), sino sim-
plemente de que las cosas obedecían los dictados de su propia naturaleza.
Tanto en lo tocante a la sociedad como al cosmos, ellos se inclinaban a
dejar las cosas en paz, a respetar la dirección en que éstas iban y permitir
que la naturaleza siguiera su curso con un mínimo de interferencias, como
el buen magistrado que interfería lo menos posible en los asuntos de la
comunidad.
De tal modo la observación -una observación notablemente paciente y
exacta- estaba más de acuerdo que el experimento con el temperamento
chino, y por más que su tecnología fuera sumamente compleja, jamás
llegó a desbocarse ni se aproximó siquiera, como ha sucedido en Occidente,
a la etapa en que llega a perturbar los procesos de la naturaleza. La gran
estabilidad inherente a la cultura y a la sociedad chinas les permitió absor-
ber casi sin la menor conmoción descubrimiento~ de orden científico y
tecnológico que ejercieron un efecto explosivo sobre la sociedad europea.
En segundo lugar, en su perpetua inclinación a lo que Needham llama
un «materialismo orgánico», la filosofía china jamás cultivó el modelo
mecanicista del universo que, como hemos visto, tan decisivo resultó ser
para la ciencia occidental. Tampoco sabían nada de la geometría eucli-
diana, un hecho que, así como probablemente les impidió el crecimiento
en algunas direcciones (y aquí debemos recordar que el gran matemático
Poincaré señaló que la geometría euclidiana no es «verdadera», sino sólo
conveniente), por lo menos les ahorró siglos enteros de estar moviéndose
dentro del erróneo modelo ptolemaico del sistema solar.
Y en tercer lugar, los chinos jamás sintieron esa separación entre el
conocimiento y la experiencia, o entre el hombre y la naturaleza, que fue
el impulso necesario para imprimir su movimiento hacia adelante a la cien-
cia occidental. Aunque me incline con la más profunda reverencia ante la
erudición del doctor Needham, no puedo dejar de sentir que es un error
considerar un «desfallecimiento» la ausencia de una evolución paralela a la
El dominio de la naturaleza
8
de Europa después del siglo xvu. Por lo que él mismo dice , parece que de
81
hecho los chinos habían captado bien las cosas; el calmo cultivo del cono-
cimiento del universo físico tiene una «textura» diferente de la del ritmo
frenético de la ciencia occidental, e implica un amoroso respeto -del cual
se carece en Occidente- por los procesos de la naturaleza. Ese ritmo
tranquilo permitió que el conocimiento fuese asimilado en la trama de la
sociedad (en esa vasta sociedad con sus millones de obreros no hay pruebas,
dice Needham, dé desempleo tecnológico, ni siquiera de temor de que lo
hubiese) sin el tipo de perturbación y de confusión que en nuestra sociedad
hemos llegado a aceptar· como. endémico. Es una ciencia que no se con-
sagra a dominar la naturaleza, sino a la unificación del hombre con la na-
turaleza.
Fue interesante ver hace unos años, en New Sdentist, una nota sobre
cómo incluso después de la Revolución Cultural que apuntaba a la destruc-
ción de las ideas confucianas, los chinos siguen con esta manera de pensar.
Con el título de «China sigue su propio camino en la industria», el autor
nos explica que en las zonas rurales, las comunas del pueblo han estable-
cido sus propias fábricas y talleres para atender a sus necesidades inme-
diatas, construyendo sistemas de alcantarillado y de irrigación, maquinaria
agrícola y cosas semejantes; han construido pequeños talleres y hornos
de fundición que no deben de diferir mucho del pequeño alto horno rural
que se ilustra en el libro de Needham 9 y cuyo propósito es 10
más bien
satisfacer una necesidad que obtener de ellos ningún beneficio • Needham
cita una frase que recogió Bertrand Russell durante su estancia en China:
«producción sin posesión, acción sin autoafirmación, desarrollo sin domi-
nación», y que resume los objetivos tradicionales de la ciencia china, obje-
tivos que, al parecer, siguen teniendo vigencia hoy.
Quizá en lo que más se ha aproximado la ciencia occidental a la ciencia
no asertiva y tradicionalmente no dominante de China sea en ciencias rela-
tivamente nuevas como la etología, el estudio del comportamiento animal
en su medio natural, y la ecología, la «ciencia subversiva» que estudia las
relaciones entre las cosas vivas y su ambiente. Ambas han sido tan maltra-
tadas por los medios que el solo hecho de mencionarlas equivale a provocar
el aburrimiento, cuando no la irritación del lector, pero es necesario hacerlo
aunque sólo sea para señalar que su naturaleza «subversiva», supuesto que
lo sea, en relación con la ciencia ortodoxa no reside tanto en sus descubri-
mientos como en su enfoque. Los que estudian las criaturas vivientes en su
propio medio -Jane Goodall, por ejemplo, con las comunidades de simios,
Leonard Williams con sus colonias de monos, Konrad Lorenz con sus
gansos silvestres y sus grajillas (aunque en este último caso no me propon-
go comentar la validez de las extrapolaciones del autor desde el compor-
tamiento animal al humano)-- deben estar preparados para sentarse, inmó-
a Joseph Needham, The Grand Titration: Science and Society in East and W est,
Londres, Allen & Unwin, 1969.
9 Joseph Needham, ibid., p. 104.
!O «China goes its own way in Industry», New Scientist, 25 de marzo de 1976,
p. 675.
r
1
11
Música. Sociedad. Educación
viles, a dejar pasivamente (es raro ver cómo esta palabra se ha convertido
poco menos que en un insulto en nuestra cultura) que los animales obser-
vados y el conjunto de las relaciones existentes entre ellos se les vayan
revelando poco a poco, según su propio tiempo. El conocimiento así obte-
nido es de otro orden que el que se alcanza con experimentos, y es más
bien esto que los conceptos de relatividad, complementariedad e incerti-
dumbre lo que quizá constituya la verdadera revolución científica de nues-
tro tiempo. No es posible amar a los animales y al mismo tiempo estar
dispuesto a producirles un cáncer, insertarles electrodos en el cerebro o
someterlos a diversas fo;rmas de privación mental y física; por otra parte,
es necesario amarlos si lo que uno ha de hacer es sentarse a observarlos y
llegar a hacerse parte de su medio, e incluso de su sociedad. El conoci-
miento obtenido por este tipo de investigaciones quizá no sea fácilmente
cuantificable, ni confiera necesariamente poder alguno, pero por lo menos
ha provocado un importante cambio conceptual.
Esto se refiere a la actitud occidental hacia los procesos subconscientes
e instintivos de la vida humana. En este aspecto, Freud es una figura inte-
resante, casi trágica; reconoció la importancia del inconsciente y se lanzó
valerosamente a cartografiarlo, pero uno tiene la sensación de que en
realidad no le gustaron sus hallazgos, y en su último y casi desesperado
libro, El malestar en la cultura, llegó a la conclusión de que el manteni-
miento de la civilización dependía de la supresión despiadada de esta vida
instintiva, que él consideraba una especie de pantano ·caótico con emana-
ciones malsanas, una jungla habitada por oscuros monstruos trabados entre
sí en perpetua lucha. En esto, por cierto, Freud no hace más que repre-
sentar una tradición del pensamiento europeo que se remonta al Antiguo
Testamento; una visión que tan poca justicia hace al inconsciente como a
la jungla, y que se basa en buena parte, aunque sin darse cuenta, en el
concepto de la jungla cuya muestra más irrisoria se dio quizá en la vieja
película King Kong, que la pintaba como un lugar de lucha de todos contra
todos, gorilas con caimanes, leones con anacondas (en estupenda prescin-
dencia, incluso, de los hechos de la geografía), y del hombre consigo
mismo y con todo lo demás. Se trata de una visión que con frecuencia
proponen los defensores del capitalismo y del sistema de «mercado libre»;
y como lo señala Needham, lo más probable es que sin el capitalismo, la
segunda ciencia jamás hubiera llegado a despegar siquiera 11• En la actua-
lidad, gracias en buena parte al trabajo de estos cuidadosos investigadores
movidos por el amor, vamos llegando a ver la jungla no como algo caótico,
sino como un lugar ordenado,-qu1zá más que muchas de las grandes ciu-
dades de Occidente, y a los «salvajes» que viven en ella, una vez que nos
olvidamos de nuestra preocupación por las máquinas, como no menos civi-
lizados que nosotros en sus relaciones entre ellos y con su medio. (No
es necesario, sin embargo, que definamos estas nuevas maneras de ver
como un adelanto, ya que como nos dice Colín Turnbull en The Forest
11
Joseph Needham, op. cit., passim.
El dominio de la naturaleza
People («Los pueblos selváticos»), los . pueblos. «prmut1vos» entienden
83
perfectamente bien estas cosas sin que se las enseñe la ciencia occidental) 12•
Hay un paralelismo. notable entre este nuevo enfoque y el hecho de darse
cuenta de que el inconsciente no es la región de caos y desorden que ima-
ginaron Freud y sus seguidores, sino una fuente vital de energía creativa,
y la base indispensable de la razón y la conciencia.
A pesar de lo que debe ser mi evidente desconfianza de los objetivos
y los métodos de la ciencia, por lo menos tal como hoy por hoy se la
practica generalmente, la intención de este capítulo no es la de ser un ata-
que a la visión científica del mundo como tal; se trata más bien de un
intento de formular explícitamente algunos de los supuestos implícitos que
le sirven de base, y señalar sus limitaciones. Esta es una cuestión de gran
importancia, puesto que el enfoque científico se ha apoderado en tal me-
dida de la mente de los occidentales (y cada vez se va adueñando más de
la del resto del mundo) que llega a ser el único medio aceptable de en-
frentar los problemas y las oportunidades de nuestro mundo. «En nuestra
propia vida», dice el profesor R. S. Silver en un artículo publicado en 1975,
«los conceptos de objetivos, diseño, planeamiento, optimización y muchos
otros, tomados evidentemente de la práctica de la ingeniería y de la ciencia,
se usan ahora rutinariamente en sociología y en economía política. De
hecho, no es exagerado decir que las principales confrontaciones y divi-
siones políticas de nuestro tiempo se refieren a diferentes interpretaciones
de, y actitudes hacia, el papel que en la sociedad como tal corresponde a
la planificación y al diseño». Y continúa: «La raíz de la desconfianza y de la
desilusión con que tantos contemporáneos nuestros miran en la actualidad
a 1a ciencia y la tecnología no se debe realmente a los resultados técnicos,
sino a un sentimiento todavía mal definido, y sin embargo poderoso, de
que hoy se están llevando los asuntos humanos sobre la base de actitudes
de origen científico y tecnológico, que en alguna medida no alcanzan a
satisfacer muchas facetas importantes de la realidad humana ... este senti-
miento está bien fundado; la introducción en los asuntos humanos de acti-
tudei;;basadas en la ciencia es una causa importante de muchos de nuestros
problemas» 13•
Que tal cosa se haya producido es parcialmente comprensible si se
considera la indudable capacidad de la ciencia para suministrar bienes
materiales, por lo menos a los miembros más prósperos de la raza humana,
pero esa capacidad no puede explicar la deferencia que se le concede en
pronunciamientos formulados por psicólogos, sociólogos y economistas aca-
démicos; gentes que como ya hemos señalado, después de un siglo o más
de actividad incesante apenas si nos han ofrecido algún atisbo de impor-
tancia en lo que se refiere a cómo conducir nuestra vida en el aspecto
personal, social o político. (Afortunadamente, tampoco parece que hayan
podido poner en manos de quienes quisieran manipularnos para sus propios
u Colin Turnbull, The Forest People, Londres, Jonathan Cape, 1961.
13 R. S. Silver, «The Misuses of Science», New Scientist, 5 de junio de 1975,
p. 555.
""'1
' . 84 Música. Sociedad. Educación
fines ningún instrumento importante que aquéllos no hubieran poseído ya
gracias a una mezcla de astucia e inescrupulosidad innatas.) En estos do-
minios, la precisión y agudeza de la visión siguen siendo cuestión de obser-
vación, intuición, experiencia y empatía, sin las cuales la más importante
de las distinciones académicas nada vale, como lo demostró hace unos
años el espectáculo -triste, pero al mismo tiempo ridículo, y también en
alguna medida tranquilizador- de la desintegración del Centro para el
Estudio de las Instituciones Democráticas de Santa Bárbara. Como señaló
el primero de junio de 1975 el Observer de Londres: «Pese al mérito de
casi dos décadas de trabajos importantes sobre los problemas mundiales
(importantes para quién, se pregunta uno), y a ·haber actuado como un
imán sobre las grandes mentalidades de hoy, el Centro está desmoronán-
dose entre acusaciones de mal manejo financiero, espionaje, traición y
"academic watergating" .» (Un caso similar, aunque ficticio, de la inutili-
dad de los cónclaves de cerebros privilegiados es el que presenta Arthur
Koestler, que sus razones tiene para conocerlo, en su novela The Call
Girls 14.) El miedo popular al «científico loco», que ha sido explotado de
las maneras más divertidas en libros y películas de misterio y con perso-
najes que van desde el doctor Moriarty al doctor Strangelove, tiene fuerte
justificación intuitiva, y encuentra su blanco natural en el mundo contem-
poráneo en las fantasías orgullosamente delirantes de Herman Kahn (de
quien se dice que tiene un CI de 200) y su Hudson Institute. Ni el intelec-
to ni el poder del pensamiento lógico son garantía alguna de visión en
profundidad, un hecho que sigue siendo tan válido para los científicos
de hoy como para los escolásticos medievales, que no deben de haber sido
en absoluto menos inteligentes, y sí probablemente mucho mejores en
lógica.
Una limitación crucial del mundo científico reside en su supuesto de ·
que todos los fenómenos de la naturaleza, e incluso los de la mente, son
potencialmente al menos, accesibles al pensamiento y a la razón conscientes.
A Freud se le atribuye haber dicho: «Donde estaba el ello, debe estar el
yo», proclamando así su creencia en la perfectibilidad de la percatación
consciente, pero de hecho la mente consciente no puede ser más capaz de
percatarse de todas las operaciones de la psique de lo que puede serlo el
tubo de la televisión -para expresarlo con la vívida analogía de Gregory
Bateson- de mostrar hasta el último detalle el funcionamiento del tele-
visor del cual es un componente. Dice Bateson: «Supongamos que en la
pantalla de la conciencia hay informes provenientes de muchas partes de
la totalidad mental, y consideremos que la adición de estos informes a la
conciencia sea necesaria para cubrir lo que, en una etapa dada de la evo-
lución, todavía no está cubierto. Esta adición llevará consigo un gran incre-
mento en la complejidad de la estructura de circuitos del cerebro, pero
aun así no llegará a cubrirla totalmente. El paso siguiente será cubrir los
procesos y acontecimientos que tienen lugar en la estructura que acabamos
de añadir, y así sucesivamente. Es obvio que el problema es insoluble, y
14 Arthur Koestler, The Call-Girls, Londres, Hutchinson, 1972.
El dominio de la naturaleza 85
cada paso que se dé para aproximarse a la conciencia total llevará implícito
un aumento de los circuitos necesarios · para lograrlo» 15• La verdad es que
en principio es imposible que podamos alguna vez tener conciencia de
la totalidad de nuestras operaciones psíquicas; la mente racional simple-
mente no tiene acceso a la totalidad de la mente.
Es sólo nuestra pasión europea por la indagación lo que nos hace ver
este hecho ineludible como fuente de desaliento, o aun como necesariamen-
te una dificultad; otras culturas se conforman con aceptarlo y con dejarse
guiar, en la exploración de este vasto territorio interior de la mente, por
la religión, el arte y el estudio de los sueños. Tal como señala Bateson,
Freud cometió un error al considerar qúe el dato, lo que no necesitaba
explicación, era la mente consciente; el inconsciente es lo dado, y la con-
ciencia el fenómeno inexplicable y misterioso 16• Quizá mediante los mé-
todos de la ciencia sea posible llegar a alguna explicación fructífera de los
procesos conscientes, pero los niveles más profundos sólo pueden ser alcan-
zados por otros medios. Nuestro deber es, sin embargo, alcanzarlos y darles
lo ~ue les es debido; tres siglos de atención exclusiva a los procesos cons-
cientes y a la racionalidad dieron por resultado la terrible explosión de
destrucción irracional que se extendió con intermitencias desde 1914 hasta
1945, y que probablemente no ha acabado todavía. Y el instrumento ade-
cuado para semejante tarea no son los métodos de la ciencia -por lo me-
nos, no tal como los conocemos-, sino el arte.
Es comprensible que nuestra cultura, al poner el acento, como lo hace,
sobre los procesos conscientes, con su modelo del conocimiento concebido
como un cuerpo de hechos y de teorías que existen fuera del que conoce
e independientemente de él, haya de ver en la educación principalmnte
la transmisión de información a las nuevas generaciones, y que considere la
actividad educativa como algo que se ocupa en forma exclusiva del nivel
consciente de la existencia. En un capítulo posterior veremos cuáles han
sido las consecuencias de tal punto de vista para la educación en nuestra
sociedad. Pasemos ahora a considerar qué es lo que -a lo largo de más
de tres siglos de logros espectaculares- tienen para decirnos, por un lado
la naturaleza de la ciencia de Occidente, y por el otro la de su música,
sobre el carácter de la cultura occidental.
15 Gregory Bateson, «Style, Grace and Information in Primitive Art», en Steps
to an Ecology of Mind, Londres, Paladin, 1973, p. 116.
16 Gregory Bateson, ibid., p. 108.
r
1

Capítulo4
La visión científica del mundo

Una cultura es una unidad, y esto es algo que podemos tomar como un
axioma. La idea, hoy de moda, de las «dos culturas», que nos presenta a
nuestra sociedad como escindida entre quienes están al tanto de la ciencia
y quienes no lo están -una distinción cuya piedra de toque es cierto co-
nocimiento de la segunda ley de la termodinámica- es una ficción con-
veniente; aunque se la pu~de tomar como indicadora de la naturaleza cada
vez más esquizoide de nuestra sociedad, es menester recordar que, como
sucede con una personalidad esquizoide, incluso los rasgos aparentemente
más contradictorios en una cultura se originan en una única fuente. En este
capítulo me propongo investigar qué clase de cultura pudo ser la que, a
lo largo de tres siglos, produjo tanto los logros espectaculares de la segunda
ciencia como los de la música clásica (término que, a falta de uno mejor,
sigo usando para designar el arte musical del período que va aproximada-
mente de 1600 a 1910). Sería posible, como lo sugería el primer capítulo,
examinar desde este punto de vista cualquiera de las artes, y no solamente
la música; sin embargo, dada su naturaleza sumamente abstracta y su falta
casi total de contenido verbal o representativo explícito, la música es
quizá el indicador más sensíble de la cultura y, de todas las artes, la más
estrechamente vinculada con las actitudes y supuestos inconscientes sobre
los cuales construimos nuestra vida en el seno de una sociedad ( a lo cual
debe de obedecer el hecho de que, en todas las culturas, la música sea el
arte más íntimamente asociado con la práctica de la magia). Espero que
quede claro que no me propongo establecer si la segunda ciencia fue
«causa» de la música clásica o viceversa; lo que intento es demostrar que
la naturaleza de ambas se deriva de fuentes cuyo origen está en la profun-
didad del psiquismo europeo.
La segunda ciencia sólo llegó a ser posible cuando en la vida de los
occidentales se produjo la escisión entre lo racional por un lado, y por
el otro lo emocional, vivencia! y sensual. Además, para que la visión cien-
tífica del mundo pudiera dominar nuestro pensamiento fue preciso llegar
87
 88 Música. Sociedad. Educación
a la entronización de la razón y de la lógica como funciones humanas su-
premas, y a la devaluación complementaria de aquellos otros procesos. Debo
insistir en que, dentro de sus limitaciones, no hay necesariamente nada
que objetar a la visión científica del mundo, en tanto que esas limitaciones
sean reconocidas. Se ha señalado con frecuencia que los primeros logros
de la segunda ciencia -y los más espectaculares- fueron los alcanzados
en los países protestantes, o bien, en los países católicos, por miembros
de las minorías protestantes; algo que no se debe solamente a la temprana
oposición de la Iglesia católica al pensamiento científico, sino también al
hecho de que, en su vida religiosa, el protestante está decididamente a
favor del sometimiento de los procesos emocionales, sensuales e instintivos,
y del riguroso mantenimiento de su actividad religiosa en el nivel cons-
ciente (y seguramente es aquí, más bien que en otros puntos manifiesta-
mente doctrinales, donde reside la diferencia decisiva entre católicos y
protestantes). En este aspecto, es notable que D. C. McClelland hallase que
los científicos cuya actividad se ,da en el campo de la física tienden a
provenir de medios puritanos y a ser intensamente masculinos en su senti-
miento de identidad 1•
La mente absorbida por la visión científica del mundo va más allá, y
llega a devaluar e incluso a mirar con desconfianza los aspectos emocionales,
sensuales e instintivos de la vida, considerándolos generalmente engañosos,
y hasta peligrosos. La persecución paranoica de las brujas en el siglo XVII,
cuando la ciencia comenzaba ya a adueñarse de la mentalidad occidental,
puede ser entendida como un rechazo simbólico de los procesos psíquicos
cuya irracionalidad parecían representar aquellas desdichadas. Freud no fue
el único a quien se le ocurrió que la continuidad de la civilización dependía
de que se reprimiera el instinto y la emoción; una represión que durante
mucho tiempo ha estado implícita en nuestras instituciones sociales, y que
está en la base de buena parte de nuestra teoría y de nuestra práctica edu-
cacional. No es por accidente que la armonía funcional tonal comenzó
a adueñarse de la música occidental precisamente a comienzos del siglo XVII;
el claro mundo racional que esta música habría de habitar casi exclusiva-
mente durante los tres siglos siguientes, a pesar de los esfuerzos de los
románticos por escapar de él, es el mismo mundo del racionalismo científico.
De hecho, la elevación del intelecto y la celebración de la lógica abs-
tracta, así como la desvalorización de la experiencia vivencia! (queremos
saber, debemos descubrir, por más que nos cueste en experiencia) y de los
otros procesos psíquicos menos conscientes, son rasgos que no sólo se
revelan en la naturaleza misma de la música clásica occidental, sino tam-
bién en las actitudes más comúnmente compartidas hacia ella. En primer
lugar, al ser esencialmente vivencia! y tener tanto que ver con la vida
intuitiva y emocional como con el intelecto, el arte ha sido relegado en
nuestra sociedad a una posición marginal. En la vida de la abrumadora
1
D. C. McClelland, «On the Psychodynamics of Creative Physical Scientists», en
Liam Hudson (ed.), The Ecology of Human Intelligence, Hardmonsworth, Penguin,
1970.
La visión científica del mundo 89
mayoría de las gentes, al arte no le cabe ningún papel esencial; es una
actividad para los ratos libres, a la que se dedica uno, si lo hace, cuando
no tiene nada más urgente que hacer. Es algo aparte del mundo cotidiano,
puesto en un marco, algo cuya única relación con la vida diaria es la de
una antítesis; el aficionado a la música no se vuelve hacia ella para conocer
mejor la vida, sino para descansar de la vida. Así, por ejemplo, es posible
que un hombre sea sincero amante del arte y sin embargo, sin percibir que
haya en eso incongruencia alguna, pueda construir, para sí mismo o para
otros, y ya sea como ámbito de vivienda o de trabajo, un ambiente de
inigualable fealdad visual, auditiva, táctil y hasta olfativa; así eran muchos
de los que en el siglo. XIX fundaron nuestras grandes colecciones de arte e
instituciones musicales.
Es un tópico decir que en nuestra cultura llevamos una vida fragmen-
tada. Separamos el trabajo del resto de la vida, y a ese tiempo durante el
cual creemos estar realmente vivos le llamamos ocio, de manera que ter-
minamos definiendo el trabajo como aquello que hacemos cuando en rea-
lidad querríamos estar haciendo alguna otra cosa. Para la mayoría, el
tiempo dedicado al trabajo es tiempo de aburrimiento, frustración e insa-
tisfacción, que se ha de aguantar lo mejor posible para ásegurarse la sub-
sistencia. También dividimos el conocimiento en compartimientos estancos
(o mejor dicho, lo intentamos, ya que el mundo real desborda constante-
mente esas categorías) a los que llamamos «asignaturas» o «disciplinas»,
que a su vez se subdividen repetidamente. Dividimos unos de otros a los
grupos de edad, y encarcelamos a los dos extremos, a los más jóvenes en
escuelas y a los más viejos en pabellones geriátricos. Esperamos que nues-
tros hijos, al oír una campana (o más recientemente, un zumbador, que
en la mayoría de las escuelas produce un ruido que sobresalta y, quizá no
casualmente, ofende al oído), se olviden de la vida real para entrar en un
mundo de habitaciones aisladas donde les hacen estudiar sucesivamente
las diversas «asignaturas», y donde cada asignatura y cada niño está aislado
de los demás y de la totalidad del mundo donde vive el resto de su vida.
En la escuela, los niños llevan una existencia abstracta, divorciada de su na-
tural matriz vivencia!. ·
Hemos visto cómo la escisión entre hombre y naturaleza, entre el obser-
vador y lo observado, fue necesaria para que la ciencia pudiera empezar
su obra de descubrimiento y conquista. Tampoco habrían sido posibles la
naturaleza abstracta y lógica de la música clásica, su cuidadoso equilibrio
entre frase y frase, sentencia y sentencia, período y período, si el com-
positor no hubiera adquirido la capacidad de separarse y distanciarse de
su composición. De hecho, al decir que «la esencia de todos estos tipos
de música es la relación causal lograda por el agrupamiento de muchas
unidades pequeñas en otras mayores, y finalmente en un gran sistema de
arquitectura» 2, Paul Henry Lang podría haber sido igualmente un físico
del siglo XIX, exponiendo su visión esencialmente mecanicista del cosmos.
2 Paul Henry Lang, Music in Western Civílization, Nueva York, Norton, 1941,
p. 1020.
rr' 90 Música. Sociedad. Educación
La pasión analítica es común a esta música y a la ciencia; disecamos nuestro
primer y segundo tema, los ritornelli y cosas semejantes en forma muy
similar a como el zoólogo diseca el aparato digestivo, el sistema nervioso
y el aparato urogenital, ambos sin la menor consideración por aquellas
cualidades que sólo emergen en la totalidad del sistema viviente.
Quizá parezca raro hablar de la música clásica, cuya esencia parece ser
la expresión de la emoción personal, como abstracta y lógica, pero ya hemos
visto que así son realmente las cosas. La transparencia lógica de esta mú-
sica corre pareja con la visión de la naturaleza que sostienen los practi-
cantes de la segunda ciencia, lo mismo que la importancia que se da al
sometimiento de los materiales sonoros (aquí una metáfora del sometimien-
to de la propia naturaleza) por el compositor, quien considera a sus mate-
riales como una sustancia recalcitrante que ha de ser trabajada, configurada
y ordenada por el poder de la voluntad y del intelecto humanos. En cual-
quier cultura, la actitud de un compositor hacia sus materiales sonoros
es un buen indicador de cuál es la actitud de esa cultura hacia la natura-
leza; el orden sumamente estilizado e incluso arbitrario que esta música
impone a los materiales sonoros revela cierta incomodidad ante la natu-
raleza, parecida a la incomodidad ante el inconsciente de la cual Freud
es un ejemplo. La raíz de esta incomodidad es el temor, en gran medida
infundado, de que librada a sí misma, la naturaleza regresará al caos, y
por eso tanto el científico como el artista llegan a considerarse a sí mismos
como si fueran solc:lados al servicio del orden y en contra del caos. Lo
mismo que de otros soldados, de éstos se espera que sufran un entrena-
miento largo y riguroso, que incluye muchas clases de ejercitación no pocas
veces mentalmente destructiva (el aprendizaje de fórmulas y de todos los
otros elementos de lo que Bernard Dixon llama «el chaleco de fuerza del
curso de los graduados en ciencia» 3 [y, para los músicos] la práctica de
escalas, ejercicios y estudios, ejercicios de armonía y de contrapunto),
antes de que los consideren aptos para ir al frente de batalla; una vez más
recordamos el comentario de Erik Satie sobre su certificado en contrapunto
en la Paris Schola Cantorum, «autorizándolo para d~dicarse a la práctica
de la composición». Luego veremos, por contraste, cómo muchos músicos
actuales, entre ellos personalidades tan dispares como Messiaen y Morton
Feldman (quien en una ocasión_ aconsejó a Stockhausen «dejar en paz a
las notas, Karlheinz; no andar violentándolas») son muy explícitos en su
actitud tanto hacia la naturaleza como hacia la naturaleza del sonido, y
prefieren tratar a ambas de una manera que no equivalga a explotarlas.
Toda nuestra cultura está traspasada por un deseo, cuando no por una
necesidad, de dominación que se remonta por lo menos al Renacimiento.
La actitud del hombre occidental moderno hacia la naturaleza y hacia su
medio es de agresión; para él todo se constituye en un reto. Hablamos
de la conquista del aire, de la conquista de los mares, de la enfermedad o
del Everest (la aprobación con que recibimos la famosa réplica de Mallory
cuando le preguntaron por qué quería escalarlo -«Porque está ahí»-
3
Bernad Dixon, What is Science Far?, Hardmonsworth, Pelican, 1976, p. 60.
La visión científica del mundo 91
debe de parecerles rara •a los sherpas que durante generaciones v1v1eron
a su sombra sin que jamás se les ocurriera escalarlo, o al practicante del
zen, que vería en la montaña aquello que levanta al escalador y que, por
ende, es parte indispensable del ascenso). Daniel Bell expresa claramente
la actitud europea:
En la terminología existencialista, el hombre está «arrojado» en el mundo, en-
frentado con poderes ajenos y hostiles que intenta entender y dominar. La primera
confrontación se dio con la naturaleza, y durante la mayor parte de los miles de años
de la existencia humana la vida ha sido un partido contra la naturaleza: para resguar-
darse de los elementos, para cabalgar las aguas y el viento, para arrancar alimento
y sostén a la tierra, las aguas y las otras criaturas. La codificación de una buena
parte del comportamiento humano ha estado configurada por su adaptabilidad a las
vicisitudes de ·la naturaleza. En la naturaleza del diseño social, la mayor parte de las
sociedades del mundo viven todavía en ese enfrentamiento con la naturaleza 4•
Me pregunto cuántos pueblos «primitivos» se reconocerían en esta des-
cripción, y tampoco sé si el profesor Bell cree realmente que la «confron-
tación con la naturaleza» ha quedado resuelta para el hombre occidental.
La energía y la fuerza ~e voluntad del occidental le han permitido im-
poner sus valores al resto del mundo, y no siempre -por decirlo sin
mucha exageración- para beneficio del resto del mundo. Esta inquietud
y esta urgencia por alcanzar el poder mediante el conflicto impregnan todos
los aspectos de nuestra vida: nuestras relaciones sociales, nuestra religión
oficial, con su tema de la ·vida como una lucha interminable contra el mal
y, naturalmente, nuestras artes. En la música ambas se revelan, metafó-
ricamente, no sólo en la pugna _del compositor con sus materiales , sino
también en la naturaleza de la propia obra de al:te. Desde el siglo XVII
hasta el XIX, toda la música de la .tradición clásica occidental incluyó algu-
nas características de la ópera, es decir, del género dramático. Todas las
obras musicales de este período son teatrales, ya sea que estén vestidas con
el lenguaje de la comedia o de la tragedia, no importa si concluyen en la
apoteosis, la disolución o un estallido de risa; una sinfonía es un psico-
drama, la lucha interior de un individuo (fue Chaikovsky el primero en
darse cuenta de que una sinfonía no tenía por qué tener un final feliz),
el concertrJ una apasionante representación del individuo enfrentado con
la multitud o -en un nivel inferior- del domador que monta un potro
rebelde. Para la mayor parte de los aficionados a la música, el criterio
para la valoración de una obra musical es teatral: ¿nos entusiasma, nos
conmueve, nos hace llorar, nos inspira un estado triunfante o melancólico?
Los valores de la perfección formal, del equilibrio y del ingenio armónico
y contrapuntístico, tal como los estiman los críticos, son en realidad meros
servidores de aquellos valores teatrales. Pero los contrastes violentos, los
cambios anímicos repentinos y los extremos de tensión emocional caracte-
rísticos de nuestra música no son valores musicales universales; al confu-
4 Daniel Bell, The Coming of Post Industrial Society: A Venture in Social Fore-
casting, Londres, Heinemann Educational, 1974, p. 487.
f'
92 Música. Sociedad. Educación
ciano le parecerían la obra de un hombre de mentalidad vulgar. En las
palabras del propio Confucio: «La música de un hombre de mentalidad
noble es tierna y delicada, mantiene un estado de ánimo uniforme, vivifica
y anima. Un hombre tal no alberga en su corazón dolor ni duelo, y los
movimientos de violencia y osadía le son desconocidos-»5 • Este juicio ex-
cluiría inmediatamente a la abrumadora mayoría de las obras musicales
de Occidente, entre ellas casi todas las que consideramos obras maestras.
Se puede ver la evolución de la música occidental a lo largo de estos
tres siglos como el producto de la tensión que se genera cuando se pone
la lógica abstracta al servicio del drama personal. Cada nuevo avance hecho
en persecución de movimientos cada vez más «violentos y osados» imponía
una tensión mayor a los eslabones lógicos que mantenían unida la estruc-
tura, hasta que la tradición terminó por desplomarse cuando las exigencias
teatrales desbordaron la fuerza de la lógica para seguir sosteniéndola. Los
capítulos siguientes se ocuparán de la decadencia del racionalismo musical
y de la revuelta simultánea contra los conceptos del drama y de la lógica
en música. El hecho de que la música nacida de esta revuelta todavía no
haya sido plenamente aceptada por el público convencional de las salas
de concierto nos dice claramente que las actitudes que dieron nacimiento
a la tradición clásica siguen pesando con fuerza abrumadora. Los jefes de
estado que quieren impresionar a sus colegas visitantes no los llevan a oír
una pieza musical nueva, sino a funciones operísticas o de concierto que
,presentan las obras más rutinariamente clásicas... cosa que quizá también
nos diga algo sobre la incapacidad de· los políticos para hacer las preguntas
que realmente importan en su sociedad.
Los métodos de la ciencia experimental dependen del supuesto de que
todas las muestras de naturaleza investigadas son también intércambiables;
si no lo fueran, ningún experimento sería repetible. Y el supuesto no sólo
se aplica a las moléculas de gas o a las muestras de sulfato de cobre, sino
también a los conejos, los gatos, los perros y otros animales de laboratorio
(de los cuales más de 100.000 mueren semanalmente en nombre de la
ciencia, sólo en los laboratorios de Gran Bretaña) e incluso, en ocasiones,
a los hombres. Y si bien esta idea tiene su justificación, en diversos gra-
dos, no por eso deja de ser muy típica de la tradición del pensamiento
occidental en general. Una forma más mística de considerar la peculiaridad
y unicidad de todas las cosas existentes en la creación habría hecho impo-
sible el pensamiento científico moderno; la actitud puramente instrumental
hacia la naturaleza que exhibe la ciencia experimental significa que es
posible valorar las cosas no por sí mismas, sino solamente por su utilidacr
funcional en cuanto sirven a nuestros fines. De la misma manera, ya he
señalado que la música clásica no se interesa en absoluto en los sonidos
mismos, sino solamente en las relaciones que hay entre ellos; de hecho, el
compositor clásico sólo consideraba valiosos los sonidos en la medida en
que podía ponerlos al servicio de sus propósitos expresivos (de aquí que
5 Citado en Curt Sachs, Tbe Wellsprings of Music, La Haya, Martinus Nijhoff,
1962, p. 220.
La visión científica dd mundo 93
la tradición clásica rechazara el sonido no armónico), así como la mente
dominada por la visión científica del mundo considera que la naturaleza
sólo tiene algún valor ·en la medida en que se la puede poner al servicio
de los propósitos humanos . El uno hacía caso omiso de cualquier sonido
cuya altura no se pudiera controlar con precisión, mientras que el otro
ignora cualquier fenómeno que no se preste a la cuantificación. Ninguna
de estas dos actitudes sería posible en una cultura que viese en la naturaleza
algo sagrado, y en cualquier parte de ella algo único y digno de ser recono-
cido en su propio y peculiar valor.
De modo similar, los métodos de producción en masa no se basan sólo
en la idea de la producción de gran número de objetos intercambiables,
sino también, para producirlos, en el uso de gran cantidad de personas
intercambiables. Se podría conjeturar que la inquietud constante entre el
personal de aquellas industrias pesadas de producción masiva, como la in-
dustria del automóvil, que depende de la intercambiabilidad de las perso-
nas que sirven la línea de producción , se debe principalmente -aunque no
siempre en forma consciente- al disgusto que genera entre los obreros el
hecho de ser de tal manera considerados; un disgusto que cobra forma exter-
na de la única manera en que ellos pueden formularlo, es decir, la exigencia
de salarios más elevados. Pero una paga mejor, por más que sea una for-
ma de reconocimiento, poco puede hacer para satisfacer la necesidad de ser
reconocidos en cuanto individuos, de modo que el descontento se mantiene.
La intercambiabilidad de las personas traspasa la totalidad de nuestra cul-
tura . No sólo se la encuentra en el anonimato de los empleados que tra-
bajan tras el mostrador de unas grandes tiendas, en la oficina de correos
o en la taquilla de la estación, sino incluso entre aquellas profesiones donde
uno se imaginaría que las relaciones humanas son vitales; en la enseñanza,
por ejemplo, donde la proliferación de ayudas audiovisuales y de los objetos
más diversos intenta salvar la brecha abierta por la total carencia de rela-
ción auténtica entre maestro y alumno. La mayoría de los niños aprenden
desde muy pequeños el juego de la intercambiabilidad. Entran en la escuela
y establecen contacto con la maestra de párvulos, con quien pronto entablan
una relación cuasi filial. Pero descubren que esta relación que se diría
de intimidad y afecto es más aparente que real cuando llega el momento de
pasar a la clase siguiente y a la maestra siguiente; si en realidad ambos
fueran casi madre e hijo, se les partiría el corazón al separarse (y esto no
es en modo alguno una crítica de las maestras de parvulario, que general-
mente consiguen instilar algo de auténtico calor humano en lo que es
esencialmente una situación falsa, pero a quienes no les queda otra opción
que jugar el juego tal como está planteado). Por cierto que a algunos
niños se les parte el corazón, porque todavfano han aprendido el juego de
la intercambiabilidad, y algunos jamás l© aprenderán; a éstos les espera
un difícil camino, pero la terquedad con que asumen su condición humana
quizá podría actuar como un leudante en la masa de la sociedad.
Los pocos que alguna vez piensan en estas relaciones funcionales entre
seres humanos acostumbran a verlas como una consecuencia del crecimiento
de las poblaciones y como una adaptación que nos protege de tener que
r,:
94 Música. Sociedad. Educación
establecer relaciones personales con demasiada gente. Quizá, sin embargo,
la verdad sea lo contrario: una sociedad que no tratase a la naturaleza
(incluyendo a la naturaleza humana) de una manera tan funcional no se
habría permitido jamás, para empezar, crecer de semejante manera. Muchas
sociedades, entre ellas muchas sociedades africanas tradicionaies, tienen
o han tenido complejísimos mecanismos internos que sirven expresamente
al propósito de frenar un crecimiento exagerado, al mismo tiempo que
previenen que la ambición individual desenfrenada prevalezca sobre la
sociedad. En todo caso, en nuestra sociedad, la prueba de la existencia de
tales actitudes funcionales e instrumentales se da claramente tanto en la
ciencia como en la música.
En la música clásica occidental también son intercambiables los ejecu-
tantes. Una obra no se compone para una persona, sino «para canto y
piano», «para violín y orquesta», «para oboe y cinta», o lo que sea. Es
verdad que cada ejecutante aportará a las notas escritas lo peculiar de sus
propias habilidades y de su personalidad, pero le queda muy poca capacidad
de maniobra, puesto que la esencia de la música está en las notas y no en
el ejecutante. Es una situación que damos por sentada, pero que no ha de-
jado de llamar la atención de músicos de otras culturas. El músico sufí
lniyat Khan observó hace más de cincuenta años:
Hombres y mujeres tienen cada uno cierta tesitura de voz, pero el que marca las
voces dice: «No, esto es contralto, soprano, tenor, barítono o bajo», y limita lo que
no se puede limitar ... Además, es probable que el compositor no haya oído nunca
la voz de ese cantante en particular, y haya escrito sólo para cierta tesitura, y cuando
una persona tiene que depender de lo que ha escrito el compositor y debe cantar
en una tesitura que le ha sido prescrita, ha perdido la que era · natural de su
propia voz 6.
Es natural que un músico indio, para quien un ejecutante no tiene
más que pulsar unos pocos sonidos en el sitar para revelar su personalidad,
tenga especial tendencia a advertir esta despersonalización del ejecutante
occidental, un fenómeno que incluso resulta destacado por las convenciones
que la música de Occidente impone a la interpretación: por ejemplo, la
uniformidad en la vestimenta, la uniformidad en los movimientos del arco
en el sector de las cuerdas y la distancia establecida entre los músicos y
el público. Dentro del conjunto, también, los músicos son intercambiables,
dado un nivel aceptable de competencia técnica, e incluso se puede cambiar
una orquesta entera por otra sin que por eso se modifique esencialmente
para nada la sinfonía de Bethoven, la suite de Bach o el concierto d~
Mozart.
Me referí ya antes a las actitudes contrastantes hacia el tiempo que se
dan en la música occidental y en otras, así como el concepto mecanicista
del tiempo que sostienen los científicos de la tradición clásica occidental.
La idea del tiempo como una corriente en perpetuo movimiento, que viene
6
Sufí Iniyat Khan, Music, Lahore, Sh. Muhammed Ashraf, s.f., reimpresión 1971,
p. 51.
La visión científica del mundo 95
desde alguna parte y va hacia alguna parte, del tiempo como una progre-
sión lineal desde un comienzo hasta un final, encuentra un paralelo en la
naturaleza finalista de una obra de música clásica, en cuanto va progre-
sando desde un comienzo definido hacia su final predeterminado, ocupando
un segmento exactamente predecible del tiempo (de un tiempo homogéneo)
en que cada sección se articula, sumándose, a la anterior y a la que le
sigue, marcada cada una de ellas por la periodicidad incesante del ciclo
1-IV-V-I como el péndulo oscilante de un reloj.
Una de las funciones de la compleja articulación temporal de una obra
clásica es evitar que quien la escucha se pierda en el tiempo, que no sepa
dónde está en relación con el comienzo y con el final de la música. La
proliferación en nuestra sociedad de toda clase de relojes y la reiteración
constante de información horaria por radio y televisión dan testimonio
de una necesidad -que por cierto supera con creces las exigencias reales de
la vida diaria- de saber qué hora es; en música, los recursos de articu-
lación como las introducciones, peroraciones, transiciones, recapitulaciones
y todas las estructuras temporales como sonata, rondó, aria de capo y
otras, sirven para ayudarnos a mantener nuestra orientación en el tiempo.
Quien escucha una obra que desconoce, en tanto que esté familiarizado
con estos recursos -y para estar familiarizado con ellos no es necesario
que sepa sus nombres- sabrá siempre dónde está en la música; y la inca-
pacidad de hacerlo será motivo de inquietud e incomodidad. Según mi
experiencia, muchas personas habituadas a los conciertos se encuentran
incómodas con gran parte' de la música moderna, simplemente porque «uno
no sabe dónde se encuentra en ella»; estas personas no pueden relajarse
y dejar de preocuparse por su orientación en el tiempo.
A diferencia de la mayor parte de los músicos no europeos, un com-
positor posrenacentista juega con el sentido del tiempo de sus oyentes.
La música no existe puramente en tiempo presente, no toma cada momento
tal como viene, sino que conduce al oyente hacia adelante, hacia aconteci-
mientos futuros, con frecuencia en pasajes que no tienen en sí gran interés
intrínseco. Hemos visto que buena parte de un movimiento clásico existe
simplemente para espaciar los acontecimientos importantes y llamar la
atención sobre ellos; éstos, por así decirlo, no están plenamente presentes,
ya que sólo aquellos elementos a los que llamamos temas existen cabal-
mente en el presente musical.
Esta visión lineal y dinámica del tiempo discrepa de lo que hemos
observado en otras culturas, y así como nuestra música clásica existe más
en el pasado y en el futuro que en el presente, también así vivimos; la
verdad es que parece que hubiéramos perdido en gran medida la capacidad
de vivir simplemente en el presente. Lo que Max Weber llamaba la ética
protestante se relaciona evidentemente con esta actitud, que burdamente
expresada significa que estamos dispuestos a pasarlo mal en este mundo
para después pasarlo bien en el otro. Traducida a términos seculares, la
ética protestante se convierte en la motivación subyacente en la indus-
trialización de la sociedad y en la pesada faena, alienante y aburrida, que
para la mayoría de las gentes de hoy (y no solamente entre el personal
 96 Música. Sociedad. Educación
subordinado, ya que lo mismo sucede en los niveles ejecutivos) pasa por
11 ser «su trabajo». Es necesario que nos aguantemos durante equis días por
1
semana (los menos que sea posible) haciendo algo que, por no decirlo en
'1
forma más enérgica, preferiríamos no estar haciendo, con el fin de disfrutar
1
durante el resto de la semana de las comodidades materiales compradas
con nuestro esfuerzo y el de otros, y que nos aguantemos cincuenta (o
cuarenta y nueve, o aunque fueran treinta y nueve, poco importa) semanas
!
de esto para poder disfrutar anualmente de unas pocas semanas de ocio
o de algún paquete turístico. Daniel Bell señala la dicotomía que impone
la sociedad moderna al exigir que un hombre se ajuste a la ética protes-
tante en su trabajo y se lance de lleno a la vida alegre en los momentos
,¡ de ocio, para así cumplir con el imperativo de llevar al máximo tanto la
1
producción como el consumo 7 • El problema es que una vez que desaten-
demos el don del presente, perdemos rápidamente la capacidad de dis-
frutarlo; el tiempo de ocio se convierte en algo que nos pone un poco
incómodos y que ya no podemos disfrutar en esa forma espontánea que
parece una felicidad reservada únicamente para los modelos que posan
para anuncios de viajes.
El tiempo viviente, el tiempo tal como de hecho lo vivimos, no es
homogéneo ni avanza a la velocidad constante que nos sugiere el movimien-
to de las agujas del reloj. La leche nunca hierve mientras la vigilas, los días
pasan con más rapidez cuando estamos felizmente ocupados, a un niño de
:I cinco años le parece que la Navidad y el Día de Reyes no llegarán nunca,
y los años pasan con más rapidez a medida que envejecemos... por más que
;j actualmente quizá la televisión, con sus programas de media en media
i hora, condicione a nuestros niños a un tiempo homogeneizado por el reloj
1
mucho más precozmente de lo que jamás pudieron estarlo las generaciones
anteriores. Pero pese a todo, nos guste o no nos guste, son las exigencias
del reloj las que nos rigen. Regidos por él fichamos al entrar y salir del
trabajo, fijamos horas de encuentro y procuramos cumplirlas; el día escolar
está parcelado, mecánica e inexorablemente, en trozos iguales, que hay que
'[ rellenar aunque nadie esté ganando nada con ello, y que han de ser respe-
tados interrumpiendo en el momento prefijado cualquier actividad, aun
cuando se esté en lo mejor de la diversión o del aprendizaje. Así la sinfonía
se ve llevada en alas de sus acentos, parejamente espaciados, de su ciclo
incesante de 1-IV-V-I, desde un nítido comienzo inconfundible hasta
un final ya desde el comienzo establecido. No podemos demorarnos en un
i sonido fascinante ni repetir una melodía por su forma ingeniosa; todo
está subordinado a las exigencias del diseño temporal, todo es arrebatádo
,1
por la corriente del tiempo lineal. El oído del músico, como el ojo del
1
científico, no puede darse el lujo de dejarse seducir por lo hermoso, lo
atrayente, lo sobrecogedor; debe llevar adelante su propósito de construir
1¡¡
11
el gran diseño.
En otro capítulo nos ocuparemos de las consecuencias que tiene para
la educación este lugar supremo que ocupa, en nuestra sociedad, el modelo
7 Daniel Bell, op. cit., p. 477.
La visión científica del mundo 97
científico del conocimiento; aquí nos limitamos a observar que una de las
consecuencias de esta visión del conocimiento como algo abstracto y que
existe aparte de la experiencia vivencia! de quien conoce es el acceso al
poder del experto, es decir, de la persona que dispone de conocimientos en
un campo determinado (puesto que es imposible que nadie sea exper-
to en todo), y cuya autoridad es, a todos los fines prácticos, absoluta, pese
al hecho de que es bien probable que sus veredictos cambien constantemen-
te; para verlo no hay más que mirar las modas, con frecuencia mutuamente
contradictorias, que se suceden en dominios como el de la educación y la
medicina; cada una de ellas defendida por batallones de expertos, con una
autoridad que parecería haberles sido conferida por Dios. La radical medida
en que personas inteligentes, y presumiblemente bien informadas, pueden
discrepar entre sí sobre todos los temas imaginables sólo se explica si se
considera el conocimiento no como una cosa abstracta y absoluta, sino
como una relación entre el cognoscente y lo conocido, como algo que es
función tanto del uno como del otro. Si no fuera así, el acuerdo entre
personas inteligentes e informadas sobre todos los temas importantes sería
completo. Pero por más que el sentido común nos permita ver que es así,
continuamente nuestra vida pasa a ser propiedad de los expertos por cuya
mediación ha de ser validada nuestra experiencia. Tenemos expertos que
nos dicen que estamos enfermos y que nos dicen cuándo volvemos a estar
bien (con lo que se arrogan para sí el derecho de cada individuo a sus
propias experiencias corporales), expertos que nos dicen que necesitamos
una nueva autopista u otro modelo de avión supersónico, expertos que nos
enseñan a decorar nuestra cas.a y cómo debe ser nuestra vida sexual o cómo
tenemos que educar a nuestros hijos, expertos que pintan cuadros y com-
ponen -y tocan- ·música por nosotros, y finalmente, expertos que nos
dicen cuáles de los productos de esos expertos en composición o en ejecu-
ción debemos escuchar. ~-·
Losúltimos ejemplos nos hacen pensar hasta qué punto el acto de la
creación artística ha llegado a ser algo ajeno y remoto para la mayoría
de las gentes. En tanto que de labios afuera rendimos homenaje a la creati-
vidad del hombre común, de hecho sólo hay una ínfima minoría de la po-
blación que se considera capaz de escribir un poema, pintar un cuadro,
con;iponer una pieza de música -por no hablar de hacer una película o
un programa de televisión-, o de diseñar y fabricar una silla o un receptor
de radio. La creación -el proceso esencial del arte- es inaccesible para
la mayoría, que debe conformarse con la contemplación de obras ajenas; la
evaluación y la crítica se convierten en accesorios vitales del arte, puesto
que el receptor de la obra, al carecer de la experiencia creativa, carece
también de la necesaria confianza en su capacidad para distinguir lo que
merece ser contemplado de lo que no lo merece. Al entregar a los profe-
sionales la función creativa del arte reforzamos la tendencia cismática de
nuestra sociedad, la división entre los que producen y los que consumen.
Por cierto que todos somos consumidores de algo que no hemos producido,
pero en la actualidad es cada vez mayor el número de gentes que no pro-
ducen nada, en el sentido físico, y que se ocupan exclusivamente de manejar
r 98 Música. Sociedad. Educación
materiales simb6licos: los oficinistas, la mayoría de los profesionales, los
vendedores, los hombres de negocios en general. Para bien de la sociedad,
se espera de nosotros que consumamos cada vez más lo que otros producen,
y la sociedad emplea a algunos de sus ingenios más agudos y brillantes para
persuadirnos de que así lo hagamos.
En esta sociedad de consumidores, el artista se ve empujado, de grado
o por fuerza, al papel de productor de un bien que -eso espera- otros
querrán consumir. Se ve obligado a adoptar las tácticas del publicista,
i1 aunque más discretamente, contratando agentes, editores y representantes
,1
:1 que ofrezcan su producto al público, y ocasionalmente, él mismo incurre en
tretas publicitarias para llamar la atención. Las conferencias con equipo
de submarinista de Dalí, el pelo decolorado y las gafas redondas de David
Hockney, son dos ejemplos modernos que acuden a la mente, en tanto que
la famosa negativa pública de Beethoven a descubrirse ante «un mero rey»
me ha impresionado desde siempre como el mejor recurso publicitario de
la historia del arte occidental. )?ara hacerse conocer es menester llamar la
atención de un crítico que escriba artículos elogiosos en loor de la obra
del artista, con frecuencia en · desmedro de quienes rivalizan con éste por
la atención del público (por ejemplo: «Los métodos estocásticos generados
por ordenador del señor A reflejan una comprensión mucho más profunda
de los procesos básicos de la música que el serialismo total de los señores X
e Y», o «Al continuar escribiendo música tonal, el señor B se mantiene
i saludablemente alejado de los elegantes excesos de la vanguardia, tal como
i y especialmente nuestras salas de concierto, están atestadas hasta la sofo-
los ejemplifican los señores A, X y Z», y así sucesivamente); de hecho,
la mafia imperante en ei mundo de los editores, agentes y empresarios ar-
tísticos no le va en zaga a la que maneja la Bolsa o el mundo publicitario.
Quienes hayan acertado a oír conversaciones entre compositores jóvenes
sabrán que la discusión se centra más en la pugna por conseguir actuaciones,
comisiones y publicaciones que en temas puramente musicales.
En arte, la polaridad productor-consumidor, que refleja la polaridad
de que está impregnada nuestra sociedad, significa que cada vez se les
asigna más valor a los productos del proceso artístico y cada vez menos al
proceso como tal. Así como en nuestra vida económica tenemos la atención
puesta en el producto y no en los medios de producción -¿a quién se
le ocurriría que el reluciente coche, bello como un sueño, que le muestran
en la exposición de automóviles, con una incitante rubia en minibañador
sentada sobre el capó, pudo haber nacido en el ígneo infierno del alto horno
y en la pesadilla estrepitosa de la línea de montaje?- también en arte
valoramos el objeto, sea éste el cuadro limpiado y restaurado cuidadosa-
mente para después venderlo en cientos de miles, cuando no en millon'es de
libras, dólares o pesetas, la ópera primitiva, restituida por devotos eruditos
a su orquestación original y embellecida con ornamentos auténticos de la
época, la primera edición de la comedia o el drama, despojada de todos
los aditamentos tradicionales y, en nuestro propio tiempo, la obra musical
que se graba dirigida por el compositor, en el intento de fijar de una
vez por todas el objeto artístico ... y no tenemos en cuenta las capacidades
creativas de las gentes ordinarias. Los objetos artísticos que la mayoría
La visión científica dd mundo
de nosotros somos capaces de producir quizá no sean comparables con los
de un Beethoven o un Rembrandt, ni siquiera con los de Grandma Moses
o Rousseau, «el Aduanero», pero el proceso creativo satisface una necesidad
99
no menos profunda. Nuestra pasión por la preservación contrasta fuerte-
mente con la costumbre de los chopi, que después de preparar y ejecutar
una obra (en la cual ha participado la comunidad entera) durante un año
más o menos, están totalmente dispuestos a olvidarse de ella y reemplazarla
por una creación nueva.
En tanto que consideremos que el elemento esencial del arte es el objeto
creado y no el proceso creativo, estaremos atados a la preservación de
todo lo que ha producido el pasado. Y, sin embargo, pese a todos los
esfuerzos por mantenerlas vivas, las gentes se mueren, y seguirán murién-
dose. La muerte es, en nuestra sociedad, una presencia innombrable; no
podemos aceptarla como un hecho y no podemos llorarla, y por detrás
de buena parte de la investigación médica se oculta una no formulada
-ni siquiera examinada- esperanza de inmortalidad. Entre tanto, usamos
la inmortalidad aparente de una obra de arte a modo de sustituto de la
inmortalidad que deseamos y que no podemos alcanzar.
Si se piensa que una obra de arte está en cierto sentido viva, se le ha
de permitir que muera cuando le llegue el momento, y se la ha de llorar si
es preciso. Así como si nadie se muriera no habría lugar para vidas nuevas,
las obras de arte del pasado, a las que no dejamos morir, nos están dejando
un espacio insuficiente para nueva vida creativa. Nuestras galerías de arte,
cación de obras pasadas, a muchas de las cuales, como a la Ultima cena
de Leonardo, se las mantiene con vida por métodos que imponen a la
visión del artista tanta violencia como la tienda de oxígeno y el goteo a
que se recurre para impedir que el nonagenario moribundo termine su
vida en paz y con dignidad. Es probable que los griegos que saquearon
Troya, los soldados de la Commonwealth inglesa de Oliver Cromwell, que
hicieron añicos los vitrales de las catedrales y los de Enrique VIII de Ingla-
terra que arrasaron con los monasterios hayan tenido un concepto más
auténtico de la función y del pqder del arte que los más asiduos conserva-
dores de museos, ministros de turismo o productores de son et lumiere.
Como dice Anatol Holt: «Todos recordaréis probablemente el desastre
acaecido en Florencia con las inundaciones, y el gran daño que sufrieron
las obras de arte allí guardadas. Al respecto, yo tuve sentimientos muy en-
contrados. Pensé que, desde cierto punto de vista, se lo podía considerar
más como algo bueno que malo; es decir, que sí, es una ocasión de duelo ...
pero por otra parte es algo que deja espacio libre. Fijaos que, totalmente
aparte del espacio físico en que se las guarda, en el mundo no puede haber·
más que cierta cantidad de obras maestras, y se han de producir otras
nuevas, cuyas relaciones con vuestras viejas obras maestras son quizá difí-
ciles de entender» 8•
de Mary Catherine Bateson, Our Own Metapbor, Nueva York, Knopf,
1972, p. 310.
r~ 100 Música. Sociedad. Educación
No estoy proponiendo la destrucción deliberada de obras de arte, como
tampoco propongo que se asesine a los viejos. Sin embargo, es necesario
que reconozcamos su término natural de vida y lo respetemos, en vez de
tratar de inmortalizarlos. Una obra de arte tiene su momento de gloria
mayor en el momento de sti creación, independientemente de que su propia
época se la reconozca o no; sirve a su tiempo quizá durante muchas gene-
raciones y, amorosamente, se le ha de permitir que muera. La exhumación
i¡, triunfante de otro concierto barroco para oboe, o de un ballet francés del
siglo xrx va en contra de la naturaleza misma del proceso creativo. Incluso
la música de Bach y de Beethoven habrá servido algún día a su tiempo
'i y habrá muerto, y quizá ese día esté más próximo de lo que nos imagina-
mos. En nuestro amor por los procesos del arte y de la vida debemos
estar preparados para dejarlos pasar. La creación de nueva vida sólo es
posible si la vieja va dejando el espacio suficiente, como lo demuestra tan
trágicamente el presente estado desesperado de superpoblación del mundo,
generado en gran medida por la negativa occidental a enfrentar el hecho
de la muerte; de la misma manera, el arte nuevo sólo puede florecer
cuando la gente puede verlo y oírlo con ojos y oídos no comprometidos
con obras maestras anteriores. Y sólo si nos desvinculamos de todo aquello
podemos recuperar la auténtica relación con nuestro pasado que tan inútil-
mente intentan lograr los conservadores de pasadas obras maestras, y que
otras culturas, al parecer, mantienen con tan poco esfuerzo.
La labor de los musicólogos ha tenido otro efecto, que se relaciona
con la pasión por el conocimiento abstracto: sabemos más de la música
del pasado y de su historia que quizá ninguna otra generación en la historia,
y sin embargo la vivencia que tenemos de ella está gravemente viciada.
La actitud musicológica impregna nuestra vida musical; cuando prepara
un programa de concierto, automáticamente el intérprete dispondrá en
orden cronológico las piezas que lo integran, y cualquier otra disposición
será necesariamente resultado de una decisión consciente. Los programas
de música que se emiten por radio tienden a estar construidos en torno de
una idea musicológica o histórica: una comparación entre dos compositores
o ejecutantes, la forma en que evolucionó un compositor desde el Op. I
al Op. X, la relación del artista con sus fuentes literarias, y cosas seme-
jantes. El concepto mismo de un «programa bien equilibrado» depende
de tales consideraciones, lo mismo que la idea, más reciente, de una co-
lección de discos bien equilibrada; ambas suponen tácitamente que los
conocimientos sobre música son más importantes que tener de ellac--Utla
vivencia directa, y en ninguno de los dos casos parece que tuvieran mucha
importancia las consideraciones referentes al puro placer de oír.
Así, tanto en música como en otros aspectos de la vida, hemos llegado
a delegar nuestra experiencia a los expertos, y no sólo a los que componen
y ejecutan la música en nuestro nombre, sino también a los que nos dicen
qué es lo que debemos escuchar y convierten su condición de expertos en
el filtro de nuestra experiencia. Realmente, quienes dicen que ellos nada
saben de música, pero sí saben qué es lo que les gusta tienen suerte;
la mayoría de los que no son expertos en música no se atreven a formular
La visión científica del mundo
semejante afirmación, ya que con frecuencia tienen miedo hasta de decir si
101
una pieza determinada les ha gustado sin haber averiguado primero cuál
es la opinión del experto. Esta es la trampa que acecha a la sociedad que
reverencia el conocimiento abstracto; un conocimiento así, en vez de difun-
dirse a través de la sociedad, sólo puede ser accesible a unos pocos, y da
a quienes saben el poder sobre los que no saben. Como no hay quien
pueda saberlo todo, no sólo nos encontramos con que es cada vez más
difícil controlar a los que saben, o pretenden saber, sino también con que
el conocimiento de los que saben se da en campos tan pequeños, y unido
a una ignorancia tal de todo lo que está fuera de tales campos, · que son
incapaces de tomar decisiones sensatas sobre cuestiones que afectan a la so-
ciedad como tal. Los ingenieros que construyen autopistas son los últimos
a quienes se puede pedir un pronunciamiento sobre la necesidad de las
autopistas, como tampoco pueden dictaminar los maestros sobre la nece-
sidad de enseñanza, y no hay quien sea tan incapaz como los musicólogos
para hablar con autoridad del placer de oír música.
La separación entre productor y consumidor se ve confirmada por la
habilidad técnica, cada vez mayor, de los ejecutantes. Uno tras otro, en
concursos de piano, violín y otros instrumentos, los jóvenes músicos hacen
gala de una destreza que habría hecho palidecer a Liszt o a Paganini;
el hecho de que de tanto en tanto aparezca alguno con verdadera capa-
cidad e intuición musical no altera el hecho de que, al establecer estándares
de eficiencia técnica a los que un intérprete no profesional no puede apro-
ximarse siquiera, están alejando cada vez más la práctica musical del
alcance del ciudadano promedio, y lo van encasillando en forma cada
vez más compleja en el papel de consumidor. El proceso encuentra para-
lelos en múltiples dominios de la sociedad que hemos ido entregando a los
profesionales: no sólo en la educación, un ámbito donde los jóvenes son
meros consumidores de conocimiento, sino también en la medicina, donde
el paciente acepta pasivamente (las palabras «paciente» y «pasivo» se
derivan del mismo verbo latino) el tratamiento que se le ofrece, sin que
ni a él ni a su familia les quepa ningún papel en su curación, de la misma
manera que aceptan sin cuestionamiento los diversos servicios sociales a
los que la sociedad hace depositarios de sus sentimientos de responsa-
bilidad hacia sus miembros más débiles. Todas son bienes que la sociedad
compra y paga, y todos se van volviendo, en la actualidad, cada vez
más caros, demasiado para que podamos permitírnoslos, por lo menos en
sus formas actuales. El problema sigue siendo en principio insoluble,
mientras la comunidad no recupere sus derechos y responsabilidades en
lo tocante a la educación, la sanidad y los servicios sociales. . . además de
volver a reivindicar para sí misma el derecho a la práctica de la música
y de otras actividades artísticas.
Tal como lo dice Jean Duvignaud en la cita que encabeza este libro,
«por mediación de los símbolos que nos ofrece una obra de la imagina-
ción, participamos en una sociedad potencial que está más allá de nuestro
alcance». A lo largo de los tres siglos de la triunfante visión científica
del mundo ha habido muchas obras de la imaginación que han ofrecido
r~ 10.2
Música. Sociedad. Educación
precisamente ese tipo de sociedad potencial como alternativa a la existente;
Capítulo 5
bajo esta luz se puede ver, en su totalidad, el movimiento romántico. La visión de una sociedad potencial
Sin embargo, en el siglo XX la visión de la sociedad potencial cobró fuerza
y coherencia al ir forjando un lenguaje nuevo, tanto en poesía, música,
pintura y teatro como en el nuevo arte fílmico. Los capítulos siguientes
intentarán trazar los principales rasgos de este nuevo movimiento en la
música; sin la pretensión de hacer una presentación histórica amplia, nos
proponemos simplemente sugerir una manera posible de considerar la
historia de la música en nuestro siglo. Si efectivamente el nuevo movi-
miento ha tenido en su crítica más «éxito» que el movimiento romántico
no viene al caso; lo que sí importa es que podamos encontrar, aquí como
en todas las artes, las formas oscuramente percibidas de ideas que todavía
no han emergido plenamente de la matriz de la sociedad.

No tiene uno más que mirar a su alrededor para ver que nuestra so-
ciedad, tomada globalmente, sigue firmemente adherida a la visión cien-
tífica posrenacentista del mundo, aunque es probable que dicha visión
esté un tanto a la defensiva. Hace ya más de diez años, un artículo pu-
blicado en New Society decía: «Todavía en la década de los años sesenta,
calificar de "científico" a un argumento era un cumplido; hoy se va con-
virtiendo rápidamente en un agravio 1 Sin embargo, aquel artículo se ba-
saba a su vez en varios supuestos, aceptados sin examen, del tipo que
vimos en el capítulo 3, y la conclusión a que llegaba era: «La ciencia,
como repositorio de todo conocimiento objetivo, y del importantísimo
concepto de realidad objetiva, no debe permanecer rígidamente aferrada
a su "método" histórico, si es que ha de sobrevivir a los convincentes
ataques de los anticientíficos.»
No se discute que la ciencia sea el repositorio de todo conocimiento
objetivo (en la medida, poi: cierto, en que se suponga que tal cosa existe);
es más, a todos los fines prácticos cabe considerar como sinónimos las
palabras «ciencia» y «conocimiento objetivo». Lo que sí está en discusión
es el · supuesto, implícito en la visión científica del mundo, de que el co-
nocimiento objetivo, el conocimiento divorciado de quien conoce, sea la
única vía válida por la cual se puede aprehender la realidad. Es una
tesis principal de este libro que la realidad de la experiencia vivencia!,
una realidad que de hecho tiene para nuestra vida mayor importancia in-
cluso que la estructura de los átomos o la de las galaxias, es innacesible
al método científico, y que esta es la realidad que el arte proclama y
explora.
La revolución en el pensamiento científico que se produjo en los pri-
meros años de este siglo, aun siendo muy importante, en lo que se refería

1 Robert Walgate, «Breaking Through the Disenchantment», New Scientist, 18 de

septiembre de 1975, p. 375.
103
,.
r~ 104
Música. Sociedad. Educación
a las actitudes y los supuestos básicos de la ciencia fue esencialmente
superficial. Es verdad que la naturaleza ha llegado a ser concebida en
términos más alejados aún de nuestra experiencia cotidiana, haciendo que
la ciencia se encuentre cada vez más lejos de la cultura del común de las
gentes. Es verdad que se ha llegado a considerar al cosmos como un campo
unificado en el cual todo es parte de todo lo demás, y que ha habido que
abandonar el concepto de una causalidad estricta, y es verdad que el
principio de incertidumbre y el principio de complementariedad han hecho
que algunos científicos se preguntaran con desaliento si no podrá ser, des-
pués de todo, que el universo sea en última instancia incognoscible (cosa
de la que el artista no ha dudado jamás). C. H. Waddington hace una
interesante defensa de la relación existente entre estas ideas científicas y
ciertos movimientos que se dan en las artes visuales (la complementariedad
y la visión global del objeto en el cubismo, por ejemplo, o la totalidad de
Pollock, Tobey y los pintores del expresionismo abstracto, y la visión
holista del campo en la física maderna) 2, pero esto, en primer lugar,
exigiría que los artistas hubiesen leído la bibliografía científica y entendido
sus implicaciones (una suposición sumamente improbable, dado que incluso
entre los físicos de la época eran pocos los que la entendían), y en segundo
lugar, está el hecho de que la revolución del arte en nuestro siglo es algo
más profundo: nada menos que una revuelta contra la visión científica del
mundo en su totalidad, y contra su ética de la dominación. Hemos visto
cómo la música clásica refleja la visión del mundo que dio origen a la
ciencia; entonces, la destrucción de aquella tradición, sea deliberada o
accidental, refleja, en un nivel profundo, un rechazo de su visión del mun-
do, de sus actitudes y de sus valores.
El rechazo se inició en realidad mucho antes, con el movimiento ro-
mántico en poesía, en pintura y en música. Quizá en la música, tradicional-
mente mucho más lenta que las otras artes para captar las nuevas co-
rrientes artísticas, se oigan los primeros ecos previos del romanticismo
en los conmovedores cromatismos y las sutiles disonancias de Mozart,
pero la revuelta resuena por primera vez en voz alta y clara en Beethoven.
De hecho fue Beethoven, a quien generalmente se considera como el ejem-
plar supremo de las actitudes musicales posrenacentistas, quien hizo el
primer intento serio de trascenderlas. Que no lo consiguiera por completo
quizá no sólo se deba a su muerte relativamente temprana, sino también
al hecho de que, al carecer de toda experiencia de culturas musicales extra-
europeas que pudieran servirle como término de comparación con la suya
propia, tal· como hubo de tenerla sesenta años más tarde Debussy, ni
siquiera un genio como el suyo pudo escapar de la abisal profundidad de
su condicionamiento musical. No obstante, en sus últimos años, el único
en su época, había vuelto la espalda al mito central de la cultura europea y
estaba valiéndose furiosamente de la composición para abrirse paso hacia
un modo nuevo, cuyas líneas maestras sólo podía haber percibido oscura-
2 sentimos flotar en un espacio infinito. En estas últimas obras, como en la
1969.C. H. Waddington, Bebind Appearance, Edimburgo, Edinburgh University Press,
La visión de una sociedad potencial 105
mente, y en el cual no tenían sentido el tiempo, el poder y el conflicto.
Murió antes de que su visión hubiera podido cobrar forma plenamente.
Es fácil, e incluso un lugar común en la crítica y en la biografía convencio-
nales, considerar que Beethoven completó en su vida el destino para el
cual lo habían elegido los dioses, y que murió, dejando su tarea más o
menos completa, tras haber elevado el puño para desafiar al cielo. Sin
embargo, sólo tenía entonces cincuenta y siete años, y multitud de pro-
yectos por terminar, y la suya no era edad avanzada en comparación con
la de Haydn, que llegó a los setenta y siete, la de Handel (setenta y tres)
o la de Verdi (casi noventa). Iba por entonces camino de descubrimientos
musicales inimaginables, que (uno se siente tentado de afirmarlo) habrían
cambiado el curso de la música en el siglo x1x; pero hay que admitir
la probabilidad de que no hubiera sido así, puesto que se había adelantado
ya tanto a sus contemporáneos como para que éstos lo considerasen senil
o loco, cuando no ambas cosas; se necesitaron casi cien años para que los
músicos aprendieran a oír y a tocar aquellas últimas obras que sí llegó
a completar.
No fue simplemente que el mundo musical no estuviera preparado para
él; es que Beethoven había vuelto la espalda a la totalidad del conjunto
de mitos y supuestos, no sólo de la música, sino de aquella cultura de la
cual la música occidental es una metáfora. Por eso sus últimas obras
fueron rechazadas durante años, desdeñándolas por excesivamente intelec-
tuales o, a la inversa, por carentes de coherencia intelectual, considerán-
dolas obras de un loco o de un hombre que, en persecución de algún
abstracto ideal de verdad, había dejado a sus espaldas todo lo que fuera
belleza sensual. Por cierto que hoy somos capaces de oír que la verdad
es lo opuesto; que estos últimos cuartetos se cuentan entre la música más
sensualmente bella de toda la tradición occidental. Fue necesario que llegara
Debussy para que volviéramos a oír música compuesta con un oído tan
atento y enamorado de la calidad del sonido, capaz de tan puro deleite
en el sonido como tal.
Ya antes sugerimos que es posible ver, en las formas de la tradición
clásica, una defensa para no perderse en el tiempo. Beethoven fue el primer
compositor de la tradición europea que concibió la posibilidad de salirse
completamente del tiempo lineal. En los últimos cuartetos, los movimientos
en forma de sonata, que se basan en el dramatismo y el contraste, desem-
peñan un papel secundario, ya que su lugar en el centro de gravedad está
ocupado por fugas y variaciones. Una fuga puede inducir un sentimiento de
intemporalidad, como podemos oírlo tanto en la magna fuga de la Sonata,
Op. 106, Hammerklavier, como en la Gran fuga, Op. 133, que originaria-
mente fue el final del Cuarteto en Si bemol, Op. 130, obras en las que
parece que el compositor se hubiera propuesto hacer que nos perdamos en
el torrente sonoro que él crea. La fuga que inicia el Cuarteto en Do sostenido
menor, Op 131, también es intemporal pero de diferente manera; aquí nos
maravillosa serie del Trío Archiduque, Op. 97, y en la última Sonata para
piano, Op. 111, las variaciones se descomponen finalmente en un reposo
~·
'
106 Miisica. Sociedad. Educación
estático. Hasta la propia armonía tonal queda poco menos que abandonada
en el gran Heilige Denskgesang del Cuarteto en La menor, Op. 132.
Sin embargo, ni siquiera Beethoven pudo rechazar del todo el mito
europeo, y es probable que, incluso si lo hubiera logrado, hubiera seguido
siendo una figura aislada. El ciclo tenía que completarse, tenía que agotarse
por sí mismo; en la Europa posrenacentista, la música es un fenómeno
demasiado marginal para haber ejercido gran influencia sobre el curso de
los acontecimientos en la sociedad. Sabemos ya que la música europea del
siglo XIX estuvo dominada por Beethoven, pero era el Beethoven de las
grandes obras del período intermedio, el de las sinfonías y conciertos,
y el de Fidelio. Podría ser que el significado de su música fuera menos per-
sonal, más universal de lo que nos damos cuenta. Cuando dijo aquello
de «Quien adivine el secreto de mi música se liberará de la angustia que
acosa al mundo», ¿no habrá quizá adivinado, con la intuición de un
artista supremo, que la fuente de aquella angustia residía en el dolor de la
conciencia posrenacentista, de la cual su música estaba tratando de libe-
rarse?
La revuelta contra el dominio de la visión científica del mundo, que en
el siglo XIX estaba en su momento más triunfante, se puede percibir una
y otra vez en la música romántica; su fracaso -noble fracaso- se debió
a su incapacidad para proponer un nuevo lenguaje para el discurso. La
rebelión romántica se expresó en el lenguaje, en la retórica y en los gestos
de la armonía funcional tonal, de las estructuras formales de la sinfonía,
el concierto, la sonata y la ópera que se originaron en ella, y su inter-
pretación se mantuvo dentro de las convenciones sociales de la sala de
conderto y del retrato operístico; un hecho que no se le escapó a la
perspicacia de Debussy, como lo atestigua su observación: «Romántico
es un rótulo que en mi opinión no significa nada. El lenguaje de Schumann,
de Berlioz y de Liszt es clásico. En todos ellos oigo el mismo tipo de
3 y consideraron que apenas si estaban insinuando una ligera apertura en
música» • Fue eso lo que posibilitó que la revuelta fuese asimilada, sin
esfuerzo alguno, en la estética prevaleciente en la época.
Y sin embargo, cuando se la entiende y expresa debidaµiente, ¡qué
poder encierra esa crítica! Richard Wagner debe de haberse dado cuenta
sin duda de lo que implicaban sus temas dramáticos, por ejemplo en Der
Ring, donde la situación central de su magno drarpa de la destrucción de
un mundo se deriva de la renuncia del enano Alberico al amor por el
poder, y de la manipulación a que, también en persecución del poder,
somete Wotan a las fuerzas de la naturaleza, simbolizadas por los gigantes
Fasolt y Fafner, que tarde o temprano exigen el precio de sus servicios,
y a quienes se les ha de pagar. Todo, en el ciclo, se deriva de estas pre-
misas, y se pregunta uno qué mejor metáfora podría haber de las opciones
que, sin darse cuenta, ha escogido la sociedad occidental. También me
pregunto por qué, si no sólo se describe a Die Meistersinger como una
3
Edward Lockspeiser, Debussy: His Lije and Mind, vol. I, Londres, Cassell, 1962,
p. 204.
La visión de una sociedad potencial 107
comedia, sino que es realmente muy divertida, he de encontrarme llorando
a lo largo de todo el primer acto, a no ser porque la obra es un himno
en alabanza de todo aquello que, en su persecución del poder, ha descar-
tado la sociedad occidental: la continuidad, la comunidad, el respeto por
la peculiaridad del individuo y, por encima de todo; la educación' en su
sentido más auténtico, el de educación de las emociones, porque eso es
lo que en el transcurso del drama le sucede a Walther van Stolzing. Die
Meistersinger es maravillosamente divertida, infinitamente triste y doloro-
samente bella; y quizá sea significativo que la acción del drama transcurra
en el marco de una sociedad que inmediatamente después · habría de ser
destruida por la visión científica del mundo. Uno siente que entre bam-
balinas hay una comunidad viviente, a quien le interesa Sachs, le interesa
la competición entre los maestros cantores, le interesan Eva, Magdalena
y David, e incluso Beckmesser y Walther, el intruso. El mensaje es de-
masiado claro, demasiado explícito para que pueda no ser intencional;
y sin embargo, los públicos de hoy sólo prestan atención a las condiciones
vocales de los cantantes y a los detalles de la producción y de la dirección
musical. La crítica, como la de la música romántica en su totalidad, ha
sido absorbida y trivializada sin esfuerzo alguno por la corriente principal
de la cultura de clase media. El lenguaje es familiar; el director levanta
la batuta, de la tónica se pasa a la dominante y se vuelve a la tónica, el
espectáculo se mantiene, sin riesgo alguno, en su marco de contención,
y se ha conservado, del principio al fin, una cómoda distancia.
Sólo hacia los últimos años del siglo XIX comenzó la elaboración de
un lenguaje nuevo, que habría de hacer posible la revuelta contra la
propia sensibilidad posrenacentista como tal. Como sucede con muchas
revoluciones, algunos de los líderes se erigieron en destructores conscientes
de lo antiguo, en tanto que muchos otros, probablemente la mayoría,
se vieron llevados por la nueva corriente contra su voluntad consciente
el ancien régime . Siempre es bueno recordar que son pocos los artistas
verdaderamente creativos que se interesan conscientemente por hacer revo-
luciones; la mayor parte de ellos piensan simplemente en la creación que
en ese momento los ocupa, y quizá en un esbozo de la siguiente. Pocos
se interesan por la historia y por el lugar que ocupan en ella; y quienes
lo hacen, como por ejemplo Schoenberg, ocUpan generalmente un nicho
histórico muy especial. Sin embargo, por otra parte, fue Schoenberg quien
expresó, elocuente y coherentemente, su renuencia a ser encasillado en el
rol de revolucionario.
De hecho, esta capacidad de absorber y neutralizar la revuelta, tan
propia de nuestra sociedad, es lo que ha caracterizado en nuestro siglo
no sólo a la música clásica, sino a la historia de la música. Y esto es válido
también en otros campos; no hace mucho, un director teatral de van-
guardia señaló con desgtgrado que <<hoypor hoy, los públicos de clase
media consumen Brecht como si fuera un nuevo cereal para el desayuno».
Uno tras otro, los grandes revolucionarios van siendo absorbidos por el
torrente principal del repertorio de concierto, y su revuelta queda así
r 108 Música. Sociedad. Educación
neutralizada. En nuestra propia época hemos presenciado la domesticación
de Debussy, de Satie y de Stravinsky. Schoenberg (o por lo menos parte de
su música) y Webern están teniendo cierta aceptación entre el público
de concierto de clase media, I ves va perdiendo buena parte de su poder de
inquietar, ·y en cuanto a Mahler y Berg, se convierten poco a poco en
favoritos de las salas de concierto y de ópera. Y sin embargo, en su mo-
mento cada uno de ellos tuvo algo importante que decir de nuestra cul-
tura (y a nuestra cultura), y todavía hoy se puede percibir algo de la fuerza
de aquel mensaje. Y lo que tenían que decir no se revela en la superfide
de la música, en su mensaje manifiesto ni en su tema; el triste destino de
Wozzeck bien puede arrancar lágrimas al público, pero no hará que nadie
dé sus bienes a los pobres, como tampoco la Oda a la alegría induce
a abrazarse a quienes escuchan la Novena sinfonía. No; tal como lo encon-
tramos en nuestro examen de la tradición clásica, aquí descubriremos que
el significado se oculta en las técnicas mismas. Aun cuando sea una exage-·
ración decir que el medio es el mensaje, es verdad que el medio es portador
de un mensaje que, como sucede con tantos gestos espontáneos, suele tener
más importancia que aquellos que hacemos en forma deliberada.
Si, como ya lo he sugerido antes, la armonía funcional tonal es un
sistema sintáctico de relaciones entre acordes mediante el cual se crean y
se satisfacen expectativas, se generan y se resuelven tensiones, y si su
evolución histórica puede ser considerada como el incremento progresivo
de la tensión por medio del uso de sonidos cada vez más disonantes (acep-
tables en la medida en que finalmente se pueda demostrar que se relacio-
nan con la estructura lógica del discurso), y de un incremento en el nivel
de expectativa mediante el recurso de demorar tanto como sea posible su
satisfacción, entonces ambas tendencias llegan a su culminación en las obras
de Wagner y, en la forma más obvia, en Tristán e !solda.
Con la intuición del gran artista, Wagner vio (aunque quizá no en
forma completamente consciente; en el trabajo artístico es imposible trazar
con precisión la frontera de la actividad consciente) la analogía entre la
historia de los amantes cuya pasión era tan intensa que sólo en la muerte
podía hallar correspondencia, y las técnicas de la armonía tonal forzadas
hasta el punto de ruptura. Al comienzo del famoso Preludio se oye una
disonancia que se resuelve en otra y luego en otra, y así sucesivamente
a lo largo de todo el transcurso del drama. Esta famosa disonancia, que
ha llegado a ser conocida como el acorde de Tristán, sólo se resuelve en
los últimos momentos del drama: tres enormes actos y casi cinco horas
más tarde. Ambos amantes ya han muerto, y así como sólo en la muerte
ha podido satisfacerse su amor, sólo en el momento de la representación
de esa muerte puede res_olverse la disonancia.
Esto pareció ser más o menos el límite extremo hasta el cual podían
estirarse, sin llegar a una total ruptura, los recursos de la armonía funcional
tonal. Si en la música armónico-tonal vemos una metáfora del temperamento
racionalista e individualista del hombre occidental, entonces W agner nos
presenta, en una forma auténticamente mítica. su propia situación en los
La visión de una sociedad potencial
últimos años del siglo xrx, que era más o menos el punto máximo hasta
donde se podía llegar en aquella época por la senda del racionalismo
109
y del individualismo. Treinta años después habría de decir Debussy que
Wagner fue un crepúsculo que se había creído una aurora, y hoy podemos
ver que tenía razón; W agner se yergue al final de una antigua tradición
y no, como él mismo pensaba, al comienzo de una nueva.
Por cierto, Wagner estaba componiendo un drama musical, no demos-
trando una cuestión técnica, pero a sus sucesores les legó un problema
terrible. Dadas las tendencias gemelas de la música armónico-tonal, si los
recursos de la tradición habían sido forzados hasta el punto de ruptura,
¿qué más podía hacer un compositor, sin salirse del dominio de la cultura
racionalista de Occidente? Aquí volvemos a ver algo de la naturaleza
profética del arte, puesto que el dilema de los músicos en los últimos años
del siglo xrx fue una metáfora y un modelo de la situación con que se
han enfrentado los occidentales durante todo el siglo actual, aunque sólo
en nuestra propia época haya alcanzado el punto crítico. Así como, en
la tradición armónico-tonal, la relajación que la música intenta alcanzar
por medios lógicos se vuelve cada vez más esquiva, lo mismo le pasa al
occidental: cuanto más intenta hallar la paz, la seguridad y la satisfacción
de sus necesidades mediante la proliferación de medios materiales y man-
teniendo divorciados de los valores los productos de su voluntad y de su
intelecto, más se alejan de él tales objetivos; cuanto más intenta progresar,
más destruye aquello mismo que desea obtener. El dilema se planteó en
forma metafórica décadas antes de que el problema como tal emergiese
de la matriz de la sociedad.
Cuando Debussy se quedó atónito, en 1889, ante las actuaciones de
los músicos javaneses y anamitas, debe de haber sido sólo uno de los
millares que oyeron esa música y se maravillaron ante ella. Sin embargo,
fue él, y sólo él entre los músicos de su época, quien encontró que aquella
música se dirigía a su intimidad; sólo él estaba preparado. Se nos cuenta
que, siendo estudiante, improvisaba al piano para burlarse de la conster-
nación de sus compañeros que, como él decía, no eran capaces de oír un
acorde si no podían ponerle nombre. Por temperamento, Debussy se había
rebelado ya contra la naturaleza racionalista y abstracta de la música
armónico-tonal y de la composición sinfónica; el gamelán sólo vino a con-
firmarle lo que él ya sabía: que otras clases de pensamiento musical eran
posibles, e incluso necesarias, después de la música de Wagner.
Debussy había nacido en 1862, de modo que se educó en las décadas
de 1870 y 1880, cuando la marea wagneriana arrasaba con la cultura
musical francesa. Durante cierto tiempo se vio totalmente inmerso en ella,
pero finalmente logró salir a flote, no sólo con la ayuda de su amigo
Erik Satie, sino también por obra de su propio enamoramiento del so-
nido. Quizá parezca raro describir a un compositor como enamorado del
sonido, ya que uno esperaría que un estado así fuera característico de
todos los músicos. Pero, como ya señalamos, a la tradición clásica no
le interesaban los sonidos mismos, sino las relaciones existentes entre

r 110 Música. Sociedad. Educación
ellos, las pautas en que se los podía organizar y el peso intelectual y
emocional que eran capaces de soportar. Debussy, por su parte, amaba el
sonido como tal; lo que le fascinaba era el carácter inmediato de la expe-
riencia sensual. En una ocasión comentó que él cambiaría todas las sinfonías
de Beethoven por un solo amanecer; una observación poco cautelosa, quizá,
y que no ha de ser tomada demasiado al pie de la letra, pero que es un
indicio de un estado de ánimo.
No es cuestión de restar importancia a Debussy, considerándolo un
esteta que se regodeaba con negligencia en la sensualidad de un baño
tibio; por el contrario, fue hombre de mentalidad aguda, disciplinada y
sumamente perceptiva. Lo que oímos en su música es un nuevo --o un
recuperado-- respeto por la naturaleza, que para él significaba la natu-
raleza de los sonidos. El sonido ha dejado de ser una materia prima
rudimentaria, que por la fuerza de la voluntad y del intelecto se ha de
poner al servicio de la comunicación humana; es algo que ha de ser
escuchado y amado por sí mismo. Paralelamente, en su música la natura-
leza no se presenta como un mero telón de fondo y soporte del drama
humano (como por ejemplo en la Sinfonía Pastoral beethoveniana, el
Moldava de Smetana o la obertura para Der Fliegende Hollander, de
Wagner); es una entidad autónoma, independiente de los valores humanos.
En La Mer, por ejemplo, a diferencia de lo que sucedía con aquellos
primeros paisajes y marinas, no hay figuras humanas, ni marineros, ni nau-
fragios ni amenaza alguna (un concepto humano); en una palabra, no
hay drama. Es el mar inocente, tal como era antes de la aparición de la
raza humana y como será cuando ésta se haya ido, sin otro diálogo que el
del viento y el mar, sin más juegos que los de las olas.
Incluso en las primeras obras, donde Debussy todavía no había eman-
cipado al sonido individual de su posición de eslabón en una cadena lógica,
oímos cómo se deleita en el sonido por el sonido mismo; algo que quizá
no sea un fenómeno completamente nuevo en los últimos años del siglo XIX,
pero que es nuevo en cuanto, en la composición, le cabe una función
estructural más bien que puramente decorativa. Recordemos, por ejemplo,
el maravilloso comienzo de Prélude a l'Apres-midi d'un Faune, con su
solo de flauta en el registro grave y los rápidos glissandi del arpa que dejan
sin resolver un acorde disonante, en lo superficial no muy diferente del
acorde de Tristán (y decididamente, en el nivel consciente, influido por
éste), pero que no muestran la menor urgencia por resolverse y, por ende,
habitan un mundo diferente del de Wagner. Con todo su aire de espon-
taneidad, esta música está tan precisamente calculada como una fuga de
Bach; su misma precisión de concepto y de construcción excluye cualquier
asomo de sentimentalismo o de nostalgia. Pese a su tema manifiesto -las
cavilaciones sensuales de un fauno de la antigüedad sobre las laderas del
Etna- su mirada no se demora en ningún mundo perdido, sino que es
más bien un manifiesto en pro de una «sociedad potencial que está más
allá de nuestro alcance», una sociedad que vive felizmente en el presente,
libre de las limitaciones del tiempo que marcan los relojes y de la urgencia
111
La visión de una sociedad potencial
de dominio. Nada hay de asombroso en que Pierre Boulez
música moderna se despierta con la: flauta del Faunm> •
4
dijera que «la
Para Debussy, un acorde no se limitaba a ser un eslabón en una ca-
dena lógica, un instrumento para un fin expresivo; era casi un fin en
sí mismo. Hemos visto, por ejemplo, cómo en la práctica clásica el acorde
de séptima de dominante tenía una función claramente definida, en cuanto
expresaba un impulso de retorno a la tónica, pero en el preludio para
piano La Cathédrale Engloutie, de 1910, encontramos una cadena descen-
dente de séptimas dominantes (compases 62-64) que no se resuelven nunca
sobre la tónica ni muestran la menor urgencia por hacerlo; funcionalmente,
no son séptimas dominantes, sino más bien sonoridades escogidas sólo
por su sonido concreto. No se resuelven porque Debussy no las percibe
como disonancias; de hecho, aquí los conceptos de consonancia y disonancia
no tienen más significado que en un repique de campanas.
Otro pasaje del mismo preludio (compases 28-40) representa la sal-
modia de los monjes; aquí Debussy toma una tríada simple (ella misma,
en su segunda inversión, una disonancia de acuerdo con la práctica clásica)
y la va moviendo, tratándola como si fuera un sonido en sí misma, y no
como un miembro de una secuencia armónica. El Do muy bajo que puntúa
las frases tiene especial importancia. Un compositor anterior lo habría
tratado como un bajo armónico o como un pedal, y para obtener el máximo
de peso y de fuerza sonora, le habría agregado el Do de la octava supe-
rior. Pero la combinación de ambos Does genera un sonido de altura
mucho más precisa, en tanto que lo que quería Debussy era el sonido
del Do muy bajo, que en el piano puede resUltar mal definido, para re-
presentar el sonido de una campana de registro profundísimo, y cuya altura
también es incierta. Ese Do bajo, ahí solo, mucho más grave que el resto
de la música, es una sonoridad · que pertenece exclusivamente al piano y
no se deja transcribir para orquesta ni para ningún otro instrumento o
combinación de instrumentos. Sólo la mano que pulsa el teclado puede
producir el sonido (más bien que la altura, aunque ésta sea, naturalmente,
un aspecto del sonido) que imaginó Debussy.
Una consecuencia de este nuevo interés por el sonido como tal es
que desaparece el impulso hacia adelante de la armonía. La música ya no
crea expectativas, no nos tironea hacia el futuro; se instala firmemente
en el presente, se deja gustar momento a momento. Vivimos en el ahora,
manteniéndonos pasivos, dejándonos penetrar por los sonidos; pasivos,
pero no supinos, sino con la pasividad de quien observa la naturaleza
con el fervor de un amante, dejándola operar con su propio ritmo, sin
forzarla a la acción en un laboratorio. Sin el poder de impulsión de la
progresión armónica, sin la oscilación regular del I-IV-V-1 y sus pautas
de acentuación regularmente recurrentes, volvemos a recuperar algo de la
libertad rítmica de la música medieval o, incluso; de la anamita o javanesa.
4 Pierre Boulez, nota para la funda de la grabación de Jeux, La Mer, Prélude a
l'Apres-midi d'un Faune, trad. inglesa de Felix Aprahamian, disco CBS 72533.
 112
r Música. Sociedad. Educación
Lo que de hecho hizo Debussy fue liberar a la música europea de la
16gica secuencial. Tol como él los usa, e independientemente de que en
el uso clásico sean «consonantes» o «disonantes», los acordes se convierten
en materiales completamente nuevos; el oído ya no intenta analizarlos
ni discernir en qué dirección tienden, sino que simplemente los acepta,
como se acepta un repique de campanas, los sonidos del viento o del
mar: por sí mismos. En su música, además, los timbres instrumentales
se integran en la sustancia del discurso y adquieren por derecho propio
una importancia completamente nueva, en vez de limitarse a una funci6n
decorativa. Nos encontramos mucho más próximos a la vivencia sonora, en
un contacto mucho más sensual y más tangible con el sonido, que en la
música funcional-tonal. Tratamos a la naturaleza (en este caso, a la natura-
leza del sonido) con el júbilo del amante.
Debussy llev6 a cabo una revoluci6n silenciosa, en el sentido de que
su obra se agotó y se detuvo el mecanismo de la música armónico-tonal
europea. Otras cualidades sonoras, aparte de la armonía -y en ocasiones
incluso de la melodía- llegan a convertirse en factores en la construcci6n
de una obra, y en funci6n de ellas desaparece en su totalidad el aparato
clásico de las formas cerradas: los temas, el desarrollo, las modulaciones
y todos los otros recursos desplegados para la articulaci6n del tiempo.
Incluso puede desvanecerse el acento rítmico regular.
Donde encontramos la concreción más completa de las técnicas de-
bussyianas es en el ballet Jeux, una obra desdichada que todavía hoy no es
bien conocida del público de conciertos. Debussy la escribió para la tem-
porada de Diaghilev en París, en 1913. El tema no le gustaba, ni le gus-
taba Nijinsky como core6grafo; en aquel momento, su éxito fue apenas
moderado, y la obra se vio anegada por el escándalo, apenas una quincena
más tarde, del estreno de Le Sacre du Printemps. Hace relativa1nente poco
tiempo que se ha advertido en ella la obra maestra que en realidad es.
Boulez ha escrito el siguiente comentario para la cubierta de su propia
grabación de Jeux:
Jeux señala el advenimiento de una forma musical que, al renovarse instantánea-
mente, pone en juego un modo de escuchar no menos instantáneo... a esta obra no
se le podían aplicar las categorías habituales de una tradición agotada... Debussy
rechazaba toda jerarquía que no fuera la del propio hecho musical. . . el momento y
«el móvil» hacen irrupción en su música; no sólo en la impresión del instante, o de
lo intangible, a lo que queda reducida, sino una concepción relativa e irreversible
del tiempo musical y, más generalmente, del universo musical. En la organización del
sonido, la concepción se expresa mediante una negativa a reconocer las jerarquías
armónicas existentes como únicos datos del mundo del sonido 4•
Lo que, a mi entender, quiere decir Boulez es que Debussy fue más allá
de todas las técnicas tradicionales de la armonía y de la organizaci6n
del tiempo para introducirse en un mundo donde el momento, el ahora,
tiene importancia suprema; no mira hacia el futuro ni hacia el pasado,
ni echa mano de ninguno de los recursos de anticipación ni de evocación
que habían caracterizado hasta entonces a la música occidental. Y la verdad
La visión de una sociedad potencial 113
es que su música tiene una cualidad hipn6tica que nos pone fuera del
tiempo.
Si durante mucho tiempo se pas6 por alto la significaci6n revolucio-
naria de la música de Debussy, la razón reside simplemente en el hecho
de que es tan fácil para el oído. Aun siendo una música que frecuente-
mente contiene disonancias sorprendentes y agudas, están dispuestas con
tal habilidad, y vestidas de un ropaje instrumental y vocal tan fascinante
que todo queda integrado en la consonancia. Por consiguiente, es difícil
darse cuenta de que se ha atravesado un límite importante, en cuanto las
disonancias ya no están grávidas de ninguna urgencia de resoluci6n. Existen
como objetos naturales, como cosas en sí mismas, y no como medios con-
ducentes a un fin. Así, en Debussy, la naturaleza vuelve a ser admitida
por derecho propio en el mundo tonal; una naturaleza que, admitámoslo,
sigue siendo juguetona y soleada o, como dice Pousseur, que evoca más
bien el placer que el pavor respetuoso 5 ; la música de Debussy se encuentra,
a decir verdad, entre las más jubilosas que jamás nadie haya compuesto.
Pero una vez que a ·la naturaleza se le ha permitido volver en sus
propios términos, no hay razón alguna para detenerse. Una vez que admi-
timos que el sonido (es decir, la naturaleza) tiene un valor aut6nomo, una
vez que admitimos la importancia de los sonidos o sonoridades como
objetos en sí mismos., una vez que negamos el argumento armónico, ¿por
qué habríamos de contentarnos con aquellos sonidos que se adaptan a los
cánones del gusto decretados por la sociedad del momento? ¿No podemos
abrirnos auditivamente a todos los sonidos, hasta el último de ellos, por
más misteriosos e inexplicables que puedan ser desde el punto de vista
arm6nico? Hacerlo así constituye un reconocimiento, e incluso una celebra-
ción de lo que hay de misterioso y, en última instancia, de incognoscible
en la naturaleza.
Fue, pues, Debussy quien, para argumentar en contra de la visión
científica del mundo, estableció un tipo de lenguaje que los románticos,
por más nobles que hubieran sido sus logros, jamás llegaron a alcanzar.
Pero quien entendi6 la importancia de la obra de Debussy no fue un
europeo occidental, sino el joven Igor Stravinsky, recién llegado de lo
que para el refinamiento cultural de los parisienses, rayano en el esnobismo,
eran las estepas semibárbaras de Rusia.
Poca duda cabe de que fue su relaci6n con Debussy, a quien había
conocido en 191O tras el éxito sensacional que tuvo en París L' oiseau
de feu, lo que liberará a Stravinsky de las restricciones de la armonía fun-
cional (por más que siendo ruso, y habiendo absorbido por ende de segunda
mano la tradición renacentista, no tuviera tan metido en los huesos el sen-
timiento de la armonía funcional tonal y no sintiera la necesidad de opo-
nerse tanto al peso de la tradición europea. Contaba, además, con la heren-
cia de Mussorgski, quien como bien lo reconocía Debussy, estaba ya más
que a medio camino en aquella misma dirección). El y Debussy habían
s Henri Pousseur, .Fragments Théoriques I sur la Musique Expérimentale, Bruselas,
Institut de Sociologie de l'Université Libre de Bruxelles, 1970, p. 91.
 IM Música. Sociedad. Educación
cocadojuntos en dos pianos diversos pasajes de Le Sacre du Printemps
mucho antes de su estreno en julio de 1913.
El acorde disonante con que se inicia la Danse des Adolescents se
ha hecho casi tan famoso como el acorde de Tristán o las cuatro primeras
notas de la Quinta Sinfonía de Beethoven. Casi ha perdido su cualidad
inquietante, casi ha alcanzado el grado de cómoda familiaridad con que
saludamos a la Quinta beethoveniana o con que oímos la música de la
estatua en Don Giovanni, y sin embargo, en ese acorde se expresa una
subversión mucho más completa de la estética armónico-tonal de lo que
jamás hubiera imaginado Debussy. Los ideales de aquella estética eran
la lógica, la claridad y la transparencia, y este acorde no es claro, ni menos
aun ·lógico ni transparente. Consiste en la superposición de dos acordes
de lo más ordinarios, debajo un acorde de Fa bemol mayor, al que se
superpone una séptima de dominante basada en el Mi bemol, ambos en
una asociación perfectamente arbitraria, que probablemente los dedos de
Stravinsky encontraron mientras jugueteaban sobre el teclado, y aunque
cada elemento tomado aisladamente es perfectamente claro, en el sentido
de que cualquiera es capaz de distinguirlos, la superposición de ambos se
vuelve totalmente impenetrable para el oído. Uno ya no puede identificar
los elementos, y es indudablemente un acorde que no puede desempeñar
11
,¡1
papel alguno en ninguna secuencia armónico-tonal lógica.
Si en las armonías de Le Sacre du Printemps ya no hay lógica alguna
11 en la organización interna del sonido, menos aún la hay en las relaciones
11 entre ellas. Las texturas armónicas --que con más frecuencia son texturas
tl sonoras que armonías en el sentido tradicional- son estáticas y repetitivas.
~r Las melodías -y la obra es rica en ellas- son en general cortas y faltas
°'I de implicación armónica, como las canciones populares; no se desarrollan,
y es frecuente que se centren en forma casi obsesiva en torno de una sola
nota, a la manera de las canciones folklóricas rusas. Los violentos ritmos
corporales, con sus pautas de acentuación continuamente cambiantes, se
separan e independizan de la melodía y de la armonía como sucede con los
de la percusión africana.
Se ha hablado mucho, y quizá demasiado, del hecho de que Le Sacre
du Printemps apareciera en vísperas de la primera guerra mundial; sin em-
bargo, si consideramos que aquel cataclismo representó una irrupción de
irracionalidad después de tres siglos o más de haber estado ésta reprimida
en nombre de la razón, es posible ver en la temprana obra maestra de
Stravinsky la insinuación de una manera de escapar del callejón sin salida
donde se había metido el hombre occidental. En Le Sacre se restituye
la naturaleza -,-y ésta no es una naturaleza bien educada y juguetona
como la de Debussy, sino misteriosa, incognoscible, amenazadora incluso-
al ámbito de lo sagrado, del cual tan rudamente la habían arrancado, desde
el siglo XVI en adelante, los esfuerzos de los occidentales. Aquí, lo mismo
que en Tristán e !solda y en la Erwartung de Schoenberg, como de hecho
en cualquier gran obra de arte, hay una interpretación total entre los me-
dios técnicos y el tema manifiesto: los rituales de la primavera en la Rusia
prehistórica y el sacrificio voluntario de una muchacha como víctima
La visión de una sociedad potencial 115
propiciatoria a las fuerzas de la naturaleza se presentan en un lenguaje
musical que contradice totalmente el prejuicio racionalista y lógico de la
música occidental. De hecho, Le Sacre celebra el misterio incorporado en
el corazón de la naturaleza.
Stravinsky sabía lo que estaba haciendo. Años más tarde, expresó:
«No hay prácticamente tradición alguna que respalde la creación de Le
Sacre du Príntemps, ni ninguna teoría. Yo oía, y escribía lo que oía. Fui
el canal a través del cual pasó Le Sacre du Printemps» 6 • Es un lenguaje
que recuerda más al del chamán o al del sacerdote que al del artista tal
como generalmente se le concibe en la tradición occidental, y de hecho,
le recuerda a uno las palabras ·del chamán-poeta esquimal citado por sir
Maurice Bowra: «Pero sucederá que las palabras que necesitamos adven-
drán por sí mismas. Cuando las palabras que queremos germinen por sí
solas, tendremos una nueva canción» 7 •
Stravinsky no intentó jamás repetir el éxito de Le Sacre du Printemps,
aunque Les Naces es, en cierto sentido, una repetición del mismo tema
en el marco de una boda campesina rusa, que fusiona los rituales cristianos
con los del paganismo. De la misma manera .como en estas dos obras el
compositor creó un ritual, la idea del ritual es como un hilo que recorriera,
hasta el final, la totalidad de su obra. Nuestra época está privada de ritua-
les, de esa repetición impasible de acciones que toda la comunidad conoce
y que, con toda su impasibilidad y falta de expresividad externa, son por-
tadoras de una poderosa carga emocional, que el ritual descarga a tierra
a la manera de un pararrayos, con lo que nos permite celebrar nuestra
común condición humana, las creencias que compartimos y nuestro senti-
miento comunitario. Las tendencias secularizadoras de los últimos trescien-
tos años han despojado a nuestra vida de todo carácter mítico, y si no
existe un mito significativo, no es posible un ritual significativo. Pero si
la echamos por la puerta del frente, la naturaleza vuelve a metérsenos
por la de la cocina, y entonces nuestros mitos falsos y triviales serán ce-
lebrados por rituales falsos y triviales. Nuestro mito referente a la natu-
raleza del conocimiento, por ejemplo, se celebra con exámenes escritos cuyos
resultados quedan documentados en pomposos certificados de educación
y que, como sucede con otros exámenes escritos, probablemente no exa-
minan nada que valga la pena examinar (a no ser, tal vez, la capacidad
del candidato para aprobar exámenes) y son, en cambio, una especie
degradada de rito de pasaje al que sometemos a los adolescentes (degradado
en la medida en que negamos a nuestros jóvenes la experiencia de la
consumación de ese renacimiento ritual que es la verdadera conclusión
de tales ritos), una ordalía a la cual los sometemos para poner término
a su adolescencia; si fracasan en la prueba o no se presentan a ella, pierden
el derecho a ocupar un lugar en la sociedad opulenta. De modo similar,
la celebración del mito del poder del dinero se opera por mediación de
6 Igor Stravinsky, comentarios introductorios a su propia grabación de Le Sacre du
Printemps, disco CBS 72054.
7 Maurice Bowra, Primitive Song, Londres, Weidenfeld & Nicholson, 1962, Mentor
Books, 1963, p. 44.
 u,
r Música. Sociedad. Educación
los menudos rituales de los hombres de negocios: tener llave del lavabo
para ejecutivos, una placa con su nombre en la puerta, alfombra persa en el
despacho y asignación para comidas de negocios, son otros tantos ejemplos
menudos, pero significativos. (Si hablo de «mito» no es para sugerir
falsedad, sino en su sentido estricto de un relato sobre el cual los hombres
modelan su vida y sus acciones.)
En la música de Stravinsky falta, en términos generales, cualquier forma
externa de exhibición emocional. Lo mismo que una máscara ritual africana,
nos enfrenta con un rostro inexpresivo, con toda la impasibilidad de un
sacerdote que celebra la misa, y así como para el cristiano creyente ésta
puede ser una poderosa experiencia emocional, lo mismo sucede con esta mú-
sica. Todos sus rasgos, frecuentemente enumerados, contribuyen a esta im-
pasibilidad ritual: la yuxtaposición, como en un mosaico, de elementos
con frecuencia dispares, que hacen imposible recurrir a las técnicas de
desarrollo que había usado hasta entonces la música occidental, la adop-
ción de diversas modalidades estilísticas del pasado, despojadas ahora de
toda calidad dramática, y finalmente el hecho de que, en sus últimos años,
el compositor aceptara el más objetivo de los métodos técnicos, la serie
dodecafónica, como base para la composición. No hay más que considerar
tres obras provenientes de períodos muy diferentes en la vida de Stra-
vinsky para advertir la persistencia de esta cualidad ritualista y entender
la unidad subyacente en los súbitos giros estilísticos que a tal punto con-
• fundieron y enfurecieron a sus contemporáneos: Sinfonías para instrumen-
'
e
tos de viento de 1921, apropiadamente ·escrita en memoria de Debussy,
la Sinfonía de los salmos de 1930, que tiene más afinidades con los salmos
bizantinos y medievales que con las grandes composiciones corales clásicas
y románticas, en cuanto no se ocupa tanto de las emociones religiosas del
propio compositor como de la creación de un estado anímico en el cual
pueda producirse una revelación y, en tercer lugar, los Requiem Canticles
de 1965, cuya escueta impasibilidad tiene más para decirnos sobre la
vida, la muerte y la eternidad que todos los fuegos de artificio emocional
de los Requiems de Berlioz o de Verdi.
En cada nota de su música, Stravinsky celebra la incognoscibilidad, la
oscuridad oculta en el corazón de la naturaleza, afirmando mediante su per-
cepción intuitiva, e incluso parcialmente inconsciente (y se pregunta uno
quién puede establecer con precisión dónde está el límite de la percatación
consciente en el proceso de creación) un hecho que se pone cada vez
más de manifiesto en nuestra época. Deliberadamente hablo de «celebrar»;
la contemplación de un misterio es, finalmente, algo jubiloso, y la música
de Stravinsky, como la de Debussy, induce un júbilo de índole muy diferen-
te que el proveniente de la música de tradición clásica. Saber que hay cosas
que uno no puede y ni siquiera necesita saber, es ser capaz de volver a
vivir en un mundo rico y diverso en significados, muy distinto del triste
universo bidimensional donde nos veríamos confinados si alguna vez la raza
humana consiguiera descubrir el último secreto físico del cosmos. W. H.
Auden, amigo de Stravinsky durante buena parte de su vida, lo expresó
así, en su estilo frío y preciso:
117
La visión de una sociedad potencial
Tbis passion of our kind
For tbe process of finding out
Is a fact one can bardly doubt,
But I would reioice in it more
If I knew rnore clearly what
W e wanted the knowledge for,
Felt certain still the mind
W as free to know or not 8•
[Esta pasión de nuestra especie
por el proceso de descubrir
es a no dudarlo un hecho
que más me regocijara
si con más claridad supiera
para qué queremos saber
y seguro estuviera de que la mente
aún es libre de saber o no saber.]
De los tres maestros europeos de los primeros años de este siglo que
forjaron un lenguaje nuevo para el discurso de la música, el más heroico
y el que menos consideración recibió en su propia época fue Arnold
Schoenberg. Enfrentado directamente con el problema tonal de fines del
siglo XIX, allí donde Debussy y Stravinsky se habían sentido en libertad
de rechazar las implicaciones de las obras de Wagner, él -considerándose
con justicia el heredero de Wagner y de Brahms- aceptó las responsabi-
lidades de su posición (al punto de que parecería haberse sentido elegido
para la tarea) y persiguió aquellas implicaciones hasta la desintegración
final de la jerarquía tonal y del lenguaje tonal que de ella se derivaba.
El proceso se puede percibir en sus obras tempranas, como la primera
Kammersymphonie de 1907, compuesta en Mi mayor, es decir, que usa el
Mi.como la base a partir de la cual la compleja polifonía se va extendiendo
cada vez más, hasta que hay pasajes donde se dan notas, acordes e incluso
frases enteras que dan la impresión de haberse alejado tanto de la tonali-
dad -de hecho, de cualquier tonalidad- como para haber cortado toda
relación con ella. En esta obra sólo hay momentos de paso, como los que
uno oye también en la obra de contemporáneos como Strauss o Reger,
antes de que se restablezca la soberanía de la tonalidad, pero son momen-
tos proféticos. Fue en el último movimiento del Segundo cuarteto para
cuerdas, una obra que da testimonio de una crisis, tanto espiritual como
técnica; donde por primera vez en la música posrenacentista la ausencia
de armadura en la clave no significó la tonalidad de Do mayor, sino la
ausencia de toda relación con una tónica. Incluso aquí la ruptura no es
.definitiva, y el movimiento termina en Fa sostenido, la tonalidad mani-
fiesta de la obra; pero ya se había dado el paso decisivo, y quedaba esta-
blecida la posibilidad de escribir música fuera del marco de referencia
lógico de las relaciones tonales.
B W. H. Auden, «After Reading a Child's Guide to Modern Physics», en About
tbe House, Londres, Faber, 1966.

r 118 Música. Sociedad. Educación
A Schoenberg debe de haberle parecido que el rechazo de la jerarquía
tonal y la consiguiente igualdad de las doce notas de la escala cromática
conducían directamente a ese estado de caos que, como ya hemos visto,
perdura como un miedo incierto, que nace de la desconfianza hacia los
métodos y los fines de la naturaleza, en la mentalidad de todos los europeos
racionalistas; por eso, fue una muestra de enorme coraje el hecho de que
aceptara esa posibilidad y la pusiera al servicio de su intención creativa.
Al hacerlo (y ¿quién puede decir si lo primero fue el lenguaje o el propó-
sito creativo?), Schoenberg se encontró en condiciones de explorar un
ámbito de la experiencia humana muy diferente del mundo, iluminado por
la luz diurna, de las relaciones armónicas y de su lógica: el dominio del
inconsciente, esa zona de penumbra que, por aquel entonces, otros contem-
poráneos suyos se dedicaban igualmente a cartografiar: poetas, dramaturgos
y pintores, y también otro vienés como él: Sigmund Freud.
Freud había dicho que los sueños constituyen «la vía regia hacia el
inconsciente»; en las obras del período intermedio de Schoenberg, aproxi-
madamente desde el Op. 10 al Op. 22, encontramos la misma cualidad
de libre asociación, las mismas asociaciones paradójicas, la misma concen-
tración y condensación cuya vivencia se nos da en los sueños. Sin la nece-
sidad de establecer una tonalidad y sus relaciones lógicas, se hacía posible
~ exponer muy rápidamente el material de una pieza, a veces en forma simul-
; El sueño es una pesadilla en que la mujer, sola, anda por un bosque
tánea, muy semejante a como, en un sueño, las ideas se amontonan y su-
perponen unas con otras. A Schoenberg le había gustado siempre trabajar
con motivos -grupos de notas, breves y sumamente plásticos- a partir
de los cuales contruía sus formas melódicas, e incluso a veces armónicas,
más extensas; en estas obras, los motivos se extienden, se abrevian, se
condensan, se acoplan, se ponen patas arriba o se dan vuelta como un
calcetín, aparecen (otra vez, como en los sueños) dispuestos en relaciones
que ninguna lógica puede explicar, pero que suenan bien. El propio Schoen-
berg habló de un «sentido de la forma que actúa inconscientemente, dando
al verdadero compositor un sentimiento de seguridad que raya en el sonam-
bulismo y le permite crear, con precisión suma, las distinciones más deli-
cadas entre elementos formales» 9 • Un sueño es un drama en movimiento,
en perpetuo desarrollo, hecho de relaciones puras, divorciadas de la lógica de
los objetos; de modo similar, esta música se halla en un estado constante
de evolución dinámica a medida que un motivo se mezcla con los otros
y, en virtud de ello, se transforma. Schoenberg jamás repite lo que ya ha
enunciado; en sus obras, cada momento nace naturalmente del que le
precede y da nacimiento al que le sigue. Tal es el verdadero significado
de lo que él llamaba su técnica de variación perpetua: es una técnica para
la exploración del inconsciente, libre de las exigencias formales de la
lógica tonal.
Esta serie maravillosa de obras «expresionistas», que evidentemente
se relacionan en forma muy estrecha con las obras de los pintores y es-
9 Citado en Donald Mitchell, The Language of Modern Music, Londres, Faber,
2.ª ed., 1966, p. 39.
119
La visión de una sociedad potencial
critores expresionistas, y especialmente con las de los dramaturgos de
la época 10, abarca desde las Seis pequeñas piezas para piano, Op. 19, la
más larga de las cuales tiene dieciocho compases, y la más corta nueve
--cada una de ellas un diminuto fragmento de sueño-, pasando por las
Cinco piezas para orquesta, Op. 16, y el Pierrot Lunaire, con la pesadilla
de sus imágenes de violencia y de nostalgia, hasta las breves obras dramá-
ticas Die gluckliche Hand y Erwartung. Quizá en la última de las mepcio-
nadas sea donde coinciden más estrechamente el tema manifiesto y la
técnica, ya que se trata ni más ni menos que de un sueño (el propio
Schoenberg, al comentar que «el objetivo de Erwartung es representar en
cámara lenta todo lo que ocurre durante un único segundo de máxima
11
tensión espiritual, estirándolo hasta una media hora}> , subraya esta cua-
lidad orúrica). No hay más que un personaje, que es la soñante, y de su
vida de vigilia no sabemos· nada . No tiene nombre; es simplemente «La
Mujer», un interesante paralelo con esa otra obra maestra onírica que
es la novela Finnegans Wake, en la que los pe~sonajes cambian continua-
mente de nombre, es decir, de aquello que es, por excelencia, el símbolo
de nuestra identidad de vigilia. La lógica onírica de la obra de Schoenberg
se ensambla perfectamente con la intensidad alucinatoria del libreto, que
fue escrito, bajo la dirección de Schoenberg, por Marie Pappenheim, una
de las primeras discípulas de Freud.
sombrío y aterrador, aparentemente mientras espera a su amante (Erwar-
tung significa espera o expectativa) -aunque en este sueño no se puede
estar seguro de nada-, hasta que finalmente encuentra su cadáver ensan-
grentado. Soñar con la muerte violenta de un ser amado no es nada
excepcional, y Freud lo interpretaba como una expresión de los sentimien-
tos mezclados de amor y resentimiento que inevitablemente nos ligan a
aquellos de quienes estamos más próximos. En el sueño, parecería que
su amante la había dejado por otra mujer, de quien lo único que sé nos
dice es que tiene los brazos blancos (un detalle curiosamente incongruente,
característico de los sueños), aunque es imposible decir si esta mujer
tenía alguna realidad en la vida de vigilia. Es probable que la mujer, al
despertar de su sueño, se haya encontrado con su amante a su lado, tan
enamorado como siempre.; incluso es posible que el amante no existiera
más que en el sueño. Todos hemos tenido sueños así, y Schoenberg nos
toca un punto sensible que está muy a flor de piel. Pero en su sueño, la
mujer se reconcilia con sus miedos y con sus sentimientos de culpa, y
finalmente, después de una serie de accesos de terror y de celos furiosos
de su amante muerto y de su rival, se refugia en una especie de paz
resignada, despidiéndose tiernamente de él mientras rompe el día. La
despedida se interrumpe en mitad de una frase, con un «Buscaba ... }>,y
10 Véase, por ejemplo, J. M. Richtie (ed.), Seven Expressionist Plays, Londres,
Calder & Boyars, 1968; Vision and Aftermatb: 4 Expressionist War Plays, Londres,
CalderArnold
& Boyars, 1968.
Schoenberg, «New Music, My Music», en Style and Idea: Selected
11
Writings, trad. inglesa de Leo Black, ed. Leonard Stein, Faber, 1975, p. 105.
¡,
120 Música. Sociedad. Educación
un final orquestal milagroso, un compás y medio de escalas cromáticas
ascendentes, y la música que se desvanece. No termina ni se detiene
siquiera; simplemente se desvanece, como se desvanece un sueño cuando
nos despertamos. Un toque así no se podía dar dentro del marco armónico-
tonal, con su necesidad de una cadencia perfecta para poner término a una
obra; la verdad es que la música armónico-tonal carecía totalmente del
vocabulario que le hubiera permitido tener acceso a este tipo de discurso.
Constant Lambert señaló una vez que Osear Wilde, «en su búsqueda de
la "música curiosamente coloreada de escarlata" que deseaba su alma no
pudo encontrar nada mejor que las piezas para piano de Dvorak» 12; en
la década de los años noventa, la música occidental carecía, lisa y llana-
mente, de un lenguaje que le permitiera explorar ese mundo donde la lite-
ratura y la pintura habitaban ya desde Poe y Fuseli ... aunque Wilde sólo
tendría que haber esperado unos pocos años más para oír, en la música
expresionista del siglo xx, su música curiosamente colrn;eada de escarlata.
El cultivo que, a comienzos de los años veinte, hizo Schoenberg de la
técnica dodecafónica sigue siendo materia de discusión. Es posible sostener
que en él se revela una falta de valor de parte del compositor, y es ver-
dad que, con unas pocas excepciones, en las composiciones dodecafónicas hay
menos osadía, tanto en el sentido espiritual como en el técnico, que en
las «libremente» atonales. Sin embargo, parecería que la nueva técnica
haya sido necesaria para su creador por dos razones, una de ellas espiritual
y la otra técnica, y que ambas estén estrechamente relacionadas en el sello
de la unidad psíquica del gran artista.
La razón técnica reside en la tensión extrema que la composición atonal
libre imponía a una mente tan empapada como la de Schoenberg por las
técnicas racionalistas de la armonía tonal, que él había estudiado con el
empeño del autodidacta, y de las cuales luchó vanamente por escapar del
todo, Sin las restricciones que imponen las exigencias de la progresión
armónica dentro de una tonalidad no hay guía alguna para la elección de
las notas; en teoría, por lo menos, en cualquier momento de una compo-
sición el autor puede escoger cualquier nota de la escala cromática, en
cualquier registro u octava. Es decir, que cada semicorchea tiene que ser,
por decirlo así, inventada desde cero; el músico no tiene ninguna posibili-
dad de relajarse dentro del marco de contención que le proporcionan la
tonalidad y la resolución de la disonancia. Es una música que no tiene
fondo; todo está en primer plano y debe ser totalmente inventado. Quizá
haya sido esta necesidad de invención total lo que produjo la vacilante
energía nerviosa y la intensidad emocional que caracterizan a esta música,
pero los cinco años de silencio que precedieron a la aparición de las prime-
ras piezas dodecafónicas hacen pensar que el propio Schoenberg se sentía
incapaz (y después de todo, se acercaba ya a los cincuenta años) de seguir
componiendo a un ritmo tan afiebrado.
2
1 Constant Lamber, Music Ho! A Study of Music in Decline, Londres, Faber,
1934, p. 32.
La visión de una sociedad potencial 121
Es una opinión que encuentra apoyo en el hecho de que después de
la intensa subjetividad de las obras anteriores, en las primeras obras dode-
cafónicas, las Cinco piezas para piano, Op. 23, la Serenata, Op. 24, y
especialmente la Suite para piano, Op. 25, se puede percibir una relajación
y un desapego nuevos, una abstracción casi neoclásica y hasta un ánimo
irónico que recuerda mucho las obras de Stravinsky en el mismo período.
Su técnica dodecafónica le había ofrecido, en realidad, una regla que salvó
a Schoenberg de la tensión que impone una libertad total y que, en cuanto
le daba una guía para escoger entre el material sonoro a su disposición, le
permitió relajarse hasta cierto punto.
Pero en estrecha relación con este punto técnico estaba una cuestión
espiritual que demuestra que Schoenberg se encontró en una situación
notablemente similar a la de Freud, que comenté ya antes en otro capítulo
al decir que Freud asumió una actitud hasta cierto punto ambivalente
hacia sus propios descubrimientos en el ámbito del inconsciente; en ocasio-
nes, se tiene la impresión de que habría preferido no hacerlos. De la
misma manera, ciertas observaciones de Schoenberg hacia el fin de su
vida hacen que uno se pregunte si no habría sido más feliz de no haber
sido escogido para la que fue la misión de su vida. «No estaba yo desti-
nado», escribió en 1948, «a continuar en la senda de La noche transfigu-
rada o de los Gurrelieder o incluso de Pelleas und Melisande. El Coman-
dante Supremo me había señalado un camino más duro» 13• También, cuan-
do en el ejército un superior le preguntó si él era «ese notorio Schoenberg»,
respondió: «Si me permíte decirlo, sí, señor. Nadie quería serlo, alguien
lo tuvo que ser, y accedí a serlo yo» 14• Claro que buena parte de esto
es un reflejo de las dificultades de aceptación con que había tropezado
su música, pero en sus palabras se percibe también cierta nostalgia por
el mundo seguro de las relaciones tonales, del cual se había apartado ya
hacía tiempo, para explorar el nuevo universo sonoro y los nuevos terri-
torios del espíritu. Aunque Schoenberg siguió con valor e integridad el
camino que había escogido (o para el cual se sentía escogido), un camino
que lo condujo inexorablemente a la destrucción de la tradición en que
se había formado, en un nivel profundo su música sigue siendo fiel a
aquella tradición y a sus ideales. Sigue, en muchos aspectos, atada a la
retórica de la música tonal, a sus formas y a sus gestos; en ella se oye
lo que con tanta frecuencia suena como una disonancia funcional elevada
hasta su punto de mayor tensión, pero es una disonancia que nunca se
resuelve. Esta contradicción, inquietante para tantos oyentes, es esencial
para entender lo que significa hoy para nosotros esta música.
Hemos observado ya cómo el incremento gradual en el nivel de la
tensión disonante a lo largo de la historia de la música armónico-tonal,
y en la demora que se produce antes de llegar a la esperada relajación,
fueron causa de que aquella relajación misma que la música perseguía se
volviera cada vez más esquiva. En la música de Schoenberg, esta relajación
13 Arnold Schoenberg, «On Revient Toujours», en Schoenberg, op. cit., p. 109.
14 Arnold Schoenberg, «New Music, My Music», en Schoenberg, op. cit., p. 104.
 122 Música. Sociedad. Educación
r acaba por hacerse inaccesible, como si un camino hubiera terminado, final- ·
mente, por cerrarse; y si aceptamos que la música armónico-tonal es una
metáfora del racionalismo y el individualismo europeos, entonces este
impasse tonal que se nos revela se constituye en una poderosa alegoría del
dilema del hombre occidental moderno.
Pese a ser el genio que era, Schoenberg no encontró jamás una manera
de salir del impasse tonal de la música occidental, y de hecho, no hay
la menor seguridad de que se le haya encontrado aún salida alguna. La
grandeza de su logro musical reside en la claridad y 'en la sinceridad con
que se enfrentó con la situación musical y, al hacerlo, dio expresión a la
condición del hombre moderno, décadas antes de que ésta llegara a ma-
nifestarse en el contexto social como tal. Su música nos habla en un
lenguaje directo; en tono cálido y compasivo, nos dice que nuestro dilema
es también el suyo, y que no podremos resolverlo mientras no seamos
capaces de plantearnos preguntas nuevas referentes a nuestra naturaleza,
nuestras necesidades y el mundo en que vivimos.
Anton Webern, amigo y antiguo discípulo de Schoenberg, fue quien
consiguió valerse del sistema esencialmente arbitrario y artificial de é.§te
para entrar en un mundo sonoro nuevo, o quizá redescubierto, que el
,, propio Schoenberg sólo había llegado a atisbar; un mundo en muchos
sentidos no muy distinto del de Debussy, en donde el sonido invidual
tiene un valor autónomo, pero que se diferencia de este último en que
,,
11
aquí lo natural y lo humano se mantienen en equilibrio armonioso . Hemos
ji visto que los grandes logros de la música armónico-tonal fueron alcanzados
:, al precio de una limitación drástica en los medios de producción de los
ji
,1
sonidos, excluyendo virtualmente a cualquier instrumento que no fuera
capaz de producir sonidos de altura clara y definida, y de estructura ar-
mónica simple. Hemos visto cómo los sonidos complejos y no armónicos se
fueron reintroduciendo poco a poco, casi tímidamente, al principio siempre
como meros rasgos decorativos, jamás estructurales, y cómo en efecto el
propio color tonal se mantuvo subordinado al juego de las relaciones de
altura , que eran el verdadero material arquitectónico de la música. Schoen-
berg tenía ya presente la idea de que el color tonal podía convertirse
en un elemento estructural cuando observó que «en realidad la altura
no es más que color tonal, medido en una sola dirección» , y conjeturó
que en el futuro la música se podría construir con «melodías tímbricas»
(T onfarbenmelodien ), pero apenas si llegó a experimentar breve y tentativa-
mente con la idea, en sus Cinco piezas para orquesta, Op. 16, además de
extenderla, en Die Glückliche Hand, en una sinestesia de sonido y visión,
dando directivas escénicas para un «crescendo» de luces que, acompañando
el crescendo de la orquesta , van pasando del rojo al verde y de éste al
púrpura, para terminar en el blanco.
En 1913, el mismo año de Die Glückliche Hand , Webern llevó ade-
lante la idea de su maestro en dos obras , característicamente breves: Seis
bagatelas para cuarteto de cuerdas, Op. 9, y Cinco piezas para orquesta,
Op . 10. Ambas van más allá de los experimentos de Schoenberg, aden-
trándose en un mundo de sonidos tan concretos como los de Debussy.
La visión de una sociedad potencial 12'
Repetidas veces hemos visto que la forma en que un compositor trata el
sonido es una metáfora de su actitud hacia la naturaleza, y también hemos
visto cómo la música de la tradición clásica trataba a los sonidos como algo
subordinado a las necesidades del argumento musical y dramático, con lo
que relegaba a la naturaleza al papel del telón de fondo del drama huma-
no. Debussy, al volver a instalar a la naturaleza en primer plano, elimina
(o poco menos) de su paisaje el elemento humano, en tanto que Webern
trata a lo natural y a lo humano como realidades que existen una junto
a la otra, en una relación de amor y reciprocidad. La música clásica trataba a
los sonidos individuales de una manera muy similar a como los estados
absolutistas de la época trataban a sus ciudadanos : como elementos forma-
les que no tienen más que un valor colectivo y que individualmente nada
significan (y uno se pregunta si puede ser coincidencia que los estados
absolutistas modernos, como la URSS, intenten preservar los valores «clá-
sicos» en la música). Además, Webern era un músico demasiado europeo
para irse al otro extremo, y tratar la forma solamente como un marco para
destacar los sonidos individuales, como lo han hecho algunos compositores
estadounidenses contemporáneos; en su obra se mantiene más bien un
equilibrio sutil y delicado entre el sonido individual y la forma global.
Disfrutamos de las características totales de cada sonido a medida que se
produce, pero también los oímos a todos como parte de un diseño amplio
y complejo. Se podría caracterizar el equilibrio como la metáfora de un
estado ideal, en el cual se contemplan tanto las necesidades del individuo
como las de la comunidad, no como una oposición que exige sacrificios y
compromisos para mantener un equilibrio inestable (en forma muy seme-
jante a como veía Freud el malestar en nuestra cultura occidental), sino
más bien como complementarias, ya que. el individuo sólo se realiza plena-
mente dentro de su medio social, y aquellos que más cabalmente satisfacen
las necesidades de la comunidad son los individuos realizados. Que quizá
no exista una sociedad así no viene al caso (aunque hay algunas que se le
aproximan más de lo que podrían imaginar aquellos cuya mentalidad se
encuentra limitada a la experiencia occidental); la música nos ofrece los
símbolos de esa sociedad potencial que todavía está más allá de nuestro
alcance.
Si escuchamos, por ejemplo, la primera de las mínimas Seis bagatelas
para cuarteto de cuerdas de Webern, obtenemos una impresión que es casi
la de un objeto sonoro sólido. El compositor no sólo organiza las alturas ,
sino también los colores tonales, las densidades (el número de sonidos
que se dan en un momento dado), las intensidades de los sonidos, sus
duraciones (no sólo es importante el momento en que se inicia cada sonido,
sino también cuándo termina), la forma en que cada uno se superpone con
el que lo precede , choca con él o se separa de él, con lo que el silencio,
en vez de ser simplemente el espacio que hay entre los sonidos, se con-
vierte en una posibilidad rítmica en sí mismo. Es probable que cada carac-
terística de los sonidos vaya cambiando con diferente rapidez que las
otras y esté fuera de fase con ellas, de modo que el efecto total es el de
un objeto multidimensional que constantemente cambia de forma, aunque
 124 Música. Sociedad. Educación
conserva la misma sustancia (en este caso, el sonido homogéneo del cuar-
teto de cuerdas). Es como un trozo de arcilla que vamos amasando entre
los dedos, o como un gráfico de ordenador que muestra en la pantalla los
cambios que se van produciendo en una expresión matemática compleja a
medida que alteramos las variables. Y sin embargo, el efecto no es frío
y matemático, sino cálido y lírico. Igualmente admirables como construc-
ciones sonoras y como poemas tonales en miniatura son las Cinco piezas
para orquesta (la tercera, por ejemplo, evoca sin lugar a dudas los paisajes
alpinos que el músico tan bien conocía y tanto amaba).
W ebern adoptó el método dodecafónico sin esfuerzo alguno y sin nin-
gún cambio estilístico perceptible, y -unido a recursos casi medievales
de contrapunto, y especialmente canon, de la máxima complejidad-, lo
usó a partir de entonces durante toda su vida, aunque de manera totalmente
diferente a la de Schoenberg: una manera que es a la vez más simple
y más rigurosa. Y sin embargo, pese a la vertiginosa complejidad de los
procesos intelectuales volcados sobre el papel (o quizá, como en el caso
de Bach, a causa de ella), lo que aflora en la interpretación es una gran
belleza sonora, y un lirismo tanto más conmovedor cuanto que está discre-
tamente expresado. A Webern le interesa tanto el contrapunto de los
ritmos, de los colores tonales y las densidades, de las formas de articula-
1 ción, como el de las alturas. La preocupación por cada aspecto, por cada
parámetro, por cada sonido que se hace da por resultado una música que,
aunque de concepción polifónica, se parece más a una banda, a un galón
sonoro multicolor, formada por el entretejimiento de las líneas y de los
espacios que las separan a medida que van pasando en sucesión de un
instrumento a otro; una banda que, mientras se mueve en el tiempo, se
encuentra en un estado de transformación constante.
En esta música no hay rastros de la división en primer plano y fondo
que hemos observado en la música anterior, no hay tensión y relajación
armónica (uno de los pequeños milagros de Webern fue vaciar de tensión
los intervalos más acentuadamente disonantes, como las séptimas mayores
y las segundas y novenas menores, haciéndolos sonar tan distendidos como
suenan las terceras y las sextas en la música que lo precedió), ni existe
ninguna oposición entre tiples y bajos como la que, por más que admiremos
su polifonía, nos impone, al oír aquella música, la unidad de la progresión
de los acordes; no hay material de transición o de esparcimiento, ni gestos
retóricos, ni se dan texturas de «melodía y acompañamiento»; cada voz,
cada sonido, tiene la misma importancia que cualquier otro, y sin embargo,
cada uno sólo alcanza su significación más plena en sus relaciones con los
otros sonidos, como sucede con los miembros de una sociedad verdadera-
mente justa.
Fue seguramente este aspecto de la obra de Webern lo que, por más
oscuramente que fuera percibido (sólo Henri Pousseur hizo referencia
escrita a tal percepción) 15, hizo que aquellos compositores europeos que
habían crecido en los años terribles de la segunda guerra mundial, y que
15 Henri Pousseur, op. cit., p. 97.
La visión de una sociedad potencial 12,
llegaron a la madurez hacia el final de los años cuarenta, la tomaran como
modelo . Y por cierto que debe de haber parecido como si toda su vida,
transcurrida en la oscuridad, virtualmente ignorado por el gran mundo
musical de la época, puliendo, como decía Stravinsky, sus preciosos diaman-
tes en minas cuya extensión solamente él conocía 16 -una vida que terminó
en un incidente violento y grotesco: tres meses después de concluida la
guerra en Europa, lo mató un soldado de las fuerzas . norteamericanas de
ocupación-, hubiera estado dedicada a la preparación de un lenguaje
que pudiera reemplazar lo que a aquellos jóvenes compositores se les
aparecía como una tradición clásico-romántica agotada y desacreditada.
Si Beethoven pudo ser usado como recurso propagandístico por k,s ven-
cedores, si Wagner pudo ser pervertido para ponerlo al servicio de la
megalomanía obscena del nazismo, si los médicos de los campos de con-
centración pudieron pasarse los días haciendo experimentos inenarrables
sobre seres humanos, y las veladas tocando pacíficamente los cuartetos
de Mozart y de Haydn, ¿dónde estaba, pues, la autoridad moral que se
reclamaba para la tradición? Todas los recursos tradicionales del drama,
de la retórica, del tema armónico, parecían manchados y contaminados por
semejante asociación; ni siquiera Schoenberg, en la medida en que se
mantenía vinculado a aquella tradición, pudo servir de modelo. Cuando
empezó a notarse su música callada y discreta, W ebern se convirtió en un
dios para la nueva generación de músicos. No tiene importancia que se
hayan equivocado al juzgar la•.naturaleza de su genio y que, como conse-
cuencia, hayan obstaculizado su comprensión durante una generación ente-
ra; la piedra rechazada por los constructores se había convertido en la
piedra angular. En su simplicidad y coricisión, su economía y su disciplina,
su lirismo y su sencillez espiritual, la música de Webern se constituyó
en el punto de partida del florecimiento de la música europea posterior
a la guerra.
El grupo de compositores que tomó a W ebern como punto de partida
llegó, en buena parte por mediación del curso y el festival anual de verano
de Darmstadt, y con el apoyo de las recién reconstituidas redes radiofó-
nicas de Alemania Occidental, a dominar la música europea. Pero, en su
deseo de despojarse de los últimos remanentes de lá tradición anterior,
estos músicos se equivocaron profundamente en su apreciación del lirismo
reticente de Webern y de su actitud hacia el sonido, y cayeron en el error
de encontrar en ellos rasgos que en realidad no existían . Su rechazo de la
subjetividad de la tradición clásica los llevó a ver en Webern, en vez del
lirismo y de la amorosa exploración del sonido, objetividad: la objetividad
de la ciencia y de los números. Al recorrer las páginas de Die Reihe, la
publicación ocasionalmente editada por Stockhausen y Herbert Eimert que
actuó como portavoz del grupo entre los años 1955 y 1963 17, no puede
uno dejar de sorprenderse ante la proliferación de gráficos, fórmulas y día-
16 lgor Stravinsky, Prólogo a Die Reihe 2: Anton W ebern, Londres, Universal
Edition, 1960, p. vii.
17 Véase Die Reihe, núms. 1-8, Londres, Universal Edition, 1955-1962.

126 Música. Sociedad. Educación
gramas: todo el despliegue de trastos de la ciencia y de las matemáticas,
que en su mayor parte era, en realidad, puro delirio, y cuyas pretensiones
fueron jubilosamente aniquiladas por un físico, a la vez que músico, que
llegó a la conclusión de que todo aquello no era «nada más que una
creencia mística en la numerología como base fundamental de la música» 18•
Por cierto que este tipo de creencia no es nada nuevo, y muchos músicos
de diversos períodos han encontrado en ella una fecunda fuente de ideas,
pero antes jamás se la había invocado y usado en forma tan implacable, en
la esperanza de obtener, en el nivel intelectual, un control total de los
sonidos mismos, y de abolir todo lo que hay de irracional en la música.
Estos-compositores, tomando como Webern el sonido aislado como punto
de partida, lo sometieron a una forma tan extrema de control serial de
todos sus parámetros (observemos la terminología tomada de las ma-
temáticas) -es decir, no sólo en cuanto a la altura sino también en cuanto
a la duración, el control tonal, la intensidad y el tipo de ataque-, que
cada pieza llegó a ser simplemente el resultado lógico de los postulados
seriales, en tanto que el acto de la composición se reducía a ser la elabo-
ración de aquellos postulados. Los aspectos auditivos de la música se
subordinaron al ideal de un control total, y el resultado paradójico fue
poco menos que la incomprensibilidad. Cuanto más se controla cada uno
de los aspectos de la música, tanto más casual resulta el sonido; en todo
caso, no tardó en verse claramente que ese tipo de control total era im-
posible. Boulez escribió más tarde, en un ensayo:
Sobre la base de mi experiencia, es imposible prever todos los meandros y las
virtualidades contenidos en el material con que se comienza... Uno intenta desespe-
radamente dominar el material mediante un esfuerzo arduo, sostenido, vigilante, y
desesperadamente persiste el azar, infiltrándose a través de millares de agujeros im-
posibles de tapar 19.
Nuevamente nos encontramos aquí con la enunciación de un tema que
ya hemos visto aparecer como una constante, tanto en la música como en
el pensamiento de Occidente: el dominio de la naturaleza sometiéndola a
nuestro control consciente . (Quizá, retrospectivamente, no sea tan sor-
prendente que este tema se haya vuelto a enunciar en forma tan enérgica
después de más de cuarenta años, si se piensa cómo después de la segunda
guerra mundial, Occidente -y de hecho todo el mundo industrializado--
redobló sus esfuerzos tendentes a la dominación científica y tecnológica
del universo y, siguiendo el ejemplo de los Estados Unidos y del «milagro
económico» alemán, rechazó la oportunidad de construir una sociedad más
ajustada al modelo de Webern.) Pero cada vez el azar -o el inconsciente,
lo que Koestler llama, con expresión tan justa, el «Fantasma en la Máqui-
na»- mete la pata, y Boulez no fue el primer europeo que se preguntó
18 John Backus, «Die Reih e: A Scientific Evaluation», Perspectives of New Music,
vol. 1, núm. 1, otoño 1962, pp. 160-71.
19 Pierre Boulez, «Alea», trad . inglesa de David Noakes y Paul Jacobs, Perspec-
tives of New Music, vol. 3, núm. 1, otoño-invierno 1964, pp. 42-53.
La visión de una sociedad potencial 127
cuál era la piedra en que tropezaba; ya hemos llamado la atención sobre
la desesperación provocada por las insinuaciones de que quizá la natu-
raleza no fuera susceptible de ser totalmente controlada por los métodos
de la ciencia. (En el mismo ensayo Boulez da, en una frase reveladora,
su definición de lo que es la función del arte: «inmovilizar al Infinito».)
Como pasa con todos los intentos de alcanzar un dominio total, tanto sus
fracasos como sus éxitos dieron como resultado un empobrecimiento de la
experiencia; las primeras producciones musicales de la llamada Escuela de
Darmstadt se niegan de la manera más puritana a hacer ni una mínima con-
cesión al oído. Casi veinticinco años después de haber sido compuestos,
Kontra-Punkte y Zeitmasse, de Stockhausen, el primer libro de Structures
y Poliphonie X de Boulez, lo mismo que tantas otras producciones meno-
res de aquel período siguen resultando tan remotas, inaccesibles y enig-
máticas como la primera vez que fueron interpretadas en Darmstadt o en
Donaueschingen.
Decirlo no significa en modo alguno negar la validez de la visión de
estos compositores, que irónicamente parece tener más afinidad con la
sensación de Schoenberg de verse arrastrado por la necesidad histórica
que con el lirismo visionario de Webern y su amor por la naturaleza.
Es más, se puede sostener que estas obras estaban operando una necesaria
purificación estilística, de modo semejante a como el novelista alemán
Heinrich Boll, al escribir inmediatamente después de la guerra, sintió la
necesidad de sopesar todas las palabras de la lengua alemana para eliminar
cualquiera que mostrase rastros de estar contaminada por las imágenes del
nazismo. También es verdad que la inevitabilidad deductiva del método
reveló nuevos recursos técnicos que actualmente son moneda corriente
en la música occidental: extensos pasajes estáticos , texturas puntillistas,
nuevos medios de articulación instrumental, combinaciones de sonidos
nuevas, que quizá no habrían sido descubiertos a no ser porque con este
método se pusieron en tela de juicio los modos de pensar habituales en
los compositores. Pero todo esto configuraba básicamente una visión deso-
'lada, quizá más próxima a la desesperación (un estado anímico que segu-
ramente impediría al artista que cayese en él cualquier tipo de actividad
creativa) que ninguna otra música de la tradición occidental. Es una deses-
peración que surge del reconocimiento final de la incapacidad del hombre
para someter por completo los materiales de su arte -o de su mundo--
al control de la conciencia; sin embargo, como lo hemos visto en la obra de
Stravinsky, ya estaba claro que tal reconocimiento no debía ser motivo
de desesperación, sino de regocijo.
En todo caso, no se puede vivir mucho tiempo con una visión seme-
jante; la fase del «serialismo total» en su forma más rigurosa fue breve,
y los compositores de la Escuela de Darmstadt han ido desde hace tiempo
cada uno por su propio camino, perdiendo cualquier apariencia de unidad
que alguna vez puedan haber tenido. El propio Boulez, en su artículo de
1958 19, atacó el concepto de un serialismo total y explicó cómo había
llegado a «integrar el azar en la noción misma de estructura», a «domar
aquellas potencialidades y obligarlas a rendir cuentas, a dar cuenta de sí
r\ 121 Música. Sociedad. Educación
mismas» --en otras palabras, a someter incluso el azar al control consciente,
lo mismo que otros elementos de la composición- dejando librados ele-
mentos de opción al intérprete. Su Tercera sonata para piano, por ejemplo,
deja al ejecutante la libertad de redisponer (dentro de límites) el orden
de los movimientos, y de aceptar o no ciertos materiales que propone
el compositor, lo cual no es gran concesión a las posibilidades múltiples,
pero sí es, evidentemente, una concesión importante para Boulez. Final-·
mente, fue su maravillosa imaginación auditiva, estimulada por el estudio
de Debussy, su segundo ídolo, lo que le permitió salir de la Tierra Baldía,
pero su obra sigue siendo obstinadamente la del cartesiano racionalista, y
sus intentos de dar cabida al azar impresionan como extrañamente desga-
nados y superficiales. El texto de su obra mejor conocida, Le marteau sans
Maztre, tiene una cualidad de pesadilla que sugiere lo que sucede cuando
se abandona el control consciente (el Maztre del título); la música, aérea
y flotante, tiene una cualidad de improvisación que se contradice con la
estricta racionalidad de la organización serial. Quizá el hecho de que poco
haya escrito el compositor desde los años sesenta dé pruebas de la tensión
que impone el continuar en una posición así, por más que Rituel, una obra
compuesta en 1975 en memoria de Bruno Maderna, sugiere, con sus coros
de gongs, un movimiento hacia el mundo de su antiguo maestro Olivier
Messiaen.
De los otros que se contaron entre los primeros en encabezar la Escue-
la de Darmstadt, Stockhausen se ha refugiado en un tipo de orientalismo
que proclama a voces, aunque sin darse cuenta, - que se encuentra aprisio-
nado en la tradición occidental (lo que de todos modos río le impide
escribir ocasionalmente obras de poder y belleza, como Stimmung y Mantra,
que, sin embargo, siguen siendo ineluctablemente música occidental de
concierto). Berio, a quien su intensa musicalidad y su oído típicamente
italiano para la sensualidad melódica jamás le permitieron avanzar tanto
por la ruta de la organización serial total como para perder el contacto
con un público considerable, usa las técnicas seriales en obras teatrales
de gran complejidad y belleza, que destacan la importancia del acto de
hacer música; pertenezca o no al teatro, cada una de sus obras reconoce
la naturaleza dramática de la música occidental. Por otra parte, como
Henze, Nono se ha dejado arrastrar a la dicotomía espuria entre compro-
misó político y valores artísticos (espuria en cuanto existe solamente cuando
se da por supuesto que la importancia de la obra de arte es superior a la
del proceso artístico).
Estos compositores, que andan todos alrededor de los sesenta años,
en unión de muchos otros de generaciones posteriores, representan lo
que se podría llamar la vanguardia «oficial» de la música europea; en su
trabajo se mantienen principalmente dentro de los supuestos de la tradición
occidental; usan salas de concierto, trabajan con músicos formados profe-
sionalmente en el estilo tradicional y, a pesar de ciertas innovaciones, su
música se interpreta para un público a la manera tradicional. También
es probable que, si tal cosa no ha sucedido todavía, su música termine
por encontrar la aprobación del público de concierto de clase media y
La visión de una sociedad potencial 129
llegue a incorporarse en la principal corriente cultural, tal como ha sucedido
con la obra de sus predecesores; quizá sea esto, en última instancia, lo que
ellos desean. En la medida en que aceptan estas limitaciones, al tiempo
que siguen empeñándose siempre en extenderlas, estos músicos, lo mis-
mo que otros compositores que hemos estudiado en este capítulo, no consti-
tuyen un gran desafío directo a la tradición del concierto como tal ni a sus
convenciones y supuestos, si bien hemos de admitir que con frecuencia su
propósito es llamarnos la atención sobre tales convenciones y supuestos.
De hecho, toda la música de nuestra época se enfrenta con el problema
crucial de encontrar una relación con el mito central de nuestra sociedad,
el que he llamado el punto de vista científico. Bartok, por ejemplo, con-
frontó el mito de la racionalidad con el pensamiento musical de los
pueblos preindustriales, con sus ritmos libres, sus melodías modales no
armónicas que él tomó como ba,se de su propia obra, como tomó también
formas y movimientos derivados de la naturaleza, como la serie de Fibo-
nacci, el principio matemático subyacente en las pautas de crecimiento de
las piñas de las coníferas y de las conchas de los nautilus, y en la sección
áurea, y en esos sonidos de millones de minúsculas criaturas nocturnas que
se pueden oír en muchos de sus movimientos lentos. Al mismo tiempo,
no fue inequívoco su rechazo de las formas y las técnicas clásicas; hasta
el fin de su vida siguió trabajando dentro del marco, por más que estuviera
sumamente ampliado, de las progresiones armónicas clásicas y de los me-
dios y formas tradicionales de articulación del tiempo. Bartok, como Schoen-
berg, fue un músico de genio que percibió la existencia de la sociedad
potencial, pero nunca fue del todo capaz de entrar en ella en su imagina-
ción; tal como pasa éon Schoenberg, gran parte del poder de su música
reside en la tensión entre ambos mundos. Por otra parte, hay una carac-
terística lamentable de una parte demasiado grande de la música británica en
este siglo: que se retiró totalmente de la confrontación, para refugiarse
en la visión de una Inglaterra pastoral, o de los paisajes célticos, que pro
, bablemente jamás existieron.
Y después está el propio Messiaen, el auténtico heredero francés de
Debussy, el que, con palabras de Wilfrid Mellers, «intenta afirmar la vali-
dez del hombre, no en el conflicto con los principios -por no decir las
«leyes»~ de la Naturaleza, sino como parte de ellos». Y continúa: «El,
más que ningún otro compositor de nuestra época, representa la fatiga
extrema del hombre con una cultura patriarcal, educada, dominada por la
voluntad ... Le preocupa la naturaleza de la Materia (en este caso, de
la materia sonora) en sí misma; la posibilidad de cambiar la materia, no
por obra de la voluntad del hombre, sino por la vía de la compren-
sión de sus leyes; y la posibilidad última de que el hombre mismo renazca,
de manera que el Todo se convierta en el Uno» 20• Casi me atrevería a
decir que Messiaen sea el mayor de los compositores europeos vivientes,
pero lo que me propongo aquí no es continuar con esa discusión, sino
20 Wilfrid Mellers, Caliban Reborn: Renewal in Twentieth-Century Music, Londres,
Gollancz, 1968. pp. 106-7.
 uo Música. Sociedad. Educación
simplemente señalar cuáles son las características de su obra que sirven
de base al comentario de Mellers.
Para comprender a Messiaen es importante tener en cuenta su intensa
fe católica, de una convicción poco menos que ingenua. Puede ser que
lo que digo ahora impresione como contradictorio con mis observaciones
anteriores referentes al papel · de la tradición judeo-cristiana en la produc-
ción del cisma que aflige a la sociedad occidental, pero el catolicismo de
Messiaen es una fe que no ve solución de continuidad alguna entre el
dios creador y la naturaleza creada, entre el tiempo y la eternidad, entre
el hombre y su propio ser físico, y especialmente sensual, y el mundo del
cual es parte. De hecho, está más próximo al panteísmo de San Francisco
de Asís que a ningún dogma emanado del Vaticano. Le interesan menos las
cuestiones referentes a la doctrina cristiana que la omnímoda vivencia mís-
tica, y su religión va más allá de las fronteras de la fe cristiana ortodoxa.
Así como tomó la fe cristiana tal como la encontró para construir sobre
ella algo más amplio, más intemporal, más universal, Messiaen recibió
también los medios técnicos de la música europea tal como los encontró, y
los convirtió en algo que trasciende la tradición occidental. Es algo que
se oye tanto en su manera .de abordar el piano, del que consigue sonoridades
notablemente nuevas al mismo tiempo que evita las maneras exageradas
de tocar, como en el uso que hace de los tradicionales recursos orquestales
e instrumentales. Su entusiasmo por los sonidos de la percusión, especial-
mente por los instrumentos a los que se ha llamado el «gamelán occiden-
tal» -xilófono, xilorimba, vibráfono, glockenspiel, campanas, gongs y pia-
no-- ya no es nada excepcional entre los compositores de Occidente, y
sin embargo, también con ellos él crea un sonido especial, de esplendor
propio y sensual belleza, hecho de culminaciones magnéticas y momentos
de pura intimidad, una música de una presencia casi corpórea, que celebra
al mismo tiempo la gloria de su Dios, el esplendor de la naturaleza y del
sonido mismo, la inocencia de los pájaros (que Messiaen toma como sím-
bolos de la naturaleza antes de la caída, en cuanto viven fuera del «abismo
del Tiempo» donde se ha precipitado el hombre occidental). La música
es impersonal, ritualista; como a Stravinsky, a Messiaen le interesa menos
la expresión persQnal que la creación de un estado de ánimo en el cual
pueda producirse la revelación, pero a diferencia de aquél, su música se
asienta firmemente en la nll,turaleza física del hombre y del sonido. Una
y otra vez siente .uno en su música que el sonido, por ejemplo, el trío
de gongs que · se reitera en Et Exspecto Resurrectíonem Mortuorum, no
tiene sólo la intención de puntualizar algo en el discurso musical, sino la
de ser admirado y disfrutado por derecho propio . Si escucha uno intensa-
mente la recurrencia cada vez más sonora de los tres gongs, le sorprenderá
el cambio de timbre -la naturaleza del sonido que hacen- a medida que
se los golpea cada vez con más fuerza, y el poder y la belleza del sonido
cuando se desvanece. Esos sonidos son criaturas vivientes; la música está
traspasada de admiración y amor ante su naturaleza interior, ante un acor-
de, una sonoridad, en ocasiones una simple tríada, quizá con la sensual
adición de una sexta, a medida que emerge de una compleja textura diso-
La visión de una sociedad potencial 131
nante. Como los de Webern, sus sonidos-criaturas habitan una sociedad;
viven en un mundo impregnado en todas sus dimensiones por la divinidad,
o más específicamente por el amor, tanto el humano (incluyendo el amor
sexual) como el divino. La de Messiaen no es una fe que se parezca mucho
a las «ciencias de Dios» de los teólogos, pero le parecería muy familiar a
uri hindú o a un budista.
A Messiaen se le atribuye haber dicho que «él no es un francés carte-
siano», y al negar la herencia de Descartes está rechazando también el
cisma al cual la visión científica del mundo condenó, desde el Renacimiento,
a la cultura occidental. La búsqueda de la unidad impregna toda su técnica
musical; incluso su famosa (o notoria) pieza para piano, Mode de Valeurs
et d'Intensités, en donde por primera vez se aplicaron las técnicas seriales
no solamente a las alturas, sino también a las duraciones, tipos de ataque
y dinámicas, se inspiraba menos en el deseo de un control total que en el
· de unificar todos los elementos de una pieza. Fue esta la pieza que, en
virtud de una especie de malentendido creativo que no es excepcional
en la historia de las artes, indujo a Boulez y Stockhausen a iniciar su expe-
rimentación con el control serial total.
Es de esperar que los procesos dualistas de la armonía funcional tonal
no desempeñen virtualmente ningún papel en su música; de hecho, en la
mayor parte de ella no se los puede usar porque es en gran medida una
música construida no sobre la escala diatónica, ni siquiera sobre la tota-
lidad de la cromática, sino sobre diversos modos no diatónicos de su propia
creación, que pueden . tener más o menos de siete notas en la octava. Hay
armonías, en su sentido más lato, complejos disonantes y consonantes de
sonidos que dan color (en el caso del propio Messiaen, muy literalmente,
ya que su sentido sinestésico es muy fuerte) a sus melodías, a veces creando
bandas de sonido paralelas, una derivación de las tríadas, séptimas y no-
venas paralelas de Debussy. Pero nos encontramos también largos pasajes
de monodia, como la Danza de la furia en el Quatuo_rpour la fin du temps,
donde los cuatro instrumentos tocan al unísono y a la octava desde el
principio al fin, e igualmente de heterofonía, como en E pode en la Chrono-
chromie, donde las relaciones armónicas entre las dieciocho partes de los
instrumentos de cuerda no tienen más significación de la que les cabe en
el coro de los pájaros al amanecer, que es lo que el movimiento representa.
Tanto melódica como armónicamente, Messiaen da preferencia al trítono
(el intervalo entre los grados cuarto y séptimo de la escala mayor) sobre
la quinta perfecta; es un canibio de actitud interesante, en cuanto el trítono,
el único intervalo irracional de la escala diatónica y constante motivo de
riesgo para la lógica musical, al punto de que los antiguos teóricos lo
llamaban diabolus in musica, no representa una amenaza para Messiaen,
sino «el carácter sutil de los cuerpos radiantes, puros como los ánge-
les de Dios en los cielos». Al faltarle la alternancia de tensión y relajación
de la armonía funcional tonal, y su impulso direccional hacia adelante,
la música permanece en el presente, libre también de la periodicidad de
los acentos y de la regularidad rítmica de la música armónico-tonal. Esto
permite al compositor poner en juego sus estudios de los conceptos indio
ua Música. Sociedad. Educación
Un tambordiferente
y griego antiguo del ritmo, como también los del canto gregoriano, además
de la música de Debussy, Stravinsky y, cosa sorprendente, de Mozart, de
cuyo tratamiento de los ritmos del habla tiene mucho que aprender; y
todo esto lo conduce a una práctica rítmica que se basa más bien sobre la
duración que sobre el acento, y que está, por decirlo con sus propias
palabras, «inspirada en el movimiento de la naturaleza, un movimiento
de duraciones libres y desiguales», con lo que su música se coloca fuera
del alcance del tiempo mecánico y se incorpora al tiempo de la naturaleza,
al tiempo tal como lo percibimos y no tal como lo medimos. En este
aspecto, su influencia sobre los compositores más jóvenes ha sido in-
calculable.
Parecería, pues, que nos encontrásemos con que esta música cierra la
brecha que se abrió en nuestra sociedad en el momento del Renacimiento
(aunque sus orígenes sean mucho más lejanos) y restituye a sí misma la
naturaleza del hombre occidental. Sin embargo, los occidentales siguen,
sin percatarse de nada, andando por su senda cartesiana, y mientras el
público sigue acudiendo para oír y aplaudir, y Pierre Boulez, el ex disdpu-
lo de Messiaen, ofrece a su maestro la medalla de la Royal Philharmonic
Society, el mundo musical sigue sin cambiar. Messiaen, co~o aquellos
predecesores suyos que también hemos estudiado, nos ofrece la visión
de una sociedad potencial que todavía no está a nuestro alcance; de hecho,
no parece que haya cobrado forma más que en la mente de muy pocas
personas. Los compositores, como otros artistas, captan ideas que todavía
están, por así decirlo, en estado de solución en la sociedad, y las cristalizan
en forma metafórica; más no pueden hacer, y en todo caso, generalmente,
ellos mismos no se ven como destinados a cambiar el mundo. Todos los
compositores que he estudiado en este capítulo han seguido trabajando en
el contexto de la tradición occidental del concierto, de la que en realidad
parece muy difícil separarse, por no decir imposible; más adelante veremos
hasta qué punto esto limita la fuerza de su visión. Es un hecho, sin em-
bargo, que aunque se haya forjado un lenguaje nuevo, la mayoría de los
aficionados a la música no llegan a entenderlo, lo que atestigua que la
visión renacentista del mundo sigue manteniendo su poder. Antes de pasar
a considerar este punto será conveniente, para completar nuestro estudio
de las formas en que la música europea en este siglo se ha constituido
en una crítica de la visión renacentista del mundo, hacer algunos comen-
tarios sobre la evolución de la música en los Estados Unidos de América,
un país fundado sobre el ideal de la libertad individual, donde esa visión
del mundo ha tomado un giro tan curioso como interesante.
Capítulo 6
Una característica de la música armónico-tonal es que exige un alto
grado de subordinación de los elementos individuales de la música al
efecto total. No sólo se requiere que cada voz individual se vaya adaptando
a la progresión de los acordes, sino que tampoco ninguna nota o acorde
individual tiene significado por sí mismo; sólo lo obtiene en el contexto
del diseño total, de manera muy semejante a como el estado autoritario o
totálitario exige que los intereses individuales de los ciudadanos se subor-
dinen a sus propósitos. De áhí que sea interesante ver cómo, en la música
de las colonias británicas que terminaron por convertirse en los Estados
Unidos de Norteamérica, se operó una desintegración de la armonía fun-
cional tonal ya mucho tiempo antes de que nada semejante llegara a ser
perceptible en Europa; y de ahí que no sea demasiado fantasioso conside-
rar que este proceso es una expresión del ideal de libertad individual sobre
el cual se fundaron los Estados Unidos, un ideal que, por más pobremente
que haya sido realizado --e incluso traicionado- en el curso de su historia,
jamás ha llegado a desaparecer del todo.
Los colonos que llegaron a Nueva Inglaterra a comienzos del siglo XVII
habían dejado atrás los últimos días de la edad de oro de la cultura musical
inglesa. Muchos eran, tal como lo expresó el primer gobernador de las
colonias de Nueva Inglaterra, «muy expertos en música» y, por más que
los padres peregrinos y los puritanos prefiriesen la música sacra a la secular,
no ponían objeciones a la música instrumental secular, ni siquiera a la
danza, en tanto que fuese ,:espetado el decoro. Sin embargo, tanto el
Mayflower como los barcos que le siguieron sólo tenían capacidad de carga
para lo más indispensable, de modo que los inmigrantes solamente pudie-
ron llevarse consigo los instrumentos musicales más pequeños y sufridos;
es decir, nada tan voluminoso ni tan delicado de transportar como un
virginal o un órgano. Por lo que sabemos, los primeros colonos sólo pu-
dieron disfrutar de un tipo de música simple y funcional, es decir, música
para las ocasiones sociales y para el culto. En lo que se refiere a la primera,
133
 U4
Música. Sociedad. Educación
sabemos que tenían instrumentos, aunque no sepamos bien qué tocaban;
posiblemente material de· colecciones inglesas como la de Thomas Ravens-
croft, y posteriormente la de John Playford. Las canciones profanas no eran
desconocidas, y no incluían solamente las baladas anglo-celtas, pertenecien -
tes más bien a la antigua tradición oral que a la escrita, y que resultaron
ser muy duraderas en América, sino también canciones provenientes de las
diversas colecciones que habían cruzado el Atlántico con ellos. En cuanto
a la música para el culto, se limitaba casi exclusivamente al canto de salmos
en sencillas transcripciones rimadas, una práctica que no era desconoci-
da en la Iglesia oficial de Inglaterra. Quizá parezca un repertorio limitado,
pero incluye en definitiva unos ciento cincuenta salmos, muchos de ellos
muy largos, y que abarcan una gama emocional muy amplia. La versión
que preferían los primeros colonos era la de Henry Ainsworth, quien usó
metros poéticos muy diversos y recopiló no menos de treinta y nueve me-
lodías diferentes, que estaban impresas al final del libro, cada una en
forma de una sola línea melódica. Pero los ministros puritanos no tardaron
en expresar su disgusto, sosteniendo que eran demasiadas las veces en que
la palabra literal de Dios resultaba sacrificada a la elegancia literaria, y
en 1640 una comisión redactó y publicó una nueva traducción en verso;
éste fue el primer libro que se imprimió en Nueva Inglaterra. ·
Las versiones se prepararon ajustándolas únicamente a seis esquemas
métricos, casi todos ellos en estrofas de cuatro versos, de modo que la
misma melodía se pudiera usar para varios ·salmos, con lo que el número
de melodías que había que aprender quedaba reducido a un mínimo. Des-
pués de muchas discusiones, el nuevo libro de salmos fue adoptado en
todas las colonias de Nueva Inglaterra hacia fines del siglo xvn, y durante
el siglo siguiente fue reeditado innumerables veces, con el nombre de
Bay Psalm Book . Sólo en la novena edición, la de 1698, aparecieron las
melodías -apenas trece- con las cuales se podían cantar los salmos.
Irving Lowens hace un interesante comentario sobre la cultura de Nor-
teamérica en este período:
El relato de lo que pasó con las artes en Nueva Inglaterra durante el siglo XVII
es la historia de unas gentes que intentaron plantar en el Nuevo Mundo las mismas
viñas de cuyos frutos habían disfrutado en el Viejo, pero al mismo tiempo es la
crónica de la evolución subconsciente de una civilización totalmente diferente . La
historia del Bay Psalm Book durante el siglo XVII lo ilustra en forma adecuada, pues
aunque en lo superficial pueda parecer que las melodías de los salmos no son más
que" una estrecha utilización religiosa de cierta música que se cantaba en la madre
patria, al cantarlas en un suelo diferente se produjo en ellas un misterioso cambio
cualitativo. Aquí, demostraron ser las semillas cuya floración habría de dar, más
adelante, una música nueva, característicamente norteamericana 1.
Las primeras flores no aparecieron hasta fines del siglo XVIII, pero
aun dentro de la forma tradicional de cantar salmos no tardaron en asomar
1
Irving Lowens, Music and Musicians in Early America, Nueva York, Norton,
1964, p. 37.
Un tambor diferente 13.5
algunas diferencias muy interesantes en relación con la práctica europea.
Después de la primera generación de peregrinos hubo una declinación
inevitable en la capacidad de leer y escribir música, producida por las
arduas condiciones de vida en que se hallaban los colonos; entonar salmos
dejó de tener el respaldo de una tradición escrita para volverse principal-
mente oral, y pese a los esfuerzos de los eclesiásticos y de los músicos
«educados» que se empeñaban en imponer lo que ellos llamaban un «canto
regular» (es decir, ajustado al ritmo de trote corto que aún hoy, a cual-
quier organista de iglesia le gusta oír cuando canta su congregación), el
pueblo siguió imprimiendo su propio sello a la entonación de los salmos.
Es fascinante ver, desde el comienzo mismo de la historia cultural norteame-
ricana, el choque -que tantas veces habría de reiterarse- entre la tradi-
ción nativa y la de importación europea. ·
Como se trataba de una tradición popular y oral, que las personas
educadas desdeñaban, sólo nos han quedado comentarios adversos de lo
que sucedía; el pueblo, como siempre, no tenía portavoces. He aquí
lo que escribió en 1721 el reverendo Cotton Mather: « Se ha observado ...
en algunas de nuestras congregaciones que con el correr del tiempo su
forma de cantar ha degenerado en un ruido extraño, que tiene más de
algo para lo cual no acierta uno a encontrar nombre, que de Canto Re-
gular» 2 • Y oigamos, el mismo año, a un tal Thomas Walter: «He obser-
vado en muchas partes que mientras un hombre está en una nota, otro
canta la anterior, lo que produce algo tan horrible y ,desordenado que
no basta con calificarlo de malo» 3 •
De estos y otros comentarios de la época podemos inferir que lo que
pasaba era que el pueblo, al cantar sin acompañamiento como era lo
habitual, había ido creando su propio estilo, retardando el supuesto compás
casi hasta la inmovilidad (por más que probablemente cada uno siguiera
su propio ritmo interior), disminuyendo poco a poco la altura y después,
probablemente, saltando a la octava o a la quinta superior para volver
a su propia tesitura natural. Entonces, dentro de cada nota enormemente
prolongada (como estaba escrita), cada uno debía de ornamentada con
adornos y arabescos, con alteraciones arbitrarias de la melodía y del tiempo.
Debe de haber sido un ruido sorprendente, y realmente uno querría haber
podido estar con un grabador en Plymouth, Mass., por la década de 1690.
Y, por lo menos en las zonas rurales, no parecía que los músicos cultos
pudieran hacer mucho por impedirlo; mientras no tenía acompañamiento,
la gente cantaba a su manera, y no había suficientes músicos con la forma-
ción necesaria para subordinar sus devociones musicales a partituras es-
critas.
Este continuo choque entre aquellos que querían imponer reglas y
los que no querían que se las impusieran aparece reiteradas veces en la
historia norteamericana. Thoreau, por ejemplo, que escribió ciento treinta
2 Citado en Gilbert Chase, America's Music, Nueva York, McGraw-Hill, 2.ª ed.,
1966, pp. 234.
3 Ibid .
 136 Música. Sociedad. Educación
años después que Cotton Mather, lo expresó elocuentemente al decir:
«¿Por qué ha de acosarnos una prisa tan desesperada por el éxito, y hemos
de comprometernos en empresas tan desesperadas? Si un hombre no marcha
al mismo paso que sus compañeros, tal vez sea porque oye un tambor
diferente. Que ande al ritmo de la música que oye, por más extraña que
sea. Lo que importa no es que madure tan pronto como un manzano o
como un roble. Si el estado de cosas para el cual hemos sido hechos aún
no existe, ¿con qué realidad podríamos sustituirlo?» 4.
La validez de esta manera de cantar, vilipendiada y ridiculizada como
estuvo por los músicos cultos durante dos siglos, fue defendida por George
Ives, el director de la banda de Danbury, Connecticut, y por su hijo
Charles. La persistencia de la tradición del canto espontáneo de los himnos
se puede apreciar cuando nos damos cuenta de que la situación a que se
refiere Charles en el siguiente pasaje debe de haber tenido lugar hacia
1880: «Recuerdo que cuando yo era muchacho, en Redding, todos los
granjeros de varias millas a la redonda, su familia y los trabajadores que
cultivaban sus tierras solían venir por el bosque a los Camp Meetings (ser-
vicios religiosos al aire libre), cuando miles de almas "libradas a sí mis-
mas" cantaban cosas como Beulan Land, Woodworth, Nearer My God to
Thee, The Shining Shore, Nettleton, in the Sweet Bye and Bye y otras
semejantes. La música y la letra impresas en el papel se parecían tanto
••
~
á lo que "eran" (en aquellos momentos) como puede parecerse a su cara
el monograma que lleva un hombre bordado en su corbata. Mi padre, que
~ dirigía el canto, a veces con la corneta o con la voz, a veces con la voz y los
~ brazos y otras, en los himnos más tranquilos, con una trompa o un violín,
solía siempre animar a la gente a que cantase a su manera. La mayoría
de ellos se sabían de memoria la letra y la música (la suya), y así la can-
taban. Si abusaban un poco del poeta y del compositor, tanto mejor para
la poesía y para la música. En aquellos grandes cónclaves sonoros había
júbilo y fuerza» 5•
Los defensores del «canto regular» no tardaron en emprender la acción
contra lo que ellos consideraban una corrupción en la manera de cantar
los himnos. Se publicaron innumerables libros con la intención de enseñar
a los cannmtes y, lo que es más importante, empezaron a aparecer escuelas
de canto, dirigidas generalmente por músicos ambulantes, que con fre-
cuencia eran además buhoneros y curanderos o cosa semejante, y que se
instalaban durante algunas semanas en una ciudad o aldea, dando a conocer
su intención de enseñar las reglas del canto regular a los que así lo de-
searan, y por las noches daban clases a cuantos acudían a ellas. Esta
institución prosperó por razones que quizá tuvieron tanto que ver con fac-
tores sociales como con los puramente musicales, y llegó a desempeñar un
papel importante en la vida de las colonias de Nueva Inglaterra, todo a lo
largo de la costa oriental. Fueron estos maestros de canto viajeros quienes
4 Henry David Thoreau, Walden, or Life in the Woods (1854), Everyman Edi-
tion, s.f., p. 287.
5 Charles E. !ves, Memos, ed. John Kirkpatrick, Londres, Calder & Boyars, 1973,
p. 132.
Un tambor diferente 137
constituyeron la comunidad musical que, a fines del siglo XVIII, dio origen
al primer grupo de compositores norteamericanos nativos.
El grupo, que llegó a ser conocido como la First New England School,
estaba formado por hombres humildes, que se llamaban a sí mismos
tunesmiths [forjadores de melodías] más bien que compositores, porque
se consideraban artesanos cuya función, como la del herrero o la del cons-
tructor de carros, consistía en servir a la comunidad. Como dice H. Wiley
Hitchcock:
Era una música completamente acorde con la sociedad para la cual se la escribía.
Estos compositores autodidactas tenían una función segura y respetada en la vida
de la era colonial y federal en general; vista con la perspectiva histórica de doscientos
años más, aquella fue una especie de edad de oro de la participación musical, en
que la colaboración entre maestros, compositores, cantantes y pueblo en general era
fructífera. Si hubo alguna vez una música verdaderamente popular, esa fue la música
de los habitantes de Nueva Inglaterra, que surgió de las antiguas tradiciones profun-
damente arraigadas en la joven Norteamérica; era accesible a todos, y· todos disfru-
taban con ella; era una música que hablaba un lenguaje sencillo a gentes sencillas y,
evaluada en sus propios términos, era una música estillsticamente homogénea y de gran
integridad 6.
Se trataba, pues, de hombres con los pies en la tierra, que tenían
nombres bien terrenos; entre ellos se contaba Justin Margan, Supply Bel-
cher,Timothy Swan, y el miembro más conocido y más capaz de expresarse
del grupo, William Billings de Bastan . Nacido en 1746, Billings era cur-
tidor de oficio y autodidacta en música (aunque seguramente había apren-
dido algo en una escuela de canto); abandonó su oficio y colgó a la puerta
de su casa un letrero que anunciaba, simplemente, «Billings - Canciones».
Parece haber sido un personaje notable; una descripción contemporánea lo
presenta como «un hombre singular, de corpulencia moderada, con una
pierna más corta, con un solo ojo, falto de modale~ y extraordinariamente
descuidado con· su aspecto personal. Aun así, hablaba y pensaba como
alguien que está por encima de las capacidades ordinarias» 7 • Publicó varias
colecciones de sus propias canciones, himnos y coros religiosos con sus
melodías, prologados generalmente por opiniones y comentarios ácidos y
contundentes, que no sólo dan una idea de quién era aquel hombre, sino
de la sociedad joven y segura de sí donde vivía, en una relación de intimi-
dad que debe ser la envidia de más de un compositor contemporáneo.
Por ejemplo:
Quizá quepa esperar que haya yo de decir algo referente a las reglas para la
composición; a quienes así lo esperen les respondo que la Naturaleza es el mejor
dictador, porque ninguna de las reglas rígidas, calculadas y áridas que jamás nadie haya
prescrito permitirá a nadie crear una melodía... Debe ser la Naturaleza, la Naturaleza
6 H. Wiley Hitchcock, Music in the United States: A Historical Introduction,
Nueva York, Prentice-Hall, 2.ª ed., 1974, p. 20.
7 Citado en Gilbert Chase, op. cit., pp . 129-30.
UI Música. Sociedad. Educación
debe echar los cimientos, la Naturaleza debe inspirar la idea... Por mi parte, como
no me considero limitado por ninguna regla de composición que haya sido establecida
por ninguno de los que me precedieron, ni tampoco pensaría (si tuviera la pretensión
de establecer reglas) que ninguno de los que vengan detrás de mí hubiera de estar en
modo alguno obligado a adherirse a ellas, a no ser en la medida en que a ellos mismos
les parecieran adecuadas; de hecho, pienso que lo mejor es que cada compositor sea
su propio tallista 7•
¡Valientes palabras! Pero no son las únicas que tiene que decirnos
Billings:
Quizá algunos entiendan que mi intención es dejar al Arte completamente fuera
de la cuestión. En modo alguno, respondo, pues cuanto más arte se despliega, más
se adorna la Naturaleza. Y en algunas formas de composición se requieren áridos
estudios, y es indispensable el arte. Por ejemplo, en una «fuge», en donde las partes
se suceden con las mismas notas, pero incluso aquí el arte está al servicio del genio,
porque lo primero es la fantasía que da un esbozo aproximado de la obra; el arte
viene después, para pulirla 7,
Billings era catorce años menor que Haydn, y diez mayor que Mozart,
pero su música habita otro mundo que no es el del clasicismo europeo.
En algunos sentidos parece que regresara a un antiguo estilo europeo,
modal más bien que tonal, con un sabor popular que se deriva quizá de
la tradición falk anglo-celta. Es, a todos los efectos, no armónica, y por
cierto que a la armonía funcional tonal no le cabe papel alguno en su
repertorio de medios expresivos. Cualquier conflicto entre las necesidades
de la progresión acórdica y la forma de una línea melódica individual se
resuelve invariablemente en favor de esta última, incluso si con esto se
produce un choque armónico, de modo que aquí se usan libremente, y a
menudo sin ningún sentimiento de que haya necesidad de resolverlas,
asombrosas disonancias, desconocidas por entonces en la música europea.
Tanto las quintas abiertas como las quintas paralelas, ambas proscritas
por las reglas europeas, se oyen aquí tan a menudo que parece bien claro
que aquellos compositores y sus congregaciones disfrutaban positivamente
con su sonido. A los oídos afinados armónicamente, la música puede sonar-
les tonalmente monótona, y tanto más cuanto que, aparte el movimiento
ocasional y mecánico hacia la dominante, la modulación virtualmente no
existe, pero sentir esto es no captar el sentido de la música, que se interesa
por otras cosas y, de manera notablemente elegante y coherente, va en pos
de aquello que le interesa. La música es principalmente para coro sin
acompañamiento ... o al menos no se indica acompañamiento alguno, aunque
los instrumentos de viento, e incluso los de cuerda, en el caso de que se
contara con ellos, podrían sumarse para doblar las partes vocales. Los
instrumentos de teclado eran raros y no desempeñaban ningún papel en
el mundo de estos compositores, y éste muy bien puede haber sido un
factor que contribuyó a la ausencia de recursos armónicos en sus obras,
puesto que les obligaba a pensar más bien en función de líneas que de
acordes (y ya hemos señalado el papel que correspondió al teclado, con su
Un tambor diferente 1.39
poder de someter texturas complejas al control de un solo individuo, en el
desarrollo de la armonía tonal).
Un anthem [himno] típico de Nueva Inglaterra está formado por va-
rias secciones breves hábilmente combinadas, haciendo que las secciones
acórdicas alternen con otras de simple contrapunto imitativo ( «fuging» ),
y presenta una elaboración extraordinaria de los efectos de textura, en
que el grupo entero puede contraponerse a una, dos o tres voces, así
como de los contrastes de tiempo, dinámica y timbre vocal, usados todos
ellos como elementos estructurales más bien que decorativos. El hecho
de que la primera música no armónica que se produjo en Occidente desde
el Renacimiento haya sido compuesta, en una sociedad cimentada sobre el
ideal de la libertad individual (Billings era partidario activo de la causa
colonial, y no sólo escribió Chester, su principal canto de unión y solida-
ridad, sino también un elocuente Lament Over Bastan, con ocasión del
incendio de aquella ciudad por los ingleses), por un músico convencido de
que «cada compositor debe ser su propio tallista» y de que «la naturaleza
debe inspirar el pensamiento» ya no habrá de parecer demasiado sorpren-
dente a ningún lector que haya seguido hasta el momento la argumentación
de este libro.
A Billings, como a sus colegas, le preocupaba mucho la ejecución;
muchas de sus ideas deben de haber escandalizado a sus contemporáneos
europeos, y todavía hoy ejemplifican una actitud muy desdeñosa hacia las
exigencias de la música armónico-tonal tradicional, en especial en cuanto
a la importancia que ésta asigna al bajo verdadero. Le gustaba, por ejem-
plo, tener voces masculinas y femeninas en cada parte, cantando con una,
y ocasionalmente con dos octavas de diferencia, es decir, produciendo una
especie de sonoridad organística en seis u ocho partes. Tenía un oído muy
especial, pero es indudable que sabía qué clase de sonido quería:
Imaginemos una compañía de cuarenta personas; veinte de ellas deben cantar el
bajo, y las otras veinte se dividirán, según como lo estime adecuado el grupo, para
cantar las partes más altas. Seis o siete voces deben cantar el bajo fundamental, que
entonado en unión con las partes más altas es enormemente majestuoso, y magnífico
al punto de hacer temblar el suelo, como yo mismo con frecuencia lo he experimen-
tado ... También se ha de poner mucha cautela al cantar un solo (sic); en mi opinión,
bastan dos o tres voces para cantarlo bien. Se lo ha de entonar con la suavidad de
un eco, para así mantener a los oyentes en una espera gratamente incierta, hasta que
todas las partes se unan en un coro completo, tan delicado y potente como sea
posible 7 •
Aparentemente, tampoco era raro que estos compositores colocaran
las diversas partes a cierta distancia unas de otras, sacando partido de la
separación espacial entre ellas, lo que vuelve a dar testimonio de una
preocupación por las partes individuales que era prácticamente desconocido
en la música europea de la época.
Aquí estaba, pues, la sustancia de una nueva tradición democrática
en la música: fuerte, confiada, firmemente arraigada en la vida de las
gentes y al alcance de ellas. Una tradición que podía estar a la altura
 140 Música. Sociedad. Educación
de las aspiraciones de la democracia de Jefferson. Y que, sin embargo,
se desvaneció sin dejar rastros durante casi doscientos años, anegada
por el movimiento hacia la cursilería y la «corrección» del estilo europeo
que se produjo, bajo el liderazgo de músicos como Lowell Mason, en los
primeros años del siglo XIX. Para Mason, que con toda coherencia fue
también el primero en llevar a la música los métodos del big business, esa
institución típicamente norteamericana que a comienzos del siglo XIX
apenas si estaba poniéndose en marcha, la música era sobre todo un bien
de consumo. Publicó una cantidad enorme de música: himnos, música de
iglesia en general, manuales de instrucción y libros de canciones para
niños, canciones seculares, algunas compuestas por él, ·como From Green-
land' s ley Mountains, pero principalmente tomadas de la obra de compo-
sitores europeos menores, y de las obras menores de los más grandes,
arregladas muchas veces para despojarlas de sus rasgos más sorprendentes
y dejándolas reducidas, en forma no muy diferente de los productos ac-
tuales de la televisión norteamericana, y por las mismas razones, a una
mezcla anodina y exangüe. Mason entendió bien que, si se había de tratar
a la música como un bien de consumo, evidentemente habría que dirigirse
al mayor número posible de personas y provocar el antagonismo de los
menos. Buena calidad sí, claro ... pero no tanta originalidad que pudiera
inquietar o espantar a un cliente en potencia. (Esa misma insustancialidad
se encuentra aún hoy en muchas colecciones norteamericanas de música
para las orquestas de escuelas secundarias, las bandas y otros grupos mu-
sicales.) En todo caso, era obvio que las obras, crudas pero incuestiona-
blemente vivas, de los forjadores de melodías de Nueva Inglaterra no ser-
virían para esos fines.
No es demasiado delirante ver en esta traición a los ideales de los
primeros compositores un paralelo con la traición a la idea de los derechos
del hombre que empezó a producirse a comienzos del siglo XIX, a medida
que se fortalecía el industrialismo. En el siglo XIX, los Estados Unidos
produjeron escritores de auténtica grandeza, que mantuvieron una agresiva
actitud de independencia, como Melville, Twain, Whitman, Emerson, y
sobre todo Thoreau, pero el arte musical norteamericano no floreció más
que en Louis Moreau Gottschalk y Stephen Collins Foster, dos figuras
interesantes, pero en modo alguno de estatura comparable. Se pregun-
ta uno si esto no podría deberse a que la música, por el hecho mismo
de ser menos precisa en sus significados externos, y menos consciente de
qué es exactamente lo que está diciendo, da expresión, con mayor pro-
fundidad aún que la literatura, a las motivaciones inconscientes de una
cultura. ·ne cualquier manera, la historia del arte musical norteamericano
en el siglo XIX es algo que descorazona; uno tras otro, los compositores
jóvenes cruzaron el Atlántico rumbo a Dresde, a Leipzig, a Viena o a
Weimar -raras veces a París- para volver con una música que no era más
que una pálida imitación del romanticismo alemán. Tal como señala David
W oolridge en su biografía de Charles I ves, el carácter visionario de la
música de los tunesmiths de Nueva Inglaterra «se perdió en manos de los
entendidos... Mientras la música languidecía tristemente, las sucesivas
Un tambor diferente 141
generaciones de compositores norteamericanos hacían su peregrinación a
Europa como ancianas ricas que acudieran a un balneario para recuperar
la semilla perenne de una cultura extranjera para perenne deleite de las
ancianitas» 8 •
No fueron, sin embargo, los compositores norteamericanos europeizados
quienes dominaron el escenario del arte musical -ya que de hecho se
encontraron con grandes dificultades para hacerse escuchar-, sino la mú-
sica europea, y sobre todo la alemana, con su propio aparato y su reper-
torio estándar; y ese estado de cosas se mantiene en parte aún hoy, con
las grandes organizaciones de concierto socialmente aceptadas. Y precisa-
mente porque no tenía -ni tiene-- ninguna relación orgánica con la
cultura indígena de América, esta música demostró ser estéril y carente
de raíces; quizá a eso se debe el hecho de que, mientras que en Europa
los ·que no encuentran en sí mismos ningún punto de contacto con la
música clásica (en el sentido popular de la expresión) se conforman con
hacer caso omiso de ella y seguir por su propio camino, parecería que
en Estados Unidos la misma modalidad music.al generase una hostilidad
positiva. En mi juventud, el guión típico de una película musical holly-
woodense presentaba el enfrentamiento entre los músicos «de pelo largo»
y los «chicos normales», que solían estar representados por los jóvenes
Mickey Rooney, Judy Garland, Bonita Granville y Jane Withers, y que
querían montar su propio espectáculo. También en la forma hilarante
en que los hermanos Marx aniquilan una representación de Il trovatore en
su película Una noche en la ópera, como en el tajo que libera la plata-
forma flotante en Los hermanos Marx en el circo, dejando que toda la
orquesta sinfónica; bajo la batuta de un director italiano escandalosamente
caricaturizado, se aleje flotando hacia el mar sin dejar de tocar fervorosa-
mente a Wagner, hay una malicia que hace de aquella escena una imagen
arquetípica si alguna vez las hubo. Pero es importante que algo quede
claro: no era la música lo que le disgustaba al norteamericano medio, como
tampoco lo es ahora . Su cultura estaba llena de música, desde los minstrel
shows a los himnos sureños, pasando por el jazz y las canciones vaqueras,
la música de vodevil, los espectáculos burlescos y las marchas militares:
todos brotes vigorosos, de raíz incfigena, y característicamente norteameri-
canos y populares en el más amplio de los sentidos. Era específicamente
la música clásica europea lo que era -y sigue .siendo- rechazado por la
gran mayoría.
·En el siglo XIX, el triunfo de la tradición armónico-tonal europea entre
los norteamericanos que se consideraban cultos fue análogo al de la visión
científica posrenacentista del mundo y al de los productos de la ética
protestante: el capitalismo y el industrialismo. Las antiguas tradiciones sólo
sobrevivieron entre quienes se mantuvieron fuera de las corrientes domi-
nantes en l_avida norteamericana. Hemos visto ya cómo la tradición del
8 David Wooldridge, From the Steeples and Mountains : A Study of Charles Ives ,
Nueva York, Knopf, 1974, p. 6.
 142
Música. Sociedad. Educación
canto coral de los himnos en el antiguo estilo se_mantuvo en las zonas
rurales hasta los últimos años del siglo x1x; aun hoy, en las remotas re-
giones boscosas de Kentucky y de ambas Carolinas, se encuentra uno con
· florecientes grupos que cantan los viejos himnos en el estilo antiguo, con el
sistema «fasola» (un sistema de solfeo que usa las sílabas «fa, sol, la, fa,
sol, la si» para representar los siete grados de la escala diatónica), y el
de «shape-note», en que las cabezas de las notas escritas en el pentag:rama
se modifican en correspondencia con los nombres en fasola de 1.asnotas,
que se remontan a la época de las escuelas de canto del siglp xvn1. Es
bien conocida la supervivencia del canto modal · anglo-ci::lta entre las
remotas poblaciones rurales de la zona de los Apalaehes, y de hecho, los
recopiladores de canciones folklóricas británicas, como Cecil Sharp y Maud
Karpeles, se encontraron du.rante los años veinte con que estas regiones
eran una fuente de canciones populares inglesas mucho más rica que cual-
quier lugar de Inglaterra.
El ,grupo más grande que hasta no hace mucho tiempo se ha visto
excluido de la vida económica, política y cultural norteamericana lo cons-
tituye sin lugar a dudas la población negra. Hemos observado ya que
el choque entre las tradiciones africana y europea, y en especial la anglo-
celta, ha resultado uno de los más fructíferos en toda la historia de la
música, y por más que no sea éste el lugar para estudiar esta colisión
y sus resultados, quizá podamos hacer algunas observaciones sobre la mú-
sica y su relación con la sociedad negra.
Ante todo el blues, que en su forma clásica consiste, verbalmente, en
estrofas de dos versos que riman, y en que el primero se repite de modo
que al cantar el segundo, éste viene como a satisfacer una expectativa.
Las letras se caracterizan por una melancolía carente de sentimentalismo,
y que está teñida de un humor irónico que, con frecuencia, expresa la
carencia de amor, como en:
I'm gonna buy me a bulldog, watch you while I sleep
(I said) I'm gonna buy me a bulldog, watch you while I sleep
Just to keep those men /rom making their early mornin' creep' *.
A menudo las imágenes son explícitam~nte sexuales:
My baby got a little engine, cal! it my Ford machine,
(I say) My baby got a little engine, cal! it my Ford machine,
If your generafor ain't band, baby, you must be buying bad gasoline **.
pero sorprende lo poco que les interesan los temas referentes a la discri-
minación racial o a las privaciones económicas.
* Me compraré un bulldog que te vigile mientras duermo, y ahuyente a esos
hombres que te buscan furtivamente al alba. (N. de la T.)
** Mi nena tiene un motorcito, podéis llamarlo mi Ford. Si el carburador no te
falla, nena, será que le has puesto gasolina barata. (N . de la T.)
e up this mornin' . .. » o «]ust a poor boy, long ways from home» o «Laughin'
Un tambor diferente 143
Musicalmente, el blues clásico consiste en doce compases que siguen una
secuencia muy simple y muy convencional de acordes, I-IV-I-V-(IV)-I,
alternando dos compases cantados con dos de improvisación instrumental.
Aunque esto puede dar la impresión de que se basa firmemente en las
progresiones armónicas europeas, la música mantiene -lo mismo que los
cantantes negros con la sociedad norteamericana blanca- una relación
muy ambigua con la armonía tonal. Aparte el hecho de que la progresión
es invariable y no puede, por ende, desempeñar papel alguno en los medios
expresivos como tales, ya que, armónicamente hablando, lo que se espera
siempre sucede, nos encontramos con que el instrumento favorito para el
acompañamiento, por lo menos en el country blues, es la guitarra, un ins-
trumento que, especialmente cuando se le toca con un cuello de botella
aserrado, como se le puede hacer, se presta a las más audaces distorsiones
tonales. Y vemos también que frecuentemente el séptimo grado de la escala
mayor se baja hasta medio tono, lo que socava la progresión V-1, y que
al tercer grado de la escala se le sitúa por lo común entre la tercera mayor
y la tercera menor, coi:Ílo que se debilita e incluso se destruye la distinción
entre escalas mayores y menores, tan básica para la expresividad emocional
de la música armónico-tonal. El blues urbano, mucho más complejo y
refinado, tiende a usar el piano, cuyos tonos son fijos en la escala tempe-
rada; esto hace que la tercera «neutral» se simule, tocando simultáneamen-
te la tercera mayor y la menor (un rasgo que el jazz comparte), lo que da
su característico sonido al blues pianístico y a sus derivados, el barrelhouse
y el boogie-woogie, que se mueven ambos dentro del marco de referencia
armónico del blues. En todo caso, la tremenda proliferación de estilos, de
melodías y de texturas que se puede oír contra el fondo de ese simple
bajo convencional nos demuestra que el interés de la música reside en
alguna otra cosa que no es la armonía.
Muchos de sus rasgos se relacionan sin duda con la supervivencia de los
elementos de la música africana (la tenacidad y la persistencia con que
los negros se adhieren a los rasgos culturales africanos a lo largo de muchas
generaciones de degradación y deformación deliberadas es uno de los mila-
gros culturales de los tiempos modernos), pero ahora no se trata de eso;
en el blues vemos, una vez más, cómo la actitud hacia la armonía tonal es
un claro indicador de la posición ambigua de sus cantantes en (y hacia)
la sociedad blanca.
El blues fue y sigue siendo una tradición esencialmente oral, unida
por vínculos fuertes y estrechos a la sociedad donde se genera. Y el cantor
de blues, como su sociedad y salvo raras y recientes excepciones, era pobre.
A menudo se desplaza, recorriendo grandes distancias, por el Sur de los
Estados Unidos; tampoco era raro que fuese ciego y que, como Tiresias,
llevase a un niño como guía. Y muchas veces, como. también sucedía
con Tiresias, los de su pueblo lo consideraban un vidente que «veía»
más que los videntes [normales]. Como en muchas tradiciones orales, el
material proviene en buena medida de un acervo común, no sólo de frases
musicales, sino también de expresiones e imágenes verbales, como «I woke

144 Música. Socied11.d.
Educaci6n
just to keep from cryin'» *. Este surtido común de frases, compartidas a
menudo por los músicos blancos pobres, y no sólo por fos negros, es una
característica universal de la poesía oral (recuerda uno el acervo de frases
típicas de Homero, tales como «el mar purpúreo» o «Aquiles el de los pies
ligeros»), y constituye un valioso aporte a la comunidad de las expresiones.
Todo el mundo puede tocar; el cantor de escasos talentos puede recurrir
al acervo común y, al seleccionar y cambiar lo que en él coseche, dar forma
a algo que exprese sus sentimientos, mientras que el artista realmente
dotado puede tomar del mismo repertorio aquellos elementos que le per-
mitan crear algo nuevo y personalmente expresivo, verbalizando senti-
mientos que todos sus oyentes podrán reconocer en sí mismos, y mante-
niéndose así en ese contacto constante con la comunidad que es lo que
le permite hacerse entender por ella.
Estos cantantes de blues fueron, y en gran medida son aún, los viden-
tes y los profetas de la comunidad negra. Hay mucha fecundación recíproca
entre el blues y la gospel music; Charles Keil señala que müchos cantantes
negros de blues terminan por convertirse en predicadores: «La palabra
"ritual" parece más adecuada que "actuación" cuando el público participa
en vez de limitarse a admirar. Y de esto se deduce que quizá el rol del
cantante de blues esté más en la línea de la fe que de la creación, es decir,
que sea más sacerdotal que artístico ... Tanto el bluesman como el sacerdote
ofrecen modelos y orientaciones; ambos dan expresión pública a emociones
de orden privado; ambos promueven la catarsis; ambos intensifican los
sentimientos de solidaridad, levantan la moral y fortalecen el consenso» 9 •
El blues se inició como un arte muy del pueblo, y en gran parte
sigue siéndolo. En sus técnicas continúa expresando, por lo que se refiere
a la tradición armónico-tonal europea, actitudes de ambigüedad similar a
la que tenía aquella comunidad que le dio nacimiento hacia la sociedad
blanca norteamericana. El jazz, por su parte, está mucho más próximo,
en sus orígenes y en su historia, a la música y a la sociedad de los blancos.
Como puntualizaba Gunther Schuller 10, la leyenda del músico de jazz
analfabeto en Nueva Orleáns a comienzos de siglo no resulta confirmada,
en general, por 1o que cuentan la mayoría de los músicos de la época;
muchos estaban formados en la tradición europea de la música de concierto,
y conocían bien sus diversos tipos de música, que Nueva Orleáns ofrecía
tan generosamente. Muchas influencias contribuyeron a la formación del
jazz; Wilfrid Mellers las resume de la siguiente manera escribiendo sobre
Didn't He Ramble, de Jelly Rol! Morton:
La marcha militar se convierte en rag, el himno se convierte en blues y una
canci6n bailable latinoamericana asimila rasgos de la ópera francesa o italiana, y quizá
también un hálito de la música europeizada de los plantation songs, a la manera de
* «Me desperté esta mañana... », «Un pobre muchacho,· muy lejos de su hogar»,
«Riendo, nada más que para no llorar». (N. de la T.)
9 Charles Keil, Urban Blues, Chicago, University of Chicago Press, 1966, p. 164.
1º Gunther Schuller, Early Jazz, Nueva York, Oxford University Press, 1968,
pp. 56 y SS.
Un tambor diferente 145
Stephen Foster. Este carácter de crisol de la pieza nos da idea de la diversidad
musical que conmovió a Nueva Orleáns en las primeras décadas de este siglo. Por
las calles, las bandas musicales eran tantas que los encuentros eran comunes. ·En
calles y plazas, diversas bandas y grupos podían estar tocando tanto rags negros como
tangos latinoamericanos, cuadrillas francesas como valses alemanes 11•
En sus técnicas, el jazz demuestra que está más próximo a la música
blanca. De hecho, los primeros músicos de jazz que llamaron la atención
popular, especialmente los que conocimos por las compañías grabadoras,
eran blancos (King Oliver, Louis Armstrong, Bassie Smith y sus contem-
poráneos negros estuvieron inicialmente relegados a la categoría de los
race records [ expresión que en los años veinte designaba las grabaciones
reservadas a artistas -y compradores- «de color»]). Desde sus primeros
días hasta que -en la música de Ornette Coleman, John Coltrane y Albert
Tyler- abandonó por completo la idea estructural del bajo fundamental,
aproximadamente hacia la misma época en que se producía en el arte
musical europeo la revolución posweberniana, el jazz ha mantenido, en
mayor o menor grado, la progresión armónica como uno de sus recursos
expresivos. A lo largo de su historia, no ha dejado de flirtear con el arte
musical europeo (la palabra es adecuada, ya que es el carácter juguetón
propio del jazz lo que constituye uno de sus rasgos más perdurables, y el
que le otorga una cualidad personal y una presencia casi física que otras
clases de música no tienen), y se puede evaluar la intimidad de su contacto
con la sociedad blanca en cualquier momento dado según la importancia
que asigne al elemento armónico en la música. La era del swing, por ejem-
plo, se caracterizó por una armonía compleja, con arreglos elaborados que
se tocaban a partir de partituras escritas; desde el punto de vista de la
mayoría de los norteamericanos promedio, se trataba de un arte en gran
medida «blanco» y por ende perfectamente «respetable». La revuelta
contra las azucaradas trivialidades del swing de fines de los años cuarenta,
que llegó a ser conocida como bebop, y que en sus orígenes fue un mo-
vimiento enteramente negro, disminuyó la importancia de la armonía hasta
un punto en que su papel ( derivado en gran parte del blues) quedó redu-
cido a ser más asociativo que explícito, en tanto que el ritmo recuperaba la
importancia que había perdido. El bop también fue, explícitamente, una
música de la revuelta social de los negros, de manera que se entiende no
sólo que la armonía tonal fuese la primera de sus bajas, sino también que
por entonces la mayoría de los blancos lo detestaran (hoy por hoy, natural-
mente, el bop es historia y puede gustarle a cualquiera sin peligro).
Es un lugar común decir que buena parte de la vitalidad del jazz
proviene de la tensión entre los elementos africanos y europeos que incor-
pora. Por eso es interesante entender que fue en el momento en que
rechaz6 totalmente la tonalidad en favor de una heterofonía modal, e
incluso atonal, como en la música de Coleman, Coltrane, Ayler y otros,
cuando el jazz dejó de ser un arte popular para convertirse virtualmente
11 Wilfrid Mellers, Music in en New Found Land: Tbemes and Developments in
tbe History of American Music, Londres, Barrie & Rockliff, 1964, p. 283.
 146 Música. Sociedad. Educación
en otra rama del arte musical que ya no atrae a toda la comunidad, sino
a un público de conocedores. El blues, por otra parte, sigue siendo un
arte comunal, y fue el blues más bien que el jazz el que se convirtió
-junto con la música country-and-western- en la fuente principal del
rock'n'roll, la otra música no armónica (aunque siga siendo tonal) de
nuestra época, y de las que le sucedieron en los años sesenta y setenta,
un tema que veremos más a fondo en el próximo capítulo.
Ya dije antes que la cultura norteamericana está llena de música, y
esta afirmación nos lleva directamente a Charles Edward !ves, el único
compositor que reúne todos los hilos de la música específicamente nor-
teamericana para entretejerlos con los de la tradición europea. Aunque
tenía amplios conocimientos de música europea, y un buen dominio de
sus técnicas, su relación con ella era sumamente ambivalente, e !ves se
sentía comprometido primera y principalmente con su país. Me he referido
ya a su ex_perienciaen las reuniones al aire libre en que su padre dirigía
a los cantantes, y él mismo nos cuenta, en un pasaje memorable de
Memos, cómo su padre puso cierta vez en su lugar a un músico de Boston,
un joven presuntuoso que había criticado a un viejo albañil porque cantaba
los himnos con voz desafinada: «Míralo de cerca y con respeto, míralo
en los ojos y escucha la música de los siglos. No prestes demasiada aten-
ción a los sonidos, porque entonces te perderás la música. Si cabalgas en
lf sonidos dulces y bonitos no podrás llegar heroicamente, a galope tendido,
al paraíso» 12•
Es de esperar que la idea de que I ves era un aficionado excéntrico que,
casi sin darse cuenta, tropezó por pura casualidad con algunos de los des-
cubrimientos musicales más revolucionarios de nuestro siglo, esté total y
absolutamente muerta. Fue un músico culto y de mentalidad compleja y
poderosa, dotado de un oído increíblemente sensible, y sabía con perfecta
claridad lo que estaba haciendo, como se puede ver en sus Essays Before
a Sonata 13 (Ensayos ante una sonata) y en Memos, de publicadón más
reciente. La razón de que su música tenga tan poco atractivo para tantos
críticos y compositores académicos .europeos es que con ella I ves no
celebra un mundo hermoso y regido por un ordenamiento ideal, sino el
mundo real, contradictorio, desaliñado, caótico incluso, tal como es. Acepta
la multiplicidad de la experiencia humana y se regocija de ella, y lo que
hay de asimétrico e inesperado en su música no es el resultado de ninguna
incompetencia ni ingenuidad; es algo que emerge naturalmente de su per-
sonalidad, de su fe en la libertad y la autonomía del individuo y, por sobre
todas las cosas, en la unidad subyacente en toda la diversidad de la natu-
raleza. Hay quienes, como David Wooldridge en su biografía, y también
John Cage, recriminan a !ves el haber abandonado la dedicación exclusiva
a su profesión musical para dedicarse a los negocios. «No admiro tanto»,
escribe Cage, «la fonna en que !ves trató socialmente su música (sepa-
12 Charles E. Ives, op. cit., p. 132.
13 Charles E. Ives, Essays Befare a Sonata and Other Writings, ed. Howard Boat-
wright, Londres, Calder & Boyars, 1969.
Un tambor diferente 147
rándola de su negocio en el ramo de seguros) porque dio a su vida dema-
siada seguridad económica, y es viviendo entre dificultades económicas
como se demuestra socialmente el valor» 14• En Wooldridge y Cage se
advierte lo que en realidad es una visión inadecuadamente romántica de
la situación de un compositor en la sociedad, una visión que indudable-
mente William Billings y sus colegas se habrían apresurado a rechazar.
La vida laboral de I ves es una expresión de su fe en la unidad de la vida;
fue un gesto en favor de la vida y un rechazo de la fragmentación y el
aislamiento del artista. Y el hecho de que su inspiración se agotara tan
pronto como se retiró de los negocios demuestra que su decisión inicial
había sido correcta.
Si consideramos tanto sus creencias como sus técnicas, la idea de
I ves que tienen muchos europeos, incluso los que simpatizan con su música,
que lo ven como un gran original surgido por generación espontánea, se
disuelve cuando comprendemos la naturaleza de la tradición musical nor-
teamericana, que es ajena a la de la música clásica europeizada del si-
glo XIX. Al mismo tiempo, I ves había sido instruido en la tradición
europea, tanto por su padre (cuya propia formación musical había incluido
arreglos de muchos corales de Bach y diversas transcripciones, tanto de
escenas operísticas de Gluck y Mozart como de misas barrocas, y cuya
orquesta de pueblo era capaz de excelentes interpretaciones de Rossini,
Verdi, Mendelssohn, Meyerbeer e incluso Mozart), sino por el convencional
aunque experto Horatio Parker en Yale. Pero su actitud hacia los grandes
maestros de aquella tradición-nunca dejó de ser equívoca; por una parte,
podía aseverar confiadamente que «Bach, Beethoven y Brahms son los más
grandes y los más válidos en todas las artes, y desde ellos nadie ha sido
más grande ni más válido», pero otras veces expresaba dudas interesantes,
hablando de «una vaga sensación de que incluso la mejor música que co-
nocemos -la de Beethoven, Bach y Brahms- era demasiado limitada,
más de lo que la naturaleza quería que fuese, y no sólo en sus sistemas
acórdicos, sus relaciones, líneas, etc., sino también en su tiempo, o mejor
dicho en sus ritmos y espacios -que suenen o que no suenen- dispuestos
primorosamente en pequeños compartimientos iguales, una y otra vez
(números primos y sus múltiplos) todos tan parejos y tan bonitos que
dan cierta sensación de debilidad, incluso en los grandes». Y en otro pa-
saje: «Recuerdo haber sentido qué grande es Beethoven ... pero únicamente
por un acorde, pleno y fuerte, que no iba ligado a ninguna tonalidad» 15 .
Por otra parte, su relación con la música indígena de los Estados Uni-
dos era mucho más positiva. Su conciencia de la continuidad entre las
reuniones religiosas al aire libre y la forma en que los primeros colonos
entonaban los salmos es tan obvia como su amor por aquella música. Poco
hay en sus composiciones que . evoque literalmente el clima peculiar de
aquellas reuniones, a no ser tal vez el maravilloso estallido coral que pone
14 John Cage, «Two Statements on Ives», en A Year From Monday, Londres,
Calder & Boyars, 1968, p. 40.
15 Charles E. Ives, Memos, ed. John Kirkpatrick, Londres, Calder & Boyars, 1973,
pp. 100, 135, 44.
148 Música. Sociedad. Educación
término al movimiento Thanksgiving, de su Holidays Symphony. Pero esta
vena fogosa, tumultuosamente individualista, recorre toda su música. De
hecho, el Segundo cuarteto para cuerdas está basado en ella; los cuatro
instrumentos están caracterizados (al segundo violín le corresponde el papel
de Rollo, el tipo de músico meticuloso y afectado que Ives tanto despre-
ciaba), en tanto que los títulos de los tres movimientos son: Four Men
Have a Discussion, Arguments and Fight, y They Climb a Mountain and
Contemplate [ Cuatro hombres hablan de algo, Discusiones y pelea, Escalan
una montaña para contemplar] . Otros ejemplos se encontrarán en el scherzo
Over the Pavements [Por las aceras], una representación de los diferentes
ritmos de marcha a pie que se podían oír en una calle muy transitada
antes del advenimiento del motor de combustión interna.
En la mayor parte de la obra de Ives, como en la de los tunesmiths
de Nueva Inglaterra, las necesidades de la voz o de la parte individual
tienen precedencia sobre la elegancia o la congruencia del efecto global
(uno recuerda la desenfadada expresión de Whitman: «¿Me contradigo?
Pues bien, ¡me contradigo!»). Es esto lo que explica la notoria disonancia
de su obra, al mismo tiempo que su complejidad rítmica. Al permitir que
cada voz fuera por su propio camino, Ives estaba expresando su versión
del ideal de la libertad individual, pero debemos observar que si bien las
relaciones entre las voces son sumamente complejas, y con frecuencia no
dan cabida a las progresiones acórdicas majestuosas y lógicas de la armonía
funcional tonal, no son caóticas; Ives las tiene bien controladas. Quienes
lo conocían bien han dejado constancia de su capacidad para desarrollar
simultáneamente varias pautas rítmicas, y se sabe con qué maestría ejecu-
taba al piano su propia música. Su ideal de libertad se mantuvo firmemente
dentro de la ley, aunque la ley hubo de ser sutil y flexible para dar margen
al mayor grado posible de variedad en la interacción individual. Era capaz
de ser tolerante ante las interpretaciones de su propia música; siempre
que la intención expresiva fuese simple y sincera, no le importaba dema-
siado que la música no saliera exactamente como él la había escrito, y de
ahí su famoso comentario sobre una primera ejecución, chapucera aunque
hecha con la mejor de las intenciones, de Three Places in New England:
«Lo mismo que una reunión de la aldea ... cada uno tira para su lado. ¡Y
qué maravilla lo bien que ha salido!» La verdad es que uno se pregunta
si le habrían gustado algunas de esas grabaciones, tan tersas y perfecta-
mente coordinadas, que hoy hacen directores e instrumentistas de la misma
variedad superstar que aquellos que en su momento dictaminaron que su
música era imposible de tocar, y que por su misma eficiencia técnica están
regresando al promedio de la música europea, y despojando a la de Ives
de aquel espíritu aventurero que le era tan caro.
En la multiplicidad de sus fuentes, desde Beethoven a las melodías
folklóricas norteamericanas, la himnodia gospel y el ragtime, en la proteica
variedad de sus estilos musicales, desde la armonía tonal lisa y llana (que
él consideraba como sólo uno de un número infinito de medios expresivos)
a la politonalidad, el polirritmo y el polimetro, la música proto-serial y
la música espacial, Ives introdujo en la música occidental algo completa-
Un tambor diferente 149
mente nuevo, que se ha convertido en un factor cada vez más importante
en ella, y especialmente para aquellos norteamericanos que lo sucedieron.
En la música europea sólo tenemos un atisbo de esta cualidad omnímoda
en la obra de Mahler, y en la famosa observación que éste hizo a Sibelius:
«Una sinfonía debe ser como el mundo: ¡debe contenerlo todo!» En la
música de Ives, realmente, la obra de arte se convierte no en una mera
expresión de la naturaleza o de una actitud ante ella, sino en una parte
de la naturaleza, tan incorporada al fluir del tiempo como puede estarlo
una roca o un árbol. Lo mismo que un objeto natural, no contiene un
significado, sino muchos; la extracción del significado exige más esfuerzo
al oyente, pero la música le permite adentrarse en ella para encontrar su
propio significado, según cuáles sean los aspectos a que prestemos atención,
en vez de esperar a que se lo presenten ya confeccionado. Es esto lo que
dice, por ejemplo, de las piezas que él llama Tone Roads:
Tone Roads son calles que conducen a derecha e izquierda -«F. E. Hartwell
& Co., Gents' Furnishings»- al comienzo mismo de una tarde deportiva. Si a veces
caballos y carros pueden ir por calles diferentes (la que va por la colina, la calle
fangosa, la recta, la empedrada) al mismo tiempo, y finalmente llegan a la Calle
Mayor, ¿por qué los diferentes instrumentos no pueden andar por sus diferentes pen-
tagramas? Los carros y la gente y las calles están todos en el mismo pueblo; andan
por el mismo barro, respiran el mismo aire, sienten la misma temperatura, van al
mismo lugar, hablan (a veces) la misma lengua... pero no todos van por la misma
calle, sino cada uno por la suya, para cada conductor cada viaje es diferente, dife-
rentes las personas, diferente el bolo que cada uno rumia, no todos rumian en la
tonalidad de Do, es decir, no todos en la misma tonalidad ... ni dan el mismo número
de pasos por milla... Por qué no puede cada uno, si le apetece hacer el intento,
andar por las carreteras-pentagramas de la música, oyendo cada uno el camino sonoro
que recorre el otro en su «viaje», en el mismo pueblo de sonidos fundamentales ...
y sin embargo diferentes, cuando piensa uno en dónde está George ahora, allá abajo
en la ciénaga, mientras tú te encuentras en la montaña de Tallcot ... y cuando el
sol se ponga ya estaréis todos en la Calle Mayor 16•
Y en otro pasaje de Memos habla de la estructura de una pieza y co-
menta: «Tal vez esta no sea una manera bonita de escribir música, ¡pero
es una manera! ¿Y quién sabe cuál es la única manera realmente bonita?» 16•
En su multiplicidad, Ives reúne muchos hilos de la música norteameri-
cana y, desde allí donde estuvieron sumergidos y desdeñados durante más
de un siglo, los lleva a la superficie. Celebra el hecho de que lo que las
gentes toquen o canten no sea necesariamente lo mismo que ellos creen
estar tocando o cantando, y reconoce su derecho a tocar o cantar como
se les ocurra; es más, dada la actitud correcta en el oyente, el resultado
puede ser tan hermoso como una ejecución musical más precisa o sujeta
a una disciplina más formal.
Ives da la impresión de no haber pensado jamás seriamente en irse
a estudiar a Europa; los que antes o después que él lo hicieron, por más
«norteamericanos» que se creyeran, volvieron imbuidos de actitudes eu-
16 Charles E. !ves, ibid., pp. 63-4.

150 Música. Sociedad. Educación
ropeas . La música de Aaron Copland, Virgil Thomson, Roy Harris y hasta
la de Elliot Carter y Milton Babbitt sigue siendo música europea de con-
cierto con cierto acento norteamericano, no muy diferente de la música.
nacionalista de concierto de compositores del siglo XIX, como Smetana,
1¡ Dvorak o Greig, cuyos acentos nacionales (y esto no significa negar sus
muchas virtudes, e incluso su genio) no pasan de ser dialectos del poli-
glotismo europeo prevaleciente. De la generación que le siguió, sólo Henry
i! Cowell mostró algo de la tendencia de I ves a experimentar sin inhibiciones
con el sonido, libre de todo preconcepto armónico. Las primeras piezas
para piano de Cowell, donde el autor usaba tone-clusters [ racimos de
sonidos] (una expresión que, de hecho, él inventó) y pulsaba y frotaba
las cuerdas, bien pueden haber sido ingenuas (algunas se publicaron siendo
Cowell aún adolescente), pero su espíritu era el mismo que en el siglo XVIII
había animado a lostunesmiths y se orienta a la liberación de la natura-
leza íntima de los propios sonidos. Por más que su obra posterior recaiga
en la modalidad europea del concierto -aunque con un toque exótico--,
I ves ya había descubierto recursos nuevos e importantes, y como director
de la revista New Music llegó a ser, como lo expresa John Cage, «el sésamo
ábrete para la nueva música en Norteamérica ... Como de una cabina tele-
fónica eficiente, de él se podía conseguir siempre no sólo la dirección y
n el teléfono de cualquiera que estuviera trabajando activamente en música,
sino también una información imparcial sobre lo que esa persona estuviera
11 haciendo. No le interesaba (como tampoco le interesaba a Varese) lo que
11 a muchos les parecía la única cuestión de importancia: si había que seguir a
Schoenberg o a Stravinsky» 17• Y este último punto es importante, ya que
el propio Cage sólo en su madurez ha llegado a entender -una compren-
sión oscurecida por el hecho de que ambos compositores residían en los
Estados Unidos, Schoenberg desde 1934 y Stravinsky desde los años cua-
renta- que esencialmente ninguno de los dos músicos tiene nada que
ver con el crecimiento de una tradición musical auténticamente norteame-
ricana.
De hecho, es en la música y en los escritos de Cage donde finalmente
se ve con claridad las tendencias que hemos observado a lo largo de los
trescientos cincuenta años de la historia de la música norteamericana. Parece
que su primer enfrentamiento con los conceptos europeos de la armonía
se produjo cuando Cage estaba estudiando con Schoenberg, de todos los
compositores del siglo xx el más comprometido con su condición de eu-
ropeo. Y lo cuenta como si para él no estuviera clara la importancia del
episodio, un hecho que da testimonio, aunque quizá inconsciente, de lo que
sentía. Después de haber estado cinco años estudiando con Schoenberg, el
maestro le dijo que para escribir música hay que tener sentido de la
armonía. «Yo le dije», relata Cage, «que yo no tenía el menor sentido de
la armonía. El me responqió entonces que síempre tropezaría con un
obstáculo, que sería como si llegara a una pared que no fuera capaz de
17 John Cage, Sílence, The Wesleyan University Press, 1961, Calder & Boyars,
Londres, p. 71.
151
Un tambor diferente
atravesar. "En ese caso", le respondí, "consagraré mi vida a darme de
cabeza contra esa pared"» 18• Desde su propio punto de vista , y desde el
de la tradición europea, naturalmente, Schoenberg tenía razón, pero de
hecho Cage no sentía semejante necesidad; al seguir adelante como si los
conceptos occidentales de armonía y las ideas de tiempo lineal y de clímax
con ellos asociadas jamás hubieran existido, ha encontrado en el ritmo el
principio de organización para el éual había servido la armonía en la
música occidental tradicional. «Me parecía que los sonidos, incluso los
ruidos, tenían cuatro características (altura, volumen, timbre y duración),
en tanto que el silencio sólo tenía una (la duración) . Por eso organicé
una estructura rítmica basada en la duración, no de las notas, sino de los
espacios en el tiempo ... Es análoga al Tala (método rítmico) indio, pero
19
tiene la característica occidental de un comienzo y un final» • Aquí parece-
ría que la primera oración aproximara a Cage a la posición de Webern en
los años treinta; las dos últimas subrayan la distancia a que, de hecho,
se encontraba de aquella posición.
En efecto, es raro que una pieza de Cage se desarrolle, es raro que
evolucione hacia ningún tipo de clímax o de apoteosis; se mueve más bien
dentro de lo que en la teoría estética india se conoce como «emoción per-
manente» (una antigua obra teórica enumera como emociones la Heroica,
Erótica, Maravillosa, Jubilosa, Odiosa, Temerosa, Colérica y Afligida),
es decir, un único estado emocional que persiste durante toda la pieza.
Para algunos, esta música puede ser aburrida; muchos sienten que, una vez
dicho lo que tenía que decir, no tiene mucho sentido seguirla. Virgil
Thomson, por ejemplo, dice que «las obras de Cage tienen cierto interés
intrínseco y mucho encanto, pero después de pasados unos minutos, muy
poco gancho. No parecen pensadas para mantener la atención y, en términos
generales, no la mantienen» 20• Este es el veredicto de un compositor occi-
dental acostumbrado al concepto de la música como drama, pero es pro-
bable que sea además una crítica justa; podría ser que, como solía decirse
de Berlioz, Cage no haya tenido, simplemente, suficiente talento para su
genio.
Cage ha llevado la n«gación del espíritu europeo más allá de un simple
rechazo de la armonía, y ha intentado eliminar tan completamente como sea
posible la imposición de la voluntad del compositor a los sonidos, -una
actitud para la cual encuentra justificación en sus estudios del budismo
zen. Su renuncia a la armonía «y a su efecto de fundir los sonidos en una .
relación fija», su deseo de dejar que los sonidos, simplemente, «sean ellos
mismos», de refrenarse para no imponerles ningún orden externo, es
claramente anarquista (recordemos que el término «anarquismo» no es sinó-
nimo de «caos», sino que indica más bien un estado en que los hom-
bres no necesitan leyes impuestas desde afuera), una metáfora de una sQ-
1s John Cage, op. cit., p. 261.
19 John Cage, «On Earlier Pieces>
>, en Richard Kostelanetz (ed.), John Cage, Lon-
dres, Allen Lane The Penguin Press, 1971, p. 11127.
20 Virgil Thomson, Twentieth-Century Composers I: American Composers Since
1910, Londres Weidenfeld & Nicholson, 1970, p. 76.
 152 Música. Sociedad. Educación
ciedad potencial que, hasta ahora, pocos europeos se han atrevido a hna-
ginar. Su negativa a imponer su voluntad a los sonidos lo ha llevado a su
conocido uso de operaciones aleatorias, ya sea tirando dados, consultando
el I-Ching, el Libro de las mutaciones chino o, más recientemente, recu-
rriendo a los ordenadores; intenta «disponer mis medios de composición
de manera tal que yo no tenga ningún conocimiento de lo que podría
suceder... Me gusta pensar que estoy fuera del círculo de un universo
i! : conocido, ocupándome de cosas de las que literalmente no sé nada» 21 •
Cage consideraría que la crítica de Boulez, hecha desde su punto de vista
de europeo auténtico, para quien esos procedimientos no hacen más que
·i encubrir «debilidades en los métodos de composición con que se trabaja» 22,
no es aplicable a él, ya que si los métodos de composición están diseñados
para ayudar al compositor a que someta los materiales sonoros a su vo-
luntad, la ausencia de todo deseo de hacerlo así reduce a tales métodos a la
condición de superfluos. · lógica no la puse yo ahí, sino que fue el resultado de operaciones aleatorias.
El uso de operaciones aleatorias tiene aún otra consecuencia: que uno
acepta la validez de cualquier sonido que le proponga el azar, sin imponer
ningún juicio de valor. «Los juicios de valor son destructivos para nuestra
verdadera actividad, que es la curiosidad y la conciencia. ¿Cómo vamos a
utilizar esta situación si estamos en ella? Esa es la cuestión» 23, dice Cage,
,,i y cita el aforismo hindú: «Imitad a las arenas del Ganges, que no se
¡H deleitan en el perfume ni se horrorizan de la inmundicia.» E insiste: «Por
,11 qué perdéis vuestro tiempo y el mío intentando llegar a juicios de valor?
¡, ¿no sabéis que cuando llegáis a un juicio de valor, eso es todo lo que
tenéis?» 24•
Es verdad que la costumbre europea de resolverlo todo con juicios de
valor impregna nuestro pensamiento en una medida de la que apenas si
nos damos cuenta . Tenemos la cabeza llena de jerarquías; entre los com-
positores, por ejemplo, estamos acostumbrados a pensar primero en Bach
y Beethoven, tal vez en Mozart (la jerarquía difiere en el detalle entre
los individuos, pero en sus líneas generales está clara), con Brahms y
Haydn quizá un poco por debajo de ellos, y después seguir descendiendo
por Chaikovsky, Schumann, Delibes hasta, pasando por Chaminade y Ke-
télby, terminar en la señora de al lado, que compone cancioncillas. Esta
manera de pensar está emparentada con el valor asignado al objeto artístico,
y no al proceso creativo, ya que una vez que se asigna un valor al objeto
artístico, lo que naturalmente se pregunta es qué valor. Parte del razo-
namiento que fundamenta la frecuente negativa de Cage a dar a sus obras
una forma definitiva, y su manera de valerse del azar y de la inde.termi-
nación, es el deseo de preservar en la mayor medida posible el arte en
cuanto proceso, no sólo para el intérprete, sino incluso para el oyente. «En
vez de ser un objeto hecho por una persona, el arte es un proceso puesto
21 John Cage, op. cit., p. 146. ·
22 Pierre Boulez, «Alea», trad. inglesa de David Noakes y Paul Jacobs, Perspectives
of New Music, vol. 3, núm. 1, otoño-invierno 1964, pp. 42-53.
23 Citado en Richard Kostelanetz, op. cit., p. 196.
24 Citado en Richard Kostelanetz, ibid., p. 21.
Un tambor diferente 153
en movinuento por un grupo de personas. El arte es algo social. No es
alguien que dice algo, sino gente que hace cosas, dando a todos (incluso
a los que intervienen) la oportunidad de tener experiencias que de otra
manera no habrían tenido» 25 • Por eso, al menos en muchas de sus últimas
obras, Cage presenta la estructura, pero deja que el intérprete la rellene
a su manera con los materiales reales.Por eso, también, el caos aparente
de esas obras «multi-media» que se ejecutan simultáneamente en varios
medios de comunicación, como HPSCHD, tiende a permitir que el oyente
atribuya su propio significado a la pieza, en vez de ofrecerle un significado
«de confección». Cage establece una antítesis interesante entre «emerger»
y «penetrar». «Cuando algo emerge», dice, «todos oímos la misma cosa,
26
pero cuando la penetra, cada uno oye lo que sólo él puede ofr» • Otra
vez dio esta respuesta tajante a un entrevistador que decía percibir un
sentido de lógica y de cohesión en una de sus piezas indeterminadas: «Esa
La idea de que sea lógica se le ocurre a usted» ZT.
Con Cage parecería, pues, que se hubiera completado la emancipación
de la dimensión dramática, de la tensión y el dominio de la voluntad que
son características de la música europea, pero sin embargo, una duda se
mantiene: la súnple negativa a hacer ningún tipo de juicio de valor, la
aceptación sin cuestionamiento alguno de cualquier sonido que se produzca
(cosa que, es menester decirlo, nos obliga a veces a aceptar sonidos bastante
atroces) se .basa en una interpretación quizá demasiado fácil de la doctrina
zen en lo tocante al arte. Señala Alan Watts: «Incluso en la pintura se
considera que la obra de arte no representa la naturaleza, sino que es,
ella misma, obra de la naturaleza.» Hasta ahí vamos bien, pero continúa:
«Esto no significa que las obras de arte zen queden libradas al mero azar ...
Lo importante es más bien que para el zen no hay dualidad, no hay con-
flicto entre el elemento nati.µ-alde azar y el elemento humano de control.
Los poderes constructivos de la mente humana no son más artificiales que
la acción formativa de las plantas o de las abejas, de modo que desde el
punto de vista del zen no es contradictorio decir que la técnica artística
28
es disciplina en la espontaneidad, y espontaneidad en la disciplina» • Ni
siquiera sus peores enemigos acusarían de falta de disciplina a Cage; sin
embargo, negar la realidad del valor es simplemente continuar discurriendo
sobre el valor en el mismo nivel en que se lo ha venido haciendo desde
Aristóteles. Lo que se necesita es un concepto nuevo del valor, que tras-
cienda el pensamiento jerárquico de Occidente, y esto es lo que Cage, con
toda la magnitud de sus logros, con toda la nueva libertad que ha aportado
a las formas del pensamiento musical, no ha conseguido establecer.
Desde Cage, sin embargo, la armonía tonal ya no ha sido una preocu-
pación para los músicos norteamericanos cuyo pensamiento no se ajusta
25John Cage, A Year .From Monday, Londres, Calder & Boyars, 1968, p. 151.
26John Cage, ibid., p. 39.
ZTJohn Cage, nota en la funda de la grabación de Fontana Mix, Turnabout
TV 340468.
28 Alan Watts, The Way of Zen, Hardmonsworth, Pelican Books, 1962, p. 193.
 154 Música. Sociedad. Eciuq¡ción
al de Europa. La música norteamericana no necesita seguir proclamando
su independencia, que puede darse ya por sentada en la medida· en que los
músicos de Estados Unidos componen sus propios modelos de la sociedad
potencial, que poco deben a los precedentes europeos. Una vez más debo
subrayar que este capítulo no pretende ser una revisión exhaustiva de la
música de aquel país, sino que intenta simplemente ofrecer una interpre-
tación de ciertos aspectos de dicha música a la luz de las ideas presentadas
en los capítulos anteriores, y en particular a la luz del ideal de libertad
individual sobre el cual se .edificó aquella república. Sin dejar de tener
esto presente, consideremos ahora a sólo cuatro músicos cuya obra está
imprimiendo al escenario musical norteamericano de hoy mucha más viva-
cidad de la que se observa en su contraparte europea. El lenguaje puede
haber cambiado, pero la visión de la sociedad potencial está tan presente
como siempre.
Parece que la principal preocupación de estos músicos fuese la proyec-
ción de los sonidos en el tiempo, la exploración amorosa de la naturaleza
íntima de los sonidos, en un mundo donde las estructuras que los contienen
carecen relativamente de importancia, lo que de hecho es una inversión
completa de la estética de la música clásica europea. La antítesis aparece
nítidamente expresada en un diálogo, consignado por el _pianista John
1,
,, Tilbury, que supuestamente tuvo lugar entre Morton Feldman y Stock-
hausen:
Karlheinz Stockhausen: Morton, ya sé que tú no tienes ningún sistema, pero
¿cuál es tu secreto?
Morton Feldman: Dejar en paz a las notas, Karlheinz, no andar violentándolas.
Karlheinz Stockhausen: ¿Ni tan siquiera un poquito? 29•
Feldman, quien reconoce que Cage le dio en sus comienzos «permiso
para confiar en sus instintos», toma los sonidos, por así decirlo, y al
mostrárnoslos suscita en nosotros placer y admiración. Los sonidos que él
nos presenta son generalmente calmos y discretos, cambian con delicadeza
y crean una sensación de inmovilidad y de paz. El orden temporal de los
sonidos apenas si tiene importancia, de modo que los conceptos convencio-
nales del tiempo musical nada significan; uno siente que si fuera posible,
Feldman ofrecería · simultáneamente toda la pieza.
También a La Monte Young le interesa la exploración de la naturaleza
íntima de los sonidos. Recuerda que en su infancia le fascinaba el sonido
del viento en los cables del teléfono, y dice: «Hacia 1956 noté que me
interesaba más escuchar acordes que melodías. Dicho de otra manera,
me interesaba más la concurrencia o la simultaneidad que la secuencia»30 •
El resultado de ese interés fue, por ejemplo, Composition 1960 No. 7,
que consiste en la instrucción «Si y Fa sostenido. ~ostener durante largo
29 John Tilbury, artículo sin título en Ark , núm. 45, invierno 1969, p. 4.3.
30 La Monte Young y Marion Zarzeela, Selected Writings, Munich, Hainer Friedrich,
1969, sin ind. pág.
Un tambor diferente
155
rato», y la composición, larguísima, The Tortoise, His Dreams and ]ourneys,
donde «Young y tres colegas más salmodian un acorde abierto de duración
intrínsecamente infinita, amplificado a tal punto que causa dolor de oídos.
Las ejecuciones en público suelen consistir en dos sesiones, cada una de
casi dos horas de duración, en una habitación a oscuras iluminada sólo
por proyecciones de pattern-art» 31 • La música de Young tiene, pues, poco
que ver con escuchar en el sentido tradicional que el término tiene en
Occidente, y mucho con la absorción en los rituales intemporales del
budismo y el lamaísmo. La longitud extrema del tiempo que dura cada
sonido es vital para percibir cada matiz de su naturaleza; así como el
etólogo debe sentarse a esperar largo tiempo que la comunidad viviente
se le revele, se puede considerar la música de Young como una etología
del sonido, una observación de los sonidos cuando se les permite ser ellos
mismos, sin estar sujetos a formas determinadas por la voluntad humana.
También Steve Reich, durante mucho tiempo socio y amigo de Young,
es un observador del comportamiento de los sonidos, pero no de sonidos
estacionarios, sino que van cambiando gradualmente desde adentro, siguien-
do su propia evolución natural. Sus composiciones, como él mismo dice,
son literalmente procesos, que acontecen de manera sumamente gradual,
muy semejante a la forma en que crecen las plantas. Es frecuente que uno
no alcance a percibir el proceso como tal; solamente se da cuenta de que
se ha producido un cambio. Reich compara estos procesos con «llevar hacia
atrás un columpio, soltarlo y observar cómo gradualmente se inmoviliza;
dar vuelta un reloj de arena y fijarse cómo ésta va deslizándose lentamente
hacia abajo; poner los pies en la arena, al borde del mar, y observar, sentir
y escuchar cómo poco a poco los entierran las olas» 32• Por más fascinantes
que sean para una mente dispuesta a quedarse mirando cómo suceden, estos
procesos no tienen esencialmente nada de dramáticos, como no lo tiene la
música de Reich, que un oído acostumbrado a los violentos contrastes dra-
máticos de la música clásica podría desdeñar por monótona. Una pieza se
compone generalmente de un material rítmico y melódico muy limitado,
· tocado por varios ejecutantes (o, en las primeras piezas, por varios mag-
netófonos) ligeramente fuera de fase entre ellos, de manera que el mate-
rial revela continuamente nuevas relaciones gradualmente cambiantes con-
sigo mismo, lo que sin pausa crea melodías y pautas rítmicas nuevas y
fascinantes. La música no es difícil de tocar en función de las notas reales,
que suelen ser simples repeticiones de las pautas melódicas, pero tocar
todos el mismo motivo a velocidades ligeramente diferentes, pero perfecta-
mente controladas, es una tarea que exige una intensa disciplina y meses
de ensayo para cada pieza. Reich ha reunido un grupo de músicos que han
llegado a establecer esa especie de virtuosismo social, más que individual,
que quizá sea el fruto más importante de su período de estudio con un
maestro del tambor en Ghana. Para el oyente, la naturaleza de los procesos
en curso es siempre clarísima; a diferencia de la música armónico-tonal o
31
32
Richard Kostelanetz, en La Monte Young y Marion Zarzeela, ibid., sin ind. pág.
Steve Reich, Writings About Music, Londres, Universal Edition, 1974, pp. 9-10.
 156 Música. Sociedad. Educaci6n
de la serial, ésta no guarda secretos. Como dice Reich en el mismo artículo:
«Todos escuchamos juntos el proceso, que es perfectamente audible, y una
de las razones de que lo sea es que se da en forma sumamente gradual.
Jamás me ha atraído el uso de recursos estructurales ocultos. Hasta cuando
todas las cartas están sobre la mesa, y cuando todo el mundo oye lo que
está sucediendo en un proceso musical, quedan misterios suficientes para
satisfacer a todos. Son misterios impersonales, impensados, subproductos
psico-acústicos del proceso, que pueden incluir melodías secundarias que se
oyen dentro de la repetición de las pautas melódicas, efectos estereofónicos
debidos a la situación del oyente, ligeras irregularidades en la interpretación,
armónicos, diferencias de tonos, etc.» 32 •
Hasta la fecha, la obra más vasta y más ambiciosa de Reich es Drum-
ming, para tambores afinados, glockenspiels y marimbas, en la que cantan-
tes, silbadores y flautín dibujan las pautas melódicas que están implícitas
a medida que los disciplinadísimos intérpretes van poniéndose en fase o
saliéndose de ella durante la ejecución; para mí, la primera vez que esta
pieza fue interpretada en Londres, en 1972, significó una experiencia mu-
sical jubilosa y de suma belleza. Reich tiene el don de crear situaciones
en las que, a medida que los sonidos se despliegan siguiendo las reglas de
su propia evolución, generan continuamente pautas hermosas e interesantes
sin la intervención manifiesta de la voluntad del compositor. En su explo-
ración de los sonidos hay una apertura y una compleja simplicidad equi-
parables al funcionamiento de la propia naturaleza. ·
La música de Terry Riley, un californiano amigo de Young y de Reich,
transcurre en un ámbito sonoro similar; inicialmente impresionó a un pú-
blico bastante amplio, por !o menos en este país [Inglaterra], con In C
[En Do], donde una cantidad indeterminada de instrumentistas interpre-
tan unos cincuenta fragmentos melódicos cortos, todos ellos díatónicos,
en la tonalidad de Do; cada músico toca cada fragmento tantas veces como
quiere antes de pasar al siguiente, y lo que da unidad rítmica a la ejecu-
ción es un Do que se repite rápidamente en el registro alto del piano. El
resultado es una música sumamente agradabie, que suena bastante parecida
a la de Reich, pero que se rige más bien por el capricho de los ejecutantes
que por la lógica interna de los sonidos; como música, es menos rigurosa,
más atrayente y quizá, en última instancia, menos satisfactoria que la de
Reich. Sus obras posteriores ·incluyen cintas sin fin y sistemas de realimen-
tación, a veces con mecanismos internos de retardo; el sonido es relajado,
cambia muy lentamente y sumerge profundamente al oyente en la percep-
ción de los sonidos como tales.
Las ideas de Cage se han ido desarrollando de estas y de otras maneras,
que quizá en cuanto a sus resultados puramente musicales sean más accesi-
bles a un oído independiente que las del propio Cage. En este compositor
ha existido siempre una fuerte vena didáctica, e incluso dogmática; a veces
se tiene la impresión de que algunas piezas fueron compuestas más bien
para demostrar algo que como fruto de un auténtico impulso estético en
ningún sentido tradicionalmente comprensible de la palabra, y es frecuente
que, tras haber oído la pieza, uno ya no sienta verdadero deseo de oírla
Un tambor diferente 157
otra vez; el punto está demostrado, la idea ha quedado entendida, y no
parece que haya necesidad de repetir la experiencia.
Tal vez haya aquí un paralelo con el movimiento moderno en la pintura
norteamericana, que recientemente Toro Wolfe analizó con considerable
ingenio en un artículo, considerándolo no como la consecuencia de un im-
pulso estético, sino como una reacción ante una teoría del arte, propuesta
generalmente por un crítico. «Francamente, hoy por hoy, si no hay una
teoría que lo explique, no puedo ver un cuadro» 33, dice, y sugiere, sólo
a medias en broma, que cuando en el año 2000 se presente en el Museo
de Arte Moderno la. gran exposición retrospectiva del arte norteamericano
entre los años 1945-1975, las piezas consistirán en enormes ampliaciones
de los comentarios críticos, acompañadas, a modo de ilustraciones, por re-
producciones minúsculas de los cuadros. Cage no siempre consigue esquivar
la trampa de la pieza compuesta para ejemplificar un punto referente a la
percepción, el sonido, el silencio o la sociedad. Sin embargo, si la música
ha de ser algo vivo, el Arte -digámoslo parodiando a Billings- debe
adelantarse a bocetar la obra, que ya vendrá luego la Teoría a pulirla.
Por eso es posible que, pese a la capacidad de las ideas de Cage para
escandalizarnos y alterar nuestros preconceptos, con el tiempo llegue a ser
una figura mucho más preñada de significado la de Harry Partch, nacido
en 1901 y que apenas si mereció cuatro líneas en una historia, publicada
hace unos diez años, de la música en los Estados Unidos; su muerte, a
fines de 1974, pasó casi inadvertida en la prensa musical, por no hablar
de la prensa a secas. Si lo comparamos con los músicos africanos y balineses
que estudiamos en el capítulo 2, será visible que, con todos sus valiosísimos
estudios de los modos musicales no europeos, Cage sigue estando muy
atado a la cultura occidental urbana, y que su discurso sigue ajustándose
a las condiciones de la tradición occidental de concierto. Más que ningún
otro músico del siglo xx, es Partch quien representa un auténtico reto a
aquella tradición, y un reto que no se genera en el despreocupado opti-
, mismo de Cage (quien parece seguir pendiente de la seductora chifladura
tecnológica de Buckminster Fuller y de las pesadillas conductistas de B. F.
Skinner), sino en los modos antiguos, universales y perpetuamente nuevos
del teatro ritual. «La obra que he estado haciendo durante muchísimos
años», dice Partch, «halla muchos paralelos en las actitudes y las acciones
del hombre primitivo, que encontraba la magia del sonido en los mate-
riales comunes que había a su alrededor. Después procedió a construir el
vehículo, el instrumento, tan hermoso visualmente como le era posible.
Finalmente, cultivó la magia del sonido y la belleza visual en sus palabras
y experiencias cotidianas, en su ritual y en su teatro, para así asignar más
significado a su vida. Tal es mi trinidad: la magia sonora, la belleza visual,
la vivencia del ritual» 34•
33 Tom Wolfe, «The Painted Word», Harper's and Queen, febrero 1976, pp . 70-96.
34 Harry Partch, Genesis of a Music, Nueva York, Da Capo Press, 2." ed., 1974,
p. vili.
 158 Música. Sociedad. Educación
De hecho, quizá haya sido Partch el primer músico occidental que tras-
cendió las limitaciones de la tradición del concierto, o al menos señaló
una posible manera de lograrlo. Y no sólo es único por la forma cabal y
explícita que asume su rechazo de la música clásica europea, un rechazo
más completo que el de Cage, e incluso que el de ningún otro desde Billings
y los tunesmiths de Nueva Inglaterra, sino también porque triunfó en su
intento de erigir ante ella una alternativa viviente, surgida no de la teoría
(aunque estuviera bien fundada en la teoría, al venir después del hecho
creativo), sino de «un ardor acústico y un fervor conceptual» 35, es decir,
del impulso creativo fundamental. En un solo capítulo, vigorosamente es-
crito, de su libro Genesis of a Music (Origen de una música), Partch re-
corre la totalidad de la música de Occidente, desde Terpandro en el 700
a de C. hasta hoy, y encuentra que en ella falta lo que él llama corporeidad,
esa cualidad de ser «vital para un momento y un lugar, para un aquí y
ahora» 35, de ser «emocionalmente táctil». Encuentra que la abrumadora
mayoría de las composiciones musicales occidentales, entre ellas casi todas
las de la tradición posrenacentista (tiene una lista interesante de honorables
excepciones, que incluye a la Camerata florentina y a Monteverdi, a Berlioz,
Mussorgski , el Mahler de Das Lied van der Erde, el Debussy de Pelléas
et Mélisande, el Pierrot Lunaire de Schoenberg -pero nada más de él-
y Satie) se pierde irrecuperablemente en la abstracción, en la negación del
ser físico del hombre . En cambio, «estamos reducidos a especializaciones
·-un teatro del diálogo, por ejemplo, y un concierto musical sin drama
alguno-- que son mutilaciones básicas de un antiguo concepto. Mi música
es visual, es corpórea: aura! y visual. .. » 35 • Partch ve en el desarrollo de
la polifonía, de la armonía tonal y de las grandes formas abstractas que
sobre ellas se basan, una deformación de la realidad esencial de la música,
que es la creación de lo mágico: y tal como él lo ve, la principal portadora
de esa magia es la voz humana, que encarna la palabra.
Por eso su música está compuesta centrándose en. la voz humana y en
la palabra, lo que naturalmente quiere decir en el teatro . Sus obras son
casi exclusivamente grandes dramas musicales, un teatro de mimos, de farsa
y danza, de vocalización y gritos, que tiene una relación obvia con los·
grandes dramas tradicionales de Japón, de Grecia antigua, de Java y de
Bali; en una palabra, de cualquier lugar donde los hombres no se hayan
olvidado de representar ritualmente los mitos que fundamentan su vida.
Si esto fuera todo, poco tendría Partch que reivindicar como originalidad,
ya que muchos músicos occidentales han buscado nueva inspiración en las
mismas fuentes. Pero él ha ido más lejos. En su intento de trascender la
escala temperada con sus doce intervalos iguales e igualmente desafinados
(en su opinión totalmente artificial e inaceptable), construyó una escala
diferente, basada en la simple entonación eón intervalos acústicos naturales,
que comprende no menos de cuarenta y tres notas en la octava y cuyos
intervalos se derivan todos de la quinta y de la tercera naturales, lo que
35 Citado en Jonathan Cott, «Partch: The Forgotten Visionary~, Rolling Stone,
abril 11, 1974, p. 20.
Un tambor diferente 159
no sólo permite un concepto más rico de la armonía, que poco tiene
que ver con la música armónico-tonal europea, sino que constituye también
una fuente melódica tremendamente enriquecida, que puede aproximarse
a la sutileza de inflexiones de habla cotidiana. Como dice Peter Yates:
Con una escala de intervalos tan sutilmente divididos, hablar precisando exacta-
mente la altura y la intensidad se vuelve tan fácil como cantar . La artificialidad del
recitativo desaparece.. . Mediante el uso de la escala de cuarenta y tres tonos se crea,
en cambio, un campo continuo de relaciones melódicas y armónicas entre los grados
de la expresión vocal hablada, entonada, salmodiada, cantada, melismática y gritada,
un espectro tonal que colma la brecha existente entre · la colaboración vocal de la
ópera y el teatro hablado 36•
¿Cómo hacer que la melodía hablada de cuarenta y tres notas por
octava, aunque la pudieran entonar cantantes sensibles, se adaptara a los
instrumentos, cuando todos los instrumentos de la tradición occidental
están construidos para una especificación de sólo doce notas? He aquí
el problema con que se encontró Partch, y que resolvió con la simplicidad
del genio: inventando y construyendo sus propios instrumentos. Durante
más de cuarenta años, diseñó y construyó casi treinta instrumentos nuevos,
no menos atento a la belleza visual que a la auditiva, por no hablar de la
considerable imaginación verbal de que hizo gala al bautizarlos. Partch
ha inventado , probablemente , más instrumentos nuevos que Adolph Sax,
pese a lo cual él mismo se describe, modestamente, «no como un construc-
tor de instrumentos, sino como un músico de inclinación reflexiva que se
ha dejado seducir por la carpintería» 37• Los instrumentos son principalmen-
te de cuerda, para ser pulsados con los dedos o con plectro, y presentan
con frecuencia una disposición tridimensional de las cuerdas , pero hay tam-
bién variaciones de la marimba y del xilofón, y adaptaciones de instrumen-
tos más convencionales, como el armonio y la viola (posteriormente, Partch
llegó a encontrar ejecutantes de instrumentos de viento que eran capaces
de tocar su escala), y -aparte la belleza y el carácter expresivo de sus
sonidos- desde el punto de vista conceptual representan un .reto no menos
importante que el de la propia música. En primer lugar, en vez de ser pro-
ducidos en masa de acuerdo con especificaciones convencionales, fueron
hechos a mano por el propio compositor para que se adaptaran a sus fines;
por ende, no existe más que una sola colección de instrumentos, y si uno
quiere oír la música de Partch y ver sus dramas, tiene que recurrir a ellos.
En segundo lugar, los instrumentos desempeñan un papel tan importante
como los actores en la obra Jramático-musical; Partch especificó que debían
estar bien a la vista de los espectadores, como parte de la puesta en escena,
y que los músicos que los tocaran debían participar sin restricciones en la
acción dramática.
36Peter Yates, Twentieth Century Music, Londres, Allen & Unwin, 1968, p . 297.
37Harry Partch, comentario registrado en el disco Delusion of the Fury, Columbia
MS .30576.
 160 Música. Sociedad. Educación Un tambor diferente 161

Además, no se considera que la construcción .de los instrumentos sea
una tarea que, por necesidad, hay que cumplir antes de que se pueda
pasar a la verdadera actividad musical, sino que se la ve como parte
esencial del proceso musical, tal como le sucede a cualquier músico africano:
: 1 su música necesita sus instrumentos. Y si bien muchos de los instrumentos
;¡ de Partch, construidos de madera, "el más bello de todos los materiales,
! 1
son tan hermosos y tan dramáticos en su apariencia como en su calidad
sonora, y representan el triunfo de la ebanistería, otros constituyen triunfos
del bricolaje: están hechos . de viejas cápsulas de proyectiles («Mejor es
,I usarlos así que para destrozar las carnes de los jóvenes en el campo de
batalla») 38, bombillas de luz, jarras de Pyrex, tapacubos y otros desechos
de la sociedad tecnológica, materiales todos que están al alcance de cual-
quiera que tenga la imaginación suficiente para percibir sus posibilidades.
Partch no estaba en contra de la tecnología; muchos años de trabajo manual
le habían infundido la prudencia necesaria para no caer en esa trampa.
Su actitud hacia los instrumentos de música se parece a la de Robert
Persig hacia el arte del mantenimiento de la motocicleta. Dice Partch:
Los músicos, que generalmente son torpes con las herramientas comunes, esperan,
sin embargo, una perfección impecable de sus instrumentos. Pero los instrumentos
son artilugios mecánicos, y sería saludable que quienes los usan cultivasen las habili-
dades elementales que exige su mantenimiento. En particular, la capacidad elemental
de afinar su instrumento es de importancia suprema para el músico, y de su cultivo
se derivaría seguramente una comprensión más profunda ... Los instrumentos no se
mantienen solos, y mucho menos con el desgaste, y en ocasiones el maltrato (que yo
¡ mismo estipulo) a que los somete la práctica diaria. Y la belleza de su apariencia
no es el elemento menos importante de este mantenimiento, puesto que ellos forman,
casi siempre, parte de la puesta en escena 39•
norteamericana y, más aún, en la cultura norteamericana, y a pesar de
recientes desastres y traiciones, no ha dejado de ser característica de la
escena contemporánea. Esto no equivale a negar que existe, y siempre
ha existido, una fuerte contracorriente que sigue la dirección de Europa
y del conformismo con las reglas europeas, una música cuyo formalismo
académico es tan estricto como el que se practica en Europa, e incluso más.
Y no es nada sorprendente que así sea: los Estados Unidos han sido siempre
un país de extremos, tanto en _el conformismo como en el inconformismo.
Y en el grupo de los inconformistas nadie, ni siquiera Cage, ha demostrado
tanta integridad, tanto humor, tanta determinación ni tan hermosa y pura
musicalidad como Partch, con su asombrosa capacidad de «irse afuera»
(donde en gran medida sigue estando, por lo que se refiere a la música
generalmente aceptada e institucionalizada tanto en Europa como en los
Estados Unidos), y para proponer con toda naturalidad y sin jactancia
alguna relaciones nuevas, tanto en el dominio social como en el musical,
que permitan trabajar sin las restricciones de «todas las reglas estrictas,
áridas y artificiales que siempre se han prescrito». Si la música de los
Estados Unidos lleva en sí la posibilidad de convertirse en una fuerza rege-
neradora de la música occidental en su sociedad y de facilitar el adveni-
miento de un estado que, por más que desde hace tiempo se le desee y se
le venga anunciando a ambos lados del Atlántico,. todavía está por llegar,
entonces a la música y a la personalidad -simple, compleja, elocuente y
tierna- de Harry Partch les corresponderá un importante papel en la
concreción de tal acontecimiento.

En la música y en los escritos de Partch, y sobre todo en sus instru-

mentos, tenemos una visión de un arte musical comunitario, y de una téc-
¡ 1
nica que se humaniza en virtud del elemento de compromiso y de cuidado.
Aquí el compositor -o cualquier otro hacedor- no se limita a producir
un bien para que otros lo consuman, sino que es el líder y el que marca
el ritmo de la actividad común. La música occidental podría aprender de
la música de Partch, y dar un importante paso que la aproximara a reunirse
con la comunidad musical de la raza humana.
A Partch le gustaba citar unos versos escritos por un niño:
Once upon a time
There was a líttle boy
And he went outside 40 *.

Esta capacidad infantil (que no es lo mismo que pueril) de «irse afuera»

ha sido, desde sus primeros momentos, un rasgo recurrente en la música
38Citado en Jonathan Cott, op. cit., p. 196.
39Harry Partch, op. cit., p. 196.
40Citado en Harry Partch, op. cit., p. xiii.
* Una vez había un niñito que se fue afuera. (N. de la T.)
Capítulo7
Plus ~a change. ..

Puede parecer que la revolución en los medios técnicos de la música

que se ha producido durant!'! el siglo xx apunta a una revolución ~n la vida
conceptual del hombre occidental, y sin embargo, esa revolución se niega
obstinadamente a producirse, .y seguimos tan atados como siempre a la
visión científica del mundo. Hemos estudiado el tipo de pensamiento que
la revolución musical prefigura, pero ese pensamiento permanece latente,
en estado de virtualidad más que de realidad, y la mayoría de los que se
dicen amantes de la música no quieren tener nada que ver con él. El
retraso en la asimilación de la nueva música se alarga; ciertas obras de
Schoenberg y de Webern, por ejemplo, compuestas antes de la primera
guerra mundial, sólo ahora comienzan a encontrar üna relativa aceptación
en ciertos públicos. Por otra parte, cuando la obra de un compositor llega
a ser efectivamente apreciada por un público de cierta magnitud, esto es en
general un indicio de que ha sido asimilada por la corriente principal de
la cultura de clase media o, dicho de otra manera, que ya no sobresalta
a nadie. Las ideas del compositor, por más directa que pueda haber sido
su oposición a los valores y las creencias de su público, por mucha que
pueda haber sido la pasión y la elocuencia con que las haya expresado,
quedan esterilizadas. Es una situación para la cual no parece haber alterna-
tiva: o bien al artista no se le aprecia, y en ese caso está hablando en el
vacío o, en el mejor de los casos, para un grupo de íntimos, o si no, se
convierte en un clásico y pierde el poder de inquietar.
Es instructivo observar cómo ocurre el proceso; la transición que va
desde un extraño inquietante hasta un domesticado presentador de espec-
táculos para terminar en el intérprete consagrado como superstar puede
producirse casi de la mañana a la noche. A comienzos de los años sesenta
le sucedió a Mahler, en lo que se refería al público británico, y quizá un
poco después a Stravinsky; en cuanto a Schoenberg, hace unos años habría
sido impensable que pudiera hacer esa transición, ya que parecía condenado
a seguir siempre dando motivo a discusiones, sin que nunca se lo interpre-
163
 164
Música. Sociedad. Educación
tara ni se lo escuchara, y a seguir siendo un «compositor para composito-
res», y sin embargo, desde hace un tiempo hay señales de que este cambio
está a punto de producirse, por lo menos con algunas de sus obras *. Y
la verdad es que el propio Schoenberg lo predijo al decir que «la segunda
mitad de este siglo arruinará, por sobreestimarlo, todo lo que la prime-
ra mitad no llegó a arruinar por subestimarlo». Con cualquier obra concreta,
se puede tomar como signo de que la transición se ha producido el hecho
de que el público deje de discutir sobre ella y empiece a comparar inter-
pretaciones o, mejor aún, grabaciones; en esta etapa se puede decir que
la obra se ha vuelto inocua, ha cumplido su tarea de herir nuestra sensibi-
lidad: se ha convertido en un clásico.
Una vez que una obra ha hecho esta transición ya no puede, por niás
que lo intentemos, recuperar el poder que antes tenía para afectar nuestra
sensibilidad. Puede seguir deleitándonos, conmoviéndonos, incluso asom-
brándonos, pero no puede sobresaltarnos. Por eso nos llama tanto la aten-
ción el escándalo con que hasta los críticos inteligentes reaccionaron ante
la primera presentación de algunas de las obras maestras más importantes
de la tradición de Occidente; nos asombra que Weber, por ejemplo, un
músico más grande de lo que quizá nos imaginamos, y nada tonto por
cierto, haya dicho al conocer la Séptima sinfonía de Beethoven que su
compositor «ya estaba listo para el manicomio»; que Saint-Saens pudiera
afirmar que no encontraba «ningún rastro de una idea musical» en el
Prélude a l'Apres-midi d'un Faune, o que a un crítico del London Times
le pareciera que el Concierto en Fa menor de Chopin era «árido y hostil»:
simplemente, no podemos entender qué pudo haberlos llevado a reaccionar
de semejante manera. Es posible multiplicar indefinidamente tales ejem-
plos, no para tener una diversión fácil a expensas de los críticos (que
indudablemente podrían tener la humildad, o por lo menos el sentido
común necesario para abstenerse de condenar en forma tan categórica aquella
que no entienden), sino más bien para subrayar el hecho de que nuestros
clásicos de concierto, que hoy nos parecen tan seguros y tranquilizadores,
fueron inquietantes y peligrosos. Anton Ehrenzweig ha señalado cómo la
música de Brahms, que en su juventud le sonaba «agria y quebradiza, y
falta de tersura en el acabado; su polifonía, intrincada y ampliamente espa-
ciada, producía un sonido hueco que no alcanzaba a sostener el tenue fluir
de la melodía», y que a él le gustaba por su masculinidad, por la forma
en que expresaba la «personalidad formidable y solitaria de füahms»
después perdió para él aquellas cualidades. «Con el correr del tiempo; las
ásperas aristas de la música se suavizaron. Su melodía tiene hoy una ex-
quisita cualidad aterciopelada, una tibieza casi erótica que hace de aquella
misma música algo casi demasiado rico y empalagoso... Y aunque puedo
recordar muy claramente el sonido áspero y hueco del Brahms de mi ju-
ventud, ·no soy capaz, por más que me esfuerce, de asociar este recuerdo
* Escribí esto en 1976; el acontecimiento esperado que entonces predije aún
no ha sucedido. [N. del A .]
Plus ~a change... 165
con la sonoridad dulce y suntuosa que me sale al encuentro hoy, cuando
escucho esa misma música en la sala de concierto» 1•
Mi propia experiencia con Sibelius es similar; de estudiante lo admi-
raba, y amaba su música por la cualidad que tiene de remota, imponente
e inaccesible, pero cuando escucho las mismas obras en la actualidad (a
veces, incluso, en las mismas grabaciones) oigo una música que es opulenta,
excesivamente romántica y que en ocasiones, incluso, se complace en sí
misma. De la misma manera, voy encontrando que las violentas extrava-
gancias polirrítmicas y politonales de I ves comienzan a resultarme más có-
modas; la música ya no me hace dar un salto en mi asiento, ya no me
desconcierta con sus yuxtaposiciones inesperadas, sino que empieza a so-
narme razonable, y hasta normal.
Hay músicas que sobreviven a esta transición a la .condición de clásicas,
y otras que no. Es evidente que para Ehrenzweig, pese a que lamenta la
pérdida de su poder de inquietar, Brahms sobrevivió; para mí no ha sobre-
vivido Sibelius, pero !ves sí. La supervivencia de la obra de un compo-
sitor depende de miles de menudas decisiones individuales tomadas, en la
mayoría de los casos.sin darse cuenta, por miles de oyentes, quizá durante
un período muy largo (el hecho de que I ves se haya convertido para mí
en un clásico mientras que hay otros que oyen hoy por primera vez su
música no refleja nada más que el accidente de, en mi caso, haber tenido
acceso al archivo de grabacione·s de la Embajada de los Estados Unidos
en Londres a comienzos de los años sesenta). Es probable que haya una
«masa crítica» de oyentes sensibles, es decir, un cierto número de oyen-
tes para quienes la música del compositor tiene el atractivo suficiente como
para que a los editores, las empresas discográficas y los empresarios les
interese seguir presentando sus obras al público, y por debajo del cual el
compositor no puede sobrevivir como fuerza vital, y que no haya intento
de defenderlo, ya sea que provenga de individuos o incluso de organiza-
ciones interesadas, que sea capaz de invertir el proceso, por lo menos
durante una generación, y más probablemente nunca. Ehrenzweig señala
también los factores que hicieron que los últimos cuartetos de Beethoven
no se tocaran prácticamente durante casi un siglo, dejándolos intactos como
una mosca imbuida en ámbar, y preservando casi hasta el día de hoy su
poder de perturbar; mi propia generación, que creció en los años cuarenta
en una remota sociedad colonial (también el factor geográfico tiene su
importancia) fue probablemente la última que los encontró difíciles de
entender, y por consiguiente inquietantes. Hoy son piezas de repertorio,
y no plantean más problemas que la Quinta sinfonía, que también en su
momento fue alarmante.
La mayoría de quienes acuden a los conciertos y compran discos de
música clásica no conocen este fenómeno -que Ehrenzweig llama racio-
nalización secundaria- ni se interesan por él, p1.1estoque para ellos la
función de la música no consiste en inquietar, sino más bien en tranquili-
1 Anton Ehrenzweig, The Hidden Orden of Art, Londres, Weidenfeld .& Nicholson,
1967, Paladin, 1970, p. 87.
 166 Música. Sociedad. Educación
zar. Y es comprensible que un clásico haya de ser tranquilizador, puesto
que son precisamente estos .clásicos los que configuraron, en primer lugar,
nuestros modos de percepción musical, y cada nueva audición de un clásico
sirve para ratificarnos más firmemente aún en estos modos. Y a la música
se la despoja con más eficacia incluso de cualquier función perturbadora
al situarla decididamente en un momento, y con frecuencia en un lugar,
apartados de la vida cotidiana, con lo cual se la convierte en un antídoto
de nuestra •vida y no en una indagación de ella; en una forma de rela-
jarse de la lucha por mantenernos en una sociedad que se nos aparece como
indiferente, por no decir conio hostil. Además, la actitud de la mayoría
de los que se consideran amantes de la música es esencialmente pasiva;
la música existe como algo aparte de ellos, que está para ser escuchado
en la sala de concierto, en la ópera o en grabaciones, pero nada más. Ellos
no desempeñan ningún papel en el acto creativo, sino que se contentan con
la contemplación de la obra musical acabada, tal como se la ofrecen, como
algo que tiene una existencia abstracta aparte de ellos que la escuchan, e
incluso aparte del músico cuya interpretación están escuchando. Es eviden-
te el paralelo entre esta visión abstracta de la obra musical y la visión
abstracta del conocimiento que caracteriza a nuestra cultura; de ambas se .
piensa que existen «Ahí Fuera», independientemente de quién escuche y ·
de quién conozca, y de ambas se cree que permanecen esencialmente inal-
terados ante la circunstancia de que algún individuo se conecte, por así
decirlo, o no con ellos (dónde queda ese «Ahí Fuera» sigue siendo un
misterio) . . técnicas publicitarias, y a elogiar al compositor a expensas de sus rivales.
Paralelamente a esta abdicación de todo rol creativo del oyente se da
una profesionalización cada vez mayor de la música. Los compositores y
los ejecutantes se esfuerzan por alcanzar {y muchos las alcanzan) cumbres
cada vez más vertiginosas de habilidad técnica; un número creciente de
competiciones para pianistas, instrumentistas, cantantes y directores jóve-
nes da por resultado muchedumbres de jóvenes esperanzados, armados de
recursos técnicos que habrían hecho palidecer a Liszt o a Paganini y que
-a pesar de que alguna que otra vez uno o dos de ellos muestran efectiva-
mente signos de verdadera musicalidad- en , su comprensible persecución
de las gratificaciones sociales y financieras que concede la fama, en la
mayoría de los casos contribuyen en mucho a destruir la musicalidad del
común de las personas. Las gentes comunes ven al virtuoso de la compo-
sición y al virtuoso de la ejecución como otros tantos moradores en un
mundo de la fascinación y el dinero del cual ellas se sienten por siempre
excluidas (y parecería que las recientes revelaciones de las remuneraciones
astronómicas que piden -y obtienen- las «superestrellas» negasen la
validez de sus enfáticas declaraciones de consagración desinteresada al arte)·
un mundo que, si se deja guiar por lo que dicen periodistas y críticos adu-
ladores, el hombre ordinario bien puede confundir con la esfera auténtica
de la actividad musical. Entre el aficionado y el profesional hay una brecha
cada vez más ancha, y para cuando un niño llega, como mucho, a la ado-
lescencia; ya está claro generalmente (aunque no siempre, y es lástima, para
él y para sus padres) de qué lado de esa brecha habrá de pasarse la vida.
Plus c;a change... 167
No es de asombrarse que la mayoría de los intérpretes aficionados se re-
sistan a presentarse en público, sabiendo que cualquier cosa que puedan
hacer ya la han hecho antes los profesionales, y con mucha mayor pericia.
«Los públicos de clase media consumen a Brecht y a Beckett como si
fueran cereales nuevos para el desayuno»; así resumía Ed Berman el di-
lema del artista de hoy en nuestra sociedad. Como ya señalamos, el artista
se ha visto émpujado, como el resto de la sociedad, al rol de productor de
un bien para consumo de otros; el mundo del arte no sólo está lleno de
productores que tienen algo que vender, sino de intermediarios cuya fun-
ción es promover y vender los productos artísticos, a la vez que se ganan
la vida haciéndolo. Empresarios, editores, agentes y comerciantes de arte,
representantes artísticos, distribuidores de cine, todos viven del producto
del artista {lo que no quiere decir que sean parásitos, ya que, de hecho,
desempeñan una función valiosa como detallistas del producto artístico), y
todos se interesan por la venta de una mercancía. Las técnicas de publicidad
y de marketing adquieren así importancia para la difusión del arte; técnicas
que -como quizá corresponda- se remontan al menos hasta Lutero, cuyo
famoso interrogante «¿Por qué ha de ser el diablo quien tenga las mejores
melodías?» revela que tenía clara conciencia de lo importante que es una
buena publicidad. En revistas y periódicos musicales aparecen anuncios
(insertados en general, es cierto, por su editor) de la obra de tal o cual
compositor, en tanto que los artículos que se publican en la misma prensa
tienden a usar -discretamente, claro, y quizá sin darse cuenta- algunas
En esta situación, en la que tantos productos -y una actuación puede ser
un producto, lo mismo que una composición- se disputan la atención del
público, la crítica funciona en forma muy semejante a ciertas revistas que
aconsejan a los consumidores sobre coches, inversiones o cocinas, dando
datos sobre precios, marcas, plazos, intereses y calidades; el amplio abanico
de opiniones críticas sobre cualquier artista no hace más que reflejar el
hecho de que es más difícil hacer una evaluación objetiva de un pianista
'que de una lavadora o un programa turístico. En el campo de la música,
el único riesgo para el comprador en potencia es el precio de una entrada
de concierto o de un disco, más sus proyectos para una velada, pero para
el potencial ofertante, un veredicto desfavorable de la crítica puede ser el
final de su carrera. Sin embargo, es evidente que la mayoría de los críticos
se sienten principalmente responsables ante el consumidor, cosa que no
tiene. por qué sorprender, dada la naturaleza mercantil de nuestra sociedad
y el hecho de que el de la música es, básicamente, un mercado que favo-
rece al comprador.
Es un .hecho triste, pero innegable, que un compositor «serio» que hoy
por hoy trabaje en nuestra sociedad se dirige a un sector de la población
más reducido que en ningún otro período de la historia de la música en
Occidente; y aquí no se trata sólo de que el público para música de con-
cierto constituya una minoría dentro de la población en general, sino de
que el compositor contemporáneo sólo puede interesar a una pequeña mi-
noría dentro de aquella minoría. Con frecuencia se echa la culpa de esta
168 Música. Sociedad. Educación
situación .a la falta de espíritu de empresa de los promotores de conciertos
y de las compañías discográficas, y, por cierto, que ha de caberles cierta
responsabilidad, aunque sólo sea en la medida en que han de sacar algún
beneficio de la música; pero, además, ellos son víctimas de la situación
general, lo mismo que los propios músicos.
Con frecuencia se ha dicho que las diferencias entre el capitalismo de
Europa occidental y de los Estados Unidos, por una parte, y el supuesto
comunismo de la Unión Soviética y de sus Estados satélites son nienos
profundas de lo que aparentan. Seguramente, está claro que la cultura
soviética está tan sometida como la más capitalista de las sociedades a la
preferencia por el objeto más bien que por el proceso artístico, como se
puede ver no sólo por la asombrosa reconstrucción, hasta la última piedra,
de la Leningrado imperial después de su destrucción durante la segunda
guerra mundial, sino --con· más claridad aún- en el status que tiene la
música en la Unión Soviética. En primer lugar, su vida musical, con sus
orquestas y sus compañías de ópera y de ballet, con sus directores y so-
listas famosos, todos los cuales pueden (cuando el clima político se presta)
moverse sin dificultades en los circuitos occidentales de concierto, es prác-
ticamente indistinguible de la de Occidente. Incluso la doctrina del realis-
mo socialista descansa paradójicamente sobre la misma visión de la música
q:ue inspiró a Lowell Mason para convertirla, en los Estados Unidos, en
un gran negocio; en ambos casos, aunque por diferentes razones, llega a
ser deseable que el bien de que se trata llegue a estar al alcance, en la
mejor calidad posible, de un sector de la población tan amplio como se
pueda. Tanto la sociedad igualitaria de los Estados Unidos en el siglo XIX,
que De Tocqueville describe de manera escalofriante, como la de la Rusia
posrevolucionaria intentaron sin éxito oponerse a la formación de- élites
culturales, imponiendo «por decreto» la producción de un tipo de música
comprensible para todos. Si es par_te de la premisa de que el arte es un
bien de consumo que debe dar beneficios, desear que sea tan accesible
como se pueda no es un ideal tan mezquino, y no debemos indignarnos
tanto porque el «comisario» Zhdánov intentara imponérselo a los músicos de
la Unión Soviética, que, después de todo, en otros sentidos llevan una vida
sumamente regalada, como la de vacas de raza a las que hay que alimentar
con el mejor forraje para que den la mejor leche. El error reside en un
malentendido básico referente a la naturaleza y· la función del arte, y esto
es lo que comparten con el resto de un mundo condicionado por la indus-
tria y la ciencia, cuya ideología de la producción trasciende el problema,
menos importante, de quién tiene los medios de producción. Como noso-
tros, los soviéticos han consagrado su sociedad a la producción de bienes,
y es un hecho notable que allá donde van los valores del consumismo occi-
dental, la música clásica de Occidente no tarda en seguirles, como se ad-
vierte nítidamente en Japón.
Es una ironía que sea la dictadura del proletariado la única sociedad
que se ha mantenido tan fiel a los tipos más «burgueses» de la elaboración
musical, a las formas y los gestos de la música romántica tardía y en especial
a la sinfonía programática. Las sinfonías de Shostakovich, por ejemplo, por
169
Plus ~a change.. .
más ingeniosamente «revolucionarias» que sean sus intenciones, no ocultan
el hecho de que se limitan a reponer en escena el mismo psicodrama que
preocupó a los compositores a lo largo del último período de la tradición
· sinfónica, es decir, desde Beethoven en adelante. Esencialmente, consisten
en una progresión desde la duda y · la turbulencia hasta el triunfo y la
apoteosis, que incorpora interludios líricos y ritmos de danza, y -sea que
se la enmascare como el progreso de un compositor soviético hacia la
madurez, como en la Quinta, o como una reseña de lo sucedido en 1917
(los tumultos en Petrogrado, el descanso de Lenin antes de la campaña,
el bombardeo del Aurora y ~l triunfo final del pueblo) como en la Duodé-
cima-, la intención sigue siendo la misma.·Y esto es tanto más sorpren-
dente cuanto que fue un compositor ruso, Tchaikovsky, quien finalmente
percibió, con la simplicidad del genio, que no era obligatorio que una
sinfonía tuviese un final feliz, y describió en su Sexta sinfonía la destruc-
ción de su héroe y su disolución en las profundidades de donde provenía.
Por ende, queda claro que a pesar de los enormes cambios que se han
producido durante este siglo en la música occidental, y pese a las visiones
de una sociedad nueva que evocan estos cambios, no ha habido ninguna
alteración fundamental en sus actitudes ni en sus supuestos, como tam-
poco las ha habido en las sociedades que le dieron vida. El arte sigue
siendo un bien cuya producción continúa estando en manos de los expertos ;
un bien que compramos cuando sentimos necesidad de él, y en cuya pro-
ducción no tenemos más arte ni parte que en la fabricación de los cereales
que consumimos en el desayuno. Ahora ya podemos darnos cuenta de que
una verdadera regeneración de la música occidental, y de la sociedad oc-
cidental, sólo podrá darse cuando podamos devolver el poder de la creación
a cada individuo de nuestra sociedad.
Detengámonos un momento a considerar la formación de un músico
«clásico» occidental. He hablado ya de cómo se entrena a los músicos en
Bali y en el Africa negra; McPhee y Tracy nos presentan viñetas casi idén-
ticas de padres que sientan a sus hijos pequeños en las rodillas, les
ponen en las manos los palillos del xilófono y les hacen tocar las teclas,
no durante los ensayos, sino en las actuaciones. ¿Se puede imaginar que
un violinista en una orquesta sinfónica occidental haga lo mismo? En estas
dos sociedades no occidentales, como en muchas otras, la educación musical
de los niños sigue un curso que no les impone esfuerzo alguno: el joven
músico toca su instrumento desde el comienzo mismo. Es claro que tra-
baja y se esfuerza, no para obtener el dominio de su instrumento (ya que
la idea misma de dominio es ajena a un músico que considera su instru-
mento como un amado compañero en su empresa creativa), sino para au-
mentar la fluidez, la expresividad y la naturalidad con que toca, y esto no
lo hace valiéndose de ejercicios.técnicos, sino tocando y exponiéndose con-
tinuamente a las experiencias musicales que se dan en ·el marco de su
sociedad.
En nuestra cultura se supone tácitamente que cuando un niño comienza
a aprender un instrumento debe practicar mucho, hacer sus escalas y sus
ejercicios, y algún día, tal vez, será capaz de tocarlo. Si se párte de esta
 170 Música . Sociediid. Educación
propuesta, es difícil ver con claridad qué quiere decir realmente poder tocar
el instrumento. Ser pianista ¿significa tocar como Rubinstein, como un
alumno a punto de terminar el conservatorio o como yo, que toco por mi
propio placer, y a veces lo comparto con amigos benévolos? (Acude a la
mente el recuerdo del inmortal Haydn, que cayó enfermo a los sesenta años
y rezaba por curarse, porque «precisamente ahora estaba aprendiendo a
componer».) Ya sabemos que la formación de un músico profesional es un
proceso arduo y que en buena parte no da mucho placer; he oído comen-
tar a una pianista famosa que .creía que los miles de estudios y ejercicios
técnicos que se había visto obligada a hacer para perfeccionar su técnica
habían estado a punto de matar su musicalidad. ¿ Cuántas veces se oye decir
que un músico de éxito es «producto» de tal escuela o universidad? El
producto se produce, y los estándares de producción se mantienen, una
vez más, sin cuidarse mucho de cuál sea la naturaleza del proceso mediante
el cual se le obtiene.
Y tal como con los ejecutantes sucede con los compositores. En la
actualidad parece casi imposible que alguien pueda considerarse compositor
sin tener larguísimos años de estudios, y preferentemente un título uni-
versitario, tras haber estudiado con dos o tres nombres famosos por lo
menos, a lo que se puede añadir conocimientos de fonología, de electró-
nica, psicolingüística, cálculo y filosofía oriental. En un nivel inferior de
competencia musical, es esencial un poco de armonía funcional tonal a la
manera de Bach, Haydn y Brahms y de contrapunto en el estilo de Palestrina
y de Bach (o por lo menos de sus contemporáneos menores) para que a
a uno lo tomen en serio como estudioso de la música, y ciertamente antes
de que lo consideren capaz de generar siquiera una idea musical propia.
Uno vuelve a acordarse de la «autorización para dedicarse a la práctica de
la composición» que le dieron a Satie.
La conclusión lógica de este modelo d~ lo que es la capacidad musical
se alcanzó en los años setenta con la fundación, en París, de un instituto
para la investigación y coordinación acústico-musical (IRCAM), que presidía
Pierre Boulez, y cuya sede -una construcción subterránea, como corres-
ponde- se encuentra en el antiguo emplazamiento del mercado de Les
Halles . Al parecer, los padres fundadores de este instituto estaban tan
deslumbrados por el modelo científico del conocimiento como para haber
permitido que su propio concepto de la música fuera totalmente absorbido
por él; parece que, desde entonces, a nadie se le considera en condiciones
de hacer música mientras no haya completado un estudio científico de la
psico-acústica, y un análisis informatizado del sonido, de la estructura del.
lenguaje y de los mecanismos del cerebro humano. Según este modelo,
corresponde que las composiciones resultantes de las· investigaciones de
París aparezcan en publicaciones especializadas, con las reseñas necesarias
para quienes estén demasiado ocupados para concurrir a las audiciones,
y que se necesiten equipos de oyentes expertos para desenmarañar las
ideas de tales equipos de .compositores. En justicia , hay que decir que algo
bastante semejante ha venido sucediendo desde hace ya más de diez años,
en las páginas de publicaciones como Die Reihe y Perspectives of New
Plus ~ change.. . 171
Music, pero parece que la labor del instituto francés está yendo mucho más
allá incluso que los sueños del grupo de Darmstadt o que los de Milton
Babbitt y sus colegas de Princeton.
Podríamos considerar, desdeñosamente, que esta torre de marfil de la
cultura es una mera aberración de algunas mentalidades musicales, si no
fuera porque el Instituto, con la participación de algunos de los nombres
más famosos de la música occidental, contribuye aún más a la actual alie-
nación del hombre de su propia creatividad. Como en los días finales de
tantas otras culturas y tradiciones, vemos que algunas de las mentes más
capaces de una generación (finalmente, Boulez y Berio son compositores
importantes) desperdician su energía creativa en ejercicios que no pueden
menos que resultar contraproducentes para la supervivencia . Es un fenó-
meno que se parece a aquellos ornamentos, raros y extravagantes, pero
inútiles y hasta fatales, que aparecen en animales y plantas de una línea
evolutiva condenada a la extinción: el dinosaurio, con enormes espinas y
protuberancias en su coraza, o los colmillos del tigre de dientes de sable,
cuya longitud desvirtúa su función. A ellos se asemeja este IRCAM, donde
el ardiente espíritu de búsqueda que animó a Monteverdi y Haydn, pleno
de optimismo y de visiones de un mundo nuevo, se ha sobrecargado con
un arsenal intelectual de anticuadas nociones científicas que nada tienen
que ver con la práctica de la música.
Una vez más nos vemos obligados a contemplar la triste realidad de
que, pese a los logros de Debussy, Schoenberg, Stravinsky, -Webern, Ives,
Cage, Partch y muchos otros, dentro de la tradición artística de Occidente
la experiencia musical sigue siendo esencialmente la misma, es decir, que
-como cualquier otra música a partir del Renacimiento- sigue estando
igualmente excluida no sólo de ese grupo al que se define en forma incierta
como «la gente», sino también de su público inmediato. La composición
sigue en manos de remotos especialistas muy calificados, de la ejecucion
se ocupan músicos profesionales en salas de concierto y otros espacios re-
servados para ese fin, y a veces totalmente aparte de nuestra vida diaria.
Es probable que los músicos usen jerseys de cuello alto y no traje de noche
(lo que quizá apunte más bien a una elevación del status social del jersey
de cuello alto que a un auténtico espíritu de informalidad) y que el lugar
sea un antiguo depósito de locomotoras , pero la experiencia esencial no ha
cambiado. Los músicos profesionales siguen tan ajenos como siempre a lo
que tocan, el público (a pesar de ciertas tretas de los compositores para
simular la participación) permanece alejado del verdadero proceso creativo,
y la obra musical no ha dejado de ser un objeto de pura contemplación
abstracta, ya se trate de una sinfonía de Beethoven o de una pieza para
piano preparado por John Cage. El público sigue siendo esencialmente el
mismo; proviene de los mismos grupos sociales que saludaron las hazañas
de los Davidsbündler o se fueron a las manos por T annhauser o por
Pelléas (sea el de Debussy o el de Schoenberg o, para el caso, el de Maeter-
link). La carrera para superar la sensación de antigüedad y desgaste gene-
rada por la familiaridad sigue teniendo vigencia tanto en la música como
en la tecnología, y la búsqueda de nuevas fuentes de energía, física o men-
 172
Música. Sociedad. Educación
tal, se hace más urgente de año en año; Es probable que esta situación
persista en tanto que el objeto artístico siga siendo el principal objeto de
interés, en tanto que las gentes comunes estén amputadas del proceso crea-
tivo y no se. les deje otra alternativa que la de admirar el objeto acabado.
En los años sesenta hubo momentos en que pareció que la situación
estuviera a punto de ser t9talmente modificada por una música popular
nueva y revolucionaria, de un poder inesperado y sin precedentes. La lla-
mada revolución del rock se inició efectivamente a mediados de los años
cincuenta, con una firme hase en el descontento de las generaciones más
jóvenes, que se sublevaban contra los valores de sus mayores, por lo que
naturalmente adoptaron valores musicales nuevos, y no fue menos natural
que esos valores fueran una negación de todo el mundo musical de sus
mayores; la virtual eliminación de la armonía, o por lo menos su reducción
a las pocas progresiones convencionales del blues, una acentuación del ritmo,
la tendencia a la modalidad y el pentatonismo, nuevas formas de elabora-
ción vocal que tienen · mucho que ver con un uso muy complejo de la
amplificación, y una simplificación de la técnica instrumental. Los que co-
mentaban desdeñosamente que en aquellos días cualquier chico capaz de
rascar un par de acordes en la guitarra podía convertirse en estrella del pop
tenían razón, pero pasaban por alto no sólo el hecho de que la fuerza prin-
cjpal de aquella música estaba en su simplicidad, sino también el qué es-
taba sacando partido de recursos técnicos nuevos y desconocidos para los
músicos formados por el conservatorio. En muchos ·sentidos, se puede com-
parar esta música con el trabajo de los tunesmiths de Nueva Inglaterra,
en cuanto la armonía es relativamente insignificante y a lo que se le da
importancia es al timbre, al color tonal, al volumen y la textura, al mismo
tiempo que a un nuevo -y viejísimo- tipo de melodía modal liberada
de las restricciones de las progresiones acórdicas clásicas. A cada cantante
o cada grupo se le puede reconocer tanto por su «sonido» característico
como por lo que efectivamente cantan o tocan, y todos manipulan el color
tonal, ayudados por las nuevas técnicas electrónicas, con un virtuosismo
que poco debe a la tradición clásica, ni tampoco a la música anterior, de
tradición popular, que en los Estados Unidos se conoce cOmo Tin Pan
Alley. He aquí, por ejemplo, una descripción de la voz de Elvis Presley:
«Como vehículo expresivo, pasa de las notas agudas a las graves, gime,
ondula, produce jadeantes cambios de ritmo. A muchos oyentes la voz de
Presley puede haberles parecido cruda, pero su resonancia popular residía
en esa crudeza» 2 •
Siguió rápidamente una extraordinaria erupción musical basada sobre
el sonido percusivo de la guitarra eléctrica, el ritmo del rock-'n'-roll y la
armonía del blues. La historia del rock ha sido muy contada, y su asocia-
ción con el movimiento hippie y los movimientos juveniles revolucionarios
de los años sesenta es bien conocida, gracias a sus love-ins, sus festivales de
rock y al espíritu de Woodstock. Parecía una tremenda y liberadora ráfaga
2
Car! Belz, The Story of Rock, Nueva York, Oxford University Press, 2.ª ed.,
1972, p. 42.
Plus ~a change.. .
173
de aire fresco, un arte comunitario nuevo en el cual podía participar cual-
quiéra. Y sin embargo, hasta en la euforia de la «nación de Woodstock» se
veía ya que los intereses comerciales tenían una fuerte representación, y pa-
rece probable que incluso aquel gran festival de la paz, la música y el amor
fuera, tal como lo expresó un crítico, «un medio creado por un par de
empresarios listos para consolidar la revolución cultural y... sacarles dinero
a sus tropas» 3• Y en algún punto, todo el movimiento de liberación de
la ética protestante, con el cual tan íntimamente asociado estuvo todo aquel
movimiento, se frustró; no sólo porque las fuerzas del orden· establecido
devolvieron con dureza el golpe, como en Chicago y en la Universidad del
Estado de Kent, sino porque el movimiento mismo se corrompió. En San
Francisco, en menos de un año, Haight-Ashbury pasó de ser un centro de
la juventud liberada a un antro de drogas, crimen y desintegración. En el
concierto gratuito de los Rolling Stones en Altamont, California, en diciem-
bre de 1969, pocos meses después de Woodstock, los Hell's Angels, contra-
tados y henchidos de cerveza por los Stones para mantener el orden, se
desbocaron, mataron a cuatro personas e hirieron a mucha más. En fechas
muy próximas, Jimi Hendrix y Janes Joplin, Brian Jones y Jim Morrison,
ídolos del movimiento, murieron en plena juventud; los Beatles se separa-
ron entre agrias recriminaciones y una larga serie de acusaciones recípro-
cas, por cuestiones administrativas y de dinero.
Y, sin embargo, en Woodstock y en muchos otros festivales celebrados
en todo el mundo occidental, pese a los intereses comerciales que no tar-
daron en .adueñarse del mundo de la música rock, algo sucedió; hubo una
experiencia nueva, de una clase que nada tenía que ver con las salas de
concierto ni de ópera, ni siquiera con las salas de baile, clubes de jazz
o discotecas. Consideremos un momento la experiencia tal como la vivió en
julio de 1970 uno de los miembros, ya no tan joven, de la multitud de
quizá seiscientas mil personas que acudieron al que resultó ser uno de los
últimos grandes festivales británicos de tres días, en Freshwater, en la isla
de Wight. Para empezar, la música no fue más que una parte de la ex-
periencia, aunque fuera la más importante. No era continua; se iniciaba
cada día · sobre el mediodía para acabar poco después de salir el sol a la
mañana siguiente, dejando unas horas para limpiar (en lo posible) el enor-
me espacio y hacer a los amplificadores las reparaciones necesarias para
la maratón siguiente. Claro que es imposible que nadie escuche música,
lo mismo que se escucha una sinfonía, durante casi veinte horas sin parar;
aquí sucedía lo que en los espectáculos balineses de wayang, que duran
toda la noche. Uno escucha con atención, luego se distrae, incluso se
duerme a ratos, hasta que lo despierta un sonido nuevo; recuerdo vívida-
mente el inicio de una actuación electrizante de The Who, que empezó
hacia las tres de la mañana. La música, hasta donde se la oía, era maravi-
llosa, pero la ocasión no era sólo musical. A riesgo de parecer crédulo
y de caer en estereotipos, hay que decir que la experiencia social fue aún
más notable. Aquellos tres días, en la isla de Wight, cobró existencia, por
3 Andrew Kopkind, citado en Carl Belz, ibid., p. 211.
174 Música. Sociedad . Educación
lo menos parcial, aquella sociedad potencial que por lo demás está fuera de
nuestro alcance; los jóvenes, liberados de las tensiones y restricciones
de la vida diaria, se entregaron a la celebración de un mito común, de un
estilo de vida común que, aunque no existiera, fueron capaces de evocar
fugazmente. Los rostros, relajados, eran bellos; no he visto jamás tantos
jóvenes hermosos. Las fogatas, esa antigua expresión comunitaria, ardían
toda la noche; el transcurrir del tiempo, aparte del indudable hecho na-
tural del día y de la noche, pasaba más o menos inadvertido. Durante un
breve momento, en la sociedad occidental la música no fue sólo una expe-
riencia -intelectual, estética e incluso emocional-, sino el centro de un
ritual comunitario que incluía a todas las · otras experiencias y demostraba
hasta qué punto son, en realidad, parciales e incompletas. Sin duda, todo
aquello fue una ilusión; para los músicos fue, aunque importante, otro
gig [en el argot de los músicos, actuación musical], pagado por empresarios
interesados sobre todo en hacer dinero, pero entonces parecía real. Para
mí, fue lo más próximas que algunas personas de nuestra sociedad llegaron
a estar del espíritu comunal que hemos encontrado en otras culturas mu-
sicales, y que tan desesperadamente necesita la nuestra.
Quizá parezca que la nueva música popular ha quedado fácilmente
absorbida, y que su revuelta ha sido neutralizada, por la corriente principal
de la cultura occidental. Sus intérpretes son profesionales que venden un
producto al público, de la misma manera que el más serio de los intérpre-
tes «serios» de una orquesta sinfónica (que de hecho aparecen en la funda
de más de un disco popular de éxito), con el respaldo de una infraestruc-
tura publicitaria y de marketing que --cosa nada sorprendente si sé consi-
dera que las sumas en juego son mucho más considerables- deja muy
atrás a la de la música <<clásica»;el oyente ordinario no puede tener papel
alguno en el proceso creativo. Por cierto que las grabaciones tienen mucho
que ver con esta situación; gran parte de la música sólo puede existir en
disco o en cinta, casi por las mismas razones que La diligencia o El coloso
en llamas sólo pueden existir en filme, y un disco es inevitablemente un
producto para vender, que no le permite a uno otra opción que tocarlo o
no tocarlo. En cada disco se invierte mucho dinero; el complejísimo equipo
que hoy se requiere para la grabación en cuarenta y ocho o sesenta y cuatro
pistas, además del tiempo de mano de obra altamente especializada que
exige el montaje, el mixing y demás detalles del proceso de preparación
de las matrices cuesta tanto como un cortometraje, sin hablar del diseño
y realización de la funda (actividades que en sí mismas configuran un arte
menor) sin la cual ningún disco se vendería. Tenemos que añadir, en los
años ochenta, los elevados costes de ese vídeo sin el cual ningún disco
puede tener éxito.
Pero esto es sólo media verdad, o más bien se refiere sólo a la mitad
de la escena. Se puede decir sin riesgo que la efímera música popular que
se oye en los discos y en las estaciones de radio pop es un producto desver-
gonzadamente comercial, hecho para venderlo y ganar dinero. Esto no sig-
nifica que ni siquiera ese mercado esté necesariamente del todo corrompido,
ni que por todo eso la música no pueda ser música de calidad. Pese a
Plus r,;a change ... 175
«acontecimientos» tan deprimentes como el Festival de Eurovisión, que
repugna incluso a la mayoría de los músicos pop, en este campo puede
brotar, y con frecuencia brota, música interesante y hermosa, aunque esté
francamente destinada a apelar al mayor número posible de oyentes y a ser
totalmente efímera. Es un campo donde hay una vitalidad y un dominio de
la técnica .que no fueron aprendidos en ninguna escuela de música.
Debemos recordar también que es en este campo donde vivieron, se
movieron y se realizaron los Beatles, los Rolling Stones, Bob Dylan, The
Grateful . Dead y muchos otros importantes grupos e intérpretes individua-
les de comienzos de los años sesenta en adelante; si ellos pudieron trascen-
der las limitaciones del medio no fue por haber rechazado los términos
y las técnicas de la música popular, sino más bien porque los ensancharon
y consolidaron, como es fácil oírlo si se compara piezas tempranas de los
Beatles, como Please please Me o Love Me Do, con Sergeant Pepper's Lo-
nely Hearts Club Band, que son una prueba del notable refinamiento que
en menos de cinco años llegaron a imprimir al nuevo estilo. Esta música
principalmente modal y no armónica, basada en el sonido de guitarras
eléctricas y percusión -que resulta cómodo aunque no del todo exacto
llamar rock- existe ·en un espectro continuo que va desde las piezas más
frívolas y de motivación más comercial a las más intensas y complejas, lo
que posibilita la continuación de su vitalidad en cuanto los diversos géneros
de ideas se alimentan entre sí, una situación que bien podría encontrar
envidiable el compositor contemporáneo «serio», a quien le falta totalmente
esa capacidad basada en un estilo popular.
De esa música que se encuentra en el extremo más popular de la
escala es más o menos imposible escapar, pero la del extremo opuesto es
virtualmente desconocida para el aficionado habitual a la música clásica,
que míentras se encamina a su concierto sinfónico apenas si advierte ·1os
anuncios de conciertos y grabaciones pegados en las paredes de edificios
destinados a la demolición o en las empalizadas que los rodean; de hecho,
a menos que haga un esfuerzo especial, es improbable que los oiga siquiera,
por lo menos en Gran Bretaña, dada la poca publicidad radiofónica que
esta música, recibe, aparte de los programas que emiten estaciones comercia-
les a altas horas de la noche. (En este aspecto son muy superiores los nor-
teamericanos, que entienden mejor cuál es la función de la radio en la era
de la televisión.) Es una música profundamente seria, aunque en modo
alguno intelectual, compuesta y ejecutada por músicos para quienes no es
solamente un medio de expresión personal, sino todo un estilo de vida)
músicos que viven, comen y duermen con su música en una medida que
rara vez alcanzan sus · colegas «clásicos». Su música asimila influencias del
blues, del jazz, del black gospel, del country, de la canción folklórica anglo-
céltica y, más recientemente, de la música negra antillana, especialmente
el reggae, el soca y la salsa, e incluso de la música popular africana, en
una forma de expresión musical que, como hemos visto, se ha aproximado
quizá más que ninguna otra a la del resto de la raza humana, y de la que
incluso en cierto sentido se puede decir que niega el espíritu del hombre
renacentista.
 176 Música. Sociédad. Educación
Como en los músicos no occidentales, entre éstos hay virtuosismo,
pero no se le cultiva como un fin en sí, haciendo escalas, ejercicios y
estudios, sino en busca de una expresión más profunda, más intensa y más
individual; uno evoca el recuerdo indeleble de Jimi Hendrix, con su control
sobrecogedor de la realimentación electrónica en su versión, torturada y
torturante, de The Star-SpangledBanner en Woodstock, o la polifonía no
armónica, aérea, graciosa y rítmicamente fascinante de las guitarras de
The Grateful Dead en Dark Star, cuyos veinte minutos de duración se
basan en un solo acorde disonante de la dominante de La; el sonido -un
zumbido palpitante, distorsionado por la realimentación- de Velvet Under-
ground o la vívida imaginería surrealista, tanto verbal como musical, de
Sergeant Pepper, entre muchas experiencias musicales de poder, belleza y
despreocupado virtuosismo.
La visión de la sociedad potencial que suscita esta música se relaciona-
ba directamente, como ya he dicho, con la de la juventud y la de los
movimientos de liberación de los años sesenta, que se esforzaron efectiva-
mente por materializarla. Hoy la visión se ha desvanecido, y por lo tanto
la música rock de los años setenta ha perdido gran parte de su poder y de
su carácter inmediato, y se contenta principalmente con una experimenta-
ción puramente estética -gran parte de la cual, hay que admitirlo, es
fascinante y hermosa- en beneficio de un público de entendidos. Pero la
música de los sesenta se conserva en grabaciones; como sucedió en los
primeros días del jazz, una música nacida del íntimo contacto entre un
artista y su instrumento, sin ninguna interferencia de la notación musical,
ha quedado registrada, y lo irónico es que hayan sido los mismos intereses
comerciales que tanto contribuyeron a debilitarla los responsables de su con-
servación. Uno se pregunta qué pensarán de ella las generaciones futuras.
Los discos son, en realidad, un arma de dos filos. Indudablemente, se
ha tardado mucho en reconocer su importancia, e incluso ahora, y espe-
cialmente entre los entusiastas de la música clásica, se les considera un
1
simple vehículo para llevarse a la sala de estar la «buena» música de la
sala de conciertos. Lo que ahora me propongo no es considerar los cam-
bios que ha introducido el disco, tanto en la interpretación de la música
como en la manera de escucharla; sólo quiero señalar su condición de
«paquete» por excelencia, y su tendencia a reforzar el status de producto
de la música que lleva grabada. No sólo las reseñas, tanto periodísticas
como radiofónicas, hablan de los discos precisamente desde este punto. de
vista (la BBC, por ejemplo, tiene un programa donde se pasa revista a
todas las versiones que actualmente es posible conseguir de una obra clá-
sica, y el locutor insiste generalmente en dar su veredicto sobre las diversas
grabaciones en función del valor dinero), sino que implantan sutilmente,
y no necesariamente en forma deliberada, la idea de que al tener un disco
uno tiene en cierto modo una parte de la obra misma, como también se
oye decir a veces a los aficionados. El disco tiene además el indeseable
efecto; especialmente en muchas obras modernas en que se deja al intér-
prete cierto grado de opción, y también en la música improvisada, de fijar
una determinada versión con exclusión de todas las demás posibilidades,
Plus ~a change... 177
con lo que se frustran las intenciones expresas del compositor y del in-
térprete.
Hoy, sin embargo, existe un número pequeño pero creciente de músicos
que intentan restaurar en la música occidental ese perdido carácter comu-
nitario y devolver la importancia al proceso creativo por encima del pro-
ducto acabado; quizá el más visible de estos intentos sea el retorno a la
improvisación como raíz de la música. Por cierto que en el jazz le ha
cabido siempre una parte esencial a la improvisación, y por más que
tradicionalmente se la realizara en un marco de progresiones armónicas,
generalmente derivadas de las melodías populares, eso dejaba un amplio
margen para la creatividad del ejecutante individual; la existencia de riffs
[frases cortas repetidas] y de progresiones armónicas estandarizadas formó
un caudal de material común que dio la posibilidad de que individuos de un
talento no mucho más que moderado lograsen algo que podían llamar pro-
pio, al mismo tiempo que los excepcionalmente dotados podían generar,
a partir de él, ideas nuevas. Cuando el jazz se separó del bajo armónico
y de las progresiones acórdicas, se hizo difícil en algunas qcasiones definir
qué era lo que había en la música que permitiera considerarla jazz: sólo
cierto cuño de la invención melódica, y el empleo de las secciones rítmicas
y del bajo (ambos, por así decirlo, suspendidos en el espacio, y libres. tanto
de los ritmos como de las progresiones armónicas del jazz anterior) recuer-
dan al oyente cuáles son los orígenes de la música. Algunas actuaciones
jazzísticas actuales, por ejemplo, las del pianista Cecil Taylor, no tienen
ni. siquiera este respaldo; la energía demoníaca de la música es casi el
único signo que les queda de jazz, en ningún sentido tradicional de la
palabra.
Por lo tanto es natural que los músicos de jazz se hayan contado entre
los más empeñados en el intento de revitalizar nuestra cultura musical
y, valiéndose de un retorno a la improvisación, y especialmente a la impro-
visación en grupo, arrancarla de las garras de lo que se aparece como un
establishment musical y político represivo. Pero el ímpetu no ha provenido
únicamente del jazz; hay muchos músicos formados en la tradición del con-
servatorio que se han encontrado profundamente insatisfechos con el hecho
de tener que tocar solamente a partir de una partitura, y más aún de
componer partituras musicales para que otros las toquen. Es una actitud
implícita ya en la idea de Cage de que los sonidos son algo de lo que hay
que disfrutar simplemente en cuanto sonidos: ¿por qué, entonces, preocu-
parse por elaboradas estructuras sonoras, en vez de seguir a los sonidos
allí donde nos lleven, sin ningún plan preconcebido? Es lo que pensaban
muchos compositores jóvenes, ya fuese que aceptaran o no (o incluso que
conocieran o no) las ideas de Cage. Y por cierto que algunas culturas
· musicales que se cuentan entre las mayores del mundo, especialmente la
de la India, se fundan en la improvisación, aunque regida por un marco
muy estricto. .
La improvisación difiere en dos sentidos muy importantes de la mú-
sica compuesta y escrita. El primero es que el objeto artístico acabado
apenas. si existe; la música es una actividad, un proceso, del cual en ningún
 178
Música. Sociedad. Educación
momento se puede decir que sea una obra de arte terminada. Como ,decía
Cornelius Cardew del grupo AMM, del cual fue miembro durante un tiem-
po: «Estamos más bien buscando los sonidos, y las respuestas que con
ellos se asocian, que pensándolos y produciéndolos. La búsqueda se realiza
por mediación del sonido, y el propio músico se encuentra en el corazón
del experimento» 4 • En cuanto a la segunda diferencia, quizá lo que mejor
la explique sea una metáfora. La música que se compone en Occidente se
parece al relato de un viaje de exploración que hubiera acometido el com-
positor, quien -por así decirlo- vuelve de «Allá» y nos cuenta un poco,
lo mejor que puede, cómo era todo aquello. Quizá el viaje haya sido largo,
arduo y fascinante, y el relato nos entusiasme, nos conmueva y nos entre-
tenga incluso, pero no podemos aventurarnos totalmente en la experiencia
con él, porque la experiencia se había terminado y él estaba de regreso,
sano y salvo, antes de que viniera a contárnosla. (El número, reducido
pero significativo, de artistas que enloquecen da testimonio de lo peligroso
del viaje; pero en esos casos nos quedamos sin saber de él nada más de
lo que sabemos de los últimos días de John Franklin, Kingsford Smith,
Fawcett u otros exploradores que no pudieron regresar de sus viajes.)
Por otra parte, al improvisar el músico nos lleva consigo en su viaje
de exploración; con él pasamos curvas y giros, salvamos precipicios y co-
rremos riesgos. Es p.robable que no sepamos cuánto va a durar el viaje,
ni siquiera necesariamente hacia dónde vamos. Puede ser que no lleguemos
a ningún territorio nuevo, o que si llegamos no sea más que una inhóspita
marisma que a nadie invite a regresar, pero habrá tal vez ocasiones en que
tengamos algún atisbo deslumbrante de tierras nuevas, donde nos encon-
tremos con visiones de una belleza y un significado tanto más sobrecogedo-
res cuanto que eran inesperados. La música compuesta es como un libro
de viajes, que podemos abrir para leerlo .a voluntad, pero sigue siendo
esencialmente el relato de un viaje, que pronto se nos hace familiar;
podemos leerlo con renovado placer, pero sin la menor expectativa de en-
contrar en él nada nuevo, a no ser quizá algún detalle que antes nos pasó
inadvertido.
En pocas palabras, la música compuesta es el relato del viaje de explo-
ración, que bien puede haber sido muy importante, pero que ha concluido
antes de que tuviéramos noticias de él, en tanto que la improvisación es
el viaje mismo, en el que probablemente haremos más bien descubrimien-
tos pequeños que importantes, o incluso ningún descubrimiento, pero en el
cual todo lo que de hecho encontramos puede ser interesante o valioso.
Por esta misma razón es, lamentablemente para su poder de interesar al
público en nuestra cultura, un asunto arriesgado y por lo común los públicos
quieren seguridad y certidumbre. La presentación de un concierto o de una
ópera es, en términos generales, algo estrictamente predecible; por lo menos
en cuanto al quehacer de los músicos profesionales, hay pocas posibilidades
de que ·la actuación vaya francamente mal, y poco riesgo de que el oyente
4
Cornelius Cardew, «Towards an Ethic of Improvisation», Treatise Handhook,
Londres, Edition Peters, 1971, p. xviii.
Plus ~a change. .. 1'7t
no oiga lo que había ido a oír. Es comprensible que un público que paga
por su entrada a una función quiera que le den lo que paga; como con
cualquier producto que se pone en venta, de éste se esperan ciertas normas
de calidad, y eso es precisamente lo que no puede garantizar el músico que
improvisa. De ahí que la improvisación tienda a marchitarse en las condi-
ciones mercantiles de la vida musical moderna.
En este aspecto es interesante ver de qué manera, al mismo tiempo que
busca la seguridad de una calidad musical predecible, el público occidental
«clásico» se protege, al mismo tiempo, del aburrimiento generado por situa-
ciones de total certidumbre. Quizá los oyentes de música clásica occidental
no tengan la refinada discriminación de los indios o los africanos, digamos,
cuando se trata de diferencias de afinación o de ritmo, pero en cambio
han cultivado un oído increíblemente fino para las sutiles diferencias entre
intérpretes e interpretaciones de la misma partitura. La extensión de la
calidad vocal que supone, por ejemplo, la denominación de «soprano» es
realmente pequeña si se la compara incluso con la existente entre dos can-
tantes de jazz de alcance vocal similar; la diferencia de tono entre dos
instrumentistas que tocan el mismo pasaje, el número de duraciones posi-
bles que implica una negra impresa en un a/legro, la cantidad de posibles
maneras de tocar una determinada frase escrita, son otras tantas minucias
cuando se las compara con tales diferencias en otras culturas. Son éstas,
y muchas otras discriminaciones de este tipo, sumamente finas, las que
hacen la diferencia entre una interpretación de una partitura y otra, y
las que mantienén vivo entre los conocedores musicales de nuestra cultura
el interés por nuestros ya manoseados clásicos.
Pero el músico que improvisa intuye, aunque no llegue a expresarlo,
que el éxito sólo tiene significado cuando existe la posibilidad del fracaso.
La sucesión de interpretaciones competentes que no difieren más que en
menudos detalles, tal como se las encuadra en cualquiera de las grandes
salas de concierto del mundo cx;cidental, termina por producir -quizá ine-
vitablemente allí donde el público paga por tener calidad y quiere que
se la den- una dieta tan neutra e inocua como la que puede ofrecer
cualquier gran supermercado. Por ende, uno esperaría que la improvisación
floreciera únicamente en grupos comunitarios donde los músicos son cono-
cidos personales de sus oyentes, y éstos se hallan dispuestos a acompañar-
los en sus aventuras, por más insignificantes o arriesgadas que sean.
No tiene por qué sorprendernos el hecho de que los músicos occiden-
tales que van abandonando la partitura escrita para dedicarse a la música
improvisada (o libre, como muchos prefieren llamarla), y especialmente a
la improvisación en grupo, tiendan a tocar ya sea para ellos solos o para
grupos relativamente pequeños de oyentes sumamente fieles, y no esperen
gat1ar mucho dinero con sus actuaciones. Coi;no dije antes, son en buena
parte, pero no exclusivamente, los músicos de jazz quienes tienden a
formar una especie de subcomunidad dentro de la comunidad de los mú-
sicos y quienes se reúnen, más bien como amigos que como colegas profe-
sionales, a tocar juntos durante largas horas, en muchos casos más por el
sentimiento de la cosa compartida que por los sonidos, aunque éstos sean
180 Música. Sociedad. Educación
a menudo de gran belleza. Los grupos que tocan juntos durante cierto tiem-
po terminan por encontrar un estilo propio y por consolidar una empatía.
Atribuyen poca importancia a la habilidad técnica como tal; uno toca lo
mejor que puede, y se esfuerza más bien por cultivar la conciencia y la
empatía del grupo que su propio virtuosismo. «El entrenamiento sustituye
a los ensayos, y una parte esencial de este entrenamiento es cierta discipli-
na moral» 5 , dice Cardew, y enumera las virtudes que puede cultivar un
músico que improvisa (o mejor dicho, las virtudes que un músico puede
cultivar mediante la improvisación); simplicidad, integridad, generosidad,
autodominio, buena disposición (o sentimiento de alerta), identificación
con la naturaleza y aceptación de la muerte. · que transmitirse una noticia, y en último análisis es probable que una
John Lewis pasó revista a los diversos grupos que en 1972 tocaban
música libre en Londres en un artículo publicado en Time Out , donde
concluía:
Para · la mayoría de quienes partlClpan en grupos de música libre, la actividad
es seria e incluso vital para el bienestar de los participantes. Puede ser algo jubiloso
y que les infunde vigor, pero no es principalmente un entretenimiento, de modo que
quienes quieren ganarse la vida tocando tienen que recorrer una senda muy ardua.
Dependen de encontrar un público dispuesto a oírles sin ninguna necesidad de com-
promisos. Algunos grupos lo están consiguiendo, y el público que asiste a los talleres
va en aumento. Todo esto constituye una auténtica alternativa musical al establishment
de jazz, de rock y de música straight [clásica] 6•
El movimiento hacia la improvisación ha llegado incluso a tener sus propios
periódicos; en Londres, Microphone y Musics (ambos ya lamentablemente
difuntos) ofrecieron en su día un interesante foro para la comunicación
entre músicos que improvisan. El formato de estas revistas refleja la na-
turaleza y los ideales de la improvisación; son delgadas, baratas, mecano-
grafiadas y mimeografiadas, difíciles de leer, mal maquetadas, y el texto
consiste en buena medida en discusiones teológicas entre los músicos, que
en términos muy generales están de acuerdo. Pero también son estimulan-
tes, con ocasionales destellos intuitivos y planteos esclarecedores de la
situación; sobre todo, buscan a tientas la formulación de las cuestiones
esenciales dé la música occidental y de la sociedad occidental, y no se les
escapa fa íntima conexión que hay entre ambas. Tal como sucede con la
propia música, hay que estar preparado para hacer frente al aburrimiento e
incluso a la irritación, ló 'que se justifica por el valor de las vetas de oro
que aparecen en la mena. Como sucede con la improvisación, uno lo acepta
todo con agradecimiento, c_omootros tantos claros sig!fos de un senti-
miento de comunidad y de una vida emocional de la que carece nuestra
vida musical más aceptada.
Los músicos que improvisan están grabados por algunas empresas pe-
queñas, aunque la posición de la improvisación frente al disco es anómala.
5 Cornelius Cardew, ibid ., p. xvii.
6 John Lewis, «So What do you mant from Music - Security?», Time Out, diciem-
bre 14, 1972, pp. 38-40.
181
Plus ~a change...
Es obvio que una improvisación es efímera; la música muere tan pronto
como nace, y no se la puede repetir. Esta característica cambia una vez
que se la ha grabado, no sólo porque se ha fijado algo que no estaba
destinado a que lo fijaran, sino también porque se convierte una vez más
en un objeto como cualquier música compuesta, fijo en el tiempo y en el
espacio. Como qice Cardew.: «Documentos como una grabación en cinta
de una improvisación son esencialmente vacíos, ya que guardan principal-
mente la forma que algo asumió, y dan en el mejor de los casos un atisbo
indistinto de lo que fue el sentimiento, sin poder transmitir sentido alguno
del momento ni del lugar.» Pero después añade: «De alguna manera tiene
cinta sea tan adecuada como la transmisión verbal, y sin duda ni más ni
menos precisa» 7 •
Las formas que asume la música improvisada son muy diversas, y van
desde la improvisación completamente libre que depende simplemente de
la inspiración del momento, guiada sólo por la empatía que haya entre
los músicos (cosa que, a menos que éstos practiquen con asiduidad suma
las virtudes que enumera Cardew, degenera por lo común en una informe
«libertad para todos» en la que cada uno hace todo el ruido que puede,
· para alcanzar por lo menos a oírse), pasando por la improvisación guiada
por un plan general previa~ente acordado, hasta el uso de pautas visuales
o de instrucciones verbales cuyo propósito es estimular la imaginación de
los ejecutantes. Cabe más habilidad de la que uno podría imaginar en la
elaboración de esas pautas o instrucciones destinadas a proporcionar la
cantidad de estimulación adecuada, sin limitar en forma indebida la liber-
tad de acción del músico; y esta es una habilidad tanto social como pura-
mente musical. Pero, sea la que fuere la forma externa, el objetivo gene-
ralmente está claro, y es devolver a la música occidental su perdido carácter
comunitario, sustraerla a la hegemonía de los virtuosos -tanto los de la
plataforma de la sala de concierto como las del estudio del compositor-
para estimular la participación de todos los miembros de la comunidad,
en cualquier nivel de competencia que cada uno pueda tener. Al compositor
se le considera .en general, .en el mejor de los casos, como algo pasado de
moda, y muchos músicos consideran incluso que la existencia de una única
persona que dé instrucciones a otras es álgo políticamente indeseable y,
llevado al extremo, un ejemplo de colonialismo.
Está claro que de hecho la ética de la improvisación, con su libertad
frente a las restricciones de la armonía y del contrapunto, lo mismo que
de la necesidad de un cultivo intenso de la habilidad instrumental y de
un ~tricto respeto a la partitura escrita, está políticamente muy próxima
al anarquismo, en su verdadero sentido y no en el que le atribuye la
prensa popular. Es probable que una situación en la cual se pueda confiar
en que todos los individuos, sin estar obligados a reglas, contribuyan libre-
mente al bien común sólo se puede· realizar, no menos en el nivel musical
que en el . social, entre grupos pequeños de personas que se conocen, se
7 Cornelius Cardew, op. cit., p. xvii.
182 Música. Sociedad. Educación Plus 1;achange... 183

entienden y se respetan entre sí. Es, sin embargo, un noble ideal y, tras fructíferas porque se refieren a cuestiones nuevas. Antes de pasar a con-
haberme entregado durante cierto tiempo a la improvisación en grupo siderarlas, echemos una mirada a la educación de los niños tal como se la
puedo dar testimonio de su poder para liberar aspectos de la musicalidad practica actualmente en nuestra sociedad, de manera muy semejante a como
y del sentido de la responsabilidad musical de cada uno de una manera examinamos, en el capítulo 1, la práctica de la música. Entiendo que si
en que no puede lograrlo ninguna otra actividad musical. He tenido la queremos encontrar alguna salida para la difícil situación que aflige no
suerte de tropezar con experiencias musicales de un poder y de una belleza menos a nuestra sociedad y a nuestra música que a nuestro sistema de
de una especie totalmente diferente de lo que es escuchar, interpretar o educación, enfocar el problema de una manera nueva no sólo es posible ,
incluso crear música compuesta; el grado de compromiso es muy diferente, sino necesario.
como cabe esperar de la exploración recíproca y afectuosa de las personali-
dades musicales de los componentes (no olvidemos que en los grupos de
músicos que improvisan, lo mismo que en las familias muy unidas, las ren-
cillas son frecuentes). Cardew no exagera al describir la experiencia como
erótica; nada tiene de asombroso que grabaciones y transmisiones no pue-
dan dar más que una imagen pálida y borrosa de la vivencia de la música
improvisada, incluso con el mejor y más íntimamente trabado de los grupos
de ejecutantes.
Pero la experiencia de la improvisación, válida y valiosa como es, no
puede ser más que parcial. Frente .a esa experiencia occidental que es
nuestra herencia, y de la cual, por más que lo intentemos, no podemos
desprendernos, la improvisación, como el anarquismo, como la huida ante
la tecnología, no es una trascendencia sino una escapatoria . La improvisa-
ción es y debe ser un elemento esencial de la experiencia de todos los
músicos, y hasta quizá de todos los hombres, pero no puede ser más que un
remedio parcial para la enfermedad de nuestra cultura musical. Creo que es
posible encontrar una respuesta más amplia, a la cual puede contribuir la
ética de la improvisación, no menos que nuestra experiencia de otras mú-
sicas (vistas dentro de la totalidad de su propio marco social, y no como
una mera fuente de recursos técnicos nuevos) y lo mismo que nuestras
observaciones sobre la naturaleza de la música clásica de Occidente y de
la revuelta contra la dominación de la visión científica del mundo, tal como
se revela en la múska de nuestro siglo.
En esta mezcla de ideas, que hasta ahora sólo he ido tocando de paso,
hay un ingrediente más, que son los procesos de la educación. Las melan-
cólicas experiencias de las dos últimas décadas han frustrado continuamente
los pronósticos optimistas de los entusiastas que creyeron que la respuesta
a los problemas de nuestra sociedad la tenían las escuelas. Sin embargo, el
ánimo de desesperanza proyocado en tantos educadores de hoy por esta
demostración universal y abrumadora de fracaso es tan injustificado como
el anterior exceso de optimismo, puesto que las razones del fracaso no son
inherentes a la idea misma de educación, sino a la práctica de la educación
tal como se la concibe en forma más o menos universal en toda la cultura
de Occidente, una práctica que se basa en una concepción fundamentalmen-
te errónea -casi ·se podría decir una fantasía- de la naturaleza del cono-
cimiento y de las maneras en que se produce el aprendizaje. A partir de
todo lo que ya llevamos dicho en este libro, podemos empezar a buscar
un nuevo enfoque de la educación y de los supuestos sobre los cuales ésta
se basa, un nuevo conjunto de respuestas tentativas, que son potencialmente
 Capítulo8
Los niños como consumidores

El punto donde se aproximan en forma más significativa los dos con-

ceptos gemelos .de la relación productor-consumidor y del conocimiento
como algo esencialmente externo a quien conoce y aparte de él, se en-
cuentra en el campo de la educación; o mejor dicho, y para usar la valiosa
diferenciación de I ván Illich, en el de la escolarización, ya que escolarización
y educación no son en modo alguno sinónimos; contrariamente a la supo-
sición popular, para educarse no es necesario ir a la escuela, e inversamente,
ir a la eséuela no le imparte necesariamente a nadie una educación, algo
de lo cual pueden dar testimonio miles de alumnos y ex alumnos frustra-
dos. Como señala Illich, la escolarización no sólo es esencialmente un
bien de consumo que una comunidad compra para beneficio de sus miem-
bros más jóvenes (e incluso las sociedades más ricas están empezando a
descubrir que el precio es mayor de lo que pueden permitirse), sino que
además, los proveedores de esta mercancía están en una situación de mo-
nopolistas: quienes la reciben no tienen otra alternativa que aceptar lo que
se les ofrece. De la misma manera que cualquier otro proveedor monopo-
lista intentará disfrazar la falta de una verdadera opción dando al producto
una serie de marcas que parecen diferentes, también el sistema occidental
de escolarización ofrece diferentes marcas que son, en todo lo esencial, el
'í
r( mismo producto. En Inglaterra estas marcas reciben los nombres de escuela
pública, independiente, preparatoria, global, secundaria de tipo clásico y de
orientacjón profesional, pero lo que ofrecen es siempre lo mismo: un cono-
i.~:, cimiento de confección que se le da al alumno para que lo consuma, porque
se le considera incapaz de crearlo por sí mismo. Viene dispuesto en paque-
tes que se llaman cursos, cada uno de los cuales tiene un índice del con-

"
tenido ,que es el programa, y -lo mismo que los regalos que vienen con
el rótulo de «No abrir hasta Navidad»- sólo se los puede abrir en el aula
y en presencia de un maestro, y eso solamente una vez que el alumno
demuestre que ya antes ha consumido el contenido de otros paquetes más

I
.
simples.
185

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186 Música. Sociedad. Educación
Las críticas de Illich no se limitan al campo de la educación; lo que
a él le préocupa es que todos los servicios sociales están sufriendo los
mismos procesos. La salud se convierte en el dominio exclusivo de los mé-
dicos, la atención comunitaria de los asistentes sociales, y así sucesiva-
mente, y él comenta, con razón, cómo la profesionalización de estos ser-
vicios está socavando la capacidad del individuo para valerse por sí mismo
o para ayudar a su prójimo (enunciados con esta severidad, puede parecer
que estos comentarios provengan de la derecha loca *, pero lo que preocupa
a Illich es el restablecimiento de la responsabilidad comunitaria, o lo que
él llama conviviality [ «alegre compañerismo»]). Illich es, también , más
cauto que muchos de sus entusiastas partidarios de la desescolarización
en lo que toca al monopolio escolar de la educación:
La desinstitucionalización precipitada y acrítica de la escuela podría conducir a una
lucha de todos contra todos en la producción y el consumo de un conocimiento más
vulgar, adquirido con miras a la utilidad inmediata o el eventual prestigio. El descré-
dito de los complejos paquetes que a modo de planes de estudio produce la escuela
sería una · victoria hueca si no se desautoriza simultáneamente la idea misma de
que el conocimiento es más valioso porque se lo sirve en paquetes certificados, adqui-
riéndolo de un acervo mitológico de conocimiento, controlado por guardianés profe-
sionales. Creo que sólo la participación real constituye un aprendizaje socialmente
valioso, una participación del que aprende en todas las etapas del proceso de apren-
dizaje, incluyendo no sólo una libre elección de qué es lo que se ha de aprender
y cómo se lo ha de aprender, sino también la libre determinación, por parte de cada
uno de los que aprenden, de sus propias razones para vivir y aprender, es decir, del
papel que sus conocimientos han de desempeñar en su vida t.
Los efectos de la escolarización profesionalizada y monopolista se pueden
ver tanto en el rostro preocupado de los alumnos que terminan la escuela
secundaria clásica como en las estadísticas de novilleros, y tanto los alum-
nos «inteligentes» como los «obtusos» dejan la escuela, a la edad que sea,
convencidos de que el verdadero conocimiento lo da la escuela y solamente
la escuela, y de que los exámenes y certificados son elementos esenciales
en la obtención de ese conocimiento. En este aspecto, la única diferencia
entre los «inteligentes» y los «obtusos» es que los primeros se creen capa-
ces de obtener el tal conocimiento, mientras que a los otros los han conven-
cido de que no lo son; en tanto que los unos tienen éxito en la escuela y los
otros fracasan, a ambos grupos los une el hecho de que ninguno cuenta
con el vocabulario (es decir, con el equipamiento conceptual) necesario para
cuestionar los supuestos y los criterios en función de los cuales así se los
rotula. (Que esto sigue siendo válido aun en los escalones superiores de
la profesión de enseñante queda ilustrado por la reprimenda que hace unos
años dio el presidente de una comisión examinadora británica a quienes
* Lo que en 1976, al escribir este libro, llamaba yo «la derecha loca» se ha con-
vertido a lo largo de estos años, en muchos países y especialmente en el Reino Unido,
en ortodoxia política . [N. del A.]
1 Iván Illich, After Deschooling, What?, Londres, Writers' and Readers' Publishing
Corporation, 1974, p. 14.
Los niños como consumidores 187
criticaban el sistema de exámenes; debían recordar, les dijo, . que a ese
mismo sistema debían ellos el hecho de tener un trabajo interesante o bien
pagado. ¡La cerrazón del círculo se mantiene!)
A esta altura, el lector experimentado empezará a darse cuenta de que
está entrando en territorio familiar: no solamente el de Illich, sino el de
tan elocuentes críticos ·de los conceptos actuales de la educación como
Paul Goodman, Everett Reimer, Jules Henry, Edwin Masan, Postman y
Weingartner, y muchos otros 2 , y tendrá toda la razón. Pero mi intención
aquí no es volver a expresar lo que ya antes se ha dicho, y mucho mejor
de lo que yo podría decirlo, sino más bien volver a interpretar, a la luz de
nuestras investigaciones sobre la naturaleza y la función de la música. en
esta y en otras sociedades, las críticas formuladas por estos autores. Empe-
cemos por examinar algunos de los supuestos subyacentes en el sistema
de escolarización al cual se encuentran hoy sometidos casi todos los jóvenes
del mundo industrializado, para después mirar más de cerca la educación
musical tal como hoy se la practica, y ver de qué manera se relacionan
estos supuestos con la visión general del mundo del hombre occidental.
La idea del conocimiento como entidad independiente, es decir, como
algo que existe fuera de cualquiera que conozca e independientemente de
que alguien lo conozca o no, traspasa de un extremo al otro la totalidad
de nuestro sistema de escolarización. Ya hemos visto reiteradas veces cómo
esta idea era esencial para que la ciencia occidental pudiera emprender su
tarea de colonización del universo físico; ahora vemos que determina la
naturaleza toda del proceso de escolarización. Así como en la ciencia se
ignora el factor vivencia!, lo mismo sucede con la escolarización; el maestro
o_maestra se ve obligado a transmitir a sus alumnos, en la mayor medida
que pueda, este cuerpo de información abstracto, sin considerar para nada
la calidad de la experiencia que, al hacerlo, inflige a sus alumnos. Con esto
no quiero decir que la mayoría de los maestros no sean fundamentalmen-
te gentes humanas y sensibles, que de ningún modo infligirían gratuita-
mente experiencias desagradables a sus alumnos; se trata simplemente de
que cuando se ven obligados a escoger entre la calidad de la vivencia
actual de sus alumnos y la certeza de que éstós asimilen la información
que se considera necesaria para su beneficio futuro (es decir, para tener
éxito en los exámenes), elegirán inevitablemente esta última; es más, no
tienen otra opción que hacerlo así. La monotonía general de la mayoría
de los ámbitos escolares -especialmente en las escuelas secundarias, y en
2 Véase, por ejemplo:
Paul Goodman, Compulsory Miseducation, Nueva York, Horizon Books, 1962, y
Hardmonsworth, Penguin Books, 1971.
Everett Reimer, Scbool is Dead: An Essay in Alternatives in Education, Hard-
monsworth, Penguin Books, 1971.
Jules Henry, Culture Against Man, Nueva York, Random House, 1963, y Hard-
monsworth, Penguin Books, 1972.
Jules Henry, Essays in Education, Hardmonsworth, Penguin Books, 1971.
Edwin Mason, Collaborative Learning, Londres, Ward Lock Educational , 1970.
Neil Postman y Charles Weingartner, Teaching as a Subversive Activity, Nueva
York, Delacorte Press, 1969, y Hardmonsworth, Penguin Books, 1971.
 188 Música. Sociedad. Educación
mayor medida aún en la educación superior, por lo menos fuera del sector
privilegiado de las universidades «de moda»- es un elocuente testimonio
de la falta de interés por la experiencia en la búsqueda del conocimiento
abstracto. No hay ningún niño, por lo menos después de sus primeros
años en la escuela (aunque se ha de reconocer el mérito de muchas escuelas
primarias, con sus valientes intentos de contrarrestar esta situación) que
realmente espere que la escuela sea una experiencia placentera; y si resulta
serlo, lo considera -y con toda razón- como pura buena suerte. Ya le
han hecho entender que el tratamiento al cual lo someten es por su bien
en aras de alguna ventaja futura, y además vagamente definida, que para
la mayoría de los alumnos sigue siendo eternamente inalcanzable. El sueño
imposible de nuestra cultura -la promesa de satisfacciones futuras a cam-
bio de la renuncia al placer presente- se imprime muy precozmente en la
mentalidad de los niños; así, ya se tiene una nueva generación condicionada
por [y para] la filosofía industrial. Uno se pregunta cuánto conseguiría
sobrevivir semejante filosofía si la escuela llegase a proporcionar a todos
la oportunidad de crear, no menos que de consumir conocimientos, con
lo que ella misma se convertiría en una experiencia satisfactoria.
Con frecuencia se ha señalado que la propia estructura física del aula
escolar ortodoxa (tan parecida a la de la sala de conciertos ortodoxa, con
sus hileras de pupitres que miran hacia el encerado y el maestro, con lo
que la interacción sólo es posible entre maestro y alumno, pero jamás entre
alumno y alumno) ya deja en claro desde antes de que se haya pronunciado
una sola palabra cuál es la dirección de la cual ha de provenir el conoci-
miento (y con frecuencia al conocimiento que se transmite de un alumno
a otro se le pone el rótulo de «trampa»). Los textos, los encerados y la
mayor parte de lo que se ha dado en llamar tecnología educacional sirven
para confirmar a los alumnos en su condición de consumidores de conoci-
. miento, lo mismo que los exámenes, que manifiesta o encubiertamente,
constituyen el norte del aprendizaje. El aislamiento físico de la escuela,
y del aula dentro de la escuela, revela también en forma metafórica el
carácter remoto -en relación con la vida real de los alumnos- de la
mayor parte de lo que se espera que éstos aprendan.
Me he referido ya a la fragmentación de la vida en la sociedad occiden-
tal; la escuela produce su propia variedad de fragmentación, en la forma
de asignaturas, como también en la fragmentación del día escolar, durante
el cual al alumno se lo lleva pasivamente de un aula a otra para que durante
lapsos de cuarenta o cuarenta y cinco minutos vaya absorbiendo, una tras
otra, las raciones de ciencia que fluyen de las diversas · «ramas del conoci-
miento». Por supuesto, no se discute que todo el mundo sabe muchas cosas,
y que alguna división acordada de este conocimiento sirve para que los
procesos de la interacción sean más manejables. Pero las «asignaturas»
convencionales representan sólo una manera posible de dividir la realidad;
pueden existir otras que las corten en ángulo recto o, a decir verdad, en
cualquier otro ángulo. Se puede estudiar una ciudad, por ejemplo, y en
este único tema hacer converger, unidas indisolublemente, a la historia,
la geografía, sismología, heráldica, música, arquitectura, nutrición y docenas
Los niños como consumidores 189
de otras disciplinas entre las cuales no hay más vínculo que la humana
pasión por el conocimiento. La naturaleza, en todo caso, no favorece las
categorías demasiado tajantemente definidas; no hay una diferenciación
tan clara entre un árbol y un arbusto, entre unos pelos en el mentón y una
barba. Estas diferencias sólo existen en nuestra mente, como subdivisiones
cómodas de usar. Sin embargo, la escuela, lo mismo que nuestra sociedad
como tal, basa su práctica en el supuesto de que estas subdivisiones son
algo inherente a la estructura de la realidad externa, un supuesto que no
tiene en cuenta el hecho de que sus límites están cambiando constantemen-
te, y se mantienen tercamente indertos si uno intenta definirlos en forma
precisa. Incluso la música, gue tan claramente nos parece posible definir
como materia, tiene un significado muy diferente, como ya hemos visto,
en Bali o en el Africa negra del que tiene en la Europa de la modernidad;
hemos visto cómo la palabra «música» ni siquiera existe en swahili, a tal
punto es amplio el concepto. Un escolástico medieval la definiría de
manera diferente que un compositor occidental moderno, y estamos viendo
cómo hoy el concepto de música, y no solamente en cuanto arte musical
occidental, sino en cuanto actividad social, va cambiando rápidamente en
nuestra cultura actual. También aquí siguen apareciendo materias o temas
nuevos, que o bien se superponen con los dominios de otros ya existentes,
o enfocan y dividen la realidad externa desde otro ángulo; ¿a quién, se
pregunta uno, se le habría ocurrido hace cien años pensar en la fenome-
nología o la semiología (por más que los fenómenos y los signos hayan
estado siempre entre nosotros), o en híbridos tales como la biología mo-
lecular, la psicolingüística, la etnomusicología, los rock musicals o los
mixed-media happenings?
Esta incertidumbre, esta imprecisión de los límites, este carácter cam-
biante, se dan porque, así como los objetos de nuestro conocimiento están
fuera de nosotros, nuestro conocimiento de ellos está dentro de nosotros;
el conocimiento no puede, pues, existir sin alguien que conozca, y de hecho
se puede decir que es una relación entre el cognoscente y lo conocido. De
la misma manera, las divisiones del conocimiento están dentro de nosotros,
y por eso, dada la naturaleza de la mente humana, sus límites son impre-
cisos. Y es precisamente en los bordes inciertos de estas subdivisiones con-
venientes que llamamos asignaturas [ o materias o disciplinas] donde pueden
tener lugar las especulaciones y conjeturas más interesantes y más fecun-
das, que ·son precisamente las que quedan excluidas por la imposición
rígida de fronteras entre las asignaturas, característica de nuestros empeños
educacionales. ¿Quién habría pensado, por ejemplo, en asociar los descu-
brimientos de un largo viaje por mar con las especulaciones sobre la pobla-
ción de un pastor anglicano del siglo xvm {leídas, decía Darwin, «por
entretenimiento») para producir una teoría del mecanismo de la evolución
de los seres vivos? ¿O quién podría haber imaginado que · el intento, por
parte de un grupo de aficionados florentinos, de reconstruir las represen-
taciones del antiguo teatro griego habi;ía de producir, en su encuentro
con el estilo musical de fines del siglo XVI, úna forma artística que habría
de dominar durante tres siglos la vida musical europea?
190 Música. Sociedad. Educación
El signo externo y visible de la asignatura es .el programa, una especie
de índice que establece lo que se le exige aprender al estudiante, y sobre
lo cual versará el examen. Eso es, por lo menos, lo que el programa pre-
tende ser, aunque en la práctica significa con igual eficacia una restricción
del aprendizaje, porque todo lo que está fuera del programa no será materia
de examen y, por ende, no vale la pena enseñarlo. El programa reduce la
visión que el estudiante tiene del conocimiento, y lo priva precisamente
de esos territorios imprecisos y limítrofes de las materias, que son los más
interesantes y los más gratificantes si, de hecho, le permiten llegar a ente-
rarse de su existencia. Cuando se piensa en una escuela, un college o una
universidad, y en los recursos de capacidad, conocimiento y experiencia
con que tal institución cuenta (y que no son más que una mínima fracción
del acopio de capacidad y conocimiento que es posible obtener de la co-
munidad ), uno lamenta que de todo este caudal sólo una mínima parte,
arbitrariamente elegida, sea accesible a los estudiantes, tomados individual-
mente; el resto, aun si el estudiante llega a tener noticia de su existencia,
queda fuera de su alcance a causa de las exigencias de los programas de
estudio y de los exámenes.
Los llamados cursos interdisciplinarios, formados por fragiµentos toma-
dos de diferentes materias para organizar con ellos un programa nuevo,
constituyen una .respuesta cada vez más popular a este problema. Pero un
programa nuevo no hace más que definir una materia nueva, y una vez
más el estudiante se encuentra limitado a una postura que no es la suya,
tal vez diferente de la antigua, pero no menos rígida. Lo que sigue faltando
es la libertad para establecer cada uno sus propias conexiones y su propia
asignatura, que coincida con sus propios intereses y necesidades. A veces,
soñando despierto, me imaginaba que la institución donde trabajaba, con
su espléndida diversidad de posibilidades, que van desde ser cocinero/ a
profesional a bibliotecario, desde estudiar música a profundizar en la po-
lítica de los países latinoamericanos, desde aprender fotografía hasta inglés
como lengua extranjera, se pudiera abrir sin restricciones a los estudiantes,
sin otra consigna que «He aquí lo que tenemos: usadlo». Pero, ¡ay! En-
tonces, ¿quiénes examinarían, cómo podríamos graduarnos, qué organismo
nos daría un certificado que nos capacite para enseñar; con notas que espe-
cifiquen claramente cuál es nuestro nivel, y sobre qué base nos darían el tal
certificado? La visión, evidentemente irrealizable en las condiciones actua-
les, se desvanece, pero no por eso queda desterrada ...
Otro rasgo indeseable de los programas es la inercia; es prácticamente
imposible organizar un programa que de antemano dé margen para los
avances en el conocimiento, si se producen, o para la evolución de las
artes o -y esto es lo más invalidante- para la experiencia creciente del
maestro. Este último punto se relaciona de forma vital con la ideología
que fundamenta la organización de un programa; su propósito es estanda-
rizar lo que se aprende en un aula y otra, en una y otra institución, en
un grupo de alumnos y en otro, y lo que enseñan los distintos maestros;
de hecho, eliminar en la medida de lo posible los elementos esencialmente
humanos de la situación. El programa hace que los maestros sean intercam-
Los niños como consumidores 191
biables, siempre y cuando cada uno de ellos tenga a su disposición la infor-
mación abstracta que se requiere, y que también lo sean los alumnos. Hace
de maestros y alumnos elementos tan intercambiables como son los obreros
en la línea de montaje, e incluso como las partes de los productos que
montan.
El programa se organiza sobre la base de una progresión lineal y lógica,
en la que cada detalle de la información procede del anterior, de una
manera que de hecho tiene muy poca relación con la manera en que real-
menet aprendemos. Nuestro modo natural de aprender si estamos librados
a nosotros mismos se parece mucho más a un sistema reticular o a la forma
en que se arma un rompecabezas que a una sucesión rectilínea. Cuando
llegué por primera vez a Londres, empecé -como corresponde a un
hombre de las colonias- por Earl's Court, el centro de los apartamentos-
estudios de la metrópolis. La primera mañana que pasé en la ciudad, fui
con el metro hasta Piccadilly Circus, recorrí un poco la zona y volví a
mi base en autobús. Los dos barrios diferentes que ya había explorado
estaban conectados por el viaje en autobús, con ayuda de un mapa calle-
jero (es decir, una exploración personal ayudada por información recibida),
de modo que mi mapa mental de Londres consistía, en aquella etapa, en
dos zonas unidas por una línea. Posteriormente otro viaje en metro, esta
vez a Hampstead, añadió un nuevo elemento, que no se vinculó con las
áreas ya exploradas hasta que volví a visitarlas, esta vez en el coche
de un conocido. Así, poco a poco, se fue construyendo mi mapa mental de
Londres. De hecho necesité varios años para poder situar en ese mapa
todas las zonas importantes, e incluso ahora algunas son un poco vagas.
Pero el mapa se fue construyendo durante mis propios viajes, en un orden
que podría parecer aleatorio, pero que de hecho estaba íntimamente rela-
cionado con mis necesidades de amistad, trabajo y diversión, con la lógica
esencial de mi experiencia. Y además, el conocimiento se fue concretando
cuando y a medida que yo lo necesitaba, no cuando alguien pensaba que
ya estaba preparado para recibirlo.
Si continuamos con la metáfora geográfica, podríamos describir un
programa como una visita guiada de una zona, en tanto que el plan de
'estudios, es decir, la totalidad de todo aquello que se espera que aprenda
un alumno· en los años que pasa en la escuela, es la visita guiada de todo
un territorio, para la cual se designan expertos, encargados de guiar a los
alumnos en grupos. El problema con los expertos es, naturalmente, que
cada uno de ellos tiene una visión del mundo que no va más allá de su
propia especialidad; cada uno de ellos, al acercarse al terreno, va en busca
de aquellos rasgos que le interesan y no tiene ojos para nada más. Mira
los ríos, las sabanas, las gargantas y los desiertos sin ver en ellos, aparte
la del rendimiento, ninguna otra posibilidad. No puede permitir que nada
más le llame la atención ni lo seduzca, ya sea por hermoso, espectacular o
sobrecogedor; todo lo que no se relaciona directamente con lo que él busca
no. merece consideración. Aquí, una vez más, se vuelve a ver con toda
claridad que el conocimiento es tanto función del que conoce como de lo
conocido, ya que aunque el terreno tiene una existencia real, lo que este
192 Música. Sociedad. Educación Los niños como consumidores 19.3

experto sabe de él será distinto de lo que saben los expertos en otras cosas, rentes. Desde el punto de vista de la enseñanza, lo obvio es decir bueno, queremos
que mirarán el mismo terreno en busca de algo diferente según que sean encontrar cuál es el camino óptimo para un niño determinado en un momento preciso.
No sabemos cómo hacerlo, porque no somos omniscientes, pero una de las maneras
ganaderos, quizá, o mineros que andan en procura de metales, o coloni- ,;ealmente prácticas de resolver el asunto es dejar libertad de opción al propio niño 3•
zadores que buscan dónde asentar una ciudad nueva . Cada uno de ellos
sólo verá el paisaje a través del lente de su propia condición de experto,
Finalmente, un programa da por supuesta la existencia de algún tipo de
cada uno sólo buscará en el paisaje lo que a él le interesa obtener. Ninguno
medida o estándar absoluto del mérito, externo a cualquier alumno, y me-
verá el terreno en su totalidad.
El plan de estudios especifica la naturaleza de la visita guiada, y diante el cual se han de evaluar todos sus logros. No estamos del todo
seguros de lo que se supone que sea el tal estándar, como tampoco podemos
decide cuáles son los expertos que actuarán . como guías. A los alumnos
definir las coordenadas de la grandeza musical, pero la base de nuestra
se los conduce en rebaño de un lado a otro; se les muestran los pozos de
educación está constituida por el supuesto de que esos estándares existen.
petróleo, las regiones ganaderas, las ciudades, sin preguntarles si eso les
El sistema estatal británico de exámenes públicos, lo mismo que los de las
interesa o no; se les empuja a seguir, implacablemente, con el resto de
universidades y otras instituciones, no sólo reconoce la posibilidad de
grupo, independientemente de que hayan asimilado o no la información
aprobar o aplazar, sino también la existencia de hasta una media docena
o de que tal vez desearan detenerse algo más sobre un punto que les ha
de posibilidades de calificación entre quienes aprueban. Hoy por hoy se
llamado la atención o movilizado la imaginación. Hasta puede ser que les
habla mucho, y con mucha preocupación, de que el nivel de los estándares
señalen la belleza de tal o cual aspecto del paisaje -si es que queda tiempo
está bajando; quizá fuera más realista que nos preocupáramos de la rela-
después de haberse ocupado de cosas más importantes-, pero jamás se
ción de esas normas que establecemos con el mundo real del alumno. La
les permíte vagabundear un poco por él y descubrir lo que a ellos les
idea de estándares o normas es, por supuesto, una consecuencia natural
parece hermoso, o ir en busca de su propio posible filón. A todos los
de ese concepto abstracto del conocimiento con que hemos tropezado a ,
llevan por el mismo camino en la misma dirección, y de tanto andarlo ,
cada paso en nuestra investigación, y que se oculta tras la construcción de
tanto se gasta el camino que ya parece que lo hubiera puesto allí el mismo
un programa; son una medida del grado de asimilación de conocimiento por
Dios. A nadie se le permite apartarse de él para ir a ver nada interesante,
el alumno. Se considera que el maestro es quien posee el conocimiento,
y una vez terminada la visita se les exige a todos que demuestren que
en tanto ·que el alumno lo necesita, y si quiere obtenerlo debe avenirse
han visto las mismas cosas al mismo tiempo y desde el mismo punto
a los términos que le plantea el maestro (o mejor dicho, la institución
de vista.
Pero, por más cuidadosamente planeada que haya sido la visita, por docente); jamás se tiene en cuenta la probabilidad de que sea capaz de
obtenerlo por sí mismo, y mucho menos de crearlo. La transacción es,
más expertos que sean quienes la idearon, contando para ello con las
pues, unidireccional, y además es unidimensional, puesto que se espera
mejores investigaciones y las más recientes, es imposible que pueda re-
que la relación entre maestro y alumno se limite a esta única transacción
sultar una fuente de experiencia útil para todos. Cada vida tiene su propia
de conocimiento abstracto. Fuera de la escuela, el alumno no tiene derecho
lógica, su propio fondo de vivencias y de analogías, y no hay dirección
a ningún conocimiento del maestro ni de la vida de éste . Que esta unidi-
externa que pueda sustituir a la lógica interna de esa experiencia. Como
mensionalidad resulte muy a menudo insostenible, especialmente en las
bien lo sabe cualquier viajero con experiencia, una visita guiada no es
comunidades pequeñas, es un homenaje al poder del impulso lmmano hacia
manera de descubrir la mejor forma de sobrevivir en un país extranjero,
una relación más plena, ,per_o la mirada de tímido entendimiento con que
y mejorar la organización de la visita equivale a hacer que el viajero sea
saludan sus alumnos a un maestro o maestra joven cuando lo ven por la
aún menos capaz de cuidarse solo. Esto es válido incluso para 1as materias
calle corí un amigo del sexo opuesto da testimonio del hecho de que se
-como las matemáticas- referidas a relaciones lógicas. David Hawkins
trata de un conocimiento esencialmente clandestino y ajeno a las relaciones
lo expresó en términos menos metafóricos:
que deben existir entre maestro y alumno . Por lo que se refiere al sistema,
El aprendizaje no tiene ninguna relación íntima ni estrecha con la organización no se supone que los maestros tengan vida privada, ni siquiera emociones,
lógica. El orden en que los niños llegan a entender un modelo lógico no es siguiendo y a cualquier manifestación emocional se la considera -con razón, dentro
desde el comienzo ese orden lógico... Todos coincidimos en que hay un cuerpo de del contexto- como una demostración de debilidad. A la inversa, la ma-
ideas y proposiciones interconectadas que llamamos matemáticas. Nadie lo ha puesto yoría de los maestros poco saben, y poco les importa, de la vida de los
jamás por escrito en su totalidad , pero está ahí, todo él; todas las relaciones lógicas niños fuera de ,la escuela, a· menos que esa vida tenga características que
que existen entre todas las ideas de ese dominio que acordamos llamar matemáticas. obstaculicen el proceso de escolarización; y entre ellos, la admirable minoría
Entre ellas no hay ningún orden lineal. Están conectadas formando una especie que se interesa activamente se ven, por lo común, obligados a hacerlo sin
de red complejísima, y uno puede abrirse paso entre sus mallas siguiendo millares de
senderos, según cuáles sean su disposición enese momento, su comprensión, su reper- 3 David Hawkins, «How to Plan .for Spontaneity», en Charles E. Silberman (ed.),
torio de analogías y sus intereses. Se puede penetrar en ella de muchas maneras dife- The Open Classroom Reader, Nueva York, Vintage Books, 1973, p. 501.
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Música. Sociedad. Educación
ningún tipo de apoyo de la escuela. El nivel rígidamente intelectual en
que se espera que se mantenga la escuela es un signo más de la fragmen-
tación de la vida en nuestra sociedad. En la medida en que en la escuela
se presta alguna atención a las emociones, se las trata como algo peligroso
en el peor de los casos, molesto en el mejor, pero se las ve siempre como
algo que hay que mantener bajo control.
En su excelente y agudo libro T eaching as a Subversive Activity 4 (La
enseñanza como actividad subversiva), los autores se divierten, un tanto
cínicamente, con las metáforas que usan los maestros (quizá no siempre
conscientemente) para caracterizar su función; está el «Farolero», deseoso
de disipar con su luz las tinieblas mentales; el «Jardinero», que quiere
cultivar la mente de sus alumnos, el «Director de personal», que intenta
imprimirles dinamismo y eficiencia; el «Cultivador del músculo», el «Al-
farero», el «Dietista», el que «llena huecos» y el «Constructor». Todas
estas metáforas tienen en común una cosa: se derivan del modelo de co-
nocimiento abstracto y científico, y suponen, por consiguiente, que las
mentes jóvenes constituyen un material pasivo que hay que trabajar, ali-
mentar, llenar, modelar y hacer crecer. Las metáforas pueden variar, pero
el supuesto básico sigue siendo el mismo; los alumnos son el objeto~ajeno
del experimento científico, sobre el cual hay que operar. La naturaleza
toda, e incluso la existencia misma de la industria de la investigación
educacional se articula sobre este supuesto, puesto que si esas jóvenes
mentes son en verdad un material tan pasivo, de ello se sigue que es
necesario que las entendamos, de la misma manera que es necesario que
entendamos el átomo o el cromosoma (y por los mismos métodos) para
poder manipularlos con más eficacia. El problema -y la forma de encarar
su solución- es esencialmente el mismo en todos estos casos. La mayor
parte de la investigación en el campo educacional, y los métodos que de
ella se derivan, tratan a los niños exactamente de esa manera, y como
objeto-ajeno, de un niño no se espera que comprenda en modo. alguno los
procesos que se le imponen (en todo caso, la jerga en que se formulan
las investigaciones y la metodología de la enseñanza le impedirán eficaz-
mente que los entienda). Lo que se espera es que se someta pasiva y
confiadamente a lo que ·se hace por él -o á lo que se le hace-- y que
se crea que todo eso es, en última instancia, por su propio bien. Creo
que esta es la base de la desconfianza de Illich hacia «los complejos pa-
quetes que a modo de planes de estudio producen las escuelas». El hecho
de que -frente a su manifiesta incapacidad de ayudar a nadie más que
a quienes probablemente son del todo capaces de ayudarse a sí mismos-
instamos en desarrollar tales planes de estudio, por más impecablemente
que estén respaldados por la investigación educacional, o asistidos por una
costosa tecnología de la educación, es un sorprendente tributo al poder de
confundirnos del modelo científico del ·conocimiento, y de la relación
entre enseñante y enseñado; pero no hace más que reflejar la forma en
que sociólogos y psicólogos, enfrentados con su propia incapacidad de
4
Neil Postman, y Charles Wcingartner, op. cit., p. 86.
19j
Los niños como consumidores
ofrecernos ninguna intuición que nos sirva para nada en nuestra vida per-
sonal, social o política, persisten en sus esfuerzos de entender la naturaleza
de la mente humana valiéndose de medios totalmente inadecuados.
El fallo básico del modelo abstracto del conocimiento -es decir, del
conocimiento divorciado de la experiencia- es que no importa lo que
hagamos, los alumnos, como todos los seres humanos, seguirán teniendo
experiencias, y no podemos impedírselo; parece ridículamente obvio, pero
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debemos reconocer que si no tienen la experiencia de una cosa, la tendrán
de otra. No podemos detener los procesos de la experiencia, y sin embargo,
la escuela parece expresamente pensada para hacerlo. En una escuela, a
los alumnos se les aparta de su experiencia del mundo (que ya a los cinco
años es considerable) y se les limita a la del mundo hermético del aula y
f. del patio de recreo. Si tienen éxito en la escuela, incluso es posible que
aprendan mucho sobre el mundo, pero con o sin éxito; la experiencia que
!
tienen de él se resiente gravemente; hemos producido una generación
que tiene más conocimiento del mundo, y menos experiencia de él, que qui-
zá ninguna otra en la historia humana.
«Hemos producido ... » ¿Cuántas veces no oímos hablar de adultos que
•/i¡ triunfan (o que fracasan) como «productos» de cierta escuela o de alguna
otra institución? La palabra es reveladora y deja traslucir cuáles son real-
mente los procesos que operan en la escuela. A un niño (y hasta a un
estudiante de los ya mayores) se le considera, lo mismo que a una sustancia
en un laboratorio químicos, al mineral de hierro en una fundición o a la
chapa de acero en una fábrica de automóviles, como una materia prima
que se ha de elaborar para sacar algo de ella. El objetivo de la escolariza-
'"!~
•fl_
ción, como el del alto horno o la línea de montaje, incluso como el del
,,,;:--' estudio del pintor o la mesa de trabajo del compositor, es la producción
de un bien, de algo que sea tan valioso como sea posible. Del producto de
la escolarización se espera que cobre vida en forma plena sólo después
de haberse completado el proceso de producción; si es un producto de
calidad, será capaz de venderse a una cotización tan alta como el merca-
do lo admita. El producto de una escuela pública inglesa, de Oxbridge o de
la Ivy League, alcanzará un precio proporcionalmente tan alto como el
de un Rolls-Royce o un Cadillac.
l No debemos sorprendernos de que la educación musical asuma al
mismo tiempo la naturaleza de la música occidental y de la educación occi-
dental,. ni tampoco de que estas dos últimas asuman la de la sociedad
occidental. Aquí, como en la educación general, el concepto dominante es
el del producto. Si, como hemos visto, la música es un producto, el músico
t se encµentra en la paradójica posición de ser no sólo el proveedor de ese
producto, sino también, en cuanto es alguien que ha pasado por un proceso
de escolarización, de ser él mismo un producto. El número de jóvenes
productos de las escuelas de música que van en busca de la atención del
público aumenta año tras año, en tanto que -como en la industria- la
preocupación por los estándares se vuelve más apremiante. Probablemente
sea verdad, como con frecuencia se afirma, que los niveles de actuación
e interpretación se están elevando; por lo menos, las exigencias técnicas
 196
'
Música. Sociedad. Educación
se hacen día a día más rigurosas, y el joven virtuoso sale al mercado con
un bagaje técnico que les cortaría el aliento a los grandes intérpretes del
pasado. Como siempre, la preocupación por el producto significa que poca
atención se presta al proceso, y nos encontramos con que el entrenamiento
de estos cachorros de león se vuelve cada vez más arduo; escalas, ejercicios,
solfeo y estudios dominan ~ tal punto la vida del aspirante a virtuosos
que es un milagro que el amor de la música sobreviva a todo eso. En
realidad, si hemos de atender a lo que pasa con estos jóvenes esperanzados
que toman parte en competiciones, es frecuente que las exigencias de una
eficiencia técnica que nunca es suficiente les maten toda musicalidad;
muchos instrumentistas jóvenes serían mucho mejores músicos si estuvieran
menos obsesionados por cuestiones de técnica. También aquí es mucho lo
que tenemos que aprender de otras culturas musicales.
En Gran Bretaña, las quejas motivadas por el descenso de los estánda-
res de la producción industrial pueden s.er compensadas al recordar cuánto
más elevado que antes es el nivel alcanzado en la producción de música;
un recuerdo que va generalmente acompañado de advertencias referentes a
la barbarie que nos anegará si durante un instante relajamos la vigilancia.
Leamos, por ejemplo, en el Daily T elegraph de Londres, la evaluación -ci-
tada también con aprobación evidente por la revista Composer- que hace·
unos diez años hacía Y ehudi Menuhin de la situación: «Es innegable la
posición de primera línea que cabe a Gran Bretaña, y no solamente a Lon-
dres, en lo que se refiere a la calidad, el estilo y la enorme cantidad de
música ... Pero por más alentador que sea este cuadro, no podemos permi-
tirnos complacencia alguna, porque• estamos librando una batalla contra
un craso materialismo que está sofocándose con basuras ... Somos cierta-
mente afortunados al vivir en un país en donde todavía podemos unirnos,
para ponernos con empeñosa disciplina al servicio de exigencias humanas y
rigurosas, a los guardianes de la ley y a los custodios de nuestro corazón
y de nuestra mente» 5 • En el mismo artículo se refiere a una batalla «contra
los desaprobados, contra las intrigas y la influencia degradante de aquellos
grupos que quisieran rebajar nuestra dignidad, nuestra altura y nuestra
libertad», por más que no está del todo claro cómo podemos mantener
nuestra dignidad, nuestra altura y nuestra libertad si sometemos el corazón
y la mente a un grupo de custodios no muy bien definido. Si, a la luz
de lo que se sab~ de las remuneraciones exorbitantes que exigen (y que ob-
tienen) directores y solistas «superestrellas», dejamos aparte las reflexiones
sobre el «craso materialismo», comprobaremos que en esta declaración hay
algunos supuestos sorprendentes, que evidentemente no han sido cuestio-
nados (o por lo menos, eso esperaría uno), especialmente en vista del hecho
de que el famoso violinista ha fundado una escuela dedicada a la produc-
ción de jóvenes músicos; pero este pronunciamiento suyo no pasa de ser
un ejemplo típico de las opiniones de muchos ejecutantes bien conocidos,
y revela simplemente hasta qué punto su autor está hechizado por la idea
5
Yehudi Menuhin, artículo en el suplemento en color del décimo aniversario del
Daily Telegraph de Londres, citado en Composer, núm. 53, invierno 1974-75, p. 5.
:
·...
'
Los niños como consumidores 197
de la música como producto. Sus comentarios bien podrían ser los del
presidente del directorio de cualquier sociedad industrial durante la reunión
anual de accionistas.
Aparte los efectos negativos, que ya señalamos, del exceso de profesio-
nalización de la música, esta situación podría ser tolerable si se diera única-
mente en la formación del músico profesional, pero la formación de profe-
sionales es, lamentablemente, lo que en muy gran medida se toma como
modelo para la educación musical en general, incluso la de esa amplia
mayoría que no tiene la menor intención de hacer de la música una carrera.
Es una triste realidad que una apreciable minoría -si es que no es una
mayoría- de los maestros de música de las escuelas son músicos que inten-
taron inútilmente establecerse como profesionales, y que tienden a consi-
derar la formación profesional que ellos mismos recibieron en la universi-
dad o en el conservatorio como el modelo de lo que debe ser su labor
en la escuela; es doblemente lamentable, por no decir nada peor, que este
modelo se vea reforzado en muchos establecimientos de formación de ense-
ñantes (cuyo personal docente está constituido a su vez en buena parte por
profesionales frustrados), con lo que se completa el círculo vicioso que
priva a la mayoría de los niños de tener ninguna experiencia musical im-
portante en la escuela.
Vimos ya dos sociedades donde la formación de los músicos tiene lugar
en situaciones musicales reales, en las que, como dice McPhee, «aprender
es un placer desde el comienzo mismo», pero parece que nuestra sociedad
estuviera demasiado preocupada por la obtención de un producto final
de buena calidad (es decir, eficiente) como para interesarse por la calidad de
las vivencias de quienes se están formando como músicos. Tal como es la
situación en nuestra sociedad, no parece que a quien aspire a la condición
de profesional le quede otra opción que someterse a largos años de duro
y árido esfuerzo para alcanzar las vertiginosas cumbres de eficiencia técnica
que el profesional necesita para conseguir una audición, y que crean un
abismo enorme -y creciente- entre el aficionado y el profesion~, aunque
se ha de entender que los alumnos que desean hacerlo constituyen una
ínfima minoría; sus neoosidades, tal como hoy se las entiende, están en
oposición directa con las de aquéllos para quienes la música no es más
que parte de una educación general. El conflicto produce en el maestro
una incertidumbre básica en lo que toca a los objetivos. En cuanto al primer
grupo de alumnos, el objetivo está claro, y parece quedar confirmado por
las exigencias de ingreso a las universidades y conservatorios; se trata de
producir ejecutantes de la música de la tradición occidental clásica (princi-
palmente la de los siglos XVIII y XIX), y de empaparlos tanto como sea
posible en la historia y las convenciones compositivas de esa tradición:
algo que el maestro hará de buen grado por los que estén dispuestos a
someterse a lo que, según les han asegurado (y por cierto que el resto de
su experiencia escolar parece confirmarlo), es el aburrimiento necesario.
A los menos ambiciosos, o a los que orientan en otro sentido su interés
por la música (un niño totalmente falto de musicalidad es una rareza ex-
trema), la escuela tradicional de música poco tiene que ofrecerles; tienden
 198 Música. Sociedad. Educación
a soportar una especie de caricatura de la preparación profesional, en que
les hablan de la música sin hacerlos participar en su creación, ni siquiera
J
·.1
en su recreación. Al no confiar en su capacidad de dar nada valioso a la
totalidad de la clase, es frecuente que el maestro tenga que limitar sus acti-
vidades a las que, por experiencia, se sabe que traen menos problemas dis-
ciplinarios, lo que significa básicamente fragmentos de información sobre la
música y los «grandes» compositores, algún intento de enseñar la notación
tradicional (aunque a la mayoría no les servirá de nada, aun si pudieran
leerla y escribirla), el uso de discos de un repertorio sumamente estereo-
tipado de los siglos XVIII y XIX y de la música más «segura» del siglo xx,
y algo de canto. El maestro suele considerarse afortunado si, como pasa a
menudo, las clases de música no van más allá de los catorce años, y enton-
ces puede concentrarse sólo en la pequeña minoría capaz y deseosa de
aceptar lo que él puede ofrecer. El intento de rescatar de esta situación
a los más evidentes o convencionalmente dotados, pasándolos a escuelas
especiales, no es una solución; sacar a los niños del contacto diario con
la variedad infinita de la raza humana para ponerlos en una monocultura
educacional donde su único contacto es con contemporáneos de formación
e intereses similares es privarlos de una dimensión esencial de la experien-
cia de crecer: un precio demasiado alto por un plus de competencia musical,
e incluso por algunas ventajas incuestionables en su carrera.
En música, como en otros campos de la educación dominados por la
idea de 'la producción, existe un elaborado sistema de control de calida-
des, destinado a evaluar todas las etapas del proceso productivo. En Gran
Bretaña, y en aquellas partes del mundo que fueron europeizadas bajo
su influencia, esta responsabilidad la ha asumido el Trinity College de Lon-
dres y la Associated Board of the Royal Schools of Music, ambas estable-
cidas por nuestros industriosos antepasados victorianos. Dos veces al año,
desde Manchester hasta Singapur, y desde Puerto España hasta Wellington
pasando por Dar Es Salaam, los jóvenes músicos hacen cola ante eruditos
caballeros enviados especialmente desde Londres para evaluar sus progre-
sos; a los hijos e hijas de maestros del tambor, o quizá de virtuosos del
steel-drum * [ tambor metálico], los someten a pruebas que demuestren
un crecimiento uniforme, y para asegurarse de que crecen todos en la
misma dirección, también los examinan en piano, violín y otros instrumen-
tos occidentales reconocidos. Al niño de seis años que puede tocar un par
de piezas infantiles le conceden el Grade I, en tanto que sus hermanos o
hermanas mayores se esfuerzan por conseguir el Grade V, VII u VIII,
o incluso, hacia el final de la adolescencia, un diploma que les dé derecho
a escribir cuatro letras mágicas después de su nombre. Todo con el sello
del estándar británico de calidad, todo de la misma clase, probado y apro-
bado, haciendo de lado hasta donde sea humanamente posible cualquier
irritante idiosincrasia. No importa que la experiencia musical de los niños
se limite a un exiguo repertorio de clásicos indiscutidos y a unos pocos
* Instrumento de percusión hecho con un bidón de aceite vacío, originario de la
isla Trinidad, pero · hoy difundido en todo el mundo. (N. de la T.)
..·,
Los nifíos como consumidores 1'9
ejemplos (de los más vacuos) de la música inglesa contemporánea, tal como
lo exige el programa para cada grade, ni tampoco que esa individualidad
I[
que tan fervorosamente respetamos de labios afuera haya sido · aplastada
para meterla en un molde único de tediosa competencia, del cual sólo los
más fuertes se escapan; el producto, como se puede ver por la aprobación
con que lo saluda Menuhin, es de suprema calidad.
Este entramado de pruebas «prácticas» corren parejás con otro de
exámenes de «teoría» --es decir, las reglas de la notación musical y los
conceptos básicos de la composición propios de la tradición occidental
clásica (aunque sea difícil imaginarse qué puede ser más práctico que com-
poner música)-, que los alumnos rinden al mismo tiempo que los de inter-
pretación; pero el trabajo «teórico», en lo referente a los niños ingleses,
culmina con el General Certificate of Educatíon, en los niveles «medio» y
«superior» (irónicamente, muchas veces es necesario que los alumnos dejen
de lado las lecciones y la práctica de sus instrumentos para poder dar esos
exámenes). Así se mide la habilidad del alumno en las técnicas tradicio-
nales, y principalmente en la armorua funcional tonal y el contrapunto
concebido armónicamente, su capacidad para percibir las relaciones tonales
dentro de la escala temperada, y su conocimiento del canon aceptado de
las obras musicales de la tradición clásica. Hemos visto que exigir un tipo
de conocimiento abstracto y estandarizado es parte de la naturaleza de
programas y exámenes, y estos exámenes de música aseguran, una vez más,
que lo que sale de las escuelas sea un producto estandarizado. Es ver-
dad que últimamente se ha podido percibir cierta inquietud relacionada con
esta exigencia de estandarización, y que de cuando en cuando se han
hecho intentos de «flexibilizar» o de «ampliar» los programas para dar
mayor cabida a la individualidad. Estos intentos, no importa cuáles sean
sus intenciones, están condenados al fracaso, o por lo menos a un éxito
muy modesto; como los exámenes son, por su naturaleza misma, herra-
mientas de estandarización, al permitir cualquier manifestación perceptible
de individualidad se destruiría toda comparabilidad estricta y de esa ma-
nera, se socavaría la función misma para la cual han sido ideados. Los
potenciales adquirentes ya no se sentirían en situación de aceptar el cer-
tificado de exámenes como sello de una calidad reconocida.
Es probable que laestandarización de lá enseñanza no sea más que un
signo de la estandarización de la práctica musical a lo largo y a lo ancho
del mundo de la inúsica occidental (mientras escribía esto, la BBC estaba
transmitiendo un concierto desde Stuttgart, en el cual la Northern Sym-
phony Orchestra de la BBC, contratada presumiblemente a un precio altí-
simo, tocaba un concierto integrado por la obertura de Egmont y el con-
cierto El emperador, de Beethoven, y la Cuarta sinfonía, de Chaikovsky,
y yo no acertaba a entender por qué tomarse tanta molestia, cuando indu-
dablemente en Stuttgart no faltan orquestas perfectamente capaces de
tocar obras tan conocidas). Es instructivo considerar, por el contrario, el
entrenamiento de los músicos en el blues y en el jazz, las artes musicales
que en nuestro siglo se han resistido más que otras a dejarse asimilar por
el mundo convencional de la estética de Occidente. Si nos preguntamos
 200 Música. Sociedad. Educación
cómo se formaban los músicos de jazz en las primeras décadas heroicas
de nuestro siglo, nos encontramos simplemente con que tal formación no
existía, al menos en un sentido formal como músicos de jazz. Hubo algunos,
de los cuales el ejemplo más destacado fue quizá Duke Ellington, que tu-
vieron un sólido entrenamiento en la tradición clásica y que solos encon-
traron su camino hacia el jazz; Fletcher Henderson, el primer gran arregla-
dor y director de big-band que fuvo éxito, se había graduado en química
en la época en que los negros no tenían acceso a ninguna profesión; Louis
Armstrong aprendió a tocar la trompeta en la banda del reformatorio
donde pasó gran parte de su adolescencia; Jelly Roll Morton se formó
como pianista clásico y estaba perfectamente familiarizado con las diversas
formas musicales que se oían a fin de siglo en Nueva Orleáns; Bix Beider-
becke aprendió la trompeta en la banda de su escuela secundaria. Los
músicos de jazz provenían de inuy diversos ambientes, tanto musicales
como sociales; cada uno de ellos aprendió como pudo los rudimentos de su
instrumento, y a partir de aW, librados a sí mismos, tuvieron que crear
su propia manera de tocar, lo mismo que un músico africano, sin practicar
escalas, arpegios ni estudios jazzísticos, sin hacer ejercicios con blue notes
ni pasajes sincopados. Esto no quiere decir que el cultivo de su técnica no
les exigiera mucha práctica y esfuerzo; pero el músico aprendía a tocar
las figuraciones y los riffs, a valerse de las peculiaridades estilísticas y del
color tonal que le parecían adecuados a sus propias necesidades expresivas,
y a no hacer caso de lo que no necesitaba. Se practicaba mucho la imita-
ción de los músicos a quienes se admiraba, ya fuera por haberlos oído en
vivo o en grabaciones, y generalmente el músico de jazz crecía en el seno
de una comunidad de músicos cuya orientación compartía.
Este peculiar entrenamiento informal dejaba margen a una gran va-
riedad en la producción de sonidos y en el sentido rítmico y tímbrico, a la
inventiva individual y a la capacidad de improvisación. Los músicos que
simpatizaban entre sí podían formar grupos que, con los años, se formaban
y se volvían a formar, aparecían y desaparecían, cambiando de sonido y
de repertorio con el ir y venir de sus integrantes. Ni siquiera en el mejor de
los casos los arreglos escritos llegaban a pesar demasiado sobre el estilo
de los músicos, ya que -como sucedía con Duke Ellington y su arreglador,
Billy Strayhorn- los arreglos se organizaban en función de las capacidades,
el sonido individual y los procedimientos favoritos de los músicos que
en ese momento integraban la banda (de hecho, el personal de la banda
de Duke Ellington mantuvo durante muchos años una estabilidad notable).
Quizá el hecho de que ahora existan, tanto en Inglaterra como en los
Estados Unidos, cursos formales de entrenamiento para músicos de jazz
esté señalando el final del jazz como fuerza viviente; un arte verdadera-
mente vital se resiste a la codificación, al establecimiento de esos cánones
que determinan el gusto y la práctica, y que por su propia naturaleza im-
ponen las escuelas.
No estoy sugiriendo que los músicos «clásicos» deban adoptar necesa-
riamente los métodos con que se forman los instrutl}entistas de jazz, ni
tampoco que deban adoptar los de los ejecutantes africanos o balineses;
·~
Los niños como consumidores 201
sin embargo, es importante que nos demos cuenta de que existen otros
métodos de entrenamiento musical, tanto formales como informales, de
igual validez que los de la tradición clásica de la música occidental (en
todo caso, las escuelas de música en el sentido moderno son un invento
del siglo xrx, y ninguno de los hoy reconocidos como «grandes composito-
res» del siglo XVIII, o incluso del xrx, tuvo que someterse a ellas), y que
sepamos reconocer que de hecho, nuestros propios métodos de formación
musical sacrifican elementos pertenecientes a la musicalidad esencial del
hombre en persecución de los ideales del virtuosismo individual y de la
estandarización de la técnica. Podría ser que tuviéramos algo que aprender
de otras culturas. Se ha de entender que el virtuosismo existe efectivamente
en otras culturas niusica,les(basta con oír a. Louis Armstrong y a Jimi Hen-
drix), pero es un subproducto del hecho de ir en pos de la música; sola-
mente en la tradición cultural de Occidente se le convierte en un fin en sí
mismo, y deberíamos darnos cuenta del precio que pagamos por él, espe-
cialmente en lo que se refiere a la musicalidad-compartida, a la capacidad
de todos para participar activamente, no sólo escuchando ni siquiera dando
expresión a las ideas de otros, sino en el propio proceso creativo. Es la
misma capacidad comunal que celebró -y cuya muerte lamentó- Wagner
en Die Meistersinger, la misma que hemos sacrificado al correr tras del
progreso tecnológico, del conocimiento abstracto y del poder sobre la na-
turaleza y sobre nuestros prójimos.
Bien podemos entender qué era lo que ridiculizaba Erik Satie al blandir
en presencia de sus amigos su certificado de estudios de contrapunto, de-
clarando que ya tenía licencia para componer música. Como todos los
grandes payasos, Satie era un hombre profundamente serio y sensible, y
con ese chiste desaprensivo ponía el dedo en una profunda llaga del arte
occidental y, más aún, de la sociedad occidental; lo que quedaba al des--
cubierto, además de la estrechez de miras de una poderosa minoría acadé-
mica establecida, era el hecho de que nuestra sociedad va en persecución
de los productos (las cosas) más bien que de los procesos (las vivencias) de
la vida, así como las restricciones y la estandarización que tal persecu-
ción impone. No alcanzamos tampoco a ver que desde el momento en que
el principiante pone por pri,mera vez los dedos sobre el teclado, sujeta
un papel para hacer un garabato o trazar un palote, o comienza a amasar un
trozo de arcilla, se está explorando y está explorando la naturaleza del
mundo material; explorándola no para dominarlo, sino para vivir más ple-
namente en él. De hecho, es posible retroceder más; el infante que balbucea
«da-da-da-da» en su ·cuna está explorando simultáneamente la música y su
propia y naciente capacidad de hablar, ya que todavía no hay entre ambas
diferenciación alguna. Lo que es precioso es el proceso de la exploración,
no su producto; esto quizá lo sepa mejor un niño que sus orgullosos pa-
dres, cuando tras haberse pasado horas en el empeño de dibujar algo se
mµestra del todo indiferente al ver que ellos lo exhiben en el lugar de
honor. Para él, la obra ya ha cumplido su propósito, y el producto puede
ser descartado. ·
 .·,
·.I
202 Música. Sociedad. Educación
Una consecuencia importante de este malentendido es la cuestión, que
se plantea con frecuencia, de si los músicos que han crecido en una cultura
pueden aprender a tocar la música de otra. Ravi Shankar, por ejemplo,
duda de que ningún occidental pueda aprender a tocar la música clásica
de la India; no, por lo menos, sin haberse sometido durante muchos años
a un guru, haberlo servido fielmente y haberse adentrado en la filosofía,
la religión y el arte de la India. Por cierto que no era necesario plantearse
semejante cuestión antes de que se estableciera el contacto entre los mú-
sicos de Oriente y los de Occidente, y la respuesta de Ravi Shankar cabe
dentro de ciertos supuestos occidentales referentes a la naturaleza y el
propósito del acto de ejecutar música; su prescripción no es otra cosa que
una versión de la receta occidental para «producir» un ejecutante, y pre-
supone ya respondida la cuestión de cuándo se puede decir que uno es
capaz de tocar un instrumento. Si suponemos, sin embargo, que el acto de
tocar el sitar, como el de tocar cualquier otro instrumento, .es un acto
de exploración, entonces desde el momento en que cogemos el instru-
mento estamos dando comienzo a esa exploración, no sólo del instrumento
y de la cultura donde éste nació; sino también de nosotros mismos, y esta-
mos llevando a la práctica un modo de autoexploración que difiere de
cualquier otro que se pudiera hacer con un . instrumento occidental. Claro
que estas' cosas sólo las aprenderemos si encaramos el intento a partir de
un espíritu de humildad, pero es obvio que se aprenderá más sobre la
cultura de la India tocando de esta manera el sitar de lo que podría uno
aprender sobre el sitar mediant'=--elestudio de la cultura india. Por cierto
'que se justifica la desconfianza de Ravi Shankar hacia aquellos músi-
cos que tratan al instrumento como si fuera sólo otra especie de guitarra que
no plantea más que la solución de algunos problemas técnicos; basar el
trabajo en supuestos tan burdos equivale a aprisionar más aún al instru-
mentista, a pesar de todos los sonidos exóticos que pudiera producir, en
las convenciones de la música occidental. Empezar a tocar un instrumento
es iniciar un viaje de exploración que no tiene fin, y por ende, no tiene
objetivo; en lo que debemos pensar no es en el virtuosismo futuro, sino
sólo en la experiencia presente.
Antes hice referencia a la terrible omnipresencia de las obras maes-
tras, esos productos del proceso creativo que valoramos más que el proceso
mismo, y cuya existencia resguardamos a menudo al precio de tanto tiempo
y esfuerzo que sería mejor invertir en la creación. No son sólo las obras
maestras lo que inhibe la creación (aunque es posible cuestionar la pru-
dencia de volcar sobre los jóvenes una cantidad de obras musicales que
no cabe imaginar que puedan servirles de modelo), sino también el hecho
de que la enseñanza esté dominada por los valores y las convenciones
técnicas del pasado. En esto pensaba, seguramente, el pianista inglés John
Tilbury cuando escribió que «El college [conservatorio] de música no
tiene más que un solo departamento monstruoso: el departamento de his-
toria de la música» 6 • Las técnicas musicales que se enseñan, tanto en la
6 John Tilbury, artículo sin título en Ark, invierno 1969, p. 43.
Los niños como consumidores 203
<$Cuelacomo en el conservatorio, son principalmente las de la era clásica .
de la música occidental, técnicas que en los últimos cincuenta años, o más~
han sido .usadas por pocos compositores serios. Quizá se les pueda ver un
uso limitado, en cuanto a quienes desean interpretar música del pasado
puede resultarles una ayuda entender algo de los procesos que intervienen
en ella; el problema está en que, a diferencia de los músicos de jazz,
blues y rock, que siguen la manera más antigua y más entrañable de ad-
quirir su maestría -la imitación de un maestro o de una figura admirada-,
la mayor parte de la enseñanza en las técnicas clásicas se lleva a cabo
por mediación de libros de texto, y los libros de texto tienen una inquie-
tante manera de cobrar una seudovida propia, con lo cual relegan al último
plano la obra de aquellos maestros sobre quienes ostensiblemente se basan .
Uno de los libros de armonía tonal más conocidos y usados en las escuelas
inglesas, por ejemplo, no contiene en sus 110 páginas ni siquiera una
mención de ningún gran artista, ni referencia alguna a la práctica de un
«verdadero» compositor; todos los ejemplos musicales están hechos (no
me decido a usar la palabra «compuestos») por el propio autor, en el estilo
de melodías de himnos. Mi propio recuerdo de cuando empecé a estudiar
formalmente armonía, a los veintidós años (tocaba el piano desde los siete),
es que no me parecía que aquel estudio, que consistía en la armonización
a cuatro voces de diversas melodías de himnos, tuviese mucho que ver con
la forma en que entendía yo las sonatas de Haydn (con las que iniciaba
por entonces una historia de amor que se ha .prolongado durante más de
cuarenta años), y tenía la impresión de que lo que estaba aprendiendo
era, principalmente, a poner nombre a procesos que yo ya entendía bien
--o al menos, tan bien como puede necesitar conocerlos un intérprete-,
pero que no sabía definir. A un observador imparcial le parecería que
la mejor manera de entender los procesos armónicos, bellamente lúcidos,
de una sonata de Haydn es estudiár la sonata de Haydn y no aventurarse
por algún falso país de la mú.sica que jamás existió, a no ser en las páginas
de algún libro de himnos. En todo caso, la mayoría de los estudiantes
que acaban su escolarización secundaria en música no adquiere -ni por
este medio ni gracias a ese otro caballito de batalla de los examinadores
que es componer «a -la manera de»- la técnica armónica en la medida
suficiente para que les sirva para entender una sonata de Beethoven, y ni
hablemos de una ópera de Wagner. Y por lo que respecta a los compo-
sitores jóvenes, cualquier músico africano (por lo menos, cualquiera que
no haya estado al cuidado de las Royal Schools of Music) nos diría enfá-
ticamente que la mejor manera de adquirir las técnicas de la composición
es ponerse a usarlas.
Si esta última afirmación parece extraña, el hecho no es más que una
medida de la forma en que nos han condicionado para que pensemos:
empieza por adquirir la técnica y luego úsala ... como si fuera posible
saber por anticipado qué técnicas se necesitarán. Lo que he intentado de-
mostrar es que, tanto en la interpretación como en la composición, esta
manera de encarar la educación artística está violentando tanto la realidad
del arte como la del aprendizaje. Las técnicas y los propósitos creativos
 204 Música. Sociedad. Educación
crecen al mismo tiempo porque se estimulan recíprocamente; no es sólo
que Beethoven no hubiera podido, a los veinte años, tener la técnica ne-
cesaria para componer el Heilige Dankgesang, sino que ni siquiera podía
haberla imaginado. Sólo usándolas sabe un artista (algo que todos somos,
al menos potencialmente, aunque no muchos tengamos aspiraciones de
hacer de ello una profesión) qué técnicas va a necesitar; nadie más
puede decírselo. Esto no quiere decir que nadie pueda enseñarle nada,
pero sí que se le ha de dejar en libertad de decidir qué es lo que necesita
(insisto: lo que necesita) aprender. Es probable que, de hecho, la mayoría
de las personas quieran aprender cosas muy similares, pero en la libertad de
escoger por sí mismo reside la vital diferencia entre una auténtica viven-
cia de aprendizaje y una carga desagradable de soportar.
Una manifestación contemporánea de la idea de que antes de hacer
hay que saber, como también del concepto de que el conocimiento es
externo a quien conoce e independiente de él es el auge de los sistemas
de enseñanza programada, que ya sea que asuman la forma de máquinas
o de libros ingeniosamente diseñados, comienzan por conceptos y tareas
simples y van llevando al alumno, en pasos cuidadosamente planeados, a
operaciones más complejas, para lo cual lo examinan en cada etapa y lo
hacen volver al material precedente si no puede responder correctamente
a las preguntas. No me propongo cuestionar en sus propios términos la
eficacia de tales programas (por más que parecen ser útiles sobre todo
para adiestrar a la gente en tareas mecánicas que nadie que esté en su
sano juicio escogería voluntariamente); son los principios del sistema,
como tales, los que son cuestionables. Las máquinas y los libros son
recursos estrictamente lógicos, pero se trata de una lógica objetivada que
desmiente la lógica de la experiencia individual que constituye el corazón
del aprendizaje. Son, por retomar una metáfora ya empleada, meros recursos
para acelerar la visita guiada, y su fundamental ineptitud para un auténtico
aprendizaje queda al descubierto cuando se los aplica a programas de
creación artística. Hace algunos años, en la publicación Music in Education
(La música en la educación), apareció una muestra clásica de incomprensión
tanto de la experiencia artística como del aprendizaje. Con el título de
Teaching Music by Computer (La enseñanza de la música con ordenador),
el artículo hace referencia a un programa experimental que por· entonces
estaba poniendo a prueba Systems Development Corporation de Santa
Mónica, California, en unión de la Wurlitzer Corporation (llama la atención
la abundancia de tecnología educacional que ofrecen quienes apenas si po-
drían llegar a tener algo para vender): «El nuevo experimento con música
informatizada se llevará a cabo en una clase de niños que tocan simul-
táneamente pianos eléctricos conectados con un ordenador. La clase está
en silencio (¡Pero eso es una clase de música!). Puestos los audífonos, cada
niño oye únicamente lo que él mismo toca y las instrucciones o las notas
musicales generadas por el ordenador. Las diferentes combinaciones de
notas musicales ( ¿quién decide lo que es una nota musical?) se generan
en respuesta a las actividades de cada· estudiante... Cada niño puede
controlar hasta cierto punto su propio programa (está bien saber que
Los niños como consumidores 205
podemos ser creativos... hasta cierto punto) e ir haciendo, uno tras otra,
descubrimientos fascinantes en la música que él mismo escoge» 7 • Podemos
imaginarnos la hermosa escena: filas y filas de niños, como pollos de
criadero, haciendo música en silencio, cada uno con su cordón umbilical
electrónico, privados del júbilo fundamental de la música, que si en
definitiva es un placer, es un placer compartido. Uno no puede menos
que sacudir la cabeza y decir, con Lear: «¡Oh! Es hacia allí donde está
la locura.» Y, sin embargo, deberíamos advertir al mismo tiempo que no
se trata más que de una versión mecanizada y quizá más eficiente, si se
la juzga en sus propios términos, de lo que día tras día sucede en las
aulas.
Cuando considera uno este aspecto de la educación musical, la situación
que provocó el comentario de John Tilbury tiene algo de inevitable. Porque
si se nos exige que sepamos música antes de poder hacerla, y si el conoci-
miento tiene que ver con certidumbres que existen fuera de nosotros,
entonces nos vemos, en virtud de la naturaleza de las cosas, confinados
a aprender aquella música de la cual es posible hablar con relativa certeza:
la música del pasado, sobre la cual tenemos ya el veredicto de la poste-
ridad y que no puede reservarnos sorpresas. La música del presente es de-
masiado diversa, demasiado cambiante, y sus valores demasiado inciertos,
como para que sea posible presentarla de una manera que se parezca si-
quiera a la nítida forma encapsulada que es esencial para que uno pueda
diseñar un programa o presentarse a un examen y aprobarlo. Lo único que
se puede transm'itir con cierto grado de objetividad, y con cierta posibilidad
de que se le someta a una evaluación confiable son los procedimientos y
las convenciones del pasado. Y así· sucede que las convenciones educacio-
nales y los ,gustos musicales del presente se refuerzan recíprocamente,
manteniendo a los alumnos eficazmente aislados del mundo de la música
tal como es en la actualidad, turbulento, excitante, perturbador, posible-
mente tan decadente como algunos dicen que es, lleno de buena música y de
música mala, pero principalmente -lo mismo que cualquier otro período
de la historia- de música que no tiene méritos ni defectos particulares,
pero que está viva y sigue creciendo y deja margen para que el individuo
le responda directamente, sin mediación del juicio de las generaciones.
Es raro encontrar en una escuela un profesor de música que esté bien
familiarizado con la música de nuestra época, y más raro aún si en ella
incluimos el rock, el jazz y otras formas populares; por las razones que ya
hemos dado, su propia formación le habrá ofrecido escasas oportunidades
de ponerse en contacto con ella, y una vez terminado su entrenamiento,
poco incentivo (o para ser justo con él, poco tiempo) tendrá para hacerlo.
De cuando en cuando los programas de música dan un salto hacia adelante,
con grandes gestos de renovación, pero invariablemente se limitan a aven-
turarse en aquellos territorios que han sido abandonados hace poco por
la composición musical viviente; de tal manera, ahora que la composición
7 A. Hegarty, «Teaching Music by Computer», Music in Education, vol. 34,
núm. 345, septiembre-octubre 1970, p. 261.
206 Música. Sociedad. E.ducación
Capítulo 9
dodecafónica, al menos en su forma clásica, es materia histórica, se vuelve Los niños como artistas
posible codificar sus reglas y prácticas, y --como ha sucedido hace rela-
tivamente poco tiempo-- introducir en el nivel «superior» del programa
del General Certificate of Education británico una obra que Webern
escribió hace unos cincuenta años. Aunque uno deplore este retraso, es
inherente a la naturaleza de los programas y, en última instancia, del mo-
delo científico del conocimiento.
Me interesa aclarar que en modo alguno intento culpar de este estado
de cosas a los profesores y maestros de música; la situación es tal que
afecta a toda nuestra cultura, a su concepto del conocimiento, su actitud
hacia el arte y la consiguiente naturaleza de su sistema de educación. Por
más bienintencionados que sean, los maestros están tan a merced de estos
supuestos como sus alumnos -y como sus empleadores-, y no es posible
hacer cambios radicales en un elemento de la cultura sin hacerlos también
en los otros. El principal argumento de este libro ha sido que la sociedad,
la cultura musical y la educación se hallan en una situación inextricable
de dependencia recíproca, y que todo cambio en una de ellas se refleja y
se vuelve a reflejar en las otras. Una amarga experiencia ha demostrado He dicho que el arte, la educación y la sociedad avanzan como si cada
que la influencia que la educación puede ejercer sobre la sociedad es uno estuviera atado por una pierna a cada uno de los otros dos; para cada
pequeña, y aunque parecería que la de la música fuese aún más reducida, uno, la posibilidad de cambio es muy restringida si no se producen cambios
puede ser un punto de apoyo sobre el cual basar aquellos cambios en l~s correspondientes en los otros dos. De los tres factores, es evidentemente
actitudes fundamentales y en la organización de nuestro universo mental, la sociedad como tal la que ejerce más influencia, pero como lo que con-
que son necesarios para que nuestra sociedad pueda liberarse de la garra figura la sociedad son las ideas, ninguna de ellas deja de tener cierto
opresiva de una visión del mundo que niega y desvaloriza nuestra expe- peso. Dice Daniel Bell:
riencia. En el arte nuevo se pueden distinguir vagamente los lineamientos
de nuevas actitudes, y a éstas, si estimulamos la creatividad de cada indi- Las ideas y los estilos culturales no cambian la historia.. . no de la mañana a
viduo, podemos darle.s forma y realidad, poco a poco, en la mente de la noche, por lo menos. Pero son un necesario preludio al cambio, puesto ·que un
nuestros alumnos. En el próximo capítulo, el último, intentaré proponer cambio de conciencia, un cambio en los valores y en el razonamiento moral ( podrla
algunas direcciones que podríamos tratar de seguir nosotros, los maestros haber añadido «en los estilos de percepción») es lo que mueve a los hombres a mo-
de música, y otros educadores. dificar sus ordenamientos e instituciones sociales i.

Ya hemos visto que los maestros, sea en la escuela primaria, en la secun-

daria o en la universidad, tienen en este aspecto muy poca capacidad
de maniobra y se ven obligados a trabajar dentro del marco de una orga-
nización que, pese a su diversidad aparente, obedece de hecho a propósitos
sumamente unificados, a un control monopolista del mercado y, especial-
mente, que no se sustrae a la devoción a la ética de la producción. La
relación de esta organización con la sociedad está clara: la organización
escolar existe para servir a las _necesidades de la sociedad ( se podría ir
más lejos y decir que a los intereses de los sectores dominantes de la so-
ciedad, puesto que evidentemente sirve a grandes sectores, y quizá incluso
a la mayoría, de una sociedad sumamente enferma), y está por consiguiente
sujeta con una rienda muy corta. Por su parte, el arte existe en una

1 qaniel Bell, Tbe Coming of Post-Industrial Society (A Venture in Social Fore-

casting), Londres, Heinemann Educational, 1974, p. 479.
207
208 Música. Sociedad. Educación
relación muy ambigua con la sociedad, y generalmente se piensa que no
tiene sobre ella más que un efecto muy tenue; por eso se le consienten sus
excentricidades, como a un niño, y nadie más que los críticos conservadores
se preocupa cuando se pasa de un extremo al otro. (Quizá donde se ve
con más claridad este fenómeno sea en la situación de la música en muchas
universidades, donde no sólo se tolera los experimentos musicales más
escandalosos; se los recibe con entusiasmo ... y se los neutraliza social-
mente.) Así, en los últimos sesenta años aproximadamente hemos visto
cómo los movimientos artísticos se suceden en una secuencia vertiginosa,
sin ningún efecto visible sobre la trama de nuestra sociedad. Aunque quizá
esos movimientos hayan tenido un efecto más profundo del que se les
reconoce -el arte, como espero haber demostrado, tiene con la trama de
la sociedad una relación mucho más íntima de lo que se imagina-, en
realidad, como se puede ver en comparación con otras músicas, la revolu-
ción aparentemente total que durante este siglo se ha producido en la
música occidental se ha dado dentro del marco de una · estética y de un
conjunto de instituciones y convenciones que apenas han cambiado desde
finales del siglo XIX. De hecho, es posible que la actual proliferación de
estilos musicales represente no un movimiento nuevo, sino el último flo-
recimiento de la tradición occidental posrenacentista, un poco como esas
formas de vida extrañas y barrocas que a menudo aparecen al final de
una línea evolutiva. He sugerido, sin embargo, que los inicios de las formas
posrevolucionarias están ya entre nosotros, no en imponentes salas de con-
cierto como el Royal Festival Hall, sino en las naves heladas de las
iglesias, en las pequeñas salas de estar de pisos humildes, en las casas
inhabitables que habitan menesterosos y marginados, e incluso, por lo que
sabemos, en las barriadas que rodean a las. grandes ciudades sudamericanas,
en los suburbios africanos de Johannesburgo o en las barracas de West
Kingston. La historia sugiere igualmente la posibilidad de que las nuevas
clases dominantes surjan de estos mismos lugares.
Esos músicos, que las instituciones de la cultura establecida no reco-
nocen, que no reciben subsidios de comités ni de fundaciones artísticas
y que no tienen mecenas, son comparables a aquellos antepasados de los
mamíferos, no mayores que una rata, que pululaban entre las patas de
los dinosaurios y que fueron tan adaptables y se aferraron tan poco a un
solo estilo de vida que pudieron prosperar cuando un ligero cambio climá-
tico provocó la extinción de sus gigantescos contemporáneos, incapaces de
adaptarse. Hemos detectado ya señales de cambios en el clima social y
financiero que podrían terminar -más fácil y rápidamente de lo que se
imagina el común de los aficionados a la música- arrasando con nuestras
orquestas sinfónicas, nuestras salas de concierto y teatros de ópera; Stock-
hausen mostró que tenía clara conciencia de ello al decir en una entrevista,
en 1971: «El sistema se está extinguiendo. Está ahora en su agonía, sólo
que los músicos no se dan suficiente cuenta de ello ... Lo que yo intento ...
es proporcionar modelos que proclamen el escenario que seguirá a la des-
trucción. . . y que va a ser sumamente necesario en el período . de traumas
Los niños como artistas 209
y desastres que se avecina» 2 • (No creo, sin embargo, que además de haber
diagnosticado el mal, Stockhausen sea capaz de encontrarle cura:)
Pero si la revolución en la música no se ha producido todavía, ni
puede tampoco darse plenamente, según creo, mientras no cambien los
valores de nuestra cultura, podemos no obstante ver en la música de
nuestro siglo la forma de una sociedad a la cual éste aspira, de esa «socie-
dad potencial» de la que habla Duvignaud y «que está más allá de nuestro
alcance». Ha llegado el momento de que consideremos las características
de esa sociedad potencial que se esbozan en esta música, vagamente quizá, ·
pero a veces con precisión sobrecogedora, como en un cuadro de Turner.
Como dijo Boulez, la música moderna se despertó con la flauta del
fauno de Debussy, pero no por eso debemos imaginar que todas sus
manifestaciones se deriven directa, ni siquiera indirectamente de Debussy,
por más importante que haya sido su influencia. El arte, como los sueños,
no está limitado por la cronología, y no debemos caer en la trampa cien-
tificista de equiparar las cosas que suceden después de con cosas que suce-
den a causa de cierto acontecimiento. A diferencia de las bacterias, las
ideas son capaces de generación espontánea (un hecho que parecen olvidar
los psicólogos académicos), y la aparición simultánea e independiente, en
el mismo período histórico, de ciertas ideas en muchas mentes diferentes
no hace más que dar testimonio del hecho de que ha llegado su momento.
Hemos visto el surgimiento de una actitud nueva hacia la naturaleza del
sonido como tal en músicas tan diversas como las meticulosamente com-
puestas obras de Webern, los lánguidos acordes de Morton Feldman, los
lamentos del blues en la guitarra, los cantos de pájaros y el profundo batir
del tam-tam en Messiaen, las distorsiones electrónicas del rock y los nuevos
y milagrosos sonidos instrumentales de Harry Partch, hasta alcanzar la
reductio ad absurdum en aquellas piezas de John Cage donde todo sonido
es aceptable, incluso la total ausencia de sonido, y la prolongación, durante
horas, de un solo sonido sinusoidal en La Monte Young. Lo hemos visto
en el abandono de la armonía funcional tonal en _músicas tan diversas
como la de Schoenberg (cuyo tenso compromiso en~ factores irrecon-
ciliables expresa con angustiada claridad la difícil situación del hombre
occidental moderno), la de Stravinsky, la del rock y el jazz moderno, la
del serialismo total y los improvisadores. Hemos visto el intento de zafar-
se del marco en que ha estado contenido el arte musical de Occidente en
obras como Votre Faust, de Pousseur, en que al público se le da oportu-
nidad de determinar el curso de la trama operística (sigue siendo una
ópera), o en Terretektorh, de Xenakis, en que la orquesta se sienta entre
el público (pero siguen siendo músicos profesionales que tocan para un
público en una sala de concierto), en Passaggio, de Berio, donde algunos
integrantes del reparto se sientan entre el público y dicen representar sus
actitudes (pero son siempre miembros del reparto), en Piano Piece XI,
de Stockhausen, donde entre varias células musicales, el intérprete decide
2 Karlheinz Stockhausen y Peter Heyworth, «Spiritual Dimensions - an Intetview
with the Composer», Music and Musicians,mayo 1971, p. 38.
210 Música. Sociedad. Educación
según su impulso del momento cuál tocará (pero sigue tocando a partir
de la partitura del autor).
Que estos y otros intentos similares no hayan sido capaces de devolver
a la música su perdido carácter comunitario no es culpa de los composi-
tores, sino de la estética imperante, de la relación que prevalece entre el
compositor, el intérprete y el público, de la posición que ocupan los
compositores en la sociedad y de la que les corresponde en esta misma
sociedad a la música y a las instituciones y mecanismos destinados a pre-
sentarla. Estas piezas señalan, de hecho, la dirección en que desean moverse
los creadores de música, por más impedidos que estén de moverse en esa
dirección. Un compositor necesita un público, y. para conquistar ese público
se ve obligado, en nuestra sociedad, a trabajar con músicos profesionales
cuyo compromiso con la música no llega probablemente a ser total, a hacer
que su obra se toque en _salas de concierto, a apelar a un cuerpo de
críticos cuyas percepciones, en su mayor parte, han sido configuradas por
un marco de referencia estético (al cual siguen ligadas) que existe desde
hace trescientos años, y cuya continuidad es una demostración de su per-
sistencia. Es importante, por ende, examinar en qué dirección intentan ir
estos y otros músicos de nuestra época, y hacer el intento de percibir hacia
qué «sociedad potencial» pugnan por llegar, aunque en muchos casos no
con plena conciencia.
¿Cuál es, pues, la naturaleza de esta sociedad potencial? En primer
lugar, está en otra relación con la naturaleza, en cuanto ya no antagoniza
con ella, sino que reconoce que la raza humana es parte de ese sistema,
vasto e infinitamente complejo, con el cual nuestra cultura .actual sólo
puede verse en una relación de esencial hostilidad o, en el mejor de los casos,
de ·explotación. Al aprender a vivir con la naturaleza, los occidentales
pueden aprender a convivir consigo mismos, sin seguir siempre escindiendo
su vida en fragmentos mutuamente aislados; pueden trascender el tiempo
de los relojes y la tiranía del futuro, y disfrutar del presente por sí mismo,
cultivando sin inhibiciones la vida de los sentidos. El conocimiento se
libera de la avidez de dominio; el interés por conocer se sitúa en la ade-
cuada perspectiva, no la de un impulso que avasalla .a todos los otros,
sino constituyéndose en algo que ayude a vivir -y a morir- bien en
nuestro mundo. El individuo encuentra su justa relación con la sociedad,
sin dominarla ni dejarse dominar por ella, en tanto que la sociedad halla
que su verdadero papel es el del escenario esencial donde se representa
la vida de los individuos, y a partir de ese descubrimiento, entre individuo
y sociedad evoluciona un conjunto de funciones que se refuerzan y favorecen
unas a otras. Las organizaciones jerárquicas ceden su lugar a redes de
individuos que cooperan, en cuya vida el arte vuelve a convertirse en un
elemento tan esencial ·como la vivienda, y en las que quizá el arte, tal
como hoy lo conocemos, se ve reemplazado por un ritual y un concepto
afines a la idea balinesa de «hacer todas las cosas lo mejor posible».
La relación entre la música y un concepto así de la sociedad se evi-
dencia en A Rainbow in Curved Air, de Terry Riley, una obra en modo
alguno de gran importancia, pero que es no-armónica (sus dieciocho minu-
Los niños como artistas 211
tos de duración se basan en un acorde disonante de la dominante La, que
finalmente no llega a resolverse), no contiene tensiones, ni desarrollo ni
dramatismo ·alguno, ·existe totalmente en el presente y no exige, para
escucharla, una concentración constante. En la funda del disco no se
ofrece ninguna información musicológica referente al compositor ni a la
obra, sino sólo una visión de la sociedad potencial:
Y entonces se acabaron todas las guerras... Al Pentágono le dieron una vuelta
de campana y lo pintaron de púrpura, amarillo y verde... Las gentes nadaban en
los ríos centelleantes, bajo cielos azules sin más nubes que las de .incienso que
echaban las nuevas fábricas.. . Con las banderas de todas las naciones hicieron alegres
tiendas de circo donde los políticos podían entregarse a juegos teatrales, inofensivos
juegos. El concepto de trabajo cayó en el olvido 3.
He aquí una versión ingenua (hasta qué punto es ingenua lo demuestra la
predicción de que «con la energía proveniente del desmantelamiento d.e
las armas nucleares se tenía luz y calefacción gratuitas») pero atrayente
de una visión que durante siglos ha fascinado a la cultura ,occidental, pero
que ha cobrado nueva fuerza en nuestra propia época, a medida que crece
la rebelión contra la. visión científica del mundo. Una sociedad como la
que prefigura la música contemporánea no existe (casi se diría que no
puede existir), aunque muchas culturas de las llamadas primitivas están
mucho más próximas a ella de lo que nos podríamos imaginar, .y sin duda
más próximas· que la nuestra. Es claro, además, que para muchos de los
que viven en la sociedad occidental de hoy una vida así sería peor que la
muerte; para aquellos, por ejemplo, que saludan al transporte aéreo su-
persónico como un gran paso adelante en pro del bienestar de la raza
humana. A quienes están convencidos más allá de toda probabilidad de
cambio de que el hombre existe en inevitable conflicto con la naturaleza
y con los demás de su especie, a los convencidos de que la cultura tecno-
lógica de Occidente es el punto supremo hasta hoy alcanzado en el pro-
greso del hombre, y de que otros seres de la naturaleza no tienen derecho
alguno si sus intereses chocan con las necesidades, o incluso con los deseos,
del hombre occidental, a esos este libro no tiene nada que decirles, a no
ser proporcionarles sólidas razones para su predecible rechazo de la «difí-
cil» música moderna.
Sin embargo, la presencia de estas ideas -menos explícitas y menos
ingenuas que las de Riley- en la música de nuestro siglo habla clara y
elocuentemente de su presencia en la matriz de nuestra sociedad, aun
cuando sea en forma latente. A quienes desean ver en nuestra cultura un
incremento de lo que Illich llam;:i conviviality les corresponde considerar
los posibles efectos de repensarse nuestra educación en función de líneas
artísticas más bien que científicas. Entre los educadores de hoy se ha
convertido en un lamentable lugar común admitir que poco puede hacer
la escolarización para mejorar la suerte de los niños que provienen de
3 Terry Riley, nota en la funda de A Rainbow in Curved Air, disco Columbia
núm. MS7315.
212 Música. Sociedad. Educación
medios deprimidos, por decirlo con el eufemismo convencional. Ni siquiera
aportes de recursos convencionales y de dinero tan masivos como los que,
con el nombre de Title One, se llevaron a cabo en los Estados Unidos a
mediados de los años sesenta, cuando se gastaron más de tres billones ·de
dólares en seis millones de niños, consiguieron una mejora discernible;
de hecho, parecería que los niños en quienes se gastó el dinero hubieran
quedado en situación de mayor desventaja por comparación con sus con-
temporáneos más acomodados. En el mundo entero, allí donde prevalecen
los métodos occidentales de escolarización, el resultado es el mismo; en
la actualidad, parece que ni siquiera los países más ricos pueden permitirse
un sistema de escolarización capaz de educar eri forma adecuada a toda su
población juvenil. Se diría también que el concepto mismo de lo que sea
una educación adecuada es sumamente cuestionable, y parece seguro que
el resultado de una mayor difusión de las etapas avanzadas de la escola-
rización no ha sido conseguir que haya una mayor oferta de trabajos cali-
ficados, sino más bien hacer más rigurosas las exigencias educacionales
que hay que satisfacer para los trabajos más humildes, como lo demostró
Ivar Berg en su libro, irónicamente titulado The Great Training Rob-
bery 4 *; en este momento me viene a la memoria un dibujo que muestra,
en el escaparate de una carnicería, un anuncio donde se lee «Se necesita
graduado».
Podría ser que, sin darnos cuenta de cuál es su naturaleza, estuviéra-
mos dándonos de cabeza contra una parte que abriríamos sin esfuerzo
alguno si en vez de empujarla tirásemos de ella hacia nosotros. Creo que
esto es válido para varias situaciones en nuestra sociedad; pero en ninguna
parte se hace más obvia que en la educación nuestra mala disposición a
dejar que la naturaleza, y especialmente la naturaleza humana, complete
por sí sola sus propios procesos, ajustándose a su propio tiempo. En el
capítulo. anterior analicé la escolarización en general, tal como se da ac-
tualmente, para concentrarme luego en la educación musical; ahora quisiera
invertir el orden y mostrar de qué manera se podría · cambiar la educación
musical y· cómo esa idea modificada de la educación se podría convertir
en un modelo para la totalidad del proceso educativo. Podemos aprovechar
la escasa importancia que se. da a las artes en nuestra sociedad y en la
educación, y el hecho de que al ser así gozaría de mayor tolerancia la iQno-
vación, para introducir en el presente una experiencia que fuese fuente
de gozo para los alumnos, con lo que se iniciaría la subversión de todo el
proceso de escolarización como tal. Si revelamos así a los niños y jóvenes
el senciqo hecho de que el aprendizaje no es una preparación para la vida,
sino una experiencia básica de la vida misma, estaremos dándoles confianza
en su capacidad para aprender cualquier cosa que deseen aprender.
Debo introducir aquí una breve digresión para hablar de la cuestión
de la disciplina. Es común en la actualidad que diversos individuos y or-
4 Ivar Berg, Education and ]obs - The Great Training Robbery, Harmondsworth,
Penguin Books, 1973.
* Parodia del título The Great Train Robery [El gran robo del tren]. (N. de la T.)
Los niños como artistas 213
ganizaciones, pertenecientes o no a los profesionales de la educación, de-
ploren la falta de disciplina en las escuelas y a ella atribuyan toda clase
de historias atroces, desde ocasionales agresiones a maestros y profe-sores
hasta el au_mentodel analfabetismo (como si alguna vez algo más que una
reducida proporción de la población hubiera estado completamente alfa-
betizada), pasando por el vandalismo en los campos de fútbol. De hecho,
la palabra «disciplina» ha adquirido tantos significados que se hace casi
imposible definirla ni usarla de manera que sea de alguna utilidad. Dos
cosas, sin embargo, son claras: primero, que cualquiera que· tenga bastante
interés por hacer algo se disciplinará para hacerlo, y, de hecho, apenas
si lo considerará como una disciplina. Y segundo, que antes de que nadie
acepte la disciplina necesaria para emprender cualquier tarea, no sólo
será necesario que quiera hacerla, sino también que sienta de alguna ma-
nera que puede ser capaz de hacerla. Por consiguiente, antes de que se
llegue siquiera a hablar de disciplina, es necesario convencer a los alumnos
de que son capaces de hacer lo que se les pide que hagan, y, en segundo
lugar, asegurarse de que tienen algún deseo de alcanzar, ya sea en un
plazo breve o prolongado, la meta en que se les pide que pongan la mira.
No se trata aquí de «motivación» (un término que es moneda corriente
en los círculos educacionales), con todo lo que sugiere de manipulación
de los deseos del alumno para conseguir que quiera aprender lo que
nosotros queremos enseñarle, sino más bien de asegurarnos de que lo
que queremos enseñarle es lo que el alumno quiere aprender. Roy Camp-
bell lo ha sintetizado con toda precisión en un cuarteto dirigido a los
críticos literarios:
Y ou praise the firm restraint with which they write -
l'm with you there, of course;
They ~se the snaffle and the curb all right,
But where's the bloody horse? 5•
Alabáis el cabal dominio con que escriben,
Y en eso no os contradigo;
Con maestría se·valen de las riendas y el freno,
Pero el maldito caballo, ¿dónde está?
Si la disciplina son las riendas y el freno, la confianza y el deseo son el
caballo, y el uno es inútil sin los otros, por más que se podría argumentar
que un caballo sin freno siempre vale más que un freno sin caballo; en
todo caso, el caballo es lo primero. Nuestro sistema de escolarización, al
insistir en el freno, destruye o desorienta esa confianza que es un elemento
tan vital del deseo de aprender, explorar y experimentar. Uno siente a
veces la tentación de inferir que la destrucción de la necesidad de ex-
plorar corre pareja con el grado de éxito escolar, y que -a la inversa-
los alumnos que más problemas crean en la escuela son los que (aunque
sea inconscientemente y en forma autodestructiva) más enérgicamente pro-
5 Roy Campbell, «On Sorne South African Novelists», Collected Poems, vol. 1,
Londres, The Bodley Head, 1949.
214 Música. Sociedad. Educación
testan contra el ataque que el sistema dirige contra su impulso creativo
y su confianza en sí mismos. Después de todo, hasta el comportamiento
estudiantil más anárquico y destructivo puede ser considerado como una
especie de investigación; la experimentación destructiva es un procedi-
miento científico respetable y aceptado, y algunos niños y jóvenes son tan
expertos en experimentar . destructivamente con sus maestros como pueden
serlo los investigadores conductistas en la destrucción de las pautas de
comportamiento innatas de las palomas.
Podemos salir de esta situación dando un paso que, en principio, es
muy fácil: reconociendo la capacidad creativa propia de las mentes jóve-
nes, y aprovechándola -al mismo tiempo que. la liberamos- para hacer
que pueda encontrar sus propias soluciones o, lo ,gue es más fundamental
aún, formular sus propias preguntas. La cues(ión fundamental, tal como
lo señalan Postman y Weingartner 6, es «¿qué vale la pena saber?», a la
cual quizá se podría añadir «¿qué vale la pena hacer?» (aunque tal vez
básicamente sean las dos la misma pregunta); ambas son lo suficiente para
mantener a cualquiera fructíferamente ocupado durante más de una vida.
El conocimiento científico ocupa un · evidente lugar en tales cuestiones
(por más que uno quisiera ver una ciencia liberada del esdavizante impulso
a dominar), y la experiencia y la habilidad artística encontrarán una vez
más su lugar adecuado. Así como el acto creativo está en el 'centro de toda
actividad artística, en el centro de la educación musical instalamos firme-
mente la actividad creativa, de la cual irradian todas las otras actividades,
más tradicionales, que alimentadas por el trabajo de la creación, a su vez
la realimentan: la práctica de la composición, de la notación (cuando y si es
necesaria), escuchar y tocar, estudiar la obra de otros músicos de diversos
períodos, estilos y culturas.
En todo esto no necesitamos prestar tanta atención a los objetivos
a largo plazo; dejemos que cada momento sea disfrutado por sí mismo,
que cada logro genere su propio entusiasmo, su propia confianza, y que
las habilidades se desarrollen cuando sean necesarias. Podemos aceptar
como un hecho que buena parte de la música que se haga será simple-
mente volver a arreglar material ya conocido de los jóvenes compositores,
que se servirán, como los cantantes de blues, como todos los que partici-
pan en una tradición viviente, de un fondo común de materiales. Hasta
podemos aceptar ese «descenso de los estándares» de actuación y de otras
habilidades, que tanto temen los conocedores musicales; o dicho de otra
manera, aceptar que se abandone . la persecución del virtuosismo como un
fin en sí (un virtuosismo que en forma tan extraña, y sin embargo con-
vincente, corre paralelo con esa persecución del virtuosismo tecnológico
que lo lleva a trascender toda posible utilidad, como los aviones supersó-
nicos y los descensos en la luna) en favor de un cultivo global de la
experiencia musical en cuanto prerrogatíva de todos y tan accesible a todos
como lo es en Africa y en Bali.
6 Neil Postman y Charles Weingartner, Teaching as a Subversive Activity, Nueva
York, Delacorte Press, 1969, y Hardmonsworth, Penguin Books, 1971, cap. 5.
Los niños como artistas 215
El escolar que definió la música como «lo que hacen los músicos»
resume la situación actual en todas las escuelas, salvo una minoría (a esta
altura ya no es necesario insistir sobre el notorio hallazgo que anuncia el
British Schools Council en Enquiry One 1, según el cual los jóvenes que
abandonan la escuela ponen a la música en el último lugar de la lista de
materias escolares, tanto en lo que se refiere al placer que obtienen
de ella como a su potencial utilidad). ¡Cuántas veces, al entrar en el aula de
una escuela primaria, a cargo de un maestro dedicado y competente, llena
de esa rumorosa actividad de los niños felices, llena también de dibujos,
pinturas, esculturas, títeres, mapas, poemas y toda suerte de cosas hechas
por ellos, me he encontrado con que no hay nada de música! ¿Por qué no?
«Es que no tengo formación musical.» El artista sin formación ha obte-
nido de sus alumnos toda clase de obras de arte, el escritor sin forma-
ción les hace escribir poemas, proyectos y cosas diversas, pero al músico
sin formación lo han convencido (y aquí las instituciones donde se for-
man maestros deben aceptar gran parte de la culpa) de que no puede
hacer nada por ayudar a los niños a cultivar esa musicalidad que es tan
poderosa como los otros impulsos· artísticos que tan generosamente ha
liberado en sus alumnos. Y con cuánta frecuencia se encuentra uno en las
escuelas secundarias con un desdichado músico que debe hacer frente a
grupos de aburridos y rebeldes que no quieren saber nada de lo que él
puede ofrecerles: ni de Mozart, ni de Tchaikovsky, ni de Brahms, que
él tanto ama y que intenta dar a conocer a esos jóvenes puestos en una
situación de humillante frustración, de la que se consuelan pensando que
después de la escuela cantarán en un coro o tocarán en una orquesta . Estas
situaciones resultan del hecho de que la música esté dominada por los
expertos que insisten en que hay que saber antes de poder hacer.
La música es demasiado importante para dejarla en manos de los mú-
sicos, y si reconocemos este hecho asestaremos un golpe al dominio que
ejercen los expertos, no sólo sobre nuestra música, sino también sobre
nuestra vida. Si _es posible controlar nuestro propio destino musical, ha-
cernos nuestra propia música en vez de dejar que nos. la hagan otros,
entonces tal vez podamos llegar igualmente a controlar a algún otro de
los expertos que nos controlan la vida desde afuera . Es verdad que eso
puede significar la renuncia a alguna de las comodidades más complejas
de la vida moderna, pero cada vez hay más personas que creen no sola-
mente que quizá no estuviera tan mal hacerlo, sino incluso que , si no lo
hacemos voluntariamente, bien podemos perderlas por razones de fuerza
mayor.
En Energy and Equity (Energía y equidad), su libro menos conocido,
pero a mi juicio muy importante, I ván Illich señala que el consumo de
energía más allá de cierto monto per cápita no sólo introduce en una
sociedad injusticias y desigualdades que no se pueden erradicar mediante
7 Schools Council (Consejo Escolar), Enquiry One: The Young School Leavers,
Londres, Her Majesty's Stationery Office, 1968.
216 Música. Sociedad. Educación
la legislación, sino que, además, algunos de los aparentes ·logros en aspee-.
tos como el tiempo de ocio y la libertad son en realidad ilusorios. Observa
Illich que el varón norteamericano adulto promedio dedica a su coche
más de 1.600 horas por año -no sólo a conducirlo, sino a pagarlo y pagar
el mantenimiento y el combustible necesarios-, en tanto que viaja, como
término medio, unos 12.000 kilómetros por año, lo que le da una veloci-
dad promedio de unos ocho kilómetros por hora ... , más o menos lo
mismo que un campesino mejicano 8 • Lo mismo señalaba Thoreau hace
más de un siglo:
La gente me dice: «Me asombra que no ahorres dinero; a ti te gusta v1a¡ar
y podrías irte con el tren a Fitchburg a visitar la región .» Pero yo no soy tan tonto.
Ya he aprendido que quien con mayor rapidez viaja es quien marcha a p1e. Y res-
pondo a mi amigo: «Supón que probamos a ver quién llega primero. La distancia
es de treinta millas, y el billete cuesta noventa centavos, que son casi el salario
de una jornada. Recuerdo cuando el salario era de sesenta centavos. Puer bien, me
echo a andar y llego allí para la. noche; a ese ritmo he viajado a veces toda la
semana. Tú, entretanto, te has ganado el precio de tu billete, y llegas allí mañana,
o posiblemente esta noche, si tienes la suerte de encontrar un trabajo bastante
pronto. En vez de ir a Fitchburg , estarás la mayor parte del día trabajando aquí.
Y así, si el ferrocarril te llevara a dar la vuelta al mundo, creo que .yo seguiría sacán-
dote ventaja, y en cuanto a ver el país y ese tipo de experiencias, tendría que
terminar separándome totalmente de ti.»
Tal es la ley universal que ningún hombre puede saltarse, y respecto del ferroca- ·
rril podemos incluso decir que es tan ancho como largo. Poner al alcance de toda
la humanidad un tren que dé la vuelta al mundo equivale a nivelar toda la superficie
del planeta. Los hombres tienen una incierta idea de que, si la mantienen durante
el tiempo suficiente, fundando empresas y pagando obreros que instalen los rieles,
esa actividad terminará por llevarlos a alguna parte, en un tiempo increíble y sin
gastar nada; pero aunque una multitud se precipite a la estación, y el maquinista
grite «pasajeros al tren», cuando el humo se disipe y el vapor se condense, se verá
que unos pocos han montado en él, pero los demás han sido arrollados, y a eso
se lo llamará, y será, «un lamentable accidente». No cabe duda de que finalmente
podrán viajar los que se hayan ganado el precio del billete, siempre que sobrevivan,
pero es probable que para entonces hayan perdido flexibilidad y deseos de viajar 9•
Podríamos, pues, renunciar a muchos de nuestros juguetes tecnológicos,
y no por eso nos encontraríamos peor, sino mejor, dueños una vez más de
nuestra vida y no subordinados a esos expertos que conocen nuestra vida
y nuestras necesidades mejor que nosotros mismos, y_que son los únicos
que tienen el poder de satisfacer las necesidades que ellos mismos ·nos
han creado. Tanto Illich como Thoreau han percibido -para decirlo con
la metáfora del segundo- que los que alcanzan el tren, lo mismo que los
que se quedan fuera, sufren de diferentes maneras; los primeros por estar
uncidos a la necesidad de ganar el dinero necesario para viajar, los otros
por no ser capaces de hacerlo y, por ende, verse excluidos de la natural
8
Iván Illich , Energy and Equity, Londres, Calder & Boyars, 1974.
9 Henry David Thoreau, W alden, ar Life in the W oods (1854), Everyman Edition
(s. f.), p. 45.
Los niños como artistas 21'7
movilidad humana por el agrandamiento de las distancias que crean los
transportes de alta velocidad. Y todos están igualmente en manos de quie,.
nes tienen el carbón, el petróleo o, si nuestra sociedad adopta como primer
motor la energía atómica, el uranio para vender ; y están en poder, además,
de quienes deciden a dónde hemos de viajar. De hecho, nos convertimos
en consumidores más bien que en productores de movilidad, y el producto
-la llegada- ha destruido, tal como sugiere Thoreau, la conciencia del
viaje, las etapas del recorrido; los placeres ocasionales de las estaciones
por donde hemos pasado, la visión de los diferentes paisajes, se han redu-
:1 cido a la espera en las salas de tránsito de los aeropuertos, al atisbo de los
Alpes que tenemos al atravesarlos a nueve mil metros de altura y a una
velocidad de novecientos kilómetros por hora.
Decía Stephenson que viajar con ilusión es mejor que llegar, y la
verdad es que en muchos viajes de la vida no hay destino. ¿En qué nivel
de habilidad puede decir uno que ya sabe tocar el piano, pintar un cuadro
o que es capaz de mantener una motocicleta? No existe más que la ex-
ploración constante del espacio físico, del espacio musical, del espacio
vísual y del espacio interior, que llevamos a cabo desde el momento en
que por primera vez ponemos la mano sobre un instrumento, sostenemos
un pincel, empuñamos una sierra o un martillo. Correr en pos del virtuo-
' sismo con el excluyente empeño que esto implica es perderse los placeres
y las alegrías inesperadas de un viaje que es tanto más emocionante cuanto
·¡ que no sabemos -quizá no nos importa- hacia dónde vamos. El com-
positor chopi y sus colegas del ngodo, o los miembros del gamelán están
l atentos a la música del momento, a la experiencia del momento, a la crea-
ción del momento, y una vez que se han agotado las posibilidades de la
obra del momento, están felices de abandonarla.
Al permitir a nuestros alumnos la oportunidad de hacer música en
tiempo presente, podemos introducir en la escuela, por mediación de esta
actividad en gran parte descuidadij (porque para la mayoría de las perso-
nas no se relaciona directamente con la necesidad de ganarses la vida),
un concepto que puede desbaratar la naturaleza instrumental y orientada
hacia el futuro de la escuela, y su preocupación por conseguir un pro-
ducto. Porque si reconocemos la capacidad creativa de los niños en el arte,
debemos reconocer también su capacidad de crear otras formas de cono-
cimiento (puesto que el arte es una forma del conocimiento, pero de un
conocimiento que se experimenta directamente, en vez de absorberlo en
forma abstracta) y de formular sus propias preguntas, que más de una vez
·1
cortan de través los límites de nuestras veneradas asignaturas y especia-
lidades.
Puede ser que al hacerlo sacrifiquemos en parte el virtuosismo que
tanto admiramos en los músicos profesionales, pero tendremos que recor-
dar entonces que es precisamente esta admiración por el virtuosismo como
tal lo que veda a la mayoría una auténtica experiencia musical, así como
es nuestra admiración por la tecnología «de alta energía» lo que priva
a la mayoría de la mayor parte de sus beneficios; será un sacrificio con
más ganancia que pérdida. Pero puede haber también otras consecuencias.
218 Música. Sociedad. Educación
El gran dilema de nuestra cultura musical · en la actualidad es la posición
del compositor, que es una figura aislada, separada de la gran mayoría
de la comunidad, que envía sus mensajes al vacío, preguntándose si alguien
los escucha, condenado siempre a dirigirse a un público esencialmente
pasivo, con quien la relación más íntima que puede alcanzar es la del
productor que abastece a clientes que pagan para ir a un concierto. Ni
siquiera tiene la satisfacción de sentir que está haciendo algo que la co-
munidad valore; para la gran mayoría de los compositores representa una
dura lucha conseguir que su música se oiga siquiera, y dudo mucho que,
si alguna peste llegara a arrebatar a todos los .compositores que enumera
John Vínton en su Twentieth Century Music Dictionary 10 (Diccionario de
la música del siglo :xx), la mayoría de la comunidad llegara a advertir si-
quiera su ausencia.
Que las cosas no tienen necesariamente por qué ser así se ve clara-
mente en nuestro somero recorrido por otras culturas musicales, como
también en la del siglo XVIII en Nueva Inglaterra, donde todos son libres
de participar en el trabajo creativo (aunque no todos quieran, pero eso es
otro problema) y al compositor se le valora como un miembro necesari.o
de la comunidad. Desde el punto de vista · del virtuosismo individual, y
hablando tecnológicamente, todas estas son culturas de «baja energía».
La posición del «profesional», en la medida en que existe, es la de di-
rector, instructor o mentor más bien que la de productor, y su obra se
vincula íntimamente con la comunidad de la cual es miembro, y tan im-
portante. Su obra surge de la experiencia del pueblo y le da expresión, se
arraiga en ella al mismo tiempo que la espiritualiza. Como dice Bebey:
«Por más trascendente que pueda ser la sustancia de la música africana,
se expresa siempre en un nivel humano. Esta es quizá la más sorpren-
dente de todas las paradojas; la música celestial que se eleva en glori-
ficación de los dioses tiene sus raíces en las terrestres realidades de la vida
cotidiana» 11•
· Es posible restablecer a la música el carácter comunitario que hemos
perdido ·por ir en pos de objetivos que son en última instancia ilusorios,
y la iniciación del proceso está dentro de las posibilidades de cualquier
maestro de música. Por cierto que la plenitud de tal carácter sólo puede
darse en una sociedad plenamente comunitaria. Como ya observamos, las
artes, la educación y la sociedad se mueven como si existiera entre ellas
una especie de trabazón recíproca; de las tres, la que al parecer tiene
menos influencia es el arte, que, sin embargo, no deja de pesar sobre la
forma en que la gente piensa, siente y percibe, cosas que finalmente tienen
más importancia que lo que sabe, o lo que cree que sabe. Las artes, y la
música en particular, pueden ponernos en el estado anímico correspon-
di~nte a esa sociedad potencial que todavía no existe; el poder del arte
para perturbar las maneras habituales de sentir y de percibir se puede ver,
10 John Vinton (ed.), Díctionary of 20th Century Music, Londres, Thames &
Hudson, 1974.
11 Francis Bebey, African Music: A People's Art (trad. inglesa de Josephine Ben-
net), Londres, Harrap, 1975, p. 132.
Los niños como artistas 219
aunque sólo sea de manera negativa, en la violencia de la reacción ante
la música de Schoenberg, o incluso de los Rolling Stones (que después
de todo, no son más que sonidos), y en la violencia perpetrada en Londres
con las esculturas de Epstein (que, después de todo, no son más que trozos
de piedra o de metal). Para que pudieran provocar semejantes reacciones,
el poder subversivo de estas -y de otras- obras de arte tuvo que haber
sido captado, por más oscuramente que fuese.
Pero el verdaderq_poder del arte no reside en escuchar ni en contem-
plar la obra terminada, sino en el acto mismo de la creación. En el proceso
de creación artística el creador se compromete todo entero; entran en
juego su razón. y su intuición, unidas a la autocrítica más despiadada y sin
excluir una evaluación realista de la situación. El artista se pone una
meta, única y a corto plazo, susceptible de ser realizada dentro del marco
de la composición presente (que, sin embargo, como sucede con la obra de
Proust o la de Wagner o la de un artista monástico medieval, puede
extenderse a lo largo de veinte años o aún más) y echa a andar en pos
de ella, reconociendo al mismo tiempo, como cualquier verdadero explo-
rador, que quizá no puede saber hacia donde marcha mientras no haya
llegado allí, y deleitándose con lo que le ofrece el nuevo territorio que va
descubriendo. Así está trabajando dentro de los límites de su propia capa-
cidad, en vez de regirse por la que algún otro, por más que se haya
documeQtado con investigaciones educacionales y psicológicas, considera
que debe tener y, finalmente, está aprendiendo a ordenar su propia vida
sensorial, sensual y emocional, y a hacerse sus propios modelos de po-
sibles realidades y futuros alternativos.
Por cierto, nada de esto es nuevo; lo que hago no es más que volver
a expresar . lo que, hace ya más de cuarenta años, dijo Herbert Read.
En su libro Education Through Art (La educación por el arte) se encuen-
tran abundantes observaciones como ésta: <<Elparalelo más cercano a la
estructura de personalidad del niño no es la estructura mental del lógico,
sino la del artista. . . Así lo demuestra la amorosa atención a lo que tienen
entre manos, y esa estrecha unión entre objeto y sujeto que se da en los
niños y en los artistas» 12• Es obvia la referencia de esta última afirmación
al papel que le cabe al arte en cuanto a remediar la escisión que la ciencia
establece entre sujeto y objeto.
También es Herbert Read quien nos hace ver otras implicaciones más
amplias de la educación encarada desde este punto de vista, diciendo:
«El propósito de una reforma del sistema de educación no es lograr que
se produzcan más obras de arte, sino mejores personas y sociedades me-
jores. Peto ... puede ser que esa actividad artística en los niños sea el
comienzo de una reforma más amplia. Una vez que se liberan en una
dirección los poderes creativos ... , una vez que se rompen en un punto
los grilletes impuestos a la actividad escolar, se inicia generalmente una
12 Herbert Read, Education Tbrough Art, Londres, Faber & Faber, 1943, 2.ª ed.,
1958, p. 56.
220 Música. Sociedad. Educación
especie de liberación interior, el despertar de una actividad superior» 13•
E insiste: «El propósito de la educación estética en los niños no puede
ser nunca, por ende, la producción de un tipo de arte conforme con una
norma estética canónica o "superior", por más que se pueda admitir
una norma tal... El propósito del arte en la educación, que debería ser
idéntico al propósito de la educación misma, es cultivar en el niño una mo-
dalidad de experiencia integrada ... en la cual el "pensamiento" tiene siem-
pre su correlato en la visualización concreta, en la que la percepción y el
sentimiento se mueven con un ritmo orgánico, de sístole y diástole, hacia
una aceptación cada vez más plena y más libre de la realidad» 14•
Una vez que se acepta que este tipo de enfoque no sólo es posible
en la áctividad artística, sino en el campo total de la educación, una vez
que se abandona la idea de la educación como preparación para la vida
(no entiendo qué es lo que han estado haciendo los niños y jóvenes desde
que nacieron, si no es vivir) y se la ve como parte de la vida misma,
una vez que se hace uno a la idea de que hay tantas maneras de aden-
trarse en el conocimiento como personas, de que la disposición lógica y
rectilínea de los programas, con su progresión lineal' de una a otra etapa,
se basa en una fantasía sobre la forma en que aprendemos los seres hu-
manos, se revela el sinsentido de muchas de las discusiones que oponen la
«excelencia» a la «igualdad de oportunidades». Los exámenes ideados para
separar a los «inteligentes» de los «tontos», o cualquier otro nombre que
hayamos decidido aplicarles, no tienen más que un funcionamiento unidi-
mensional, a lo largo de lo que podemos llamar el eje intelectual-verbal, y no
ponen a prueba más que esa variedad de excelencia, arbitrariamente esco-
gida (que de todas maneras es posible que se reduzca en gran parte a una
habilidad específica para dar exámenes); a todos los otros tipos de ex-
celencia, de los cuales hay tantos como personas, ,no se les hace el menor
caso.
Quizá aquí pueda sernos de utilidad la presentación de la educación
musical y general en otras culturas que ofrecimos en el capítulo 2. No
quiero dar a entender que la respuesta a todos nuestros problemas haya
que buscarla en Oriente o en Africa, pero la tesis de este libro es que
otras culturas tienen un caudal de experiencia y de sabiduría por lo menos
equiparable al nuestro, y que, así como el individuo puede aprender de
otros, ninguna cultura puede sostener que no tiene nada que aprender del
resto de la humanidad. Se puede aseverar confiadamente no sólo que cual-
quier teoría de la estética que se limite exclusivamente a la experiencia mu-
sical de la Europa posrenacentista será incompleta e incluso engañosa, sino
también ,que cualquier sistema de educación que descuide las experiencias
educacionales de otras culturas deformará la vida y la experiencia de
aquellos a quienes pretenda educar.
Cabe preguntarse qué sucede con Beethoven, Bach, Brahms y Webern,
y con los otros grandes «clásicos», con este nuevo enfoque de la educación
13 Herbert Read, ibid,, p. 59.
14 Herbert Read, ibid., p. 105.
Los niños como artistas 221
musical que insiste más sobre el proceso de la creación que sobre el ob-
jeto artísticq acabado. La respuestsa debe ser que permanecerán o no, según
la medida ,en que se les considere importantes para la vida de quienes'
toquen u oigan su música. Pero se les conocerá por lo que son: una parte
del pasado que podemos amar y reverenciar, pero que no es necesario que
idolatremos. Se les verá como hombres, no como espíritus etéreos, y se
sentirá más -y no menos- en su música el hálito viviente de su res-
piración; la escucharemos con mayor y no con menor claridad. En todo
caso, desde la época en que vivieron sólo ha habido una minoría de per-
sonas para las cuales su discurso ha sido accesible y que han compartido
sus valores (la historia de la música de la mayoría jamás ha sido escrita,
y tal vez no sea posible escribirla ... , lo que quizá sea para bien); esa
minoría seguirá existiendo ·en tanto que exista en Occidente la clasé media,
y representará la cultura dominante en tanto que la clase media sea do-
minante, pero ya no podemos darnos el lujo de insistir en que sus valores
son los únicos valores musicales (ni humanos). De hecho, se puede sos-
tener que los grandes compositores clásicos ya no tienen otra importancia
que la histórica en el mundo hacia el cual avanzamos con tan inquietante
velocidad. Sin duda, limitar nuestras enseñanzas, en esta época de cambios
tan profundos como turbulentos, solamente a los valores tradicionales de
la música occidental es correr el riesgo de limitar la imaginación de los
alumnos a aquellos modos del pensamiento que han traído a nuestra cul-
tura a su desastrosa situación actual. Es menester considerar por lo menos
la posibilidad de que se dé un conflicto entre la «difusión» de Mozart
y Beethoven (y de sus modernos epígonos) y los verdaderos intereses (en
los dos sentidos de la palabra) de nuestros alumnos.
Pero como cabe suponer, la imaginación de nuestros , alumnos no se
dejará limitar por nada; nos encontraremos con que, como el Father McKen-
zie de John Lennon, se han ido y nos han dejado solos, escribiendo nues-
tros sermones que nadie escuchará. Debemos admitir que, en buena medida,
esto es lo que sucede hoy por hoy en nuestras escuelas; incluso me arries-
garía a decir que la descomposición creciente del sistema escolar en los
países occidentales se debe precisamente al hecho de que no tenemos nada
que decir a nuestros niños y jóvenes, que a la mayoría de ellos les inte~
resa escuchar. No podemos pretender que se avengan a renunciar a más
de un sexto de su esperanza de vida para estar enc.arcelados en un medio
que, en virtud de la definición misma de sus objetivos, no puede prestar
auténtica atención a la calidad de su experiencia presente, ni puede ofrecer
a la mayoría de ellos nada que puedan considerar útil, ni siquiera supo-
niendo que estén dispuestos a demorar la gratificación de sus impulsos
y necesidades en la forma en que lo establece la clase media burguesa.
El actual modelo de la educación, científico y de orientación pragmá-
tica, les está fallando desastrosamente a los jóvenes . Es verdad que, por
lo menos en Gran Bretaña, en muchos jardines de infancia y escuelas pri-
marias se está intentando desde hace algún tiempo , noble y valientemente,
zafarse de este abrazo mortal. Pero una vez que llegan a los once o doce
años, todos los niños se ven empujados de buen o mal grado a la escalera
222 Música. Sociedad. Educación
mecánica que conduce a los afortunados -¿o no tan afortunados?- a las
notas más altas y al diploma, que les permitirán a su vez avanzar hacia
un título superior y hacia las trampas del éxito, en tanto que los menos
afortunados --o a veces los más independientes-. deben sufrir una desilu-
sión que se les hace tanto más cruel cuanto que han sido formados en las
expectativas generadas por una experiencia de la escuela primaria que ar-
moniza mejor con la forma en que realmente aprendemos. Mientras que la
senda que lleva al éxito siga pasando por la puerta estrecha de la sala
de exámenes, semejantes intentos de humanización están condenados a ex-
tinguirse al comienzo de la escolarización secundaria.
La situación, que tan rápidamente cambia hoy en nuestra sociedad, con
su incertidumbre, su inestabilidad económica y sus reivindicaciones, exige
que al modelo artístico de la educación se le dé oportunidad de cultivar
aquellas capacidades que tan lamentablemente descuidadas están en el
modelo actual. Y no necesitamos que esto nos lo digan los descubrimientos
de Robert Ornstsein sobre las funciones de ambos hemisferios del cere-
bro 15, por más interesantes que sean: el carácter comunitario de la vida
artística, mitopoética y ritual de Bali y del Africa negra, por no citar más
que algo que hemos considerado ya en este libro, nos dice claramente
en qué sentidos Occidente sigue siendo una comarca subdesarrollada. He in-
tentado demostrar cómo la música de nuestro siglo presagia una sociedad
que está pugnando por emerger de la antigua; quizá si los maestros pu-
dieran aprender la lección del arte, y valerse de la experiencia del arte
como modelo para su forma de tratar a los niños, pudiéramos finalmente
influir para que el fruto de ese nacimiento (que de todas maneras se
producirá, con o sin nuestra ayuda) sea válido y robusto. Quizá pueda
parecer absurdo que un movimiento así haya de iniciarse en las clases de
música, pero es así solamente porque no nos percatamos del poder del
modo artístico de pensar; su influencia sobre la educación y, por media-
ción de ella, sobre la sociedad, puede ser pequeña, pero debido al poder
del arte para cambiar las formas de percepción humanas, es real.
No me propongo detallar aquí un proyecto de reforma del sistema edu-
cacional, ni creo que sea necesario. En todo caso, reemplazar un sistema
por otro no sería más que reemplazar una herejía por otra; de lo que se
trata es de reemplazar el sistema de educación por una comunidad educa-
tiva, y esto sólo se puede lograr a partir de los esfuerzos, tanto individuales
como de pequeños grupos, por crear una fecunda diversidad y una bien
trabada red de comunidades educativas, a partir de la exploración de la
realidad por obra de exploradores que, con frecuencia, no sabrán cuál es
su derrotero mientras no lo hayan completado. Pero consideremos una si-
tuación en la que a todos no sólo se les permita, sino que se les estimule
a trabajar en lo que les interesa bajo la orientación de los mayores, en un
mundo que no esté ya limitado por los muros del aula, ni síquíera por
los de la escuela. Hay poderosos argumentos que aconsejan que desde tem-
15 Véase, por ejemplo, Robert Ornstein, «The Brain's Other Halfa, New Scientist,
junio 6, 1974, pp. 607-9.
Los niños como artistas 223
prana edad se incorpore a los niños a la vida económica y política de la
comunidad; gran parte del descontento de los jóvenes con la escuela tal
como hoy se encuentra organizada debe de generarse en el total aislamiento
en que ésta los mantiene respecto de esos aspectos de la vida, y en la
naturaleza «como si» de todo el trabajo que en ella hacen. La práctica de
que los niños vayan asumiendo poco a poco sus responsabilidades en la
comunidad es característica de cualquier cultura de aldea -se da, prácti-
camente, en todas partes donde a los niños no se les mete en un aula como
a un rebaño en el corral-, y mucho podríamos aprender de ella.
Si cada uno trabaja en la medida de sus fuerzas por alcanzar sus propios
objetivos , no necesitamos un plan de estudios formal , ni pruebas de inte-
ligencia ni de aptitudes, porque cada uno está constantemente poniendo a
prueba su propia capacidad, ni tampoco ninguna selección por capacidades;
ya que no hay criterios sobre los cuales basarla; habría quizá una mínima
selección por edades, ya que parecería que la sociedad occidental fuese la
única que se cree la fábula de que los niños mayores no tienen nada que
enseñar a los más pequeños, a no ser, quizá, «malos modales». No necesi-
tamos investigaciones sobre las etapas de la maduración y la «disposición
al aprendizaje», ya . que sobre esos puntos cada uno tomará sus propias
decisiones, y ¿quién ha de decirle a un niño que todavía no está en con-
diciones de aprender algo que puede aprender? Thomas Mann , cuyo Doctor
Faustus es pródigo en muestras de una visión aguda y profunda de nuestra
cultura, pone en labios de su maduro narrador estas palabras, que oyó en
su juventud al asistir a una serie de conferencias sobre Beethoven, dictadas
por un maestro inspirado:
... lo escuchábamos todo con la fantasía, indistintamente excitada, de niños a quienes
les cuentan un cuento de hadas que no entienden, por más que igualmente, de una
manera extraña, soñadora, intuitiva, sus tiernas mentalidades se enriquezcan y ensan-
chen con el relato. Fuga, contrapunto, «Heroica», «confusión como consecuencia de
modulaciones demasiado intensamente coloreadas», «estilo estricto» ... para nosotros
todo aquello era una serie de conjuros mágicos, pero lo oíamos con tanta avidez,
con los ojos tan desorbitados como oyen siempre los niños aquello que no entienden
o que incli:iso es del todo impropio para ellos; de hecho, con mucho más placer que
el que puede obtenerse de lo familiar, lo justo y lo adecuado. ¿Puede creerse que ·
esta sea la manera de aprender más intensiva, más espléndida, tal vez la más produc-
tiva: aprender anticipándose, en un aprendizaje que va saltándose amplios tramos de
ignorancia? Como pedagogo, supongo que no debería yo elogiarla, pero sé que es
extraordinariamente provechosa para la juventud, y creo que con el tiempo, esas
brechas que han ido dejando los saltos van llenándose solas 16• ·
La profundidad de visión de Mann nos recuerda también que no es
necesario proscribir el curso formal de las lecciones. Todos podemos re-
cordar ocasiones en que hemos aprendido mucho de cursos así, sobte ma-
terias que nos interesaban y dictados por buenos maestros. Pero para que
16 Thomas Mano, Doctor Faustus (trad . inglesa de H. T. Lowe Porter , 1949), Hard-
monsworth, Penguin Books, 1968, p . 58.
224 Música. Sociedad. Educación
sean eficaces hay que concurrir voluntariamente a ellos, y deben estar
abiertos a todos. Si un niño de diez años quiere seguir un curso de física
atómica, se le ha de permitir que lo haga, aunque tenga pocas probabili-
dades de entender lo que se dice; la experiencia , puede convertirse, como
dice Mann, en algo mágico, y sabido es que los cuentos de hadas han sido
siempre un instrumento educativo tan válido como los libros de texto.
Yo mismo recuerdo una experiencia muy semejante a la del narrador de
Mann, cuando a los nueve años mi madre me llevó (ya no recuerdo en
qué circunstancias) a una conferencia de un ciclo sobre lo que eran, por
entonces, maneras revolucionarias de enseñar arte a los niños. La charla
estuvo ilustrada con diapositivas de pinturas de niños, de un tipo que
ahora ya es bastsante común, pero que en 1936 fueron una revelación
para los maestros. Yo no entendí una sola palabra de la teoría educacional
en que se basaba, pero aquello fue para mí una vivencia . mágica, que sin
duda ha sido importante en mi vida.
El conceP.to de la comunidad educacional que esto evoca es el del
centro de recursos gratuitamente accesibles para todos, y una vez llegado
a este concepto, se pregunta uno por qué ha de estar solamente disponible
para los niños; si el aprendizaje ha de continuar durante toda la vida,
¿por qué no convertirlo en un centro que todos puedan usar, a la edad
que sea? El doctor Harry Judge, director del Departamento · de Estudios
de la Educación de la Universidad de Oxford, expresó en una conferencia:
¿Cómo serían las escuelas en un sistema social que fuera en sí mismo educativo,
y donde la instrucción (por usar un término bien nítido y preciso) fuera accesible
gratuitamente a todos los postulantes de cualquier edad? O, si lo miramos desde el
ángulo opuesto, ¿cómo tendrían que ser las escuelas para contribuir al nacimiento de
un tipo así ·de sociedad educativa?
La respuesta es tan simple que resulta incómoda. Primero es necesario que las
escuelas se liberen de muchas de las presiones que actualmente se les imponen:
las presiones de tiempo, ejercidas por una concentración excesiva en los primeros años
de la vida; de status académico (por exageración del valor de la educación general
o humanista), de coerción (reforzadas por la extensión de un concepto anacrónico
de la escolarización obligatoria), de selección social (transmitidas, por ejemplo, me-
diante un elaborado sistema de exámenes) y de un estrecho concepto del funcio-
nalismo (~xpresado en una teoría de la praxis que exige que en la escuela les hagan
cosas a los niños) ... Dudo muchísimo de que el concepto de un plan de estudios,
escolar, nacional o internacional, pueda o deba sobrevivir en tales condiciones. En la
sociedad educativa, ya no será necesario que la escuela finja que tiene un plan de
estudios, en el sentido convencional del término, por mediación del cual, no se sabe
bien cómo, una generación transmite a la siguiente un caudal de aprendizaje sobre
el cual exi.ste general acuerdo... Los exámenes, como la extensión de la escolarización
obligatoria, son ricos en explicaciones históricas, ·pero pobres en justificaciones con-
temporáneas 17. · desea, por ejemplo, dirigir una orquesta, aprender swahili o viajar al polo
El doctor Judge insiste en que la única manera de alcanzar tales 'ob-
jetivos es empezar por una reeducación radical de los maestros . «Cualquier
17 «Plea to Lift "Monopoly" in Schooling», Times Educational Supplement, sep-
tiembre 6, 1974.
Los niños como artistas w
sociedad -dice-,. que desee reformar su sistema educacional tendrá que
demostrar primero el valor de sus convicciones haciendo una inversión in-
mediata en la educación constante de sus maestros, para confiarles luego
el trabajo, que en lo sucesivo ya no se podrá dejar -si es que alguna vez
se pudo-- que otros definan por ellos.» Un cuerpo de educadores pequeño
y radicalmente reeducado, ayudado con los recursos de la comunidad que
pudieran aportar aquellos mismos adultos que fueron prosiguiendo su
educación a lo largo de la vida, podría colaborar en la creación de una
comunidad educacional que, a diferencia de lo que pasa con el actual sis-
tema en proceso de desintegración, nuestra sociedad -y de hecho cual-
quier sociedad- podría permitirse efectivamente.
En condiciones ·así, los alumnos ya no son el objeto de nuestra ins-
trucción, sino agentes activos, cuyas investigaciones constituyen el plan de
estudios, cuya experiencia es el programa; ellos están haciendo la inves-
tigación: en sí mismos, entre ellos y en el mundo que los rodea. La palabra
«investigación» nos devuelve bruscamente a una consideración de la cien-
cia. El propósito principal de un maestsro es ayudar a sus alumnos a que
aprendan a vivir en el mundo, y la práctica del . arte en su sentido más
amplio es una importante herramienta en ese aprendizaje, que por lo
demás debe seguir toda la vida. Aprender a vivir en el mundo incluye, sin
duda, la exploración de la naturaleza, pero una exploración que se despoja
de la urgencia de dominio que -desde sus comienzos en el siglo xv1-
ha sido el motor de la ciencia occidental. El camino hacia una verdadera
ciencia, hacia un verdadero conocimiento de la naturaleza -un conoci-
miento tan sutil y tan íntimo como el que permite que los pigmeos de
la cuenca del Ituri lleven en su hábitat de la jungla un~ vida más cómoda
y placentera que más 'de un occidental en las ciudades que nos hemos cons-
truido-- pasa por una exploración afectuosa, similar a la que el artista
hace de sus materiales. (Confío en que a esta altura esté claro que no
insinúo que debamos todos vivir como los pigmeos, aun cuando eso fuera
posible; pero sí digo que tenemos mucho que aprender de ellos, lo mismo
que de otros pueblos a los que nos complacemos en llamar «primitivos».)
En tales condiciones, el papel del maestro cambiará fundamentalmente;
le ofrecerá más -y no menos- estímulos, a la vez que más gratificaciones.
Liberado de la necesidad de mantener su rol como fuente de todos los
conocimientos, el maestro podrá relajarse y participar en las investigaciones
de sus alumnos. Libre de las restricciones artificiales que impone la situa-
ción del aula, podrá llamar la atención sobre la lección que nos enseñan las
auténticas restricciones impuestas a la condición humana, y que Occidente
da la impresión de haber olvidado o, por lo menos, de las que no parece
haber hecho caso en su empeño por dominar la naturaleza. Si un alumno
Sur, quizá no le sea posible hacerlo, pero tal vez la investigación de los
posibles medios y modos de lograrlo sea en sí misma instructiva. En reali-
dad, el rol del maestro profesional será mucho más el de un coordinador
de los recursos didácticos que el de una fuente de conocimientos, y una de
las habilidades más importantes que tendrá que cultivar en esta situa-
226 Música. Sociedad. Educación
dón es la de saber cuándo ha de intervenir y cuándo mantenerse al mar-
gen. En la actualidad no reconocemos para nada la importancia del vital
proceso de esperar, en silencio y pasividad, a que la idea venga; mantene-
mos a los alumnos en constante movimiento, tironeándolos de un lado a
otro, llevándolos de una actividad a otra, de una a otra materia, sin apenas
hacer una pausa para pensar, con lo que una vez más se revela nuestra
profunda desconfianza de los procesos naturales de las mentes jóvenes.
El hombre sigue siendo parte indisoluble de la naturaleza, no sólo en
la medida en que somos seres. físicos con necesidades corporales y porta-
dores de una herencia animal, sino también, creo (como creían también los
científicos griegos y chinos), en cuanto. nuestra inteligencia participa y
depende de la inteligencia que penetra en su totalidad el mundo natural.
En todas las culturas ha sido tarea del arte, la religión y el ritual mantener
el contacto con aquella inteligencia; solamente en nuestra sociedad nos
hemos atrevido a negar la inteligencia de la naturaleza y a contemplar
como deseable la posibilidad de hacer de ella una esclava de nuestros
deseos, virtualmente ilimitados (parece que la negación de la inteligencia
de los esclavizados fuera 'tin · requisito necesario para tranquilizar la con-
ciencia de sus amos, como bien pueden testimoniar millones de personas
de ascendencia africana). Pero, como·todos los amos de todos los esclavos,
nos hemos vuelto esclavos de nuestro propio poder, y donde con más
claridad se muestra nuestra esclavitud es en la forma en que educamos a
nuestros hijos, en la forma en que intentamos modificar, cuando no negar,
lo que la naturaleza ha dispuesto para el desarrollo de las mentes jóvenes.
Intentamos cambiar lo que no es cambiable, medir lo inconmensurable,
abarcar lo inabarcable, controlar lo que no puede ser controlado; el trata-
miento que damos a la mente del joven es el equivalente de ligar con
bandas de goma el corazón para enseñarle cómo debe latir. La mente hu-
mana es un proceso sutil, perfectamente adaptado y en última instancia
incognoscible, pero la tratamós como si fuera una máquina un poco defec-
tuosa que hay que ajustar para que funcione, o un ordenador en espera
de un programa, algo cuyo modo de operación como tal ha de ser ex-
plicado a la manera de un objeto-ajeno, mediante los métodos de la ciencia.
Por supuesto que hacerlo es imposible, tal como ya hemos señalado; la
mente consciente no es más capaz de abarcar la totalidad del funcionamiento
mental de lo que puede serlo la pantalla del televisor de mostrar cómo
opera el equipo del cual ella no es más que un componente. Pero así como
en la mente del científico la comprobación de este hecho ineludible provoca
desesperación, el artista lo celebra al mismo tiempo que, paradójicamente,
lleva a cabo una investigación, sutil y afectuosa, de sí mismo y de sus
percepciones del mundo natural.
Para que llegaran a ser posibles los métodos de la ciencia moderna, la
naturaleza tuvo que morir, y el hombre debió escindirse totalmente de ella.
Este proceso se completó aproximadamente a comienzos del siglo XVII, y es
interesante que fuera también por aquel entonces cuando estas dos palabras
-ciencia y arte- adquirieron los significados especializados que hoy po-
Los niños como artistas 227
seen; tal como señala Raymond Williams 18, antes de aquella época, y en
verdad durante mucho tiempo después en ciertos textos, las palabras co-
rrespondían simplemente a los significados de conocimiento y habilidad,
respectivamente. Ninguna de las dos tenía el sentido de actividad altamente
especializada e inclusos esotérica que tiene hoy, en tanto que el uso de las
palabras científico y artista para denotar a quienes profesionalmente las
practicaban se remonta sólo a comienzos del siglo XIX, cuando la ciencia
(en el sentido moderno)' empezó a prevalecer en la totalidad del conoci•
miento, y el arte (en el sentido moderno) quedó finalmente relegado al
margen de nuestra cultura, reservado a la contemplación de nuestras ahora
devaluadas emociones e intuiciones. Pero el arte es igualmente, y en un
sentido profundo, conocimiento, en tanto que la ciencia es un sentido pro-
fundo es habilidad, e idealmente, el con'Ócimiento y la habilidad deberían
ser fundamentalmente complementarios y simétricos. Es un lugar común
señalar que ciencia y arte se complementan, pero lo que en la práctica
socava esta complementariedad es el hecho de que en nuestra cultura, el arte
en cuanto medio de exploración ha sido desvalorizado en favor de la
ciencia, y se le ha privado de su función de principal fuente de la acción.
Esta asimetría se genera en la avidez de poder del mundo occidental mo-
derno, y en la manifiesta capacidad de la ciencia para alimentar esa avidez
y conceder aquel dominio sobre la naturaleza que nos fue prometido en el
Antiguo Testamento. Sin embargo, es imposible en principio que el cono-
cimiento científico, tal como hoy se le concibe, haya de otorgarnos ese
conocimiento, mucho más precioso y del que tan lamentablemente carece-
mos, que es saber cómo vivir en el mundo. Tal cosa sólo es posible cuando
se reconoce que el conocimiento consciente es, en el mejor de los casos,
parcial, e incluso engañoso, cuando se lo amputa de sus fuentes profundas
en ese vasto interior de la mente que llamamos el inconsciente. Báteson
señala que «la· mera racionalidad intencional, sin la ayuda de fenómenos
tales como el arte, la religión, el sueño y otros afines, es necesariamente
patógena y destructora de la vida ... su virulencia surge específicamente de
la circunstancia de que la vida depende de la trabazón de circuitos de con-
tingencia, en tanto que la conciencia sólo es capaz de ver, de tales circuitos,
sectores de arco de no mayor longitud de la que puede escoger el humano
propósito» 19•
El arte, la religión, los sueños, el ritual, son todos medios de restable-
cer el contado con esa totalidad de la vida mental de la cual nos ha
divorciado nuestra concentración sobre la actividad consciente. A esta lista
quisiera uno añadir la ciencia, pero tendría que ser una ciencia liberada
del apremio por dominar, una ciencia que fuese ese verdadero conocimiento
que el amante ..tiene del ser amado, un conocimiento que reconoce y respeta
la autonomía de aquello que se conoce; esta ciencia existe hoy embriona-
riamente entre muchos etólogos y ecologistsas, e incluso ha ganado cierto
18 Raymond Williams, Keywords - A Vocabulary of Culture and Society, Londres,
Fontana Books, 1976, pp. 32, 232.
19 Gregory Bateson, «Style, Grace and lnformation in Primitive Art», en Steps to
an Ecology of Mind, Londres, Paladín, 1973, p. 115.
228 Música. Sociedad. Educación

terreno entre los psicólogos, sociólogos y antropólogos, y especialmente

entre quienes trabajan en las zonas marginales de todos estos territorios;
estudiosos como Gregory Bateson, Konrad Lorenz, Mary Douglas, Liam
Hudson y Colín Turnbull, que comparten la visión del artista y la del
científico, cuyo amor por los seres que estudian tiene algo de religioso,
y cuya sensibilidad a los rituales y las sutilezas del significado enriquece
nuestra experiencia, llevándola a trascender los límites del objeto del co-
nocimiento abstracto.
Esta riqueza de la experiencia es un derecho de todos, pero en nuestra
cultura este derecho le está vedado a la mayoría, en aras de la persecución
del poder y de los objetivos de la ciencia y de la tecnología, y les está
vedado principalmente a todos los que, desde los cinco o seis años hasta
los catorce, e incluso hasta los dieciséis o más, se ven obligados a some-
ters~ a la escolarización. Una experiencia tal puede sobrevenir mediante
el trabajo de creación artística, ya sea pintando, tallando, o en cualquier
otro tipo de hacer (recordemos que en griego clásico sólo había una palabra,
techne, para expresar tanto la idea de «hacer» como la de «arte»), como
puede ser escribir, danzar o actuar, y sobre todo en la música, puesto que
de todas las actividades artísticas de la raza humana ninguna hay que nos
ponga en contacto más estrecho con las fuentes del mito o de la magia,
del ritual y de la religión, ni que perfile más sutilmente las formas de
esa sociedad potencial que todavía está fuera de nuestro alcance.
El creador llega a sáber que hay un momento, al comienzo· de un pro-
yecto, en que es necesario alcanzar una ingenuidad total, disolver en la
intención creativa toda complejidad y refinamiento , toda anticipación e
incluso toda crítica. Quizá no sepa con precisión qué es lo que quiere
hacer; las líneas del proyecto sólo se van perfilando cuando se trabaja en él.
Por eso, emprender una tarea artística es un acto de fe que la razón cons-
ciente no entiende del todo, y que incluso puede rechazar. Por eso también
la idea de que al arte pueda caberle un papel en la misión de liberar a
nuestra sociedad de su enfermizo espejismo de poder es un acto de fe
(aunque,. tal como hemos visto, reciba el firme apoyo de otras culturas),
pero hasta me atrevo a sugerir que cualquier maestro que no tenga al
menos una chispa de esa fe no puede hacerse cargo de la educación musical
de nadie.
Tenemos la posibilidad de contribuir a la curación de la grieta fatal
que aqueja a nuestra cultura; llámesele escisión entre ciencia y arte, entre
verdad y valor, entre proceso y producto, entre mente y materia, el cisma
es esencialmente el mismo. Quizá si durante las próximas décadas sobre-
vivimos a las diversas trampas mortíferas que nos hemos montado, tanto
para nosotros como para nuestros descendientes, podamos hacer nuestra
la máxima balinesa: «No tenemos arte , hacemos las cosas lo mejor posible»,
y acompañarla con nuestro propio aforismo: «No tenemos ciencia, sabemos
las cosas lo mejor posible.»