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COMPETENCIAS PARENTALES PARA EL


DESARROLLO POSITIVO DE LA INFANCIA

COMPETENCIAS FORMATIVAS

Prohibida su reproducción total o parcial

Uso académico Diplomado Online

Dr(c) Esteban Gómez Muzzio


Julio, 2016. Santiago de Chile.
COMPETENCIAS FORMATIVAS

Las competencias parentales formativas se definen como el conjunto de


conocimientos, actitudes y prácticas cotidianas de crianza que organizan el entorno físico y
psicológico del niño, ajustando la complejidad, variedad, tipo y duración de las experiencias,
objetos, espacios y actividades para favorecer el desarrollo, aprendizaje y socialización de los
niños y niñas. Sus componentes son cinco: (a) la organización de la experiencia; (b) el desarrollo
de la autonomía progresiva; (c) la mediación del aprendizaje; (d) la definición de normas,
criterios y hábitos mediante una disciplina positiva basada en el Buen Trato y (e) la
socialización o preparación para vivir en sociedad (Aguirre, 2010; Barudy & Dantagnan, 2005,
2010).

2. Formativas 2.1 Organización de la experiencia


2.2 Desarrollo de la autonomía progresiva
2.3 Mediación del aprendizaje
2.4 Disciplina positiva
2.5 Socialización

El primer componente de las competencias formativas es la organización de la


experiencia, que se refiere a la capacidad para estructurar un entorno físico y psíquico
adecuado a la edad y características particulares del niño o niña. La capacidad para organizar
adecuadamente la experiencia es fundamental para favorecer los procesos de exploración y
aprendizaje propios de lo formativo, así como el progreso de competencias en las distintas
áreas del desarrollo integral infantil (Bronfenbrenner y Evans, 2000; Calkins, Smith, Gill y
Johnson, 1998; Gross, 2014)). Evidentemente, la posibilidad de organizar de mejor forma la
experiencia del niño se desprende del estado actual de organización síquica del propio
cuidador, de la historia transgeneracional organizada-desorganizada de ese cuidador, y de las
condiciones actuales de contexto en las cuales el proceso de organización tenga lugar.
Cuidadores con un estado de salud mental dañado (Muralidharan, Yoo, Ritschel, Simeonova y
Craighead, 2010), con una historia de apego desorganizado (Lecannelier, Ascanio, Flores y
Hoffman, 2011), parentalidad caótica y situación de familia multi-problemática (Gómez, Muñoz
y Haz, 2007), así como de condiciones de vida cargadas de estrés tóxico, será mucho menos
probable que puedan desempeñar adecuadamente esta competencia formativa.

Como puede verse, el componente “organización de la experiencia” se constituye en un


puente que conecta las competencias parentales vinculares con las competencias parentales
formativas. Y esto es así: el niño o niña solo podrá activar su sistema de exploración y
aprendizaje, o su sistema de socialización, si se encuentra en equilibrio afectivo y regulación
fisiológica y emocional (Bowlby, 1969; Eisenberg, Zhou, Spinrad, Valiente, Fabes y Liew, 2005).
Las competencias parentales vinculares, entonces, son base para construir sobre los cimientos
de una adecuada plataforma afectiva, contextos organizados de descubrimiento de sí mismo y

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del mundo, progreso gradual en la zona de desarrollo próximo de las funciones ejecutivas, el
lenguaje, la cognición, el desarrollo motor y las habilidades sociales. Dicho de otra forma, no es
posible educar sin primero amar.

El segundo componente de las competencias formativas se denomina desarrollo de la


autonomía progresiva y se refiere a la capacidad parental para favorecer, acompañar,
conducir y potenciar la autonomía progresiva del niño/a en las diversas situaciones de la vida
cotidiana a partir de su etapa de desarrollo. La autonomía progresiva es uno de los principios
fundamentales de la Convención de los Derechos del Niño, y recuérdese que el objetivo último
de las competencias parentales es asegurar que el hijo o hija pueda gozar de bienestar y ejercer
plenamente sus derechos humanos. La autonomía progresiva permite pensar además en la
parentalidad y el desarrollo infantil desde un enfoque de curso de vida, integrando aquel
conocimiento que nos aportan las ciencias del desarrollo humano.

Favorecer la autonomía progresiva dice relación con poner a disposición del niño
aquellas condiciones físicas, materiales y de equipamiento que estimulen su deseo y posibilidad
de autonomía. Acompañar la autonomía progresiva tiene que ver con monitorear de cerca los
primeros pasos o primeros intentos que el niño se atreve a dar en cualquier tarea o actividad
nueva del desarrollo. Conducir la autonomía progresiva nos recuerda que en ciertos momentos
será necesario un rol más directivo por parte del cuidador significativo, quien mostrará como
modelo de rol los pasos a seguir en la conquista de la autonomía. Finalmente, potenciar la
autonomía progresiva tiene que ver con la actitud de refuerzo constante de cada pequeño paso
o logro que el niño o niña obtiene en el avance hacia su plena autonomía. Lo contrario en esta
competencia dice relación con un desconocimiento de los hitos esperados del desarrollo infantil
en cada edad, una actitud parental ansiosa que inhibe la exploración y la autonomía, y que no
permite la participación protagónica infantil, con una desvalorización de capacidades y
prácticas de sobre-protección que anulan las oportunidades para la autonomía.

El tercer componente de las competencias formativas es la mediación del


aprendizaje, que se define como la capacidad parental para favorecer la exploración y el
descubrimiento del mundo, y la integración de aprendizajes significativos. La organización de
la experiencia, el desarrollo de la autonomía progresiva y la mediación del aprendizaje en la
práctica son matices del mismo proceso de crianza, que utiliza el modelamiento, la mediación,
el diálogo y la reflexión como pedagogía cotidiana frente a las experiencias, actividades y
vivencias del niño/a.

El padre o madre en este componente de las competencias formativas opera como un


mediador entre la experiencia y el aprendizaje, como un andamiaje (Brunner) entre el estado
actual de competencia del niño, y el estado posible en su zona próxima de desarrollo. La
mediación convoca la competencia vincular de observación y conocimiento sensible del hijo, ya
que exige por un lado saber qué es lo que el hijo o hija ya domina en un ámbito determinado del
desarrollo (por ejemplo, saltar en dos pies dentro de su desarrollo motor grueso), sintonizar
con procesos de motivación y confianza, diseñar una estructura pedagógica que ofrezca
garantías de seguridad y desafío creativo, y proponer una actividad que suponga avanzar hacia
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la zona próxima de desarrollo (por ejemplo, saltar en un pie cantando una canción, lectura
dialógica de cuentos).

Las actividades propuestas pueden ser de distinta naturaleza, según el ámbito de


desarrollo o núcleo de experiencia que se busque potenciar; así, algunas serán físicas (juegos
deportivos, ejercicios, baile, etc.), otras serán reflexivas (conversar, leer un libro juntos, ver una
película, etc.), otras serán relacionales (ir a un cumpleaños, invitar amigos a la casa, organizar
una fiesta familiar, etc.), y así. La competencia de mediación del aprendizaje no está
determinada por la actividad, sino por la plasticidad para combinar elementos en función de la
necesidad observada o de la motivación señalada por el propio niño, niña o adolescente (Bus,
van IJzendoorn y Pellegrini, 1995).

El cuarto componente es la disciplina positiva, entendida como la capacidad parental


para regular y conducir el comportamiento del niño/a mediante el uso preferente de la
anticipación, la explicación, el ejemplo, la negociación, la toma de perspectiva y las
consecuencias razonables frente a transgresiones específicas, transmitidas con una actitud de
calma y firmeza, en coherencia con un estilo global de parentalidad positiva.

La disciplina positiva es fundamentalmente diferente de la disciplina coercitiva, la cual


se sostiene en el uso del castigo, las amenazas y la dominación sobre el niño/a como estrategia
preferente. De esta forma, a diferencia de la disciplina positiva, cuyo objetivo es construir
condiciones propicias para la regulación del estrés emocional y psicológico (Karreman, van
Tuijl, van Aken y Dekovic, 2006), y fijar límites saludables que aporten una estructura
predecible y organizada al mundo del niño/a, la disciplina coercitiva tiene como objetivo
principal el control de la conducta del niño/a y el logro de su obediencia a las órdenes del adulto.

La disciplina positiva es sensible al mundo del niño/a y toma en consideración variables


de ciclo vital, género, personalidad y contexto, mientras que la disciplina coercitiva es
esencialmente adulto-céntrica. La disciplina positiva tiene por objetivo el desarrollo moral y la
preparación para la convivencia ética y responsable con otros (Fabes, Gaertner y Popp, 2006),
mientras que la disciplina coercitiva no se fundamenta en un enfoque de derechos de la niñez,
aunque pueda declarar el mismo objetivo. Obviamente, la mayoría de los padres y madres
utilizan una combinación de prácticas de disciplina positiva y coercitiva, pero el estilo parental
marca el uso preferente de una de estas estrategias por sobre la otra; y esta preferencia no
resulta inocua respecto a los efectos de mediano y largo plazo en el desarrollo del niño: la
disciplina positiva ha demostrado sistemáticamente generar mejores resultados que la
disciplina coercitiva, los buenos tratos producen a mediano y largo plazo niños con mejor
regulación emocional, mejor autoestima, mejores habilidades sociales y mejor rendimiento
escolar que aquellos criados con castigo físico y emocional recurrente (Eisenberg, Zhou,
Spinrad, Valiente, Fabes y Liew, 2005; Fabes, Gaertner y Popp, 2006; Karreman, van Tuijl, van
Aken y Dekovic, 2006; Florenzano, Cáceres, Valdés, Calderón, Santander, Cassasus, et al. 2009;
Gross, 2014). Por otra parte, es evidente que contextos de mayor pobreza y riesgo social
acumulativo harán más difícil desplegar prácticas de disciplina bien tratante al colapsar los
recursos de la sensibilidad parental y la mentalización (Evans, y English, 2002; Gershoff, Aber,
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Raver y Lennon, 2007; Meunier, Boyle, O´Connor y Jenkins, 2013; Evans, Li y Whipple, 2013)

El quinto componente de las competencias formativas es la socialización, definida


como la capacidad parental para transmitir al niño/a las normas y reglas socialmente aceptadas
de comportamiento en los espacios públicos, introduciéndolo/a en los valores y costumbres de
su comunidad y cultura. La socialización es una capacidad que articula prácticas de crianza
centradas en preparar al niño/a para la vida en comunidad, promoviendo el desarrollo gradual
de sus habilidades sociales (Fabes, Gaertner y Popp, 2006).

La socialización debe ser sensible a diferencias de edad, enfoque de género,


características personales y de contexto y cultura. La socialización va complejizando
gradualmente los contenidos y exigencias, a medida que el niño avanza en su autonomía
progresiva y se abren nuevos espacios de integración social, siendo dos procesos que se
vinculan muy de cerca, por cuanto aquello que podemos pedirle a un niño o niña variará mucho
según se trate de un infante dando sus primeros pasos, un escolar asistiendo a los primeros
años de educación formal o un adolescente que goza de muchos más espacios y tiempos de
libertad personal y relación con otros grupos de personas e instituciones. La socialización como
componente de las competencias parentales formativas se desplegará en tres nichos ecológicos
fundamentales para el desarrollo del niño (Bronfenbrenner, 1987): (a) la familia; (b) la escuela;
y (c) la comunidad.

A nivel de la familia, la socialización invita a los padres a transmitir los valores, historia
e identidad familiar, las anécdotas familiares, la estructura de pertenencia y los lazos que unen
al niño/a con otros miembros de la denominada familia extensa. En la vida y conversaciones
cotidianas, la socialización opera mediante el modelo de rol (lo que el padre o madre
efectivamente hace, más allá de lo que dice), y también a través de aquellas conversaciones
familiares en que se comparten creencias, costumbres y visión de mundo. Todos estos
elementos aportan a un sentido de cohesión familiar y se ha visto que están a la base de los
procesos de resiliencia familiar ante el trauma y la adversidad (Walsh, 2004; Gómez &
Kotliarenco, 2010).

A nivel de la escuela, la socialización opera transmitiendo expectativas respecto al


proceso educativo, al desempeño escolar, a la relación con profesores y compañeros de colegio,
a la rutina escolar, y otros elementos. La pregunta respecto a qué es “ser un buen alumno/a”
organiza gran parte de las interacciones de crianza en nuestras sociedades, y más allá de la
enseñanza concreta de materias y habilidades (lo que estaría recogido en el componente
“mediación del aprendizaje”), la socialización transmite los elementos valóricos y las
expectativas que soportan o debilitan en gran medida el camino escolar de niños y niñas.

A nivel de la comunidad, la socialización implica aquellos procesos formativos


destinados a transmitir al niño, niña o adolescente los valores y expectativas respecto al
comportamiento esperado en los espacios de “lo público”, ya sea con vecinos, amistades o en
lugares públicos como centros comerciales, edificios institucionales, ferias o al transitar por la
calle.
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